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Jesus Antonio Espinosa

Guzmán
Resumen
Teoría del caso
Litigación
Lic. David Solís
5to cuatrimestre
Derecho Dominical
Litigar juicios orales es un ejercicio profundamente estratégico. Esta es una idea
incómoda para nuestra cultura jurídica tradicional, pues siempre hemos concebido al juicio
penal como un ejercicio de averiguación de la verdad; y siendo así, ¿cómo podría el juicio
ser una cuestión estratégica? No hay nada estratégico acerca de la verdad, diría un jurista
clásico: o el imputado mató a la víctima, o no la mató; o robó el banco, o no lo robó; ¿qué
lugar tiene aquí la estrategia como no sea más bien un intento por, precisamente, ocultar
o distorsionar la verdad? Esta es, más o menos, la postura que subyace a nuestra cultura
tradicional.

Sin embargo, incluso cuando uno concuerde con que el mejor valor del juicio penal es
distinguir quién es culpable de quién es inocente –descubrir la verdad, dirían algunos– lo
cierto es que esa verdad se encuentra en un pasado que, lamentablemente, nadie puede
visitar. Los hechos que componen el delito y sus circunstancias suelen ser de enorme
complejidad y, entre lo uno y lo otro, para un gran número de causas lo más probable es
que nunca sepamos realmente qué fue exactamente lo que ocurrió.

En ocasiones hacen esto adoptando completamente la versión de una de las partes, en


ocasiones lo hacen tomando porciones de las versiones de cada una de ellas. Pero,
desde luego, nadie puede pretender que cuando el juez dicta una sentencia ella ha
descubierto necesariamente la verdad; los no pocos casos en que hemos condenado a
inocentes o liberado a culpables parecen hablar alto en contra de esa idea.

Si esto es así, entonces, el juicio es un ejercicio profundamente estratégico, en un


específico sentido: la prueba no habla por sí sola. La prueba debe ser presentada y
puesta al servicio de nuestro relato, nuestra versión acerca de qué fue lo que realmente
ocurrió. Nuestra cultura jurídica, desde siempre fuertemente influenciada por una idea
más bien simplista de “la verdad” asociada al procedimiento inquisitivo, ha operado
tradicionalmente como si la prueba ‘hablara por sí misma’. Eso, en el proceso inquisitivo,
se refleja en todo el modo de presentar la prueba.

Por ejemplo, en la forma en que declaran los testigos – espontáneamente y no bajo las
preguntas de alguien, al menos inicialmente– como si los testigos no tuvieran más que
‘contar la verdad’ acerca de lo que percibieron y como si eso que percibieron no estuviera
al servicio de una particular versión de las muchas en competencia; lo mismo ocurre
cuando los objetos y documentos ingresan al debate simplemente por ser recolectados,
sin que nadie los ponga en el contexto de un relato.

La información más determinante de un testigo puede naufragar en un mar de datos


irrelevantes, superabundancia u hostilidades con el abogado; o, al contrario, este detalle
que habría hecho que los jueces se convencieran acerca de la culpabilidad o inocencia,
puede pasar completamente desapercibido. Tal vez es posible que el testigo llegue a
mencionar dicho detalle, pero para entonces tal vez los jueces ya no estén escuchando.
La labor del abogado es, pues, hacer que llegue el mensaje, y el mecanismo natural de
transmisión es el relato. Pero al litigante no le bastará –para ser bueno– tan solo que su
historia sea entretenida o interesante, sino que ella deberá transmitir al tribunal que se
trata de la versión más fidedigna de los hechos y la interpretación legal más adecuada y
justa.

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