Está en la página 1de 85

CURSO BASICO DE LITURGIA

CAPÍTULO 1

¿QUE ES LITURGIA?

Para la Iglesia Católica, la liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo que es realizado por los
bautizados. El Concilio Vaticano II define la liturgia como "la cumbre a la que tiende toda la acción
de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza 1 ".

Liturgia católica, en sentido general objetivo, es lo mismo que culto público de la Iglesia y puede
definirse como "el conjunto de acciones, fórmulas y cosas con que, según las disposiciones de
la Iglesia católica, se da culto público a Dios". En un sentido más teológico puede definirse como
"todo culto público del Cuerpo místico de Jesucristo, o sea de la Cabeza y de sus miembros" ó
como "el ejercicio del Sacerdocio de Jesucristo por la Iglesia" (Pío XII, Mediator Dei). Es también
parte de la Sagrada Tradición. En el Magisterio de la Iglesia, la palabra liturgia se usa por primera
vez en la encíclica Inter Gravissimas (1832) de Gregorio XVI. Sin embargo, se usará regularmente
sólo desde el pontificado de San Pío X a inicios del siglo XX. La palabra liturgia se usa también
como ciencia litúrgica, o sea, el conocimiento científico y sistemático del culto público en cuanto lo
ha ordenado y prescrito la Iglesia.

LA LITURGIA COMPRENDE LOS SIGUIENTES PASOS; CARACTERES, DIVISION, FUENTES DE


HISTORIA
CARACTERES
A) Publico B) Interno y externo C) Jerárquico

DIVISION
POR RAZÓN DEL MINISTRO: POR EL OBJETO:
a) Pontifical a) sacramentaria
b) sacerdotal b) salmódica

POR RAZÓN DEL FIN: POR EL ORIGEN Y EL LUGAR:


a) Latréutica a) Liturgia oriental
b) sacramental b) liturgia occidental o liturgia latina:
Liturgia romana y anglicana

FUENTES DE HISTORIA

FUENTES CONSTITUTIVAS: FUENTES COGNOSCITIVAS:


a) Jesucristo
a) libros litúrgicos
b) el Romano pontífice
b) el Código de derecho canónico
c) la Sagrada Congregación para el Culto
c) Decretos de la Sagrada Congregación
Divino y la Disciplina de los Sacramentos
para el Culto Divino y la Disciplina de los
d) los obispos
Sacramentos
e) la costumbre
HISTORIA DE LA LITURGIA

ILUSTRACIÓN CATÓLICA Y CONCILIO DE TRENTO

Los humanistas del siglo XVI entendían por Liturgia el conjunto de acciones que la Iglesia ha
ejercido en la historia como culto oficial, naciendo así la ciencia litúrgica, esto es, el estudio
sistemático de las celebraciones de la Iglesia. De esta manera, en el siglo XVII la palabra liturgia
adquiere un nuevo significado con matiz jurídico, refiriéndose a las normas y principios de toda
celebración eclesial, es decir a las rúbricas (llamadas así por que en los libros litúrgicos estaban
escritas en color rojo, ruber en latín). En los siglos XIX y XX esta ciencia no sólo estudiaba las
ceremonias en sí, sino todo el conjunto de ritos, actos, fiestas, historia, etc. naciendo así el
movimiento litúrgico, que pasó de una connotación filosófica del culto al descubrimiento de la
Liturgia como misterio salvífico y sacerdocio de Cristo.

EL MOVIMIENTO LITÚRGICO

Odo Casel ofrece una definición: “la acción ritual de la obra salvífica de Cristo, o sea, la presencia,
bajo el velo de los signos, de la obra divina de la redención”. 2 Aunque la definición resulta muy
semejante a las posteriores del magisterio católico, no tuvo buena acogida debido a las
controversias suscitadas en ámbito teológico por su noción de misterio relacionado con los cultos
mistéricos antiguos.

En la Mediator Dei el Papa ofrece un esbozo de definición: “el culto público que nuestro Redentor,
Cabeza de la Iglesia, tributa al Padre celestial y el que la sociedad de los fieles tributa a su
Fundador, y, por medio de Él, al Eterno Padre: y, para decirlo todo brevemente, constituye el culto
público íntegro del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la cabeza y de sus miembros”. 3

Uno de los padres redactores del texto de la Constitución Sacrosanctum Concilium, el P. Cipriano


Vagaggini aporta también una definición: “La liturgia es el conjunto de signos sensibles de cosas
sagradas, espirituales, invisibles, instituidos por Cristo o por la Iglesia, eficaces, cada uno a su
modo, de aquello que significan y por los cuales Dios (el Padre por apropiación), por medio de
Cristo, cabeza de la Iglesia y sacerdote, en la presencia del Espíritu Santo, santifica a la Iglesia, y la
Iglesia, en presencia del Espíritu Santo, uniéndose a Cristo, su cabeza y sacerdote, por su medio
rinde como cuerpo culto a Dios (el Padre por apropiación”. 4
CAPÍTULO 2

¿QUÉ NOS ENSEÑA EL CATECISMO SOBRE LA LITGURGIA?

I  ¿QUIEN CELEBRA?

1136 La Liturgia es "acción" del "Cristo total" (Christus totus). Los que desde ahora la celebran,
más allá de los signos, participan ya de la liturgia del cielo, donde la celebración es enteramente
Comunión y Fiesta.

LA CELEBRACIÓN DE LA LITURGIA CELESTIAL

1137 El Apocalipsis de san Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que "un
trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono" (Ap 4, 2): "el Señor Dios" (Is 6, 1). (1)
Luego revela al Cordero, "inmolado y de pie" (Ap 5, 6): (2) Cristo crucificado y resucitado, el único
Sumo Sacerdote del santuario verdadero, (3) el mismo "que ofrece y que es ofrecido, que da y que
es dado". (4) Y por último, revela "el río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero" (Ap 22,
1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo. (5)

1138 "Recapitulados" en Cristo, participan en el servicio de la alabanza de Dios y en la realización


de su designio: las Potencias celestiales, (6) toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores
de la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo Pueblo de Dios (los ciento
cuarenta y cuatro mil), (7) en particular los mártires "degollados a causa de la Palabra de Dios" (Ap
6, 9-11), y la Santísima Madre de Dios (La mujer, la Esposa del Cordero), (8) finalmente "una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7,
9).

1139 En esta Liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el
Misterio de la salvación en los sacramentos.

LOS CELEBRANTES DE LA LITURGIA SACRAMENTAL

1140 Es toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza quien celebra. "Las acciones
litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es 'sacramento de unidad',
esto es, pueblo santo, congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por tanto,
pertenecen a todo el Cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan, pero afectan a cada
miembro de este Cuerpo de manera diferente, según la diversidad de órdenes, funciones y
participación actual". (9) Por eso también, "siempre que los ritos, según la naturaleza propia de
cada uno, admitan una celebración común, con asistencia y  participación activa de los fieles, hay
que inculcar que ésta debe ser preferida, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi
privada". (10)
1141 La asamblea que celebra es la comunidad de los bautizados que, "por el nuevo nacimiento y
por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para
que ofrezcan, a través de todas las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales". (11) Este
"sacerdocio común" es el de Cristo, único Sacerdote, participado por todos sus miembros: (12)

La Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena,
consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma y a la
cual el pueblo cristiano"linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido" (1 P 2, 9),
(13) tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo. (14)   

1142 Pero "todos los miembros no tienen la misma función" (Rm 12, 4). Algunos son llamados por
Dios en y por la Iglesia a un servicio especial de la comunidad. Estos servidores son escogidos y
consagrados por el sacramento del Orden, por el cual el Espíritu Santo los hace aptos para actuar
en representación de Cristo-Cabeza para el servicio de todos los miembros de la Iglesia. (15) El
ministro ordenado es como el "icono" de Cristo Sacerdote. Por ser en la Eucaristía donde se
manifiesta plenamente el sacramento de la Iglesia, es también en la presidencia de la Eucaristía
donde el ministerio del obispo aparece en primer lugar, y en comunión con él, el de los presbíteros
y los diáconos.  

1143 En orden a ejercer las funciones del sacerdocio común de los fieles existen también otros
ministerios particulares, no consagrados por el sacramento del Orden, y cuyas funciones son
determinadas por los obispos según las tradiciones litúrgicas y las necesidades pastorales. "Los
acólitos, lectores, comentadores y los que pertenecen a la 'schola cantorum' desempeñan un
auténtico ministerio litúrgico". (16)

1144 Así, en la celebración de los sacramentos, toda la asamblea es "liturgo", cada cual según su
función, pero en "la unidad del Espíritu" que actúa en todos. "En las celebraciones litúrgicas, cada
cual, ministro o fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde según la
naturaleza de la acción y las normas litúrgicas". (17)

II  ¿COMO CELEBRAR?

SIGNOS Y SÍMBOLOS

1145 Una celebración sacramental está tejida de signos y de símbolos. Según la pedagogía divina
de la salvación, su significación tiene su raíz en la obra de la creación y en la cultura humana, se
perfila en los acontecimientos de la Antigua Alianza y se revela en plenitud en la persona y la obra
de Cristo.

1146 Signos del mundo de los hombres. En la vida humana, signos y símbolos ocupan un lugar
importante. El hombre, siendo un ser a la vez corporal y espiritual, expresa y percibe las realidades
espirituales a través de signos y de símbolos materiales. Como ser social, el hombre necesita
signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje, gestos y acciones. Lo
mismo sucede en su relación con Dios.

1147 Dios habla al hombre a través de la creación visible. El cosmos material se presenta a la
inteligencia del hombre para que vea en él  las huellas de su Creador. (18) La luz y la noche, el
viento y el fuego, el agua y la tierra, el árbol y los frutos hablan de Dios, simbolizan a la vez su
grandeza y su proximidad.

1148 En cuanto creaturas, estas realidades sensibles pueden llegar a ser lugar de expresión de la
acción de Dios que santifica a los hombres, y de la acción de los hombres que rinden su culto a
Dios. Lo mismo sucede con los signos y símbolos de la vida social de los hombres: lavar y ungir,
partir el pan y compartir la copa pueden expresar la presencia santificante de Dios y la gratitud del
hombre hacia su Creador.

1149 Las grandes religiones de la humanidad atestiguan, a menudo de forma impresionante, este
sentido cósmico y simbólico de los ritos religiosos. La liturgia de la Iglesia presupone, integra y
santifica elementos de la creación y de la cultura humana confiriéndoles la dignidad de signos de la
gracia, de la creación nueva en Jesucristo

CAPÍTULO 3
LOS VESTIDOS LITÚRGICOS: SIGNIFICADO Y SENTIDO

Pedagogía Del Vestido


También los fieles revestidos?
Los vestidos de los ministros: historia
Vestidos actuales
El sentido de que los ministros se revistan
Dejar hablar a los signos

PEDAGOGÍA DEL VESTIDO

No es indiferente el modo de vestir una persona, para determinadas actividades y situaciones.

Es una ley cultural, que tiene su fuerza pedagógica, el llevar especiales vestidos para especiales
ocasiones, sean éstas reuniones políticas, fiestas sociales o simplemente la distinción de un
domingo en relación con los días de trabajo.

Normalmente una novia acude a su boda vestida como tal y no simplemente de calle.  Y si va de
calle, es un gesto el suyo que sigue teniendo una fuerza expresiva, que bien puede ser por ejemplo
señal de contestación o de luto.
El vestido diferencia las personas (autoridades, militares, jueces, distintas clases de familias
religiosas...) y las circunstancias (luto, fiesta).  Es un elemento, no esencial, pero muy expresivo en
todo el complejo de las comunicaciones humanas y sociales.

No es extraño que también en la celebración cristiana el vestido tenga su importancia.   Además de


obedecer a las leyes de la psicología humana o de las diferenciaciones sociales, en este caso el
vestido apuntará a la naturaleza del misterio que los cristianos celebramos.  Una Misa en la que el
presidente no se reviste de modo especial, "valdría" igual: pero ciertamente sería una celebración
muy poco digna y poco expresiva de lo que la comunidad cristiana entiende de la Eucaristía.   Se
puede celebrar el sacramento de la Reconciliación sin vestidos litúrgicos.  Pero el nuevo Ritual
indica que, si se hace en la iglesia, el ministro reciba al penitente revestido de alba y estola: el
vestido quiere de alguna manera expresar que lo que allí sucede no es un mero diálogo entre
amigos, sino una "celebración" eclesial.

No es el caso de absolutizar la importancia de un vestido o de otro.  Jesús criticó duramente a los


fariseos y sacerdotes de su tiempo por la idolatría en que habían caído en relación a pequeños
detalles, entre ellos el del vestido.  Pero el otro extremo sería el descuidar la función que tanto. en
la vida como, sobre todo, en la celebración cristiana pueden tener las formas de vestir, sobre todo
cuando se trata de los ministros que actúan en ella.

¿TAMBIÉN LOS FIELES REVESTIDOS?

Cuando en una de las persecuciones romanas fue confiscada una casa en Cirta, en el Norte de
Africa, el año 303, los guardias hicieron un cuidadoso inventario de todo lo que requisaron en el
lugar de reunión de los cristianos de la ciudad.  Entre los diversos objetos de valor que anotaron,
además de dos cálices de oro y seis de plata, de códices y lámparas, constan también unos
vestidos que nos pueden extrañar: 82 túnicas para mujeres y 16 para hombres... Aparte de que ya
se nota que había más mujeres que hombres ya en aquellas Eucaristías, (cosa que se nota también
en el número de sandalias especiales que requisaron los perseguidores), lo raro es que en aquella
comunidad no parece que se revistieran sólo los ministros, sino toda la asamblea expresaba su
acción festiva con túnicas especiales...

El que los fieles cristianos acentúen con vestidos diferentes la solemnidad o las características de
lo que celebran, ha quedado todavía en algunas ocasiones: así, por ejemplo, en la celebración del
Matrimonio, sobre todo por parte de la novia; en la primera Comunión; en los vestidos austeros y
especiales que en otros siglos llevaban los "penitentes", y ahora los miembros de las hermandades
de la Semana Santa; en la profesión religiosa, sobre todo en la imposición de los diferentes hábitos
de las varias familias religiosas...

En el sacramento del Bautismo, después del gesto central del agua, entre las acciones simbólicas
"complementarias", está también la de la imposición de un paño blanco sobre el bautizado.  La
intención es clara; el nuevo "estado" del cristiano es un estado de gracia, de "revestimiento de
Cristo" (Gal 3,26; Rom 13,14).  Su dignidad y el don de la nueva vida en Cristo, se significan
oportunamente con un vestido blanco, a ser posible bordado por la misma familia, y que se puede
conservar como recuerdo del sacramento celebrado.  En este caso, el vestido quiere ayudar a
entender en profundidad lo que sucede en el sacramento del Bautismo.  Con una resonancia clara
de los pasajes del Apocalipsis, en que los seguidores victoriosos de Cristo aparecen también con
túnicas blancas, cantando a su Señor (Apoc 7,9), como "invitados a las bodas del Cordero" (Apoc
19,9).

Por lo general, la comunidad cristiana puede considerarse que subraya la Eucaristía dominical con
sus vestidos de fiesta.  También aquí el vestido tiene su elocuencia: los cristianos se "endomingan"
el día del Señor, distinguiéndolo de los días de trabajo, acudiendo así a su reunión más festiva de
la Eucaristía. ¿No es esto una señal de libertad, de victoria, de celebración?

LOS VESTIDOS DE LOS MINISTROS: HISTORIA

Pero son los ministros, sobre todo el presidente de la celebración, los que tradicionalmente se
revisten con atuendos especiales en el ejercicio de su ministerio.

Ya en la liturgia de los judíos se concedía importancia a veces exagerada a los vestidos de los
celebrantes.  Se veía en ellos un signo del carácter sagrado de la acción, de la gloria poderosa de
Dios y de la dignidad de los ministros.  Así se describen, por ejemplo, los ornamentos litúrgicos de
un sumo sacerdote: "cuando se ponía su vestidura de gala y se vestía sus elegantes ornamentos, al
subir al santo altar, llenaba de gloria el recinto del santuario" (Ecclo 50,11).

En los primeros siglos no parece que los ministros cristianos significaran tal condición con vestidos
diferentes, ni dentro ni fuera del culto.  En todo caso lo hacían con vestidos normales de fiesta,
con las túnicas grecorromanas largas.

Todavía en el siglo V el papa san Celestino I, en una carta a los obispos de las provincias galas de
Vienna y Narbona, se queja de que algunos sacerdotes hayan introducido vestidos especiales: ¿por
qué introducir distinciones en el hábito, si ha sido tradición que no?  "Nos tenemos que distinguir
de los demás por la doctrina, no por el vestido; por la conducta, no por el hábito; por la pureza de
mente, no por los aderezos exteriores" (PL 50,431).

Pero poco a poco se dio una evolución: se estilizaron los hábitos normales hasta adquirir una
identidad de vestidos litúrgicos.  A medida que el traje civil fue cambiando -acortándose- se
prefirió que para el ministerio litúrgico continuara usándose la túnica clásica.  Con ello a la vez se
denotaba el carácter diferente de la actividad celebrativa, la distinción de los ministros y el tono
festivo de la celebración.

No se ponía en ello ningún énfasis exagerado, al principio.  Más bien se buscaba una pedagogía
para el momento del culto sagrado y se deseaba que fuera, en la vida normal, no hubiera ninguna
distinción entre los ministros y los demás fieles (así el año 530, el papa Esteban prohibía a los
sacerdotes ir vestidos de forma especial fuera de la iglesia, y lo mismo S. Gregorio Magno).   Fue a
partir más o menos del siglo IX cuando se "sacralizó" con mayor fuerza el tema de los vestidos,
buscándoles un sentido más bien alegórico, interpretando cada uno de ellos en sentido moral (el
alba indicaba la pureza, la casulla el yugo suave de Cristo ... ) 0 como referencia a la Pasión de
Cristo o como imitación de los sacerdotes del AT y a ala vez se empezó a bendecir los ornamentos
y a prescribir unas oraciones al momentos de revestirlos.

En rigor habría que decir que los actuales vestidos litúrgicos son herencia de los trajes normales de
los primeros siglos; cuando en la vida profana se dejaron de usar, se decidió seguir utilizándolos en
el culto, porque se veía la pedagogía expresiva que podían tener para entender mejor el papel de
los ministros y la naturaleza de la celebración.

VESTIDOS ACTUALES

Actualmente es distinta la costumbre respecto a los varios ministros de la celebración: mientras el


organista y los cantores no se revisten, los lectores y ministros de la comunión sí lo hacen a veces;
los monaguillos generalmente tienen su vestidura especial; pero los que como norma se revisten
son los ministros ordenados: diáconos, presbíteros y obispos.

El vestido litúrgico básico para estos ministros ordenados es el alba, blanca túnica, a la que se va
buscando dar una forma más estética, de modo que no requiera amito (porque cierra bien el
cuello) ni cíngulo (porque adquiere una forma elegante).  Sobre el alba los ministros ordenados se
ponen la estola.- esa franja de diversos colores (su nombre viene del griego "stolizo", adornar) que
los diáconos se colocan en forma cruzada, mientras que los presbíteros y obispos lo hacen
colgándola por ambos lados del cuello; también la estola se tiende a que sea de materia más digna
y estética, para los casos, cada vez más numerosos, en que se celebra sin casulla (diáconos,
concelebrantes, etc.).

Además del alba y la estola, el presbítero o el obispo que preside la Eucaristía se reviste la casulla:
su nombre ya indica que es como una especie de "casa pequeña", a modo de manto amplio que
cubre a la persona (como el "poncho" americano actual).  La casulla es el indumento litúrgico que
ha venido a caracterizar sobre todo la celebración eucarística.  Mientras que se va perdiendo la
"dalmática" (que vendría a ser como una casulla con mangas) que llevaban antes los diáconos.

Hay otros vestidos menos usados: el "palio", que es como una estola que utilizan los arzobispos a
modo de escapulario, de tela blanca salpicada de cruces, que les envía el Papa como distintivo de
su especial dignidad; la "capa pluvial" que se utiliza principalmente en las procesiones; las
vestiduras corales de los canónigos (por ejemplo el manto coral y la muceta negra); las "insignias"
distintivas (por ejemplo para el obispo, la cruz pectoral, el anillo, el báculo pastoral, el solideo
color violeta -para el Papa es blanco el solideo, para los cardenales, rojo, y para los abades,
negro)...
Ultimamente diversos Episcopados, ateniéndose a la flexibilidad que el mismo Misal sugiere (IGMR
304), han pedido y obtenido de Roma un reajuste en el vestido litúrgico del que preside la
Eucaristía, con una soluci6n que tiende a unificar la casulla, el alba y la estola.

La casulla que, durante siglos, había sido amplia y elegante, había adquirido con el correr del
tiempo unas formas más recortadas y de poco gusto, hasta llegar a la forma de guitarra que todos
hemos conocido, recargada, además, con adornos y bordados que hacían de ella más un
"ornamento" que un vestido.

En 1972, a petición de los obispos franceses, se aprobó el uso de una especie de alba con una gran
estola encima, que por su amplia forma de corte se puede decir que es a la vez alba y casulla.   Se
ha ido aprobando) por Roma para todos los países que lo han pedido (Argentina, Brasil, Canadá,
Filipinas ... ), sobre todo para las celebraciones de grupos, concelebraciones o actos de culto que
se tienen fuera de la iglesia, quedando en pie que el vestido litúrgico del que preside la Eucaristía
es la casulla sobre el alba y la estola, y reconociendo que esta forma de alba-casulla cumple, en
esas circunstancias mencionadas, la finalidad buscada.  La búsqueda de una estilización de los
vestidos litúrgicos, más en consonancia con el gusto estético de nuestros días, no quiere
oscurecer, sino por el contrario favorecer, la razón de ser que tienen en la liturgia cristiana:
expresar pedagóigicamente, con el lenguaje simbólico que les es propio, la dignidad de lo que
celebramos, y el ministerio característico de cada uno de los ministros que intervienen en la
celebración. (Cfr. En Phase 72 (1972) 570-571 la carta de concesión de esta casulla-alba a los
obispos franceses).  Ya antes se había hecho una sabia "modernización" en este terreno, cuando
en 1968 se dieron normas para la simplificación de las insignias y vestidos pontificales.   Entonces
ya se invitó a que el obispo, para la celebración solemne, se revistiera aparte (y no delante de la
asamblea, como sucedía hasta entonces); que no hacía falta que se pusiera diversos distintivos
como los guantes o las sandalias; que bastaba con el alba debajo de la casulla (sin necesidad de
otras túnicas que antes se sobreponía); que la "cátedra", su sede, no debía parecerse a un trono,
con su baldaquino y todo... Se quería conjugar a la vez la expresión gráfica de lo que es un obispo
para la diócesis -maestro, animador espiritual, signo genuino de Cristo Pastor- con una sencillez
más evangélica en los signos de esa dignidad...
EL SENTIDO DE QUE LOS MINISTROS SE REVISTAN

¿POR QUÉ SE REVISTEN LOS MINISTROS EN LA CELEBRACIÓN CRISTIANA?

La respuesta la da el mismo Misal, en su introducción: "En la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, no


todos los miembros desempeñan un mismo oficio.  Esta diversidad de ministerios se manifiesta en
el desarrollo del sagrado culto por la diversidad de las vestiduras sagradas, que, por consiguiente,
deben constituir un distintivo propio del oficio que desempeña cada ministro.  Por otro lado, estas
vestiduras deben contribuir al decoro de la misma acción sagrada" (IGMR 297).

Los vestidos en la liturgia no tienen una finalidad en sí mismos, como si fueran algo sagrado.  
Tienen una función que podemos llamar pedagógica, en la línea que hemos visto funcionar en la
vida social, con el lenguaje expresivo y simbólico que les es propio.

Ante todo, estas vestiduras distinguen las diversas categorías de los ministros. 

Es lógico que el obispo, por la plenitud de ministerio que tiene en la comunidad cristiana,
signifique con algún distintivo su identidad: el báculo, la cruz pectoral, el anillo, el solideo, la
mitra... Es lógico que el que preside la Eucaristía, presbítero u obispo, en nombre de Cristo, se
revista de un modo determinado, que ha venido a ser con la casulla.

Naturalmente que estos vestidos no están pensados para "separar" a los ministros de la
comunidad.  Toda la comunidad cristiana que celebra la Eucaristía es "pueblo sacerdotal", con una
dignidad radicalmente igual, que le viene del Bautismo.  Todos son hermanos en la casa de Dios. 
Estos vestidos no son signos de poder o de superioridad, por parte de los ministros.  Son unos
signos simbólicamente eficaces, que recuerdan a todos en primer lugar a los mismos ministros-
que ahora no están actuando como personas particulares en su oración o en su predicación, sino
como ministros de Cristo y de la Iglesia.  Que están actuando "in persona Christi" y también "in
persona Ecclesiae".  El vestido tiene, para esta finalidad, una contrastada eficacia, como en la vida
civil, judicial, política o académica.  Aquí, en la celebración, "distinguen" sin separar.  Ejercen una
cierta mediación pedagógica para favorecer el clima y la identidad de la celebración cristiana, en la
que hay una alternancia interesante entre una comunidad y sus ministros.

Estos vestidos ayudan también al decoro, a la estética festiva de la celebración.

No se trata de hacer ostentación de riqueza, sino de mostrar, por el mismo modo exterior de
actuar, el aprecio que se tiene a lo que celebramos.  Se unta el valor de la Palabra, de la Eucaristía,
de la asamblea misma, del día del Señor- si es domingo-, del misterio de la presencia del Señor en
medio de los suyos: todo esto hace que la celebración cristiana sea un momento privilegiado en el
conjunto de la vida de fe.  Un momento que pide signos exteriores de aprecio; y el vestido, junto a
las imágenes y los cantos y tantos otros signos, es uno de los elementos más fácilmente inteligibles
para subrayar el carácter festivo de la acción.
En el fondo está siempre la proporción pedagógica entre lo que celebramos y el modo exterior de
comportarnos.  Y aquí lo que celebramos es en verdad algo importante y festivo.  Y cuanto más
festivo, tanto más significativo debería ser también el vestido litúrgico que nos ponemos.   Un
domingo no es lo mismo que otro día de la semana.  La noche de Pascua no es como cualquier
otro domingo... La estética y la "festividad" (lo que el Misal llama "decoro") son los objetivos de
estos vestidos litúrgicos que se endosan los ministros.

Al decoro festivo de toda la celebración contribuye ciertamente el que se respeten las leyes e a
estética y la dignidad en esas vestiduras.

Unas leyes que hoy están presididas por la sencillez (contra el barroquismo que antes gustaba),
por la dignidad en la belleza, sin ampulosidad, pero también sin tacañería, de modo que exista
autenticidad también en este signo: unos verdaderos "vestidos", nobles y dignos, que favorezcan
el aprecio a la misma celebración y el ejercicio del ministerio por parta de los ministros.

De alguna manera los vestidos litúrgicos ayudan a entender el misterio que celebramos.

Expresan elocuentemente que estos ministros -sobre todo el presidente- están animando una
celebración sagrada.  Lo que está sucediendo aquí no es como otros encuentros que se pueden
tener en una comunidad o en una parroquia, sino una verdadera experiencia sacramental de la
gracia de Cristo, un encuentro con el Cristo presente en su Palabra, en su Eucaristía, en la misma
comunidad reunida en su nombre.  Y como tal acción misteriosa y sagrada, se realiza con signos
exteriores diversos de los ordinarios.

El que los ministros se revistan de modo especial quiere expresar el sentido de este "salto" que
existe entre las otras acciones y ésta: la "ruptura" con la vida normal.  Porque la Palabra que aquí
se proclama no es lo mismo que las mil palabras que nos envuelven continuamente.  La comunión
con el Cristo de la Eucaristía no es como una comida de hermandad cualquiera.

Así como a un ministro, el vestido especial le recuerda que no actúa como persona privada, sino
como ministro de Cristo y de la Iglesia, le recuerda también que él no es "dueño de la Eucaristía",
ni de la Palabra.  Que está realizando, en nombre de Cristo y de la Iglesia, una acción que le
sobrepasa totalmente a él: que está sirviendo a un misterio de comuni6n entre Dios y su Pueblo.

Claro que todo esto no lo dice sólo la indumentaria: es todo un conjunto de comportamientos, de
signos, de palabras y de acciones lo que nos introduce pedagógicamente a la experiencia de este
misterio cristiano de comunión con Cristo.  Pero no es indiferente el factor del vestido.  Tampoco
en el caso de los grupos más reducidos (una asamblea de niños, de jóvenes, de grupos o
comunidades): precisamente porque son grupos más pequeños y homogéneos, a ellos también les
hace falta subrayar con signos exteriores que ellos no son dueños de lo que celebran, sino que lo
hacen en unión con toda la Iglesia, y el ministro que les preside no lo hace porque es un amigo
suyo, sino como ministro de toda la comunidad.
DEJAR HABLAR A LOS SIGNOS

También en el caso de los vestidos litúrgicos habría que evitar los dos extremos: la supervaloración
cuasi-idolátrica, y el abandono o menosprecio de su función pedagógica.  No tienen un tono
fetichista de valor en sí mismos.  Pero siguen expresando pedagógicamente la dignidad de la
acción sagrada, siguen "ambientando" el encuentro con Dios, siguen recordando a los ministros su
papel de tales en este encuentro misterioso.

No son lo más importante en liturgia ni lo más eficaz en la pastoral.

No hace falta resucitar las oraciones alegóricas con que antes nos revestíamos cada uno de los
ornamentos.  Ni obligar a las mujeres a llevar "velo".  Ni tachar de pecado mortal al sacerdote que
celebra sin casulla.  Pero lo que sí hay que decir es que estos vestidos son un factor válido en el
conjunto de la celebración.

Seguir, también en esto, las sobrias normas de la Iglesia actual, es un signo de eclesialidad y de
pedagogía celebrativa.  Despreciarlos -actuando sin estos vestidos en la celebración- creo que,
además de ser falta de disciplina, es un empobrecimiento del lenguaje simbólico de la liturgia.   En
una liturgia que está ya muy llena de palabras, tenemos que dejar hablar también a los signos.   Y
los vestidos, aunque en el conjunto son menos trascendentales, en comparación con la
proclamación de la Palabra o de las oraciones o los gestos sacramentales, son un elemento muy
visible y que ayuda al tono general de la celebración y a destacar la identidad de los ministros.

Desde el Concilio se ha dado mayor libertad para que en las diversas regiones las correspondientes
Conferencias Episcopales adapten, si lo creen conveniente, las vestiduras litúrgicas a la propia
cultura y costumbres (IGMR 304, siguiendo a SC 128).

Esta adaptación, allí donde se realice, irá aportando ciertamente vestidos más convenientes, más
estéticos, como hemos visto en el caso de la casulla-alba.  Buscar una mejor estética es también
importante para la dignidad del culto cristiano, evitando los diversos abusos que en esto se habían
producido (sensiblería, imaginaría, barroquismo, ostentación).

Junto a la estética, se irán respetando siempre los fines por los que están pensados estos vestidos,
y de lo que hemos hablado repetidamente: resaltar el papel de los ministros, subrayar el carácter
sagrado de la celebración, y ayudar a su tono festivo y estético.  Cuando Roma, el año 1972,
permitió la casulla-alba a los países que se lo iban pidiendo, vino a razonar así: no está de acuerdo
con la "letra" que hasta ahora era norma (por ejemplo, en el Misal), pero un vestido así sirve muy
bien al "espíritu" de la norma.
CAPITULO 4

SIMBOLISMO DE LAS VESTIMENTAS LITÚRGICAS

LOS SACERDOTES

Con su simbolismo enseñan  a  proveerse de armas espirituales en el combate contra el espíritu


del mal. Como dijo el apóstol: Las armas de nuestra milicia no son materiales, pero sí poderosas 
para derribar lo que se le opone. A la par de la reina, adecuadamente ceñida de sus diversos
ornamentos, el sacerdote adornado exteriormente con las vestimentas sagradas, debe  cuidar que
su interior, su alma, esté revestida de buenas costumbres, según lo escrito:  Que los sacerdotes
estén revestidos de justicia.

Que se coloque al principio el amito como un casco de salvación y que descienda sobre sus
hombros. Esto indica que no debe adormecerse en la ociosidad sino consagrarse fortalecido a las
buenas obras  y, además, demuestra que deberá tomar  para sí las cargas. Que ligue los cordones
del amito sobre el pecho, recordando que esta acción a punto de comenzar, que es buena por su
intención  y el objeto perseguido, se lleve a cabo  según el querer de Dios.

A continuación el sacerdote adaptará convenientemente el alba e torno a su pecho, para evitar las
superfluidades en su vida y costumbres. Que el alba sea blanca, resplandeciente por la pureza de
sus obras; amplia  para la justicia, a fin de dar a cada uno lo que es debido; sus riñones sean
ceñidos por un cordón, para que comprometido en el camino estrecho, no caiga en la lujuria y que
no se sienta entorpecido por la embriaguez y la glotonería.

Para volver a encontrar la vestimenta de la alegría y la inmortalidad, y llevar con paciencia el yugo
del Señor, poniendo la estola sobre el cuello, que lleve con paciencia el yugo del Señor: es por la
paciencia que se posee el alma. Que esté atento a su derecha y a su izquierda, así como él debe  
estar fortalecido en ambos lados con las armas de la justicia, y sea exaltado por la prosperidad o
abatido por la adversidad.

En el brazo izquierdo donde coloca el manípulo o  pañuelo, una vez rechazadas la languidez  y
cansancio de la vida presente, que pueda enjugar, en cierto sentido, el sudor   de su espíritu con el
lienzo de la vigilancia  y sacuda la torpeza de su corazón. Los ministros del Señor no deben
desanimarse ante el trabajo: tengan siempre presente en el espíritu, que luego volverán 
alegremente cargando sus manojos (manipulus).

Por último se reviste de la casulla que es la vestimenta nupcial, designa a la caridad  y cubre la
multitud de los pecados. El sacerdote debe desbordar de caridad, extendiendo los dos brazos, en
gesto de amor, a derecho e izquierda, hacia Dios y hacia el prójimo. Y así adornado de todas las
virtudes, por sobre ellas ponga  el lazo de una perfecta caridad. De esta manera, con la gracia del
Señor, podrá obtener lo que pide.
LOS OBISPOS

Sus pies calzan sandalias para preparar el evangelio de la paz, según está escrito: Que sean
hermosos los pies  de aquellos que anuncian  el evangelio de la paz. Las suelas por debajo de las
sandalias, es para que no se ensucien con las cosas de la tierra. Por encima el cuero tiene una
abertura como ventana, para que  abran los ojos del corazón al conocimiento de las realidades
celestiales.

Debe estar esa abertura  significando la conveniencia  de revelar a algunos los secretos del cielo, y
mantenerlos ocultos en parte, a otros.

Usan también caligas apretadas en torno a las rodillas, pues quien predica a los demás, debe
conducir sus pasos  por caminos rectos  y afirmar sus rodillas vacilantes. El obispo  reviste sobre el
alba, una larga túnica llamada toga que significa la perseverancia de los prelados. Las demás
virtudes corren la carrera; sólo la perseverancia recibe el premio.

Sobre la túnica se coloca la dalmática. La amplitud de las mangas recuerdan   la liberalidad: que el
prelado no tenga la mano extendida para recibir y cerrada para dar, él que debe abundar en obras
de misericordia y tender sus manos para ponerlas a disposición de los presentes. Es por ello que
los diáconos, elegidos por los apóstoles para el servicio de la mesa, usan dalmática. Por lo común,
esta prenda tiene franjas en su parte izquierda, según la palabra:  aquel que conduce a sus
hermanos, que se cuide de vigilarlos.

Que el obispo tenga guantes en las manos, según lo escrito: Cuidad de no hacer buenas obras
delante de los hombres, para ser vistos. Si es lícito que se hagan públicamente, la intención debe
quedar oculta, a fin que la mano izquierda ignore lo que hace la derecha.

Que tenga la mitra en la cabeza, pues quiere decir que lleva la ciencia de ambos Testamentos, así
como el rostro de Moisés mostraba  haces luminosos sobre su cabeza. Con los cuernos de los
Testamentos, el obispo debe combatir a los enemigos de la Iglesia.

Que tenga un anillo en el dedo, para que pueda decir por la voz de la esposa: "Nuestro Señor
Jesucristo  ha puesto el anillo como signo de alianza" No sólo deberá llevarlo como muestra de
fidelidad, sino principalmente  para demostrar que  vela para dar a Cristo como único esposo, a las
almas que le fueron encomendadas. Dice el apóstol:  Yo os ligué a mi esposo  para presentaros a
Cristo como virgen pura.

Que lleve en la mano el bastón pastoral o báculo para corregir, sostener y empujar. Es recto   en su
parte vertical para dirigir y sostener a los débiles; y es curvo en su parte superior  para atraer a los
pecadores  y reunir a lo que erran:  "Juntad, sostened, estimulad  al indeciso, al enfermo, al
perezoso".
Los arzobispos, además, llevan sobre sus vestimentas un collar de lana blanca (Palio), de forma
circular que rodea  pecho y espaldas. La lana es la aspereza de la reprensión a los rebeldes; el color
blanco, la benevolencia hacia los humildes y penitentes, pues el prelado debe mostrar rostro de
león  y cara de hombre. La forma circular que encierra los hombros es el temor del Señor, por
quien las obras se cierran a fin de que su perfume cubierto no se vaya desvaneciendo, como
sucede si se descuidan las pequeñas  cosas que, poco a poco, se cae en las grandes.

El palio (Pallium) tiene cuatro cruces situadas delante y detrás, a la derecha y a la izquierda. Así el
obispo debe poseer vida, ciencia, doctrina y poder. Se relaciona también con las cuatro virtudes
cardinales, teñidas de púrpura  por la fe en la Pasión del Cristo. En la parte anterior se representa
la justicia: el prelado debe velar para dar a cada cual lo suyo. En la parte posterior, la prudencia: el
prelado debe cuidarse de dudas y pensamientos nocivos. A la izquierda, el coraje, para no
sucumbir en la adversidad. A la derecha, la templanza, para no descontrolarse en la prosperidad.

Sobre el palio hay además dos rayas, una delante, en el pecho, a fin de que dedique tiempo a la
contemplación, y otra sobre la espalda, para que no rehuya las cargas de la vida activa. Como
Moisés que estuvo un tiempo con el Señor en la montaña  y otro tiempo en la tierra con el pueblo.

El palio es doble en la izquierda, pues es necesaria la firmeza en la vida presente, debido a sus
múltiples contratiempos. Es simple a la derecha, en razón  de la quietud y uniformidad de la vida
futura. Tres hebillas tiene el palio: sobre el hombro izquierdo, delante del pecho y atrás en la
espalda, para que el prelado sea movido por un triple aguijón: temor a la pena, temor a la culpa y
temor a la ignorancia. Que no sea herido en el pecho por la contrición y por la compasión; en el
hombro izquierdo, por la paciencia ante las pruebas; en la espalda por el temor. Si el justo apenas
se salvará, ¿qué no le espera al impío? La eterna beatitud no es tiempo de dolor, no tiene hebilla
en el hombro derecho. La hebilla tiene el extremo dirigido hacia abajo y es de forma redonda hacia
arriba: quien sufre en esta tierra por Cristo, será coronado en la vida eterna.

VESTIMENTA DEL SUMO PONTÍFICE

Mitra: Es la prenda de tela para la cabeza, alta y apuntada que visten los obispos en las grandes
solemnidades y en las misas. Hasta el siglo X, era una simple banda de oro con la que los obispos
se ceñían la cabeza; ahora es una especie de gorro con dos picos en la parte superior y dos tiras de
la misma tela que cuelgan por la espalda. Es un ornamento de honor y una señal de poder.

Báculo: Es el símbolo más antiguo de la autoridad y, en el obispo, proclama al padre, al juez y al


pastor.

Casulla: Es la vestidura que se pone el obispo sobre las demás prendas. Consiste en una pieza
alargada con una abertura en el centro para pasar la cabeza. Es el símbolo de caridad, que hace
dulce y suave el yugo de Jesucristo.
Se usan en diferentes colores:

Blanco: Representa las fiestas y solemnidades.

Verde: Se utiliza en tiempo ordinario.

Rojo: Representa las fiestas de los mártires y misas especiales de los santos.

Morado: Para la Semana Santa y cuaresma, así como para la misa de difuntos.

Alba
Es una amplia túnica que cubre al celebrante de arriba a abajo y se sujeta a la cintura con un
cíngulo, simboliza la pureza del corazón que el sacerdote ha de llevar al altar.

¿CUÁLES SON LAS INSIGNIAS PROPIAS DE UN PAPA?

La Sotana Blanca.

La Banda de Seda Blanca, adornada con el Escudo Papal.

El Solideo Blanco en la cabeza.

El Anillo del Pescador. (Pastor Supremo de la Iglesia).

El Pectoral. (Un crucifijo de oro en el pecho, sobre la Sotana Blanca).

La Capa Roja.

Las Sandalias color Vino.

La tiara: Mitra alta ceñida por 3 coronas.

VESTIMENTA DE OBISPOS Y ARZOBISPOS

Los Obispos católicos (Obispos y Arzobispos) usan los mismos ornamentos que el Sacerdote
cuando van a celebrar la Santa Misa. 
Fuera de estos ornamentos el Arzobispo utiliza otros ornamentos para destacar su calidad de
legitimo sucesor de los Apóstoles y de jefe de la Diócesis de la cual es Pastor. Éstos son:

EL PALIO ARZOBISPAL:

Banda de lana blanca en forma de collarín, adornada con seis cruces de seda negra. Es la insignia
exclusiva de los arzobispos residenciales o metropolitanos. Es semejante a una estola y se utiliza a
modo de escapulario. Es de tela blanca salpicada de cruces, que les envía el Papa como distintivo
de su especial dignidad.

La lana significa la aspereza de la reprensión a los rebeldes; el color blanco, la benevolencia hacia
los humildes y penitentes. La forma circular que encierra los hombros es el temor del Señor, por
quien las obras se cierran  a fin de que su perfume cubierto no se vaya desvaneciendo, como
sucede si se descuidan las pequeñas  cosas que, poco a poco, se cae en las grandes.

Tiene cuatro cruces situadas delante y detrás, a la derecha y a la izquierda. Así el obispo debe
poseer vida, ciencia, doctrina y poder. Se relaciona también con las cuatro virtudes cardinales,
teñidas de púrpura  por la fe en la Pasión del Cristo. En la parte anterior se representa la justicia: el
prelado debe velar para dar a cada cual lo suyo. En la parte posterior, la prudencia: el prelado
debe cuidarse de  dudas  y pensamientos nocivos. A la izquierda, el coraje, para no sucumbir en la
adversidad.   A la derecha, la templanza, para no descontrolarse en la prosperidad.

MITRA:
Es un bonete alto de forma cónica, del que cuelgan dos tiras en la parte de atrás y que es usado
por los obispos. Que tenga la mitra sobre la cabeza, quiere decir que lleva la ciencia de ambos
Testamentos, así como el rostro de Moisés mostraba  haces luminosos sobre su cabeza. Con los
cuernos de los Testamentos, el obispo debe combatir a los enemigos de la Iglesia. La utilizan
Obispos y Arzobispos.

ANILLO PASTORAL:

Que tenga un anillo en el dedo, para que pueda decir por la voz de la esposa: "Nuestro Señor
Jesucristo  ha puesto el anillo como signo de alianza" No sólo deberá llevarlo como muestra de
fidelidad, sino principalmente  para demostrar que  vela para dar a Cristo como único esposo, a las
almas que le fueron encomendadas. Dice el apóstol:  Yo os ligué a mi esposo  para presentaros a
Cristo como virgen pura. Lo utilizan Obispos y Arzobispos.

BÁCULO:

Que lleve en la mano  el bastón pastoral  para corregir, sostener y empujar. El báculo esta 
plantado en el suelo para aguijonear a los  perezosos. Es   recto  en su parte vertical para dirigir y
sostener a los débiles; y es curvo en su parte superior  para atraer a los pecadores  y reunir a lo
que erran según aquello:  Juntad, sostened, estimulad  al indeciso, al enfermo, al perezoso. Lo
utilizan Obispos y Arzobispos.

SOLIDEO COLOR VIOLETA:


Pequeño sombrero redondo de color morado que llevan los prelados. En palabra latina significa
"solo a Dios", y es un casquete que cubre la parte posterior de la cabeza, y que es usado por el
Papa en color blanco. Los Cardenales la llevan de color rojo y los Obispos y Arzobispos violeta.

CRUZ PECTORAL: Es usada por Obispos, Arzobispos y Cardenales. Se usa sobre el pecho una cruz
ricamente adornada con piedras preciosas. Es usada además por los Sacerdotes de grados
superiores tales como Archimandritas, Abbades, Archiprestes, etc. Dentro del clero ruso los
Sacerdotes usan una sencilla Cruz con la imagen de Nuestro Salvador.

VESTIDURAS DEL SACERDOTE

CASULLA:

Es la vestidura que se pone el obispo sobre las demás prendas. Consiste en una pieza alargada con
una abertura en el centro para pasar la cabeza. Es el símbolo de caridad, que hace dulce y suave el
yugo de Jesucristo. Vestidura Sagrada que se pone el alba y que sirve para celebrar la Misa. Está
abierta por lo alto, para que entre la cabeza, y por los lados; cae por delante y por detrás desde los
hombros hasta media pierna. 

El presbítero o el obispo que preside la Eucaristía se reviste la casulla: su nombre ya indica que es
como una especie de "casa pequeña", a modo de manto amplio que cubre a la persona (como el
"poncho" americano actual).  La casulla es el indumento litúrgico que ha venido a caracterizar
sobre todo la celebración eucarística.

Se usan en diferentes colores:

Blanco: Representa las fiestas y solemnidades.

Verde: Se utiliza en tiempo ordinario.

Rojo: Representa las fiestas de los mártires y misas especiales de los santos.

Morado: Para la Semana Santa y cuaresma, así como para la misa de difuntos.

 ALBA:

Es una amplia túnica que cubre al celebrante de arriba a abajo y se sujeta a la cintura con un
cíngulo, simboliza la pureza del corazón que el sacerdote ha de llevar al altar.

CÍNGULO: Cordón o cinta de seda o de lino, con una borla a cada extremo, que le sirve al
Sacerdote para ceñirse el alba.
CAPÍTULO 5

EUCARISTÍA Y LITURGIA

 ¿Qué es la Eucaristía?
 Gestos y Símbolos de la Celebración Eucarística
 Lo que debe y no debe hacerse en la celebración de la Misa
 ¿Qué se usa o necesita para la Celebración Eucarística?
 Respuestas a preguntas frecuentes sobre la Santa Misa

¿QUÉ ES LA EUCARISTÍA?

La Eucaristía es la consagración del pan en el Cuerpo de Cristo y del vino en su Sangre que renueva
mística y sacramentalmente el sacrificio de Jesucristo en la Cruz. La Eucaristía es Jesús real y
personalmente presente en el pan y el vino que el sacerdote consagra. Por la fe creemos que la
presencia de Jesús en la Hostia y el vino no es sólo simbólica sino real; esto se llama el misterio de
la transubstanciación ya que lo que cambia es la sustancia del pan y del vino; los accidente—
forma, color, sabor, etc.— permanecen iguales.

La institución de la Eucaristía, tuvo lugar durante la última cena pascual que celebró con sus
discípulos y los cuatro relatos coinciden en lo esencial, en todos ellos la consagración del pan
precede a la del cáliz; aunque debemos recordar, que en la realidad histórica, la celebración de la
Eucaristía (Fracción del Pan) comenzó en la Iglesia primitiva antes de la redacción de los
Evangelios.

Los signos esenciales del sacramento eucarístico son pan de trigo y vino de vid, sobre los cuales es
invocada la bendición del Espíritu Santo y el presbítero pronuncia las palabras de la consagración
dichas por Jesús en la última Cena: "Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros... Este es el cáliz de
mi Sangre..." . Encuentro con Jesús amor

Necesariamente el encuentro con Cristo Eucaristía es una experiencia personal e íntima, y que
supone el encuentro pleno de dos que se aman. Es por tanto imposible generalizar acerca de ellos.
Porque sólo Dios conoce los corazones de los hombres. Sin embargo sí debemos traslucir en
nuestra vida, la trascendencia del encuentro íntimo con el Amor. Resulta lógico pensar que quien
recibe esta Gracia, está en mayor capacidad de amar y de servir al hermano y que además
alimentado con el Pan de Vida debe estar más fortalecido para enfrentar las pruebas, para encarar
el sufrimiento, para contagiar su fe y su esperanza. En fin para llevar a feliz término la misión, la
vocación, que el Señor le otorgue.

Si apreciáramos de veras la Presencia real de Cristo en el sagrario, nunca lo encontraríamos solo,


únicamente acompañado de la lámpara Eucarística encendida, el Señor hoy nos dice a todos y a
cada uno, lo mismo que les dijo a los Apóstoles "Con ansias he deseado comer esta Pascua con
vosotros " Lc.22,15. El Señor nos espera con ansias para dársenos como alimento; ¿somos
conscientes de ello, de que el Señor nos espera el Sagrario, con la mesa celestial servida? Y
nosotros ¿por qué lo dejamos esperando? O es que acaso, ¿ cuándo viene alguien de visita a
nuestra casa, lo dejamos sólo en la sala y nos vamos a ocupar de nuestras cosas.?

Eso exactamente es lo que hacemos en nuestro apostolado, cuando nos llenamos de actividades y
nos descuidamos en la oración delante del Señor, que nos espera en el Sagrario, preso porque nos
"amó hasta el extremo" y resulta que, por quien se hizo el mundo y todo lo que contiene (nosotros
incluidos) se encuentra allí, oculto a los ojos, pero increíblemente luminoso y poderoso para saciar
todas nuestras necesidades.

(Del griego eucharistia, acción de gracias)

Es el nombre que se da al Santo Sacramento del Altar, que recoge su doble aspecto de sacramento
y sacrificio de la misa, y en el cual Jesucristo está realmente presente bajo apariencia de pan y
vino. Se emplean otros títulos, como "Cena del Señor" (Caena Domini), "Mesa del Señor" (Mensa
Domini), "Cuerpo del Señor"(Corpus Domini) y "Santísimo" (Sanctissimum), a los cuales se puede
añadir las siguientes expresiones con su significado original algo alterado: "Agape" (fiesta del
amor), "Eulogia" (bendición), "fracción del pan", "Synaxis" (asamblea), etc.; pero el antiguo título
de "Eucaristía", que aparece en autores tan tempranos como Ignacio, Justino e Ireneo, ha tomado
precedencia en la terminología de la Iglesia y sus teólogos. La expresión "Santo Sacrificio del
Altar", introducida por Agustín, se encuentra hoy en día reducida al ámbito popular y catequético.
Esta extensa nomenclatura, que describe este gran misterio desde tantos puntos de vista
diferentes es, en sí misma, prueba suficiente de la posición central de la Eucaristía desde las
primeras épocas, tanto en el culto divino y los servicios de la Iglesia como en la vida de fe y
devoción de sus miembros.

La Iglesia honra a la Eucarisía como uno de sus más elevados misterios, ya que por su majestad e
incomprensibilidad acompaña a los misterios de la Trinidad y la Encarnación. Estos tres misterios
constituyen una triada maravillosa, que hace lucir a la característica esencial del cristianismo como
religión de misterios que trascienden con mucho las capacidades de la razón, con todo su
esplendor, y eleva al catolicismo, el más fiel guardián y custodio de nuestra herencia cristiana, muy
por encima de todas las religiones paganas y no cristianas.

La conexión orgánica de esta triada misteriosa se aprecia claramente, si consideramos la divina


gracia bajo su aspecto de comunicación personal de Dios. Así, en el seno de la Trinidad beatísima,
Dios Padre, por virtud de la generación eterna, comunica su naturaleza divina a Dios Hijo, "el único
Hijo que está en el seno del Padre" (Juan i, 18),mientras que el Hijo de Dios, en virtud de la unión
hipostática, comunica a su vez la naturaleza divina recibida del Padre a su naturaleza humana
formada en el vientre de la Virgen María (Juan i, 18), para que así, como Dios y Hombre, escondido
en las especies eucarísticas, pueda entregarse a su Iglesia, quien, como tierna madre, cuida
místicamente en su seno este su mayor tesoro, y a diario lo expone a sus hijos como alimento
espiritual para sus almas. Así, Trinidad, Encarnación y Eucaristía están unidas como una cadena
preciosa, que de manera prodigiosa une el cielo y la tierra, a Dios con el hombre, ligándoles de la
manera más íntima, y manteniendo esa unión.
Por el hecho de que el misterio eucarístico trasciende toda razón, ningún teólogo católico puede
aventurar una explicación racional, basada en hipótesis meramente naturales, ni tratar de abarcar
una de las más sublimes verdades de la religión cristiana como la conclusión espontánea de un
proceso lógico.

La ciencia moderna de las religiones comparadas intenta descubrir, en la medida de lo posible,


"paralelismos histórico-religiosos" en las religiones paganas, que se correspondan con los
elementos teoréticos y prácticos del cristianismo, y así dar una explicación natural a éste por
medio de las primeras. Incluso cuando se pueda apreciar una analogía entre el banquete
eucarístico y el néctar y la ambrosía de los dioses de la antigua Grecia, o el aroma de los iraníes, o
el soma de los hindúes, hay que ser muy cuidadoso de no tratar una mera analogía como un
paralelismo estrictamente dicho, ya que la Eucaristía cristiana nada tiene en común con esas
comidas paganas, cuyos orígenes hay que buscarlos en el culto idólatra y la naturaleza. Lo que
descubrimos particularmente es una nueva demostración de la razonabilidad de la religión
católica, a partir de la circunstancia de que Jesucristo, de modo prodigiosamente
condescendiente, responde al apetito natural del corazón humano con un alimento que alimenta
para la inmortalidad, un apetito expresado en muchas religiones paganas, entregando su
humanidad, su propia carne y sangre. El cristianismo ha adoptado todo lo que es bello, todo lo que
es verdadero de las religiones naturales, y como un espejo cóncavo ha reunido los resquicios de
verdad dispersos y con frecuencia no distorsionados en su foco común, para reflejarlos de nuevo
ya resplandecientes en un rayos de luz perfecta.

Sólo la Iglesia, pilar y fundamento de la verdad, penetrada y dirigida por el Espíritu santo, garantiza
a sus hijos a través de su magisterio infalible la divina revelación plena e inalterada. En
consecuencia, la primera obligación de los católicos es afirmar lo que la Iglesia propone como la
"norma próxima de fe" (regula fidei proxima), que, en referencia a la Eucaristía, se trató de
manera particularmente clara y detallada en las sesiones XIII, XXI y XXII del Concilio de Trento. La
quintaesencia de estas decisiones doctrinales reside en que en la Eucaristía el cuerpo y la sangre
del Dios hecho hombre están verdadera, real y sustancialmente presentes para alimento de
nuestras almas, en virtud de la transubstanciación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, y en este cambio de sustancias también se contiente el Sacrificio incruento de la Nueva
Alianza. Estas tres verdades principales - Sacrificio, Sacramento y Presencia real - se explican con
más detalle en los artículos siguientes:

LA EUCARISTÍA COMO SACRAMENTO


LA PRESENCIA REAL DE JESUCRISTO EN LA EUCARISTÍA

LA SAGRADA EUCARISTÍA COMO SACRAMENTO


Dado que Cristo está presente bajo las apariencias de pan y vino en una forma sacramental, la
Sagrada Eucaristía es incuestionablemente un sacramento de la Iglesia. De hecho, en la Eucaristía
se verifica la definición de un sacramento cristiano como "signo externo de una gracia interna
instituida por Cristo".

La investigación de la precisa naturaleza del Santísimo Sacramento del Altar, cuya existencia no
niegan los Protestantes, está sitiada con cantidad de dificultades. Su esencia ciertamente no
consiste en la Consagración o en la Comunión, la primera siendo la acción meramente sacrificial,
la última la recepción del sacramento. La cuestión puede ser eventualmente reducida a si la
sacramentalidad debe ser buscada o no en la especie Eucarística o en el Cuerpo y Sangre de
Cristo ocultos bajo ellos. La mayoría de los teólogos responden correctamente al
cuestionamiento diciendo que ni las especies por si mismas ni el Cuerpo y la Sangre de Cristo por
si mismos, sino la unión de ambos factores constituyen el todo moral del Sacramento del Altar.
La especies indudablemente pertenecen a la esencia del sacramento, puesto que es por medio
de ellas, y no por medio del Cuerpo invisible de Cristo, que la Eucaristía posee el signo externo
del sacramento. Igualmente cierto es que el Cuerpo y la Sangre de Cristo pertenecen al concepto
de la esencia, porque no son las meras apariencias insustanciales que se dan para alimento de
nuestras almas, sino Cristo oculto bajo las apariencias. El número doble de elementos
Eucarísticos de pan y vino no interfiere con la unidad del sacramento; puesto que la idea de
refección abarca comer y beber, consecuentemente tampoco nuestras comidas doblan su
número. En la doctrina del Santo Sacrificio de la Misa hay una cuestión de relación más elevada,
en cuanto que las especies separadas de pan y vino representan también la separación mística
del Cuerpo y la Sangre de Cristo o el incruento sacrificio del Cordero Eucarístico. El Sacramento
del Altar puede ser considerado bajo los mismos aspectos que los otros sacramentos, siempre y
cuando se tenga siempre presente que la Eucaristía es un sacramento permanente. Cada
sacramento puede ser considerado por si mismo o en referencia a las personas que concierne.

Ignorando la Institución, que se discute en otra parte en conexión con las palabras de Institución,
los únicos puntos restantes de importancia esencial son el signo externo (materia y forma) y la
gracia interna (efectos de la Comunión), a los que se puede sumar la necesidad de la Comunión
para la Salvación. Respecto a las personas concernientes, distinguimos entre el ministro de la
Eucaristía y el receptor o sujeto.

(1) LA MATERIA O ELEMENTOS EUCARÍSTICOS

Hay dos elementos Eucarísticos, pan y vino, que constituyen la materia remota del Sacramento
del Altar, mientras que la materia próxima no puede ser otra que las apariencias Eucarísticas
bajo las cuales están verdaderamente presentes el Cuerpo y la Sangre de Cristo

(a) El primer elemento es el pan de trigo (panis triticeus), sin el cual la "confección del
Sacramento no tiene lugar" (Missale Romanum: De defectibus, secc. 3), Siendo verdadero pan, la
Hostia debe ser horneada, puesto que harina sola no es pan. Además, dado que el pan requerido
es el formado por harina de trigo, para tener validez no se permite cualquier clase de harina,
como por ejemplo las de avena, centeno, cebada, maíz molidos, aunque sean clasificados
botánicamente como granos (frumentum). Por otra parte, las diferentes variedades de trigo
(como triticum astivum spelta, amylum, etc.), son válidas ya que puede probarse que son
botánicamente genuinos trigos. La necesidad de pan de trigo se deduce inmediatamente de las
palabras de la Institución: "El Señor tomó pan " (ton arton), en conexión con que -debe ser
resaltado- en la escritura   (artos),  sin ninguna condición calificativa, siempre significa pan de
trigo. No cabe duda también, de que Cristo se adhirió incondicionalmente a la costumbre judía
de usar solo pan de trigo para la cena de Pascua; y por las palabras, "Haced ésto en
conmemoración mía" decretó su uso para todos los tiempos siguientes. Adicionalmente, una
tradición no interrumpida, sea testimonio de los Padres o práctica de la Iglesia, muestra que el
pan de trigo jugó un papel tan esencial que aún los Protestantes se resistirían a considerar el pan
de cebada o de centeno como elemento apropiado para la celebración de la Cena del Señor.

La iglesia mantiene una posición más fácil en la controversia respecto al uso de pan fermentado
o no fermentado. Por pan con levadura (fermentum, zymos) se entiende pan de trigo que en su
preparación requiere levadura o polvo para hornear, mientras que se entiende por pan ázimo
(azyma, azymon) un pan formado por una mezcla de harina de trigo y agua que ha sido amasada
y luego horneada. Después que el patriarca griego Michael Cærularius de Constantinopla buscó
en 1053 paliar la renovada ruptura con Roma mediante la controversia sobre el pan ácimo, las
dos iglesias llegaron en 1439 a una decisión dogmática unánime en el Decreto de Unión de
Florencia, que la distinción entre pan con y sin levadura no interfería con la confección del
sacramento, aunque por justas razones basadas en la disciplina y práctica de la Iglesia, los latinos
fueron obligados a conservar el pan ácimo, mientras que los griegos se sostuvieron en el uso de
pan con levadura (cf, Denzinger, Enchirid., Freiburg, 1908, no, 692). Ya que desde antes del
Concilio de Florencia los cismáticos habían tenido dudas sobre la validez de la costumbre latina;
no estaría fuera de lugar hacer aquí una breve defensa del uso del pan ácimo. Tan antiguamente
como 1054, el Papa León IX había emitido una protesta contra Michael Cærularius (cf. Migne, P.
L., CXLIII, 775), en la que se refirió al hecho de la Escritura, que de acuerdo   con los tres
sinópticos la Ultima Cena fue celebrada "en el primer día de los ácimos " y por tanto la
costumbre de la Iglesia Occidental recibió su solemne sanción del ejemplo del mismo Cristo.
Además, aún en el día antes del decimoprimero de Nisan, los judíos acostumbraban deshacerse
de toda la levadura que llegara a estar en sus casas, de manera que desde ese tiempo
compartieran como pan el llamadomazzoth. Respecto a la tradición, no nos corresponde resolver
la disputa de doctas autoridades, en cuanto a si también los latinos durante los primeros seis u
ocho siglos celebraron la misa con pan de levadura (Sirmond, Döllinger, Kraus), o si han
observado siempre la presente costumbre desde el tiempo de los apóstoles (Mabillon, Probst).
Contra los griegos es suficiente hacer notar el hecho histórico que en el Oriente los maronitas y
los armenios han usado pan ácimo desde tiempo inmemorial y de acuerdo a Origen (En Mat., XII,
n. 6) la gente del Oriente "a veces", y por ende no como regla, hicieron uso de pan de levadura
en su liturgia. Hay, además, considerable fuerza en el argumento teológico que el proceso de
fermentación con levadura u otros fermentadores no afecta la substancia del pan, sino solo su
calidad. Las razones de congruencia propuestas por los griegos a favor del pan con levadura, que
nos harían considerarlo como un hermoso símbolo de unión hipostática, así como una atractiva
representación del sabor de este Alimento Celestial, serán aceptadas más diligentemente
siempre y cuando se de debida consideración a las bases de corrección establecidas por los
latinos con Santo Tomás de Aquino (III:74:4), ésto es, el ejemplo de Cristo, la aptitud del pan
ácimo para ser considerado como símbolo de la pureza de Su Sagrado Cuerpo libre de toda
corrupción de pecado, y finalmente la instrucción de San Pablo (I Cor. 5,8) de observar la Pascua
no con la levadura de la malicia y la corrupción, sino con el pan ácimo de la sinceridad y la
verdad.

(b) El segundo elemento requerido de la Eucaristía es el vino de uva (vinum de vite). Por tanto
quedan excluidos no solo los jugos extraídos o preparados de otras frutas (como cidra y licor de
pera), sino también los llamados vinos artificiales, aún cuando su constitución química sea
idéntica al genuino jugo de la uva. La necesidad de vino de uva es resultado no tanto de una
decisión autoritaria de la Iglesia, ya que lo presupone (Concilio de Trento, Ses. XIII, cap. iv), y está
basado en el ejemplo y mandamiento de Cristo, quien en la Última Cena ciertamente convirtió el
vino natural de uva en Su Sangre. Esto es deducido en parte del rito de la Pascua Judía que
requería que la cabeza de la familia pasara el "copón de bendición" (calix benedictionis)
conteniendo el vino de uva, y especialmente de la expresa declaración de Cristo que de entonces
en adelante no bebería del "fruto de la vid" (genimen vitis). La Iglesia católica no conoce de
ninguna otra tradición y en este aspecto ha coincidido siempre con los griegos. Los antiguos
Hydroparastatæ, o Aquarianos, que usaban agua en vez de vino, eran heréticos para ella. El
contra argumento de Ad. Harnack ["Texte und Untersuchungen", nueva serie, VII, 2 (1891), 115
sqq.], que las más antiguas Iglesias eran indiferentes en cuanto al uso del vino y se preocupaban
más de la acción de comer y beber que de los elementos del pan y del vino, pierde toda su fuerza
a la vista no solo de la más antigua literatura sobre la materia (el Didache, Ignacio, Justino,
Irineo, Clemente de Alejandría, Origen, Hipólito, Tertuliano y Cipriano), sino también de escritos
apócrifos no católicos que testimonian el uso de pan y vino como únicos y necesarios elementos
del Santísimo Sacramento. Por otra parte, una muy antigua ley de la Iglesia, que sin embargo no
tiene nada que ver con la validez del sacramento, prescribe que se agregue un poco de agua al
vino antes de la Consagración (Decr. pro Armenis: aqua modicissima), una práctica cuya
legitimidad fue establecida bajo pena de anatema por el Concilio de Trento (Ses. XXII, can. ix). El
rigor de esta ley de la Iglesia puede ser rastreada hasta la antigua costumbre de los romanos y de
los judíos, que mezclaban agua con los fuertes vinos sureños (ver  Proverbios 9:2), a la expresión
de calix mixtus encontrada en Justino (Apol. 1, 65), Ireneo (Adv. hær., V, ii, 3), y Cipriano (Ep.
LXIII, ad Cæcil., n. 13 sq.), y especialmente al profundo significado simbólico contenido en la
mezcla, ya que así es representado el fluir de agua y sangre del costado del Salvador Crucificado
y la íntima unión de los fieles con Cristo (cf. Concilio de Trento, Ses. XXII, cap. 7).

(2) LA FORMA  SACRAMENTAL O LAS PALABRAS DE LA CONSAGRACIÓN

Para proceder a la verificación de la forma, que siempre está hecha de palabras, podemos
empezar por el dudoso hecho de que Cristo no consagró por el mero fiat de Su Omnipotencia
que no encontró expresión en palabras articuladas, sino por pronunciar las palabras de la
Institución: "Este es mi cuerpo. . . esta es mi sangre", y que por la adición de: "Haced ésto en
conmemoración mía", ordenó a los apóstoles que siguieran Su ejemplo. Si las palabras de la
Institución hubiesen sido una mera expresión declaratoria de la conversión, que pudiera haber
tenido lugar en la no anunciada y no expresada "bendición", entonces los apóstoles  y sus
sucesores, de acuerdo al mandato de Cristo, habrían estado obligados a consagrar de esta muda
manera también, una consecuencia que difiere totalmente del depósito de la fe. Es cierto que el
Papa Inocente III (De Sacro altaris myst., IV, vi) antes de su elevación al pontificado sostenía la
misma opinión, que después los teólogos etiquetaron de "temeraria", de que Cristo consagró sin
palabras por medio de una mera  "bendición". Sin embargo no muchos teólogos lo siguieron en
este sentido, entre esos pocos estaban Ambrosio Catarino, Cheffontaines, y Hoppe, el mayor
número prefirieron permanecer con el unánime testimonio de los Padres. Mientras tanto,
Inocente III también insistió muy urgentemente que por lo menos en el caso del sacerdote
celebrante fueran prescritas las palabras de la Institución como la forma sacramental. Además,
no fue sino hasta su comparativamente reciente adherencia en el siglo diecisiete a la famosa
"Confessio fidei orthodoxa" de Pedro Mogilas (cf. Kimmel, "Monum. fidei eccl. orient.", Jena,
1850, I, p. 180), que la cismática Iglesia Griega adoptara la visión según la cual, el sacerdote
absolutamente no consagra por virtud de las palabras de Institución, sino solo por medio de la
Epiklesis que ocurre poco después de ellas y que en las liturgias orientales expresa una petición
al Espíritu Santo, "que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo". Si los
griegos hubieran estado justificados en mantener esa posición, el resultado inmediato hubiese
sido que los latinos, que no tienen cosa tal como Epiklesis en su Liturgia presente, no poseerían
ni el verdadero Sacrificio de la Misa ni la Sagrada Eucaristía. Afortunadamente a los griegos se les
puede demostrar el error de sus costumbres en sus mismos escritos, ya que puede probarse que
ellos situaban la forma de la Transubstanciación en las palabras de la Institución. No solo Padres
tan renombrados como Justino (Apol., I, lxvi), Irineo (Adv. hær., V, ii, 3), Gregorio de Nyssa (Or.
catech., XXXVII), Crisostomo (Hom. I, de prod. Judæ, n. 6), y Juan de Damasco (De fid. orth., IV,
xiii) mantuvieron esta posición, sino que también antiguas literaturas griegas lo atestiguan, de
ahí que el cardenal Bessarion en 1439 en Florencia llamó la atención a sus coterráneos sobre el
hecho de que tan pronto han sido pronunciadas las palabras de la Institución, se debe supremo
homenaje y adoración a la sagrada Eucaristía, aunque la famosa Epiklesis suceda algún tiempo
después.
La objeción de que la mera recitación histórica de las palabras de la Institución tomadas de la
narración de la Ultima Cena no poseen fuerza consagratoria intrínseca, estaría bien fundada si el
sacerdote de la Iglesia Latina intentara por medio de ellas solo narrar algún evento histórico, en
vez de pronunciarlas con el propósito práctico de efectuar la conversión, o si las pronunciara en
su propio nombre y personal en lugar de la Persona de Cristo, de quien es ministro y causa
instrumental. No es válida ninguna de las dos suposiciones en el caso de un sacerdote que
realmente intenta celebrar misa. Por tanto, aunque los griegos en su mejor fe siguen
manteniendo erróneamente que consagran exclusivamente en su Epiklesis, ellos sin embargo,
como es el caso de los latinos, realmente consagran por medio de las palabras de la Institución
contenidas en sus liturgias, si Cristo ha constituido estas palabras como las palabras de
Consagración y la forma del sacramento. De hecho podemos ir un paso más lejos y aseverar que
las palabras de la Institución constituyen la única y completamente adecuada forma de la
Eucaristía y que consecuentemente, las palabras de la Epiklesis no poseen poder consagratorio
intrínseco. El desacuerdo que las palabras de la Epiklesis tienen valor esencial conjunto y
constituyen la forma parcial del sacramento fue mantenido individualmente por algunos
teólogos latinos como Toutée, Renaudot y Lebrun. Si bien esta opinión no puede ser condenada
como errónea en la fe, ya que concede a las palabras de la Institución su valor consagratorio
esencial aunque parcial, sin embargo parece ser intrínsecamente repugnante. Puesto que el acto
de la Consagración no puede permanecer como si estuviera en un estado de suspenso, sino que
se completa en un instante, surge un dilema: o las palabras de la Institución por si solas, y por
tanto no la Epiklesis son productivas en la conversión, o las palabras de la Epiklesis por si solas
tienen tal poder y no las palabras de la Institución. De considerablemente mayor importancia es
la circunstancia de que la cuestión completa surgió a discusión en  el concilio para unión
celebrado en Florencia en 1439. El papa Eugenio IV urgió a los griegos que llegaran a un acuerdo
unánime con la fe romana y suscribieran las palabras de la Institución como forma sacramental
única y que abandonaran el argumento de que las palabras de la Epiklesis también poseían una
fuerza consagratoria parcial. Pero cuando los griegos argumentaron, no sin fundamento, que una
decisión dogmática traería vergüenza sobre todo su pasado eclesiástico, el sínodo ecuménico
quedó satisfecho con la declaración verbal del cardenal Bessarion registrado en las minutas del
concilio para el 5 de Julio de 1439 (P. G., CLXI, 491), es decir, que los griegos siguen la enseñanza
universal de los Padres, especialmente del "bendito Juan Crisóstomo, familiarmente conocido de
nosotros", según quien las "Divinas palabras de Nuestro Redentor contienen la completa y
entera fuerza de Transubstanciación".

La venerable antigüedad de la Epiklesis oriental, su peculiar posición en el Canon de la Misa y su


unción espiritual interior, obligan al teólogo a determinar su valor dogmático y tomar en cuenta
su uso. Tomemos por ejemplo la Epiklesis de la Liturgia etíope: "nosotros Te imploramos y
suplicamos, oh Señor, que envíes al Espíritu Santo y su Poder sobre este pan y este Cáliz y los
conviertas en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo." Ya que esta oración sigue
siempre después que las palabras de la Institución han sido pronunciadas, surge la cuestión
teológica de como puede hacerse que armonice con las palabras de Cristo, que por si solas
poseen el poder consagrado. Se han sugerido dos explicaciones, las que sin embargo pueden ser
fusionadas en una. La primera postura considera que la Epiklesis es meramente una declaración
del hecho de que la conversión ya ha tenido lugar, y que en la conversión una parte justamente
tan esencial debe ser atribuida al Espíritu Santo como Co-Consagrador, como en el aliado
misterio de la Encarnación. Sin embargo, debido a que por la brevedad del instante real de la
conversión, la parte tomada por el Espíritu Santo no podría ser expresada, la Epiklesis nos
regresa en la imaginación al precioso momento y considera la Consagración como a punto de
ocurrir. Una similar transferencia retrospectiva puramente psicológica se encuentra en otras
porciones de la Liturgia, así como en la Misa de los Muertos, donde la Iglesia ora por los que se
han  ido como si aun estuvieran en su cama de agonía y aun pudieran ser rescatados de las
puertas del infierno. Así considerada, la Epiklesis nos lleva de regreso a la Consagración como
centro alrededor del cual gira todo el significado contenido en sus palabras. Una segunda
explicación está basada no en la Consagración realizada, sino en la Comunión que se aproxima,
ya que esta última, siendo el medio efectivo de unirnos más íntimamente en el cuerpo
organizado de la Iglesia, hace surgir en nuestros corazones el Cristo místico, como se lee en el
Canon Romano de la Misa: "Ut nobis corpus et sanguis fiat", v.gr. que sea hecho para nosotros  el
cuerpo y la sangre. Fue de esta puramente mística manera como los griegos se explicaban el
significado de la Epiklesis en el Concilio de Florencia (Mansi, Collect. Concil., XXXI, 106). Puesto
que mucho más que este verdadero y profundo misticismo está contenido en las simples
palabras, es deseable combinar ambas explicaciones en una sola y así consideramos la Epiklesis
tanto como punto de liturgia como punto de tiempo, como el significante eslabón de conexión
colocado a la mitad entre la Consagración y la Comunión con el fin de enfatizar la parte que toma
el Espíritu Santo en la Consagración del pan y del vino y, por otra parte, con la ayuda del mismo
Espíritu Santo para obtener la realización de la verdadera presencia del Cuerpo y la Sangre de
Cristo por sus fructíferos efectos en el sacerdote y la gente

(3) LOS EFECTOS DE LA SAGRADA EUCARISTÍA

La doctrina de la Iglesia, con respecto a los efectos o los frutos de la Sagrada Comunión, se
centra en dos ideas: (a) la unión de Cristo por amor y (b) el alimento espiritual del alma. Ambas
ideas se verifican frecuentemente en uno y el mismo efecto de la Sagrada Comunión.

(A) LA UNIÓN CON CRISTO POR AMOR

El primero y principal efecto de la Sagrada Eucaristía es la unión con Cristo por amor (Decr. pro
Armenis: adunatio ad Christum), esta unión como tal no consiste en la recepción sacramental de
la Hostia, sino en la unión mística y espiritual con Jesús por la virtud teologal del amor. Cristo
mismo designó la idea de la Comunión como una unión de amor: "El que coma mi Carne y beba
mi Sangre, habita en mi y Yo en él " (Juan 6, 57). San Cirilo de Alejandría (Hom. en Juan 4, 17)
representa hermosamente esta mística unión como la fusión de nuestro ser en el del Dios-
Hombre, como "cuando la cera derretida se funde con otra cera ". Puesto que el Sacramento del
Amor no es satisfecho con solo un aumento del amor habitual, sino que tiende especialmente a
aumentar la flama del amor real hasta un intenso ardor, es que la Sagrada Eucaristía  se distingue
especialmente de los otros sacramentos, y por ello es precisamente en este último efecto que
Suárez reconoce la llamada "gracia del sacramento", que por lo demás es tan difícil de discernir.
Resta por razonar que la esencia de esta unión por amor no consiste en una unión natural con
Jesús, análoga a la del alma y el cuerpo,  ni de una unión hipostática  del alma con la Persona del
Verbo, ni finalmente en una deificación panteística del comunicante, sino simplemente en una
unión moral pero hermosa con Cristo por el lazo de la más ardiente caridad. Por lo tanto, el
principal efecto de una Comunión válida es hasta cierto grado un probar anticipadamente el
cielo, de hecho la anticipación  y promesa de nuestra futura unión con Dios por amor a la Visión
Beatífica. Solo podrá estimar apropiadamente el precioso don que los católicos poseemos en la
Sagrada Eucaristía, aquel que sabe como meditar estas ideas de la Sagrada Comunión hasta lo
más profundo. El resultado inmediato de esta unión con Cristo por amor es el lazo de caridad
existente entre los fieles mismos, como dice San Pablo: "Porque siendo muchos nosotros, somos
un pan, un cuerpo, todos los que participamos de un pan " (I Cor. 10, 17). Y así la Comunión de
los Santos no es una mera unión ideal por fe y gracia, sino eminentemente una unión real,
misteriosamente constituida, mantenida, y garantizada participando en común del uno y mismo
Cristo.

(B) EL REFRIGERIO ESPIRITUAL DEL ALMA

Un segundo fruto de esta unión con Cristo por amor es un incremento de la gracia santificante
en el alma del comunicante merecedor. Permítaseme resaltar aquí al principio que la Sagrada
Eucaristía no constituye per se  a una persona en el estado de gracia, como lo hacen los
sacramentos de los muertos (bautismo y penitencia), sino que presupone tal estado. Es, por lo
tanto, uno de los sacramentos de los vivos. Es imposible para el alma en estado de pecado
mortal recibir el Pan Celestial con beneficio, de la misma manera que es imposible para un
cadáver asimilar alimento y bebida. Por tanto, el Concilio de Trento (Ses. XIII. can. V),  en
oposición a Lutero y Calvino, deliberadamente definió que el "principal fruto de la Eucaristía no
consiste en el perdón de los pecados ". Porque aunque Cristo dijo del Cáliz: "Esta es mi sangre
del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados " (Mat.
26, 28), tenía El a la vista un efecto del sacrificio, no del sacramento; ya que no dijo que Su
Sangre sería bebida para la remisión de los pecados, sino que sería derramada para ese
propósito. Es precisamente por esta razón que Pablo (I Cor. 11, 28) demanda ese riguroso "auto-
examen", para evitar la abominable ofensa de ser culpable del Cuerpo y Sangre del Señor por
"comerlo y beberlo inmerecidamente", y que los Padres no insisten tan enérgicamente en
ninguna cosa como en una conciencia pura e inocente. A pesar de los principios recién
expuestos, podría hacerse la pregunta si el Santísimo Sacramento no podría a veces per
accidens liberar al comunicante del pecado mortal, si se acercara a la Mesa del Señor
inconsciente del estado de pecaminoso de su alma. Presuponiendo lo que es evidente por si
mismo, que no es cuestión de una Comunión sacrílega consciente ni una falta de contrición
imperfecta (attritio), que estorbarían totalmente el efecto justificante del sacramento, los
teólogos se inclinan por la opinión de que en esos excepcionales casos la Eucaristía puede
restituir el alma al estado de gracia, pero todos sin excepción niegan la posibilidad de la
reanimación de una Comunión sacrílega o infructuosa después de que se efectúe la restauración
de la condición moral apropiada del alma, siendo la Eucaristía diferente en esto de los
sacramentos que  imprimen un carácter en el alma (bautismo, confirmación, y Orden
sacerdotal). Junto con el aumento en la gracia santificante está asociado otro efecto, el de un
cierto alivio espiritual o deleite del alma (delectatio spiritualis). Justo como la comida y la bebida
deleitan y refrescan el corazón del hombre, así este "Pan Celestial  que contiene en si mismo
toda la dulzura" produce en el alma del comunicante devoto una inefable alegría que, empero,
no debe ser confundida con el gusto emocional del alma o con dulzura sensible. Aunque ambos
pueden ocurrir como resultado de una gracia especial, su verdadera naturaleza se manifiesta en
un cierto fervor alegre y deseoso en todo lo que se relaciona con Cristo y Su Iglesia, y en el
consciente cumplimiento de los deberes del estado de vida de uno, una disposición del alma que
es perfectamente compatible con la desolación interior y  la sequía espiritual. Una buena
Comunión se reconoce menos en la transitoria dulzura de las emociones que en sus duraderos
efectos prácticos sobre la conducción de nuestras vidas diarias.

(C) PERDÓN DEL PECADO VENIAL Y PRESERVACIÓN DEL PECADO MORTAL

Aunque la Sagrada Comunión no perdona per se  el pecado mortal, tiene sin embargo el tercer
efecto de "borrar el pecado venial y preservar el alma del pecado mortal " (Concilio de Trento,
Ses. XIII, cap. 2). La Sagrada Eucaristía no es solo un alimento, sino también una medicina. La
destrucción del pecado venial y de todo afecto a él, se entiende claramente sobre la base de las
dos ideas centrales mencionadas arriba. Así como el alimento material borra debilidades
menores del cuerpo y preserva de debilitamiento la fuerza física del hombre, así este alimento
de nuestras almas hace desaparecer nuestras afecciones espirituales menores y nos preserva de
la muerte espiritual. Como unión basada en amor, la Sagrada Eucaristía limpia con su flama
purificadora las más pequeñas manchas que se adhieren al alma, y al mismo tiempo sirve como
un efectivo profiláctico contra pecados atroces. Solo nos queda definir con claridad la manera
como se ejerce esta preservadora influencia contra recaídas en el pecado mortal. Según las
enseñanzas del Catecismo Romano, se efectúa mediante la mitigación de la concupiscencia, que
es la fuente principal de pecado mortal, particularmente de impureza. Es por ello que los
escritores espirituales recomiendan la Comunión frecuente como el más efectivo remedio contra
la impureza, ya que su poderosa influencia se siente aún después que otros medios no han
producido resultados (cf. Santo Tomás: III:79:6). Si la Sagrada Eucaristía es o no conducente
directamente al perdón del castigo temporal debido al pecado, es disputado por Santo Tomas
(III:79:5), puesto que el Santísimo Sacramento del Altar no fue instituido como medio de
satisfacción; sin embargo produce un efecto indirecto en este sentido, el cual es proporcionado
al amor y devoción del comunicante. El caso es diferente en relación a los efectos de la gracia a
favor de un tercero. La costumbre piadosa de los fieles de "ofrecer su comunión " por parientes,
amigos y las almas de los que ya partieron debe considerarse que posee un valor incuestionable,
en primer lugar debido a que  una seria oración de petición en presencia del Esposo de nuestras
almas será escuchada prontamente, y además porque los frutos de la Comunión como medio de
satisfacción por el pecado pueden ser aplicados a una tercera persona, y especialmente  per
modum suffragii a las almas en el purgatorio.
(D) LA PROMESA DE NUESTRA RESURRECCIÓN

Como último efecto podemos mencionar que la Eucaristía es la "promesa de nuestra gloriosa
resurrección y eterna felicidad " (Concilio de Trento, Ses. XIII, cap. 2), de acuerdo a la promesa de
Cristo: "El que coma mi carne y beba mi sangre, tendrá vida perdurable: y lo resucitaré el último
día." Por ende, la principal razón de que los antiguos Padres, como Ignacio (Efes., 20), Irineo
(Adv. haer., IV, XVIII, 4) y Tertuliano (De resurr. carn., VIII), así como escritores patrísticos
ulteriores insistieran tan fuertemente en nuestra futura resurrección, fue la circunstancia de que
es la puerta por la que entramos a felicidad sin fin. No puede haber nada impropio o
incongruente en el hecho de que el cuerpo también comparte este efecto de la Comunión, pues
por su contacto físico con la especie de la Eucaristía, y por ende (indirectamente) con la Carne
viva de Cristo, adquiere un derecho moral a su futura resurrección, como la Bendita Madre de
Dios, porque fue la anterior residencia de la Palabra hecha carne, adquirió el derecho moral a su
propia asunción corporal al cielo. La discusión adicional de si algo como alguna "cantidad física "
(Contenson) o una "clase de germen de inmortalidad " (Heimbucher) es implantada en el cuerpo
del comunicante, no tiene fundamento suficiente en las enseñanzas de los Padres, y por tanto
puede ser descartada sin daño al dogma.

(4) LA NECESIDAD DE LA SAGRADA EUCARISTÍA PARA LA SALVACIÓN

Distinguimos dos clases de necesidad, La necesidad de medios (necessitas medii) y La necesidad


de precepto (necessitas præcepti).

En el primer sentido una cosa o acción es necesaria porque sin ella un fin dado no puede ser
alcanzado; el ojo, por ejemplo, es necesario para la visión. La segunda clase de necesidad es
aquella que es impuesta por el libre albedrío de un superior, por ejemplo la necesidad de ayunar.
Respecto a la Comunión debe hacerse una distinción más entre infantes y adultos. Es fácil probar
que en el caso de los infantes la Sagrada Comunión no es necesaria para la salvación, ya sea
como medio o a partir de un precepto. Puesto que aún no han alcanzado el uso de razón, son
libres de la obligación de leyes positivas; consecuentemente, la única cuestión es si la Comunión,
como el Bautismo, es necesaria para ellos como medio de salvación. Ahora, el Concilio de Trento
bajo pena de anatema, solemnemente rechaza esa necesidad (Ses. XXI, can. IV) y declara que la
costumbre de la primitiva Iglesia de dar la Sagrada Comunión a los niños, no estaba basada en
creencia equivocada de que se necesitaba para la salvación, sino en las circunstancias de los
tiempos (Ses. XXI, cap. 4). Puesto que según la enseñanza de San Pablo (Rom. 8, 1) "no hay
condenación" para quienes han sido bautizados, cada niño que muere en su inocencia bautismal,
aún sin comunión, debe ir directo al cielo. Esta última postura fue adoptada usualmente por los
Padres, con excepción de San Agustín, quien de la costumbre universal de la Comunión de los
niños dedujo la conclusión de su necesidad para la salvación (ver COMUNION DE NIÑOS). Por
otra parte, la Comunión está prescrita para los adultos, no solo por la ley de la Iglesia, sino
también por mandato Divino (Juan, vi, 50 sqq .), aunque para su absoluta necesidad como medio
de salvación no hay más evidencia que en el caso de los infantes. Ya que tal necesidad pudo ser
establecida solo bajo la suposición de que la Comunión per se constituía a una persona en estado
de gracia o que este estado no podía ser preservado sin la Comunión. Ninguna de las
suposiciones es correcta. La primera no, por la simple razón que la Sagrada Eucaristía, siendo un
sacramento de los vivos, presupone el estado de gracia santificante; la segunda no, porque en
caso de necesidad, como pudiera surgir, e.g., en un largo viaje por mar, las gracias Eucarísticas
pueden ser provistas por gracias actuales. Solo cuando se ve bajo esta luz es que podemos
entender como la primitiva Iglesia, sin llevar la contra al mandato Divino, rehusó la Eucaristía a
ciertos pecadores aun en su lecho de muerte. Empero existe una necesidad moral de parte de los
adultos de recibir la Sagrada Comunión  como medio, por ejemplo, de sobreponerse a violenta
tentación, o como un viático para personas en peligro de muerte. Teólogos eminentes, como
Suárez, sostienen que la Eucaristía, si no absolutamente necesaria, es por lo menos un medio
relativo y moralmente necesario para la salvación, en el sentido de que no hay adulto que pueda
mantener por largo tiempo su vida espiritual y sobrenatural si en principio descuida acercarse a
la Sagrada Comunión. Esta posición está soportada no solo por las solemnes y serias  palabras de
Cristo cuando prometió la Eucaristía, y por la misma naturaleza del sacramento como alimento
espiritual y medicina de nuestras almas, sino también por el hecho de la indefensión y
perversidad de la naturaleza humana y por la diaria experiencia de confesores y directores de
almas.

Puesto que Cristo no nos ha dejado un precepto preciso acerca de la frecuencia con que desea
que recibamos la Sagrada Comunión, corresponde a la Iglesia determinar el mandato Divino más
precisamente y prescribir que límites de tiempo habrá para la recepción del sacramento. En el
curso de los siglos la disciplina de la Iglesia ha sufrido considerable cambio en este aspecto.
Mientras que los primeros Cristianos estaban acostumbrados a recibirla en cada celebración de
la Liturgia, que probablemente no se celebraba diario en todos los lugares, o tenían el hábito de
comulgar privadamente en sus hogares todos los días de la semana, desde el siglo cuarto se hace
notable una disminución en la frecuencia de la Comunión. Aún en su tiempo el Papa Fabiano
(236-250) hizo obligatorio acercarse a la santa Mesa tres veces en el año, en Navidad, Pascua, y
Pentecostés, y esta costumbre prevalecía aún en el siglo sexto [cf. Sínodo de Agde (506), c. xviii].
Aunque San Agustín dejó la Comunión diaria a la opción libre del individuo, su admonición, en
vigor aún hasta el presente día, fue: Sic vive, ut quotidie possis sumere (De dono persev., c. XIV),
i. e. "Vive de manera que la recibas cada día." Del siglo décimo al décimo tercero, la práctica de ir
a la Comunión más frecuentemente durante el año era más bién rara entre el laicado y se
observaba solamente en comunidades enclaustradas. San Buenaventura muy reticentemente
permitió a los hermanos legos de su monasterio que se acercaran semanalmente a la Santa
Mesa, mientras que la regla de los Cánones de Chrodegang prescribían esta práctica. Cuando el
Cuarto Concilio de Letrán (1215), que tuvo lugar bajo Inocente III, mitigó la anterior severidad de
la ley de la Iglesia al grado que todos los católicos de ambos sexos deberían comulgar por lo
menos una vez al año por Pascua, Santo Tomás (III:80:10) atribuyó esta orden principalmente al
"reino de la impiedad y la creciente frialdad de la caridad ". El precepto de la Comunión pascual
anual fue solemnemente reiterado por el Concilio de Trento (Ses. XIII, can. ix). Los teólogos
místicos de fines de la Edad Media como Tauler, San Vicente Ferrer, Savonarola, y
posteriormente San Felipe Neri, la Orden Jesuita, San Francisco de Sales y San Alfonso Liguiori
fueron celosos campeones de la Comunión frecuente; mientras que los Jansenistas, bajo el
liderazgo de Antoine Arnauld (De la fréquente communion, Paris, 1643), esforzadamente se
opuso y demandó como condición para cada Comunión la "más perfecta disposición penitencial
y el más puro amor de Dios". Este rigorismo fue condenado por el Papa Alejandro VIII (7 Dic.,
1690); el Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. 8; Ses. XXII, cap. 6) e Inocente XI (12 Feb., 1679)
habían enfatizado ya la autorización de hasta la Comunión diaria. Para erradicar hasta los últimos
vestigios del rigorismo Jansenista, Pío X emitió un decreto (24 Dic., 1905) en el que permite y
recomienda la Comunión diaria a todo el laicado y requiere solo dos condiciones para su
autorización que son: el estado de gracia y una pía y correcta intención. Respecto al no-
requerimiento de la comunión en ambas especies como medio necesario para la salvación, ver
COMUNION BAJO AMBAS ESPECIES.

(5) EL MINISTRO DE LA EUCARISTÍA

Siendo la Eucaristía un sacramento permanente, y la confección (confectio) y la recepción


(susceptio) de la misma separadas entre si por un intervalo de tiempo, el ministro puede ser y de
hecho es doble: (a) el ministro de consagración y (b) el ministro de administración.

(A) EL MINISTRO DE CONSAGRACIÓN En la primera era cristiana los Peputianos, Coliridianos, y


Montanistas atribuyeron poderes sacerdotales aún a las mujeres (cf. Epiphanius, De hær., XLIX,
79); y en la Edad Media los Albigenses y Waldenses atribuyeron el poder de consagración a todo
laico de correcta disposición. Contra estos errores el Cuarto Concilio Letranense (1215) confirmó
la antigua enseñanza Católica, que "nadie, sino el sacerdote [sacerdos], ordenado regularmente
de acuerdo a las claves de la Iglesia, tiene el poder de consagrar este sacramento". Rechazando
la distinción jerárquica entre sacerdocio y laicado, Lutero declaró más tarde de acuerdo con su
idea de un "sacerdocio universal" (cf. I Pedro 2, 5), que cualquier lego estaba calificado, como
representante designado de los fieles, a consagrar el Sacramento de la Eucaristía. El Concilio de
Trento se opuso a esta enseñanza de Lutero, y no solo confirmó de nuevo la existencia de un
"sacerdocio especial " (Ses. XXIII, can. i), sino que autorizadamente declaró que "Cristo ordenó a
los Apóstoles verdaderos sacerdotes y les mandó así como a otros sacerotes, que ofrecieran Su
Cuerpo y Su Sangre en el Santo Sacrificio de la Misa " (Ses. XXII, can. ii). Por esta decisión fue
declarado también que el poder de consagrar y el de ofrecer el Santo Sacrificio son idénticos.
Ambas ideas son mutuamente recíprocas. A esta categoría de "sacerdotes" (sacerdos, iereus)
pertenecen, según las enseñanzas de la Iglesia, solo obispos y sacerdotes; diáconos, subdiáconos
y aquellos en ordenes menores están excluidos de esta dignidad.

Escrituralmente considerada, la necesidad de un sacerdocio especial con el poder de consagrar


válidamente es derivado del hecho que Cristo no dirigió las palabras "Haced esto", a toda la
masa del laicado, sino exclusivamente a los Apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio; de aquí
que solo los últimos puedan consagrar válidamente. Es evidente que la tradición ha entendido el
mandato de Cristo en este sentido y ningún otro. Aprendemos de los escritos de Justino, Origen,
Cipriano, Agustín y otros así como de las más antiguas Liturgias, que siempre fueron los obispos y
los sacerdotes, y sólo ellos, quienes aparecieron como los celebrantes propiamente constituidos
de los Misterios Eucarísticos, y que los diáconos actuaban solamente como asistentes en esas
funciones, mientras que los fieles participaban pasivamente en ellos. Cuando en el siglo cuarto
surgió el abuso de sacerdotes que recibían la Comunión de manos de diáconos, el Primer
Concilio de Nicea (325) emitió una estricta prohibición al respecto, que "quienes ofrezcan el
Santo Sacrificio no recibirán el Cuerpo del Señor de manos de quienes no tengan tal poder de
ofrenda ", porque tal práctica es contraria a la "regla y costumbre". La secta de los Luciferianos
fue fundada por un diácono apóstata llamado Hilario, y no contaba con obispos ni sacerdotes;
por tanto San Jerónimo concluyó (Dial. adv. Lucifer., n. 21), que a falta de celebrantes no
conservaban más la Eucaristía. Está claro que la Iglesia siempre ha negado al laicado el poder de
consagrar. Cuando los Arios acusaron a San Atanasio (d. 373) de sacrilegio porque
supuestamente por orden suya el Cáliz consagrado había sido destruido durante la Misa que
estaba siendo celebrada por un cierto Iscares, tuvieron que retirar los cargos como totalmente
infundados cuando fue probado que Iscares había sido inválidamente ordenado por un pseudo
obispo llamado Colluthos, y que por lo tanto, ninguno de los dos podía validamente consagrar ni
ofrecer el Santo Sacrificio.

(B) EL MINISTRO DE ADMINISTRACION

El interés dogmático que se da al ministro de administración o distribución no es tan grande, por


la razón de que la Eucaristía, siendo un sacramento permanente, puede recibirla validamente
cualquier comunicante que tenga las disposiciones apropiadas, sea que lo reciba de las manos de
un sacerdote, un laico o mujer. Por ello, la cuestión tiene que ver no con la validez, sino con la
administración por el laicado. En este asunto solo la Iglesia tiene el derecho de decidir, y sus
reglas en relación al rito de la Comunión pueden variar de acuerdo a las circunstancias de los
tiempos. Es en general de derecho Divino, que el laicado, como regla, solo reciba de la mano
consagrada del sacerdote (cf. Trent, Ses. XIII, cap. viii).La práctica de que el laicado se administre
a si mismo la Sagrada Comunión, fue permitida anteriormente y aun lo es hoy solo en caso de
necesidad. En antiguos tiempos  Cristianos era usual que los fieles se llevaran el Sacratísimo
Sacramento a sus casas y comulgaran privadamente; una práctica (Tertuliano, Ad uxor., II, v)a la
que hace referencia San Basilio (Ep. XCIII, ad Cæsariam) tan tardíamente como el siglo cuarto.
Fue usual, hasta el siglo noveno, que el sacerdote colocara la Sagrada Hostia en la mano derecha
del receptor, quien la besaba y la transfería a su propia boca; a partir del siglo cuarto, en esta
ceremonia se obligaba a las mujeres a tener su mano derecha envuelta en una tela. En los
primeros tiempos la Preciosísima Sangre se recibía directamente del Cáliz, pero después del siglo
octavo en Roma la práctica era recibirla a través de un pequeño tubo ( fistula); en el presente,
esto se observa solamente en la misa del Papa. Este último método de beber el Cáliz se extendió
a otras localidades, particularmente a monasterios Cistersianos, donde la práctica fue
parcialmente continuada hasta entrado el siglo dieciocho.

Donde el sacerdote es tanto por derecho Divino como por derecho eclesiástico el distribuidor
ordinario (minister ordinarius) del sacramento, el diácono es, por virtud de su orden, el ministro
extraordinario (minister extraordinarius), que sin embargo no puede administrar el sacramento
excepto ex delegatione, esto es, con permiso del obispo o del sacerdote. Como ya se ha
mencionado arriba, en la Iglesia primitiva los diáconos estaban acostumbrados a llevar el
Santísimo Sacramento a quienes estaban ausentes de los servicios, y también a presentar el Cáliz
al laicado durante la celebración de los Sagrados Misterios (cf, Cyprian, De lapsis, nn. 17, 25), y
esta práctica fue observada hasta que la Comunión en ambas especies fue descontinuada. En el
tiempo de Santo Tomás (III:82:3), a los diáconos se les permitía administrar solo el Cáliz al
laicado, y en caso de necesidad la Sagrada Hostia también cuando lo solicitaba el obispo o el
sacerdote. Después que fue abolida la Comunión bajo las especies de pan y vino, los poderes del
diácono fueron restringidos más y más. Según la decisión de la Sagrada Congregación de Ritos
(25 Feb., 1777), aún en vigor, el diácono debe administrar la Sagrada Comunión solo en caso de
necesidad y con la aprobación de su  obispo o su pastor. (Cf. Funk, "Der Kommunionritus" en su
"Kirchengeschichtl. Abhandlungen und Untersuchungen", Paderborn, 1897, I, pp. 293 sqq.; ver
también "Theol. praktische Quartalschrift", Linz, 1906, LIX, 95 sqq.)

(6) EL RECEPTOR DE LA EUCARISTÍA

Deben ser distinguidas las dos condiciones de capacidad objetiva (capacitas, aptitudo) y
merecimiento subjetivo (dignitas). Solo la primera es de interés dogmático, mientras que la
segunda es tratada en teología moral (ver  COMUNION y COMUNION DE LOS ENFERMOS). El
primer requisito de aptitud o capacidad es que el receptor sea un "ser humano", ya que fue solo
para la humanidad que Cristo instituyó este alimento Eucarístico de almas y mandó su recepción.
Esta condición excluye no solo los animales irracionales, sino a los ángeles también, ya que
ninguno de los dos posee un alma humana, que solo ella puede ser nutrida por este alimento
hacia la vida eterna. La expresión "pan de Ángeles" (Ps, 77, 25) es una mera metáfora que indica
que en la Visión Beatífica donde El ya no esté oculto bajo los velos sacramentales, los ángeles
festejan espiritualmente al Dios-hombre; esta misma expectativa se mantiene ofrecida a quienes
gloriosamente se levanten el Día Final. El segundo requisito, deducción inmediata del primero, es
que el receptor esté aún en "estado de peregrinaje " hacia la siguiente vida (status viatoris), pues
es solo en la presente vida que el hombre puede Comulgar válidamente. Exagerando la
necesidad de la Eucaristía como un medio de salvación, Rosmini aventuró la insostenible opinión
que al momento de la muerte este pan celestial se entrega en el otro mundo a las creaturas que
acaban de dejar esta vida, y que Cristo podría haberse dado en Sagrada Comunión a las santas
almas en el Limbo para " hacerlas aptas para la visión de Dios". Este evidentemente insostenible
punto de vista, junto con otras proposiciones de Rosmini, fueron condenadas por León XIII (14
Dic., 1887). En el siglo cuarto el Sínodo de Hippo (393) prohibió la práctica de dar la Sagrada
Comunión a los muertos como un burdo abuso, y asignó como razón que "los cadáveres ya no
tenían la capacidad de comer". Sínodos ulteriores, como los de Auxerre (578) y el de Trullan
(692), tomaron muy enérgicas medidas para poner un alto a una costumbre tan difícil de
erradicar. El tercer requisito, finalmente, es el bautismo, sin el cual ningún otro sacramento pude
ser recibido válidamente; pues en su concepto fundamental, el bautismo es la "puerta espiritual
" a los medios de gracia contenidos en la Iglesia. Un judío o Mahometano podría ciertamente,
recibir materialmente la Sagrada Hostia, pero no se trataría en este caso de una recepción
sacramental, aunque por medio de un perfecto acto de contrición o de puro amor a Dios se
hubiera puesto en estado de gracia santificante. De aquí que en la Iglesia Primitiva los
catecúmenos estuvieran estrictamente excluidos de la Eucaristía.

LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN LA EUCARISTÍA

En este artículo consideraremos:

I. El hecho de la Presencia Real, lo cual es, sin duda, el dogma central;

Los diversos dogmas asociados y agrupados a su alrededor, los cuales son:

II. Totalidad de Presencia,

III. Transubstanciación,
IV. Permanencia de la Presencia y la Adorabilidad de la Eucaristía;

Las especulaciones de la razón, en lo que respecta a la investigación especulativa concerniente al


augusto misterio bajo algunos aspectos es permisible, e incluso deseable para iluminarlo a la luz
de la filosofía.

I. LA PRESENCIA REAL COMO UN HECHO

De acuerdo con las enseñanzas de la teología, un hecho revelado puede ser probado únicamente
por recurrencia a las fuentes de la fe, que son la Escritura y la Tradición, a las cuales también se
encuentra unido el infalible Magisterio de la Iglesia.

A. PRUEBAS DE LAS ESCRITURAS

Pueden ser extraídas tanto de las palabras de la promesa (Juan 6,26 s.s.) y, especialmente de las
palabras de la Institución tal y como quedaron registradas en los Sinópticos y en San Pablo (I Cor.
11,23 s.s.).

Las palabras de la promesa (Juan 6).

Mediante los milagros de los panes y los pescados y la caminata sobre las aguas el día anterior,
Cristo no solo preparó a Sus oyentes para el sublime discurso que contenía la promesa de la
Eucaristía, sino que también les probó que Él poseía como hombre-Dios Todopoderoso, un poder
superior e independiente de las leyes de la naturaleza y podía, por lo tanto, proveer tal alimento
sobrenatural, que no era otra cosa, sino Su propia Carne y Sangre. Este discurso fue pronunciado
en Cafarnaúm (Jn. 6,26-71), y está dividido en dos partes distintas, acerca de la relación de la cual
los exegetas católicos tienen varias opiniones. Nada nos impide interpretar la primera parte (Jn.
6,26-48) metafóricamente y entendiendo por “pan del cielo” a Cristo mismo como objeto de la fe,
para ser recibido en sentido figurado como alimento espiritual mediante la boca de la fe. Una
explicación figurada de la segunda parte del discurso (Jn. 6, 51-71), sin embargo, no solo sería
inusual, sino absolutamente imposible como inclusive algunos exegetas protestantes (Delitzsch,
Kostlin, Keil, Kahnis y otros) concuerdan. Primero que nada, toda la estructura del discurso de la
promesa exige una interpretación literal a las palabras: “coman la carne del Hijo del hombre y
beban Su sangre.” Así pues, Cristo menciona una terna de alimentos en su discurso, el maná del
pasado (Jn. 6, 31s; 32; 49;58), el pan del cielo del presente (Jn. 6,32ss), y el Pan de Vida del futuro
(Jn. 6,27; 51). Corresponden a los tres tipos de comida y a los tres períodos, varios dispensadores –
Moisés que les dio el maná, el Padre nutriendo la fe del hombre en el Hijo de Dios hecho carne,
finalmente, Cristo dando su propia Carne y Sangre. A pesar de que el maná, a ejemplo de la
Eucaristía, era indudablemente comido con la boca, no podía, por ser un alimento transitorio,
proteger de la muerte. El Segundo alimento, ofrecido por el Padre Eterno, es el pan del cielo, el
cual Él dispensahic et nunc  a los judíos para su nutrición espiritual. Si, sin embargo, el tercer tipo
de alimento, el cual el mismo Cristo prometió dar en un tiempo futuro, es una nueva alimentación,
difiriendo del anteriormente llamado alimento de la fe, no puede ser otro que su propio cuerpo y
sangre, para ser realmente comido y bebida en la Sagrada Comunión. Esta es la razón por la cual
Cristo estaba tan listo para usar la expresión realista “coman” (Jn. 6,54; 56; 58: trogein) cuando
hablaba de esto, Su Pan de Vida. El cardenal Bellermino (De Euchar. I,3), resalta el hecho de que si
en la mente de Cristo, el maná era una prefiguración de la Eucaristía, ésta debía ser más que mero
pan bendito, de otro modo, el prototipo no excedería al tipo. Lo mismo se aplica a las otras figuras
de la Eucaristía, como el pan y el vino ofrecidos por Melquisedec, los panes de la proposición
(panes propositionis), el cordero pascual. La imposibilidad de interpretación figurativa queda más
patente en el siguiente texto: “El coma mi carne y beba mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo
resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El
coma mi sangre y beba mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn.6, 54-56). Es verdad que
incluso entre los semitas, y en la misma Escritura, la frase “comerse a alguien,” tiene un sentido
figurativo, “perseguir, criticar, odiar amargamente a alguien.” Si, entonces, las palabras de Jesús se
debieran tomar en sentido figurado, parecería entonces que Cristo le prometía a Sus enemigos la
vida eterna y una gloriosa resurrección como recompensa por las injurias y persecuciones de que
fue víctima. La otra frase, “beber la sangre de alguien,” en la Escritura, especialmente, no tiene
ningún significado figurado, excepto aquél de terrible castigo (Is. 49, 26; Ap. 16,6); pero, en este
texto, esta interpretación es tan imposible como en la frase anterior. Consecuentemente, comer y
beber, deben ser entendidas tal como las dijo el propio Cristo, esto es literalmente.

Esta interpretación concuerda perfectamente con la conducta de sus escuchas y la actitud de


Cristo preocupado por sus dudas y objeciones. De nueva cuenta, las murmuraciones de los judíos
son la más clara prueba de que ellos entendieron las palabras de Jesús literalmente (Jn. 6,53).
Incluso, no solo no repudió esta construcción como un grosero malentendido, sino que Cristo las
repite en una forma mucho más solemne, en Juan 6, 54 ss. En consecuencia, muchos de sus
discípulos estaban escandalizados y decían: “ES duro este lenguaje; ¿quién  puede escucharlo?” (Jn
6,60); pero en vez de retractarse de lo que había dicho, Cristo más bien los reprochó por su falta
de fe, aludiendo a su sublime origen y su futura Ascensión al cielo. Y sin más añadir, permitió a sus
discípulos que siguieran con sus caminos (Jn. 6,61ss).

Finalmente se volvió a sus doce apóstoles y les preguntó: “¿También vosotros queréis
marcharos?” Entonces Pedro se adelantó y con humilde fe replicó: “Señor, ¿dónde quién vamos a
ir? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de
Dios.”(Jn. 6,68 y 69). Toda la escena del discurso y las murmuraciones en su contra prueban que la
interpretación zwinglia y anglicana del pasaje, “El espíritu está pronto, etc.,” en el sentido de una
suerte de retractación, es completamente inadmisible. Debido a estas palabras los discípulos se
debilitaron su conexión con Jesús, mientras que los Doce aceptaron con fe sencilla un misterio que
ellos aún no entendían. Ni Cristo dijo: “Mi carne es espíritu,” i.e. para ser entendido en un sentido
figurado, sino que dijo, “Mis palabras son espíritu y vida.” Hay dos puntos de vista en la
interpretación de este texto. Muchos de los Padres declaran que la verdadera Carne de Jesús
(sarx) no debe entenderse como separada de Su Divinidad (spiritus), y por lo tanto no en un
sentido canibalístico, sino como pertenencia a la economía supernatural. La segunda y más
científica explicación afirma que en la oposición escriturística de “carne y sangre” con “espíritu,” la
primera siempre significa incontinencia carnal, mientras que la segunda percepción mental
iluminada por la fe, así que la intención de Jesús en este pasaje era dar prominencia al hecho de
que el misterio de la Eucaristía puede ser entendido únicamente a la luz de la fe sobrenatural,
mientras que no puede ser entendido por el que tiene mentalidad mundana y carnal, quienes
están soportando el peso del pecado. Bajo tales circunstancias, no es de asombrarse que los
Padres y varios concilios ecuménicos (Éfeso, 431; Nicea, 787) adoptaran el sentido literal de las
palabras, a pesar de que no estaba todavía dogmáticamente definido (cfr. Concilio de Trento,
Sesión XXI, c. I). Si fuera cierto que algunos teólogos católicos (como Cayetano, Ruardus Tapper,
Johann Hessel y Jansenio el viejo) preferían la interpretación figurativa, sería meramente por
razones controversiales, porque en su perplejidad imaginaron que de otro modo los reclamos de
los husitas y protestantes utraquistas para compartir el cáliz por parte de los laicos no podrían ser
contestados argumentando la Escritura. (Cfr. Patrizi, "De Christo pane vitæ", Roma, 1851; Schmitt,
"Die Verheissung der Eucharistie bei den Vütern", 2 vols., Würzburg, 1900-03.)

Las palabras de la Institución

La Carta Magna de la Iglesia, sin embargo, son las palabras de la Institución, “Esto es mi cuerpo –
esta es mi sangre,” a cuyo significado literal se ha mantenido adherida desde los primeros
tiempos. La Presencia Real se evidencia positivamente al mostrar la necesidad del sentido literal
de estas palabras, y negativamente, refutando las interpretaciones figurativas. Con respecto a lo
primero, la mera existencia de cuatro diferentes narraciones de la Última Cena, divididas
usualmente en la petrina (Mt. 26, 26ss; Mc. 14, 22ss.) y la doble explicación paulina (Lc. 22, 19ss.; I
Cor. 11, 24ss.), favorecen la interpretación literal. A pesar de su sobresaliente unanimidad como
observaciones esenciales, la fuente petrina es más simple y clara, mientras que la paulina es más
rica en detalles adicionales y más enfocada en citar las palabras que se refieren al cáliz. Es más que
natural y justificable esperar que, cuando cuatro narradores diferentes en diferentes países y en
diferentes tiempos relacionaran las palabras de la Institución a diferentes círculos de lectores.
Pero en ningun lado encontramos la más mínima indicación que de pie a una interpretación
figurativa. Si, entonces, la interpretación obvia, literal fuera falsa, el registro en la Escritura debería
de considerarse como la causa de una error pernicioso en la fe y del grave crimen de rendir Divino
homenaje al pan (artolatría) – una suposición que no queda en armonía con el carácter de los
cuatro Escritores Sagrados o con la interpretación del Sagrado Texto. Aún más, no debemos omitir
la importante circunstancia, de que uno de los cuatro narradores ha interpretado literalmente su
propio escrito. Éste es San Pablo (I Cor. 11, 27ss.), quien, en el más vigoroso lenguaje, marca al
recipiente indigno como “será reo del Cuerpo y de La sangre del Señor.” No puede hablarse de una
grave ofensa contra el mismo Cristo a menos que supongamos que el verdadero Cuerpo y la
verdadera Sangre de Cristo están realmente presentes en la Eucaristía. Incluso, si solo ponemos
atención a las propias palabras en su sentido natural es tan forzoso y claro el significado que
Lutero escribió a los cristianos de Estrasbrurgo en 1524: “Estoy atrapado, no puedo escapar, el
texto es demasiado fuerte.” (De Wette, II, 577).La necesidad del sentido natural no está basada en
la absurda suposición de que Cristo en general había resuelto hacer uso de figuras, pero dada la
evidente necesidad del caso que exigía que no lo hiciese en un asunto de tan suprema
importancia, tuvo que usar metáforas confusas y falsas. Puesto que las figuras literarias aumentan
la claridad del discurso solo cuando el significado figurativo es obvio, ya sea por la naturaleza del
caso (e.g. con referencia a una estatua de Bolívar, diciendo: “Éste es Bolívar”) o por el uso en el
lenguaje común (e.g. en el caso de esta sinécdoque: “Esta copa es de vino”); ahora bien, ni por la
naturaleza del caso ni por el habla común el pan es un símbolo apto o posible del cuerpo humano.
Si alguien dijese de una pieza de pan: “Éste es Napoleón,” no estaría utilizando una figura, sino
palabras sin sentido. No hay sino un modo de usar un símbolo impropio de manera clara e
inteligible, y eso es estableciendo una convención antes de usarlo acerca de lo que significa, como
si por ejemplo, uno fuera a decir: “Imaginemos que estas dos piezas de pan que tenemos enfrente
son Sócrates y Platón.” Cristo, sin embargo, en vez de informar a Sus Apóstoles que pretendía usar
tal figura, les dijo más bien lo contrario en el discurso de la promesa: “el pan que yo le voy a dar,
es mi carne por la vida del mundo” (Jn. 6,51), tal lenguaje, por supuesto solo podría ser usado por
un Dios-hombre; así que la creencia en la Presencia Real necesariamente presupone la creencia en
la verdadera Divinidad de Cristo. Las mismas reglas establecerían por sí mismas el significado
natural con certeza, aún si las palabras de la institución, “Esto es mi cuerpo – ésta es mi sangre,”
se encontraran solas, pero el texto original corpus(cuerpo) y sanguis  (sangre) son seguidas por
adiciones significativas, el Cuerpo designado como “por vosotros es dado” y la Sangre como “por
vosotros se derrama”; por lo tanto el Cuerpo dado a los Apóstoles era el mismo Cuerpo que fue
crucificado el Viernes Santo, y el cáliz bebido por ellos, era la misma Sangre derramada en la cruz
por nuestros pecados. Por lo tanto las frases relevantes arriba mencionadas directamente
excluyen cualquier posibilidad de una interpretación figurativa.

Llegamos a la misma conclusión si consideramos las circunstancias concomitantes, tomando en


cuenta tanto a los oyentes como al Institutor. Aquellos que oyeron las palabras de la Institución no
eran Racionalistas estudiados, poseyendo del conocimiento crítico que les permitiese, como
filólogos y lógicos, analizar una fraseología obscura y misteriosa; eran simples pescadores sin
educación, del nivel más común de gente, quienes con inocencia infantil se prendían de las
palabras de su Maestro y con profunda fe aceptaban lo que Él les propusiera. Esta disposición
infantil fue considerada por Cristo, particularmente en la víspera de Su Pasión y Muerte, cuando
les dio a conocer Su voluntad y testamento y habló como un padre moribundo a sus hijos
profundamente afectados. En ese momento de terrible solemnidad, el único modo apropiado de
hablar sería uno en el cual, desnudo de figuras ininteligibles, hiciera uso de palabras que
correspondieran exactamente al significado de lo que decía. Debe recordarse, también, que Cristo
como Dios-hombre omnisciente, debe haber previsto el lamentable error en el cual habría llevado
a Sus Apóstoles y a Su Iglesia adoptando una metáfora equivoca; puesto que la Iglesia hasta la
fecha apela a las palabras de Cristo en su enseñanza y práctica. Si entonces, ella practica la
idolatría mediante la adoración de meros pan y vino, este crimen debe achacársele al Dios-hombre
mismo. Aparte de esto, Cristo pretendió instituir la Eucaristía como un santísimo sacramente, para
ser solemnemente celebrado en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Pero el contenido y las partes
constitutivas de un sacramento deben quedar establecidas con tal claridad de terminología como
para excluir categóricamente cualquier error en liturgia y adoración. Como puede entenderse de
las palabras de la consagración del Cáliz, Cristo estableció la Nueva Alianza con Su Sangre, al igual
que la Antigua Alianza había quedado sellada con la típica sangre de animales (Cfr. Ex. 24, 8; Heb.
9, 11ss.) Con verdadero instinto de justicia, los juristas establecen que en todos los puntos
debatibles las palabras de un testamento deben ser tomadas en su sentido literal natural; puesto
que están convencidos de que todo testador en pleno uso de sus facultades, al expresar su última
voluntad y testamento, está profundamente preocupado de hacerlo en un lenguaje claro y libre de
metáforas sin sentido. Ahora bien, Cristo, de acuerdo con la declaración literal de Su testamente,
nos ha dejado un precioso legado, no meros pan y vino, si no Su Cuerpo y Sangre. ¿Tendríamos
razón, entonces, en contradecirlo en Su cara y exclamar: “No, esto no es tu Cuerpo, sino simple
pan, símbolo de tu cuerpo?”

La refutación de los llamados Sacramentarios, un nombre dado por Lutero a aquéllos que se
oponían a un significado figurativo. Una vez que el sentido literal manifiesto es abandonado, se da
pie a interminables controversias acerca del significado de un enigma para el cual se supone que
Cristo ofreció la solución a sus seguidores. No hubo límites a la disputa en el siglo XVI, durante el
cual Christopher Rasperger escribió un libro con unas 200 diferentes interpretaciones: “Ducentæ
verborum, ‘Hoc est corpus meum’ interpretationes” (Ingolstadt, 1577). En este documento nos
restringiremos a examinar unas cuantas distorsiones del sentido literal. El primer grupo de
intérpretes, con Zwinglio, descubre una figura en la partículaest  y la convierte así: “Esto significa
(est = significat) mi Cuerpo”. Como prueba de esta interpretación, cita ejemplos de la Escritura,
como: “La siete vacas buenas son siete años de abundancia y las sieta esigas buenas, sieta años
son” (Gen. 41, 26). Eludiendo la cuestión de que el verbo “ser” (esse) por sí mismo puede ser
usado como “cópula en una relación figurativa” (Weiss) o expresar la “relación de identidad en
una conexión metafórica” (Heinrici), lo cual niegan la mayoría de los lógicos, los principios
fundamentales de la lógica establecen firmemente esta verdad, que todas las proposiciones
pueden dividirse en dos grandes categorías, de las cuales la primera y más amplia denomina una
cosa como es en sí misma (e.g. “El hombre es un ser racional”), mientras que la segunda designa
una cosa utilizada como símbolo de algo más (e. g. “Esta foto es mi padre”). Para determinar si un
hablante se refiere a la segunda manera de expresarse, hay cuatro criterios, cuya concurrencia
total permitirá al verbo “ser” tener el significado de “significar”. Aparte de los tres criterios
mencionados arriba, los cuales hacen referencia a la naturaleza del caso, o a los usos del habla
común o a alguna convención previamente establecida, existe un cuarto y último de importancia
decisiva, el cual es: cuando una sustancia completa es predicado de otra sustancia completa, no
puede existir relación lógica de identidad entre ellos, salvo la relación de similitud, ya que la
primera es una imagen, símbolo o signo de la otra. Ahora bien, este criterio es inaplicable a los
ejemplos de la Escritura nombrados por los zwinglianos, y especialmente en lo relativo a su
interpretación de las palabras de la Institución; porque las palabras no son: “Este pan es mi
Cuerpo,” sino las indefinidas: “Esto es mi Cuerpo.” En la historia de la concepción zwingliana de la
Cena del Señor, ciertas “expresiones sacramentales” del Texto Sagrado, tomadas como
paralelismos de las palabras de la Institución, han atraído considerablemente la atención. La
primera se encuentra en I Cor. 10, 4: “y la roca era (significaba) Cristo,” pero es evidente que, si el
sujeto roca es tomado en su sentido material, la metáfora, de acuerdo con el cuarto criterio
apenas mencionado, es tan aparente como en la frase análoga “Cristo es la vid.” Si, sin embargo, la
palabraroca  es desnudada de todo lo que es material, puede ser entendido en un sentido
espiritual, porque el Apóstol mismo está hablando de la “roca espiritual” (petra spiritualis), la cual
en la Persona del Verbo de un modo invisible siempre acompañó a los israelitas en sus viajes y les
dio la fuente espiritual de agua. De acuerdo con esta explicación la conjunción aquí retendría su
significado “ser”. Un acercamiento más cercano a un paralelo con las palabras de la Institución se
encuentra aparentemente en las llamadas “expresiones sacramentales”: “Hoc est pactum meum
(Este es mi pacto )”(Gen. 17, 10) y “est enim Phase Domini (es la Pascua del Señor.)" (Ex. 12,
11). Es bien conocido como Zwinglio mediante una inteligente manipulación de la última frase
tuvo éxito en lograr caer en su interpretación a toda la población católica de Zurcí. Y sin embargo,
está claro que no se puede establecer ningun paralelismo entre las dichas expresiones y las
palabras de la Institución; ningún paralelismo real porque se trata de asuntos completamente
diferentes. Ni siquiera puede ser señalado paralelismo verbal, puesto que en ambos textos del
Antiguo Testamento el sujeto es una ceremonia (circuncisión en el primer caso, y el rito del
cordero pascual en el segundo), mientras que el predicado indica una mera abstracción (pacto,
Pascua del Señor). Una consideración de más peso es la siguiente: que en una investigación más
profunda, la conjunción est retiene su significado propio de “es” más que “significa”. Puesto que
así como la circuncisión no solo significaba la naturaleza u objeto del pacto Divino, sino que de
hecho lo era, así también el rito del cordero Pascual era realmente la Pascua, en vez de su mera
representación. Es verdad que en ciertos círculos anglicanos era costumbre apelar a la supuesta
pobreza de la lengua aramaica, la cual era hablada por Cristo en compañía de Sus Apóstoles; por lo
que se sostenía que en ese lenguaje no existía ninguna palabra que pudiera corresponder al
concepto de “significa”. Sin embargo, aún prescindiendo del hecho de que en arameo la
conjunción est es usualmente omitida y que  dicha omisión era cuando se usaba su estricto
sentido de “ser”, el cardenal Wiseman (Horæ Syriacæ, Roma, 1828, pp. 3-73) logró reproducir no
menos de cuarenta expresiones siríacas que expresan el concepto “significar”, lo cual
eficientemente desacreditó el mito del limitado vocabulario de la lengua semítica.
Un segundo grupo de sacramentarios, con Oecolampadius, cambiaron la diligentemente buscada
metáfora al concepto contenido en el predicado corpus, dándole el sentido de “signum corporis,”
así entonces las palabras de la Institución quedarían: “Esto es un signo [símbolo, imagen, tipo] de
mi Cuerpo.” Esencialmente completando la interpretación zwingliana, este nuevo significado es
igualmente insostenible. En todos los idiomas del mundo la expresión “mi cuerpo” designa el
cuerpo natural de una persona, no un mero signo o símbolo de ese cuerpo. Es verdad que las
palabras de la Escritura “Cuerpo de Cristo” con no poca frecuencia tienen el significado de
“Iglesia,” la cual es llamada el Cuerpo místico de Cristo, una figura fácilmente y siempre discernible
como tal del texto o contexto (cfr. Col. 1, 24). Este sentido místico, sin embargo, es imposible en
las palabras de la Institución, por la sencilla razón de que Cristo no les dio a sus apóstoles Su Iglesia
como alimento, sino Su Cuerpo, y que “cuerpo y sangre”, por la razón de su asociación lógica y
real, no pueden ser separados uno del otro y por esta razón se hacen menos susceptibles de uso
figurativo. Para probar algo de este uso figurativo, de que el contenido del Cáliz es meramente
vino y, consecuentemente, un mero signo de la Sangre, los protestantes recurren al texto de San
Mateo, quien relata que Cristo, después del final de la Última Cena, declaró: “ Y os digo que desde
ahora no beberé más de este fruto de la vid [genimem vitis]” (Mt. 26, 29). Debe ser notado que
San Lucas (22, 18ss.), quien es cronológicamente más exacto, coloca las palabras de Cristo antes
de proceder a la Institución, y de que la verdadera Sangre de Cristo puede con razón seguir siendo
llamada vino (consagrado), por una parte, porque la Sangre fue compartida del modo en que el
vino es bebido y, por la otra porque la Sangre continúa existiendo bajo la apariencia externa del
vino. En sus múltiples divagaciones por el viejo y concurrido camino siendo consistentemente
forzado con la negación de la Divinidad de Cristo a abandonar la fe en la Presencia Real, también el
criticismo moderno busca explicación al texto por otras líneas de investigación. Con completa
arbitrariedad, dudando de si las palabras de la Institución se originaron en labios de Cristo, señalan
a San Pablo como su autor, en cuya ardiente alma algo original supuestamente se mezcló con sus
reflexiones subjetivas con el valor adjudicado a “Cuerpo” y con la “repetición del banquete
Eucarístico.” De acuerdo con  esta problemática fuente las palabras de la Institución primero
fueron incluidas en el Evangelio de San Lucas y entonces, a modo de adición, fueron insertadas en
los textos de San Mateo y San Marcos. Salta a la vista que la última aserción no es más que una
completamente deplorable conjetura, la cual debe ser evitada tan gratuitamente como ha
avanzado. Es, aún más, esencialmente falso que el valor adjudicado al Sacrificio y la repetición de
la Cena del Señor sean meras reflexiones de San Pablo, puesto que Cristo le dio un valor sacrificial
a Su Muerte (Cfr. Mc. 10, 45) y celebró su Cena Eucarística en conexión con la Pascua judía, la cual
debía repetirse cada año. Con respecto a la interpretación de las palabras de la Institución, existen
al presente tres explicaciones modernas que luchan por la supremacía – la simbólica, la parabólica
y la escatológica. De acuerdo con la interpretación simbólica, corpus  supuestamente designa a la
Iglesia como el Cuerpo místico y sanguis  el Nuevo Testamento. Esta interpretación ha quedado
refutada por imposible. Puesto que ¿se ha de comer a la Iglesia y beber al Nuevo Testamento?
¿Acaso San Pablo consideró el establecimiento de la Iglesia y de la nueva Alianza como una atroz
ofensa al Cuerpo y la Sangre de Cristo? El asunto no es mucho mejor concerniente a la
interpretación parabólica, la cual explica el vertimiento del vino como una mera parábola del
derramamiento de la Sangre en la Cruz. Esto de nuevo es una mera interpretación arbitraria, una
invención sin soporte de bases objetivas. Entonces, también, por analogía se diría que la fracción
del pan era una parábola de la masacre del Cuerpo de Cristo, un significado absolutamente
inconcebible. Elevándose como si fuese una densa neblina y luchando por obtener una forma
definida, la incompleta explicación escatológica hace de la Eucaristía una mera anticipación del
futuro banquete celestial. Suponiendo la verdad de la Presencia Real, esta consideración debe
quedar abierta a discusión, así como la participación en el Pan de los Ángeles es realmente una
prueba anticipada de la beatitud eterna y la anticipada transformación de la tierra en cielo. Pero al
implicar una mera anticipación simbólica del cielo y una manipulación sin significado del pan y vino
sin consagrar la interpretación escatológica es diametralmente opuesta al texto y no encuentra
ningún apoyo en la vida y carácter de Cristo.

B. PRUEBAS DE LA TRADICIÓN

Para la efectividad del argumento de la tradición, este hecho histórico es de decidida significación,
a saber, que el dogma de la Presencia Real permaneció, propiamente hablando, sin ser
cuestionado, hasta el tiempo del hereje Berengario de Tours (m. 1088). En el curso de la historia
del dogma se levantaron en general tres grandes controversias Eucarísticas, la primera de las
cuales fue iniciada por Pascasio Radberto, en el siglo IX, apenas se extendió más allá de los límites
de su audiencia y se preocupaba únicamente de la cuestión filosófica de si el Cuerpo Eucarístico de
Cristo es idéntico al Cuerpo natural que tuvo en Palestina y que ahora está en el cielo. Tal
identidad numérica pudo ser bien refutada por Ratramnus, Rabanus Maurus, Ratherius, Lanfrac y
otros, aún en nuestros días una distinción verdadera, aunque accidental entre el Cuerpo
sacramental y la condición natural del Cuerpo de Cristo debe ser rigurosamente mantenida. La
primera ocasión en que se realizó un procedimiento oficial por parte de la Iglesia sucedió cuando
Berengario de Tours, influido por los escritos de Scotus Eriugena (m. 884), el primer opositor de la
Presencia Real, rechazó tanto esta verdad como la de la Transubstanciación. Reparó, sin embargo,
el escándalo público que había causado mediante una sincera retracción pública hecha en
presencia del Papa Gregorio VII en un sínodo realizado en Roma en 1079 y murió reconciliado con
la Iglesia. La tercera y más aguda controversia fue la iniciada por la Reforma en el siglo XVI, con
respecto a la cual hay que hacer notar que Lutero fue el único entre los reformistas que se
mantuvo apegado a la tradicional doctrina católica y, a pesar de sujetarla a muchas
malinterpretaciones, la defendió tenazmente. Se opuso diametralmente a Zwinglio de Zurich,
quien, como ya se vio, redujo la Eucaristía a un mero símbolo vacío y sin significado alguno.
Habiendo ganado para su partido a varios partisanos contemporáneos como Carlstadt, Bucer y
Oecolampadius, posteriormente se aseguró unos aliados influyentes entre los arminianos,
menonitas, socinianos y anglicanos, y aún hoy la concepción racionalista de la doctrina de la Cena
del Señor no difiere substancialmente de la de los zwinglianos. Mientras tanto, en Ginebra, Calvino
astutamente buscaba llegar a un punto medio entre los interpretaciones extremas literal luterana
y la figurativa zwingliana, sugiriendo en lugar de la presencia sustancial en un caso o la meramente
simbólica en el otro, un punto medio, i.e. una presencia “dinámica,” la cual consiste esencialmente
en que al momento de la recepción, la eficacia del Cuerpo y la Sangre de Cristo se comunica del
cielo a las almas de los predestinados y los alimenta espiritualmente. Gracias al pernicioso y
deshonesto doble juego de Melanchton, esta posición intermediaria atractiva de Calvino
impresionó de tal modo aún entre los círculos luteranos que no fue sino hasta la fórmula del
concordato en 1577 que el “veneno cripto-calvinista” fue exitosamente rechazado del cuerpo de la
doctrina luterana. El Concilio de Trento combatió estos ampliamente divergentes errores de la
reforma con la definicióndogmática de que el Dios-hombre está “verdadera, real y
substancialmente” presente bajo las especies del pan y del vino, oponiéndose intencionalmente la
expresión vere  a las zwinglianas signum, realiter  a la figura de Oecolampadio yessentialiter  a
la virtus  de Calvino (Ses. XIII, can I). Y esta enseñanza del Concilio de Trento siempre ha sido y es la
posición inamovible de toda la cristiandad católica.

Con lo que respecta a la doctrina de los Padres, no es posible en el presente texto reproducir
múltiples textos patrísticos, los cuales usualmente se caracterizan por una maravillosa hermosura
y claridad. Suficiente será decir que, además de la Didache (IX, X, XIV), los Padres más antiguos
como Ignacio (Ad. Smyrn., VII; Ad. Ephes., XX; Ad. Philad., IV), Justino (Apol., I, xvi), Ireneo (Adv.
Hær., IV, xvii, 5; IV, xviii, 4; V, ii, 2), Tertuliano (De resurrect. carn., VIII; De pudic., IX; De orat., XIX;
De bapt., XVI), y Cipriano (De orat. dom., XVIII; De lapsis, XVI), atestiguan, sin la menor sombra de
malentendido cuál es la fe de la Iglesia, mientras que la teología patrística posterior expone el
dogma en términos que están cerca de la exageración, como Gregorio de Niza (Orat. catech,
XXXVII), Cirilo de Jerusalén (Catech. myst., IV, 2ss.), y especialmente el Doctor de la Eucaristía,
Crisóstomo [Hom. LXXXII (LXXXIII), en Matt., 1 ss.; Hom. XLVI, en Joan., 2 ss.; Hom. XXIV, en I Cor., 1
ss.; Hom. IX, de pœnit., 1], a quien se deben añadir los Padres Latinos Hilario, (De Trinit, VIII, iv, 13)
y Ambrosio (De myst, VIII, 49; IX, 51s.). Concerniente a los Padres siríacos se encuentra Th Lamy
con “De Syrorum fide in re eucharisticâ” (Louvain, 1859).

La posición mantenida por San Agustín es, al momento sujeto de una enconada controversia dado
que los enemigos de la Iglesia bastante confiadamente sostienen que los favorece en el hecho de
que era un “simbolista”  total. En opinion de Loofs (Dogmengeschichte,” 4a Ed. Halle, 1906, p.
409), San Agustín nunca le dedica a la “recepción de los verdaderos Cuerpo y Sangre de Cristo” ni
un pensamiento, y esta visión Ad. Harnack (Dogmengeschichte, 3ª Ed., Friburgo, 1897, III, 148) la
enfatiza cuando declara que San Agustín “indudablemente era uno a este respecto con la llamada
pre-Reforma y con Zwinglio.” En contra de esta apresurada conclusión los católicos primero que
nada exponen el indiscutible hecho de que Agustín demandó que se debía rendir adoración al
Cuerpo Eucarístico (In Ps. 33, enarr., 1, 10) y declaró que en la Última Cena “Cristo se sostuvo y
transportó a Sí mismo en Sus propias manos” (In Ps. 98, n. 9). Ellos insisten y con razón, de que no
es justo separar las enseñanzas de este gran doctor concernientes a la Eucaristía de su doctrina del
Santo Sacrificio, dado que clara e indiscutiblemente asegura que el verdadero Cuerpo y la
verdadera Sangre de Cristo son ofrecidos en la Santa Misa. La gran variedad de puntos de vista
extremos apenas mencionados requieren que se haga una explicación razonable e imparcial, cuya
verificación será extraída de y encontrada en el entendido de que un proceso gradual de
desarrollo tuvo lugar en la mente de San Agustín. Nadie negará que ciertas expresiones de Agustín
son tan forzosamente realistas como aquéllas de Tertuliano y Cipriano o de sus íntimos amigos
literarios, Ambrosio, Optato de Mileve, Hilario y Crisóstomo. Por otro lado, está fuera de duda
que, debido a la determinante influencia de Orígenes y de la filosofía platónica, la cual, como es
bien sabido, no le daba sino una muy pequeña importancia a la materia visible y al fenómeno
sensible del mundo, Agustín no se refería a lo que era propiamente real ( res) en el Santísimo
Sacramento de la Carne de Cristo (caro), sino que lo transmitió al principio vital (spiritus), i.e. a los
efectos producidos por una Comunión válida. Una consecuencia lógica de esto fue que permitió
que caro, como el vehículo y antitipo de res, no un mero valor simbólica, sino como un valor
(signum) transitorio, intermediario y subordinado, y puso el Cuerpo y la Sangre de Cristo,
presentes bajo las especies (figuræ) del pan y del vino en, una decidida oposición a Su Cuerpo
natural e histórico. Dado que Agustín era un ardiente defensor de la cooperación  personal en la
salvación propia y enemigo de la mera actividad mecánica y rutina supersticiosa, omitió insistir
hacia una fe viva en la personalidad real de Jesús en la Eucaristía y en lugar de ello llamó la
atención a la eficiencia espiritual del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Su visión mental estaba fija, no
tanto en salvar la caro  tanto como salvar el spiritus, el cual solo posee valor. Sin embargo ocurrió
un giro de 180° en su vida. El conflicto con el pelagianismo y la diligente supervisión de Crisóstomo
lo liberaron de las ataduras del platonismo, y desde entonces confirió a caro  un valor separado en
independiente de aquél de spiritus,  llegando incluso a mantener fuertemente que la Comunión de
los niños era absolutamente necesaria para la salvación.
Si, aún más, el lector encuentra en algunos de los otros Padres dificultades, obscuridades y una
cierta inexactitud en la expresión, esto puede ser explicado en tres campos generales: debido a la
paz y seguridad que hay en su posesión de la verdad de la Iglesia, de lo que resulta un cierto deseo
en su terminología; debido a la rigurosidad con la cual la Disciplina del Secreto, expresamente
concerniente con la Sagrada Eucaristía, fue mantenida en oriente hasta finales del siglo V, en
occidente hasta mediados del VI; debido a la preferencia de muchos Padres por la interpretación
alegórica de la Escritura, la cual estuvo especialmente en boga en la Escuela de Alejandría
(Clemente de Alejandría, Orígenes, Cirilo), pero la cual encontró una contraparte saludable en el
énfasis hecho en la interpretación literal de la Escuela de Antioquia (Teodoro de Mopsuestia,
Teodorato). Sin embargo, el sentido alegórico de los alejandrinos no excluía el literal, sino que
suponía como base de trabajo, la fraseología de Clemente (Pæd, I, vi), de Orígenes (Contra Celsum
VIII, xiii 32; Homm. IX, in Levit., X) y de Cirilo (in Mat. 26, 27; Contra Nestor., IV, 5) concernientes a
la Presencia Real.

El argumento de la tradición se suplementa y complementa con el argumento de la prescripción, el


cual lleva la constante creencia en el dogma de la Presencia Real de la Edad Media hasta la
primitiva Iglesia Apostólica, y así prueba que las herejías anti-eucarísticas no han sido sino
novedades caprichosas y rupturas violentas de la verdadera fe que han sucedido desde el
principio. Sin tocar aún el intervalo que ha sucedido desde la Reforma, se tiene de la época de la
Reforma el importante testimonio de Lutero (Wider etliche Rottengeister, 1532) acerca del hecho
de que la Cristiandad entera creía entonces en la Presencia Real. Y esta creencia firme y universal
puede ser rastreada ininterrumpidamente hasta Berengario de Tours (m. 1088), de hecho –
omitiendo la sola excepción de Scotus Eriugena– hasta Pascacio Radberto (831). En este sentido,
podemos decir con orgullo que la Iglesia ha estado en posesión legítima de este dogma por once
siglos enteros. Cuando Focio inició el cisma griego en 869, se llevó a su Iglesia el tesoro inalienable
de la Eucaristía Católica, un tesoro que los griegos, en las negociaciones para la reunión en Lyon en
1274 y en Florencia en 1439, parecían mantener intacto, y al cual defendieron vigorosamente en
el sínodo cismático de Jerusalén en 1672 contra las sórdidas maquinaciones de Cirilo Lucar, el
patriarca con mente calvinista de Constantinopla (1629). De esto se concluye que el dogma
católico debe ser mucho más antiguo que el cisma de oriente. De hecho, inclusive los nestorianos
y los monofisitas, quienes se separaron de Roma en el siglo V, tienen, como es evidente de su
literatura y libros litúrgicos, su fe en la Eucaristía tan sólidamente impuesta como los griegos, y
esto a pesar de las dificultades dogmáticas las cuales, debido a su negación de la unión hipostática,
se interponen en el camino de una correcta y clara noción de la Presencia Real. Por lo tanto, el
dogma católico es por lo menos tan antiguo como el nestorianismo (431). Pero ¿no es ésta
suficiente antigüedad? Para decidir esta cuestión solo es necesario examinar las liturgias más
antiguas de la Misa, cuyos elementos esenciales datan de tiempos de los Apóstoles (q.v. artículos
sobre las distintas liturgias), visitar las catacumbas romanas, donde Cristo es mostrado como
actualmente en la Cena Eucarística bajo el símbolo de un pez (q.v. Símbolos primitivos de la
Eucaristía), descifrar la famosa Inscripción de Abercius del siglo II, la cual, a pesar de haber sido
compuesta bajo la influencia de la Disciplina del Secreto, sencillamente atestigua la fe de esa
época. Y así el argumento de la prescripción nos traslada al distante y oscuro pasado y ahí al
tiempo de los Apóstoles, quienes a su vez recibieron su fe en la Presencia Real de nadie más que
de Cristo Mismo.

En este punto es importante mencionar que el Papa Juan Pablo II redactó y entregó el 17 de
marzo, Jueves Santo de 2003 la carta encíclica Ecclesia de Eucharistia sobre la Eucaristía en su
relación con la Iglesia y en la que resalta que “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no
expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis  el núcleo del
misterio de la Iglesia.” (Ecclesia de Eucharistia 1 §1), resaltando con ello la vital importancia de la
Eucaristía y de la Presencia Real de Cristo en la misma en la vida de la Iglesia en el milenio que
empieza.

II. LA TOTALIDAD DE LA PRESENCIA REAL

Con el fin de desterrar de raíz la inválida noción de que, en la Eucaristía recibimos meramente el
Cuerpo y la Sangre de Cristo y no a Cristo en su totalidad, el Concilio de Trento definió la Presencia
Real como que se incluye en la Eucaristía el Cuerpo, Alma y Divinidad de Jesucristo. Una conclusión
estrictamente lógica se desprende de las palabras de la promesa: “el que coma de mí también
vivirá por mí,” esta Totalidad de Presencia fue asimismo una constante propia de la tradición la
cual distinguió así que consumir partes separadas del Salvador sería sarcofagia (ingestión de carne)
algo completamente degradante para Dios. A pesar de que la separación del Cuerpo, Sangre, Alma
y Logos es, absolutamente hablando, dentro del poder todopoderoso de Dios, la inseparabilidad se
encuentra firmemente establecida por el dogma de la indisolubilidad de la unión hipostática de la
Divinidad y Humanidad de Cristo. En caso de que los Apóstoles hubiesen celebrado la Cena del
Señor durante el triduum mortis  (el tiempo durante el cual el Cuerpo de Cristo estuvo en la
tumba), cuando una separación real existía entre los elementos constitutivos de Cristo, habría
estado realmente presente en la Sagrada Hostia el inanimado Cuerpo de Cristo sin sangre tal como
estaba en la tumba, y en el Cáliz solo la Sangre separada de Su Cuerpo y absorbida por la tierra al
ser derramada, tanto el Cuerpo como la Sangre, sin embargo, hipostáticamente unidos a Su
Divinidad, mientras que Su Alma, que se encontraba en el Limbo, habría permanecido
enteramente excluida de la presencia Eucarística. Esta hipótesis, irreal, aunque no imposible, ha
sido bien estudiada para iluminar la diferencia esencial designada por el Concilio de Trento (Ses.
XIII, c. iii), entre los significados de las palabras ex vi verborum  y per concomitantiam. Es por virtud
de las palabras de la consagración o ex vi verborum, que se hacen presentes el Cuerpo y la Sangre
de Cristo lo cual es expresado por las palabras de la Institución. Pero por razón de concomitancia
natural (per concomitantiam), se vuelve simultáneamente presente todo lo cual es físicamente
inseparable de las partes nombradas y, la cual debe, por conexión natural con ellas, siempre ser su
acompañamiento. Ahora bien, el Cristo glorificado, quien “ya no muere” (Rom. 6, 9) tiene un
Cuerpo animado a través de cuyas venas corre la Sangre de Su vida bajo la vivificante influencia del
alma. Consecuentemente, junto con Su Cuerpo y Sangre y Alma, también Su Humanidad entera, y
por virtud de la unión hipostática, Su Divinidad, i.e. Cristo, completo y entero, debe estar presente.
He aquí entonces, que Cristo está presente en el sacramento con Su Carne y Sangre, Cuerpo y
Alma, Humanidad y Divinidad.

Este principio general y fundamental, el cual es abstraído enteramente de la dualidad de las


especies, debe, sin embargo, ser extendido tanto al pan como al vino. Porque no recibimos en la
Sagrada Ostia una parte de Cristo y en el Cáliz la otra, como si nuestra recepción de la totalidad
dependiese de que consumiéramos de ambas formas; muy al contrario, bajo la apariencia de solo
el pan, así como bajo la apariencia de solo el vino, recibimos a Cristo completo y entero (cfr.
Concilio de Trento, Ses. XIII, can. III). Ésta, la única concepción razonable, tiene su verificación de la
Escritura en el hecho, de que San Pablo (I Cor. 11, 27-29) adjudica la misma culpa “del cuerpo y de
la sangre del Señor” al que “come y bebe indignamente”, entendido en un sentido disyuntivo, así
como entiende “comiere y bebiere” en un sentido copulativo. El fundamento tradicional para esto
se encuentra en el testimonio de la liturgia de los Padres de la Iglesia, de acuerdo a la cual, el
Salvador glorificado puede estar presente en nuestros altares solo en Su totalidad e integridad, y
no dividido en partes o distorsionado en la forma de una monstruosidad. Por consiguiente, se le
rinde adoración por separado a la Sagrada Ostia y al contenido consagrado del Cáliz. En esta última
verdad se basa especialmente la permisividad y propiedad intrínseca de la Comunión bajo una sola
especia para los laicos y para los sacerdotes que no estén celebrando la Misa (q.v. Comunión Bajo
las Dos Especies). Pero particularmente con respecto al dogma, llegamos naturalmente a la verdad
de que, al menos después de la división de cualquiera de las Especies en partes, Cristo está
presente en cada parte en Su completa y entera presencia. Si la Sagrada Ostia es partida en trozos
o si el Cáliz consagrado es bebido en pequeñas cantidades, Cristo, entero está presente en cada
partícula y en cada gota. Por la cláusula restrictiva separatione factâ  el Concilio de Trento
(Ses. XIII, can.III) con justicia elevó esta verdad a la dignidad de dogma. A la ves de la Escritura
podemos juzgar improbable que Cristo haya consagrado separadamente cada partícula del pan
que había partido, sabemos con certeza, por otro lado, que Él bendijo todo el contenido del Cáliz y
luego se lo dio a sus discípulos para ser compartido (Mt. 26, 27ss.; Mc. 14, 23). Es con la base del
dogma Tridentino que nosotros podemos entender cómo Cirilo de Jerusalén (Catech. Myst. V, n.
21) solicitaba a los comulgantes que observaran el cuidado más escrupuloso al llevar la Sagrada
Ostia a sus bocas, de modo que ni siquiera “un fragmento minúsculo, más precioso que el oro o las
joyas,” pudiera caer de sus manos al suelo; cómo Cæsarius de Arles enseñó que hay “tanto en el
pequeño fragmento como en el completo;” cómo las diferentes liturgias declaran la integridad del
“Cordero indivisible,” a pesar de la “división de la Ostia;” y, finalmente, cómo en la práctica actual
los fieles en ocasiones participan de las partículas fragmentadas de la Sagrada Ostia y beben en
común de la misma copa.

Mientras que las tres tesis precedentes contienen dogmas de fe, existe una cuarta proposición la
cual es meramente una conclusión teológica, a saber que aún antes de la división de las especies,
Cristo está presente completa y enteramente en cada particular de la aún entera Ostia y en cada
gota de todo el contenido del Cáliz. Puesto que si Cristo no estuviese presente enteramente en
cada una de las partículas de las Especies Eucarísticas antes de que se llevara a cabo su división,
deberíamos concluir forzosamente que el proceso de la fracción es el que origina la Totalidad de la
Presencia, mientras que de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia la causa operativa de la
Presencia Total y Real se debe únicamente a la Transubstanciación. No cabe duda de que esta
última conclusión dirige la atención de la cuestión filosófica y científica a un modo peculiar de
existencia del Cuerpo Eucarístico, la cual es contraria a las leyes ordinarias de la experiencia. Es, sin
lugar a dudas, uno de los misterios más sublimes, al cual la teología especulativa intenta ofrecer
varias soluciones. [ver abajo en (5)].

III. TRANSUBSTANCIACIÓN

Antes de probar dogmáticamente el hecho del cambio substancial que se trata, primero
echaremos un vistazo a su historia y naturaleza.

(a) El desarrollo científico del concepto de Transubstanciación difícilmente puede decirse que sea
un producto de los griegos, quienes no pasaron de las notas más generales; más bien es la notable
contribución de los teólogos latinos, quienes fueron estimulados a desarrollarlo en forma lógica
por las tres controversias Eucarísticas mencionadas arriba. El término transubstanciación  parece
haber sido usado por primera vez por Hildeberto de Tours (ca. 1079). Su ejemplo alentador fue
pronto seguido por otros teólogos, como Esteban de Autun (m. 1139), Gaufredo (1188) y Pedro
de Blois (m. 1200), mientras que varios concilios ecuménicos también adoptaron esta significativa
expresión, como el Cuarto Concilio de Letrán (1215) y el Concilio de Lyon (1274), en la profesión
de fe del emperador griego Miguel Palæologus. El Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. IV, can. II) no
solo aceptó como un legado de la fe la verdad contenida en la idea, sino que con autoridad
confirmó la “aptitud del término” para expresar notablemente el concepto doctrinario
legítimamente desarrollado. En un análisis lógico más profundo de la Transubstanciación, primero
encontramos la primera y fundamental noción de ser una conversión, la cual puede ser definida
como la “transición de una cosa a otra bajo algún aspecto.” Como es evidente de inmediato,
conversión (conversio) es algo más que un mero cambio (mutatio). Mientras que en los meros
cambios uno de los dos extremos debe ser expresado de manera negativa, por ejemplo, en el
cambio del día y la noche, la conversión requiere dos extremos positivos, los cuales están
relacionados el uno con el otro como cosa a cosa, y deben tener, además, tal conexión íntima
entre sí, que el último extremo (terminus ad quem) empieza a ser hasta que el primero (terminus
a quo) deja de ser, por ejemplo, en la conversión de agua en vino en Caná. Usualmente se requiere
de un tercer elemento, conocido como el commune tertium, el cual, aún antes de la conversión
que ha tomado lugar, ya sea física o por lo menos lógicamente une un extremo al otro, porque en
cada conversión verdadera la siguiente condición debe ser satisfecha: “Lo que anteriormente era
A, es ahora B.” Una cuestión muy importante sugiere que la definición debería ir más allá de
postular la no-existencia previa del ultimo extremo, puesto que parece extraño que un terminus a
quo A existente, deba ser convertido en un existente terminus ad quem B. Si el hecho de la
conversión no es ser un mero proceso de sustitución, como en un acto de prestidigitación, el
terminus ad quem debe sin lugar a dudas de alguna manera ser de nueva existencia, así como el
terminus a quo debe, de algún modo, dejar de existir. Pero como la desaparición del primero no se
atribuye a aniquilación propiamente dicha, no hay necesidad de postular una creación,
estrictamente hablando, para explicar que el último empiece a existir. La idea de conversión se
realiza ampliamente si la siguiente condición se cumple, a saber, que una cosa que existe en
sustancia, adquiera una completamente nueva y previamente inexistente forma de ser. Así pues
en la resurrección de los muertos, el polvo de los cuerpos humanos será verdaderamente
convertido en los cuerpos de los resucitados por sus ya existentes almas, así como en la muerte
fueron realmente convertidos en cadáveres por la partida de sus almas. Esto en lo que concierne a
la noción general de conversión. La Transubstanciación, sin embargo, no es una conversión simple,
sino una conversión sustancial, en la que una cosa
es substancialmente  o esencialmente  convertida en otra. He aquí pues, que el concepto de
Transubstanciación queda excluido de cualquier tipo de conversión meramente accidental, ya sea
puramente natural (e.g. la metamorfosis de los insectos) o sobrenatural (e.g. la Transfiguración de
Cristo en el Monte Tabor). Finalmente, la Transubstanciación difiere de cualquier otra conversión
sustancial en esto, que solo  la sustancia es convertida en otra –los accidentes permanecen
iguales– así como sería el caso de que la madera milagrosamente se convirtiera en hierro, con la
sustancia del hierro permaneciendo escondida bajo la apariencia externa de la madera.

La aplicación de lo anterior a la Eucaristía es asunto fácil. Primero que nada, la noción de


conversión se verifica en la Eucaristía, no solo en general, sino en todos sus detalles esenciales,
porque tenemos los dos extremos de la conversión, a saber, pan y vino como terminus a quo y el
Cuerpo y la Sangre de Cristo como terminus ad quem. Aún más, la conexión íntima entre el cese
de un extremo y la aparición del otro parece ser preservada por el hecho de que ambos eventos
son los resultados, no de dos procesos independientes, como sería aniquilación y creación, sino de
un solo acto, dado que, de acuerdo con el propósito del Todopoderoso, la sustancia del pan y el
vino parten para dejar el espacio para el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Finalmente, tenemos el
commune tertium en las apariencias in cambiadas del pan y el vino, bajo las cuales el preexistente
Cristo asume una nueva, sacramental, forma de ser y sin la cual Su Cuerpo y Sangre no podrían ser
tomados por los hombres y mujeres. Que la consecuencia de la Transubstanciación, como
conversión de la sustancia total, es la transición de la entera sustancia del pan y el vino en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, es la doctrina expresa de la Iglesia (Concilio de Trento, Ses. XIII, can.
II). Así pues fueron condenadas como contrarias a la fe la visión anticuada de Durandus, que dice
que solo la forma sustancial del pan es cambiada, mientras que la materia prima permanece; y,
especialmente, la doctrina de Consubstanciación de Lutero, i.e. la coexistencia de la sustancia del
pan con el verdadero Cuerpo de Cristo. Así también la doctrina de la Impanación defendida por
Osiander y ciertos berengarianos, y de acuerdo a la cual se supone que se realiza una unión
hipostática entre la sustancia del pan y la del Dios-hombre ha sido rechazada. Así que la doctrina
católica de la Transubstanciación establece un muro protector alrededor del dogma de la
Presencia Real y constituye en sí misma un distinto artículo doctrinal, el cual no queda englobado
en el de la Presencia Real, a pesar de que la doctrina de la Presencia Real está necesariamente
contenida en la de la Transubstanciación. Fue por esta razón que Pío VI, en su Bula dogmática
“Auctorem fidei” (1794) en contra del pseudo sínodo de Pistoia (1786), protestó vigorosamente en
contra de suprimir esta “cuestión escolástica,” como el sínodo había aconsejado hacer.

(b) En la mentalidad de la Iglesia, la Transubstanciación ha estado tan íntimamente ligada a la


Presencia Real, que ambos dogmas han pasado juntos de generación en generación, aunque no
podemos ignorar por completo un desarrollo histórico-dogmático. La conversión total de la
sustancia del pan se expresa claramente en las palabras de la Institución: “Esto es mi cuerpo.”
Estas palabras forman una proposición no teórica, sino práctica, cuya esencia consiste en que la
identidad objetiva entre sujeto y predicado es efectiva y verificada solo después de que todas las
palabras han sido pronunciadas, no muy diferente del nombramiento de un comandante a su
subalterno: “Te nombro mayor,” o, “Te nombro capitán,” lo cual inmediatamente ocasiona la
promoción del oficial a un rango superior. Cuando, entonces, Aquél Quien es Todo Verdad y Todo
Poder dijo al pan: “Esto es mi cuerpo,” el pan se convirtió, por la acción de estas palabras en el
Cuerpo de Cristo; consecuentemente, al completar el enunciado, la sustancia del pan ya no estuvo
presente, sino el Cuerpo de Cristo bajo la apariencia de pan. Por lo tanto el pan debe haberse
convertido en el Cuerpo de Cristo, i.e. el primero debe haberse convertido en el segundo. Las
palabras de la Institución fueron a la vez palabras de Transubstanciación. Indudablemente la forma
real en la cual la ausencia del pan y la presencia del Cuerpo de Cristo se efectúa, no se lee en las
palabras de la Institución pero se deduce estricta y exegéticamente de ellas. Los calvinistas, por lo
tanto, están perfectamente bien cuando rechazan la doctrina luterana de la consubstanciación
como una ficción, sin base en las Escrituras. Puesto que si Cristo hubiese querido la coexistencia de
Su Cuerpo con la sustancia del pan, hubiese expresado una simple identidad
entre hoc  ycorpus  por medio de la conjunción est, y hubiese resultado una expresión más o
menos como: “Este pan contiene mi cuerpo,” o, “En este pan está mi cuerpo.” Por otro lado, la
sinécdoque es clara en el caso del Cáliz: “Esto es mi sangre”, i.e. el contenido del cáliz es mi
sangre, y por lo tanto ya no es vino.

Con respecto a la tradición, los primeros testigos como Tertuliano y Cipriano, difícilmente
pudieron haber dado cualquier consideración particular a la relación genética de los elementos
naturales del pan y el vino con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, o de la manera en la cual los
primeros fueron convertidos en los segundos; puesto que incluso Agustín no tuvo una concepción
clara de la Transubstanciación, mientras estuvo atado por los lazos del platonismo. Por otra parte,
se tiene completa claridad sobre el asunto en escritores tan antiguos como Cirilo de Jerusalén,
Teodorato de Cyrrhus, Gregorio de Niza, Juan Crisóstomo y Cirilo de Alejandría en oriente y en
Ambrosio y los escritores latinos posteriores en occidente. Eventualmente el occidente se
convirtió en el hogar clásico de la perfección científica en la difícil doctrina de la
Transubstanciación. Las afirmaciones del erudito trabajo del anglicano Dr. Pussey (La Doctrina de
la Presencia Real como está contenida en los Padres, Oxford, 1855) quien niega la claridad del
argumento patrístico de la Transubstanciación, han sido refutadas y contestadas ampliamente por
el Cardenal Franzelin (De Euchar., Roma, 1887, xiv). El argumento de la tradición es
avasalladoramente confirmado por las liturgias antiguas, cuyas hermosas oraciones expresan la
idea de la conversión en la manera más clara. Muchos ejemplos pueden ser encontrados en
Renaudot, “Liturgia orient.” (2ª Ed., 1847); Assemani, “Codex liturg.” (13 vols., Roma 1749-66);
Denzinger, “Ritus Orientalium” (2 vols., Würzburg, 1864), Concerniente a la Teoria de Aducción de
los Escotistas y la Teoría de Producción de los tomistas”, Pohle, “Dogmatik” (3ª Ed., Paderborn,
1908).

IV. LA PERMANENCIA Y ADORABILIDAD DE LA EUCARISTÍA

Dado que Lutero arbitrariamente restringió la Presencia Real al momento de la recepción, el


Concilio de Trento (Ses. XIII, can. IV) por un canon especial enfatizó el hecho de que después de la
Consagración Cristo está realmente presente y, consecuentemente , no se presenta hasta el acto
de comer o beber. Por el contrario, Él continua Su Presencia Eucarística en las Ostias consagradas y
partículas sagradas que permanecen en el altar o el copón después de la recepción de la Sagrada
Comunión. En el depósito de la fe la Presencia y Permanencia de la Presencia están tan unidas,
que en la mente de la Iglesia ambas continúan como un todo indivisible. Y con razón; puesto que
Cristo prometió Su Cuerpo y Sangre como comida y bebida, i.e. como algo permanente (cfr. Jn. 6,
50ss.), así, cuando Él dijo: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo,” los apóstoles recibieron de la
mano del Señor Su Sagrado Cuerpo, el cual ya estaba objetivamente presente. Esta no-
dependencia de la Presencia Real de la recepción real es manifiesta claramente en el caso del
Cáliz, cuando Cristo dijo: “Beban todos de él. Pues esto es mi sangre.” Aquí el acto de beber
evidentemente no es la causa ni la condición sine qua non  para la presencia de la Sangre de Cristo.

Por mucho que le disgustara, incluso Calvino tuvo que reconocer la evidente fuerza del argumento
de la tradición (Instit. IV, xvii, sect. 739). No solo defendieron los Padres y entre ellos Crisóstomo
con especial vigor, defendieron la permanencia de la Presencia Real, sino que la constante práctica
de la Iglesia también estableció la verdad. En los primeros días de la Iglesia los fieles
frecuentemente llevaban la Santísima Eucaristía con ellos a sus casas (Cfr. Tertuliano, “Ad uxor.” II,
v; Cipriano, “De lapsis”, XXIV) o en largos viajes (Ambrosio, De excessu fratris, I, 43, 46), mientras
que los diáconos acostumbraban llevar el Santísimo Sacramento a aquéllos que no asistieran a los
oficios divinos (Cfr. Justino, Apol, I, 67), así como a los mártires, los encarcelados y los enfermos
(Cfr. Eusebio, Hist. Eccl., VI, xliv). Los diáconos también estaban obligados a transferir las partículas
remanentes a recipientes especialmente preparados llamados Pastophoria  (Cfr. Constituciones
Apostólicas, VIII, xiii). Aún más, ya se acostumbraba en el S. IV celebrar la Misa de los
Presantificados (Cfr. Sínodo de Laodicea, can. XLIX), en la cual se recibían las Sagradas Ostias que
habían sido consagradas con uno o más días de anticipación. En la Iglesia Latina esta ceremonia ha
pasado a ser la Liturgia del Viernes Santo, mientras, que desde el Sínodo Trullano (692), los griegos
la celebran durante toda la Cuaresma, excepto los sábados, domingos y en la fiesta de la
Anunciación (25 de marzo). Una razón más profunda para la permanencia de la Presencia se
encuentra en el hecho de que transcurre algún tiempo entre la Consagración y la Comunión,
mientras que en los demás sacramentos tanto la confección como la recepción tienen lugar en el
mismo instante. El Bautismo, por ejemplo, dura solo mientras dura la acción bautismal o ablución
con agua y es, por lo tanto, un sacramento transitorio. La permanencia de la Presencia, sin
embargo, se limita a un intervalo de tiempo cuyo principio es determinado por el instante de la
Consagración y el final por la corrupción de las Especies Eucarísticas. Si la Ostia se volviese mohosa
o el contenido del Cáliz amargo, Cristo descontinúa su presencia allí

La adorabilidad de la Eucaristía es la consecuencia práctica de su permanencia. De acuerdo con un


conocido principio de Cristología, el mismo culto de latría (cultus latriæ) que se le debe al Dios
Trino se le debe al Verbo Divino, Cristo el Dios-hombre y, de hecho, debido a la unión hipostática,
a la humanidad de Cristo y a sus partes constitutivas individuales, como, e.g., Su Sagrado Corazón.
Ahora bien, identicamente, el mismo Señor Jesucristo está verdaderamente presente en la
Eucaristía como está presente en el cielo; consecuentemente Él debe ser adorado en el Santísimo
Sacramento (cf. Council of Trent, Sess. XIII, can. VI).

En ausencia de prueba espiritual, la Iglesia encuentra una garantía para, de manera adecuada,
rendir adoración divina al Santísimo Sacramento en la más antigua y constante tradición, a pesar,
por supuesto que debe hacerse una distinción entre el principio dogmático y la disciplina
concerniente a la forma externa de adoración. Mientras que incluso en oriente se reconoce el
principio inmanente desde los tiempos antiguos, y de hecho, todavía en el Sínodo Cismático de
Jerusalén en 1672, el oriente ha demostrado una incansable actividad estableciendo e
investigando con más y más solemnidad, homenaje y devoción a la Eucaristía. En la Iglesia
primitiva, la adoración del Santísimo Sacramento estaba restringida principalmente a la Misa y la
Comunión. Aún en su época Cirilo de Jerusalén insistió con la misma fuerza que Ambrosio y
Agustín sobre una actitud de adoración y homenaje durante la Santa Comunión. En occidente la
forma fue abierta a una veneración más exaltada del Santísimo Sacramento cuando los fieles
fueron aceptados a comulgar incluso fuera del servicio litúrgico. Después de la controversia con los
berengarianos, el Santísimo Sacramento fue elevado durante los siglos XI y XII con el propósito
expreso de reparar, mediante su adoración las blasfemias de los herejes y, fortalecer la debilitada
fe de los católicos. En el siglo XIII se introdujo, para mayor glorificación del Santísimo las
“procesiones teofóricas” (circumgestatio) y también la fiesta de Corpus Christi, instituida en el
pontificado de Urbano IV a solicitud de Santa Juliana de Liège. En honor a la fiesta, se compusieron
sublimes himnos como el “Pange Lingua” de Sto. Tomás de Aquino. En el siglo XIV creció la
práctica de la Exposición del Santísimo Sacramento del Altar. La costumbre de la procesión anual
de Corpus Christi fue firmemente defendida y recomendada por el Concilio de Trento (Ses. XIII,
cap. v). Un nuevo ímpetu inundó a la gente para la adoración de la Eucaristía mediante las visitas
al Santísimo Sacramento, introducidas por San Alfonso Ligorio; en los últimos tiempos numerosas
órdenes y congregaciones se han dedicado a la Adoración Perpetua y existen miles de
congregaciones laicas de la Adoración Nocturna para velar en adoración al Santísimo; la
celebración de Congresos Eucarísticos Internacionales (de los cuales el número 48 y primero del
nuevo milenio será celebrado en la ciudad de Guadalajara, en México con la presencia de S.S. Juan
Pablo II del 10 al 17 de octubre de 2004 con el tema “La Eucaristía, luz y vida del nuevo milenio”) y
Congresos Eucarísticos Nacionales han contribuido a mantener viva la fe en Aquél Quien dijo: “y
he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

V. DISCUSIÓN ESPECULATIVA DE LA PRESENCIA REAL

El objetivo principal de la teología especulativa con respecto a la Eucaristía, debe ser discutido
filosóficamente, y buscar una solución lógica de tres aparentes contradicciones, a saber:
(a)    la existencia continua de las Especies Eucarísticas, o las apariencias exteriores del pan y el
vino, sin su sujeto natural;

(b)   el espacialmente incircunscrito modo espiritual del Cuerpo Eucarístico de Cristo;

(c)    la simultánea existencia de Cristo en el cielo y en muchos lugares de la tierra.

(a) El estudio del primer problema, ya sea que los accidentes del pan y el vino continúen su
existencia sin su sustancia propia, debe basarse en la claramente establecida verdad de la
Transubstanciación, en consecuencia de la cual, las sustancias completas del pan y el vino se
convierten respectivamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo de un modo tal que “solo
permanecen en apariencia el pan y el vino” (Conc. de Trento, Ses. XIII, can. ii:manentibus
dumtaxat speciebus panis et vini). Acordemente, la continuación de las apariencias sin la sustancia
del pan y el vino como su sustrato natural es justo el reverso de la Transubstanciación. Lo más que
se puede decir es, que del Cuerpo Eucarístico procede un poder sustantivo milagroso, el cual
soporta las apariencias debidas a sus sustancias naturales y las preserva del colapso. La posición de
la Iglesia a este respecto quedó adecuadamente determinada por el Concilio de Constanza (1414-
1418). En su octava sesión, aprobada por Martín V en 1418, este sínodo condenó los siguientes
artículos de Wyclif:

         "La sustancia material del pan, así como la sustancia material del vino permanecen en el
Sacramento del Altar;"

         Los accidentes del pan no permanecen sin un sujeto.

El primero de estos artículos contiene una negación abierta a la Transubstanciación. El segundo,


por lo que respecta al texto, debe ser considerado como un mero cambio de palabras del primer,
mientras que en lo que respecta a la historia del concilio, se sabe que Wyclif se había opuesto
directamente a la doctrina escolástica de “accidentes sin un sujeto” como absurda y aún herética
(cfr. De Augustinis, De Re Sacramentariâ, Roma, 1889, II, 573ss). Por lo tanto he aquí la razón del
concilio de condenar el Segundo artículo, no meramente como una conclusión del primero, sino
como una proposición distinta. Tal era, por lo menos, la opinión de los teólogos de la época con
respecto al tema; y el Catecismo Romano, refiriéndose al antes mencionado canon del Concilio de
Trento, llanamente explica: “Los accidentes del pan y el vino no conservan su sustancia, sino
continúan existiendo por sí mismos.” Siendo éste el caso, algunos teólogos de los siglos XVII y
XVIII, que se inclinaban al cartesianismo, como E. Maignan, Drouin y Vitase, demostraron muy
poca penetración teológica cuando aseguraron que las apariencias eucarísticas eran meras
ilusiones ópticas, fantasmagoría y accidentes aparentes, adjudicando a la omnipotencia Divina una
influencia inmediata sobre los cinco sentidos. Esta continuidad física y no meramente óptica de los
accidentes Eucarísticos fue insistentemente repetida por los Padres, y con tan excesivo rigor que la
noción de Transubstanciación parecía estar en peligro. Especialmente contra los monofisitas,
quienes basaron la conversión Eucarística en un argumento paralelo a favor de la supuesta
conversión de la Humanidad de Cristo en Su Divinidad.
(b) El segundo problema tiene que ver con la Totalidad de la Presencia, lo cual significa que Cristo
completo está presente en toda la Hostia y en cada partícula por minúscula que sea, como el alma
espiritual está presente en el cuerpo humano. LA dificultad llega al clímax cuando consideramos
que no hay duda aquí del Alma o la Divinidad de Cristo, pero de Su Cuerpo, el cual, con su cabeza,
tronco y extremidades ha adoptado un modo de existencia espiritual e independencia de espacio.
El que la idea de la conversión de materia corporal en espíritu no puede ser entendida, es claro
desde la sustancia material del mismo Cuerpo Eucarístico. Incluso la antes mencionada
separabilidad de cantidad de sustancia no nos da idea de la solución, puesto que, de acuerdo con
las opiniones mejor fundamentadas, no solo la sustancia del Cuerpo de Cristo, sino que su propio
acomodo, su cantidad corpórea, i.e., su tamaño completo, con su organización completa y
miembros integrales está presente dentro de los diminutos límites de la Hostia y asimismo en cada
partícula. Los teólogos posteriores, como Rossigno y Legrand, solucionaron lo inexplicable,
diciendo que Cristo está presente en forma y estatura disminuidas, una suerte de cuerpo
miniatura; mientras que otros como Oswald, Fernández y Casajoana que dicen que eso no tiene
sentido. Los cartesianos, principalmente el propio Descartes expresó en una carta al P. Mesland,
que la identidad de Cristo Eucaristía con Su Cuerpo Celestial, era preservada por la identidad de Su
Alma, la cual animaba los Cuerpos Eucarísticos. 
El tratado más simple al respecto fue el ofrecido por los escolares, especialmente Sto. Tomás (III:
76, 4), quien redujo el modo de ser al modo de convertirse, i.e., llevaron de regreso el modo de la
peculiar existencia del Cuerpo Eucarístico a la Transubstanciación. Dado que ex vi verborum  el
resultado inmediato es la presencia del Cuerpo de Cristo, su cantidad, presente meramente por
concomitancia, debe seguir el peculiar modo de existencia de sus sustancia, y, como el ultimo,
debe existir sin división ni extensión, i.e. enteramente en toda la Hostia y enteramente en cada
partícula. En otras palabras, el Cuerpo de Cristo está presente en el sacramento, no bajo la forma
de “cantidad”, sino de “sustancia”. El escolasticismo posterior (Belarmino, Suárez, Billuart) trató de
mejorar por esta explicación otras líneas al distinguir entre cantidad externa e interna. Por
cantidad interna, se entiende que la entidad, por virtud de la cual una sustancia corporal
meramente posee “extensión apta”, i.e. la capacidad de extenderse en un espacio tridimensional.
La cantidad externa, por otro lado, es la misma entidad, pero en cuanto sigue su tendencia natural
a ocupar espacio y realmente  se extiende en las tres dimensiones. A todas luces, por más plausible
que sea la razón para explicar el asunto, se enfrenta, sin embargo, a un gran misterio.
(c)El tercer y último asunto tiene que ver con la multilocación de Cristo en el cielo y sobre miles de
altares por todo el mundo. Dado que en el orden natural de las cosas, cada cuerpo está restringido
a una posición en el espacio (unilocación), con base en lo cual la prueba legal de una coartada
inmediatamente libera a una persona de las sospechas de un crimen, la multilocación sin ninguna
duda pertenece al orden sobrenatural. Primero que nada, no se puede mostrar repugnancia
intrínseca al concepto de multilocación. La multilocación no multiplica el objeto individual, sino
solo su relación externa en relación con y su presencia en el espacio. La filosofía distingue dos
modos de presencia en las criaturas:

         La circunscriptiva y,     La definitiva.

La primera, el único modo de presencia propio de los cuerpos, es por virtud de la cual un objeto
está confinado a determinada porción del espacio en el entendido de que sus varias partes
(átomos, moléculas, electrones) también ocupan sus correspondientes posiciones en el espacio. El
Segundo modo de presencia, que propiamente corresponde a un ser espiritual, requiere que la
sustancia de una cosa exista enteramente en todo el espacio, así como todas y cada una de las
partes en ese espacio. Éste ultimo es el modo de la presencia del alma en el cuerpo humano. La
distinción hecha entre estos dos modos de presencia es importante, puesto que en la Eucaristía
ambos modos están combinados. Dado que, en primer lugar, se verifica una multilocación
definitiva continua, también llamada replicación, la cual consiste en que el Cuerpo de Cristo está
totalmente presente en cada parte de la continua y aún entera Hostia y también totalmente
presente a través de toda la Hostia, justo como el alma humana está presente en el cuerpo. Y
precisamente esta última analogía de la naturaleza nos permite adentrarnos en la posibilidad del
misterio Eucarístico. Puesto que si, como se ha visto arriba, la omnipotencia Divina puede de
manera sobrenatural impartir a un cuerpo un modo espiritual, sin extensión, espacialmente
incircunscrito de presencia, lo cual es natural alma con lo que respecta al cuerpo humano, uno
puede aceptar la posibilidad del Cuerpo Eucarístico de Cristo presente entero en toda la Hostia y
completo y entero en cada minúscula partícula.
Existe, aún más, la multilocación discontinua, por la cual Cristo está presente no solo en una
Hostia, sino en incontables Hostias, ya sea en los tabernáculos o en los altares por todo el mundo.
La posibilidad intrínseca de la multilocación discontinua parece basarse en la no-repugnancia de la
multilocación continua. Siendo la principal dificultad de la última parece ser que el mismo Cristo
esté presente en dos partes diferentes A y B, de la Hostia continua, siendo inmaterial ya sea que
consideremos las partes A y B unidas por la línea continua AB o no. La maravilla no se incrementa
naturalmente si, por razón de la fracción de la Hostia, las dos partes A y B están ahora
completamente separadas la una de la otra. Sea o no que los fragmentos de la Hostia disten entre
sí una pulgada o miles de millas es completamente inmaterial esta consideración; no debe
sorprendernos entonces que los católicos adoren al Señor en la Eucaristía a un tiempo en México,
Roma o Jerusalén.

¿ESTÁ CRISTO PRESENTE EN LA EUCARISTÍA?

Son varios los caminos por los que podemos acercarnos al Señor Jesús y así vivir una existencia
realmente cristiana, es decir, según la medida de Cristo mismo, de tal manera que sea Él mismo
quien viva en nosotros (ver Gál 2,20). Una vez ascendido a los cielos el Señor nos dejó su Espíritu.
Por su promesa es segura su presencia hasta el fin del mundo (ver Mt 28, 20). Jesucristo se hace
realmente presente en su Iglesia no sólo a través de la Sagrada Escritura, sino también, y de
manera más excelsa, en la Eucaristía.

¿Qué quiere decir Jesús con "venid a mí"? Él mismo nos revela el misterio más adelante: "Yo soy el
pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, el que crea en mí no tendrá nunca sed." (Jn 6,
35). Jesús nos invita a alimentarnos de Él. Es en la Eucaristía donde nos alimentamos del Pan de
Vida que es el Señor Jesús mismo.

¿NO ESTÁ CRISTO HABLANDO DE FORMA SIMBÓLICA?

Cristo, se arguye, podría estar hablando simbólicamente. Él dijo: "Yo soy la vid" y Él no es una vid;
"Yo soy la puerta" y Cristo no es una puerta.

Pero el contexto en el que el Señor Jesús afirma que Él es el pan de vida no es simbólico o
alegórico, sino doctrinal. Es un diálogo con preguntas y respuestas como Jesús suele hacer al
exponer una doctrina.
A las preguntas y objeciones que le hacen los judíos en el Capítulo 6 de San Juan, Jesucristo
responde reafirmando el sentido inmediato de sus palabras. Entre más rechazo y oposición
encuentra, más insiste Cristo en el sentido único de sus palabras: "Mi carne es verdadera comida y
mi sangre verdadera bebida" (v.55).

Esto hace que los discípulos le abandonen (v. 66). Y Jesucristo no intenta retenerlos tratando de
explicarles que lo que acaba de decirles es tan solo una parábola. Por el contrario, interroga a sus
mismos apóstoles: "¿También vosotros queréis iros?". Y Pedro responde: "Pero Señor... ¿con
quién nos vamos si sólo tú tienes palabras de vida eterna?" (v. 67-68).

Los Apóstoles entendieron en sentido inmediato las palabras de Jesús en la última cena. "Tomó
pan... y dijo: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo." (Lc 22,19). Y ellos en vez de decirle: "explícanos
esta parábola," tomaron y comieron, es decir, aceptaron el sentido inmediato de las palabras.
Jesús no dijo "Tomad y comed, esto es como si fuera mi cuerpo.es un símbolo de mi sangre".

Alguno podría objetar que las palabras de Jesús "haced esto en memoria mía" no indican sino que
ese gesto debía ser hecho en el futuro como un simple recordatorio, un hacer memoria como
cualquiera de nosotros puede recordar algún hecho de su pasado y, de este modo, "traerlo al
presente" . Sin embargo esto no es así, porque memoria,anamnesis o memorial, en el sentido
empleado en la Sagrada Escritura, no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado,
sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la
celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. Así,
pues, cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace
presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz permanece siempre
actual (ver Hb 7, 25-27). Por ello la Eucaristía es un sacrificio (ver Catecismo de la Iglesia Católica
nn. 1363-1365).

San Pablo expone la fe de la Iglesia en el mismo sentido: "La copa de bendición que bendecimos,
¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el
cuerpo de Cristo?". (1Cor 10,16). La comunidad cristiana primitiva, los mismos testigos de la última
cena, es decir, los Apóstoles, no habrían permitido que Pablo transmitiera una interpretación falsa
de este acontecimiento.

Los primeros cristianos acusan a los docetas (aquellos que afirmaban que el cuerpo de Cristo no
era sino una mera apariencia) de no creer en la presencia de Cristo en la Eucaristía: "Se abstienen
de la Eucaristía, porque no confiesan que es la carne de nuestro Salvador." San Ignacio de
Antioquía (Esmir. VII).

Finalmente, si fuera simbólico cuando Jesús afirma: "El que come mi carne y bebe mi sangre...",
entonces también sería simbólico cuando añade: "...tiene vida eterna y yo le resucitaré en el
último día" (Jn 6,54). ¿Acaso la resurrección es simbólica? ¿Acaso la vida eterna es simbólica?
Todo, por lo tanto, favorece la interpretación literal o inmediata y no simbólica del discurso. No es
correcto, pues, afirmar que la Escritura se debe interpretar literalmente y, a la vez, hacer una
arbitraria y brusca excepción en este pasaje.

CAPÍTULO 6

SI LA MISA REMEMORA EL SACRIFICIO DE JESÚS, ¿CRISTO VUELVE A PADECER EL CALVARIO EN


CADA MISA?

La carta a los Hebreos dice: "Pero Él posee un sacerdocio perpetuo, porque permanece para
siempre... Así es el sacerdote que nos convenía: santo inocente...que no tiene necesidad de
ofrecer sacrificios cada día... Nosotros somos santificados, mediante una sola oblación ... y con la
remisión de los pecados ya no hay más oblación por los pecados." (Hb 7, 26-28 y 10, 14-18).

La Iglesia enseña que la Misa es un sacrificio, pero no como acontecimiento histórico y visible, sino
como sacramento y, por lo tanto, es incruento, es decir, sin dolor ni derramamiento de sangre (ver
Catecismo de la Iglesia Católica n. 1367).

Por lo tanto, en la Misa Jesucristo no sufre una "nueva agonía", sino que es la oblación amorosa
del Hijo al Padre, "por la cual Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados"
(Concilio Vaticano II. Sacrosanctum Concilium n. 7).

El sacrificio de la Misa no añade nada al Sacrificio de la Cruz ni lo repite, sino que "representa," en
el sentido de que "hace presente" sacramentalmente en nuestros altares, el mismo y único
sacrificio del Calvario (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1366; Pablo VI, Credo del Pueblo de
Dios n. 24).

El texto de Hebreos 7, 27 no dice que el sacrificio de Cristo lo realizó "de una vez y ya se acabó",
sino "de una vez para siempre". Esto quiere decir que el único sacrificio de Cristo permanece para
siempre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1364). Por eso dice el Concilio: "Nuestro Salvador,
en la última cena, ... instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a
perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz." (ver Concilio Vaticano II,
Sacrosanctum Concilium n. 47). Por lo tanto, el sacrificio de la Misa no es una repetición sino re-
presentación y renovación del único y perfecto sacrificio de la cruz por el que hemos sido
reconciliados.

¿PORQUE LA EUCARISTÍA ES UN SACRIFICIO?

La Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo


sacrificio de la Nueva Alianza. El hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la
novedad pascual de la Redención. Esta restitución no puede faltar: es fundamento de la "alianza
nueva y eterna" de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Si llegase a faltar, se debería poner
en tela de juicio bien sea la excelencia del sacrificio de la Redención que fue perfecto y definitivo,
o bien sea el valor sacrificial de la Santa Misa. Por tanto la Eucaristía, siendo verdadero sacrificio,
obra esa restitución a Dios.

En este sentido, el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote, que
lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial
que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin
sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios
espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su presentación en el altar.

Efectivamente, este acto litúrgico solemnizado por casi todas las liturgias, "tiene su valor y su
significado espiritual". El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que
lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu. Es
importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido estricto, encuentra su
expresión en el comportamiento de los participantes. A esto corresponde la llamada procesión de
las ofrendas, prevista por la reciente reforma litúrgica y acompañada, según la antigua tradición,
por un salmo o un cántico.

Todos los que participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella es "Sacrificium", es decir,
una "Ofrenda consagrada". En efecto, el pan y el vino, presentados en el altar y acompañados por
la devoción y por los sacrificios espirituales de los participantes, son finalmente consagrados, para
que se conviertan verdadera, real y sustancialmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre
derramada de Cristo mismo. Así, en virtud de la consagración, las especies del pan y del vino, "re-
presentan", de modo sacramental e incruento, el Sacrificio propiciatorio ofrecido por El en la cruz
al Padre para la salvación del mundo.

¿PORQUE LA EUCARISTÍA ES UN SACRAMENTO?

La recepción de Jesucristo sacramentado bajo las especies de pan y vino en la sagrada Comunión
significa y verifica el alimento espiritual del alma. Y así, en cuanto que en ella se da la gracia
invisible bajo especies visibles, guarda razón de sacramento. Jesús al instituir la Eucaristía le
confiere intrinsecamente el valor sacramental pues a través de ella Él nos transmite su gracia, su
presencia viva. Por ello, la Eucaristía es el más importante de los sacramentos, de donde salen y
hacia el que van todos los demás, centro de la vida litúrgica, expresión y alimento de la comunión
cristiana.

 Sacramento de Unidad. Al referirnos a la Eucaristía como Comunión, estamos proclamando


nuestra unión entre todos los cristianos y nuestra adhesión a la Iglesia con Jesús. Por ello, la
Eucaristía es un sacramento de unidad de la Iglesia, y su celebración sólo es posible donde hay
una comunidad de creyentes.
 Sacramento del amor fraterno. La misma noche que Jesús instituyó la Eucaristía, instituyó el
mandamiento del amor. Por lo tanto, la Eucaristía y el amor a los demás tienen que ir siempre
juntos. Jesús instituye la Eucaristía como prueba de su inmenso amor por nosotros y pide a los
que vamos a participar en ella, que nos amemos como El nos amó. Y, en este sentido, la Eucaristía
tiene que estar necesariamente atencedido por el Sacramento de la Reconciliación pues el recibir
el "alimento de vida eterna" exige una reconciliación constante con los hermanos y con Dios
Padre.

El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja


simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación "profana", que se convertiría muy fácilmente
(si no incluso como norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre
todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a brrar la distinción entre "sacrum" y
"profanum", dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la
desacralización de todo.

En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el "sacrum" de la


Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe
viva de la comunidad cristiana -fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos
aquellos que no comparten la misma fe- garantiza a este "sacrum" el derecho de ciudadanía. El
deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la
libertad de conciencia y de religión.

Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por la
plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de
su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo y de su Iglesia.

CAPITULO 7

LA MISA, SACRIFICIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

LA ENCÍCLICA“MEDIATOR DEI”. REMEDIO A LOS ERRORES QUE CAUSAN EL AUSENTISMO


EUCARÍSTICO

Por el R.P. Bertrand de Margerie s.j.

Frente a la ignorancia concerniente a la misa como sacrificio de Cristo y de la Iglesia, que se


encuentra de lleno en el origen de la tan frecuente abstención eucarística y dominical, Pío XII nos
presenta, en su encíclica “Mediator Dei” (MD) el instrumento de una iniciación en profundidad al
sentido de la misa, vista como centro de la vida cristiana. La concepción sacrificial de la misa es
retomada por el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC). Veremos aquí el porqué y el sentido de la
presentación de la misa como sacrificio de Cristo, primeramente, luego como sacrificio de la
Iglesia, con la ayuda de MD, que pueda facilitar una urgente rectificación pastoral. Al concluir,
sacaremos algunas conclusiones concretas.
1) LA INICIACIÓN A LA MISA COMO SACRIFICIO DE CRISTO

La necesidad fundamental y permanente de la persona humana es regresar a Dios, su principio y


su fin último, en el amor. La misa le ofrece el medio. Pío XII nos lo recuerda a la luz de la
majestuosa definición del Concilio de Trento. “Cristo, Nuestro Señor, sacerdote eterno, habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, durante la última Cena, la noche en que fue
traicionado, quiso, como lo exige la naturaleza humana, dejar a la Iglesia su esposa bien amada un
sacrificio visible para representar el sacrificio que debía cumplirse sólo una vez sobre la Cruz con el
fin de que su recuerdo permaneciese hasta el fin de los siglos, y que la virtud fuese aplicada a la
remisión de nuestros pecados de cada día, ofreció a Dios su Padre su cuerpo y su sangre bajo las
apariencias de pan y de vino, símbolos bajo los cuales los dio a los discípulos, constituyéndolos
sacerdotes del Nuevo Testamento, y ordenándoles a ellos y a sus sucesores que los ofrecieran”.

Para Trento y Pío XII se trata del punto culminante y del centro de la religión cristiana. Este centro
no está constituido por una oración vaga (que bien habría podido tener lugar en un bosque o
sobre un campo deportivo) sino por un sacrificio visible que significa la invisible ofrenda de sí por
la cual Cristo, en nombre de la humanidad, en nombre de cada hombre, ser espiritual y corporal,
alma y cuerpo, llega a su Padre. El sacerdote visible es un sacrificador no sangriento.

Pío XII prosigue señalando que las apariencias eucarísticas, el pan y el vino, bajo las cuales se
encuentran el cuerpo y la sangre de Cristo, simbolizan, no solamente el trabajo humano, sino
además la separación violenta, en la muerte, del cuerpo y la sangre de Jesús.

Así el recuerdo de la muerte real de Cristo sobre el Calvario es renovado en todo el sacrificio del
altar, porque la separación de los símbolos indica claramente a Jesucristo en estado de víctima.

Pío XII subraya además que la comprensión de la misa supone la explicación de muchas nociones
ricas y complejas: Personas divinas, naturaleza humana, sacrificio, muerte, alma, cuerpo. Todas
estas nociones deben ser, al menos obscuramente, comprendidas para que sea percibido lo que es
la misa en su esencia, tal como la Iglesia la comprende. La ausencia de muchos en la Misa del
domingo parece excusable en la medida en que ignoran la Cruz como sacrificio, así como el
misterio pascual: es el Resucitado que opera a través del sacerdote el misterio de la
Transubstanciación, es decir que cambia toda la substancia del pan (y la del vino) en el cuerpo y la
sangre de Cristo. Pero Pío XII no se limita a decir lo que es la misa, toda misa: responde a la
pregunta ¿Por qué la misa? ¿Cómo? Recordando la doctrina de los cuatro fines del sacrificio
eucarístico (II, 1 col. 216):

Cristo Sacerdote quiere adorar, glorificar, alabar en un homenaje que no cesa jamás. Se puede
recordar en esta ocasión la magnífica fórmula del cardenal de Bérulle: Cristo es el Adorador
infinito, el único Adorador, el Perfecto Adorador, el divino Adorador.
El segundo fin perseguido por Cristo Sacerdote es la acción de gracias que sólo el Hijo puede
ofrecer dignamente: el Sacrificio de la Cruz, “prolongado” por la Eucaristía, es la súplica del Hijo al
Padre en nombre de toda la humanidad. Luego viene la finalidad de expiación, propiciación,
reconciliación de todo el género humano con el Padre, ofendido por sus faltas. El Hijo nos arranca
así de la dominación del demonio, príncipe de este mundo. Nadie más que Cristo, recuerda Pío XII,
podía ofrecer a Dios satisfacción por todas las faltas del género humano.

Por último, Cristo persigue un fin de impetración: quiere pedir por nosotros, “reducidos a la
pobreza y a una mancha - hijos pródigos que hemos empleado mal los bienes recibidos del Padre -,
para que por su mediación eficaz seamos colmados de toda bendición y de toda gracia”.

Estos cuatro fines del sacrificio no suponen solamente los diferentes sacrificios de la Primera
Alianza, sino además las promesas de Jesús durante su vida pública en lo concerniente a la oración
al Padre en su nombre (Juan 14 a 16), su exaltación de la alabanza del Padre (Mt 11), las peticiones
condicionales de su Agonía y su insistencia frente a los leprosos curados bajo la acción de la gracia
(Lc 17). Y ellas se sitúan todas sobre el fondo de una humanidad carente de la Cruz: ingrata, no
adoradora, no expiadora, ignorante de su necesidad perpetua de auxilio divino: intentaremos, en
la medida de lo posible, preservar a los jóvenes del peligro de la ingratitud y de la injusticia para
con Dios atrayendo sus atenciones sobre las finalidades perseguidas por Cristo Salvador en cada
Misa, las cuatro finalidades del sacrificio. El Cristo de la Misa nos dice en substancia: adora,
agradece, suplica, pide perdón.

La Misa nos recuerda que no hay salvación fuera de la Cruz: “Cada hombre, en particular, agrega
Pío XII, debe entrar en contacto vital con el sacrificio de la Cruz, Cristo ha querido morir como
cabeza del género humano”, es decir en nombre nuestro y por nosotros, por esa razón sobre el
Calvario Cristo estableció una piscina de expiación y de salvación, que llenó con su sangre
derramada, pero si los hombres no se zambullen en ella y lavan sus pecados, no pueden obtener ni
purificación ni salvación”. Por el contrario, haciendo suyos los cuatro fines de Cristo, unen el
sacrificio de la Iglesia al de Cristo (Col. 217).

2) LA INICIACIÓN A LA MISA COMO SACRIFICIO DE LA IGLESIA

Pío XII subraya que la Misa es un sacrificio no solamente interior, sino además exterior,
correspondiente a la naturaleza del hombre, ser no solamente espiritual sino además corporal. Es
un sacrificio existencial y ritual que supone, como la salvación misma, la cooperación libre y
voluntaria de la persona humana. Esta cooperación manifestada en y por la participación física en
la Misa, constituye el deber principal y el honor supremo para el cristiano (CEC, art. 1368-1372). La
participación interior y exterior en la misa, he ahí el deber de estado en tanto que tal; sus otros
deberes no constituyen su deber de estado cristiano sino de hombre.

Esta cooperación en Cristo y con Él supone que ofreciendo a Cristo el cristiano se ofrece al Padre
por Él y con Él, participando de los sentimientos de Cristo crucificado, de su humilde dulzura, de su
caridad (Ph. 2): sacrificio de Cristo al que debe asociarse mediante la oblación de su propia vida y
de su muerte futura; la omisión de esta oblación íntima como víctima, por el desapego de toda
criatura y el apego prioritario a la voluntad divina, el desconocimiento de este deber y de este acto
de íntima oblación sacrificial, en una palabra la no oblación de sí de un miembro de la Iglesia y de
toda la Iglesia con Cristo constituyen, a mis ojos, una razón fundamental del ausentismo
eucarístico y de la deserción frente a la obligación dominical.

La Misa, como sacrificio de la Iglesia, esta insistencia fundamental de toda la tradición católica,
indican que se debe presentar a los fieles la concepción que Pío XII heredó de Benedicto XIV:
comulgar no es sólo comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo, sino convertirse así en una sola
víctima con el Dios hecho hombre para la Iglesia y para el mundo (cf. MD, II, 1-3).

De ahí la grandiosa visión por la cual Pío XII (siguiendo a San Roberto Bellarmino y a San Agustín)
ve, en el sacrificio del altar, el sacrificio general por el cual todo el Cuerpo Místico de Cristo se
ofrece a Dios a través de Cristo; de donde resulta que debemos “inmolarnos todos al Padre eterno
con nuestra Cabeza que ha sufrido por nosotros” (II, 2,2 col. 224 de la Doc. Cat.)

Dicho de otra manera, siguiendo la expresión del P. Yves de Montcheuil, cada Misa es el signo
visible del invisible sacrificio de Cristo y de su Iglesia. E inclusive de toda la humanidad en tanto
que ella consiente a su salvación. Es inseparablemente el sacrificio general y el sacrificio individual
de Cristo y de cada cristiano en Él.

En este contexto, sea la primera comunión, sea la profesión de fe, sea la confirmación, podría ser
una excelente ocasión de incitar a cada cristiano a ofrecer un honorario de Misa, a ofrecer así el
pan y el vino que se convertirán en la divina Víctima y de esta manera hacer tomar o retomar , por
todos y cada uno, la maravillosa costumbre de hacer celebrar misas en sufragio de sus intenciones
y más especialmente para obtener la gracia de la perseverancia final en la participación dominical
en la Misa

Para resumir, se trata de restaurar en todos los bautizados la conciencia de participar en el


sacerdocio de Cristo, conciencia que alcanza su ejercicio supremo en la ofrenda de la Misa.

Lejos de hacer desaparecer este aspecto interior y fundamental, el aspecto ritual, exterior y
cotidiano de la misa debe ayudar a ponerla en relieve: Pío XII nos recuerda que el “rito exterior del
sacrificio debe por su naturaleza manifestar el culto interior; agrega: “El sacrificio de la Ley Nueva
significa el homenaje supremo por el cual el principal oferente, Cristo, y , con Él y por Él, todos sus
miembros místicos rinden a Dios el honor y el respeto que le son debidos”

De ahí la insistencia de Pío XII (II, 3, sub fine) sobre la acción de gracias privada que debe
completar en alguna manera la acción de gracias pública que es el Sacrificio eucarístico. Pío XII
consagra a este fin dos páginas enteras. Se trata de “zambullirnos en el santísimo amor de Cristo y
de tomar parte en los actos por los cuales Él mismo adora a la augusta Trinidad (...) rinde al Padre
Eterno acciones de gracias y de alabanzas por las cuales, principalmente, nos ofrecemos y nos
inmolamos como víctimas”. En suma, esta acción de gracias privada, siguiendo a Pío XII, debe
ocasionar una apropiación privada de los cuatro fines por los cuales Jesucristo mismo ofrece su
sacrificio sobre la Cruz, renovándolo en cada Misa. Presente en nosotros por la Comunión, Cristo
no está inactivo, sino que adora, agradece, suplica y se ofrece como víctima. El rechazo o la
reducción excesiva de la acción de gracias privada parece manifestar un desconocimiento de Cristo
Adorador y Reparador, Sacerdote y Víctima. La formación en la acción de gracias privada es un
elemento esencial de la educación eucarística y podrá, en muchísimos casos, condicionar la
presencia dominical. Ella puede ser hecha en unión con María, como lo indica San Luis María
Grignon de Montfort, en su tratado sobre la “verdadera devoción” a María.

Conclusión

1) Poco antes de darnos esta notable carta sobre la mediación sacrificial de Cristo, el Papa Pío XII
había resumido magníficamente los frutos personales y sociales de la misa en su alocución del 20
de febrero de 1946:

“El presente para muchos no es más que la huida desordenada de un torrente, que precipita a los
hombres como detritus en la noche oscura de un porvenir donde se van a perder con la corriente
que los lleva.

Sólo la Iglesia puede reconducir al hombre desde esas tinieblas hacia la luz; sólo ella puede darle la
conciencia de un pasado vigoroso, el dominio del presente, la seguridad frente al futuro ...

¿No vemos todos los días sobre nuestros innumerables altares a Cristo, Víctima divina, cuyos
brazos se extienden de un extremo del mundo al otro, envolver y abrazar simultáneamente en su
pasado, en su presente y en su futuro a la sociedad humana entera?

En la Santa Misa, los hombres adquieren una mayor conciencia de su pasado de faltas, y al mismo
tiempo, de los inmensos beneficios recibidos en el memorial del Gólgota, del más grande
acontecimiento de la historia de la humanidad; reciben la fuerza querida para liberarse de la más
profunda miseria del presente, la miseria de los pecados cotidianos, al punto que inclusive los más
abandonados sienten el soplo de amor personal de Dios misericordioso; y sus miradas se dirigen
hacia un futuro seguro, hacia la consumación del tiempo en la victoria del Señor, que está ahí
sobre el altar, de ese Juez Supremo que pronunciará un día la última y definitiva sentencia...

En la Santa Misa, la Iglesia brinda, por consecuencia, su más grande contribución a la edificación
de la sociedad humana””

2) Estamos alentados a organizar, por ejemplo en las capellanías, grupos de lectura de Mediator
Dei.
3) Esta encíclica de Pío XII podría ser (junto con el libro del Cardenal Lustiger sobre la Misa) un
bello obsequio a ofrecer a los adolescentes o con ocasión de la profesión de fe. Una edición
anotada para jóvenes (con división paragráfica) la haría además más útil. Todos los que hacen con
gusto estudios secundarios comprenderían fácilmente el sentido general del documento de Pío XII.

4) La ofrenda cotidiana del Apostolado de la Oración pone a la Misa en el centro de la vida


cotidiana.

CAPÍTULO 8

SEPA LO QUE DEBE Y NO DEBE HACERSE EN LA CELEBRACIÓN DE LA MISA

La instrucción Redemptionis Sacramentum, describe detalladamente cómo debe celebrarse la


Eucaristía y lo que puede considerarse como "abuso grave" durante la ceremonia. Aquí les
ofrecemos un resumen de las normas que el documento recuerda a toda la Iglesia.

En el Capítulo I sobre la "ordenación de la Sagrada Liturgia" se señala que:

 Compete a la Sede Apostólica ordenar la sagrada Liturgia de la Iglesia universal, editar los libros
litúrgicos, revisar sus traducciones a lenguas vernáculas y vigilar para que las normas litúrgicas se
cumplan fielmente.
 Los fieles tienen derecho a que la autoridad eclesiástica regule la sagrada Liturgia de forma plena
y eficaz, para que nunca sea considerada la liturgia como propiedad privada de alguien.
 El Obispo diocesano es el moderador, promotor y custodio de toda la vida litúrgica. A él le
corresponde dar normas obligatorias para todos sobre materia litúrgica, regular, dirigir, estimular
y algunas veces también reprender.
 Compete al Obispo diocesano el derecho y el deber de visitar y vigilar la liturgia en las iglesias y
oratorios situados en su territorio, también aquellos que sean fundados o dirigidos por los citados
institutos religiosos, si los fieles acuden a ellos de forma habitual.
 Todas las normas referentes a la liturgia, que la Conferencia de Obispos determine para su
territorio, conforme a las normas del derecho, se deben someter a la recognitio de
la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, sin la cual, carecen de
valor legal.

En el Capítulo II sobre la "participación de los fieles laicos en la celebración de la Eucaristía", se


establece que:

 La participación de los fieles laicos en la celebración de la Eucaristía, y en los otros ritos de la


Iglesia, no puede equivaler a una mera presencia, más o menos pasiva, sino que se debe valorar
como un verdadero ejercicio de la fe y la dignidad bautismal.
 Se debe recordar que la fuerza de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente de los ritos,
sino, verdaderamente, en profundizar en la palabra de Dios y en el misterio que se celebra.
 Sin embargo, no se deduce necesariamente que todos deban realizar otras cosas, en sentido
material, además de los gestos y posturas corporales, como si cada uno tuviera que asumir,
necesariamente, una tarea litúrgica específica; aunque  conviene que se distribuyan y realicen
entre varios las tareas o las diversas partes de una misma tarea.
 Se alienta la participación de lectores y acólitos que estén debidamente preparados y sean
recomendable por su vida cristiana, fe, costumbres y fidelidad hacia el Magisterio de la Iglesia.
 Se alienta la presencia de niños o jóvenes monaguillos que realicen un servicio junto al altar,
como acólitos, y reciban una catequesis conveniente, adaptada a su capacidad, sobre esta tarea. A
esta clase de servicio al altar pueden ser admitidas niñas o mujeres, según el juicio del Obispo
diocesano y observando las normas establecidas.

En el Capítulo 3, sobre la "celebración correcta de la Santa Misa" se especifica sobre:

LA MATERIA DE LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

 El pan a consagrar debe ser ázimo, de sólo trigo y hecho recientemente. No se pueden usar
cereales, sustancias diversas del trigo. Es un abuso grave introducir en su fabricación frutas,
azúcar o miel.
 Las hostias deben ser preparadas por personas honestas, expertas en la elaboración y que
dispongan de los instrumentos adecuados.
 Las fracciones del pan eucarístico deben ser repartidas entre los fieles, pero cuando el número de
estos excede las fracciones se deben usar sobre todo hostias pequeñas.
 El vino del Sacrificio debe ser natural, del fruto de la vid, puro y sin corromper, sin mezcla de
sustancias extrañas. En la celebración se le debe mezclar un poco de agua. No se debe admitir
bajo ningún pretexto otras bebidas de cualquier género.

LA PLEGARIA EUCARÍSTICA

 Sólo se pueden utilizar las Plegarias Eucarísticas del Misal Romano o las aprobadas por la Sede
Apostólica. Los sacerdotes no tienen el derecho de componer plegarias eucarísticas, cambiar el
texto aprobado por la Iglesia, ni utilizar otros, compuestos por personas privadas.
 Es un abuso hacer que algunas partes de la Plegaria Eucarística sean pronunciadas por el diácono,
por un ministro laico, o bien por uno sólo o por todos los fieles juntos. La Plegaria Eucarística debe
ser pronunciada en su totalidad, y solamente, por el sacerdote.
 El sacerdote no puede partir la hostia en el momento de la consagración.
 En la Plegaria Eucarística no se puede omitir la mención del Sumo Pontífice y del
Obispo diocesano.

LAS OTRAS PARTES DE LA MISA

 Los fieles tienen el derecho de tener una música sacra adecuada e idónea y que el altar, los
paramentos y los paños sagrados, según las normas, resplandezcan por su dignidad, nobleza y
limpieza.
 No se pueden cambiar los textos de la sagrada Liturgia.
 No se pueden separar la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, ni celebrarlas en lugares y
tiempos diversos.
 La elección de las lecturas bíblicas debe seguir las normas litúrgicas. No está permitido omitir o
sustituir, arbitrariamente, las lecturas bíblicas prescritas ni cambiar las lecturas y el salmo
responsorial con otros textos no bíblicos.
 La lectura evangélica se reserva al ministro ordenado. Un laico, aunque sea religioso, no debe
proclamar la lectura evangélica en la celebración de la Misa.
 La homilía nunca la hará un laico. Tampoco los seminaristas, estudiantes de teología, asistentes
pastorales ni cualquier miembro de alguna asociación de laicos.
 La homilía debe iluminar desde Cristo los acontecimientos de la vida, sin vaciar el sentido
auténtico y genuino de la Palabra de Dios, por ejemplo, tratando sólo de política o de temas
profanos, o tomando como fuente ideas que provienen de movimientos pseudo-religiosos.
 No se puede admitir un "Credo" o Profesión de fe que no se encuentre en los libros litúrgicos
debidamente aprobados.
 Las ofrendas, además del pan y el vino, sí pueden comprender otros dones. Estos últimos se
pondrán en un lugar oportuno, fuera de la mesa eucarística.
 La paz se debe dar antes de distribuir la sagrada Comunión, y se recuerda que esta práctica no
tiene un sentido de reconciliación ni de perdón de los pecados.
 Se sugiere que el gesto de la paz sea sobrio y se dé a sólo a los más cercanos. El sacerdote puede
dar la paz a los ministros, permaneciendo en el presbiterio, para no alterar la celebración y del
mismo modo si, por una causa razonable, desea dar la paz a algunos fieles. El gesto de paz lo
establece la Conferencia de Obispos, con el reconocimiento de la Sede Apostólica, "según la
idiosincrasia y las costumbres de los pueblos".
 La fracción del pan eucarístico la realiza solamente el sacerdote celebrante, ayudado, si es el
caso, por el diácono o por un concelebrante, pero no por un laico. Ésta comienza después de dar
la paz, mientras se dice el "Cordero de Dios".
 Es preferible que las instrucciones o testimonios expuestos por un laico se hagan fuera de la
celebración de la Misa. Su sentido no debe confundirse con la homilía, ni suprimirla.

UNIÓN DE VARIOS RITOS CON LA CELEBRACIÓN DE LA MISA

 No se permite la unión de la celebración eucarística con otros ritos cuando lo que se añadiría


tiene un carácter superficial y sin importancia.
 No es lícito unir el Sacramento de la Penitencia con la Misa y hacer una única acción litúrgica. Sin
embargo, los sacerdotes, independientemente de los que celebran la Misa, sí pueden escuchar
confesiones, incluso mientras en el mismo lugar se celebra la Misa. Esto debe hacerse de manera
adecuada.
 La celebración de la Misa no puede ser intercalada como añadido a una cena común, ni unirse
con cualquier tipo de banquete. No se debe celebrar la Misa, a no ser por grave necesidad, sobre
una mesa de comedor, o en el comedor, o en el lugar que será utilizado para un convite, ni en
cualquier sala donde haya alimentos. Los participantes en la Misa tampoco se sentarán en la
mesa, durante la celebración.
 No está permitido relacionar la celebración de la Misa con acontecimientos políticos o
mundanos, o con otros elementos que no concuerden plenamente con el Magisterio.
 No se debe celebrar la Misa por el simple deseo de ostentación o celebrarla según el estilo de
otras ceremonias, especialmente profanas.
 No se debe introducir ritos tomados de otras religiones en la celebración de la Misa.

En el capítulo 4, sobre la "Sagrada Comunión", se ofrecen disposiciones como:


 Si se tiene conciencia de estar en pecado grave, no se debe celebrar ni comulgar sin acudir antes a
la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de
confesarse.
 Debe vigilarse para que no se acerquen a la sagrada Comunión, por ignorancia, los no católicos o,
incluso, los no cristianos.
 La primera Comunión de los niños debe estar siempre precedida de la confesión y absolución
sacramental. La primera Comunión siempre debe ser administrada por un sacerdote y nunca fuera
de la celebración de la Misa.
 El sacerdote no debe proseguir la Misa hasta que haya terminado la Comunión de los fieles.
 Sólo donde la necesidad lo requiera, los ministros extraordinarios pueden ayudar al sacerdote
celebrante.
 Se puede comulgar de rodillas o de pie, según lo establezca la Conferencia de Obispos, con la
confirmación de la Sede Apostólica.
 Así pues, no es lícito negar la sagrada Comunión a un fiel, por ejemplo, sólo por el hecho de
querer recibir la Eucaristía arrodillado o de pie.  
 Los fieles tienen siempre derecho a elegir si desean recibir la Comunión en la boca, pero si el que
va a comulgar quiere recibir el Sacramento en la mano, se le debe dar la Comunión.
 Si existe peligro de profanación, el sacerdote no debe distribuir a los fieles la Comunión en la
mano.
 Los fieles no deben tomar la hostia consagrada ni el cáliz sagrado por uno mismo, ni mucho
menos pasarlos entre sí de mano en mano.
 Los esposos, en la Misa nupcial, no deben administrarse de modo recíproco la sagrada Comunión.
 No debe distribuirse a manera de Comunión, durante la Misa o antes de ella, hostias no
consagradas, otros comestibles o no comestibles.
 Para comulgar, el sacerdote celebrante o los concelebrantes no deben esperar que termine la
comunión del pueblo.
 Si un sacerdote o diácono entrega a los concelebrantes la hostia sagrada o el cáliz, no debe decir
nada, es decir, no pronuncia las palabras "el Cuerpo de Cristo" o "la Sangre de Cristo".
 Para administrar a los laicos Comunión bajo las dos especies, se deben tener en cuenta,
convenientemente, las circunstancias, sobre las que deben juzgar en primer lugar los Obispos
diocesanos.
 Se debe excluir totalmente la administración de la Comunión bajo las dos especies cuando
exista peligro, incluso pequeño, de profanación.
 No debe administrarse la Comunión con el cáliz a los laicos donde: 1) sea tan grande el número
de los que van a comulgar que resulte difícil calcular la cantidad de vino para la Eucaristía y exista
el peligro de que sobre demasiada cantidad de Sangre de Cristo, que deba sumirse al final de la
celebración»; 2) el acceso ordenado al cáliz sólo sea posible con dificultad; 3) sea necesaria tal
cantidad de vino que sea difícil poder conocer su calidad y proveniencia; 4) cuando no esté
disponible un número suficiente de ministros sagrados ni de ministros extraordinarios de la
sagrada Comunión que tengan la formación adecuada; 5) donde una parte importante del pueblo
no quiera participar del cáliz por diversos motivos.
 No se permite que el comulgante moje por sí mismo la hostia en el cáliz, ni reciba en la mano la
hostia mojada. La hostia que se debe mojar debe hacerse de materia válida y estar consagrada.
Está absolutamente prohibido el uso de pan no consagrado o de otra materia.

En el capítulo 5, sobre "otros aspectos que se refieren a la Eucaristía", se aclara que:


 La celebración eucarística se ha de hacer en lugar sagrado, a no ser que, en un caso particular, la
necesidad exija otra cosa.
 Nunca es lícito a un sacerdote celebrar la Eucaristía en un templo o lugar sagrado de cualquier
religión no cristiana.
 Siempre y en cualquier lugar es lícito a los sacerdotes celebrar el santo sacrificio en latín.
 Es un abuso suspender de forma arbitraria la celebración de la santa Misa en favor del pueblo,
bajo el pretexto de promover el "ayuno de la Eucaristía".
 Se reprueba el uso de vasos comunes o de escaso valor, en lo que se refiere a la calidad, o
carentes de todo valor artístico, o simples cestos, u otros vasos de cristal, arcilla, creta y otros
materiales, que se rompen fácilmente.
 La vestidura propia del sacerdote celebrante es la casulla revestida sobre el alba y la estola. El
sacerdote que se reviste con la casulla debe ponerse la estola.
 Se reprueba no llevar las vestiduras sagradas, o vestir solo la estola sobre la cogulla monástica, o
el hábito común de los religiosos, o la vestidura ordinaria.

En el capítulo 6, el documento trata sobre "la reserva de la Santísima Eucaristía y su culto fuera de
la Misa". Se recuerda que:

 El Santísimo Sacramento debe reservarse en un sagrario, en la parte más noble, insigne y


destacada de la iglesia, y en el lugar más apropiado para la oración.
 Está prohibido reservar el Santísimo Sacramento en lugares que no están bajo la segura autoridad
del Obispo o donde exista peligro de profanación.
 Nadie puede llevarse la Sagrada Eucaristía a casa o a otro lugar.
 No se excluye el rezo del rosario delante de la reserva eucarística o del santísimo Sacramento
expuesto.
 El Santísimo Sacramento nunca debe permanecer expuesto sin suficiente vigilancia, ni siquiera
por un tiempo muy breve.
 Es un derecho de los fieles visitar frecuentemente el Santísimo Sacramento.
 Es conveniente no perder la tradición de realizar procesiones eucarísticas.

El capítulo 7 versa sobre "los ministerios extraordinarios de los fieles laicos". Allí el documento
especifica que:

 Las tareas pastorales de los laicos no deben asimilarse demasiado a la forma del ministerio
pastoral de los clérigos. Los asistentes pastorales no deben asumir lo que propiamente pertenece
al servicio de los ministros sagrados.
 Solo por verdadera necesidad se puede recurrir al auxilio de ministros extraordinarios en la
celebración de la Liturgia.
 Nunca es lícito a los laicos asumir las funciones o las vestiduras del diácono o del sacerdote, u
otras vestiduras similares. 
 Si habitualmente hay un número suficiente de ministros sagrados, no se pueden
designar ministros extraordinarios de la sagrada Comunión. En tales circunstancias, los que han
sido designados para este ministerio, no deben ejercerlo.
 Se reprueba la costumbre sacerdotes que, a pesar de estar presentes en la celebración,
se abstienen de distribuir la comunión, encomendando esta tarea a laicos.
 Al ministro extraordinario de la sagrada Comunión nunca le está permitido delegar en ningún
otro para administrar la Eucaristía.
 Los laicos tienen derecho a que ningún sacerdote, a no ser que exista verdadera imposibilidad,
rechace nunca celebrar la Misa en favor del pueblo, o que ésta sea celebrada por otro sacerdote,
si de diverso modo no se puede cumplir el precepto de participar en la Misa, el domingo y los
otros días establecidos.
 Cuando falta el ministro sagrado, el pueblo cristiano tiene derecho a que el Obispo, en lo posible,
procure que se realice alguna celebración dominical para esa comunidad.
 Es necesario evitar cualquier confusión entre este tipo de reuniones y la celebración eucarística.
 El clérigo que ha sido apartado del estado clerical está prohibido de ejercer la potestad de orden.
No le está permitido celebrar los sacramentos. Los fieles no pueden recurrir a él para la
celebración.

El capítulo 8 está dedicados a los Remedios:

 Cualquier católico tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico, ante el Obispo
diocesano o el Ordinario competente que se le equipara en derecho, o ante la Sede Apostólica, en
virtud del primado del Romano Pontífice.

CAPITULO 9

GESTOS Y SÍMBOLOS DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

:: LOS COLORES :: LA CENIZA


:: EL FUEGO :: EL CIRIO PASCUAL
:: EL INCIENSO :: LA COLECTA
:: IMPOSISCIÓN DE MANOS :: LA COMUNIÓN
:: SALUDO DE LA PAZ :: COMER EL PAN
:: BESAR LOS EVANGELIOS :: PARTIR EL PAN
:: LA SEÑAL DE LA CRUZ :: LOS GOLPES DE PECHO
:: EL AGUA :: ARRODILLARSE
:: LAS CAMPANAS :: PONERSE DE PIE
:: EL CANTO :: LAVARSE LAS MANOS (SACERDOTE)
:: GOTAS DE AGUA EN EL VINO

¿POR QUÉ Y PARA QUÉ LOS DIVERSOS COLORES EN LA CELEBRACIÓN LITÚRGICA?

El color como uno de los elementos visuales más sencillo y eficaces, quiere ayudarnos a celebrar
mejor nuestra fe. Su lenguaje simbólico nos ayuda a penetrar mejor en los misterios celebrados:
 "La diversidad de colores en las vestiduras sagradas tiene como fin expresar con más eficacia, aún
exteriormente tanto las características de los misterios de la fe que se celebran como el sentido
progresivo de la vida cristiana a lo largo del año litúrgico." (Misal romano - IGMR 307)

LOS COLORES ACTUALES DE NUESTRA CELEBRACIÓN:


Actualmente el Misal (IGMR) ofrece este abanico de colores en su distribución del Año Litúrgico:

a) Blanco: 
Es el color privilegiado de la fiesta cristiana y el color más adecuado para celebrar:
-La Navidad y la Epifanía
-La Pascua en toda su cincuentena
-Las Fiestas de Cristo y de la Virgen, a no ser que por su cercanía al misterio de la Cruz se indique el
uso del rojo. -Fiestas de ángeles y santos que no sean mártires.
-Ritual de la Unción
-Unción y el Viático
b) Rojo:
Es el color elegido para:
-La celebración del Domingo de Pasión (Ramos) y el Viernes Santo, porque remite simbólicamente
a la muerte martirial de Cristo.
-En la Fiesta de Pentecostés, porque el Espíritu es fuego y vida. 
-Otras celebraciones de la Pasión de Cristo, como la fiesta de la Exaltación de la Cruz.
-Las fiestas de los Apóstoles, Evangelistas y Mártires, por su cercanía ejemplar y testimonial a la
Pascua de Cristo.
-La Confirmación (Ritual Nº 20) se puede celebrar con vestiduras rojas o blancas apuntando al
misterio del espíritu o a la fiesta de una iniciación cristiana a la Nueva Vida.
c) Verde:
El verde como color de paz, serenidad, esperanza se utiliza para celebrar el Tiempo Ordinario del
Año Litúrgico. El Tiempo ordinario son esas 34 semanas en las que no se celebra un misterio
concreto de Cristo, sino el conjunto de la Historia de la salvación y sobre todo el misterio semanal
del Domingo como Día del Señor. 
d) Morado:
Este color que remite a la discreción, penitencia y a veces, dolor, es con el que se distingue la
celebración del 
-Adviento y la Cuaresma
-las celebraciones penitenciales y las exequias cristianas.

e) Negro:
Que había sido durante los siglos de la Edad Media el color del Adviento y la Cuaresma, ha
quedado ahora mucho más discretamente relegado: queda sólo como facultativo en las exequias y
demás celebraciones de difuntos.
f) Rosa:
El color rosa, que no había cuajado en la historia para la liturgia, queda también como posible para
dos domingos que marcan el centro del Adviento y la Cuaresma: el domingo "Gaudete" (3º de
Adviento)  y el domingo "Laetare" (4º de Cuaresma).
g) Azul:
Con sus resonancias de cielo y lejanía es desde el siglo pasado un color privilegiado para celebrar
en España la solemnidad de la Inmaculada, aunque en el misal romano no aparezca.

EL FUEGO 

En nuestras celebraciones:

- Aparece en forma de lámparas y cirios encendidos durante la celebración o delante del sagrario.
Aparte del simbolismo de la luz entra aquí también esa misteriosa realidad que se llama fuego: la
llama que se va consumiendo lentamente mientras alumbra, embellece, calienta, dando sentido
familiar a la celebración. 

- Vigilia de Pascua: Es la celebración que queda enriquecida de modo más explícito con el
simbolismo del fuego. La hoguera que arde fuera de la Iglesia y de la que se va a encender el Cirio
Pascual remite intensamente al triunfo de la luz sobre la tiniebla, del calor sobre el frío, de la vida
sobre la muerte. De allí partirá la procesión con su festivo grito: "Luz de Cristo", y la luz se irá
comunicando progresivamente a cada uno de los participantes.

El simbolismo de la luz está realmente muy aprovechado en el lenguaje festivo de la Noche


Pascual. Pero en su raíz está el fuego que tiene sus direcciones propias y riquísimas.

Su simbolismo natural

El lenguaje del fuego tiene en nuestra sensibilidad humana y social, una interesante serie de
sentidos.  El fuego calienta, consume, quema, ilumina, purifica, es fuente de energía. Es origen de
innumerables beneficios para la humanidad, pero también destruye, castiga, asusta y mata. Es un
elemento bienhechor pero a la vez  peligroso. Un rayo o un incendio pueden generar calamidades
enormes. Sin el fuego no podemos vivir, pero puede causarnos también la muerte. No es nada
extraño que en torno a este misterioso elemento natural se haya creado todo un simbolismo:

-Para expresar la presencia misma de la divinidad, invisible pero fuerte, incontrolable,


purificadora, castigadora,

-o para designar los sentimientos humanos, como la pasión, que está escondida pero que puede
alcanzar una fuerza inaudita, para bien o para mal: el amor , el odio, el entusiasmo...etc.

-El fuego es también la imagen del calor familiar, el crepitar de la llama en el hogar ilumina la vida,
ahuyenta el frío, da alegría y sensación de bienestar.   

En la Revelación:
Para saber toda la densidad de significado que el fuego puede llegar a tener y lo que puede
expresar también en nuestras celebraciones, no hay mejor medio que repasar, que de lo que él
dicen el Antiguo y Nuevo Testamento.

 Ante todo, el fuego sirve para expresar de algún modo lo que es imposible de expresar:
la presencia misteriosa de Dios mismo en la historia humana. Recordemos el misterioso episodio
de la zarza que arde sin consumirse (Ex 3). Moisés se acerca a un lugar que en seguida reconoce
como sagrado, y oye la voz "Yo soy el Dios de Abraham...".
 También es con el fuego con el que se simboliza el juicio de Dios,  como el fuego que penetra a
todo ser existente, lo pone en evidencia, lo purifica o lo castiga. (Véase: Dan. 7,10 ; Gen 19 ; Is
66,16)

EL INCIENSO

¿Qué quiere simbolizar el incienso?

Lo que el incienso quiere significar en nuestra liturgia nos lo han ido explicando los varios
documentos con sus explicaciones.

 El incienso crea una atmósfera agradable y festiva en torno a lo que se inciensa, a la vez que crea
un aire entre misterioso y sagrado por la sutil impalpabilidad de su perfume y de su humo.
 Expresa elegantemente el respeto y la reverencia hacia una persona o hacia algún símbolo de
Cristo.
 Pero más en profundidad indica la actitud de oración y elevación de la mente hacia Dios. Ya el
Salmo 140 nos hace decir: "suba mi oración como incienso en tu presencia".
 El incienso es símbolo, sobre todo, de la actitud de ofrenda y sacrificio de los creyentes hacia Dios.
El incienso une de algún modo a las personas con el altar, con sus dones y sobre todo con Cristo
Jesús que se ofrece en sacrificio.

¿A quiénes se inciensa?

-El Misal Romano sugiere con libertad el uso del incienso en estos momentos de la Misa:

 Durante la procesión de entrada


 Al comienzo de la Misa para incensar el altar
 En la procesión y proclamación del evangelio
 En el ofertorio, para incensar las ofrendas, el altar, el presidente y el pueblo cristiano
 En la ostensión del Pan consagrado y del Cáliz después de la consagración (IGMR 235)

a)      Llevar incienso en la procesión de entrada e incensar el altar que va a ser el centro de la


celebración eucarística, puede indicar el respeto al lugar, a las personas y al altar, o simplemente
significar el tono festivo y sagrado de la acción que empieza.  Pero el Misal no da demasiado
relieve a este primer gesto: siempre se ha considerado más importante la incensación del altar en
el ofertorio.

b)            La incensación del evangelio   fue entrando a partir del siglo XI como signo de honor y
respeto hacia Aquél cuyas palabras vamos a escuchar. El Misal (IGMR 33 y 35) explica por qué en
el momento del evangelio se acumulan los signos de especial veneración: el lector ordenado, la
postura de pie, el beso y otras muestras de honor entre las que hay que recordar el incienso.

c)            El uso del incienso en el ofertorio  tiene especial interés. El altar y las ofrendas de pan y vino
sobre él se inciensan "para significar de este modo que la oblación de la Iglesia y su oración suben
ante el trono de Dios como el incienso" (IGMR 51).  En este momento "también el sacerdote y el
pueblo pueden ser incensados". Junto con el pan y el vino ofrecidos sobre el altar, y que son
incensados, también el presidente se ofrece a sí mismo, y con él toda la comunidad y así se
convierten ellos mismos en ofrenda y sacrificio, unidos e incorporados al sacrificio de Cristo. Son
las personas, principalmente, las que vienen a ser simbolizadas como ofrenda y homenaje a Dios,
con el gesto del incienso. Si nada más fuera un gesto de honor, se quedaría la asamblea sentada
mientras la inciensan. En cambio, se pone de pie para indicar su actitud positiva, comprometida,
de unión espiritual con las ofrendas eucarísticas.

d)            En la consagración  el acto de la incensación manifiesta al Señor mismo. Todas las


incensaciones se dirigen a los signos sacramentales de la presencia del Señor: el altar, la cruz, el
libro del evangelio, el presidente, la asamblea. Ahora se inciensa el pan y el vino consagrados, el
signo central y eficaz de la auto-donación de Cristo.

LA IMPOSICIÓN DE MANOS

En el Nuevo Testamento la acción e imponer  sobre la cabeza de uno las manos tiene significados
distintos, según el contexto en el que se sitúe. Ante todo puede ser labendición  que uno transmite
a otro, invocando sobre él la benevolencia de Dios. Así , Jesús imponía las manos sobre los niños,
orando por ellos.  La despedida de Jesús en su Ascensión , se expresa también con el mismo gesto:
"alzando las manos los bendijo" (Lc  24,50).

Es una expresión que muchas veces se relaciona a la curación. Jairo pide a Jesús: "Mi hija está a
punto de morir; ven impón tus manos sobre ella para que se cure y viva" (Mc 5,23).

Imponer las manos sobre la cabeza de una persona, significa en muchos otros pasajes,  invocar y
transmitir sobre ella el don del Espíritu Santo para una misión determinada. Así pasa con los
elegidos para el ministerio de diáconos en la comunidad primera: "hicieron oración y les
impusieron las manos" (Act 6,6). 

Hay dos momentos en la celebración de la Eucaristía en que el gesto simbólico tiene particular
énfasis. Ante todo cuando el presidente, en la Plegaria Eucarística, invoca por primera vez al
Espíritu (epíclesis), extendiendo sus manos sobre el pan y el vino: "santifica estos dones con la
efusión de tu Espíritu".  La Bendición Final es el segundo momento en el que el gesto de la
imposición adquiere especial énfasis.

Este gesto nos habla también del don de Dios y la mediación eclesial:

Estupendo binomio: la mano y la palabra. Unas manos extendidas hacia una persona o una cosa, y
unas palabras que oran o declaran. Las manos elevadas apuntando al don divino, y a la vez
mantenidas sobre esta persona o cosa, expresando la aplicación o atribución del mismo don divino
a estas criaturas.

La mano poderosa de Dios que bendice, que consagra, que inviste de autoridad, es representada
sacramentalmente por la ,mano de un ministro de la Iglesia, extendida con humildad y confianza
sobre las personas o los elementos materiales que Dios quiere santificar.

EL SALUDO DE LA PAZ

El Misal describe así el gesto de la paz: Los fieles "imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para
toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad, antes de participar de un mismo
pan" (IGMR 56b).

a)        Se trata de la paz de Cristo: "Mi paz os dejo, mi paz os doy". El saludo y el don del Señor que
se comunica a los suyos en la Eucaristía. No una paz que conquistemos nosotros con nuestro
esfuerzo, sino que nos concede el Señor.

b)        Un gesto de fraternidad cristiana y eucarística: Un gesto que nos hacemos unos a otros
antes de atrevernos a acudir a la comunión: para recibir a Cristo nos debemos sentir hermanos y
aceptarnos los unos a los otros. Todos somos miembros del mismo Cuerpo, la Iglesia de Cristo.
Todos estamos invitados a la misma mesa eucarística. Darnos la paz es un gesto profundamente
religioso, además de humano. Está motivado por la fe más que por la amistad: reconocemos a
Cristo en el hermano al igual que lo reconocemos en el pan y el vino.

EL SACERDOTE BESA EL LIBRO DE LOS EVANGELIOS

Al hacerlo el sacerdote dice en voz baja: "Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados".
Esta frase expresa el deseo de que la Palabra evangélica ejerza su fuerza salvadora perdonando
nuestros pecados. Besar el Evangelio es un gesto de fe en la presencia de Cristo que se nos
comunica como la Palabra verdadera.
LA SEÑAL DE LA CRUZ

No nos damos mucha cuenta, porque ya estamos acostumbrados a ver la Cruz en la Iglesia, en
nuestras casas, pero la Cruz es una verdadera cátedra, desde la que Cristo nos predica siempre la
gran lección del cristianismo.  

La Cruz resume toda la teología sobre Dios, sobre el misterio de la salvación en Cristo, sobre la vida
cristiana.

La Cruz es todo un discurso: Nos presenta a un Dios trascendente pero cercano; un Dios que ha
querido vencer el mal con su propio dolor; un Cristo que es juez y Señor, pero a la vez siervo, que
ha querido llegar a la entrega total de sí mismo, como imagen plástica del amor y de la
condescendencia de Dios; un Cristo que en su Pascua - muerte y resurrección- ha dado al mundo la
reconciliación.

Los cristianos con frecuencia hacemos con la mano la señal de la Cruz, o nos la hacen otros, como
en el caso del bautismo o de las bendiciones.

Es  un gesto sencillo pero lleno de significado. Esta señal de la Cruz es una verdadera confesión de
fe: Dios nos ha salvado en la Cruz de Cristo. Es un signo de pertenencia, de posesión: al hacer
sobre nuestra personas este signo es como si dijéramos: "estoy bautizado, pertenezco a Cristo, El
es mi Salvador, la cruz de Cristo es el origen y la razón de ser de mi existencia cristiana...".

Los cristianos debemos reconocer a la Cruz todo su contenido para que no sea un símbolo vacío. Y
entonces sí, puede ser un signo que continuamente nos alimente la fe y el estilo de vida que Cristo
nos enseñó. Si entendemos la Cruz y nuestro pequeño gesto de la señal de la Cruz es consciente,
estaremos continuamente reorientando nuestra vida en la dirección buena.   

EL AGUA

El agua es una realidad que ya humanamente tiene muchos valores y sentidos: sacia la sed, limpia,
es fuente de vida, origina la fuerza hidráulica...También nos sirve para simbolizar realidades
profundas en el terreno religioso la pureza interior, sobre todo.  Por eso se encuentran las
abluciones o los baños sagrados en todas las culturas y religiones (a orillas del Ganges para los
indios, del Nilo para los egipcios, del Jordán para los judíos).

Para los cristianos el agua sirve muy expresivamente para simbolizar lo que Cristo y su salvación
son para nosotros: Cristo es el "agua viva" que sacia definitivamente nuestra sed (coloquio con la
samaritana: Jn 4); el agua sirve también para describir la presencia vivificante del Espíritu (Jn 7, 37-
39) y para anunciar la felicidad el cielo (Apoc 7, 17; 22, 1).
En nuestra liturgia es lógico que también se utilice este simbolismo.  A veces se usa el agua
sencillamente con una finalidad práctica: por ejemplo en las abluciones de las manos después de
ungir con los Santos Oleos o de los vasos empleados en la Eucaristía. Otras veces un gesto que en
su origen había sido "práctico" ha adquirido ahora un simbolismo: como la mezcla del agua en el
vino, que en siglos pasados era necesario por la excesiva gradación del vino, y que luego adquirió
el simbolismo de nuestra humanidad incorporada a la divinidad de Cristo.

Pero el agua tiene muchas veces un sentido simbólico: lavarse las manos para indicar la
purificación que el sacerdote más que nadie necesita, o lavar los pies para expresar la actitud de
servicio. Sobre todo el agua nos hace celebrar significativamente el Bautismo con el gesto de la
inmersión en agua (bautismo significa inmersión" en griego): porque es un sacramento que nos
hace sumergirnos sacramentalmente en Cristo, en su muerte y resurrección, y nos engendra a la
vida nueva. La aspersión de la comunidad con agua en la Vigilia Pascual, o en el rito de entrada de
la Eucaristía dominical, o el santiguarse con agua al entrar en la Iglesia, son recuerdos simbólicos
del Bautismo. También el hecho de las casas (de las casas, de los objetos, de las personas) o el
gesto de aspersión en las exequías se realicen con agua, quiere prolongar el simbolismo
purificador y vitalizador del Bautismo.

En el rito de la Dedicación de iglesias se asperjan con agua las paredes, el altar y finalmente el
pueblo cristiano: siempre con la misma intención "bautismal", que coenvuelve a las personas, al
edificio y a los objetos de nuestro culto.  Todo queda incorporado a la Pascua de Cristo. Otro
significado del simbolismo del agua es su cualidad de apagar la sed del hombre.  Sed que no es
sólo material, sino que muy expresivamente puede referirse s los deseos más profundos del ser
humano: la felicidad, la libertad, el amor, etc.

LAS CAMPANAS

Es muy antiguo el uso de objetos metálicos para señalar con su sonido la fiesta o la convocatoria
de la comunidad. Desde el sencillo "gong" hasta la técnica evolucionada de los fundidores de
campanas o los campanarios eléctricos actuales, las campanas y las campanillas se han utilizado
expresivamente en la vida social y en el culto. Son instrumentos de metal, en forma de copa
invertida, con un badajo libre.

Cuando los cristianos pudieron construir iglesias, a partir del siglo IV, pronto se habla de torres y
campanarios adosados a las iglesias, con campanas que se convertirán rápidamente en un
elemento muy expresivo para señalar las fiestas y los ritmos de la celebración cristiana. También
dentro de la celebración se utilizaron las campanillas, a partir del siglo XIII, ahora bastante menos
necesarias (IGMR 109 deja libre su uso) porque ya la celebración la seguimos más fácilmente, a no
ser que se quieran hacer servir, no tanto para avisar de un momento -por ejemplo, la consagración
sino para darle simbólicamente realce festivo, como en el Gloria de la Vigilia Pascual.
Los nombres latinos de "signum" o "tintinnabulum" se convierten más tarde, hacia el siglo VI, en el
de "vasa campana", seguramente porque las primeras fundiciones derivan de la región italiana de
Campania.  Las campanas del campanario convocan a la comunidad cristiana, señalan las horas de
la celebración (la Misa mayor), de oración (el Angelus o la oración comunitaria de un monasterio),
diversos momentos de dolor (la agonía o la defunción) o de alegría (la entrada del nuevo obispo o
párroco) y sobre todo con su repique gozoso anuncian las fiestas.  Y así se convierten en un "signo
hecho sonido" de la identidad de la comunidad cristiana, evangelizador de la Buena Noticia de
Cristo en medio de una sociedad que puede estar destruida.  Como también el mismo campanario,
con su silueta estilizada, se convierte en símbolo de la dirección trascendente que debería tener
nuestra vida. El Bendicional (nn. 1142-1162) ofrece textos muy expresivos para la bendición de las
campanas, motivando bien su sentido y convirtiendo el rito en una buena ocasión para entender
mejor la identidad de una comunidad cristiana y sus ritmos de vida y oración.

EL CANTO

El canto expresa y realiza nuestras actitudes interiores. Tanto en la vida social como en la cúltico-
religiosa, el canto no sólo expresa sino que en algún modo realiza los sentimientos interiores de
alabanza, adoración, alegría, dolor, súplica.  "No ha de ser considerado el canto como un cierto
ornato que se añade a la oración, como algo extrínseco, sino más bien como algo que dimana de lo
profundo del espíritu del que ora y alaba a Dios" (IGLH 270).

El canto hace comunidad, al expresar más validamente el carácter comunitario de la celebración,


igual que sucede en la vida familiar y social como en la litúrgica.

El canto hace fiesta, crea clima más solemne y digno en la oración: "nada más festivo y más grato
en las celebraciones sagradas que una asamblea que toda entera, exprese su fe y su piedad por el
canto" (MS 16).

El canto es una señal de euforia.  El canto tiene en la liturgia una función "ministerial": no es como
en un concierto, que se canta por el canto en sí y su placer estético y artístico.  Aquí el canto ayuda
a que la comunidad entre más en sintonía con el misterio que celebra.  A la vez que crea un clima
de unión comunitaria y festiva, ayuda pedagógicamente a expresar nuestra participación en lo más
profundo de la celebración. Así el canto se convierte de verdad en "sacramento", tanto de lo que
nosotros sentimos y queremos decir a Dios, como de la gracia salvadora que nos viene de él.

LA CENIZA

La ceniza, del latín "cinis", es producto de la combustión de algo por el fuego.  Muy fácilmente
adquirió un sentido simbólico de muerte, caducidad, y en sentido trasladado, de humildad y
penitencia. En Jonás 3,6 sirve, por ejemplo, para describir la conversión de los habitantes de
Nínive.  Muchas veces se une al "polvo" de la tierra: "en verdad soy polvo y ceniza", dice Abraham
en Gén. 18,27. El Miércoles de Ceniza, el anterior al primer domingo de Cuaresma (muchos lo
entenderán mejor diciendo que es le que sigue al carnaval), realizamos el gesto simbólico de la
imposición de ceniza en la frente (fruto de la cremación de las palmas del año pasado).   Se hace
como respuesta a la Palabra de Dios que nos invita a la conversión, como inicio y puerta del ayuno
cuaresmal y de la marcha de preparación a la Pascua.  La Cuaresma empieza con ceniza y termina
con el fuego, el agua y la luz de la Vigilia Pascual.  Algo debe quemarse y destruirse en nosotros -el
hombre viejo- para dar lugar a la novedad de la vida pascual de Cristo.

Mientras el ministro impone la ceniza dice estas dos expresiones, alternativamente: "Arrepiéntete
y cree en el Evangelio" (Cf Mc1,15) y "Acuérdate de que eres polvo y al polvo has de volver" (Cf
Gén 3,19): un signo y unas palabras que expresan muy bien nuestra caducidad, nuestra conversión
y aceptación del Evangelio, o sea, la novedad de vida que Cristo cada año quiere comunicarnos en
la Pascua.

EL CIRIO PASCUAL

Del latín "cereus", de cera, el producto de las abejas. Ya hablamos en la voz "candelas
candelabros" sobre el uso humano y el sentido simbólico de la luz que producen los cirios, y
también del uso que en la liturgia cristiana hacemos de ese simbolismo. El cirio más importante es
el que se enciende en la Vigilia Pascual como símbolo de la luz de Cristo, y los cirios que se
reparten entre la comunidad, para significar nuestra participación en esa misma luz. El Cirio
Pascual es ya desde los primeros siglos uno de los símbolos más expresivos de la Vigilia.  En medio
de la oscuridad (toda la celebración se hace de noche y empieza con las luces apagadas), de una
hoguera previamente preparada se enciende el Cirio, que tiene una inscripción en forma de Cruz,
acompañada de la fecha y de las letras Alfa y Omega, la primera y la última del agabeto griego,
para indicar que la Pascua de Cristo, principio y fin de el tiempo y de la eternidad, nos alcanza con
fuerza siempre nueva en el año concreto en que vivimos. En la procesión de entrada se canta por
tres veces la aclamación al Cirio: "Luz de Cristo.  Demos gracias a Dios", mientras progresivamente
se van encendiendo los cirios de los presentes.  Luego se coloca en la columna o candelero que va
a ser su soporte, y se entona en torno de él, después de incensarlo, el solemne Pregón Pascual.

Además del símbolo de la luz, se le da también el de la ofrenda:cera que se gasta en honor de


Dios, esparciendo su luz: "Acepta, padre santo, el sacrificio vespertino de esta llama, que la santa
Iglesia te ofrece en la solemne ofrenda de este cirio, obra de las abejas.  Sabemos ya lo que
anuncia esta columna de fuego, ardiendo en llama viva para gloria de Dios... Te rogamos que este
Cirio, consagrado a tu nombre, arda sin apagarse para destruir la oscuridad de esta noche..."

Lo que van anunciando las lecturas, oraciones y cantos, el Cirio lo dice con el lenguaje humilde
pero diáfano de su llama viva. La Iglesia, la esposa, sale al encuentro de Cristo, el Esposo, con la
lámpara encendida en la mano, gozándose con él en la noche victoriosa de su Pascua.
El Cirio estará encendido en todas las celebraciones durante las siete semanas de la cincuentena,
al lado del ambón de la Palabra, hasta terminar el domingo de Pentecostés.  Luego, durante el
año, se encenderá en la celebración de los bautizos y de las exequias, el comienzo y la conclusión
de la vida: un cristiano participa de la luz de Cristo a lo largo de todo su camino terreno, como
garantía de su definitiva incorporación a la luz de la vida eterna. 

LA COLECTA

La palabra "colecta" viene del latín "collecta, colligere", "recogida, recoger". Se aplica ante todo a
la reunión de la comunidad para la Eucaristía dominical o para las asambleas "estacionales" en
Cuaresma. También se llama "colecta" a la recogida de dinero o de dones en el ofertorio, a la que
alude Pablo (1 Cor 16, 1-2).

Pero su uso más técnico es el referido a la "oración colecta" al principio de la Misa.  Este nombre
pudiera tener dos direcciones: o bien porque se pronuncia cuando ya está la comunidad reunida
(oración de reunión, concluyendo el rito de entrada), o porque su finalidad es recoger y resumir las
peticiones de cada uno de los presentes.  También se aplica este nombre a las "oraciones
sálmicas", que "sintetizan los sentimientos de los participantes" en el rezo de los salmos (Cf IGLH
112).  La expresión "colligere ortationem", usual en los primeros siglos en la salmodia comunitaria,
quería decir "recoger en una oración las intenciones de los que habían rezado el salmo".   De ahí las
"colectas sálmicas".

El Misal de Pablo VI llama "colecta" a la primera oración de la Misa y describe así su dinámica: "El
sacerdote invita al pueblo a orar; y todos, a una con el sacerdote, permanecen un rato en silencio
para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular sus súplicas. Entonces el
sacerdote lee la oración que se suele denominar colecta, y el pueblo contesta amén" (IGMR 32). 
Es la primera oración importante del presidente, que de pie, con los brazos extendidos, y en
nombre de la comunidad, dirige su súplica a Dios.  Las de nuestro Misal son fieles al estilo claro y
conciso de la liturgia romana, con una invocación a Dios, muchas veces enriquecida con la alusión
al tiempo litúrgico o la fiesta celebrada para proseguir con una súplica y concluir apelando a la
mediación de Cristo.

El libro que durante siglos reunía estas oraciones de la Misa o del Oficio Divino, antes de su
inclusión en el libro único del Misal o del Breviario, se llamó "Colectario".

EL MOMENTO DE LA COMUNIÓN

De la palabra latina "communio", acción de unir, de asociar y participar (correspondiente a la


griega "koinonía") "comunión" significa la unión de las personas, o de una comunidad, o la
comunión de los Santos en una perspectiva eclesial más amplia, o la unión de cada uno con Cristo
o con Dios.

Aquí la miramos desde el punto de vista eucarístico: la participación de los fieles en el Cuerpo y
Sangre de Cristo.  Este es el momento en verdad culminante de la celebración de la Eucaristía. 
Después de que Cristo se nos ha dado como palabra salvadora, ahora, desde su existencia de
Resucitado, se quiere hacer nuestro alimento para el camino de nuestra vida terrena y como
garantía de la eterna.

La comunión tiene a la vez sentido vertical, de unión eucarística con Cristo, y horizontal, de
sintonía con la comunidad eclesial.  Por eso la "excomunión" significa también la exclusión de
ambos aspectos. El Misal (IMGR 56) invita a una realización lo más expresiva posible de la
comunión eucarística:

a. con una oración o un silencio preparatorio, por parte del presidente y de la comunidad;


b. una procesión desde los propios lugares hacia el ámbito del altar,
c. mientras se canta un canto que une a todos y les hace comprender más en profundidad el
misterio que celebran,
d. la invitación oficial a acercare a la mesa del Señor: "Este es el Cordero de Dios", invitación
que apunta al banquete escatológico del cielo ("dichosos los invitados a la Cena del
Cordero"),
e. la mediación de la Iglesia en este gesto central (no "coge" la comunión cada uno, sino que
la recibe del ministro),
f. con un diálogo que ahora ha vuelto a la expresiva sencillez de los primeros siglos ("el
Cuerpo de Cristo.  Amén", "la Sangre de Cristo, Amén")
g. con pan que aparezca como alimento, consagrado y partido en la misma Misa, para
significar también la unidad fraterna de los que participan del mismo sacrificio de Cristo,
h. recibido en la mano o en la boca, a voluntad del fiel, allí donde los Episcopados lo hayan
decidido (en España desde el 1976, en Italia desde 1989, en México desde 1978),
i. a ser posible también participando del vino, que expresa mejor que Cristo nos hace
partícipes de su sacrifico pascual en la cruz y de la alegría escatológica, y
j. con unos momentos de interiorización después de la comunión. Casos especiales son el de
la primera comunión, en la que los cristianos participan por primera vez plenamente de la
celebración eucarística de la comunidad: no sólo en sus oraciones, lecturas y cantos, sino
también en el Cuerpo y Sangre de Cristo. 

Tiene especial sentido la Comunión llevada a los enfermos, ahora eventualmente por medio de los
ministros extraordinarios de la comunión, a ser posible como prolongación de la celebración
comunitaria dominical.  Particular relieve merece la comunión que se recibe como viático, en
punto de muerte.  Y finalmente, la comunión recibida fuera de la Misa, caso repetido sobre todo
en lugares donde no pueden participar diaria ni siquiera dominicalmente de la Eucaristía
completa, pero sí escuchar la palabra, orar en común y comulgar, en las condiciones que
establecen el "Ritual del culto y de la comunión fuera de la Misa" (1973) y la instrucción "Inmensae
cariatis" (1973).  Respecto a repetir la comunión el mismo día, según el Código de Derecho
Canónico (c. 917), "quien ya ha recibido la santísima Eucaristía puede de nuevo recibirla el mismo
día solamente dentro de la celebración eucarística en la que participe", norma que ha recibido la
interpretación oficial de que se puede hacer "una segunda vez".

COMER EL PAN: 

Juntamente con el "beber", el "comer" es el gesto central de la Eucaristía cristiana. Si el Antiguo


Testamento empieza con el "no coman" del Génesis, en el Nuevo Testamento escuchamos el
testamento: "tomen y coman".  Y si entonces la consecuencia era: "el día que comas de él,
morirás", ahora la promesa es la contraria: "el que come...  tiene vida eterna".

El comer, ya humanamente, tiene el valor del alimento y la reparación de las fuerzas.   Pero a la vez
tiene connotaciones simbólicas muy expresivas: comer como fruto del propio trabajo, comer en
familia, comer con los amigos, comer en clima de fraternidad, comer con sentido de fiesta. En el
contexto cristiano de la Eucaristía, el comer tiene igualmente varios sentidos.  Al comer el pan,
estamos convencidos de que nos alimentamos con el Cuerpo de Cristo.  Su palabra ("esto es mi
Cuerpo") sigue eficaz y su Espíritu es el que ha dado a ese pan que hemos depositado sobre el
altar su nueva realidad: ser el Cuerpo del Señor glorificado, que ha querido se nuestro alimento.  
Este es el primer sentido que Cristo ha querido dar a la comida eucarística: "mi carne es verdadera
comida".  El es el "viático", el alimento para el camino de los suyos. 

También hay otros valores y gracias que Cristo expresa en el evangelio con este simbolismo de la
comida: el perdón, la alegría del reencuentro, la fiesta, la plenitud y la felicidad del Reino
futuro. Basta recordar la parábola del hijo pródigo, acogido en casa con una buena comida; o la de
las bodas del rey; o la multiplicación de los panes y peces en el desierto, o la expresiva presencia
de Jesús en comidas en casa de Zaqueo, de Mateo, del fariseo, de Lázaro.  Y las comidas de Jesús
con sus discípulos, tanto antes como después de la Pascua, que ellos recordarán muy a gusto. (Cf
Hech 10,40).

Además, Pablo entenderá la comida como símbolo de la fraternidad eclesial.  el pan de la


Eucaristía, además de unirnos a Cristo, participando de su Cuerpo, es también lo que construye la
comunidad: "un pan y un cuerpo somos, ya que participamos de un solo Pan" (1 Cor 10,16-17). 
"Comer con" por ejemplo con los cristianos procedentes del paganismo, es un signo expresivo y
favorecedor de la unidad de todos en la Iglesia, sea cual sea su origen (Cf la discusión entre Pablo y
Pedro en Hech 11,3 y Gál 2,12).

PARTIR EL PAN 
El origen de este gesto en nuestra Eucaristía lo conocemos todos. La cena judía, sobretodo la
pascual, comenzaba con un pequeño rito: el padre de familia partía el pan para repartirlo a todos,
mientras pronunciaba una oración de bendición a Dios. 

Este gesto expresaba la gratitud hacia Dios y a la vez el sentido familiar de solidaridad en el mismo
pan. Muchos hemos conocido cómo en nuestras familias el momento de partir el pan al principio
de la comida se consideraba como un pequeño pero significativo rito.  Como el que se hace
solemnemente cuando unos novios parten el pastel de bodas y los van repartiendo a los
comensales que los acompañan.

Cristo también lo hizo en su última cena: "Tomó el pan, dijo la bendición, lo partió y se lo dio...".
Más aún: fue este el gesto el que más impresionó a los discípulos de Emaús en su encuentro con
Jesús Resucitado. "Le reconocieron al partir el pan". Y fue este el rito simbólico  que vino a dar
nombre a toda la celebración Eucarística en la primera generación.

Primer significado de este gesto: el Cuerpo "entregado roto" de Cristo 

La fracción del pan puede tener, ante todo, un sentido de cara a la Pasión de Cristo. El pan que
vamos a recibir es el Cuerpo de Cristo, entregado a la muerte, el Cuerpo roto hasta la última
donación, en la Cruz. En el rito bizantino hay un texto que expresa claramente esta dirección: "se
rompe y se divide el Cordero de Dios, el Hijo del Padre; es partido pero no se disminuye: es comido
siempre, pero no se consume, sino que a los que participan de él, los santifica".

Segundo significado: Signo de la unidad fraterna

El Misal Romano explica:  "por la fracción de un solo pan se manifiesta la unidad de los fieles"
(IGMR 48) "el gesto de la fracción del pan que era el que servía en los tiempos apostólicos para
denominar la misma Eucaristía, manifestará mejor la fuerza y la importancia del signo de la unidad
de todos en un solo pan y de la caridad, por el hecho de que un solo pan se distribuye entre
hermanos" (IGMR 283). 

LOS GOLPES DE PECHO

Gesto penitencial y de humildad. Es uno de los gestos más populares al menos en cuanto a
expresividad. Así describe Jesús al publicano (Lc 18, 9-14). El fariseo oraba de pie: "no soy como los
demás"... "En cambio el publicano no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador".

Cuando para el acto penitencial al inicio de nuestra Eucaristía elegimos la fórmula "Yo confieso",
utilizamos también nosotros el mismo gesto cuando a las palabras "por mi culpa, por mi culpa, por
mi gran culpa" nos golpeamos el pecho con la mano.  Y es también la actitud de la muchedumbre
ante el gran acontecimiento de la muerte de Cristo: "y todos los que habían acudido a aquel
espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho..." (Lc 23,48)

ARRODILLARSE

Estar de rodillas es una actitud de humildad. Expresa arrepentimiento y penitencia. Nos recuerda a
Pedro cayendo de rodillas y exclamando: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador" (Lucas 5,8).
Pero el cristiano se arrodilla ante Dios precisamente porque el es Dios, el único Señor del universo.
Es un signo de Adoración que da a la oración un acento muy particular. (Haga la prueba de
arrodillarse, inclinar la cabeza y juntar las manos en actitud de súplica...)

Este sentido de adoración tiene hacer la genuflexión cuando entramos en la iglesia o delante del
sagrario (allí donde hay una lamparita encendida para señalar que está Jesús presente en la
Eucaristía).

San Pablo se refiere a esta actitud en Efesios 3,14: "Doblo mis rodillas delante del Padre de quien
procede toda paternidad" y el mismo Jesús "puesto de rodillas" oró durante su agonía en
Getsemaní (Mt. 26,39).

PONERSE DE PIE

Es la postura más usada en la Misa. Al orar de pie los cristianos "significamos" nuestra dignidad de
hijos de Dios. Como tenemos en nosotros el Espíritu que nos hace exclamar "Abba", "nos
atrevemos" a llamar a Dios "Padre" y estar de pie delante de él. Es una actitud de cariñosa
confianza hacia Dios a quien vemos, sobre todo, como Padre.

Es una actitud que indica "prontitud", estar disponible, preparado para la acción. Por tanto indica
decisión y voluntad para seguir al Señor. Desde el comienzo fue la actitud general de los cristianos:
orar de pie, con los brazos extendidos (o levantados) y mirando hacia el oriente (a la salida del sol).

Es también señal de alegría. Durante el primer milenio, los cristianos tuvieron prohibido
arrodillarse en la liturgia de los domingos, pues -como sabemos- el día del Señor conmemora la
Pascua, la Resurrección de Jesús.

Así como la muerte es "estar postrado", la resurrección es un levantarse, un "volver a estar de


pie". Por eso esta postura manifiesta también nuestra fe en Jesús resucitado.

EL SACERDOTE SE LAVA LAS MANOS ANTES DE LA CONSAGRACIÓN


Lo hace como gesto de purificación. El sacerdote se lava las manos para pedirle a Dios que lo
purifique de sus pecados.

LAS GOTAS DE AGUA EN EL VINO

Con este signo el sacerdote le pide a Dios que una nuestras vidas a la suya. AI momento de
preparar sobre el Altar el pan y el vino "el Diácono u otro ministro, pasa al sacerdote la panera con
el pan que se va a consagrar; vierte el vino y unas gotas de agua en el cáliz.." (Misal Romano Nº
133).  El instante en que se echa el agua se acompaña con una oración que se dice en secreto: "El
agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido
compartir nuestra condición humana.

San Cipriano, a mediados del siglo II, escribió sobre este gesto litúrgico, lo siguiente:

"en el agua se entiende el pueblo y en el vino se manifiesta la Sangre de Cristo. Y cuando en el cáliz
se mezcla agua con el vino, el pueblo se junta a Cristo, y el pueblo de los creyentes se une y junta a
Aquel en el cual creyó. La cual unión y conjunción del agua y del vino de tal modo se mezcla en el
cáliz del Señor que aquella mezcla no puede separarse entre sí. Por lo que nada podrá separar de
Cristo a la Iglesia (...) Si uno sólo ofrece vino, la Sangre de Cristo empieza a estar sin nosotros, y si
el agua está sola el pueblo empieza a estar sin Cristo. Más cuando uno y otro se mezclan y se unen
entre sí con la unión que los fusiona, entonces se lleva a cabo el sacramento espiritual y celestial"
(Carta Nº 63, 13).

CAPITULO 9

¿QUÉ SE USA O NECESITA PARA LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA?

ALBA: Del latín "alba", "blanca".  Es el vestido que se considera básico de todos los ministros que
se revisten para la celebración litúrgica, desde los acólitos hasta el presidente (Cf IGMR n.298).
Deriva de las túnicas antiguas, blancas, hasta los pies, que se perdieron en el uso civil, pero que se
consideró que podían utilizarse simbólicamente en el culto, destacando con el vestido diferente de
los ministros la diferencia entre la vida y la celebración. El alba se utiliza con cíngulo a la cintura, a
no ser que ya quede por sí bien adherida al cuerpo, y con ámito sobre el cuello, a no ser que ya lo
haga el alba por su forma (Cf IGMR nn.81 y 298)

También tiene un sentido bautismal esta vestidura blanca.  El domingo segundo de Pascua, o sea,
en la octava de Pascua, se solía deponer el "alba", el vestido blanco que habían recibido los
neófitos en su Bautismo una semana antes.  Por eso este domingo se llamó "dominica post albas",
y más tarde "dominica in albis".
ÁMITO: En latín "amictus", de "amicio, amicire", rodear, envolver. Se llama así a la pieza de lienzo
blanco, rectangular, a modo de pañuelo de hombros, que visten los ministros de la liturgia debajo
del alba. Se ata a la cintura con unas tiras o cintas cruzadas.

A veces tiene forma de capucha, adornada o no con cruces u otros motivos, que luego sobresale
por encima de los otros vestidos (alba y casulla).

Puede tener la finalidad práctica de preservar del sudor al alba. Pero sobre todo se aprecia su valor
estético: cubrir más elegantemente el cuello.  Por eso se puede prescindir del ámito si ya el alba
cuida de esta estética por su forma (Cf IGMR, n.81)

ALTAR:  Es la mesa en que el Sacerdote consagra el pan y el vino

CANTOR: Uno de los ministerios que se realizan en favor de la comunidad celebrante es el del


cantor. Ya desde los primeros siglos tuvo importancia sobre todo el salmista. También ahora ayuda
a una celebración más expresiva y digna el que junto a los lectores y otros ministros hay también
guías del canto y en particular cantores, que cantan -desde otro lugar distinto del ambón, excepto
en el caso del salmo responsorial o del pregón pascual- las estrofas de los cantos, las del salmo
responsorial o de la comunión, o las invocaciones del acto penitencial, del Agnus Dei o de las
letanías de los Santos, las antífonas de la salmodia o los responsorios después de las lecturas.

CAPA PLUVIAL: La capa (del latín tardío "cappa", de "capere", coger, contener) es una ropa larga
sin mangas, a modo de manteo o manto, circular, abierta, que se emplea sobre todo fuera de casa.

Los obispos pueden vestir la "capa magna" en las solemnidades en su diócesis.  Pero la capa más
empleada en liturgia es la capa pluvial (de lluvia), que diversos ministros (presbíteros, clérigos,
monjes) visten, con capucha o sin ella, con un broche en la parte delantera.  Lo hacen sobre todo
en procesiones, dentro o fuera de iglesia, y en otras celebraciones como el Oficio Divino, la
bendición con el Santísimo o la bendición de las campanas.

CASULLA: Del latín "casula", "casa pequeña" o tienda.  Se dice de la vestidura que el sacerdote se
reviste por encima del alba y la estola, a modo de capa o manto amplio, abierta por los lados y un
hueco para la cabeza, a modo de poncho americano.

En la historia ha tenido formas nobles y amplias, derivadas del manto romano llamado "pénula".  
En una evolución no muy feliz se llegó a formas más decadentes, como la "casulla de guitarra" que
todos hemos conocido y contra la que ya protestaba san Carlos Borromeo.  La llamada "casulla
gótica" no era tal, sino que intentaba recuperar precisamente la amplitud de la forma original
romana.

La casulla es la que caracteriza al que preside la Eucaristía y las celebraciones unidas a ella (IGMR
299).  En la ordenación del presbítero uno de los gestos complementarios es la vestición de la
casulla.  Los concelebrantes en principio son invitados también a revestirse de casulla, pero se
permite que por motivos razonables puedan vestir sólo alba y estola (Cf IGMR 161).

CÍNGULO: La palabra latina "cingulum" viene de "cingere", ceñir.  El cíngulo o ceñidor es un


complemento necesario para ciertos vestidos amplios como la túnica o el alba, para ceñirlos mejor
a la cintura y facilitar el movimiento.

A veces tiene forma de cordón y otras de cinta más o menos ancha. Los orientales usan la "zona",
más adornada y colorista.  Los ministros que usan alba y se ponen el cíngulo, a no ser que ya de
otro modo, por la forma misma del alba, se provea a su estética y funcionalidad (IGMR 81.298).

COMENTADOR / MONITOR: Entre los ministros...  está el comentarista (en latín "commentator",


como ya en SC 29), que es el que hace las explicaciones y da avisos ("admonitiones") a los fieles,
para introducirlos en la celebración y disponerlos a entenderla mejor".

El servicio que un comentador realiza en la celebración es muy antiguo, aunque el nombre y la


importancia actual sean recientes.  Los diáconos, en los antiguos libros litúrgicos, tenían
encomendado ir guiando al pueblo en la celebración.  En el Concilio de Trento (Denz. 946), al
tratar de la lengua latina o vulgar en la Eucaristía, se hablaba de un servicio a la comunidad que
pudiera interpretarse en esta dirección: "Manda el Concilio a los pastores..  que frecuentemente
durante la celebración de las Misas, por sí o por otro, expongan algo de lo que en la Misa se lee, y
entre otras cosas declaren algún misterio de este santísimo sacrificio".  Es dudoso si se refiere al
comentador actual o a la explicación homilética.

Unos pocos años antes del Vaticano II es cuando se empezó a dibujar de nuevo esta figura del
monitor, animador o comentador: en la Instrucción de 1958, sobre música y liturgia.  Al principio,
por la necesidad de ayudar a entender los textos que se proclamaban en latín, y luego, aun con
textos en lengua viva, para ir motivando los diversos momentos y guiando la dinámica de la
celebración.  Las moniciones principales pertenecen más bien al mismo presidente de la
celebración, pero hay otros momentos en que el comentador puede guiar, con breves y
preparadas moniciones, hacia una oración más sentida, un canto más motivado, una lectura
escuchada con mayor interés.

Se esperaba del comentador que "lleve bien preparados sus comentarios, con una sobriedad que
los hagan asimilables" (IGMR 68), que antes y durante la celebración coordine los diversos
ministerios que, en conexión con el ministerio principal del presidente, ayudan a la comunidad en
su celebración, contribuyendo a que la celebración tenga su oportuno ritmo y eficacia pastoral.

El comentador "ocupa un lugar conveniente ante los fieles, pero no sube al ambón" (IGMR 68),
porque el ambón está reservado a la Palabra de Dios.

LOS LIBROS: Con las oraciones (misal) y las lecturas (leccionario)


EL AMBÓN: Es el lugar desde donde se proclama la Palabra de Dios (en la Biblia)

PAN Y VINO: La Misa siempre es la conmemoración (=hacer actual) de lo que Jesús hizo en la
última cena con sus discípulos antes de morir. El pan que se usa tiene forma de obleas -hostias-

VASOS SAGRADOS: Cáliz, copón y patena

LAS VINAJERAS:  Son unas botellas de vidrio: una tiene vino y la otra agua

EL SACERDOTE: Es la persona que hace presente a Jesús y actúa en su nombre

ASAMBLEA: La primera realidad visible de la liturgia es la comunidad reunida, la asamblea


cristiana. En griego esta congregación de fieles se llama "synaxis".  La palabra "asamblea" viene del
latín "assimulare", "juntar", de "simul", "a la vez".

Ya en el Antiguo Testamento se dieron de modo muy significativo las grandes asambleas del
pueblo de Israel, como en Ex 19-24, 1 Re 8 y Neh 8-9. En el Nuevo Testamento la convocatoria se
produce en torno a Cristo Jesús y se llama sobre todo "Iglesia", "Ekklesia", pueblo congregado, y
desde la primera generación es una realidad importante en el conjunto de la vida cristiana.  Sobre
todo en la convocatoria de la Eucaristía dominical. La motivación no sólo es pedagógica, sino mas
bien teológica: "En la celebración de la Misa los fieles forman la nación santa, el pueblo adquirido
por Dios, el sacerdocio real" (IGMR 62).

Cristo prometió: "Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos"
(Mt 18, 20); esta es la razón fundamental de la dignidad de la asamblea litúrgica; es signo eficaz de
la presencia de Cristo.  A la vez es la realización concentrada de toda la Iglesia: "En la asamblea
que se congrega para la Misa...se hará visible la Iglesia constituida en su diversidad de órdenes y
misterios" (IGMR 58; Cf IGMR 257). Además la misma asamblea es la que, bajo la presidencia del
ministro que la completa en nombre de Cristo, celebra la Eucaristía: " En la Misa o Cena del Señor,
el pueblo de Dios es convocado, bajo la presencia del sacerdote, que hace presente a Cristo en
persona, para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarístico" (IGMR 7).

Por eso, al reformar las celebraciones sacramentales, y también la Liturgia de las Horas, se ha
tomado como uno de los criterios fundamentales el favorecer por todos los medios la
participación activa por parte de toda la asamblea reunida, cuidando de modo especial lo más
propio de ella; la escucha atenta, la oración y el canto en los momentos oportunos, las acciones
sacramentales en las que participa, las exclamaciones y diálogos, etc.

Notas Para confrontar

1- Cf Ez 1, 26-28.
2- Cf Jn 1, 29.

3- Cf Hb 4, 14-15; 10, 19-21.

4- Liturgia de san Juan Crisóstomo, Anáfora.

5- Cf Jn 4, 10-14; Ap 21, 6.

6- Cf Ap 4-5; Is 6, 2-3.

7- Cf Ap 7, 1-8; 14, 1.

8- Cf Ap 12 y Ap 21, 9.

9- Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 26.

10- Concilio Vaticano


II, Sacrosanctum concilium, 27.

11- Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 10.

12- Cf Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 10; 34; Id.,


Presbyterorum ordinis, 2.

13- Cf 1 P 2, 4-5.

14- Concilio Vaticano II, Sacrosanctum  concilium, 14.


15- Cf Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, 2 y 15.

16- Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 29.

17- Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 28.

18- Cf Sb 13, 1; Rm 1, 19-20; Hch 14, 17.


VaksdhDF ÑJKRFLQMFDÑJHDRI

También podría gustarte