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GENETTE, Gérard (1969): “La littérature et le’ espace”, Figures II, París, Éditions du Seuil.

Traducción: Prof. Maia Swiatek

“Literatura y espacio”

Puede parecer paradójico hablar de espacio en relación con la literatura:


aparentemente en efecto, el modo de existencia de una obra literaria es
esencialmente temporal, porque el acto de lectura por el que actualizamos el ser-
virtual de un texto escrito, este acto, como la ejecución de una partitura musical,
es en efecto una sucesión de instantes que se realizan en duración, en nuestra
duración, como lo muestra muy bien Proust en las páginas de Côté de chez
Swann (Por el camino de Swann) donde él evoca esas tardes de domingo en
Cambray donde la actividad de la lectura había “vaciado los incidentes mediocres
de (su) existencia personal”, que era remplazada por “una vida de aventuras y de
aspiraciones extrañas”: la tarde contiene en efecto esta segunda vida, para jurarlo,
dice Proust, “poco a poco… mientras que progresaba en mi lectura y caía el calor
del día, en el cristal sucesivo, lentamente cambiante y colmado de follaje, de sus
horas silenciosas, sonoras, perfumadas y límpidas”.

Sin embargo, se puede también, se debe considerar la literatura en relación con


el espacio. No solamente lo que sería la manera más fácil, pero la menos
pertinente, de considerar esas relaciones- porque la literatura, entre otros temas,
habla también del espacio, describe lugares, moradas, paisajes, nos transporta,
como lo dice también Proust acerca de sus lecturas infantiles, nos transporta con
la imaginación hacia países desconocidos ya que ella nos da por un instante la
ilusión de recorrer y habitar; no solo porque, como se ve por ejemplo en autores
tan distintos entre sí: Holderlin, Baudelaire, Proust incluso, Claudel, Char, hay una
cierta sensibilidad al espacio, o para decirlo mejor, una suerte de fascinación del
lugar, esto es uno de los aspectos esenciales de lo que Valéry llamaba el estado
poético.

Son estos trazos de espacialidad que pueden ocupar o habitar la literatura, pero
que quizá no están ligados a su esencia, es decir a su lenguaje. Lo que hace de la
pintura un arte del espacio, no es que ella nos dé la representación de una
superficie, sino que esta misma representación se produzca en la superficie, en
una superficie que sea específicamente la suya. Además, el arte del espacio por
excelencia, la arquitectura, no habla de espacio: sería más verdadero decir que
ella (la arquitectura) hace hablar al espacio, que es el espacio el que habla en ella,
y (en la medida en que todo arte busca esencialmente organizar su propia
representación) que habla de ella. ¿Hay de la misma manera, o de manera
análoga, algo así como una espacialidad literaria activa y no pasiva, significante y
no significada, propia a la literatura, específica a la literatura, una espacialidad

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representativa y no representada? Me parece que se puede pretenderlo sin forzar
la situación.

Primero, hay una espacialidad de alguna manera primaria, o elemental, que es


aquella del lenguaje mismo. Se ha remarcado muy frecuentemente que el lenguaje
parecía como naturalmente más apto a “manifestar” las relaciones espaciales,
más que toda otra especie de relación (y por tanto de realidad), lo que conduce a
utilizar las primeras (las relaciones espaciales) como símbolos o metáforas de las
segundas, por consecuencia a tratar todas las cosas en términos de espacio, y por
tanto a espacializar todas las cosas. Se sabe que esta suerte de dolencia, o de
toma de partido, inspira en esencia, el pleito planteado por Bergson al lenguaje,
culpable a sus ojos de una suerte de traición hacia la realidad de la “consciencia”,
que sería de orden puramente temporal; pero se puede decir que el desarrollo de
la lingüística después de medio siglo ha confirmado de una manera brillante el
análisis de Bergson-tanto en el juicio como en el lamento: distinguiendo
rigurosamente el habla de la lengua, otorgando a esta el primer rol en el juego del
lenguaje, definido como un sistema de relaciones puramente diferenciado donde
cada elemento se define por el lugar que ocupa en un tablero y por las relaciones
verticales y horizontales que mantiene con elementos familiares y vecinos; es
innegable que Saussure y sus continuadores pusieron de relieve un modo de ser
del lenguaje que, hay que decirlo, es espacial, incluso si se trata aquí, como lo
dice Blanchot, de una espacialidad “donde ni el espacio geométrico ordinario, ni el
espacio de la vida práctica nos permiten recuperar la originalidad”

Esta espacialidad del lenguaje considerado en su sistema implícito, el sistema


de la lengua que comanda y determina todo acto de habla, esta espacialidad se
encuentra de cierta forma manifestada, puesta en evidencia, y además acentuada,
en la obra literaria, por el empleo del texto escrito. Mucho tiempo se consideró la
escritura, especialmente la escritura llamada fonética, tal como la concebimos y la
utilizamos, o creemos utilizarla en occidente, como un simple instrumento de
notación de la palabra. Hoy, se comienza a comprender que ella es un poco más
que eso, Mallarme ya decía que “pensar, es escribir sin accesorios”. De hecho, la
espacialidad específica que se acaba de recordar, el lenguaje (y entonces el
pensamiento) es ya una suerte de escritura, o si se lo prefiere, es la espacialidad
manifiesta de la escritura que puede ser tomada como símbolo de la espacialidad
profunda del lenguaje. Y al menos, para nosotros que vivimos en una civilización
donde la literatura se identifica con la escritura, este modo espacial de su
existencia no puede ser tenido por accidental y negligente. Desde Mallarme,
aprendimos a reconocer (a re-conocer) las fuentes llamadas visuales de la grafía,
del diseño y de la existencia del Libro como una suerte de objeto total, y este
cambio de perspectiva nos volvió más atentos a la espacialidad de la escritura, a
la disposición intemporal y reversible de signos, de palabras, de discurso en la
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simultaneidad de eso que llamamos texto. No es verdad que la lectura sea
solamente este fluir continuo al filo de las horas que mencionaba Proust a
propósito de sus jornadas de lectura infantil; el autor de En búsqueda del tiempo
perdido lo sabía sin dudas mejor que nadie, él que reclamaba de su lector una
atención a lo que llamaba el carácter “telescópico” de su obra, es decir a las
relaciones de largo alcance que se establecen entre dos episodios muy alejados
de la continuidad temporal de una lectura lineal (pero singularmente cercanos,
remarquémoslo, en el espacio escrito, en el espesor de la paginación del
volumen), y que exigen para ser puestos en consideración, una suerte de
percepción simultánea de la unidad total de la obra; unidad que no reside
solamente en las relaciones horizontales de cercanía y de sucesión, sino también
en las relaciones verticales o transversales, de sus efectos de espera, de regreso,
de respuesta, de simetría, de perspectiva, en nombre de los cuales Proust mismo
comparaba su obra a una catedral. Leer como hay que leer este tipo de obras
(¿hay acaso otras?), es solamente releer, es ya siempre releer, recorrer sin cesar
un libro en todos sus sentidos, todas sus direcciones, todas sus dimensiones. Se
puede decir entonces que el espacio del libro, como el de la página, no está sujeto
pasivamente al tiempo de la lectura sucesiva, pero en tanto que ahí se revela, y se
realiza plenamente, no cesa de modificarlo y de retornarlo, y entonces en un
sentido de abolirlo.

Un tercer aspecto de la espacialidad literaria se ejerce en el nivel de la escritura,


esta vez en un sentido estilístico del término, en eso que la retórica clásica
llamaba las figuras, y que llamaremos de ahora en adelante, de manera más
general efectos de sentidos. La pretendida temporalidad de la palabra está ligada
al carácter en principio lineal (unilineal) de la expresión lingüística. El discurso
consiste aparentemente en una cadena de significantes presentes “teniendo lugar”
de una cadena de significantes ausentes. Pero el lenguaje, y especialmente el
lenguaje literario, funciona raramente de una manera tan simple: la expresión no
es siempre unívoca; al contrario, ella no cesa de dividirse, es decir que una
palabra, por ejemplo, puede acarrear al mismo tiempo dos significados, donde la
retórica llamaba a uno literal y al otro figurado, el espacio semántico que se cava
entre el significado aparente y el significado real, suprimiendo al mismo tiempo la
linealidad del discurso.

Es precisamente este espacio, y nada más, que se denomina, con una palabra
cuya ambigüedad ya es oportuna, una figura: figura, es a la vez la forma que toma
el espacio y la que brinda el lenguaje, y es el símbolo mismo de la espacialidad del
lenguaje literario en su relación con el sentido. Por supuesto, nadie escribe más
según el código de la retórica antigua, pero nuestra escritura no queda menos
perforada de figuras de todo tipo, y eso que nosotros llamamos incluso el estilo
más sobrio -queda ligado a efectos de sentido secundarios que la lingüística llama
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connotación. Lo que dice el enunciado es siempre de cierta forma fragmentado, es
decir que una palabra, por ejemplo, puede comportar al mismo tiempo dos
significados, importa lo que dice y también la manera en la que lo dice, y la
manera la más transparente de decir es todavía una manera, y la transparencia
incluso puede hacerse sentir de la manera más indiscreta: cuando el Código, caro
a Stendhal, enuncia “todo condenado a muerte tendrá la cabeza cortada”, esto
significa, al mismo tiempo ejecución capital, pero representa la dramática
literalidad del propio lenguaje. Es este “al mismo tiempo”, es una simultaneidad
que se abre y el espectáculo que aquí se muestra, que establece al estilo como
espacialidad semántica del discurso literario, y este, al mismo tiempo, como un
texto, como un espesor de sentido que ninguna duración puede realmente
vincular, y menos aún disminuir.

El último modo de espacialidad que se puede evocar concierne a la literatura


tomada en su conjunto, como una suerte de inmensa producción intemporal y
anónima. La principal queja que Proust dirigía a Sainte-Beuve era esta: “Él ve a la
literatura bajo la categoría del Tiempo”. Tal reproche puede sorprender bajo la
pluma del autor de En búsqueda del tiempo perdido, pero se debe saber que para
él el tiempo recuperado, es el tiempo abolido. En este campo de la crítica, Proust
hubiera sido uno de los primeros a rebelarse contra la tiranía del punto de vista
diacrónico introducido por el siglo XIX, y especialmente por Sainte-Beuve. Sin
duda que, no hay que negar la dimensión histórica de la literatura, lo que sería
absurdo, pero aprendimos, gracias a Proust y a algunos otros, a reconocer los
efectos de la convergencia y de la retroalimentación que también hacen de la
literatura un vasto campo simultáneo que uno debe saber recorrer en todos los
sentidos. Proust hablaba del “costado Dostoievsky de Madame de Sevigné”,
Thibaudet consagró todo un libro al bergsonisme de Montaigne, y nos han
enseñado recientemente a leer Cervantes bajo la luz de Kafka: esta reintegración
del pasado en el campo presente es una de las tareas esenciales de la crítica.
Recordemos aquí la palabra ejemplar de Jules Lemaitre sobre el viejo Brunetiere:
“Mientras lee un libro, piensa, podría decirse, de todos los libros que se han
escrito desde el comienzo del mundo”. Esto es eminentemente lo que hace
Borges, amurallado en el inagotable laberinto de la mítica biblioteca, donde todos
los libros son solo un libro, donde cada libro es todos los libros.

La biblioteca: este es el símbolo más claro y fiel de la espacialidad de la


literatura. Toda la literatura presentada, quiero decir vuelta presente, totalmente
contemporánea consigo misma, transitable, reversible, vertiginosa, secretamente
infinita. Se puede decir lo que Proust, en su Contre Sainte-Beuve, escribía del
castillo de Guermantes: “el tiempo tomó la forma del espacio”. De esta fórmula se
propondrá aquí esta traducción sin sorpresa: la palabra tomó la forma del silencio.

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