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DIOS ES MÚSICA

Réginald Ringenbach, op

Perfección de luz y de ternura

“Dios es música”. Y Mozart escucha. Parece que siempre


escucha… una misteriosa música que, venida de otra parte, reposaba
algunos instantes en él. Es esta música la que nos transmite entonces,
esforzándose hasta el agotamiento, a fin de no ser obstáculo entre ella
y nosotros. Porque él es el primero en escucharla, no tolera que su
propia persona obstaculice su escucha y la nuestra.
Y poco a poco es purificado por su escucha, por esta música que lo
habita. Con una humildad ejemplar, aquella de la cual son capaces
sólo los seres magnánimos, Mozart se pone al servicio de aquello que
escucha. Y escucha tan bien, tan netamente, su disponibilidad es tan
grande, tan constante que, más allá del trabajo, la música brota como
luz aún cuando ella transmite al mismo tiempo una inevitable parte de
tinieblas. ¿Cómo veríamos la luz, cómo podríamos apreciarla, si la
oscuridad no estuviera allí para hacer resaltar su brillo? La luz sin
sombra no puede verse: ella deslumbra y enceguece. En nuestro
mundo, no existe sino acompañada de sombra. Cuando, para Mozart,
la sombra desapareció de tal modo que la luz invadió totalmente su
ser, su corazón dejó de latir.
Se puede decir que esta realidad hacia donde nos invita la música de
Mozart, esta realidad de la que su música está ya habitada y de la que
ella es un camino, esta realidad es “perfección”. Perfección de belleza
y de luz, luminosa perfección de una belleza que su música nos hace
presentir, nos vuelve accesible, hacia la cual ella también nos eleva.
Y Mozart nos hace entender que esta perfección no es inhumana. Ella
no es una luz fría, una belleza glacial; es cálida y cercana. Esta
perfección no despoja al hombre de su esplendor; tampoco se mofa de
sus miserias, ni se ríe de sus esfuerzos. Mozart conoce su nombre, y
su música lo identifica: ella se llama “misericordia”. La verdadera. La
que endereza, cura, invita a continuar el camino, y lo acompaña.
Ella es también la que habita la música de Mozart, imposible
engañarse. La luz ya la revela: pero aquí uno podría todavía perderse.
Donde ya no es posible la duda, donde la misericordia se revela sin
remedio es en la ternura. Ternura que disfraza cada nota de Mozart,
que está constantemente presente, que toma colores múltiples,
diversos, a veces asombrosos: hela aquí exultante en el Divertimento
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Zerlina consolando a Masetto; ella no está ausente de los personajes
cínicos, Don Alfonso de Cosí fan tutte que tiene miedo de ser
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convertido y se defiende por la risa; Don Giovanni que, no pudiendo
hacerse su aliado, encuentra en ella el único adversario que estuvo a
punto de vencerlo; hela aquí, infinitamente grave, acompañando hasta
en los abismos del sufrimiento el corazón que late en el Concierto
para clarinete; hela aquí silenciosa, meditativa, adorante, en el Ave
verum, una de las últimas obras concluidas por Mozart; y hela aquí,
finalmente, implorante en el “Lacrimosa” del Réquiem que Mozart no
pudo concluir.

Una música ya acogida

Ternura del hombre, ternura infinita de Dios. Pues Mozart, cuya


intención no ha sido jamás proclamar la alabanza de Dios, no hace
prácticamente otra cosa. Porque, “contentándose con el humilde rol
de intérprete, restituye el mensaje que recibió: aquello que la
creación de Dios hace penetrar en él e intenta irradiar por su medio”.
Es por esto que se pudo escribir de Mozart “que, sobre el problema de
la bondad de la creación… supo cosas que escaparon a los Padres de
la Iglesia y a todos los teólogos… porque entendió el mundo creado
aureolado totalmente por la luz de Dios”.
Por este motivo, toda la música de Mozart está sostenida “por la
certeza de que la misericordia que se implora es ya otorgada. Bendito
el que viene en nombre del Señor; el Señor ya vino evidentemente;
Dona nobis pacem: en Mozart, a pesar de todo, esta petición ya ha
sido escuchada”.
Esta es la causa por la cual, en fin, Mozart se dirige a su Dios con una
confianza que se expresa a veces en una audacia impetuosa.
Escúchenlo en su “Agnus Dei” de la Misa de la Coronación,
sucesivamente implora el perdón con una ternura que llega casi a
balbucear (el 3er Agnus Dei), luego Mozart pide la paz: Dona nobis
pacem; y habiéndola pedido, de repente rompe el ritmo, y exige al
sumo Dios que conceda su paz. No haría esto si él no se supiera ya
acogido.

El perdón como la más alta forma de amor en su obra lírica

…y Mozart se siente acogido, porque se sabe perdonado. El


perdón es una de las claves de su música. Al perdón (o la misericordia,
su otro rostro), lo describe, lo hace oír en toda su obra, aunque sea
necesario ceñirme aquí a la obra lírica. Al perdón, lo muestra
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inesperado, propuesto pero resistido, rechazado, luego implorado.
Mozart, como persona, ha iluminado todas las facetas de la
misericordia, de la ternura de Dios. Y esta ternura musical está por
encima de todo mal, lo hace fracasar por poco que nos prestemos a él.

El perdón inesperado y el agradecimiento

En El rapto en el serrallo (K 384), el perdón estalla, insospechado


e inesperado. Tenía pocas posibilidades, en efecto, para imaginar
solamente que el pachá Sélim pensaba en perdonar. ¿Cuál es, en
efecto, la situación? Sélim ama sinceramente a esta Constanza que
había comprado antaño, en compañía de sus domésticos, Pedrillo y
Blondina. Pero Constanza rechaza su amor, porque ella ama a
Belmonte. Este llega a introducirse en la casa del pachá, el cual confía
en él. Ahora bien, Belmonte vino para raptar a Constanza y huir con
ella, gracias a las astucias de Pedrillo y de Blondina. Ellos son
sorprendidos en flagrante delito por Osmin, el mayordomo de palacio,
que ama a Blondina, la cual ama a Pedrillo y es amada por éste. Sélim
descubre entonces simultáneamente que su magnanimidad es
infravalorada, su confianza traicionada, su amor burlado. Y, descubre
al mismo tiempo, que Belmonte es el hijo de su enemigo mortal,
responsable de la ruina y la masacre de su familia. “¿Qué harías tú si
estuvieras en mi lugar?”, es la pregunta que se esperaría. Pero el
pachá la hace de manera mucho más amenazadora: “¿Qué haría tu
padre si estuviera en mi lugar?” y Belmonte no puede sino responder:
“¡Mi destino sería lamentable!”.
Llega la escena final. Sélim pregunta a cada uno si tiene conciencia de
lo que le espera. Ellos la tienen. Cada uno está presto a afrontar la
muerte pero suplica al pachá hacer gracia al otro. Y es entonces
cuando viene la inesperada palabra de perdón. Sélim declara:
“Ustedes se equivocan, nada es más detestable que responder al odio
con el odio, a la venganza con la venganza; es mucho más grande
responder a una mala acción con un favor”. Osmin interviene: “Señor,
nada de gracia, es necesario ejecutarlos, matarlos, exterminarlos”.
Pero Sélim dice a Belmonte: “Toma a Constanza, toma tu libertad y
vuelve a tu país…” Del mismo modo, perdona a Pedrillo y a Blondina.
Si cuento con algún detalle este bosquejo bastante convencional, es
que Mozart lo transfiguró literalmente en una música admirable. Y lo
que esto tiene de admirable es que el rol de Sélim es hablado; el
perdón concedido es dicho. La música irrumpe, después, para aclamar
la magnanimidad del pachá y para agradecerle su perdón. Cada
protagonista se adelanta por turno para agradecer. Ellos son
interrumpidos un momento por un último grito de rabia de Osmin que
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quiere siempre matarlos. Luego, pacíficamente, la música de perdón y
de agradecimiento se reanuda ya que “nada es más odioso que la
venganza”, nada es más grande que el perdón.

El perdón propuesto y rechazado

El perdón era inesperado. Fue otorgado. Pero Mozart sabe que


existen casos donde el perdón no es posible porque es obstinadamente
rechazado. No solamente no es pedido, sino que es rechazado. Es este
“misterio del mal” el que pone en escena Don Giovanni (K 527). Aquí
la música abraza la totalidad de aquello de lo que somos capaces:
desde las cimas del amor y de la ternura hasta los abismos del
rechazo y del mal. Es la única ópera en la cual Mozart rompe la
acción dramática misma para hacer escuchar una oración; de tal
manera presiente que sus personajes y su música se enfrentan a lo
insondable que, por el espacio de una oración, se rompe el vertiginoso
encanto.
A medida que se avanza en esta música, se descubre que el personaje
de Don Giovanni no es humano. La música de Mozart nos describe,
nos descifra, un ser que sabe seducir, pero que es totalmente incapaz
de amar. Ella va más lejos, interroga, hasta el límite de lo soportable:
pero ¿por qué es incapaz de amar? ¿No es una injusticia de la cual
Dios lo habría hecho víctima? Y la música responde: no. Tenía todo, y
más que otros, para ser amado y amar. La paradoja es que lo aman. El
mal absoluto es que utiliza el amor de los demás, lo manipula, lo
devuelve en burla.
Aparece la estatua de ese Comendador a quien él ha asesinado
antaño. La estatua había advertido a Don Giovanni una primera vez; y
este había respondido entonces con un desafío e invitado a la estatua
a cenar, sin creer demasiado en ello. Pero lo imprevisible se produce.
La estatua del Comendador llega a lo de Don Giovanni cuyos ojos no
pueden creerlo y confiesa su sorpresa. ¿Bastará esto para
convencerlo? Entonces se alcanzan los prodigiosos acordes: “Don
Giovanni, tú me has invitado, heme aquí”. Entonces Mozart escribe
ese conmovedor diálogo, entrecortado por extraordinarios intervalos
musicales donde la estatua pide el arrepentimiento, donde Don
Giovanni responde desesperadamente obstinado: “¡no, no, no!”. Y en
la medida de estos “no”, la música nos hace descubrir y entender la
atroz realidad del misterio del mal: un hombre que no quiere el
perdón se juzga a sí mismo y se condena. Porque en él el perdón no
tiene de dónde agarrarse. Porque es incapaz de pedir perdón, no
puede perdonarse a sí mismo, darse el indulto. No soporta más ser
amado…
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El perdón rechazado y luego pedido

El hombre que no soporta ser amado prefiere ser culpable más


que pecador, prefiere su culpabilidad al perdón. Y la culpabilidad
oculta su orgullo. Se ha dicho que la cima de la música de Mozart está
en el perdón, entendiendo por esto el perdón otorgado. Yo no lo creo.
Mozart fue más lejos. Y, en las Bodas de Fígaro, muestra -su música
lo hace comprender-, que la cima del amor es saber pedir perdón.
El conde de Almaviva busca seducir a Susana y por tanto engañar a su
mujer. Él cree descubrir que su mujer lo engaña. Todos los
protagonistas imploran su clemencia, piden que perdone. Pero él se
siente en su derecho de señor y amo, del mismo modo que se sentía
hacia Susana. Se niega a perdonar; y sus “no, no, no” prefiguran
entonces a los de Don Giovanni que rechazará ser perdonado. ¡Y de
golpe, se eleva la voz de su mujer que le pide que la perdone a ella! Es
el estupor. El conde descubre que él es el tramposo y que todos lo
saben. ¿Va a obstinarse como lo hará Don Giovanni? ¿Va a encerrarse
en la orgullosa vanidad de su rechazo?
La música de Mozart nos prepara a la asombrosa conversión. Ya que
se trata de una conversión y no de un simple cambio de la situación
teatral. La música va a sacar lo mejor del corazón humano. El conde
se arrodilla e implora su perdón. Es la admirable frase musical
“Condesa, perdón”. Descubrimos así que el ser humano nunca es más
grande que cuando sabe pedir perdón a aquellos que ha herido. Lejos
de ser disminuido por esto, es transfigurado. Ya que el perdón lo
devuelve al universo del amor. Y el perdón que sabe pedir, porque
ama, le es concedido porque es amado…

En el universo del perdón y del amor

Sería necesario callar ahora. Pero Mozart fue más lejos, más
profundo. Él nos introduce en el universo mismo del perdón y del
amor. Y es la asombrosa Flauta mágica (K 620), donde ni una sola
nota escapa al amor, donde los acordes laten al ritmo del corazón
humano, donde toda realidad es transfigurada por la música que la
toca.
Pamina quiso escaparse. La volvieron a atrapar. Ella se desploma a los
pies de Sarastro; pide perdón explicando que no es culpable. ¡Muy
femenino, eso! Sarastro la levanta con una infinita ternura: “Ponte en
pié, levántate, oh amada…”. Le dice que comprende su reacción, que
no quiere de ningún modo forzarla a amar contra su voluntad, que él
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sabe bien que ella ama a Tamino, pero que es todavía muy frágil, muy
expuesta a las artimañas de su madre, para que él consienta en darle
la libertad, ya que esto no sería causa de su felicidad.
Poco después, la madre de Pamina, la reina de la noche, quiere
obligar a su hija a matar a Sarastro, a asesinarlo. La adolescente está
confundida por ello: no, ella no puede hacer esto. Sarastro ha oído
todo. Él tranquiliza a Pamina y le explica que “en estos lugares santos,
no hay sitio para la venganza… Que si un ser humano cayó, el amor
sabrá restablecerlo” (...).
Y he aquí que Sarastro también, a pesar de su sabiduría, experimenta
como un pavor y siente el deseo de apelar a sus hermanos. Les pide
que recen con él por la joven pareja, a fin de que esta pueda afrontar
las pruebas que debe atravesar y salir victoriosa. Es el admirable coro
de los sacerdotes: “Oh Isis y Osiris”. De Tamino dice: Su espíritu es
valiente, su corazón es puro; pronto será digno de nosotros” (…). Este
coro está totalmente impregnado de la más alta espiritualidad y
colmado de una inmensa esperanza. Él surge completamente del
universo del amor y del perdón.

La causa del perdón

De nuevo, sería necesario callar, hacer silencio. Pero nuevamente


Mozart fue todavía más lejos. Nos revela la fuente del perdón que
celebra, del amor que proclama. Y esto como por inadvertencia, como
por casualidad, como a pesar suyo. Las circunstancias son muy
“cotidianas”.
Mozart iba a visitar a su mujer que se reponía en Baden, pequeño
balneario no lejos de Viena. El maestro de capilla del lugar le pidió
que compusiera algo para su iglesia, para dejar un recuerdo de su
paso. Este hombre debía contarse entre los “raros” que se daban
cuenta con qué ser excepcional, musicalmente inigualado e
inigualable, se había relacionado. Y Mozart escribe. En menos de
media hora, nos dicen, escribe el Ave verum. Detesto cualificar con
cualquier adjetivo esta obra; ninguno sería digno de ella. Es una
pieza única en toda la historia de la música. Reúne la inspiración más
alta del canto gregoriano llano, y la traduce en el estilo concertante
más elaborado. Técnicamente acumula todas las dificultades y las
vuelve simples como pasándolas por alto. Todo suena justo. Todo es
bello, cada nota, cada acorde, cada frase. Pocos meses antes de su
muerte, Mozart nos entrega, en su frescura primigenia, la intuición
musical de su fe y de su vida:

Salud, verdadero cuerpo, nacido de la Virgen María…


Tú has sufrido por nosotros…
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De tu costado han brotado la sangre y el agua…
Tú has sido clavado en la cruz por los hombres
En la prueba de la muerte
Sé para nosotros el anticipo de la eternidad

La muerte vencida sigue siendo el pasaje obligado, pero ya no


aterrador, hacia lo absoluto del amor.
Es así que Mozart nos entrega el último secreto de su música,
explicando la belleza luminosa y la luminosa transparencia. La música
siempre busca transmitir algo del universo del amor; ella no hace de
él un “mensaje”, sino que parece haber percibido su secreto y nos lo
hace oír. Pero en el Ave verum, hacemos más que escuchar, parece
que nos introducimos sin dificultad en este mundo del amor. El perdón
mismo desaparece, como si fuera en adelante inútil, como si fuera
desbordado. La música se hace meditación. La música se expande en
adoración.
La Vie Spirituelle n. 766, sept. de 2006

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