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Viernes, 3 de junio de 2016

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En el país de los ciegos En el país de los ciegos

Por Juan Forn

 Por Juan Forn
E S C RIBEN HOY
Muy atractivo no parecía aquel número vivo que anunciaba a un hombre Adrián Melo 
Alejandro Dramis 
capaz de enhebrar una aguja, peinar una peluca y afeitarse con destreza Alejandro Modarelli 
Cristian Carrillo 
Cristian Vitale 
Cristina Civale 
Dani
todos los martes, jueves y sábados delante del público. Pero el pequeño
Umpi 
Daniel Gigena 
Darío Pignotti 
detalle que había convocado a tanta gente en aquella esquina de Londres Diego Fischerman 
Eduardo Febbro 
era que el artista en cuestión decía ser “un alemán nacido sin manos ni Elena Llorente 
Eric Nepomuceno 
Facu
piernas, capaz de milagrosos actos que nadie con manos y piernas ha Soto 
Fernando Krakowiak 
Flor
realizado nunca en este reino”. Para hacer más atractiva la venta, el anuncio Monfort 
Guadalupe Treibel 
Horacio
Bernades 
Ignacio D’Amore 
Juan Forn 
decía que al susodicho le habían sido cortadas al nacer las piernas a la
Juan Pablo Cinelli 
Juliana Mandolesi 
altura de los muslos, y los brazos a la altura de los codos, porque así eran Laura Vales 
Luciana Peker 
Mariana
las reglas del juego en el mundo de los artistas callejeros en 1717: había Carbajal 
Marina Yuszczuk 
Marisa
mucha competencia, y mucho morbo también. Enanos había a montones, Avigliano 
Marta Dillon 
María Pía
deformes también, pero Matthias Buchinger se tenía fe: no por nada había López 
Matías Máximo 
Miguel Hein 
cruzado el mar desde Alemania. Lo suyo no se reducía a exhibir Pablo C. Vargas y David Aruquipa 
Paula Jiménez España 
Renata Padín 
pasivamente ante el público su extraña naturaleza. El buen Matthias tenía
Roxana Sandá 
Santiago Giordano 
mucho más que ofrecer. De hecho, su plan era llegar hasta la corte del rey Sebastián Ackerman 
Silvina Friera 
Jorge, asombrarlo y convertirlo en su mecenas. Pero para eso necesitaba Silvina Herrera 
Soledad Vallejos 
Sonia
que su fama lo antecediera. Tessa 
Vanina Escales 
Victoria
Lescano 
Washington Uranga 
Werner
Cuando hubo suficiente público, el artista hizo su aparición: medía apenas Pertot 
74 centímetros, sus brazos y muslos terminaban en muñones encallecidos,
vestía una chaqueta larga que parecía la tulipa de un velador y realizó todo
su número de pie sobre un almohadón, colocado encima de una mesa.
Primero procedió a enhebrar una aguja, cosió un botón de su chaqueta,
luego peinó una peluca y se la puso, luego se afeitó impecablemente con
una navaja, con la que después se puso a afilar una pluma de ganso.
Cuando la tuvo lista, sacó tintero y papel y comenzó a hacer proezas
caligráficas (escribía con letra igual de impecable de izquierda a derecha y
de derecha a izquierda, como demostró cuando sometió ese último texto a
un espejo). Después se puso a dibujar retratos asombrosamente meticulosos
y vívidos de los presentes, que procedió a venderles, pero antes les hacía
ver los retratos con una lupa: lo que parecían meros trazos sinuosos de la
cabellera enrulada de una dama eran en realidad frases de los Salmos,
escritas en letra microscópica. A continuación mostró su puntería con armas
de fuego, hizo música con varios instrumentos, algunos inventados por él
mismo, y culminó con unos trucos de magia, en el último de los cuales hizo
salir una paloma de un dedal.

Matthias Buchinger había nacido en Anspach, cerca de Nuremberg, en 1674.


Tenía ocho hermanos, todos sin defectos. Se sabe muy poco de sus
primeros años. Aparentemente sus padres lo mantuvieron a salvo de las
miradas de curiosos hasta su mayoría de edad. En esas horas de
aislamiento, a través de la práctica sin desmayo fue logrando una asombrosa
motricidad fina. Sus padres pensaron que podrían colocarlo como aprendiz
de sastre pero no consiguieron un solo taller donde no se espantaran por su
 
aspecto físico. Todo indica que recién empezó a actuar en público cuando
ellos murieron. Hay un registro de una feria de Leipzig, en 1694, que
menciona a una troupe de acróbatas acompañados por un hombre sin
manos que hace trucos de cartas, enhebra agujas y dispara pistolas. Se
ignora por completo cómo hizo para aprender solo sus asombrosas
habilidades caligráficas y musicales, para no hablar de las demás. Sólo se
sabe que desde 1709 empezó a aparecer en distintas ciudades alemanas,
trabajando a veces junto a un suizo llamado De Hightrehight, que masticaba
brasas ardientes y cocinaba pedazos de carne en su propia boca. Pero, para
las autoridades, era más inquietante el buen Matthias: se le prohibió actuar
en público por su aspecto. Su deformidad y sus limitaciones, que él sostenía
que debían ser vistas como un portento divino, producía el efecto inverso. En
aquellos tiempos, en los provincianos reinos alemanes, los partidarios de la
Reforma y la Contrarreforma competían en celo religioso, y el número vivo
de Matthias rozaba la definición que por entonces se daba de brujería: “aquel
que demuestra visualmente poderes invisibles”.

Por esa razón (y porque el rey Jorge era de origen germano) cruzó Matthias
a Inglaterra en 1717, con el propósito de asombrar al monarca y acceder a
su patronazgo. El plan falló: Jorge le dio una bolsa de monedas de oro pero
lo despachó, y así empezó la carrera itinerante del buen Matthias por
Inglaterra, Escocia (donde aprendió a tocar la gaita), Gales, Irlanda,
Dinamarca, Francia y de vuelta a las islas. Mal no le iba: se casó cuatro
veces, tuvo veintidós hijos, en uno de sus dibujos confesó haber conocido
carnalmente a más de setenta mujeres (siempre agregaba glosas
autobiográficas al pie de sus autorretratos), pero nunca logró ser
considerado otra cosa que un fenómeno de feria, a pesar de sus
asombrosos dones. Se carteaba con el Duque de Oxford, a quien le hacía
confesiones: que no usaba lentes de aumento ni espirógrafos de ninguna
especie para sus dibujos, que prefería inventar instrumentos a tocar música
con ellos, que la obligación de actuar para dar de comer a su familia lo
desviaba de sus verdaderos propósitos artísticos, que su genio era
malinterpretado. Su correspondencia se interrumpió luego de que le ofreciera
al Duque un dibujo que había tardado quince meses en hacer, “por el precio
que Su Alteza estime justo”. Su Alteza rechazó el convite sin siquiera ver el
dibujo.

La obligación de hacer su número vivo sin descanso le dio primero fama y


luego sobreexposición. Con el argumento de que sus esposas eran nativas
pidió una pensión vitalicia cuando ya no pudo actuar en público, pero el
Palatinado ni le contestó. Era un momento de transición, que pronto se
convertiría en quiebre: de la fascinación por lo oculto a la explicación del
mundo por las ciencias empíricas. El buen Matthias murió en 1734, en Cork.
Una elegía a su muerte aparecida en los diarios irlandeses fue adjudicada
apócrifamente a Jonathan Swift, que lo había usado de inspiración para sus
liliputienses. Aunque donó su cuerpo a la ciencia (“ya que no he podido dar
rienda suelta a mis talentos, espero que en mi cadáver descubran el secreto
de mi genio”), se dice que fue a parar a la fosa común. Su apellido ingresó al
argot de la época como sinónimo de pene de gran tamaño y luego se
desvaneció en el aire.

Sólo lograron sobrevivir al olvido dieciséis de sus dibujos, que el conocido


ilusionista Ricky Jay fue juntando a lo largo de los años en sus viajes por
Europa. Hace un mes logró que fueran exhibidos en el Metropolitan Museum
de Nueva York. Como el material era escaso, los curadores de la muestra
decidieron sumarle otras piezas de arte caligráfico y micrográfico, desde
textos hebreos antiguos a piezas dadá y futuristas y obras más actuales de
artistas como Louise Bourgeois, Jacob El Hanani y Jasper Johns. El
resultado se parece sospechosamente a aquellos espectáculos de feria de
otrora: el buen Matthias sigue siendo el bicho raro, indefinible, insondable.

Entre la hojarasca de palabras que ha despertado la muestra, se ha dicho


que la obra de Matthias es la evidencia de que la vista humana era más
poderosa en los tiempos previos a la invención de la electricidad, o que la
naturaleza humana es capaz de ofrecer extraordinarias compensaciones a
extraordinarias carencias. En sus estudios sobre el noúmeno y la microfísica,
Gaston Bachelard dijo que la miniatura es uno de los refugios de la
grandeza. Yo prefiero una frase de Robert Walser, el escritor suizo que se
autorrecluyó en un manicomio hasta su muerte: “La máxima clarividencia
está en lo más pequeño”, escribió Walser en una de sus micrografías. Sólo
es posible leer esas micrografías con ayuda de una lupa, pero estoy seguro
de que el buen Matthias no la habría necesitado.
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