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UNA ESPADA ATRAVESARÁ TU ALMA

A) EL ANUNCIO A JOSÉ

Aunque el Hijo no iba a nacer de unas relaciones conyugales entre María y José, éste, sin embargo,
era el esposo legítimo de María y, en el matrimonio, tenía una misión importante como padre del
hijo de María. José es un "justo" ante Dios, elegido por Dios para una misión fundamental en la
historia de la salvación. Si Lucas nos presenta el anuncio del nacimiento del Hijo de Dios hecho a
María, Mateo nos presenta el mismo anuncio dirigido a José. Partiendo de la paternidad legal de
José, "hijo de David", Mateo introduce a Jesucristo desde el principio en la historia de la salvación:
Jesús es el cumplimiento de la promesa.

El origen de Jesús como Cristo fue así: estando desposada María, su madre, con José, antes de que
conviviesen, se halló encinta por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo y no
queriendo denunciarla (o revelarlo), resolvió separarse secretamente (Mt 1,18-19).

La intención de Mateo -como aparece en la genealogía (1,1-18) es mostrar que Jesús desciende de
Abraham y de David y que es, por tanto, el Mesías esperado. La dificultad de Mateo es que Jesús,
el Mesías, no desciende de José, en quien desemboca la genealogía1. La cadena de padre a hijo
queda rota en el último eslabón: aquí no se habla ya del padre, sino de la madre de la que nace
Jesús. ¿Cómo puede ser Jesús el Mesías si no es hijo de José? A esta pregunta responde Mateo.
"Jesús, llamado Cristo" concluye la genealogía, y ahí empalma la continuación de Mateo: "De Jesús
como Cristo el origen fue así". Con otras palabras: Jesús, el Mesías, nació de la manera siguiente: a
pesar de no ser hijo carnal de José, le corresponden los derechos hereditarios de David y de
Abraham. Es, pues, el Mesías.

Por este motivo José ocupa el centro del relato. Pero se afirma que lo acontecido en María no es
obra de padre humano, sino del Espíritu Santo. Mateo conoce la concepción virginal de Jesús y
trata de demostrar que, a pesar de ella, Jesús es el Mesías. Es lo que hace con el anuncio a José.

Los dos anuncios, a María y a José, tuvieron lugar en el intervalo de tiempo entre los desposorios y
la cohabitación definitiva de los esposos. Según una interpretación, María no dice nada a José de
lo ocurrido en ella. No quiere interferir en los planes de Dios para con José. Espera que, como Dios
ha mandado un ángel para revelarle su designio sobre ella, intervenga también con José
revelándole los designios sobre él. En el silencio sufre las dudas y sospechas de José, aguardando
la intervención de Dios.

Pero quizás explique mejor el texto de Mateo otra interpretación. Es posible que José hubiese
llegado a comprender, escuchando el relato de los hechos de labios de María, cómo había
ocurrido todo realmente.2 Y sabiendo que el embarazo de María se debe a la acción del Espíritu
Santo, José decide "apartarse ante el misterio". José, comprendiendo que Dios está actuando,
decide no interferir en el designio de Dios con María. Por ello decide apartarse de María en
secreto. ¡Cómo podría él tomar por esposa a María, la llena de gracia! Es el sentimiento de respeto
y de temor ante el misterio de Dios lo que lleva a José a querer alejarse de María. José, justo3 no
ante la ley sino ante Dios, acepta totalmente la voluntad de Dios. Esto le lleva a decidir alejarse de
María en secreto, sin revelar el misterio de la concepción virginal del Hijo de Dios en María.4
José guarda en su corazón como un secreto precioso el misterio descubierto en su esposa. José no
se pregunta si María es culpable o no. Su duda o indecisión es acerca de lo que él debe hacer.
¿Cómo ha de comportarse él, el esposo, en la situación excepcional en que se encuentra su
esposa: encinta por obra del Espíritu Santo? ¿Qué debe hacer él? Lleno de temor reverencial ante
el misterio, realizado en María, su esposa, José no ve otra salida que retirarse: "separarse de ella
secretamente". José "se dio cuenta claramente de que Dios había puesto la mano en su mujer y
que, por tanto, era intangible para él".5 Como dice Santo Tomás: `José quiso devolver a la Virgen
su libertad, no porque la creyera culpable de adulterio, sino por respeto a su santidad: sentía
temor de convivir con ella" .6 Y San Bernardo:

¿Por qué quiso dejarla? Escucha, no mi opinión, sino la de los Padres. La razón por la que José
quiso dejar a María es la misma por la que Pedro alejó de sí al Señor, diciéndole: Apártate de mí,
Señor, porque soy hombre pecador. Es también la razón por la que el centurión le apartaba de su
casa con estas palabras: Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Del mismo modo, José,
juzgándose indigno y pecador, pensaba que una persona tan grande como María, cuya maravillosa
y superior dignidad admiraba, no debía avenirse a hacer vida común con él. Veía, con sagrado
asombro, que en ella resplandecía la marca inconfundible de la divina presencia. Ante la
profundidad del misterio, como hombre que era, tembló y quiso dejarla secretamente... También
Isabel, ante la presencia de la Virgen embarazada, se sintió llena de respetuoso temor y, por eso,
exclamó: ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Ésta es, pues, la razón por la que
José quiso dejarla.7

Lleno de respeto hacia María, en quien el Espíritu Santo ha obrado grandes cosas, José está
decidido a dejarla totalmente en las manos de Dios. Pero, en ese momento decisivo, "estando él
en esos pensamientos, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: No temas
recibir en tu casa a María, tu esposa" (Mt 1,20). José escucha la misma palabra que ha recibido
María: "No temas, María" (Lc 1,30). Este "no temas"8 tiene en la Escritura una gran significación:
es la palabra de Dios ante el "santo temor" que experimenta el hombre ante una revelación de la
presencia de Dios. Es este temor ante la presencia y acción de Dios en María lo que el evangelio
supone en José. De aquí que el ángel le diga: "No temas recibir en tu casa a María, tu esposa; pues,
ciertamente, lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por
nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados" (v20-21).

El ángel revela a José su misión en el misterio de María y de Cristo: su misión de esposo de María y
de padre legal de Jesús, a quien como padre "tú pondrás el nombre". Aunque no sea su padre
carnal, José recibe la misión de hacer de padre a Jesús. Así, al mismo José le queda indicado el
sentido y la forma de su vida ulterior en el servicio del misterio que se ha de cumplir en su casa.

Esto tiene su significación en el cumplimiento de la historia de la salvación, como señala Mateo:


"Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que
dice: He aquí que una virgen llevará en su seno y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre
Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros" (v 22-23).9 Mateo se interesa de la misión de José
y le incluye en la profecía. Y, según Mateo, será José, y no María, quien dé el nombre al niño: "Y él
le puso por nombre Jesús" (v 25). José, acogiendo la voluntad de Dios, actúa como esposo de
María y como padre legal del Niño-Mesías. A través de José, Jesús es el descendiente de David, el
Mesías de Israel. San Mateo no olvida anotar el nombre con que el ángel se dirige a José: `José,
hijo de David" (v20).

Aquí queda confirmada la maternidad virginal de María, en la que Mateo -valiéndose de la versión
griega de los LXX que traduce -almah por parthenos- ve cumplida la profecía: "Ved que la Virgen
concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel" (Is 7,14; Mt 1,23). Mientras
subraya el cumplimiento de la esperanza mesiánica en Jesús, pone de manifiesto el
alumbramiento prodigioso de María de aquel que es Emmanuel, el Dios-con-nosotros. La
virginidad de María a los ojos de Mateo y de la tradición cristiana es vista en relación a Cristo.
Cristo no es fruto de un amor humano, sino del Espíritu Santo. En María el protagonista es el Señor
y la virginidad es la expresión de esta primacía. Cristo no surge del semen humano o del amor que
une a María con José, sino del amor de Dios.

El relato de Mateo nos muestra, finalmente, cuál debe ser la manera cristiana de acoger con
espíritu de fe el misterio de la concepción virginal de María. En José, el esposo de María, hallamos
la actitud de fe, humildad y respeto con que acoger este misterio de la acción de Dios en María:
"José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado: recibió a su esposa y, sin tener relaciones
conyugales, ella dio a luz un hijo, al que José puso por nombre Jesús" (Mt 1,24-25).

B) LA PRESENTACIÓN: OFRENDA DEL HIJO

La Anunciación y Encarnación tienen lugar en Nazaret, pero Jesús, hijo de David, nace en "Belén de
Judea, la ciudad de David, por ser José de la casa y de la familia de David" (Lc 2,4; Mt 2,5). De
Belén pasará, como David, a Jerusalén, donde el anciano Simeón le proclamará Mesías y Salvador,
viendo en Él la gloria del pueblo de Israel. Jesús ya en el seno de su madre comienza la subida
hacia Jerusalén y hacia el Templo. El Hijo de Dios, que ha descendido del Padre, comienza su
ascensión hacia el Padre (Jn 16,28). Es María, la Madre, quien lleva por primera vez a Jesús a
Jerusalén y al templo, para "dedicarlo" al Padre, a las cosas del Padre.

A los ocho días es circuncidado y José "le puso por nombre Jesús" (Mt 1,25), nombre "que le dio el
ángel antes de ser concebido en el seno" (Lc 2,21) y que reveló a José en sueños (Mt 1,21).
Después de la circuncisión de Jesús, llegado el tiempo de la purificación, José y María subieron a
Jerusalén a presentar al Niño "para ofrecerlo al Señor" (Le 2,22ss). No se trata, según el Levítico
(c.12) de una purificación moral, sino ritual, en cuanto que las fuentes de la vida son protegidas
por la ley de Dios. María es el Israel de Dios que invoca la purificación. Jerusalén, cananea de
nacimiento, abandonada en el campo, como objeto repugnante, el día de su nacimiento, es vista
por Dios, que se compadece de ella: "Te bañé con agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con
óleo. Te vestí con vestidos recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino y un manto de
seda... Te hiciste cada día más hermosa y llegaste al esplendor de una reina. Tu fama se difundió
entre las naciones, debido a tu belleza, que era perfecta, gracias al esplendor con que yo te había
revestido" (Ez 16). Esta esposa, colmada de dones, provoca los celos de Dios con sus infidelidades.
Pero Jerusalén sigue siendo la esposa del Señor: "Pero yo me acordaré de mi alianza contigo en los
días de tu juventud y estableceré en tu favor una alianza eterna... Yo mismo restableceré mi
alianza contigo y sabrás que yo soy Yahveh" (60-63).

En estas palabras hallamos la profecía de la Jerusalén de la Nueva Alianza, la Iglesia, que Cristo
ama hasta entregarse a sí mismo por ella "para santificarla, purificándola mediante el baño del
agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin mancha ni arruga,
sino santa e inmaculada" (Ef 5,25-27). En María se cumple ya lo que Cristo hará con toda la Iglesia.
En la presentación del templo, en el misterio de la ofrenda al Señor de su Hijo, la Hija de Sión
vuelve al primer amor de la Alianza. Y Jesús es ofrecido a su Padre celestial, de quien es realmente
Primogénito y a quien pertenece desde siempre.

"El primogénito abre el seno materno" (Nm 3,12), permitiendo a los demás hermanos pasar por él.
Jesús ha abierto el seno de la misericordia del Padre y ha pasado, el primero, a través de la
muerte, dejándonos abierto el acceso al Padre. Así se ha ofrecido al Padre al ser presentado en el
templo: "Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificios y oblación no quisiste; pero me has
formado un cuerpo... para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10,5.7).

En toda la escena de la presentación, el Espíritu Santo aletea en el templo (Le 2,25.26.27),


moviendo, consolando e inspirando a los ancianos Simeón y Ana. Simeón es el hombre de la
espera mesiánica. Aunque avanzado en edad mantiene en alto la llama de la esperanza: "él
esperaba la consolación de Israel" (v 25), junto con "los que esperaban la redención de Jerusalén"
(v 38). Simeón es el hombre de la esperanza y del Espíritu. El encuentro con Simeón acontece
antes de la presentación propiamente dicha. Las palabras de Simeón, iluminado por el Espíritu
Santo, iluminan a María el significado del rito. Al coger al niño en sus brazos, inspirado por el
Espíritu, Simeón empieza por dar gracias a Dios, porque le concede ver al Mesías en el que tenía
puesta toda su esperanza. Simeón descubre en Jesús el cumplimiento de las promesas esperadas,
reconociendo en él "al Cristo del Señor", "la consolación de Israel", y "la luz de las naciones" como
"el Siervo de Yahveh".10 También Ana, 11 que día y noche servía al Señor en el templo, reconoce
en el niño al Esperadó, "la redención de Israel". Los dos ancianos reconocen que María, la Hija de
Sión, lleva al templo la Luz verdadera, luz para iluminar a los gentiles y gloria de Israel. Estos dos
ancianos encarnan las palabras del salmo: "En la vejez darán aún fruto, se mantienen frescos y
lozanos para anunciar lo bueno que es Yahveh, nuestra roca" (Sal 92,15-16).

A la luz de la profecía de Simeón el gesto de la presentación de Jesús adquiere la plenitud de su


significado: el primogénito es ofrecido totalmente a Dios para salvación de todos sus hermanos.
Desde la Anunciación se le ha dicho a María que su hijo es el Salvador. Simeón se lo hace presente
a la hora de ofrecerlo a Dios en el templo. Y además Simeón le aclara que su hijo salvará a los
hombres como Siervo de Dios, que será "traspasado por nuestras culpas" (Is 53,5), de modo que
también a ella "una espada le atravesará el alma". María, en enemistad desde Eva con la
serpiente, está situada en el corazón del combate que acompañará a su Hijo, signo de
contradicción: o con Él o contra Él. Santa Catalina de Siena escribirá: "iOh dulcísimo y amantísimo
Amor, la lanzada que tú recibiste en el corazón es la espada que traspasó el corazón y alma de tu
madre. El Hijo era golpeado en el cuerpo y, de modo semejante, era herida la madre, porque
aquella carne era de ella". 12

El episodio de la presentación de Jesús en el templo nos sugiere el relato de la historia de Samuel.


Lo mismo que Elcaná y Ana presentan a su hijo en el santuario de Silo (1S 2,20), así María y José
presentan al niño en el templo. Como Elí bendice a los padres de Samuel (2,22), así Simeón
bendice a los de Jesús; lo mismo que en Silo hay algunas mujeres que sirven en el santuario (2,22),
así también en Jerusalén Ana "sirve al Señor día y noche con ayunos y oraciones" (Lc 2,37); y lo
mismo que Samuel "iba creciendo y se ganaba el aprecio del Señor y de los hombres" (2,26), así
también "el niño Jesús crecía y se fortalecía; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor del
Señor" (Lc 2,40). La diferencia más notable es que Jesús, a diferencia de Samuel, no se quedó en el
templo.

La llegada de Jesús al templo es el cumplimiento de la esperanza mesiánica, anunciada por


Malaquías como "purificación del templo y del pueblo" (Ml 3,1-3). Simeón, en el Nunc dimittis,
canta el cumplimiento de la promesa y de su esperanza. Pero, tras cantar el cumplimiento de la
promesa, Simeón anuncia su profecía a María. Aquel en quien se cumple la promesa de la
salvación es también "signo de contradicción", objeto de acogida y de rechazo por parte de Israel.
Y esto se repercutirá en María: "A ti misma una espada te atravesará el corazón" (Lc 2,35). Aquella
que ha sido presentada con José como fiel observante de la ley de los padres está también ligada
al drama del rechazo de su pueblo. En realidad Lucas no se ha fijado en la ceremonia de la
purificación de la madre. Sólo nos ha narrado la presentación de Jesús, la ofrenda de Jesús a Dios.
Ésta será la purificación de la fe de María a lo largo de toda su vida. La ley no prescribía que se
llevase al Templo al primogénito; el rescate se podía hacer sin necesidad de presentarlo. Al llevar a
Jesús al templo, María manifiesta su fe en que su Hijo es propiedad del Señor, como Ana lo pensó
respecto a su hijo Samuel, que "lo ofreció a Yahveh para todos los días de su vida, diciendo: es un
consagrado a Yahveh" (1S 1,28).

El evangelio de Lucas no habla de la presencia de María al pie de la cruz. Pero en su evangelio, la


cruz se dibuja ante ella desde el comienzo. La maternidad de María está marcada por el signo
pascual, pues su Hijo no podía llegar sino por la muerte al pleno nacimiento filial (Rm 1,3). En
Israel, todo primogénito pertenece a Yahveh; los padres deben rescatarlo para que sea su hijo (Ex
13,2.12). Ahora bien, Jesús es llevado al templo, no para ser rescatado, sino "para ser presentado
al Señor" (Lc 2,22), pues ya había anunciado el ángel que "el niño que nacerá será santo" (Lc 1,35),
consagrado al Señor para siempre. El arrebatamiento junto a Dios (Ap 12,5) comienza desde el
nacimiento, para acabar un día en una separación total. Tal es el nacimiento completo de Jesús,
hasta allí se extiende la relación materna de María con Él. San Bernardo comenta:

El amor de Cristo es como una flecha elegida, que no sólo hirió el alma de María, sino que la
traspasó, para que en su seno virginal no quedara ni una pequeña parte vacía del amor y, así, ella
amase a Dios con toda su persona y fuera realmente llena de gracia. La traspasó para llegar hasta
nosotros y que todos nosotros participáramos de su amor y, así, ella se convirtiera en la madre de
aquel amor del que Dios es Padre. 13

Por eso los vínculos humanos entre el Hijo y la madre se van aflojando continuamente: "¿No
sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Le 2,49). En torno a Jesús se va
formando una nueva familia, unida a él por los lazos de la fe: "Mi madre y mis hermanos son los
que oyen la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 11,27). La fe prevalece sobre la carne. A los ojos de
María, los rasgos de Jesús van adquiriendo los rasgos del Cristo de Dios. Es el Padre quien atrae a sí
a su Hijo, quien se lo arrebata a la madre. Juan desde el comienzo de su evangelio anuncia ya la
"hora" suprema: "¿A ti y a mí qué? Mi hora todavía no ha llegado" (Jn 2,4). La hora de Jesús, la de
su pascua, es también la de la Iglesia en su paso de la antigua a la nueva alianza. Jesús cumple en
Caná el primero de sus signos, que son todos anuncios de "su hora". Y "la madre de Jesús estaba
allí" (Jn 2,1). María no es llamada por su nombre: es la madre de Jesús, a la que Jesús llama con un
nombre inusual: ¡Mujer! Los dos términos convienen a María: ella es la mujer-madre, el símbolo
de la nación de la alianza.

La espada evoca en el lenguaje bíblico la palabra de Dios. 14 Esta palabra está presente ahora. Los
mismos poemas del Siervo, con los que Simeón describe a Jesús como luz de las naciones y gloria
de Israel (Is 42,6; 49,6), afirman: "Convirtió mi boca en espada afilada" (Is 49,2). La "espada" que
atravesará el corazón de María será, pues, la Palabra de Dios, que se hace presente en su Hijo
Jesús: lo mismo que Israel, también María tendrá que enfrentarse con esta palabra; no se le
ahorrará el esfuerzo de creer (Le 2,48-51), puesto que tendrá que guardar y meditar hechos y
palabras que no siempre entiende. Pero a diferencia de muchos en Israel, María, como expresión
del Israel fiel, perseverará en la fe hasta el fin, hasta el momento de la cruz.

Como la vida de Cristo, según el evangelio de Lucas, fine una lenta y decidida "subida a Jerusalén"
(Le 9,31), la de María fue igualmente un acompañar a Jesús en su camino hasta la cruz. Ya las
palabras de Simeón: "Una espada atravesará tu alma", que María, sin duda, guardó en su corazón,
fueron un preludio de su misión: "estar con Jesús junto a la cruz". Juan. Pablo II, en la Redemptoris
mater, aplica a María la palabra de la kénosis, que Pablo ha aplicado a Cristo (Flp 2,6-7): "Mediante
la fe, María está perfectamente unida a Cristo en su despojamiento. Es ésta tal vez la más
profunda kénosis de la fe en la historia de la humanidad" (RM 18). Esta kénosis se consumó bajo la
cruz, pero comenzó mucho antes, en Nazaret y a lo largo de toda la vida pública de Jesús, en esa
"peregrinación de la fe":

No es difícil notar una particular fatiga del corazón, unida a una especie de "noche de la fe" -
usando una expresión de san Juan de la Cruz-, como un velo a través del cual hay que acercarse al
Invisible y vivir en intimidad con el misterio.15 Pues de este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de la fe (13,M 17).

En lugar de hablar de los "privilegios" de María, el Vaticano II nos presenta a María siguiendo las
huellas de su Hijo, asociada a Él. Y Cristo, aunque no tuvo pecado alguno, experimentó por
nosotros la fatiga, el dolor, la angustia, las tentaciones y la muerte, todas las consecuencias del
pecado. María, como Cristo, siendo su Madre, aprendió lo que es la obediencia con el sufrimiento,
de modo que podemos decir que tenemos una madre que puede comprender nuestras
enfermedades, nuestra fatiga, nuestras tentaciones, habiendo sido ella probada en todas esas
cosas, semejante en todo a nosotros, excepto el pecado (Hb 4,15;5,8).

Ella es la Virgen, Hija de Sión, que cumpliendo la ley, te presentó en el templo a su Hijo, gloria de
tu pueblo Israel y luz de todas las naciones. Ella es la Virgen, puesta al servicio de la obra de la
salvación, que te ofrece al Cordero sin mancha, que será inmolado por nuestra salvación en el ara
de la cruz. Así, Señor, por tu designio, el mismo amor asocia al Hijo y a la Madre; los une el mismo
dolor y los impulsa la misma voluntad de agradarte.16

C) TOMA CONTIGO AL NIÑO Y A SU MADRE

La última perícopa del evangelio de la infancia de Mateo (2,13-21) lleva a Jesús de Belén a Nazaret.
Pero en medio lo conduce a Egipto, haciéndole partir de allí hacia Nazaret. "El ángel se aparece, no
a María, sino a José y le dice: Levántate, toma contigo al Niño y a su Madre. No le dice, como había
hecho antes, `toma a tu esposa', sino `toma a su madre'. José escucha, obedece y acepta con
alegría todas las pruebas". 17 "José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y se retiró a
Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes". Y durante su estancia en Egipto, Mateo coloca la
matanza de los inocentes, comentada con las palabras que Jeremías empleó para describir a las
tribus del norte en su destierro. Así presenta a Jesús cumpliendo la historia de Israel, al revivir el
éxodo y el destierro de Israel. En Jesús se cumple, pues, la esperanza mesiánica. Y a su lado,
siempre presente, está María, su madre, como manifiesta la repetida expresión: "el niño y su
madre" (Mt 2,13.14.20.21). María aparece, pues, como figura de Israel que esperaba la salvación
mesiánica y que entra ahora en ella. La madre del Mesías, que acoge a todas las gentes (sabios de
oriente), es aquí la mujer del éxodo y del exilio, conducida con el Nazareno a la tierra de sus
padres. María representa así el umbral a través del cual se pasa de la espera al cumplimiento.

María, hija de Sión, peregrina como Israel por el exilio. Su Hijo, es hijo de Israel, a quien Dios saca
de Egipto (Os 11,11), pero es también el Hijo de Dios en quien se cumple plenamente la profecía:
"De Egipto llamé a mi Hijo" (Mt 2,15).

D) TU PADRE Y Y0, ANGUSTIADOS, TE BUSCÁBAMOS

El evangelio de la infancia de Lucas se cierra con el episodio de la presencia de Jesús a los doce
años en el templo: "Sus padres iban cada año a Jerusalén, por la fiesta de pascua. Cuando el niño
cumplió doce años, subieron a celebrar la fiesta, según la costumbre" (Lc 2,41-42). Al final "bajó
con ellos a Nazaret" (v 51). Entre la subida y la bajada tiene lugar la revelación de Jesús, que llena
de asombro a los que le escuchan en el templo (v47), y a sus padres (v 48), que "no
comprendieron lo que les decía" (v 50).18 Esta revelación está compendiada en las palabras: "¿Por
qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (v49). Ésta es la
primera palabra de Jesús que nos ha recogido el Evangelio. Desde el comienzo Jesús pronuncia la
palabra fundamental de su vida: "Mi Padre", revelando el misterio de su ser y de su misión. Su
primera palabra se refiere al Padre que le ha engendrado eternamente y le ha enviado a hacerse
hombre en el seno de María. También a su Padre celestial dirigirá su última palabra: "Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Y, una vez resucitado, también sobre el Padre será su
última palabra: "Yo mandaré sobre vosotros el Espíritu que mi Padre ha prometido" (Lc 24,49).

Esta palabra de Jesús, marcando el contraste con las palabras de María "tu padre y yo", dejan
sorprendidos a María y a José. Es lo mismo que experimentarán más tarde sus discípulos: "Ellos no
comprendieron nada de lo que les decía porque era un lenguaje oscuro para ellos y no entendían
lo que decía" (Lc 18,34). Pero María conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón.
Poco a poco irá comprendiendo que el desapego de su Hijo no es un signo de distancia, sino de
una nueva cercanía. En la fe irá comprendiendo que su Hijo tiene una misión que cumplir y se
asociará a ella de corazón.

Este episodio tiene un significado simbólico. Es un hecho excepcional, querido por Jesús, que hasta
entonces y después "estaba sometido" a María y a José (Mt 2,51). Jesús recuerda a José y a María
la ofrenda que han hecho de Él al Padre en su primera presentación en el templo: él se debe a su
Padre. Y un día se substraerá a sus cuidados, para dedicarse enteramente a la misión que el Padre
le ha confiado. Y, en el cumplimiento de esa misión salvadora, se perderá y no será hallado hasta
el tercer día. Ellos "no entendieron sus palabras", pero "María las conservó en su corazón". El final
del episodio con el encuentro del Hijo en medio de los doctores admirados de su inteligencia y de
sus respuestas es un anuncio, guardado en el corazón de María, de la gloria en la que encontrará a
su Hijo resucitado.
A través de las palabras de María oímos el eco del gemido de la Esposa del Cantar de los Cantares:
"He buscado al amor de mi alma. Le busqué y no le hallé. Me levantaré y recorreré la ciudad. Por
las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma" (3 ,1-2). Pero, también, resuena el gemido de
María Magdalena, en la mañana de Pascua: "Se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han
puesto" (Jn 20,13). Cuando María suba por última vez a Jerusalén, a la montaña santa de
Abraham, la montaña donde Dios había "provisto un Cordero", durante tres días, María recordará
los tres días en que buscó a su Hijo hasta que lo encontró en el Templo, ocupado en las cosas de su
Padre. La memoria, "las palabras guardadas en el corazón", le ayudará a vivir en la esperanza.

Pues el episodio del templo es la prefiguración de la Pascua de Cristo, cuando por tres días será
substraído por la muerte a la vista de los suyos. Los dos acontecimientos tienen como escenario
Jerusalén y están enmarcados en la liturgia de la Pascua. La angustiosa búsqueda de María y de
José evoca la tristeza de los discípulos, que han perdido al Maestro (Lc 24,17), a quien buscan (Lc
24,5) hasta que Él se les aparece "al tercer día" (Lc 24,21). La diferencia entre María y los demás
discípulos es que éstos son "torpes" para comprender y "cerrados" para creer "lo que dijeron los
profetas" (Lc 24,25). María, "aunque no comprendiera", "guardaba todos estos hechos en su
corazón" (v 51). Así María permanece abierta al misterio y se deja envolver por él. Así, preparada
por el anticipo de la pérdida del hijo a los doce años, puede acoger el designio de la muerte de su
Hijo y "estar en pie junto a Él en el momento de la cruz", aceptando que cumpla la voluntad del
Padre. Ella acepta que su Hijo ponga su relación con el Padre por encima de los vínculos familiares
de la carne. Su fe, sin privarla del dolor, le permite aceptar que la "espada" anunciada le atraviese
el corazón hasta la plena manifestación de la luz pascual.

Este negarse a sí misma en relación al Hijo es el camino constante durante toda la vida pública (Jn
2,4; Lc 11,27-28). Es la kénosis de María, llevada por su Hijo de un conocimiento en la carne a un
conocimiento de Él en la fe, pasándola por "la noche oscura de la memoria", dice San Juan de la
Cruz. 19 Esta noche oscura de la memoria consiste en olvidarse del pasado para estar orientados
únicamente hacia Dios, viviendo en la esperanza. Es la radical pobreza de espíritu, rica sólo de Dios
y, esto, sólo en esperanza.

María es, pues, la creyente, que consiente a la palabra de Dios en la fe y se deja conducir
dócilmente por ella, experimentando el misterio, que se le va aclarando progresivamente. María,
guardando la palabra en su corazón, permite que ésta, como espada de doble filo, la traspase el
corazón. De este modo sus pensamientos van siendo penetrados por el esplendor de esa palabra
(Lc 2,35), que es luz que ilumina a las gentes (Lc 2,32). Es la figura del verdadero discípulo, que
asiente a la iniciativa de Dios, dejándose plasmar por Él. La Iglesia naciente se mira en ella como en
un espejo para descubrir su verdadero rostro. Y así nos la ofrece a nosotros hoy.

E) JUNTO A LA CRUZ ESTABA SU MADRE

Llegó el día en que el niño iba a nacer, para ser llevado junto a Dios: "Estaba encinta y gritaba con
los dolores del parto..., dio a luz a un hijo varón... El hijo fue arrebatado hacia Dios y a su trono"
(Ap 12,2.5). Se sabía que los tiempos mesiánicos nacerían en medio de dolores de parto. Estas
tribulaciones han atravesado los siglos; desde los comienzos, la mujer encinta grita en sus dolores.
El Apocalipsis une el nacimiento doloroso y la glorificación junto a Dios del hijo varón que da a luz
la mujer.
Es sobre el hijo sobre quien han caído los dolores de parto de los últimos tiempos: "¿No era
necesario que Cristo sufriera todo esto para entrar en su gloria?" (Le 24,26). Pero en el Apocalipsis
son los dolores de la madre los que simbolizan las pruebas mesiánicas, pues la comunidad es
inseparable del hijo que lleva en su carne. Ésta comparte los dolores a través de los cuales el niño
nace hasta estar junto a Dios (Jn 16,21).

Jesús es el punto de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el final de uno y el principio
del otro. Él es el paso del uno al otro: su "carne es el gozne de la salvación".20 Pasa de la carne al
Espíritu y arrastra a la Iglesia en esta pascua. Durante su vida terrena, Jesús, "nacido de mujer,
bajo la ley" (Ga 4,4), pertenecía en alguna medida a la primera alianza; estaba reducido a "la
condición de siervo", en la que su misterio filial se encontraba oculto, "hecho en todo semejante a
los hombres" (Flp 2,7). Tenía todavía que "ir hacia el Padre" (Jn 13,1), al que estaba, sin embargo,
unido en lo profundo de su ser (Jn 10,30). Es así como pertenece en su carne a un pueblo que vivía
"según la carne", aun estando destinado a la filiación (Ga 4,1-3). Pero en la cruz, Jesús muere a la
carne, a la ley (Ga 2,19) y, desde entonces, vive en su Padre (Rm 6,10), en el Espíritu Santo:
"Nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu
de santificación por su resurrección de la muerte" (Rm 1,3), cuando "el Hijo fue arrebatado hacia
Dios y a su trono" (Ap 12,5). Tal es la obra de la salvación: "A través de la cortina, es decir, de su
propia carne desgarrada, Jesús entró de una vez para siempre en el Santuario, adquiriéndonos una
liberación eterna" (Hb 9,12;10,20).

Durante la primera alianza, "la mujer" había sido madre de Cristo según la carne. Pero, por la cruz,
Cristo sube de la carne al Espíritu. A su muerte, el velo del templo se desgarra, la primera alianza
expira con él: "vuestra casa queda desierta" (Mt 23,38). Pero "este templo", Jesús lo reedifica: "Él
hablaba del templo de su cuerpo resucitado" (Jn 2,21). Entre uno y otro templo, entre una y otra
alianza, hay ruptura y continuidad: el templo es destruido, pero este templo yo lo levantaré
renovado. La Iglesia de Dios se reúne en este templo reconstruido. En otro tiempo madre según la
carne, la Iglesia pasa a ser compañera en la pascua de Jesús; como una esposa que formara un
cuerpo con él, se duerme con él en su muerte y se despierta con él en su resurrección.21

"En pie junto a la cruz de Jesús estaba su madre" (Jn 19,25). En torno a la cruz, en la persona de
María, la hija de Sión, está Israel. Con María, los patriarcas, los profetas y todos los justos de Israel
pasan a la nueva alianza. Y en María, la Iglesia celebra el cumplimiento del misterio pascual de
Cristo en su forma plena, semejante a la del Señor resucitado, puesto que ella realizó en cuerpo y
alma el "paso" pascual de la muerte a la vida. "Las fiestas marianas son una manera de hacer
presente el misterio pascual, del que se celebra el éxito total en un miembro eminente de la
Iglesia".22
_______________

1 Mateo, no obstante su preocupación por mostrar el ascendiente davídico de Jesús, transmitió el


dato más difícil para su intención: el hecho de que Jesús no hubiera sido engendrado por José, hijo
de David, como se esperaba. Si actuó así es evidente que "se sentía más ligado por el
acontecimiento que por la letra de las Escrituras". No interpretó los hechos a la luz de sus
esperanzas, sino estas esperanzas a la luz de los hechos. Cfr. R. LAURENTIN, I vangeli dell'infanza di
Cristo, Torino 1985, p.430.
2 El silencio frente a José contrastaría con la actitud de María con respecto a Isabel con la que
comparte su alegría y acción de gracias.

3 El hombre justo ante la intervención de Dios se retira respetuosamente. Es la reacción de los


justos del Antiguo Testamento: la de Moisés en la teofanía del Sinaí; la de Isaías en la visión de
Yahveh en el templo. Cuando Dios interviene en la historia del hombre, el justo se retira con temor
reverencial ante Dios. Esta interpretación que presenta San Bernardo como "eco de los Padres"
supera el nivel de la moral y se sitúa en el plano de la historia de la salvación.

4 El verbo deigmatisai puede significar: denunciar, exponer a la afrenta, pero significa también
sanar a la luz, revelar, hacer visible, manifiesto.

5 R. GUARDINI, o. c., p. 49. Esta interpretación parte de Eusebio de Cesarea: PG 22,879-886.

6 SANTO TOMÁS, Sum. theol. Supplementum III q.62 a.3 ad 2.

7 SAN BERNARDO, Hom "Super missus est'; II 14: PL 183,88.

8 Cfr. Mt 14,25; 17,7; Me 9,32; Ap 1,17.

9 Mateo modifica la cita del profeta, cambiando el singular en plural. En vez de "ella le pondrá por
nombre" (Is 7,14), dice: "le pondrán por nombre".

10 Simeón se inspira en los cantos del Siervo de Isaías: 52,10; 42,6; 49,6; 50,4-9; 52,13-53,12.

11 Ana parece la viuda que describe Pablo: " La viuda pone su esperanza en Dios y se consagra a la
oración día y noche' (1Tm 5,5; Le 2,37-38).

12 SANTA CATALINA DE SIENA, Carta 30.

13 SAN BERNARDO, Sermón 29 sobre el Cantar de los Cantares.

14 Cfr. la 49,2; Sb 18,15; Ap 1,18; 2,12.18; 19,15.21; Ef 6,17; Hb 4,12.

15 SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo L.II, cap. 3,4-e.

16 Prefacio de la Misa "Santa María en la presentación del Señor".

17 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Comentario del Evangelio de San Mateo, vIII,25.

18 Cfr. el paralelismo con la revelación de Dios a Moisés: Ex 3-4; 33,18-34; o a Elías: 1Re 19.

19 SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo III, 2,10.

20 TERTULIANO, De resurrectione mortuorum, 8,2: PL 2,931.

21 Cfr. SAN AMBROSIO, In Pe. 118. Sermo 1,16.

22 T FEDERICI, Anno liturgico, en Diccionario del concilio Vaticano II, Roma 1969, p.605-606.

EL DOLOR DE LA VIRGEN EN LA INFANCIA Y EN LA PASIÓN DE SU HIJO


El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en la pasión y muerte de su 
Hijo es probablemente el acontecimiento evangélico que ha encontrado un eco más amplio y 
más intenso en la religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad (Via crucis, Via 
Matris...) y, en proporción con los demás misterios, también en la liturgia cristiana de oriente 
y de occidente. Es curioso cómo estas tres dimensiones de la piedad están idealmente 
unidas en la liturgia de rito romano en el Stabat Mater, atribuido a Jacopone de Todi, 
secuencia nacida en un contexto de intensa religiosidad popular, utilizada de varias maneras 
en los ejercicios piadosos y aunque de forma facultativa, presente en la liturgia de las horas 
y en la liturgia de la palabra de la misa del 15 de septiembre de la Virgen de los Dolores. 
Esta singularidad revela que las tres áreas de piedad que hemos señalado, dejando aparte 
ciertas intemperancias ocasionales, reflejan agudamente lo esencial del misterio evangélico. 

Pero el dolor de la Virgen, aunque encuentra en el misterio de la cruz su primera y última 


significación, fue captado por la piedad Mariana también en otros acontecimientos de la 
vida de su Hijo en los que la madre participó personalmente. En general, se suele 
considerar el dolor de la Virgen en la infancia de Jesús y no sólo en su pasión. La 
meditación cristiana captó y en cierto modo fue codificando progresivamente a lo largo de 
los siglos siete sucesos dolorosos, siete episodios bíblicos en los que está atestiguada 
expresamente intuida por la tradición la participación de María. Se recuerda la subida al 
templo de José y 
de María para presentar allí a Jesús a los cuarenta días de su nacimiento, con la relativa 
profecía del anciano Simeón: "Una espada atravesará tu alma" (/Lc/02/34-35). Espada que 
es, "según parece, la progresiva revelación que Dios le hace de la suerte de su Hijo"; 
espada que penetrando en María le hará sufrir; espada símbolo del camino doloroso de la 
Virgen, que en la tradición posterior será asumida como signo plástico de los dolores 
sufridos por la madre del Redentor y representada luego en número de siete puñales 
clavados en el corazón de la Virgen. El camino de fe de la Virgen se vio muy pronto marcado 
por un nuevo suceso doloroso: la huida a Egipto con Jesús y José (Mt 2,13-14). Y una vez 
más, durante la infancia de Jesús, el suceso de la pérdida en Jerusalén y la búsqueda 
ansiosa y dolorida de María y de José (cf Lc 2,43ss), que se concluirá con el hallazgo del 
Hijo en el templo, nuevo motivo de meditación y de interpretación sobre la voluntad de Dios 
en el corazón de la madre. La contemplación de la tradición ha querido descubrir en la 
subida de Jesús con la cruz al Calvario la experiencia síntesis del camino de fe de la madre y 
aunque los evangelios no mencionan nada de eso, la piedad tradicional ve también la 
presencia de María en el encuentro de Cristo con las mujeres (Lc 23,26-27). Como ya se ha 
dicho, es en el acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el significado primero y 
último de la Dolorosa: "Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, 
hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al 
discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He 
ahí a tu madre " (Jn 19,25-27a). Y una vez más la devoción de 
los fieles quiso prolongar la participación amorosa de la madre en la muerte redentora del 
Hijo recordando como en un díptico, la acogida en el regazo de María de Jesús bajado de 
la cruz (cf Mc 15,42), acontecimiento objeto de atención particular por parte de pintores y 
escultores, y la entrega al sepulcro del cuerpo exánime de su Hilo (cf Jn 19.40-42a). 

II. Situación actual en la doctrina y en la liturgia 

I. LA DOCTRINA. La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor de 


María de Nazaret, más allá del reparto de los misterios que tuvo lugar en otros siglos que 
los veneraron por separado, en la sensibilidad teológica de nuestros días y también, al 
parecer, en la piedad de los fieles, no se percibe como una división puntual de 
compartimientos estancos, sino que, incluso en la especificación de los diversos episodios, 
los dolores se relacionan armónicamente con el camino de un misterio de fe que conoció el 
sufrimiento, en comunión total con el hombre de dolores y abierto a la voluntad de Dios 
Padre. Tenemos una síntesis autorizada de esta nueva mentalidad en el magisterio del Vat 
ll: "También la Virgen bienaventurada avanzó en esta peregrinación de la fe y mantuvo 
fielmente su comunión con el Hijo hasta la cruz ante la cual resistió en pie (cf Jn 19,25), no 
sin cierto designio divino, sufriendo profundamente con su unigénito y asociándose a su 
sacrificio con ánimo maternal, consintiendo amorosamente en la inmolación de la victima 
que ella había engendrado" (LG 58). En realidad es la comunión profunda, que en cierto 
modo se hace consciente, entre la madre y el Hijo, comunión ligada no solamente a la 
generación, sino también a la fe, lo que llevó a María a cooperar en la obra de Jesús hasta 
el. Calvario: "Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, pre sentándolo al Padre 
en el templo; sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz, cooperó de un modo muy especial 
a la obra del Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para 
restaurar la vida sobrenatural de las almas" (LG 61).
Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte "para nosotros en madre 
en el orden de la gracia" (LG 61). La enseñanza conciliar ha abandonado de hecho los 
problemas sutiles y las objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica de 
las encíclicas papales que se habían ocupado de estos temas con datos bíblicos y 
existenciales. Por esta linea ha seguido la investigación, sirviéndose especialmente de la 
profundización exegética que subraya cómo María junto a la cruz, como hija de Sión, es 
figura de la iglesia madre a cuyo seno están convocados en la unidad los hijos dispersos de 
Dios, con sus relativas consecuencias, y cómo "en Ia pasión según Juan —de tan altos 
vuelos teológicos— Jesús es el hombre de dolores, que conoce bien lo que es sufrir (Is 
53,3), aquel a quien traspasaron (Jn 19,37; cf Zac 12, 1). Y paralelamente su madre es la 
mujer de dolores... Ella expresa también el modelo de perfecta unión con Jesús hasta la 
cruz. Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es una de las tareas 
más arduas del amor cristiano, que exige alegrarse con los que se alegran (Rm 12,15; cf Jn 
2,1 =bodas de Caná) y llorar con los que lloran (Rm 12,15; cf Jn 19,25 = la cruz de Jesús). 

Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de profundización en las reflexiones 


de un episcopado como el de Sudamérica: "En María se manifiesta preclaramente que 
Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas 
sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al 
nuevo Adán. María, por su cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él 
protagonista de la historia". El misterio de la mater dolorosa, leído en relación con Cristo y 
con la iglesia, se convierte en experiencia vital para el cristiano no sólo respecto al 
conocimiento de la historia salvífica, sino también como fuente singular de consuelo y de 
esperanza para su vida cotidiana.

2. LA LITURGIA. 
a) 15 de septiembre: Virgen de los Dolores, memoria. En la exhortación apostólica 
Marialis cultus, Pablo Vl, después de destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de 
los misterios del Hijo y las grandes fiestas Marianas, presenta de este modo la memoria del 
15 de septiembre: "Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo las 
celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo 
estrechamente vinculada al Hijo como... Ia memoria de la Virgen Dolorosa (15 de 
septiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación 
y para venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la madre que comparte su dolor" (n. 
7). 
El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz Ia ecclesia celebra la 
compasión de aquella que se mantuvo fiel junto a la cruz. Esta memoria tiene un formulario 
propio (trozos bíblicos y textos eucológicos) para la celebración eucarística y partes propias 
para la liturgia de las horas. El contenido de la colecta nos puede ayudar a captar el 
significado de esta celebración: el carácter cristológico de la primera parte (la actio 
gratiarum) y el eclesiológico de la segunda (la petitio) colocan inmediatamente la memoria 
del 15 de septiembre en un horizonte de solidez teológica y de amplia visión conciliar. 
"Señor, tú has querido que la madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz". El 
comienzo de la oración alaba al Padre y le da gracias, porque en la hora de la redención 
quiso que estuviera presente la madre de su Hijo y que participara de su obra. La 
referencia tan clara al evangelio de Juan (19,25; 3,14-15; 8,28; 12,32) da a las breves 
frases iniciales aquella luz de resurrección que el evangelista quiso derramar en el relato de 
la pasión y muerte de Cristo: la cruz, además de ser instrumento de dolor, es sobre todo un 
trono de gloria. La madre participa de esta luz. En efecto, la liturgia del 15 de septiembre 
imprime un carácter de glorificación al misterio del dolor de María (cf aclamación al 
evangelio, antífona de la comunión, antífona al Ben.; antífona de vísperas y lectura breve). 
De esta forma se sintetizan líricamente dos grandes temas de Juan: la exaltación (3,14-15, 
8,28, 12,32) y la hora de Jesús (7,30, 8,20, 12,20-28; 13,1; 16,13-14)' 4. La presencia de 
María encuentra para los dos temas su lugar debido, el lugar querido por Dios. En la 
colecta esta presencia se subraya por el sustantivo mater en relación con el Filius: la hora 
de la exaltación en la cruz de Cristo es el punto focal del tríptico "Caná-Calvario-Apocalipsis 
12", en donde aparece con toda claridad el "ser madre" de la Virgen. En Caná (Jn 2,1-11) 
anticipó como madre la inauguración del misterio del Hijo, invitándole a realizar el primero 
de los "signos": origen de la fe en los discípulos, a quienes hace reunirse junto con ella y 
con los hermanos en torno a Cristo (Jn 2,12). Al mismo tiempo, María hizo anticipar también 
con este signo, proféticamente, aquella hora que se mostró en toda su luz cuando el Hijo 
del hombre reinó desde el madero y derramó la salvación sobre toda la humanidad. 
Además, aquella hora, en la que el Hijo prescindió de su madre (Jn 2,4), la Virgen se reveló 
como madre de todos, como madre de la iglesia (en este sentido hay que leer la oración 
sobre las ofrendas). Y una vez más la madre está junto a Cristo en la fe, representados 
simbólicamente en Juan los discípulos y los hermanos. En esta fe contra toda esperanza 
experimenta profundamente la Virgen la comparticipación en los sufrimientos del Hijo 
("compatientem", de "pati-cum", es el término latino de la "editio typica" del Misal romano, 
traducido a veces impropiamente con "dolorosa"; lo mismo puede decirse para la oración 
después de la comunión, en donde "compassionem B.M.V. recolentes" se ha traducido: "al 
recordar los dolores de la virgen María"). No sólo como madre está íntimamente unida al 
dolor de Cristo, sino que, como ya hemos observado, lo está como creyente 
bienaventurada que ve vacilar los fundamentos de su fe con la pasión y la muerte. Al mismo 
tiempo lucha sufriendo, esperando sólo en aquel que muere. Surge espontáneamente el 
recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido: "Una espada atravesará tu 
alma" (Lc 2,35, del que encontramos un eco en la antífona inicial de la misa, en el segundo 
pasaje evangélico ad libitum, o sea Lc 2,33-35, y en la segunda lectura de la liturgia de las 
horas sacada de los Sermones de san Bernardo), y el recuerdo de su vida de fe que la 
había ido preparando para esta realidad: admirable expresión de los futuros fieles 
auténticos, que aun en medio del sufrimiento esperan únicamente en aquel que murió y 
resucitó. En Apocalipsis 12 parece estar clara la referencia a Jn 19,25-27. 
M/EVA-NUEVA: Por lo que se refiere a la "mujer", se sabe que los exegetas andan 
divididos. Sin embargo, creemos que no está lejos la interpretación que ve en esta "mujer" 
tanto a la iglesia como a María: en efecto, "la iglesia y María son entre sí realidades 
complementarias, lo mismo que son las dos complementos insustituibles del mismo Cristo". 
La madre del Hijo de Dios participa con él, en la hora de la historia, en la generación 
dolorosa de todos los vivientes, derrotando al enemigo del Hijo del hombre y participando 
en su glorificación por esta victoria. En este sentido el bíblico "viventium mater" (Gn/03/20) 
es el título perfecto de la nueva Eva. Madre espiritual y carnal de Cristo cabeza, madre 
espiritual de todos los miembros, de todos los hombres. Esta madre es la primera que 
ofrece su colaboración personal para completar la pasión de Cristo en favor de la iglesia, tal 
como se expresaba la Mystici Corporis refiriéndose a Col 1,24-27. Deseo que la liturgia, en 
la oración después de la comunión, sugiere que se actúe también para la asamblea que ha 
celebrado la memoria de la Dolorosa como fruto final. De esta forma la madre se convierte 
para la ecclesia, que sigue luchando aún contra el dragón, esperando la glorificación final, 
en signo de una esperanza cierta y en motivo de estimulo. 
La petición de la ecclesia es esencial: participar en la pasión de Cristo con aquella que 
es su madre y su imagen, anhelando ardientemente llegar como llegó ella a la glorificación 
final: "Haz que la iglesia, asociandose con María a la pasión de Cristo, merezca participar 
de su resurrección". Estamos en el corazón de la liturgia del 15 de septiembre, la auténtica 
dimensión cristiana y el sentido último y denso de la celebración, los mismos motivos que 
aparecen en el Stabat Mater. Lo que se vislumbra al comienzo de la colecta encuentra su 
petición consecuente en su segunda parte: pasión del Hijo y de la madre (petición de 
participar en esa pasión), glorificación del Hijo y de la madre (petición de conglorificación). 
Estas dos peticiones piden lo esencial para la vida de la iglesia. Respetan su ya y su 
todavía no. San Pablo nos ayuda a profundizar en el sentido de estas súplicas. La 
comunión total con Cristo Señor nos da la garantía de participar en su vida divina (cf 
también la antífona de la comunión y las antífonas de laudes y vísperas). El espíritu que él 
nos ha obtenido "da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. 
Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo" (Rm 8,16-17). 
Cristo quiso libremente señalar el camino del hombre participando en todo y para todo de la 
vida humana, viviendo un periodo concreto de acontecimientos, alegrías y sufrimientos, 
viviendo hasta el fondo la muerte por la vida. La comunión con él, ser coherederos con su 
persona, como la vivió también la virgen María, supone asumir, iluminados conscientemente 
por la fe, la vida de cada día, en donde el límite propio del hombre, el sufrimiento, es un 
elemento no accesorio: `'Coherederos de Cristo, si es que padecemos juntamente con él" 
(Rm 8,17). La participación en la pasión tiene dos perspectivas: personal y comunitaria. Es 
anhelo por la continua liberación de toda forma de pecado, de mal, individual y social. Es 
volver a tomar día tras día la propia cruz (Lc 9,39) y aliviar com-pasivamente la cruz de 
cualquier hombre que esté en nuestro camino y la de la humanidad de que formamos parte 
(Lc 10,25-37; Jn 13,34). Pero esta pasión no es fin de sí misma, sino que es para la vida: 
"Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce 
mucho fruto" (Jn 12,24); y es para la vida sin fin: "Padecemos juntamente con él, para ser 
también juntamente glorificados'' (Rm 8,17); "si sufrimos con él, también con él reinaremos" 
(2Tim 2 11). Se trata de la tensión escatológica hacia la vida de toda la existencia cristiana. 
Se trata de la esperanza, que sostiene el ya de la iglesia, mientras camina hacia el todavía 
no. Esperanza que se centra esencialmente en la resurrección de Cristo, el primero de los 
vivientes (cf Rom 8, 18-30). 
................... 
No se contempla ni se venera a la mater dolorosa solamente para participar 
conscientemente, en cuanto personas particulares, en la pasión de Cristo a fin de vivir su 
resurrección, sino que además se hace esto para que María, como imagen de la iglesia, 
inspire a los creyentes el deseo de estar al lado de las infinitas cruces de los hombres para 
poner allí aliento, presencia liberadora y cooperación redentora. Además, la Dolorosa 
puede recordar a los hombres de nuestro tiempo, inquietos y
preocupados por la 
esencialidad de las cosas, que la confrontación con la palabra
Virgen de las Lágrimas
de la verdad y su 
manifestación pasa ciertamente por la experiencia de la
espada (cf Lc 2,35; Ez 14,17; 
33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap 1,16), que traspasa el
alma, pero que abre también 
a una nueva conciencia y a una misión renovada (cf Jn 19,25-
27), que va más allá de la 
carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que
brota de Dios (cf Jn I, 13). 
(MAGGIANI-S. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 633-637)

Las lágrimas de la Virgen y Juan Pablo II

Ver ¿Por qué llora la Virgen?

El Papa ha hecho referencia en varias ocasiones a las lágrimas


de la Virgen.

Virgen de La Salette
El de 31 agosto, 2003, el Papa consagró a Europa y a todo el mundo -especialmente las regiones-
que más sufren, a las lágrimas de la Virgen María. 

El Papa recordó la «Virgen de las Lágrimas" de Siracusa, Sicilia (Italia), por el «milagro de las
lágrimas» ocurrido hace 50 años (1953) y reconocido por el Papa Pío XII. El Papa Juan Pablo II la
invocó para pedirle protección para “quienes tienen más necesidad de perdón y reconciliación” y
para que lleve “concordia a las familias y paz entre los pueblos”.  El Papa añadió: “A ti, dulce Virgen
de las Lágrimas, presentamos a la Iglesia y al mundo entero. Enjuga las lágrimas que el odio y la
violencia provocan en muchas regiones de la Tierra, especialmente en el Medio Oriente y en el
Continente africano”.

Las lágrimas de la Virgen testimonian su presencia. 


«Virgen de las Lágrimas»
Catequesis del Santo Padre, 6 de noviembre de 1994

1. Hay un lugar en Jerusalén, en la ladera del Monte de los Olivos, donde, según la tradición, Cristo
lloró por la ciudad de Jerusalén. En esas lágrimas del Hijo del hombre hay casi un eco lejano de
otro llanto al que se refiere la primera lectura tomada del libro de Nehemías. Después del regreso
de la esclavitud Babilónica, los Israelitas decidieron reconstruir el templo. Pero antes escucharon
las palabras de la sagrada Escritura y del sacerdote Esdras, que bendijo después al pueblo con el
libro de la Ley. En ese momento todos rompieron en llanto. En efecto, leemos que el gobernador
Nehemías y el sacerdotes Esdras dijeron a los presentes: «Este día está consagrado al Señor,
vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis». «No estéis tristes, la alegría del Señor es vuestra
fortaleza» (Ne 8, 9. 10). El llanto de los israelitas era de alegría por haber recuperado el templo y
haber reconquistado la libertad.

2. Por el contrario, el llanto de Cristo en el Monte de los Olivos no fue de alegría, En efecto,
exclamó: «¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados!
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no
habéis querido! Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa» (Mt 23, 37-38).

En el llanto de Jesús por Jerusalén se manifiesta su amor a la ciudad santa y, al mismo tiempo, el
dolor que experimentaba por su futuro no lejano, que prevé: la ciudad será conquistada y el
templo destruido; los jóvenes serán sometidos a su mismo suplicio, la muerte en cruz. «Entonces
se pondrán a decir a los montes: ‘¡caed sobre nosotros!’ Y a las colinas: ‘¡cubridnos!’ Porque si en el
leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?» (Lc 23, 30-31).

3. Sabemos que Jesús lloró en otra ocasión, junto a la tumba de Lázaro. «Los judíos entonces
decían: ‘Mirad cómo quería’. Pero algunos de ellos dijeron: ‘Éste que abrió los ojos del ciego, ¿no
podía haber hecho que éste no muriera?’» (Jn 11, 36-37). Entonces Jesús, manifestando
nuevamente una profunda turbación, fue al sepulcro, ordenó quitar la piedra y, elevando la
mirada al Padre, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, sal fuera!»(cf. Jn 1, 38-43).

4. El evangelio nos habla también de la conmoción de Jesús, cuando exultó en el Espíritu Santo y
dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios
e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Lc 10,
21). Jesús se alegra por la paternidad divina; se alegra porque puede revelarla y, por último porque
pude irradiarla de modo especial para los pequeños. El evangelista Lucas define todo eso como un
regocijo en el Espíritu Santo. Regocijo que impulsa a Jesús a revelarse aún más: «Todo me ha sido
entregado por mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el
Hijo, y Aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22).

5. En el Cenáculo, Jesús predice a los Apóstoles su llanto futuro: «En verdad, en verdad os digo que
lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo", Y añade: "La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su
hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido
un hombre en el mundo» (Jn 16, 20-21). Así, Cristo habla de la tristeza y de la alegría de la Iglesia,
de su llanto y de su alegría, refiriéndose a la imagen de una mujer que da a luz.

6. Los relatos evangélicos no recuerdan nunca el llanto de la Virgen. No escuchamos su llanto ni en


la noche de Belén, cuando le llegó el tiempo de dar a luz al Hijo de Dios, ni tampoco en el Gólgota,
cuando estaba al pie de la cruz. Ni siquiera podemos conocer sus lágrimas de alegría, cuando
Cristo resucitó.

Aunque la sagrada Escritura no alude a ese hecho, la intuición de la fe habla en favor de él. María,
que llora de tristeza o de alegría, es la expresión de la Iglesia, que se alegra en al noche de
Navidad, sufre el Viernes santo al pie de la cruz y se alegra nuevamente en el alba de la
Resurrección. Se trata de la Esposa del Cordero, que nos ha presentado la segunda lectura,
tomada del libro del Apocalipsis (cf. 21, 9).

7. Conocemos algunas lágrimas de María por las apariciones con las que ella de vez en cuando
acompaña a la Iglesia en su peregrinación por los caminos del mundo. María llora en La Salette, a
mediados del siglo pasado, antes de las apariciones de Lourdes, en un período durante el cual el
cristianismo en Francia afronta una creciente hostilidad.

Llora también aquí, en Siracusa, al término de la segunda guerra mundial. Se puede comprender
dicho llanto precisamente en el marco de esos hechos trágicos: la inmensa hecatombe causada
por el conflicto; el exterminio de los hijos e hijas de Israel; y la amenaza para Europa que proviene
del este, constituida por el comunismo declaradamente ateo.

También en ese período llora la imagen de la Virgen de Czestochowa, en Lublín: éste es un hecho
poco conocido fuera de Polonia. Por el contrario se difundió ampliamente la noticia del
acontecimiento de Siracusa, y fueron numerosos los peregrinos que vinieron aquí. También el
cardenal Stefan Wyszynski vino aquí en peregrinación en 1957, después de haber sido
excarcelado. Yo mismo, que por aquel entonces era un obispo joven, vine aquí durante el Concilio,
y pude celebrar la santa misa el día de la conmemoración de todos los fieles difuntos.

Las lágrimas de la Virgen pertenecen al orden de los signos; testimonian la presencia de la Madre
Iglesia en el mundo. Una madre llora cuando ve a sus hijos amenazados por algún mal, espiritual o
físico. María llora participando en el llanto de Cristo por Jerusalén, junto al sepulcro de Lázaro y,
por último, en el camino de la cruz.

8. Pero conviene recordar también las lágrimas de Pedro, El evangelio de hoy narra la confesión de
Pedro en las cercanías de Cesarea de Filipo. Escuchemos las palabras de Cristo: «Bienaventurado
eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos» (Mt 16, 17). Hay otras palabras muy conocidas del Redentor a Pedro: «En
verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces» (Jn 13,
38). Y así sucedió. Pero, cuando en la casa del sumo sacerdote, Jesús miró a Pedro en el momento
en que cantó el gallo, éste «recordó las palabras del Señor. Y, saliendo fuera, rompió a llorar
amargamente» (Lc 22, 61-62). Lágrimas de dolor y de conversión, que confirman la verdad de su
confesión. Gracias a ellas, después de la resurrección, pudo decir a Cristo: «Señor, tú lo sabes todo;
tú sabes que te amo» (Jn 21, 17).

9. Hoy, aquí en Siracusa, puedo dedicar el santuario de la Virgen de las Lágrimas. Aquí estoy
finalmente, por segunda vez, pero ahora vengo como Obispo de Roma, como Sucesor de Pedro, y
realizo con alegría este servicio a vuestra comunidad, a la que saludo con afecto.

10. Oigo resonar hoy en mí, en este lugar, las palabras que Cristo dirige a Pedro: «Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te
daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que
desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 18-19).

Estas palabras de Cristo expresan la suprema autoridad que él posee como Redentor: el poder de
perdonar los pecados, que adquirió al precio de su sangre derramada en el Gólgota; el poder de
absolver y perdonar.

11. Santuario de la Virgen de las Lágrimas, has nacido para recordar a la Iglesia el llanto de la
Madre.

Recuerda también el llanto de Pedro, a quien Cristo confió las llaves del reino de los cielos para el
bien de todos los fieles. Que esas llaves sirvan para atar y desatar, para redimir toda miseria
humana.

Vengan aquí, entre estas paredes acogedoras, cuantos están oprimidos por la conciencia del
pecado y experimenten aquí la riqueza de la misericordia de Dios y de su perdón. Los guíen hasta
aquí las lágrimas de la Madre. Son lágrimas de dolor por cuantos rechazan el amor de Dios, por las
familias separadas o que tienen dificultades, por la juventud amenazada por la civilización de
consumo y a menudo desorientada, por la violencia que provoca aún tanto derramamiento de
sangre, y por las incomprensiones y los odios que abren abismos profundos entre los hombres y
los pueblos.

Son lágrimas de oración: oración de la Madre que da fuerza a toda oración y se eleva suplicante
también por cuantos no rezan, porque están distraídos por un sin fin de otros intereses, o porque
están cerrados obstinadamente a la llamada de Dios.

Son lágrimas de esperanza, que ablandan la dureza de los corazones y los abren al encuentro con
Cristo redentor, fuente de luz y paz para las personas, las familias y toda la sociedad.

Virgen de las Lágrimas, mira con bondad materna el dolor del mundo. Enjuga las lágrimas de los
que sufren, de los abandonados, de los desesperados y de las víctimas de toda violencia.
Alcánzanos a todos lágrimas de arrepentimiento y vida nueva, que abran los corazones al don
regenerador del amor de Dios. Alcánzanos a todos lágrimas de alegría, después de haber visto la
profunda ternura de tu corazón.

María, Reina de los mártires


Por el padre Jean Galot

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 1 junio 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del padre
Jean Galot, consultor de la Congregación vaticana para el Clero, profesor emérito de Teología de la
Universidad Pontificia Gregoriana, pronunciada en la videconferencia mundial sobre «El martirio y
los nuevos mártires» organizada por dicho dicasterio (www.clerus.org) el pasado 28 de mayo.

***

María, Reina de los mártires


Prof. Jean Galot, Roma

Invocando a María como Reina de los mártires, deseamos reconocer su lugar eminente en la obra
de la salvación, en cuanto esta obra suscita las ofrendas heroicas del martirio.

El valor del martirio ha sido subrayado en particular por Jesús al dirigirse a Pedro: «En verdad, en
verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando llegues
a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras». Y el evangelista
agrega: «Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios» (Jn 21,18-19).

El anuncio hecho a Pedro nos hace comprender la importancia del martirio como don supremo
que asocia al apóstol al destino de su Maestro. Jesús le había dicho a su discípulo: «Apacienta mis
ovejas». Para cumplir adecuadamente su misión como pastor, Pedro estaba llamado a compartir el
sacrificio de su propia vida: «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,11).

La predicción del martirio fue especialmente más dura para Pedro porque, en el primer anuncio de
la Pasión, había reaccionado con violencia; se había rebelado y había pedido que el
acontecimiento doloroso fuera borrado del programa, pero Jesús le había reprochado: «Tus
pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,32). Luego, entendió que la
prueba era necesaria para el cumplimiento de la misión. El anuncio del martirio futuro confirma
esta verdad.

Podemos observar que las circunstancias del anuncio suscitaron una reflexión en la mente de
Pedro, con la comparación entre su suerte y la del discípulo predilecto: cuando Pedro había
preguntado por Juan: «Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21), había recibido una respuesta que
mostraba un destino muy distinto del martirio: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué
te importa?».
Por voluntad de Cristo, el apóstol Juan no moriría de muerte violenta, sino que esperaría la llegada
de aquél que lo había llamado y que, en el momento que él escogiera, pondría fin a su vida en la
tierra.

El destino dispuesto para Juan nos demuestra que no todos los apóstoles han acabado sus vidas
con el martirio. Nos ayuda a comprender mejor que no era necesario que María diese el
testimonio supremo del martirio para estar plenamente unida a su Hijo en el cumplimiento de su
misión redentora.

Por cierto, María ha ofrecido a Jesús la participación más elevada en la obra de la salvación y que
ha dado mucho fruto para la humanidad. Pero esa participación no implicaba compartir la
crucifixión. Era algo adecuado a su papel de madre. El dolor de María fue el de su corazón
maternal. En este sentido, vivió el martirio no en su cuerpo, sino en su corazón.

Desde este punto de vista, María es reina de los mártires, porque en ella el martirio ha encontrado
una expresión nueva, el compromiso en un dolor que toca el fondo del alma en unión con el dolor
de Cristo crucificado. Ese dolor es ofrecido perfectamente, con una generosidad sin reservas.

En María, la participación en el sacrificio redentor está marcada por un clima de serenidad y


mansedumbre, como conviene a un corazón de madre. A veces, las circunstancias del martirio
podrían despertar tentaciones de venganza o de hostilidad. En el sufrimiento de la cruz, el corazón
de la madre de Jesús permaneció colmado de compasión y perdón. La participación en la ofrenda
del Salvador ha sido para María una participación en la bondad del corazón apacible y humilde de
Cristo.

En el Calvario, María ofreció un testimonio superior de caridad, que corresponde al significado


fundamental del martirio. Su corazón maternal rebosaba de amor a Cristo y toda la humanidad.
ZS0406010

MARIA DOLOROSA
TEXTOS

1. M/INTERCESION INTERCESION/M /Jn/02/04.


-La hora de la cruz, sin duda, cuando la madre recibirá el pleno derecho de la intercesión. 
Su inquebrantable fe -"Haced lo que él os diga"- obtiene sin embargo un adelanto simbólico 
de la Eucaristía, igual que la multiplicación de los panes.
(·BALTHASAR-3.Pág. 67)
........................................................................

2. M/CZ CZ/M M/FE.


-El sentido de esta iniciación constante a la pura fe y su preparación para la hora de la 
cruz a menudo no es suficientemente comprendido; nos asombra y desconcierta ver cómo 
trata Jesús a su Madre, a la que llama tanto en Caná como desde la cruz solamente "mujer". 
Él mismo es, el primero en manejar la espada que la atraviesa. Pero ¿cómo podría haber 
madurado si no para estar al pie de la cruz, donde se revela no sólo el fracaso humano de 
su Hijo moribundo sino también su desamparo por el Dios que le ha enviado? Pero a eso 
también tiene que dar su sí, porque de antemano ha consentido en el destino total de su 
Hijo. Y como para colmar el cáliz amargo, el Hijo moribundo abandona a su Madre, 
otorgándole otro hijo: "Mujer, ese es tu hijo".
(·BALTHASAR-3.Pág. 68)
........................................................................

3. M/POBREZA M/FRACASO
-Socialmente, aceptar la muerte de Jesús es para María consentir en el fracaso total de 
sus esperanzas maternales humanas. Dando a su Hijo único, se convierte en "la pobre" 
absoluta, en la virgen en el sentido bíblico primitivo. En realidad, su maternidad debía 
consagrar su virginidad, don total que excluya toda búsqueda personal: María, más que 
ninguna madre, no vive más que para la promoción real de su Hijo, que va a la gloria de la 
Pascua por la cruz (2 Co 13. 4). Cuando muere Jesús, ella renuncia a todo porvenir 
humano; la Madre-Virgen recibe entonces un nombre nuevo, extraño como lo son todos los 
títulos en los que se complace san Juan: "Mujer... Madre". Como la Sión cantada por Isaías, 
(Is/49/21. Cf. 54. 1; 66. 7ss), ella recibe a sus hijos hasta entonces desconocidos, a los que 
no dio a luz carnalmente... Con Jesús, y por él, es pobre, pero colmada por el Padre.
(·BOBICHON-1/2.Pág. 106)
........................................................................

4. M/RENUNCIAS
"La pura transparencia de la Inmaculada, la maravillosa capacidad de escuchar modelada 
en ella por el Omnipotente, todo esto contribuyó a hacer de ella la esposa perfecta. Pero 
ella tuvo que imponerse incesantemente una terrible superación de sí misma, para dar lugar 
a las exigencias cada vez mayores que su Esposo le manifestaba en circunstancias tan 
desconcertantes. En cada ocasión tuvo que abandonar aquello que creía ser, para llegar a 
ser aquello que era. Tuvo que renunciar a aquello que había creído haber aferrado de la 
Verdad, para descubrirla mejor y dejarse aferrar totalmente por ella" (Sermón mariano de 
A.P., monje cartujo) 
(·ROSSO-S. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 64)
..........................................

CORONA
DE LOS
SIETE DOLORES
DE LA
VIRGEN MARÍA
El camino para penetrar en los sufrimientos del Hijo es penetrar en los
sufrimientos de la Madre. Cardenal J. H. Newman. Sermón para el Dom. III de
Cuaresma. Ntra. Sra. en el Evangelio

Rezar despacio, meditando estos dolores:

1º Dolor

La profecía de Simeón en la presentación del Niño Jesús.

Virgen María: por el dolor que sentiste cuando Simeón te anunció que una espada de dolor
atravesaría tu alma, por los sufrimientos de Jesús, y ya en cierto modo te manifestó que tu
participación en nuestra redención como corredentora sería a base de dolor; te acompañamos
en este dolor. . . Y, por los méritos del mismo, haz que seamos dignos hijos tuyos y sepamos
imitar tus virtudes.

Dios te salve, María,…

2º Dolor

La huida a Egipto con Jesús y José.

Virgen María: por el dolor que sentiste cuando tuviste que huir precipitadamente tan lejos,
pasando grandes penalidades, sobre todo al ser tu Hijo tan pequeño; al poco de nacer, ya era
perseguido de muerte el que precisamente había venido a traernos vida eterna; te
acompañamos en este dolor . . . Y, por los méritos del mismo, haz que sepamos huir siempre
de las tentaciones del demonio.

Dios te salve, María,…

3º Dolor
La pérdida de Jesús.

Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al perder a tu Hijo; tres
días buscándolo angustiada; pensarías qué le habría podido ocurrir en una edad en que
todavía dependía de tu cuidado y de San José; te acompañamos en este dolor . . . Y, por los
méritos del mismo, haz que los jóvenes no se pierdan por malos caminos.

Dios te salve, María,…

4º Dolor

El encuentro de Jesús con la cruz a cuestas camino del calvario.

Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al ver a tu Hijo cargado
con la cruz, como cargado con nuestras culpas, llevando el instrumento de su propio suplicio
de muerte; Él, que era creador de la vida, aceptó por nosotros sufrir este desprecio tan grande
de ser condenado a muerte y precisamente muerte de cruz, después de haber sido azotado
como si fuera un malhechor y, siendo verdadero Rey de reyes, coronado de espinas; ni la
mejor corona del mundo hubiera sido suficiente para honrarle y ceñírsela en su frente; en
cambio, le dieron lo peor del mundo clavándole las espinas en la frente y, aunque le
ocasionarían un gran dolor físico, aún mayor sería el dolor espiritual por ser una burla y una
humillación tan grande; sufrió y se humilló hasta lo indecible, para levantarnos a nosotros del
pecado; te acompañamos en este dolor . . . Y, por los méritos del mismo, haz que seamos
dignos vasallos de tan gran Rey y sepamos ser humildes como Él lo fue.

Dios te salve, María,…

5º Dolor

La crucifixión y la agonía de Jesús.

Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al ver la crueldad de
clavar los clavos en las manos y pies de tu amadísimo Hijo, y luego al verle agonizando en la
cruz; para darnos vida a nosotros, llevó su pasión hasta la muerte, y éste era el momento
cumbre de su pasión; Tú misma también te sentirías morir de dolor en aquel momento; te
acompañamos en este dolor. Y, por los méritos del mismo, no permitas que jamás muramos
por el pecado y haz que podamos recibir los frutos de la redención.

Dios te salve, María,…

6º Dolor

La lanzada y el recibir en brazos a Jesús ya muerto.

Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al ver la lanzada que
dieron en el corazón de tu Hijo; sentirías como si la hubieran dado en tu propio corazón; el
Corazón Divino, símbolo del gran amor que Jesús tuvo ya no solamente a Ti como Madre, sino
también a nosotros por quienes dio la vida; y Tú, que habías tenido en tus brazos a tu Hijo
sonriente y lleno de bondad, ahora te lo devolvían muerto, víctima de la maldad de algunos
hombres y también víctima de nuestros pecados; te acompañamos en este dolor . . . Y, por los
méritos del mismo, haz que sepamos amar a Jesús como El nos amo.

Dios te salve, María,…

7º Dolor

El entierro de Jesús y la soledad de María.

Virgen María: por las lágrimas que derramaste y el dolor que sentiste al enterrar a tu Hijo; El,
que era creador, dueño y señor de todo el universo, era enterrado en tierra; llevó su
humillación hasta el último momento; y aunque Tú supieras que al tercer día resucitaría, el
trance de la muerte era real; te quitaron a Jesús por la muerte más injusta que se haya podido
dar en todo el mundo en todos los siglos; siendo la suprema inocencia y la bondad infinita, fue
torturado y muerto con la muerte más ignominiosa; tan caro pagó nuestro rescate por
nuestros pecados; y Tú, Madre nuestra adoptiva y corredentora, le acompañaste en todos sus
sufrimientos: y ahora te quedaste sola, llena de aflicción; te acompañamos en este dolor . . . Y,
por los méritos del mismo, concédenos a cada uno de nosotros la gracia particular que te
pedimos…

Dios te salve, Maria,…


Gloria al Padre .

1. La Santísima Virgen María manifestó a Sta. Brígida que concedía siete gracias a quienes
diariamente le honrasen considerando sus lágrimas y dolores y rezando siete Avemarías:

 Pondré paz en sus familias.

 Serán iluminados en los Divinos Misterios.

 Los consolaré en sus penas y acompañaré en sus trabajos.

 Les daré cuanto me pidan, con tal que no se oponga a la voluntad adorable de mi
Divino Hijo y a la santificación de sus almas.

 Los defenderé en los combates espirituales con el enemigo infernal, y protegeré en


todos los instantes de su vida.

 Los asistiré visiblemente en el momento de su muerte; verán el rostro de su Madre.

 He conseguido de mi Divino Hijo que las almas que propaguen esta devoción a mis
lágrimas y dolores sean trasladadas de esta vida terrenal a la felicidad eterna
directamente, pues serán borrados todos sus pecados, y mi Hijo y Yo seremos su
consolación

María, la Virgen dolorosa.


Fuente: Catholic.net
Autor: P. Marcelino de Andrés
 

El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero


inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino
de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no
nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.

El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la


Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre,
nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue
capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante
el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus


padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió
vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este
niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te
atravesará el alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en
serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se
habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a
costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o
la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo


de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con
fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.

Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como
condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos
prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal
por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían;
que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra
Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la
cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.


María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de
los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad?
Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a
doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a
muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que
murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a
uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá
comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos
pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna
pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso
la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de
Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento,
que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio
padecer.

También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse.


Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no
podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un
poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre.
¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado
un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso
pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes
que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y
resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente.
Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido
Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos
días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene
perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor
porque era Dios el que permitía esa situación.

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La
incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán
causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan


tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo
encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles
unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos
encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una
madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y
por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El
dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo
en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a
comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la
inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde.
“Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos
prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso.
Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla,
volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a
Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras
cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo
nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo.
Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables,
vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de
Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de
familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy
de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas
palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos
visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...
María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera
vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se
oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella
misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir
en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo
y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró
mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con
serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo
que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.

Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que
hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la
oración y el ofrecimiento.

El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz
a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una
madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué
locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario
(eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era
más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús.
Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría
despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde
para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de
miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían
esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con
una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación.
Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María,
nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y
dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -
afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos
fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz
los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el
cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que
penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el
corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban
también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel
atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve
morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el
contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía
perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la
nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus
verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y
sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie
ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu
voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande
que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande.
Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio.
El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando,
por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida
del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana
podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será
demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el
ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué
son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces
nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!

Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.


Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No
cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el
Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora
cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la
llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y
todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe.
Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando
aniquilarla.

El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba
muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la
soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte
preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el
sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el
cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua;
/ sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación
incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor
alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.

Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros
seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida
futura.

Cuánto nos admira la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó.
Cómo quisiéramos ser como Ella.

La aventura del dolor y del silencio

• Juan Antonio Pérez Valera

Madre llena de dolor, haced que cuando expiremos, nuestras almas entreguemos por tus manos al
Señor.
 
Sigamos de cerca la aventura del dolor y del silencio que María Nuestra Madre vive con amor por
Jesús su hijo y por nosotros que también somos sus hijos.

Ya le había profetizado el anciano Simeón que una espada atravesaría su alma, pero creo que el
anciano se quedó corto, porque no fue una espada sino varias espadas las que hicieron blanco en
el corazón de María, en diferentes etapas de su vida, que sangraron una, otra y muchas más su
corazón, desgarrándolo, destrozándolo, pero sin poderle hacer daño, porque un corazón de madre
que está lleno de amor, se le puede herir, pero nunca matar.

Dios, por medio del Ángel, anunció a su Hijo en el seno virginal de María, y la Palabra se hizo Carne
y habitó entre nosotros. María empieza a vivir el silencio y permanece callada, no porque no
pueda hablar o no pueda expresar palabra alguna; permanece en silencio porque Ella así lo decide,
porque muchas veces el silencio dice más que las palabras.
 

La espada de la duda
 

María comienza a vivir la aventura del dolor con las dudas de San José. Esa fue la primera espada
que se le clavó en el corazón; muy dolorosa, y más porque venía de quien por destinos de Dios iba
ser el padre de su Hijo. Esas dudas entristecieron a María, le causaron un quebranto enorme, pero
a pesar de ello Nuestra Madre no quiso hablar; sus palabras sólo tenían sonido y se escuchaban en
su corazón, mas nadie las podía escuchar porque eran palabras de silencio, llenas se sangre, pero
al mismo tiempo, llenas de amor.

La espada de la indiferencia
 

Sigue el peregrinar espinoso de Nuestra Madre. Busca un sitio en Belén de Judá para que su Hijo,
el Rey de los Cielos y Tierra, pueda nacer dignamente. Esa misma historia se sigue viviendo en
nuestros días: ¡Cuántos hombres siguen cerrando su corazón para que pueda nacer el Rey de
Reyes!, ¡cuántos rechazan el amor y se aferran al poder, al dinero, a la lujuria, a las drogas
creyendo falsamente que eso les dará la felicidad! María caminó inútilmente buscando albergue
hasta percatarse de que no los hombres sino los animales son los que comparten su establo con el
Hijo de Dios. Muchas veces los animales son modelos a seguir para los hombres, nos señalan cómo
debemos comportarnos, nos dan muestras de amor, de fidelidad y de agradecimiento.

La espada de la persecución

El camino del dolor continúa para María, siguen las espadas partiendo su corazón, ahora vendrá
Herodes que pretende matar al Niño Jesús recién nacido. A pesar de esto, la alegría y el amor por
el nacimiento de Jesús no merman, al contrario, se acrecientan y valientemente, junto con José
huyen a Egipto para evitar que se cumplieran las órdenes del sanguinario.
 

La espada de la separación
 
La aventura del dolor y del silencio seguía para María y posteriormente, de quien menos esperaba,
procede la espada que hará sufrir su corazón. Su Hijo Jesús, a los 12 años, se pierde tres días y tres
noches, que para María fueron eternas y angustiantes. Cuántos pensamientos pasarían por la
mente de María, mientras angustiada anduvo buscándolo, hasta finalmente encontrarlo.
 

La espada de la muerte
 

Aunque específicamente las Sagradas Escrituras no nos lo señalan, el siguiente dolor que debió
padecer María fue la muerte de José, su esposo, el mejor esposo que ha existido en el mundo, el
mejor padre que convivió muchos momentos con Jesús.

María comienza a saber lo que es la muerte, más tarde lo sabrá en una forma plena. Con todo, la
mujer es tan fuerte ante el dolor, que tal vez por eso Dios quiso y escogió a María para que ella
fuese la abogada de nuestra muerte, tal como se lo rogamos cuando rezamos el Santo Rosario:
Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

La espada del dolor supremo


 

María siempre acompañó a Jesús; lo acompañó en su sufrimiento y sufrió con Él. Ve a su Hijo
trabajar de carpintero, lo ve salir de su casa para predicar el mensaje de su Padre; lo ve aplaudido
por la multitud, pero al fin tendrá que verlo con impotencia sufrir la humillación y dolor de su
Pasión y Muerte. Siguen las espadas horadando su corazón: Su Hijo es abandonado por sus
amigos, atado, azotado, abofeteado en el rostro, coronado de espinas, cargado con una pesada
cruz, atravesados sus pies y sus manos, muerto y atravesado su costado por una lanza.

María, viviendo la Pasión; María llora junto a la cruz, sus lágrimas se mezclaron con la sangre
salvadora de su Hijo, fue máximo el dolor de ver a su Hijo agonizar y morir ante el egoísmo, la
mentira, la prepotencia, el abandono, la soledad y la injusticia

La espada de la noche oscura


 

Y luego, María recibe en sus manos a Jesús desclavado, besa su rostro frío, acaricia su cuerpo, el
mismo cuerpo que acarició y besó de pequeño; lo envuelve en una sábana y lo deposita en una
tumba prestada; María mira en el silencio, ¿qué mira?

Mira en la lejanía los rostros de los hombres que lo mataron, mira a los amigos que teniendo
miedo se escondieron, mira la tierra, el Calvario, la cruz, el cielo, y esa mirada profundamente
dolorosa permanece en nuestras almas esperando una respuesta.

Si te sientes apesadumbrado, recurre a la María.


Si te sientes solo y abandonado, recurre a María.
Si te sientes o estás enfermo del alma o cuerpo, recurre a María.
Si el dolor humano te quita el ánimo, recurre a María.
Si te sientes muy cerca la muerte, recurre a María.
 

Cristo nos dejó a su Madre para eso. Ella misma nos lo confirma: ¿Qué no estoy aquí que soy tu
Madre? Ella nos llama, nos incita a buscarla para encontrar el camino.

María, Madre del dolor y del silencio:

Mira con bondad nuestras cruces que no siempre sabemos llevar con valor; ayúdanos a mirar
nuestro dolor para asumirlo y enfrentarlo. Ayúdanos a escuchar a Dios en el murmullo de nuestras
vidas. Ayúdanos a guardar silencio y meditar sobre el rumbo que llevan nuestras vidas.

Sé Tú nuestra guía; te rogamos nos enseñes a amar y sufrir, y también te pedimos que estés
presente en nuestra agonía y acompañando en nuestra muerte, porque si Tú estás en aquel
momento, tendremos la certeza de que resucitaremos con Cristo

MARÍA AL PIE DE LA CRUZ


(Jn/19/25-27)

Para la sensibilidad común de los fieles de nuestros días (educados, por otra parte, en 
una constante tradición, que se intensifica sobre todo en los ss. XVI-XVII), la figura de María 
al pie de la cruz es desde luego "la Dolorosa". ¡Y es justo que así sea! Si Jesús es "el 
hombre de dolores, avezado al sufrimiento" (cf Is 53,3), si es aquel "a quien traspasaron" 
(Zac 12,10, citado por Jn 19,37), su madre puede llamarse "la mujer de dolores". Ella está 
cerca no tanto de la cruz como del Crucificado: "Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su 
madre..." (Jn 19,25). María hace suyo, desde dentro, el misterio desconcertante del amor de 
Dios revelado en Jesús. Si los hombres decidieron reducirlo a un gusano de la tierra (cf Sal 
27,7), Dios no se defiende: muere como el más débil de nosotros, gimiendo, rezando, 
perdonando... 
Sin embargo, será oportuno recordar que la perícopa de Jn 19,25-27 ha sido interpretada 
de diversas maneras a lo largo de la historia de la exégesis cristiana. T. Koehler ha trazado 
un resumen de la tradición de los doce primeros siglos, mientras que H. 
Barre (+ 1968) centró sus investigaciones en el periodo medieval. Los frutos de estas 
investigaciones ponen de manifiesto la evolución lenta, pero segura, del pensamiento de la 
iglesia sobre este momento de la misión de María. Uno de los resultados indudablemente 
más interesantes es que desde el s. IV comienza a vislumbrarse el alcance eclesial de este 
episodio. Es decir, en esas palabras de Jesús moribundo se descubre una intención que 
supera la esfera estrictamente doméstica de madre-hijo, para dilatarse a toda la comunidad 
cristiana. Al decir a su madre: "Mujer, he ahí a tu hijo". y al discípulo: "He ahí a tu madre", 
Jesús constituye a María madre de todos sus discípulos, representados en el discípulo 
amado allí presente. Por tanto, la Virgen es madre espiritual de todos los creyentes; es 
madre de la iglesia. No porque se nos haya ocurrido así a nosotros, sino por voluntad de 
Cristo. 
La tradición cristiana, especialmente a partir del s. V. registra un coro interminable de 
voces que repiten y profundizan esta misma convicción. La cumbre de este proceso puede 
observarse en tres intervenciones autorizadas de León XIII y en una de Pío XII. Citemos 
solamente una frase del primero, sacada de la encíclica Adiutricem populi (1895): "En la 
persona de Juan, según el pensamiento constante de la iglesia, Cristo quiere referirse al 
género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a él con la fe" 
(TONDINI, Roma 1954,2, 222-223). 
En cuanto a la exégesis bíblica actual, hemos de señalar que, desde hace unos treinta 
años hasta ahora está poniendo de relieve algunos argumentos literales-directos en favor 
de una lectura que ve en Jn 19,25-27 la proclamación de la maternidad espiritual de María 
para con todos los fieles. En apoyo de esta tesis se suele apelar al menos a los siguientes 
motivos.

a) Correlación entre el Calvario y Caná. En el cuarto evangelio se recuerda a María 


(además de en 6,42 y quizá en 1,13) en las bodas de Caná (Jn 2,1-12) y junto a la cruz (Jn 
19,25-27). Estos dos episodios, según juicio concorde de los exegetas, muestran una 
conexión recíproca, a modo de una gran inclusión. En efecto: 1) en ambos casos está 
presente la Virgen, que es presentada no con su nombre propio de María, sino con los 
títulos de madre de Jesús (2,1; 19,25) y de mujer (2,4; 19,26); 2) la hora de Jesús, que no 
ha llegado todavía en Caná, ha llegado en el Calvario (2,4; 19,27), en donde Jesús pasa de 
este mundo al Padre (13,1); 3) efectivamente, la hora de Jesús, según Juan, comprende 
como en un todo la pasión-muerte-resurrección. 
Pues bien, el episodio de Caná tiene un significado evidentemente mesiánico, como 
hemos explicado. Es como una sinfonía que sirve de preludio a los temas principales del 
cuarto evangelio. En efecto, si el prodigio de Caná es de carácter mesiánico, si se refiere a 
la obra del mesías en cuanto tal, es de presumir que también la presencia de María al pie 
de la cruz tiene una importancia análoga. Efectivamente, hemos dicho que las dos escenas 
tienen una relación mutua. La una remite a la otra. Ambas se refieren a la salvación 
universal, realizada por Jesús, mesías salvador (cf Jn 4,25-26.42). 

b) Importancia de Jn/19/28. Una vez acabada la escena de la entrega del discípulo a la 
madre y de la madre al discípulo (vv. 25-27), el evangelista añade a continuación: "Después 
de esto, sabiendo Jesús que todo se había acabado, para que se cumpliera la Escritura..." 
(v. 28). Este versículo, en la parte citada, es de gran importancia. Ilustrémoslo brevemente. 

"Después de esto", o sea, después de haber dicho: "He ahí a tu hijo... He ahí a tu 
madre...", Jesús es consciente de que se añade un hecho nuevo a la obra de la redención. 
Él sabe que ahora es llevado todo a su cumplimiento; y este todo se refiere a "su obra" (Jn 
4,34), a "la obra" (Jn 17,4) o a "las obras que el Padre le encargó realizar" (Jn 5,36). En 
resumen el todo de su obra de Salvador, anunciado de antemano en las Escrituras.
Así pues, el testamento de Jesús respecto a su madre y al discípulo hace que este todo 
se cumpla hasta la perfección. Si, por hipótesis, Jesús no hubiera dictado esta voluntad, no 
se habría realizado todo, sino que le habría faltado algo a la obra de la redención. Por 
tanto, vemos que Juan sitúa esta escena en el plano de la salvación universal. 

c) El "esquema de revelación " en los vv. 26-27a. En los vv. 26-27a leemos: "Así pues, 
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, 
he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo He ahí a tu madre". En estos versículos los exegetas 
reconocen lo que se llama esquema de revelación. En términos más claros: Juan transmite 
las palabras de Jesús según un modelo literario ya conocido en la literatura profética, que 
lo utiliza cuando el Señor, por medio de su portavoz, quiere comunicar una revelación, es 
decir, un mensaje, una doctrina de gran importancia 1. El evangelista recibe y reelabora 
este esquema, dándole la siguiente progresión: ver-decir-he ahí... En otras palabras, un 
enviado de Dios (un profeta) ve a una persona; dirigiéndose a esa persona le dice 
(pronuncia) una frase, que comienza con el adverbio he ahí, seguido de un título que 
declara la misión de la persona que ha visto. 
De los cuatro ejemplos que nos ofrece Juan (1,29.35-36.47; 19, 26-27), baste el del 
Bautista. Él, que es un profeta-mensajero de Dios, "vio a Jesús que venía hacia él y dijo: 
He aquí el Cordero de Dios" (1,29; cf también los vv. 35-36). Juan, en su cualidad de 
enviado del Señor e iluminado por el Espíritu de profecía (cf Jn 1,31.33), revela a los 
circunstantes quién es aquel Jesús de Nazaret que se mueve entre la gente como uno 
cualquiera; en realidad, él es el Cordero de Dios, es decir, el mesías, que tendrá que sufrir 
para quitar el pecado del mundo. En casos como éstos, el verbo ver, además de indicar la 
visión física de los ojos, denota más bien un entrever, es decir, una introspección profética 
concedida por el Espíritu de Dios. 
También la escena de Jn 19,26-27a está estructurada según el cliché que hemos 
descrito anteriormente. Jesús, que es el profeta del Padre por excelencia, Ileno del Espíritu 
de Dios (Jn 1,32.33; 3,34), ve a la madre y al discípulo. A la mujer le dice: "Mujer, he ahí a 
tu hijo"; es decir, le revela que desde aquel instante ella es también madre de todos los 
creyentes representados en el discípulo presente a su lado. Y al discípulo le dice: "Hijo, he 
ahí a tu madre"; y de esta manera le manifiesta la actitud filial que en adelante tendrá que 
mostrar con María. 
Así pues, si el evangelista ha escogido este esquema típico, tan solemne, para 
transmitirnos la última voluntad de Jesús, esto quiere decir que contiene una revelación 
muy importante, de la que es autor Jesús, profeta del Padre. ¡Esta vez es el Hijo el que 
crea a la madre! 

d) La presencia y el papel de María respecto a la "reunión de los hijos dispersos de 


Dios" Jesús no solamente deja su madre al discípulo, sino que se dirige en primer lugar a 
ella. Si hubiera querido preocuparse únicamente del futuro de María, habría bastado con 
decir al discípulo: "He ahí a tu madre". Al dirigirse en primer lugar a la Virgen, Jesús intenta 
poner de relieve ante todo la tarea que está a punto de confiarle. La función del discípulo 
se presenta como subordinada y dependiente de la de María. 
En efecto, la atención prioritaria que Jesús concede a la madre se ve también 
confirmada por el título solemne de mujer con que Jesús se dirige a ella, como en Caná (Jn 
2,4). Este apelativo no es raro en la lengua griega. Especialmente en el cuarto evangelio 
Jesús lo utiliza tres veces: para la samaritana (4,21), para la adúltera (8 10) y para María de 
Magdala (20,15), Sin embargo, no se usa nunca por un hijo respecto a su madre, ni entre 
los autores griegos y bíblicos, ni entre los rabínicos. Intentemos, pues, escudriñar su 
sentido. 
M/MUJER/CRUZ: En el contexto de Jn 19,25-27 el término mujer, aplicado a María, tiene 
una resonancia comunitaria eclesial, que podemos descubrir partiendo de la profecía de 
Caifás en relación con la muerte de Jesús: "Como era el pontífice de aquel año (Caifás) 
profetizó que Jesús debÍa morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para 
reunir en uno los hijos de Dios dispersos" (Jn 11, 51-52). 
A nosotros, lectores occidentales del s. xx. nos dice muy poco una frase del tipo "reunir 
en uno los hijos de Dios dispersos". Mas para un judío contemporáneo de Jesús (como por 
lo demás, para el judaísmo moderno) compendia el cuadro multiforme de las esperanzas 
relacionadas con la liberación mesiánica. En este punto es preciso remontarse al AT y 
volver luego al texto de Juan. Si somos un tanto prolijos, lo hacemos adrede: este tema 
encierra unos puntos clave, relacionados también con la cuestión ecuménica, tan debatida. 

1) Los "hijos de Dios dispersos" en el A T. En la tradición veterotestamentaria los "hijos 


dispersos de Dios"' son los desterrados del pueblo de Israel. Yavé los ha dispersado entre 
los gentiles debido a sus pecados 2 (98). Desarraigados de su propia tierra, sin patria, sin 
templo, los hijos de Israel se han convertido en un no-pueblo, como cuando eran esclavos 
del faraón. Por eso se les compara con una inmensa planicie de huesos secos 3 (99) son 
muertos que han bajado al sepulcro 4('°°). 
Pero el destierro no es la etapa definitiva en el plan divino. Si el abandono de la ley del 
Señor estaba en el origen de aquel desastre nacional, la conversión a Yavé puede volver a 
levantar el destino de Israel. Y así sucedió. Incluso en la tierra del destierro Dios envía a 
sus profetas (Ezequiel, el Déutero-lsaías...). Y el pueblo se convierte, enseñado por su 
palabra 5'°'. Como consecuencia de este retorno-conversión, el Señor atrae a su pueblo 6 
102, lo resucita por obra de su Espíritu 7 103, es decir, reúne a sus hijos de en medio de 
los gentiles entre los cuales los había dispersado 8 104. Mediante su Siervo, el Siervo 
doliente de Yavé 9 105, los vuelve a conducir a su tierra 10 106, que será el lugar de la 
reunificación, de la vuelta a la unidad. 
Y aquí es donde adquiere toda su amplitud el mensaje de los profetas. Otros horizontes 
se abren a la vista. Un futuro radiante aguarda a los desterrados a su regreso. De las tribus 
de Israel y de Judá, divididas ya por el cisma, Dios hará nuevamente su pueblo 11 107, con 
un descendiente de David como único pastor 12 108. Con ellos establecerá una alianza 
nueva 13 109, de la que es mediador el Siervo 14 110. Los contrayentes de este nuevo 
pacto no serán ya solamente los judíos, sino además todos los otros pueblos que Yavé 
agrega a la nación elegida 15 111. Y sobre ellos se derramará en abundancia un espíritu 
nuevo 15 112. 
Pensando en nuestro tema hemos de señalar que en el trasfondo de esta grandiosa 
restauración tras el destierro adquieren una función especialísima Jerusalén y el templo, 
reconstruidos de su ruina. Se convierten en el centro ideal en donde se reúnen los hijos 
dispersos de Dios, es decir, los israelitas que vuelven del destierro y los gentiles que se les 
han incorporado. 
El templo es el símbolo privilegiado de la reunificación. Los judíos y los gentiles se 
reconocerán como un solo pueblo, el pueblo de la nueva alianza, en cuanto que se reúnen 
dentro del mismo santuario para adorar al mismo y único rey-Señor. 
Jerusalén, por su parte, es saludada como madre de estos hijos innumerables que Yavé 
ha introducido en su seno. Desolada y estéril por causa del destierro, conoce ahora el gozo 
y la sorpresa de una maternidad prodigiosa y universal. Para este acontecimiento 
inesperado de la misericordia de Yavé, su esposo y su rey, la hija de Sión (es decir, 
Jerusalén) se ve invitada a un gozo exultante: "Canta y alégrate, Sión, porque he aquí que 
vengo para habitar en medio de ti... En aquel día se acercarán a Yavé muchas naciones y 
serán su pueblo, habitaré en medio de ti, y conocerás que Yavé de los ejércitos me ha 
enviado a ti... He aquí que viene a ti tu rey. El es justo y victorioso, humilde y cabalga sobre 
un asno, sobre un pollino de asna" (Zac 2,14-15; cf Sof 3,14-18; J1 2,21-27). 
Por este esbozo sumario puede verse ya qué variada es la gama de los motivos que se 
refieren a la "reunión de los hijos dispersos de Dios". Véase, por ejemplo, el destierro, 
considerado como dispersión-muerte-perdición, mientras que el retorno se ve como 
atracción-resurrección; está luego la figura del Siervo de Yavé, la alianza nueva y eterna 
con los judíos y los gentiles, la efusión de un espíritu nuevo, la unidad de Israel y de Judá 
bajo un mismo príncipe davídico, la realeza de Yavé sobre todos los pueblos, el nuevo 
templo, la maternidad universal de Jerusalén... Ya desde ahora conviene tener en cuenta 
todo esto. Desde el destierro hasta la era mesiánica la esperanza de Israel se alimenta de 
estas promesas. 
Pero cuando los desterrados volvieron de Babilonia (538 a.C.), la reconstrucción 
material y moral de la nación judía fue más bien modesta y no ciertamente la que habían 
pensado los profetas. Hubo las dificultades de la época persa después del destierro 
(538-333 a.C.), luego la dominación helenista (333-63 a.C.) y finalmente la romana, 
inaugurada por Pompeyo (63 a.C.). En medio de estas vicisitudes tras el destierro en 
Babilonia, los judíos se sentían todavía dispersos, ya que en Palestina eran tributarios de 
potencias extranjeras y fuera de Palestina obedecían a gobiernos paganos. 
Pues bien, en medio de la confusión de estas situaciones no disminuyó la fe judía en los 
oráculos proféticos. Simplemente, la conciencia popular judía retrasó su actuación a los 
tiempos del mesías esperado. Él reunirá a los dispersos de Israel. En otras palabras, el 
mesías tenía que ser actor de un tercer éxodo, todavía más glorioso que el egipcio y el 
babilónico. 

2) Los "hijos dispersos de Dios" en Juan. Juan, como por otra parte los sinópticos, 
comprendió que las antiguas profecías sobre la "reunión de los dispersos" se realizaron 
cumplidamente y de manera inesperada tan sólo con el misterio pascual de Cristo mesías. 
A la luz de la pascua, el evangelista da un contenido cristológico a cada uno de los temas 
relacionados con la reunión de los hijos dispersos de Dios. La síntesis que resulta de ello 
es la siguiente. 
Jesús, como Siervo doliente de Yavé, como Cordero de Dios (Jn 1,29.36), es el que 
reduce a la unidad a los hijos dispersos de Dios (11,52). Son llamados dispersos en cuanto 
están muertos (5,25; cf Ez 37,1-14), en cuanto son víctimas de los lobos, es decir, del 
maligno, que arrebata y dispersa (10,12; 16,32). Y son llamados hijos de Dios por 
anticipación; llegarán a ser tales, efectivamente, porque acogerán a Jesús y su palabra 
(1,12; IJn 3,1.2.9.10; 5,1.2). La dispersión de estos hijos quedará compuesta de nuevo en 
la unidad del Padre y del Hijo (11,52 y 10,30). 
Se realiza de este modo la alianza nueva. Ésta queda inaugurada cuando Jesús pasa de 
este mundo al Padre: "Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros 
en mi y yo en vosotros" (14,20). Es una alianza que lleva consigo un mandamiento nuevo 
(13,34) y que está sellada por el Espíritu que derramó Jesús al morir (19,30; cf 7,39). En 
particular, es un pacto que se realiza en otro tiempo y en otra Jerusalén. ¿Cuáles? 
En lugar del templo de piedra, el de Jerusalén, nos encontramos ahora con el templo no 
construido por manos de hombre (Mc 14,58), es decir, la persona de Cristo resucitado (Jn 
2,19-22). En él serán atraídos (12,32) y reunidos todos los que adoran al Padre, aceptando 
la verdad evangélica bajo el impulso del Espíritu Santo (4,23). Éste es el comienzo de la 
resurrección (14,19: 5,25), que tendrá luego su coronamiento en la resurrección final 
(5,28-29). Y puesto que Jesús es una sola cosa con el Padre (10,30), la unidad de los 
dispersos se realiza dentro de la comunión de amor que arde entre el Padre y el Hijo: "Para 
que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mi, para que sean perfectos 
en la unidad..." (17,22-23); "No vi en ella (en la nueva Jerusalén) ningún templo, porque su 
templo es el Señor, Dios omnipotente y el Cordero... ¡He aquí la morada de Dios con los 
hombres!" (Ap 21,22.3). Cesan por tanto las categorías étnico-espaciales. La unidad del 
rebaño de Cristo se edifica y crece en cualquier sitio en que un hombre, judío o gentil, 
escucha su voz (10,16) y entra a formar parte de su reino ( 18,37; cf 3,5 ). 
Así pues. en vez de Jerusalén, madre de los dispersos reunidos por Yavé dentro del 
perímetro de sus murallas, se presenta ahora Maria-madre de los hijos dispersos de Dios, 
reunidos por Jesús en aquel templo místico de la nueva alianza, constituido por la unión del 
Padre y del Hijo. En la economía del pacto nuevo, sancionado con el misterio pascual, la 
madre de Jesús se convierte en la personificación de la nueva Jerusalén. es decir, de la 
hija de Sión a la que los profetas dirigían sus vaticinios sobre los últimos tiempos. Y puesto 
que en el lenguaje biblico-judio Jerusalén, así como el pueblo elegido, estaba representada 
habitualmente por la imagen de una mujer, se comprende que Jesús se dirigiera a su madre 
con el apelativo de mujer. En María Jesús indica la personificación de la nueva 
Jerusalén-madre, o sea, de la iglesia. Si el profeta le decía a la antigua Jerusalén: "He aquí 
a tus hijos reunidos juntos" (Is 60,4, Setenta), ahora Jesús dice a su madre: "Mujer, he ahí a 
tu hijo" (Jn 19,26). 
Dicho en otras palabras, tenemos una transposición de imágenes de Jerusalén a la 
madre de Jesús. Jerusalén era la madre universal de los dispersos, reunidos en el templo 
que surgía entre sus murallas. La madre de Jesús es la madre universal de los hijos 
dispersos de Dios, unificados en el templo místico de la persona de Cristo, que ella revistió 
de nuestra carne en su seno maternal. 
Por consiguiente, la iluminación retrospectiva que viene del AT sobre la reunión de los 
dispersos confiere una dimensión eclesial-ecuménica a la maternidad espiritual de María. 
Aunque no se diga expresamente, el discípulo amado es también por esta razón tipo de 
cualquier otro discípulo amado de Jesús, por causa de su fe (cfJn 13,1; 14,21; 15,12-15). 
He aquí, pues, otro fundamento bíblico remoto del titulo "María madre de la iglesia". 

Una objeción. También el discípulo amado (como diremos a continuación) es figura de 
todos los discípulos de Cristo, y por tanto de la iglesia. Entonces, ¿qué diferencia hay entre 
el papel representativo de María y el del discípulo? 
La diferencia es la siguiente. El discípulo representa a todos los creyentes en Cristo, en 
cuanto discípulos, o sea, en cuanto personas que escuchan la voz de Jesús y se hacen un 
solo rebaño bajo un solo pastor (Jn 10,16). Bajo este aspecto, el discípulo es también figura 
de María, ya que ella fue discípula ejemplar en su obediencia a Cristo: "Haced lo que él os 
diga" (Jn 2,5). María, por el contrario, es figura de la iglesia en cuanto madre, es decir, en 
cuanto comunidad-familia dentro de la cual Jesús conduce y reúne a los dispersos, tanto 
judíos como gentiles (Jn 10,16; 1 2,32). 

Una elaboración ulterior. Se necesita además una clara indicación sobre los límites de 
esta doctrina de Juan. El evangelista afirma el hecho de la maternidad de María respecto a 
los discípulos de su hijo, pero no explica su naturaleza. En términos más explícitos, 
deberíamos preguntarnos cuáles son las tareas efectivas de María para con los creyentes, 
en qué consiste su maternidad en el orden de la fe. Como es fácil de advertir, estamos en el 
punto clave de la cuestión mariológica, que tiene una gran densidad de desarrollo también 
para el diálogo ecuménico. No podemos alargarnos aquí en una respuesta exhaustiva. 
Aludiré solamente a una posible metodología desde el punto de vista bíblico, que es 
fundamental. Bastará con dos indicaciones sobre ello. 

a) Es muy significativo que Juan declare el hecho de la maternidad de María. Es algo 


que no hay que ignorar, sino simplemente armonizar con los demás elementos doctrinales 
que nos ofrece la rica síntesis juanea. Por ejemplo: el Espíritu Santo cual agente primordial 
de la regeneración como hijos de Dios (Jn 3,5.6.8; cf 1,21), la unidad de la iglesia que se va 
edificando en Cristo dentro de la obediencia dócil a su palabra y bajo la acción del Espíritu 
(Jn 10,16; 12,32, 14,26, 16,13-14), el ministerio confiado por Jesús a los discípulos y en 
especial a Pedro para la "reunión de los creyentes" (Jn 6,12-13; 17,2021, 21), la iglesia 
madre en virtud de la evangelización. 

b) Agotado el estudio de la síntesis juanea, habría que indagar a fondo en la Escritura y 


en el judaísmo extrabíblico para deducir de allí la noción exacta de paternidad y maternidad 
espiritual, con las debidas aplicaciones a María. Entre otras cosas, tan sólo por bajar a 
algunas concreciones, un padre o una madre espiritual pueden merecer en favor de sus 
hijos y sobre la base de esos méritos pueden interceder por ellos (dimensión social de la 
salvación). 
Más aún, la Escritura enseña que un padre o una madre espiritual son el ejemplo el 
modelo de vida para sus hijos. Alguna cita. Pablo se presenta a sí mismo como padre de las 
comunidades engendradas por él a la fe, mediante la predicación del evangelio de Cristo 
(ICor 4,15; ITes 2,11). Con todos ellos se ha portado con el cariño afectuoso de una madre 
que alimenta y cuida de sus hijos (ITes 2,7); es ésta una comparación que da a entender 
cómo las categorías de la paternidad espiritual pueden transferirse a las de la maternidad 
espiritual. Y como consecuencia de todo esto, Pablo concluye: "Sed imitadores míos, como 
yo lo soy de Cristo " ( I Cor 4,16 + variantes). Así pues, el modelo supremo de inspiración 
es siempre Cristo, el cual revive en los suyos (cf Gál 2,20). Pedro, por su parte, exhortaba 
así a las esposas cristianas: "Ejemplo es Sara, que obedeció a Abrahán, llamándole señor. 
Vosotras podéis ostentar el titulo de hijas suyas si hacéis el bien, sin dejaros intimidar" (IPe 
3,6). De los textos de Juan hay que reservar una especial consideración a la frase de 
Jesús: "Si sois hijos de Abrahán, haced las obras de Abrahán" (Jn 8,39). La literatura judía 
contemporánea a los evangelios contempla dos espléndidas figuras de madres espirituales 
del pueblo de Israel: Débora y la madre de los Macabeos; como madres en el espíritu, 
recomiendan a sus hijos que vivan según la ley del Señor y que imiten el ejemplo luminoso 
de los padres. 
De estas premisas se sigue una deducción. Si Jesús nos entrega a su madre como 
madre nuestra, esto significa que nos la intenta dar también como ejemplo, como forma que 
imitar. Ella es para los creyentes un paradigma perfecto de existencia cristiana. Por eso 
cada uno de los aspectos de su figura (virtudes, privilegios...) tiene una dimensión y un 
aspecto eclesial. Es decir, es el tipo, el modelo, la figura de lo que toda la iglesia está 
llamada a convertirse en la fase peregrinante y en la gloriosa. 

e) "El discípulo que amaba Jesús" ¿Quién es este discípulo? DISCIPULO-AMADO: Es 
sabido que la opinión tradicional, ya desde san Ireneo lo identifica con el autor mismo del 
cuarto evangelio que hablaría de sí mismo en forma anónima (Jn/13/23; Jn/19/26; 
Jn/20/02; Jn/21/07/20). En cualquier caso si se trata del apóstol Juan o de algún otro 
Juan, la cuestión es secundaria. 
Lo que aquí interesa más bien es qué puede significar la expresión "el discípulo que 
amaba Jesús". El que la humanidad de Cristo pueda tener predilecciones legítimas es algo 
totalmente conforme con la doctrina de la encarnación. Sin embargo, los exegetas 
modernos opinan en su mayoría que esta expresión quiere significar no tanto una 
preferencia especial de Jesús sino más bien el estado de aquel que, observando la palabra 
evangélica, llega a encontrarse en la esfera de amor del Padre y del Hijo. El discípulo "que 
amaba Jesús" sería por tanto el "tipo" de cualquier otro discípulo que es amado por Cristo 
debido a su fe. 
Es lo que declara el mismo Jesús: "El que conoce mis mandamientos y los guarda, ése 
me ama, y al que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jn 
14,21). Son ésos los discípulos a los que Jesús llama amigos (Jn 14,14-15) y por los que 
ofrece el testimonio supremo del amor, es decir, la entrega de su propio vida (Jn 
15,12-13;13,1). Sustancialmente era ya éste el pensamiento de Orígenes (t 253/254) 
cuando escribía: "Todo hombre que se hace perfecto no vive ya él, sino que es Cristo el 
que vive en él, y como Cristo vive en él, por eso se dijo de él a María: He ahí a tu hijo, 
Cristo" 
Esta función típico-representativa del discípulo "que amaba Jesús" se señala muy bien 
en el contexto de Jn 19,25-27. En estos versículos no se dice explícitamente que sea figura 
de todos los fieles. Sin embargo, el valor típico de su persona debe considerarse 
virtualmente incluido en la dimensión eclesial que tienen las palabras de Jesús. Poco antes 
hemos visto que esas palabras encierran no solamente una voluntad privada, doméstica, 
sino sobre todo un testamento que guarda relación con la hora de Jesús, con el designio de 
la salvación universal, con la unión de los "hijos dispersos de Dios". Una vez dicho esto, 
esa significación mesiánica quedaría privada de sentido si en el discípulo viéramos 
solamente su persona. Por el contrario, la maternidad de María conserva una extensión 
eclesial si en el discípulo "que amaba Jesús" reconocemos efectivamente el tipo de todo 
discípulo fiel hasta la cruz, amado por Cristo por su fe perseverante. 
También por esta razón es comprensible que él sea nombrado con el artículo 
determinado ("el discípulo"), como de una forma enfática, por tres veces, en los vv. 26-27. 
Él sigue al Maestro hasta la cruz (v. 26). Es testigo de la lanzada que recibe el costado de 
Jesús y ve brotar de ella el agua con la sangre, dando testimonio de estas cosas, "para que 
vosotros creáis" (v. 35). Por consiguiente, es el discípulo perfecto, que ha creído (19,35; 
20,8). 

f) La acogida de María por parte del discípulo. La conclusión de Juan/19/25-27 suena así 
en el v. 27b: "Y desde aquel momento el discípulo la recibió entre sus cosas propias 
(griego: eis ta ídia)". Entre estas "cosas propias" muchos entienden las propiedades 
materiales del discípulo, concretamente su casa. De ahí la versión que se ha difundido 
comúnmente: "El discípulo la recibió en su casa" 
Sin embargo, un análisis detenido del vocabulario de Juan, confirmado por no pocos 
testimonios patrísticos, sugiere una lectura del ta ídia del v. 27b en un nivel más profundo. 
Efectivamente, cuando Juan utiliza el neutro plural ta ídia ("las cosas-propias"), confiere a 
esta locución una densidad marcadamente personal y existencial. O sea, "las cosas 
propias" para él serán personas y también valores (o no-valores) de orden moral. Para 
aclarar esta noción, citemos algunos ejemplos relativos a las cosas propias de Jesús, del 
maligno y de los discípulos. 

El maligno tiene "sus cosas propias". Es lo que ocurre con Satanás, el cual, "cuando 
dice mentira, habla sacando de sus cosas propias, porque es mentiroso y padre de la 
mentira" (Jn/08/44). Lo que constituye a Satanás como algo propio y por definición es su 
cerrazón total a la verdad, que consiste en el designio de Dios que se ha revelado en 
Jesús. Si Cristo es "la verdad" (Jn 14,ó), Satanás no es más que mentira. Los que se dejan 
desviar por las seducciones de Satanás, se sitúan en ese espacio de tinieblas que Juan 
designa con el término de mundo. Oponerse a Cristo es toda su propiedad. Por eso 
entrarán en conflicto con los discípulos del Señor, que decía: "Si fueseis del mundo, el 
mundo amaría lo que es suyo. Mas como no sois del mundo... por eso el mundo os odia" 
(Jn 15.19). 

Están además "las cosas propias" de Cristo. A esta categoría pertenecen Israel y los 
discípulos. Israel es propiedad del Verbo encarnado (Jn 1, 11); efectivamente, ha sido 
creado por él (Jn 1.10), y posteriormente - en virtud de la alianza- se ha convertido en 
pueblo de posesión especial por parte de Dios (Sal 135,4; Éx 19,5; Si 24,ó-12). Los 
discípulos, por otra parte, designados como ovejas, constituyen todas las cosas propias de 
Jesús (Jn 10,4); él los ama como suyos hasta el signo supremo (Jn 13,1); son el don que el 
Padre le ha hecho (Jn 6,37-39; 10,29; 17,2. 6.9.11.12.24; 18,9). 

Y están finalmente "las cosas propias" de los discípulos. Juan tiene dos pasajes a este 
propósito (Jn 16,32 y 19,27b). Jn 16,32 es de carácter negativo. Jesús dice: "Pues se 
acerca la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno a sus cosas propias y me 
dejaréis solo". La huida de los discípulos que se alejan del Maestro está determinada por 
su defección en la fe (cf vv. 30.31). Con el abandono de Jesús, que era el vinculo de su 
unión, se dispersan como ovejas sin pastor (cf Zac 13,7, citado por Mt 26,31 y Mc 14,27). 
Las cosas propias en que se dispersan, según la exégesis de I. de la Potterie, "no 
describen los diferentes lugares por donde se habrían escapado los discípulos en su huida, 
sino el derrumbamiento de su fe, la disgregación de su unidad en Cristo, el repliegue de 
cada uno en sus propios intereses; no serán ya discípulos de Jesús, sino de ellos mismos" 
(La parole de Jésus: "Voici ta Mere".., 30). Ésta es la propiedad, lo que le queda al que ha 
naufragado en la fe. Se puede recordar oportunamente la frase de Jesús: "El que no recoge 
conmigo, desparrama" (Lc 11,23). 
En cuanto a Jn 19,27b (es el pasaje que aquí nos interesa), ¿cuáles serán las cosas 
propias entre las cuales el discípulo acoge a la madre de Jesús? Además de los 
precedentes semánticos del tà ídia de Juan que acabamos de examinar, hemos de recordar 
las características de este discípulo que trazábamos más arriba. En una palabra, él es el 
discípulo que Jesús ama. Por tanto, sus cosas propias no deben identificarse simplemente 
con la casa que ofreció a María como residencia. Se trata ciertamente de esto. Pero hay 
mucho más. En esas cosas propias hemos de ver principalmente los bienes espirituales, los 
valores de la fe, esos bienes, esos valores de los que el amor de Jesús hacía entrega al 
discípulo, como, por ejemplo: su palabra (Jn 17,8), el pan eucarístico (Jn 6,51), la paz (Jn 
14,27), el Espíritu Santo (Jn 20,22). 
Así pues, en sustancia esas cosas propias equivalen a la fe del discípulo en el Maestro, 
al ambiente vital en que él ha situado ya su existencia. A partir del acontecimiento pascual, 
la hora de Jesús, los seguidores de Cristo tienen que ver en María uno de los tesoros que 
constituyen la propiedad de su fe. Y como tal, le dejan espacio a ella en el ámbito de su 
propia acogida a Cristo (cf Jn 19,27b con 1,12a: "A cuantos... Io recibieron... "). 
También en esta perspectiva son muchas las voces de la tradición que han intuido todo 
el alcance del tà ídia de Jn 19,27b. Existe desde luego una casa y una acogida material, 
pero se trata sobre todo de esa habitación mística del corazón, que se abre a Cristo Señor. 
Comentaba san Sofronio de Jerusalén (+ 638): "El insigne (discípulo) acogió en su casa a 
la perfecta madre de Dios como propia madre... Se hizo hijo de la Madre de Dios" 
(Anacreontica Xl. In Johannem Theologum, vv. 77-87: PG 87.3789-3790). 

CONCLUSIÓN. La historia de la espiritualidad cristiana documenta el hecho de que la 


iglesia, ya desde su experiencia original de fe, encontró a María en su camino como un 
elemento necesario de su propia constitución. Desde los siglos más remotos, incluidos los 
anteriores a los grandes cismas, los discípulos de Cristo multiplicaron los modos y las 
formas de expresar su actitud para con la santísima Virgen. A ella se dirigían en la plegaria, 
en ella confiaban, hacia ella dirigían su mirada como modelo perfecto de vida evangélica. 
Ciertamente, debemos estar atentos al desarrollo correcto de esas formas de devoción, 
expuestas también (como todos los demás aspectos del cristianismo) a posibles 
desviaciones. Pero en el fondo de todo es tranquilizador saber que en cada una de las 
mencionadas manifestaciones la iglesia no se mueve por voluntad propia, sino acatando el 
designio divino, ratificado por el testamento de Jesús que dice: "He ahí a tu hijo... He ahí a 
tu madre" (Jn 19, 26-27a). 
(·SERRA-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 358-368)
5
Madre creyente.
Memoria y nacimiento
(Lc 2,19. 35. 51)

II. UNA ESPADA TE ATRAVESARÁ (LC 2,35)

1. Señal de contradicción

Hemos estudiado ya, en perspectiva mariana, las escenas del nacimiento (Lc 2,1-22) y revelación
dentro del templo (2,41-52). En ambos casos hallamos a María en actitud meditativa, acogiendo el
misterio de Jesús en su corazón. Pues bien, entre ambas escenas, Lucas ha insertado otra de tipo
sacral y profético: la presentación

34. Cf. F. Meyer, But Mary kept all these things...: CBQ 26 (1964) 31-49; L. Legrand, L'Evangile aux
Bergers. Essai sur le genre littéraire de Luc 2,8-20: RB 75 (1968) 161-187, esp. 180-181; A. Feuillet,
o.c., 80-86.

35. Cf. W. C. Van Unnik, Die Rechte Bedeutung des Wortes treffen, Lk 2,19, en Verbum. In
honor H. W. Obbink, Utrecht 1964, 129-147.

36. Cf. R. Laurentin, o.c., 137s.

(2,22-38). Prescindimos ahora de su aspecto sacral y estudiamos el profético, destacando la


palabra que el anciano Simeón ha dirigido a María: «una espada te atravesará el alma» (2,35).

Esa profecía forma parte del mensaje de Simeón, que se halla dividido en dos mitades. La primera
constituye un himno de alabanza y despedida que el anciano ha dirigido a Dios «porque mis ojos
han visto ya la salvación» (2,30). El viejo israelita, que ha mantenido su camino de esperanza
desde antiguo, puede descansar ( ¡morir!) porque ha llegado ya la luz de Dios sobre los hombres.
Este es el contenido de su canto que, por las palabras latinas iniciales, suele llamarse «Nunc
dimittis» (Lc 2,29-32) 37. La segunda parte del mensaje está formada por la profecía en torno al niño
que ha nacido: anuncia su destino de juicio y dentro de ese juicio destaca la figura de María que, al
ser madre de Jesús y fiel creyente, participa de la suerte de su hijo. 38

Probablemente esos dos textos surgieron como independientes. El primero (Nunc dimittis) parece
más universal y misionero: el mismo anciano israelita canta jubiloso porque llega la salvación de
Dios para las gentes. El segundo o profecía resulta más particular y está centrado en la suerte de
Israel que ahora decide su destino (caída o salvación) desde la luz de Cristo. Aquí dejamos de lado
el origen de los textos y venimos a estudiarlos en su forma actual, como aparecen dentro de Lc. 39

El Nunc dimittis sólo nos importa en cuanto sirve de contexto para la palabra y profecía que sigue.
Simeón, representante de toda
37. Además de los comentarios fundamentales a Lucas, H. Schürmann, Luca I, Brescia 1983; J.
A. Fitzmyer, Lucas II, Madrid 1987; A. Plummer, Luke, Edinburgh 1981, cf. R. E. Brown, El
nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 445-492; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los
pobres. A propósito de Lc 1-2, Salamanca 1978, 331-364; S. Muñoz Iglesias, Los evangelios
de la infancia III. Nacimiento e infancia de Juan y de Jesús en Lucas 1-2, Madrid 1987, 179-
216; Los cánticos del evangelio de la infancia según san Lucas, Madrid 1983, 293-314.

38. Además de las obras citadas en la nota anterior que, a excepción de la última, estudian
también la profecía de Simeón (Le 2,34-35), cf. J. M. Alonso, La espada de Simeón (Lc
2,35a) en la exégesis de Ios padres, en Maria in Sacra Scriptura (Cong. Mar. 1965), Roma
1967, IV, 183-285; P. Benoit, Et toi-méme, un glaive te transpercera l'áme (Lc 2,35): CBQ
25 (1963) 251-261; R. E. Brown (ed.), María en el NT, Salamanca 21986, 153-156; A.
Feuillet, Jésus et sa Mire, Paris 1974, 58-69, donde recoge trabajos anteriores sobre el
tema (cf. p. 100, nota 73); J. Galot, María en el evangelio, Madrid 1960, 63-75; T. Gallus,
De sensu verborum Lc 2,35 eorumque momento mariologico: Bib 29 (1948) 220-239; A. de
Groot, Die schmerzhafte Mutter und Gefährtin des göttlichen Erlösers in der Weissagung
Simeon (Lk 2,35), Steyl 1956; J. McHugh, The Mother of Jesus in the NT, London 1975, 104-
112; H. Räisänen, Die Mutter Jesu im NT, Helsinki 1969, 129-134; H. Sahlin, Der Messias
und das Gottesvolk, Uppsala 1945, 272-280; P. J. Winandy, La prophétie de Siméon: RB 72
(1965) 321-351-

39. Sobre la relación entre Nunc dimittis y la profecía de Simeón ofrece una interesante
hipótesis R. E. Brown, o.c., 474-476.

la piedad israelita, va a morir: se ha mantenido en vigilancia, ha realizado su misión, acaba, cierra,


ya su vida sobre el mundo. Es evidente que su canto puede estar en boca de los nuevos creyentes
de la Iglesia que mueren confiados porque han visto ya a Jesús y, aunque no llega aún su parusía,
descansan en la paz porque ha venido el Señor a liberarles y de nuevo volverá muy pronto para
rescatarlos de la muerte. Pienso, sin embargo, que el contexto originario es importante. Simeón es
portavoz del pueblo de Israel que ha recorrido y terminado su camino de esperanza, ha realizado
su misión y puede ya morir, debe morir, para que surja el pueblo universal de los cristianos. 40

Aquí se ha reflejado mucho más que la alegría o plenitud individual de un judío piadoso. Lo que
ahora se realiza es el destino total del judaísmo como pueblo de promesa y esperanza. El pueblo
entero ha mantenido su fidelidad, se ha mantenido en el camino hasta el final y ahora se
encuentra preparado para «terminar en paz». ¿Por qué? Porque mis ojos han visto la salvación de
Dios (to sótérion sou). Se ha cumplido así la profecía que anunciaba la segunda parte del
Benedictus, superando su matiz nacionalista: la salvación no es libertad de manos de los enemigos
(Lc 1,71.74) sino luz que se ha encendido de lo alto para todos los hombres de la tierra (cf. 1,79).
Esa luz es la que ha visto ya el anciano Simeón, la ha contemplado con sus ojos, de manera que
toda la promesa antigua (cf. Lc 1,76-79) se ha venido a convertir en canto de presencia salvadora y
gozo ante la muerte y nuevo nacimiento del pueblo israelita (Lc 2,29-32).

Ciertamente, el himno puede resultar de alguna forma ambivalente. Por un lado dice que Dios ha
presentado su salvación delante de todos los pueblos (kata prosópon pantön tön laón), sin
distinguir a judíos y gentiles. Pero inmediatamente después, como enraizando esa misma salvación
en el camino de los hombres, el mismo himno precisa que la luz tiene dos fines; es
para revelación de los gentiles,
para gloria de tu pueblo Israel (2,32). 41

Estas palabras sólo se pueden interpretar adecuadamente en el contexto total de Lc-Hech que,
como sabemos, ha recibido inter-

40. Sobre el contexto y mensaje universal del Nunc dimittis, cf. R. E. Brown, o.c., 460, 477-480;
C. Escudero F., o.c., 343-346; J. A. Fitzmyer, o.c., 259-260; H. Schürmann, o.c., 249-252.

41. Para fundamentar la estructura y traducción del texto, cf. R. E. Brown, o.c., 460; J. A.
Fitzmyer, o.c., 259-260; S. Muñoz I., Los cánticos, 298-306.

pretaciones diferentes 42. Pienso que pueden condensarse de manera introductoria como sigue: 1)
La salvación de Dios resulta universal de modo que ella (dentro de la Iglesia) ha superado las
antiguas divisiones de la historia; 2) Sin embargo, el único camino salvador viene a expresarse de
modos diferentes. Los gentiles lo recorren a través de una revelación: es descubrimiento nuevo de
la gracia-luz de Dios en Cristo. Los israelitas, en cambio, han de entenderlo como plenificación
gloriosa de la misma historia de su pueblo; 3) Por eso, el profeta Simeón debe morir, igual que ha
de morir el pueblo israelita, pues su gloria consiste en terminar como tal pueblo independiente,
para unirse a los gentiles y formar así la Iglesia. 43

En esta perspectiva se comprenden las palabras que el anciano ha dirigido directamente al niño (Lc
2,34-35), al situarle dentro del contexto israelita. La luz de salvación es para todos (judíos y
gentiles); pero ahora la palabra de su profecía se dirige a los judíos. Ellos han recorrido un largo
camino de esperanza. Pues bien, ahora que ha llegado la salvación, preparada para todas las
gentes de la tierra, muchos judíos no han querido recibirla. Por eso han rechazado a Jesús y siguen
rechazando el camino de una Iglesia que extiende ya su comunión a los gentiles. No todos los
judíos están dispuestos a morir como Simeón, saludando el alba de la redención universal (2,29).
Por eso, el puñal de la ruptura y juicio de Jesús viene a insertarse dentro de la entraña de ese
pueblo, desgarrando al mismo tiempo el alma de María:

Mira, éste se halla para caída y elevación de muchos en Israel


y para señal de contradicción.
Y a ti misma (María) una espada te atravesará el alma,
de modo que sean revelados los pensamientos de muchos corazones (Lc 2,34-35).

El texto pertenece al género de la profecía apocalíptica que Lucas ha empleado varias veces
anunciando la ruina de Israel o por lo menos de Jerusalén (cf. Lc 19,41-44; 21,20-24; 23,28-31).
Pero ahora ofrece varias novedades que resultan muy significativas: 1) No habla sólo de ruina en
un sentido negativo: habla de un juicio que está abierto a la caída y elevación, aunque luego
resulta

42. Para una visión de conjunto de Hech, cf. J. Roloff, Hechos de los apóstoles, Madrid 1984;
ofrece una visión discutida aunque muy sugerente de la misión cristiana según Hech J. Rius
Camps, De Jerusalén a Antioquía. Génesis de la Iglesia cristiana (Hech 1-12), Madrid 1989;
El camino de Pablo a la misión de los paganos (Hech 13-28), Madrid 1984.
43. Simeón, representante de los anawim judeocristianos según R. E. Brown, o.c., 473, es aquí
representante de todo el judaísmo, que debe terminar con la llegada del Mesías universal.

dominante el aspecto de caída; 2) Este juicio de Israel no espera hasta la cruz sino que se decide ya
en el mismo nacimiento de Jesús, expandido como luz universal de salvación para los hombres.
Por eso, la suerte de Israel no se decide simplemente en relación a Dios; está ligada a su manera
de entender (acoger o rechazar) a los gentiles (cf. Lc 2,29-32); 3) Finalmente, este mensaje ha
recibido una expresión mariana, como indicaremos. 44

Resulta significativo el tema de la caída y elevación, que viene a situarnos donde estaba ya el
Magnificat: «derriba a los potentados..., eleva a los oprimidos» (Lc 1,52). Pero hay una diferencia,
al menos en principio. El canto de María presentaba la suerte de los hombres de una forma no
confesional: lo que define la existencia es el poder y la opresión, la riqueza y la pobreza que nos
tiene a todos divididos (1,51-53). Por el contrario, Lc 2,34-35 presenta el mismo tema en relación
con Cristo: él personifica y decide el gran cambio (caída-elevación), como un catalizador que
«eleva a los pobres de la tierra y disgrega, disipa, a los que pretenden realizarse como
potentados» (cf. Lc 1,51-53). De una forma muy precisa, el texto le llama señal de contradicción:
es signo o bandera donde vienen a expresarse y dividirse las suertes de los hombres 45. Pero
veamos ya el tema concreto, distinguiendo los niveles de la profecía. Sólo así precisaremos el
sentido de la espada que atraviesa el alma de María.

Hay un primer plano en que el pasaje debe interpretarse en perspectiva israelita: anuncia la caída-
elevación de los judíos que, al ponerse ante Jesús, que es piedra de tropiezo y signo discutido,
aceptan su presencia salvadora o la rechazan. Sabemos por el texto precedente (Lc 2,19; cf. 2,51)
que aceptar a Cristo implica recibir de forma afirmativa su misterio. Pues bien, los que rechazan a
Jesús y se resisten a morir, como ya muere Simeón, rechazan la verdad de su mismo camino
israelita y se destruyen también como creyentes.

Hay un segundo plano que podemos llamar de relación entre nacionalismo y universalismo. Jesús
es salvación universal (2,31-32). Por eso, allí donde los judíos quieren mantener su identidad e
independencia religiosa frente o contra los restantes pueblos de la tierra se destruyen a sí mismos.
Significativamente, la señal de contradicción que se sitúa ante Israel (2,34) se identifica temá-

44. Lc 2,34-35 ha de interpretarse, por tanto, a la luz de toda la historia de la salvación de Lc-
Hech. En esa línea se sitúan las observaciones que ahora siguen.

45. Cf. R. E. Brown, o.c., 480-491; C. Escudero F., o.c., 349-357; S. Muñoz Iglesias, Los
evangelios..., 186-193.

ticamente con la palabra anterior de salvación «que has presentado ante todos los pueblos», es
decir, ante judíos y gentiles (2,30-31). La misma fuerza salvadora, elevada como signo de Dios ante
el conjunto de la humanidad, se ha venido a convertir en bandera de discusión para los israelitas.

En un tercer nivel, relacionando la caída-elevación de Lc 2,34 con la inversión de que trataba el


canto de María (Lc 1,51-53), descubrimos la incidencia social del tema. Ciertamente, los motivos
parecen cruzarse: en un caso hay conflicto político-económico (Lc 1,51-53) y en otro lucha
religioso-nacionalista (2,31-32.34). Pero si miramos más al fondo descubriremos que los dos
aspectos se implican. El rechazo de los judíos forma parte de eso que pudiéramos llamar su
autoseguridad: la soberbia nacional que aparece constantemente en Hech y de forma especial en
el último sermón de Pablo (Hech 28,17-31). Pues bien, a la luz de todo el evangelio, ese rechazo
está ligado a la opción de Jesús en favor de pobres y pecadores, enfermos y marginados. Los justos
de Israel han sentido miedo de perder su identidad, su ventaja religiosa y su herencia sacral,
diluyéndose entre los pueblos, si es que acogen el mensaje universal de Cristo, que ha querido
suscitar el nuevo reino de Dios desde los pobres de la tierra. Lo que he llamado soberbia de Israel,
por emplear el término de Lc 1,51, está en la línea de la riqueza y prepotencia del Magnificat. Los
judíos que quieren conservar su ventaja son prepotentes-ricos en sentido religioso. Mantienen
para sí la elección de Dios. Por eso no se quieren vincular a los pequeños-pobres-oprimidos de la
tierra, que son ahora los gentiles, para iniciar con ellos un camino de salvación universal. Allí
donde jesús ha ofrecido su evangelio a los pobres de la tierra se ha iniciado un camino de
universalismo que destruye las antiguas barreras económicas, sociales, religiosas de los pueblos,
como afirma luego Gál 3,28.

Finalmente, en un cuarto nivel, todo el problema ha de entenderse en perspectiva cristológica. La


dificultad mayor consiste en aceptar el camino de Jesús como mesías de los pobres. Precisamente
porque ofrece el Reino a todos (pecadores, hambrientos, enfermos) le han rechazado los justos y
saciados, sacerdotes y escribas, de Israel, haciéndole morir en el Calvario. Este es el signo donde
todo se decide, ésta es la piedra donde se edifica o se destruye la existencia de los hombres, como
sabe la tradición evangélica y cristiana (cf. Mc 12,10 par; Hech 4,11; 1 Pe 2,7-8; Rom 9,33).
Evidentemente, el signo de Lc 2,34 nos sitúa en esta perspectiva de cruz-pascua: ante el gran juicio
de la muerte-resurrección de Jesús. Pues bien, esta certeza se proyecta sobre el mismo nacimiento
de Jesús, de tal forma que el vidente Simeón, profeta del futuro, viene a descubrir en Cristo-niño
la suerte de Israel, todo el sentido de la historia. En esta perspectiva ha de entenderse su palabra
acerca de María.

2. La espada de María

Volvamos a la escena. Simeón, que esperaba desde hace muchos años la consolación de Israel (Lc
2,25), ha tomado a Jesús entre sus brazos y ha bendecido a Dios diciendo: «ahora puedes dejar a
tu siervo irse en paz...» (2,29). Lógicamente, el padre y la madre se admiran ante las palabras del
anciano que, en un gesto de expansión sagrada, les bendice también a ellos (Lc 2,33-34). Luego, se
centra de forma especial en María y le anuncia proféticamente la suerte de su hijo, con las
palabras ya citadas (Lc 2,34-35) que incluyen un oráculo acerca de ella: «y a ti misma una espada
te atravesará el alma» (Lc 2,35).

Estas últimas palabras han dado lugar a una extensa bibliografía que recoge las posturas
exegéticas antiguas y modernas sobre el tema 46. Teniéndolas en cuenta, destacamos aquellos
rasgos que son más importantes en nuestra perspectiva: la unión de María con el pueblo de Israel,
su camino de fe personal, su relación con Cristo.

Pero fijemos bien la escena. Simeón ha esperado muchos años para descubrir el signo salvador.
Una vez que lo ha visto cesa en su camino, al modo de Moisés que muere ante la tierra prometida.
María, en cambio, acepta el signo de Jesús y hace el camino que ese signo le ha trazado. No se
queda en Israel, no ve la tierra prometida para morir antes de entrar a poseerla. Nace de nuevo
para hacer el camino de Jesús, en un proceso de transformación creyente, dolorosa y creadora,
que le lleva de la vieja comunión judía (cf. Lc 1,26-27) a la nueva comunión del Cristo que es la
Iglesia (Hech 1,14). Pues bien, sobre ese camino ella padece la angustia de la espada.

Y así llegamos a los tres rasgos indicados: María signo de Israel, su camino de creyente, su unión
redentora con Jesús. Han sido destacados por diversas escuelas exegéticas actuales, como indicará
la bibliografía que citamos. Pero, al mismo tiempo, ellos expresan los aspectos o niveles de un
misterio cristológico y mariano que desborda nuestras fijaciones racionales. No olvidemos

46. Ofrecen una historia de la exégesis del texto J. M. Alonso, o.c., passim; A. de Groot, o.c., 93-97;
R. E. Brown, o.c., 482-484. Más bibliografía en S. Muñoz I., Los evangelios..., 306-309.

que el texto se presenta en forma de visión profética: es anuncio velado y creador que sólo se
explicita cuando llega su verdad y cumplimiento.

1) Una primera opinión, defendida sobre todo por autores de lengua francesa, ha interpretado el
texto desde la visión de María como Hija de Sión 47. En esta perspectiva se sitúan nuestras
observaciones precedentes: partiendo de la luz universal de Cristo, que supera la antigua división
de judíos y gentiles (cf. 2,29-32), Simeón se ocupa ahora del pueblo israelita a quien el mismo
Cristo, que es bandera discutida y piedra de decisión, viene a derribar y levantar. Pues bien, la
suerte de Israel se ha reflejado y realizado ahora en María que personifica, condensa y plenifica a
todo el pueblo de la alianza. Ella ha recibido en carne propia, como espada que le hiere el alma,
toda la ruptura y división de la historia israelita.

En este contexto vienen a cumplirse y se comprenden las palabras igualmente proféticas de Ez


14,17: «si mando la espada contra ese país, si ordeno a la espada que atraviese el país...». Es la
espada de la decisión y el juicio de Dios que discurre a través del pueblo israelita, destruyendo a
los perversos y salvando sólo a un resto de hombres fieles. Pues bien, María ha venido a
presentarse en Lucas (cf. 1,28 a la luz de Sof 3,14-17; Zac 9,9; Jl 2,21.27) como Hija de Sión,
resumen y condensación de todo el pueblo. Por eso, ha sentido como espada en sus entrañas y ha
sufrido como herida en carne propia la escisión israelita. En ese aspecto pudiéramos hablar de un
«purgatorio» judío de María: ha padecido de modo vicario (¿y redentor?) el sufrimiento de su
gente. Por eso lleva en sus entrañas la espada del juicio y fracaso israelita.

Lógicamente, esa espada del juicio (cf. Ez 14,17) que encontramos reflejada en Or Sib 3,316, viene
a expresarse como medio de revelación escatológica del Siervo de Yahvé (cf. Is 49,2; ApJn 1,16;
2,12.16; 19,16.51). La novedad está en que ahora el filo de esa espada que penetra como signo de
luz-guerra de Dios hasta la entraña del pueblo israelita se ha venido a concentrar en la persona y
vida de María. Ella es el resto de Israel: es la verdad de sus hermanos. Así condensa y actualiza la
tragedia de todo su pueblo. En nombre de Israel ha dicho el «fiat» humano de la encarnación de
Dios (Lc 1,38). En lugar de Israel ha de asumir y sufrir todo el

47. Además de trabajos de P. Benoit y H. Shalin, citados en nota 38, para el trasfondo de María
como Hija de Sión, cf. E. G. Mori, Figlia de Sion, en Nuovo Diz. di Mariologia, Torino 1985, 580-589.

dolor de esa encarnación. Junto a Jesús, el hombre (ser humano) universal, está María como signo
y plenitud del pueblo israelita. Por eso, su palabra de dolor y espada viene a presentarse como
fuente de esperanza: su dolencia vicaria pertenece al camino redentor de Dios; ella padece por el
pueblo al que está representando, para que Dios pueda salvarle. 48

2) Una segunda opinión, que han destacado últimamente los investigadores católicos de lengua
inglesa, ha visto la espada de María como signo de su camino personal de discernimiento y
búsqueda creyente. Ella rompe la cláusula israelita, la fe cerrada de su pueblo y aparece como una
persona que, en medio del dolor y lucha, ha realizado su camino de creyente. El mensaje de Jesús,
consolador para los pobres-humildes de este mundo, viene a presentarse como duro y exigente
para aquellos que ponían su seguridad en la experiencia y familia israelita: «¿Pensáis que he
venido a traer la paz a la tierra? Os aseguro que no, sino división...» (Lc 12,51). Mt 10,34 ha
interpretado esa división como una espada (makhaira y no romphaia, como en Lc 2,35, pero con
sentido semejante): es la espada que corta los lazos anteriores, que deja al hombre a solas frente
al Reino, en el lugar donde se pierde todo (caída) o todo se construye (elevación).

Por eso, la espada de María «sugiere las angustiosas dificultades que ella misma va a experimentar
para comprender que la obediencia a la palabra de Dios está por encima incluso de los más
sagrados vínculos familiares», como muestran Lc 8,21; 11,27-28 49. Espada significa prueba: María
ha de ponerse ante Jesús que es piedra de tropiezo (y decisión), que es signo discutido,
padeciendo en carne propia la escisión del Reino. «En la caída y levantamiento de muchos en
Israel, María figurará entre el reducido número de los que se levantan, pertenecerá a ese puñado
de los 120 que saldrá del ministerio como una compañía de creyentes (Hech 1,12-15). Pero esto se
deberá solamente a que ella, como los demás, ha superado la prueba y ha reconocido el signo» 50.
Así sufre, superando por Jesús, su identidad israelita.

Ciertamente, la espada no se puede interpretar aquí como una duda positiva de María, que habría
perdido la fe, vacilando frente al Cristo 51. Por Lc 1,45; 2,19.51, sabemos que María ha sido siempre
la creyente, aunque en un momento dado no entienda la

48. Cf. P. Benoit, o.c., 254-257; J. McHugh, o.c., 109-112.

49. Cf. J. A. Fitzmyer, o.c., 262.

50. R. E. Brown, o.c., 485; R. E. Brown (ed.), o.c., 154.

51. Opinión atribuida a Orígenes; cf. A. de Groot. o.c.. 93-94.

postura de Jesús (Lc 2,50). Pues bien, ese momento de dolor y espada, que le obliga a refundar su
vida en Cristo, es el que viene a reflejarse en nuestro texto. «María, sin vacilar, pero sacudida
dramáticamente por su condición de creyente, queda también desconcertada por el misterio de
Jesús» 52. Por eso pueden escucharse en el fondo de esta escena las palabras de Jesús: «si alguien
quiere venir en pos de mí niéguese a sí mismo, tome su cruz... y me siga» (Lc 9,23 par). La cruz
exterior, más ligada al signo del varón que lleva el peso de la vida en sus espaldas, ha venido a
recibir en la existencia de María la forma de una espada: es el dolor profundo de su vida que se
escinde y recrea desde Cristo, es la maternidad que ahora se siente y sufre como muerte que da
vida. María se ha ligado de esa forma al signo de la espada: ella es una mujer concreta que,
asumiendo el dolor de Jesús y viviéndolo por dentro como filo de purificación y fuego (cf. Heb
4,12-13) lo convierte en principio de nuevo nacimiento 53. El sufrimiento de Jesús le hace nacer a su
verdad cristiana.
3) Una tercera perspectiva, de carácter más tradicional, ha situado el tema en línea cristológica:
María sufre con Jesús y por Jesús, acompañándole en la vía de la cruz, en gesto de compasión
corredentora. Se vinculan así los rasgos de Lc 2,35 y Jn 19,25-37. María es más que un signo del
conjunto de Israel que sufre en el dolor del juicio por el Reino; ella es más que una persona
individual, concreta, que realiza en sufrimiento su propio camino de creyente. Ella concretiza la
nueva humanidad reconciliada que acompaña a Jesús en su dolor y completa (humanamente) lo
que falta a su entrega redentora (cf. Col 1,24) 54. Sufre porque tiene a Jesús (su amor) crucificado.

Esta perspectiva ha destacado su aportación originaria junto a Cristo. María es más que un signo
de Israel que cae y se levanta, más que una expresión de los creyentes que permiten que la espada
de Jesús (la cruz) les purifique. En el momento final de su camino, culminados los aspectos
anteriores, ella viene a presentarse como aquella que responde con su propia compasión materna
y servicial a la pasión fundante de Cristo en el Calvario. Es como luna que refleja la luz-dolor del
Cristo que es fuego de amor entre los hombres. Siendo Jesús redentor, ella es así corredentora.

Ciertamente, los aspectos anteriores siguen siendo verdaderos: la raíz israelita de María, su
camino difícil de creyente. Pero esa raíz y ese camino han culminado allí donde la hallamos unida
con el Cristo, en su destino pascual de muerte y nacimiento. Quizá han de interpretarse de nuevo
en esta línea las palabras anteriores: «éste se halla para caída y elevación de muchos en Israel»
(2,34). Significativamente, esa palabra elevación (anástasis) recibe en todo el NT el sentido
específico de resurrección (de Cristo y los cristianos). Por eso, al situarse ante esa profecía, los
creyentes de Jesús descubren no sólo la caída-elevación de muchos en Israel sino el misterio de
muerte-resurrección de Cristo que es el juicio decisivo de la historia, la verdad de aquella inversión
universal de la que hablaba el canto de María (Lc 1,51-53).

Por eso, interpretando bien a fondo este mensaje, no es preciso que veamos las palabras de Lc
2,34-35 como derivadas de la escena de la cruz en Jn 19,25-27. No hace falta que María se hallara
física-mente en el Calvario. Tampoco hay que añadir, en esta perspectiva, que Jesús le haya
encargado el cuidado (y al cuidado) del discípulo que amaba. Esto será cierto en otra línea, de
armonización evangélica. Pero el pasaje primitivo que estudiamos no se debe entender de esa
manera 55. Ha de tomarse por sí mismo, desde el contexto de Lc-Hech que ofrece suficiente luz
para entender el sentido y presencia de María dentro de la Iglesia. Así lo mostrará la reflexión
siguiente.

3. Para que se revelen los pensamientos

María ha traducido el camino de Jesús en forma de meditación interior, del corazón (Lc 2,19),
viviendo y convirtiendo ese camino en vida de su vida, en un proceso de participación cordial que
le lleva hasta la pascua, cuando ella ha transmitido su riqueza de creyente al resto de la Iglesia
(Hech 1,14).

Desde ese fondo hemos de unir los dos aspectos del misterio: a) María conserva en su corazón y
medita interiormente los aspectos del camino de Jesús; b) Sufre en su alma (psyche), es decir, en
su proyecto vital, la exigencia de purificación de Jesús. Ella es, ante todo, corazón: interioridad que
acoge la presencia de Jesús, en gesto

52. R. Escudero F., o.c., 358.


53. Cf. H. Räisänen, o.c., 129-133; H. Schürmann, o.c., 253-256.

54. Cf. A. de Groot, o.c., 100-114; A. Feuillet, o.c., 63-66; S. Muñoz I., o.c., 197-199.

55. En este punto están de acuerdo la mayor parte de los comentadores de Lc; Cf. H.
Schürmann, o.c., 255-256; R. E. Brown, o.c., 483-484; J. A. Fitzmyer, o.c., 261-262.

de conocimiento participativo (cf. Lc 2,19.51). También es alma: se despliega y madura vitalmente


en un camino de unión con Jesucristo (2,35).56

El canto del Magnificat presenta a María como un alma que engrandece al Kyrios (Lc 1,46): alma
era el deseo de su vida abierta hacia el Señor en actitud de admiración y de alabanza. Pues bien,
ahora María se descubre como un alma atravesada: en el deseo de su vida ha introducido Dios la
espada de Jesús, aquella «palabra poderosa y muy cortante que penetra hasta las mismas junturas
del alma-espíritu, juzgando (desnudando) los deseos y pensamientos más profundos del mismo
corazón» (cf. Heb 4,12-13). Bajo el juicio de esa gran palabra se descubre María penetrada,
iluminada y recreada en el dolor por esa llama de Dios que es Jesucristo.

Ella asume la cruz anticipada de aquel que lleva entre sus brazos (cf. Lc 9,23). La admiración y gozo
de su canto (1,46-55) han recibido así forma de espada, conforme a lo que dice Heb 5,8 de su hijo
Jesucristo: «ha conocido padeciendo». Ha descubierto la verdad de Dios en el dolor de su
existencia, en un camino de maduración creyente que sólo adquiere sentido y plenitud por medio
de la pascua.

Hemos esbozado ya los rasgos distintivos de la cruz y de la espada. La cruz es signo de condena
externa: me la ponen desde fuera y me obligan a llevarla, por la fuerza, hasta clavarme en su
madera. Por eso, es señal de conflictividad social: proviene de los grandes que colocan su peso en
las espaldas de los pobres, hasta destruirlos así de un modo infame. También la espada es signo de
violencia: es la expresión privilegiada de la guerra, del enfrentamiento exterior entre los pueblos.
Pero, en nuestro caso, ella parece independiente de la guerra: se presenta más bien como señal
interior de la tragedia integral de la existencia.

De forma quizá un poco apresurada, pudiéramos decir: espada es la forma interior de la


crucifixión; por eso la padecen, de manera especial, los compañeros y amigos de los crucificados.
María recorre así el camino de su fe (adquiere madurez creyente) en la medida en que, acogiendo
a Jesús, le acompaña en el dolor de su entrega. De esa forma se hace signo de todos los creyentes
de la Iglesia que «están crucificados con Jesús» (cf. Rom 6,6; Gál 2,19), completando (=
traduciendo en clave humana) el misterio y amplitud de sus padecimientos (cf. Col 1,24).

Precisamente en esta espada se refleja el dolor de la utopía de liberación que proclamaba María
por su canto: «derriba a los potentados..., eleva a los oprimidos; llena de bienes a los hambrientos,
vacía a los ricos» (Lc 1,52-53). Esa utopía tiene un precio y nadie puede excusarse de pagarlo
diciendo: ¡es cosa de otros! Uniéndose a Jesús hasta el final, acompañándole en su entrega y
padeciendo como espada su pasión, María encarna en su propia vida el tema del canto que ha
cantado. Sólo de esa forma completa su tarea en la nueva comunión de liberados que es la Iglesia
(Hech 1,14).
A partir de aquí se puede interpretar ya el contenido general del texto. Son muchos los
investigadores que, de forma expresa o más velada, entienden el pasaje mariano de Lc 2,35 en
forma de paréntesis, de modo que el mensaje principal del texto seguiría inalterado aunque no
hubiera esas palabras de la espada de María. Sólo el niño ha sido puesto para caída-elevación y
como signo discutido (2, 34). Sólo en su presencia se desvela el pensamiento de muchos
corazones. 57

Pues bien, después de todo lo indicado, pienso que no existe tal paréntesis. El texto ha de
entenderse en su unidad, dejando que nos sobrecoja la extrañeza radical de su mensaje. Sólo
Jesús es principio de caída-elevación, bandera discutida que decide el juicio de la historia, en
perspectiva que se encuentra cerca de Jn 3,18. 35-36: es juicio donde viene a decidirse el camino
de los hombres . Pero, en un segundo momento, Lc 2,35 ha introducido la figura de María en ese
juicio: «y a ti misma una espada te atravesará el alma, de manera que sean revelados los
pensamientos de muchos corazones».

Al fondo de esta asociación mariana puede hallarse el influjo de Is 7,14 donde el mismo Dios
ofrece una señal de juicio y salvación para los hombres: «he aquí que una joven (virgen) está en-
cinta y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, Dios

56. Sobre el sentido de nephesh-psyche-alma en la tradición bíblica, cf. F. Lys, Néphésh. Histoire de
l'ame dans la Révélation d'Israél au sein des religions procheorientales, Paris 1959; H. W. Wolff,
Antropología del AT, Salamanca 1975, 25-45; C. Westermann, Näläs, en E. Jenni y C. Westermann,
Diccionario teológico manual del AT, Madrid 1978, I, 102-133; G. Bertram y otros, Psyche, DTNT, 9,
608-667; G. Harder, Alma, en Diccionario teológico del NT, Salamanca 21987, 93-100.

57. Ofrece una buena aproximación al tema, desde el punto de vista textual, M. Black, An
aramaic approach to the Gospels and Acts, Oxford 1971, 153-155, que postula un texto
primitivo donde aparecería expresamente Israel como destinatario de la espada en Lc
2,35a. Suponen de algún modo que 2,35a es paréntesis: S. Muñoz I., o.c., 181-193; J. A.
Fitzmyer, o.c., 262-263; R. E. Brown, o.c., 486.

58. Cf. J. Winandy, o.c., 350-351.

con nosotros» 59. Mt 1,23 asume expresamente esa señal y es muy probable que ella esté
influyendo también en Lc 2,12.16 60. Pues bien, esa señal no es sólo un niño: es el niño con la
madre, tal como supone nuestro texto (Lc 2,34-35).

María, la madre de Jesús, pertenece al signo de Dios sobre la tierra. Su camino de fe y maternidad
forma parte del mismo evangelio. El tema aparece ya apuntado en el canto anterior de Simeón
cuando presenta a Jesús como luz para revelación (apokalypsin) de los gentiles. Esta revelación
presenta dos sentidos. Uno activo: el mismo Dios se revela por Jesús, para iluminar de esa manera
a los gentiles que se hallaban antes en la oscuridad (cf. Lc 1,78-79). Y otro responsivo o quizá mejor
humano: son los mismos gentiles quienes deben revelarse, es decir, despliegan su propia verdad
que antes se hallaba escondida. 61

Sobre ese fondo aparece María. Ella está al lado de Jesús, con una espada en sus entrañas, para
que «se revelen (apokalyphthosin) los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). El término
recibe aquí el segundo de los sentidos arriba indicados. Ciertamente, se supone una revelación
activa de Dios que viene a explicitarse por Jesús, bandera de discusión a cuyo lado está María,
atravesada por la espada. Pero aquí destaca ya la revelación responsiva: el signo de Jesús, unido
con la espada de María, hace que se desplieguen, manifiesten y expresen plenamente muchos
pensamientos.

Resulta significativo el modo de entender esos pensamientos. El canto de María (Lc 1,51) presenta
a los soberbios como enemigos de Dios por «el pensamiento de sus corazones» (dianoia kardias
autón). Soberbios, autores de su propia condena, son aquellos que se elevan a sí mismos frente a
Dios, a través de un pensamiento torcido del corazón que se traduce en la injusticia económico-
social que ellos imponen por encima de los pobres (Lc 1,52-53). La profecía de Simeón ha
explicitado esa misma soberbia de los pensamientos del corazón (kardión dialogismoi) en forma
cristológica y mariana: se destruyen y condenan aquellos que rechazan el signo de Jesús, tal como
viene a reflejarse también en la espada de la madre.

59. Desde Is 7,14 se plantea ya el tema de la pertenencia de la «joven» (virgen) a la señal de


Dios. Cf. R. Kilian, Die Verheissung Immanuels, SBS 35, Stuttgart 1968, 37.

60. Cf. L. Legrand, L'Annonce a Marie (Le 1,26-38), Paris 1981, 76, 106, 114, etc.

61. Es poco lo que dicen los comentarios sobre estos dos sentidos del término revelación. Cf.
A. Plummer, o.c., 69; H. Schürmann, o.c., 250-251; S. Muñoz I., Los cánticos..., 308-314.

Siguiendo en esta línea podemos dar un paso más. El Magnificat condensa la reconciliación
escatológica a través de un signo mariano: «me llamarán bienaventurada todas las generaciones»
(1,48): María expresa con su vida y canto aquella bienaventuranza originaria de los pobres que
Jesús ha presentado como signo de su Reino (cf. Lc 6,20-21). Pues bien, la profecía de Simeón nos
lleva a la misma perspectiva, cuando ofrece un signo o reflejo mariano del juicio de Jesús en Lc
2,35. Lucas sabe que Jesús es el único juez verdadero que reina ya en su trono del cielo (cf. Hech
2,32-36), para venir al final, restableciendo (reconstruyendo) todas las cosas de la historia (cf.
Hech 3,19-21). Pero ese mismo Jesús ha expandido su gesto judicial a los apóstoles: «os sentaréis
sobre tronos juzgando a las doce tribus de Israel» (Lc 22,30). En esa misma linea, ampliando y
profundizando el motivo del juicio, nuestro texto ha iluminado la figura de María.

Los apóstoles pueden juzgar porque «han permanecido con Jesús en medio de sus tentaciones»
(Lc 22,28). No lo harán por su poder, como los reyes y los grandes de este mundo, que oprimen a
los otros y encima se llaman bienhechores (cf. Lc 22,25-26). Pueden juzgar porque han servido a
los demás y han recorrido el camino de Jesús, subiendo con él hasta el Calvario. Pues bien, estos
principios se aplican, de manera mucho más profunda, en nuestro caso. María puede juzgar
porque ha sido y es pequeña, anunciando en su pequeñez la reconciliación universal entre los
hombres (cf. 1,46-55). Juzga porque tiene el alma atravesada de dolor, porque la espada de Jesús
ha penetrado de manera total en sus entrañas. Por eso puede presentarse como signo de juicio
para el mundo. 62

Mirado en este plano, el texto resulta muy significativo. Aquí se dice que juzgar no es imponer, no
es dominar desde lo alto ni valerse de la propia fuerza para decidir sobre los otros. Juzgar es
presentar la propia vida como signo del amor definitivo. Así lo hace María. Está asociada al camino
de Jesús: aporta al juicio de la historia el signo de su alma atravesada por la espada. Ciertamente,
la espada no es el todo de su vida. Ella sigue siendo una mujer que canta, en gesto desbordado, la
alegría de la nueva justicia de Dios sobre la tierra (Lc 1,46-55). Es también madre que recibe
admirada el misterio de su hijo, en un proceso de intensa maduración personal (cf. Lc 2,19.51). Es
también hermana y compañera de los fieles de la Iglesia (Hech 1,14). Pero, en un momento dado,
viene a definirse por la espada: ésta es su cruz, su forma de asociarse, en

62. Cf. J. Galot, o.c., 72-75.

dolencia creadora, al camino de entrega y redención de Cristo, convirtiéndose en señal de su juicio


sobre el mundo.

Dios no ha derrotado los pensamientos soberbios de los hombres a través de otros pensamientos
más soberbios. No ha vencido a la fuerza con la fuerza, en una especie de talión sacralizante. Ha
dispersado a los soberbios (Lc 1,51) y ha revelado la vanidad de los pensamientos-obras injustas
de los hombres por medio de la entrega de su Hijo Jesucristo, en gesto de amor humilde y
gratuito. Asociada a ese gesto hallamos a María, la mujer crucificada por la espada.

Este signo de dolor y juicio de María no puede interpretarse en sentido falsamente femenino,
como si el varón fuera activo y dominante, redimiendo a los otros por su fuerza, mientras la mujer
queda pasiva y sólo redime o ayuda con su llanto. El varón sería para luchar, conquistar y defender
lo conquistado por la fuerza. La mujer, en cambio, estaría para acompañar y premiar al soldado
vencedor, llorándole después en su derrota. Esta visión resulta, a mi entender, no sólo falsa sino
también anticristiana. María, la mujer atravesada por la espada no es un signo simplemente
femenino de impotencia, dolor o masoquismo. Ella es compendio de todos los varones y mujeres,
de todos los humanos que reciben en su vida el signo de la cruz y que acompañan a Jesús en el
dolor y la tarea redentora. En esta línea ya no existe varón dominador o victorioso ni mujer pasiva
y resignada. Sólo existe el hombre nuevo que sigue a Jesucristo asumiendo su camino activo-
pasivo de entrega creadora y fraternidad abierta (cf. Gál 3,28). Pues bien, como signo de ese
hombre nuevo, universal, creador y reconciliado desde Cristo, nos presenta Lc 2,35 la persona de
María.

4. Santa María de la liberación

El canto del Magnificat presenta a María como profetisa de la libertad: ella anuncia un tiempo
nuevo de justicia en que se viene a superar la división actual de ricos-pobres, potentados-
oprimidos (Lc 1,51-53). Sabemos también que ella, recorriendo el camino de su canto, ha realizado
la verdad de Jesucristo: no sólo acoge su palabra (2,19.51) sino que manifiesta la hondura de su
entrega redentora en medio de los hombres (2,35).

Desde ese fondo distinguimos tres tipos de personas. Por un lado, en el contexto del Magnificat
hallamos a los ricos-potentados, es decir, aquellos que han triunfado sobre el mundo a costa de los
otros. También hallamos a los hambrientos-oprimidos, que padecen no sólo el sufrimiento de la
tierra sino también la misma prepotencia de los ricos. Pues bien, ahora podemos destacar un
nuevo grupo de personas: los seguidores de Jesús, esto es, aquellos que asumen el camino de la fe,
como María (Lc 1,45). Ellos pertenecen socialmente al mundo de los pobres; también pueden ser
antiguos ricos que lo han dado todo por los pobres (cf. Lc 9,57-62; 12,13-34; 14,15-24; 18,18-29;
19,1-10, etc.). Es grupo nuevo porque pueden actuar: han sido llamados para transformar el
mundo, en misión universal, conforme al evangelio.

Pues bien, el primero de estos discípulos evangelizadores, que entrega su existencia al servicio de
Jesús sobre la tierra, es María. Ella ha recorrido ese camino que lleva del gran canto-utopía de
liberación universal (Magnificat) al ámbito concreto de la Iglesia (Hech 1,14) donde ha de vivir
conforme al ideal de reconciliación y comunión que ella misma ha cantado (cf. Hech 2,43-47; 4,32-
37). Por eso, los creyentes conservan su memoria y su palabra como signo de bienaventuranza (Lc
1,48) y expresión de juicio de Dios sobre la tierra (2,35).

En esta perspectiva ha de entenderse la tradición mariana de la Iglesia posterior. Dentro de ella


citaremos un ejemplo muy significativo de interpretación liberadora del mensaje de Lc 2,35. A
principios del siglo XIII, algunos caballeros catalanes, bajo la dirección de Pedro Nolasco, se
empeñaron en liberar a los cristianos cautivos, poniéndose bajo la protección y signo de la madre
de Jesús. Pues bien, María misma se les muestra, fundando y promoviendo su camino redentor,
como indica la tradición más antigua de sus seguidores. Ella les dice que «siguiendo las huellas de
Jesús, con obras adecuadas de misericordia, se dediquen a visitar y liberar a los cristianos que se
encuentran cautivados, ofreciendo por ellos su propia vida». Nolasco pregunta: «¿quién eres tú
que me aconsejas realizar tal gesto de caridad...?». Ella le responde:

Yo soy María y en mi seno, de mi purísima sangre, tomó su carne el Hijo de Dios, para
reconciliación del género humano. Soy aquella a la que dijo Simeón, cuando ofrecí mi Hijo en el
templo: Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel y como señal de
contradicción; y a ti misma una espada te atravesará el alma. 63

En toda su sobriedad, este pasaje, que la tradición medieval ha recreado y transmitido de diversas
formas, nos conduce al centro del misterio mariano, tal como ha sido actualizado por la Iglesia.
Tres son, a mi juicio, sus aportaciones, que ahora podemos valorar desde el trasfondo exegético
indicado de Lc 2,35.

63. Texto latino en N. Gaver, Speculum fratrum, en G. Vázquez, Monumento ad Historiam O. de


Mercede, Toledo 1928, 4-5.

1) Esta revelación mariana reinterpreta el sentido de la maternidad de María, poniéndola en clave


de sangre, es decir, de entrega de la vida por el Cristo (para el Cristo). El texto evangélico (Lc 1,26-
38; 2,1-21; Mt 1,18-25) resulta muy sobrio y no dice nada sobre el modo biológico de la
concepción virginal y el nacimiento de Jesús. Algunos exegetas han querido replantear el tema a
partir de Jn 1,13, aplicando a Jesús (en forma singular) las palabras que la tradición manuscrita
más extensa atribuye a los creyentes que «no han nacido ni de las sangres, ni de la voluntad de la
carne, ni de la voluntad de varón sino de Dios». Si el texto tratara de Jesús nos mostraría que ha
nacido sólo desde Dios y no de la voluntad-carne de varón ni de la sangre «materna» o de las
sangres uterinas de la mujer 64. Sea como fuere, el texto medieval se sitúa en otra perspectiva,
interpretando la sangre en un sentido más teológico y, al mismo tiempo, más antropológico.

Sangre es la expresión de la vida más profunda. Conforme a Lc 1,38, María ha engendrado


humanamente a su hijo a partir de su propia palabra de consentimiento (¡genoito!), que viene a
vincularse a la Palabra eterna de la generación trinitaria. Pues bien, nuestro pasaje ha traducido
esa «palabra personal» como una entrega profunda o de sangre: María debe ofrecer su misma
vida para el surgimiento de su Hijo Jesucristo 65. La maternidad implica donación gratuita de la
madre que, en gesto martirial fundante, debe derramar su propia sangre para el surgimiento de su
hijo; es regalo, amor creador, vida que se entrega al servicio de la vida. De esa manera, ofreciendo
su sangre a Jesús (por Jesús) María se presenta como mártir: su muerte personal ha comenzado en
el momento en que responde a Dios y concibe a su Hijo Jesucristo. No tiene que esperar hasta el
momento del Calvario. No tiene que aguardar la profecía de Simeón, el anciano. Desde el principio
de su maternidad, María lleva en sus entrañas de mujer-persona el misterio de la muerte de Jesús;
como una espada le clava, haciendo que su sangre brote como fuente y principio de la vida.

64. Defienden la interpretación cristológico-mariana de Jn 1,13, entre otros, J. Galot, Etre né de


Dieu. Jean 1,13, Roma 1969; P. Hofrichter, Nicht aus Blut sondern monogen aus Gott geboren (Joh
1,13-14), Würzburg 1978; In Anfang war der «Johannesprolog», Regensburg 1986; A. V. Cernuda,
«Non da sangui». In mezzo all'incarnazione di Gv 1,13-14, en Sangue e antropologia nella Liturgia
IV, 2, Roma 1984, 581-604.

65. Este es un tema que ha sido elaborado por la tradición teológica medieval como muestra H.
Graef, María. La mariología y el culto mariano a través de la historia, Barcelona 1968, 266, 271.

2. María se presenta, según esto, como Madre de Dolores. La palabra de Simeón (Lc 2,35) ha
explicitado y presentado de manera universal el tema precedente. No se trata de una
espada nueva, es la anterior: la herida de la concepción y maternidad continúa abierta en
el seno de María a lo largo de la historia.

Camino de sangre fue la vida de María sobre el mundo, como se resaltaba en la piedad de aquel
momento (siglos XIII-XIV): la espada se convierte en siete espadas, el dolor pasajero en sufrimiento
permanente, pues María ratifica desde el cielo su actitud de entrega redentora por los hombres 66.
El mismo Vaticano II ha venido a recoger esta visión cuando nos habla de María como madre de
amor y de dolores que sigue sufriendo y acompañando a «los hermanos de su Hijo que peregrinan
y se debaten entre peligros y angustias» sobre el mundo (Sobre la Iglesia, 62). De esta forma se
traduce, en ámbito mariano, el tema de Jesús el sacerdote, que sigue ofreciéndose ante el Padre,
vestido de su sangre, hasta el final del tiempo (cf. Heb 8-10). Pues bien, asociada al sacrificio de
Jesús, María se presenta a Pedro Nolasco llevando clavada en sus entrañas la espada del cautiverio
de la historia.

De esta forma, el descubrimiento de la opresión del mundo se convierte en revelación del misterio
de María. Al lado de Jesús, ella aparece como signo universal de dolor sobre la tierra: ha
concentrado el sufrimiento de los hombres de la historia, de manera que la misma voz del juicio
de Mt 25,31-46 podría aparecer de alguna forma como dicha así por ella: «tuve hambre, tuve sed,
estuve exilada, fui cautiva y enferma sobre el mundo». Enraizada en el misterio de la solidaridad
cristológica, María se ha presentado en la Iglesia como portadora del sufrimiento de los pobres y
cautivos. Por eso sigue derramando sangre sobre el mundo. Lleva en su alma la espada y
cautiverio de la historia. Por eso no alcanza su gloria y descanso mientras siga sin cumplirse
plenamente su palabra de justicia y libertad, fijada en el Magnificat (Lc 1,46-55).

3. Pero el texto implica un tercer rasgo: el mandato liberador de María convierte a Pedro Nolasco y
a sus amigos en servidores de su amor y libertad sobre la tierra. De esta forma ha vinculado Mt
25,31-46 con el canto del Magnificat. El Magnificat era palabra de visión y profecía de la nueva
humanidad que ya se cumple en Jesucristo. Allí se proclamaba la grandeza del Dios que «derriba
del trono a los potentados y exalta a los humildes, que llena de bienes a los hambrientos y despide
vacíos a los ricos» (Lc 1,51-53).

66. C. S. Maggiani, Addolorata, en Nuovo Diz. di Mariologia, Torino 1985, 3-16.

La palabra era hermosa, pero faltaba mediación concreta para realizarla. Pues bien, ahora
sabemos que esa mediación fundamental es Jesucristo, con su entrega hasta la muerte, reflejada
en la espada de María.

Desde ese fondo ha de entenderse la mariofanía que estamos comentando. María se presenta
como madre de Merced, es decir, liberadora de cautivos. Ciertamente, está exaltada sobre el cielo
y por eso, unida a Cristo, puede revelar su voluntad sobre la tierra. Pues bien, esa voluntad se
expresa como voz liberadora: en nombre de Jesús, ella ha mandado a Pedro Nolasco que funde un
movimiento concreto de liberación, comprometiéndose en favor de los hermanos cautivos, hasta
el extremo de «entregar por ellos la propia sangre y vida», si es que fuere necesario. La espada de
dolor que atraviesa el alma de María viene a presentarse de esa forma como espada creadora:
ofrenda de la propia vida, en favor de los cautivos. Así se expande a todos (varones y mujeres) el
signo fundante de la sangre de María.

Esta interpretación de Lc 2,35 presenta a María como signo de humanidad y redención dentro de
la Iglesia. Ella es signo de la humanidad sufriente, como centro donde vienen a expresarse y
condensarse, en forma personal, materna, humana, los dolores de la historia. Pero, al mismo
tiempo, es signo de acción liberadora: ha inaugurado un movimiento de servicio interhumano,
dirigido hacia la plena redención de los cautivos y oprimidos sobre el mundo. Vinculando así los
temas (Lc 1,46-55; 2,35) la Madre de Jesús se expresa como signo de la nueva humanidad fundada
en Cristo, en solidaridad, entrega mutua, gozo y esperanza. La fuente de su sangre maternal se ha
convertido así en señal de vida abierta hacia los hombres; todos nosotros, varones y mujeres,
podemos ofrecer nuestra existencia en gesto de amor liberador sobre la tierra. Obrando así
descubriremos que María, unida a Jesús, es la primera persona realizada de la historia. No ha dado
su sangre como madre-esclava sino como persona libre, dueña de sí misma, en apertura al Reino.

XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚ

María en la teología católica y reformada del siglo XX

Extraído de Groupe des Dombes, María en el designio de Dios y la comunión de los santos; en
Diálogo Ecuménico, t. XXXIII, n.105 (1998), pp.105-113.

En la Iglesia Católica
Se pueden señalar tres momentos principales en el curso del siglo XX en la Iglesia Católica, entre
los que el Concilio Vaticano II opera una cesura importante: desde el comienzo del siglo hasta el
concilio, el giro obrado por el concilio; las orientaciones que ha seguido a éste último.

Desde el comienzo del siglo hasta el concilio Vaticano II

La teología y la piedad marianas siguen desarrollándose bajo el impulso de fervor dado por el siglo
XIX. La emulación entre la piedad y la reflexión dogmática es constante.

Por parte de la piedad se constata una amplificación del fenómeno de las apariciones con relación
al siglo XIX (Fátima sigue siendo la más célebre). Pero las autoridades religiosas católicas
"reconocen" sólo un pequeño número. Las peregrinaciones a los santuarios marianos, locales o
nacionales, son muy frecuentes. Muchas congregaciones y asociaciones se ponen bajo el
patronazgo de María (p. ej. la Legión de María, fundada en Dublín en 1921). El fervor mariano
representa un papel importante en la pastoral de la religiosidad popular. María es el modelo de la
mujer, de la madre en particular. El lenguaje simple que es el suyo en el Nuevo Testamento o en
los mensajes de sus apariciones es más elocuente que muchas predicaciones doctrinales.

Por parte de la liturgía y la teología se asiste a un desarrollo cuya preocupación es trabajar cada
vez más para gloria de María. Se instauran nuevas fiestas marianas. Se multiplican los congresos
marianos, asociando manifestaciones populares y conferencias espirituales. Son muchas veces
ocasión de emisión de ciertos votos por el progreso de la doctrina mariana: definición dogmática
de la Asunción, de la mediación universal de María, de la corredención, instauración de "nuevas
fiestas" Asimismo, nacen sociedades de estudios marianos a partir de 1935 con el fin de glorificar a
la Santísima Virgen y profundizar en la inteligencia de su misterio. El término de "mariología" nace
entonces, según parece, y muestra que la consideración mariana se convierte en un sector
autónomo de la teología. Se abordan un número considerable de temas y una conceptualización,
tomada de la escolástica, pero nueva en su aplicación a María, intenta dogmatizar ciertos aspectos
de su misterio.

Bajo Pío XII este movimiento mariano alcanza su cima. En 1942, durante la segunda Guerra
mundial, el Papa consagra el mundo al Inmaculado Corazón de María, conforme al deseo
expresado en Fátima. Sobre todo, define solemnemente, el 1 de noviembre de 1950, la Asunción
de María como dogma de fe revelado. Era añadir una importante dificultad para el diálogo
ecuménico.

El Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II realiza un giro en la consideración doctrinal, espiritual y pastoral de María.


Se reunió en un momento en que las orientaciones que acabamos de mencionar eran aún
ampliamente compartidas por los Padres conciliares. Un cierto número de entre ellos esperaba,
pues, de esta asamblea si no una nueva definición mariana, al menos la proclamación de nuevos
títulos de María ("Había que añadir nuevas piedras preciosas a su corona").

Pero se desarrollaba cada vez más otra tendencia que expresaba su reticencia ante lo que
consideraba que era "una inflación mariana". A la tendencia que asimilaba lo más posible María a
Cristo (tendencia cristotípica) la otra le recordaba, en una preocupación a la vez de equilibrio
doctrinal y de apertura ecuménica, la necesidad de reintroducir a María en la Iglesia del lado de los
rescatados (tendencia eclesiotípica).

La crisis incubada estalló en el momento de un voto decisivo: ¿debía hacer el concilio un


documento exclusivamente dedicado a la Virgen María, o debía introducir el tema mariano en un
capítulo de la Constitución sobre la Iglesia? El concilio se encontró entonces dividido en dos partes
casi iguales, con sólo 40 votos a favor de la inserción. Este voto, vivido como dramático,
manifestaba la voluntad de detenerse frente al movimiento mariano tal como se había
desarrollado hasta entonces y afirmar la preocupación de volver a una teología mariana con su
fuente en la Escritura, más sobria en su expresión, más sólida con vistas a la doctrina y que situara
a María en su verdadero lugar en el conjunto del misterio de la salvación.

El esquema primitivo fue pues, completamente reescrito con la intención deliberada de situar "a
María en el misterio de Cristo y de la Iglesia", y el texto se convirtió en el último capítulo de la
Constitución sobre la Iglesia. De una mariología autónoma y que estaba peligrosamente
emancipada del conjunto de la teología, el concilio pasaba a una doctrina mariana integrada y en
ese sentido funcional.

El capítulo VIII de Lumen Gentium fue redactado con una gran sobriedad. Su esquema de
exposición es escriturístico y recorre la economía de la salvación desde la lenta preparación de la
venida de Cristo hasta la glorificación de María siguiendo el curso de su existencia y partiendo de
los anuncios proféticos que la conciernen. No se trata de exégesis bíblica propiamente dicha sino
de una teología bíblica, apoyada en una base escriturística escrupulosamente circunscrita a los
textos indiscutibles. El documento pone igualmente de relieve la doctrina de los Padres de la
Iglesia y retoma el contenido de los dogmas adquiridos. Pero se queda deliberadamente más acá
de la conceptualidad y de los temas discutidos por la mariología de la primera mitad del siglo. No
pretende definir nada de nuevo, ni zanjar nada en las discusiones del momento. El papel de María
en la encarnación y en la redención se presenta como el de una "asociada" y una humilde sierva a
quien la gracia de Dios ha permitido "cooperar" en la salvación por su obediencia, la peregrinación
de su fe, su esperanza y su caridad, desde el Fiat de la anunciación hasta el «consentimiento» de la
cruz. El texto insiste en fin en el vínculo de María con la Iglesia de la que es figura («tipo»), el
miembro más eminente y en la que representa un papel maternal.

Por su parte, el Papa Pablo VI, decidió, en virtud de su autoridad personal e independientemente
del concilio, llamar a María «Madre de la Iglesia», es decir, «de todo el pueblo de Dios, fieles y
pastores». Esta proclamación no es de ningún modo una definición dogmática.

Después del Vaticano II

Tras el concilio se constata en un primer momento un relativo silencio sobre María. La teología
mariana da un giro crítico sobre sí misma, antes de ajustar el paso a las orientaciones del concilio.
Los dos temas principales de éste, María en la economía de la salvación y María en la Iglesia,
constituyen la problemática de base. La reflexión pasa globalmente de una teología de María-reina
a una teología de María-sierva. La «mariología triunfalista» parece haber pasado. Se observa
también la emergencia de una reflexión sobre la relación de María con el Espíritu Santo.
Por otra parte, la devoción del pueblo católico a María se mantiene: Es relevante que, dada la
extensión de la desafección de la práctica religiosa tras el Vaticano II, la frecuencia de las
peregrinaciones marianas permanece al mismo nivel, si es que no ha aumentado.

El Papa Pablo VI publicó dos documentos sobre la Virgen María (Signum magnum de 1967 y
Marialis cultus de 1974), que se inscriben en la continuación del Vaticano II. El segundo de ellos
puede ser considerado como el "directorio" del culto mariano correspondiente al capítulo VIII de
Lumen Gentium.

Juan Pablo II tiene una muy fuerte devoción personal a María a la que menciona al final de todas
sus intervenciones. Ha visitado los grandes santuarios marianos del mundo. Su intervención
doctrinal más importante sobre María es la encíclica Redemptoris Mater que se inscribe en lo
esencial en la continuación del documento conciliar, citado sesenta y siete veces. En él el Papa
afirma un intención ecuménica, en particular con respecto a la Ortodoxia. Su meditación mariana
es deliberadamente bíblica y aplica con precisión a María los pasajes decisivos de san Pablo sobre
la elección, la gracia y la justificación por la fe. La fe de María, fuertemente puesta de relieve, es
comparada con la de Abrahán.

No obstante, la encíclica introduce matices con relación a la Lumen Gentium en su tercera parte
dedicada a la "mediación maternal" de María. Mientras el concilio había marginado
deliberadamente el término de "mediadora" empleándolo una sola vez en una serie de
expresiones que califican la intercesión de María, el documento pontificio introduce la expresión
de "mediación maternal" como un concepto importante de la teología mariana. La expresión es sin
duda explicada en un sentido que le quita toda ambigüedad. La reflexión parte del texto
neotestamentario de la tradición paulina que proclama a Cristo "único Mediador" (1 Tim 2,5) y
remite a él como su norma. La "mediación" de María es presentada entonces como participada y
subordinada, es una mediación maternal que se ejerce en la intercesión. No es en ningún caso del
mismo orden que la de Cristo. Tomadas estas precauciones, uno se puede preguntar, sin embargo,
si es oportuno emplear un término que pide tantas explicaciones y justificaciones para ser
"justamente comprendido" en un sentido muy analógico, cuando es evidentemente difícil para los
cristianos surgidos de la Reforma.

Hoy las orientaciones del Vaticano II siguen vigentes. Sin embargo, se ven reaparecer en ciertos
medios teológicos orientaciones marianas de antes del Vaticano II. Se siente también nacer en
ciertas capas del pueblo católico una nostalgia de la piedad mariana tradicional. La visita a lugares
de aparición sujetos a controversia ha resurgido, especialmente en los medios tradicionalistas, a
pesar de las severas advertencias de los obispos. Pero debe reconocerse también el esfuerzo
pastoral que se despliega en ciertos grandes lugares de peregrinación (Lourdes, La Salette...), con
el fin de permitir a los peregrinos una experiencia de fe auténtica y formadora. Estas
peregrinaciones son hoy lugares privilegiados de la pastoral católica del cristianismo popular.

En las Iglesias de La Reforma

Frente al desarrollo permanente y a sus ojos desmesurado de la "mariología" en la Iglesia Católica,


las Iglesias de la Reforma se han sentido cada vez más en la obligación de reaccionar con vigor
contra el culto mariano y la doctrina que lo sostiene, considerada por Karl Barth como una
"herejía", una "excrecencia maligna", una "rama inútil" de la reflexión teológica.
Nadie duda de que la promulgación del dogma de la Asunción (1950), tras el de la Inmaculada
Concepción (1854), marcó a mediados del siglo XX el apogeo de un endurecimiento que provoca
un verdadero clamor en las otras iglesias en las que fue acogido con consternación. Se tuvo
entonces la impresión de que el foso secular entre la Iglesia de Roma y estas Iglesias acababa de
ensancharse hasta el punto de llegar a ser infranqueable, en el momento mismo en que por otra
parte se desarrollaba el movimiento ecuménico.

En el Concilio Vaticano II, las Iglesias de la Reforma saludaron con interés, por una parte, la
reticencia de los Padres conciliares a atribuir a María el título de Mediadora (cuyo tema reapareció
desgraciadamente en la Encíclica Redemptoris Mater en 1987) y el rechazo del de Corredentora; y,
por otra, su intento de esbozar una "cristología de María". El hecho de incluir la doctrina mariana
en la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, renunciando de este modo a hacer
un texto conciliar aparte, fue comprendido por los protestantes como una preocupación del
concilio de no construir ya una mariología autónoma que, separada de la teología del misterio de
la salvación, tendría su status propio, análogo y paralelo al de la cristología, sino de integrar la
reflexión mariana en el misterio de la Iglesia centrándola más en Jesucristo, solo y único Mediador.

Este esfuerzo conciliar de recentramiento cristológico no resuelve, sin embargo, desde el punto de
vista protestante, los problemas que sigue suscitando la doctrina mariana oficial de la Iglesia
romana, al menos por dos razones:

La primera afecta a la referencia escriturística. Ni el dogma de la Inmaculada Concepción, ni el de


la Asunción corporal de la Virgen María tienen base bíblica creíble. Sólo el recurso a argumentos
de tradición o de coherencia doctrinal permite justificarlos. ¿Cómo, estar entonces, de acuerdo
con una doctrina presentada como una verdad de fe, cuando no está arraigada en las Escrituras?

La segunda razón, ligada por otra parte a la primera, es relativa a la cooperación humana en la
obra de la salvación.

Las Iglesias de la Reforma, hoy como ayer, se han prohibido dar a María otro lugar que no sea el
suyo, el que le atribuyó el ángel. En nombre de su fidelidad al testimonio apostólico, como en
nombre del respeto y de la afección que profesan a la Madre del Señor, se elevan con fuerza
contra todo intento de exaltar a María, de establecer un paralelismo entre ella y Cristo, así como
entre ella y la Iglesia, confiriéndole títulos que, a sus ojos, la desfiguran más en cuanto que no
presentan su verdadero rostro. No reconocen ya, en esta María, a la "pequeña María" del
Evangelio, "nuestra hermana".

No hay, pues, en las Iglesias de la Reforma "mariología" y mucho menos devoción mariana: ni
culto, ni oración a María. En cambio, se puede discernir una recuperación de la reflexión sobre
María. Sobre el segundo plano de las grandes afirmaciones cristológicas de los primeros concilios
ecuménicos (especialmente Éfeso y Calcedonia) y escritos de los reformadores del siglo XVI, esta
reflexión se hace más precisa, restituyendo a la Madre del Señor, en el misterio de la salvación, a
su lugar de humilde sierva y de admirable testigo de la fe, al rango primero de las criaturas
rescatadas. Igualmente, se puede percibir una piedad que, alimentada en el Evangelio, tiene cada
vez más en cuenta la fe misma de María, toda de alabanza, tan bien expresada en el Magnificat.
Se nota una evolución en este sentido en las liturgias, cantos y catecismos de las Iglesias luteranas
y reformadas de Francia, del fin del siglo XIX a nuestros días.

Mientras que en el siglo pasado la persona de María, así como la mención de la comunión de los
santos, estaban prácticamente ausentes, en el curso de nuestro siglo poco a poco se les ha ido
haciendo un sitio.

Durante este período, los catecismos en uso en las mismas Iglesias dedican capítulos más o menos
largos a precisar lo que los protestantes creen y no creen sobre María. Es significativo a este
respecto este extracto de un catecismo:

Ella es la sierva de Dios por excelencia. Dios la ha elegido y llamado entre todas las mujeres para
ser la madre de su Hijo. Contrariamente a Eva que ha elegido el camino de la desobediencia, María
ha respondido a la llamada con fe y humildad. La volvemos a encontrar bajo la cruz y en la primera
comunidad de los discípulos (Hech 1,14). Sus más bellas palabras están contenidas en el cántico
del Magníficat (Lc 1,46-55).

En lo que concierne a la Virgen María, la Iglesia evangélica cree todo lo que ha sido escrito sobre
ella en la Biblia, es decir, nosotros no creemos:

·        ni en su inmaculada concepción, es decir, su nacimiento milagroso de una madre legendaria,


Ana;

·        ni en su asunción, es decir, su subida corporal al cielo (celebrada el 15 de Agosto);

·        ni en su participación en la obra de la salvación, de la que la Biblia no habla (A. Wohlfahrt, Le


cep et les serments. Catéchisme a l'usage de l'Église de la Confession d'Augsbourg, Estrasburgo
1965).

Todos los catecismos dedican naturalmente líneas al segundo artículo del Símbolo de los
Apóstoles: "que fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen María" en relación con las
naturalezas humana y divina de Jesucristo.

A partir de los años 1960-70, la renovación de la cristología protestante, por una parte, y del
movimiento ecuménico, por otra, conducen a multiplicar en los cantos y la liturgia las referencias a
María. Hay que señalar dos características: la sobriedad de estas referencias y su fundamento
bíblico, a menudo indicado. Estas referencias ponen de relieve la respuesta de María, su
obediencia, su fe, su memoria, su cualidad de madre. Especialmente en los tiempos de Adviento y
Navidad, así como en los textos eucarísticos y de adoración, María es citada e insertada en la
comunión de los testigos de todos los tiempos y todos los lugares. No es indiferente subrayar la
inscripción litúrgica del Magníficat en seis variantes en el repertorio de cánticos Arc-en-ciel (1988),
ampliamente utilizado en las asambleas de culto, mientras que sólo había dos en Nos coeurs te
chantent (1969), uno solo en Louange et Prière (1939), y ninguno en Sur les ailes de la foi (1926).

El debate emprendido en torno a la Virgen María muestra que ésta es quizá hoy el punto de
cristalización más sensible de todos los desacuerdos confesionales subyacentes, relativos sobre
todo a la soteriología, a la antropología, a la eclesiología, a la hermeneútica: cuestiones de fondo,
si las hay, de suerte que el diálogo ecuménico sobre la Virgen María es en definitiva un lugar
apropiado de verificación de nuestros desacuerdos doctrinales, como es también un lugar no
menos apropiado para lanzar una mirada autocrítica sobre nuestros respectivos comportamientos
eclesiales frente a la Madre del Señor.

El Groupe des Dombes se formó en 1937, a partir del encuentro entre protestantes de Berna y
católicos de Lyon. Los trabajos del grupo a lo largo de los años fue llevando a percibir la búsqueda
ecuménica como un llamado y ayuda mutuos en la profundización y purificación de las teologías,
en beneficio de la fe; un camino que va desde la oposición al paralelismo, y de éste a la
convergencia. A partir de allí, los desacuerdos eclesiológicos son interpretados y reducidos a sus
verdaderas dimensiones en referencia a Cristo, por medio de una fundamentación bíblica del
pensamiento y del lenguaje.

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