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Horror
En
Londres
Título original: The west end horror
Traducción: Lucrecia Moreno Sáenz
Ultramar Editores – Bolsillo
Madrid – España
Para Elly y Leonore
PREFACIO
INTRODUCCIÓN
—No, Watson, me temo que mi respuesta siga siendo la misma —dijo
Sherlock Holmes—. Está usted escribiendo Horror en Londres —
prosiguió,
riendo en voz baja al verme la expresión—. No me mire tan sorprendido,
querido
amigo. Su proceso mental ha sido la simplicidad misma. Le vi sentado a
su
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Largo tiempo considerado por muchos expertos como el rey Eduardo VII.
Sin embargo,
Michael Harrison ha demostrado recientemente, sin lugar a dudas, que el
rey de Bohemia
fue en realidad su alteza serenísima el príncipe Alejandro, «Sandro» de
Battenberg, en
una época rey de Bulgaria.
Aquí terminó la conversación, como sucedía casi siempre, de manera
que guardé mis notas sobre aquella historia enteramente increíble hasta
que la
casualidad me permitiera encontrarlas otra vez al cabo de un año o dos y
me
fuera posible abordar nuevamente el tema.
Conseguir que Holmes cambiase de idea una vez que llegaba a una
posición determinada era como intentar invertir la dirección del giro de la
tierra. Una vez lanzada su mente en un curso dado, era virtualmente
imposible
contener el impulso y mucho menos alterar la posición del eje. La idea
solía
fijársele en el cerebro, arraigar allí y florecer como un árbol. No era
posible
arrancarla de raíz, sino tan sólo derribarla, y ello solamente cuando le
asaltaba
una idea mejor. Era convicción invencible de Holmes en el caso que nos
ocupa
que Horror en Londres, como prefería llamarlo, era una historia para la
cual el
mundo no estaba aún preparado y que no era posible revelarla sin
provocar
consecuencias que deseaba evitar.
Por fin sucedieron varias cosas que cambiaron su parecer. El correr de
los años y la muerte de muchos de los protagonistas, así como el cambio
en los
conceptos morales de la sociedad, forjaron una sutil alteración en su
actitud
obstinada. Fue entonces cuando presenté, por mi parte, un argumento de
gran
perspicacia, que tenía por objeto vencer los temores abrigados por
Holmes,
frente a la publicación del hecho.
Le dije, ni más ni menos, que mi principal interés era registrar el caso
como hecho histórico, a lo cual reconoció una posible utilidad, y no como
una
obra de la literatura sensacionalista que hallase eco en los pasquines.
Lejos de
mencionar la búsqueda de un editor, ofrecí a Holmes la propiedad única y
exclusiva del manuscrito, del cual podría disponer como quisiera y cuando
quisiera. La única condición que estipulé es que no fuera destruido.
Durante varios días consecutivos a mi ofrecimiento no dio respuesta
alguna. Parecía haber olvidado del todo nuestra última conversación
(creo, de
verdad, que estaba tratando de olvidarla) y se mantuvo ocupado en la
organización de su fichero criminal, el cual requería revisiones constantes
si
habría de ser de alguna utilidad. No insistí, por saber que su mente giraba
alrededor de esta nueva posibilidad sin que yo tuviese que añadir nada
más.
—¿Cómo piensa usted que podría hilvanar el material? —me preguntó
una vez, cuando estábamos en la casa de baños turcos—. El reparto de
personajes y el número de hechos es considerable, además de disperso.
Nunca
le proporcionará la simetría compacta que caracteriza a mis casos más
ilustrativos, ni el tipo de material que usted sabe captar tan bien.
Repuse que me limitaría a escribir, ni más ni menos, lo que había
ocurrido y en el orden en que había ocurrido.
—¡Qué bien...! —se mofó—. Conque recurriendo a las argucias de la
ficción barata, ¿eh? Nadie le creerá, ¿sabe?
Incorporé estos comentarios a mi arsenal de incentivos e
inmediatamente los aproveché como argumento en mi favor. Sherlock se
quedó
pensativo, en medio de una nube de vapor, sin decir nada.
Transcurrió otra semana y luego, en forma inesperada, levantó un día
los ojos de su caótico sistema de ficheros y me dijo con tono de fingida
indiferencia:
—Bien, la verdad es que podría escribirlo. Sólo que deberá
entregármelo, como me lo prometió, cuando haya terminado.
No me atreví a decir nada que le pudiera llevar a pensarlo dos veces. En
lugar de ello repuse, con el mismo talla de desinterés, que así lo haría. Y
se lo
entregaré, después de hacer un único descargo en el comienzo mismo.
Puesto
que el caso que estoy por relatar implica a muchas de las personalidades
más
destacadas de la escena teatral británica, existe la gran tentación de
escribir
la historia con fecha actual 4 y con ello beneficiarse con la perspectiva del
pasado, tan reconfortante, que nos permite afirmar con cierta
complacencia que
todo el tiempo supimos quién estaba llamado a la gloria y a otros triunfos
semejantes. Puede ocurrírsele asimismo al lector contemporáneo, si
alguna vez
llegase a salir este manuscrito de manos de Holmes, que algunas de mis
sospechas en el momento en que las abrigué eran poco menos que
absurdas. No
creía entonces, ni creo en la actualidad, que las posiciones de poder o de
influencia hagan que un individuo sea inmune a la investigación. Puede
que mis
sospechas parezcan absurdas hoy, pero las dejo consignadas aquí, a
pesar de
todo, para relatar mi historia tal como sucedió en su momento.
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SHERLOCK HOLMES EN CASA
Todo el mundo teatral de Londres se encontró murmurando y haciendo
conjeturas alrededor del asesinato de Jonathan McCarthy ¡cuando la
noticia
apareció en los periódicos. Abundan las teorías relacionadas con el agrio
crítico
teatral y con los numerosos enemigos logrados por su pluma. Sin
embargo, la
curiosidad, cuando no es satisfecha, termina por morir, una muerte por
aburrimiento. El asesino de McCarthy nunca fue aprehendido y mucho
menos
descubierto, y como no aparecieron hechos nuevos, la policía se vio por
fin
obligada a unirse al público ya reconocerse desorientada. El caso no fue
cerrado
nunca, pero sin duda el interés de la policía se dirigió, como era
inevitable, hacia
otros hechos más recientes. La Místeriosa muerte de la actriz en el Savoy
dio
mucho que hablar a las mismas lenguas durante varias semanas y, por
último,
Scotland Yard se vio en apuros para explicar la extraña desaparición del
forense, que se esfumó llevándose consigo dos cadáveres del depósito, y
de
quien nunca más volvió a saberse nada. En el caso de McCarthy la
policía pasó
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INVITACIÓN A INVESTIGAR
El parecido de Míster Shaw a un duende de leyenda celta de tamaño
gigantesco se intensificaba al mirarle de cerca. Tenía los ojos más azules
que
haya visto jamás, del color del Mediterráneo. Y estos ojos relucían de
malicia
cuando hablaba con agilidad, para relampaguear casi cuando el hombre
se
entusiasmaba, cosa que ocurría a menudo, ya que era un ser emotivo y
un
conversador animado. Tenía la tez casi tan rojiza como el pelo y era
dueño de
una nariz agresiva, ancha y roma en la punta, detrás de la cual se
agitaban y
distendían las fosas nasales. Su manera de hablar aumentaba aún más
esta
impresión de duende que provocaba, por cuanto tenía un levísimo y a la
vez
agradable deje de acento irlandés.
—Por Dios, veo que sus habitaciones están más desordenadas aún que
las mías —empezó diciendo al cruzar nuestro umbral y saludarnos a los
dos con
un gesto—. Por otra parte, son algo más amplias que mi guarida, lo cual
les
permite tener algo de creador dentro del desorden.
Me molestaron estos comentarios, por parecerme un preámbulo
bastante incorrecto al provenir de un visitante, pero Shaw me dirigió una
sonrisa picaresca que de algún modo consiguió atenuar la mordacidad de
sus
palabras. Holmes, por estar, según parecía, habituado a aquellos
modales
bruscos y directos, no daba la impresión de haber oído.
—No se imagina qué agradable sorpresa es esta visita —dijo al crítico—,
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EL CASO DE LA CALLE SOUTH CRESCENT
—Bien, Watson, ¿qué opina de él? —me preguntó mi amigo. Íbamos en
un coche de alquiler hacia 24 South Crescent, donde Shaw había
prometido
esperamos. En el intervalo había debido ocuparse de algunos asuntos
particulares. Me acurruqué dentro de los pliegues de mi abrigo y antes de
responder tiré de la bufanda para protegerme del frío cortante.
—¿Qué opino de él? Le diré que le encuentro insoportable. Holmes,
¿cómo puede tolerar la conversación de ese pedante?
—Será, quizá, porque me hace pensar en Alceste. Por lo m enos, me
divierte tanto como este personaje cómico. ¿No le halla estimulante?
—¿Estimulante? —repetí—. Vamos, ¿cree usted en realidad que
Shakespeare habría hecho mejor en escribir ensayos?
Holmes rió de buena gana.
—Bien, reconozca que yo le advertí que tenía algunas ideas insólitas. En
cuanto se refiere a Shakespeare, por desgracia, usted mencionó por
casualidad
algo que es su bete noire. En este tema, debo confesar que sus puntos
de vista
me parecen radicalmente absurdos, pero por otra parte, sus prejuicios
tienen
explicación. Shaw lee obras teatrales no como usted, Watson, sino más
bien con
el objeto de medirse a sí mismo en relación con la mente de otros
hombres. "Los
hombres como él nunca tienen paz en el corazón mientras contemplan a
otros
más grandes que ellos mismos...»
—Y por tanto son muy peligrosos —dije, contemplando la cita. Miré por
la ventanilla la ciudad cubierta de nieve y me sorprendí preguntándome si
acaso
el duende irlandés podría ser un hombre peligroso. Sin duda era bien
diestro en
el uso de las palabras como armas mortíferas, pero había algo tan
malicioso y a
la vez cautivante en el hombre que me resultaba difícil conciliar mis
propias
opiniones.
—Llegamos —dijo mi amigo, interrumpiendo mis pensamientos.
Nos encontrábamos en el barrio de Bloomsbury, frente a un simpático y
bien cuidado semicírculo de casas sobre jardines individuales mantenidos
con
igual esmero. Todo estaba en aquel momento cubierto de nieve, pero los
perfiles
de un jardín de diseño clásico resultaban visibles y cambiaban los
contornos de
los montículos de nieve. Las casas tenían cuatro pisos y estaban pintadas
de
blanco. Todas ellas albergaban pensionistas, pero no advertí carteles que
indicaran cuartos para alquilar, por lo cual decidí que la ubicación era
demasiado
buscada y los precios demasiado elevados como para que ello fuese
necesario. El
número 24 ocupaba el punto central del semicírculo. No era diferente de
las
casas vecinas a derecha e izquierda, salvo por la multitud congregada
frente a
ella y por los policías unifo rmados que impedían a los curiosos llegar
hasta la
puerta de la calle, abierta.
—Tengo el presentimiento de que estamos por encontrarnos con un
viejo amigo —murmuró Holmes al bajar ambos del coche. No hubo
grandes
dificultades en que nos permitieran el acceso al número 24, ya que
Holmes era
conocido entre los miembros de la policía. Suponían que le habían
llamado en su
calidad de detective de consulta, y por su parte él no hizo nada para
negarlo
cuando nos dejaron entrar.
El apartamento del hombre asesinado ocupaba una serie de cuartos en
el piso bajo, mirando sobre los jardines, y era fácil llegar a él subiendo la
pequeña escalera exterior. No habíamos abierto la puerta, que estaba
levemente entornada, cuando una voz familiar nos llegó a los oídos.
—¡Bien, bien! ¿Nada menos que mis viejos amigos Míster Holmes y el
doctor Watson! ¿Y qué trae a estos caballeros a South Crescent? ¡Como
si no lo
supiera! ¡Entren, entren!
—Buenos días, inspector Lestrade. ¿Podemos ver los daños?
—¿Cómo llegó a saber que los hubo? —Lestrade, un hombrecito menudo
y delgado, que recordaba a un hurón, nos miró por turno—. No fue
Gregson 7
quien les mandó, ¿no? Tendré que hablar un poco con ese atrevido...
—Le doy mi palabra que no —le tranquilizó Holmes con aplomo— . Tengo
mis propias fuentes y las hallé satisfactorias. ¿Podemos mirar un poco?
—No tengo inconveniente —fue la desdeñosa respuesta—, pero será
mejor que se den prisa. En cualquier minuto estará aquí Brownlow con los
muchachos para retirar el cuerpo.
—Trataremos de no ponernos en su camino —repuso el detective, y
desde el lugar mismo donde estaba hizo un examen rápido del
apartamento. —La
verdad es que había pensado visitarle en su casa hoy, algo más tarde —
dijo el
funcionario de Scotland Yard, observándole con atención—. A tomar una
taza de
té —añadió con voz firme, según parecía, para impresionar a un sargento
joven y
de cabellos castaños que era la única otra persona más con vida entre los
presentes.
—No entiende nada, ¿eh? —dijo Holmes, y entró en el cuarto, agitando
la cabeza al ver el desorden creado por Lestrade y sus hombres sobre la
alfombra—. ¿No aprenderán nunca? —le oí murmurar mientras miraba en
torno
de sí.
El cuarto tenía las características combinadas de biblioteca y sala.
Estaba repleto de libros y tenía además una mesa de té pequeña, que en
aquel
momento sostenía dos copas con algo que parecía ser coñac. Una estaba
volcada,
pero no se había roto y parte del líquido, de color ámbar, estaba aún en
su
interior. Junto a esta misma copa había un cigarro largo y de forma poco
familiar, aparentemente sin fumar, sobre un cenicero de bronce, donde lo
habían dejado apagarse espontáneamente.
Detrás de la mesa había un diván y más lejos, frente a la ventana, se
hallaba el escritorio del muerto. Estaba cubierto de papeles, todos ellos
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4
RELATIVO A BUNTHORNE
Cuando bajábamos nos cruzamos con el médico de la policía, Míster
Brownlow, y sus hombres llevando una camilla. Holmes cambió unas
palabras con
el forense, un hombre de barba gris, con quien tenía una relación
superficial. E n
seguida atravesamos las barreras policiales en la calle. Holmes sacó su
reloj.
—Hoy tengo ganas de almorzar —declaró, aspirando el aire frío y puro
y mirando a su alrededor—. Watson, este barrio fue en una época el
teatro de
sus correrías. ¿Dónde podemos comer?
—Está el Holborn. No queda lejos de aquí.
—Excelente idea. Vayamos allí en busca de sustento. ¿Viene con
nosotros, Shaw? —al decir esto emprendió la marcha a buen paso por la
nieve
sucia, lo cual obligó al crítico a apurar su propio ritmo.
—¿Cómo puede estar pensando en comer después de lo que acabamos
de presenciar? —le dijo Shaw asombrado.
—Es debido a lo que presencié que me encuentro pensando en comer —
repuso el detective—. La comida es uno de los medios principales para
evitar la
muerte.
—En realidad tendría que estar trabajando —rezongó Shaw cuando se
sentó con nosotros en el Holborn, mientras contemplaba con aire de
desaprobación el artesonado masónico que decoraba el lugar—. Tengo
que
entregar dos artículos para mañana a mediodía y no he empezado aún
ninguno de
ellos.
A pesar de tal afirmación, Shaw no hizo movimiento alguno de
retirarse.
—Watson —me dijo Holmes, con el rostro oculto por el menú—. ¿Qué le
parece una sopa Windsor, pastel de carne, postre arrollado y un buen
Burdeos?
—Estoy en todo de acuerdo.
—Muy bien. ¿Y usted, querido amigo Shaw?
—De ninguna manera. No soy uno de esos carnívoros que acechan a sus
semejantes. Puede pedirme un poco de ensalada.
Holmes se encogió de hombros y pasó al mozo nuestro pedido. Debo
confesar que me picaba ver mis hábitos de comer y de beber
cuestionados sin
cesar por este charlatán. Además advertí que lejos de pagar a Holmes
por sus
servicios, el irlandés estaba dispuesto en aquel mom ento a aceptar su
propio
almuerzo como parte de la generosidad de mi amigo.
Nos quedamos silenciosos unos minutos, aguardando nuestra comida y
rodeados de los murmullos de los comensales, la charla de numerosos
clientes
que llenaban el restaurante a mediodía, el tintineo de los cubiertos y el
incesante vaivén de las puertas que conducían a la cocina. Holmes no
prestaba
atención a aquel bullicio sino que estaba absorto en sus pensamientos,
los ojos
cerrados y el mentón caído sobre el pecho. Con aquella gran nariz que
recordaba
el pico ganchudo de un h alcón, lo que más evocaba en aquel momento
era un gran
ave de presa dormida.
—¿Y bien? —dijo Shaw, cansado de observarle—. ¿Aceptará el asunto?
Holmes no se movió ni abrió los ojos.
—Sí —dijo.
—¡Magnífico! —exclamó el irlandés con una sonrisa que le surcó el
rostro de arrugas—. ¿Qué debemos hacer primero?
—Debemos comer —Holmes abrió los ojos para buscar a nuestro
camarero, quien llegó en aquel instante con una gran bandeja. Siguiendo
sus
palabras con la acción, el detective se abstuvo de pronunciar una sola
palabra
durante los treinta minutos siguientes. Con aire sereno, aparentó no oír
las
preguntas insistentes de Shaw, limitándose a concederle de vez en
cuando una
sonrisa a modo de respuesta.
Más familiarizado que el crítico con los estados de ánimo de Holmes,
hice todo lo posible por no dar expresión a mis conjeturas y me dediqué a
mi
propia comida, hasta que por fin Holmes bebió un último sorbo de vino, se
secó
repetidamente la boca con un gesto delicado y comenzó a llenar su pipa.
—¡No me diga que va a fumar! —exclamó S haw, escandalizado—. Por
Dios, hombre, ¿está usted empeñado en suicidarse?
—El caso no deja de presentar características de interés —comenzó a
decir mi amigo, como si el otro no hubiese hablado—. Este joven Hopkins
tiene
una carrera por delante, a menos que me equivoque mucho. ¿Hay puntos
que se
le hayan ocurrido, Watson?
—Aparte del asunto del libro, debo confesar que me dejó perplejo la
forma del rigor mortis —repliqué—. Nunca se espera verla aparecer en
forma
tan pronunciada en el cuello y el abdomen sin que sea visible, aun con
carácter
incipiente, en los dedos y las articulaciones.
—Mmmm...
—Pero ¿qué hay del libro? —interpuso Shaw con vehemencia—. Sin
duda no hay que subestimar su importancia. Tiene que haber sido una
tortura
horrible llegar hasta él.
—No subestimo su importancia, se lo aseguro. Me limito a cuestionar su
valor en este momento. Le diré que me he visto antes frente a este tipo de
evidencia —dijo Holmes, agitando una mano lánguida—. En trance de
morir, un
hombre intenta comunicar el nombre de su asesino, o bien lo que motivó
a éste.
Por desgracia, sin saber algo más acerca de Jonathan McCarthy de lo
que
sabemos por ahora, no es nada probable que esta pista tan insólita pueda
ser
aprovechada y rendir gran cosa. ¿Qué cabe inferir de ella? ¿Que la
víctima se
veía como Mercutio? ¿Como Tylbat? ¿Que estaba complicado en alguna
venganza familiar? ¿Es una palabra, una frase, un pasaje, o un personaje
que
estamos buscando? ¿Comprende usted? —el detective levantó las
manos con un
gesto expresivo—. No nos dice nada.
—Pero tiene que haber esperado lo contrario —argüí.
—Sin duda. O bien es posible que no se le haya ocurrido otro medio en
esas circunstancias. Dudo que hubiese podido utilizar lápiz y papel, aun
de haber
podido llegar hasta ellos, pero aparte de este hecho, estaban más lejos
aún de
su alcance. El rastro, en fin, podría resultarle perfectamente obvio al
individuo
en particular a quien haya estado destinado —dijo con otro encogimiento
de
hombros.
—Entonces, ¿dónde debemos empezar? —preguntó Shaw, intrigado. Al
hablar se estiraba la barba hacia adelante, lo cual terminó por darle un
aspecto
feroz.
Holmes sonrió.
—Diría que el comercio de tabacos de Dunhill podría ser un buen punto
de partida.
—¿Dunhill's?
—Puede que me ayuden a identificar el origen del cigarro del asesino.
Iré allí después del almuerzo. Entretanto creo que podríamos empezar
por
Bunthorne. ¿Tiene usted alguna idea de quién puede ser?
—¿Bunthorne? —nos quedamos mirándole, ya que yo, por lo menos,
nunca había oído mencionar tal nombre. Holmes sonrió más aún, y luego
sacó su
billetera y retiró de ella un trozo de papel arrancado de alguna parte.
—Saqué esto de la libreta de compromisos diarios de McCarthy.
—Creí haberle oído decir que el asesino le había robado sus
compromisos del veintiocho de febrero.
—Se los robó, en efecto. Esto, como puede ver, corresponde al
veintisiete de febrero y lo robé yo.
—Tiene sólo una cita —observé—, para las seis y med ia de la tarde en
el café Royal. —Precisamente. Con alguien llamado Bunthorne.
Sin decir nada, Shaw tomó el papel, con el ceño muy fruncido, gesto que
le confirió un aspecto todavía más cómico. De pronto lanzó una carcajada
apreciativa.
—Yo puedo decirles quién es Bunthorne, como podría decírselo
cualquiera en el West End, creo, pero como usted, Holmes, nunca
frecuenta
ningún teatro por debajo de Convent Garden o de Albert Hall, dudo que
pudiese
saberlo.
—¿Es, pues, famoso este Bunthorne? —pregunté. El crítico volvió a
reír.
—Muy famoso. Hasta podría decirse con mayor exactitud que es
infame, más que famoso, pero no bajo ese nombre. Mi ex colega parece
haber
registrado sus compromisos en una especie de código.
—¿Cómo sabe a quién representa Bunthorne? ¿Es un seudónimo? —
preguntó Holmes.
—No diría eso. Con todo, creo que el interesado respondería a ese
nombre —dijo Shaw, y estirando el papel, lo señaló varias veces con un
índice
muy delgado—. Es el restaurante que me hace sentirme tan seguro. Por
lo
general se le encuentra allí, rodeado de su corte.
—¿Rodeado de su corte? —repetí—. ¿Quién diablos es? ¿El príncipe de
Gales?
—No, es Oscar Wilde.
—¿El dramaturgo?
—El genio.
—¿Qué tiene que ver él con Bunthorne? —quiso saber Holmes.
Shaw rió otra vez.
—Para saberlo hay que estar familiarizado, y, según sospecho, usted no
lo está, con las operetas cómicas de Gilbert y Sullivan. ¿Nunca va al
Savoy?
—¿A ver «El Mikado» y obras por el estilo? —Holmes movió la cabeza y
volvió a encender su pipa.
—En tal caso, se pierde usted la combinación de palabras y música más
genial desde los tiempos de Aristófanes, con la excepción de Wagner.
Bunthorne aparece en la opereta «Patience».
—Creo haber oído los temas en algún organillo callejero.
—Por supuesto los ha oído. Todos los organilleros de Londres dan vuelta
a la manija y tocan siempre la música de Sullivan —Shaw miró a Holmes
con un
deje de desdén—. ¿En qué planeta suele pasar el tiempo? —dijo—. Por
lo menos
estará familiarizado con el himno «Avancemos, soldados cristianos» y con
«El
acorde perdido», ¿no?
Pude ver que le asombraba la ignorancia del detective, que, por el
contrario, no me sorprendía a mí. Sherlock Holmes era el hombre que una
vez
dijo que para él era objeto de total indiferencia que la tierra girase
alrededor
del sol o bien lo contrario, siempre que el proceso no interrumpiera su
propio
trabajo. Aparte de sus intereses musicales, que tendían a una afición por
los
conciertos para violín y hacia la ópera tradicional, nada era más
improbable que
el hecho de que Holmes estuviese enterado de las modas y atracciones
pasajeras de Londres. No tomó en cuenta, por ello, las ironías de Shaw y
siguió
empeñado en su propia línea de investigación.
—Cuénteme acerca de «Patience» —dijo.
—Un momento —exclamé entonces, frotándome la frente—. En este
momento ha vuelto a mi memoria. ¡Holmes, cuando volví de Afghanistán
en el
ochenta y uno, vi esta opereta! Fue en el Savoy, ¿no? —añadí
volviéndome hacia
Shaw.
—Creo que se estrenó allí —dijo el crítico.
—Estoy casi seguro, aunque no recuerdo cuál era el argumento, por
mucho que lo intente. Siempre los olvido en menos de una o dos
semanas.
Recuerdo esta obra porque en el momento en que la vi no entendí nada,
ni aun
cuando estaba presenciándola..., algo sobre soldados y alguien con el
pelo muy
largo que era muy popular entre los miembros del coro.
—¿Puede darnos mayores detalles? —preguntó Holmes a Shaw.
—La opereta ridiculiza con sumo ingenio todo el culto del esteticismo
auspiciado por Oscar Wilde. Usted no captó nada, doctor, porque estaba
fuera
del país cuando Wilde y su camarilla aparecieron en la escena. Wilde
mismo
aparece en la obra en la persona de Reginal Bunthorne, «poeta entrado
en
carnes» —Shaw tosió sonriendo y de pronto se puso a cantar con una
voz
inusitadamente afinada, y un registro de barítono no muy potent e, pero
grato.
El canto hizo volverse una que otra cabeza en nuestra dirección:
Si tú aspiras a brillar
En el mundo cultural
Como hombre de raro saber
Has de juntar toda tu ha bla
Tu jerga trascendental
Y esparcirla como sal.
Tendido entre margaritas
Recitarás con palabras
Esotéricas, complejas
Tus Místeriosas vivencias.
¡No importa no decir nada
Si hablas de la trascendencia!
Entonces todos dirán:
¡Qué profundo, profundísimo
Es este joven poeta
Tan profundo, que me hundo!
etc.
5
EL SEÑOR DE LA VIDA
Sin duda Holmes y yo habíamos visto caricaturas de Oscar Wilde. A
través de los años, su extraño corte de pelo, su físico corpulento, su
exótica
manera de vestir se nos habían hecho familiares a todos, en realidad, por
los
innumerables dibujos a tinta y a lápiz en los diversos periódicos. Además,
no
obstante el hecho de no haber visto ninguna de las dos comedias que se
presentaban simultáneamente en presencia de un público nutrido,
sabíamos que
aquel irlandés brillante era el autor de ambas. La más reciente, «La
importancia
de llamarse Ernesto», había sido estrenada hacía más o menos quince
días y
recibido el beneplácito entusiasta de críticos y público.
A pesar de ello, ni las caricaturas ni los artículos sobre el hombre ni
sobre las obras mismas (de haberlas visto) nos prepararon para la
presencia
física de Osear Wilde.
Después de nuestra visita a Dunhill's nos encaminamos haci a Picadilly y
llegamos hasta el Avondale, donde preguntamos por el dramaturgo.
—Le hallarán en el salón —nos informó el empleado con una expresión
agria.
—Deduzco que es de allí de donde proviene el ruido —observó Holmes
con gran cortesía. El hombre murmuró al go por toda respuesta y se
concentró
en alguna tarea detrás del mostrador.
Había, indudablemente, mucho ruido en la dirección del salón y Holmes
y yo nos encaminamos hacia él, llenos de curiosidad. El tintineo de las
copas y la
charla de voces animadas que hablaban todas a la vez era bie n evidente,
las
voces cortadas por explosiones y súbitos chillidos de hilaridad.
Mi primera impresión al entrar en el salón fue de haber viajado hacia
atrás en la máquina del tiempo de Míster Wells para caer en una
saturnalia
romana o algo parecido, poblada de sátiras, jóvenes que recordaban al
dios Pan y
duendes. La segunda mirada me permitió comprobar que la docena o
más de
jóvenes congregados allí cantando, recitando poesías y brindando a la
salud
recíproca, vestían todos las ropas de nuestro siglo, aunque con algunas
prendas
en cierto desorden. Bastó sólo un instante para comprender quién era el
principal responsable de aquella impresión de orgía griega. De pie en el
centro
del salón y sobrepasando a todos sus invitados tanto por sus dimensiones
como
por su estatura, estaba el leviatán en persona, Oscar Wilde. Su extraño
pelo
largo estaba coronado de laureles o de algo que se le asemejaba y su voz
profunda, opulenta y sonora dominaba el ámbito tanto como su persona.
Sin reparar aparentemente en el estrépito, estaba declamando un
poema en el que se aludía a Dafnis y Cloe, del cual sólo pude captar una
que otra
frase aquí y allá en medio de la confusión de sonidos, y rodeaba con un
brazo los
hombros de un joven esbelto cuyos rubios rizos en marcaban un rostro de
ángel.
Al cabo de un momento se hizo sentir nuestra presencia en el umbral y,
uno tras otro, los participantes de la fiesta callaron hasta morir poco a
poco los
cantos entre los labios, salvo en el caso de Wilde. De espaldas a la
puerta,
seguía sin advertir la intrusión, hasta que el silencio creciente le hizo
volverse
hacia nosotros. Una mano desagradable por lo flácida tiró de los
pámpanos que
le cubrían el pelo en desorden. Tenía una cara inusitadamente apuesta y
juvenil,
si bien sabía yo que debía tener cuarenta años. El exceso de comida y de
bebida
habían cobrado su precio y sus rasgos estaban hinchados. Con todo, los
ojos
eran límpidos, grises, vivos, de expresión agradable. En cambio, los
labios
gruesos y sensuales y las dimensiones de su talle eran indicio de la vida
disipada
a que estaba entregado.
Al fijar Wilde la mirada en nosotros, se oyeron murmullos contenidos
de la concurrencia que trataba de adivinar el motivo que nos llevaba allí.
Más de
una vez oí la palabra policía.
—¿Policía? —repitió Wilde. Tenía una voz suave como una caricia y
profunda como la campana de un monasterio—. ¿Policía? —se adelantó
hacia
nosotros despacio, con su corona de pámpanos, y nos miró
detenidamente—. No,
no —decidió, con una sonrisa cautivante—. No lo creo. De ningún modo.
No hay
nada tan antiestético en este planeta como un policía.
El comentario provocó risas hacia el fondo. Noté que cuando hablaba
tenía el hábito extraño de cubrirse la boca con un dedo curvado. Miró a
Holmes
con interés y el detective le devolvió la mirada con otra muy fina. Los ojos
grises de ambos se encontraron, sin pestañear.
—Quizá no seamos tan estéticos como usted supone —le dijo Holmes
sin cambiar de expresión a la vez que sacaba de un bolsillo de la chaq
ueta una
tarjeta de visita. El galante Dionisio leyó el nombre como al descuido.
—¡Ay, ay, ay! —murmuró sin mostrarse sorprendido—. Más detectives.
No son gente muy estética, como usted me obliga a señalar. No le
engañaré, con
todo, fingiendo no haber oído hablar de Míster Sherlock Holmes —el
hombre
circuló entre los presentes, a espaldas del detective, con tono reverente,
aunque una risita aislada malogró la seriedad de la acogida—. Y usted
debe de
ser Míster Watson —prosiguió Wilde, volviendo hacia mí los ojos
luminosos y
examinándome con atención—. Sí, tiene que ser Míster Watson. No cabe
duda.
Bien —dijo con un suspiro, y luego, recobrando el aire de siempre
mediante una
sonrisa cordial añadió—: ¿Qué es lo que ustedes desean, señores?
¿Puedo
convidarles con algo?
—Queremos hablar a solas con usted uno o dos minutos, señor, nada
más.
—¿Se trata del marqués? —preguntó, y al decir esto levantó la voz y se
estremeció—. Si es así, debo manifestarles que todo el asunto e stá ya en
manos
de mi abogado, Míster Humphreys, y que deberá dirigirse a él.
—Se trata de Jonathan McCarthy.
Los ojos soñadores del dramaturgo dieron la impresión de abrirse más
por un breve instante.
—¿McCarthy? ¿De manera que ha osado, después de todo...? —los
gruesos labios se apretaron en una mueca de contrariedad combinada
con
determinación.
—No ha osado nada, Míster Wilde. Míster McCarthy yace muerto en su
apartamento, víctima de un ataque fatal cometido por una persona o
personas
desconocidas, varias horas después de la cita que mantuvo con usted en
el café
Royal. De verdad considero que debemos sostener esta conversación en
otra
parte —dijo Holmes en voz baja.
—¿Asesinado? —el báquico Wilde requirió uno o dos instantes para
captar el significado de la palabra. Al instante percibí la exactitud de la
observación de Shaw. Tal vez Wilde hostilizara a la gente y desafiara las
convenciones, pero en realidad no lo hacía con maldad ni consideraba
que
hubiese tampoco mal en ello. Debajo de aquella decadencia cultivada con
tanto
esmero y de aquellas ideas depravadas y perversas, el hombre era un
inocente
total, mucho más afectado que yo frente a la ide a de un asesinato, no
obstante
considerarme yo mucho más convencional que él.
—Vengan por aquí —dijo, recobrando la serenidad, y con pasos
inseguros nos condujo a una sala adyacente. Había allí un señor de cierta
edad,
pero tenía el sombrero sobre los ojos, las piernas estiradas y era evidente
que
lo que no había sido logrado por el estrépito del salón no lo sería tampoco
por
nuestra conversación. Holmes y yo nos sentamos mientras Wilde se
dejaba caer
pesadamente sobre un sofá frente a nosotros. No intentó aquí adoptar las
poses elegantes que le caracterizaban en público, sino que permaneció
inmóvil,
con las manos regordetas entrelazadas sobre las rodillas, como un
cochero en su
asiento que sostuviera entre las manos un par de riendas imaginarias.
—Entiendo que sospechan de mí en este asunto, ¿no?
—El doctor Watson y yo no representamos a la policía. Dónde recaen
sus sospechas, no tenemos modo de saberlo, si bien puedo afirmar, por
experiencia anterior —dijo Holmes sonriendo— que de cuando en cuando
se
aventuran por caminos bastante insólitos. ¿Puede usted dar cu enta de
sus
movimientos posteriores a su encuentro con Jonathan McCarthy?
—¿Dar cuenta de mis movimientos?
—Puede ser útil poder explicar dó nde estuvo, para la policía, quiero
decir, si requiriesen una coartada —señalé.
—Coartada... comprendo —Wilde se apoyó en el respaldo del sofá y
esbozó una sonrisa. Le miré de reojo y recordé a Cassius y sus palabras,
«fatigado del mundo». A pesar de su tem peramento humorístico y alegre,
el
hombre sufría bajo alguna carga terrible.
—Sí, sí, no hay inconveniente —dijo, y su rostro reflejó un alivio que no
sentía en el fondo—. Estuve con mi abogado, Humphreys. Dígame,
¿cómo lo
planearon?
—¿Qué dice usted?
— ¡El asesinato, el asesinato! —a medida que se interesaba por el tema,
sus ojos adquirieron un brillo extraño—. ¿Quemaron incienso? ¿Hallaron
las
huellas de una mujer desnuda que bailó sobre su sangre?
Sin reparar, en apariencia, en aquellas preguntas macabras, Holmes
delineó en forma escueta las circunstancias de la muerte del crítico, sin
mencionar el detalle del libro, pero efectuando en cambio un juicio
personal, en
el sentido de que ninguna de las personas con las que habíamos hablado
hasta
aquel momento se había mostrado sorprendida ni apenada por la noticia.
Wilde se encogió de hombros.
—No imagino, tampoco, que sea una gran pérdida para la gente de
teatro del West End.
—¿Cuál era el objeto de la cita que tuvo ayer con él?
—¿Debo decírselo?
—Carecemos de facultades para exigir testimonio —repuso Holmes—,
pero en el caso de la policía es otra cosa. Hasta ahora no está enterada
de su
cita.
Al instante los ojos de Wilde brillaron esperanzados y se sentó más
erguido.
—¿Es verdad? —exclamó frotándose las manos—o ¿Dice usted la
verdad? —Holmes volvió a reiterarle el hecho—. ¡En ese caso, puede que
todo
marche bien! —dijo mirándonos por turno, mas en seguida recobró su aire
de
desaliento al recordar que quedábamos allí nosotros—. Es mejor con
ustedes
que con la policía, ¿no? —dijo suspirando—. Cuánto se parece la vida a
Sardou,
¿no creen ustedes? ¡Qué lástima! Para Sardou, quiero decir —aña dió y
rió ante
el propio ingenio, pasándose varios dedos regordetes por el pelo.
—¿Tuvo algo que ver su cita con la entrevista con su abogado esta
mañana? —inquirió Holmes.
—En cierto modo, podría decirse que sí. Ustedes no conocieron a
Jonathan McCarthy, ¿no? No, veo bien que no le conocieron. ¿Cómo
explicarles
qué clase de hombre era? —Wilde se frotó los labios con el índice
curvado
mientras reflexionaba—. ¿Alguna vez oyeron hablar de Charles Augustus
Milverton?
—¿El chantajista del mundo social? Todavía no se han cruzado nuestros
caminos, pero he oído hablar de él 13 .
—Esto simplifica las cosas. Jonathan McCarthy se dedicaba a un tipo
de caza muy parecido.
—¿Se dedicaba al chantaje?
—Estaba sumergido en él hasta el cuello, estimado Holmes, hasta el
cuello. No acechaba a miembros de la sociedad, como Milverton, sino
más bien a
los que pertenecemos al ambiente teatral. Tenía sus fuentes de
información y
sus soplones y apretaba fuerte. Es verdad que de vez en cuando el
mundo del
teatro se confunde en parte con el de la sociedad. Sea como fuere, tengo
cierta
experiencia en cuanto a los chantajistas y sé cómo tratarlos. De vez en
cuando
suelen apoderarse de cartas escritas por mí y las utilizan para amenazar.
Les
13
El club de Wilde.
Escrito en la tarjeta de Queensberry: «Para Oscar Wilde, que pasa por
sodomita».
Seguramente Watson estaba al corriente del contenido del famoso
mensaje cuando
registró el caso, pero con gran tacto lo omitió.
15
—Yo diría que le conviene ponerlas sobre la mesa ahora.
—Como quiera. Para ser breve, yo mismo soy el depositario de muchos
secretos relacionados con escándalos y actividades en el ámbito teatral.
La
gente de teatro tiene tanto colorido, ¿no es verdad? Sé, por ejemplo, que
George Grossmith, que canta esos estribillos tan ágiles de Gilbert y que,
debo
señalar aquí, hace mi papel, ha estado tomando drogas. Gilbert le
provoca tanto
terror durante los ensayos que ha tenido que recurrir a ellas. Sé que Bram
Stoker tiene un apartamento en el Soho, cuya existencia ignoran tanto su
mujer
como Henry Irving. No puedo explicarles para qué lo utiliza, pero la
intuición me
dice que no es para jugar al ajedrez. Luego estoy enterado de las partidas
de
«chemin de fer» de Sullivan con...
—¿Y qué sabía usted de Jonathan McCarthy? —le interrumpió Holmes,
ocultando apenas su desagrado.
Wilde repuso sin vacilar:
—Tenía una amante. Se llama Jessie Rutland y es una dama joven en el
Savoy. Para un hombre que siempre jugó el papel del prototipo de la
rectitud
británica en la clase media con una perfección de hipócrita, tal revelación
significaría la ruina inmediata. McCarthy lo comprendió al instante —
añadió
Wilde como si se le ocurriera en aquel momento— y en pocos minutos
descubrimos que no teníamos nada más que decirnos. Es una historia
sórdida,
me temo, pero auténtica.
Holmes le miró con fijeza un momento, con el rostro impasible. De
pronto se levantó y yo hice lo mismo.
—Gracias por el tiempo que nos ha dedicado, Míster Wilde —dijo—. No
cabe duda que es usted una fuente de información.
El poeta le miró. Había algo tan ingenuo y simpático en su e xpresión que
me sentí encantado con Wilde, a pesar de todo lo que había dicho.
—Todos somos lo que Dios nos hizo, Míster Holmes... y muchos de
nosotros, peores aún.
—¿Es suyo eso? —le pregunté.
—No, doctor —repuso con una leve sonrisa—, pero lo será —volviéndose
por última vez, se dirigió al detective—. Temo que no le agrado.
—No del todo.
Wilde siguió mirándole a los ojos:
—En cambio, yo me encuentro d eseando agradarle.
—Puede que algún día suceda.
6
EL SEGUNDO ASESINATO
Era el atardecer cuando Holmes y yo salimos del Avondale para
mezclarnos con la multitud característica de esa hora en Picadilly. Se
había
levantado un viento que nos cortaba la cara como un cuchillo en la
garganta
mientras caminábamos. No se veía un coche de alquiler por ninguna
parte, pero
el teatro Savoy no quedaba a mucha distancia del hotel. Marchamos,
pues,
penosamente en esa dirección, abriéndonos paso entre la multitud y
evitando
como mejor podíamos la nieve sucia amontonada por las palas junto a las
aceras.
Durante el trayecto comenté que no recordaba haber visto nunca un
grupo de
personas tan singular como el que había conocido con motivo del
asesinato de
Jonathan McCarthy.
—El teatro es un oficio singular —dijo Holmes—. Es un arte noble, pero
como profesión, monótono, aparte de que reverencia todo lo que el resto
de la
sociedad condena —al decir esto, Holmes me obsequió con una mirada
de
soslayo—. El engaño. La capacidad de simular y engañar, de pasar por lo
que no
se es. Lo verá mejor expresado por Platón. Son, no obstante, cualidades
habituales en el actor.
—Y también cualidades habituales entre quienes les escriben sus
papeles —añadí.
—También hallará eso en Platón.
Caminamos un trecho en silencio.
—La principal dificultad en este caso —observó Holmes por fin, en el
momento en que llegábamos al Strand—, además del hecho de que
nuestro
cliente no puede costearse el precio de las comidas, para no mencionar
nuestros
gastos, la principal dificultad, como decía, es la superfluidad de los
móviles.
Jonathan McCarthy no era un individuo que gozase de estima, según
resulta
evidente, hecho que sólo sirve para complicar las cosas. Si la mitad de lo
que nos
contó Wilde hace poco es verdad, debe existir más de una docena de
personas
cuyos intereses saldrán beneficiados con su desaparición. Y todos ellos
residen
dentro del mundo circunscrito del teatro, donde abundan las pasiones...
reales y
fingidas.
—Lo que es más —señalé—, sus dotes profesionales harán, de seguro,
más difícil determinar su culpabilidad en un crimen.
Holmes no dijo nada y recorrimos unos pasos sin hablar.
—¿Ha pensado usted —proseguí— que el uso que hizo McCar thy de
Shakespeare tuvo como fin que lo interpretaran en términos generales?
—Explíquese.
—Pues bien, su amigo Shaw, nuestro cliente, no puede soportar a
Shakespeare. El «Morning Courantll, para el que escribía McCarthy, es
bien
conocido como rival de la «Saturday Review». No cabe mucha duda de
que con
McCarthy eliminado, la suerte de Shaw y su éxito literario podrían surgir
más o
menos juntos. ¿Sería posible que la referencia de McCarthy a «Romeo y
Julieta» pudiese aludir no a los Montescos y los Capuletos, sino más bien
a los
dos periódicos? ¿No se refiere Mercutio, al morir, a que la peste llegue a
vuestras dos casas? —continué, cada vez más entusiasmado por mi
teoría—. Al
mismo tiempo, el uso de Shakespeare, a quien Shaw detesta, podría
servir para
señalarle con un dedo infalible como el asesino.
—¡Watson, qué mente tortuosa es la suya! —Holmes se detuvo y le
brillaron los ojos—. ¡Eso es decididamente brillante! ¡Brillante! Sin duda
ha
pasado por alto la evidencia, pero no puedo criticarle la imaginación —al
reanudar la marcha, prosiguió—: No, me temo que no corresponde.
¿Puede usted
en verdad imaginar a nuestro amigo Shaw bebiendo coñac? ¿o fumando
un
cigarro? ¿o atravesando a su rival, en apariencia siguiendo un impulso,
con un
cortapapeles?
—Tiene casi la talla indicada —argumenté sin mucha convicción, ya que
no quería renunciar a mi hipótesis sin alguna resistencia—. Además, sus
objeciones a la bebida y el tabaco bien pueden haber sido formuladas
para
despistarnos.
—Podría ser —asintió Holmes—, aunque hace bastante tiempo que
conozco sus prejuicios en la materia. De cualquier manera, ¿por qué
habría de
acudir a mí si quisiera pasar inadvertido?
—Tal vez la perspectiva de engañarle halagó su vanidad.
Holmes pesó esta conjetura unos instantes sin hacer comentarios.
—No, Watson, no. Ingenioso, pero demasiado complicado, y, lo que es
más, el calzado de Shaw no concuerda con las huellas dejadas por el
asesino.
Sus zapatos son muy viejos... la verdad es que me duele pensar que
camina con
ellos con este tiempo... mientras que nuestro candidato llevaba botas
nuevas,
compradas, como creo haberle dicho, en el Strand. Oscar Wilde, por lo
menos,
llevaba el calzado que corresponde.
—¿Qué hay de Wilde, entonces? ¿Notó que cuando hablaba no cesaba
de cubrirse la boca con un dedo? ¿Acepta usted sin reservas su historia
de
haber malogrado el plan de chantaje de McCarthy al decirle que estaba
enterado de la relación ilícita del hombre?
—Ni la acepto ni la rechazo, por ahora —repuso Holmes con cierta
obstinación—. Es por ello que estamos en este teatro. En cuanto al hábito
singular de Wilde de cubrirse la boca, no pudo dejar de observar usted
que
tiene feos dientes. Es probable que su desmedida vanidad le lleve a
ocultárselos
cuando habla.
—¿Se los vio?
—¿No acabo de decirle que hace un considerable esfuerzo por
ocultarlos?
—En ese caso, ¿cómo sabe que tiene feos dientes?
—Elemental, estimado Watson. No abre la boca al sonreír. Mmmm, ¡qué
oscuro está el edificio esta noche! Vayamos a la puerta del escenario
para ver si
hay alguien en el teatro.
Nos internamos en el pasaje que conducía hasta la entrada del
escenario y comprobamos que la puerta estaba abierta. Había actividad
en el
interior, si bien era evidente, por el ruido que llegaba desde el fondo del
escenario, que no estaban representando. Nos abrimos paso entre
actores y
personal hasta que el administrador descubrió nuestra presencia y nos
preguntó
con cortesía qué deseábamos. Holmes presentó su tarjeta y le dijo que
buscábamos a Míster Gilbert, o bien a Míster Arthur Sullivan.
—Sir Arthur no está y Míster Gilbert está dirigiendo el ensayo —nos
dijeron—. Tal vez sea mejor que hablen ustedes con Mistress D'Oyly
Carte.
Está en la platea. Pasen por esa puerta, pero sin hacer ruido, por favor,
señores.
Dimos las gracias al hombre y bajamos a la sala vacía. Estaban
encendidas las luces y una vez más me sentí maravillado por la
iluminación del
Savoy. Era el primer teatro del mundo enteramente alumbrado por
electricidad,
hecho que proporcionaba una iluminación muy superior a la del gas. Traté
de
recordar lo ocurrido quince años antes, cuando visité el teatro por primera
vez.
Aun entonces me había preocupado el peligro de incendio a raíz de algún
desperfecto de la instalación eléctrica, preocupación que tuvo origen en el
hecho de que no comprendiese quién diablos era Reginald Bunthorne y
por ello
mi mente comenzó a divagar. Por lo visto mis temores eran infu ndados,
porque
han transcurrido años desde entonces y el Savoy sigue intacto.
En una de las filas del fondo estaba sentada una figura solitaria y nos
dirigió una mirada malhumorada cuando avanzamos por el pasillo hacia
ella. Era
la de un hombre menudo, casi enterrado en la butaca, con una barba
negra y
puntiaguda que armonizaba con los ojos negros. Algo en aquella mirada
reluciente, a la vez altiva y lejana, me hizo pensar en Napoleón.
Posteriorment e
debí llegar a la conclusión de que tal impresión era buscada por D'Oyly
Carte.
—¿Míster Richard D'Oyly Carte? —le preguntó Ho lmes cuando
llegamos lo bastante cerca como para que oyese nuestro susurro.
—¿Qué quieren? No se permite la entrada de la prensa en el teatro
antes del estreno. Es una regla del Savoy. Estamos en pleno ensayo y
debo
pedirles que se retiren.
—No somos periodistas. Me llamo Sherlock Holmes y éste es mi
colaborador, el doctor Watson.
—¡Sherlock Holmes! —el nombre había provocado el efecto deseado, ya
que el rostro de D'Oyly Carte se inundó con una sonrisa. Hizo ademán de
levantarse a la vez que nos ofrecía las dos butacas a su lado—.
¡Siéntense,
señores, siéntense! El Savoy se siente honrado con esta visita. Por favor,
pónganse cómodos. Han estado ensayando todo el día, y en este
moment o están
algo fatigados, pero de todos modos, estoy encantado de tenerlos aquí.
Tuve la impresión que suponía que habíamos entrado en el teatro por un
capricho, como si se nos hubiera metido en la cabeza, por algún m otivo,
presenciar el ensayo. Por el momento, Holmes no corrigió esta impresión.
—¿Cómo se llama la obra? —preguntó con voz baja y cortés, sentándose
cuidadosamente al lado del em presario.
—«El Gran Duque».
Fijamos nuestra atención en el escenario, donde un hombre alto, de
bastante más de cincuenta años y de porte militar estaba dirigiéndose a
los
actores. Digo «dirigiéndose», pero el término más exacto sería
«adiestrando».
Tal acción no era en modo alguno contradictoria con aquel porte militar
que
señalaba al hombre como un individuo obsesionado por la precisión. No
había
decorados, lo cual dificultaba la tarea de comprender la obra. Gilbert,
pues tal
era el individuo, ordenó a un actor alto y desgarbado que repitiera su
entrada y
sus primeras líneas. El hombre desapareció entre las bambalinas, para
aparecer
segundos después recitando las líneas, pero Gilbert le interrumpió en
mitad de
una frase y le indicó que volviera a hacer todo. Junto a nosotros nuestro
anfitrión hizo unas rápidas anotaciones en una libreta apoyada sobre sus
rodillas. Con una ligera vacilación, el actor volvió a retirarse de la escena.
A
pesar de que no hubo comentario, era obvio que todos estaban fatigados
y que
la paciencia comenzaba a agotarse. Carte miró hacia el escenario, con el
lapicero
en la mano y con el ceño fruncido. Luego se golpeó los dientes con el
lápiz, con
un gesto nervioso.
—Están agotados —dijo en un murmullo que no iba dirigido a nadie en
particular. Por el tono, era imposible determinar si se refería a los actores
o
bien al guionista.
El actor hizo su entrada por tercera vez y se lanzó en su discurso,
llegando algo más lejos esta vez antes que el autor le interrumpiese y le
pidiera
otra repetición.
—No venimos a hacerle una visita exclusivamente social —dijo Holmes
inclinándose hacia el empresario—. Creo que hay una muchacha en la
compañía
llamada Jessie Rutland. ¿Cuál es?
La actitud del director de la compañía sufrió una transformación
instantánea. El empresario, enervado pero cordial, era en aquel momento
el amo
lleno de suspicacia.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó—. ¿Tiene ella alguna dificultad?
—Ella, no —le tranquilizó Holmes—, pero deberá responder a algunas
preguntas.
—¿Deberá?
—Ante mí, o bien ante la policía, y muy simplemente, ante los dos.
Carte le miró fijo un instante y luego se dejó caer en la butaca con
desaliento, como si pretendiera que ésta se le tragara.
—Sería lo único que me faltaba —murmuró, deprimido—. Un escándalo.
Nunca hubo el menor asomo de escándalo en el Savoy. La conducta de
lo s
miembros de esta compañía es irreprochable. Míster Gilbert se ocupa de
ello.
—Mr. Grossmith usa drogas, ¿no?
Carte le miró atónito desde el fondo de la butaca.
El estupor se reflejaba en todo su rostro.
—¿Dónde oyó semejante cosa?
—No importa dónde, ya que la historia no irá más lejos. ¿Podemos
hablar ahora con miss Rutland? —insistió Holmes.
—Está en su camarín —replicó el otro con hosquedad—. No se siente
bien...; dijo algo acerca de tener dolor de garganta.
En el proscenio se oían voces altas.
—¿Cuántas veces quiere que lo repita, Míster Gilbert? —dijo indignado
el actor.
—Hasta que salga bien, Míster Passmore.
—Lo he repetido quince veces —se quejó el actor—. No soy Míster
Grossmith, ¿sabe? Soy cantante, no actor.
—Los dos hechos son evidentes —le dijo Gilbert con frialdad—. Con
todo, tenemos que hacerlo lo mejor que podamos.
—¡No permito que se me hable así! —declaró Passmore, y, tembloroso
de furia, salió a grandes pasos del escenario. Gilbert le miró hasta que se
fue y
en seguida concentró la atención en el suelo, en apariencia, estudiando
algo allí.
Carte se levantó.
—Querido Gilbert —dijo—, hagamos una interrupción para comer.
El autor dio señal de haberle oído.
—Señoras y señores —Carte elevó la voz y le dio un tono amistoso—,
tengamos paciencia las próximas dos horas y renovemos nuestras
energías con
una buena cena. Estrenamos dentro de treinta y seis horas y debemos
conservar las energías. Agotados —volvió a murmurar mientras el grupo
se
dispersaba.
—Los camerinos están en el subsuelo, ¿no? —preguntó Holmes cuando
nos pusimos en pie.
—Los de las mujeres, a la izquierda del escenario; los de los hombres, a
la derecha.
El empresario nos indicó con un gesto vago el escenario, absorto ya en
alguna crisis más inmediata. Íbamos por el mismo camino recorrido al
llegar,
cuando de pronto cortó el aire un alarido espantoso. Tan sobrenatural fue
que
por un instante nadie pudo identificarlo. En el teatro vacío el sonido
horrible
reverberó y provocó ecos. La gente en el escenario, preparada casi para
irse,
permaneció un instante paralizada de sorpresa y horror.
—¡Es una mujer! —exclamó Holmes. Vamos, Watson —de un salto pasó
sobre las candilejas y desapareció por un costado del proscenio, mientras
yo
corría detrás de los faldones al viento de su chaqueta. Detrás del
proscenio nos
encontramos en medio de un laberinto de instalaciones eléctricas que nos
cortaban el paso hacia las escaleras de hierro en forma de caracol por las
que
se bajaba a los camerinos. A nuestras espaldas oíamos los pasos del
coro que
nos seguía corriendo.
Al pie de la escalera había un pasillo a nuestra izquierda por el cual
Holmes se internó a toda carrera. Una serie de puertas sobre ambos
lados del
pasillo, algunas de ellas entreabiertas, correspondían a los camerinos de
las
actrices. Holmes las abrió sucesivamente y de pronto se detuvo al abrir la
quinta, bloqueándome el paso.
—Que no entren, Watson —dijo en voz baja, y cerró la puerta.
En pocos segundos me vi rodeado por unos treinta miembros de la
compañía del Savoy, todos hablando a la vez. En aquel momento se me
ocurrió la
irónica observación de que sonaban como los actores que eran, como el
coro de
savoyardos cuando canta «¿Y qué es esto y qué es aquello y papá se
levanta una
noche como ésta con tan poca ropa puesta?» De pronto, en medio de
todos ellos,
apartándoles con firmeza hacia izquierda y derecha, como quien cruza el
mar
Rojo, apareció Gilbert. Tenía erizadas las grandes patillas y los ojos
azules le
brillaban como ascuas.
—¿Qué sucede aquí?
—Sherlock Holmes está intentando averiguarlo —dije, haciendo un
gesto en dirección a la puerta cerrada. Los grandes ojos azules
parpadearon al
mirar en la dirección indicada y en seguida volvieron a fijarse en mí.
—¿Holmes? ¿El detective?
—El mismo. Soy el doctor Watson. Suelo ayudar a Míster Holmes. La
mujer que gritó, según creo, fue miss Rutland —prose guí—. Se quejó de
no
sentirse bien y usted la envió a su camarín a descansar.
—Recuerdo vagamente haber dicho algo de eso —dijo Gilbert,
pasándose una mano por la ancha frente con un gesto de fatiga—. Ha
sido un día
agotador.
—¿Conoce bien a miss Rutland?
Gilbert repuso a mi pregunta en forma automática. Estaba demasiado
preocupado para oponer objeciones a la impertinencia con que me
permitía
interrogarle.
—¿Si la conozco? No muy bien. Pertenece al coro, y yo no contrato al
coro —al decir esto apareció en su voz una leve amargura que no logró
disimular—. Sir Arthur contrata a los cantantes. Sir Arthur no está aquí en
este momento, como seguramente lo habrá adivinado ya. Sir Arthur debe
de
estar jugando a las cartas con algunos de sus amigos nobles o bien en el
Lyceum,
donde desperdicia su talento en componer música de fondo para la nueva
versión de «Macbeth», de Irving. Sería mucho pedirle que nos entregue la
obertura de nuestra pieza antes de la noche del estreno, aunque quiero
creer
que se dignará tenerla lista para entonces. Puede que sir Arthur
encuentre
inclusive tiempo suficiente para ejercitar una o dos veces a nuestros
cantantes
antes del estreno, pero no estoy seguro de ello —dicho esto, Gilbert se
volvió
para dirigirse a la compañía—. ¡Vamos, todo el mundo! A retirarse y
cenar.
Proseguiremos a las ocho en punto en el acto primero a partir del número
del
«pan para salchichas». Vayan a comer, chicos. ¡No hay nada importante
que les
retenga aquí y tienen que conservar las fuerzas!
El grupo obedeció la indicación y se dispersó. De cuando en cuando
Gilbert palmeaba alguna cabeza o bien decía algo halagador en voz baja
a
quienes pasaban junto a él, hasta que quedamos los tres solos. A pesar
de sus
ásperos modales de militar, era evidente el lazo de afecto y confianza
existente entre él y sus actores.
—Y ahora, déjeme pasar —ordenó con un tono que no admitía réplica.
Antes que pudiera responderle, nos interrumpió el ruido de pasos en la
escalera
de hierro del extremo del corredor, por el cual descendía de prisa Carte
co n
otra persona cuya valija negra le identificaba como mie mbro de mi
profesión.
Carte se adelantó hacia nosotros y exclamó:
—Doctor Watson, éste es el doctor Benjamin Eccles, médico que
atiende al personal del Savoy.
Estreché la mano de un hombre de talla mediana y de te z pálida, con
ojos verdes algo hundidos y una nariz pequeña y de aspecto frágil.
—Durante mis horas de consulta recorro teatros del distrito —me
explicó Eccles, mirando detrás de mí en dirección a la puerta cerrada—, y
en el
momento mismo en que entraba en la platea para ver el ensayo, me vio
Míster
Carte y me pidió que bajara, por creer que en verdad era necesaria mi
presencia
aquí.
Eccles nos miró por turno con aire indeciso, confuso aún, debido, quizá,
a la presencia de otro médico.
Detrás de nosotros la puerta se abrió y Holmes apareció por ella en
mangas de camisa. Sin duda había estado esperando hasta que partieran
los
miembros del coro. Presenté al doctor Eccles y Holmes le saludó con una
breve
inclinación de cabeza.
—Ha habido un asesinato —anunció con tono sombrío—, y todo debe
quedar como está hasta que lo examinen las autoridades. Watson, usted
y el
doctor Eccles pueden entrar. Míster Gilbert y Míster Carte, debo pedirles
que
no pasen del umbral. No es un espectáculo grato —dijo en voz muy baja,
apartándose para dejarme pasar.
El espectáculo, en verdad, no era nada grato. La mujer, una joven
pelirroja que no podría haber tenido más de veinticinco años, yacía sobre
un
costado en un pequeño sofá, el único mueble en el cuarto, con la
excepción del
tocador y su silla. Su reposo había sido rudamente interrumpido por el
corte
carmesí que surcaba su garganta nacarada, y toda su sangre, se diría, ni
más ni
menos que como el agua de una canilla mal cerrada, goteaba en el suelo,
donde
formaba ya un charco.
La visión era tan horrible, la corrupción de su existencia tan total,
lamentable y mezquina, que nos quedamos mudo s. Eccles tosió una vez
y
comenzó a examinar los restos de la pobre mujer.
—La degollaron con gran limpieza —dijo con voz débil—. Hay un poco de
rigidez arriba del corte. ¿Es posible que el rigor mortis haya comenzado
tan
pronto? —se preguntó, como si hablara consigo mismo—. No aparece en
los
dedos y la sangre está todavía... todavía...
—Se quejó de tener la garganta inflamada —señalé, conteniendo apenas
una risa histérica al hacer este comentario—. Tiene los ganglios
inflamados,
simplemente.
Al decir esto se me ocurrió que también yo sentía la garganta irritada,
asociación bastante macabra.
—¡Ah, debe de ser eso! —dijo Eccles, mirando a su alrededor por todo
el cuartito—. No veo ningún arma.
—No está aquí —replicó Holmes—. O bien, si lo está, no ha aparecido en
la búsqueda que hice.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué la mataron? —gritó Carte desde la puerta.
Al mismo tiempo tiró torpemente con manos menudas del cuello de su
cami sa
hasta que se le abrió—. ¿Quién podría haber querido hacer semejante
cosa?
Nadie pudo contestarle. Miré a Gilbert. Se había dejado caer
pesadamente en un banco frente a la entrada del cuarto y miraba delante
de sí
con ojos vidriosos.
—No la conocía bien —dijo con voz sin inflexiones, como si hablara en
sueños—, pero siempre me pareció una muchacha dulce y bien
dispuesta. Una
muchachita muy dulce —repitió parpadeando varias veces.
—No hay nada más para nosotros aquí, W atson —declaró Holmes, y se
puso la chaqueta y el gabán con capa.
Carte, no obstante, se abalanzó sobre él y le aferró de las solapas.
—¡No puede irse! —exclamó—. ¡No debe irse! ¡Usted sabe algo sobre
todo esto! Insisto en que me lo diga. ¿Qué preguntas pensaba hacerle a
la
chica?
—Mis preguntas eran exclusivamente para sus oídos —replicó el
detective con solemnidad. Con un gesto suave apartó las manos
temblorosas del
otro—. Puede dar nuestros nombres, el del doctor Watson y el mío, a la
policía
para que declaremos. Saben dónde encontrarnos. Vamos, doctor —
añadió,
volviéndose hacia mí—. Tenemos una cita en Simpson's, que en este
momento ha
cobrado mayor importancia aún.
Nos inclinamos y estrechamos la mano de Gilbert, quien respondió como
si estuviera en trance, despidiéndonos luego de Carte y del doctor Eccles,
quienes redactarían los aspectos más significativos del examen médico.
Pobre
hombre, supongo que debía de estar mucho más acostumbrado a
gargantas
inflamadas que a gargantas cortadas.
Cuando nos alejábamos por el pasillo, oí a Carie proponer a Gilbert que
se suspendiera el resto del ensayo.
—No es posible —repuso Gilbert con una voz ronca y quebrada de
emoción.
7
ASALTADOS
El café Divan de Simpson's estaba a unos pocos metros de distancia en
el Strand y no fue difícil llegar hasta allí desde el teatro 16 . A pesar de
todo,
cuando salimos del Savoy y pisamos la acera, el viento gl acial me golpeó
como
una oleada y tropecé contra el quiosco junto a la taquilla.
—¿Se siente bien, Watson?
—Creo que sí... sólo algo mareado.
Holmes hizo un gesto comprensivo.
—Hacía mucho calor en el teatro, y se respiraba una atmósfera de
horror. Confieso que yo mismo me siento un poco flojo —dijo, y, tomados
del
brazo, entramos los dos al restaurante.
A aquella hora Simpson's estaba lejos de estar lleno. Míster Crathie
nos reconoció inmediatamente y no tuvimos dificultad para obtener una
mesa.
Eran las ocho menos cuarto, lo cual nos daba unos instantes para
reflexionar a
solas sobre los acontecimientos inesperados de la última hora. Y, por lo
menos,
no tenía ganas de comer. Tenía conciencia, en cambio, de sentir una sed
extraordinaria y pedí, pues, un coñac y una jarra de agua. El coñac bajó
como
fuego por mi garganta y descubrí que no terminaba de beber agua.
—Si insistimos en caminar al aire libre con este tiempo —comentó
Holmes—, terminaremos muertos de una pulmonía —por su parte, él
también
bebió agua en gr andes cantidades y estaba, según pude observar, más
pálido que
de costumbre.
Nos quedamos sentados un rato, estudiando nuestros menús sin mucho
entusiasmo, cada uno ensimismado en sus pensamientos. En torno de
nosotros el
restaurante se llenaba de comensales llenos de animación.
—El caso comienza a adquirir características familiares —declaró
Holmes apartando de sí la lista de vinos.
—¿A qué se refiere? Yo me siento desconcertado, le diré.
—Un triángulo, si no me equivoco. Me sorprenderá mucho que no resulte
ser la típica historia del amante celoso, desechado por una mujer por otro
protector. Posiblemente alguien con mayor poder —añadió sin aclarar
nada más.
En seguida sacó del bolsillo de su chaqueta una billetera de la cual
extrajo o tra
vez la hojita de papel de la agenda de compromisos de Jonathan
McCarthy.
—Debe de ser un triángulo bastante extraño —repuse—, si incluye un
ángulo tan raro como el de McCarthy. ¿Pretende que crea que esa
muchacha de
rostro tan dulce trabó r elación con un hombre de su aspecto? Mi mente
se
16
Sigue siendo fácil hoy. Por fortuna, tanto el restaurante Simpson's como
el teatro
Savoy existen todavía, a pesar de haber sido ambos reconstruidos
posteriormente.
resiste aceptar tal idea.
—Debo pedirle que me siga escuchando un poco más, docto r. Ella trabó
relación con él. Por lo menos, la evidencia lo señala con insistencia.
—¿Qué evidencia? —me latía la cabeza casi tanto como la vieja herida
en la pierna.
—La de Wilde, sin duda. Si su información sobre la adición de George
Grossmith a las drogas provocó una reacción como la de Carte, debemos,
creo,
admitir su exactitud, por lo menos por ahora, en otros aspectos. ¿Qué
argumentos puede darme que refuten tal cargo? El aspecto inocente de la
muchacha y el testimonio de Gilbert, quien según reconoció, apenas la
conocía.
La información posterior se contradice a sí misma. En cuanto a la anterior
—dijo
con aire pensativo, mirando como en sueños el papel que tenía delante—,
¿qué
puede significar el aspecto físico de una mujer? Las mujeres son seres
tortuosos, aun las mejores entre ellas. Son capaces de mucho más de lo
que
nosotros, los hombres, estamos dispuestos a concebir. Que era la amante
de
McCarthy, estoy dispuesto a asegurarlo sobre la base de la evidencia
surgida
hasta ahora. En cuanto a sus motivos para haberlo sido, estoy dispuesto
a
descubrirlo.
—¿Dónde?
Holmes se encogió de hombros.
—Diría que esto dependerá mucho de Arthur Sullivan. Sullivan la
contrató. Me dirigiré a él para obtener un cuadro más completo. ¡Atención!
—de
pronto se adelantó con su silla, sacó su lente de aumento y la s ostuvo
sobre el
papel arrancado de la agenda, estudiándolo a través del vidrio.
—¿Qué ve?
—La nota de anoche, a menos que me equivoque mucho. Mire bien.
Acercó entonces el papel donde yo pudiese verlo y sostuvo sobre él la
lupa. Agrandadas por la lente pude ver unas leves impres iones, hechas,
de modo
evidente, por un lápiz al ser apretado sobre otro papel.
—¡Hay algo aquí! —exclamé.
—También lo creo yo, aunque es problemático que pueda sernos de
alguna utilidad —dijo Holmes, y mirando a su alrededor, llamó a un mozo
y le
pidió un lápiz. Cuando el hombre se lo dio y se alejó, Holmes levantó una
esquina
del mantel blanco y apoyó con cuidado el papel sobre la madera y,
sosteniendo el
lápiz en un ángulo muy cerrado, comenzó a frotar suavemente con la
mina la
superficie de la hoja de papel. Poco a poco, como en una calcomanía, se
hizo
visible la escritura en bajo relieve.
Jack Point
Aquí
8
MAMA, EL CANGREJO Y OTROS
El desayuno de la mañana siguiente en Baker Street fue muy silencioso.
Aparte de oír mi historia y de contarme la suya, tan semejante, Holmes
comió
en silencio. A pesar de mi vigilia en la nieve, dormí bien y la liebre
desapareció.
Pasada ésta, recobré el apetito y tomé un buen desayuno mientr as
ambos
analizábamos el asunto, desconcertados y con comentarios lacónicos.
—No parece habernos hecho mal —comentó Holmes, por fin.
—Lo contrario, diría yo.
Holmes asintió y se sirvió más café.
—He conocido padres que persuadían a los niños caprichosos de que
tomasen su remedio recurri endo a este método —dijo, y apartando la
servilleta
tomó su pipa de cerámica.
Ninguno de los dos éramos capaces de dar ni el menor detalle sobre la
filiación de nuestro Místerioso asaltante. El motivo que pudo inspirarle su
acto
de agresión era, como tantas cosas relacionadas con este caso extraño,
e xtraño, algo que
decidimos no explorar por el momento, hasta que obtuviéramos mayores
datos.
—¿Continúa con su intención de entrevistar a Arthur Sullivan?
—Más que nunca. Espero que pueda agregar algo a la poca información
que tenemos sobre Jack Point. Si no puede darla, nos veremos obligados
a llevar
a cabo el trabajo de hormiga que tan bien hacen los detectives en Craig's
Court 18 . Quiero decir: ir al domicilio de miss Rutland, conversar con los
vecinos
y demás. Es el tipo de espionaje refinado que requiere un disfraz
apropiado, ya
que a la gente se le cierra mucho la boca cuando sospecha que
queremos
obtener información, mientras que la derraman, ni más ni menos, sobre
uno si se
aparenta no tener interés en ella. ¿Vendrá usted conmigo?
—Desde luego.
Estaba por acompañar estas palabras con la acción y tenía ya la
chaqueta puesta cuando siguió a un golpe en la puerta la entrada de la
patrona.
—Un muchacho acaba de dejarle esto en la puerta, Míster Holmes.
—Gracias, Mistress Hudson —Holmes se adelantó para tomar un
pequeño sobre marrón.
—¿Puedo decirle a la muchacha que retire el desayuno?
—¿Qué? Sí, sí.
Del todo absorto, como un niño con un juguete nuevo, Holmes se acercó
a la ventana saliente y sostuvo el sobre contra la luz opaca de la mañana
nublada.
—Mmmmm..., no tiene sello postal, por supuesto. Dirección escrita a
máquina... en una Remington cuya cinta requiere ser cambiada. Papel.
Mmmm..., el
papel de la India...; sí, decididamente, por la marca de agua... no hay
huellas
digitales visibles.
—Holmes, por amor de Dios, ábralo.
—A su tiempo, mi amigo, a su tiempo.
Había terminado ya, no obstante, su examen del sobre y procedió
entonces a abrir un extremo, utilizando el cortaplumas que tenía para tal
fin
sobre la repisa de la chimenea. A continuac ión sacó del sobre una hoja
del
mismo tono oscuro y la abrió sobre la rodilla.
—«Liverpool», «Daily Mail», «Morning Courant», «London Times» y
«Saturday Review», si no me equivoco —murmuró, paseando la mirada
sobre el
papel con aire experto.
—¿De qué está hablando?
—De los distintos orígenes de estos recortes. Véalos —dijo, pasándome
el papel.
El mensaje decía:
18
9
SULLIVAN
—¿De verdad le envió a verme Bernard Shaw? —comenzó a decir
Sullivan con aire fastidiado cuando se hubo cerrado la puerta—. ¿Por qué
se
inmiscuye en esto? El hombre es un entrometido sin remedio y, aparte de
su
conocimiento de la música, le considero enteramente depravado.
—No nos solicitó ayuda en forma específica en la investigación del
asunto de miss Rutland —admitió Holmes, adelantándose para retirar una
de las
macizas sillas—, sino más bien en relación con el asesinato de Jonathan
McCarthy.
Presa de otro espasmo que le hizo hacer una mueca de dolor, el
compositor se movió con dificultad en su asiento y miró de frente al
detective.
—Eso tiene todavía menos sentido, le diré, ya que se detestaban.
—Mucha gente parece haber detestado a Jonathan McCarthy, sin
duda.
24
10
EL HOMBRE DE OJOS CASTAÑOS
Sherlock Holmes se abstuvo de comentar algo más sobre las botas de
Bram Stoker, sobre su costumbre de escuchar detrás de la puerta o sobre
la
reacción de Ellen Terry ante su pregunta sobre el apartamento de Stoker
en el
barrio del Soho. La verdad es que se negó a dar expresión a ninguno de
sus
pensamientos cuando abandonamos el Lyceum.
—Más tarde, Watson —me dijo mientras esperábamos en la acera
frente al teatro—. Las cosas no son tan simples como imaginé al principio.
Estaba por preguntarle qué quería decir cuando me tomó de una manga.
—Tengo que pasar la tarde dedicado a investigar algo, doctor. ¿Puedo
pedirle que me ayude en algo?
—Lo que usted quiera.
—Quisiera que entreviste a Bernard Shaw y averigüe el significado de
su conducta excéntrica anoche.
—¿Quiere decir que comienza a atribuir cierta importancia a mi teoría?
—Es posible —dijo sonriendo—. De cualquier manera, creo que sería
conveniente tener asidos todos los hilos de esta madeja tan enmarañada.
Es
casi la hora de almorzar, por lo que creo que seguramente le encontrará
en el
café Roya!. Sé que le gusta comer allí. Buena suerte —Holmes me apretó
el
brazo en un gesto de despedida y se alejó con rapidez calle abajo.
—¿Dónde nos encontraremos? —le dije.
—En Baker Street.
Cuando Holmes dobló la esquina no perdí más tiempo y me dirigí en un
coche de alquiler desde el Lyceum directamente al café Royal, a través
de dos
kilómetros de nieve. La verdad era que los hechos en que nos veíamos
complicados en aquel momento habían tenido lugar dentro de un radio de
tres
kilómetros cuadrados, y al reparar en ello me quedé pensativo. El mundo
del
teatro era uno de los más restringidos entre los conocidos hasta el
momento.
Todos quienes pertenecían a él parecían conocerse entre ellos, por lo
menos en
forma superficial, lo cual creaba una atmósfera tan familiar que no dudaba
que
si alguno estornudaba era muy probable que le oyeran mil personas más.
El café Royal estaba concurrido y, según pude apreciar, reinaba en él
un ambiente de inquietud. Había grupos de personas nerviosas que
susurraban
sentadas alrededor de las mesas y que miraban por detrás del hombro
con aire
aprensivo.
—¡Doctor!
Miré entre esta concurrencia inquieta y vi a Bernard Shaw sentado a
una mesa con otro hombre, cuyo aspecto tosco me intranquilizó. Era bajo
y
rechoncho, con ojos demasiado juntos, una nariz de boxeador y una
cabeza
apoyada sin gracia sobre un cuello grueso y musculoso que parecía
querer saltar
fuera de la camisa y la corbata.
—Le presento a Míster Harris —me dijo el crítico cuando me reuní con
ellos, y me senté en otra silla—. Es uno de nuestros editores más
famosos.
Estamos de duelo. Como todos aquí —dijo con tono sardónico, mirando a
su
alrededor—. Y además, haciendo conjeturas.
—¿Sobre qué?
Los dos hombres cambiaron una mirada.
—Sobre la insensatez de Oscar Wilde —dijo Míster Harris con una voz
tan sonora que era evidente la intención de que todos le oyeran. Debí
reflejar
cierta confusión.
—Sin duda recordará usted que salí corriendo de Simpson's anoche,
¿no, doctor? —me preguntó Shaw.
—No pude dejar de notarlo en ese momento.
Shaw murmuró algo y removió su café con un gesto distraído mientras
apoyaba la mejilla en una mano.
—Fue el comienzo de una noche horrorosa. En primer lugar, un loco me
asaltó casi en la puerta del restaurante.
—¿Alguien le asaltó? —al repetir esto sentí que se me aceleraba la
circulación y que se me erizaba el cabello en la nuca.
—Fue una especie de broma de mal gusto, pero me hizo perder tiempo
cuando más necesitaba apresurarme. Quería evitar el arresto del
marqués de
Queensberry. Vine corriendo aquí... a esta misma mesa, y estuve sentado
con
Frank, tratando de disuadirle.
—¿A Wilde?
Shaw hizo un gesto afirmativo.
—Le dimos un sermón —confirmó el editor con voz estentórea—, pero
fue inútil. Todo el tiempo permaneció inmóvil, como si estuviera en trance
28 . Era
imposible identificar el acento de Harris, en parte debido al volumen de su
voz
cuando hablaba. En forma alternada sonaba galés, irlandés y
norteamericano.
Posteriormente me enteré de que su origen era objeto de conjeturas.
—¿No puede probar que ha sido calumniado? —pregunté.
—Es peor aún —repuso Shaw—. Conforme con la ley, acerca de la cual,
según señaló el señor Bumble, Wilde es un asno, ha quedado expuesto a
que
Queensberry pruebe que no le calumnió.
—Arrestaron al marqués esta mañana —murmuró Harris bajando algo la
voz.
28
11
TEORÍAS y CARGOS
—¡Holmes!
Al girar sobre los talones vi al detective sentado donde yo acababa de
ver al agente de propiedades. Estaba arrancándose la nariz inmensa y
quitándose la peluca blanca.
—¡Holmes, esto es el colmo!
—Me temo que sí —dijo, y escupió el algodón que había usado para
llenarse las mejillas—. Es infantil, estoy del todo de acuerdo. Pero era un
buen
disfraz y tenía que probarlo con alguien que me conociera bien. No se me
ocurrió nadie que respondiera mejor a esta exigencia que usted, querido
Watson.
Cuando se levantó y se quitó el abrigo, dejó ver un volumen
extraordinario de relleno sobre todo el cuerpo. Me senté, tembloroso, y le
observé mudo mientras se quitaba el disfraz y se ponía la bata.
—Hace calor aquí —dijo sonriendo—, pero ha obrado milagros para mí.
Con todo, me temo que queden algunos hilos sueltos que no consigo fijar
por
medio de los datos que poseo hasta ahora. Vamos, vamos a tomar el té.
Cuando tocó el timbre no tardó en llegar Mistress Hudson con la
bandeja. Se quedó atónita al hallar a Míster Holmes en casa.
—No le oí llegar, señor.
—Usted misma me hizo entrar, Mistress Hudson.
Los comentarios de la buena mujer al oír esta noticia no vienen al caso.
Se retiró luego y Holmes y yo acercamos nuestros sillones.
—¡Sus ojos! —exclamé de pronto, Con la tetera aún en la mano—. ¡Son
castaños!
—¿Qué? ¡Ah, un minuto!
Holmes se inclinó hacia adelante hasta quedar mirando al suelo y,
tirando de la piel de la sien derecha, puso la palma de la mano debajo del
ojo
correspondiente. Observé, intrigado, que repetía la misma operación con
el ojo
izquierdo.
—Pero, ¿qué cosa de prestidigitación, o de magia...? —comencé a decir.
—La última novedad en materia de disfraces, Watson —Sherlock
Holmes estiró una mano y me mostró los pequeños adminículos—. Tenga
cuidado.
Son de vidrio y muy frágiles.
—Pero ¿qué son?
—Una sutileza mía, para cambiar el único rasgo del rostro que no es
posible alterar con ninguna pintura. No los inventé —se apresuró a decir
—,
aunque me atrevo a afirmar que soy el primero en aplicar estos objetos a
fin de
disfrazarme.
—¿Cuál es su verdadero fin?
—Un fin muy específico. Hace unos veinte años un alemán en Berlín
descubrió que estaba perdiendo la vista debido a una infección en el
interior de
los párpados que comenzaba a extenderse a los ojos mismos. Diseñó un
vidrio
cóncavo, algo más grande que éstos, y transparente, desde luego, que
debía ser
insertado entre el párpado y la córnea, donde lo mantiene en su lugar la
tensión
superficial. Con ellos se retardó el avance del mal y su vista fue salvada
29 .
Leí acerca de estas investigaciones y modifiqué el diseño un poco. Con
el resultado que usted pudo ver.
—Pero ¿si se rompiera el vidrio? —temblé ante la idea.
—No es probable. Siempre que no nos frotemos los ojos, las
probabilidades de que algo golpee los lentes son muy remotas. Yo los uso
rara
vez, porque lleva algún tiempo acostumbrarse a ellos, y he descubierto
que no
los soporto más de unas horas. Después empiezan a provocarme dolor, y
si me
llega a entrar una partícula de polvo en el ojo, me causa más lágrimas
que si
estuviera en un funeral.
Holmes tomó los diminutos lentes de mis manos y los guardó en una
caja que sin duda había sido hecha expresamente para ellos.
—Puede llegar a hacerse mucho mal en los ojos —le advertí, por
sentirme obligado, en mi calidad de médico, a señalarle algunos de los
peligros
más obvios.
—Van Bülow los usó veinte años sin efectos negativos. De todos modos
consulté a su amigo el doctor Doyle acerca de ellos. Está tan absorto en
sus
actividades literarias que tendemos a olvidar que además es oftalmólogo.
Me
ayudó muchísimo con sus sugerencias en cuanto a las modificaciones
que yo
contemplaba. Luego me los talló Zeiss —prosiguió a la vez que guardaba
la
cajita—, aunque tengo la sospecha de que no tenían la menor idea de su
objeto.
Bien —dijo por fin, llenando la pipa y pasándome su taza—, ¿qué hay de
Bernard
Shaw?
Mientras hacía todo lo posible por asimilar tantas sorpresas sucesivas,
le serví más té y le conté en pocas palabras lo ocurrido durante mi
encuentro en
el café Royal. Con la excepción de una que otra pregunta muy aguda, me
escuchó
hasta el fin en silencio, fumando sin cesar su pipa de brezo y bebiendo
sorbos
de té.
—¿Lo consideró una broma de mal gusto, entonces? —fue su
comentario frente a la relación que me hizo Shaw del Místerioso asalto—.
Debe
de tener una mentalidad bastante curiosa.
29
12
EL «PARSEE» Y LA CASA EN PORKPIE LANE
Cuando se fue Lestrade, Sherlock Holmes se quedó inmóvil largo rato.
Daba la impresión de estar tan ensimismado que no quise interrumpirle,
pero mi
propia ansiedad era tan grande que no pude quedarme callado más
tiempo.
—¿No será mejor que hablemos con el hombre? —pregunté, dejándome
caer en un sillón frente a él.
Me miró en forma pausada, el rostro siempre fruncido de preocupación.
—Supongo que será lo mejor —asintió, y poniéndose en pie, juntó sus
ropas—. No está mal en casos como éstos hacer los gestos
convencionales.
—¿Cree entonces que pueden haber atrapado al culpable?
—¿El culpable, dijo? —Holmes pesó la pregunta mientras guardaba
llaves en el bolsillo de su chaleco y recogía una linterna con foco redondo
que
tenía detrás de la mesa—. Lo dudo. Hay demasiadas explicaciones y
frases como
«casi la altura que corresponde» que delatan los fallos del caso
propuesto. A
pesar de ello, será mejor que echemos una mirada, aunque sólo sea para
establecer lo que no sucedió —dijo, y luego se adelantó con la expresión
más
seria que le había visto en mucho tiempo—. Tengo la intuición de que
esto
presagia algo muy malo, Watson. Lestrade ha construido un bonito caso
con
evidencia circunstancial, en el cual el horroroso espectro del fanatismo
racial
desempeña un papel importante y bastante ostensible. Achmet Singh
puede no
ser culpable, pero las cartas están echadas contra él.
No dijo nada mas acerca del tema, pero me permitió, en cambio,
reflexionar sobre su punto de vista de la situación durante un silencioso
trayecto en coche de alquiler hasta Whitehall. No hubo dificultad en
obtener
autorización para ver al prisionero, ya que la visita de Lestrade había
incluido la
invitación a que viéramos al hombre.
En el instante en que nos permitieron entrar en la celda de Singh,
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio. El hombre que
pudimos ver
por la ventanilla de la puerta era de talla diminuta y muy delgado. No
parecía
suficientemente alto ni fuerte como para haber realizado las hazañas
físicas
que el fiscal tendría que atribuirle. Además, llevaba un par de anteojos
con los
vidrios más gruesos que hubiese yo visto nunca, con los cuales leía un
diario que
sostenía a muy pocos centímetros de la nariz.
Holmes hizo un gesto al guardián, quien abrió la puerta.
—¿Achmet Singh?
—¿Sí? —un par de ojos muy oscuros miraron con esfuerzo detrás de
los anteojos—. ¿Quién es?
—Soy Sherlock Holmes. Y éste es el doctor Watson.
—¡Sherlock Holmes! —el hombrecillo se acercó a nosotros con viveza—.
¡Doctor Watson! —hizo ademán de tomarnos de las manos, pero se
abstuvo y
retrocedió, mirándonos con aire suspicaz—. ¿Qué quieren?
—Ayudarle, si podemos —dijo Holmes con amabilidad—. ¿Podemos
sentarnos?
Singh se encogió de hombros y señaló con un gesto vago el mezquino
camastro.
—Nadie puede ayudarme —dijo con voz temblorosa—. No tengo
coartada y conocía a la muchacha. Además, mis zapatos son del tamaño
que
corresponde y los compré donde no debí hacerlo. Soy, en fin, un hombre
de
color. ¿Qué Jurado en el mundo podría resistir semejante combinación?
—Un Jurado británico la resistirá —dije—, siempre que podamos
demostrar al fiscal que no puede probar sus cargos.
—¡Bien dicho, Watson! —dijo Holmes, y al sentarse en el camastro me
invitó a sentarme también—. Míster Singh, ¿por qué no nos cuenta su
propia
versión de los hechos? ¿Fuma? —dijo, haciendo el gesto de sacar una
petaca del
bolsillo, pero el hombrecito rechazó la invitación con otro gesto distraído.
—Mi religión me niega el consuelo del tabaco y el alcohol.
—¡Qué lástima —dijo Holmes, aunque apenas logró disimular una
sonrisa—. Ahora, díganos lo que sabe de este asunto.
—¿Qué puedo decirles, fuera de que no maté a miss Rutland, ni sé quién
la mató? —había lágrimas en los ojos del pobre hombre, que se veían
magnificadas en forma patética por los gruesos lentes, con lo cual su
pena daba
la impresión de duplicarse.
—Debe decirnos lo que pueda, por poco importante que le parezca.
Comencemos por miss Rutland. ¿Cómo trabó amistad con ella?
El prisionero se apoyó contra el muro de ladrillo junto a la puerta y
dirigió hacia ella sus palabras:
—Vino a mi comercio, que queda cerca de la esquina de su casa. Vendo
curiosidades de Oriente y también muebles ingleses de segunda mano, y
a ella le
agradaba mirar todo, cuando disponía de tiempo libre. Yo respondía a sus
preguntas sobre los objetos que le gustaban y le decía lo que podía sobre
su
origen. Poco a poco empezamos a hablar de otros temas. Era huérfana y
mi
madre había muerto poco tiempo antes. Aparte de mis clientes y de sus
amigos
en el teatro, ninguno de los dos conocíamos a mucha gente —el hombre
calló y
tragó saliva con esfuerzo. La nuez de Adán aparecía sobre los músculos
tensos
de su cuello delgado cuando se volvió para mirar al detective frente a él
—. Nos
sentíamos muy solos, Míster Holmes. ¿Es esto un crimen?
—Le aseguro que no —repuso mi amigo con suavidad—. Prosiga.
—Entonces comenzamos a dar largos paseos a pie. ¡Nada más, le doy mi
palabra! —añadió con viveza—. Simples paseos. Por las tardes, cuando
todavía no
había comenzado el frío y ella debía ir al teatro, caminábamos. Y
seguíamos
conversando.
—Comprendo.
—¿De verdad comprende? —el indio rió de un modo que más bien
parecía un sollozo—. Me alegro. El inspector Lestrade no comprende.
Interpreta
nuestra conducta de un modo muy diferente.
—No se preocupe por el inspector Lestrade ahora. Le ruego que siga
hablando.
—No hay mucho que agregar. Donde quiera que camináramos, la gente
nos miraba y murmuraba a nuestro paso. En un principio no prestamos
mucha
atención, pues nuestra soledad nos daba valor para desafiar las
convenciones.
—¿Y luego?
El hombre suspiró y un temblor agitó sus hombros.
—Luego comenzamos a advertir la situación y nos alarmó. Durante algún
tiempo tratamos de ignorar aquellos temores, pero estábamos demasiado
asustados para mencionarlos siquiera. Y entonces... —aquí vaciló,
confuso frente
a sus propios recuerdos.
—¿Decía?
—Ella conoció a otro hombre —hablaba tan bajo que era difícil captar
sus palabras—. Un hombre blanco. Le produjo dolor decírmelo —
prosiguió,
mientras las lágrimas corrían copiosas por sus mejillas—, pero cada vez
nos
sentíamos más incómodos cuando nos veíamos. Aumentaron nuestros
temores.
Hubo pequeños incidentes... alguna palabra oída al pasar junto a un
grupo de
comerciantes... , y ella llegó a sentirse tan atemorizada que le costaba
mucho
decidirse a salir conmigo cuando iba a buscarla. Con todo, no sabía cómo
hablarme de sus temores ni del hombre que había conocido. Fui yo quien
debí
hablar de ello. Le dije que el hecho de que nos vieran juntos con tanta
frecuencia comenzaba a dar lugar a comentarios en el barrio y que era
mejor
detener tales habladurías antes que la perjudicaran o llegaran hasta el
teatro.
Ella trató de no mostrar alivio cuando le dije estas cosas, pero pude ver
que se
había quitado un gran peso. Era una excelente persona, Míster Holmes,
buena y
generosa en exceso, y no era propio de ella dejar a un amigo. Fue
entonces
cuando me contó acerca del hombre que había conocido. El hombre
blanco —
repitió con un tono de tal desconsuelo que al oírlo se me oprimió el
corazón.
—¿Qué dijo de él?
—Nada, salvo que le había conocido y que le quería. Las normas del
Savoy son sumamente estrictas respecto de estas cosas, de manera que
estaba
obligada a mostrar gran discreción. Además, pienso que no quería
hacerme
sufrir dándome muchos detalles. Es por esta razón que nunca nos
aventuramos
más lejos de nuestra propia vecindad —añadió—, pues ello habría
significado la
ruina para ella en el teatro, el haber sido reconocida estando acompañada
por
mí —dicho esto, el indio levantó los ojos desde abajo, porque había caído
en una
posición de rodillas—. Es todo lo que puedo contar.
—¿Estudia usted en la Universidad?
—Sí, Derecho.
—Comprendo —Holmes se acercó y le estrechó la mano—. Míster Singh,
no se desanime. Las circunstancias están contra usted por el momento,
pero me
haré responsable de que nunca tenga que como parecer ante la justicia.
Por unos instantes el indio le miró detenidamente a través de los
gruesos anteojos.
—¿Por qué habría de importarle que yo comparezca o no? No le conozco
a usted y jamás podría pagarle por las molestias que se tome por mí.
Los ojos grises de Sherlock Holmes se humedecieron de una emoción
que pocas veces había observado yo en él.
—La búsqueda de la verdad en este mundo es una molestia que todos
deberíamos aceptar con alegría, por nuestro propio bien —dijo.
El «Parsee» le miró, tragando saliva y sin poder hablar, las lágrimas
deslizándose aún por sus mejillas.
—La visión del hombre es irremediablemente astigmática —comentó
Holmes cuando salimos del tétrico edificio—. ¿Notó usted la forma en que
debía
leer el diario? —la objetividad en el tono y en la expresión facial habitual
en mi
amigo había reaparecido por fuerza—. Suponer que sea capaz de ver
nada del
otro lado de una mesa del tamaño de la que había en casa de McCarthy
es tan
difícil como imaginar a alguien de su tamaño asestando una única
puñalada
mortal desde esa misma distancia con un cortapapeles de punta roma.
—¿Qué propone, entonces?
Holmes miró su reloj bajo la luz del farol callejero.
—Son pasadas las ocho —comentó—. Los teatros están en plena
función. ¿Le gustaría acompañarme en una pequeña excursión, Watson?
—¿Una excursión? ¿A dónde?
—Al número catorce de la calleja llamada Porkpie Lane, en el barrio del
Soho.
—¿Al apartamento de Bram Stoker?
—Sí.
—¿Vamos a robar algo?
—Si usted no se opone.
—De ningún modo. ¿Pero por qué, si usted rechaza mi teoría, le
interesa ese lugar?
—No tenemos alternativa en vista de los sucesos recientes —dijo
señalando con el pulgar en dirección a la cárcel—, fuera de eliminar hasta
los
sospechosos más alejados en cuanto se refiere a este asunto. No consigo
desarrollar una teoría propia y Stoker me persigue como un fantasma.
Puede
que consigamos exorcizar la influencia que ejerce sobre nuestras ideas.
Con tal
objeto he traído mi linterna grande y unas llaves que pueden resultarnos
útiles.
¿Me acompaña? Muy bien. ¡Coche!
El coche de alquiler nos condujo a un sector del West End con el cual
yo no estaba muy familiarizado. Nos internamos primero por calles
iluminadas
ostentosamente, mientras llegaban a nuestros oídos risotadas groseras y
música estridente, para pasar luego a otro sector en el cual hasta los
pocos
faroles de las calles proporcionaban una iluminación escasa. Al mirar a mi
alrededor tuve ganas de irme de allí lo más pronto posible y me
desagradó la
perspectiva de quedarme solo en ese lugar. No había mucha gente en
aquel
barrio, por lo menos no se la veía, aunque yo intuía su presencia detrás
de las
ventanas, al doblar las esquinas y entre las sombras amenazadoras de
los
edificios. Nuestro coche era, evidentemente, una novedad en la zona,
hecho que
el cochero también sentía en forma aguda, pues le oí murmurar un
torrente de
maldiciones sobre nuestras cabezas. Los cascos del caballo resonaban
lúgubremente sobre los adoquines desiertos.
El número catorce de Porkpie Lane correspondía a un edificio de tres
pisos que parecía estar oprimido, ni más ni menos, entre otros dos de
aspecto
abandonado. Algo más altos que el del medio, se inclinaban sobre el
techo del
número catorce, crean. do la impresión de una tenaza.
—¿Cuál es? —pregunté, mirando hacia arriba del extraño edificio.
—Segundo piso, en el centro. La ventana está oscura, como puede ver.
Tiene un pequeño saliente debajo.
—Alguien pensó alguna vez en agregarle un balcón.
—Es muy probable.
Bajamos del coche y convinimos con un cochero no muy convencido, que
volviera al cabo de media hora y nos llevara de regreso a casa. No titubeó
en
partir de prisa, por lo cual no cabía culparle, ya que el ambiente no era
nada
tranquilizador. Mi esperanza era que cumpliera su palabra y volviera a
buscarnos.
Esperamos en la sombra del edificio más próximo hasta que el caballo
se alejó doblando la esquina, con su ruido de cascos. Luego de mirar con
precaución a su alrededor, Holmes sacó un llavero del bolsillo y lo
sostuvo bajo
la luz tenue.
—Es muy útil esto —dijo en voz baja—. Me lo regaló Tony O'Hara, el
más sigiloso de los rateros, cuando le atrapé. ¿Recuerda el caso,
Watson? Fue
una especie de último recuerdo al separarnos, un llavero lleno de bellezas
como
éstas. Cada una de ellas sabe abrir una serie de cerrojos sencillos de una
misma
marca. Si falla una, no hay más que probar la siguiente.
—Esta noche no eligió más que dos —señalé al verle insertar la llave en
el cerrojo de la puerta principal y hacerla girar en uno y otro sentido—.
¿Cómo
supo cuáles debía traer?
—Estudiando los cerrojos esta tarde.
—No tenía la menor idea de sus habilidades para irrumpir en casas con
fines de robo.
—Tengo una gran habilidad —replicó él muy ufano—, y siempre estoy
dispuesto a hacerlo en nombre de una buena causa. Siempre es la causa
que
justifica prácticas algo deshonestas como la de ahora —dijo, y vi que le
relucían
los ojos en la oscuridad—. L'home c'est riend, l'oeuvre c'est tout. Vamos,
Watson.
El cerrojo había cedido ante los suaves manipuleos de Holmes y la
puerta que se abrió delante de nosotros nos reveló un corto pasillo que
llevaba
directamente a un derruido tramo de escalera. Subimos por ella sin
vacilar, por
considerar que cuanto menos tiempo quedáramos expuestos a que nos
vieran,
más seguros estaríamos. Mientras subíamos miré a mi alrededor y me
pregunté
qué clase de lugar era.
Un paso o dos detrás de mí, el detective adivinó mis pensamientos.
—Es una especie de casa de pensión de las que suelen alojar huéspedes
de paso —me informó—. No se detenga.
Nos llevó algo más de tiempo abrir la puerta del apartamento, pero
después de otros movimientos cuidadosos, vencimos también ese
obstáculo y
nos encontramos en el santuario privado de Bram Stoker.
Holmes encendió la linterna y examinamos e ella la pequeña habitación.
—No muy propicio para un romance —comentó él con sequedad,
levantando bien alto la linterna sobre la cabeza y girando lentamente. El
cuarto,
no obstante su modestia, estaba ordenado y sin muchas cosas. Había
sólo tres
muebles visibles, un escritorio, una silla y una cama angosta. Sobre el
escritorio
no había más que un tintero y una hoja de papel secante. Las paredes
rajadas y
descascarilladas no exhibían ni un cuadro o decoración de otro género.
—No diría que es un lugar para citas amorosas —convine, mirando a
Holmes.
El detective me respondió con un gruñido y se acercó al escritorio.
—Empiezo a ver la lógica de esto, Watson. La amante Místeriosa de
nuestro Stoker es la musa de la literatura. Pero ¿por qué tanta
circunspección?
Holmes se sentó junto al escritorio, apoyando la linterna sobre él, y
comenzó a abrir cajones. Yo me adelanté y miré sobre su hombro cuando
empezó a extraer de ellos varios fajos de papel cubierto por una letra
prolija e
inusitadamente femenina.
—Mire algunos de estos papeles —dijo, y me pasó una hoja. Comencé a
leer, en pie junto a él por no haber otra silla ni otra fuente de luz. En
apariencia
el hombre había copiado una serie de cartas, extractos de diarios y notas
personales intercambiadas o bien escritas entre personas llamadas
Jonathan
Harker, Lucy Westenra, Dr. Abraham Van Helsing, Arthur Holmwood y
Mina
Murray.
—Debe de tratarse de una especie de novela —murmuró Holmes
inclinado sobre otro manojo de papeles.
—¿Una novela? No puede ser.
—Sí, una novela escrita en forma de cartas y diarios. ¿No le llama la
atención nada en el nombre de de Jonathan Harker?
—Supongo que recuerda algo el nombre completo de Stoker.
—¿Algo? Contiene precisamente el mismo número de sílabas y están
distribuidas entre el nombre de pila y el apellido exactamente del mismo
modo.
Stoker y Harker son casi idénticos, y Jonathan y Abraham provienen de la
misma fuente, la Biblia. Barker debe ser su seudónimo literario.
—¿Por qué entonces hay un doctor Abraham Van Helsing? —le
pregunté, mostrándole el nombre. Holmes lo leyó con el ceño fruncido.
—Juegos con nombres, juegos con nombres —murmuró—.
Evidentemente esa parte de mi suposición era incorrecta, o por lo menos
incompleta —siguió leyendo, volviendo las páginas del manuscrito en
orden, con
los labios apretados en un gesto de concentración.
—Mire esto —dijo al cabo de unos minutos de silencio. Cesé en mi
inspección por el cuarto y volví a leer por sobre el hombro del detective:
En la cama junto a la ventana yacía Jonathan Harker, el rostro
congestionado y la respiración afanosa, como si estuviera en un estado
de semi—inconsciencia. Arrodillada junto al borde de la cama, mirando
hacia el exterior, estaba la figura vestida de blanco de su mujer. Junto
a ella se hallaba un hombre alto y delgado, el Conde. Con la mano
derecha le aferraba la nuca a la mujer, obligándola a rozar casi el
pecho de su marido. El camisón de ella estaba manchado de sangre, y un
hilo corría por el pecho descubierto del hombre, visible por tener las
ropas desgarradas y entreabiertas. La actitud de ambos mostraba un
terrible parecido a la del niño cuando empuja la nariz de un gatito
contra un platillo para obligarlo a beber 30 .
13
EL POLICÍA DESAPARECIDO
30
Este pasaje y los nombres de los personajes muestran en forma harto
obvia que el
manuscrito en cuestión era un original de "Drácula", comenzado en 1895
por Stoker y
publicado en 1897. La alusión de Ellen Terry a «lo que sucedió la primera
vez» se refiere,
sin duda, a los relatos cortos de Stoker, «Bajo el atardecer». Henry Irving
era
extremadamente posesivo en cuanto al tiempo que le dedicaba Stoker.
—Rápido, Watson.
Holmes juntó los papeles a toda velocidad y volvió a guardarlos en los
cajones de donde los había retirado. En el momento en que oíamos
golpearse la
portezuela del coche, llegó de un salto a la puerta del apartamento y la
cerró
con llave.
—Pero Holmes...
—¡Por el balcón, hombre! ¡Rápido!
En menos tiempo del que me lleva contarlo, abrimos la ventana de par
en par y salimos al angosto saliente, cerrando las persianas en el instante
en que
se oyeron los pasos pesados de Stoker por la escalera.
—No mire hacia abajo —fue la última recomendación de mi amigo
cuando nos apretamos contra la pared del edificio y aguardamos allí,
inmóviles.
No tuvimos mucho que esperar. A los pocos segundos de haber ocupado
nuestro precario escondite se abrió otra vez la puerta del apartamento y
entró
Stoker. Cerró la puerta tras de sí y le echó el cerrojo. Luego se acercó a
su
escritorio, encendió la luz de gas y abrió los cajones. Sacó de uno de
ellos
lapiceros, papel en blanco y lo que ya había escrito y dedicó unos minutos
a
poner en orden su material, sin haber reparado, en apariencia, en nada
anormal.
Sin más preámbulos se dedicó a la escritura de su horroroso manuscrito.
Cuánto tiempo permanecimos en aquel angosto saliente, sosteniéndonos
contra el borde de la ventana, es difícil decirlo. Había salido la luna, que
nos
tenía paralizados allí como dos especímenes examinados bajo una luz
potente.
No nos atrevíamos a movernos, ya que estábamos tan cerca del novelista
clandestino que el menor ruido que hiciéramos despertaría, sin duda, sus
sospechas. A medida que transcurría el tiempo y mientras rogábamos por
el
regreso de nuestro coche, nuestras manos, aun debajo de los guantes,
comenzaron a perder toda sensación. El silencio que nos rodeaba era tan
profundo que sólo lo interrumpía de cuando en cuando una tosecilla del
interior.
Después de un período que se nos antojó de años, rompió de pronto
este silencio el ruido de cascos de un segundo caballo. Holmes y yo nos
miramos
y él me hizo un gesto de que espiara entre las persianas. Al hacerlo pude
distinguir al autor inclinado sobre su obra, totalmente indiferente a
ninguna
perturbación fuera de su mundo de loco. Volví a mirar a Holmes y con un
parpadeo le indiqué que todo iba bien, y éste me hizo un gesto con su
mano libre
para que saltáramos sobre el techo del coche cuando se detuviera debajo
de
nosotros.
El pobre cochero llegó a la calleja dando muestras de gran nerviosidad
y mirando a uno y otro lado. Holmes le hizo una señal desde donde
estábamos,
indicándole que se aproximara, al mismo tiempo que se llevaba un dedo a
los
labios en un ruego teatral de que guardara silencio. El hombre se quedó
atónito
al vernos colgados, por así decir, de la luna, pero obedeció las
indicaciones de
Holmes, y lentamente hizo avanzar el vehículo. Cuando lo hubo colocado
en el
lugar preciso, bajamos con cuidado al techo frente a él haciendo un
mínimo de
ruido.
Una vez en el coche, Holmes asió al cochero desde atrás en un abrazo
de gratitud.
—Baker Street —ordenó en voz baja, y así volvimos a casa, dejando al
infernal Stoker absorto en sus extraños esfuerzos literarios.
—Su teoría tiene ahora otro fallo más —comentó Holmes cuando
subíamos los diecisiete escalones hasta nuestras habitaciones—. La
guarida
secreta de Bram Stoker es utilizada para escribir, no para citas, dado que
su
pasatiempo es causa de la desaprobación de su familia y su patrono.
—Lo comprendo bien —dije a mi vez—. Pero ¿qué hay de esos pasajes
de su libro, los que hablan de gente a quien obligan a beber...?
—Estaba pensando en ellos cuando volvíamos —dijo él, deteniéndose en
la escalera—. Como verá usted, si se desea inducir a alguien a tragar, no
hay
más que una manera de hacerla. No, Watson, me temo que las cosas
están
poniéndose sumamente graves. Podríamos desear que Bram Stoker
fuese
nuestra presa, pero no lo es... como tampoco lo es ese pobre indio a
quien
arrestó Lestrade. La única diferencia entre ellos —añadió, abriendo la
puerta—
es que si no logramos descubrir al verdadero asesino, Achmet Singh será
colgado. ¡Hola! ¿A quién tenemos aquí? ¡Es el joven Hopkins!
Era, en verdad, el policía de cabellos castaños quien acababa de
sentarse en un sillón a instancias de nuestra patrona. Se levantó
inmediatamente con aire confuso y explicó a Holmes que Mistress
Hudson le
había indicado que nos esperara allí.
—Está muy bien, Mistress Hudson —la tranquilizó Holmes
interrumpiendo el torrente de explicaciones sobre el asunto—. Ya sé que
no le
gusta tener policías merodeando por su propia sala.
La paciente mujer aludió con rapidez a las extrañas actividades de los
últimos tiempos, lo cual, estaba seguro, se refería a la aparición de
Holmes
disfrazado, aquella misma tarde, y se retiró.
—Bien, Hopkins —comenzó a decir Holmes tan pronto como se cerró la
puerta—, ¿qué le trae a Baker Street a una hora en que la mayoría de los
policías libres de servicio están en casa descansando? Observo que ha
hecho
rodeos para llegar hasta aquí y que se cuidó mucho de que no le vieran.
—Señor, ¿cómo pudo saberlo?
—Estimado muchacho, se ha despojado del menor vestigio de su
uniforme, lo cual quiere decir que probablemente pasó por su casa.
Luego, mire
la pierna de sus pantalones. Debe de haber por lo menos siete
salpicaduras
diferentes en ella, sin duda provenientes de siete partes distintas de la
ciudad.
Creo reconocer barro de Gloucester Road, el cemento que están
empleando en
Kensington...
—Tuve que ser muy prudente —dijo el muchacho ruborizándose, y con
aire desconcertado nos miró sucesivamente.
—Puede hablar delante del doctor Watson como si estuviera a solas
conmigo —le aseguró Holmes con serenidad.
—Muy bien —dijo Hopkins, y con un suspiro se lanzó a una exposición
que, sin duda, le resultaba difícil—. Debo decirles desde ahora, señores,
que mi
presencia aquí esta noche me coloca en una situación muy difícil... con la
fuerza
policial, desde luego —nos miró entonces, preocupado—. He venido por
mi propia
iniciativa, les diré, y no en carácter oficial.
—Muy bien —murmuró Holmes—. Tenía razón, Hopkins. Hay un futuro
para usted.
—Dudo mucho que lo tenga en Scotland Yard si llegan a enterarse de
esto —replicó el ansioso policía, y, al pensar en ello, sus honradas
facciones se
ensombrecieron—. Quizá sea mejor que...
—¿Por qué no acerca ese sillón a la chimenea y comienza por el
principio? —le interrumpió Holmes con una cortesía que no podía menos
que
tranquilizar a Hopkins—. Así me gusta. Póngase bien cómodo, como en
su casa.
¿Le gustaría beber algo? ¿No? Muy bien, soy todo oídos.
Para probarle, Homes cruzó las piernas y cerró los ojos.
—Se refiere a Míster Brownlow —comenzó el sargento con vacilación.
Al ver que Holmes tenía los ojos cerrados, se volvió hacia mí, perplejo,
pero yo
le indiqué con un gesto que prosiguiera—. Míster Brownlow —repitió—.
¿Conocen
ustedes a Míster Brownlow?
—¿El forense? Creo que nos cruzamos en la escalera en la casa de
South Crescent ayer por la mañana. Iba a examinar los restos de
McCarthy,
¿no?
—Sí, señor —Hopkins se lamió los labios para humedecerlos.
—Buen médico Brownlow. ¿Descubrió algo fuera de lo común en la
autopsia?
Hubo una pausa.
—¿Descubrió algo?
—No lo sabemos, Míster Holmes.
—Pero sin duda debe haber presentado su informe.
—No. El hecho es que... —Hopkins volvió a titubear— Míster Brownlow
ha desaparecido.
Holmes abrió los ojos.
—¿Desaparecido? —repitió.
—Sí, Míster Holmes. Sin dejar rastro.
El detective dejó escapar el aire en un soplido silencioso. Con un gesto
automático, sus manos delgadas comenzaron a llenar la pipa que estaba
más a su
alcance.
—¿Cuándo le vieron por última vez?
—Estuvo todo el día en el depósito trabajando en el cuerpo de Míster
McCarthy... en el laboratorio... y luego empezó a comportarse en forma
muy
rara.
—¿Qué quiere usted decir... con «rara»?
El sargento hizo una mueca, como si estuviera por echarse a reír.
—Expulsó a todos los ayudantes y camilleros del laboratorio. Les obligó
a desnudarse y a cepillarse con fenal, alcohol y luego a ducharse. ¿Y
saben qué
hizo mientras estaban duchándose?
Holmes hizo un gesto negativo con la cabeza. Advertí que debía
esforzarme para oírlo bien.
—Míster Holmes, les quemó sus ropas.
Al oír esto, los ojos de mi amigo relucieron.
—¿Hizo eso? ¿Y luego desapareció?
—En seguida no. Siguió trabajando con el cadáver sin ninguna ayuda, y
luego, como usted sabe, llegaron los restos de miss Rutland y trabajó
algún
tiempo sobre ellos. Y otra vez se puso muy excitado y volvió a llamar a los
camilleros y ayudantes, quienes por segunda vez debieron desnudarse,
desinfectarse con fenal y alcohol y ducharse —Hopkins calló, volvió a
lamerse
los labios y respiró hondo—. Y mientras estaban duchándose...
—¿Quemó sus ropas por segunda vez? —preguntó Holmes. No podía
ocultar su propia excitación y se frotó las manos con aire satisfecho,
echando
bocanadas de humo. El policía hizo un gesto afirmativo.
—Casi resultó cómico. Creyeron que era una especie de broma la
primera vez, pero la segunda se enojaron muchísimo, especialmente los
camilleros. ¡Hubo que envolverles en mantas sacadas de la sala de
primeros
auxilios, y entretanto, Míster Brownlow se atrincheró dentro del
laboratorio!
Llamaron al inspector Gregson, de Whitehall, pero Míster Brownlow se
negó a
abrirle la puerta. Estaba armado con un revólver de la policía y amenazó
con
matar al primero que traspusiese el umbral. La puerta es muy sólida y no
tiene
vidrios, de modo que se vieron obligados a dejarle allí toda la tarde y
hasta
llegada la noche.
—¿Y ahora?
—Ahora ha desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Cómo? ¡Sin duda tuvieron sensatez suficiente como
para destacar a un hombre fuera de la puerta!
Hopkins hizo un gesto enfático de afirmación.
—Lo situaron allí, pero no se les ocurrió poner a otro fuera de los
fondos del laboratorio.
—¿Y a dónde lleva esa puerta?
—A los establos y caballerizas. El laboratorio recibe todas sus
provisiones y elementos de trabajo por allí. La puerta es más grande y
más fácil
de cerrar, de manera que nunca pensaron en vigilarla. Verá, Míster
Holmes, a
ninguno de nosotros se nos ocurrió que el objeto de Míster Brownlow
fuese
abandonar el laboratorio. Todo lo contrario. Supusimos que su intención
era que
nosotros nos retirásemos para quedarse dueño del lugar. Además, le
oyeron
hablar solo allí dentro.
Holmes cerró los ojos y volvió a reclinarse en su asiento.
—¿Con que se retiró por la puerta del fondo?
—Así es, señor. En una ambulancia policial.
—¿Fueron a su casa? Brownlow está casado, según creo recordar, y vive
en Knightsbridge. ¿Intentaron verle allá?
—No fue a su casa, señor. Tenemos gente destacada allí y ni ellos ni su
señora le han visto ni un pelo. Ella está desesperada, por supuesto.
—Qué curioso... ¿Deduzco que ninguna de las actividades del doctor en
el depósito ha tenido el menor efecto sobre la opinión general de Scotland
Yard
de que Achmet Singh es culpable de un doble asesinato?
—Ni el más mínimo efecto, señor, aunque me atrevo a pensar que debe
de haber alguna relación recíproca.
—¿Qué le hace suponer eso?
Hopkins tragó saliva, confuso.
—Ocurre que hay una cosa más que usted ignora, Míster Holmes.
—¿Y qué es... ?
—Míster Brownlow se llevó los cadáveres.
Holmes se irguió en su asiento en forma tan brusca, que el sargento se
echó atrás, a su vez.
—¿Qué? ¿A miss Rutland y a McCarthy?
—Ni más ni menos, señor —el detective se levantó y comenzó a
pasearse por el cuarto mientras el otro le miraba—. Acudí a usted, señor,
porque dentro de mi experiencia limitada usted parece pensar en términos
mucho más lógicos acerca de ciertas cuestiones que... —en este punto
calló,
avergonzado de su indiscreción, pero Holmes, absorto en sus
pensamientos, no
aparentó reparar en ello.
—Hopkins, ¿cree usted que si nosotros fuéramos al laboratorio y
estudiáramos todo en forma detenida podríamos colocarle en una
situación
comprometida?
El hombre palideció.
—Por favor, ni se les ocurra hacer eso. El hecho es que todos están
agitados allí y que no quieren que nadie se entere de lo ocurrido. Se les
ha
metido en la cabeza que esto podría convertirles en el hazmerreír de... La
sola
idea de que un médico policial haya quemado toda esa ropa y
desaparecido luego
con dos cadáveres...
—Es una forma de ver las cosas —convino Holmes—. Muy bien,
entonces. Deberá responder a unas pocas preguntas más en la forma
más amplia
posible.
—Lo intentaré, señor.
—¿Visitó el laboratorio después de haber salido Brownlow de él?
—Sí, señor. Me ocupé expresamente de verlo.
—¡Espléndido! Le diré, Hopkins, que supera todo lo que yo esperaba de
usted. Ahora, dígame qué quedó allí.
El sargento frunció el ceño al reflexionar, ansioso de seguir
mereciendo los efusivos elogios del detective.
—No mucho, por desgracia. Habían fregado todo el lugar hasta dejarlo
limpio como una patena y apestaba a fenal. Lo único que estaba fuera de
lo
habitual era la pila de ropa quemada en las cubetas donde la incendió.
Además,
había vertido sosa cáustica sobre las cenizas.
—¿Cómo supo qué eran, en tal caso?
—Quedaban todavía algunos de los botones, señor.
—¡Hopkins, es usted un as! —dijo Holmes, y volvió a restregarse las
manos—. ¿Y han desaparecido del todo su dolor de garganta y su dolor
de
cabeza?
—Sí, señor. Ayer Lestrade dijo que probablemente fuese sólo... —de
pronto calló y se quedó mirando al detective—. No recuerdo haber
mencionado
estar enfermo.
—No lo mencionó, pero ello no altera el hecho de que se haya
recobrado. Me alegro mucho de saberlo. ¿No ha omitido nada? Por
ejemplo.
¿algún traguito de algo que haya bebido?
Hopkins le miró con aire perplejo.
—¿Traguito? No, señor. No comprendo qué quiere decirme.
—No lo dudo. Lestrade también se siente bien ahora, ¿no?
—Está del todo curado —repuso el sargento y para sus adentros
renunció a toda esperanza de descubrir los secretos del detective.
Holmes
frunció el ceño, a su vez, y pensó, con el mentón apoyado en las manos.
—Ustedes dos han tenido mayor suerte de la que sospechan.
—Vamos, Holmes —intervine—. Creo vislumbrar hacia dónde se dirige.
Hay algún problema de contaminación o de contagio involucrado en...
—Precisamente —los ojos de Holmes relucieron—, pero nos queda
determinar qué es lo que amenaza proliferar. Watson, usted vio los dos
cuerpos
y llevó a cabo un examen rápido de ambos. ¿Algo en la condición de los
cadáveres indicaba alguna enfermedad?
Permanecí sentado, pensativo, mientras me observaban. Holmes apenas
podía contener su impaciencia.
—Creo haber dicho en cada oportunidad que la garganta de los dos
cadáveres presentaba una rigidez prematura, como si estuvieran
inflamados los
ganglios. Sin embargo, hay una cantidad de enfermedades comunes que
comienzan con inflamación de garganta.
Con un suspiro, Holmes hizo un gesto de asentimiento y se volvió otra
vez hacia el policía.
—Hopkins, temo que sea inevitable efectuar una visita al laboratorio
del depósito entrando por los fondos. Lo que está en juego es demasiado
grave
para que nos preocupemos por la dignidad de la policía metropolitana.
Debemos
establecer cómo pudo un solo hombre llevarse dos cadáveres. Creo que
ya
empezamos a sospechar por qué lo hizo.
—¿Para deshacerse de ellos? —pregunté.
Holmes, muy serio, hizo un gesto afirmativo.
—Creo, además, que sería conveniente divulgar la alarma general en
cuanto a la ambulancia desaparecida.
—Se ha hecho esto ya, Míster Holmes —dijo el sargento con cierta
satisfacción—. Si está en Londres, la encontraremos.
—Esto es precisamente lo que ninguno de ustedes debe hacer: poner
las manos en ella —repuso Holmes, poniéndose el abrigo—. Nadie debe
acercarse a esa ambulancia. Watson, ¿está siempre dispuesto a
acompañarme?
14
HORROR EN EL «WEST END»
Momentos más tarde nos encontramos con el sargento en la acera, lleno
de ansiedad frente al 221 b, esperando un coche de alquiler. En jugar de
éste,
no obstante, vimos una figura familiar que se acercaba bailando casi bajo
la luz
de los faroles de gas.
—¿Se enteraron del último escándalo? —exclamó Bernard Shaw sin
molestarse en darnos la mano—. ¡Le han atribuido todo el asunto a un
«Parsee»!
Sherlock Holmes intentó informar al inquieto irlandés que estábamos al
corriente del giro que habían tomado los acontecimientos, pero en aquel
instante Shaw reconoció al sargento Hopkins y se lanzó al ataque del
pobre
muchacho con todo el poder de su vitriólico sarcasmo.
—¿Conque sin uniforme, eh? —comenzó diciendo—. Y es lo que
corresponde si se contempla un asesinato. Me pregunto cómo no tiene
vergüenza de presentarse en público con esas manos ensangrentadas.
¿Cree
seriamente, sargento, que el público británico, que reconozco que es de
una
credulidad inimaginable, va a tragarse esta tramoya en particular? No
pasará;
créame, sargento; no pasará. Es demasiado gruesa para pasar por el
más amplio
marco de posibilidades. Esto no es Francia; debe usted recordado por su
bien 31 .
¡No podrán ustedes distraer nuestra atención con una charada de corte
xenofóbico!
En vano, mientras esperábamos el coche, trató Hopkins de contener
31
15
JACK POINT
Era en verdad el médico del teatro quien se nos apareció merced a la
tenue luz de la única lámpara en el cuarto.
¡Tan cambiado, no obstante! Su cuerpo, como el de un mono viejo y
arrugado, estaba acurrucado en la silla y me costó reconocer aquel rostro
como
el de un ser humano, y menos como el del médico de no haberlo hecho
Holmes.
Se le había resecado la piel, como la de una manzana podrida, y estaba
cubierta
de abscesos y pústulas negruzcas, horribles, que al abrirse dejaban
escapar el
pus como lágrimas sucias. Tenía los ojos tan inflamados e inyectados en
sangre,
que apenas podía abrirlos, y el blanco que se adivinaba entre los
párpados giraba
de un modo aterrador. Sus labios estaban partidos, resecos, cortados,
con
llagas que sangraban. Con un escalofrío que me recorrió los huesos, vi
que aquel
ruido áspero y penoso que habíamos oído era la respiración afanosa del
hombre
que pasaba con trabajo por la tráquea, y... tal comprobación me dijo al
mismo
tiempo que al doctor Eccles no le restaba más de una hora de vida.
—No avancen más —repitió el fantasma con un ronco susurro—. Siento
que me muero, y deben dejarme solo hasta entonces. Cuando muera
deben
quemar este cuarto y todo su contenido, especialmente mi cadáver... Lo
puse por
escrito por si acaso llegaban ustedes demasiado tarde... Pero hagan lo
que
hagan, ¡no toquen mi cuerpo! ¿Comprenden? ¡No lo toquen! —repitió con
dificultad—. ¡La enfermedad se transmite por contacto con la piel!
—Se cumplirán sus instrucciones al pie de la letra —dijo Holmes con
firmeza—. ¿Hay algo que podamos hacer para que se sienta algo más
confortable?
Aquella masa en putrefacción se movió lentamente de un costado a
otro, y la lengua, ennegrecida e hinchada, apareció fláccida por lo que
una vez
había sido una boca.
—No hay nada que puedan hacer por mí... ni nada que yo merezca.
Muero por mi propia insensatez y merezco todo el dolor que me ha
acarreado mi
maldad. ¡Pero Dios sabe cuánto la quise, Holmes! Tanto como jamás amó
un
hombre a una mujer en este mundo, yo amé a Jessie Rutland, y nunca
desde el
comienzo del mundo tuvo que hacer ningún hombre lo que el destino me
obligó a
hacer por mi amor.
Al decir esto oímos un sollozo ahogado que sacudió lo que quedaba de
aquel cuerpo destruido, y que por poco no le mató al instante. Durante un
minuto
entero debimos escuchar sus horribles ruidos, hasta que por fin
disminuyeron.
—Soy católico —dijo cuando pudo volver a hablar—. Por razones obvias,
no puedo llamar a un sacerdote. ¿Quieren ustedes oír mi confesión?
—La oiremos —dijo mi amigo con suavidad—. ¿Puede hablar?
—Puedo hablar. ¡Tengo que hablar! —con un esfuerzo sobrehumano se
irguió algo en la silla—. Nací no lejos de aquí, en Sussex, hace muy poco
más de
cuarenta años. Mis padres eran gente acomodada de ese medio rural, y
aunque
era el segundo de los hijos, fui el predilecto de mi madre y recibí además
una
educación excelente. Fui pupilo en Winchester y más tarde estudié en la
universidad de Edimburgo, donde obtuve mi diploma como médico. Pasé
los
exámenes finales con todos los honores, y todos mis profesores
concordaron en
la opinión de que mi futuro estaba en la investigación. Sin embargo, yo
era joven
y tenía la cabeza llena de anhelos y ansia de aventuras. Había pasado
tanto
tiempo estudiando, que tenía ganas de vivir experiencias más activas
antes de
instalarme frente a mis tubos de ensayo y mi microscopio. Quería ver un
poco el
mundo antes de encerrarme en el ambiente enclaustrado del laboratorio;
de
modo que me inscribí en el curso para médicos del ejército, en Netley.
Llegué a
la India apenas sofocado el motín, y durante quince años viví la vida que
había
soñado. Y serví bajo Braddock y luego bajo Fitzpatrick. Participé en la
acción
durante la segunda guerra de Afganistán y, como usted, doctor Watson,
estuve
en Maiwand. Todo el tiempo llevé diarios y registré todo lo que observaba
en
mis viajes, en general observaciones sobre las enfermedades tropicales,
que
veía en mi carácter de médico del ejército, ya que estaba decidido, en
definitiva, a seguir mis primeras inclinaciones y dedicarme a la
investigación.
Aquí calló y tuvo un penoso acceso de tos, que le hizo vomitar sangre
sobre la alfombra. Había agua en una jarra un poco más lejos de su
alcance
sobre la mesa, y Shaw hizo un gesto de acercársela.
—¡No se mueva! —dijo él con esfuerzo—. ¿Acaso no comprende?
Con un esfuerzo de voluntad tomó el vaso y bebió con ansia su
contenido. Al pasar el agua a través de los intestinos distendidos, oímos
el ruido
que produjo.
—Hace cinco años —continuó— me retiré del ejército y me radiqué en
Bombay para realizar investigaciones en el Hospital para Enfermedades
Tropicales de esa ciudad. Para aquella época me había casado con Edith
Morstan, sobrina de un capitán de mi regimiento, y tomamos una casa
cerca de
mi lugar de trabajo. preparándonos para una vida feliz y llena de
compensaciones. No sé si la quise como llegué a querer a Jessie, pero
estaba
empeñado en hacerla feliz como marido y como padre de nuestros hijos,
y lo
logré, diré, dentro de mis posibilidades. ¡Hasta aquel momento, Míster
Holmes,
fui un hombre feliz! Desde el principio la vida me había sonreído y todo lo
que
había tocado hasta entonces se había transformado en algo precioso.
Como
estudiante, como soldado, como médico, como pretendiente, mis
esfuerzos
fueron siempre coronados por el éxito 34 .
Eccles calló, según pensamos, recordando su vida. Algo que esbozaba
una sonrisa apareció en sus rasgos y pronto se esfumó.
—De la noche a la mañana todo terminó. En forma tan súbita y
arbitraria como si después de haberme tocado un lote de suerte éste se
hubiera agotado, me abrumó el desastre. Les diré las circunstancias. A
los dos
años de matrimonio mi mujer, cuya condición cardíaca conocía desde los
primeros tiempos de nuestro noviazgo, sufrió un ataque que la dejó
convertida
en poco más que un cadáver viviente, incapacitada para hablar, oír, ver o
moverse. Cayó esta desgracia como un rayo. Había visto a muchos
hombres
morir o perder un miembro en la batalla, pero nunca la catástrofe había
malogrado mi vida ni la de los míos. No me quedó otra alternativa que
internarla
en un sanatorio para crónicos contiguo al hospital... Esa mujer que un día
antes
había sido mi amada.
»Al principio la visité diariamente; pero al ver que mis visitas no eran
registradas por ella y sólo servían para destrozarme el corazón, disminuí
su
frecuencia y por fin dejé de verla, contentándome con los partes
semanales
referentes a su estado, que era siempre el mismo, ni mejor ni peor. La ley
excluía toda perspectiva de divorcio. De cualquier manera. no tenía
deseos de
volver a casarme. Era lo último en que hubiera pensado cuando estaba
trabajando en el laboratorio del hospital.
»Durante algún tiempo mi vida adquirió los contornos de una rutina
nueva, y llegué a creer que mis desgracias habían terminado. ¡Sin
embargo, la
primera había sido sólo el comienzo! Mi padre me escribió para decirme
que no
estaba bien, pero yo vacilaba en volver a Inglaterra, por temor de
abandonar a
mi mujer. Mi padre murió, pues, sin haber vuelto a verme y mi hermano
mayor
heredó sus bienes. Después de la muerte de mi padre, mi madre me
escribió,
rogándome que volviera, pero una vez más me negué, diciendo que no
podía dejar
a Edith... y pronto mi madre murió también. Creo que murió como
consecuencia
de un doble pesar: el de la muerte de mi padre, combinado con mi
negativa a
volver.
34
EPÍLOGO
Achmet cruzó los pocos metros de espacio de su celda en dirección a
Sherlock Holmes y le miró con ojos miopes detrás de sus gruesos
anteojos.
—Me dicen que estoy en libertad.
—Es la verdad.
—¿Usted logró esto?
—La verdad le dio la libertad, Achmet Singh. Hay aún cierto amor por
ella en este mundo enloquecido.
—¿Y el asesino de miss Rutland?
—Dios le castigó con mayor dureza de lo que ningún jurado podría
haberlo hecho.
—Comprendo...
El «Parsee» vaciló indeciso y luego, con un fuerte sollozo, se arrodilló,
aferró una mano del detective y la besó.
—Usted..., Sherlock Holmes..., usted rompió mis cadenas... ¡Con todo mi
corazón le doy las gracias!
La verdad es que tenía mucho que agradecer, aunque nunca sabría
cuánto. Haber obtenido su liberación de la cárcel y el levantamiento de los
cargos contra él fue una de las hazañas más difíciles de la larga y
asombrosa
carrera de Sherlock Holmes. Se vio obligado a poner públicamente en
ridículo al
inspector Lestrade, algo que siempre se había cuidado de hacer, y lo hizo
con
todo el conocimiento y con la total colaboración del inspector, después de
haberle hecho jurar que guardaría el secreto y antes de divulgar toda la
verdad
detrás de las puertas cerradas del despacho de éste. Se quedaron
encerrados
allí durante más de una hora, mientras el detective explicaba las
derivaciones
de lo ocurrido y la necesidad de impedir que la verdad llegase al ámbito
público,
ya que de ocurrir esto el pánico que se produciría podría ser peor que la
peste
misma. El detective se ingenió para omitir toda alusión a la visita nocturna
del
sargento Hopkins, y el inspector, preocupado por lo esencial del caso,
tampoco
pensó nunca en preguntar a Holmes cómo se había enterado de la
desaparición
de Brownlow con los cadáveres.
Además pasamos una semana de ansiedad mientras esperábamos saber
si Benjamin Eccles había cumplido su misión y logrado de verdad
asesinar a
cuantos habían contraído peste neumónica y deshacerse de sus cuerpos.
Había
algunos interrogantes en cuanto a la salud de los miembros del coro del
Savoy y
tanto Gilbert como D'Oyly Carte recibieron instrucciones de someterse a
minuciosos exámenes médicos, los cuales, felizmente, no revelaron el
menor
síntoma de la enfermedad.
Bernard Shaw, como es sabido, continuó trabajando como crítico, pero
se mantuvo fiel a su promesa y siguió escribiendo comedias hasta que
adquirió
fama y fortuna. Su curiosa actitud frente a la reforma social y la riqueza
personal persistieron mientras nosotros le tratamos. El y el detective
permanecieron amigos en un estilo excéntrico hasta el fin. Se veían con
menos
frecuencia a medida que Shaw estaba cada vez más solicitado, pero
mantenían
una ágil correspondencia, parte de la cual está en mi poder, como estos
telegramas:
A SHERLOCK HOLMES:
Adjunto dos plateas para estreno de mi nueva comedia «Pygmalion».
Traiga a un amigo, si lo tiene.
G. B. S.
A BERNARD SHAW:
Imposible asistir estreno de «Pygmalion». Asistiré segunda noche si la
tiene.
HOLMES35
RECONOCIMIENTOS
Una vez más, ha llegado el momento de saldar una deuda feliz y
expresar mi gratitud a una serie de personas por la ayuda prestada, por
su
inspiración, su estímulo y por su agudeza crítica en la preparación del
manuscrito de Horror en Londres.
En primer término, y más importante que nada, esta obra no podría
haber sido escrita sin haber existido el genio de sir Arthur Conan Doyle.
Sin
sus inmortales creaciones, Sherlock Holmes y el doctor Watson, nada
podría
haber sido escrito en materia de relatos como éste. Es un tributo a la
enorme
popularidad de los personajes de Doyle que el público sienta interés por
leer
narraciones referentes a ellos, aun a pesar de no estar ya su creador para
ofrecerlas.
Después de Doyle, debo dejar constancia de la ayuda e inspiración que
obtuve en la obra de W. S. Baring—Gould, cuya cronología holmesiana
acepto sin
reservas y cuyas teorías sigo considerando atrayentes y llenas de
sugerencias.
Es probable que la mayor autoridad de hoy sobre Sherlock Holmes y su
mundo sea Míster Michael Harrison, cuyos libros sobre el tema estudié en
forma detenida y provechosa y a quien tuve el gran honor de conocer.
Además
del uso de estos libros, Míster Harrison tuvo la amabilidad de leer mi
manuscrito y señalarme los puntos en que me alejaba o bien me
aventuraba
demasiado, dos defectos característicos en mí. Míster Harrison formuló
innumerables comentarios y propuso muchas sugerencias, todas ellas
sumamente
útiles en el logro de autenticidad literaria e histórica, y la mayoría de los
cuales
acepté sin vacilar. Si hay puntos en los que mi obra es aún inexacta, no
cabe
culpar a Míster Harrison, sino a mi propia insistencia obstinada en retener
uno u
otro detalle. Debo agradecer asimismo a Míster Michael Holroyd el
haberme
llamado la atención en cuanto a varios puntos de importancia cardinal en
el
texto.
A continuación de las cuatro personalidades nombradas, la nómina se
llena de numerosos amigos y críticos, algunos de ellos entusiastas
admiradores
de Sherlock Holmes y otros simplemente personas ilustradas. Sin guardar
un
orden especial, doy gracias a Craig Fischer, Michael y Constance
Pressman, Bob
Bookman, Lenin Kreitman, Brooke Hopper, Ulu Grossbard, Michael
Scheff, John
Brauer y miss Julie Leff, quien debió soportar unos cuantos de mis
disparates.
Mi padre, ni qué decir, debió soportarlos durante mucho más tiempo y
también a