Está en la página 1de 234

Nicholas Meyer

Horror

En

Londres
Título original: The west end horror
Traducción: Lucrecia Moreno Sáenz
Ultramar Editores – Bolsillo
Madrid – España
Para Elly y Leonore
PREFACIO

Una de las consecuencias interesantes de la publicación de «Elemental,


doctor Freud...» ha sido la gran cantidad de cartas que he recibido —en
mi
carácter de editor— de todas las partes del mundo. Como predije en el
momento de publicar la obra, el manuscrito se convirtió en tema de
acaloradas polémicas y me han escrito en toda clase de papel, con
distintas calidades de gramática y puntuación, para decirme lo que cada
uno piensa de la autenticidad del libro. (Hasta recuerdo a un estudiante
secundario de Juneau, Alaska, quien me llamó por teléfono muy temprano
una mañana, creyendo que la hora de Los Angeles tenía una hora de
atraso, en lugar de lo contrario, para decirme que consideraba que yo era
un embaucador.) Otra consecuencia inesperada de la publicación del libro
ha sido la aparición de varios manuscritos watsonianos «perdidos», no
menos de cinco, sometidos todos a mi consideración como editor.
Provienen de fuentes tan diversas como su sorprendente material: un
piloto comercial de Texarkana (Texas), un diplomático de la Argentina,
una viuda de Racine (Wisconsin), un rabino de Suiza (¡esta carta escrita
en italiano!) y un señor jubilado, de profesión incierta, de San Clemente
(California).
Los manuscritos eran todos interesantes y contenían, sin excepción,
pruebas de su origen, en las que se explicaba su tardía aparición y las
circunstancias en que fueron redactados. Por lo menos dos, no obstante
ser sumamente amenos, eran sin duda falsificaciones (uno de ellos una
parodia pornográfica) un tercero, una diatriba política; el cuarto, los
delirios de una mente enferma; otro, destinado a probar los orígenes
judíos de Holmes (éste no era el del rabino suizo), y otro...
El caso que narraré a continuación pertenece al manuscrito propiedad de
Mistress C. K. Vernet, de Racine (Wisconsin), y me fue enviado por
correo a la dirección de mis editores en Nueva York:
14 de diciembre de 1974
Estimado Míster Meyer:
De verdad me interesó mucho la lectura del manuscrito editado por usted y
llamado «Elemental, doctor Freud...». Mi difunto marido Carl era descendiente de
la familia de Vernet 1 , de la cual, según seguramente sabe usted, descendía
también Sherlock Holmes.
Quisiera saber si le interesaría estudiar otro «manuscrito perdido hace muchos
años» de los redactados por el doctor Watson; salvo que el manuscrito al que me
refiero nunca se perdió; en realidad Carl, mi marido, lo heredó de su padre, quien
a su vez lo heredó (según nos contaba siempre) del mismo Míster Holmes.
Está manuscrito y resulta algo difícil de leer en ciertos puntos, principalmente
debido al daño que sufrió en la época del padre de Carl, por los años de 1930,
cuando no tuvo dinero para reparar las goteras de su desván.
El padre de Carl, el abuelo Vernet, muerto en el año 1946, nunca permitió a
ningún editor ver el manuscrito, porque resultaba evidente que desde un principio
Míster Holmes nunca quiso que lo leyera el público. Sin embargo,
desde entonces ha corrido ya mucha agua —bajo el puente, quiero decir—,
además de que, por otra parte, casi todos los interesados han muerto.
Leí en el diario la semana pasada todo lo que habían descubierto acerca de la vida
privada de Gladstone, y la verdad es que lo que le ofrezco no puede ser más
calumnioso que aquello.
Carl murió en febrero y, como usted sabe, la situación económica no es muy
brillante. Es probable que me vea obligada a vender la granja y le aseguro que no
me vendría mal un poco de dinero en efectivo. Si usted deseara ver los papeles y
llegara a interesarle, podríamos llegar a un acuerdo en cuanto al precio. (¡Creo, no
obstante, que seguiré los consejos de su tío Henry y trataré de vender la copia
original! Creo haber leído en la revista Time dónde obtuvo un montón de dinero
de algún excéntrico de Nuevo México que colecciona cosas como éstas.)
Le saluda muy atentamente
Marjorie Vernet (Sra.)

1 Emile Jean Horace Vernet (1789—1865), conocido como Horace


Vernet, famoso pintor y retratista francés, fue tío abuelo de Sherlock
Holmes.

Esta fue la primera entre muchas cartas que se intercambiaron entre


Mistress Vernet y yo. Por consejo mío, consultó con el abogado de su
familia y el individuo resultó (como pude comprobado, desgraciadamente)
muy conocedor de su oficio. En definitiva, a pesar de ello, todo quedó
dispuesto en forma satisfactoria y yo volé a Racine a recoger el
manuscrito, una vez efectuadas varias fotocopias.
La lectura era sumamente difícil en ciertos puntos, además de
presentar problemas muy diferentes de los del anterior.
El daño causado por el agua era extenso. En ciertos renglones había
palabras y aun oraciones enteras borradas, siendo imposible descifrarlas.
Me vi
obligado a consultar a especialistas en estos problemas (y aquí expresaré
mi
particular gratitud a Jim Forrest y a los laboratorios de la Universidad de
California, en Los Angeles), que lograron milagros desde el punto de vista
técnico al reconstruir pasajes que faltaban.
En muchas oportunidades, en cambio, los resultados no fueron
satisfactorios. Me vi así obligado en estos casos a aportar la palabra o el
giro
que parecían corresponder al resto del párrafo o de la página. Hice todo
lo que
pude, pero no soy Watson y es posible que el lector halle alguna nota
discordante aquí y allá. No cabe culpar al buen doctor por ello, sino a mí.
Pensé
en la posibilidad de marcar estos pasajes en el libro, pero decidí luego
que estos
tipos de paréntesis resultarían molestos. De cualquier manera, las faltas
más
flagrantes serán obvias y se percibirá inmediatamente mi mano algo
pesada.
Aparte de los daños causados por el agua, el problema más espinoso fue
el de fechar el manuscrito. La evidencia interna revela con claridad que
Horror
en Londres comienza en marzo de 1895. El probar la fecha de su
redacción, por
otra parte, es otro problema. Era evidente (por lo menos para mí) que fue
escrita mucho después del año 1895. No sólo hace Watson alusión a
intervalos
de años entre los esfuerzos de su parte por obtener la autorización de
Holmes
para la tarea, sino que además señala que entre las consideraciones para
conseguir la autorización estaban las muertes de muchos de los
principales
actores del hecho. Como los nombres de estas personas no aparecen
cambiados,
ya que según señaló Holmes habría sido imposible disfrazarlos, las
fechas
pueden establecerse con relativa facilidad. Ellas indicarían una fecha
aproximada de la redacción, sin duda posterior a 1905. Sin embargo, el
hecho
de estar escrito el documento de puño y letra de Watson indica con la
misma
claridad que todavía no estaba él atacado por la artritis. Más allá de este
punto,
es difícil afirmar nada. Mi propia sospecha, y es tan sólo una sospecha,
es que
Horror en Londres fue escrito en algún momento después de la Primera
Guerra
Mundial y antes de la muerte de Holmes, en 1929. Uno de los factores
que me
ha llevado a fijar una fecha tan tardía es que Watson, como en
«Elemental,
doctor Freud...», sigue describiendo cosas que ya pertenecen al pasado.
Que
Watson nunca haya intentado recobrar el manuscrito después de la
muerte de
Holmes sugiere que sus propias enfermedades habían comenzado ya a
vencerle
(posiblemente, los estragos de la artritis deforman te que no le
abandonaron
durante los últimos diez años de su vida), lo que es, él mi juicio, otro
argumento
a favor de esta fecha tardía.
Cabe señalar que persiste el uso de giros norteamericanos por parte de
Watson, hecho que, según considero, requiere comentario. Los lectores
que se
muestran escépticos acerca de la autenticidad de «Elemental, doctor
Freud... »,
basan parte de sus objeciones en el hecho de que la obra contenga estos
giros,
que consideran «reveladores». No toman en cuenta, en cambio, otros dos
puntos
de importancia esencial. En primer lugar, los giros brotan en todos los
casos
relatados por Watson y, en el segundo, hay una sencilla razón para ello.
Entre
1883 y 1886 Watson trabajó como médico en San Francisco (California),
con el
objeto de pagar algunas de las deudas de su hermano. Allí se casó con
Constance Adams, su primera mujer, como lo sabe cualquier estudioso
mediano
de la excelente biografía de W. S. Baring—Gould sobre Holmes y Watson
2.
Como comentó Holmes a Watson (después de haber vivido en los
Estados Unidos
dos años) en "Su última reverencia», «la fuente de mi inglés parece haber
quedado contaminada para siempre». Dejemos aquí, pues, todos estos
giros.
En cuanto a las notas al pie de página, he tratado aquí también de
reducirlas a un mínimo, a pesar de que hay tantos hechos corroborativos
(argumento en favor de la autenticidad del manuscrito) que me siento
obligado a
incluir muchos de ellos.
Finalmente, un breve comentario acerca de la cuestión de la
autenticidad. No tenemos modo alguno de probar tales cosas. Más aún,
un sano
escepticismo nos exige que dudemos. Haber descubierto un relato de
Watson
que faltaba hasta ahora puede parecer un milagro. Haber descubierto un
segundo manuscrito tiene un sabor sospechoso de coincidencia. En mi
defensa
debo señalar que no puedo afirmar haber descubierto, de hecho, ninguno
de
estos dos documentos y, en el caso del segundo, como manifiesta
Mistress
Vernet, no estaba perdido, exactamente.
En cuanto se refiere a la autenticidad, el lector deberá decidir por sí
mismo, y tengo conciencia, como la tuve siempre, de las controversias
que
envolverán esta narración. Termino aquí haciendo referencia al
encantador
poema de Vincent Starrett, en el cual aparecen estas palabras
maravillosas:
"Sólo aquellas cosas en las que cree el corazón son verdad».
NICHOLAS MEYER
Los Angeles
Agosto de 1975

INTRODUCCIÓN
—No, Watson, me temo que mi respuesta siga siendo la misma —dijo
Sherlock Holmes—. Está usted escribiendo Horror en Londres —
prosiguió,
riendo en voz baja al verme la expresión—. No me mire tan sorprendido,
querido
amigo. Su proceso mental ha sido la simplicidad misma. Le vi sentado a
su
2

Sherlock Holmes, de Baker Street: Biografía del primer detective de


consulta del
mundo, por William S. Baring—Gould, Ed. Bramhall House, 1962.
escritorio, ordenando sus notas. Luego tropezó con algo que había
olvidado y
que le hizo detenerse con un escalofrío. Lo tomó en sus manos y lo leyó,
agitando la cabeza con un aire de incredulidad que me es familiar. En
seguida
dirigió los ojos a nuestra colección de programas teatrales y después a mi
breve
monografía sobre antiguos fletes marítimos ingleses. Por último, lanzó
una
mirada furtiva en mi dirección mientras estaba yo sentado aquí, absorto
en la
tarea de afinar mi violín. Voilà —terminó diciendo, y con un suspiro rascó
las
cuerdas con el arco en un gesto cauteloso, teniendo el extremo del
instrumento
apoyado sobre una rodilla—. Me temo que deba insistir en que «no».
—Pero ¿por qué? —repliqué con energía, sin detenerme a aceptar su
prestidigitación mental—. ¿Cree acaso que sería incapaz de hacer justicia
al
caso o de hacerle justicia a usted?
1. Había un tinte de ironía en el último argumento, ya que sus primeras
críticas frente a mis esfuerzos por registrar en forma ordenada sus
actividades profesionales habían sido, en verdad, muy duras. Con el
correr del tiempo se suavizaron hasta un punto que no alcanzaba, no
obstante, la aprobación total, cuando comprobó que mis relatos le
significaron una considerable notoriedad que no dejaba de serle grata.
Su vanidad, bastante marcada, se veía por lo general halagada ante la
perspectiva de verme escribir sus aventuras.
—Por el contrario. Lo que temo es que usted le haría justicia.
—Cambiaré los nombres —propuse al advertir dónde residía el
problema.
—Es precisamente lo que no puede hacer.
—Lo he hecho con anterioridad.
—Pero no puede hacerla ahora. ¡Piense, Watson, piense! ¡Nunca hemos
tenido clientes tan conocidos! El público puede discutir la verdadera
identidad
del rey de Bohemia 3 y tratar de adivinar el verdadero título del duque de
Holderness. En este caso, en cambio, no cabría lugar a dudas, pues no
hay
personajes ficticios que se puedan colocar en lugar de los protagonistas
de este
asunto para conseguir engañar a los lectores. Para disfrazarlos lo
suficiente, le
sería necesario hundirse hasta el cuello en la fantasía.
Debí reconocer que no se
s e me había ocurrido tal dificultad.
—Además —prosiguió Holmes—, se vería obligado a relatar la parte que
nos tocó desempeñar a nosotros. Aparte de no ser esto muy ético,
tampoco
podría llamárselo legal. La destrucción de un cadáver sin notificarlo a las
autoridades es una violación flagrante de la ley que podría interpretarse
en
este caso como supresión de pruebas.
3

Largo tiempo considerado por muchos expertos como el rey Eduardo VII.
Sin embargo,
Michael Harrison ha demostrado recientemente, sin lugar a dudas, que el
rey de Bohemia
fue en realidad su alteza serenísima el príncipe Alejandro, «Sandro» de
Battenberg, en
una época rey de Bulgaria.
Aquí terminó la conversación, como sucedía casi siempre, de manera
que guardé mis notas sobre aquella historia enteramente increíble hasta
que la
casualidad me permitiera encontrarlas otra vez al cabo de un año o dos y
me
fuera posible abordar nuevamente el tema.
Conseguir que Holmes cambiase de idea una vez que llegaba a una
posición determinada era como intentar invertir la dirección del giro de la
tierra. Una vez lanzada su mente en un curso dado, era virtualmente
imposible
contener el impulso y mucho menos alterar la posición del eje. La idea
solía
fijársele en el cerebro, arraigar allí y florecer como un árbol. No era
posible
arrancarla de raíz, sino tan sólo derribarla, y ello solamente cuando le
asaltaba
una idea mejor. Era convicción invencible de Holmes en el caso que nos
ocupa
que Horror en Londres, como prefería llamarlo, era una historia para la
cual el
mundo no estaba aún preparado y que no era posible revelarla sin
provocar
consecuencias que deseaba evitar.
Por fin sucedieron varias cosas que cambiaron su parecer. El correr de
los años y la muerte de muchos de los protagonistas, así como el cambio
en los
conceptos morales de la sociedad, forjaron una sutil alteración en su
actitud
obstinada. Fue entonces cuando presenté, por mi parte, un argumento de
gran
perspicacia, que tenía por objeto vencer los temores abrigados por
Holmes,
frente a la publicación del hecho.
Le dije, ni más ni menos, que mi principal interés era registrar el caso
como hecho histórico, a lo cual reconoció una posible utilidad, y no como
una
obra de la literatura sensacionalista que hallase eco en los pasquines.
Lejos de
mencionar la búsqueda de un editor, ofrecí a Holmes la propiedad única y
exclusiva del manuscrito, del cual podría disponer como quisiera y cuando
quisiera. La única condición que estipulé es que no fuera destruido.
Durante varios días consecutivos a mi ofrecimiento no dio respuesta
alguna. Parecía haber olvidado del todo nuestra última conversación
(creo, de
verdad, que estaba tratando de olvidarla) y se mantuvo ocupado en la
organización de su fichero criminal, el cual requería revisiones constantes
si
habría de ser de alguna utilidad. No insistí, por saber que su mente giraba
alrededor de esta nueva posibilidad sin que yo tuviese que añadir nada
más.
—¿Cómo piensa usted que podría hilvanar el material? —me preguntó
una vez, cuando estábamos en la casa de baños turcos—. El reparto de
personajes y el número de hechos es considerable, además de disperso.
Nunca
le proporcionará la simetría compacta que caracteriza a mis casos más
ilustrativos, ni el tipo de material que usted sabe captar tan bien.
Repuse que me limitaría a escribir, ni más ni menos, lo que había
ocurrido y en el orden en que había ocurrido.
—¡Qué bien...! —se mofó—. Conque recurriendo a las argucias de la
ficción barata, ¿eh? Nadie le creerá, ¿sabe?
Incorporé estos comentarios a mi arsenal de incentivos e
inmediatamente los aproveché como argumento en mi favor. Sherlock se
quedó
pensativo, en medio de una nube de vapor, sin decir nada.
Transcurrió otra semana y luego, en forma inesperada, levantó un día
los ojos de su caótico sistema de ficheros y me dijo con tono de fingida
indiferencia:
—Bien, la verdad es que podría escribirlo. Sólo que deberá
entregármelo, como me lo prometió, cuando haya terminado.
No me atreví a decir nada que le pudiera llevar a pensarlo dos veces. En
lugar de ello repuse, con el mismo talla de desinterés, que así lo haría. Y
se lo
entregaré, después de hacer un único descargo en el comienzo mismo.
Puesto
que el caso que estoy por relatar implica a muchas de las personalidades
más
destacadas de la escena teatral británica, existe la gran tentación de
escribir
la historia con fecha actual 4 y con ello beneficiarse con la perspectiva del
pasado, tan reconfortante, que nos permite afirmar con cierta
complacencia que
todo el tiempo supimos quién estaba llamado a la gloria y a otros triunfos
semejantes. Puede ocurrírsele asimismo al lector contemporáneo, si
alguna vez
llegase a salir este manuscrito de manos de Holmes, que algunas de mis
sospechas en el momento en que las abrigué eran poco menos que
absurdas. No
creía entonces, ni creo en la actualidad, que las posiciones de poder o de
influencia hagan que un individuo sea inmune a la investigación. Puede
que mis
sospechas parezcan absurdas hoy, pero las dejo consignadas aquí, a
pesar de
todo, para relatar mi historia tal como sucedió en su momento.

1
SHERLOCK HOLMES EN CASA
Todo el mundo teatral de Londres se encontró murmurando y haciendo
conjeturas alrededor del asesinato de Jonathan McCarthy ¡cuando la
noticia
apareció en los periódicos. Abundan las teorías relacionadas con el agrio
crítico
teatral y con los numerosos enemigos logrados por su pluma. Sin
embargo, la
curiosidad, cuando no es satisfecha, termina por morir, una muerte por
aburrimiento. El asesino de McCarthy nunca fue aprehendido y mucho
menos
descubierto, y como no aparecieron hechos nuevos, la policía se vio por
fin
obligada a unirse al público ya reconocerse desorientada. El caso no fue
cerrado
nunca, pero sin duda el interés de la policía se dirigió, como era
inevitable, hacia
otros hechos más recientes. La Místeriosa muerte de la actriz en el Savoy
dio
mucho que hablar a las mismas lenguas durante varias semanas y, por
último,
Scotland Yard se vio en apuros para explicar la extraña desaparición del
forense, que se esfumó llevándose consigo dos cadáveres del depósito, y
de
quien nunca más volvió a saberse nada. En el caso de McCarthy la
policía pasó
4

Otro elemento de prueba en favor de la teoría de una fecha tardía.


por alto asimismo, o bien olvidó, por sentirse incapaz de interpretarlo, el
extraño indicio dejado por el muerto.
¡Cómo habría temblado el populacho si se hubiera llegado a descifrarlo.
En lugar de haber sentido un interés de aficionados, o bien profesional —
en el
caso de la policía—, frente a un asunto que no obstante ser sensacional
no le
tocaba personalmente, se habrían hallado todos, todos sin excepción,
participando materialmente en un crimen tan monstruoso que amenazó
en un
momento dado borrar el siglo XIX y alterar el curso de la historia.
El invierno entre 1894 y 1895 había sido terrible. Nunca, dentro de lo
que era posible recordar, estuvo la ciudad de Londres tan azotada por la
nieve.
Nadie recordaba en los últimos años un viento como aquel que aullaba en
las
calles, ni los carámbanos que se formaban en los caños y los aleros en
aquel mes
de enero de 1895. El tiempo inclemente continuó sin mejorar durante todo
febrero, manteniendo a las cuadrillas de barrenderos constantemente
ocupadas
y exhaustas.
Holmes y yo permanecíamos cómodamente encerrados en nuestra casa
de Baker Street. Las tormentas de nieve no trajeron ningún caso, por lo
cual
nos sentimos agradecidos y sin la menor vergüenza. Yo pasaba buena
parte de
mi tiempo poniendo en orden mis notas, una vez que hube obtenido la
promesa
de Holmes de desistir de sus experimentos químicos. Le señalé que
cuando
reinaba el buen tiempo era posible disipar el hedor que provocaba con
sus tubos
de ensayo y sus retortas abriendo las ventanas, o bien saliendo a
caminar,
mientras que si acaso llegaba en aquel momento a dar rienda suelta a su
afición,
era inevitable que nos muriésemos congelados.
Rezongó un poco, pero aceptó la lógica de mi sugerencia y durante un
tiempo se entretuvo con uno de sus pasatiempos favoritos, ejercitándose
en el
tiro al blanco. Durante períodos de una hora cada vez, mientras yo,
sentado a mi
escritorio, trataba de trabajar, se reclinaba en su diván de crin, con una
pistola
apoyada entre las rodillas y descargaba una y otra vez contra la pared
encima
de la mesa de trabajo sobre la que estaban sus aparatos de química.
Había logrado escribir la palabra Disraeli con orificios de bala cuando
también esta diversión le fue negada. En una oportunidad, Mistress
Hudson nos
golpeó la puerta y le dijo en términos inequívocos que estaba
amenazando a la
vecindad. Había recibido quejas de la casa junto a la nuestra, según dijo,
formuladas por un anciano inválido que decía que la artillería de Holmes
estaba
causando efectos perjudiciales en su salud ya en sí muy inestable.
Además, los
disparos habían hecho desprenderse varias agujas de hielo antes que se
hubiesen fundido lo suficiente como para resultar inofensivas. Una de
estas
estalactitas, según parecía, por poco no le había atravesado la cabeza al
basurero, quien había amenazado con iniciar juicio a nuestra patrona
como
consecuencia del hecho.
— ¡La verdad, Míster Holmes, es que se supondría que un hombre adulto
como usted tendría que ser capaz de ocupar el tiempo en forma más
sensata! —
exclamó con el pecho palpitante de indignación—. Mire todos estos libros
bonitos que tiene, inmóviles, allí, esperando que los lean. Y allí —añadió,
señalando varios paquetes en el suelo, todos atados con cuerda— hay
otros que
ni siquiera ha abierto aún.
—Muy bien, Mistress Hudson. Se ganó el día. Me sumergiré en ellos —
Holmes la acompañó con un gesto fatigado hasta la puerta y volvió
suspirando y
lleno de desazón. Sentí alivio de que no tuviera ya más cocaína en la
casa, ya que
en épocas pasadas la frustración y el aburrimiento que sentía le habrían
llevado
inmediatamente a recurrir a este dudoso paliativo.
Holmes siguió, en cambio, el consejo de la patrona y comenzó a cortar
las cuerdas de los paquetes de libros con un pequeño cortaplumas y a
revisar su
contenido. Era un bibliófilo compulsivo que siempre estaba adquiriendo
volúmenes, para hacérselos enviar a nuestra casa y luego no encontrar
nunca el
momento de leerlos. En aquel momento se puso en cuclillas, por fin, en
medio de
los paquetes y empezó a ojear los títulos de las obras que sólo ahora
recordaba
poseer.
—Mire, Watson, mire esto —comenzó a decir, pero en seguida se sentó
en el suelo con un tomo en una mano, mientras con la otra buscaba una
pipa en el
bolsillo de su bata.
Devoró el libro junto con varias pipas de tabaco, casi tan malolientes
como algunos de sus preparados químicos, y a continuación pasó a otro
volumen.
Había llegado a sentir gran interés por la historia de los antiguos fletes
ingleses y se disponía en aquel momento a emprender investigaciones
serias
sobre el tema. No me sorprendía mucho tal interés, por saber que la
variedad
de sus aficiones era amplia, heterogénea y, a veces, insólita. Dominaba
ya una
cantidad de tópicos esotéricos, algunos de ellos sin ninguna relación con
el arte
de la detección criminal y era capaz de hablar con brillantez, cuando tenía
ganas, sobre temas tan diversos como los barcos de guerra del futuro, el
riego
artificial, los motetes de Lassus y los hábitos sexuales del jaguar
sudamericano.
En aquellos días su mente estaba ocupada por los fletes ingleses con un
entusiasmo que estaba de acuerdo con su hábito de abocarse con entera
dedicación a cualquier estudio con toda la fuerza de su intelecto
poderoso. En
apariencia estos barcos le habían interesado ya con anterioridad, pues la
mayoría de los libros que adquirió entonces, para luego no volver a abrir,
se
referían a este tema en particular, de tal manera que hacia el fin de
semana el
piso de nuestra sala estaba virtualmente pavimentado con libros. Por fin
los
volúmenes con que contaba llegaron a ser considerados insuficientes
para sus
propósitos y se sintió obligado a aventurarse en medio de la nieve y
dirigirse al
Museo Británico en busca de otro material. Estas excursiones se
sucedieron
durante varias tardes en la última semana de febrero, con las
correspondientes
noches dedicadas a la transcripción laboriosa de los apuntes.
Era una mañana soleada y fría, el primero de marzo, cuando,
disgustado, Holmes arrojó lejos su lápiz.
—Es inútil, Watson —dijo—. Tendré que viajar a Cambridge si pretendo
encarar este tema con seriedad. Decididamente no cuento aquí con el
material
necesario.
Comenté que aquel interés amenazaba transformarse en una obsesión,
pero tuve la impresión de que no me oyó. A continuación rescató el lápiz
del
suelo y se dispuso a dedicarse otra vez a sus notas, con una formalidad
didáctica que ofrecía un extraño contraste con su postura de cuatro patas.
—La mente es como un campo extenso, Watson. Está disponible para el
cultivo sólo cuando se la utiliza con sensatez y cuando de tanto en tanto
se le da
la oportunidad de descansar. Parte de mi mente, mi mente profesional,
está de
vacaciones en este momento. Durante este período de licencia estoy
ejercitando otro sector de ella.
—Es una lástima que su mente profesional no esté en la ciudad —
comenté, mientras miraba por la ventana hacia la calle.
Holmes siguió mi mirada sin cambiar su posición en el suelo.
—¿Por qué? ¿Qué está mirando?
—Creo que estamos por recibir una visita, alguien interesado en el
sector de su intelecto que en este momento está sin cultivar.
Afuera, alcanzaba a ver, pisando, o diré más bien, dando ágiles brincos
entre las palas de los encargados de limpiar la nieve y las escobas de los
barrenderos, a uno de los seres más extraños que hubiese visto en mi
vida.
—No hay duda que parece ser un buen candidato para entrar en el 221
b —proseguí, con la esperanza de distraer la atención de mi amigo de los
volúmenes que le habían defraudado.
—No estoy con ganas de recibir a nadie —repuso Holmes con aire
taciturno, a la vez que hundía los puños en los bolsillos de su bata—.
¿Qué
aspecto tiene? —la pregunta fue automática y partió de sus labios
espontáneamente.
—No lleva abrigo, en primer lugar. En una mañana como ésta, tiene que
estar loco.
—¿Ropa?
—Chaqueta—cazadora y pantalones de golf... ¡con este tiempo! Bastante
gastados, aun vistos desde lejos. Todo el tiempo se arregla los puños de
la
camisa.
—Es probable que los lleve postizos. ¿Edad?
—Unos cuarenta años, una barba enorme, más bien rojiza, como el pelo
que se agita al viento sobre sus hombros cuando camina.
—¿Talla? —a mis espaldas oí a Holmes frotar un fósforo de cera.
—Más bien alto, diría, pero no demasiado.
—¿Forma de caminar?
Me quedé pensativo, preguntándome cómo describir el paso saltarín y
apresurado del hombre.
—Camina como un duende gigantesco.
—¿Qué? Diría que suena como si fuera Shaw —Holmes se levantó para
mirar, muy animado, y los dos miramos la figura que se acercaba—. Sí,
es Shaw.
¡Es de verdad él! —exclamó sonriendo, .:un la pipa apretada entre los
dientes—.
¿Qué diablos puede haberle hecho salir en una mañana como ésta? ¿Y
qué le ha
hecho cambiar de idea y decidir hacerme una visita?
—¿Quién es?
—Un amigo.
—¿Ah, sí?
Nadie tan familiarizado como yo en cuanto a la vida y los hábitos
personales de Sherlock Holmes podría haber recibido este dato sin gran
curiosidad. Aparte de mí mismo, su hermano y sus diversas relaciones
profesionales, nunca había advertido que Holmes cultivase amistades. El
extraño individuo que se acercaba debajo de nuestra ventana estaba
examinando en aquel momento los números de las casas con cierto
cuidado,
antes de detenerse con otro brinco frente a nuestra puerta. La campanilla
sonó
varias veces con un tintineo insistente.
—Le conocí en un concierto de Sarasate 5 , hace varios años —explicó
Holmes, volviéndose con la intención de poner de prisa un cierto orden en
nuestra sala desquiciada. Con un puntapié apartó a un lado varios libros y
consiguió de esta manera abrir una especie de sendero entre la puerta y
un
sillón junto a la chimenea. Hacía mucho que no le acompañaba ya a los
conciertos
y a la ópera, por haber hallado otros pasatiempos más de mi gusto entre
los que
él hallaba triviales.
—Caímos en una discusión algo acalorada sobre el virtuosismo de
Sarasate, según recuerdo, pero por fin hicimos las paces. Shaw es un
irlandés
brillante —al decir esto, Holmes retiró su pistola del asiento que pensaba
ofrecer a nuestro visitante y la colocó sobre la repisa de la chimenea—.
Un
irlandés brillante que todavía no ha descubierto su oficio. Pero lo
descubrirá. Le
hallará, por lo menos, muy divertido. No sé de dónde ha sacado algunos
conceptos sumamente raros.
—¿Cómo sabe que es brillante?
Desde el pie de la escalera nos llegó el rumor apagado de una
conversación, la que seguramente tenía lugar entre nuestro extraño
visitante y
Mistress Hudson.
—¿Cómo lo sé? Pues... él mismo me lo dijo. No tiene ningún escrúpulo
en
cuanto a no ocultar esa brillantez debajo de una pantalla. Además —
añadió
5

Sarasate era un gran virtuoso del violín de la época. Para informarse en


forma completa
sobre el encuentro (a pesar de que los hechos no son del todo exactos)
véase la biografía
de Holmes por Baring—Gould.
Holmes mirándome y con la pala del carbón en la mano—, comprende a
Wagner.
Le comprende a la perfección. Esto sólo le confiere posibilidades para un
magnífico destino. En este momento el hombre es más pobre que un
sacristán.
Oíamos ya los pasos rápidos que subían por la escalera.
—¿Qué hace?
Se oyó un golpe a nuestra puerta, de la misma calidad, llena de energía,
manifestada antes respecto de nuestra campanilla.
—¡Ah!, hay que tener cuidado con él, Watson. Hay que vigilarle y darle
mucho espacio para que despliegue las alas —dijo. Agregó más carbón al
fuego y
al pasar junto a mí se llevó un dedo a los labios con un gesto de
complicidad,
dirigiéndose a la puerta—. Es crítico —me informó.
Dicho esto, abrió la puerta de par en par para recibir a su amigo.
—¡Shaw, mi querido amigo, entre! ¡Bien venido a mi casa! Seguramente
me ha oído usted hablar del doctor Watson, quien comparte esta casa
conmigo.
¿Sí? Bien, bien. Watson, quiero presentarle a «Cornetti di Basso», más
conocido
entre sus íntimos como Míster Bernard Shaw 6 .

2
INVITACIÓN A INVESTIGAR
El parecido de Míster Shaw a un duende de leyenda celta de tamaño
gigantesco se intensificaba al mirarle de cerca. Tenía los ojos más azules
que
haya visto jamás, del color del Mediterráneo. Y estos ojos relucían de
malicia
cuando hablaba con agilidad, para relampaguear casi cuando el hombre
se
entusiasmaba, cosa que ocurría a menudo, ya que era un ser emotivo y
un
conversador animado. Tenía la tez casi tan rojiza como el pelo y era
dueño de
una nariz agresiva, ancha y roma en la punta, detrás de la cual se
agitaban y
distendían las fosas nasales. Su manera de hablar aumentaba aún más
esta
impresión de duende que provocaba, por cuanto tenía un levísimo y a la
vez
agradable deje de acento irlandés.
—Por Dios, veo que sus habitaciones están más desordenadas aún que
las mías —empezó diciendo al cruzar nuestro umbral y saludarnos a los
dos con
un gesto—. Por otra parte, son algo más amplias que mi guarida, lo cual
les
permite tener algo de creador dentro del desorden.
Me molestaron estos comentarios, por parecerme un preámbulo
bastante incorrecto al provenir de un visitante, pero Shaw me dirigió una
sonrisa picaresca que de algún modo consiguió atenuar la mordacidad de
sus
palabras. Holmes, por estar, según parecía, habituado a aquellos
modales
bruscos y directos, no daba la impresión de haber oído.
—No se imagina qué agradable sorpresa es esta visita —dijo al crítico—,
6

Shaw escribía crítica musical bajo el nombre de Cornetti di Basso.


Había renunciado a toda esperanza de persuadirle de que pisara esta
casa.
—Yo hice un trato con usted —le recordó Shaw con cierta aspereza—.
Le dije que le visitaría cuando usted me indicara, si por su parte usted
asistía a
una reunión socialista de nuestra «Fabian Society» —aceptando la silla
que le
ofrecía Holmes, se sentó en ella, estirando unas manos menudas y unas
piernas
sorprendentemente delgadas hacia la tibieza de la lumbre.
—Temo tener que seguir rechazando su cortés invitación —dijo el
detective a la vez que se sentaba frente a Shaw—. No soy un hombre
sociable,
y si bien me desprendería con el mayor gusto de mi buena moneda
inglesa para
oírle hablar sobre Wagner, debe usted aceptar que yo emprenda la
reforma
social de los miembros de mi raza a mi manera.
—¿Llama a eso reforma? —dijo con desdén el irlandés—. Sí, sí, corrige
males uno por uno y se imagina así ser una especie de caballero errante
de la
Edad Media —Holmes hizo una leve inclinación de cabeza, pero el otro
volvió a
hablar en el mismo tono—. Usted se dirige sólo a los efectos de los males
sociales, no a las causas, mientras que los «fabians» con nuestro lema
«Educar,
Agitar, Organizar», estamos tratando de...
Holmes se echó a reír e hizo un gesto con una mano, como para
interrumpir a Shaw.
—Mi querido Shaw, no me haga soportar una de sus polémicas a esta
hora de la mañana. Confío, de todos modos, que no haya venido a
Mahoma en
este día glacial para traerle la filosofía del socialismo.
—No le habría venido mal que lo hiciera —dijo Shaw sin inmutarse—. La
elocuencia que poseo sobre el tema ha sido calificada como alarmante
por
quienes saben de qué hablan.
—Aun en este caso, no puedo invitarle ya a desayunar, porque hace
mucho que retiraron nuestro desayuno, pero ... sea como fuere, veo en su
manga
derecha que ya desayunó con huevos y que...
Shaw rió de buena gana y miró una de sus mangas.
—Es el desayuno de ayer. Veo que no es infalible. ¡Qué alivio!
—¿Tomaría un poco de coñac? Le quitará el frío de los huesos.
—Y me quitará también diez años de vida —dijo el duende con una
sonrisa alegre—. Gracias, no tomaré nada.
—No está prolongando su vida al circular con este tiempo sin abrigo —
observé yo. Shaw esbozó una sonrisa.
—Me vi obligado a empeñarlo ayer. Fue un expediente transitorio hasta
que cobre mis honorarios la semana próxima. Situación ridícula para un
hombre
de edad madura, ¿no cree usted? No se reverencia a los críticos como es
debido.
—Shaw escribe para la «Saturday Review» —me explicó Holmes— y,
según parece, no pagan mejor por hacer crítica teatral que lo que pagaba
el
«Star» por escribir sobre música.
—Ni la mitad —dijo el irlandés—. ¿Podría usted vivir con dos guineas
por semana, doctor? Me atrevo a decir que su actividad como escritor le
reporta mucho más.
—¿Por qué no intenta escribir algo dentro de un campo más lucrativo?
—sugerí—. Podría tratar de escribir una novela.
2.
—He probado a escribir cinco novelas, por las cuales
obtuve ochocientos rechazos. No, seguiré trabajando como crítico y
panfletario, y de vez en cuando escribiré una obra teatral propia.
¿Alguno de ustedes dos vio por casualidad «Casas para viudos» hace
uno
o dos años?
Los dos negamos con la cabeza. Por mi parte nunca había oído
mencionar tal obra.
El irlandés no se mostró sorprendido ni desilusionado.
—Me habría sorprendido que me dijeran que la vieron —comentó con un
humorismo mordaz—, aunque esto les habría dado un indudable mérito
en años
venideros. No importa, seguiré escribiendo. Después de todo —añadió
levantando una mano con los dedos abiertos—, todos los grandes
dramaturgos
ingleses son irlandeses. ¡Piensen en Sheridan! ¡En Goldsmith! En nuestra
propia
época, en Yeats y, en fin, ¡miren a O scar Wilde! ¡Todos irlandeses! Un
día Shaw
figurará en ese panteón de gloria.
La arrogancia del hombre era exasperante.
—Shakespeare era inglés —señalé con suavidad.
Al instante percibí haber rozado un nervio sensible. Shaw palideció, le
tembló la barba y se levantó de un salto.
—¿Shakespeare? —pronunció el nombre agitando las sílabas con una
fruición teñida de desdén—. ¿Shakespeare? ¡Un saltimbanqui que nunca
tuvo el
genio necesario para crear sus propios argumentos y, mucho menos,
para
embellecerlos! Tenía razón Tolstoi. Es fruto de la conspiración del mundo
académico del siglo diecinueve. Eso es lo que es Shakespeare. Y yo les
pregunto
a ustedes si acaso los hombres «se despiden con besos de sus reinos»,
en lugar
de aferrarse al poder tanto tiempo y con tanta tenacidad como pueden.
¡«Antonio y Cleopatra»!... ¡Ese enorme disparate romántico! ¡Patraña s!
¡Tonterías! ¡Esa pareja formó un par de políticos tan cínicos como el que
más!
—Pero... la poesía... —objeté.
—¿Poesía? ¡Sandeces! —mientras Shaw daba pasos de danza por el
cuarto, el color de su tez se volvía más y más encendido. De vez en
cuando
tropezaba con los libros esparcidos en el suelo—. ¡La gente no habla en
verso,
doctor! ¡Sólo en los libros... y en las malas comedias! El hombre tenía una
mentalidad brillante —admitió, calmándose algo—, pero nunca debió
malgastar
su talento en obras de teatro. Debió haber sido ensayista. No tenía dotes
de
dramaturgo.
Esta última afirmación me pareció tan insólita que pienso que tanto
Holmes como yo debimos de haberle mirado boquiabiertos unos
instantes,
aunque él aparentó no reparar en ello al volver a sentarse, antes de que
Holmes
se recobrara con una leve carcajada.
—Sin duda usted no vino aquí esta mañana para atacar a Shakespeare,
como tampoco lo hizo para ensañarse con los males del capitalismo —
dijo,
llenando una pipa con el contenido de la babucha persa que estaba sobre
la
repisa—. Al mismo tiempo no puedo menos que haberme quedado
pensativo
frente a la contradicción entre sus opiniones acerca de la redistribución de
las
riquezas y sus deseos de que le aumenten el salario.
—Ustedes me apartaron de mi tema —reconoció Shaw con un gesto
agrio—, con toda esta charla sobre Shakespeare. En cuanto a mi salario,
tendrán que encararse con Míster Harris, si acaso se atreven a hacerle
frente.
Vine a verles por un asunto muy diferente —aquí Shaw calló, ya fuera por
crear
un efecto dramático o bi en para recobrar la serenidad, no lo sé, en
realidad—.
Ha habido un asesinato.
El silencio llenó todo el cuarto. Instintivamente Holmes y yo c ambiamos
una mirada, mientras Shaw nos contemplaba con visible satisfacción.
—¿A quién han asesinado? —preguntó Holmes con calma, cruzando las
piernas, todo atención ya.
—A un crítico. ¿No leen ustedes las críticas teatrales? Bien, en tal
caso, no repararon en la noticia. Jonathan McCarthy escribe pa ra el
"Morning
Courant», o, mejor dicho, escribía, porque no volverá a escribir.
Holmes levantó una pila de diarios junto a su sillón.
—En general limito mi lectura a las columnas que insertan mensajes de
ayuda —confesó—, pero no puedo haber pasado por alto una noticia
como la que
...
—No la hallará en los diarios... todavía —le interrumpió Shaw—. La
noticia del hecho estaba circulando por las salas de redacción de nuestra
"Review» esta mañana. En lugar de escribir la nota que debo entregar
mañana,
vine directamente aquí a informarles del asesinato.
Durante todo este monólogo Shaw trató de mantener un aire ligero, el
de alguien a quien no le afectan personalmente noticias de hechos
sangrientos.
A pesar de ello, debajo de aquel humor sombrío intuí que se ocultaba una
verdadera ansiedad. Tal vez el asesinato de un colega le hacía sentirse
amenazado de una manera que apenas osaba reconocer.
—Usted vino aquí directamente —repitió Holmes, llenando su pipa con
dedos expertos—. ¿Con qué fin?
El irlandés parpadeó, sorprendido.
—Sin duda esto es obvio. Quiero que usted investigue el asunto.
—¿Tan complicado es? ¿No bastará la policía?
—¡Vamos, vamos! Los dos conocemos a la policía. No quiero saber nada
con su ineficacia ni con ningún intento de ocultar el hecho por parte de las
autoridades. Quiero un estudio honesto, imparcial y completo del asunto.
Siempre he seguido los relatos del doctor Watson sobre sus actividades,
publicados en el "Strand», y estoy impaciente por verle actuar yo mismo.
¿No se
atreve a responder a este desafío? Al hombre le apuñalaron —dijo por
último,
como para ofrecer un incentivo más.
Holmes dirigió una mirada de nostalgia a sus papeles de investigación
literaria, pero era evidente que estaba interesado a pesar de sí mismo.
—¿Tenía enemigos?
La carcajada de Shaw fue prolongada y ruidosa.
—¿Pregunta eso sobre un crítico? Resulta obvio que tenía por lo menos
uno. En cuanto se refiere a McCarthy, yo propondría por lo menos una
veinte na
—al decir esto, me guiñó un ojo con malicia—. Era más antipático aún
que yo.
Sherlock reflexionó unos cuantos minutos y luego se levantó con
rapidez y se quitó la bata.
—Venga, vamos a echar una ojeada. ¿Tiene usted la dirección del pobre
hombre?
—Veinticuatro, South Crescent, cerca de Tavistock Square. Un
momento —Holmes se volvió para mirarle.
—Olvida usted el problema de los honorarios —dijo Shaw.
—No he dicho aún que me ocuparé del caso.
—No obstante ello, debo decirle que no puedo pagarle ni una moneda
por sus servicios.
—He trabajado por menos en alguna oportunidad, cuando el asunto me
interesó —dijo Holmes con una sonrisa—. ¿Sigue usted escribiendo el
tratado
sobre Wagner?
—¿«El perfecto wagneriano»? Sí.
3.
—En tal caso, le molestaré pidiéndole una primera
edición firmada —Holmes se puso la chaqueta y luego el abrigo con
capa—. Sí, acepto ocuparme del caso —aclaró, y luego de dirigirse hacia
la puerta, volvió a detenerse—. ¿Cuál es el verdadero motivo que le llevó
a pedirme que intervenga en este asunto?
El duende hizo un gesto, separando las manos.
—Satisfacer mi propia curiosidad. Le doy mi palabra. Si el doctor
Watson paga su parte del alquiler con la relación en pro sa de sus
hazañas, puede
que yo pueda hacer lo mismo llevándolas al escenario.
—Le ruego que no haga eso —le dijo Holmes, sosteniendo la puerta para
que saliéramos—. Tengo ya bastante poca vida privada en las
condiciones
actuales.

3
EL CASO DE LA CALLE SOUTH CRESCENT
—Bien, Watson, ¿qué opina de él? —me preguntó mi amigo. Íbamos en
un coche de alquiler hacia 24 South Crescent, donde Shaw había
prometido
esperamos. En el intervalo había debido ocuparse de algunos asuntos
particulares. Me acurruqué dentro de los pliegues de mi abrigo y antes de
responder tiré de la bufanda para protegerme del frío cortante.
—¿Qué opino de él? Le diré que le encuentro insoportable. Holmes,
¿cómo puede tolerar la conversación de ese pedante?
—Será, quizá, porque me hace pensar en Alceste. Por lo m enos, me
divierte tanto como este personaje cómico. ¿No le halla estimulante?
—¿Estimulante? —repetí—. Vamos, ¿cree usted en realidad que
Shakespeare habría hecho mejor en escribir ensayos?
Holmes rió de buena gana.
—Bien, reconozca que yo le advertí que tenía algunas ideas insólitas. En
cuanto se refiere a Shakespeare, por desgracia, usted mencionó por
casualidad
algo que es su bete noire. En este tema, debo confesar que sus puntos
de vista
me parecen radicalmente absurdos, pero por otra parte, sus prejuicios
tienen
explicación. Shaw lee obras teatrales no como usted, Watson, sino más
bien con
el objeto de medirse a sí mismo en relación con la mente de otros
hombres. "Los
hombres como él nunca tienen paz en el corazón mientras contemplan a
otros
más grandes que ellos mismos...»
—Y por tanto son muy peligrosos —dije, contemplando la cita. Miré por
la ventanilla la ciudad cubierta de nieve y me sorprendí preguntándome si
acaso
el duende irlandés podría ser un hombre peligroso. Sin duda era bien
diestro en
el uso de las palabras como armas mortíferas, pero había algo tan
malicioso y a
la vez cautivante en el hombre que me resultaba difícil conciliar mis
propias
opiniones.
—Llegamos —dijo mi amigo, interrumpiendo mis pensamientos.
Nos encontrábamos en el barrio de Bloomsbury, frente a un simpático y
bien cuidado semicírculo de casas sobre jardines individuales mantenidos
con
igual esmero. Todo estaba en aquel momento cubierto de nieve, pero los
perfiles
de un jardín de diseño clásico resultaban visibles y cambiaban los
contornos de
los montículos de nieve. Las casas tenían cuatro pisos y estaban pintadas
de
blanco. Todas ellas albergaban pensionistas, pero no advertí carteles que
indicaran cuartos para alquilar, por lo cual decidí que la ubicación era
demasiado
buscada y los precios demasiado elevados como para que ello fuese
necesario. El
número 24 ocupaba el punto central del semicírculo. No era diferente de
las
casas vecinas a derecha e izquierda, salvo por la multitud congregada
frente a
ella y por los policías unifo rmados que impedían a los curiosos llegar
hasta la
puerta de la calle, abierta.
—Tengo el presentimiento de que estamos por encontrarnos con un
viejo amigo —murmuró Holmes al bajar ambos del coche. No hubo
grandes
dificultades en que nos permitieran el acceso al número 24, ya que
Holmes era
conocido entre los miembros de la policía. Suponían que le habían
llamado en su
calidad de detective de consulta, y por su parte él no hizo nada para
negarlo
cuando nos dejaron entrar.
El apartamento del hombre asesinado ocupaba una serie de cuartos en
el piso bajo, mirando sobre los jardines, y era fácil llegar a él subiendo la
pequeña escalera exterior. No habíamos abierto la puerta, que estaba
levemente entornada, cuando una voz familiar nos llegó a los oídos.
—¡Bien, bien! ¿Nada menos que mis viejos amigos Míster Holmes y el
doctor Watson! ¿Y qué trae a estos caballeros a South Crescent? ¡Como
si no lo
supiera! ¡Entren, entren!
—Buenos días, inspector Lestrade. ¿Podemos ver los daños?
—¿Cómo llegó a saber que los hubo? —Lestrade, un hombrecito menudo
y delgado, que recordaba a un hurón, nos miró por turno—. No fue
Gregson 7
quien les mandó, ¿no? Tendré que hablar un poco con ese atrevido...
—Le doy mi palabra que no —le tranquilizó Holmes con aplomo— . Tengo
mis propias fuentes y las hallé satisfactorias. ¿Podemos mirar un poco?
—No tengo inconveniente —fue la desdeñosa respuesta—, pero será
mejor que se den prisa. En cualquier minuto estará aquí Brownlow con los
muchachos para retirar el cuerpo.
—Trataremos de no ponernos en su camino —repuso el detective, y
desde el lugar mismo donde estaba hizo un examen rápido del
apartamento. —La
verdad es que había pensado visitarle en su casa hoy, algo más tarde —
dijo el
funcionario de Scotland Yard, observándole con atención—. A tomar una
taza de
té —añadió con voz firme, según parecía, para impresionar a un sargento
joven y
de cabellos castaños que era la única otra persona más con vida entre los
presentes.
—No entiende nada, ¿eh? —dijo Holmes, y entró en el cuarto, agitando
la cabeza al ver el desorden creado por Lestrade y sus hombres sobre la
alfombra—. ¿No aprenderán nunca? —le oí murmurar mientras miraba en
torno
de sí.
El cuarto tenía las características combinadas de biblioteca y sala.
Estaba repleto de libros y tenía además una mesa de té pequeña, que en
aquel
momento sostenía dos copas con algo que parecía ser coñac. Una estaba
volcada,
pero no se había roto y parte del líquido, de color ámbar, estaba aún en
su
interior. Junto a esta misma copa había un cigarro largo y de forma poco
familiar, aparentemente sin fumar, sobre un cenicero de bronce, donde lo
habían dejado apagarse espontáneamente.
Detrás de la mesa había un diván y más lejos, frente a la ventana, se
hallaba el escritorio del muerto. Estaba cubierto de papeles, todos ellos
7

El inspector Tobias Gregson, también de Scotland Yard. Hubo una


rivalidad permanente
durante años entre Gregson y Lestrade. En general, Holmes tenía un
elevado concepto del
primero.
relacionados, según pude ver, luego de una mirada superficial, con su
profesión.
Se veían programas, entradas para los teatros, avisos de reemplazos en
el
reparto, así como también recortes de críticas hechas por la víctima,
prolijamente ordenados con fines de consulta. Además de estos papeles
había
una invitación impresa para el estreno de algo llamado « El gran duque»,
que se
realizaría en el Savoy dos días más tarde.
Las paredes que carecían de anaqueles para libros estaban literalmente
empapeladas con retratos de miembros diversos de la escena teatral.
Algunos
eran fotografías; otros, dibujos a lápiz o pluma, pero todos llevaban la
firma de
las personas notables que habían posado para ellos. Llamaban la
atención los
testimonios de afecto de todos, a la vez que impresionaba la exactitud del
parecido en el caso de Forbes—Robertson, Marion y Ellen Terry,
Beerbohm—
Tree y Henry Irving, quienes miraban con fijeza o bien con aire dramático
en
dirección a los visitantes.
Todo, sin embargo, libros, escritorio, cuadros y mesa, no era más que
un telón de fondo para la piece de théatre. El cadáver de Jonathan
McCarthy
yacía de espaldas junto a la base de un estante—biblioteca, con los ojos
muy
abiertos y fijos, caído el mentón cubierto de barba negra, y la boca abierta
en
un grito mudo, terrible. La cara morena de McCarthy en sí no era
agradable,
pero unida a la expresión de la muerte, la impresión que producía era en
verdad
horrible. Pocas veces había visto yo algo tan aterrador. Habían apuñalado
al
hombre en un costado, poco más abajo del corazón, y había sangrado
con
profusión. El arma mortal no estaba, por lo menos visible. Me arrodillé y
examiné el cadáver, y comprobé que la sangre se había secado ya sobre
el
chaleco de seda y sobre la alfo mbra oriental junto a él. El cuerpo estaba
frío y
en partes bastante rígido ya.
—Los otros cuartos no han sido tocados, ¿no? —pregunt ó Holmes a mis
espaldas—. ¿No hay nada escrito en las paredes?
—¡Qué memoria tiene, Míster Holmes! 8 —dijo riendo Lestrade—. Lo
único que hay escrito sobre las paredes es lo que apare ce en esas
fotografías.
No hay duda de que el hecho tuvo lugar en este cuarto.
—¿Cuáles son los pormenores?
—Le encontraron así hace alrededor de dos horas y media. La
muchacha subió con el desayuno, golpeó la puerta y al no obtener
respuesta se
atrevió a entrar. Según parece, en otras oportunidades se había quedado
dormido. En cuanto a lo que ocurrió, parece ser claro, hasta cierto punto.
8

En 1881 la palabra Rache apareció escrita con sangre en la pared de una


casa vacía en
Lauriston Gardens. El único otro punto de interés era el cadáver de un
hombre
recientemente asesinado. El relato de Watson, titulado «Estudio en
escarlata», fue el
primero de los casos de Holmes que se registró por escrito. Fue publicado
en el anuario de
Navidad de Beeton's en 1887, bajo el seudónimo del agente literario del
doctor Watson,
el doctor A. Conan Doyle.
Recibió a alguien aquí anoche, aunque llegó a casa tarde y entró con su
propia
llave, de manera que nadie vio a su acompañante. Se sentaron a beber
coñac y a
fumar cigarros aquí, junto a la mesita, y entonces comenzó el altercado.
Quienquiera que estuviese aquí extendió la mano detrás de él y tomó esto

mientras hablaba Lestrade extendió a su vez una mano. El joven sargento
comprendió en seguida el gesto, porque le entregó algo envuelto en un
pañuelo.
Lestrade lo apoyó con suavidad sobre la mesa y apartó los pliegues del
pañuelo
para dejar ver un cortapapeles de marfil cuya hoja amarillenta estaba
teñida de
un tono rojo cobrizo, tinte que manchaba en parte también la empuñadura
de
plata exquisitamente trabajada.
—Javanés —murmuró Holmes, estudiándolo con su lupa—. ¿Estaba en
el
escritorio, dice usted? ¡Ah, sí!, aquí está la correspondiente vaina.
Continúe, por
favor.
—Quienquiera que haya sido —prosiguió Lestrade dándose un tono de
importancia— asió este cortapapeles y atacó con él al dueño de la casa,
volcando
su copa de coñac al hundírselo. McCarthy cayó exámine al pie de la
mesa,
mientras el otro partió, abandonando su cigarro encendido donde lo había
dejado. McCarthy permaneció algún tiempo debajo de la mesa, donde
puede ver
el charco de sangre, pero luego, con sus últimas fuerzas, se arrastró
hacia esos
anaqueles y...
—Hasta aquí, como bien dice usted, resulta evidente —observó Holmes
con sequedad, señalando el espantoso reguero de sangre que llegaba
directamente hasta el cuerpo. Adelantándose, levantó con cuidado el
cigarro y
lo sostuvo apenas por el medio—. Este cigarro no lo es tanto. No
recuerdo haber
visto nunca uno semejante. ¿Usted, Lestrade?
—Está por hablarme de todas esas cenizas de tabaco que es capaz de
identificar —dijo el inspector con escepticismo.
—Por el contrario, quiero decide que aquí hay algo que no reconozco.
¿Puedo llevarme una parte de esto? —dijo, levantando el cigarro.
—Como desee.
Holmes hizo un leve gesto de agradecimiento y, sacando su
cortaplumas, se apoyó sobre el borde de la mesa y con gran cuidado
cortó unos
cinco centímetros del cigarro, dejando el resto donde lo había encontrado
y
guardando la muestra de manera que no se aplastara. Dispuesto a
formular otra
pregunta, se irguió, pero en aquel momento se oyó un ruido abajo,
seguido por
pasos ruidosos y apresurados en la escalera. Era Shaw, sin aliento, pero
triunfante.
—¡Pero hombre! —exclamó—. ¡Su nombre es un verdadero pasaporte!
Bien, ¿dónde está la carroña?
—¿Puedo saber quién es este caballero? — preguntó Lestrade con malos
modos, mirando sin arredrarse la barba de Shaw.
—Está bien, inspector Lestrade. Es un colega del muerto, Míster
Bernard Shaw, de la «Saturday Review» —los dos hombres cambiaron un
leve
saludo.
—Abajo hay una ambulancia de la policía con una camilla —informó
Shaw a Lestrade.
—Muy bien. Como pueden ver ustedes, señores...
—Todavía no les mencionó el libro, inspector —intervino el sargento
joven con cierta timidez.
Venía siguiendo cada movimiento de Holmes con profundo interés, casi
como si quisiera memorizar cada uno de sus actos.
—Estaba por hacerlo. ¡Estaba por hacerlo! —repuso inmediatamente
Lestrade, visiblemente más irritado—. Quédese en su sitio, muchacho.
Preste
atención y aprenderá algo.
—Sí, señor. Disculpe, señor.
Su jefe respondió con un gruñido.
—Bien, ¿dónde estaba? —dijo.
—Estaba por mostrarnos el libro que el pobr e McCarthy retiró con sus
últimos restos de fuerza —dijo Holmes en voz baja.
—¡Ah, sí! —el hombrecito hizo el gesto de buscar el volumen, pero de
pronto se volvió—. Un momento. Veamos, ¿cómo descubrió que retiró un
libro
antes de morir?
—¿Qué otra razón pudo haber tenido para arrastrarse con tanto
esfuerzo hasta la biblioteca? —repuso Holmes con la mis ma suavidad—.
Es un
volumen de Shakespeare, ¿no? Veo que falta uno de ellos.
Instintivamente miré de reojo a Shaw, quien oyó este dato y d ejó
escapar un gruñido, emprendiendo en seguida su propio examen del
cuarto.
—Le ruego que no pise sobre los rastros —le dijo Holmes con voz
perentoria, y con un gesto le indicó que se acercara a nosotros junto a la
mesa—.
¿Podemos ver el libro?
Lestrade hizo un gesto de asentimiento al sargento, quien presentó
otro objeto, envuelto en otro pañuelo, que colocó sobre la mesa. Era un
volumen
de la edición publicada en Oxford de «Romeo y Julieta» y, sin duda, parte
de las
obras completas que aparecían en el estante encima del cadáver. Holmes
volvió
a sacar su lupa y llevó a cabo un exam en detenido del volumen,
apretando los
labios con aire de gran concentración.
—Permítame, señor —era el sargento quien hablaba otra vez.
—¿Qué dice?
—Cuando lo encontramos estaba abierto.
—¿Sí? —Holmes miró con a tención a Lestrade, quien se agitó,
incómodo—. ¿Y dónde estaba abierto?
—No tenía el libro entre las manos —dijo el hombrecito, a la
defensiva—. Lo había dejado caer cuando murió.
—Pero estaba abierto.
—Sí.
—¿En qué página?
—Más o menos. en el medio —rezongó Lestrade—. Es un libro como
todos —añadió con aire contrariado—. No hay mensajes secretos
adheridos a la
encuadernación, si acaso está pensando en algo semejante.
—No estoy pensando en nada —repuso Holmes con frialdad—. Estoy
observando, como usted, en apariencia, no lo hizo.
—Era la página cuarenta y dos —dijo el sargento. Holmes le recompensó
con una mirada llena de interés y luego empezó a volver con mucho
cuidado las
páginas manchadas de sangre.
—Es muy observador —comentó mie ntras estudiaba las páginas—.
¿Cuánto hace que vino de Leeds? ¿Cinco años?
—Seis, señor. Después que mi padre... —de pronto, el sargento se
interrumpió, confuso, y miró asombrado al detective.
—Vamos, Holmes —interpuso el superior del sargento—. Si conoce al
muchacho, ¿por qué no decirlo?
—No es difícil deducir dónde nació, Lestrade. ¡Seguramente no puede
haber dejado de advertir usted las vocales largas y su modo especial de
pronunciar los diptongos! Me aventuraría a decir Leeds, o quizá Hull, pero
sucede que vive en Londres desde hace seis años, como dice, y su
acento ha
adquirido un deje de aquí, lo cual dificulta la tarea de ser preciso. Y ahora
usted
vive en Stepney, ¿no, sargento?
—Sí, señor —los ojos del sargento estaban abiertos de asombro. Por su
parte, Shaw había escuchado la totalidad de este diálogo con la más
profunda
atención reflejada en el rostro.
—¡Pero esto es extraordinario! —exclamó—. ¿Quiere decirme que usted
es de verdad capaz de identificar el origen de una persona por su habla?
—Si habla en inglés, con una precisión de treinta kilómetros 9 . Sería
capaz de reconocer su propio acento de Dublín, a pesar de todos sus
esfuerzos
por ocultarlo —repuso Holmes—. Bien, aquí estamos. Página cuarenta y
dos. Fin
del tercer acto, escena primera...
—El duelo entre Tybalt y Mercutio —informó Shaw a Lestrade, quien
seguía cavilando, según pude apreciar, acerca de la proeza lingüística del
detective. Holmes le miró con atención por encima del volumen, lo que
hizo
ruborizarse algo al irlandés.
—Claro está que lo he leído —dijo éste con aspereza—. Patrañas
románticas —añadió, sin dirigirse a nadie en particular.
—Sí, la muerte de Mercutio... y de Tybalt. Mmmm... qué alusión curiosa.
—Si acaso la hizo —insistió Lestrade—. No tenía el l ibro en la mano,
9

En 1912 Shaw escribió «Pygmalion», obra evidentemente inspirada por


Holmes, sobre un
solterón excéntrico con el mismo don de identificar a la gente por su
manera de hablar. El
doctor Watson conoce a su compañero de vivienda a su regreso de la
India.
como dije, y bien pudieron volverse las páginas en el intervalo.
—Podría ser —admitió Holmes—, pero puesto que no hay mensaje en el
libro, cabe inferir que quiso decimos algo por medio del volumen. No
puede
haber tenido el capricho de entretene rse leyendo un poco a Shakespeare
mientras se desangraba antes de morir.
—Es verdad —convino Shaw—. Ni aun McCarthy podría haber sido
capaz de tal gesto.
—No parece estar usted mu y afectado por lo que le ocurrió a la víctima
—observó Lestrade con suspicacia.
—No me afecta en lo más mínimo. Salvo porque pueda haber leído a
Shakespeare hasta el último instante. El hombre era un majadero y una
víbora y
es probable que se haya merecido su fin.
—¿Quién, Shakespeare? —Lestrade estaba ya del todo perplejo.
—McCarthy —Shaw señaló las fotografías y ret ratos—. ¿Ven esos
autógrafos? Mentiras, todas. Lo juro. Firmadas por temor.
—¿Temor de qué?
—Malas críticas, chismes maliciosos, detalles escandalosos, impresos o
bien verbales. McCarthy mantenía bien alerta el oído. Era notorio por
esto.
¿Recuerdan el suicidio, hace tres años, de Alice Mackenzie? ¿La primera
dama
en aquella obra de Herbert Parker en el Allegro 10 . Bien, no cabe duda
que la
arrastró a suicidarse un artículo firmado por ese canalla.
Sherlock Holmes no escuchaba. Mientras nosotros le observábamos,
comenzó a examinar el cuarto como sólo él sabía hacerla. Se arrastró
sobre las
rodillas y las manos, mirando todo con su lupa. Examinó paredes,
estantes,
escritorio, mesa, diván, y por fin realizó el examen más detenido del
cadáver.
Durante todo este proceso, que duró diez minutos o algo más, mantuvo
un
comentario ininterrumpido de silbidos, exclamaciones y murmullos. Parte
de
este tiempo fue dedicado al examen de los demás cuartos del
apartamento, si
bien resultó evidente, por la expresión de Holmes cuando volvió, que
Lestrade
había tenido razón al afirmar que el drama no había pasado los límites de
la
biblioteca.
Por fin se incorporó, lanzando un suspiro.
—En serio, debe aprender a no alterar la evidencia —informó a
Lestrade, y volviéndose hacia el sargento joven, le preguntó—: ¿Cómo se
llama?
—Stanley Hopkins, señor.
—Bien, Hopkins, es mi opinión que usted llegará lejos 11 , aunque no
debió
10

Se trata de una ficción de Watson, o bien de Shaw. No he hallado


ninguna mención de
un escándalo en que se viese envuelto este teatro, autor o actriz. Puede
haberse
registrado tal tragedia, sin duda, pero si tuvo lugar, es probable que se
hayan cambiado
los nombres.
11
La predicción de Holmes resultó exacta. Hopkins alcanzó el grado de
Inspector principal
en 1904, y cuando se jubiló, en 1925, se dio su nombre a un laboratorio
forense.
haber tocado el libro. Las cosas podrían haber sido enteramente distintas
si yo
hubiera podido ver la relación entre las puntas de los dedos del hombre y
el
volumen. ¿Comprende qué quiero decir?
—Sí, señor. Me cuidaré muy bien de que nunca vuelva a sucederme nada
parecido. Ninguno de los dos tocamos el cuerpo —añadió en un valiente
esfuerzo
por redimirse ante los ojos del detective.
—Así me gusta. Bien, señores, creo que esto es todo.
—¿Y qué ha descubierto, con todo ese arrastrarse y reptar, que no
haya descubierto yo? —preguntó Lestrade con una sonrisa agria.
—No mucho, lo reconozco. El asesino es hombre. Usa la mano derecha;
tiene conocimientos prácticos de anatomía y mucha fuerza, a pesar de no
llegar
su talla al metro ochenta, según puede calcularse por la longitud de su
paso.
Llevaba botas nuevas, costosas y posiblemente compradas en el Strand.
Y
fumaba lo que es decididamente un cigarro de origen extranjero,
adquirido en el
extranjero. y antes de irse, arrancó la página en la agenda de McCarthy
en la
cual figuraba su nombre.
—Buenos días, inspector Lestrade.

4
RELATIVO A BUNTHORNE
Cuando bajábamos nos cruzamos con el médico de la policía, Míster
Brownlow, y sus hombres llevando una camilla. Holmes cambió unas
palabras con
el forense, un hombre de barba gris, con quien tenía una relación
superficial. E n
seguida atravesamos las barreras policiales en la calle. Holmes sacó su
reloj.
—Hoy tengo ganas de almorzar —declaró, aspirando el aire frío y puro
y mirando a su alrededor—. Watson, este barrio fue en una época el
teatro de
sus correrías. ¿Dónde podemos comer?
—Está el Holborn. No queda lejos de aquí.
—Excelente idea. Vayamos allí en busca de sustento. ¿Viene con
nosotros, Shaw? —al decir esto emprendió la marcha a buen paso por la
nieve
sucia, lo cual obligó al crítico a apurar su propio ritmo.
—¿Cómo puede estar pensando en comer después de lo que acabamos
de presenciar? —le dijo Shaw asombrado.
—Es debido a lo que presencié que me encuentro pensando en comer —
repuso el detective—. La comida es uno de los medios principales para
evitar la
muerte.
—En realidad tendría que estar trabajando —rezongó Shaw cuando se
sentó con nosotros en el Holborn, mientras contemplaba con aire de
desaprobación el artesonado masónico que decoraba el lugar—. Tengo
que
entregar dos artículos para mañana a mediodía y no he empezado aún
ninguno de
ellos.
A pesar de tal afirmación, Shaw no hizo movimiento alguno de
retirarse.
—Watson —me dijo Holmes, con el rostro oculto por el menú—. ¿Qué le
parece una sopa Windsor, pastel de carne, postre arrollado y un buen
Burdeos?
—Estoy en todo de acuerdo.
—Muy bien. ¿Y usted, querido amigo Shaw?
—De ninguna manera. No soy uno de esos carnívoros que acechan a sus
semejantes. Puede pedirme un poco de ensalada.
Holmes se encogió de hombros y pasó al mozo nuestro pedido. Debo
confesar que me picaba ver mis hábitos de comer y de beber
cuestionados sin
cesar por este charlatán. Además advertí que lejos de pagar a Holmes
por sus
servicios, el irlandés estaba dispuesto en aquel mom ento a aceptar su
propio
almuerzo como parte de la generosidad de mi amigo.
Nos quedamos silenciosos unos minutos, aguardando nuestra comida y
rodeados de los murmullos de los comensales, la charla de numerosos
clientes
que llenaban el restaurante a mediodía, el tintineo de los cubiertos y el
incesante vaivén de las puertas que conducían a la cocina. Holmes no
prestaba
atención a aquel bullicio sino que estaba absorto en sus pensamientos,
los ojos
cerrados y el mentón caído sobre el pecho. Con aquella gran nariz que
recordaba
el pico ganchudo de un h alcón, lo que más evocaba en aquel momento
era un gran
ave de presa dormida.
—¿Y bien? —dijo Shaw, cansado de observarle—. ¿Aceptará el asunto?
Holmes no se movió ni abrió los ojos.
—Sí —dijo.
—¡Magnífico! —exclamó el irlandés con una sonrisa que le surcó el
rostro de arrugas—. ¿Qué debemos hacer primero?
—Debemos comer —Holmes abrió los ojos para buscar a nuestro
camarero, quien llegó en aquel instante con una gran bandeja. Siguiendo
sus
palabras con la acción, el detective se abstuvo de pronunciar una sola
palabra
durante los treinta minutos siguientes. Con aire sereno, aparentó no oír
las
preguntas insistentes de Shaw, limitándose a concederle de vez en
cuando una
sonrisa a modo de respuesta.
Más familiarizado que el crítico con los estados de ánimo de Holmes,
hice todo lo posible por no dar expresión a mis conjeturas y me dediqué a
mi
propia comida, hasta que por fin Holmes bebió un último sorbo de vino, se
secó
repetidamente la boca con un gesto delicado y comenzó a llenar su pipa.
—¡No me diga que va a fumar! —exclamó S haw, escandalizado—. Por
Dios, hombre, ¿está usted empeñado en suicidarse?
—El caso no deja de presentar características de interés —comenzó a
decir mi amigo, como si el otro no hubiese hablado—. Este joven Hopkins
tiene
una carrera por delante, a menos que me equivoque mucho. ¿Hay puntos
que se
le hayan ocurrido, Watson?
—Aparte del asunto del libro, debo confesar que me dejó perplejo la
forma del rigor mortis —repliqué—. Nunca se espera verla aparecer en
forma
tan pronunciada en el cuello y el abdomen sin que sea visible, aun con
carácter
incipiente, en los dedos y las articulaciones.
—Mmmm...
—Pero ¿qué hay del libro? —interpuso Shaw con vehemencia—. Sin
duda no hay que subestimar su importancia. Tiene que haber sido una
tortura
horrible llegar hasta él.
—No subestimo su importancia, se lo aseguro. Me limito a cuestionar su
valor en este momento. Le diré que me he visto antes frente a este tipo de
evidencia —dijo Holmes, agitando una mano lánguida—. En trance de
morir, un
hombre intenta comunicar el nombre de su asesino, o bien lo que motivó
a éste.
Por desgracia, sin saber algo más acerca de Jonathan McCarthy de lo
que
sabemos por ahora, no es nada probable que esta pista tan insólita pueda
ser
aprovechada y rendir gran cosa. ¿Qué cabe inferir de ella? ¿Que la
víctima se
veía como Mercutio? ¿Como Tylbat? ¿Que estaba complicado en alguna
venganza familiar? ¿Es una palabra, una frase, un pasaje, o un personaje
que
estamos buscando? ¿Comprende usted? —el detective levantó las
manos con un
gesto expresivo—. No nos dice nada.
—Pero tiene que haber esperado lo contrario —argüí.
—Sin duda. O bien es posible que no se le haya ocurrido otro medio en
esas circunstancias. Dudo que hubiese podido utilizar lápiz y papel, aun
de haber
podido llegar hasta ellos, pero aparte de este hecho, estaban más lejos
aún de
su alcance. El rastro, en fin, podría resultarle perfectamente obvio al
individuo
en particular a quien haya estado destinado —dijo con otro encogimiento
de
hombros.
—Entonces, ¿dónde debemos empezar? —preguntó Shaw, intrigado. Al
hablar se estiraba la barba hacia adelante, lo cual terminó por darle un
aspecto
feroz.
Holmes sonrió.
—Diría que el comercio de tabacos de Dunhill podría ser un buen punto
de partida.
—¿Dunhill's?
—Puede que me ayuden a identificar el origen del cigarro del asesino.
Iré allí después del almuerzo. Entretanto creo que podríamos empezar
por
Bunthorne. ¿Tiene usted alguna idea de quién puede ser?
—¿Bunthorne? —nos quedamos mirándole, ya que yo, por lo menos,
nunca había oído mencionar tal nombre. Holmes sonrió más aún, y luego
sacó su
billetera y retiró de ella un trozo de papel arrancado de alguna parte.
—Saqué esto de la libreta de compromisos diarios de McCarthy.
—Creí haberle oído decir que el asesino le había robado sus
compromisos del veintiocho de febrero.
—Se los robó, en efecto. Esto, como puede ver, corresponde al
veintisiete de febrero y lo robé yo.
—Tiene sólo una cita —observé—, para las seis y med ia de la tarde en
el café Royal. —Precisamente. Con alguien llamado Bunthorne.
Sin decir nada, Shaw tomó el papel, con el ceño muy fruncido, gesto que
le confirió un aspecto todavía más cómico. De pronto lanzó una carcajada
apreciativa.
—Yo puedo decirles quién es Bunthorne, como podría decírselo
cualquiera en el West End, creo, pero como usted, Holmes, nunca
frecuenta
ningún teatro por debajo de Convent Garden o de Albert Hall, dudo que
pudiese
saberlo.
—¿Es, pues, famoso este Bunthorne? —pregunté. El crítico volvió a
reír.
—Muy famoso. Hasta podría decirse con mayor exactitud que es
infame, más que famoso, pero no bajo ese nombre. Mi ex colega parece
haber
registrado sus compromisos en una especie de código.
—¿Cómo sabe a quién representa Bunthorne? ¿Es un seudónimo? —
preguntó Holmes.
—No diría eso. Con todo, creo que el interesado respondería a ese
nombre —dijo Shaw, y estirando el papel, lo señaló varias veces con un
índice
muy delgado—. Es el restaurante que me hace sentirme tan seguro. Por
lo
general se le encuentra allí, rodeado de su corte.
—¿Rodeado de su corte? —repetí—. ¿Quién diablos es? ¿El príncipe de
Gales?
—No, es Oscar Wilde.
—¿El dramaturgo?
—El genio.
—¿Qué tiene que ver él con Bunthorne? —quiso saber Holmes.
Shaw rió otra vez.
—Para saberlo hay que estar familiarizado, y, según sospecho, usted no
lo está, con las operetas cómicas de Gilbert y Sullivan. ¿Nunca va al
Savoy?
—¿A ver «El Mikado» y obras por el estilo? —Holmes movió la cabeza y
volvió a encender su pipa.
—En tal caso, se pierde usted la combinación de palabras y música más
genial desde los tiempos de Aristófanes, con la excepción de Wagner.
Bunthorne aparece en la opereta «Patience».
—Creo haber oído los temas en algún organillo callejero.
—Por supuesto los ha oído. Todos los organilleros de Londres dan vuelta
a la manija y tocan siempre la música de Sullivan —Shaw miró a Holmes
con un
deje de desdén—. ¿En qué planeta suele pasar el tiempo? —dijo—. Por
lo menos
estará familiarizado con el himno «Avancemos, soldados cristianos» y con
«El
acorde perdido», ¿no?
Pude ver que le asombraba la ignorancia del detective, que, por el
contrario, no me sorprendía a mí. Sherlock Holmes era el hombre que una
vez
dijo que para él era objeto de total indiferencia que la tierra girase
alrededor
del sol o bien lo contrario, siempre que el proceso no interrumpiera su
propio
trabajo. Aparte de sus intereses musicales, que tendían a una afición por
los
conciertos para violín y hacia la ópera tradicional, nada era más
improbable que
el hecho de que Holmes estuviese enterado de las modas y atracciones
pasajeras de Londres. No tomó en cuenta, por ello, las ironías de Shaw y
siguió
empeñado en su propia línea de investigación.
—Cuénteme acerca de «Patience» —dijo.
—Un momento —exclamé entonces, frotándome la frente—. En este
momento ha vuelto a mi memoria. ¡Holmes, cuando volví de Afghanistán
en el
ochenta y uno, vi esta opereta! Fue en el Savoy, ¿no? —añadí
volviéndome hacia
Shaw.
—Creo que se estrenó allí —dijo el crítico.
—Estoy casi seguro, aunque no recuerdo cuál era el argumento, por
mucho que lo intente. Siempre los olvido en menos de una o dos
semanas.
Recuerdo esta obra porque en el momento en que la vi no entendí nada,
ni aun
cuando estaba presenciándola..., algo sobre soldados y alguien con el
pelo muy
largo que era muy popular entre los miembros del coro.
—¿Puede darnos mayores detalles? —preguntó Holmes a Shaw.
—La opereta ridiculiza con sumo ingenio todo el culto del esteticismo
auspiciado por Oscar Wilde. Usted no captó nada, doctor, porque estaba
fuera
del país cuando Wilde y su camarilla aparecieron en la escena. Wilde
mismo
aparece en la obra en la persona de Reginal Bunthorne, «poeta entrado
en
carnes» —Shaw tosió sonriendo y de pronto se puso a cantar con una
voz
inusitadamente afinada, y un registro de barítono no muy potent e, pero
grato.
El canto hizo volverse una que otra cabeza en nuestra dirección:
Si tú aspiras a brillar
En el mundo cultural
Como hombre de raro saber
Has de juntar toda tu ha bla
Tu jerga trascendental
Y esparcirla como sal.
Tendido entre margaritas
Recitarás con palabras
Esotéricas, complejas
Tus Místeriosas vivencias.
¡No importa no decir nada
Si hablas de la trascendencia!
Entonces todos dirán:
¡Qué profundo, profundísimo
Es este joven poeta
Tan profundo, que me hundo!

Al ver que no intentamos interrumpirle, Shaw prosiguió:


La pasión sentimental
Más vegetal que animal
Debe inundar tu persona
Con amor a lo Platón
Por una joven florecita
O bien por una arvejilla
No demasiado francesa.
Aunque te ataquen los tontos
Quedarás como un apóstol
Del gremio de los estetas
Al marchar por Piccadilly
Llevando amapola o lis
En tu mano medieval.
Entonces todos dirán...,

etc.

En este punto interrumpió su canto, volvió a toser y dio muestras de


confusión.
—Sigue en términos algo parecidos una o dos estrofas más. De
cualquier manera, se refiere a Bunthorne y, puedo jurarlo, Bunthorne es
Oscar
—dijo Shaw, y mirando su reloj, exclamó—: Caramba, debo irme. Ya me
divertí y
ahora debo pagar el precio. ¿Dónde nos encontraremos? Quiero que me
tengan
al tanto de todo lo que descubran.
—En Will's, a comer —aventuré.
—Es un poco suculento para mi gusto.
—¿Y Simpson's?
—Muy bien —Shaw se levantó y propuso—: ¿Un poco antes de las ocho?
—Un momento —dijo Holmes, posándole una mano en el brazo—.
¿Conoce personalmente a Míster Wilde?
—Le conozco, aunque no mucho. Estamos ambos demasiado
impresionados por el genio del otro, con la consecuencia de que nos
intimidamos
mutuame nte.
Holmes mantuvo la mano apoyada en el brazo del crítico.
—¿Es en verdad un genio?
—¿Oscar? Algunas de las personas más inteligentes de Londres lo
creen... Harris, Max Beerbohm, Whistler...
—¿Y usted?
—¿Qué importancia tiene que sea o no un genio, ni lo que yo piense
sobre ello?
—Estoy tratando de comprender el reparto de este drama. Usted no
tenía una gran opinión de Jo nathan McCarthy. Querría tener ahora su
apreciación sobre Oscar Wilde.
—Muy bien —Shaw frunció el ceño, mordisqueándose unas hebras de
barba—. Sí. Yo diría que sí, decididamente es un genio. Sus comedias
serán
recordadas entre las más deslumbrantes en el idioma inglés... y no son
sus obras
máximas. La opereta «Patience», por el contrario, será algo passé aun
antes que
muera Wilde. Es un genio —repitió como a pesar suyo—, pero está
buscándose la
propia ruina 12 .
—¿Por qué?
Con un suspiro, Shaw reflexionó sobre la mejor manera de res ponder a
la pregunta. Esto le resultaba más difícil de lo que hubiera imaginado.
—No puedo permitirme hablar en términos concretos —manifestó al
cabo de una pausa.
—En tal caso, hable en términos generales —le sugirió Holmes.
Shaw volvió a reflexionar, arqueando las cejas mefistofélicas en un
gesto de concentración.
—Oscar ha hostilizado al mundo —comenzó a decir, eligiendo sus
palabras con cuidado—. Se deleita en hostilizar al mundo. No lo toma en
serio —
con las manos apoyadas sobre la mesa, entrelazó los dedos—. El mundo,
en
cambio, sí. El mundo se toma a sí mismo muy en serio y no está
dispuesto a
perdonarle su actitud. El mundo aguarda para vengarse. Existen ritos y
convenciones sagradas que no es posible desafiar.
—Míster Gilbert hace años que las desafía , ¿no? —dije yo—. ¿Acaso
están también clamando por su sangre? No lo creo.
Shaw me miró.
—La vida privada de Míster Gilbert es irreprochable. O si no lo es,
Míster Gilbert sabe ser discreto. No puede afirmarse lo mismo de Oscar
Wilde
—al decir esto, Shaw se puso en pie de un salto, como si estuvier a
irritado
consigo mismo por haber hablado demasiado—. Buenos días, señores.
—Shaw —le dijo Holmes con tono de desinterés—. ¿Dónde podemos ver
a Wilde?
—En los últimos tiempos creo que se alberga en el Avondale, en
12

Cabe cuestionar la capacidad de Shaw de predecir el éxito futuro de


comedias y
operetas. Anunció una muerte precoz para la obra de Sardou «Tosca»,
que en su versión
operística goza de una salud tan robusta como «Patience».
Picadilly. Buenos días —repitió Shaw, a la vez que nos dirigía un cómico
saludo
con la cabeza antes de alejarse con sus extraños pasitos de danza.
Sherlock Holmes se volvió hacia mí.
—¿Café, Watson?
Después del almuerzo proseguimos nuestro camino hasta Dunhill's, en
Reggent Street, donde Míster Fitzgerald, qu e conocía bien al detective,
estudió
el fragmento de cigarro que le entregamos.
—No me diga que están desorientados —dijo el escocés con una sonrisa
y ojos azules que brillaron con picardía al manipular el trozo d e cigarro.
Holmes no se mostró divertido ante el comentario.
—Soy capaz de identificar veintitrés clases de tabaco tan sólo por las
cenizas —dijo con cierta petulancia, según me pareció—. Cuando usted
me haya
dicho cuál es éste, habré incorporado la vigésimo cuarta a mi repertorio.
—Sí, sí —dijo el excelente Míster Fitzgerald, riendo mientras miraba
de cerca el trozo de cigarro—. Es extranjero, pero no lo importa nadie
entre
quienes conozco —comenzó a decir.
—Hasta aquí ya lo tenía deducido.
—¿De verdad, Míster Holmes? ¡Ah!, en ese caso tenemos limitado
nuestro campo de investigación —dijo Fitzgerald, y con el trozo de cigarro
entre los dedos, lo olió—. Por el aroma y la envoltura, diría que es de
origen
indio —lo hizo girar entonces en uno y otro sentido entre el pulgar y el
índice,
se lo acercó al oído, escuchó el leve crujido y, por último, lo miró a lo
largo como
si fuera la mira de un rifle—. Es un habano. ¿Ven el corte recto del
extremo y la
elevada proporción de tabaco turco que tiene? Estas piezas son muy
apreciadas
entre los muchachos del ejército colonial de la India, aunque debo señalar
que
estos chicos son capaces de fumar cualquier cosa. Dudo que yo pudiese
tener
estómago para fumarlos, pero he oído decir que el gusto por ellos puede
llegar a
adquirirse.
—¿No es posible comprarlos en Inglaterra?
—No, Míster Holmes, no creo que pueda adquirirlos. Son demasiado
fuertes para los civiles, como dije, aunque algunos de los chicos del ejér
cito
vuelven al país con cajas de ellos por saber que no es posible hallarlos
aquí.
—Gracias, Míster Fitzgerald.
—Encantado, Míster Holmes. ¿Figura esto en su caso?
—Puede ser, Míster Fitzgerald. Puede ser.

5
EL SEÑOR DE LA VIDA
Sin duda Holmes y yo habíamos visto caricaturas de Oscar Wilde. A
través de los años, su extraño corte de pelo, su físico corpulento, su
exótica
manera de vestir se nos habían hecho familiares a todos, en realidad, por
los
innumerables dibujos a tinta y a lápiz en los diversos periódicos. Además,
no
obstante el hecho de no haber visto ninguna de las dos comedias que se
presentaban simultáneamente en presencia de un público nutrido,
sabíamos que
aquel irlandés brillante era el autor de ambas. La más reciente, «La
importancia
de llamarse Ernesto», había sido estrenada hacía más o menos quince
días y
recibido el beneplácito entusiasta de críticos y público.
A pesar de ello, ni las caricaturas ni los artículos sobre el hombre ni
sobre las obras mismas (de haberlas visto) nos prepararon para la
presencia
física de Osear Wilde.
Después de nuestra visita a Dunhill's nos encaminamos haci a Picadilly y
llegamos hasta el Avondale, donde preguntamos por el dramaturgo.
—Le hallarán en el salón —nos informó el empleado con una expresión
agria.
—Deduzco que es de allí de donde proviene el ruido —observó Holmes
con gran cortesía. El hombre murmuró al go por toda respuesta y se
concentró
en alguna tarea detrás del mostrador.
Había, indudablemente, mucho ruido en la dirección del salón y Holmes
y yo nos encaminamos hacia él, llenos de curiosidad. El tintineo de las
copas y la
charla de voces animadas que hablaban todas a la vez era bie n evidente,
las
voces cortadas por explosiones y súbitos chillidos de hilaridad.
Mi primera impresión al entrar en el salón fue de haber viajado hacia
atrás en la máquina del tiempo de Míster Wells para caer en una
saturnalia
romana o algo parecido, poblada de sátiras, jóvenes que recordaban al
dios Pan y
duendes. La segunda mirada me permitió comprobar que la docena o
más de
jóvenes congregados allí cantando, recitando poesías y brindando a la
salud
recíproca, vestían todos las ropas de nuestro siglo, aunque con algunas
prendas
en cierto desorden. Bastó sólo un instante para comprender quién era el
principal responsable de aquella impresión de orgía griega. De pie en el
centro
del salón y sobrepasando a todos sus invitados tanto por sus dimensiones
como
por su estatura, estaba el leviatán en persona, Oscar Wilde. Su extraño
pelo
largo estaba coronado de laureles o de algo que se le asemejaba y su voz
profunda, opulenta y sonora dominaba el ámbito tanto como su persona.
Sin reparar aparentemente en el estrépito, estaba declamando un
poema en el que se aludía a Dafnis y Cloe, del cual sólo pude captar una
que otra
frase aquí y allá en medio de la confusión de sonidos, y rodeaba con un
brazo los
hombros de un joven esbelto cuyos rubios rizos en marcaban un rostro de
ángel.
Al cabo de un momento se hizo sentir nuestra presencia en el umbral y,
uno tras otro, los participantes de la fiesta callaron hasta morir poco a
poco los
cantos entre los labios, salvo en el caso de Wilde. De espaldas a la
puerta,
seguía sin advertir la intrusión, hasta que el silencio creciente le hizo
volverse
hacia nosotros. Una mano desagradable por lo flácida tiró de los
pámpanos que
le cubrían el pelo en desorden. Tenía una cara inusitadamente apuesta y
juvenil,
si bien sabía yo que debía tener cuarenta años. El exceso de comida y de
bebida
habían cobrado su precio y sus rasgos estaban hinchados. Con todo, los
ojos
eran límpidos, grises, vivos, de expresión agradable. En cambio, los
labios
gruesos y sensuales y las dimensiones de su talle eran indicio de la vida
disipada
a que estaba entregado.
Al fijar Wilde la mirada en nosotros, se oyeron murmullos contenidos
de la concurrencia que trataba de adivinar el motivo que nos llevaba allí.
Más de
una vez oí la palabra policía.
—¿Policía? —repitió Wilde. Tenía una voz suave como una caricia y
profunda como la campana de un monasterio—. ¿Policía? —se adelantó
hacia
nosotros despacio, con su corona de pámpanos, y nos miró
detenidamente—. No,
no —decidió, con una sonrisa cautivante—. No lo creo. De ningún modo.
No hay
nada tan antiestético en este planeta como un policía.
El comentario provocó risas hacia el fondo. Noté que cuando hablaba
tenía el hábito extraño de cubrirse la boca con un dedo curvado. Miró a
Holmes
con interés y el detective le devolvió la mirada con otra muy fina. Los ojos
grises de ambos se encontraron, sin pestañear.
—Quizá no seamos tan estéticos como usted supone —le dijo Holmes
sin cambiar de expresión a la vez que sacaba de un bolsillo de la chaq
ueta una
tarjeta de visita. El galante Dionisio leyó el nombre como al descuido.
—¡Ay, ay, ay! —murmuró sin mostrarse sorprendido—. Más detectives.
No son gente muy estética, como usted me obliga a señalar. No le
engañaré, con
todo, fingiendo no haber oído hablar de Míster Sherlock Holmes —el
hombre
circuló entre los presentes, a espaldas del detective, con tono reverente,
aunque una risita aislada malogró la seriedad de la acogida—. Y usted
debe de
ser Míster Watson —prosiguió Wilde, volviendo hacia mí los ojos
luminosos y
examinándome con atención—. Sí, tiene que ser Míster Watson. No cabe
duda.
Bien —dijo con un suspiro, y luego, recobrando el aire de siempre
mediante una
sonrisa cordial añadió—: ¿Qué es lo que ustedes desean, señores?
¿Puedo
convidarles con algo?
—Queremos hablar a solas con usted uno o dos minutos, señor, nada
más.
—¿Se trata del marqués? —preguntó, y al decir esto levantó la voz y se
estremeció—. Si es así, debo manifestarles que todo el asunto e stá ya en
manos
de mi abogado, Míster Humphreys, y que deberá dirigirse a él.
—Se trata de Jonathan McCarthy.
Los ojos soñadores del dramaturgo dieron la impresión de abrirse más
por un breve instante.
—¿McCarthy? ¿De manera que ha osado, después de todo...? —los
gruesos labios se apretaron en una mueca de contrariedad combinada
con
determinación.
—No ha osado nada, Míster Wilde. Míster McCarthy yace muerto en su
apartamento, víctima de un ataque fatal cometido por una persona o
personas
desconocidas, varias horas después de la cita que mantuvo con usted en
el café
Royal. De verdad considero que debemos sostener esta conversación en
otra
parte —dijo Holmes en voz baja.
—¿Asesinado? —el báquico Wilde requirió uno o dos instantes para
captar el significado de la palabra. Al instante percibí la exactitud de la
observación de Shaw. Tal vez Wilde hostilizara a la gente y desafiara las
convenciones, pero en realidad no lo hacía con maldad ni consideraba
que
hubiese tampoco mal en ello. Debajo de aquella decadencia cultivada con
tanto
esmero y de aquellas ideas depravadas y perversas, el hombre era un
inocente
total, mucho más afectado que yo frente a la ide a de un asesinato, no
obstante
considerarme yo mucho más convencional que él.
—Vengan por aquí —dijo, recobrando la serenidad, y con pasos
inseguros nos condujo a una sala adyacente. Había allí un señor de cierta
edad,
pero tenía el sombrero sobre los ojos, las piernas estiradas y era evidente
que
lo que no había sido logrado por el estrépito del salón no lo sería tampoco
por
nuestra conversación. Holmes y yo nos sentamos mientras Wilde se
dejaba caer
pesadamente sobre un sofá frente a nosotros. No intentó aquí adoptar las
poses elegantes que le caracterizaban en público, sino que permaneció
inmóvil,
con las manos regordetas entrelazadas sobre las rodillas, como un
cochero en su
asiento que sostuviera entre las manos un par de riendas imaginarias.
—Entiendo que sospechan de mí en este asunto, ¿no?
—El doctor Watson y yo no representamos a la policía. Dónde recaen
sus sospechas, no tenemos modo de saberlo, si bien puedo afirmar, por
experiencia anterior —dijo Holmes sonriendo— que de cuando en cuando
se
aventuran por caminos bastante insólitos. ¿Puede usted dar cu enta de
sus
movimientos posteriores a su encuentro con Jonathan McCarthy?
—¿Dar cuenta de mis movimientos?
—Puede ser útil poder explicar dó nde estuvo, para la policía, quiero
decir, si requiriesen una coartada —señalé.
—Coartada... comprendo —Wilde se apoyó en el respaldo del sofá y
esbozó una sonrisa. Le miré de reojo y recordé a Cassius y sus palabras,
«fatigado del mundo». A pesar de su tem peramento humorístico y alegre,
el
hombre sufría bajo alguna carga terrible.
—Sí, sí, no hay inconveniente —dijo, y su rostro reflejó un alivio que no
sentía en el fondo—. Estuve con mi abogado, Humphreys. Dígame,
¿cómo lo
planearon?
—¿Qué dice usted?
— ¡El asesinato, el asesinato! —a medida que se interesaba por el tema,
sus ojos adquirieron un brillo extraño—. ¿Quemaron incienso? ¿Hallaron
las
huellas de una mujer desnuda que bailó sobre su sangre?
Sin reparar, en apariencia, en aquellas preguntas macabras, Holmes
delineó en forma escueta las circunstancias de la muerte del crítico, sin
mencionar el detalle del libro, pero efectuando en cambio un juicio
personal, en
el sentido de que ninguna de las personas con las que habíamos hablado
hasta
aquel momento se había mostrado sorprendida ni apenada por la noticia.
Wilde se encogió de hombros.
—No imagino, tampoco, que sea una gran pérdida para la gente de
teatro del West End.
—¿Cuál era el objeto de la cita que tuvo ayer con él?
—¿Debo decírselo?
—Carecemos de facultades para exigir testimonio —repuso Holmes—,
pero en el caso de la policía es otra cosa. Hasta ahora no está enterada
de su
cita.
Al instante los ojos de Wilde brillaron esperanzados y se sentó más
erguido.
—¿Es verdad? —exclamó frotándose las manos—o ¿Dice usted la
verdad? —Holmes volvió a reiterarle el hecho—. ¡En ese caso, puede que
todo
marche bien! —dijo mirándonos por turno, mas en seguida recobró su aire
de
desaliento al recordar que quedábamos allí nosotros—. Es mejor con
ustedes
que con la policía, ¿no? —dijo suspirando—. Cuánto se parece la vida a
Sardou,
¿no creen ustedes? ¡Qué lástima! Para Sardou, quiero decir —aña dió y
rió ante
el propio ingenio, pasándose varios dedos regordetes por el pelo.
—¿Tuvo algo que ver su cita con la entrevista con su abogado esta
mañana? —inquirió Holmes.
—En cierto modo, podría decirse que sí. Ustedes no conocieron a
Jonathan McCarthy, ¿no? No, veo bien que no le conocieron. ¿Cómo
explicarles
qué clase de hombre era? —Wilde se frotó los labios con el índice
curvado
mientras reflexionaba—. ¿Alguna vez oyeron hablar de Charles Augustus
Milverton?
—¿El chantajista del mundo social? Todavía no se han cruzado nuestros
caminos, pero he oído hablar de él 13 .
—Esto simplifica las cosas. Jonathan McCarthy se dedicaba a un tipo
de caza muy parecido.
—¿Se dedicaba al chantaje?
—Estaba sumergido en él hasta el cuello, estimado Holmes, hasta el
cuello. No acechaba a miembros de la sociedad, como Milverton, sino
más bien a
los que pertenecemos al ambiente teatral. Tenía sus fuentes de
información y
sus soplones y apretaba fuerte. Es verdad que de vez en cuando el
mundo del
teatro se confunde en parte con el de la sociedad. Sea como fuere, tengo
cierta
experiencia en cuanto a los chantajistas y sé cómo tratarlos. De vez en
cuando
suelen apoderarse de cartas escritas por mí y las utilizan para amenazar.
Les
13

El camino de Holmes se cruzó con el de Milverton inmediatamente antes


del asesinato
del chantajista en enero de 1899.
diré que tengo un gran remedio para ello.
Cuando le pregunté en qué consistía, sonrió detrás del índice curvado.
—Las publico.
—¿Le amenazó McCarthy con publicar alguna carta? —le preguntó
Holmes.
—Con publicar varias. Se había enterado del asunto de l Albemarle 14
ese
mismo día y me envió un mensaje sobre lo que pensaba hacer.
—Tendrá que hablar con mayor claridad.
Wilde se echó hacia atrás, pálido y con un asombro que se reflejaba en
cada uno de sus rasgos.
—¡Pero tienen que haber oído algo! ¡Sin duda tienen que haberse
enterado! ¡Todo Londres tiene que estar al tanto!
—Todo Londres, salvo Baker Street —le aseguró Holmes con sequedad.
Wilde se lamió los labios gruesos y azulados mientras nos miraba con
aire nervioso.
—El marqués de Queensberry —comenzó diciendo con la voz ronca de
emoción—, padre de ese joven espléndido que vieron en el salón, y que
se parece
tanto a su padre como Hiperión a Hércules, me dejó una tarjeta en mi
club, el
Albemarle, ayer. No pienso reproducir los términos que este bárbaro
utilizó en
esta tarjeta, aparte del hecho de haber cometido varias faltas de
ortografía,
sino que leídos estos términos, no estaba dispuesto a olvidarlos 15 .
Aunque varios
amigos me aconsejaron que lo pasara por alto, no lo hice. Después de la
cena fui
a ver a Míster Humphreys (quien me fue recomendado por mi amigo
Míster
Ross) y esta mañana me acompañó al juzgado de Bow Street, donde
inicié
querella por calumnias. Mañana a esta misma hora, el marqués de
Queensberry
será arrestado y acusado, y muy pronto me veré libre de ese monstruo
disfrazado de hombre. Esto explica que estemos celebrando en el salón
—dijo
por fin con una sonrisa fatua.
—Y McCarthy, según dice, oyó hablar del incidente del Albemarle.
Wilde asintió.
—Creo que conocía de antemano las intenciones de Queensberry. Me lo
notificó, pues, para concertar la cita en el café Royal, donde me anunció
que
estaba dispuesto a proporcionar ciertas cartas mías al marqués de
Queensberry y a sus abogados. Estaba seguro de que esta
correspondencia
sería perjudicial para mí.
—¿Y usted pensó lo mismo?
—No fue necesario ayer, como tampoco lo es hoy, que responda a esa
pregunta. Tenía mis propias cartas para jugar, y las jugué.
14

El club de Wilde.
Escrito en la tarjeta de Queensberry: «Para Oscar Wilde, que pasa por
sodomita».
Seguramente Watson estaba al corriente del contenido del famoso
mensaje cuando
registró el caso, pero con gran tacto lo omitió.
15
—Yo diría que le conviene ponerlas sobre la mesa ahora.
—Como quiera. Para ser breve, yo mismo soy el depositario de muchos
secretos relacionados con escándalos y actividades en el ámbito teatral.
La
gente de teatro tiene tanto colorido, ¿no es verdad? Sé, por ejemplo, que
George Grossmith, que canta esos estribillos tan ágiles de Gilbert y que,
debo
señalar aquí, hace mi papel, ha estado tomando drogas. Gilbert le
provoca tanto
terror durante los ensayos que ha tenido que recurrir a ellas. Sé que Bram
Stoker tiene un apartamento en el Soho, cuya existencia ignoran tanto su
mujer
como Henry Irving. No puedo explicarles para qué lo utiliza, pero la
intuición me
dice que no es para jugar al ajedrez. Luego estoy enterado de las partidas
de
«chemin de fer» de Sullivan con...
—¿Y qué sabía usted de Jonathan McCarthy? —le interrumpió Holmes,
ocultando apenas su desagrado.
Wilde repuso sin vacilar:
—Tenía una amante. Se llama Jessie Rutland y es una dama joven en el
Savoy. Para un hombre que siempre jugó el papel del prototipo de la
rectitud
británica en la clase media con una perfección de hipócrita, tal revelación
significaría la ruina inmediata. McCarthy lo comprendió al instante —
añadió
Wilde como si se le ocurriera en aquel momento— y en pocos minutos
descubrimos que no teníamos nada más que decirnos. Es una historia
sórdida,
me temo, pero auténtica.
Holmes le miró con fijeza un momento, con el rostro impasible. De
pronto se levantó y yo hice lo mismo.
—Gracias por el tiempo que nos ha dedicado, Míster Wilde —dijo—. No
cabe duda que es usted una fuente de información.
El poeta le miró. Había algo tan ingenuo y simpático en su e xpresión que
me sentí encantado con Wilde, a pesar de todo lo que había dicho.
—Todos somos lo que Dios nos hizo, Míster Holmes... y muchos de
nosotros, peores aún.
—¿Es suyo eso? —le pregunté.
—No, doctor —repuso con una leve sonrisa—, pero lo será —volviéndose
por última vez, se dirigió al detective—. Temo que no le agrado.
—No del todo.
Wilde siguió mirándole a los ojos:
—En cambio, yo me encuentro d eseando agradarle.
—Puede que algún día suceda.

6
EL SEGUNDO ASESINATO
Era el atardecer cuando Holmes y yo salimos del Avondale para
mezclarnos con la multitud característica de esa hora en Picadilly. Se
había
levantado un viento que nos cortaba la cara como un cuchillo en la
garganta
mientras caminábamos. No se veía un coche de alquiler por ninguna
parte, pero
el teatro Savoy no quedaba a mucha distancia del hotel. Marchamos,
pues,
penosamente en esa dirección, abriéndonos paso entre la multitud y
evitando
como mejor podíamos la nieve sucia amontonada por las palas junto a las
aceras.
Durante el trayecto comenté que no recordaba haber visto nunca un
grupo de
personas tan singular como el que había conocido con motivo del
asesinato de
Jonathan McCarthy.
—El teatro es un oficio singular —dijo Holmes—. Es un arte noble, pero
como profesión, monótono, aparte de que reverencia todo lo que el resto
de la
sociedad condena —al decir esto, Holmes me obsequió con una mirada
de
soslayo—. El engaño. La capacidad de simular y engañar, de pasar por lo
que no
se es. Lo verá mejor expresado por Platón. Son, no obstante, cualidades
habituales en el actor.
—Y también cualidades habituales entre quienes les escriben sus
papeles —añadí.
—También hallará eso en Platón.
Caminamos un trecho en silencio.
—La principal dificultad en este caso —observó Holmes por fin, en el
momento en que llegábamos al Strand—, además del hecho de que
nuestro
cliente no puede costearse el precio de las comidas, para no mencionar
nuestros
gastos, la principal dificultad, como decía, es la superfluidad de los
móviles.
Jonathan McCarthy no era un individuo que gozase de estima, según
resulta
evidente, hecho que sólo sirve para complicar las cosas. Si la mitad de lo
que nos
contó Wilde hace poco es verdad, debe existir más de una docena de
personas
cuyos intereses saldrán beneficiados con su desaparición. Y todos ellos
residen
dentro del mundo circunscrito del teatro, donde abundan las pasiones...
reales y
fingidas.
—Lo que es más —señalé—, sus dotes profesionales harán, de seguro,
más difícil determinar su culpabilidad en un crimen.
Holmes no dijo nada y recorrimos unos pasos sin hablar.
—¿Ha pensado usted —proseguí— que el uso que hizo McCar thy de
Shakespeare tuvo como fin que lo interpretaran en términos generales?
—Explíquese.
—Pues bien, su amigo Shaw, nuestro cliente, no puede soportar a
Shakespeare. El «Morning Courantll, para el que escribía McCarthy, es
bien
conocido como rival de la «Saturday Review». No cabe mucha duda de
que con
McCarthy eliminado, la suerte de Shaw y su éxito literario podrían surgir
más o
menos juntos. ¿Sería posible que la referencia de McCarthy a «Romeo y
Julieta» pudiese aludir no a los Montescos y los Capuletos, sino más bien
a los
dos periódicos? ¿No se refiere Mercutio, al morir, a que la peste llegue a
vuestras dos casas? —continué, cada vez más entusiasmado por mi
teoría—. Al
mismo tiempo, el uso de Shakespeare, a quien Shaw detesta, podría
servir para
señalarle con un dedo infalible como el asesino.
—¡Watson, qué mente tortuosa es la suya! —Holmes se detuvo y le
brillaron los ojos—. ¡Eso es decididamente brillante! ¡Brillante! Sin duda
ha
pasado por alto la evidencia, pero no puedo criticarle la imaginación —al
reanudar la marcha, prosiguió—: No, me temo que no corresponde.
¿Puede usted
en verdad imaginar a nuestro amigo Shaw bebiendo coñac? ¿o fumando
un
cigarro? ¿o atravesando a su rival, en apariencia siguiendo un impulso,
con un
cortapapeles?
—Tiene casi la talla indicada —argumenté sin mucha convicción, ya que
no quería renunciar a mi hipótesis sin alguna resistencia—. Además, sus
objeciones a la bebida y el tabaco bien pueden haber sido formuladas
para
despistarnos.
—Podría ser —asintió Holmes—, aunque hace bastante tiempo que
conozco sus prejuicios en la materia. De cualquier manera, ¿por qué
habría de
acudir a mí si quisiera pasar inadvertido?
—Tal vez la perspectiva de engañarle halagó su vanidad.
Holmes pesó esta conjetura unos instantes sin hacer comentarios.
—No, Watson, no. Ingenioso, pero demasiado complicado, y, lo que es
más, el calzado de Shaw no concuerda con las huellas dejadas por el
asesino.
Sus zapatos son muy viejos... la verdad es que me duele pensar que
camina con
ellos con este tiempo... mientras que nuestro candidato llevaba botas
nuevas,
compradas, como creo haberle dicho, en el Strand. Oscar Wilde, por lo
menos,
llevaba el calzado que corresponde.
—¿Qué hay de Wilde, entonces? ¿Notó que cuando hablaba no cesaba
de cubrirse la boca con un dedo? ¿Acepta usted sin reservas su historia
de
haber malogrado el plan de chantaje de McCarthy al decirle que estaba
enterado de la relación ilícita del hombre?
—Ni la acepto ni la rechazo, por ahora —repuso Holmes con cierta
obstinación—. Es por ello que estamos en este teatro. En cuanto al hábito
singular de Wilde de cubrirse la boca, no pudo dejar de observar usted
que
tiene feos dientes. Es probable que su desmedida vanidad le lleve a
ocultárselos
cuando habla.
—¿Se los vio?
—¿No acabo de decirle que hace un considerable esfuerzo por
ocultarlos?
—En ese caso, ¿cómo sabe que tiene feos dientes?
—Elemental, estimado Watson. No abre la boca al sonreír. Mmmm, ¡qué
oscuro está el edificio esta noche! Vayamos a la puerta del escenario
para ver si
hay alguien en el teatro.
Nos internamos en el pasaje que conducía hasta la entrada del
escenario y comprobamos que la puerta estaba abierta. Había actividad
en el
interior, si bien era evidente, por el ruido que llegaba desde el fondo del
escenario, que no estaban representando. Nos abrimos paso entre
actores y
personal hasta que el administrador descubrió nuestra presencia y nos
preguntó
con cortesía qué deseábamos. Holmes presentó su tarjeta y le dijo que
buscábamos a Míster Gilbert, o bien a Míster Arthur Sullivan.
—Sir Arthur no está y Míster Gilbert está dirigiendo el ensayo —nos
dijeron—. Tal vez sea mejor que hablen ustedes con Mistress D'Oyly
Carte.
Está en la platea. Pasen por esa puerta, pero sin hacer ruido, por favor,
señores.
Dimos las gracias al hombre y bajamos a la sala vacía. Estaban
encendidas las luces y una vez más me sentí maravillado por la
iluminación del
Savoy. Era el primer teatro del mundo enteramente alumbrado por
electricidad,
hecho que proporcionaba una iluminación muy superior a la del gas. Traté
de
recordar lo ocurrido quince años antes, cuando visité el teatro por primera
vez.
Aun entonces me había preocupado el peligro de incendio a raíz de algún
desperfecto de la instalación eléctrica, preocupación que tuvo origen en el
hecho de que no comprendiese quién diablos era Reginald Bunthorne y
por ello
mi mente comenzó a divagar. Por lo visto mis temores eran infu ndados,
porque
han transcurrido años desde entonces y el Savoy sigue intacto.
En una de las filas del fondo estaba sentada una figura solitaria y nos
dirigió una mirada malhumorada cuando avanzamos por el pasillo hacia
ella. Era
la de un hombre menudo, casi enterrado en la butaca, con una barba
negra y
puntiaguda que armonizaba con los ojos negros. Algo en aquella mirada
reluciente, a la vez altiva y lejana, me hizo pensar en Napoleón.
Posteriorment e
debí llegar a la conclusión de que tal impresión era buscada por D'Oyly
Carte.
—¿Míster Richard D'Oyly Carte? —le preguntó Ho lmes cuando
llegamos lo bastante cerca como para que oyese nuestro susurro.
—¿Qué quieren? No se permite la entrada de la prensa en el teatro
antes del estreno. Es una regla del Savoy. Estamos en pleno ensayo y
debo
pedirles que se retiren.
—No somos periodistas. Me llamo Sherlock Holmes y éste es mi
colaborador, el doctor Watson.
—¡Sherlock Holmes! —el nombre había provocado el efecto deseado, ya
que el rostro de D'Oyly Carte se inundó con una sonrisa. Hizo ademán de
levantarse a la vez que nos ofrecía las dos butacas a su lado—.
¡Siéntense,
señores, siéntense! El Savoy se siente honrado con esta visita. Por favor,
pónganse cómodos. Han estado ensayando todo el día, y en este
moment o están
algo fatigados, pero de todos modos, estoy encantado de tenerlos aquí.
Tuve la impresión que suponía que habíamos entrado en el teatro por un
capricho, como si se nos hubiera metido en la cabeza, por algún m otivo,
presenciar el ensayo. Por el momento, Holmes no corrigió esta impresión.
—¿Cómo se llama la obra? —preguntó con voz baja y cortés, sentándose
cuidadosamente al lado del em presario.
—«El Gran Duque».
Fijamos nuestra atención en el escenario, donde un hombre alto, de
bastante más de cincuenta años y de porte militar estaba dirigiéndose a
los
actores. Digo «dirigiéndose», pero el término más exacto sería
«adiestrando».
Tal acción no era en modo alguno contradictoria con aquel porte militar
que
señalaba al hombre como un individuo obsesionado por la precisión. No
había
decorados, lo cual dificultaba la tarea de comprender la obra. Gilbert,
pues tal
era el individuo, ordenó a un actor alto y desgarbado que repitiera su
entrada y
sus primeras líneas. El hombre desapareció entre las bambalinas, para
aparecer
segundos después recitando las líneas, pero Gilbert le interrumpió en
mitad de
una frase y le indicó que volviera a hacer todo. Junto a nosotros nuestro
anfitrión hizo unas rápidas anotaciones en una libreta apoyada sobre sus
rodillas. Con una ligera vacilación, el actor volvió a retirarse de la escena.
A
pesar de que no hubo comentario, era obvio que todos estaban fatigados
y que
la paciencia comenzaba a agotarse. Carte miró hacia el escenario, con el
lapicero
en la mano y con el ceño fruncido. Luego se golpeó los dientes con el
lápiz, con
un gesto nervioso.
—Están agotados —dijo en un murmullo que no iba dirigido a nadie en
particular. Por el tono, era imposible determinar si se refería a los actores
o
bien al guionista.
El actor hizo su entrada por tercera vez y se lanzó en su discurso,
llegando algo más lejos esta vez antes que el autor le interrumpiese y le
pidiera
otra repetición.
—No venimos a hacerle una visita exclusivamente social —dijo Holmes
inclinándose hacia el empresario—. Creo que hay una muchacha en la
compañía
llamada Jessie Rutland. ¿Cuál es?
La actitud del director de la compañía sufrió una transformación
instantánea. El empresario, enervado pero cordial, era en aquel momento
el amo
lleno de suspicacia.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó—. ¿Tiene ella alguna dificultad?
—Ella, no —le tranquilizó Holmes—, pero deberá responder a algunas
preguntas.
—¿Deberá?
—Ante mí, o bien ante la policía, y muy simplemente, ante los dos.
Carte le miró fijo un instante y luego se dejó caer en la butaca con
desaliento, como si pretendiera que ésta se le tragara.
—Sería lo único que me faltaba —murmuró, deprimido—. Un escándalo.
Nunca hubo el menor asomo de escándalo en el Savoy. La conducta de
lo s
miembros de esta compañía es irreprochable. Míster Gilbert se ocupa de
ello.
—Mr. Grossmith usa drogas, ¿no?
Carte le miró atónito desde el fondo de la butaca.
El estupor se reflejaba en todo su rostro.
—¿Dónde oyó semejante cosa?
—No importa dónde, ya que la historia no irá más lejos. ¿Podemos
hablar ahora con miss Rutland? —insistió Holmes.
—Está en su camarín —replicó el otro con hosquedad—. No se siente
bien...; dijo algo acerca de tener dolor de garganta.
En el proscenio se oían voces altas.
—¿Cuántas veces quiere que lo repita, Míster Gilbert? —dijo indignado
el actor.
—Hasta que salga bien, Míster Passmore.
—Lo he repetido quince veces —se quejó el actor—. No soy Míster
Grossmith, ¿sabe? Soy cantante, no actor.
—Los dos hechos son evidentes —le dijo Gilbert con frialdad—. Con
todo, tenemos que hacerlo lo mejor que podamos.
—¡No permito que se me hable así! —declaró Passmore, y, tembloroso
de furia, salió a grandes pasos del escenario. Gilbert le miró hasta que se
fue y
en seguida concentró la atención en el suelo, en apariencia, estudiando
algo allí.
Carte se levantó.
—Querido Gilbert —dijo—, hagamos una interrupción para comer.
El autor dio señal de haberle oído.
—Señoras y señores —Carte elevó la voz y le dio un tono amistoso—,
tengamos paciencia las próximas dos horas y renovemos nuestras
energías con
una buena cena. Estrenamos dentro de treinta y seis horas y debemos
conservar las energías. Agotados —volvió a murmurar mientras el grupo
se
dispersaba.
—Los camerinos están en el subsuelo, ¿no? —preguntó Holmes cuando
nos pusimos en pie.
—Los de las mujeres, a la izquierda del escenario; los de los hombres, a
la derecha.
El empresario nos indicó con un gesto vago el escenario, absorto ya en
alguna crisis más inmediata. Íbamos por el mismo camino recorrido al
llegar,
cuando de pronto cortó el aire un alarido espantoso. Tan sobrenatural fue
que
por un instante nadie pudo identificarlo. En el teatro vacío el sonido
horrible
reverberó y provocó ecos. La gente en el escenario, preparada casi para
irse,
permaneció un instante paralizada de sorpresa y horror.
—¡Es una mujer! —exclamó Holmes. Vamos, Watson —de un salto pasó
sobre las candilejas y desapareció por un costado del proscenio, mientras
yo
corría detrás de los faldones al viento de su chaqueta. Detrás del
proscenio nos
encontramos en medio de un laberinto de instalaciones eléctricas que nos
cortaban el paso hacia las escaleras de hierro en forma de caracol por las
que
se bajaba a los camerinos. A nuestras espaldas oíamos los pasos del
coro que
nos seguía corriendo.
Al pie de la escalera había un pasillo a nuestra izquierda por el cual
Holmes se internó a toda carrera. Una serie de puertas sobre ambos
lados del
pasillo, algunas de ellas entreabiertas, correspondían a los camerinos de
las
actrices. Holmes las abrió sucesivamente y de pronto se detuvo al abrir la
quinta, bloqueándome el paso.
—Que no entren, Watson —dijo en voz baja, y cerró la puerta.
En pocos segundos me vi rodeado por unos treinta miembros de la
compañía del Savoy, todos hablando a la vez. En aquel momento se me
ocurrió la
irónica observación de que sonaban como los actores que eran, como el
coro de
savoyardos cuando canta «¿Y qué es esto y qué es aquello y papá se
levanta una
noche como ésta con tan poca ropa puesta?» De pronto, en medio de
todos ellos,
apartándoles con firmeza hacia izquierda y derecha, como quien cruza el
mar
Rojo, apareció Gilbert. Tenía erizadas las grandes patillas y los ojos
azules le
brillaban como ascuas.
—¿Qué sucede aquí?
—Sherlock Holmes está intentando averiguarlo —dije, haciendo un
gesto en dirección a la puerta cerrada. Los grandes ojos azules
parpadearon al
mirar en la dirección indicada y en seguida volvieron a fijarse en mí.
—¿Holmes? ¿El detective?
—El mismo. Soy el doctor Watson. Suelo ayudar a Míster Holmes. La
mujer que gritó, según creo, fue miss Rutland —prose guí—. Se quejó de
no
sentirse bien y usted la envió a su camarín a descansar.
—Recuerdo vagamente haber dicho algo de eso —dijo Gilbert,
pasándose una mano por la ancha frente con un gesto de fatiga—. Ha
sido un día
agotador.
—¿Conoce bien a miss Rutland?
Gilbert repuso a mi pregunta en forma automática. Estaba demasiado
preocupado para oponer objeciones a la impertinencia con que me
permitía
interrogarle.
—¿Si la conozco? No muy bien. Pertenece al coro, y yo no contrato al
coro —al decir esto apareció en su voz una leve amargura que no logró
disimular—. Sir Arthur contrata a los cantantes. Sir Arthur no está aquí en
este momento, como seguramente lo habrá adivinado ya. Sir Arthur debe
de
estar jugando a las cartas con algunos de sus amigos nobles o bien en el
Lyceum,
donde desperdicia su talento en componer música de fondo para la nueva
versión de «Macbeth», de Irving. Sería mucho pedirle que nos entregue la
obertura de nuestra pieza antes de la noche del estreno, aunque quiero
creer
que se dignará tenerla lista para entonces. Puede que sir Arthur
encuentre
inclusive tiempo suficiente para ejercitar una o dos veces a nuestros
cantantes
antes del estreno, pero no estoy seguro de ello —dicho esto, Gilbert se
volvió
para dirigirse a la compañía—. ¡Vamos, todo el mundo! A retirarse y
cenar.
Proseguiremos a las ocho en punto en el acto primero a partir del número
del
«pan para salchichas». Vayan a comer, chicos. ¡No hay nada importante
que les
retenga aquí y tienen que conservar las fuerzas!
El grupo obedeció la indicación y se dispersó. De cuando en cuando
Gilbert palmeaba alguna cabeza o bien decía algo halagador en voz baja
a
quienes pasaban junto a él, hasta que quedamos los tres solos. A pesar
de sus
ásperos modales de militar, era evidente el lazo de afecto y confianza
existente entre él y sus actores.
—Y ahora, déjeme pasar —ordenó con un tono que no admitía réplica.
Antes que pudiera responderle, nos interrumpió el ruido de pasos en la
escalera
de hierro del extremo del corredor, por el cual descendía de prisa Carte
co n
otra persona cuya valija negra le identificaba como mie mbro de mi
profesión.
Carte se adelantó hacia nosotros y exclamó:
—Doctor Watson, éste es el doctor Benjamin Eccles, médico que
atiende al personal del Savoy.
Estreché la mano de un hombre de talla mediana y de te z pálida, con
ojos verdes algo hundidos y una nariz pequeña y de aspecto frágil.
—Durante mis horas de consulta recorro teatros del distrito —me
explicó Eccles, mirando detrás de mí en dirección a la puerta cerrada—, y
en el
momento mismo en que entraba en la platea para ver el ensayo, me vio
Míster
Carte y me pidió que bajara, por creer que en verdad era necesaria mi
presencia
aquí.
Eccles nos miró por turno con aire indeciso, confuso aún, debido, quizá,
a la presencia de otro médico.
Detrás de nosotros la puerta se abrió y Holmes apareció por ella en
mangas de camisa. Sin duda había estado esperando hasta que partieran
los
miembros del coro. Presenté al doctor Eccles y Holmes le saludó con una
breve
inclinación de cabeza.
—Ha habido un asesinato —anunció con tono sombrío—, y todo debe
quedar como está hasta que lo examinen las autoridades. Watson, usted
y el
doctor Eccles pueden entrar. Míster Gilbert y Míster Carte, debo pedirles
que
no pasen del umbral. No es un espectáculo grato —dijo en voz muy baja,
apartándose para dejarme pasar.
El espectáculo, en verdad, no era nada grato. La mujer, una joven
pelirroja que no podría haber tenido más de veinticinco años, yacía sobre
un
costado en un pequeño sofá, el único mueble en el cuarto, con la
excepción del
tocador y su silla. Su reposo había sido rudamente interrumpido por el
corte
carmesí que surcaba su garganta nacarada, y toda su sangre, se diría, ni
más ni
menos que como el agua de una canilla mal cerrada, goteaba en el suelo,
donde
formaba ya un charco.
La visión era tan horrible, la corrupción de su existencia tan total,
lamentable y mezquina, que nos quedamos mudo s. Eccles tosió una vez
y
comenzó a examinar los restos de la pobre mujer.
—La degollaron con gran limpieza —dijo con voz débil—. Hay un poco de
rigidez arriba del corte. ¿Es posible que el rigor mortis haya comenzado
tan
pronto? —se preguntó, como si hablara consigo mismo—. No aparece en
los
dedos y la sangre está todavía... todavía...
—Se quejó de tener la garganta inflamada —señalé, conteniendo apenas
una risa histérica al hacer este comentario—. Tiene los ganglios
inflamados,
simplemente.
Al decir esto se me ocurrió que también yo sentía la garganta irritada,
asociación bastante macabra.
—¡Ah, debe de ser eso! —dijo Eccles, mirando a su alrededor por todo
el cuartito—. No veo ningún arma.
—No está aquí —replicó Holmes—. O bien, si lo está, no ha aparecido en
la búsqueda que hice.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué la mataron? —gritó Carte desde la puerta.
Al mismo tiempo tiró torpemente con manos menudas del cuello de su
cami sa
hasta que se le abrió—. ¿Quién podría haber querido hacer semejante
cosa?
Nadie pudo contestarle. Miré a Gilbert. Se había dejado caer
pesadamente en un banco frente a la entrada del cuarto y miraba delante
de sí
con ojos vidriosos.
—No la conocía bien —dijo con voz sin inflexiones, como si hablara en
sueños—, pero siempre me pareció una muchacha dulce y bien
dispuesta. Una
muchachita muy dulce —repitió parpadeando varias veces.
—No hay nada más para nosotros aquí, W atson —declaró Holmes, y se
puso la chaqueta y el gabán con capa.
Carte, no obstante, se abalanzó sobre él y le aferró de las solapas.
—¡No puede irse! —exclamó—. ¡No debe irse! ¡Usted sabe algo sobre
todo esto! Insisto en que me lo diga. ¿Qué preguntas pensaba hacerle a
la
chica?
—Mis preguntas eran exclusivamente para sus oídos —replicó el
detective con solemnidad. Con un gesto suave apartó las manos
temblorosas del
otro—. Puede dar nuestros nombres, el del doctor Watson y el mío, a la
policía
para que declaremos. Saben dónde encontrarnos. Vamos, doctor —
añadió,
volviéndose hacia mí—. Tenemos una cita en Simpson's, que en este
momento ha
cobrado mayor importancia aún.
Nos inclinamos y estrechamos la mano de Gilbert, quien respondió como
si estuviera en trance, despidiéndonos luego de Carte y del doctor Eccles,
quienes redactarían los aspectos más significativos del examen médico.
Pobre
hombre, supongo que debía de estar mucho más acostumbrado a
gargantas
inflamadas que a gargantas cortadas.
Cuando nos alejábamos por el pasillo, oí a Carie proponer a Gilbert que
se suspendiera el resto del ensayo.
—No es posible —repuso Gilbert con una voz ronca y quebrada de
emoción.
7
ASALTADOS
El café Divan de Simpson's estaba a unos pocos metros de distancia en
el Strand y no fue difícil llegar hasta allí desde el teatro 16 . A pesar de
todo,
cuando salimos del Savoy y pisamos la acera, el viento gl acial me golpeó
como
una oleada y tropecé contra el quiosco junto a la taquilla.
—¿Se siente bien, Watson?
—Creo que sí... sólo algo mareado.
Holmes hizo un gesto comprensivo.
—Hacía mucho calor en el teatro, y se respiraba una atmósfera de
horror. Confieso que yo mismo me siento un poco flojo —dijo, y, tomados
del
brazo, entramos los dos al restaurante.
A aquella hora Simpson's estaba lejos de estar lleno. Míster Crathie
nos reconoció inmediatamente y no tuvimos dificultad para obtener una
mesa.
Eran las ocho menos cuarto, lo cual nos daba unos instantes para
reflexionar a
solas sobre los acontecimientos inesperados de la última hora. Y, por lo
menos,
no tenía ganas de comer. Tenía conciencia, en cambio, de sentir una sed
extraordinaria y pedí, pues, un coñac y una jarra de agua. El coñac bajó
como
fuego por mi garganta y descubrí que no terminaba de beber agua.
—Si insistimos en caminar al aire libre con este tiempo —comentó
Holmes—, terminaremos muertos de una pulmonía —por su parte, él
también
bebió agua en gr andes cantidades y estaba, según pude observar, más
pálido que
de costumbre.
Nos quedamos sentados un rato, estudiando nuestros menús sin mucho
entusiasmo, cada uno ensimismado en sus pensamientos. En torno de
nosotros el
restaurante se llenaba de comensales llenos de animación.
—El caso comienza a adquirir características familiares —declaró
Holmes apartando de sí la lista de vinos.
—¿A qué se refiere? Yo me siento desconcertado, le diré.
—Un triángulo, si no me equivoco. Me sorprenderá mucho que no resulte
ser la típica historia del amante celoso, desechado por una mujer por otro
protector. Posiblemente alguien con mayor poder —añadió sin aclarar
nada más.
En seguida sacó del bolsillo de su chaqueta una billetera de la cual
extrajo o tra
vez la hojita de papel de la agenda de compromisos de Jonathan
McCarthy.
—Debe de ser un triángulo bastante extraño —repuse—, si incluye un
ángulo tan raro como el de McCarthy. ¿Pretende que crea que esa
muchacha de
rostro tan dulce trabó r elación con un hombre de su aspecto? Mi mente
se
16

Sigue siendo fácil hoy. Por fortuna, tanto el restaurante Simpson's como
el teatro
Savoy existen todavía, a pesar de haber sido ambos reconstruidos
posteriormente.
resiste aceptar tal idea.
—Debo pedirle que me siga escuchando un poco más, docto r. Ella trabó
relación con él. Por lo menos, la evidencia lo señala con insistencia.
—¿Qué evidencia? —me latía la cabeza casi tanto como la vieja herida
en la pierna.
—La de Wilde, sin duda. Si su información sobre la adición de George
Grossmith a las drogas provocó una reacción como la de Carte, debemos,
creo,
admitir su exactitud, por lo menos por ahora, en otros aspectos. ¿Qué
argumentos puede darme que refuten tal cargo? El aspecto inocente de la
muchacha y el testimonio de Gilbert, quien según reconoció, apenas la
conocía.
La información posterior se contradice a sí misma. En cuanto a la anterior
—dijo
con aire pensativo, mirando como en sueños el papel que tenía delante—,
¿qué
puede significar el aspecto físico de una mujer? Las mujeres son seres
tortuosos, aun las mejores entre ellas. Son capaces de mucho más de lo
que
nosotros, los hombres, estamos dispuestos a concebir. Que era la amante
de
McCarthy, estoy dispuesto a asegurarlo sobre la base de la evidencia
surgida
hasta ahora. En cuanto a sus motivos para haberlo sido, estoy dispuesto
a
descubrirlo.
—¿Dónde?
Holmes se encogió de hombros.
—Diría que esto dependerá mucho de Arthur Sullivan. Sullivan la
contrató. Me dirigiré a él para obtener un cuadro más completo. ¡Atención!
—de
pronto se adelantó con su silla, sacó su lente de aumento y la s ostuvo
sobre el
papel arrancado de la agenda, estudiándolo a través del vidrio.
—¿Qué ve?
—La nota de anoche, a menos que me equivoque mucho. Mire bien.
Acercó entonces el papel donde yo pudiese verlo y sostuvo sobre él la
lupa. Agrandadas por la lente pude ver unas leves impres iones, hechas,
de modo
evidente, por un lápiz al ser apretado sobre otro papel.
—¡Hay algo aquí! —exclamé.
—También lo creo yo, aunque es problemático que pueda sernos de
alguna utilidad —dijo Holmes, y mirando a su alrededor, llamó a un mozo
y le
pidió un lápiz. Cuando el hombre se lo dio y se alejó, Holmes levantó una
esquina
del mantel blanco y apoyó con cuidado el papel sobre la madera y,
sosteniendo el
lápiz en un ángulo muy cerrado, comenzó a frotar suavemente con la
mina la
superficie de la hoja de papel. Poco a poco, como en una calcomanía, se
hizo
visible la escritura en bajo relieve.
Jack Point

Aquí

—¿Quién puede ser? —nos preguntamos ambos al mismo tiempo.


—Aquí está nuestro oráculo en es ta materia —observó Holmes al
levantar la vista—. Tal vez pueda ayudarnos.
Shaw estaba en la entrada del restaurante, siempre sin abrigo (sólo
mirarle me hizo castañetear los dientes). Tenía la nariz levantada como si
estuviera olfateando algo y se resistiera a poner el pie en el salón antes
de
estar seguro de ser bien recibido. Holmes levantó una mano y le invitó a
reunirse con nosotros. Se adelantó con paso rápido y sin mucha
ceremonia se
sentó en la banqueta. al mismo tiempo que el detective baja ba la esquina
del
mantel y guardaba con gran destreza el papel en su billetera.
—¿Qué saben? —preguntó el crítico sin preámbulos—. Estoy muerto de
hambre —dijo antes que ninguno de los dos respondiésemos.
Inmediatamente
empezó a estudiar el menú.
—Queremos consultarle primero —dijo Holmes con naturalidad—.
¿Conoce a alguien llamado Jack Point?
Shaw levantó los ojos del menú y frunció el ceño.
—¿Jack Point? —repitió con cautela—. No... La verdad es que no. ¿Por
qué?
—¿Podría ser alguien del ámbito teatral? ¿Un acto r, tal vez? —insistió
Holmes. La expresión de intriga del crítico se intensificó.
—¿O bien el nombre de algún personaje de Gilbert? —sugerí yo.
Shaw se animó al instante e hizo resonar dos dedos.
—Por supuesto. «Soldados de la guardia». Otra de sus operetas —
explicó—. Es una obra seria, con ambiente de la Edad Media y que tiene
algo que
ver con la Torre de Londres.
—¿Y Point? ¿Quién es?
—Un bufón, una figura algo patética y tonta. Un noble de gran alcurnia
le quita su amada, si la memoria no me engaña.
Holmes sonrió con melancolía.
—Bien. Jack Point es el hombre, sin duda. ¿Ve, Watson? Es tamos
frente a esa construcción geométrica que le propuse hace unos minutos.
—¿De qué está hablando usted? —le preguntó Shaw con brusquedad—.
¿Y por qué están los dos tan pálidos? Es la dieta que siguen, ¿saben?
Toda esa
carne de carnero, y ese tabaco, y esa bebida... Están cavándose la
sepultura,
ambos. ¡Mírenme! Ni siquiera llevo abrigo con este tiempo, pero no me
ven
temblando como el diablo.
—Le ruego que no nos ofrezca sus panaceas, por favor.
—Bien, dígame qué sucedió. ¿Encontraron a Wilde?
—En gran forma.
Inmediatamente el detective relató detalladamente a nuestro cliente,
rebosante de salud, el encuentro en el salón del Avondale y su secuela
inesperada en la sala de escribir. Al mencionar Holmes al marqués de
Queensberry y aludir a la demanda judicial de Wilde, se produjo en Shaw
el más
extraordinario de los cambios. Pálido, se levantó de un salto y se quedó
allí,
tembloroso de emoción.
—¡El hombre ha perdido el seso! —exclamó, y abriéndose camino entre
las mesas, salió corriendo del restaurante, mientras H olmes y yo nos
quedábamos mirándonos, incrédulos y llenos de perplejidad.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Holmes se limitó a encogerse de hombros, sin hacer comentarios.
—Nuestras dificultades se encuentran en el número veinticuatro de
South Crescent y en el camarín del teatro Savoy, no en el salón del
Avondale.
Por lo menos no están allí por ahora —al consultar su reloj, dejó escapar
un
suspiro—. No conseguiremos localizar a sir Arthur esta noche. De esto,
por lo
menos, estoy seguro.
—Probablemente no le agradaría que interrump iésemos una partida de
chemin de fer con sus amigos de la nobleza —convine 17 .
—Y yo debo decir que no tengo muchas ganas de comer. ¿Vamos? Es un
problema que exige por lo menos tres pipas y la mía de cerezo tiene
mayor
capacidad que ésta de brezo que tengo conmigo. Aunque tampoco tengo
muchas
ganas de fumar —añadió y, movien do la cabeza, se dispuso a levantarse
—. Quizá
se deba a la influencia de Shaw.
—Creo que me quedaré aquí unos minutos más —le dije en voz baja.
—Watson, ¿no estará usted enfermo de verdad? —me preguntó a la
vez que me tocaba la frente—. Parece tener fiebre, pero también yo me
siento
con fiebre —repitió el gesto en su propia frente—. Según parece, nos
hemos
resfriado.
—Me repondré pronto —dije, pensando al mismo tiempo que aquél era
el resfriado más extraño que había contraído hasta entonces—. Váyase.
Yo le
alcanzaré.
—¿Está seguro?
Holmes vaciló un instante más para examinarme el rostro con atención
y someterme en general a un estrecho escrutinio, antes de erguirse con
otro
suspiro.
—Bien. Ahora que lo pienso, me vendrá muy bien acostarme temprano
en Baker Street. Venga tan pronto como se sienta mejor.
Me costó despedirle con un gesto cuando se alejó. Al quedar solo, me
quedé sentado un rato y sentí que la fiebre me invadía todo el cuerpo.
Bebí agua
de la jarra. El mozo volvió y me preguntó si deseaba pedir la cena. Le dije
que
habíamos cambiado de idea e hice ademán de levantarme. Al pe rcibir
que no me
sentía bien, el hombre me preguntó si podía pedirme un coche.
—No, gracias, caminaré. El aire fresco me hará, tal vez, bien.
Muy débil, me puse de pie y salí con pasos inseguros a la calle, donde
observé que había comenzado de nuevo a nevar copiosamente. Caminé
calle
17

Según los datos biográficos, estas partidas en las cuales se apostaba


muy alto incluían
entre los jugadores al príncipe de Gales.
arriba, transpirando en abundancia bajo el diluvio silencioso y glacial,
consciente
de que cualquier persona sensata habría renunciado al aire de la noche
en favor
confortable y una cama tibia.
de un fuego confortable
Y entonces sucedió algo tan inesperado que apenas pude creerlo. Me
tomaron desde atrás un par de brazos vigorosos, que me arrastraron
fuera del
resplandor de los faroles de gas hacia un pasaje lateral del restaurante.
En mi
estado de debilidad era imposible luchar. Una de las manos enguantadas
me
apretó la nariz, obligándome a respirar exclusivamente por la boca,
mientras la
otra llevó una ampolla de líquido a mis labios y me obligó a abrirlos. Se
trataba
de beber o bien sofocarse, de manera que bebí, mientras la cabeza me
daba
vueltas, me latían los oídos y se me deslizaban los pies, sin control
alguno, sobre
la acera cubierta de escarcha. No logré ver a mi asaltante ni tampoco el
color
de lo que bebí. Tenía un sabor amargo y un ligero olor a alcohol. Me vi
obligado a
beberlo todo y sólo entonces me soltaron. El choque del ataque
combinado con
la fiebre que tenía me habían vuelto indefenso. En medio de la oscuridad
caí
desmayado, con una vaga sensación de la nieve que me caía sobre el
cuerpo.
Cuánto tiempo permanecí en aquel pasaje no lo supe hasta mucho más
tarde. Por fin dos agentes de la Policía que hacían su recorrido me vieron
y
vertieron coñac entre mis labios. En un principio supusieron que aquella
noche
había bebido en exceso, pero al volver en mí me identifiqué y les relaté lo
sucedido. Como probaron que no podía describir a mi atacante, me
pusieron en
un coche y en él volví a Baker Street.
Street.
Allí me esperaba otra sorpresa. Sherlock Holmes, en cama y sostenido
por varias almohadas, me informó que al salir del restaurante también fue
asaltado de la misma manera que yo.

8
MAMA, EL CANGREJO Y OTROS
El desayuno de la mañana siguiente en Baker Street fue muy silencioso.
Aparte de oír mi historia y de contarme la suya, tan semejante, Holmes
comió
en silencio. A pesar de mi vigilia en la nieve, dormí bien y la liebre
desapareció.
Pasada ésta, recobré el apetito y tomé un buen desayuno mientr as
ambos
analizábamos el asunto, desconcertados y con comentarios lacónicos.
—No parece habernos hecho mal —comentó Holmes, por fin.
—Lo contrario, diría yo.
Holmes asintió y se sirvió más café.
—He conocido padres que persuadían a los niños caprichosos de que
tomasen su remedio recurri endo a este método —dijo, y apartando la
servilleta
tomó su pipa de cerámica.
Ninguno de los dos éramos capaces de dar ni el menor detalle sobre la
filiación de nuestro Místerioso asaltante. El motivo que pudo inspirarle su
acto
de agresión era, como tantas cosas relacionadas con este caso extraño,
e xtraño, algo que
decidimos no explorar por el momento, hasta que obtuviéramos mayores
datos.
—¿Continúa con su intención de entrevistar a Arthur Sullivan?
—Más que nunca. Espero que pueda agregar algo a la poca información
que tenemos sobre Jack Point. Si no puede darla, nos veremos obligados
a llevar
a cabo el trabajo de hormiga que tan bien hacen los detectives en Craig's
Court 18 . Quiero decir: ir al domicilio de miss Rutland, conversar con los
vecinos
y demás. Es el tipo de espionaje refinado que requiere un disfraz
apropiado, ya
que a la gente se le cierra mucho la boca cuando sospecha que
queremos
obtener información, mientras que la derraman, ni más ni menos, sobre
uno si se
aparenta no tener interés en ella. ¿Vendrá usted conmigo?
—Desde luego.
Estaba por acompañar estas palabras con la acción y tenía ya la
chaqueta puesta cuando siguió a un golpe en la puerta la entrada de la
patrona.
—Un muchacho acaba de dejarle esto en la puerta, Míster Holmes.
—Gracias, Mistress Hudson —Holmes se adelantó para tomar un
pequeño sobre marrón.
—¿Puedo decirle a la muchacha que retire el desayuno?
—¿Qué? Sí, sí.
Del todo absorto, como un niño con un juguete nuevo, Holmes se acercó
a la ventana saliente y sostuvo el sobre contra la luz opaca de la mañana
nublada.
—Mmmmm..., no tiene sello postal, por supuesto. Dirección escrita a
máquina... en una Remington cuya cinta requiere ser cambiada. Papel.
Mmmm..., el
papel de la India...; sí, decididamente, por la marca de agua... no hay
huellas
digitales visibles.
—Holmes, por amor de Dios, ábralo.
—A su tiempo, mi amigo, a su tiempo.
Había terminado ya, no obstante, su examen del sobre y procedió
entonces a abrir un extremo, utilizando el cortaplumas que tenía para tal
fin
sobre la repisa de la chimenea. A continuac ión sacó del sobre una hoja
del
mismo tono oscuro y la abrió sobre la rodilla.
—«Liverpool», «Daily Mail», «Morning Courant», «London Times» y
«Saturday Review», si no me equivoco —murmuró, paseando la mirada
sobre el
papel con aire experto.
—¿De qué está hablando?
—De los distintos orígenes de estos recortes. Véalos —dijo, pasándome
el papel.
El mensaje decía:
18

Craig's Court, en el sector de Whitehall, era el centro de actividades de


los detectives
privados con no menos de seis agencias en dicho barrio.
sI UDs APRECIAN sus vidaS
manténganse FUERA del Strand

No estaba firmado. Al mirar el mensaje, con la composición arbitraria


de los tipos recortados para redactar su sentido, pensé en nuestra
aventura
junto a Simpson's la noche anterior y experimenté un verdadero escalofrío
de
temor. No he tenido esta sensación muy a menudo, pero me aventuro a
afirmar
que no me es desconocida. Me estremecí y sentí que se me helaba la
sangre,
como si hubiese vuelto mi estado febril. Levan té los ojos del papel y vi
que los
ojos grises de Holmes se fijaban en los míos.
—¿Siempre dispuesto, Watson? —me dijo.
Era evidente que consideraba el papel como un desafío.
—Siempre. Dígame, ¿está seguro de que ésos son los diarios de donde
cortaron las palabras?
—Sabe muy bien que soy enteramente capaz de identificar no menos de
doce periódicos por el tipo de imprenta —repuso con aire ofendido.
—En ese caso, ¿la redacción misma no le dice nada?
—Aparte del hecho de que el autor del mensaje quiere mantenerse
anónimo, muy poco —los ojos de Holmes brillaron de interés—. ¿Qué le
sugiere a
usted?
—¡Mire los materiales que ha elegido! —exclamé con cierta
vehemencia—. El «Morning Courant» y la «Saturday Review». ¿No
vuelve a
llevarnos esto otra vez a mi teoría de una rivalidad entre estos dos
diarios?
—Pregunto más bien si no nos aleja un poco de su teoría... Sólo un
tonto, en la posición en que usted coloca al hombre, compondría el
mensaje con
cualquiera de los tipos en cuestión. Además, ¿cómo explica su teoría el
asesinato de la pobre miss Rutland?
—No lo explica —reconocí con desaliento— por el momento. En cambio,
¿cómo interpreta usted la huida apresurada de Shaw del restaurante?
¿Dónde
cabe situar esto dentro de su precioso triángulo?
—¿Quiere usted insinuar que fue Shaw quien nos esperó fuera del
restaurante e inició los inexplicables ataques?
—Es obvio que no tiene fuerzas para ello. Además, no tenemos manera
de establecer si los ataques tuvieron una relación directa, siquiera, con
este
asunto.
Holmes se puso el abrigo.
—Me sorprendería descubrir que no la tiene tanto como usted. Vamos,
confiéselo. No, mi querido doctor, creo que nuestro corresponsal eligió
simplemente las palabras que necesitaba donde pudo encontrarlas en el
momento. Después de todo, tanto el «Courant» como la «Review» son
publicaciones importantes. Vamos.
Camino del Lyceum leímos los diarios de la mañana en nuestro coche de
alquiler. Había un breve artículo sobre la querella entablada por Wilde
contra el
marqués de Queensberry, así como una relación bastante detallada en
otra
página del asesinato de 24 South Crescent. Se destacaba mucho la
opinión del
inspector G. Lestrade, quien prometía «echar mano al culpable» en
«menos que
canta un gallo» y describía al asesino del crítico, para beneficio de la
prensa,
mediante una hábil paráfrasis del propio Sherlock Holm es.
Holmes rió de buena gana al leer el artículo.
—Hay cierta consistencia reconfortante en este agitado mundo
nuestro, Watson —dijo—, y debemos incluir a Lestrade en ella. El hombre
no ha
cambiado ni un ápice en los últimos doce años.
—En ningún punto menciona el diario a miss Rutland —señalé.
—Es posible que no. Creo que el «Times» se va a dormir muy temprano
por la noche, pero la hallaremos, sin duda, en la edición de la tarde. El
asesino
tendrá la dudosa satisfacción de verse en letra de imprenta dos veces en
el
mismo día.
—¿Está convencido, entonces, de que es el mismo hombre?
—Creo que sería demasiada coincidencia que no lo fuera. Además, tiene
el mismo estilo... y los mismos zapatos.
—No había reparado en una gran semejanza entre los dos crímenes. Por
el contrario, el primero parece haber sido cometido en forma impulsiva,
mientras el segundo requirió, sin duda, bastante premeditación.
—Es verdad. También es verdad, no obstante, que en ambos casos se
empleó un arma semejante a un cuchillo... ¡Con qué acierto aludió
McCarthy al
hombre en su diario como Jack Point!... y en los dos casos el hombre
reveló un
conocimiento más que elemental de la anatomía. Sí, el degüello se realizó
con
una precisión quirúrgica que debe haber terminado con la segunda
víctima con
humanitaria rapidez.
—¡Humanitaria!
—Bien, en términos relativos.
—¿Cómo reconcilia el crimen impulsivo con el crimen premeditado?
—Por ahora no los reconcilio, pero tengo una teoría provisional: Jack
Point, nuestro amante desdeñado, al hablar con Jonathan McCarthy por
una
razón cualquiera, se entera del interés sentimental de éste. Bajo el
impulso de
la furia mata al hombre y e n un acto posterior se venga de su amante
infiel. ¡Ah,
ya estamos en el Lyceum!
Bajamos del coche frente a las columnas imponentes de aquel
respetado edificio. Como en medio de un trance, llegué hasta el tercer
pilar de
la izquierda.
—¿Se siente bien, Watson? Lo había olvidado.
—Creo que sí.
Luego de una breve vacilación, me apoyé contra el pilar y se me llenaron
los ojos de lágrimas. Fue hasta esta columna, unos siete años antes, que
acompañé a una joven llamada Mary Morstan, mi futura mujer, en una
empresa
llena de intriga que la había llevado por primera vez a acercarse a mi
puerta 19 .
Hacía ya tres años de su muerte precoz y nunca en todo aquel tiempo me
encontré tan cerca del punto inicial de la gran aventura que vivimos
juntos. Con
un esfuerzo recobré la serenidad y dije a Holmes que estaba dispuesto a
entrar
ya.
La puerta principal del Lyceum estaba abierta y entramos en el
suntuoso vestíbulo.
—¿Señores?
La voz profunda que pronunció estas palabras nos sorprendió, tanto
más por cuanto no acertamos a determinar de dónde provenía. El
Místerio se
aclaró muy pronto cuando las persianas que cerraban la taquilla se
elevaron de
pronto y nos encontramos frente a un hombre moreno y con barba, con
una
nariz aguileña y ojos oscuros e inexpresivos. Estaba sentado detrás de
unas
rejas semejantes a las de la ventanilla de un cajero de banco y mi primer
pensamiento fue que debería quedarse detrás de ellas.
—¿Señores? —repitió con la misma inflexión opaca.
—Buscamos a sir Arthur Sul livan —explicó Holmes—. ¿Está aquí ahora?
Nos dijeron que le encontraríamos.
—¿Quién desea saberlo?
—Míster Sherlock Holmes.
El individuo barbudo se quedó inmóvil como un palo al oír estas
palabras; luego se levantó con una precisión sorprendente y bajó la
persiana de
un golpe. En el instante siguiente se abrió la puerta del compartimiento y
salió
el hombre, de poco menos de un metro ochenta de altura, con un traje
oscuro
de corte impecable que no llegaba a disimular un físico vigoroso y, más
aún,
atlético.
—¿Sherlock Holmes?
Los ojos negros de mirada profunda se pasearon sobre nosotros.
Holmes inclinó levemente la cabeza.
—¿Quiere ver a sir Arthur? Está ocupado con sir Henry. ¿Puedo
servirles en algo? —no había gran cordialidad en su ofrecimiento.
—Puede servirme llevándome a ver a sir Arthur —repuso Holmes, sin
inmutarse por la expresión amenazadora del hombre—. Además,
preséntele mis
saludos a John Henry Brodribb.
El hombre parpadeó como si hubiesen agitado un látigo delante de su
rostro. Fue su única reacción humana hasta el momento. Sin otro
comentario,
giró sobre los talones y entró en el teatro.
—Qué personaje tan singular. Diré, Holmes, que ap arentemente no hay
un individuo en sus cabales relacionado con esta profesión.
19

Los pormenores de este caso pueden ser hallados en la segunda obra de


Watson: «La
señal de los cuatro».
—Hubo una época en que en los hoteles decentes Se negaban a
albergarles —convino él—, además de que era un lugar común recordar
que un
actor asesinó de un tiro al presidente Lincoln —apretando los labios,
Holmes se
esforzó por recordar algo—. ¿Dijo «sir Henry» ese hombre? No puede
ser.
Estaba por responder a esto con una conjetura propia cuando lla mó
nuestra atención el golpear de cascos sobre el empedrado fuera del
teatro.
Acababa de detenerse allí un coche, del cual bajó la mujer más bonita
que recuerdo haber visto hasta ahora. Tenía una figura elegante y juvenil,
aunque pude ver, cuando se acercó, que debía de estar cerca de los
cincuenta
años. A pesar de ello, los cabellos debajo de un sombrero puesto en un
ángulo
provocativo eran rubios y los ojos de un azul radiante. Tenía una nariz
diminuta
pero no carente de cierta nobleza, sobre una boca expresiva y llena de
humorismo, Cuando sonrió, cosa que hacía con frecuencia, vi unos
dientes
blancos y perfectos que relucían como una sarta de perlas. No eran, sin
embargo, los rasgos individuales que provocaban admiración, sino más
bien el
tout ensemble creado por una inteligencia cautivante que los unía a todos.
Predominaba en ella un aire de sano sentido común, en total contraste
con la
persona que habíamos visto en el mismo vestíbulo poco antes. ¡Qué lugar
lleno
de extremos!
Al bajar del coche, la mujer envió un beso con los dedos al cochero,
hecho insólito para mí, y entró con pasos airosos en el vestíbulo.
—¡Buenos días! —dijo con cordialidad al vernos—. Las entradas no se
venderán hasta la tarde, saben? Aunque tienen razón al venir temprano.
Toda la
semana se han vendido como pan caliente!
—¿Tengo el honor de dirigirme a miss Ellen Terry? —le dijo Holmes
sonriendo.
La encantadora mujer le devolvió la sonrisa y repuso a su inclinación con
una ágil reverencia.
—Usted me es familiar también, le diré —repuso—. ¿Alguna vez fue
actor?
—Hace muchos años que no lo soy... Por lo menos, en la escena. Sin
embargo, hace muchos años, en una oportunidad, transité por las tablas
con
John Henry Brodribb.
Los ojos de miss Terry se abrieron de asombro y de pronto lanzó una
carcajada llena de espontaneidad.
— ¡No! ¿Usted actuó con el Cangrejo antes que fuera el Cangrejo? No
parece tener edad suficiente como para haber hecho tal cosa —le desafió
con
aire juguetón.
—Tiene usted razón. No la tengo. Tenía ocho años en aquel entonces e
hice el papel de paje durante una producción de «Hamlet» en York. Mis
padres
me descubrieron desde la platea y se quedaron escandalizados20 .
—¡Me parece magnífico! Pero ¿sabe él que usted ha venido a verle? ¡Le
divertirá muchísimo! Aunque, pensándolo, sospecho que debe estar
sumamente
ocupado en este momento. Los reestrenos son tan complicados. Estamos
tratando de recordar qué hicimos con «Macbeth» cuando lo hicimos tan
bien la
primera vez 21 .
—Hace unos instantes había aquí un hombre con pelo y barba oscura.
Pienso que fue a anunciarme.
—¡Ah!, de modo que conoció a Mamá.
—¿Cómo dice?
—Tiene que perdonar mi tendencia a dar apodos —dijo con una
inflexión muy pintoresca—. Irving dice que soy incorregible.
—¿Irving, según infiero, es el Cangrejo?
—¡Por supuesto! —Ellen Terry rió con aire malicioso—. Aunque no debe
decir a nadie que yo lo dije. Es sumamente susceptible respecto de su
manera
de caminar.
—¿Y Mamá?
—Es Míster Stoker, nuestro administrador y secretario general. Tiene
un sentido tal de protección hacia nosotros que yo le digo Mamá.
—¿Bram Stoker?
—El mismo. ¿También le conoce? Pero yo no sé cómo se llaman ustedes
—recordó de pronto, volviendo a reír—. Y aquí me han tenido contando
chismes
como si fuéramos viejos amigos.
—Perdóneme. Me llamo Sherlock Holmes y éste es mi amigo el doctor
Watson.
—¡Ahora sé por qué me resultaban tan familiares! —al decir esto, miss
Terry aplaudió de alegría con sus manos enguantadas—. He visto
fotografías de
ustedes en una revista, el «Strand»... ¿O me equivoco? —y rió de
contento por
habernos identificado, pero pronto calló—. ¿Vienen por razones de
trabajo? —
preguntó luego.
—En cierto modo, sí; aunque a quien debo ver es a sir Arthur Sullivan,
no a sir Henry.
—Míster Holmes, no debe llamarlo «sir» todavía. ¡Faltan dos meses! 22
Mamá le llama así, sin duda, porque le gustan mucho los títulos, pero a
Irving
esto le enfurece. Conque Sullivan, ¿eh? —dijo, golpeando el suelo con el
pie y
luego sonriendo con aire resuelto—. Bien, vengan conmigo y veremos si
somos
20

Esta ubicación de Holmes en las proximidades de York cuando tenía ocho


años parece
corroborar la biografía de Baring—Gould, en la cual se describe la
infancia del detective
en Donninthorpe.
21
Irving puso en escena «Macbeth» por primera vez en el año 1888.
22
Henry Irving recibió su título de la reina Victoria dos meses más tarde; fue
el primer
actor a quien se confirió tal mención honorífica.
capaces de manejar a ese par.
Se volvía para entrar en el teatro cuando la puerta se abrió
inesperadamente y apareció por ella Stoker. Miss Terry lanzó un leve
chillido de
susto, volvió a reír y se llevó una mano al pecho.
—¡Cómo me asustaste, Bram!
—Perdóneme —dijo él con una expresión dura.
Por la forma brusca en que abrió la puerta sospeché que había estado
escuchando detrás de ella buena parte de nuestra conversación.
—Sir Arthur le recibirá ya —nos informó con frialdad.
—Yo los llevaré. Muchas gracias, Bram.
—Están en el Club Room, Ellen.
Stoker se apartó y sostuvo la puerta mientras pasábamos, con una gran
reverencia para la actriz que yo hallé de una formalidad exagerada.
Entramos
en la sala y la seguimos por un pasillo.
—Querido Mamá —comentó ella.
El Lyceum, que yo no visitaba desde hacía tiempo, era un teatro de
increíble suntuosidad, además de afamado por el infinito esfuerzo artístico
y
gasto de dinero que ponía en todas sus producciones. Frente a nosotros,
en el
escenario, vimos una interpretación impresionante de lo que supuse era
el
páramo asolado con que se inicia «Macbeth». Había árboles de verdad,
además
de arbustos y de un terreno rocoso de gran relieve. El efecto era tan
sorprenden te que nos detuvimos un momento, maravillados.
—Notable, ¿no? Sir Edward Burne—Jones monta muchas de nuestras
producciones. A veces creo que el público viene solamente por mirar los
decorados.
—¿Qué es el Club Room? —pregunté cuando pasamos por una puerta
lateral y entramos en la complicada parte posterior del teatro.
A nuestro alrededor había carpinteros que martilleaban, aserraban y
se daban instrucciones a gritos, lo cual nos obligó a gritar también para
hacernos oír.
—¡Ah!, es el orgullo de Irving. Samuel Arnold 23 el compositor, que
construyó la primera versión del Lyceum que precedió a ésta, lo agregó
hace
años para su ilustre Cofradía de Asadores. Sheridan fue miembro,
¿saben? E
Irving lo restauró. Hay una cocina y a él le encanta recibir en este salón y
descansar después de las funciones. Es aquí —dijo, deteniéndose frente
a una
puerta sobre la parte posterior del edificio.
—Creo haber visto antes a Míster Stoker —dijo Holmes sin darle
importancia al comentario—. ¿No vive en el barrio de Soho?
Ellen Terry se volvió con viveza y se llevó un dedo a los labios.
—¡Calle! Por favor, por favor, ni mencione siquiera nada de esto aquí.
23

El bisabuelo de Edgard Allan Poe.


¡Es un asunto que creó tantas dificultades la primera vez que ocurrió!...
No creo
que Irving le haya perdonado nunca, aunque sucedió hace años.
—¿Qué quiere decir? Es acaso...
—¡Calle, se lo ruego, Míster Holmes!
Miss Terry acercó la cabeza a la puerta y escuchó con atención. Luego,
con una mueca picaresca, nos invitó a hacer lo mismo. A pesar de su
edad, tenía
el temperamento y las energías de una muchacha muy joven. La
obedecimos y
acercamos la cabeza a la puerta.
—¡No; no, querido amigo! —oímos aquella voz profunda, de timbre
extraño, nasal—. Como música puede estar muy bien, pero no sirven
para nada
nuestros propósitos. ¡Escuche! Estoy viendo las dagas y quiero que el
auditorio
las oiga.
—Pero, Henry, ¿cómo suenan las dagas? —replicó una voz de timbre
alto con un tono quejumbroso.
—¿Cómo suenan? Suenan como... —y entonces oímos una serie
increíble
de jadeos y gruñidos que de cuando en cuando sonaban como chirridos y
como un
enjambre de abejas.
—¡Ah, sí! ¡Ya veo lo que quiere decir! ¡Ahora vamos mejor! —dijo la voz
alta y cantarina—. Sí, creo que puedo hacerlo.
—Perfecto.
Miss Terry se había divertido ya lo suficiente, porque dio unos golpes
perentorios a la puerta y la abrió sin esperar respuesta.
—Lamento interrumpirles, queridos —dijo, adoptando un tono imparcial
y expeditivo—, pero estos dos señores quieren ver a sir Arthur.
¡Qué actriz era!
El espacioso salón en el que entramos era en verdad el refugio ideal
después de una noche de trabajo intenso en la escena. Ocupaba la
mayor parte
del espacio una larga mesa de roble a la que podrían haberse sentado
con
comodidad unos treinta comensales y pasado una o dos horas dedicados
a unas
cuantas aves y botellas frías.
Al extremo más alejado de la mesa, debajo de retratos de David
Garrick y de Edmond Kean, estaban sentadas dos personas muy juntas la
una de
la otra, con aire de conspiradores interrumpidos en mitad de un complot
anarquista.
El más alto de los dos era un hombre melancólico, de cerca de sesenta
años, con mejillas hundidas y cadavéricas, pelo largo y gris, ojos
penetrantes de
color indefinido y una actitud de estudiada gravedad. Llevaba drapeada
sobre
los hombros una gruesa capa de color borra de vino que daba a su porte
distinguido el adecuado toque teatral.
Sir Arthur Sullivan también se puso de pie. No era tan alto como Henry
Irving ni vestía en forma tan dramática. Llevaba sus ropas costosas sin
afectación, como quien está habituado a las prendas de calidad, y no
obstante
ser algo grueso, era apuesto en un estilo moreno y ligeramente semita.
Tenía
ojos castaños y brillantes que no pude menos que comparar a los de una
vaca
cuando me estudiaron con mirada miope a través de unos lentes
apoyados con
insolencia sobre el puente de su nariz. Como Gilbert, usaba grandes
patillas,
cuyo efecto, según supuse, era darle más años de los que tenía. Durante
toda
nuestra conversación mantuvo la mano derecha en una posición poco
natural,
apretada contra el estómago. En conjunto había algo en su rostro y en su
porte
que no daba la impresión de un hombre sano.
—Señores —dijo Irving con su extraña voz nasal—, lamentamos
haberles hecho esperar.
—También lamentamos nosotros interrumpirles.
—Estuve con la Policía la mayor parte de la mañana —nos informó
Sullivan con tristeza cuando le estrechamos la mano—. No sé qué puedo
decirles
que no le haya dicho a ellos. ¿Puedo preguntarles en nombre de quién
han venido
a verme?
De pronto contuvo el aliento y se aferró maquinalmente un costado a la
vez que palideció. Irving le sostuvo con afecto al verle vacilar sobre los
pies,
evitando que cayera, y con gran suavidad le ayudó a sentarse. Sullivan se
lo
agradeció con un susurro; luego se volvió, conteniendo el aliento, y repitió
la
pregunta.
—Estamos aquí en nombre de la justicia —le informó Holmes, fingiendo
no reparar, por el momento, en su acceso—. En términos más prosaicos,
nos
pidió Míster Bernard Shaw que investiguemos el asunto.
La reacción de ambos frente a esta noticia fue sorprendente. Sullivan
frunció el ceño, perplejo, mientras Irving se erguía bruscamente con
expresión
preocupada, lo cual dio a su aspecto un aire más sombrío aún.
—Mi querido Henry, te doy mi palabra de que no sé nada —repuso miss
Terry, evidentemente desconcertada—. Conocí a estos señores hace muy
poco
rato en el vestíbulo.
Irving comenzó a caminar con aire amenazador a lo largo de la mesa. Al
caminar, o más bien arrastrar los pies, me llamó la atención su forma de
mover
el hombro derecho hacia adelante y no pude menos que sonreír cuando
pensé en
el apodo que le habían dado.
—Te advierto, Nellie —dijo Irving desde la puerta—. Sí, te advierto
desde ahora que no permitiré la entrada de ese degenerado en esta
sala...
—No es un degenerado, Henry. ¿A qué te refieres? —la actriz habló
con energía, pero Irving prosiguió como si no la hubiese oído.
—No le quiero dentro de este teatro y tampoco produciré sus
repelentes comedias. Y si sigue publicando más disparates sobre la forma
en
que hacemos las cosas, le daré una paliza yo mismo.
—Henry —dijo ella, mirándonos por detrás de él y con una sonrisa
aprensiva—, no es éste el momento ni el lugar para...
—Que se quede en el Court, con Granville Barker, el teatro que le
corresponde —rezongó Irving—. No quiero ni a él ni sus comedias aquí.
¿Comprendido?24
—Sí, Henry —repuso ella con voz sumisa—. Vamos y dejemos que estos
señores hablen tranquilos.
Esto hizo serenarse al actor, quien se volvió hacia nosotros y nos hizo
una reverencia.
—Quiero disculparme por la explosión, señores.
Reconozco que a veces pierdo el dominio de mí mismo. En poco tiempo
el teatro de este país seguirá uno de dos caminos y tengo sentimientos
bastante
intensos en cuanto a cuál de ellos será.
Habló con sencillez y con tanta convicción que nosotros, ignorantes de
sus ideas, bajamos la cabeza, confusos y hasta diría conmovidos por
aquel
despliegue de emoción pura.
—Vamos, Henry.
Irving se dejó llevar por ella fuera del salón, como un Titán fatigado
que marcha detrás de una pastora de porcelana de Dresde, si bien ella ya
ha
dejado de ser joven.
A solas con el compositor, nos volvimos hacia él para conversar.

9
SULLIVAN
—¿De verdad le envió a verme Bernard Shaw? —comenzó a decir
Sullivan con aire fastidiado cuando se hubo cerrado la puerta—. ¿Por qué
se
inmiscuye en esto? El hombre es un entrometido sin remedio y, aparte de
su
conocimiento de la música, le considero enteramente depravado.
—No nos solicitó ayuda en forma específica en la investigación del
asunto de miss Rutland —admitió Holmes, adelantándose para retirar una
de las
macizas sillas—, sino más bien en relación con el asesinato de Jonathan
McCarthy.
Presa de otro espasmo que le hizo hacer una mueca de dolor, el
compositor se movió con dificultad en su asiento y miró de frente al
detective.
—Eso tiene todavía menos sentido, le diré, ya que se detestaban.
—Mucha gente parece haber detestado a Jonathan McCarthy, sin
duda.
24

Esta alusión al teatro Court es poco clara, por cuanto se anticipa en


muchos años a los
acontecimientos. Es posible que la memoria de Watson le haya fallado
aquí. Por otra parte,
puede ser un error mío, ya que el daño causado por el agua en el
manuscrito fue
particularmente serio en esta parte. A pesar de ello, se lee algo como «el
Court con
Granville Barker», etc.
—Verdad, verdad. La lengua de Shaw podrá ser afilada, pero siempre
ataca ideas en lugar de hombres. McCarthy era un parásito que vivía del
arte y
de los artistas, lo que es distinto.
Sir Arthur hizo ademán de levantarse, pero con otro quejido volvió a
caer en su silla, e inclinándose volvió a aferrarse un costado como si
pretendiera arrancárselo de un tirón. Los lentes se le cayeron de la nariz y
quedaron agitándose de su cinta negra a pocos centímetros del suelo.
—Usted está muy enfermo —exclamé, corriendo a ayudarle. Durante
varios instantes no pudo responder, sino que se quedó jadeante en su
silla, como
un pez fuera del agua. Le desanudé la corbata y le quité el cuello. Al ver
la
cocina mencionada por Ellen Terry corrí a buscar agua y se la di. Sullivan
la
bebió a grandes sorbos.
—Gracias.
—Está demasiado enfermo para proseguir esta entrevista —declaré, lo
cual me valió una mirada hostil de Holmes por encima de la mesa.
Sir Arthur se enderezó con lentitud. Algo como un esbozo de sonrisa
apareció en una mueca tensa en su rostro.
—¿Enfermo? Estoy muriéndome. Estos cálculos renales terminarán
conmigo —dijo, y con un débil gesto volvió a ponerse los anteojos—.
Cuando se
me pasa el dolor, voy a Montecarlo y descanso. Cuando vuelvo, trabajo
para
olvidarlo. Estoy en Londres, trabajando. Por consiguiente, el dolor ha
vuelto25 .
—¿Puede seguir hablando? —le preguntó Holmes con vacilación.
—Puedo hablar y hablaré, siempre que puedan probarme la importancia
de lo que quieren saber.
Más animado, Sullivan se sentó más erguido y volvió a ajustarse el
cuello con dedos menudos y nerviosos.
—¿No halla usted una coincidencia sugestiva en que los dos asesinatos
hayan ocurrido dentro de un período de veinticuatro horas?
—En apariencia no le pareció así al inspector Lestrade. Ni siquiera
mencionó el asunto de McCarthy cuando conversamos esta mañana.
—La policía tiene su manera particular de actuar —manifestó Holmes
con gran tacto—, y yo tengo la mía. Puedo decirle en términos
categóricos que
las dos muertes están relacionadas.
—¿Cómo?
—Fueron obra de una misma mano.
Sullivan sonrió apenas.
—He leído los relatos del doctor Watson sobre sus casos, Míster
Holmes, con el mayor interés —confesó—, y siempre los hallé gratamente
divertidos. A pesar de ello, perdóneme si le digo que en este caso, no
considero
que su palabra sea prueba suficiente.
25

Sullivan sucumbió a este mal cinco años más tarde.


Holmes suspiró al ver que Sullivan no era nada tonto. Tendría que jugar
otras de las cartas que tenía en la mano.
—¿Tenía conocimiento, sir Arthur, de que Jessie Rutland era la amante
de Jonathan McCarthy?
El compositor palideció otra vez como si hubiese sido víctima de otro
acceso de dolor.
—¡No puede ser! —exclamó con vehemencia—. ¡Nunca lo fue!
—Le aseguro que lo fue —dijo Holmes, y se inclinó para mirar a Sullivan
con ojos brillantes—. Nuestro informante, cuyo nombre no puedo
permitirme
divulgar, por ahora, me asegura que era su amante. Su exactitud respecto
de
otros datos que me dio me induce a confiar en la de éste, tanto más por
cuanto
proporciona una conexión entre estos dos crímenes, que no tendríamos
de otro
modo.
—¿A qué otros datos se refiere?
—En primer lugar, afirma que uno de los miembros principales de la
compañía del Savoy recurre al uso de drogas porque Míster Gilbert le
pone
nervioso.
—Eso es una vil mentira —dijo Sullivan, pero sin mucha convicción, para
caer luego en un silencio taciturno. Holmes le miró impasible unos
instantes y
volvió a inclinarse.
—Hace un momento usted rechazó con violencia la idea de que
Jonathan McCarthy fuese el amante de Jessie Rutland. No fue
simplemente
porque despreciara al hombre. Usted tenía otros datos, ¿no?
—Todo parece inútil ahora.
Los ojos grises del detective brillaron más que nunca, como dos faros
gemelos.
—Le doy mi palabra de que esto tiene la mayor importancia. Jessie
Rutland está muerta. No podemos devolverle la vida ni conferirle ninguna
ventaja, salvo, quizá, un funeral decoroso. Por otra parte, hay otra cosa
que
podemos lograr, y es hacer justicia atrapando a su asesino.
En aquel momento le tocó a Sullivan estudiar a Holmes, cosa que hizo
por un período que pareció ser un minuto entero, y durante el cual le
contempló
a través de los lentes, inmóvil, con la mano apretada sobre un costado.
—Muy bien. ¿Qué quiere saber?
El detective dejó escapar un suspiro imperceptible de alivio.
—Cuéntenos acerca de Jack Point.
—¿Quién?
—Perdóneme, pero ese es el nombre por el cual McCarthy aludió al
hombre en su agenda de compromisos. Parece haber tenido la costumbre
de
poner personajes de sus óperas, sir Arthur, en lugar de los nombres
verdaderos
de la gente. La cita que figura para aquella noche, la de su muerte,
menciona a
Jack Point. Point es el infortunado bufón que pierde a su amada en
«Soldados
de la guardia», ¿no?
—¡Sí! ¡Tiene razón! —Sullivan estaba impresionado por la familiaridad
del detective con su obra—. ¿De manera que usted cree que Jessie tenía
otro
amante?
—Prácticamente me lo ha dicho usted, sir Arthur.
Sullivan se puso serio, buscó algo en el bolsillo y sacó una cigarrera. De
ella sacó un cigarrillo, que golpeo vanas veces con un movimiento
nervioso sobre
el estuche y dejó que Holmes lo encendiera. Al arrojar una nube de humo,
suspiró de satisfacción.
—En primer lugar debe comprender que Gilbert dirige el Savoy —dijo—.
Lo dirige como un cuartel militar, dentro de la mayor disciplina, tanto en el
escenario como fuera de él. Puede que haya observado usted que los
camarines
de los hombres y los de las mujeres están a cada lado de la escena. Está
estrictamente prohibido confraternizar entre los actores de ambos sexos.
La
conducta de los miembros de la compañía dentro del teatro, y en alto
grado
fuera de él, debe satisfacer las exigentes normas de decoro de Gilbert.
»Si su actitud les parece a ustedes algo exagerada, quiero decirles que
comprendo bien y acepto lo que él viene tratando de obtener. La fama de
las
actrices nunca ha sido muy buena. La palabra misma ha sido usada
durante años
como sinónimo de algo bastante peor. Míster Gilbert quiere, con su acción
en el
Savoy, eliminar esa acepción del término. Puede que sus procedimientos
les
parezcan severos y aun, a veces, ridículos, aparte de que... —aquí vaciló,
sacudiendo la ceniza del cigarrillo—, pueden sufrir algunos
individualmente, pero
en definitiva creo que habrá hecho un gran servicio al teatro.
»Ahora bien, me referiré a Jessie Rutland. La contraté hace tres años
y nunca tuve motivos para arrepentirme de mi decisión. Era, según sabía
yo, una
huérfana que se educó en Woking, donde cantó en diversos coros
religiosos. No
tenía familia ni fortuna propia. Obtener un empleo en el Savoy significaba
todo
para ella. Por primera vez en su vida estaba no sólo ganando un salario
adecuado,
sino que además tenía hogar, familia y un lugar al cual pertenecía y se
sentía
muy agradecida por todo ello.»
Sullivan calló, dominado un instante por la emoción o por una angustia
mental o física. Era imposible saberlo.
—Siga —le indicó Holmes. Tenía los ojos cerrados y las puntas de los
dedos juntas debajo del mentón, su actitud habitual cuando escuchaba.
—Era una muchacha encantadora, muy bonita, con una hermosa voz de
soprano, un poco áspera en el registro medio, pero esto habría mejorado
con el
tiempo y con la experiencia. Era muy trabajadora y dispuesta, siempre
lista para
hacer lo que le indicaran.
»Mi contacto con el teatro es, por lo general, mínimo. Contrato a los
cantantes después de oírlos en audición, y cuando se van componiendo
los temas
los ensayo con la compañía y los solistas hasta que aprenden su papel.
Además,
dirijo la noche del estreno si la salud me lo permite —con una sonrisa
amarga,
añadió—: Míster Grossmith no es el único miembro de la compañía que
haya
recurrido a las drogas para poder actuar en una función.»
—Tampoco yo las desconozco, sir Arthur. Por favor, continúe.
—En condiciones normales, Míster Cellier hace ensayar al coro y a los
solistas. Fue para mi una sorpresa, por tanto, cuando hace unas semanas
Jessie
se acercó a mí después de un ensayo durante el cual yo había trabajado
con un
material nuevo para el coro y me preguntó si podría hablar conmigo en
privado,
ya que necesitaba un consejo. Era obvio que estaba muy preocupada y
pude ver
que había estado llorando.
»Mi primer impulso fue enviarla a hablar con Gilbert. Gilbert goza de
mayor simpatía entre los miembros de la compañía que yo —Sullivan dijo
esto
con aire patético—, porque si bien a veces los tiraniza y actúa como un
sargento, ellos saben que les tiene cariño y que contempla siempre su
bienestar,
mientras que yo soy casi un extraño para ellos. Sin embargo, cuando le
propuse
que le viera, miss Rutland volvió a echarse a llorar y dijo que era
imposible.
»"¡Si confío en Míster Gilbert, estoy perdida! —exclamó—. Perderé mi
puesto y Míster Gilbert se perjudicará, además".»
Con un suspiro, el compositor se quitó una partícula de ceniza
imaginaria de la manga, y siguió:
—Soy un hombre ocupado, Míster Holmes, con muchas
responsabilidades que toman todo mi tiempo, responsabilidades
musicales y de
otro género —tosió entonces y apagó el cigarrillo, pero evitó mirarnos a la
cara—. Con todo, me conmovió la muchacha y accedí a escuchar su
historia. Nos
encontramos a la tarde siguiente, en un saloncito de té de Marylebone
Road. No
había muchas probabilidades de que nos reconocieran allí y, de haber
ocurrido,
habría sido difícil hacer ninguna interpretación sórdida de nuestra cita.
»Cuénteme —le dije cuando hube pedido el té—. Cuénteme qué le
sucede. "No le haré perder su tiempo contándole los preliminares —dijo
ella—.
Hace algún tiempo trabé relación con un hombre a quien he llegado a
querer
mucho. Es un hombre perfecto en todo sentido, y su conducta hacia mí
nunca ha
dejado de ser irreprochable. Como conocíamos las normas estrictas que
rigen en
el Savoy, siempre nos comportamos con la mayor prudencia. ¡Aunque le
diré, sir
Arthur, que es tan perfecto que hasta Míster Gilbert nos habría dado su
bendición! ¡Estoy enamorada! —exclamó—. ¡Y él está enamorado de mí!"
»—Pero esto no es motivo para llorar, hija mía —le dije con gran
afecto—. ¡Sólo cabe felicitarla! ¡En cuanto a Míster Gilbert, le doy mi
palabra de
honor que va a bailar en su boda.
»En este punto, miss Rutland se echó a llorar allí mismo, a pesar de que
hizo todo lo posible por disimular cubriéndose la cara con un pañuelito de
batista. "No habrá casamiento —sollozó— porque él está ya casado. Es lo
que
acaba de decirme." "Si la engañó de este modo —repliqué, lleno de
sorpresa—,
no merece en lo más mínimo su amor y será una suerte para usted
perderlo."
"Usted no comprende —dijo, recobrando la serenidad—. No me ha
engañado... en
el sentido que usted supone. Su mujer es inválida y está internada en un
sanatorio en Bombay. Tiene..."»
—Un momento —le interrumpió Sherlock Holmes, abriendo los ojos—.
¿Dijo ella Bombay?
—Sí.
—Le ruego que prosiga —dijo Holmes, volviendo a cerrar los ojos.
«"—Su mujer no oye, ni habla, ni camina —me dijo—, porque sufrió un
derrame cerebral hace cinco años. A pesar de todo esto, está atado a
ella." Al
hablar no pudo contener la nota de amargura, aunque en el momento, ni
tampoco
ahora, hubiera encontrado yo valor como para reprocharle ese tono.
"Temía
confesarme su situación —prosiguió miss Rutland— por miedo a
perderme. Sin
embargo, cuando vio el giro de nuestros sentimientos, comprendió que
debía
decirme la verdad. ¡Y ahora no sé qué hacer!", terminó diciendo, mientras
volvía
a sacar el pañuelito, y yo, sentado frente a ella, me quedaba pensativo.
»Míster Holmes, podrá imaginar mis propios sentimientos. La mujer me
había colocado en una situación sumamente delicada. Soy en parte
propietario
del Savoy y, por lo menos en teoría, estoy de parte de las aspiraciones de
Míster Gilbert en cuanto a nuestra compañía. En vista de ello, mi deber
residía,
sin duda, en un curso de acción. Por otra parte, soy humano y además un
hombre
que ha vivido un problema muy semejante 26 , de manera que mis
emociones y mis
inclinaciones personales tendían a otro muy diferente.»
—¿Qué le aconsejó?
Sullivan miró al detective sin intentar eludir la respuesta.
—Le aconsejé que obedeciera a su corazón. Sí, ya sé lo que dirá, pero
sólo vivimos una vez, Míster Holmes; por lo menos, tal es mi convicción, y
creo
que debemos aferramos a cualquier oportunidad de ser felices que se nos
presente. Le dije que no revelaría su secreto a Míster Gilbert y cumplí mi
palabra, aunque al mismo tiempo le advertí que no podría protegerla de
las
consecuencias si Míster Gilbert llegaba a enterarse por otra fuente.
—Empiezo a comprender un poco —dijo Holmes—, aunque hay mucho
que sigue siendo poco claro. ¿Le dijo algo acerca del hombre que pueda
permitirnos identificarle?
—Tuvo el mayor cuidado en evitarlo. Lo más que se aproximó a la
indiscreción fue cuando se le escapó mencionar que el sanatorio donde
está
internada la mujer queda en Bombay. Estoy seguro de que no hizo
ninguna otra
alusión.
—Comprendo —dijo Holmes; luego parpadeó y juntó las yemas de los
26

La amante de Sullivan era una norteamericana, Mrs. Ronalds, que estaba


separada, pero
no divorciada. Los dos permanecieron unidos durante buena parte de la
vida del
compositor.
dedos—. ¿Y cuánto de todo esto confió a la policía esta mañana?
El compositor se ruborizó y bajó los ojos.
—¿Ni una palabra? —Holmes no pudo contener un deje de desdén—. Es
obvio que nada puede ya comprometer a la víctima. No tiene nada que
perder.
—Pero yo... yo puedo verme comprometido —replicó en voz baja sir
Arthur—. Si llega a revelarse que yo estaba enterado de una relación
como ésa
dentro de la compañía del Savoy y no se lo dije a Gilbert... —aquí se
interrumpió
y suspiró—. Las relaciones entre nosotros dos nunca fueron muy
cordiales, pero
en los últimos tiempos se han vuelto más tensas todavía. Nunca se
reconcilió con
el hecho de que me dieran el título de nobleza, ¿sabe? ¡A pesar de todo,
los dos
nos necesitamos, Míster Holmes! —sir Arthur rió por un instante, pero sin
alegría—. La ironía es que no funcionamos separados. Sí, reconozco que
"El
acorde perdido» y "La leyenda dorada» son obras mías, pero, en
definitiva,
tengo esa certidumbre, horrible para mí, de que mi fuerte reside en "El
Mikado» y otras operetas de esa categoría. El también lo sabe y sabe que
es por
nuestras obras del Savoy, y no por otras, que nos recordarán. No me
queda
mucho por vivir —dijo por fin—, pero mientras tenga aliento no puedo
permitirme disgustarle más.
—Comprendo su posición, sir Arthur, y le pido disculpas por haberme
permitido juzgarle. Una última pregunta.
Sullivan levantó la vista.
—¿Conoce a la mujer de Bram Stoker?
La pregunta le tomó por sorpresa, pero se recobró con un encogimiento
de hombros.
—Entiendo que su mujer es muy buena amiga de Gilbert. Es todo lo que
puedo decirle.
Holmes se levantó.
—Gracias por haberme concedido estos momentos. Vamos, Watson.
—Confío en que será discreto... en lo posible —murmuró Sullivan cuando
nos encaminamos hacia la puerta.
—La discreción es parte de mi oficio. Dicho sea de paso... —Holmes se
detuvo con la mano ya en el picaporte—. Vi «Ivanhoe» 27 .
Sullivan le miró por encima de sus lentes.
—¿Sí?
—Me gustó mucho.
—¿Sí? Entonces, le gustó más que a mí —repuso, y se quedó mirando
con aire melancólico la superficie de la mesa delante de él, mientras
Holmes
abría la puerta.
Bram Stoker estaba de pie allí.
—¿Se fijó en las botas que usa? —murmuró el detective en voz baja
27

«Ivanhoe» fue la única incursión de Sullivan en la Ópera seria. En general


no tuvo una
acogida favorable.
cuando hubimos pasado junto a él.

10
EL HOMBRE DE OJOS CASTAÑOS
Sherlock Holmes se abstuvo de comentar algo más sobre las botas de
Bram Stoker, sobre su costumbre de escuchar detrás de la puerta o sobre
la
reacción de Ellen Terry ante su pregunta sobre el apartamento de Stoker
en el
barrio del Soho. La verdad es que se negó a dar expresión a ninguno de
sus
pensamientos cuando abandonamos el Lyceum.
—Más tarde, Watson —me dijo mientras esperábamos en la acera
frente al teatro—. Las cosas no son tan simples como imaginé al principio.
Estaba por preguntarle qué quería decir cuando me tomó de una manga.
—Tengo que pasar la tarde dedicado a investigar algo, doctor. ¿Puedo
pedirle que me ayude en algo?
—Lo que usted quiera.
—Quisiera que entreviste a Bernard Shaw y averigüe el significado de
su conducta excéntrica anoche.
—¿Quiere decir que comienza a atribuir cierta importancia a mi teoría?
—Es posible —dijo sonriendo—. De cualquier manera, creo que sería
conveniente tener asidos todos los hilos de esta madeja tan enmarañada.
Es
casi la hora de almorzar, por lo que creo que seguramente le encontrará
en el
café Roya!. Sé que le gusta comer allí. Buena suerte —Holmes me apretó
el
brazo en un gesto de despedida y se alejó con rapidez calle abajo.
—¿Dónde nos encontraremos? —le dije.
—En Baker Street.
Cuando Holmes dobló la esquina no perdí más tiempo y me dirigí en un
coche de alquiler desde el Lyceum directamente al café Royal, a través
de dos
kilómetros de nieve. La verdad era que los hechos en que nos veíamos
complicados en aquel momento habían tenido lugar dentro de un radio de
tres
kilómetros cuadrados, y al reparar en ello me quedé pensativo. El mundo
del
teatro era uno de los más restringidos entre los conocidos hasta el
momento.
Todos quienes pertenecían a él parecían conocerse entre ellos, por lo
menos en
forma superficial, lo cual creaba una atmósfera tan familiar que no dudaba
que
si alguno estornudaba era muy probable que le oyeran mil personas más.
El café Royal estaba concurrido y, según pude apreciar, reinaba en él
un ambiente de inquietud. Había grupos de personas nerviosas que
susurraban
sentadas alrededor de las mesas y que miraban por detrás del hombro
con aire
aprensivo.
—¡Doctor!
Miré entre esta concurrencia inquieta y vi a Bernard Shaw sentado a
una mesa con otro hombre, cuyo aspecto tosco me intranquilizó. Era bajo
y
rechoncho, con ojos demasiado juntos, una nariz de boxeador y una
cabeza
apoyada sin gracia sobre un cuello grueso y musculoso que parecía
querer saltar
fuera de la camisa y la corbata.
—Le presento a Míster Harris —me dijo el crítico cuando me reuní con
ellos, y me senté en otra silla—. Es uno de nuestros editores más
famosos.
Estamos de duelo. Como todos aquí —dijo con tono sardónico, mirando a
su
alrededor—. Y además, haciendo conjeturas.
—¿Sobre qué?
Los dos hombres cambiaron una mirada.
—Sobre la insensatez de Oscar Wilde —dijo Míster Harris con una voz
tan sonora que era evidente la intención de que todos le oyeran. Debí
reflejar
cierta confusión.
—Sin duda recordará usted que salí corriendo de Simpson's anoche,
¿no, doctor? —me preguntó Shaw.
—No pude dejar de notarlo en ese momento.
Shaw murmuró algo y removió su café con un gesto distraído mientras
apoyaba la mejilla en una mano.
—Fue el comienzo de una noche horrorosa. En primer lugar, un loco me
asaltó casi en la puerta del restaurante.
—¿Alguien le asaltó? —al repetir esto sentí que se me aceleraba la
circulación y que se me erizaba el cabello en la nuca.
—Fue una especie de broma de mal gusto, pero me hizo perder tiempo
cuando más necesitaba apresurarme. Quería evitar el arresto del
marqués de
Queensberry. Vine corriendo aquí... a esta misma mesa, y estuve sentado
con
Frank, tratando de disuadirle.
—¿A Wilde?
Shaw hizo un gesto afirmativo.
—Le dimos un sermón —confirmó el editor con voz estentórea—, pero
fue inútil. Todo el tiempo permaneció inmóvil, como si estuviera en trance
28 . Era
imposible identificar el acento de Harris, en parte debido al volumen de su
voz
cuando hablaba. En forma alternada sonaba galés, irlandés y
norteamericano.
Posteriormente me enteré de que su origen era objeto de conjeturas.
—¿No puede probar que ha sido calumniado? —pregunté.
—Es peor aún —repuso Shaw—. Conforme con la ley, acerca de la cual,
según señaló el señor Bumble, Wilde es un asno, ha quedado expuesto a
que
Queensberry pruebe que no le calumnió.
—Arrestaron al marqués esta mañana —murmuró Harris bajando algo la
voz.
28

Según Harris, cuyo testimonio no merece confianza, y Shaw, cuyo


testimonio la merece,
lord Alfred Douglas estuvo también presente en esta entrevista. Años más
tarde «Bosie»
confirmó el hecho personalmente. Como biografías serias de Shaw,
Wilde, Gilbert y
Sullivan se recomienda al lector la obra de Hesketh Pearson.
Los dos se dedicaron a su café y yo me quedé pensando. Me pregunté si
osaría volver la conversación hacia un punto anterior y decidí intentarlo.
—¿Y el asalto que sufrió? Deduzco que no le hicieron daño, ¿no?
—¡Ah, sí! —dijo Shaw agitando una mano con aire despreocupado—. Fue
una broma pesada. Me tomaron desde atrás, me obligaron a beber algo
muy
desagradable y luego me dejaron libre. ¿Se imagina disparate igual? ¡En
pleno
corazón de Londres!
Al pensar en ello agitó la cabeza, aunque era obvio que estaba pensando
en otra cosa.
—¿Alcanzó a ver al hombre? Supongo que fue uno solo, ¿no?
—¡Le dije que no estaba prestando atención, doctor! Sólo quería que me
dejaran ir y hacer lo que pudiera para impedir que Wilde se destruyera.
En
esto, fracasé —añadió con un suspiro.
—¿Es una conclusión prevista, entonces, que perderá el juicio?
—Es absolutamente seguro —repuso Harris—. Oscar Wilde, la mayor
luminaria de la literatura de su generación... —noté que a Shaw no le
agradó el
comentario—·, y en tres meses, menos, quizá, se verá totalmente
olvidado. La
gente temerá mencionar su nombre, salvo para reírse.
Harris recitó todo esto como si fuera un sermón. Evidentemente no era
capaz de hablar excepto a gritos. Sin embargo. a pesar de toda esta
afectación
vocal, creí advertir un pesar muy auténtico en él.
—No me sorprendería que prohibieran algunas de sus obras... —agregó
Shaw—; quizá todas.
A la sazón no tuve conciencia de la gravedad del hecho. Tres meses
más tarde, la profecía de Frank Harris se había cumplido, no obstante, y
Oscar
Wilde fue enviado a la cárcel por dos años. Su gloriosa carrera, reducida
a
cenizas.
Ignorante de los hechos que rodeaban el caso, mis pensamientos
volvieron al que me interesaba y, al levantar los ojos y mirarme, Shaw
adivinó
estos pensamientos.
—Bien, ¿qué hay del crimen? —me preguntó con una sonrisa
melancólica, como diciendo: «Aquí tenemos un tópico más alegre».
—Se trata de dos crímenes, como según creo verá usted en las
ediciones de la tarde —dije, y conté a ambos los hechos del teatro Savoy,
señalando a Shaw que si no hubiera partido del restaurante con tanta
precipitación la noche anterior, los habría conocido antes.
Los dos oyeron mi informe boquiabiertos.
—¡Asesinato en el Savoy! —exclamó Harris cuando terminé de hablar—.
¿Qué sucede? ¿Es que toda la estructura de nuestra sociedad está por
destrozarse con el escándalo y el horror en este corto plazo de cuatro
días?
De algún modo Harris consiguió transmitir una impresión de
satisfacción ante la perspectiva. No cabía duda de que era un personaje
contradictorio.
—Empieza a parecerse a esas cosas de Shakespeare —dijo Shaw con
voz pausada, y por esta vez aquella lengua afilada no tuvo nada que decir
—.
Cadáveres y qué se yo... esparcidos por todo el West End...
—¿Alguno de ustedes dos conoce a Bram Stoker?
Me miraron, perplejos por el giro de la conversación.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó Harris.
—No lo sé, pero Sherlock Holmes quiere saberlo.
—¿Qué hay de él?
—Es la pregunta que yo les formulo.
Shaw vaciló mientras me miraba y luego cambió otra mirada con el
editor.
—No hay duda de que es raro —concedió Harris, jugando con su
cucharilla—. No se llama Bram, sino Abraham.
—¿Sí? ¿Qué más?
—Nació en Dublín o bien en las inmediaciones, según creo, y tiene un
hermano mayor que es un médico famoso.
—No se refiere usted al doctor William Stoker, ¿verdad?
Shaw afirmó:
—El mismo. Le conferirán un título honorífico esta primavera.
—¿Y Bram?
Shaw encorvó los hombros para luego dejarlos flojos.
—Campeón de atletismo de la Universidad de Dublín.
—¿Cuál era su oficio antes de ser empleado por Irving?
El irlandés se echó a reír, lo cual le devolvió algo de su aspecto de
duende.
—Todos los caminos nos llevan a Roma, doctor.
Era crítico teatral.
—¿Crítico? —comencé a entrever cierto rumbo en las sospechas de
Holmes.
—Y ex autor... del género de los fracasados.
—¿Conocía a Jonathan McCarthy?
—Todos conocían a Jonathan McCarthy.
—Y su esposa es amiga de Gilbert.
Los ojos de Shaw y de Harris se abrieron en forma visible.
—¿Dónde llegó a enterarse de eso? —quiso saber Shaw.
Me levanté, haciendo todo lo posible por no mostrar excesiva
complacencia.
—Tengo mis métodos —dije.
—¡No pensará usted en irse! —objetó Harris—. No ha comido nada.
—Me temo que me esperan compromisos en otra parte. Gracias,
señores. Espero que el asunto con su amigo no termine tan mal como
ustedes
temen.
—Terminará peor —murmuró Shaw, y me estrechó la mano sin mucho
entusiasmo.
Al dejarles volví de prisa a Baker Street, deseoso de comunicar a
Holmes los resultados obtenidos, pero no había regresado. Pasé una
tarde
monótona paseándome por la casa, tratando con afán de hallar algún
sentido en
nuestros datos y de armar las piezas del rompecabezas para formar un
todo
coherente. Por momentos creía haber dominado el problema, sólo para
recordar
en el siguiente algún elemento de importancia omitido en las conjeturas
anteriores. Por fin, aburrido de tantas cavilaciones infructuosas, me
dediqué a
guardar las cantidades de libros que estaban todavía en el suelo,
pensando que
por el momento habían dejado de interesar a mi amigo.
En algún punto de mis esfuerzos me quedé dormido, porque lo que
recuerdo después de esto es haber sido despertado de mi sueño en el
sillón por
los golpes familiares de la patrona en la puerta de la sala.
—Hay un caballero que desea ver a Míster Holmes —dijo.
—No está aquí, Mistress Hudson, como usted sabe.
—Sí, doctor, pero dice que le trae algo muy urgente y me pidió que
usted le recibiera.
—¿Urgente, eh? Muy bien, que suba. Un momento, Mistress Hudson,
¿qué aspecto tiene?
La buena mujer frunció el ceño y luego me miró con aire astuto.
—Dice ser agente de propiedades, señor. Sin duda come y bebe bien, si
usted me entiende —dijo golpeándose un lado de la nariz con el índice.
—Perfectamente. Muy bien, que suba.
No tuve que esperar mucho antes de que volvieran a golpear la puerta,
ruido que fue precedido por el mucho jadear y resoplar por la escalera.
—Entre.
La puerta se abrió para dar paso a un hombre de edad y de talle
voluminoso. Debía de pesar cerca de ciento treinta kilos y cada uno de
sus
movimientos era acompañado por los jadeos que le provocaba e!
esfuerzo.
—Servidor de... usted... doctor —dijo con esfuerzo, y me ofreció su
tarjeta de visita con un débil gesto. Me enteré así de que era Hezekiah
Jackson, de Plymouth, agente de propiedades. El lugar de origen
armonizaba con
el acento con que hablaba, enteramente típico de la región de
Devonshire. De
una mirada registré mentalmente las facciones abotargadas, gruesas y
sofocadas de Míster Jackson. Tenía una nariz abultada como un
tubérculo y tan
roja como una remolacha, con venas que la surcaban hasta la punta en
forma tan
marcada como en un mapa del delta del Nilo. Todo ello me permitió
deducir que
Míster Jackson era un alcohólico incorregible. La respiración penosa
tendía a
confirmarlo, ya que liberaba fuertes hálitos de alcohol. Tenía los ojos
castaños
con una expresión vidriosa y desencajada que intentaba observar lo que
le
rodeaba. La transpiración le brotaba de las mejillas y la frente y caía en
gotas
de su pelo blanco cortado al rape. En otra época habría merecido el
simbólico
nombre de «Rey del Desorden».
—¿Míster Jackson? —dije—. Tome asiento, por favor.
—Gracias, señor, muchas gracias —Jackson miró a su alrededor,
plantado sobre sus pies no muy firmes, en busca de un asiento lo
suficientemente amplio como para soportar su volumen. Eligió el sillón
tapizado
junto al fuego, el predilecto de Holmes, y se dejó caer sobre él con tanta
pesadez que el pobre sillón dejó escapar chillidos de alarma. Me
estremecí al
pensar en lo que podría ser la reacción del detective si llegase a venir y
hallarlo
destrozado por este obeso personaje.
—Soy el doctor...
—Sé bien quién es, doctor. Estoy enterado de todo acerca de usted.
Sherlock Holmes me ha hablado mucho de su persona —dijo con un tono
de
suficiencia que me provocó una vaga inquietud.
—¿Sí? ¿Y en qué puedo servirle?
—Diría que para comenzar podría tener la cortesía de ofrecerme un
trago. Sí, dije un trago. Hace un frío infernal afuera.
Jackson dijo todo esto con la mayor firmeza, sentado frente a mí y
sudando como un cerdo a punto de que le hundan la lanza en la
persecución.
—¿Qué quiere tomar?
—Coñac, si lo tiene. Casi siempre tomo un poquito de coñac a esta hora.
Conserva las fuerzas, ¿sabe?
—Muy bien. Aunque están por servir el té, si lo prefiere.
—¿Té? —dijo horrorizado—. ¿Té, dijo? por Dios, doctor, ¿quiere
matarme? Como usted es médico, habría supuesto que usted sabe todo
lo
referente al té. El gran mutilador... eso es el té. Mayor cantidad de
hombres de
mi edad caen muertos como resultado del consumo abusivo e
intemperado de té
que por ninguna otra causa aislada, con la excepción del cólico. ¿No
sabía usted
esto, doctor? ¡Qué barbaridad! ¿Dónde ha vivido usted? ¿No lee otros
artículos
de la revista "Strand" que los suyos? ¿Cree de verdad que yo sería la
imagen de
la salud que soy si acostumbrara beber té?
—En ese caso, coñac —dije, conteniendo apenas las ganas de lanzar
una
carcajada al ofrecerle un vaso. Sin duda, Holmes conocía a la gente más
insólita,
si bien cuál podría ser su relación con este viejo alcohólico, era algo que
no
alcanzaba a descifrar.
Le entregué el vaso y volví a sentarme.
—¿Y cuál es su mensaje para Míster Holmes?
—¿Mi mensaje? —los ojos castaños se ensombrecieron—. ¡Ah, sí! ¡Mi
mensaje! Dígale a Míster Holmes… Me temo que estas noticias no sean
muy
buenas…, que sus inversiones en tierras de Torquay han muerto
ahogadas.
—¿Ahogadas?
—Ahogadas, ni más ni menos. Se cayeron al mar, las pobres tierras.
—No tenía noticias de que Míster Holmes hubiese invertido en tierras
en Torquay.
—Todo lo que tenía —dijo el agente con gravedad, a la vez que recogía
su vaso y hundía la gran nariz en él.
—¿Qué dice?
El hombre hizo un gesto afirmativo y luego agitó la cabeza hacia uno y
otro lado con un gesto de desaliento.
—Pobre Míster Holmes. Hace años que me viene dando instrucciones de
que adquiera tierras sobre el mar..., según creo, con la idea vaga de
construir
quizá un hotel allí, y el hecho es que... Todo se ha ido al diablo. ¿Oyó
hablar
usted de la tormenta que nos castiga desde hace cuatro días? ¿No? Bien,
doctor, le aseguro que he vivido toda la vida en esa región y nunca he
visto una
tormenta como ésta. Plymouth está casi devastado por las inundaciones y
hay
parcelas enteras de tierra que han caído directamente en La Mancha. Los
cartógrafos tendrán que trabajar bastante a partir de ahora —Míster
Jackson
volvió a hundir la enorme nariz en el coñac mientras yo trataba de digerir
todas
estas noticias.
—¿Quiere usted decirme que las tierras de Míster Holmes... todas...
están bajo el océano?
—Hasta el último centímetro, aunque no lo crea, doctor. Está arruinado.
Es esta misión tan triste la que me ha traído a Londres.
—¡Increíble! —exclamé, y me levanté de un salto al comprender por fin
la gravedad de la catástrofe—. ¡Arruinado! —me dejé caer en mi propio
asiento,
atontado por lo súbito de la desgracia.
—Por su cara diría que a usted no le vendría mal un trago, doctor, si me
permite que opine.
—Es posible —dije, y levantándome con pasos inseguros vertí coñac
para mí. A mis espaldas, el hombre lanzó una carcajada en voz baja.
—¿Le parece cómico? —le dije con aspereza.
—La verdad es que debe reconocer que tiene algo de cómico. Un
hombre invierte hasta el último centavo que tiene en tierras, la inversión
más
segura, diríamos, y de pronto desaparecen bajo el agua. Vamos, doctor,
admita
con sinceridad que hay algo de humorismo en el hecho.
—Francamente no alcanzo a verlo —dije con vehemencia—, ¡aparte de
que hallo repugnante su indiferencia frente al infortunio de su cliente!
¡Llega
usted aquí, se bebe el coñac de Míster Holmes, con todo desparpajo me
anuncia
su revés económico y termina riéndose!
—Como usted diga, doctor —replicó él, devolviéndome el vaso—, aunque
debo confesarle que ha recibido todas estas noticias Con un espíritu
bastante
estrecho. Trate de ver el elemento de humorismo.
—Ni una palabra más, Míster Jackson —dije, y me volví para dejar el
vaso en un aparador.
—Tiene razón, Watson —dijo una voz familiar a mis espaldas—. Creo
que es hora de pedir el té.

11
TEORÍAS y CARGOS
—¡Holmes!
Al girar sobre los talones vi al detective sentado donde yo acababa de
ver al agente de propiedades. Estaba arrancándose la nariz inmensa y
quitándose la peluca blanca.
—¡Holmes, esto es el colmo!
—Me temo que sí —dijo, y escupió el algodón que había usado para
llenarse las mejillas—. Es infantil, estoy del todo de acuerdo. Pero era un
buen
disfraz y tenía que probarlo con alguien que me conociera bien. No se me
ocurrió nadie que respondiera mejor a esta exigencia que usted, querido
Watson.
Cuando se levantó y se quitó el abrigo, dejó ver un volumen
extraordinario de relleno sobre todo el cuerpo. Me senté, tembloroso, y le
observé mudo mientras se quitaba el disfraz y se ponía la bata.
—Hace calor aquí —dijo sonriendo—, pero ha obrado milagros para mí.
Con todo, me temo que queden algunos hilos sueltos que no consigo fijar
por
medio de los datos que poseo hasta ahora. Vamos, vamos a tomar el té.
Cuando tocó el timbre no tardó en llegar Mistress Hudson con la
bandeja. Se quedó atónita al hallar a Míster Holmes en casa.
—No le oí llegar, señor.
—Usted misma me hizo entrar, Mistress Hudson.
Los comentarios de la buena mujer al oír esta noticia no vienen al caso.
Se retiró luego y Holmes y yo acercamos nuestros sillones.
—¡Sus ojos! —exclamé de pronto, Con la tetera aún en la mano—. ¡Son
castaños!
—¿Qué? ¡Ah, un minuto!
Holmes se inclinó hacia adelante hasta quedar mirando al suelo y,
tirando de la piel de la sien derecha, puso la palma de la mano debajo del
ojo
correspondiente. Observé, intrigado, que repetía la misma operación con
el ojo
izquierdo.
—Pero, ¿qué cosa de prestidigitación, o de magia...? —comencé a decir.
—La última novedad en materia de disfraces, Watson —Sherlock
Holmes estiró una mano y me mostró los pequeños adminículos—. Tenga
cuidado.
Son de vidrio y muy frágiles.
—Pero ¿qué son?
—Una sutileza mía, para cambiar el único rasgo del rostro que no es
posible alterar con ninguna pintura. No los inventé —se apresuró a decir
—,
aunque me atrevo a afirmar que soy el primero en aplicar estos objetos a
fin de
disfrazarme.
—¿Cuál es su verdadero fin?
—Un fin muy específico. Hace unos veinte años un alemán en Berlín
descubrió que estaba perdiendo la vista debido a una infección en el
interior de
los párpados que comenzaba a extenderse a los ojos mismos. Diseñó un
vidrio
cóncavo, algo más grande que éstos, y transparente, desde luego, que
debía ser
insertado entre el párpado y la córnea, donde lo mantiene en su lugar la
tensión
superficial. Con ellos se retardó el avance del mal y su vista fue salvada
29 .
Leí acerca de estas investigaciones y modifiqué el diseño un poco. Con
el resultado que usted pudo ver.
—Pero ¿si se rompiera el vidrio? —temblé ante la idea.
—No es probable. Siempre que no nos frotemos los ojos, las
probabilidades de que algo golpee los lentes son muy remotas. Yo los uso
rara
vez, porque lleva algún tiempo acostumbrarse a ellos, y he descubierto
que no
los soporto más de unas horas. Después empiezan a provocarme dolor, y
si me
llega a entrar una partícula de polvo en el ojo, me causa más lágrimas
que si
estuviera en un funeral.
Holmes tomó los diminutos lentes de mis manos y los guardó en una
caja que sin duda había sido hecha expresamente para ellos.
—Puede llegar a hacerse mucho mal en los ojos —le advertí, por
sentirme obligado, en mi calidad de médico, a señalarle algunos de los
peligros
más obvios.
—Van Bülow los usó veinte años sin efectos negativos. De todos modos
consulté a su amigo el doctor Doyle acerca de ellos. Está tan absorto en
sus
actividades literarias que tendemos a olvidar que además es oftalmólogo.
Me
ayudó muchísimo con sus sugerencias en cuanto a las modificaciones
que yo
contemplaba. Luego me los talló Zeiss —prosiguió a la vez que guardaba
la
cajita—, aunque tengo la sospecha de que no tenían la menor idea de su
objeto.
Bien —dijo por fin, llenando la pipa y pasándome su taza—, ¿qué hay de
Bernard
Shaw?
Mientras hacía todo lo posible por asimilar tantas sorpresas sucesivas,
le serví más té y le conté en pocas palabras lo ocurrido durante mi
encuentro en
el café Royal. Con la excepción de una que otra pregunta muy aguda, me
escuchó
hasta el fin en silencio, fumando sin cesar su pipa de brezo y bebiendo
sorbos
de té.
—¿Lo consideró una broma de mal gusto, entonces? —fue su
comentario frente a la relación que me hizo Shaw del Místerioso asalto—.
Debe
de tener una mentalidad bastante curiosa.
29

Es verdad. Los lentes de contacto tienen más de cien años.


—No tengo la sensación de que haya reflexionado mucho sobre el
hecho, ni tampoco deseado hacerlo —dije, con lo cual me hallé
defendiendo al
crítico—. Estaba sumamente ansioso por hallar a Wilde.
—Mmmm... me pregunto a quién más obligaron a saborear ese tónico.
—¿Usted no cree, entonces, que fue una broma pesada? —le pregunté,
sabiendo perfectamente lo que él pensaba.
Holmes sonrió.
—Bastante poco práctica como broma, ¿no diría usted?
—¿Y qué descubrió en sus andanzas de la tarde? —quise saber a mi vez.
El detective se levantó y comenzó a pasearse por el cuarto, con las
manos metidas en los bolsillos de la bata. El humo que brotaba de su pipa
parecía salir de la chimenea de una locomotora. Aparentemente no
advirtió que
yo le había despejado el suelo de libros.
—Primero hice una visita al apartamento que mantiene
clandestinamente Míster Stoker en Porkpie Lane —comenzó diciendo—.
Comprobé (sin que él se enterara) que no puede probar dónde estuvo a la
hora
de cualquiera de los dos asesinatos. Me enteré, como usted, de su
verdadero
nombre de pila y de sus antiguas actividades como crítico teatral.
Seguidamente visité el antiguo alojamiento de Jessie Rutland (muy cerca
de
Tottenham Court Road) y hablé con la patrona. La mujer se mostró
reservada,
pero me informó de mucho más de lo que ella sospecha.
—¡Esto responde a la perfección a una teoría que he estado elaborando
toda la tarde! —exclamé, poniéndome en pie de un salto—. ¿Le
interesaría oírla?
—Desde luego. Sabe muy bien que me impresiona en un grado infinito el
mecanismo de su mente —dijo Holmes, ocupando la silla de la cual me
acababa
de levantar yo.
—Bien. Jessie Rutland conoce a Bram Stoker. El no revela su nombre ni
su verdadera identidad, sino que finge haber llegado recientemente de la
India,
donde ha dejado a su mujer inválida. Hasta fuma cigarros indios para
reforzar
esta impresión. Alquila un apartamento en el Soho para llevar a cabo su
intriga
amorosa, pero de alguna manera Jonathan McCarthy, un antiguo rival de
la
sección de crítica teatral que frecuenta el Savoy, se entera del asunto y
amenaza con divulgar el nombre de la muchacha, a menos que ella
responda a su
propio asedio. Temiendo por ella misma y por su amante, ella accede.
Stoker se
entera de su sacrificio y entrevista a McCarthy, quien ve la oportunidad de
cambiar de juego y le exige dinero. Convienen en encontrarse en un lugar
a solas
con el fin de discutir el precio del silencio. Durante la conversación, que
comienza con bastante calma y con coñac y cigarros, los genios se
enfurecen y
Stoker toma el cortapapeles y lo hunde en su rival. Pudo muy bien ser
capaz de
esto —añadí con entusiasmo, a medida que un mayor número de piezas
del
rompecabezas comenzaban a caer en su lugar más o menos en desorden
—,
porque no sólo fue campeón de atletismo de la Universidad de Dublín,
sino que
además es hermano del conocido médico William Stoker, de quien es
muy
probable que haya recibido una instrucción somera pero adecuada sobre
anatomía. Como usted mismo señaló, tiene la altura correcta y también
los
zapatos que corresponden.
—Brillante, Watson, brillante —dijo mi amigo en voz baja; luego
encendió la pipa con una brasa de la chimenea—. ¿y después?
—Se va. McCarthy respira aún, sin embargo, y se esfuerza por llegar
hasta el estante de la biblioteca. El ejemplar de Shakespeare en la mano
tenía
por fin señalar el Lyceum, teatro que se especializa en el Bardo. En este
momento precisamente Irving está preparando «Macbeth». Stoker, entre
tanto, ha comenzado a sentir pánico. Sabe que cuando miss Rutland se
entere
de la muerte de McCarthy, lo que será inevitable, no cabrá duda en su
mente en
cuanto a la identidad del culpable. El pensamiento de que otro ser vivo
comparta
su secreto empieza a carcomerle el espíritu, como un cáncer. ¿Qué
ocurrirá si la
policía llega a interrogarla? ¿Podrá soportar sus indagaciones? Decide
qué
queda sólo una solución. El Savoy no queda a gran distancia del Lyceum.
Se
dirige sin ser visto al fondo del escenario, vuelve a salir por el salón del
Club de
los Asadores y corre velozmente al Savoy, donde comete el segundo
crimen
durante el ensayo de «El Gran Duque», que, según sabe, tiene lugar en
ese
momento. En seguida vuelve a toda prisa al Lyceum sin que nadie se
haya
enterado de su ausencia. ¡Bien! ¿Qué opina de todo lo que acabo de
decir?
Durante unos instantes Holmes no dijo nada, sino que permaneció con
los ojos cerrados, fumando su pipa. De no haber sido por la columna
ininterrumpida de humo, me habría preguntado si estaba despierto. Por
fin
abrió los ojos y se sacó la pipa de la boca.
—Hasta donde usted ha llegado, es brillante. De verdad debo
felicitarle, Watson. Me maravilla, sobre todo el uso que ha hecho de ese
volumen de «Romeo y Julieta». ¿Por qué McCarthy no eligió «Macbeth»
entonces, si deseaba, como usted dice, señalar con el dedo al Lyceum?
—Tal vez no podía ver ya —aventuré.
Holmes movió la cabeza, con una leve sonrisa en los labios.
—No, no. Vio lo bastante bien como para volver las páginas del volumen
que eligió. Esta no es más que una objeción a su teoría, a pesar del
hecho de
haber en ella unas cuantas cosas muy interesantes. Parece explicar
mucho, lo
reconozco, pero por otra parte no explica nada.
—¿Nada?
—Digamos que casi nada —se corrigió él, inclinándose y dándome unas
palmadas de consuelo en una rodilla—. No debe sentirse ofendido,
querido
Watson. Le aseguro que por mi parte no tengo la menor hipótesis. Por lo
menos
no tengo ninguna que cubra las omisiones existentes en la suya.
—¿Y cuáles son?, quisiera yo saber
—Tomémoslas por orden. En primer lugar, ¿cómo conoció Jessie
Rutland a Bram Stoker, en circunstancias tales que nadie entre quienes
interrogamos estuviera enterado de la relación? En el Savoy, como usted
sabe,
no se ve con buenos ojos el tener amistades masculinas. ¿Dónde se
conocieron,
en ese caso? En el domicilio de miss Rutland, la respetable señora
llamada la
patrona habló en términos muy elogiosos de miss Rutland y dijo que sólo
una vez
había visto a su inquilina en compañía de un hombre. No era un hombre
con
barba. No quiso mostrarse más locuaz al respecto, pero el dato parece
eliminar
a uno y otro de los dos hombres en cuestión. Bien; en cuanto a la agenda
de
McCarthy, ¿puede imaginarle usted en un estado de ánimo tan jovial que
haya
podido referirse a Bram Stoker como un bufón enamorado? ¿Hay acaso
algo
particularmente digno de compasión en Stoker, algo que evidencie
debilidad? ¿O
algo digno de risa? Diría que no. Diré, en cambio, que cabe preguntarle si
no le
impresionó más bien como un hombre amenazador, siniestro y de gran
fuerza. Y
habiendo considerado esto, ¿está preparado para explicar cómo pudo
enamorarse de él miss Rutland tan fácilmente, cuando usted rechaza la
idea de
que se haya enamorado del crítico? En fin, suponiendo por un instante
que haya
querido a Stoker y que él retribuyese tal sentimiento, ¿cómo puede
explicar
usted la incauta conducta de McCarthy al llevar a semejante persona a su
propia
casa, donde no había nadie que velase por su seguridad física? Según su
teoría,
sedujo a Jessie Rutland y además se proponía extorsionar al hombre que
ella
amaba de verdad. ¿Era sensato estar a solas con el hombre a quien
había
afrentado en forma tan monstruosa? ¿No debió haberlo considerado más
bien
como un acto de desafío a la providencia? Jonathan McCarthy puede
haber sido
un hombre depravado, tal como lo sugiere la evidencia, pero no hay nada
que
permita abrigar la noción de que era temerario.
Sherlock Holmes calló, quitó la ceniza de su pipa y volvió a llenarla.
Este acto pareció recordarle algo.
—¿Y qué hay de los cigarros indios? ¿Cree seriamente que los fumaba
para convencer a miss Rutland de que había llegado hacía poco tiempo
de la
India? No puedo creer que el conocimiento de ella sobre distintos tabacos
fuese suficiente como para establecer distinciones tan sutiles. Usted y yo,
como recordará, nos vimos obligados a recurrir a Dunhill's para obtener
una
identificación precisa. Y ya que hablamos de ello, en el mundo aislado del
teatro,
¿cuánto tiempo podía Stoker (si acaso fue él el criminal) esperar
mantener su
engaño sobre la India entre gente que le conocía tan bien? Hoy se enteró
usted
de que su mujer es amiga de Gilbert. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido
antes
que Jessie Rutland, que trabajaba en el Savoy, descubriera su verdadera
identidad? y si, por un fallo en nuestra línea de pensamiento, se fumaron
esos
cigarros con el objeto de contribuir al engaño, ¿por qué haberlos llevado
al
apartamento de McCarthy? Según su explicación, el crítico sabía
perfectamente bien quién era él Más aún, ¿cómo habría podido concertar
la
entrevista si no lo hubiera sabido? ¿Y qué hay de la amenaza dirigida a
nosotros, ese mensaje pegado con engrudo sobre una hoja de papel
indio? ¿No
será mucho más probable que Jack Point, como pienso seguir
llamándole, haya
vuelto en fecha reciente de la India y que esto explique su elección de
tabaco y
de papel de cartas? En fin, su teoría no explica el hecho más singular de
todo el
asunto.
—¿Qué es... ?
—Ese episodio de los tónicos que nos obligaron a beber a los tres fuera
del restaurante de Simpson's anoche. Aun aceptando la fuerza física de
Stoker
y su capacidad de comportarse en forma exótica, ¿qué puede haber
pretendido
lograr obligándonos a tragar lo que fuere que bebimos? Hasta que
consigamos
aclarar este punto, todo el hecho seguirá envuelto en el Místerio.
La lógica de Holmes era tan aplastante que, aunque de mal grado, no
pude menos que declararme vencido.
—Y ahora ¿qué piensa hacer? —pregunté.
—Fumar. Este es un problema de tres pipas. No estoy seguro, pero aún
puede que requiera mayor número.
Dicho esto, se acomodó en una pila de almohadones en el suelo y
procedió a fumar tres pipas más, una detrás de otra. No se movió ni
parpadeó,
sino que se quedó inmóvil, como la lombriz de «Alicia en el País de las
Maravillas», contemplando quién sabe qué mientras contaminaba el aire
del
cuarto con esas emanaciones malolientes.
Familiarizado con esta actitud, decidí ocupar el tiempo tratando de
leer, pero ni siquiera las apasionantes historias de Rider Haggard
consiguieron
absorber mi atención durante aquellas horas en que oscurecía ya en
Londres.
Los relatos me impresionaban como bastante poco movidos, comparados
con el
Místerio que encarábamos, un Místerio tan enmarañado y complejo como
el que
más entre los que alcanzaba a recordar en la larga y distinguida carrera
de mi
amigo. Había tenido razón al referirse al líquido que nos obligaron a beber
como
la clave del problema. Sin embargo, por muchos esfuerzos que yo hiciera
no
conseguía recordar su gusto, y además mi total incapacidad de recordar
nada
del insistente anfitrión que nos convidó, con la excepción de los guantes
que
llevaba, me atormentaba infinitamente.
Estaba Holmes llenando su cuarta pipa, la gastada pipa de cerámica,
cuando tanto su ritual como su impaciencia terminaron de pronto con el
ruido de
golpes en la puerta, seguidos por la aparición del inspector Lestrade, muy
seguro de sí mismo.
—¿Encontró asesinos recientemente, Míster Holmes? —preguntó con
aire malicioso al quitarse el abrigo. La idea que tenía el hombre del tacto
era la
de un elefante.
—En los últimos días, no —dijo el detective mirándole serenamente
desde las profundidades de su improvisado nido de almohadones.
—Pues yo, sí —se jactó el hombre.
—¿Sí? ¿Al asesino de Jonathan McCarthy?
—Sí, y asesino de Jessie Rutland. No sabía que estos crímenes tenían
relación, ¿eh? Pues la tienen, sin lugar a dudas. Miss Rutland fue la
amante del
difunto crítico y a ambos les despachó una misma mano.
—¿Sí? —repitió Holmes, palideciendo algo. Se sentiría herido en lo más
profundo, estaba seguro, si aquel tonto de inspector llegaba a resolver los
dos
asesinatos antes que él. Estaban en juego su vanidad y su orgullo
profesional.
Todo lo que Holmes representaba en materia de investigación criminal
exigía
que sus métodos jamás fueran superados por otros tan poco científicos y
torpes como los de Scotland Yard.
—¿Sí? —repitió por tercera vez—. ¿Y ha descubierto usted por qué el
asesino fumaba cigarros indios?
—¿Cigarros indios? —Lestrade lanzó una carcajada—. ¿Todavía sigue
obsesionado por los cigarros? Bien, ya que quiere saberlo, se lo diré. Los
fuma
porque es indio.
—¿Qué? —exclamamos los dos a la vez.
—Así es, es un nativo, un «Parsee». Se llama Achmet Singh y hace poco
más de un año que vive en Inglaterra, donde tiene con su madre, en
Tottenham
Court Road, un comercio de muebles usados y curiosidades.
Lestrade se paseó por el cuarto mientras reía y se frotaba las manos,
sin poder casi disimular su complacencia y regocijo.
Si Sherlock Holmes, en cambio, estaba fastidiado por las noticias del
policía, hizo todo lo posible por ocultarlo.
—¿Dónde conoció a miss Rutland? —preguntó.
—Su comercio está situado calle abajo. cerca de la pensión. La patrona
le identificó y me dijo que el hombre solía visitarla y llevarla a dar paseos
a pie.
La mujer estaba tan escandalizada por la idea de que una de sus
inquilinas
hubiese trabado relación con un mono negro como ése, que se abstuvo
de
decírselo a ustedes. Por lo menos, supongo que fue con usted con quien
habló
hoy —añadió, y con un gesto esbozó un abdomen voluminoso y volvió a
reír—.
Aquí es donde resulta útil la policía oficial, Míster Holmes.
—¿Puedo preguntarle qué tenía que hacer él con tabaco si pertenecía a
la secta de los Parsees?
—¡Y qué estaba haciendo en Inglaterra, podría preguntarme usted del
mismo modo! Pero si vino aquí a mezclarse con los blancos, sin duda
debió de
adoptar algunas de nuestras costumbres. Debo señalarle aquí que el
hombre
estaba asistiendo a clases nocturnas en la Universidad de Londres.
—Comprendo. Signo seguro de poseer una mentalidad criminal.
—Podrá burlarse —repuso el inspector sin inmutarse—. Lo esencial es
—dijo, apoyando un índice muy enfático contra el pecho del detective—,
lo
esencial, repito, es que el hombre no puede explicar dónde estaba
durante el
período en que se registraron los dos crímenes. Tuvo, pues, tiempo y
motivos —
terminó diciendo con aire de triunfo el inspector.
—¿Motivo? —dije.
— ¡Celos! ¡Pasión de hereje! Sin duda usted lo ve, doctor. Ella le dejó
para enredarse con ese crítico...
—Quien le invitó a su casa, donde el «Parsee» bebió coñac —sugirió
Holmes con suavidad.
—¿Quién sabe si bebió una gota o no? La copa estaba volcada sobre un
costado y estaba todavía con coñac dentro. Pudo haber aceptado la
invitación a
beber sencillamente como parte de su plan para lograr la entrada a la
casa.
—Fue allí, desde luego, sabiendo que encontraría al alcance de su mano
un arma eficaz para cometer el crimen...
—No dije que tenía por plan matar a McCarthy —replicó Lestrade—. No
dije ni una palabra sobre asesinato premeditado, ¿no? Puede que haya
querido
tan sólo suplicar al otro que le devolviera la mujer blanca —Lestrade se
levantó
y tomó su sombrero—. Tiene casi la talla que corresponde y además usa
la mano
derecha —dijo.
—¿Y los zapatos?
Lestrade le dirigió una ancha sonrisa.
—Sus zapatos, Míster Holmes, no tienen más que tres semanas de uso y
fueron comprados en el Strand.

12
EL «PARSEE» Y LA CASA EN PORKPIE LANE
Cuando se fue Lestrade, Sherlock Holmes se quedó inmóvil largo rato.
Daba la impresión de estar tan ensimismado que no quise interrumpirle,
pero mi
propia ansiedad era tan grande que no pude quedarme callado más
tiempo.
—¿No será mejor que hablemos con el hombre? —pregunté, dejándome
caer en un sillón frente a él.
Me miró en forma pausada, el rostro siempre fruncido de preocupación.
—Supongo que será lo mejor —asintió, y poniéndose en pie, juntó sus
ropas—. No está mal en casos como éstos hacer los gestos
convencionales.
—¿Cree entonces que pueden haber atrapado al culpable?
—¿El culpable, dijo? —Holmes pesó la pregunta mientras guardaba
llaves en el bolsillo de su chaleco y recogía una linterna con foco redondo
que
tenía detrás de la mesa—. Lo dudo. Hay demasiadas explicaciones y
frases como
«casi la altura que corresponde» que delatan los fallos del caso
propuesto. A
pesar de ello, será mejor que echemos una mirada, aunque sólo sea para
establecer lo que no sucedió —dijo, y luego se adelantó con la expresión
más
seria que le había visto en mucho tiempo—. Tengo la intuición de que
esto
presagia algo muy malo, Watson. Lestrade ha construido un bonito caso
con
evidencia circunstancial, en el cual el horroroso espectro del fanatismo
racial
desempeña un papel importante y bastante ostensible. Achmet Singh
puede no
ser culpable, pero las cartas están echadas contra él.
No dijo nada mas acerca del tema, pero me permitió, en cambio,
reflexionar sobre su punto de vista de la situación durante un silencioso
trayecto en coche de alquiler hasta Whitehall. No hubo dificultad en
obtener
autorización para ver al prisionero, ya que la visita de Lestrade había
incluido la
invitación a que viéramos al hombre.
En el instante en que nos permitieron entrar en la celda de Singh,
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio. El hombre que
pudimos ver
por la ventanilla de la puerta era de talla diminuta y muy delgado. No
parecía
suficientemente alto ni fuerte como para haber realizado las hazañas
físicas
que el fiscal tendría que atribuirle. Además, llevaba un par de anteojos
con los
vidrios más gruesos que hubiese yo visto nunca, con los cuales leía un
diario que
sostenía a muy pocos centímetros de la nariz.
Holmes hizo un gesto al guardián, quien abrió la puerta.
—¿Achmet Singh?
—¿Sí? —un par de ojos muy oscuros miraron con esfuerzo detrás de
los anteojos—. ¿Quién es?
—Soy Sherlock Holmes. Y éste es el doctor Watson.
—¡Sherlock Holmes! —el hombrecillo se acercó a nosotros con viveza—.
¡Doctor Watson! —hizo ademán de tomarnos de las manos, pero se
abstuvo y
retrocedió, mirándonos con aire suspicaz—. ¿Qué quieren?
—Ayudarle, si podemos —dijo Holmes con amabilidad—. ¿Podemos
sentarnos?
Singh se encogió de hombros y señaló con un gesto vago el mezquino
camastro.
—Nadie puede ayudarme —dijo con voz temblorosa—. No tengo
coartada y conocía a la muchacha. Además, mis zapatos son del tamaño
que
corresponde y los compré donde no debí hacerlo. Soy, en fin, un hombre
de
color. ¿Qué Jurado en el mundo podría resistir semejante combinación?
—Un Jurado británico la resistirá —dije—, siempre que podamos
demostrar al fiscal que no puede probar sus cargos.
—¡Bien dicho, Watson! —dijo Holmes, y al sentarse en el camastro me
invitó a sentarme también—. Míster Singh, ¿por qué no nos cuenta su
propia
versión de los hechos? ¿Fuma? —dijo, haciendo el gesto de sacar una
petaca del
bolsillo, pero el hombrecito rechazó la invitación con otro gesto distraído.
—Mi religión me niega el consuelo del tabaco y el alcohol.
—¡Qué lástima —dijo Holmes, aunque apenas logró disimular una
sonrisa—. Ahora, díganos lo que sabe de este asunto.
—¿Qué puedo decirles, fuera de que no maté a miss Rutland, ni sé quién
la mató? —había lágrimas en los ojos del pobre hombre, que se veían
magnificadas en forma patética por los gruesos lentes, con lo cual su
pena daba
la impresión de duplicarse.
—Debe decirnos lo que pueda, por poco importante que le parezca.
Comencemos por miss Rutland. ¿Cómo trabó amistad con ella?
El prisionero se apoyó contra el muro de ladrillo junto a la puerta y
dirigió hacia ella sus palabras:
—Vino a mi comercio, que queda cerca de la esquina de su casa. Vendo
curiosidades de Oriente y también muebles ingleses de segunda mano, y
a ella le
agradaba mirar todo, cuando disponía de tiempo libre. Yo respondía a sus
preguntas sobre los objetos que le gustaban y le decía lo que podía sobre
su
origen. Poco a poco empezamos a hablar de otros temas. Era huérfana y
mi
madre había muerto poco tiempo antes. Aparte de mis clientes y de sus
amigos
en el teatro, ninguno de los dos conocíamos a mucha gente —el hombre
calló y
tragó saliva con esfuerzo. La nuez de Adán aparecía sobre los músculos
tensos
de su cuello delgado cuando se volvió para mirar al detective frente a él
—. Nos
sentíamos muy solos, Míster Holmes. ¿Es esto un crimen?
—Le aseguro que no —repuso mi amigo con suavidad—. Prosiga.
—Entonces comenzamos a dar largos paseos a pie. ¡Nada más, le doy mi
palabra! —añadió con viveza—. Simples paseos. Por las tardes, cuando
todavía no
había comenzado el frío y ella debía ir al teatro, caminábamos. Y
seguíamos
conversando.
—Comprendo.
—¿De verdad comprende? —el indio rió de un modo que más bien
parecía un sollozo—. Me alegro. El inspector Lestrade no comprende.
Interpreta
nuestra conducta de un modo muy diferente.
—No se preocupe por el inspector Lestrade ahora. Le ruego que siga
hablando.
—No hay mucho que agregar. Donde quiera que camináramos, la gente
nos miraba y murmuraba a nuestro paso. En un principio no prestamos
mucha
atención, pues nuestra soledad nos daba valor para desafiar las
convenciones.
—¿Y luego?
El hombre suspiró y un temblor agitó sus hombros.
—Luego comenzamos a advertir la situación y nos alarmó. Durante algún
tiempo tratamos de ignorar aquellos temores, pero estábamos demasiado
asustados para mencionarlos siquiera. Y entonces... —aquí vaciló,
confuso frente
a sus propios recuerdos.
—¿Decía?
—Ella conoció a otro hombre —hablaba tan bajo que era difícil captar
sus palabras—. Un hombre blanco. Le produjo dolor decírmelo —
prosiguió,
mientras las lágrimas corrían copiosas por sus mejillas—, pero cada vez
nos
sentíamos más incómodos cuando nos veíamos. Aumentaron nuestros
temores.
Hubo pequeños incidentes... alguna palabra oída al pasar junto a un
grupo de
comerciantes... , y ella llegó a sentirse tan atemorizada que le costaba
mucho
decidirse a salir conmigo cuando iba a buscarla. Con todo, no sabía cómo
hablarme de sus temores ni del hombre que había conocido. Fui yo quien
debí
hablar de ello. Le dije que el hecho de que nos vieran juntos con tanta
frecuencia comenzaba a dar lugar a comentarios en el barrio y que era
mejor
detener tales habladurías antes que la perjudicaran o llegaran hasta el
teatro.
Ella trató de no mostrar alivio cuando le dije estas cosas, pero pude ver
que se
había quitado un gran peso. Era una excelente persona, Míster Holmes,
buena y
generosa en exceso, y no era propio de ella dejar a un amigo. Fue
entonces
cuando me contó acerca del hombre que había conocido. El hombre
blanco —
repitió con un tono de tal desconsuelo que al oírlo se me oprimió el
corazón.
—¿Qué dijo de él?
—Nada, salvo que le había conocido y que le quería. Las normas del
Savoy son sumamente estrictas respecto de estas cosas, de manera que
estaba
obligada a mostrar gran discreción. Además, pienso que no quería
hacerme
sufrir dándome muchos detalles. Es por esta razón que nunca nos
aventuramos
más lejos de nuestra propia vecindad —añadió—, pues ello habría
significado la
ruina para ella en el teatro, el haber sido reconocida estando acompañada
por
mí —dicho esto, el indio levantó los ojos desde abajo, porque había caído
en una
posición de rodillas—. Es todo lo que puedo contar.
—¿Estudia usted en la Universidad?
—Sí, Derecho.
—Comprendo —Holmes se acercó y le estrechó la mano—. Míster Singh,
no se desanime. Las circunstancias están contra usted por el momento,
pero me
haré responsable de que nunca tenga que como parecer ante la justicia.
Por unos instantes el indio le miró detenidamente a través de los
gruesos anteojos.
—¿Por qué habría de importarle que yo comparezca o no? No le conozco
a usted y jamás podría pagarle por las molestias que se tome por mí.
Los ojos grises de Sherlock Holmes se humedecieron de una emoción
que pocas veces había observado yo en él.
—La búsqueda de la verdad en este mundo es una molestia que todos
deberíamos aceptar con alegría, por nuestro propio bien —dijo.
El «Parsee» le miró, tragando saliva y sin poder hablar, las lágrimas
deslizándose aún por sus mejillas.
—La visión del hombre es irremediablemente astigmática —comentó
Holmes cuando salimos del tétrico edificio—. ¿Notó usted la forma en que
debía
leer el diario? —la objetividad en el tono y en la expresión facial habitual
en mi
amigo había reaparecido por fuerza—. Suponer que sea capaz de ver
nada del
otro lado de una mesa del tamaño de la que había en casa de McCarthy
es tan
difícil como imaginar a alguien de su tamaño asestando una única
puñalada
mortal desde esa misma distancia con un cortapapeles de punta roma.
—¿Qué propone, entonces?
Holmes miró su reloj bajo la luz del farol callejero.
—Son pasadas las ocho —comentó—. Los teatros están en plena
función. ¿Le gustaría acompañarme en una pequeña excursión, Watson?
—¿Una excursión? ¿A dónde?
—Al número catorce de la calleja llamada Porkpie Lane, en el barrio del
Soho.
—¿Al apartamento de Bram Stoker?
—Sí.
—¿Vamos a robar algo?
—Si usted no se opone.
—De ningún modo. ¿Pero por qué, si usted rechaza mi teoría, le
interesa ese lugar?
—No tenemos alternativa en vista de los sucesos recientes —dijo
señalando con el pulgar en dirección a la cárcel—, fuera de eliminar hasta
los
sospechosos más alejados en cuanto se refiere a este asunto. No consigo
desarrollar una teoría propia y Stoker me persigue como un fantasma.
Puede
que consigamos exorcizar la influencia que ejerce sobre nuestras ideas.
Con tal
objeto he traído mi linterna grande y unas llaves que pueden resultarnos
útiles.
¿Me acompaña? Muy bien. ¡Coche!
El coche de alquiler nos condujo a un sector del West End con el cual
yo no estaba muy familiarizado. Nos internamos primero por calles
iluminadas
ostentosamente, mientras llegaban a nuestros oídos risotadas groseras y
música estridente, para pasar luego a otro sector en el cual hasta los
pocos
faroles de las calles proporcionaban una iluminación escasa. Al mirar a mi
alrededor tuve ganas de irme de allí lo más pronto posible y me
desagradó la
perspectiva de quedarme solo en ese lugar. No había mucha gente en
aquel
barrio, por lo menos no se la veía, aunque yo intuía su presencia detrás
de las
ventanas, al doblar las esquinas y entre las sombras amenazadoras de
los
edificios. Nuestro coche era, evidentemente, una novedad en la zona,
hecho que
el cochero también sentía en forma aguda, pues le oí murmurar un
torrente de
maldiciones sobre nuestras cabezas. Los cascos del caballo resonaban
lúgubremente sobre los adoquines desiertos.
El número catorce de Porkpie Lane correspondía a un edificio de tres
pisos que parecía estar oprimido, ni más ni menos, entre otros dos de
aspecto
abandonado. Algo más altos que el del medio, se inclinaban sobre el
techo del
número catorce, crean. do la impresión de una tenaza.
—¿Cuál es? —pregunté, mirando hacia arriba del extraño edificio.
—Segundo piso, en el centro. La ventana está oscura, como puede ver.
Tiene un pequeño saliente debajo.
—Alguien pensó alguna vez en agregarle un balcón.
—Es muy probable.
Bajamos del coche y convinimos con un cochero no muy convencido, que
volviera al cabo de media hora y nos llevara de regreso a casa. No titubeó
en
partir de prisa, por lo cual no cabía culparle, ya que el ambiente no era
nada
tranquilizador. Mi esperanza era que cumpliera su palabra y volviera a
buscarnos.
Esperamos en la sombra del edificio más próximo hasta que el caballo
se alejó doblando la esquina, con su ruido de cascos. Luego de mirar con
precaución a su alrededor, Holmes sacó un llavero del bolsillo y lo
sostuvo bajo
la luz tenue.
—Es muy útil esto —dijo en voz baja—. Me lo regaló Tony O'Hara, el
más sigiloso de los rateros, cuando le atrapé. ¿Recuerda el caso,
Watson? Fue
una especie de último recuerdo al separarnos, un llavero lleno de bellezas
como
éstas. Cada una de ellas sabe abrir una serie de cerrojos sencillos de una
misma
marca. Si falla una, no hay más que probar la siguiente.
—Esta noche no eligió más que dos —señalé al verle insertar la llave en
el cerrojo de la puerta principal y hacerla girar en uno y otro sentido—.
¿Cómo
supo cuáles debía traer?
—Estudiando los cerrojos esta tarde.
—No tenía la menor idea de sus habilidades para irrumpir en casas con
fines de robo.
—Tengo una gran habilidad —replicó él muy ufano—, y siempre estoy
dispuesto a hacerlo en nombre de una buena causa. Siempre es la causa
que
justifica prácticas algo deshonestas como la de ahora —dijo, y vi que le
relucían
los ojos en la oscuridad—. L'home c'est riend, l'oeuvre c'est tout. Vamos,
Watson.
El cerrojo había cedido ante los suaves manipuleos de Holmes y la
puerta que se abrió delante de nosotros nos reveló un corto pasillo que
llevaba
directamente a un derruido tramo de escalera. Subimos por ella sin
vacilar, por
considerar que cuanto menos tiempo quedáramos expuestos a que nos
vieran,
más seguros estaríamos. Mientras subíamos miré a mi alrededor y me
pregunté
qué clase de lugar era.
Un paso o dos detrás de mí, el detective adivinó mis pensamientos.
—Es una especie de casa de pensión de las que suelen alojar huéspedes
de paso —me informó—. No se detenga.
Nos llevó algo más de tiempo abrir la puerta del apartamento, pero
después de otros movimientos cuidadosos, vencimos también ese
obstáculo y
nos encontramos en el santuario privado de Bram Stoker.
Holmes encendió la linterna y examinamos e ella la pequeña habitación.
—No muy propicio para un romance —comentó él con sequedad,
levantando bien alto la linterna sobre la cabeza y girando lentamente. El
cuarto,
no obstante su modestia, estaba ordenado y sin muchas cosas. Había
sólo tres
muebles visibles, un escritorio, una silla y una cama angosta. Sobre el
escritorio
no había más que un tintero y una hoja de papel secante. Las paredes
rajadas y
descascarilladas no exhibían ni un cuadro o decoración de otro género.
—No diría que es un lugar para citas amorosas —convine, mirando a
Holmes.
El detective me respondió con un gruñido y se acercó al escritorio.
—Empiezo a ver la lógica de esto, Watson. La amante Místeriosa de
nuestro Stoker es la musa de la literatura. Pero ¿por qué tanta
circunspección?
Holmes se sentó junto al escritorio, apoyando la linterna sobre él, y
comenzó a abrir cajones. Yo me adelanté y miré sobre su hombro cuando
empezó a extraer de ellos varios fajos de papel cubierto por una letra
prolija e
inusitadamente femenina.
—Mire algunos de estos papeles —dijo, y me pasó una hoja. Comencé a
leer, en pie junto a él por no haber otra silla ni otra fuente de luz. En
apariencia
el hombre había copiado una serie de cartas, extractos de diarios y notas
personales intercambiadas o bien escritas entre personas llamadas
Jonathan
Harker, Lucy Westenra, Dr. Abraham Van Helsing, Arthur Holmwood y
Mina
Murray.
—Debe de tratarse de una especie de novela —murmuró Holmes
inclinado sobre otro manojo de papeles.
—¿Una novela? No puede ser.
—Sí, una novela escrita en forma de cartas y diarios. ¿No le llama la
atención nada en el nombre de de Jonathan Harker?
—Supongo que recuerda algo el nombre completo de Stoker.
—¿Algo? Contiene precisamente el mismo número de sílabas y están
distribuidas entre el nombre de pila y el apellido exactamente del mismo
modo.
Stoker y Harker son casi idénticos, y Jonathan y Abraham provienen de la
misma fuente, la Biblia. Barker debe ser su seudónimo literario.
—¿Por qué entonces hay un doctor Abraham Van Helsing? —le
pregunté, mostrándole el nombre. Holmes lo leyó con el ceño fruncido.
—Juegos con nombres, juegos con nombres —murmuró—.
Evidentemente esa parte de mi suposición era incorrecta, o por lo menos
incompleta —siguió leyendo, volviendo las páginas del manuscrito en
orden, con
los labios apretados en un gesto de concentración.
—Mire esto —dijo al cabo de unos minutos de silencio. Cesé en mi
inspección por el cuarto y volví a leer por sobre el hombro del detective:
En la cama junto a la ventana yacía Jonathan Harker, el rostro
congestionado y la respiración afanosa, como si estuviera en un estado
de semi—inconsciencia. Arrodillada junto al borde de la cama, mirando
hacia el exterior, estaba la figura vestida de blanco de su mujer. Junto
a ella se hallaba un hombre alto y delgado, el Conde. Con la mano
derecha le aferraba la nuca a la mujer, obligándola a rozar casi el
pecho de su marido. El camisón de ella estaba manchado de sangre, y un
hilo corría por el pecho descubierto del hombre, visible por tener las
ropas desgarradas y entreabiertas. La actitud de ambos mostraba un
terrible parecido a la del niño cuando empuja la nariz de un gatito
contra un platillo para obligarlo a beber 30 .

—¡Por Dios! —exclamé, levantando los ojos y frotándomelos con una


mano—. ¡Qué depravado! —y vea esto —Holmes me señaló otro pasaje.
... y ahora eres para mi carne de mi carne, sangre de mi sangre. Por un
tiempo, mi inagotable lagar. Seguidamente se abrió la camisa y con sus
uñas
largas y afiladas se abrió una vena en el pecho. Cuando empezó a brotar
la
sangre, me tomó ambas manos en una de las suyas, reteniéndolas con
gran
fuerza, y con la otra me aferró el cuello y me apretó la boca contra la
herida,
de modo que si no bebía me sofocaría... Dios mío, ¿qué he hecho?

—Holmes, ¿qué obra de demente es ésta?


—No me extraña que escriba en secreto —comentó el detective,
mirándome—. ¿Ha notado alguna otra cosa?
—¿Qué quiere decir?
—Sólo que Míster Stoker sabe cómo inducir a alguien a tragar.
Otra vez miré los pasajes y nos quedamos mirándonos con expresión de
horror.
—¿Será posible que nos hayan obligado a beber sangre? —murmuré en
voz baja.
Antes que el detective respondiera, advertimos el ruido de los cascos
de un caballo que se aproximaba por la calle.
—No es aún la hora del cochero —observó Holmes, apagando
bruscamente la linterna. El cuarto quedó sumido en las tinieblas. Cuando
miró
entre las persianas en dirección a la calle, lanzó una exclamación:
— ¡Cielos, es él!
—¿El cochero?
—No, ¡Stoker!

13
EL POLICÍA DESAPARECIDO
30
Este pasaje y los nombres de los personajes muestran en forma harto
obvia que el
manuscrito en cuestión era un original de "Drácula", comenzado en 1895
por Stoker y
publicado en 1897. La alusión de Ellen Terry a «lo que sucedió la primera
vez» se refiere,
sin duda, a los relatos cortos de Stoker, «Bajo el atardecer». Henry Irving
era
extremadamente posesivo en cuanto al tiempo que le dedicaba Stoker.
—Rápido, Watson.
Holmes juntó los papeles a toda velocidad y volvió a guardarlos en los
cajones de donde los había retirado. En el momento en que oíamos
golpearse la
portezuela del coche, llegó de un salto a la puerta del apartamento y la
cerró
con llave.
—Pero Holmes...
—¡Por el balcón, hombre! ¡Rápido!
En menos tiempo del que me lleva contarlo, abrimos la ventana de par
en par y salimos al angosto saliente, cerrando las persianas en el instante
en que
se oyeron los pasos pesados de Stoker por la escalera.
—No mire hacia abajo —fue la última recomendación de mi amigo
cuando nos apretamos contra la pared del edificio y aguardamos allí,
inmóviles.
No tuvimos mucho que esperar. A los pocos segundos de haber ocupado
nuestro precario escondite se abrió otra vez la puerta del apartamento y
entró
Stoker. Cerró la puerta tras de sí y le echó el cerrojo. Luego se acercó a
su
escritorio, encendió la luz de gas y abrió los cajones. Sacó de uno de
ellos
lapiceros, papel en blanco y lo que ya había escrito y dedicó unos minutos
a
poner en orden su material, sin haber reparado, en apariencia, en nada
anormal.
Sin más preámbulos se dedicó a la escritura de su horroroso manuscrito.
Cuánto tiempo permanecimos en aquel angosto saliente, sosteniéndonos
contra el borde de la ventana, es difícil decirlo. Había salido la luna, que
nos
tenía paralizados allí como dos especímenes examinados bajo una luz
potente.
No nos atrevíamos a movernos, ya que estábamos tan cerca del novelista
clandestino que el menor ruido que hiciéramos despertaría, sin duda, sus
sospechas. A medida que transcurría el tiempo y mientras rogábamos por
el
regreso de nuestro coche, nuestras manos, aun debajo de los guantes,
comenzaron a perder toda sensación. El silencio que nos rodeaba era tan
profundo que sólo lo interrumpía de cuando en cuando una tosecilla del
interior.
Después de un período que se nos antojó de años, rompió de pronto
este silencio el ruido de cascos de un segundo caballo. Holmes y yo nos
miramos
y él me hizo un gesto de que espiara entre las persianas. Al hacerlo pude
distinguir al autor inclinado sobre su obra, totalmente indiferente a
ninguna
perturbación fuera de su mundo de loco. Volví a mirar a Holmes y con un
parpadeo le indiqué que todo iba bien, y éste me hizo un gesto con su
mano libre
para que saltáramos sobre el techo del coche cuando se detuviera debajo
de
nosotros.
El pobre cochero llegó a la calleja dando muestras de gran nerviosidad
y mirando a uno y otro lado. Holmes le hizo una señal desde donde
estábamos,
indicándole que se aproximara, al mismo tiempo que se llevaba un dedo a
los
labios en un ruego teatral de que guardara silencio. El hombre se quedó
atónito
al vernos colgados, por así decir, de la luna, pero obedeció las
indicaciones de
Holmes, y lentamente hizo avanzar el vehículo. Cuando lo hubo colocado
en el
lugar preciso, bajamos con cuidado al techo frente a él haciendo un
mínimo de
ruido.
Una vez en el coche, Holmes asió al cochero desde atrás en un abrazo
de gratitud.
—Baker Street —ordenó en voz baja, y así volvimos a casa, dejando al
infernal Stoker absorto en sus extraños esfuerzos literarios.
—Su teoría tiene ahora otro fallo más —comentó Holmes cuando
subíamos los diecisiete escalones hasta nuestras habitaciones—. La
guarida
secreta de Bram Stoker es utilizada para escribir, no para citas, dado que
su
pasatiempo es causa de la desaprobación de su familia y su patrono.
—Lo comprendo bien —dije a mi vez—. Pero ¿qué hay de esos pasajes
de su libro, los que hablan de gente a quien obligan a beber...?
—Estaba pensando en ellos cuando volvíamos —dijo él, deteniéndose en
la escalera—. Como verá usted, si se desea inducir a alguien a tragar, no
hay
más que una manera de hacerla. No, Watson, me temo que las cosas
están
poniéndose sumamente graves. Podríamos desear que Bram Stoker
fuese
nuestra presa, pero no lo es... como tampoco lo es ese pobre indio a
quien
arrestó Lestrade. La única diferencia entre ellos —añadió, abriendo la
puerta—
es que si no logramos descubrir al verdadero asesino, Achmet Singh será
colgado. ¡Hola! ¿A quién tenemos aquí? ¡Es el joven Hopkins!
Era, en verdad, el policía de cabellos castaños quien acababa de
sentarse en un sillón a instancias de nuestra patrona. Se levantó
inmediatamente con aire confuso y explicó a Holmes que Mistress
Hudson le
había indicado que nos esperara allí.
—Está muy bien, Mistress Hudson —la tranquilizó Holmes
interrumpiendo el torrente de explicaciones sobre el asunto—. Ya sé que
no le
gusta tener policías merodeando por su propia sala.
La paciente mujer aludió con rapidez a las extrañas actividades de los
últimos tiempos, lo cual, estaba seguro, se refería a la aparición de
Holmes
disfrazado, aquella misma tarde, y se retiró.
—Bien, Hopkins —comenzó a decir Holmes tan pronto como se cerró la
puerta—, ¿qué le trae a Baker Street a una hora en que la mayoría de los
policías libres de servicio están en casa descansando? Observo que ha
hecho
rodeos para llegar hasta aquí y que se cuidó mucho de que no le vieran.
—Señor, ¿cómo pudo saberlo?
—Estimado muchacho, se ha despojado del menor vestigio de su
uniforme, lo cual quiere decir que probablemente pasó por su casa.
Luego, mire
la pierna de sus pantalones. Debe de haber por lo menos siete
salpicaduras
diferentes en ella, sin duda provenientes de siete partes distintas de la
ciudad.
Creo reconocer barro de Gloucester Road, el cemento que están
empleando en
Kensington...
—Tuve que ser muy prudente —dijo el muchacho ruborizándose, y con
aire desconcertado nos miró sucesivamente.
—Puede hablar delante del doctor Watson como si estuviera a solas
conmigo —le aseguró Holmes con serenidad.
—Muy bien —dijo Hopkins, y con un suspiro se lanzó a una exposición
que, sin duda, le resultaba difícil—. Debo decirles desde ahora, señores,
que mi
presencia aquí esta noche me coloca en una situación muy difícil... con la
fuerza
policial, desde luego —nos miró entonces, preocupado—. He venido por
mi propia
iniciativa, les diré, y no en carácter oficial.
—Muy bien —murmuró Holmes—. Tenía razón, Hopkins. Hay un futuro
para usted.
—Dudo mucho que lo tenga en Scotland Yard si llegan a enterarse de
esto —replicó el ansioso policía, y, al pensar en ello, sus honradas
facciones se
ensombrecieron—. Quizá sea mejor que...
—¿Por qué no acerca ese sillón a la chimenea y comienza por el
principio? —le interrumpió Holmes con una cortesía que no podía menos
que
tranquilizar a Hopkins—. Así me gusta. Póngase bien cómodo, como en
su casa.
¿Le gustaría beber algo? ¿No? Muy bien, soy todo oídos.
Para probarle, Homes cruzó las piernas y cerró los ojos.
—Se refiere a Míster Brownlow —comenzó el sargento con vacilación.
Al ver que Holmes tenía los ojos cerrados, se volvió hacia mí, perplejo,
pero yo
le indiqué con un gesto que prosiguiera—. Míster Brownlow —repitió—.
¿Conocen
ustedes a Míster Brownlow?
—¿El forense? Creo que nos cruzamos en la escalera en la casa de
South Crescent ayer por la mañana. Iba a examinar los restos de
McCarthy,
¿no?
—Sí, señor —Hopkins se lamió los labios para humedecerlos.
—Buen médico Brownlow. ¿Descubrió algo fuera de lo común en la
autopsia?
Hubo una pausa.
—¿Descubrió algo?
—No lo sabemos, Míster Holmes.
—Pero sin duda debe haber presentado su informe.
—No. El hecho es que... —Hopkins volvió a titubear— Míster Brownlow
ha desaparecido.
Holmes abrió los ojos.
—¿Desaparecido? —repitió.
—Sí, Míster Holmes. Sin dejar rastro.
El detective dejó escapar el aire en un soplido silencioso. Con un gesto
automático, sus manos delgadas comenzaron a llenar la pipa que estaba
más a su
alcance.
—¿Cuándo le vieron por última vez?
—Estuvo todo el día en el depósito trabajando en el cuerpo de Míster
McCarthy... en el laboratorio... y luego empezó a comportarse en forma
muy
rara.
—¿Qué quiere usted decir... con «rara»?
El sargento hizo una mueca, como si estuviera por echarse a reír.
—Expulsó a todos los ayudantes y camilleros del laboratorio. Les obligó
a desnudarse y a cepillarse con fenal, alcohol y luego a ducharse. ¿Y
saben qué
hizo mientras estaban duchándose?
Holmes hizo un gesto negativo con la cabeza. Advertí que debía
esforzarme para oírlo bien.
—Míster Holmes, les quemó sus ropas.
Al oír esto, los ojos de mi amigo relucieron.
—¿Hizo eso? ¿Y luego desapareció?
—En seguida no. Siguió trabajando con el cadáver sin ninguna ayuda, y
luego, como usted sabe, llegaron los restos de miss Rutland y trabajó
algún
tiempo sobre ellos. Y otra vez se puso muy excitado y volvió a llamar a los
camilleros y ayudantes, quienes por segunda vez debieron desnudarse,
desinfectarse con fenal y alcohol y ducharse —Hopkins calló, volvió a
lamerse
los labios y respiró hondo—. Y mientras estaban duchándose...
—¿Quemó sus ropas por segunda vez? —preguntó Holmes. No podía
ocultar su propia excitación y se frotó las manos con aire satisfecho,
echando
bocanadas de humo. El policía hizo un gesto afirmativo.
—Casi resultó cómico. Creyeron que era una especie de broma la
primera vez, pero la segunda se enojaron muchísimo, especialmente los
camilleros. ¡Hubo que envolverles en mantas sacadas de la sala de
primeros
auxilios, y entretanto, Míster Brownlow se atrincheró dentro del
laboratorio!
Llamaron al inspector Gregson, de Whitehall, pero Míster Brownlow se
negó a
abrirle la puerta. Estaba armado con un revólver de la policía y amenazó
con
matar al primero que traspusiese el umbral. La puerta es muy sólida y no
tiene
vidrios, de modo que se vieron obligados a dejarle allí toda la tarde y
hasta
llegada la noche.
—¿Y ahora?
—Ahora ha desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Cómo? ¡Sin duda tuvieron sensatez suficiente como
para destacar a un hombre fuera de la puerta!
Hopkins hizo un gesto enfático de afirmación.
—Lo situaron allí, pero no se les ocurrió poner a otro fuera de los
fondos del laboratorio.
—¿Y a dónde lleva esa puerta?
—A los establos y caballerizas. El laboratorio recibe todas sus
provisiones y elementos de trabajo por allí. La puerta es más grande y
más fácil
de cerrar, de manera que nunca pensaron en vigilarla. Verá, Míster
Holmes, a
ninguno de nosotros se nos ocurrió que el objeto de Míster Brownlow
fuese
abandonar el laboratorio. Todo lo contrario. Supusimos que su intención
era que
nosotros nos retirásemos para quedarse dueño del lugar. Además, le
oyeron
hablar solo allí dentro.
Holmes cerró los ojos y volvió a reclinarse en su asiento.
—¿Con que se retiró por la puerta del fondo?
—Así es, señor. En una ambulancia policial.
—¿Fueron a su casa? Brownlow está casado, según creo recordar, y vive
en Knightsbridge. ¿Intentaron verle allá?
—No fue a su casa, señor. Tenemos gente destacada allí y ni ellos ni su
señora le han visto ni un pelo. Ella está desesperada, por supuesto.
—Qué curioso... ¿Deduzco que ninguna de las actividades del doctor en
el depósito ha tenido el menor efecto sobre la opinión general de Scotland
Yard
de que Achmet Singh es culpable de un doble asesinato?
—Ni el más mínimo efecto, señor, aunque me atrevo a pensar que debe
de haber alguna relación recíproca.
—¿Qué le hace suponer eso?
Hopkins tragó saliva, confuso.
—Ocurre que hay una cosa más que usted ignora, Míster Holmes.
—¿Y qué es... ?
—Míster Brownlow se llevó los cadáveres.
Holmes se irguió en su asiento en forma tan brusca, que el sargento se
echó atrás, a su vez.
—¿Qué? ¿A miss Rutland y a McCarthy?
—Ni más ni menos, señor —el detective se levantó y comenzó a
pasearse por el cuarto mientras el otro le miraba—. Acudí a usted, señor,
porque dentro de mi experiencia limitada usted parece pensar en términos
mucho más lógicos acerca de ciertas cuestiones que... —en este punto
calló,
avergonzado de su indiscreción, pero Holmes, absorto en sus
pensamientos, no
aparentó reparar en ello.
—Hopkins, ¿cree usted que si nosotros fuéramos al laboratorio y
estudiáramos todo en forma detenida podríamos colocarle en una
situación
comprometida?
El hombre palideció.
—Por favor, ni se les ocurra hacer eso. El hecho es que todos están
agitados allí y que no quieren que nadie se entere de lo ocurrido. Se les
ha
metido en la cabeza que esto podría convertirles en el hazmerreír de... La
sola
idea de que un médico policial haya quemado toda esa ropa y
desaparecido luego
con dos cadáveres...
—Es una forma de ver las cosas —convino Holmes—. Muy bien,
entonces. Deberá responder a unas pocas preguntas más en la forma
más amplia
posible.
—Lo intentaré, señor.
—¿Visitó el laboratorio después de haber salido Brownlow de él?
—Sí, señor. Me ocupé expresamente de verlo.
—¡Espléndido! Le diré, Hopkins, que supera todo lo que yo esperaba de
usted. Ahora, dígame qué quedó allí.
El sargento frunció el ceño al reflexionar, ansioso de seguir
mereciendo los efusivos elogios del detective.
—No mucho, por desgracia. Habían fregado todo el lugar hasta dejarlo
limpio como una patena y apestaba a fenal. Lo único que estaba fuera de
lo
habitual era la pila de ropa quemada en las cubetas donde la incendió.
Además,
había vertido sosa cáustica sobre las cenizas.
—¿Cómo supo qué eran, en tal caso?
—Quedaban todavía algunos de los botones, señor.
—¡Hopkins, es usted un as! —dijo Holmes, y volvió a restregarse las
manos—. ¿Y han desaparecido del todo su dolor de garganta y su dolor
de
cabeza?
—Sí, señor. Ayer Lestrade dijo que probablemente fuese sólo... —de
pronto calló y se quedó mirando al detective—. No recuerdo haber
mencionado
estar enfermo.
—No lo mencionó, pero ello no altera el hecho de que se haya
recobrado. Me alegro mucho de saberlo. ¿No ha omitido nada? Por
ejemplo.
¿algún traguito de algo que haya bebido?
Hopkins le miró con aire perplejo.
—¿Traguito? No, señor. No comprendo qué quiere decirme.
—No lo dudo. Lestrade también se siente bien ahora, ¿no?
—Está del todo curado —repuso el sargento y para sus adentros
renunció a toda esperanza de descubrir los secretos del detective.
Holmes
frunció el ceño, a su vez, y pensó, con el mentón apoyado en las manos.
—Ustedes dos han tenido mayor suerte de la que sospechan.
—Vamos, Holmes —intervine—. Creo vislumbrar hacia dónde se dirige.
Hay algún problema de contaminación o de contagio involucrado en...
—Precisamente —los ojos de Holmes relucieron—, pero nos queda
determinar qué es lo que amenaza proliferar. Watson, usted vio los dos
cuerpos
y llevó a cabo un examen rápido de ambos. ¿Algo en la condición de los
cadáveres indicaba alguna enfermedad?
Permanecí sentado, pensativo, mientras me observaban. Holmes apenas
podía contener su impaciencia.
—Creo haber dicho en cada oportunidad que la garganta de los dos
cadáveres presentaba una rigidez prematura, como si estuvieran
inflamados los
ganglios. Sin embargo, hay una cantidad de enfermedades comunes que
comienzan con inflamación de garganta.
Con un suspiro, Holmes hizo un gesto de asentimiento y se volvió otra
vez hacia el policía.
—Hopkins, temo que sea inevitable efectuar una visita al laboratorio
del depósito entrando por los fondos. Lo que está en juego es demasiado
grave
para que nos preocupemos por la dignidad de la policía metropolitana.
Debemos
establecer cómo pudo un solo hombre llevarse dos cadáveres. Creo que
ya
empezamos a sospechar por qué lo hizo.
—¿Para deshacerse de ellos? —pregunté.
Holmes, muy serio, hizo un gesto afirmativo.
—Creo, además, que sería conveniente divulgar la alarma general en
cuanto a la ambulancia desaparecida.
—Se ha hecho esto ya, Míster Holmes —dijo el sargento con cierta
satisfacción—. Si está en Londres, la encontraremos.
—Esto es precisamente lo que ninguno de ustedes debe hacer: poner
las manos en ella —repuso Holmes, poniéndose el abrigo—. Nadie debe
acercarse a esa ambulancia. Watson, ¿está siempre dispuesto a
acompañarme?

14
HORROR EN EL «WEST END»
Momentos más tarde nos encontramos con el sargento en la acera, lleno
de ansiedad frente al 221 b, esperando un coche de alquiler. En jugar de
éste,
no obstante, vimos una figura familiar que se acercaba bailando casi bajo
la luz
de los faroles de gas.
—¿Se enteraron del último escándalo? —exclamó Bernard Shaw sin
molestarse en darnos la mano—. ¡Le han atribuido todo el asunto a un
«Parsee»!
Sherlock Holmes intentó informar al inquieto irlandés que estábamos al
corriente del giro que habían tomado los acontecimientos, pero en aquel
instante Shaw reconoció al sargento Hopkins y se lanzó al ataque del
pobre
muchacho con todo el poder de su vitriólico sarcasmo.
—¿Conque sin uniforme, eh? —comenzó diciendo—. Y es lo que
corresponde si se contempla un asesinato. Me pregunto cómo no tiene
vergüenza de presentarse en público con esas manos ensangrentadas.
¿Cree
seriamente, sargento, que el público británico, que reconozco que es de
una
credulidad inimaginable, va a tragarse esta tramoya en particular? No
pasará;
créame, sargento; no pasará. Es demasiado gruesa para pasar por el
más amplio
marco de posibilidades. Esto no es Francia; debe usted recordado por su
bien 31 .
¡No podrán ustedes distraer nuestra atención con una charada de corte
xenofóbico!
En vano, mientras esperábamos el coche, trató Hopkins de contener
31

No hay manera de determinar el significado exacto de este comentario,


pero, en mi
opinión, se refiere al juicio contra el capitán Dreyfus.
aquella impetuosa ola de retórica. Señaló, por ejemplo, que no era él
quien había
arrestado al indio.
—¡Qué bien! —dijo Shaw aprovechando de inmediato la ocasión de
desplegar otra analogía literaria—. Usted se lava las manos, como Pilato,
¿eh?
Me sorprende que haya lugar en la palangana para todos ustedes en fila
con sus
manos manchadas. Si usted supone que...
—Mi querido Shaw —se quejó Holmes con energía—, no sé cómo se
enteró del arresto de Míster Singh... Sospecho que los muchachos de la
prensa
están divulgándolo..., pero si no tiene otra cosa mejor que hacer que
despertar a
mis honrados vecinos a las doce y cuarto de la noche, le propongo que
nos
acompañe. ¡Coche!
—¿A dónde? —preguntó Shaw cuando el coche se detuvo junto a
nosotros. No tenía en la voz el menor rastro de arrepentimiento.
—Al depósito. Según parece, alguien ha desaparecido con dos
cadáveres.
—¿Desaparecido? ¿Con ellos? —repitió Shaw al subir al coche. Esta
noticia logró lo que no había conseguido el sargento Hopkins. El crítico
calló y
trató de descubrir su significado. Las agudas imprecaciones anteriores
disminuyeron hasta convertirse en una serie de murmullos, mientras nos
dirigíamos a las caballerizas sobre los fondos del laboratorio del depósito.
Una
o dos calles antes del lugar, Holmes ordenó detenerse al cochero y
bajamos. En
voz muy baja se le dieron instrucciones de que nos esperara donde
estaba hasta
nuestro regreso.
No había nadie cuando llegamos a la altura de las caballerizas, aunque
se oían las voces de los peones en los establos que correspondían a la
policía,
frente a nosotros. Proseguimos la marcha con cautela por un camino
alumbrado
por las ventanas iluminadas más arriba. El sargento Hopkins miraba a
uno y otro
lado con aprensión, ya que, por razones obvias, temía más que nosotros
ser
descubierto.
—¿Esta puerta conduce al laboratorio? —preguntó Holmes en un
susurro, señalando una puerta grande de madera que recordaba algo la
de un
castillo al trasponer el puente levadizo, con una base levantada a un
metro del
suelo.
Hopkins respondió afirmativamente y al mismo tiempo miró ansioso por
encima del hombro.
—Es ésta, Míster Holmes.
—Pueden ver ustedes las huellas de las ruedas donde la ambulancia fue
acercada a la puerta —el detective se arrodilló e indicó las huellas
paralelas,
bien visibles bajo la escasa luz de arriba—. Desde luego la policía las ha
examinado —añadió con un suspiro de fatiga, señalando las huellas de
pisadas
que iban y venían por todo aquel sector.
—Se diría que estuvieron bailando una danza escocesa aquí —comenté
con la misma indignación que él.
Holmes repuso con un gruñido y siguió las huellas sobre el polvo hasta
el punto donde desaparecían en el empedrado.
—Fue hacia la derecha, es todo lo que podemos decir —informó con
aire de melancolía, y volvió a la puerta junto a la cual le aguardábamos—.
Una
vez que se retiró de la callejuela de las caballerizas es imposible decir
qué
dirección tomó.
—Tal vez convendría traer a Toby —dije.
—No tenemos tiempo de ir a Lambeth y volver y, además, ¿qué podemos
ofrecerle como pista para olfatear? No es tan joven como antes, ¿sabe? Y
el
olor a fenal no le bastaría. ¡Qué infernal! Cada segundo da a esto... sea lo
que
sea... más tiempo para propagarse. ¡Vamos! ¿Qué es esto?
Mientras hablaba había estado inclinado, tocando casi el suelo mientras
lo escudriñaba centímetro por centímetro. En aquel momento volvió a
arrodillarse, directamente debajo de la puerta del laboratorio, y se levantó
con
algo sostenido apenas con dos dedos de la mano derecha.
—Empieza a aflojarse el nudo de la soga que tiene Achmet Singh al
cuello, si no me equivoco —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Shaw, adelantándose un paso.
—Porque si el fiscal argumenta que el «Parsee» fumaba estos cigarros
indios, le costará mucho explicar la presencia de éste fuera del depósito,
mientras Singh mismo está encarcelado en una celda individual de
seguridad en
Whitehall.
—¿Está seguro de que es el mismo cigarro? —aventuré, ya que no
quería poner en tela de juicio sus cualidades como detective y, al mismo
tiempo,
sentía la obligación de hacerla en nombre del prisionero.
—Totalmente seguro —dijo Holmes sin mostrar irritación—. Lo estudié
detenidamente para poder reconocerlo, en caso de volver a ver un cigarro
de
esa clase. Como pueden ver ustedes, está en excelente estado de
conservación.
Vean el extremo de forma cuadrada característica. Nuestro hombre lo
arrojó
simplemente al suelo cuando el otro le abrió la puerta del laboratorio.
—¿El otro?
Holmes se dirigió a Hopkins.
—Supongo que Míster Brownlow no fumaba cigarros de la India,
¿verdad?
—No, señor —repuso el policía—. La verdad es que, dentro de lo que sé,
no fumaba.
—Excelente. En ese caso estuvo otro hombre aquí, y se trata del
hombre que nos interesa. Brownlow no estaba hablando solo, si no
conversando
con nuestra presa.
—Pero ¿qué hay de Míster Brownlow? —preguntó Hopkins a la vez que
su rostro honrado reflejaba perplejidad.
—Hopkins —le dijo el detective apoyando una mano sobre el hombro del
muchacho—, ha llegado la hora de que nos separemos. A medida que
avanza la
noche, su posición se vuelve cada vez más delicada. Si acepta mi
consejo, le
propongo que por su propio bien vaya a su casa y descanse toda la
noche. No
diga nada de lo que ha visto y oído aquí esta noche. Por mi parte, me
esforzaré
por que no figure su nombre en esto... a menos, por supuesto, que
Achmet llegue
al pie de la horca, en cuyo caso no tendré otra alternativa que tomar
medidas
radicales.
Hopkins vaciló, presa de un conflicto entre su propia curiosidad y su
sentido de discreción.
—¿Me dirá, por lo menos, lo que descubra? —pidió a Holmes.
—Temo no poder prometerle nada en este sentido.
El sargento titubeó un instante más y luego se retiró con evidente mala
gana, por ser más fuertes sus deberes de lealtad frente a sus superiores
que
sus impulsos naturales.
—Muchacho listo éste —observó Holmes cuando se hubo ido—. Y ahora,
Watson, cada minuto es valioso. ¿A quién conoce usted que pueda
informarnos
sobre enfermedades tropicales?
—Enfermedades tropicales —interrumpió Shaw, pero Holmes le hizo
callar con un gesto mientras esperaba mi respuesta.
—Ainstree32 es considerado en general como la mayor autoridad de hoy
en la materia —repuse—, pero en este momento está en el Caribe, si no
estoy
mal informado.
—¿Qué tienen que ver con esto las enfermedades tropicales? —
preguntó Shaw levantando el tono.
—Volvamos al coche y se lo diré. Le pido sólo que baje la voz. ¡Vamos,
hágame ese favor!
—Creo que convendría hacer una visita al doctor Moore Agar en Harley
Street —dijo Holmes cuando estuvimos en el coche—. Watson, usted me
le ha
recomendado a menudo cuando he sufrido de exceso de fatiga.
—Nunca imaginé que usted le consultaría a la una de la madrugada —me
apresuré a señalar—. De todos modos, el hombre no es especialista en
enfermedades tropicales.
—No, pero es posible pueda indicamos alguna autoridad destacada en la
materia.
—Por amor del cielo —exclamó Shaw bruscamente mientras el coche
nos llevaba de prisa hacia Harley Street—. ¡Todavía no me ha dicho por
qué
necesitamos un especialista en enfermedades tropicales!
—Perdóneme, pero espero poder explicarle todo antes que amanezca.
Todo lo que puedo decir ahora es que no mataron a Jonathan McCarthy y
a
32

Watson había instado ya a Holmes a consultar a Ainstree en su carácter


de autoridad
en enfermedades tropicales en "La aventura del detective agonizante»
(1887).
Jessie Rutland para evitar que vivieran, sino para evitar que murieran en
forma
mucho más horrible y peligrosa.
—¿Cómo puede ser una muerte más peligrosa que otra? —comentó
Shaw con desdén desde las tinieblas de su rincón en el coche.
—Es elemental, Shaw. Las distintas clases de muerte ofrecen
diferentes riesgos a quienes siguen viviendo. Todos los cuerpos se
convierten en
fuentes de infección si no nos deshacemos de ellos. Sin embargo, un
cuerpo que
ha sufrido una muerte natural o aun una muerte causada por arma blanca
es
menos peligroso para los demás que un cadáver que haya sufrido una
enfermedad virulenta.
—¿Quiere usted decir que esos dos sufrieron una muerte violenta para
evitar que sufrieran los estragos de algún mal? —exclamó Shaw.
—Ni más ni menos. Una enfermedad virulenta se los habría llevado con
tanta certeza como un disparo de bala, con el correr del tiempo. Sus
cuerpos
fueron robados del laboratorio del depósito para evitar mayores contagios
y
nosotros tres, los que estuvimos más expuestos a ellos, fuimos obligados
a
beber algún tipo de antídoto.
—¡Antídoto! —exclamó el crítico con una voz cuyo tono se elevó, sin
quererlo él, una octava—. Entonces la broma fuera de Simpson's...
—Nos salvó la vida. No me sorprendería nada.
—Si su teoría es correcta —dijo Shaw con aspereza—, ¿de qué mal
estamos hablando?
—No tengo idea y vacilo en aventurar siquiera una hipótesis. Como la
evidencia señala a alguien llegado recientemente de la India, me tomo la
libertad de proponer alguna enfermedad tropical, aunque es todo lo que
puedo
decir dado lo insuficiente de nuestros datos.
—Los cuerpos fueron sin duda robados, además, para impedir que la
autopsia revelara lo que los habría matado de haberles permitido vivir el
asesino.
—Pero en ese caso, ¿qué hay de Brownlow? ¿Colaboró con Jack Point?
—Le abrió la puerta. De esto podemos estar seguros. La evidencia
sugiere que había descubierto la verdad. De otro modo, ¿por qué habría
hecho
fregar el laboratorio, obligado a los camilleros a ducharse y luego quemar
sus
ropas?
—¿Dónde está entonces en este momento?
Holmes titubeó.
—Temo que Míster Brownlow esté muerto. Si el propósito del asesino
era impedir la propagación de una epidemia, el forense, en virtud de su
profesión, estuvo más expuesto a la contaminación que ninguno de
nosotros.
Pude ver cómo Holmes, a mi lado, apretaba las mandíbulas y en su
expresión vi algo que nunca había observado antes en todos los años de
nuestra
amistad. Vi temor.
Eran casi las dos cuando el coche nos dejó frente a la lujosa residencia
del doctor Moore Agar en Harley Street. Con el comentario de que
nuestra
intromisión no resultaría menos irritante para el doctor Agar por el hecho
de
que esperásemos. Holmes subió los escalones y tocó la campanilla
nocturna
varias veces y con gran energía. Transcurrieron algunos minutos antes
que
apareciera una luz en una de las ventanas, seguida después por otra en
el piso
alto. Pocos minutos más tarde nos abrió la puerta el ama de llaves, una
mujer de
cierta edad, medio dormida, quien apareció en el umbral con cofia de
dormir y
bata.
—Lamento enormemente molestarla —le dijo el detective con viveza—,
pero es esencial que hable yo inmediatamente con el doctor Agar. Me
llamo
Sherlock Holmes —al decir esto le entregó una tarjeta de visita.
La mujer nos miró boquiabierta, parpadeando para ahuyentar el sueño.
—Un minuto, señor, por favor. ¿Quieren pasar al vestíbulo?
Nos vimos obligados a esperar en pie allí mientras la mujer cerraba la
puerta y subía a transmitir nuestro mensaje. Sherlock Holmes se paseaba
sin
cesar por el reducido espacio del vestíbulo, royéndose los nudillos.
—¡Le tenemos bien cerca de nosotros, lo sé —exclamó exasperado—,
pero no termino de aclararlo, por muchos esfuerzos que haga!
La puerta del fondo se abrió entonces, y el ama de llaves, algo más
despierta, nos hizo pasar al consultorio del doctor Agar, donde levantó la
llama
de gas y cerró la puerta. Esta vez no tuvimos mucho que esperar. Casi
inmediatamente, el doctor en persona, alto, delgado y distinguido, entró
con
paso pausado en la habitación, atándose el lazo de su bata de seda roja,
pero
aparte de esto con un aspecto bien despabilado. 33
—Míster Holmes, ¿de qué se trata? ¿Está usted enfermo?
—Espero que no, doctor. Acudo a usted en un momento de crisis, no
obstante, en busca de información de la cual depende, quizá, la vida de
muchos.
Perdone que no me tome el tiempo necesario para presentar a mis
acompañantes, pero creo que conoce ya al doctor Watson.
—Dígame qué necesita saber y trataré de serie útil —le dijo Agar sin
preámbulos. Si acaso estaba exasperado o molesto por nuestra visita sin
anuncio previo no dio señales de ello.
—Muy bien. Necesito el nombre del mejor especialista de Londres en
enfermedades tropicales.
—¿Enfermedades tropicales? —el médico frunció el ceño y se pasó una
mano elegante por los labios mientras consideraba la respuesta—. Bien,
Ainstree es el hombre que...
—En este momento no está en Inglaterra —señalé.
33

En «La aventura de la pata del diablo» (1897) Watson manifiesta que


algún día relatará
el dramático primer encuentro entre Holmes y el doctor Agar. Cabe
suponer que se trata
de éste.
—¡Ah! No está, ¿eh? —el médico contuvo un bostezo cuyo objeto
ostensible era atribuir su falta de memoria a lo avanzado de la hora.
—Déjeme pensar entonces...
—Cada minuto tiene una urgencia máxima, doctor Agar.
—Comprendo —dijo, y luego se quedó pensativo, con los ojos, azules,
muy fijos. De pronto hizo chasquear los dedos—. Ahora recuerdo. Hay un
hombre joven que podría ayudarle, tal vez. Se me escapa el nombre, pero
puedo
buscarlo en mi escritorio, y no llevará ni un minuto. Esperen aquí.
Tomó entonces un trozo de papel del escritorio y salió por una puerta.
Holmes seguía paseándose, inquieto como una fiera enjaulada.
—Miren este cuarto —rezongó Shaw, observando el ambiente lujoso y
abarcándolo con un amplio gesto de su brazo delgado—. ¡Libros con
encuadernaciones de lujo y toda clase de aparatos! La profesión médica
podría
muy bien competir con el teatro como la casa de las ilusiones, si quisiera.
¿Ayuda acaso toda esta maquinaria a curar a la gente de sus males, o
bien es
una colección de elementos de utilería teatral, cuyo objeto es impresionar
al
enfermo con la majestad y el poder del curandero?
—Si se cura al paciente mediante una ilusión, no por ello deja de ser
cura —objeté.
Al oírme, Shaw me lanzó una mirada curiosa. Confieso que una vez más
me habían irritado los comentarios cáusticos del hombre, pero Holmes, en
cambio, y en apariencia ajeno al diálogo entre nosotros, seguía
paseándose por
el cuarto.
—Bien —dijo Shaw—, si un hombre contrae la peste y acude a un
médico, según usted, con un cuarto como éste, lleno de libros e
instrumentos...
Holmes giró sobre los talones, el rostro pálido como el de un muerto,
las manos temblorosas.
—Peste —repitió con un tono casi reverencial—. Estamos frente a esto.
Nunca oí palabra que provocase tanto terror en lo más hondo de mi
espíritu.
—¡Peste! —repetí a mi vez en voz baja, conteniendo un estremecimiento
de horror—. ¿Cómo puede saberlo?
—¡Watson, inapreciable Watson! ¡Usted tuvo la clave en sus propias
manos desde un principio! ¿Recuerda la línea que citó del acto tercero,
escena
primera, de "Romeo y Julieta"?: "¡Que la peste llegue a vuestras dos
casas! " Lo
decía en un sentido literal. ¿Y qué hicieron cuando la peste llegó a
Londres?
—Cerraron los teatros —afirmó Shaw.
—Eso es.
En aquel momento se abrió la puerta y volvió Agar, con un papel doblado
en la mano.
—Aquí tengo el nombre que ustedes quieren —dijo al detective,
entregándoselo.
—Sé ya qué nombre es —repuso Holmes al tomarlo—. ¡Ah, ha incluido la
dirección! Esto es muy útil. ¡Y... sí, estaba delante de mis ojos todo el
tiempo,
aunque yo fuera ciego! ¡Vamos, Watson! —dijo guardando el papel en un
bolsillo
de su abrigo—. ¡Doctor Agar —añadió estrechando efusivamente la mano
del
sorprendido médico—, mil gracias! —y salió como una tromba del cuarto,
sin que
nos quedara otra alternativa que seguirle a toda prisa.
El coche nos esperaba. según las instrucciones dadas. Y Holmes subió a
él de un salto.
—¡Treinta y tres Wyndham Place, Marylebone, y no perdone al caballo!
—y apenas tuvimos tiempo de trepar tras él antes de que el vehículo se
lanzara
a la carrera por aquel Londres nocturno, con el eco del batir de sus
cascos.
—Todo el tiempo, todo el tiempo —era la insistente letanía de Sherlock
Holmes, entonada sin cesar mientras corríamos por las calles desiertas
en
nuestra misión decisiva—. Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que
fuere que
resta, por improbable que sea, tiene que ser la verdad. ¡Si sólo hubiese
recordado esta simple máxima! —se quejó—. Watson, está usted en
presencia
del mayor de los tontos de este mundo.
—Creo que estamos más bien en presencia del mayor de los locos —
acotó Shaw—. Cálmese, hombre, y cuéntenos todo.
Mi amigo se inclinó hacia adelante. Sus ojos grises relucían como faros
en la oscuridad.
—¡La caza, querido Shaw! ¡La caza está en marcha, y la presa es de tal
carácter, que nunca me vi frente a ninguna parecida! ¡La presa mayor de
mi
carrera, y si llego a dejarla escapar, es posible que todos estemos
condenados!
—¿No puede hablar con términos más simples? ¡No creo haber oído
melodrama peor que éste fuera del Haymarket!
Holmes se echó hacia atrás y le miró sin inmutarse.
—No tiene por qué escuchar nada ahora. En pocos minutos oirán todo
por boca del hombre que buscamos... si todavía vive.
—¿Si todavía vive?
—No puede haber estado jugando con la enfermedad como lo hizo sin
sucumbir tarde o temprano.
—¿A la peste bubónica?
Holmes hizo un gesto afirmativo.
—En un momento, a mediados del siglo catorce, tres barcos que
llevaban especias de la India tocaron puerto en Génova. Además de su
carga
llevaban ratas a bordo, que abandonaron el barco y se mezclaron con la
población de roedores de la ciudad. Muy poco después comenzaron a
aparecer
ratas muertas en las calles, millares de ellas. Y en seguida comenzó a
morir la
población humana. Los síntomas eras simples: mareos, dolor de cabeza,
garganta
inflamada y luego abscesos negruzcos en las axilas y en la ingle.
Después de los
abscesos... fiebre, escalofríos, náuseas y vómitos de sangre. En tres días
la
víctima moría. Peste bubónica. En los cincuenta años subsiguientes mató
a casi la
mitad de la población de Europa, con una mortalidad de casi noventa por
ciento
de los infectados. La gente se refería a ella como la Muerte Negra, y debe
ser
fácilmente causa del mayor desastre natural registrado en la historia de la
humanidad.
—¿De dónde vino? —hablábamos todos en un susurro.
—De China, y de allí pasó a la India. Los cruzados y luego los
mercaderes la trajeron a Europa con ellos. Destruyó nuestro continente, y
luego
desapareció en forma tan súbita como empezó.
—¿Y no volvió nunca?
—En tres siglos. no. A mediados del siglo diecisiete, como recordó
Shaw, fue necesario cerrar los teatros cuando llegó a Inglaterra. Según
parece.
el gran incendio registrado en Londres entonces dio fin a la epidemia.
—Pero, sin duda, no se ha oído hablar mucho del mal desde entonces.
—Por el contrario, querido Watson, se ha oído hablar de él, y
recientemente, el año pasado.
—¿Dónde?
—En China, donde estalló con una virulencia acumulada en siglos,
partiendo de Hong—Kong. En este momento está diezmando a la
población de la
India, como se habrá enterado por los diarios.
Era difícil, reconocí, relacionar la peste bubónica acerca de la cual
leíamos en los diarios con algo de un horror tan primitivo como la Muerte
Negra,
y más difícil todavía imaginaria como otro ataque de aquella peste fatal
aquí, en
Inglaterra.
—A pesar de ello, estamos encarando tal posibilidad —repuso Holmes—.
¡Ah!, hemos llegado. ¡De prisa, señores!
Cuando hubo despedido al cochero subió con rapidez los escalones del
número 33, cuya puerta, según comprobamos, no tenía echado el cerrojo.
Con
gran cautela, Holmes la empujó hasta abrirla. Casi de inmediato llegó a
nuestra
nariz un olor nauseabundo.
—¿Qué es? —preguntó Shaw casi sin aliento, deteniéndose con un
gesto vacilante en el umbral. —Fenol.
—¿Fenol?
—En fuerte concentración. Cúbranse la nariz y la boca, señores.
Watson, ¿tiene su revólver?... ¿No? Qué lástima. Entremos, por favor.
Al decir estas palabras, extrajo su propio pañuelo y, apretándoselo
contra la cara, entró en la casa.
Las lámparas estaban apagadas y no nos atrevíamos a encender las
mechas de gas por temor a despertar a los ocupantes de la casa, aunque
no
alcanzaba a imaginar cómo podría nadie pasar una noche tranquila en
aquel
ambiente.
Poco a poco, a medida que avanzábamos hacia el fondo de la planta
baja,
oímos un ruido carraspeante y rítmico, algo semejante al de alguna
máquina que
necesita ser aceitada.
Instintivamente nos aproximamos hacia el punto de donde provenía el
ruido, hasta encontrarnos en un cuarto sumido en la penumbra.
—¡No se acerquen! —dijo una voz ronca de pronto muy cerca de
nosotros—. Es Míster Holmes, ¿no? Estaba esperándole.
Vi entonces una silueta envuelta en una sábana, sentada en una actitud
caída en una silla, frente a nosotros y junto a las ventanas que miraban
sobre la
calle.
—Tenía la esperanza de llegar a tiempo, doctor Benjamin Eccles.
Lentamente la figura se movió en la oscuridad y, con un quejido
provocado por el esfuerzo, consiguió levantar la llama de gas.

15
JACK POINT
Era en verdad el médico del teatro quien se nos apareció merced a la
tenue luz de la única lámpara en el cuarto.
¡Tan cambiado, no obstante! Su cuerpo, como el de un mono viejo y
arrugado, estaba acurrucado en la silla y me costó reconocer aquel rostro
como
el de un ser humano, y menos como el del médico de no haberlo hecho
Holmes.
Se le había resecado la piel, como la de una manzana podrida, y estaba
cubierta
de abscesos y pústulas negruzcas, horribles, que al abrirse dejaban
escapar el
pus como lágrimas sucias. Tenía los ojos tan inflamados e inyectados en
sangre,
que apenas podía abrirlos, y el blanco que se adivinaba entre los
párpados giraba
de un modo aterrador. Sus labios estaban partidos, resecos, cortados,
con
llagas que sangraban. Con un escalofrío que me recorrió los huesos, vi
que aquel
ruido áspero y penoso que habíamos oído era la respiración afanosa del
hombre
que pasaba con trabajo por la tráquea, y... tal comprobación me dijo al
mismo
tiempo que al doctor Eccles no le restaba más de una hora de vida.
—No avancen más —repitió el fantasma con un ronco susurro—. Siento
que me muero, y deben dejarme solo hasta entonces. Cuando muera
deben
quemar este cuarto y todo su contenido, especialmente mi cadáver... Lo
puse por
escrito por si acaso llegaban ustedes demasiado tarde... Pero hagan lo
que
hagan, ¡no toquen mi cuerpo! ¿Comprenden? ¡No lo toquen! —repitió con
dificultad—. ¡La enfermedad se transmite por contacto con la piel!
—Se cumplirán sus instrucciones al pie de la letra —dijo Holmes con
firmeza—. ¿Hay algo que podamos hacer para que se sienta algo más
confortable?
Aquella masa en putrefacción se movió lentamente de un costado a
otro, y la lengua, ennegrecida e hinchada, apareció fláccida por lo que
una vez
había sido una boca.
—No hay nada que puedan hacer por mí... ni nada que yo merezca.
Muero por mi propia insensatez y merezco todo el dolor que me ha
acarreado mi
maldad. ¡Pero Dios sabe cuánto la quise, Holmes! Tanto como jamás amó
un
hombre a una mujer en este mundo, yo amé a Jessie Rutland, y nunca
desde el
comienzo del mundo tuvo que hacer ningún hombre lo que el destino me
obligó a
hacer por mi amor.
Al decir esto oímos un sollozo ahogado que sacudió lo que quedaba de
aquel cuerpo destruido, y que por poco no le mató al instante. Durante un
minuto
entero debimos escuchar sus horribles ruidos, hasta que por fin
disminuyeron.
—Soy católico —dijo cuando pudo volver a hablar—. Por razones obvias,
no puedo llamar a un sacerdote. ¿Quieren ustedes oír mi confesión?
—La oiremos —dijo mi amigo con suavidad—. ¿Puede hablar?
—Puedo hablar. ¡Tengo que hablar! —con un esfuerzo sobrehumano se
irguió algo en la silla—. Nací no lejos de aquí, en Sussex, hace muy poco
más de
cuarenta años. Mis padres eran gente acomodada de ese medio rural, y
aunque
era el segundo de los hijos, fui el predilecto de mi madre y recibí además
una
educación excelente. Fui pupilo en Winchester y más tarde estudié en la
universidad de Edimburgo, donde obtuve mi diploma como médico. Pasé
los
exámenes finales con todos los honores, y todos mis profesores
concordaron en
la opinión de que mi futuro estaba en la investigación. Sin embargo, yo
era joven
y tenía la cabeza llena de anhelos y ansia de aventuras. Había pasado
tanto
tiempo estudiando, que tenía ganas de vivir experiencias más activas
antes de
instalarme frente a mis tubos de ensayo y mi microscopio. Quería ver un
poco el
mundo antes de encerrarme en el ambiente enclaustrado del laboratorio;
de
modo que me inscribí en el curso para médicos del ejército, en Netley.
Llegué a
la India apenas sofocado el motín, y durante quince años viví la vida que
había
soñado. Y serví bajo Braddock y luego bajo Fitzpatrick. Participé en la
acción
durante la segunda guerra de Afganistán y, como usted, doctor Watson,
estuve
en Maiwand. Todo el tiempo llevé diarios y registré todo lo que observaba
en
mis viajes, en general observaciones sobre las enfermedades tropicales,
que
veía en mi carácter de médico del ejército, ya que estaba decidido, en
definitiva, a seguir mis primeras inclinaciones y dedicarme a la
investigación.
Aquí calló y tuvo un penoso acceso de tos, que le hizo vomitar sangre
sobre la alfombra. Había agua en una jarra un poco más lejos de su
alcance
sobre la mesa, y Shaw hizo un gesto de acercársela.
—¡No se mueva! —dijo él con esfuerzo—. ¿Acaso no comprende?
Con un esfuerzo de voluntad tomó el vaso y bebió con ansia su
contenido. Al pasar el agua a través de los intestinos distendidos, oímos
el ruido
que produjo.
—Hace cinco años —continuó— me retiré del ejército y me radiqué en
Bombay para realizar investigaciones en el Hospital para Enfermedades
Tropicales de esa ciudad. Para aquella época me había casado con Edith
Morstan, sobrina de un capitán de mi regimiento, y tomamos una casa
cerca de
mi lugar de trabajo. preparándonos para una vida feliz y llena de
compensaciones. No sé si la quise como llegué a querer a Jessie, pero
estaba
empeñado en hacerla feliz como marido y como padre de nuestros hijos,
y lo
logré, diré, dentro de mis posibilidades. ¡Hasta aquel momento, Míster
Holmes,
fui un hombre feliz! Desde el principio la vida me había sonreído y todo lo
que
había tocado hasta entonces se había transformado en algo precioso.
Como
estudiante, como soldado, como médico, como pretendiente, mis
esfuerzos
fueron siempre coronados por el éxito 34 .
Eccles calló, según pensamos, recordando su vida. Algo que esbozaba
una sonrisa apareció en sus rasgos y pronto se esfumó.
—De la noche a la mañana todo terminó. En forma tan súbita y
arbitraria como si después de haberme tocado un lote de suerte éste se
hubiera agotado, me abrumó el desastre. Les diré las circunstancias. A
los dos
años de matrimonio mi mujer, cuya condición cardíaca conocía desde los
primeros tiempos de nuestro noviazgo, sufrió un ataque que la dejó
convertida
en poco más que un cadáver viviente, incapacitada para hablar, oír, ver o
moverse. Cayó esta desgracia como un rayo. Había visto a muchos
hombres
morir o perder un miembro en la batalla, pero nunca la catástrofe había
malogrado mi vida ni la de los míos. No me quedó otra alternativa que
internarla
en un sanatorio para crónicos contiguo al hospital... Esa mujer que un día
antes
había sido mi amada.
»Al principio la visité diariamente; pero al ver que mis visitas no eran
registradas por ella y sólo servían para destrozarme el corazón, disminuí
su
frecuencia y por fin dejé de verla, contentándome con los partes
semanales
referentes a su estado, que era siempre el mismo, ni mejor ni peor. La ley
excluía toda perspectiva de divorcio. De cualquier manera. no tenía
deseos de
volver a casarme. Era lo último en que hubiera pensado cuando estaba
trabajando en el laboratorio del hospital.
»Durante algún tiempo mi vida adquirió los contornos de una rutina
nueva, y llegué a creer que mis desgracias habían terminado. ¡Sin
embargo, la
primera había sido sólo el comienzo! Mi padre me escribió para decirme
que no
estaba bien, pero yo vacilaba en volver a Inglaterra, por temor de
abandonar a
mi mujer. Mi padre murió, pues, sin haber vuelto a verme y mi hermano
mayor
heredó sus bienes. Después de la muerte de mi padre, mi madre me
escribió,
rogándome que volviera, pero una vez más me negué, diciendo que no
podía dejar
a Edith... y pronto mi madre murió también. Creo que murió como
consecuencia
de un doble pesar: el de la muerte de mi padre, combinado con mi
negativa a
volver.
34

La vida de Eccles es casi paralela a la de Watson en muchos aspectos,


pero en ninguno
resulta tan sorprendente como en lo que se refiere al apellido de soltera
de su mujer.
¿Podría haber sido Edith Morstan una prima de Mrs. Watson?
»El año pasado, como si todo lo que había precedido no fuese más que
un frívolo preludio, una visión ligera de lo que vendría. llegó la peste de
China.
Asoló la India como un verdadero azote de Dios, arrasando todo a su
paso.
¡Murieron millones de personas! Sí; sé que ustedes leyeron acerca de ella
en los
diarios. ¡Pero era muy diferente estar allí, señores, lo juro! Todo el
subcontinente asiático se convirtió en un inmenso matadero con un grupo
comparativamente minúsculo de médicos para interpretar la situación y
luchar
contra ella. En toda mi experiencia profesional nunca había visto nada
semejante. Llegó en dos formas: la bubónica, transmitida por ratas, y la
neumónica, que infecta los pulmones y es transmitida de hombre a
hombre. En
virtud de mis investigaciones previas en el campo de las enfermedades
infecciosas, fui uno de los primeros cinco médicos que integraron la Junta
de la
Peste, establecida por el gobierno de Su Majestad para combatir la
epidemia.
Se me encomendó dirigir la investigación de la variedad neumónica de la
peste y
me aboqué de inmediato a la tarea.
»Entretanto la peste voló sobre Bombay misma, matando a cientos de
miles de víctimas. En cambio, la mala suerte seguía acompañándome y
mi mujer
seguía viva. No me interpreten mal... No deseaba que muriese de ese
modo... —
aquí se señaló a sí mismo con un débil gesto—, pero sabía qué carga era
la vida
para ella y rogaba para que fuera atacada por el mal y con ello terminase
su
infortunio. ¡Que Dios me perdone por esos ruegos! —dijo por último con
emoción.
Volvió a callar, esta vez para recobrar el aliento, y se quedó allí
resoplando y respirando ruidosamente como un fuelle horroroso. Luego,
sacando
unas fuerzas que nunca supuse le quedasen ya, se inclinó, tomó la jarra y
bebió
su contenido, acercándose la a la cara con manos temblorosas y
derramándose
buena parte del agua en el mentón y en el cuello entreabierto. Cuando
terminó,
la dejó caer al suelo, donde la alfombra evitó que se rompiera.
—La Junta de la Peste —prosiguió— decidió enviarme a Inglaterra.
Alguien debía continuar con la investigación mientras el resto luchaba con
la
enfermedad misma. Había obtenido ciertos resultados con un preparado
de
tintura de yodo, siempre que se le suministrase dentro de las doce horas
inmediatas a la exposición al contagio, y la Junta quería que estudiase las
posibilidades de la vacunación basada en mi fórmula. Se decidió que era
mejor
proseguir los estudios en Inglaterra, ya que los estragos del mal en sí
limitaban
en forma severa las facilidades de trabajar y de obtener equipo, así como
dificultaban además la tarea de asegurar el control riguroso de los
experimentos.
»Tal decisión no me resultó dolorosa ni mucho menos. Por el contrario,
acalló mi mala conciencia al darme un verdadero pretexto para abandonar
aquel
lugar pestilente, tan lleno de malos recuerdos para mí, inclusive el de una
esposa
a quien no podía curar ni destruir. Durante años había contemplado
abandonar
mi vida en la India, y en aquel momento se me presentaba una
oportunidad
legítima para hacerlo. Se tomaron todas las precauciones del caso, y traje
conmigo muestras del bacilo de peste neumónica al hospital St.
Bartholomew,
aquí, en Londres, donde pusieron a mi disposición un laboratorio de
emergencia.
Continué investigando febrilmente, estudiando la peste, su causa y su
cura,
apoyado en buena parte en los trabajos de Shibasaburo Kitasato, director
del
Instituto Imperial para el Estudio de las Enfermedades Infecciosas, y de
Alexandre Yersin, bacteriólogo suizo. El año pasado estos dos
investigadores
aislaron un microorganismo bacteriano de forma cilíndrica llamado
Pasteurella
pestis, de vital importancia para proseguir mi trabajo.
»Trabajé larga y duramente para integrar los hallazgos de estos
hombres con los míos, pero descubrí que al llegar la noche no soportaba
ya el
trabajo. Se me nublaba la mente por falta de recreación y de variedad en
mis
tareas. No conocía a casi nadie en Londres, ni me interesaba hablar con
mi
hermano; de modo que fue una época difícil para mí. En aquel momento
me
enteré de la vacante dejada por el doctor Lewis Spellman, médico de los
teatros en el West End, quien se retiraba. Visité al doctor Spellman, y
verifiqué
que el trabajo no era en realidad difícil y que serviría para ocupar mis
noches en
una actividad grata y divertida. Nunca había conocido a gente de teatro, y
pensé que un empleo como aquél me proporcionaría sin duda contactos
humanos
que me habían faltado del todo en los últimos tiempos.
»La recomendación del doctor Spellman me permitió obtener el puesto
hace algunos meses, y ello significó un cambio considerable en mi vida.
El
trabajo era muy sencillo y pocas veces me llamaban para tratar nada más
grave
que una inflamación de garganta inoportuna, si bien en una ocasión tuve
que
enyesar un brazo fracturado de un actor que cayó durante un duelo. En
conjunto era un trabajo que ofrecía un radical contraste con la
investigación
desesperada que venía llevando a cabo en Bart's. Al finalizar cada día me
frotaba a fondo utilizando la solución de tintura de yodo, y con gran
entusiasmo
me lanzaba a realizar mis visitas a los teatros. Terminadas estas
excursiones
nocturnas volvía a casa agradablemente fatigado y con la mente fresca.
»De esta manera fue como conocí a Jessie Rutland. Hacía años que no
pensaba en ninguna mujer, y sólo en forma gradual fue como reparé en
ella y me
sentí atraído. Durante nuestras conversaciones nunca mencioné a mi
mujer ni
tampoco su enfermedad, porque nunca hubo oportunidad de sacar el
tema. Más
tarde, cuando ello venía al caso, sentí temor de hacerlo.
»Esto fue al principio, señores. Todo era muy correcto entre nosotros,
ya que no habíamos reconocido abiertamente la profundidad de nuestros
sentimientos y ambos conocíamos bien las normas en cuanto a la
relación con el
sexo opuesto para los miembros de la compañía del Savoy.
»A pesar de todo, poco a poco llegamos a enamorarnos... Míster
Holmes, Jessie era la mujer más dulce y generosa que se pueda imaginar
y tenía
un carácter afectuoso y tierno. Vi en el amor de ella la oportunidad de
salvar mi
alma. Fue entonces cuando le mencioné mi condición de casado.
Semanas antes
de hacerlo me sentí atormentado, pero decidí que no tenía derecho a
ocultar la
verdad a alguien a quien quería tanto. En vista de ello le confesé todo.
Calló nuevamente para recobrar el aliento. Le giraban los ojos en las
órbitas con una expresión propia de un ser enloquecido.
—Al principio —siguió— se desesperó y temí que se confirmasen mis
peores presentimientos. Durante tres días se negó a hablarme, y por mi
parte
temí volverme loco. Estaba por suicidarme cuando Jessie cedió y me dijo
que me
querría siempre. No puedo expresarles los transportes de júbilo que me
provocó
saber esto. ¡Sentía que no había obstáculos invencibles, nada que no
pudiese
lograr con ella a mi lado y con su amor en el alma!
»El destino, empero, no había terminado conmigo. Del mismo modo como
lo hizo con anterioridad, me golpeó, no en forma directa, sino a través de
la
mujer que amaba. Un hombre..., mejor dicho, un monstruo, se aproximó a
Jessie
y le dijo que estaba enterado de nuestra relación. Había hecho
averiguaciones
por su cuenta y dijo saber que yo era casado. Luego distorsionó nuestro
amor
hasta presentarlo como algo sórdido y aterrador. Sus susurros eran
desvergonzados e implacables..., y ella sucumbió. Actuó, en parte por mí
y
también por ella misma, al ceder a su capricho de hombre depravado,
porque él
había intensificado sus temores, y no me dijo nada de lo que había hecho
por
temor de comprometemos a ambos y añadir mi ruina a la suya propia.
»Por desgracia, no era capaz de mantener ocultas sus emociones,
Míster Holmes. Había surgido ya entre nosotros ese lazo intuitivo
existente
entre dos enamorados, y aunque yo no sabía qué había ocurrido, sabía
que
ocurría algo. Con muchas lágrimas y suspiros de su parte, logré
arrancarle la
historia de su humillación, después de haberle prometido que, oyese lo
que
oyese, no haría nada.
»¡Era inútil, no obstante, hacer semejante promesa! Lo que me contó
era tan monstruoso que costaba creerlo y mucho más soportarlo. Había
algo tan
increíble en aquella maldad tan inhumana y a la vez total, que tuve que
ver al
hombre con mis propios ojos.
»Fui a su casa y hablé con él —Eccles tosió y agitó la cabeza—. Nunca
había conocido a un hombre como ése en todas mis correrías. ¡Cuando le
eché en
cara su conducta canallesca, se rió! ¡Sí, se rió al oírme arrojárselo a la
cara, y
me dijo que no sabía yo nada de las costumbres entre la gente de teatro!
Me
dejó tan atónito semejante desparpajo, que de pronto me encontré
suplicándole; sí, suplicándole, que me devolviera mi vida, mi dicha. ¡Y el
hombre
siguió riéndose y palmeándome el hombro con jovialidad, diciéndome que
era un
buen hombre, pero que me aconsejaba mantenerme alejado de las
actrices,
mientras me acompañaba a la puerta de su apartamento!
»Toda la noche caminé por las calles de Londres, aventurándome en
lugares que no reconocí entonces ni tampoco podría mencionar ahora,
mientras
trataba denodadamente de aceptar mi propia condena a la desdicha.
Durante
esa odisea interminable algo estalló dentro de mí y perdí la razón. Era
como si
toda mi mala suerte se hubiera cristalizado en algo concreto y ese algo
perteneciera a Jonathan McCarthy. Volqué sobre sus espaldas la nómina
de mis
infortunios y pesares: la enfermedad de mi mujer, la muerte de mis
padres, la
peste misma y, por último, aquello de lo cual era en realidad culpable, la
seducción de la mujer que yo quería. De Jessie, lo único que me quedaba
en el
mundo. Imaginarla en los brazos de aquel Lucifer con barbas era más de
lo que
podía soportar, y me asaltó un pensamiento horrible en aquellas horas de
la
madrugada al vagar por la ciudad. Tenía toda la lógica perversa de la
obsesión
de un loco. Si Jonathan era Lucifer, ¿por qué no hacer yo mismo que
luchara
contra el azote de Dios? Me reí como un loco ante la sola idea. Ni siquiera
existían para mí en aquel momento las implicaciones de mi fantaseo.
Todo mi ser
estaba empeñado en la venganza, una venganza horrible, espantosa, que
no sabía
de razón ni de restricción.
»No importa mucho aquí cómo lo hice. Lo que interesa es que expuse a
Jonathan McCarthy a la peste neumónica. Sé cómo están mirándome
ustedes en
este instante. Sé muy bien, además, qué deben pensar de mí, señores...,
y la
verdad es que más tarde, al pasar las horas, llegué a compartir la opinión
de
ustedes en cuanto a mi crimen. Ningún hombre era merecedor de
semejante
muerte. Recobrada la sensatez, me abrumó de pronto el peso de lo que
había
hecho. Las fuerzas terribles desencadenadas por este crimen debían ser
contenidas antes de que provocaran un desastre como no se conoció otro
en
tiempos modernos. Toda Inglaterra y posiblemente toda Europa
occidental
estaban amenazadas por culpa de mi locura.
»Mi recuperación de la sensatez duró más o menos doce horas. Pasado
ese período corrí al apartamento de McCarthy para advertirle acerca del
peligro que corría y hacer lo que pudiese por él, pero no estaba en casa.
En vano
busqué al hombre por todo Londres, recorriendo los teatros y los
restaurantes
que, según sabía, eran frecuentados por miembros de la profesión
literaria.
Nadie le había visto. Por fin dejé un mensaje en su casa, y él me envió
otro de
que me recibiría esa noche. No tenía otra alternativa que esperar,
mientras
cada hora transcurrida le alejaba más y más de mis posibilidades de
salvarle, a
la vez que aumentaba el peligro para el mundo. Había perfeccionado para
entonces mi solución de tintura de yodo al adaptarla a la administración
por
boca, pero su éxito dependía siempre de que se la utilizara dentro de las
primeras doce horas de la exposición a la enfermedad.
»Le hallé en casa aquella noche, según me había prometido, y con
palabras vacilantes pero claras, le dije lo que había hecho.
Eccles comenzó a toser otra vez, y mientras tosía perdía grandes
cantidades de sangre, contemplándole nosotros con nuestros pañuelos
apretados contra la boca y la nariz para evitar el hedor del fenal y de la
putrefacción. Estábamos casi paralizados de horror. Cuando terminó de
toser,
se apoyó, agotado, en el respaldo de su silla. Cada vez era más afanosa
su
respiración, y de no haber sido por ser ésta tan ruidosa, hubiéramos dicho
que
estaba muerto.
Cuando volvió a hablar, sus palabras eran tan confusas, que daba la
impresión de no poder articularlas con los músculos que aún dominaba.
—¡Otra vez se rió de mí! La verdad es que sabía cuáles eran mis
actividades, pero no me creía capaz de semejante acción. Me llamó Jack
Point y
rió a carcajadas cuando intenté persuadirle de que bebiera mi solución
con un
poco de coñac. "Si estoy infectado —dijo con tono jocoso—, no debe
dejar de
llevar su solución a miss Rutland. ¡Ella estará mucho más infectada que
yo!» Y
esta vez rió fuerte y durante largo rato, hasta que comprendí por qué no
había
conseguido localizarle en las últimas doce horas. Cuando lo comprendí,
cuando
comprendí que mi acción y la suya nos habían condenado a los tres, así
como a
millones de seres humanos tal vez, tomé el abrecartas de su escritorio y
se lo
clavé.
Suspiró con un ruido que parecía el de un tambor, y decidí como médico
que apenas le quedaba ya vida.
—Desde aquel momento —prosiguió— los sucesos se desenvolvieron
con
la precisión fatal de una máquina creada para destruirse a sí misma.
Jessie
estaba condenada. Para cuando yo la viera, mi antídoto ya no surtiría
efecto. El
único problema era ver si podía evitarle el sufrimiento. La esperé en su
camarín
y la mandé al otro mundo, al cielo, espero, cuando la tomé en mis brazos.
La
maté con tanta limpieza como pude —las lágrimas de dolor corrían por
sus
mejillas—. Y cuando salí di la vuelta al teatro y entré por la puerta
principal
como si realizase mi visita habitual. Como un autómata, como frente a un
hecho
ajeno a mí, llevé a cabo la autopsia de la mujer a quien acababa de
matar, y todo
el tiempo mi arma, el bisturí ensangrentado, estaba en mi maletín, bajo
las
narices de todos ustedes.
Eccles se cubrió el rostro con manos inflamadas y ennegrecidas que
más bien parecían garras. En apariencia, no podía hablar ya, vencido no
sólo por
los estragos del mal, sino además por sus propias emociones.
Al intuir esto, Sherlock Holmes le dijo en voz baja:
—Si le cuesta hablar, doctor, puede que me permita proseguir con su
historia tal como la imagino. Sólo tendrá que decir «sí» o «no» o
simplemente
mover la cabeza. ¿Está usted de acuerdo?
—Sí.
—Muy bien —Sherlock Holmes habló con lentitud y claridad para que
Eccles pudiera oír y comprender cada palabra antes de contestar—.
Cuando
usted cruzó el teatro para realizar su autopsia, descubrió que el doctor
Watson
y yo estábamos ya en el camarín y habíamos sido expuestos a la
contaminación.
De nuestra presencia allí no podía inferir otra cosa que la posibilidad de
que
ambos estuviésemos ya infectados.
—Sí.
—Míster Gilbert y Míster D'Oyly Carte permanecieron fuera del
camarín durante nuestro examen. Por ello no corrían riesgo. En cambio,
Watson
y yo, además de usted, estábamos en peligro. Me oyó decir que
pensábamos ir a
Simpson's y nos siguió hasta allí, esperándonos afuera con su antídoto.
—Sí.
—Mientras nos vigilaba por una ventana, vio que se reunía con nosotros
otra persona —Holmes señaló a Shaw, pero Eccles, cuyos ojos estaban
cerrados,
no vio el gesto— y, no deseando correr mayores riesgos, le dio el antídoto
también, ya que los tres salimos uno por uno del restaurante, hecho que
le
facilitó la tarea.
—Sí. No quería matar a nadie.
—A nadie más, quiere decir —le recordó el detective con severidad.
—Sí.
—Entonces nos envió un anónimo, advirtiéndonos que nos
mantuviéramos alejados del Strand.
—No sabía cómo ahuyentarles —dijo Eccles penosamente, luchando por
abrir los ojos y mirar a su confesor—. No me quedaba otro remedio que
amenazarles. Nunca les habría hecho nada.
—Siempre que no fuésemos expuestos a la peste. Para quienes, como
Brownlow, lo fueron, no tuvo otra opción.
—Ninguna opción. Su tarea profesional le costó la vida, ya que yo sabía
que tenía que descubrir mi secreto. Como fui médico del ejército, sabía
que sólo
el médico forense podía tener contacto directo con el cadáver de un
asesinado,
y contaba con que él se ocupara de sus ayudantes y camilleros. No hay
duda de
que yo solo nunca podría haberme ocupado de todos ellos. Por suerte,
Brownlow
me tranquilizó en ese sentido y juntos fregamos todo el laboratorio.
—¿Y salieron de allí juntos?
Eccles hizo un gesto afirmativo, que más bien fue el de un hombre
drogado.
—Sabía que cuando reconociera los síntomas despediría a los otros, no
sin antes hacerles desinfectarse. Con ello sólo quedaba él. Por otra parte,
me
quedaba poco tiempo. Estaba ya comenzando a convertirme en esto —al
decir
estas palabras se señaló a sí mismo—. Fui a la puerta del fondo del
laboratorio y
le hablé a través de la puerta, diciéndole que sabía cuál era su situación y
que le
ayudaría.
—Le ayudó a morir.
Eccles se quedó inmóvil, como una grotesca estatua de arcilla
enmohecida. De pronto irrumpió en sollozos, a la vez que se ahogaba y
gritaba,
luchando por levantarse y aferrándose el abdomen.
—¡Ah, que Dios se apiade de sus almas! —dijo, y volvió a abrir la boca
como para añadir algo más; pero en lugar de ello cayó lentamente al
suelo, y allí
quedó tendido de cualquier manera. Reinaba el silencio en el cuarto
cuando la luz
del alba comenzó a filtrarse por las cortinas, como para disipar las
sombras de
una pesadilla.
—Rogó por ellos —murmuró Shaw, con el pañuelo apretado siempre a su
rostro—. La raza humana me sorprende a veces a tal punto, que mi
filosofía se
confunde.
Dijo esto con una voz temblorosa, apoyado contra el marco de la
puerta, como si estuviera a punto de desmayarse.
—IN nomine Patris et Spiritu Sancti —murmuró Sherlock Holmes
haciendo la señal de la cruz en aquel aire fétido—. ¿Tiene alguien un
fósforo?
Y así fue cómo, en aquellas primeras horas de la mañana del 3 de marzo
de 1895, estalló un incendio en el número 33 de Wyndham Place,
Marylebone, y
se confundió con las llamas, como lenguas de oro y de un rojizo
sonrosado, del
amanecer. Cuando llegaron al lugar las dotaciones de bomberos, la casa
había
desaparecido casi, y se halló el cuerpo del único ocupante, quemado al
punto de
no ser posible identificarle ni examinarle. Sherlock Holmes había
derramado
queroseno sobre él antes de que saliéramos por la puerta para afrontar el
nuevo
día.

EPÍLOGO
Achmet cruzó los pocos metros de espacio de su celda en dirección a
Sherlock Holmes y le miró con ojos miopes detrás de sus gruesos
anteojos.
—Me dicen que estoy en libertad.
—Es la verdad.
—¿Usted logró esto?
—La verdad le dio la libertad, Achmet Singh. Hay aún cierto amor por
ella en este mundo enloquecido.
—¿Y el asesino de miss Rutland?
—Dios le castigó con mayor dureza de lo que ningún jurado podría
haberlo hecho.
—Comprendo...
El «Parsee» vaciló indeciso y luego, con un fuerte sollozo, se arrodilló,
aferró una mano del detective y la besó.
—Usted..., Sherlock Holmes..., usted rompió mis cadenas... ¡Con todo mi
corazón le doy las gracias!
La verdad es que tenía mucho que agradecer, aunque nunca sabría
cuánto. Haber obtenido su liberación de la cárcel y el levantamiento de los
cargos contra él fue una de las hazañas más difíciles de la larga y
asombrosa
carrera de Sherlock Holmes. Se vio obligado a poner públicamente en
ridículo al
inspector Lestrade, algo que siempre se había cuidado de hacer, y lo hizo
con
todo el conocimiento y con la total colaboración del inspector, después de
haberle hecho jurar que guardaría el secreto y antes de divulgar toda la
verdad
detrás de las puertas cerradas del despacho de éste. Se quedaron
encerrados
allí durante más de una hora, mientras el detective explicaba las
derivaciones
de lo ocurrido y la necesidad de impedir que la verdad llegase al ámbito
público,
ya que de ocurrir esto el pánico que se produciría podría ser peor que la
peste
misma. El detective se ingenió para omitir toda alusión a la visita nocturna
del
sargento Hopkins, y el inspector, preocupado por lo esencial del caso,
tampoco
pensó nunca en preguntar a Holmes cómo se había enterado de la
desaparición
de Brownlow con los cadáveres.
Además pasamos una semana de ansiedad mientras esperábamos saber
si Benjamin Eccles había cumplido su misión y logrado de verdad
asesinar a
cuantos habían contraído peste neumónica y deshacerse de sus cuerpos.
Había
algunos interrogantes en cuanto a la salud de los miembros del coro del
Savoy y
tanto Gilbert como D'Oyly Carte recibieron instrucciones de someterse a
minuciosos exámenes médicos, los cuales, felizmente, no revelaron el
menor
síntoma de la enfermedad.
Bernard Shaw, como es sabido, continuó trabajando como crítico, pero
se mantuvo fiel a su promesa y siguió escribiendo comedias hasta que
adquirió
fama y fortuna. Su curiosa actitud frente a la reforma social y la riqueza
personal persistieron mientras nosotros le tratamos. El y el detective
permanecieron amigos en un estilo excéntrico hasta el fin. Se veían con
menos
frecuencia a medida que Shaw estaba cada vez más solicitado, pero
mantenían
una ágil correspondencia, parte de la cual está en mi poder, como estos
telegramas:
A SHERLOCK HOLMES:
Adjunto dos plateas para estreno de mi nueva comedia «Pygmalion».
Traiga a un amigo, si lo tiene.

G. B. S.
A BERNARD SHAW:
Imposible asistir estreno de «Pygmalion». Asistiré segunda noche si la
tiene.

HOLMES35

Holmes y yo volvimos a Baker Street muy tarde aquel día, con la


sensación de haber regresado de la luna, tanto tiempo hacía que
habíamos salido
y tan singulares eran las experiencias vividas durante nuestra ausencia.
Los
35

Durante años estos telegramas fueron atribuidos erróneamente a Shaw y


Winston
Churchill.
últimos días se nos habían antojado siglos.
Durante uno o dos días nos quedamos descansando en nuestras
habitaciones como un par de autómatas, sin poder, según creo, digerir del
todo
los terribles sucesos en que habíamos participado. Luego, poco a poco,
volvimos
a nuestros antiguos hábitos. Afuera, otra tormenta soplaba en silencio y
Holmes
se encontró otra vez sumergido en sus experimentos de química. Por fin
sus
apuntes sobre antiguos fletes estaban nuevamente en sus manos.
Un mes más tarde, una mañana, dejó caer bruscamente el diario sobre
la mesa y me miró:
—Decididamente, tenemos que viajar a Cambridge, Watson, pues de lo
contrario no lograré nada positivo en mis investigaciones 36 . ¿Qué opina
usted de
que nos traslademos allá mañana?
Dicho esto se fue a su cuarto y me dejó solo con mi café y mi diario, en
el cual descubrí la razón que le había hecho dejarme con tanta
brusquedad.
Circulaban las conjeturas de que no se tardaría en acusar a Wilde de
delitos contemplados en la Ley de Enmienda de los Delitos Criminales de
188537 .
El tema de Wilde despertó recuerdos melancólicos.
Seguí a Holmes a su dormitorio con el diario en la mano y una pregunta
en los labios que nunca se me había ocurrido hasta aquel momento:
—Holmes, aquí hay algo que me intriga respecto del doctor Benjamin
Eccles.
—Hay más que eso, diría yo. Era un individuo complejo. Como dije antes,
Watson, un médico puede ser el máximo criminal. Tiene inteligencia y,
además,
preparación. De decidir pervertir cualquiera de los dos elementos, tendrá
un
gran potencial para el mal. ¿Quiere pasarme esa corbata marrón?
Gracias.
—¿Por qué, entonces, se dejó morir? —pregunté—. Si hubiera tomado
su propio antídoto con el mismo celo con que se lo suministro a los otros,
podría
haber sobrevivido.
—Probablemente nunca sabremos la verdad. Puede que hubiese bebido
la solución con anterioridad y con ello agotado sus propiedades curativas.
O bien
36

Si el lector desea conocer otros detalles de las experiencias de Holmes


puede
consultar el caso denominado por Watson «La aventura de los tres
estudiantes». Según la
cronología de Baring—Gould, este caso se inició el 5 de abril de 1895,
casi inmediatamente
después de la aparición en los diarios de las noticias relacionadas con
Wilde. Este
significativo enlace de fechas nos lleva muy lejos, en mi opinión, en
cuanto a la
certificación de la autenticidad de «Horror en Londres» y, sumado este
hecho, el trabajo
de Holmes en Cambridge no ha sido reconocido en general como el mejor
que realizó, lo
cual resulta lógico si recordamos que en aquel momento estaba actuando
mientras sufría
cierta tensión emocional.
37
Wilde fue acusado el 6 de abril de 1895. Su primer juicio terminó con un
jurado en
desacuerdo el 1 de mayo. El 20 de mayo tuvo lugar un segundo juicio y el
25 de mayo de
1895 Wilde fue hallado culpable y sentenciado a dos años de prisión con
trabajos
forzados.
puede ser que no tuviese voluntad ya de vivir. Hay personas que son no
sólo
asesinos, sino además jueces, jurados y, en fin, sus propios verdugos, y
en
dichas capacidades administran castigos mucho más severos que los que
podrían
imaginar sus semejantes. ¿Encuentra que es demasiado temprano aún
para
beber un jerez y comer una galleta?

RECONOCIMIENTOS
Una vez más, ha llegado el momento de saldar una deuda feliz y
expresar mi gratitud a una serie de personas por la ayuda prestada, por
su
inspiración, su estímulo y por su agudeza crítica en la preparación del
manuscrito de Horror en Londres.
En primer término, y más importante que nada, esta obra no podría
haber sido escrita sin haber existido el genio de sir Arthur Conan Doyle.
Sin
sus inmortales creaciones, Sherlock Holmes y el doctor Watson, nada
podría
haber sido escrito en materia de relatos como éste. Es un tributo a la
enorme
popularidad de los personajes de Doyle que el público sienta interés por
leer
narraciones referentes a ellos, aun a pesar de no estar ya su creador para
ofrecerlas.
Después de Doyle, debo dejar constancia de la ayuda e inspiración que
obtuve en la obra de W. S. Baring—Gould, cuya cronología holmesiana
acepto sin
reservas y cuyas teorías sigo considerando atrayentes y llenas de
sugerencias.
Es probable que la mayor autoridad de hoy sobre Sherlock Holmes y su
mundo sea Míster Michael Harrison, cuyos libros sobre el tema estudié en
forma detenida y provechosa y a quien tuve el gran honor de conocer.
Además
del uso de estos libros, Míster Harrison tuvo la amabilidad de leer mi
manuscrito y señalarme los puntos en que me alejaba o bien me
aventuraba
demasiado, dos defectos característicos en mí. Míster Harrison formuló
innumerables comentarios y propuso muchas sugerencias, todas ellas
sumamente
útiles en el logro de autenticidad literaria e histórica, y la mayoría de los
cuales
acepté sin vacilar. Si hay puntos en los que mi obra es aún inexacta, no
cabe
culpar a Míster Harrison, sino a mi propia insistencia obstinada en retener
uno u
otro detalle. Debo agradecer asimismo a Míster Michael Holroyd el
haberme
llamado la atención en cuanto a varios puntos de importancia cardinal en
el
texto.
A continuación de las cuatro personalidades nombradas, la nómina se
llena de numerosos amigos y críticos, algunos de ellos entusiastas
admiradores
de Sherlock Holmes y otros simplemente personas ilustradas. Sin guardar
un
orden especial, doy gracias a Craig Fischer, Michael y Constance
Pressman, Bob
Bookman, Lenin Kreitman, Brooke Hopper, Ulu Grossbard, Michael
Scheff, John
Brauer y miss Julie Leff, quien debió soportar unos cuantos de mis
disparates.
Mi padre, ni qué decir, debió soportarlos durante mucho más tiempo y
también a

También podría gustarte