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1. La ópera
1. Nacimiento
2. Componentes principales
3. La ópera en Europa: expansión y evolución. La ópera bufa
4. Y llegó Wagner
Textos
I. LA ÓPERA
1. NACIMIENTO
La ópera nace en Italia en el siglo XVII. Este hecho hace justicia a un país que, desde el
teatro antiguo romano, pasando por la Edad Media y el Renacimiento, marca la pauta
en Europa, entre otras innovaciones: por el uso de la música y el canto en el
espectáculo, por las investigaciones escenográficas, por la cultura de sus magnates y
mecenas que al buen gusto unen el deseo de ostentación y lujo como demostraciones
de poder. Por ello, la ópera constituye en sus orígenes un espectáculo principesco,
para un público distinguido. La primera ópera, como tal considerada, fue estrenada el
6 de octubre de 1600, día de la boda de María de Médicis con Enrique IV, en Florencia.
Su título fue Eurídice, un mito que hará fortuna en el teatro lírico, y su autor, Jacopo
Peri.
Antes de pasar adelante convendría definir, en sus rasgos más sobresalientes, este
nuevo género. Se trata de un teatro de gran espectáculo cuyo componente esencial,
de principio a fin, es el canto, acompañado por la orquesta. En la ópera la acción se
expone en los diálogos y solos cantados, y transcurre en el marco de una escenografía
de lujo. El coro aparece también en este género, en intervenciones polifónicas,
solemnes; en momentos de danza... Difiere bastante, pues, del primitivo coro de las
tragedias 'griegas.
2. COMPONENTES PRINCIPALES
La escenografía
La ópera lleva al grado máximo de su desarrollo las invenciones de las que el artesano
y el artista del teatro han hecho gala, desde el theologion, o cielo de los griegos, hasta
los ingenios renacentistas, pasando por el teatro medieval con sus originales Misterios.
Este lujo se evidencia en los telones de terciopelo, en los grandes decorados pintados,
en el desarrollo de maquinarias que permiten hazañas tales como representar un cielo
poblado de ángeles, desplazar nubes y dragones, convertir el mar en un prado de
flores, sorprendernos con cavernas en llamas que figuran las mansiones infernales...
Desde el principio destacó por su inventiva en estas artes Bernardo Buontalenti,
especializado en diversos juegos de agua, inundaciones, travesías de barcos y los más
sorprendentes cambios a la vista del espectador: un fantasma que abre los brazos para
dejarnos ver todo un palacio, soldados que plantan sus lanzas, las cuales se
transforman en surtidores y árboles que conforman un bello jardín... Estos cambios se
operaban por rotación de prismas triangulares colocados en los laterales de la escena,
desplazamientos de telones, etc.
En el escenario, sin embargo, la perspectiva de los decorados se avenía mal con los
personajes. Desde el momento en que el actor entraba por ellos o se aproximaba al
telón de fondo, se echaba de ver el contraste ridículo de las mansiones y paisajes con
su figura. Se dice que era ésta una de las razones por las que los solistas solían avanzar
hasta el proscenio, particularmente en sus momentos de lucimiento.
Vestuarios
En principio no solían atenerse al criterio de fidelidad a la realidad o a la época, pues
ello habría ido, en muchos casos, contra el boato y el lujo que la ópera debía mostrar.
Por otro lado, los anacronismos en el vestuario no son infrecuentes en la pintura
posrenacentista y barroca de los grandes maestros, como tampoco lo son los referidos
a los ambientes naturales o arquitectónicos. Por su lado, los accesorios y los muebles
son menos usuales en este género.
Iluminación
En este punto se limitan a perfeccionar los inventos de Serlio y de Sabbatini, de los que
ya hemos hablado al tratar del Renacimiento italiano, a fin de hacer visible el lujo
escénico y crear ambientes de magia y de misterio. En 1822 tuvo lugar un
acontecimiento capital en la Opera de París: la iluminación por gas, al que ya nos
hemos referido al término del capítulo anterior. Se utilizó por primera vez en el
estreno de la obra Aladino o la lámpara maravillosa, de Isouard. Finalmente, en 1849,
con El Profeta, de Meyerbeer, se empleará, por primera vez, la luz eléctrica en escena.
No es necesario insistir sobre los mil efectos que este medio ponía en manos de
directores y escenógrafos.
Interpretación
Los cantantes-actores constituyen el componente más delicado y controvertido del
espectáculo. Ante todo han de tener buenas dotes musicales, pero deben poseer
también genio interpretativo, pues representan a unos personajes. Aunque, desde un
principio, los compositores advierten que el cantor no debe olvidarse del actor, hemos
de confesar que, en la ópera, primó ante todo el canto y el marco escenográfico. Dicho
de otro modo, la música era el objeto del espectáculo, mientras que el drama
constituía sólo su medio o marco argumental. No al revés. Por otro lado, el
acompañamiento de la orquesta, la intervención del coro, el tono agudo de las
sopranos, hacían difícil el seguimiento del texto, incluso para los espectadores que
comprendían el idioma en que el texto estaba escrito. Advirtamos que las mujeres
empiezan a convertirse en virtuosas del nuevo arte a finales del siglo XVII, aunque esto
no hizo que desapareciesen de inmediato los numerosos castrados que,
habitualmente, eran los destinados a los papeles femeninos.
Por su lado, los autores seguían abrigando inicialmente la ilusión de ser seguidos por el
público. Para salvar los escollos aquí señalados, el texto de la representación podía ser
adquirido por los espectadores a la entrada del teatro y seguido con la ayuda de
pequeñas velas o cerini. Todas estas incomodidades hacen que el público, que puede
quedarse mudo de admiración ante las magnificencias del arte visual y el deleite del
bel canto, también se distraiga cuando éste se hace monótono, hable con su vecino, se
entrometa con los intérpretes, se mueva por la sala... Por su parte, los solistas llegaban
a pavonearse de sus interpretaciones; acudían, al término de las mismas a saludar a los
amigos... Todo esto nos hará sin duda recordar al público las comedias de Plauto y de
Terencio.
Teatros
Este género necesitaba de espacios apropiados, por lo que pronto se echó de ver la
conveniencia de disponer de teatros dedicados exclusivamente a él. El primero de ellos
no se hizo esperar. Fue construido en 1637 en Venecia. Pero fue tan frecuentado que a
final de siglo ya contaba esta ciudad con dieciséis teatros de ópera. No hay que decir
que a Venecia no tardaron en sumarse de inmediato Roma, Florencia y otras ciudades
italianas.
Sin duda, el nacimiento de esta ópera bufa parisiense constituye una de las anécdotas
más curiosas de la historia del teatro. Vale por ello la pena contarla en sus principales
momentos. A los artistas cómicos de feria se les prohibió primero el diálogo en escena,
permitiéndoseles el monólogo como forma suficiente para exponer lo que ya venían
haciendo anteriormente. Esta prohibición dio origen a diversas astucias para burlarla:
que un actor respondiera entre bastidores dejando el escenario a su interlocutor,
quien, a su vez, se ocultaba al término de su réplica para dejar salir al primero..., dando
lugar con este juego a gags de gran comicidad. Como tantas otras veces en la historia
del teatro, las prohibiciones y censuras provocaban invenciones formales y
estructurales que enriquecían el arte de la representación. Pues bien, ante estas burlas
por respuesta, el consejo del rey prohibió entonces a los foráneos el uso de la palabra
y, por su parte, la Real Academia de la Música les prohibió que cantasen. Sólo les
quedaba la música instrumental y el mimo. Y pensaron, antes de claudicar, en
presentar al público el texto escrito en paneles de uno o dos metros. Con esto el
público seguía, mal que bien, la historia contada, se divertía y acababa cantando, al
son de la música, las canciones que astutamente se presentaban en los paneles.
Una de las preocupaciones mayores de los autores era la de dar con los cantantes-
actores adecuados. Para Mozart, la interpretación debía ser verdadera; el cantante
debía transmitir, a través de la voz, la expresión, el sentimiento, el tono, la tensión de
lo que dice el texto, pues las melodías han sido compuestas precisamente de acuerdo
con tal texto.
Otro cambio podría estar en la elección de temas y argumentos. Poco a poco vemos
cómo los temas mitológicos griegos dejan paso a historias más recientes, ubicadas en
Oriente, en España o en los propios lugares de la creación.
Recordemos algunos títulos de Mozart: Don Juan, Las bodas de Fígaro, El rapto del
serrallo, La flauta mágica... Con los románticos, en el siglo XIX, la temática se hace más
variada, al tiempo que la escenografía se puebla de cascadas, ruinas, bosques,
ambientes góticos. Los argumentos se toman de grandes obras dramáticas, entre las
que no faltan los dramas de Shakespeare; de la Biblia, de la historia romana. Algunos
títulos lo ratifican: Otelo, Macbeth, Aida, Nabuco, Don Carlos, de Verdi; Guillermo Tell,
La italiana en Argel, El barbero de Sevilla, de Rossini; Norma, de Bellini; Don Quijote,
Manon, de Massenet; Romeo y Julieta, de Berlioz; El profeta, de Meyerbeer; Fausto, de
Gounod...
4. Y LLEGÓ WAGNER
Wagner fue un autor exigente hasta el máximo consigo mismo, en primer lugar, y con
los demás, en segundo término. Particularmente, con los cantantes. Al tiempo que
grandes intérpretes debían éstos ser grandes actores, sobrepasando a los del drama o
de la comedia. Y con razón, pues dada la larga duración del canto, el actor de ópera
debe contener el gesto; administrar con medida los movimientos; reflejar el impacto
de las réplicas de sus interlocutores o del coro. No hay que decir que Wagner prohibió
radicalmente todos los guiños de connivencia entre cantores y público (no se debía,
según él, lanzar la voz a la sala; había que acompasar los recitativos al mismo ritmo
que el canto...).
Como modelo de su gran teatro lírico tomó sin dudarlo al teatro griego. En la tragedia
griega encontró cuanto andaba buscando: Una mitología que explicaba la propia
identidad de un pueblo; una concepción religiosa y poética del espectáculo; una
perfecta estructura dramática; una adecuada combinación de ciertos lenguajes
escénicos. Clarividente a partir de esos principios, Wagner, que lo es todo -músico,
poeta, dramaturgo, director-, emprende la reforma de la ópera. El romántico francés,
Gérard de Nerval, que acudió a Weimar, el 25 de agosto de 1850, al estreno de
Lohengrin, nos aclara certeramente: "El carácter de este poema imprime a la obra la
forma de un drama lírico más que el de una ópera." Esta afirmación apunta al fondo
del problema. Wagner quiere recuperar el drama, sin que éste se diluya en voces,
arias, danzas, coros y demás componentes del espectáculo. Partirá de un mito o
leyenda. La música, la pintura, la poesía deben servir a esa leyenda, juntas o por
separado, según convenga para el mayor esplendor de la exposición dramática. De
este modo, Wagner pensaba que lo que hicieron los griegos se podía hacer también en
la Europa de XIX, buscando en sus mitos las raíces de su identidad, de su conformación
religiosa y cultural. Los dioses antiguos se verán reemplazados, en algún momento
rodeados, por las divinidades nórdicas o por los héroes de las leyendas cristianas de la
Edad Media: Tanhaüser, Lohengrin, la tetralogía El oro del Rhin, Parsifal, .Sigfrido...
1. Los inicios
Resulta del todo imposible e inadecuado estudiar el teatro simbolista separándolo del
movimiento artístico global en el que se produce. El simbolismo conecta, a este
respecto, con tres predecesores de talla: Hegel, en el terreno de la intuición pensante;
Baudelaire, en el redescubrimiento de las correspondencias de todos los seres, cosas y
sensaciones que el hombre encuentra en su caminar; Wagner, en el intento de reunión
de todas las formas de la expresión artística en un espectáculo total capaz de
despertar en el espectador modos y ámbitos de percepción muchas veces dormidos.
(Por estas razones, aunque el simbolismo pueda explicarse en sus inicios como una
reacción contra el naturalismo, o como un cansancio del detallismo realista -como
veremos en el próximo capítulo-, nos ha parecido adecuado presentarlo aquí, en este
momento.)
Aunque bastante de lo que hicieron los simbolistas, tanto en el teatro como en otros
campos artísticos -música, poesía, pintura, narrativa- haya dejado de interesar en la
actualidad, hay también que decir que otra gran parte de dicha producción sigue aún
vigente a finales del siglo XX. Por otro lado, este movimiento ha sido de capital
importancia en el arte de nuestro siglo, particularmente en la mayoría de las tentativas
de corte vanguardista, empezando por los propios superrealistas. De los artistas
simbolistas -belgas y franceses en su mayoría- hemos de citar a los dramaturgos y
poetas Mallarmé, Villiers de 1'Isle Adam, Edouard Dujardin, Josephin Péladan, Maurice
Maeterlinck, Saint-Paul Roux, Elemir Bourges, Paul Claudel, Francis James. Si los
románticos franceses, en contra de la opinión general del público, se entusiasmaron
con Wagner, Baudelaire fue el verdadero intermediario entre el compositor y los
simbolistas. Bajo la protección del maestro lograron fundar éstos en París, en febrero
de 1885, la Révue wagnérienne. Esta revista, junto con la Révue indépendante que le
sobrevivirá a partir de 1888, tuvo el mérito, aparte de exponer y comentar la obra del
músico alemán, de aunar y dar forma a las tentativas e intuiciones del movimiento
simbolista.
2. Características
Como características más importantes del simbolismo podemos señalar:
- La búsqueda de la Idea por el Hombre, por medio de la intuición y de la meditación.
No se tomará como modelo, como ha hecho el arte realista o impresionista, la cosa en
su objetividad externa. Hay que penetrar más en lo profundo. Hay que buscar en la
mente, en el espíritu, a través de la cultura, de la mitología y de la historia, las ideas y
las imágenes capaces de expresar al hombre en su totalidad. El simbolismo es un modo
de conocimiento que antepone el Espíritu a la materia. En el principio fue el Espíritu,
que dirá Dujardin, en la línea de Hegel. De ahí que se interprete también como una
reacción contra el realismo-naturalismo de signo materialista, del que es su
contemporáneo, particularmente contra Zola.
- Pero para expresar artísticamente la Idea, necesitará del auxilio de la materia. En este
punto, los simbolistas adoptan dos caminos distintos: el de la depuración y
aquilatamiento de los medios expresivos, aun forzando su sintaxis y sus relaciones
semánticas, o bien el de la prolijidad o acumulación en la obra dramática de símbolos y
lenguajes. Mallarmé optó por la primera vía, ofreciéndonos sólo breves esbozos
dramáticos: Herodías, La siesta de un fauno. La vía de la prolijidad y de un cierto
barroquismo decadente fue la más seguida, a imitación de lo que en pintura legendaria
y ornamental hacía Gustave Moreau.
- Preferencia por los relatos míticos, por las leyendas, antes que por la historia. El mito,
aparte su interpretación como ejemplo y símbolo, es más maleable. La historia es más
rígida. Cuando los simbolistas acuden a la historia es para mitificarla, aunque para ello
sea preciso echar mano de todo tipo de libertades con ella. Así ocurre con todo el
teatro de Claudel de signo "histórico".
- Finalmente, este teatro no puede dejar de ser, de principio a fin, un teatro poético; lo
que no quiere decir -adviértase bien un teatro en verso. Sólo la poesía puede ser el
vehículo adecuado para mostrar el arte y sus símbolos, y sólo así puede la palabra
conjugarse con las otras artes del espectáculo. La práctica de la escritura poética
intensa despierta en el poeta-dramaturgo sus percepciones inconscientes, como ha
demostrado el psicoanálisis. Esta escritura está muy cerca del onirismo, de las
fantasías de los sueños, procedimiento argumental o temático al que acuden
frecuentemente los dramaturgos simbolistas. Pero muchas veces, la palabra, incluso la
palabra más poética, traiciona los impulsos del escritor; no por su faz material
significante, que puede ser origen de sugerencias de música y sonido, sino por su
significado conceptual limitador. Privada de lo conceptual, la música ha podido
conservar la magia de piezas simbolistas hoy olvidadas: Preludio a la siesta de un
fauno, de Claude Debussy, sobre la citada obra de Mallarmé; Peleas y Melisenda, del
mismo Debussy, sobre la obra de Maeterlinck; la ópera de Richard Strauss sobre la
obra de Hofmannsthal La Muerte y el Loco; las múltiples composiciones orquestales de
Erik Satie, D. Milhaud, de Honneger sobre piezas de Claudel...
Como formas dramáticas más adecuadas para expresar estas constantes y exigencias
del teatro simbolista hemos de resaltar:
- la agrupación de diferentes lenguajes escénicos: conjunción de música y palabra,
recitados, coros; uso de la danza, modos especiales de movimientos escénicos;
empleos múltiples de la iluminación, particularmente en su dimensión psicológica y
mágica, a fin de crear climas y ambientes de ensueño y de misterio;
La escenografía simbolista
Paul Fort y Lugné-Poe reaccionan violentamente, desde un principio, contra el
naturalismo del Teatro Libre de Antoine. Las escenografías de este último pretendían
trasladar la realidad al escenario hasta en sus mínimos detalles. Más que de decorados
se diría que estábamos ante fotografías tomadas de la realidad.
Rechazando, pues, tanto la decoración naturalista como la pintura simbolista, Paul Fort
y Lugné-Poe buscaron en su auxilio a pintores entusiastas con sus ideas -Roussel,
Bonnard, M. Denis a los que les pidieron un decorado que se calificó de sintético, es
decir, un decorado que, en sus rasgos mínimos, nos ayudase a entrar en el clima
general de la obra. Para M. Denis, este decorado debía sugerir el triunfo universal de la
imaginación y de lo Bello sobre la mentira naturalista y los esfuerzos de la vacua
imitación. Y razonaron su opción: una escenografía con decorados fieles a la realidad
hasta el detallismo:
La primera etapa del teatro simbolista estuvo en relación con los pintores. De acuerdo
con los directores y poetas del grupo, los decorados, además de lo dicho, debían ser
capaces de establecer correspondencias sensibles con otros lenguajes del espectáculo
(poesía, gestos, movimientos, música, colores y hasta olores); debían integrarse de tal
modo en la acción escénica que ésta apareciese, según pretendían, como un cuadro
vivo, en movimiento. Precisamente, el célebre soneto Correspondencias de Baudelaire,
se convirtió en fuente de sugestiones escénicas. A primeros de 1891 anunciaron:
Denis Bablet, de quien tomamos la cita, nos viene a decir que estos cuadros fueron el
origen de proyectos más ambiciosos, como la escenificación de El cantar de los
cantares, de Salomón. Dividieron dicha escenificación en varios cuadros, también
llamados divisas. Cada cuadro se diferenciaba de los otros por el dominio de un color,
un olor, una tonalidad musical, un tono vocal...
Insistirán particularmente en los colores. Pero, puesto que los decorados no deben
acaparar en modo alguno el color, éste se centrará en los vestuarios y en los efectos de
iluminación. Los decorados simples, con paños desnudos, de tonos apagados, serán los
ideales para que sobre ellos destaque el cromatismo variable de actores y luces. La
electricidad posibilitó los juegos más variados de luces, sombras y colores, sobre los
que en buena medida se apoyaban los ambientes de sobrecogimiento, de misterio o
de magia de los simbolistas.
5. AUTORES Y OBRAS
El predominio de autores franceses y belgas no debe hacernos olvidar los periodos y
tendencias simbolistas de Hauptmann, de Hofmannsthal, del irlandés Yeats o de las
etapas finales de los nórdicos Ibsen y Strindberg. Pero, ante la imposibilidad de dar
cuenta de todos ellos, contentémonos con subrayar la labor de Maurice Maeterlinck y
de Paul Claudel.
Maurice Maeterlinck
Maurice Maeterlinck (1862-1949) se traslada aún joven a París donde conoce a Villiers
de 1'Isle Adam, autor de cuentos misteriosos, que aún hoy despiertan nuestra
curiosidad, y de obras dramáticas totalmente olvidadas. De la producción dramática de
Maeterlinck subrayamos La intrusa, Los ciegos (las dos de 1900), Interior, y El pájaro
azul.
La intrusa trata del tema de la muerte, como ya hemos dicho el más obsesivo y
predilecto de este movimiento. La originalidad de Maeterlinck está en hacer constante
su presencia sin necesidad de encarnarla en un actor, como en el teatro medieval o en
las moralidades inglesas. En La intrusa la muerte se manifiesta como una espera de lo
inevitable, como un clima, como un temor y una certeza. Los personajes, relacionados
entre sí por lazos de parentesco y de amistad, esperan la noticia fatal, el desenlace de
una pobre mujer que acaba de dar a luz. Los espectadores nos sentimos invadidos por
la misma tensión, por el pesado silencio de la escena.
Peleas y Melisenda nos presenta una historia muy simple, con un esquema triangular:
la mujer, Melisenda, y los dos hombres, Peleas y su hermano Golaud. Peleas, príncipe
viudo, se casa con Melisenda. Pero esta Melisenda sin malicia no tarda en dejarse
llevar por Golaud. Todo puede ser interpretado simbólicamente en este relato: las
fuentes, los bosques, la tormenta, la pérdida de la corona y del anillo... También aquí el
clima de muerte es percibido por dos personajes que quedan prácticamente fuera de
la acción: el padre de los dos hermanos y el propio hijo de Peleas. La muerte que llega
se impondrá a Melisenda en el parto y a Peleas a manos de su propio hermano.
Existe -nos dice- un lado trágico cotidiano que es mucho más real, mucho más
profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero que el lado trágico de las
grandes aventuras. Se trata de hacer ver lo que hay de sorprendente en el solo hecho
de vivir... (ver Textos).
Paul Claudel
Con Paul Claudel (1868-1955), de larga vida entregada ala poesía y al teatro (amén de
sus periodos políticos) asistimos al desarrollo del simbolismo en el siglo XX. En sus
inicios, fue decisiva para su formación la lectura y meditación de los poetas Baudelaire,
Mallarmé y Rimbaud. De este último llegó a escribir: "Otros me han instruido; Rimbaud
me ha construido." Pero Claudel tuvo la suerte de haber conocido China, Japón,
Estados Unidos o Brasil a lo largo de nuestro siglo, en sus estancias como enviado
político de Francia, entrando en contacto con las más diversas formas y lenguajes
escénicos que luego enriquecerán su escritura dramática. A ello hemos de añadir la
ayuda que le prestaron en todo momento pintores, dramaturgos, músicos y directores
escénicos (particularmente Copeau, Artaud y Barrault).
Su teatro, por todas estas razones, se verá invadido por las más diversas formas e
invenciones. De ahí la dificultad de llevarlo convenientemente a la escena, lo que a
muchos les hizo decir que se trataba de un teatro irrepresentable (quizá por sus
extensas divagaciones poéticas, quizá por la estructura de las propias obras, quizá,
también, por oposición a su temática y a su ideología religiosas).
Todo, en este relato, puede ser leído en clave simbólica: el momento de la historia, la
lepra, el beso al leproso, las bodas espirituales, la ceguera, la resurrección del niño en
Navidad (noche en que Claudel se convirtió al catolicismo en Notre-Dame de París), el
toque del Angelus... Pero quizá esta elección y la temática en la que se inscribe haya
sido la responsable de que Claudel (a pesar del entusiasmo que ha despertado en
grandes directores de nuestro siglo, a pesar de los magníficos montajes de que ha sido
objeto) no goce de la popularidad que sus formas dramáticas habrían merecido.
6. SIMBOLISTAS ESPAÑOLES
En España, en concreto, sería injusto olvidar la deuda de Valle con e1 simbolismo de
Cenizas, Tragedia de ensueño, Comedia de ensueño y, apuntando a formas
expresionistas, de El embrujado de El retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte; o la
de autores hoy menos recordados como Eduardo Marquina, los esposos Martínez
Sierra, Francisco Villaespesa, Fernández Ardavín, los Machado... Por su lado, Azorín,
que conoce como ninguno a los extranjeros Pirandello, Cocteau, Pitoeff, Maeterlinck,
Lenormand..., recomendará su imitación a los dramaturgos españoles. De ello dio él
mismo buen ejemplo. En 1896 tradujo al castellano L'intruse, de Maeterlinck. La
influencia de éste último es a todas luces evidente en Angelita y en los títulos que
componen La trilogía de lo Invisible: La arañita en el espejo, El segador, y Doctor
Death, de 3 a 5. Llegó a escribir:
La nueva pieza teatral debe dar expresión a la tensión dialéctica entre dos cadenas de
imágenes: las imágenes directas, conscientes, claras, determinadas, y las imágenes que
proceden del fondo de nuestro espíritu.
En la actualidad, la plástica escénica de los simbolistas se deja ver en los montajes más
poéticos y efectistas de los últimos años. Son de notar, asimismo, las deudas parciales
y deformadas, pero altamente significativas, de la vanguardia española de los años 60
con el simbolismo: Ruibal, Arrabal, Nieva, Riaza...
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