Está en la página 1de 5

1. Ludwig Wittgenstein.

A. El escarabajo de Wittgenstein.
En sus Investigaciones Filosóficas Ludwig Wittgenstein pone el siguiente ejemplo:

Imagina que al nacer te dan una caja con un escarabajo dentro. Se trata de un objeto muy valioso
y extremadamente personal, tanto, que nadie puede ver el interior de la caja salvo uno mismo. De
este modo, no existe una forma objetiva de confirmar que todas las cajas contengan lo mismo. En
el mejor de los casos podrían contener un escarabajo de verdad, pero nada garantiza al cien por
cien que en lugar del escarabajo no haya otros insectos, como una hormiga o una araña, o que
incluso no haya nada, eso sí, sea lo que sea, siempre se considerará bajo el término de
«escarabajo».

Supongamos que la descripción del «escarabajo» se establece teniendo en cuenta solo el que
guardamos en nuestra caja, ya que no podemos ver el resto. De ser así, la definición de lo que es
un escarabajo cambiaría continuamente, dependiendo de cada persona. Es más, cuando uso la
palabra «escarabajo», ¿a cuál de ellos me estoy refiriendo? Sin duda al mío, pero no hay forma
posible de saber si al del resto. Es por eso que, según Wittgenstein, para la construcción de la
palabra y del concepto «escarabajo» lo que hay dentro de cada caja particular es irrelevante. La
palabra bien podría acabar significando, sin más, «esa cosa que está en la caja de cada persona».

Tal vez el ejemplo con escarabajos pueda resultar un poco extraño, pero Wittgenstein lo aplica en
primer lugar al concepto de «dolor». Por tanto, si continuamos con el símil, la palabra «dolor» no
se puede relacionar con nuestra propia experiencia y sensación personal de dolor, sino que solo
tiene sentido como acuerdo colectivo del hecho del dolor. No podría ser de otro modo, ya que no
podemos saber exactamente lo que otras personas están experimentando o sintiendo.

Pero volviendo a los escarabajos, si tratamos de usar la palabra «escarabajo» para referirnos a lo
que hay dentro de nuestra caja estamos hablando de algo que no puede conocer nadie más aparte
de nosotros mismos, por lo no tendría sentido que la palabra hiciera referencia a nada personal o
subjetivo. De esta manera, concluye Wittgenstein, no existe tal cosa como un lenguaje privado. El
lenguaje que utilizamos para comunicar sensaciones subjetivas de nuestro mundo privado ‒por
ejemplo, del dolor‒ es un lenguaje formado en el ámbito de lo social. Una idea, la del lenguaje
como un arte social, sobre la que años después volvería Quine en su ensayo La relatividad
ontológica, aunque desde el punto de vista de la traducción entre idiomas. Uno de los discípulos
de Quine, Daniel Dennett, iría todavía más lejos al afirmar en “La conciencia explicada” que una
experiencia interior solo puede comprenderse como un acto social porque solo existe en tanto en
cuanto es comunicable.

B. Wittgenstein el ver-como. ¿Qué ves, Pato o conejo?

El parentesco entre las expresiones "Me lo imagino como...", "Lo considero como...", "Lo veo
como...", "Lo represento como...", "Lo pienso como...", etcétera, se adquiere gracias a que la
manera de ver el mundo involucra el pensamiento y la visión del mundo. Como lo mostró Stephen
Mullhal, la importancia de la perspectiva radica en la conexión entre los conceptos "ver un
aspecto'", "vivir el significado de una palabra" y tomar la actitud "hacia el alma" (Mulhall, 1993:
196). La ceguera hacia estos aspectos desencadena la ceguera en la comprensión de los
significados y una falla en la conducta, que consiste en dejar afuera la "individualidad" de la
persona (Mulhall, 1993: 83). Veamos algunos usos de la perspectiva procedentes de distintos
textos wittgensteinianos. El problema de la perspectiva en la percepción aparece en el famoso
ejemplo de los dibujos de múltiples aspectos, como el pato–conejo.

Lo que cambia ante nuestros ojos no es la figura; ésta, pues, permanece inmóvil. La vemos
diferente, una vez como "pato" y otra vez como "conejo" porque "caemos en la cuenta" de un
cierto "aspecto" de la figura. Cuando "caemos en la cuenta de un aspecto" nuevo cambia nuestra
"perspectiva"; vemos la figura como otra cosa. Lo que antes veíamos como orejas de un conejo, lo
vemos ahora como pico de un pato. Nuestra manera de ver es "fulgurante". El cambio es posible
gracias a que "van juntas ciertas partes de la figura que antes no iban juntas" (IF, t., II: 477). En la
vida diaria la figura de "ver como" se aplica muy rara vez. Nuestro ver es, más bien, "continuo".
Cuando vemos "continuo" la figura representa siempre una y la misma cosa, y corresponde a
ciertas expresiones en el lenguaje como "veo un pato", o "veo un conejo", pero no "lo veo como
un conejo". La figura cabeza–pato–conejo sugiere que "ver continuo" se refiere a lo que es el
objeto de nuestra vivencia visual inmediata anclada en nuestras prácticas cotidianas, mientras que
"ver como" se refiere al cambio del aspecto en una situación no–convencional: "Decir: 'Ahora veo
esto como...' hubiera tenido para mí tan poco sentido como decir al ver un cuchillo y un tenedor:
'Ahora veo esto como un cuchillo y un tenedor' " (IF, t. II: 449).

La posibilidad de "ver como" Wittgenstein nota una diferencia entre el sentido de ver y otros
sentidos: "No consideramos el ojo humano como un receptor: en efecto, no parece recibir algo
sino enviarlo. El oído recibe; el ojo ve (arroja miradas, refulge, resplandece, alumbra). Con los ojos
se puede aterrorizar, pero no con el oído o la nariz. Cuando ves el ojo, miras algo que surge de él.
Ves la mirada del ojo" (Z: 222). Este argumento es ingenioso: sigue la misión kantiana de mostrar
que la percepción tiene sus formas a priori, que no es pasiva sino activa, a saber, que se vuelve
una apercepción, una proyección y una imposición de la experiencia del sujeto sobre el material
observado. Cómo lo resalta Joachim Schulte, las miradas fulgurantes, en oposición al ver continuo,
expresan una experiencia personal genuina (Schulte, 2000: 57).

C. Ludwig Wittgenstein, a 100 años de la publicación del Tractatus.

“Piensen ustedes, por ejemplo, en el asombro


de que algo exista. El asombro no puede expresarse
en forma de pregunta, y tampoco hay una respuesta.
Todo lo que podemos decir será a priori puro sinsentido.
Y, sin embargo arremetemos contra los límites del lenguaje”.
- Ludwig Wittgenstein

Friedrich Frege, matemático y filósofo alemán, del que Wittgenstein se puede decir
discípulo, según se considere que fuera discípulo de alguien, distingue en su terminología,
entre “referencia” y “sentido”.
Para la misma época, nos estamos remitiendo a finales del siglo XIX y comienzos del siglo
XX, el filósofo y también matemático alemán Edmund Hussler, fundador de la corriente
fenomenológica, plantea diferenciar entre lo “mentado” y lo “manera de mentar”.
Un ejemplo clásico es la distinción entre el lucero matutino y el lucero vespertino. Ambas
proposiciones se refieren al mismo objeto, el planeta Venus, pero tienen diferente
sentido. Una evoca el amanecer, la otra el anochecer.

Uno y otro también reconocen que diferentes lenguas difieren no sólo en el sonido y en
sus signos sino en la manera distinta de significar el mundo. Podrán designar el mismo
objeto, pero la manera en la que se refieran a él viene ya definido y dado por la
peculiaridad de cada una.

En este sentido vemos que Wittgenstein profundiza y complejiza esa idea al hablar de
diferentes juegos del lenguaje. Considera que cada grupo de hablantes discurre en
diferentes lenguas, aunque se exprese en el mismo idioma.

Sólo alcanzaríamos una lengua común y universal y un entendimiento completo en el caso,


utópico, por cierto, de que se pudieran reunir todos los posibles juegos del lenguaje en
uno sólo. Afortunadamente o fatalmente desde Babel al esperanto solamente se trata de
una quimérica aspiración.

Si bien esa ficción es imposible de concretar, pareciera que ese hipotético lenguaje único,
supuesto de verdad, se impone como el ideal de todo hablar con sentido. Se estaría
siempre camino a él aunque no se alcance.

La lengua adánica, tomada como metáfora de un lenguaje unívoco, fue una ambición,
aunque desmedida, impulsada por el deseo o la pretensión de alcanzar una inteligibilidad
absoluta sobre las cosas. Esa ambición movilizó las fuerzas intelectuales del renacimiento
europeo, alcanzando su apogeo en el Iluminismo.

Wittgenstein planteó no solamente que eso es un imposible, cuestión ya por demás


reconocida en su época, sino que una sostenida búsqueda de respuestas a lo inasequible,
enferma. Sabemos que los caminos de la razón también pueden llevar al infierno. Se
propuso entonces una cura de la filosofía, a la que consideraba la principal afectada por el
malentendido de que el saber, lo mismo que el lenguaje, no conoce límites.

Así como Nietszche se propuso, con su Zaratustra, anunciar la muerte de Dios,


Wittgenstein proclamó la limitación del lenguaje. Un callar terapéutico frente a tanta
palabrería inconducente. “Lo que no se puede decir es mejor callar”, dejó planteado al
final de su Tractatus.

Se ha mal interpretado este aforismo en el sentido de mejor no hablar de ciertas cosas -


vana disquisición, dicho sea de paso, que pretendió reducir abusivamente el aporte
wittgensteiniano a un silencio sobre su homosexualidad.
Hay que considerar que esta formulación viene a reivindicar fundamentalmente los límites
del decir e intenta establecer también como fuente de conocimiento lo indecible.
Agregando algo que va a sugerir muchas interrogaciones y que genera intensos debates,
“aquello que no se pueda decir se puede mostrar”.

Esta inclinación al mostrar lo que no se puede decir habilita una travesía para la
exploración y elaboración de aquello que Freud pensó como lo imposibilitado de ser
consciente, lo que los sueños pueden fugazmente alumbrar o la insistencia repetitiva
recelar.

Al abrir esta dimensión de lo mostrable, Wittgenstein inaugura también un acercamiento a


otro posible designar, un referir poético y ético, que en tanto depositario de un silencio
prolífero genera chispazos, iluminaciones y proximidades a un entendimiento diferente.
Un saber que no termina de saberse pero que se presiente.

Wittgenstein advirtió sobre la afectación de un lenguaje que no describa los hechos, las
cosas del mundo, sino que pretenda determinar las esencias de los mismos. Si bien se
impuso poner un límite al lenguaje, lo concibió como la manera en que se revelan las
cosas del mundo. Es el lenguaje el que habla al sujeto de las cosas del mundo. Fue crítico
de la idea de que el lenguaje sirva fundamentalmente para comunicar algo, planteó que
“la esencia espiritual se comunica en el lenguaje y no por medio del lenguaje”. Abrió así
una línea del pensar afín con el psicoanálisis. Podemos aventurar una hipótesis.
Wittgenstein, ciertamente crítico del psicoanálisis, no lo fue de la idea de inconsciente.

“Lo más importante de mis textos es lo no dicho”. Tal vez lo que sugieren, podemos decir
nosotros, sea lo mejor que uno se lleve. El tesoro enterrado que promueve una búsqueda
propia, un camino personal a recorrer.

Tan radical es su postura sobre lo que se puede transmitir formalmente que procura que
los lectores de sus textos arrojen la escalera una vez utilizada, ya que esta sólo posibilita
alejarse de lo trillado pero que no sirve para alcanzar algún saber. Mal estaría, debió de
pensar Wittgenstein, que se tome a la escalera por una teoría. “Todas las buenas doctrinas
son inútiles. Tiene usted que cambiar su vida”, fue su respuesta a un posible discípulo que
le pedía orientación teórica. Señala con esto el modo en que entendía el filosofar.

Instituyó, sin formularlo, al decir como un acto performático, y también nos deja
sospechar que el pensar también lo sea. No se alcanza jamás lo mentado, sino que se lo
recrea de modos diferentes en las distintas formas de mentarlo. Resonancias de un decir y
de un callar productivo.

Tanto para Wittgenstein como para Nietszche, Kierkegard, Benjamin y para otros
temperamentos filosóficos apasionados y disruptivos, la manera de pensar conducía a la
manera en la que se debe vivir. Sus obras están plenamente unidas al sentido que le
dieron a su vida. Es a partir de esa férrea unión entre el pensamiento y la existencia que se
convirtieron en auténticas figuras de culto ya para sus coetáneos. No es necesario
entenderlos bien, ni siquiera comprender mayormente sus planteos para intuir y
experimentar que trascienden el campo del saber académico para apuntar a un horizonte
ético y estético singularmente vigorizado. De sus lecturas no se sale igual, uno se siente
tocado e interpelado más allá de lo que fue a buscar.

D. Wittgenstein sobre el psicoanálisis.

“Es probable que el análisis cause daño. Porque, aunque se puedan descubrir en su transcurso
diversas cosas sobre uno mismo, hay que mantener una actitud crítica muy fuerte, aguda y
persistente para reconocer y ver más allá de la mitología que se nos ofrece e impone. Hay algo
que nos induce a decir: ‘Sí, por supuesto, eso tiene que ser así’. Una mitología poderosa... Si el
psicoanálisis les lleva a decir que realmente piensan esto y esto o que realmente su motivo fue
así y así, ello no es asunto de descubrimiento sino de persuasión. De otro modo diferente
podrían haber sido persuadidos de algo diferente. Por supuesto, si el psicoanálisis cura su
tartamudeo, lo cura y es un logro. Uno piensa que determinados resultados del psicoanálisis
son un descubrimiento hecho por Freud e independientes de lo que el psicoanalista pueda
persuadir a uno, y lo que yo quiero decir es que ése no es el caso.”

Para Wittgenstein las ideas del psicoanálisis sólo pueden aprovecharse cuando se les ve
críticamente, es el único camino para aprender algo. Lo malo –agregaba el filósofo- es que los
mismos practicantes del psicoanálisis impiden la crítica

También podría gustarte