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Esta conformidad de todo lo que Cristo dijo e hizo, con el testimonio anterior de las
Escrituras, constituye para el NT uno de los signos que acreditan a Jesús como el
Enviado de Dios y a su obra como la realización de la Salvación prometida de antiguo.
Y como signo de todo ello; lo propone a la fe de los cristianos para confirmarlos y a la
de los judíos para invitarlos a pasar de su fe en la Escritura y de su expectativa
mesiánica a reconocer en Cristo al Anunciado de Dios que había de venir.
La apreciación del valor de signo de este cumplimiento, presupone una cierta fe. La
argumentación del NT no puede aplicarse sin más ni más en una apologética dirigida a
incrédulos. Y aun en una apologética dirigida a judíos creyentes, no constituye una
prueba decisiva que constriña a creer, sino que es una invitación a un asentimiento libre.
Los Padres y la Edad Media sigue n la óptica del NT cuando hablan del cumplimiento de
las Escrituras en Cristo y en la Iglesia: Desde este punto de vista desarrollan una
exégesis en la que cada texto del AT viene a insertarse en el Misterio de Cristo. Pero ya
comienza a dibujarse desde entonces una corriente que esgrime el principio con fines
utilitarios en la polémica con los judíos (que se niegan a superar la letra del AT) y con
los herejes dualistas (gnósticos; marcionitas, maniqueos, que rechazan el AT). Esta
corriente desplaza el acento tradicional recalcando el hecho de que Cristo no sólo ha
colmado la Escritura sino que la ha superado.
Los autores de esta corriente intentan pintar a base de textos sueltos del AT un retrato de
Cristo para demostrar que el AT lo había anunciado de antemano. Aquí es donde tiene
su origen el equivoco entre predicción y promesa que habría de perdurar tercamente
hasta nuestros días. De esta pretensión de demostrar con detallados paralelismos y
concordancias que las predicciones se han realizado en Cristo, surge el argumento de las
profecías en su forma más divulgada.
1.º La utilización del argumento profético debe ir precedida de una cuidadosa crítica
histórico- literaria de los datos de la Escritura, tanto del AT como del NT.
2.º Hay que retornar a una noción exacta de lo que significa profecía y de lo que debe
entenderse por cumplimiento de las Escrituras. Los signos divinos no funcionan en
apologética como los términos de una demostración matemática que imponen un
resultado con la fuerza de una evidencia irresistible e independiente de las disposiciones
subjetivas.
3.º El argumento profético hay que integrarlo en el ámbito de las figuras bíblicas. Su
fuerza sólo surge de ese cuadro y sólo se mantiene dentro de él, porque es sólo allí
donde arroja luz sobre el dinamismo de la revelación, dinamismo que consiste en el
pasaje de una economía de figuras, provisoria y preparatoria, en la que la salvación está
sólo prometida e incoada, a una economía definitiva, donde la salud se da, por fin,
sacramentalmente y se consuma.
La Profecía: ¿predicción o promesa? Los profetas que la Biblia nos presenta como
inspirados por Dios, no son en primer lugar adivinos del porvenir, semejantes a los que
pululaban en el mundo religioso antiguo desde Grecia hasta Mesopotamia. Los profetas
bíblicos son guardianes de una revelación divina y recuerdan al pueblo las exigencias
que ella implica. Dada su misión poseen un conocimiento profundo del designio
salvífico de Dios y de las peripecias de su realización en la historia humana y en
particular en la de Israel. Es en la perspectiva de la realización de ese designio divino
que los profetas hablan de los acontecimientos pasados, presentes o futuros, para inducir
a sus contemporáneos a reconocer las dimensiones amenazantes o promisorias de los
mismos. El conocimiento profético de los hechos es antes que nada un conocimiento de
PIERRE GRELOT
Ante el futuro, el profeta preanuncia el desarrollo del designio de Dios por medio de
oráculos. Estos pueden ser a veces amenazadores, si van dirigidos al pueblo culpable,
otras veces consoladores si se dirigen al pueblo fiel, por fin reconfortantes si se
destinan al pueblo afligido y penitente. Pero sea cual sea su carácter, todos ellos se
inspiran en la teología de la Alianza.
Limitémonos a considerar las promesas consoladoras y reconfortantes, que son las que
están en más estrecha relación con el NT. Para comprender su significación exacta es
necesario tener en cuenta que se trata de promesas y no de predicciones. Es cierto qué
ocasionalmente profieren los profetas ciertos vaticinios que se refieren a sucesos
precisos que tendrán lugar a corto plazo. Estos vaticinios sirven de credenciales que
acreditan su misión divina (cfr. Dt 18-22; Is 54, 10 ss.), como tales tienen un carácter de
signos (Is 7,10-14). Ya sean felices (liberación de Jerusalén: Is 37,1-7; 38,30-35), ya
sean desastrosos (ruina de Jerusalén y del Templo: Jer 7,12-15; 21,1-10; 34, 1-6; cte.),
lo esencial de estos vaticinios es que acreditan con su veracidad, comprobable por
todos, la autoridad divina del mensaje profético en cuestión. Es el resto de ese mensaje
el que precisamente importa y al servicio del cual están los vaticinios a corto plazo. El
contenido central del testimonio del profeta son las promesas cuya realización sucederá
en un futuro más lejano: escatológico. La historia de Israel marcha hacia ese término
que polariza todos los sucesos: el fin de los tiempos (esjaton ton emeron, cfr. Gén 49,1;
Num. 24,14; Deut 4,30; 31,29). Dios promete la Salvación para ese entonces, por lo que
la escatología bíblica es a la vez una soteriología. Los anuncios de ese esjaton venidero
son más promesas que predicciones. A esa promesa debe responder el pueblo con una
fe y una esperanza que la realización del plan divino vendrá a confirmar y premiar a la
vez.
Este tipo dé promesas de salvación, reveladoras de un designio divino que abarca toda
la historia hasta en sus límites más lejanos e inasequibles a la humana imaginación, son
un rasgo típico y constante del AT y lo distinguen de las demás corrientes religiosas
circundantes. La atención de los escritores bíblicos no pasa por alto los sucesos pasados
tales como la conquista de Canaán o el establecimiento de la dinastía davídica (Gen
49,10; Num 24,17ss). Pero sin detenerse en ellos, se dirige siempre de nuevo hacia el
momento futuro en que todas la promesas se realizarán de manera absoluta y definitiva:
bendición divina asegurada a Abraham y a su descendencia (Gén 12,2 ss.);
multiplicación ilimitada de su posteridad (Gén 15,5); felicidad paradisíaca en la tierra
que mana leche y miel (Ex 3, 8-17). Esta perspectiva de salvación venidera constituye el
objeto fundamental de la predicación escatológica de los profetas.
Pero el objeto de las profecías no es nunca, como pudiera sugerirlo el uso de esos temas,
un mero acontecimiento particular, relativo y sólo valedero para Israel y para un
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La Promesa no se deja reducir a ninguno de los temas que le están asociados. La Salud,
objeto de la Promesa, tampoco es una mera felicidad terrena. Ante todo es una salvación
de orden religioso; consiste en una reanudación y fortalecimiento del vínculo que une a
los hombres con Dios. El Reino de Dios será reconocido en plenitud y los corazones de
los hombres serán transformados. Ya no se entregarán al pecado sino que observarán la
Ley (Os 2,21-ss.; Jer 31,33 ss.; Ez 36,25 ss.). Este aspecto espiritual, a pesar de que
raramente se ve explicitado en los textos, constituye el núcleo central de la Promesa. El
determina el verdadero sentido de todo lo demás y todo lo demás está a su servicio. La
felicidad misma del pueblo de Dios es sólo una de sus consecuencias.
Todo estudio de las profecías bíblicas debe tener en cuenta esta jerarquía de valores
entre sus elementos constitutivos. De lo contrario se perdería el verdadero dinamismo
del AT que muestra hacia dónde tiende el designio salvífico revelado ya a Abraham y
reiterado a Moisés. Tratar del cumplimiento de las profecías sin tener en cuenta esta
escala de valores, colocar todos los elementos constitutivos de las profecías en un
mismo nivel de importancia, sería traicionar el sentido literal de las mismas y la mente
de sus autores. Sería hacerse culpable de un ciego literalismo.
Una vez puesta esta docilidad, para entender el sentido exacto de los textos proféticos
hay que prestar todavía atención no sólo a su objeto sino también al lenguaje que
utilizan. Hay que tratar de comprender la naturaleza y las leyes de dicho lenguaje. Los
oráculos escatológicos son realistas y simbólicos a la vez. Realistas porque se refieren a
la experiencia común de los hombres, a la experiencia histórica dé Israel, para describir
a partir de esas realidades el término final del designio salvífico. Simbólicos porque su
objeto no pertenece a la experiencia de hombre alguno. La Salud que quieren describir
sobrepasa toda experiencia y toda imaginación. La profecía estriba en lo conocido pero
para sobrepasarlo refiriéndose a lo desconocido.
Esto es lo que nos indica el NT cuando nos dice que la historia de Israel, sus
acontecimientos, sus personajes e instituciones eran figuras proféticas (typos) del
misterio de Cristo. Y en esto sus autores siguen el ejemplo de los profetas, que también
explotaron este valor figurativo del pasado. La Salud será un nuevo Éxodo, una alianza,
una nueva entrada en la Tierra Prometida, un culto nuevo en una Jerusalén y en un
Templo nuevos. Lo esencial del pasado se repite, pues, en el esjaton. Y éste se colorea
así a partir de todas y cada una de las experiencias religiosas pasadas.
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El valor de tales descripciones del futuro debe medirse teniendo en cuenta estas
convenciones del lenguaje bíblico. Su realismo es un realismo de los símbolos,
creaciones en las que el hombre proyecta lo que hay de más profundo y más auténtico
en su experiencia existencial. Estos símbolos se refieren a una realidad futura
plenamente humana y perfectamente histórica; pero sólo pueden alcanzarla a través de
experiencias pasadas, transfigurando sus elementos por medio de una proyección en el
futuro.
Sin embargo, cuando las profecías tratan del aspecto específicamente religioso y
espiritual de la Salvación, el realismo de sus descripciones es más puro. La experiencia
de los dones de Dios y de la debilidad pecadora de los hombres da pie a la descripción
de una Salud definitiva, remedio del pecado y restauración de las relaciones religiosas
entre Dios y los hombres. En estos casos no se operan trasposiciones figurativas y el
lenguaje bíblico es directo.
El cumplimiento de las profecías reside en la totalidad del misterio de Cristo. Esto es:
en la vida terrestre de Jesús, en la que su Misterio se hizo actual y se manifestó; en su
glorificación, de la que proviene el Espíritu y la experiencia de la gracia en la Iglesia; y,
finalmente, en la consumación escatológica, que es objeto de la esperanza cristiana.
Esta totalidad del misterio de Cristo, comporta; sin duda alguna, un aspecto histórico,
accesible a la investigación humana. Pero los hechos particulares de la vida de Jesús no
han sido objeto de los anuncios proféticos si no es indirectamente, en la sola medida en
que se relacionan con el misterio salvífico. En ningún caso ha habido, puede decirse, un
anuncio o la intención de anunciar por anticipado el detalle de las peripecias humanas
como tales.
los verdugos hayan atravesado sus manos y sus pies y repartido sus vestiduras. Lo que
cuenta es que el Justo fue asimilado a los pecadores y que la ofrenda voluntaria de su
muerte es el sacrificio expiatorio gracias al cual somos rescatados. Este aspecto
religioso y mistérico de los sucesos a que nos referimos escapa al análisis de la ciencia
histórica. Pero es precisamente este aspecto inasible de los hechos el que es objeto de la
visión profética y de la promesa (Is 53). Tanto la realización de la salvación prometida
como la realidad de la promesa que la había anunciado son objeto de un mismo acto de
fe.
Para terminar permítasenos recordar que el lengua je del NT, cuando relata los hechos en
los que se consuma la Salvación, echa mano de fórmulas entresacadas de las promesas
proféticas, con la intención de subrayar el hecho de su cumplimiento en Jesucristo. En
sus relatos hay un cierto convencionalismo, puesto que su testimonio histórico, sin
perjuicio de su autenticidad está, con todo, primariamente al servicio del anuncio del
Evangelio. No es lícito, por lo tanto, yuxtaponer sin más cuidado crítico los textos
proféticos y los evangélicos para destacar sus correspondencias con fines apologéticos.
crítico mayor. Ante un incrédulo no judío hay que plantearse sinceramente la pregunta:
¿es posible todavía fundar en el argumento profético una demostración seria de la
necesidad de creer en Jesucristo?
La objeción tendría una fuerza particular en lo que se refiere a las estructuras de ambos
Testamentos: ley e instituciones. En este sentido no puede hablarse de continuidad. El
mismo NT reconoce y afirma que ha tenido lugar una superación de las estructuras
antiguas y una sustitución por otras nuevas. Jesús, al perfeccionar la Ley, se aparta
claramente de su letra (Mt 5,20-48), san Pablo declara abrogadas las disposiciones
legales que por lo demás tenían una finalidad exclusivamente pedagógica y por lo tanto
transitoria (Gál 3,23-25). Los que rechazan la idea cristiana de superación del AT por el
Nuevo, cometen a nuestro parecer dos errores. Primero: hacen de la Ley
veterotestamentaria un absoluto, en vez de colocarla en su lugar exacto en la economía
de la Alianza. En efecto, la Ley pretendía hacer de Israel el pueblo santo de Dios, el
pueblo sacerdotal. Pero su éxito era limitado porque dejaba intacta la raíz del problema
religioso y espiritual del hombre. El NT no pretende otra cosa que realizar efectiva y
radicalmente el designio de esa Alianza a la que la Ley estaba orientad á, y hacerlo
accesible, no sólo a Israel, sino a todos los hombres que busquen la salvación.
Pero la economía del AT era, además de una economía de Alianza, una economía de
Promesa, cuyo centro de gravedad no estaba en el pasado, -según interpretaba el
legalismo judío que volvía sus ojos al Sinaí- sino que estaba en el futuro hacia el cual -
según la perspectiva profética- tiende la historia de salvación. Ahora bien, esas
promesas eran enigmáticas para el creyente de la Antigua Alianza. Pero el misterio de
Cristo se presenta como un principio de inteligibilidad. Sin Él, todo permanecería
igualmente enigmático. Con Él, en cambio, los elementos dispersos parecen integrarse
en una síntesis coherente.
síntesis coherente todos los elementos de las promesas, de establecer entre ellos una
jerarquía de valores que hace el mensaje profético accesible a todos los hombres de
buena voluntad que buscan la salvación.
Es poco lo que se puede agregar al ejemplo de los apóstoles cuando usan este
argumento en su esfuerzo apologético ante los judíos. Imitándolos, el apologista les
recordará a sus interlocutores la ins uficiencia, radical de la economía antigua, incapaz
de obtener para los hombres la bendición divina y la justificación (Gál 3,10-12), incapaz
de conducir a la perfección (Heb 10,1), distendida en la espera del cumplimiento de la
promesa de salvación y de una nueva Alianza superior a la antigua (Heb 8,7-13).
El examen atento del lenguaje profético mostrará, por su parte, que la salvación
espiritual constituye el núcleo de las promesas; mostrará el aspecto simbólico y
figurativo que encierran las evocaciones concretas del esjaton; sugerirá la trascendencia
del acontecimiento que debía colmar ésas promesas, puesto que Dios no es prisionero
de un material de símbolos y figuras humanas; indicará por fin las aporías a las que se
condena una exégesis literalista incapaz de conciliar textos contradictorios y disonantes.
Los judíos creen en las profecías, pero para discernir en Cristo el cumplimiento de las
mismas les hace falta antes que nada ver claro en las profecías. El apego a la letra de la
Escritura puede convertirse en una pasión que impide ver el espíritu. "Los judíos
amaron con tanto apasionamiento las imágenes y las figuras, que cuando llegó la
realidad en el tiempo y de la manera predicha, la desconocieron" dice Pascal en sus
Pensées.
Sería interesante comparar la incredulidad judía con la del racionalista. Ambas, por
encima de todas sus diferencias, se encuentran en un punto: la auto-suficiencia que
cierra el alma a toda acogida del Cristo-Salvador y de sus signos. En ambos casos se
impone una previa conversión del corazón y del espíritu, para que caiga el velo de los
ojos y éstos sean capaces de ver el valor de los signos.
La fuerza probatoria del signo podrá ser más intensa si el interlocutor, como es el caso
de quienes tienen una mentalidad del tipo hegeliano o marxista, está particularmente
sensibilizado para captar el problema de la historia humana y de su sentido. El mensaje
profético y su realización en Cristo aclaran, no sólo el misterio del destino de Israel sino
el de la Historia de toda la Humanidad. Hegel y Marx coinciden con los profetas en su
concepción finalista de la historia. El marxismo es, además, una doctrina de redención,
una soteriología. El obstáculo que se opone a la docilidad en estos casos es la
suficiencia con que estos sistemas pretenden poseer la clave del secreto de la historia.
Sin despojarse de esa suficiencia es imposible recibir a Cristo y aceptar sus signos.