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RODRÍGUEZ GUERRA, Jorge (2013): “El liberalismo clásico y los derechos de

propiedad. Salariado y pauperismo. En: Orden liberal y malestar social. Trabajo


asalariado, desigualdad social y pobreza (pp.20-97). Madrid: Ágora. Capítulo: I

El malestar social que puede apreciarse en nuestras sociedades no es un fenómeno


nuevo ni coyuntural. Puede rastrearse y detectarse, aunque con variables grados de
intensidad y en una gran diversidad de manifestaciones, desde los mismos orígenes del
orden liberal y a lo largo de todo su decurso histórico. De hecho, puede afirmarse que el
malestar social amplio y ubicuo es un rasgo estructural de este orden socioeconómico que
se deriva de sus propias características definitorias. El estado permanente de insatisfacción
y de expectativas frustradas de amplias mayorías sociales con el orden liberal es, pues, una
constante desde su mismo nacimiento. Asunto distinto es cómo se organiza, se expresa y
se canaliza ese malestar en el espacio y en el tiempo y si, y en qué medida, se materializa
en desafecto político y da lugar a proyectos de transformación social y cuáles sean los
objetivos y el alcance de estos.

Las razones esenciales de ese amplio malestar de extensos segmentos ciudadanos


tienen que ver con sus condiciones materiales de existencia, con la situación de
permanente vulnerabilidad en la que están atrapados, con sus dificultades para formular,
expresar y satisfacer sus aspiraciones de desarrollo personal y social, con el carácter
despótico, embrutecedor y explotador en el que se desenvuelve su actividad vital central –el
trabajo–, con la impotencia política para cambiar o incidir de forma sustancial sobre tal
estado de cosas, con la existencia de persistentes estructuras de desigualdad social y con
el trato humillante, displicente, instrumental y autoritario de que son objeto por parte de las
minorías que se han apropiado de las estructuras de dirección –políticas, económicas,
culturales, etc.– de la sociedad.

El objeto de este trabajo es examinar las causas profundas del malestar social
característico del capitalismo y analizar su dinámica hasta el momento presente. Para ello
tomaré como referencias nodales los problemas de la desigualdad y de la pobreza. Una y
otra, íntimamente relacionadas por otra parte, son, a mi entender, las situaciones críticas
(obviamente no las únicas) en las que se concretan en términos sociales las principales
iniquidades de este orden socioeconómico y las causantes en última instancia del malestar
social que le es inherente.

Desigualdad social y pobreza no son conceptos fáciles de definir ni de medir. Son


fenómenos multicausales, multidimensionales y relacionales. Su evaluación y explicación no
es sencilla ni autoevidente; sus grados de intensidad y sus manifestaciones son diversos y
varían en el tiempo y en el espacio. El análisis de sus causas y consecuencias es
ampliamente divergente, al igual que las consideraciones acerca de su evitabilidad o no e
incluso de su deseabilidad (y en qué grado y condiciones) o indeseabilidad. No abordaré
aquí la discusión teórica de estas cuestiones, por lo demás apasionantes y de las que se
dispone de una amplísima cantidad y variedad de estudios.

Consideraré los fenómenos de la desigualdad social y la pobreza en sus acepciones


de desigualdad y pobreza de ingresos y abordaré sus causas y consecuencias en estos
términos. Soy consciente de que ambas son algo más que una simple cuestión de recursos
económicos, de que se manifiestan de otras formas que no son la de la desigual
disponibilidad de riqueza y la de la deprivación económica absoluta o relativa y de que
afectan a otros órdenes vitales que no son en exclusiva el de las condiciones materiales de
existencia. Las razones de esta asunción de una concepción restringida son las siguientes:
es la acepción más extendida y sobre la que se han realizado más investigaciones, es la
que pese a todo suscita más acuerdo y menos controversia entre sus estudiosos y en la que
también se da una mayor univocidad en los parámetros de su medida; además, la
desigualdad y pobreza de ingresos tienen una gran capacidad de sobredeterminar el resto
de sus manifestaciones, y, finalmente, es la más relevante para los objetivos de esta obra,
en tanto que asumo que la fuente principal del malestar social en este orden
socioeconómico es la de sus relaciones sociales de producción dominantes y las
consecuencias que ello tiene en las condiciones materiales de existencia del conjunto de la
población.

Con el objeto de facilitar el análisis y evitar discusiones que no considero relevantes


para este trabajo utilizaré siempre que me sea posible los datos proporcionados por los
organismos internacionales más importantes que se han encargado de su estudio (pese a
mis reservas acerca de sus definiciones, parámetros y técnicas de medición): PNUD,
CEPAL, BM, OCDE, OIT, Eurostat, etc. En las primeras etapas del desarrollo del orden
liberal no existían, como es obvio, estas instituciones. Utilizaré en ese caso los datos y
conclusiones acerca de estos problemas de los investigadores más relevantes y acreditados
en este ámbito. Tomaré también como referentes los indicadores más usados en el análisis
de estas problemáticas: el Coeficiente de Gini para la desigualdad social y los conceptos de
pobreza absoluta (menos de 1,25 dólares por persona al día) y pobreza moderada (menos
de dos dólares por persona al día) utilizados por el Banco Mundial para la medición de la
pobreza en los «países en desarrollo». En el caso de los países ricos, el indicador habitual
es el de pobreza relativa, definida usualmente como el hecho de encontrarse (individuos o
unidades domésticas) en una situación económica ubicada por debajo del 50% de la
mediana de ingresos del país en cuestión.

La desigualdad social y la pobreza se convierten en políticamente problemáticas


precisamente con el nacimiento del orden liberal. Hasta esos momentos eran por lo general
consideradas como fenómenos naturales y/o inescrutables designios divinos; por lo tanto,
eran conceptuadas como inexorables e inalterables por la voluntad social. Los seres
humanos no podían elegir ni decidir acerca de su destino. Una hambruna, una epidemia,
unas inundaciones, una guerra, etc., podían dar lugar a conflictos y revueltas sociales, pero
no se consideraba cuestionable la existencia misma de la desigualdad social y de la
pobreza. Nada más natural, y divinamente prescrito, que el siervo y el señor fueran
desiguales, y nada tan ineluctable como la pobreza permanente o coyuntural de amplias
mayorías sociales.

Las revoluciones burguesas rechazan la naturalidad y divinidad del orden jerárquico


estamental para sustituirlo por un nuevo orden natural de las cosas que supera viejas
estructuras de explotación y opresión, pero que al mismo tiempo trae aparejadas nuevas y
más intensas formas de desigualdad social y que deja en manos del mercado,redefinido por
una nueva formulación de los derechos de propiedad y una emergente articulación política
de los intercambios económicos, la mitigación de la inevitable pobreza de más o menos
amplios grupos sociales. La lucha del liberalismo contra el Antiguo Régimen se articula en
torno a la eliminación de las desigualdades de estatus, de privilegios jurídicamente
consagrados que se consideran injustos en tanto que no se derivan del orden natural. Su
objetivo esencial en este ámbito de cosas es la igualdad de todos los individuos –ya se
observará que realmente no todos– ante la ley y, con el tiempo, y dadas las evidentes
limitaciones de este primer principio de igualdad, la igualdad de oportunidades. No figuraba
en su proyecto la supresión de las desigualdades materiales derivadas de la posición de
cada individuo en el mercado, aunque sí la convicción de que debido al potencial de
generación de riqueza del nuevo orden productivo la pobreza podía ser atenuada y, en su
versión socialmente más preocupada, asistida.

En el centro de las luchas contra el viejo orden feudal, el liberalismo (1) situaría el
derecho a la libertad individual –definido también como un derecho natural– considerando
que el núcleo irreductible de este es la libertad económica. La libertad económica individual
presupone y se fundamenta en el derecho, también considerado natural, a la propiedad
privada. De este modo, la libertad es concebida en su esencia como el derecho de todo ser
humano a disponer de sí mismo y de sus bienes como mejor convenga a sus intereses y
deseos. Al carácter natural de estos derechos se le añadiría también una fundamentación
utilitarista: la libertad económica y la propiedad privada –y su correlato inexcusable del libre
mercado– son los únicos instrumentos capaces de generar un creciente nivel de riqueza. De
él se beneficiarán todos los miembros de la sociedad de un modo u otro, más tarde o más
temprano, aunque no, por supuesto, en la misma medida.

Los ideales políticos de la libertad y de la igualdad (y la emancipación de la


necesidad) de todos los miembros de la sociedad conforman las grandes promesas del
orden liberal. Sin embargo, este no puede satisfacerlas debido precisamente a sus propias
características estructurales. En estas promesas incumplidas para muy amplios sectores
sociales (en unas sociedades cada vez más autoconscientes y en las que la modernidad
había avanzado el «desencantamiento del mundo») es en las que podemos encontrar las
causas profundas del malestar social que lo han caracterizado.

En primer lugar, el concepto de libertad que el orden liberal va a imponer (aunque


tiene tres dimensiones básicas: libertad de pensamiento y de creencias religiosas, libertad
de disposición de bienes y de comercio, y libertades civiles y políticas frente al Estado
absoluto), tal y como he adelantado, va a orbitar en torno al principio irreductible de la libre
disposición de bienes y de comercio: la libertad económica, que solo puede asentarse,
como he señalado también, sobre el derecho exclusivo (y excluyente) a la propiedad
privada. De este hecho deriva la desigualdad material en el derecho a la libertad que
pueden ejercer los distintos miembros integrantes de una sociedad y las diversas
sociedades que conforman el orden mundial. La igual libertad se convierte así en un
derecho formal imposible de sustantivar para todos los ciudadanos en la praxis social
cotidiana. Por esta razón, la libertad liberal, al mismo tiempo que rompe viejas cadenas,
forja nuevos cepos a los que quedan sujetas amplias mayorías sociales. Ello puede
ejemplificarse con la subsistencia de la esclavitud durante un largo periodo de tiempo
posterior al triunfo e instauración del orden liberal: ni los no blancos ni los pueblos
conquistados y colonizados por las grandes potencias liberales (Gran Bretaña, Francia,
Estados Unidos, etc.) fueron considerados sujetos del derecho natural a las libertades
civiles. Por otro lado, a las mujeres no les fue reconocida su «capacidad de obrar» (la
libertad para disponer de sí mismas y de sus bienes) hasta bien entrado el siglo XX.

Tampoco podían tener igual libertad los carentes de bienes de los que subsistir por
sí mismos. Al no disponer de recursos propios mediante los que obtener los medios
de vida necesarios, se vieron obligados a someterse a una relación de dependencia
de aquellos que se habían apropiado de los medios de producción. La relación salarial,
en los términos en los que la establece el orden liberal, es una relación en la que alguien
entrega a otro su capacidad y su libertad (al menos en los periodos de tiempo en que esta
relación se materializa, aunque ello tiene consecuencias sobre el resto de los tiempos
vitales) a cambio de una retribución económica que con frecuencia no satisface las
necesidades y expectativas existenciales del asalariado.

El hecho de la concentración de la propiedad es clave además en el desarrollo de la


división capitalista del trabajo. Su concreción determinante, la división entre trabajo
intelectual y trabajo manual y su asignación a grupos sociales distintos en dependencia en
último término de los derechos de propiedad (y, en el plano internacional, a diferentes
países, en razón de su desigual poder político, económico y militar), está en la base del
crecimiento de la desigualdad social y de la pobreza, tanto en el interior de las sociedades
como en las relaciones entre ellas. Además, su «división técnica» (la parcelación creciente
de las distintas fases de la producción y su asignación a diferentes trabajadores), motivada
por el objetivo de la consecución de aumentos constantes de productividad, conduce a «la
degeneración moral e intelectual de la masa del pueblo» (A. Smith) o al «idiotismo del
oficio» (C. Marx) y es una fuente no solo de fragmentación social, sino también de
alienación y de permanente insatisfacción y desafecto de los asalariados con el trabajo
realizado.

La no igual libertad se evidenció también en el plano político. Las libertades políticas


–incluso en su dimensión meramente formal– fueron inicialmente restringidas a los
propietarios y solo fueron concedidas a los desposeídos (primero a los varones adultos y
con posterioridad a las mujeres) hacia finales del siglo XIX y principios del XX. Y esto solo a
los ciudadanos blancos de las potencias liberales. Lo que los historiadores denominan la
«era del imperialismo» (que en mi opinión se prolonga hasta el momento presente, aunque
mediante formas y mecanismos parcialmente distintos a los del imperialismo clásico) se
inicia una vez firmemente asentado el orden liberal en Europa y Norteamérica y es también
un buen ejemplo del desigual derecho a la libertad política que caracteriza a este orden
social: los pueblos conquistados y sometidos no tenían derechos políticos de ningún tipo.

Todavía hoy en día en las democracias liberales avanzadas, que se autoproclaman


como modelo de democracia para todo el orbe, la desigual libertad entre sus miembros es
inocultable. Es obvio que no tienen igual libertad el trabajador que el empresario, el nacional
que el inmigrante, la mujer que el hombre, etc.

La consagración de la propiedad privada como un derecho exclusivo y


excluyente sobredetermina los contenidos sustantivos de la libertad y de la igualdad
que el orden liberal puede ofrecer y satisfacer. La apropiación privada de bienes por
parte de algunos individuos supone en la mayor parte de los casos la desposesión de
otros. Esto ocurrió de modo evidente en las primeras fases de desarrollo del capitalismo –lo
que C. Marx analizó bajo el epígrafe de «la así llamada acumulación originaria»– y ha
continuado sucediendo de modo ininterrumpido, aunque con diversos grados de intensidad
en el tiempo y en el espacio, hasta el momento presente. Por ejemplo, el periodo de los
últimos treinta años de neoliberalismo y de privatizaciones masivas de bienes públicos
puede ser denominado, con D. Harvey, como un periodo de «acumulación por
desposesión». Los desposeídos, formalmente libres e iguales a los poseedores, se ven
obligados, como ya se señaló a someterse a una relación de dependencia con estos
últimos, y esta no es solo económica sino también política. La relación salarial de carácter
mercantil, que forma parte del núcleo esencial del orden liberal, quiebra en su misma base
la posibilidad de materializar una sociedad constituida por seres humanos libres e iguales.

Propiedad privada de los medios de producción, trabajo asalariado y división


social del trabajo son por lo tanto los factores clave en la explicación de la
desigualdad social y de la pobreza en el orden liberal. Es por ello por lo que los
tomaré como los vectores primarios para analizar y evaluar estos dos problemas
desde sus inicios hasta el momento actual. Dependiendo de las características y alcance
concretos que han tomado los derechos liberales de propiedad en cada momento de su
desarrollo histórico y en relación también con las formas y contenidos precisos que han ido
configurando la división social del trabajo y la relación salarial, así han evolucionado en lo
esencial la desigualdad social y la pobreza y, en último término, el malestar social.

Distinguiré tres momentos –con sus correspondientes características diferenciales–


en el decurso del orden liberal desde sus inicios hasta la actualidad. El primero de ellos es
el periodo del liberalismo clásico y su desarrollo en Europa Occidental y Norteamérica.
Abarca desde sus inicios en el siglo XVII hasta el último tercio del siglo XIX. Se caracteriza
por las luchas de la burguesía emergente contra el Antiguo Régimen, por el proceso de
redefinición de los derechos de propiedad vigentes en el orden estamental, por los procesos
de apropiación privada de bienes de los que dependía la subsistencia del conjunto de la
sociedad, por el establecimiento de la relación salarial como núcleo ancilar de la actividad
económica y por la progresiva edificación de un entramado jurídico-político solidario con la
emergente estructura socioeconómica.
El dominio de los propietarios se impone brutalmente, se desarrolla la división del
trabajo capitalista y la asalarización forzosa de crecientes masas de una población
formalmente libre pero sin recursos y sin capacidades efectivas para resistir la arbitrariedad
y rapacidad del capital (apoyado fuertemente por los Estados). En esta etapa la
desigualdad social crece exponencialmente y la pobreza de masas se convierte en un
fenómeno tan generalizado que define toda una época: el pauperismo. El malestar
social, aunque omnipresente y ubicuo, se distinguía por su carácter difuso y desorganizado
y se manifestaba, en la mayor parte de los casos, en forma de revueltas y explosiones
populares recurrentes pero incapaces de alterar el curso del orden existente. Con todo, en
este periodo surgen los embriones de los movimientos sociales que más tarde
desarrollarían esa capacidad.

Todo ello me lleva, finalmente, al análisis de la capacidad real de la democracia


liberal –el único modelo de democracia aceptable para el capitalismo, y en según qué
condiciones– para resolver los problemas de la desigualdad social y de la pobreza, y por
tanto para superar las causas profundas del malestar social inherente al orden liberal.
Aunque dedico el último capítulo expresamente a esta cuestión, lo iré examinando a lo largo
de todo el libro al hilo de las características que va tomando el orden liberal en cada uno de
los tres momentos que he distinguido. La conclusión general es que la democracia liberal,
debido a sus propias características constitutivas y a causa de los prerrequisitos
económicos y sociales sobre los que se asienta, es incapaz estructuralmente de resolverlos.
Será necesario para ello otro modelo de democracia que se sustente sobre la participación
política real e igual del conjunto de la ciudadanía. Ello exige cambios profundos en la
estructura económica capitalista y estos deben incluir de modo ineludible una nueva
formulación de los derechos de propiedad que superen los inconvenientes insalvables que
presentan los derechos de propiedad liberales, un profundo replanteamiento de la
organización y distribución del trabajo socialmente necesario y la superación de la relación
salarial organizada en su forma mercantil.
____________________
1 Debe señalarse que ninguna ideología, por muy hegemónica que llegue a ser, puede conformar
enteramente una realidad social concreta con arreglo a sus preceptos. Ello tanto porque ninguna es
totalmente coherente en sí misma cuanto porque cualquier realidad es compleja y contiene
elementos refractarios a su adecuación a determinadas prescripciones ideológicas. Por lo tanto, el
orden liberal realmente existente –el capitalismo– nunca se ha ajustado milimétricamente a los
supuestos defendidos por el liberalismo (incluso si se supusiera que este sea uno y coherente en sí
mismo). Hay una distancia, pues, entre el liberalismo y el orden liberal; la obviaré en este trabajo en
el entendido de que siendo el liberalismo (con su relativa diversidad interna y los cambios de énfasis
que ha experimentado a lo largo del tiempo) la ideología hegemónica, el núcleo esencial del orden
liberal ha sido y sigue siendo solidario de esa doctrina.

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