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CLASE CHEJOV 2

Comentemos dos fragmentos, el comienzo y el final, de El jardín de los cerezos.

“Una habitación que aún se sigue llamando ‘cuarto de los niños’. Una de las puertas lleva a
la habitación de Ania. Amanece, pronto saldrá el sol. Ya es mayo, florecen los cerezos.
Pero en el jardín todavía hace frío y se producen ligeras heladas. Las ventanas están
cerradas”.

La didascalia no tiene el carácter autónomo, ‘literario’ o ‘poético’, que pueden tener las de
Maeterlink u Oscar Wilde. No vale por sí misma, sigue estando referida a la puesta en
escena. No sé de qué desautorizada versión o si del puro placer de la imaginación procede
una traducción (digital) que encontré por ahí que añade a la indicación escénica el estilo del
mobiliario, el carácter de algunos cuadros colgados de la pared, etc. Sin embargo, esa
abundancia enseña algo: el carácter naturalista de la didascalia chejoviana. Pero es un
naturalismo que va más allá de sí mismo, que se excede. Es un naturalismo de la atmósfera.
No se trata sólo de mostrar que el cuarto sigue estando igual que cuando los hijos eran
niños sino también de que en el aire hay un cierto recuerdo de aquella época; no se trata
solamente de mostrar cuál es la hora del día, qué época del año es, cuál es el clima, sino de
transmitir esa súbita discordancia entre el árbol florecido y la helada primaveral. (Allí el
naturalismo y el simbolismo se tocan). Es difícil conjeturar cómo el director puede sugerir
todo esto. Se diría que parece bastar con las ventanas cerradas para indicar que afuera hace
frío. Se trata no de que el espectador sienta frío, sino de mostrar que hace frío en escena,
que la primavera comienza bajo la helada.

“La escena queda vacía. Se oye cerrar con llave todas las puertas; después, partir los
coches. Silencio. En medio del silencio suena el sordo golpe del hacha contra los árboles;
es un sonido solitario y triste. Se oyen pasos. Por la puerta de la derecha aparece Firs. Está
vestido como siempre, de chaqueta y chaleco blanco, pero lleva pantuflas. Está enfermo.
Firs – (Se acerca a la puerta de la izquierda, prueba el pestillo.) Está cerrada…Se han ido…
(Se sienta en el diván.) Se olvidaron de mí. No importa… Me quedaré aquí sentado… pero
seguro que Leonid Andréivich no se ha puesto el gabán de piel; se fue con el tapado.
(Suspira preocupado.) Y yo no estaba para advertírselo… ¡Ah, la juventud, la juventud!
(Barbota algo incomprensible.) La vida pasó, como si uno ni hubiese vivido… (Se acuesta.)
Me recostaré… No tienes fuerza, no te ha quedado nada, nada… ¡Eh tú, torpe! (Está
tendido, inmóvil.)
Se oye un sonido lejano, como del cielo, el sonido de una cuerda que se rompe, un sonido
triste, que vibra y se apaga lentamente. Se hace el silencio y sólo se oye, a lo lejos, en el
huerto, el golpe del hacha contra el árbol”.

El final, la coda o el postludio, se diría, está encargado al viejo sirviente, patético y ridículo,
último olvidado resto de la obra, de la casa, de la vida. Cuanto todo ha terminado, todavía
queda el signo de que todo ha terminado.
Ése es también el lugar y el tiempo de la música en Chejov. La música siempre suena lejos
en Chejov, en otra parte, precisamente allá donde uno debería estar, ahí donde quizá uno ya
está como en ninguna parte. La escuchamos como una promesa, como la promesa de ese
allá que se confunde con la lejanía misma desde la que ella viene sin llegar. Porque en
cuanto llega, si llega, ella fracasa, se rompe contra el mundo y queda en el mundo como
una promesa rota. En verdad ella no prometía nada, ella sólo se prometía a sí misma, pues
no existe más que como promesa. La música es lo solamente posible, lo posible sin
porvenir ni realización. En el presente la música se aparta, se retira. De ella quedan todavía
retazos, jirones –chirridos de violín, rachas de acordeón, rasgueos de guitarra–, despojos
que vagamente la recuerdan y con los que medimos, o acompañamos, casi hasta
confundirlos con él, el sordo, obstinado, lentísimo arrastrarse de la existencia. La música no
sólo no sirve para pasar el tiempo sino que lo vacía y lo suspende, lo eterniza, hace oír el
farfullar de su paso sin paso en el que no pasa nada. El fracaso melódico, es decir, el
disonante tejido de las distintas melodías que sólo tienen en común su inmediata, su
constante interrupción, cumple la función de bajo continuo u ostinato, un sordo fondo
apenas puntuado, acá y allá, como un fracaso más, por el comentario cómico a la banalidad
del dolor –‘Tarari tarara’. El fracaso fracasa, por eso no hay melodía, casi se diría no hay
música del fracaso. El fracaso es también fracaso de la música. En este mundo la música se
rompe con un ruido, igual que un ruido, como si no existiese más que rota contra su propio
mutismo. Pero a la vez el ruido, cualquier ruido suena aquí abrupto, solitario, absuelto,
abstraído, irrevocable, es decir, como música. Ese sonido inaudito, casi imposible, parecido
al ruido de una cuerda de violoncelo que se rompe, es la indefinida reverberación de un
naufragio ocurrido hace mucho, quizá desde siempre, pero es también la frágil
supervivencia de una ilusión rota, sin porvenir, y por eso mismo indestructible. La belleza
de la música.

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