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Lugar y tiempo
«Tierra Santa» es el nombre con el que se conoce a los lugares donde tuvo su escenario la vida y
ministerio de Jesús. A toda esa porción de tierra se la conoce como Palestina o «Tierra de Israel». Un
pequeñísimo rincón enclavado en lo que hoy se conoce como el Medio Oriente. La superficie total del país
es de unos 25 000 km un poco mayor que Belice o El Salvador.
Esta realidad provocó que la mayor parte de las tierras cultivables quedaran en manos de unos cuantos
latifundistas —casi todos ellos residentes de Jerusalén. El resto de la población la componían una
pequeña clase media —artesanos y pequeños comerciantes— y una abundante masa de gente pobre.
Además se añadían los mendigos y pordioseros que deambulaban por las calles y caminos.
A los galileos se les caracterizaba como «muy laboriosos, osados, valientes, impulsivos, fáciles a la ira y
pendencieros. Ardientes patriotas, soportaban a regañadientes el yugo romano y estaban más dispuestos
a los tumultos y sediciones que los judíos de las demás comarcas» (Martín Descalzo: 44).
A Galilea se la conoció como «Tierra de los gentiles» —i.e., «paganos» (Mt 4.15). Los habitantes de
Galilea, ya fueran de las ciudades o de los pueblos, estuvieron en contacto constante con la cultura
helénica, especialmente a través del comercio. Por Galilea iban y venían productos locales de Palestina o
de otras provincias y países. De Palestina salían al exterior, aceite de oliva, vino, dátiles, cebollas, tintes y
ciertos tipos de bálsamos y fragancias. De afuera llegaban: atún y mariscos de España, vegetales,
legumbres y semillas para la siembra procedentes de Egipto. Llegaban sandalias de Tiro y Laodicea,
ropas de pelo de cabra de Cilicia, mantos finos de la India y piedras preciosas de Arabia. También se
importaban baúles, bancos, hornos portables de barro, vasijas y lámparas de Grecia y Asia Menor.
Además no era difícil encontrar canastos, sogas y papiros de Egipto y linaza de Siria (Applebaum: 670-
674).
Jesús pasó la mayor parte de su infancia y juventud en Nazaret; un pequeño pueblo al suroeste de
Galilea. De seguro Jesús y José participaron en esa gran cadena comercial por ser pequeños fabricantes
de canastas, cofres para guardar ropa y muebles, además de los travesaños para las casas del pueblo
(Matthews: 1988).
Vida cotidiana
El día empezaba al ponerse el sol. Al salir el sol de nuevo, la vida cotidiana era una mezcla de tareas
laborales, educativas y religiosas. Las niñas aprendían los deberes propios de las mujeres en el contacto
constante con las mujeres mayores de la familia, especialmente las madres. Los niños aprendían los
oficios de los padres al acompañarlos en sus respectivos trabajos. Además, los padres eran responsables
de enseñar los textos tradicionales que componían las oraciones y bendiciones que se repetían en el
hogar y en la sinagoga.
Los niños empezaban a participar de la vida social tan pronto como pudieran practicar y entender lo que
se hacía:
Un menor que ya no depende de la madre para su alimentación está obligado por la ley a sentarse
en la enramada durante la fiesta de los Tabernáculos; si es capaz de agitar en el aire una rama de
palmera, debe hacerlo; si puede enrollarse un pedazo de tela en la cintura, está obligado a llevar el
cinto de la oración; si puede cuidar las filacterias, su padre deberá comprárselas; si puede hablar, el
padre deberá enseñarle el shemá, la Torá y la lengua sagrada;… si el niño sabe cómo sacrificar
animales, debe ejecutarlo de acuerdo con las reglas del kosher; si puede mantener su cuerpo limpio,
deberá comer alimentos puros; si puede mantener limpias las manos, podrá comer alimentos puros
con ellas; si puede comer… un pedazo de carne del tamaño de una aceituna, deberá ser capaz de
sacrificar un cordero pascual para sí mismo (Safrai: 771-772).
En las escuelas (bet sefer o bet talmud), los niños aprendían a leer el texto sagrado en hebreo; debido a
la falta de vocales en el texto bíblico consonantal, los niños debían aprenderse de memoria la lectura.
Además del estudio de la Torá y los Profetas, los niños también aprendían la Misná o Ley oral.
La educación no incluía la escritura; esta se aprendía en otras circunstancias y estaba reducida a unas
cuantas personas. «Las escuelas enseñaban a los pupilos cómo leer la Torá y los Profetas, a traducirlos,
a recitar el shemá y las oraciones después de los alimentos; todo esto preparaba al estudiante para
cumplir con sus obligaciones en la vida de la familia y de la comunidad» (Safrai: 952).
El niño empezaba a estudiar las Escrituras a los cinco años; a los diez años, empezaba el estudio de la
Misná. Las clases eran todos los días, incluyendo el sábado. Estas se daban en las mañanas, y eran las
madres quienes generalmente llevaban a los niños a la escuela.
En la mayoría de los pueblos y ciudades, las familias que se dedicaban a la artesanía y pequeño
comercio acostumbraban ir al mercado los días lunes y jueves. En esos días, los habitantes de las
pequeñas aldeas no solo participaban de la vida comercial, sino que también asistían a la sinagoga para
escuchar la lectura de las Escrituras. Esos días eran también días dedicados al ayuno.
El habla de la gente
En el hogar y en las actividades comunes de las ciudades y poblados de Galilea, los judíos hablaban
arameo. Este era el idioma materno con el que todo judío crecía. Los intercambios familiares y de
vecindario, las transacciones pueblerinas, todos se hacían en arameo.
El arameo era una lengua semita, emparentada al hebreo (algo así como la relación entre el portugués y
el español). El arameo antiguo corresponde a la época que va del siglo IX al IV a.C. El arameo del
período medio se extiende del año 300 a.C. hasta el 200 d.C. El arameo tardío se ubica entre los años
200-900 d.C. El arameo moderno es el que hablan hoy algunas comunidades arameas en el Medio
Oriente, algunos lugares de Europa y en Estados Unidos.
El arameo de la época de Jesús corresponde al período medio. En esa época había varios dialectos del
arameo: el arameo de Jerusalén y el Galileo que hablaron Jesús y sus discípulos. Este dialecto era
fácilmente reconocible (Mt 26.73). Cuando un Galileo abría la boca no era raro que los judíos de Judea
lanzaran una carcajada de burla.
Más y más eruditos concuerdan hoy que además del arameo, gentes de todas las clases sociales
hablaban o conocían el griego común o koiné. Desde la época de Alejandro el Grande en el 330 a.C., el
griego fue la lengua que acompañó la expansión del helenismo —cultura de los griegos. Así el griego fue
penetrando en todas las esferas sociales de las comunidades judías. En los pueblos pequeños como
Nazaret, los pobladores aprendieron y usaron el griego para las transacciones comerciales y para todo
tipo de intercambio administrativo (regulaciones legales, contratos, impuestos, censo).
El hebreo se usó sobre todo en los contextos religiosos. En la sinagoga, las Escrituras se leían en hebreo;
la recitación del shemá y de las varias oraciones y bendiciones se hacía también en hebreo. Es decir, no
había judío piadoso que no usara el hebreo, al menos en el contexto de la adoración y las oraciones.
Algunos judíos, como fue el caso de Jesús, usaron el hebreo no solo en las oraciones y lectura de las
Escrituras, sino también en las discusiones. Sin duda Jesús usó el hebreo misnaíco cuando discutió con
los maestros y doctos en las sinagogas (Mc 1.21), en el templo (Mc 11.17) y en los lugares públicos (Mt
19.3). En este contexto podríamos decir que el hebreo fue el idioma literario.
Si bien los idiomas antes señalados figuran como los más plausibles como idiomas que Jesús usó, es
menester considerar que en la Palestina del siglo I de nuestra era, Jesús se topó durante sus largas
caminatas con gente que hablaba otras lenguas y dialecto: el asdodeo, el samaritano, el fenicio, el árabe,
el nabateo y el latín. Este último, aunque era el idioma de Roma, no figura como idioma importante de la
vida de Jesús. Es probable que los habitantes de las pequeñas aldeas como Nazaret lo escuchaban en
las discusiones entre los soldados romanos; pero nunca llegó a utilizarse como lo fueron el arameo, el
griego y el hebreo.
En la época del NT el shemá y las oraciones de la mañana y de la noche se hacían al mismo tiempo. En
estos casos se recitaba el shemá (Dt 6.4-9; 11.3-21 y Nm 15.36-41), seguidamente se decían las
dieciocho bendiciones —«Bendito seas Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Dios
Altísimo, Dueño de cielos y tierra, Escudo de nuestros padres y protector de todos nosotros…» 1 —y
finalmente la oración correspondiente. Casi cada momento de la vida diaria del judío era ocasión para una
bendición. La idea era: «está prohibido disfrutar cualquier cosa en el mundo, sin una palabra de
bendición» (Safrai: 803).
Jesús no se guardó esta experiencia de oración para lo privado. Él enseñó a sus discípulos esta nueva
dimensión en la vida de oración. Así, Jesús removió la oración de la esfera de lo litúrgico y del lenguaje
sagrado, para colocarlo en el corazón de la vida cotidiana.
Esto, por supuesto tiene grandes implicaciones para la traducción de la Biblia. Es claro que las
traducciones de tipo litúrgico y literario tienen un lugar importante en la vida religiosa de los cristianos.
Pero con esta acción de Jesús se abre todo un importante y nuevo lugar para la presentación de la
Palabra de Dios en el lenguaje y forma de hablar de cada miembro de la familia de Dios.
Cada niño y niña, cada hermano y hermana que conforman nuestras comunidades indígenas, cada
miembro de la iglesia tiene el derecho de leer y escuchar la Palabra de Dios en el idioma que está más
cerca de su corazón y de su infancia: el idioma materno o nativo.
Jesús no desplazó el idioma del mercado y del gobierno; tampoco desafió el lenguaje de la sinagoga y del
Templo. Pero invitó a sus seguidores a acompañarlo en el lenguaje del hogar y de la intimidad paternal: el
idioma que aprendimos desde el regazo de nuestras madres y en los brazos de nuestros padres. En ese
lenguaje, Dios quiere hablarnos y quiere que nos acerquemos a él en oración.