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Emilio Alarcos

Notas a La Regenta
y otros textos clarinianos
Edición de José Luis García Martín

JÓNES NOBEL
NE ME ON TL
1998) fue catedrático de Gramática Histórica
de la Lengua Española en la Universidad de
Oviedo, y miembro de número de la Real Aca-
demia Española desde 1973. Cofundador y di-
rector de la revista Archivum, fue miembro de
número del Real Instituto de Estudios Asturia-
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sitante en las de Wisconsin y Texas.
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europea, y muy especialmente con las grandes
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tzkoy, Jakobson, Hjelmslev y Martinet. A raíz de
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(1950), Esbozo de una fonología diacrónica del
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sía de Blas de Otero (1955), Estudios de Gramá-
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la lengua española (1994), Ángel González,
poeta (1996), Blas de Otero (1997), estos dos
últimos publicados por Ediciones Nobel.
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Emilio Alarcos

NOTAS A LA REGENTA
Y OTROS TEXTOS CLARINIANOS

Edición de José Luis García Martín

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EDICIONES NOBEL
Reposición del Monumento a Clarín, en el Campo San Francisco (Oviedo), el 25 de abril de 1968.
De izquierda a derecha, Manuel Cueto Guisasola, Ángel Cabrero, Teodoro López-Cuesta, Emilio
Alarcos, Luis María Fernández Canteli, Manuel Álvarez-Buylla, Carlos Rodríguez y Julio Ruymal.
Emilio Alarcos

NOTAS A LA REGENTA
Y OTROS TEXTOS CLARINIANOS

Edición de José Luis García Martín

EDICIONES NOBEL
O Ediciones Nobel, S.A.
Ventura Rodríguez, 4, 1?
33004 OVIEDO

ISBN: 84-8459-076-3

Fotografía de portada: Juan Ochoa

Impresión: Imprenta Narcea, Granda (Siero, Asturias)


Depósito legal: AS-3.513/2001

Prohibida la reproducción total o parcial,


incluso citando la procedencia

Hecho en España
ÍNDICE

PALABRAS PREVIAS
Josefina Martínez ...........- AA EA OOOO OOO OÍR

INTRODUCCIÓN
....... 11
José Luis García Martín O OR ORO CO NECROSIS

21
NOTAS REMOZADAS SOBRE LA REGENTA ......ooooooocccorrorrrss

ASPECTOS DE LA LENGUA DE CLARÍN


31
(UN PASAJE DE LA REGENTA) .. . . A SA

cttss 53
DeL capíTuLO XXX DE LA REGENTA ..ocoooocoooccccrrte

o... ..: 69
CLARÍN Y UA LENGUA a ao 0 Aoc a AO O A

85
VIDA Y OBRA DE LEOPOLDO ALAS O AA IO O O
O
ARCHIVO SA
A

“Clarín” y Don Leopoldo Alas,


por Ramón Párezde Ayala" oo 3

Una semblanza de Menéndez y Pelayo, por “Clarín”,


por Joaquín de Entrambasaguas .............o.o.ooo..o. 23

Crítica y sátira en “Clarín”,


POMAR IE AMES a O 2S

“Clarín” y el "Madrid Cómico”,


POR INS ECISO ALONSO COLTÉS > aca
anda Saa 43
Crítica literaria en la obra narrativa de “Clarín”,
Y E A O A 63

“Clarín” y el Bovarysmo,
por Santiago Melón Ruiz de Gordejuela .............. 69
Los versos de Leopoldo Alas,
por José María Martínez Cachero ................... 89
“Clarín” y Unamuno,
PORMECRCA BIANCO» a 113
Notas a "La Regenta”,
poriE Alarcolor o rr 141
Aspectos de “Clarín”,
por Ricardo Cul ear
daa ca ERAN 161
Exaltación de lo vital en “La Regenta”,
por Mariano Baquero GOyanes .....oooooocioconsss 189
Presencia de “Clarín”,
parella mo de Toe 221
PALABRAS PREVIAS
Josefina Martínez

Decía Emilio Alarcos hace algunos años en una de sus intervenciones anto-
lógicas: “La tierra de Asturias es ámbito propicio a entusiastas empresas. Pe-
ro también es tierra en que las jubilosas alharacas iniciales se apagan insen-
siblemente con mayor o menor rapidez, bien por las reacciones adversas del
incrédulo entorno, bien por el puro cansancio paulatino de sus promotores.
Esperemos que no suceda así con este proyecto. Los deseos ilusionados de
sus creadores pretenden no verse sumergidos en las habituales aguas muer-
tas de la abulia, de la envidia, de la inercia, del desencanto. Para ello hay que
aunar el esfuerzo disperso de tantas personas y conducirlo prudentemente al
fin que se propugna: el desarrollo cultural de las gentes hispánicas. Porque si
el proyecto es asturiano (y con ello se entiende que sus raíces económicas
estén en esta tierra) la razón de sus frutos no ha de limitarse al terreno de
Asturias, sino, huyendo del localismo angosto. de campanario, deberá alcan-
zar a todas las áreas hispánicas”. ¡
Tales palabras admonitorias del maestro, oportunas y ajustadas a la oca-
lo
sión presente, nos han servido de impulso y acicate, de aliento y estímu
tiempo de
para que Notas a La Regenta y otros escritos clarinianos llegue a
y
inaugurar la Cátedra Emilio Alarcos, creada por el Ayuntamiento de Oviedo
acogida por nuestra Universidad.
de la
Este volumen constituye, pues, el inicio ilusionado de la andadura
de dar fru-
Cátedra, un proyecto esperanzado que en un futuro próximo ha
tos sazonados y duraderos.
ó del em-
La idea de este libro, singular por su estructura y sentido, parti
ro monográfico
peño de reunir los estudios clarinianos de Alarcos y el núme
modo de pre-
de Archivum del año 1952, memorable por muchas razones, a
de Leopoldo Alas.
sencia in absentia de Alarcos en el centenario de la muerte
n. Aparte
El perfil de ambos humanistas tiene muchos puntos en comú
n catedráticos de
de afinidades de carácter y actitud de vida, los dos fuero
límites de acción, no
una Universidad de provincias que, pese a sus escasos
universal.Y aunque
fue impedimento para que su obra alcanzase proyección
curiosa sintonía mar-
no les tocó vivir el mismo tiempo, hay entre ellos una

(9)
cada por el imprevisible y arbitrario azar. En el año 1951, cuando se cumple
medio siglo de la muerte de Clarín, Alarcos se estrena como catedrático en
Oviedo y funda la revista Archivum. Un año después, en 1952, se celebra el
centenario del nacimiento del escritor. Aquel bisoño catedrático de Gramá-
tica Histórica callada y tozudamente organiza un homenaje al autor de La
Regenta, dedicándole el tomo Il de Archivum, en el que colaboran los más
conspicuos clarinistas del momento. Desde entonces, la presencia de Alarcos
en los eventos clarinianos es puntual y constante. En este año 2001, el cen-
tenario de la muerte de Leopoldo Alas coincide con los primeros pasos de la
Cátedra Emilio Alarcos y cierra el ciclo este libro, que recoge medio siglo de
homenaje continuado, y que facilita a los estudiosos de Clarín el reencuen-
tro con la voz autorizada de Emilio Alarcos.
Y quede para el final el capítulo de agradecimientos.A la Universidad de
Oviedo, por su graciosa disponibilidad al facilitarnos la reproducción del tan
preciado número de Archivum. Al Ayuntamiento de la ciudad, por su genero-
so mecenazgo, que responde así al requerimiento de Juan Ruiz: “Señores, dad
al escolar que vos viene demandar”. A José Luis García Martín — inter bonos
nulli secundus— y Ediciones Nobel, editores de los últimos libros publicados
en vida por Emilio Alarcos, por el cuidado que han puesto en esta primera
entrega póstuma para que no desmerezca junto a las anteriores.

(10)
INTRODUCCIÓN
José Luis García Martín

La mayor parte de los escritos de Emilio Alarcos sobre Clarín están ligados a
dos centenarios: el de su nacimiento, en 1952, en tiempos todavía no dema-
siado propicios para el autor asturiano, y el de la publicación de La Regenta,
en 1984, cuando ya Leopoldo Alas se había convertido en uno de los grandes
clásicos de la literatura española.
Un infausto azar le ha impedido participar en este último centenario, el
de su muerte. Las continuas solicitaciones a que habría sido sometido en el
año 2001 le habrían permitido completar, medio siglo después, el admirable
estudio iniciado con sus “Notas a La Regenta”.A pesar de la inmensa, y no
poco repetitiva y amiga de andarse por las ramas anecdóticas en lugar de
centrarse en el texto, bibliografía clariniana, el profesor Alarcos habría sin du-
da sabido descubrir nuevas facetas o nos habría ayudado a repensar lo con-
sabido y a liberarnos de tópicos.
Pero la muerte, que todo lo puede, no ha podido, sin embargo, impedir
por completo su participación en estos magnos fastos clarinianos del siglo
XXI. El volumen que ahora prologamos, aunque hecho con materiales viejos,
es un libro nuevo: al juntar lo disperso cada pieza del puzzle adquiere otro
sentido. Sólo ahora será posible apreciar en su integridad las certeras calas
—no por parciales menos iluminadoras— de Emilio Alarcos en la obra de
Clarín.
De dos diferentes maneras quiso la Universidad de Oviedo, su universi-
dad, honrar en 1952 la figura de quien había sido en ella catedrático de De-
recho romano (1883) y de Derecho natural (1888): un número monográfico
de la revista Archivum, el correspondiente a enero-abril, y un ciclo de confe-
“rencias a celebrar entre el 15 de noviembre y el 15 de diciembre.
En ambas actividades, como organizador y como participante, fue deci-
siva la presencia de Emilio Alarcos, por entonces joven catedrático de la Fa-
cultad de Filosofía y Letras. El díptico anunciador del "programa de leccio-
nes”, a celebrar en el aula magna de la Universidad, llevaba un texto anóni-
mo que ilustra bien sobre las cautelas con que entonces había que andarse

(143
para evocar la figura de Clarín (cuyo hijo, otro Leopoldo Alas, rector de la
Universidad, había sido fusilado pocos años antes): "Por mucho que se di-
sienta ideológicamente de Clarín —y nosotros sostenemos en algunos pun-
tos fundamentales una actitud diametralmente opuesta a la suya—, por
muchas discrepancias de orden político y religioso que nos separen de él,
siempre nos quedará una serie de factores positivos que constituyen a Cla-
rín en auténtico valor de nuestras letras.A poner de relieve esos factores y, si
hace al caso, a precisar también los aspectos negativos, viene este ciclo de
conferencias organizado por nuestro primer Centro docente. La voz autoriza-
da de unos cuantos profesores universitarios, especializados todos ellos en
diferentes ramas de las letras, tratará de situar al crítico de los Paliques, al
narrador de Adiós, cordera, al novelista de Doña Berta, en el lugar exacto que
le corresponde, dentro de la literatura y del pensamiento español de últimos
del XIX. / Ya este ciclo de conferencias se puede decir que quedó virtualmen-
te abierto con la que en mayo último pronunció el Magnífico y Excmo. Sr.
Rector, D. Torcuato Fernández-Miranda, en el Paraninfo de esta Universidad.
Entonces el tema Clarín fue abordado con una valentía, una claridad y una
amplitud de criterio verdaderamente ejemplares. Entonces también, se
anunció la organización de estas lecciones, de las que no puede ni debe salir
otra cosa que un conocimiento más objetivo y desapasionado del tan discu-
tible como discutido autor de La Regenta”.
La conferencia pronunciada entonces por Emilio Alarcos, “Clarín y el len-
guaje”, la repetiría, con el título de “Clarín y la lengua” en la Cátedra Jovella-
nos de Gijón el 31 de octubre del 77, y no se publicaría hasta 1980, en uno
de los tomos misceláneos de Cajón de sastre asturiano. En la reseña de esa
conferencia, publicada el 25 de noviembre de 1952, un anónimo periodista
de La Nueva España deja entrever un tanto confusamente la ironía con que
Alarcos se enfrentaba a ciertos menesteres académicos que otros procura-
ban rodear de pedantería y pompa: "Comenzó el señor Alarcos por plantear-
se una premisa: si es pertinente este ciclo de conferencias sobre Alas y si es
justo el homenaje. Grave cuestión que al conferenciante llega a plantearle
un problema de conciencia. Él no quiere referirse a los méritos que puedan
concurrir en Clarín, ni tampoco quiere ahondar en lo que otros piensen, di-
gan o hayan dicho a este respecto, porque Clarín es para unos disolvente,

(12)
mientras que otros quizá encontrasen en él fundamentos para un proceso de
beatificación, y otros le llamarían reaccionario. El señor Alarcos nos hace una
aclaración sobre su propia manera de ser, influido por el ambiente geográfi-
co de su cuna y, como castellano que es, sigue su ruta fundamental: es filó-
logo, y todo lo que no sea Filología le es ajeno. Su preocupación es lo que
pensaría el propio Clarín de este homenaje que intenta tributársele, y quizá
terminaría por decir que, en último caso, le fuese devuelta La Regenta, y en
paz”.
En la conferencia titulada “Clarín y la lengua” alude Emilio Alarcos a un
o de
debate sobre el origen del lenguaje celebrado el año 1880 en el Atene
mo
Madrid. La intervención final, de Echegaray, se reseña en un artículo anóni
Clarín.
de la Revista de Asturias que Alarcos insinúa pueda deberse al mismo
ce al texto de la con-
Dada la rareza de este texto, lo incluimos como apéndi
ferencia.
publica-
La intención de Alarcos en sus pioneras “Notas a La Regenta”,
estructura del
das en el monográfico de Archivum, consistía en “examinar la
ón constante y
organismo que es La Regenta, no perdiendo de vista la relaci
representado y el
absoluta entre el complejo espacio-temporal humano
1984, nos ofrece-
conjunto lingúístico que lo representa”. Años después, en
Tales notas "re-
ría una nueva versión, corregida y disminuida, de ese texto.
ancia, que el aná-
mozadas” son las que inician este volumen: "Creo, sin petul
aún su validez”.
lisis que allí diseñé y las conclusiones a que llegué conservan
Replica Alarcos a
Y la siguen conservando transcurridas casi dos décadas.
na de la novela”.
quienes le reprochan limitarse a analizar “la estructura exter
o (y buen conocedor,
Aunque discípulo de Amado Alonso y de Dámaso Alons
la de lingúista, y como
por ello, de la estilística), su formación era, ante todo,
y de la Escuela de Pra-
tal se sentía muy ligado al formalismo de Hjelmslev
artístico fabricado con una
ga. Para Alarcos, “toda obra literaria es un objeto
el punto de vista lingúuís-
“materia que es la lengua”, de donde se deduce que
esencia”. Pero el “formalis-
tico resulta “el más adecuado para acceder a su
iar lo “externo”, la forma de
mo”, tal como él lo entiende, no se limita a estud
corresponde con una inter-
la expresión: "No hay estructura externa si no se
no es sólo un sonsonete
na: expresión y contenido son solidarios, y la forma
también el bloque de sig-
superficial y perceptible (al oído o a la vista), sino

(13)
nificados que con aquel se manifiesta; la forma abarca expresión y conteni-
do, y estos son indisociables”.
La prensa nos ha dejado constancia de un acto celebrado en el Paranin-
fo de la Universidad de Oviedo, el 16 de mayo de 1963, en torno a La Re-
genta. El pretexto fue una nueva edición de la novela preparada por Martínez
Cachero. Intervinieron Emilio Alarcos, Gustavo Bueno, Santiago Melón Fer-
nández, Martínez Cachero, Gamallo Fierros y Manuel Avello, que enfocaron la
obra de Clarín desde distintos y complementarios puntos de vista. Conclu-
yeron preguntándose hasta cuándo esa novela, para muchos críticos la me-
jor del siglo XIX, “continuará siendo un libro prohibido, maldito o soporífero”.
Los otros dos estudios de Emilio Alarcos sobre La Regenta que se repro-
ducen en este volumen son una continuación de las madrugadoras “notas”
de 1952:"Hace muchos años —señala al comienzo de su intervención en el
congreso con que, en 1984, la Universidad de Barcelona conmemoró el cen-
tenario de la novela— hicimos un análisis de La Regenta destinado a poner
de relieve cómo las estructuras textuales de la novela se correspondían con
la organización y jerarquización de sus contenidos. Proseguimos entonces el
desmenuzamiento de cada una de sus secciones y de sus capítulos; pero, ab-
sorbidos por otros menesteres más urgentes, todo aquello quedó en borra-
dor casi telegráfico. La efemérides propia del centenario regentino nos indu-
ce a exhumar y desarrollar un fragmento de aquellos viejos apuntes. Se tra-
ta de un pasaje del capítulo XXIX de La Regenta”. Su participación en el
congreso internacional celebrado en Oviedo el mismo año comentará, en la
misma línea de la intervención anterior, el capítulo último de la novela.
Una síntesis de la vida y obra de Leopoldo Alas cierra esta recopilación
de estudios clarinianos. Está tomada de "Introducción a la literatura en Astu-
rias”, Asturias, Madrid, Fundación Juan March, 1978, pp. 91-116, y reproduci-
da luego en Cajón de sastre asturiano. Su carácter divulgativo no le resta in-
terés. Algunas supresiones de párrafos sobre La Regenta ya reiteradas en
otros lugares de este volumen se indican mediante corchetes.
No se reproduce la breve nota bibliográfica —publicada en Boletín del
Instituto de Estudios Asturianos, n* XXI, abril 1954, pp. 137-138— que Emi-
lio Alarcos dedicó a los Cuentos de Clarín, en edición de Martínez Cachero
(Gráficas Summa, 1953). No la incluimos dado que, tras unas breves consi-

(14)
deraciones sobre las especiales circunstancias del primer centerario clarinia-
no (en la línea de las que prodigaría después), se limita a describir el volu-
men: “El año 1952 se conmemoró el centenario del nacimiento de Clarín.
(íbamos a decir 'se celebró”, pero parece anejo a esta expresión el sentido de
regocijo, y como éste no fue mucho, o a lo más entreverado, hemos preferi-
do 'conmemoró”, que alude sólo a la memoria, al recuerdo bueno o malo.)
[...] Con alguna demora —last but not least'— sale a la luz pública este li-
bro, concebido para festejar el centenario. La faja de la cubierta, en invitación
al libre examen, reza: 'Lea este libro y opine por su cuenta”. Invitación al lec-
tor, posible oyente también de tanta docta disertación de eruditos, sociólo-
gos, moralistas y estetas sobre Clarín y su obra —más sobre aquel que sobre
ésta—, los cuales, como es nuestra norma, trataron de esquematizar al es-
critor en estandarte muerto de modos de vida de nuestro tiempo (y no del
suyo)”.
Completa este volumen de estudios clarinianos la reedición facsímil del
número de Archivum que saca definitivamente a Clarín del purgatorio críti-
co en que ingresó tras su muerte (o incluso un poco antes). Eduardo Gómez
de Baquero, que popularizó el seudónimo de Andrenio, y que vino a sustituir
en la crítica a Clarín, anticipó la fecha de su revalorización: “Clarín murió ha-
ce veintidós años. Ya se le ha empezado a olvidar. Una casa editorial empezó
a publicar sus obras completas, ¿qué ha sido de ellas? Hay para el escritor
una segunda muerte, de la que resucitan los elegidos para la inmortalidad,
palabra pomposa, pero breve, que ahorra muchas explicaciones. Esperemos
en la resurrección de Clarín”. Rebatiendo luego a Sainte Beuve (*la posteri-
dad son cincuenta años”), añade: “Al contrario, se podría sostener que la pos-
teridad empieza después de los cincuenta años de la muerte, a veces mucho
la
después. La actualidad, que es para el efecto psicológico lo contrario de
su-
posteridad, visión a distancia, de espectador, de historia, no de testigo del
“eso, dura mucho menos de cincuenta años” (La Vanguardia, 25-V-1923).
No es la primera vez que se reproduce el fundamental número de Archi-
ejem-
vum dedicado a Clarín. En 1985 se hizo una edición facsímil de 500
año en
plares que llevaba un breve prólogo de Martínez Cachero: "1952, el
lue-
que se cumplían cien del nacimiento de Leopoldo Alas, Clarín, fue desde
podía
go una efemérides difícil —en Oviedo al menos—, acaso porque no

(15)
ser de otro modo. Sabido es cómo estaban de recientes dolorosos hechos y,
por otra parte, nuestro escritor aún no había salido, tras su muerte, del casi
obligado purgatorio crítico; basta repasar la bibliografía entonces existente
para darse cuenta cabal de ello [...]. Emilio Alarcos Llorach, catedrático re-
cientemente incorporado a la Facultad de Filosofía y Letras, y quien esto es-
cribe, profesor de la misma, decidimos, un poco mucho contra viento y ma-
rea, que Archivum, la revista de la que entonces éramos secretarios, dedica-
se a Clarín —su persona y su obra— digna atención, y para conseguirlo
convocamos como posibles colaboradores de la empresa a una serie de di-
versos especialistas que no en todos los casos pudieron atender nuestra lla-
mada”.
Entre los que sí atendieron esa llamada, se encontraban dos ilustres exi-
liados —Pérez de Ayala y Guillermo de Torre—, que abren y cierran el nú-
mero. Pérez de Ayala envía el prólogo a la edición argentina de Doña Berta,
Cuervo, Superchería (Buenos Aires, Emecé, 1943). Es un texto más biográfi-
co que crítico, un excelente retrato del Clarín profesor, una espléndida evo-
cación del Oviedo universitario de finales del XIX. Clarín era catedrático y
era escritor, pero lo primero, en opinión de Pérez de Ayala, predominaba so-
bre lo segundo. No pensaban así la mayoría de los coetáneos de Clarín, ni
quizá el propio Clarín. En la que es acaso la más temprana semblanza a él
dedicada (recuperada recientemente por Adolfo Sotelo Vázquez en Cuader-
nos Hispanoamericanos, 613-614, julio-agosto de 2001), escribe el perio-
dista y poeta Vicente Colorado: "Clarín es un excelente periodista y un críti-
co cual ninguno, y, sin embargo, él, desconociéndose acaso, tiene esto en
poco y cree que su vocación es la del profesorado, en el que ingresará en las
primeras oposiciones que haga... si el Ministro lo permite” (Revista Ilustrada,
6-VII!-1881).
Guillermo de Torre le pone importantes reparos al Clarín crítico. "¿Fue
Clarín realmente, esencialmente, un crítico literario?”, se pregunta. Su res-
puesta es la misma que Azorín se daba en 1917: Clarín fue, ante todo, “un fi-
lósofo y un moralista”, no un *crítico literario que entra dentro de la obra,
que nos dice cómo está construida, que la descompone en sus menudas pie-
zas —al igual que un relojero con un reloj— y luego la vuelve limpiamente
a montar”.

(16)
Del Clarín crítico se ocupa también Melchor Fernández Almagro, e igual-
mente trata con algunas reticencias su labor, especialmente en el aspecto
satírico, que fue el que más fama le dio en su tiempo. El primer centenario
del nacimiento de Clarín culmina un cambio en la valoración de su obra, que
se había iniciado algunos años antes: el narrador oscurece al crítico, al con-
trario de lo que había ocurrido hasta entonces. Las “Notas a La Regenta”, de
Alarcos, en la línea formalista que Azorín echaba en falta, contribuyeron no
poco a ese cambio de perspectiva. Se complementan con el excelente estu-
dio dedicado a la novela por Mariano Baquero Goyanes. Francisco García Pa-
vón subraya —con algunos ejemplos que podrían multiplicarse— cómo el
crítico y el narrador no están radicalmente separados en Clarín: si en sus crí-
ticas utiliza abundantes elementos de ficción, en sus narraciones hay tam-
bién no escasos elementos de crítica literaria.
De las discutidas relaciones entre Clarín y Flaubert —por medio anda la
sonada acusación de plagio que le lanzó Bonafoux— se ocupa con perspica-
cia Santiago Melón.
Un superviviente del tiempo de Clarín, Narciso Alonso Cortés, repasa la
colección del Madrid Cómico, quizá la revista que más contribuyó a popu-
larizar al escritor, y evoca las emociones de los lectores de entonces: “¡Con
qué avidez leíamos los paliques de Clarín! ¡Cuánto aprendimos en ellos!
¡Cómo nos enseñaron a aquilatar los valores, a perfilar los rasgos, a distin-
al-
guir lo auténtico de lo engañoso! Á veces traslucíamos alguna injusticia,
mos
gún exceso de violencia en el ataque; pero aun en esos casos no dejába
que lo
de admirar el gracejo y la sutileza del crítico. Ocurría, sin embargo,
que nos
que más nos deleitaba era la intención y la sal de las palizas, sin
ión hu-
metiéramos a averiguar si eran justas O no. ¡Tal es la pícara condic
mana!”
especia-
De las relaciones con Unamuno se ocupa uno de los máximos
Clarín le diri-
listas en la obra del rector salmantino, Manuel García Blanco.A
escrito nunca,
gió Unamuno una de las más hermosas cartas que se hayan
ía hoy nos
una sintética autobiografía intelectual y emocional que todav
por la crítica que
conmueve. Lleva la fecha del 9-V-1900 y está motivada
Imparcial, al libro
Clarín había dedicado dos días antes, en Los Lunes de El
de ese texto,
Tres ensayos, de Unamuno. García Blanco reproduce la copia

(17)
con las erratas del periódico corrigidas, que Clarín le envió a Unamuno. La
larga carta —"va a ser una confesión, voy a desnudarme en ella”— fue pu-
blicada por Adolfo Alas en el Epistolario a Clarín (Escorial, 1943).
Joaquín de Entrambasaguas, profesor muy afecto al franquismo y muy
declarado enemigo de toda la tradición que viene de la Institución Libre de
Enseñanza (fueron famosos sus enfrentamientos con Menéndez Pidal y sus
discípulos), hace un ejercicio de imparcialidad —y quizá trata también de
poner un ejemplo— al subrayar la admiración mutua de Clarín y Menéndez
Pelayo, a pesar de sus diferencias ideológicas.
José María Martínez Cachero se ocupa de los versos publicados por Cla-
rín y reproduce un cuaderno inédito. Clarín escribió muchos poemas en su
juventud, y publicó algunos de ellos. Lo que tenía de poeta, y era mucho, se
vertió, sin embargo, mejor en la prosa.
Martínez Cachero dejaría constancia de todos los actos de aquel primer
centenario en un trabajo publicado primero en Archivum y luego reproduci-
do en Las palabras y los días de Leopoldo Alas (Oviedo, Instituto de Estudios
Asturianos, 1984). Gracias a ese trabajo podemos dar nombre a algunos de
los detractores clarinianos de 1952 aludidos por Emilio Alarcos. En un artícu-
lo editorial del diario ovetense Región, publicado el 26-IV-1952 y escrito se-
guramente por su director, Ricardo Vázquez Prada, leemos: “Se quiere cele-
brar a bombo yplatillo el aniversario de un escritor cuyas cualidades litera-
rias no vamos a discutir, pero sobre cuya posible posición doctrinal, en
cuanto a nuestra Fe se refiere, tenemos serios reparos que poner. Por mucho
que se sutilice en sus escritos —y prescindimos de la más venenosa de sus
obras, en el aspecto religioso y moral—, no se encontrarán más que vagos
indicios de una vaga religiosidad. Nosotros hacemos nuestras las palabras del
Romano Pontífice, y si deseamos paz a los muertos, también deseamos que
los vivos no sufran las consecuencias doctrinales, y, por lo tanto, también
morales de quienes pueden hacer daño, y lo hacen de hecho, después de
muertos” (p. 65). Por si fuera poco, al día siguiente vuelve el editorialista al
tema con “Ya estuvo bien”: "Queremos dejar constancia una vez más de
nuestra viva repulsa, en el terreno doctrinal, ante los ditirambos que suenan,
en esta provincia, en honor de un literato, cuya doctrina es la negación,
cuando no la burla, del Dogma y de la Moral católicos”.

(18)
No acaba aquí la animadversión de Región hacia el autor de La Regen-
ta. El 25 de abril, cuando se. cumplen los cien años de la fecha de su naci-
miento, los diarios ovetenses publican la convocatoria de un homenaje a
Clarín dispuesto por un grupo de admiradores (leyeron textos Alfonso Mu-
ñoz de Diego, Pedro Quirós, Marino Gómez-Santos, Francisco Sousa, Alfonso
Botas y Paulino Posada). “El anuncio-convocatoria —nos cuenta Martínez
Cachero— inserto en el diario Región ofrecía un curiosísimo aspecto tipo-
gráfico, machacados como estaban, implacablemente, el nombre del 'univer-
sal escritor ovetense' y el lugar del homenaje” (p. 59).
Idéntica damnatio memoriae, pero con un sentido irónico, utilizará, mu-
chos años después, Emilio Alarcos cuando en su libro Blas de Otero (Nobel,
Oviedo, 1997) reproduzca el artículo con que un catedrático de la Universi-
dad de Oviedo trató de contrarrestar su famoso discurso inaugural del curso
1955-56 sobre la poesía de Blas de Otero.
Martín Andreu Valdés en “Breve apunte para el centenario de Clarín”
(Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, n* 16, 1952, pp. 149-158), tras
calificar La Regenta como "verdadero oprobio de la ínclita ciudad que había
sido para Clarín su segunda y verdadera patria”, escribe: “Allí, el ridículo cla-
vado sobre los más sagrados caracteres; allí, los vicios humanos, que desgra-
ciadamente pueden anidar en todos los corazones, presentados, descritos y
detallados no para excitar la conmiseración o el dolor o buscar el remedio,
sino para chacota y befa que lleven a la anulación e inutilización completa y
absoluta de las más santas actividades; allí, la virtud presentada y compro-
bada como hipocresía; allí, la zafiedad y la necedad, nunca por completo in-
evitables, ofrecidas y ponderadas como sello de una determinada clase...
¿Para qué seguir?”
¿Para qué seguir?, podemos preguntarnos también nosotros. Con lo co-
o
piado basta y sobra para darse cuenta del ambiente adverso con que Ovied
—tan orgullosa hoy de ser la Vetusta clariniana— celebró el primer cente-
nario de Leopoldo Alas.
Ote-
Emilio Alarcos, al contrario de lo que hizo con la poesía de Blas de
comple-
ro o con la de Ángel González, no le dedicó nunca a La Regenta una
de la no-
ta monografía destinada "a poner de relieve cómo las estructuras
sus conteni-
vela se correspondían con la organización y jerarquización de

(19)
dos”. Sin duda, debemos lamentar que, “absorbido por otros menesteres más
urgentes” (como sus estudios gramaticales), no fuera capaz de concluir el
análisis magistralmente iniciado en las notas de 1952; debemos lamentarlo,
pero no demasiado: los tres capítulos que de esa obra incompleta nos ha de-
jado valen por muchos libros completos no sólo sobre Clarín, sino también
sobre teoría de la literatura.

PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

— "Notas remozadas sobre La Regenta”, Argumentos, n* 63-64, 1984,


pp. 8-15.

— "Aspectos de la lengua de Clarín (Un pasaje de La Regenta)”, en Cla-


rín y su obra en el centenario de La Regenta (Barcelona, 1884. 1885), ed. de
Antonio Vilanova, Barcelona, Universidad, 1985.
— "Del capítulo XXX de La Regenta”, en Clarín y La Regenta en su
tiempo. Actas del simposio internacional, Oviedo, Universidad, 1987, pp.
233-245.
— "Clarín y la lengua”, en Cajón de sastre asturiano, Tomo !, Salinas,
Ayalga, 1980, pp 92-110.
— "Vida y obra de Leopoldo Alas”, en Cajón de sastre asturiano, Tomo
|, Salinas, Ayalga, 1980, pp. 36-50.

(20)
NOTAS REMOZADAS SOBRE LA REGENTA

|. Cuando en 1952 se cumplió el centenario del nacimiento de Leopoldo


Alas, había comenzado tímidamente el resurgir del interés por el escritor as-
turiano, hasta entonces algo marginado del panorama literario no se sabe
bien por qué. Pero 1952 no era todavía fecha propicia para que cundiese el
recuerdo y elogio de Clarín. Sólo hacía dieciséis años que habían arrasado su
monumento en el ovetense Campo de San Francisco. Sólo hacía quince años
que su hijo, el rector de Oviedo, había sido «legalmente asesinado» (en pa-
labras de Jorge Guillén al frente de su Guirnalda civil). No es preciso aducir
que todavía entonces se elevaron —por escrito— voces airadas contra el in-
tento de rememorar debidamente la efemérides clariniana. Como muestra
fehaciente, exhumemos opiniones muy notables: La Regenta es «verdadero
oprobio de la ínclita ciudad que había sido para Clarín su segunda y verda-
es-
dera patria»; «se quiere celebrar a bombo y platillo el aniversario de un
posi-
critor cuyas cualidades literarias no vamos a discutir, pero sobre cuya
que
ción doctrinal, en cuanto a nuestra Fe se refiere, tenemos serios reparos
en
poner»; «queremos dejar constancia, una vez más, de nuestra viva repulsa
, en
el terreno doctrinal, ante los ditirambos que suenan, en esta provincia
burla, del
honor de un literato, cuya doctrina es la negación, cuando no la
Dogma y la Moral católicos».
ltar
No citaremos los nombres de los detractores. El curioso puede consu
ro (Archivum,
la puntual crónica del centenario que publicó Martínez Cache
o actuó como
II, 1953, pp. 79-112).A pesar de todo, la Universidad de Ovied
Letras, obrando un
debía. De un lado, la revista Archivum de la Facultad de
Alas. De otra
poco «por libre», dedicó un número monográfico a Leopoldo
lo obligatorio e
parte, el entonces Rector trató de conjugar lo necesario con
as sobre Clarín.
inauguró, con vehemente elocución, un cursillo de conferenci
suya característi-
En su lección, titulada Actitud ante Clarín, con la habilidad
a y brillantemen-
ca de hacer ver lo blanco negro (que luego demostró ampli
país), dio una de cal y
te en más comprometidos empeños de la política del
un mundo literario,
otra de arena. Decía, verbigracia: «Clarín, gran creador de

(21)
ha realizado una obra artística de primera calidad. Su obra comporta consi-
go un mundo ideológico que un español universitario católico de 1952 no
puede compartir y se ve ineludiblemente impulsado a decir, frente a él, un
tajante ¡no! [...] Clarín necesita y exige ser estudiado con radical objetividad,
con amor y dolor, para que su vida sea, en nosotros, fecunda.Y la Universi-
dad de Oviedo se propone estudiarlo sin ceder en nada en la defensa de los
valores absolutos, pero sin olvidar que su historia, queramos o no, es nuestra
historia» (Cuadernos Hispanoamericanos, 37, enero 1953, pp. 33-48). Se
acallaron así las protestas cerriles ante la autoridad intangible del Magnífico
Rector y pudo celebrarse el cursillo dedicado a Leopoldo Alas entre el 21 de
noviembre y el 16 de diciembre de aquel año. De todas maneras, el fascícu-
lo de Archivum consagrado a Clarín ya estaba publicado y difundido: la letra
impresa no se oye y los encargados de la vigilancia inquisitorial no solían le-
er revistas de índole científica. Ese número de Archivum vino en cierto mo-
do a iniciar la avalancha de estudios clarinianos que en las últimas décadas
se ha precipitado sobre nosotros. Uno de ellos son las Notas a que se refiere
el título de estas páginas.

2. Invitado ahora amablemente a colaborar en la conmemoración del cente-


nario de La Regenta y atosigado con paralelos compromisos, no he podido
encontrar tema nuevo idóneo y me he de conformar con resucitar, conden-
sado, lo que hace treinta y dos años escribí sobre la gran novela. Creo, sin pe-
tulancia, que el análisis que allí diseñé y las conclusiones a que llegué con-
servan aún su validez. Ciertamente se han añadido detalles y aspectos que
allí habían quedado implícitos o apenas sugeridos, y otros, sin más, soslaya-
dos. En tal sentido, me complace subrayar el relieve y la agudeza de las con-
tribuciones de Sobejano, Baquero, Beser y otros. Pero el esquema de estruc-
tura que propuse para la novela parece haber sido aceptado en general por la
crítica. En mi trabajo, hubiera convenido aclarar más los presupuestos que se
manejaban y, sobre todo, aligerar el modo de exposición. Se mezclaba allí
también cierto excipiente de circunstancias que, entre líneas, se dirigía con-
tra el ambiente adverso a que me he referido arriba y rebatía intemperantes
apreciaciones extraliterarias. Hoy, esto último, por fortuna, sobra.
Mis propósitos al redactar las Notas quedaban resumidos en pocas palabras:
«Vamos a examinar la estructura del organismo que es La Regenta, no per-
diendo de vista la relación constante y absoluta entre el complejo espa-
cio-temporal humano representado y el conjunto lingúístico que lo repre-
senta». Por aquellas calendas yo no pretendía hacer un estudio de semióti-
ca literaria ni de lo que hoy llaman —con feo vocablo— narratología, entre
otras razones porque todavía no estaban en el candelero ni Propp, ni Todo-
. era un dis-
rov, ni la Kristeva, etc., a quienes yo, naturalmente, desconocíaYo
cípulo de los Alonso (Amado y Dámaso) y lo que en ellos había aprendido se
llamaba estilística. Pero, sobre todo, yo era lingúista, y en mí pesaba la ten-
dencia formalista de los praguenses y de Hjelmslev. Sigo pensando que toda
obra literaria es un objeto artístico fabricado con una materia que es la len-
gua y que, por ello, es el punto de vista lingúístico el más apropiado para ac-
ceder a su esencia. Pero ser formalista, en el sentido que propugno, no es
quedarse en lo externo de la obra literaria, como parece entender algún crí-
tico que considera mis Notas un análisis de «la estructura externa de la no-
vela» (García Sarriá, Clarín o la herejía amorosa, p. 12).
No hay estructura externa si no se corresponde con una interna; expre-
sión y contenido son solidarios, y la forma no es sólo un sonsonete superfi-
cial y perceptible (al oído o a la vista), sino también el bloque de significados
que con aquel se manifiesta; la forma abarca expresión y contenido y estos
a la
son indisociables. La estructura que intenté poner en claro no se reduce
así
organización material de los datos lingúísticos en la novela, sino que está
en-
organizada porque responde a otra organización o jerarquización congru
que
te de los contenidos que pretende comunicar el novelista. Esto fue lo
universo
me propuse y consigné acaso con esquematismo excesivo: cómo el
tico
creado por Alas (los contenidos) queda configurado en un objeto lingúís
cerrado (la expresión de la novela).

s tem-
3. La Regenta es una novela excepcional en que todas las posibilidade
gioso; hay
peramentales e intelectuales de Alas alcanzan un equilibrio prodi
una por-
sátira y hay crítica, hay emoción, ternura y lirismo, y hay sobre todo
elementos en
tentosa composición que armónicamente aúna los variados

(23)
ella presentes: argumento, personajes, ambientes. La Regenta es naturalista
en cuanto todo lo que ofrece es natural y ocurre, ocurrió y ocurrirá, dentro
de las circunstancias cambiantes de los tiempos sucesivos. Pero también es
idealista, por cuanto lo ideal forma, por igual, parte inevitable del acontecer
humano. Alas, en cuanto a técnica narrativa y de composición, está al escri-
birla muy maduro. Aunque apenas sobrepasaba los treinta años, había asimi-
lado los procedimientos del realismo, del naturalismo, del psicologismo uti-
lizados en lo mejor de las narrativas europeas (desde Balzac a Zola, especial-
mente), e incluso preludiaba técnicas que se han hecho comunes en nuestro
siglo. De ahí su perduración y vigencia en la estimativa de hoy.
No es que el argumento sea novedoso, pues se trata, como en tantas
otras novelas, de una corriente historia de adulterio. Lo extraordinario es la
complejidad del mundo recreado, la viveza y autenticidad de los personajes,
la plástica e intensa presentación de los ambientes, sean paisajes o preocu-
paciones de la gente, y todo ello evocado con una prosa sobria, dúctil, moro-
sa o rápida según las conveniencias y, puede afirmarse, sin ningún material
de relleno, sin ningún ripio. La historia de La Regenta se reduce a cómo esta
señora, insatisfecha de su decepcionante matrimonio, busca consuelo en la
religión y es en fin seducida por un donjuán de la ciudad. Que argumento
tan sencillo y vulgar alcance el desarrollo pertinente para dar verosimilitud
psicológica y hondura y justificación y, por otro lado, interés narrativo, es el
mérito grande de Clarín, de manera que ha podido dudarse de si este escri-
bió su novela para contar las peripecias de Ana Ozores, o bien para presen-
tarnos de bulto y palpitante el hormiguero de pasiones y rutinas de una ciu-
dad española del siglo pasado.
El relato se basa en las tensiones mantenidas entre tres fuerzas: Ana, el
Magistral y Vestusta, la ciudad (encabezada por el conquistador Mesía). Asis-
timos a cómo se rompe el equilibrio inicial entre ellas: la pugna de Ana por
no ser absorbida por la ciudad, los intentos de don Fermín por dominar Ve-
tusta y proteger de ella a la Regenta (sin confesarse sus propios móviles), las
reiteradas tentativas de la ciudad para adaptar a sus modos de convivencia
hipócrita a los dos reacios. Con rigor y cálculo, Alas supo exponer la evolu-
ción de estas relaciones dinámicas; con una visión fatalista, en que todo ex-
ceso sobre lo natural y sencillo recibe su castigo, los dos personajes centra-

(24)
les quedarán al final más aislados en su respectiva soledad y rumiando su
propia derrota, mientras Vetusta permanece indiferente, entretenida con sus
rutinarias pequeñeces y en el orden habitual y ritual establecido. La obra,
que fue escrita con enorme celeridad (porque, según confiesa Clarín, no po-
día escribir de otro modo), representa mucho tiempo de prolongada medita-
ción. No sería explicable, si no, la estudiada proporción del proceso del rela-
to. No puede ser casual la simétrica estructura de la novela desde un octu-
bre en que «el viento sur caliente y perezoso, empujaba las nubes
blanquecinas» (con que comienza), hasta el final que sucede también «una
tarde en que soplaba el viento sur, perezoso y caliente». Ni puede ser impro-
visada la sabia disposición de los ingredientes de la novela (ambientes y per-
sonajes) en las sucesivas secciones de ella.

4. En La Regenta se perciben dos partes, de igual extensión aproxima-


damente, que se corresponden con cada uno de los dos volúmenes en que
se publicó. Una es presentativa (capítulos | a XV), y la otra propiamente ac-
tiva (capítulos XVI a XXX).
Los quince primeros capítulos se desarrollan en tres días (2, 3 y 4 de un
hasta el
octubre); los quince finales se deslizan desde el noviembre siguiente
tanto,
octubre de tres años después. El tiempo narrado se distribuye, por
lento,
desigualmente: parece predominar al principio un «tempo» narrativo
que al final se precipita.
ocupen
¿Qué hechos suceden tan importantes para que tres solos días
os apa-
quince largos capítulos? Puede decirse que no sucede nada; los suces
partes
recen sólo en la segunda parte. La desproporción temporal de ambas
Clarín necesita
se debe a que para desarrollar la acción, que durará tres años,
basarse en
presentar a los personajes, los ambientes. Para explicárnoslos debe
capítulos pase
el pasado. Así, aunque la acción escasa de los quince primeros
iores, que en ge-
“en tres días, hay en ellos grandes sedimentos de años anter
s de una especie
neral no se presentan directamente en narración, sino a travé
tiempo transcu-
de monólogo interno de los personajes. De este modo, si el
personajes pro-
rrido es breve, ese sustrato de años previos aportado por los
ulos es mayor y
duce la sensación de que el tiempo acumulado en esos capít
er.
el tiempo narrativo no resulta tan lento como podía parec

(25)
En la presentación de la novela se requiere el predominio de lo estático
sobre lo dinámico. El modo descriptivo espacial prevalece sobre el modo
temporal puramente narrativo. Clarín no sólo nos pone delante sus agonis-
tas, sino también la escena, el coro ante el cual aquellos van a «agonizar».
Escena y coro que son una y sola cosa, la Vetusta material y espiritual: pie-
dras, paisajes, hombres.
La aparente mayor rapidez de la segunda parte procede de que, presen-
tados los personajes, todo excurso ambiental o retrospectivo es innecesario.
Ahora, predomina el modo narrativo. El lector, conocidos ambientes y perso-
najes, se atiene casi exclusivamente a la acción pura. Como el autor, cons-
ciente o no, procura mantener despierto al lector, tiende a eliminar, a podar,
a dar lo esencial. Alas conocía muy bien esto. Precisamente porque «la com-
posición aconseja abreviar un poco razones, y sobre todo palabras, según el
final se acerca», criticaba a Zola, el cual —dice— «las repeticiones más pro-
lijas y menos necesarias las deja... para la última parte». De acuerdo con eso,
Alas es minucioso en sus primeros capítulos al exponer monólogos internos
de sus personajes, y más bien seco y conciso en el duelo y la muerte de
Quintanar y en la reacción de la ya viuda doña Ana, no porque los «hechos
psíquicos» le interesen más que los externos; «psicológicamente» lo que pa-
sará por la mente de esos personajes sería tan susceptible de análisis y tan
«interior» como lo que se cuenta en los primeros capítulos. La causa de la
concisión de las últimas páginas es aquella creencia: «abreviar razones y pa-
labras según se acerca el final».

5. Los tres componentes —poca acción, prehistoria y detallado ambiente—


de la parte presentativa se desgajan por el análisis, pero forman un conjunto
orgánico, enlazados en red de relaciones que apuntan ala finalidad de la
obra. El delgado hilo de acción se resume en esto: un canónigo «traspasa» a
la Regenta como hija de confesión a otro; mientras la confesión tiene lugar,
un donjuán vetustense anuncia sus propósitos de conquistar a aquella dama;
en una fiesta de la buena sociedad quedan patentes los caminos opuestos
que se abren a la Regenta: el donjuán, el confesor.
Puede aislarse también lo que hay de prehistoria: la niñez de doña Ana,
su adolescencia, su boda (capítulos 11! a V); las aspiraciones, infancia y juven-

(26)
tud del Magistral (capítulos XI, XIl y XV). Finalmente, se pueden separar los
ambientes: Vetusta a vista de pájaro (1), la catedral (1-11), la «clase» (V), el ca-
sino (VI-VI!), la casa de los Vegallana (VII! y XIII), etc. Pero, aunque disocia-
bles, esos elementos se dan en combinación indisoluble dentro del relato.
El conjunto de los quince capítulos se distribuye en tres secciones dis-
tintas, cada una con cinco capítulos y referida a un día diferente, y en cada
una se inserta un excurso retrospectivo: en la primera, la prehistoria de la Re-
genta; en la segunda, la de Vetusta, y en la tercera la de don Fermín. A la vez,
entre sección y sección aparece un tajante corte de la línea narrativa. En la
primera sección se pasa insensiblemente de la Catedral a Vetusta, de don
Fermín al resto del cabildo, de los confesores a la confesada, del examen de
conciencia de ésta a sus recuerdos. Salto brusco al comenzar la segunda sec-
ción: en el capítulo VI caemos en el casino de Vetusta, y de aquí, en línea
quebrada pero sin solución, se pasa a su presidente Mesía, que con su amigo
Vegallana nos lleva al palacio del Marqués, lo que permite la visión de un
considerable sector de la vida de Vetusta, y desde donde se ve volver de su
confesión a la Regenta; siguiéndola asistimos a su meditación en el campo y
a su soledad en el parque de los Ozores. Otro día, y otro bandazo narrativo
del enfoque al comenzar la tercera sección: vamos a dar con el Magistral; le
acompañamos todo el día, por sus visitas, Sus ocupaciones y, finalmente, an-
te su madre, por su prehistoria y luego en su soledad ante los gritos noctur-
nos del alcoholizado don Santos Barinaga.
Ya está todo presentado: las tres fuerzas mencionadas, Vetusta, doña
Ana y el Magistral. Al decir Vetusta —o coro de la novela—, incluimos a Me-
los
sía. No es un personaje opuesto a la masa gris del coro, como lo son
la Re-
otros dos. Álvaro es el corega, la cabeza visible del coro, aunque para
la ro-
genta (por visión sublimada) sea figura muy destacada del mundo que
fe-
dea. La novela se va a reducir a esto: si doña Ana, la inadaptada, la insatis
como los de-
“cha, va a hundirse en la rutina vetustense, va a pecar y a gOzar
palabra y la
más, o si va a huir más y más de este ambiente gracias a la
más que
fuerza del Magistral. Mesía, pese a sus particulares móviles, no será
asimilada
un instrumento de Vetusta para atraer y borrar la personalidad no
ntemente in-
de doña Ana. Las tres fuerzas están todavía en equilibrio, evide
Paralelamen-
estable, lo que previene al lector de que «algo va a suceder».

(27)
te, el Magistral, si es para Ana el polo positivo hacia donde escapar espiri-
tualmente de Vetusta, ve en la Regenta la meta en que poder descansar de la
conquista de la ciudad. La relación de las tres fuerzas se marca poco a poco
y se insinúa la dirección que tomarán cuando se rompa el pacífico equilibrio.
Si don Álvaro es el emisario de Vetusta hacia doña Ana, el pobre don Santos
es el barreno que la ciudad prepara contra don Fermín.
Tenemos, pues, un coro menudamente caracterizado, con sus voces, pie-
dras y paisajes, pero agrisado y uniformado por una común niebla igualado-
ra: Vetusta. Su intento: que nada salga de la niebla.Y en esta bruma de preo-
cupaciones mostrencas y pro indiviso, dos islotes: la casa del Magistral, el pa-
lacio de los Ozores. En cada uno de ellos, un alma que quiere huir de la
niebla hacia deseos que estiman más altos. Las dos con sendos deberes (jus-
tos o injustos): doña Ana, entre el deber conocido (ahora afianzado por el
confesor) de someterse a la costumbre de don Víctor (deber pasivo), y el de-
seo de perforar la niebla por donde parece más tenue (Mesía); don Fermín,
también entre el deber impuesto por su madre (deber activo) de dominar
Vetusta, y el deseo de escapar de la niebla en el reposo de una «hermandad
del alma». Quedan planteadas, así, las incógnitas que despejará la segunda
parte de la novela.

6. En esta, propiamente activa, transcurren tres años. Disminuyen los esce-


narios y se sigue más exclusivamente el hilo narrativo, que se reduce al vai-
vén de la Regenta entre el deber y el deseo, hasta que, muy al final, vence el
deseo. Las otras dos fuerzas que actúan sobre ella (Vetusta, ahora represen-
tada en don Álvaro, y el Magistral) alternan en su predominio. Entre los capí-
tulos XXVI y XXVI! se puede establecer una frontera clara. La sección más
amplia se ordena en torno a unas fechas concretas, siguiendo en parte una
descripción temporal de Vetusta (el otoño, el invierno, la primavera, etc.): el
día de Todos los Santos, un día de marzo y otro de julio del segundo año, la
Navidad siguiente, el Carnaval y la Semana Santa del tercer año. En esta (ca-
pítulo XXVI), Ana llega al límite en su acatamiento al «deber»: su sacrificio
de penitente en la procesión. De ahí ya no podrá pasar. El Magistral llega a su
cima: Vetusta a sus pies (por la conversión del «ateo» Guimarán), la Regen-
ta a sus pies. Vetusta queda reducida a don Álvaro. La única fuerza que agita

(28)
a don Fermín es el deseo. La Regenta, sometida al qué dirán de Vetusta, arre-
pentida de su exaltación, queda expuesta solamente al influjo de Mesía. Don
Fermín, avergonzado de su exceso (XXV), ya no se atreve a ser activo. Vetus-
ta, acallada en su lucha contra el Magistral y vencedora contra el aislamien-
to de Ana, será connivente de la atracción de Álvaro. Así, el conjunto final
(del capítulo XXVII al XXX) no es más que consecuencia inevitable de lo pre-
viamente sucedido. Mientras en los capítulos de la primera parte y anterio-
res de la segunda, el inicio solía ser estático (un paisaje o un hombre solía
comenzarlos), ahora todos comienzan con un diálogo, del cual se desgaja la
acción precedente y siguiente. Los capítulos XXVII y XXVIII se centran en el
día 29 de junio del tercer año, romería de San Pedro, durante el cual, por ce-
lo negativo, el Magistral se excede y se siente en ridículo. El otro, don Álvaro,
se aprovecha para reafirmase; y llega así una noche del veranillo de San Mar-
tín; Ana no tiene ya otra salida. Los dos últimos capítulos (XXIX y XXX), en
torno a los días navideños del mismo año, constituyen otra unidad. Queda-
ba pendiente la relación entre el Magistral y Mesía: aniquilarle. El instrumen-
to será Quintanar, aunque se frustre. Descubre el adulterio (XXIX), decide el
duelo y muere (XXX). Mientras más de un mes se ha pasado en pocas pági-
se
nas, mientras la narración complicada de idas y venidas de personajes
acumula al principio del capítulo XXIX, ahora empieza una narración tran-
quila, detallada, dentro del mismo y desde el punto de vista de Quintanar
(«Al día siguiente, 27 de diciembre»), con predominio del monólogo interno.
la acción
Del mismo modo despacioso se empieza el capítulo XXX, donde
cruza la
parece caer en manos de Frígilis; con el monólogo de don Víctor, se
de idas
agitación de don Fermín. Luego, nada; de nuevo la narración cortada,
El epílogo,
y venidas, hasta «Murió Quintanar a las doce de la mañana».
Vetusta si-
dentro de este capítulo, es una especie de resumen de la novela.
la Regenta
gue igual: las nubes del Corfín, el paseo; no ha pasado nada. Sólo
el final terri-
“en su soledad, don Fermín en la suya. ¿Posible arreglo? Nunca:
que al principio,
ble de la novela. Los dos islotes seguirán aislados, más aún
se muerde
con el poso ácido de la experiencia fallida. Como dijimos, la obra
ha pasado nada.
la cola: de octubre a octubre, de la catedral ala catedral. No
salir de la niebla,
Vetusta indiferente. Los que tientan a los dioses, queriendo
griega.
reciben su castigo. Hay cierta moraleja de anánke de tragedia

(29)
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ASPECTOS DE LA LENGUA DE CLARÍN
(Un PASAJE DE LA REGENTA)

En 1952, con motivo del centenario del nacimiento de Leopoldo Alas pro-
nuncié en Oviedo una conferencia sobre «Clarín y la lengua», que refundí
mucho más tarde e incluí en mi Cajón de sastre asturiano. Mi texto termi-
naba exponiendo en esquema «las aspiraciones que según él debía cumplir
la obra literaria». Las deducíamos por contraste: «Los valores que apreciaba
Alas serían precisamente los que echaba de menos o los opuestos a los ras-
gos que criticaba, en las producciones de sus coetáneos». Alas, fiel al realis-
mo, pensaba que la lengua debía ser reflejo del habla real, no transcripción
mecánicamente objetiva, sino «copia artística de la realidad, es decir, copia
hecha con reflexión, no pedazos inconexos sino de relaciones que abarcan
una finalidad, sin la cual no serian bellas». Pretendía Alas que la lengua lite-
raria se guiase por el modelo de las manifestaciones lingúísticas reales, pero
eliminando lo redundante, el excipiente no significativo que las envuelve por
necesidad, y elaborando lo natural hasta dejarlo en lo esencial y pertinente,
en lo expresivo. Elaboración que no implica amaneramiento ni afectación,
defectos que Alas censura en algunos contemporáneos y cuya ausencia le
y
permite alabar en otros. Por ejemplo, mientras elogiaba el estilo de Ortega
Munilla, porque «no degenera jamás en amanerado ni extravagante», criti-
dis-
caba en cambio a la Pardo Bazán por «aquel rebuscado modo de decir,
sabiendo
culpable coquetería de una mujer que se encontró, aún muy joven,
más diccionario y más clásicos que la mayor parte de los doctos y ya madu-
huía sis-
ros académicos». También exigía Clarín la sencillez sintáctica; pero
en
temáticamente del «desaliño convertido en dogma» que censuraba
la oque-
Campoamor. Rechazaba, pues, los dos extremos: el fácil descuido y
prosa de Pe-
dad enfática, especialmente la afición arcaizante que afeaba la
entre
reda. El ideal de Alas se situaría en un equilibrio mesurado y prudente
a veces en
los excesos de los coetáneos: ni la puntual cotidianidad que nota
ni la antañona
Galdós (no obstante, el escritor más afín a sus propósitos),
y es-
proclividad de Pereda, ni el refinado atildamiento, lejano de lo natural

(31)
pontáneo, que con frecuencia exhibe Valera, ni la elocuencia gárrula y vacua
de tantos otros. La lengua de Clarín se ajusta, al menos en sus escritos más
importantes, a ese ideal que propugnaba, de modo que los resultados conse-
guidos presentan una modernidad, o actualidad, no sometida a las modas de
su tiempo (según se ha señalado muchas veces). El mismo Galdós sugería
esto cuando en el prólogo de la edición de 1901 de La Regenta, exclamaba:
«¡Qué feliz aleación de las bromas y las veras, fundadas en el crisol de una
lengua que no tiene semejante en la expresión equívoca ni en la gravedad
socarrona!».
La lengua de Alas ha sido ya estudiada con cierto pormenor, en lo que
respecta a su función artística, o, si se quiere, en sus valores estilísticos. Re-
cordemos, por ejemplo, los libros de Gramberg (Fondo y forma del humoris-
mo de Leopoldo Alas «Clarín», 1958), y de Laura Núñez de Villavicencio (La
creatividad en el estilo de Leopoldo Alas «Clarín», 1974), y resaltemos, entre
muchos artículos, el de Gonzalo Sobejano «La inadaptada» (1973), análisis
muy inteligente y completo sobre un capítulo de La Regenta, pero cuyas
conclusiones alcanzan a toda la novela. El estudio realizado en esos trabajos
atiende ante todo a caracterizar la lengua literaria del autor, y muchas veces
trata de penetrar, a través de la materia lingúística, hasta el fondo insonda-
ble de las intenciones y preocupaciones del hombre Alas. La lengua literaria
de un escritor es evidentemente la forma de expresión con que se manifies-
ta la forma de contenido de las sustancias que pretende comunicar. Todo au-
tor posee un universo variadamente complejo de pensamientos, sensacio-
nes, emociones, imaginaciones: materia más o menos caótica que él confi-
gura en personal forma de contenido y que resulta sólo accesible cuando
adquiere la corporeidad que le presta la forma de expresión en que se cuaja
la lengua que utiliza.
El análisis de la obra literaria se preocupa con frecuencia sólo en poner
ante los ojos ese universo interno del escritor; con ello, se convierte en una
especie de diagnóstico psíquico del hombre, y así, en el caso que aquí nos
concierne, se ha dicho que Clarín era esto o lo otro, que actuaba con este o
aquel complejo. Pero, sin duda, no es esa materia lo que constituye la obra
literaria. Otras veces, el análisis pone de relieve lo que queda configurado en
el contenido gracias a la correspondiente formulación lingúística, puesto que

(32)
expresión y contenido son solidarios. Este es el verdadero análisis literario:
considerar la obra como un signo, cuyo significado es la particular ordena-
ción del universo comunicado, y cuyo significante consiste en la especial se-
lección y reunión de los signos lingúísticos. Insistimos aquí en la interpreta-
ción que del signo literario dan los glosemáticos: se trata de un signo cuyo
significante es a su vez un signo lingúístico. El autor, por tanto, al manejar la
lengua mostrenca, para hacer patentes los contenidos que intenta trasmitir,
tiene que reordenarla, reajustarla a sus propias necesidades, siempre, claro
es, respetando su esencia y escogiendo en ella aquellas unidades y aquellas
combinaciones de unidades más idóneas para reflejar los contenidos del ca-
so. La lengua literaria, pues, más que una especie lingúística diferente de la
lengua oral de todos los días, es un uso particular —el uso literario— del in-
ventario general de una lengua dada. El uso literario consiste en construir, se-
leccionando y reuniendo unidades del sistema, una expresión que se adapte
a los contenidos que el autor quiere comunicar.Y por ello difieren los usos li-
no obs-
terarios de una épocas y otras, de unos escritores y otros, sin que,
a los
tante, tengamos lenguas diferentes. Dice muy bien Lapesa, refiriéndose
escritores realistas del siglo XIX: «Si se quería hacer de la novela auténtico
la
reflejo de la vida, era necesario aguzar las posibilidades descriptivas de
la ex-
lengua, acostumbrarla al análisis psicológico, y caldear el diálogo con
ni
presión palpitante del habla diaria. Para esto no valían ni el tono oratorio
8.*
la trivialidad de la gacetilla periodística» (Historia de la lengua española,
la
edición, p. 440). Obsérvese que el maestro dice «aguzar, acostumbrar»
ella implíci-
lengua, no modificarla; esto es, reavivar ciertas posibilidades en
es cierto, a
tas y que los períodos precedentes habían descuidado —atentos,
que confi-
sus propios objetivos—. Cuando es otra la materia de contenido
te de sus
gura el autor, este, forzosamente, ha de escoger como faz significan
aparecen como
signos literarios los elementos que en el seno de la lengua
selección del lé-
más adecuados para el logro de la comunicación precisa. La
de las partes del
xico, la organización sintáctica y la composición y enlace
fónicas sobre otras, están
texto, e incluso la preferencia de unas secuencias
la expresión y el
condicionadas por ese intento de íntima solidaridad entre
que hemos mencionado,
contenido. Lo han visto con claridad los estudiosos
a la lengua.
atentos a la función que en la semiótica literaria desempeñ

(33)
Por ello, carecería de sentido, en esta ocasión, hacer un repaso de conjunto
de los procedimientos de lengua que Alas utiliza para trasmitir sus vivencias.
Preferimos atenernos a un texto concreto y bien delimitado para analizar en
él los aspectos relevantes de uso lingúístico con intención literaria. Hace mu-
chos años hicimos un análisis de La Regenta destinado a poner de relieve có-
mo las estructuras textuales de la novela se correspondían con la organiza-
ción y jerarquización de sus contenidos. Proseguimos entonces el desmenu-
zamiento de cada una de sus secciones y de sus capítulos pero absorbidos
por otros menesteres más urgentes, todo aquello quedó en borrador casi te-
legráfico. La efemérides propicia del centenario regentino nos induce a ex-
humar y desarrollar un fragmento de aquellos viejos apuntes. Se trata de un
pasaje del capítulo XXIX de La Regenta (las páginas 868-873 de la edición
de Sobejano).
Junto con el XXX, este capítulo constituye la fase final de la novela. La
materia narrada se desenvuelve en los últimos días del año tercero del rela-
to. Aunque la esperada e inevitable confluencia entre la Regenta y Mesía se
sugiere al concluir el capítulo anterior con dos escuetas exclamaciones (—
¡Ana! —¡Jesús!), es sólo ahora cuando el autor da detalles de sus relaciones
y nos cuenta el definitivo desenlace. El capítulo XXIX presenta la estructura
tripartita del gusto de Alas. Abarca tres días (e1 25, el 26 y el 27 de diciem-
bre) y en cada uno de ellos se desarrolla una «escena» diferente. El día de
Navidad engloba varias situaciones: la comida en el caserón de los Ozores
entre Quintanar, Ana y Mesía; las confidencias que al amante hace el marido
—preocupado por la actitud de Petra—; las explicaciones entre Mesía y Ana
(que dan pie para referir —en el recuerdo de ambos— todo lo sucedido des-
de del decisivo día del veranillo de San Martín) y la comunicación de su des-
pido que Álvaro hace a la doncella (pp. 848-864). Unos y otros, intentando
engañar a los demás, se engañan a sí mismos; sólo Quintanar es engañado
por todos, y sólo Petra engaña a todos. El día siguiente, con visita temprane-
ra, nos anuncia la venganza urdida por el Magistral y la doncella, sin especi-
ficar los detalles (pp. 864-868). El tercer día comienza con el despertar de
don Víctor y se prosigue con el descubrimiento del adulterio y las ulteriores
meditaciones del marido burlado junto a Frígilis (pp. 868-884). Sólo vamos a
considerar el principio de este tercer momento: adelantado el despertador

(34)
por Petra, don Víctor tiene ocasión de observar el descenso de Mesía desde
el balcón de Ana; sorprendido e indeciso Quintanar, deja escapar al amante.
¿Cómo cuenta Alas esta situación?
Hay primero una introducción:

(1) Al día siguiente, 27 de diciembre, don Víctor y Frígilis debían tomar


el tren de Roca Tajada a las ocho cincuenta para estar en las Maris-
mas de Palomares a las nueve y media próximamente. Algo tarde
era para comenzar la persecución de los patos y alcaravanes, pero
no había de establecer la empresa un tren especial para los cazado-
res. Así que se madrugaba menos que otros años. Quintanar prepa-
raba su reloj despertador de suerte que le llamase con un estrépito
horrísono a las ocho en punto. En un decir Jesús se vestía, se lava-
ba, salía al Parque donde solía esperar dos o tres minutos a Frígilis,
si no le encontraba ya allí, y en esto y en el viaje a la estación se
empleaba el tiempo necesario para legar algunos minutos antes de
la salida del tren mixto.

Con precisión objetiva (casi horaria: nótense las expresiones ocho cin-
cuenta, nueve y media, ocho en punto, dos o tres minutos) se expone una
situación habitual en el pasado del relato. De ahí, el uso constante del im-
perfecto (debían, era, había, madrugaba, preparaba, se vestía, se lavaba, sa-
por
lía, solía, encontraba, se empleaba). Hay una intromisión de comentario
opi-
parte del narrador, a no ser que, olvidadas las comillas, aquí se inserte la
ma-
nión de los agonistas en estilo indirecto libre: Algo tarde era... Así que se
más
drugaba... El empleo del se impersonal (muy frecuente en Alas) hace
escrito
probable la segunda interpretación (de lo contrario, el autor hubiera
sobria,
«así que madrugaban»). La exposición es demorada y detallista, pero
y la estructura sintáctica sin complicaciones.
A continuación ya se narran hechos:

rtó
(2) De un sueño dulce y profundo, poco frecuente en él, despe
por
Quintanar aquella mañana con más susto que solía, aturdido
m-
el estridente repique de aquel estertor metálico, rápido y desco

(86)
pasado. Venció con gran trabajo la pereza, bostezó muchas veces, y
al decidirse a saltar del lecho, no lo hizo sin que el cuerpo encogi-
do protestara del madrugón importuno. El sueño y la pereza le de-
cían que parecía más temprano que otros días, que el despertador
mentía como un deslenguado, que no debía de ser ni con mucho
la hora que la esfera rezaba. No hizo caso de tales sofismas el ca-
zador, y sin dejar de abrir la boca y estirar los brazos se dirigió al
lavabo y de buenas a primeras zambulló la cabeza en aguafría. Así
contestaba don Víctor a las sugestiones de la mísera carne que
pretendía volverse a las ociosas plumas.

El perfecto simple va señalando los actos sucesivos y puntuales del ago-


nista: despertó, venció, bostezó, hizo, se dirigió, zambulló. Los procesos si-
multáneos y no terminativos se manifiestan, claro es, con el imperfecto (so-
lía, decían, parecía, mentía, debía, rezaba, contestaba, pretendía). En las es-
casas construcciones subordinadas (como en 1) la unidad verbal empleada
corresponde a la perspectiva del pasado (allí de suerte que le llamase, aquí
sin que protestara). E, incidentalmente, apuntemos que la equivalencia de
los significantes en -ray -se es lo normal en Clarín, si bien, más por contagio
del habla asturiana que por arcaísmo enfático, aparecen con alguna frecuen-
cia formas en -ra (siempre en estructuras con relativo) con valor de anterio-
ridad (por ejemplo: «aquella mujer le interesaba más de veras de lo que él
creyera», p. 423; [el columpio] «por la fuerza misma que lo levantara, bajó
majestuosamente», p. 428). La estructura sintáctica sigue reflejando la mo-
rosidad del relato. Se observa la marcada tendencia de Alas a las construc-
ciones bimembres y trimembres (dulce y profundo, con más susto - aturdi-
do, venció - bostezó - hizo, metálico - rápido - descompasado, que parecía -
que mentía - que no debía, hizo - se dirigió- zambulló) y al paralelismo (ven-
ció con gran esfuerzo - bostezó muchas veces - no lo hizo... sin que protes-
tara), muestra todo de los procedimientos reiterativos aducidos por Laura Vi-
llavicencio. El último enunciado, expresado por el narrador, incluye dos ras-
gos impuestos desde la perspectiva del personaje: los clichés la mísera carne
y las ociosas plumas, aunque no vayan en cursiva, pertenecen sin duda al
acervo del habla mimética de Quintanar («hablaba como el periódico o el li-

(36)
bro que acababa de leer», cap. XVIII, p. 543). Es recurso habitual de la ironía
de Clarín al caracterizar a sus criaturas. Retengamos, de este párrafo, varios
vocablos cuyas connotaciones comienzan a sugerir aquí ciertos contenidos
esenciales en el fragmento. Por una parte, sueño y pereza; por otra, susto,
aturdido, estertor, descompasado, importuno, que aluden a vivencias nega-
tivas. Finalmente, tengamos en cuenta el contraste de dulce y profundo con
estridente y descompasado.

La reflexión de Quintanar sobre el hecho central del párrafo precedente


(la oposición entre la hora que señala el reloj y la impresión física de que es
más temprano) conduce a las consideraciones siguientes:

(3) Cuando ya tenía las ideas más despejadas, reconoció imparcial-


mente que la pereza aquella mañana no se quejaba de vicio. «De-
bía de ser en efecto bastante más temprano de lo que decía el re-
loj. Sin embargo, él estaba seguro de que el despertador no ade-
lantaba y de que por su propia mano le había dado cuerda y
puéstole en la hora la mañana anterior.Y con todo, debía de ser
más temprano de lo que allí decía; no podían ser las ocho, ni si-
quiera las siete, se lo decía el sueño que volvía, a pesar de las ablu-
«El
ciones, y con más autoridad se lo decía la escasa luz del día».
o
orto del sol hoy debe de sera las siete y veinte, minuto arriba
abajo; pues bien, el sol no ha salido todavía, es indudable; cierto
cu-
que la niebla espesísima y las nubes cenicientas y pesadas que
el sol
bren el cielo hacen la mañana muy oscura pero no importa,
ser
no ha salido todavía, es demasiada oscuridad esta, no deben de
porque
ni siquiera las siete». No podía consultar el reloj de bolsillo,
el muelle
el día anterior al darle cuerda le había encontrado roto
real.

ado del telón de


No hay más que un acto puntual: reconoció (acompañ
en los entrecomillados
fondo en imperfecto: ya tenía, no se quejaba). Sigu
indirecto libre asigna al
con que de costumbre señala Alas lo que en estilo
a del pasado, la expo-
discurso interno del agonista. Situada en la perspectiv

(37)
sición se basa sobre verbos en imperfecto (debía de ser, estaba, podían, de-
cía...; con la oportuna forma compuesta para la anterioridad: había dado
cuerda). Aquí se observa uno de los rasgos hoy en desuso que pueden en-
contrarse en Clarín: el empleo de referentes enclíticos con un participio: «le
había dado cuerda y puéstole en la hora», frase donde, además, se aprecia el
parcial leísmo de Alas (si no es achacable a los sucesivos impresores y edito-
res de su obra). En este punto (y en el del laísmo, también presente en otros
textos suyos: véase la nota 8 de Sobejano en la p. 449 de su edición), no es
posible decidirse tajantemente, aunque está claro que Alas pretendía atener-
se a la norma: recuérdese que muchas de las erratas del tomo | de La Regen-
ta, consignadas al final del Il, consisten en confusiones de este tipo. El primer
pasaje en estilo indirecto libre presenta una construcción sintáctica reitera-
tiva, y hasta machacona en el léxico y en su fonética (nótense las rimas: de-
bía, decía, había, debía, decía, podían, decía, volvía, decía, día), lo cual con-
nota perfectamente el torpe discurrir del soñoliento Quintanar. Inmediata-
mente sigue otro segmento, también entrecomillado, y por tanto atribuido
al monólogo de don Víctor, que, sin embargo, aparece con perspectiva de
presente (debe, ha salido, es, cubren, hacen, importa, ha salido, es, deben).
Predominan de nuevo la yuxtaposición y la insistencia de esquemas sintag-
máticos y de léxico. Pero ¿por qué ahora el presente y ya no el imperfecto?,
¿por qué debe de sery no debía de ser, ha salido y no había salido, etc.? Se
produce indudablemente una actualización, un paso del tiempo narrado al
tiempo vivido o comentado, que diría Weinrich. Pero no puede descartarse
que aquí tengamos un pasaje en estilo directo, la consignación de palabras
dichas y no de pensamientos sin formular. Son como constataciones objeti-
vas del personaje y no puras impresiones como en el segmento anterior (el
léxico parece confirmarlo: palabras casi técnicas como orto del sol, precisio-
nes horarias como en la introducción: sietey veinte). No se formula la pre-
gunta implícita ¿qué hora es? El narrador, ya por su cuenta, cierra el párrafo:
«No podía consultar el reloj de bolsillo...». Volvemos a encontrar los motivos
que se han mentado antes: sueñoy pereza, y de nuevo una serie de términos
con connotaciones negativas: niebla espesísima, nubes cenicientas y pesa-
das, muy oscura, demasiada oscuridad.

(38)
Consecuencia de estas consideraciones del personaje, el fragmento si-
guiente girará sobre su actuación:

(4) «Lo mejor será llamar.»


Salió a los pasillos en zapatillas.
—¡Petra! ¡Petra! —dijo, queriendo dar voces sin hacer ruido.
«Petra, Petra... ¡Qué diablos!, cómo ha de contestar si ya no está
en casa... la pícara costumbre, el hombre es un animal de costum-
bres.»
Suspiró don Víctor. Se alegraba en el alma de verse libre de aquel
testigo y semivíctima de sus flaquezas; pero, así y todo, al recordar
ahora que en vano gritaba «¡Petra! », sentía una extraña y poética
melancolía. «¡Cosas del corazón humano!».
—:¡Servanda! ¡Servanda! ¡Anselmo! ¡Anselmo!
Nadie respondía.

La actividad de Quintanar se reduce a los tres hechos expresados con


perfecto: salió, dijo, suspiró. La vana decisión inicial («Lo mejor será llamar»)
se diluye en el durativo Nadie respondía, en imperfecto, que concluye el pa-
saje. Se entreveran, igual que antes, las palabras dichas para sí, como apartes
se-
escénicos, del personaje, expuestas en perspectiva de presente («Lo mejor
rá», «ha de contestar... no está... es»), y además, gráficamente diferenciadas,
puras
las palabras explícitas que profiere (—;¡Petra!, ¡Servanda!, ¡Anselmo!),
suspirar
apelaciones inútiles. Aunque no se indica, la secuencia explicativa del
ectos (se
de don Víctor parece en estilo indirecto libre: lo apoyan los imperf
la del narrador)
alegraba, gritaba, sentía) y la perspectiva del hablante (y no
semivíctima de
en el modo de enfocar las referencias designadas («testigo y
tenía pa-
sus flaquezas» juzgaba Quintanar a Petra, y Su recuerdo en cambio
en la conclusiva
“ ra él «extraña y poética melancolía»). Ello se hace explícito
pasaje, de es-
exclamación interna «¡Cosas del corazón humano!». Este breve
—aunque tan
tructura sintáctica simplicísima, parece indicar con su actividad
el proceso que
leve— una pausa en el discurrir interno de Quintanar sobre
motivos del sueño y
está viviendo. Así, quedan aquí en suspenso la duda, los
la pereza y las connotaciones negativas, relegadas al final sugiriendo la sole-
dad absoluta de don Víctor: Nadie respondía. No dejemos de reseñar las alu-
siones a la expresión trivial del personaje: ¡Qué diablos!, la pícara costumbre,
el hombre es un animal de costumbres, cosas del corazón humano.
Otra vez en el párrafo que sigue surgen las dubitaciones sobre el proble-
ma planteado de la hora:

(5) No hay duda, es muy temprano. No es hora de levantarse los cria-


dos siquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelantado el reloj...?
¡Dos relojes echados a perder en dos días...! Cuando entra la des-
gracia en una casa...
Don Víctor volvió a dudar. ¿No podían haberse dormido los criados?
¿No podía aquella escasez de luz originarse de la densidad de las
nubes? ¿Por qué desconfiar del reloj si nadie había podido tocar en
él? ¿Y quién ¡ba a tener interés en adelantarle? ¿Quién iba a permi-
tirse semejante broma? Quintanar pasó a la convicción contraria; se
le antojó que bien podían ser las ocho, se vistió deprisa cogió el
frasco del anís, bebió un trago según acostumbraba cuando salía de
caza aquel enemigo mortal del chocolate, y echándose al hombro el
saco de las provisiones, repleto de ricos fiambres, bajó a la huerta
por la escalera del corredor, pisando de puntillas, como siempre, por
no turbar el silencio de la casa. «Pero a los criados ya los compon-
dría él a la vuelta. ¡Perezosos! Ahora no había tiempo para nada...
Frígilis debía de estar ya en el Parque esperándole impaciente...
—Pues señor, si en efecto son las ocho no he visto día más oscuro
en mi vida. Y sin embargo, la niebla no es muy densa... no... ni el
cielo está muy cargado... No lo entiendo.

El párrafo se abre y se cierra con palabras directas de Quintanar, en las


que expresa los dos extremos de su incertidumbre. Su experimento de lla-
mar en vano a los criados le ha llevado a la creencia de que es muy tempra-
no. En consecuencia, se le ocurre otra cuestión: ¿Quién me ha adelantado el
reloj? Ante lo absurdo de tal suposición, don Víctor volvió a dudar.Y así pasó
a la convicción contraria: era la hora. Los perfectos señalan los nuevos hitos

(40)
de su actividad rutinaria (se vistió, cogió, bebió, bajó), acompañados con de-
talles precisos que demoran: el ritmo de lo narrado en ampliación progresiva.
Dentro de una sintaxis simple, se ensancha el ámbito de lo adyacente: se vis-
tió deprisa, cogió el frasco del anís, bebió un trago según acostumbraba
cuando salía... y echándose... bajó a la huerta por la escalera... pisando... co-
mo siempre... por no turbar... El estilo indirecto libre —con sus propias for-
mas verbales— sirve para justificar la vuelta a la duda, intensificada con el
movimiento interrogativo: ¿No podían...?, ¿no podía...?, si nadie había podi-
do, ¿quién iba?) y el aplazamiento de la reprimenda a los criados dormidos
(ya los compondría, no había, debía). Pero persiste al final la incertidumbre:
si son las ocho... No lo entiendo. Resuena aquí de nuevo el motivo del sueño
y la pereza (No es hora de levantarse los criados siquiera, ¿no podían haber-
se dormido? ¡Perezosos!) y reaparecen las connotaciones de tipo negativo
que se veían antes: escasez de luz, densidad de nubes y sobre todo las se-
cuencias premonitorias cuando entra la desgracia en una Casa... y NO he vis-
to día más oscuro en mi vida. Aquí parece desgramaticalizarse la locución en
mi vida, es decir «nunca», y anunciar que en efecto este será el día más os-
curo en la vida de Quintanar, porque hay desgracias peores que la de haber-
se descompuesto dos relojes. Indiquemos, por fin, la buscada variación de re-
caza- '
ferentes para evocar al personaje designado: don Víctor, Quintanar, el
dor (en 2), es ahora aquel enemigo mortal del chocolate.
la cuestión
Nuevos datos imprecisos impulsan a Quintanar a reconsiderar
en el párrafo contiguo:

más
(6) Llegó Quintanar al cenador que era el lugar de la cita... ¡Cosa
es-
rara! Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el Parque...? Se echó la
copeta al hombro, y salió de la glorieta.
dio
En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezara,
tres campanadas.
eta en
Don Víctor se detuvo pensativo, apoyó la culata de su escop
la arena húmeda del sendero y exclamó:
ocho menos
—¡Me lo han adelantado! ¿Pero quién? ¿Son las
!
cuarto o las siete menos cuarto? ¡Esta oscuridad...
él tenía
Sin saber por qué sintió una angustia extraña, «también

(41)
nervios por lo visto». Sin comprender la causa, le preocupaba y le
molestaba mucho aquella incertidumbre. «¿Qué incertidumbre?
».
Estaba antes obcecado; aquella luz no podía ser la de las ocho,
eran las siete menos cuarto, aquello era el crepúsculo matutino,
ahora estaba seguro... Pero entonces ¿quién le había adelantado el
despertador más de una hora? ¿Quién y para qué? Y sobre todo,
¿por qué este accidente sin importancia le llegaba tan adentro?,
¿Qué presentía?, ¿por qué creía que iba a ponerse malo...?».

La ausencia de Frígilis y las campanadas de la catedral le hacen ver la


evidencia a don Víctor: no son las ocho, le han adelantado el reloj.Y enton-
ces se encara, preocupado, con otra incógnita. Sobriamente se enumeran los
jalones de la actividad de Quintanar (llegó, se echó, salió, y luego se detuvo,
apoyó, exclamó), en cuyo medio, también en perfecto, sentencia el reloj (dio
tres campanadas), y concluye aquella con sensación involuntaria (sintió una
angustia). Insertados en el conciso relato, resaltan dos secuencias en monó-
logo interno, una al principio y otra al final (ambas con imperfectos), y en el
centro, como eje, en expresión directa (y en perspectiva de presente), la ex-
clamación y la nueva incertidumbre de don Víctor. Aunque no lleve comillas,
el segmento «¡Cosa más rara! Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el Par-
que...?» no puede ser más que reflejo del discurrir íntimo del personaje. En el
períodofinal, junto a la composición yuxtapuesta, se incrementa el movi-
miento interrogativo, que connota la creciente inquietud del agonista. Se
pueden señalar dos grupos de enunciados opuestos entre sí por la locución
adversativa Pero entonces; el primero, caracterizado por sucesivas constata-
ciones que van mostrando el rechazo de la incertidumbre para terminar en
la seguridad (¿Qué incertidumbre? Estaba antes obcecado... aquello era el
crepúsculo... ahora estaba seguro); el segundo, completamente interrogativo,
va desgranando con ritmo acelerado las incógnitas y apuntando a lo esencial
de la escena: se relega el ¿quién?, se inquiere el ¿para qué?y se termina es-
crutando el misterioso ¿por qué?, el porqué de la angustia ya anunciada. To-
dos los términos de connotación negativa notados en los párrafos anteriores
resuenan ahora en la exclamación del pensativo Quintanar: ¡Esta oscuri-
dad...!Y sus agoreras premoniciones se concentran en una angustia extraña

(42)
(que le molesta y le preocupa): ¿por qué este accidente sin importancia le
llegaba tan adentro?, ¿qué presentía?, ¿por qué creía que iba a ponerse ma-
lo?». El aturdimiento del violento despertar, la niebla espesísima, las nubes
cenicientas, la desgracia exterior de los relojes, el día más oscuro que había
visto (motivos de los párrafos anteriores), ahora se condensan en ¡Esta oscu-
ridad!y se interiorizan en el ánimo de Quintanar, en su angustia, en su pre-
sentimiento. También perdura el motivo del sueño en «el reloj de la catedral,
como si bostezara...».Y,por último, notemos, al margen, el contraste entre el
etimológico «me lo han adelantado» de este pasaje con el «adelantarle» del
párrafo anterior: no hay seguridad de que la tuviese en este aspecto Clarín.
Tras este pasaje en que hábilmente Alas ha ido preparando el desenlace,
el descubrimiento de lo que ya se imaginaba el lector, pero no Quintanar, si-
gue el objetivo relato de los hechos que producirán el verdadero despertar
del agonista (no al día por el estrépito del reloj, sino a la realidad psíquica
cruel). Alas lo expone con alejamiento imparcial de observador, el mismo con
que parece Quintanar contemplar los acontecimientos:

(7) Había echado a andar otra vez; iba en dirección a la casa, que se ve-
ía entre las ramas deshojadas de los árboles, apiñados por aquella
parte. Oyó un ruido que le pareció el de un balcón que abrían con
cautela; dio dos pasos más entre los troncos que le impedían saber
qué era aquello, y al fin vio que cerraban un balcón de su casa y
que un hombre que parecía muy largo se descolgaba, sujeto a las
barras y buscando con los pies la reja de una ventana del piso bajo
para apoyarse en ella y después saltar sobre un montón de tierra.
«El balcón era el de Anita.»
El hombre se embozó en una capa de vueltas de grana y esquivan-
do la arena de los senderos, saltando de uno a otro cuadro de flo-
res, y corriendo después sobre el césped a brincos, llegó a la mura-
se
lla, a la esquina que daba ala calleja de Traslacerca; de un salto
y
puso sobre una pipa medio podrida que estaba allá arrinconada,
haciendo escala de unos restos de palos de espaldar clavados entre
a caballo
la piedra, llegó, gracias a unas piernas muy largas, a verse
sobre el muro.
El narrador se desconecta del momento anterior en que «Don Víctor se
detuvo pensativo» y, pasando a otra escena, la introduce con imperfectos
(Había echado a andar, ¡iba en dirección). En ese fluir, se insertan los instan-
tes que marcan, en perfecto, la actividad de Quintanar: oyó un ruido, dio dos
pasos, vio. El relato se hace lento, pormenorizado, como con técnica de sus-
pensión. Podía el autor, sin menoscabo de la información factual, haber es-
crito: «Oyó que cerraban un balcón; era el de Anita; de él se descolgaba un
hombre, etc.». Pero Alas no está comunicando sólo hechos, sino su repercu-
sión sobre los agonistas de la novela. Por ello, procede despacio, desvelando
paulatinamente lo que sucede. Así, aunque la sintaxis no es compleja, abun-
dan los términos adyacentes de tipo diverso en torno a los núcleos de las
oraciones y se amplían también los grupos sintagmáticos menores. Nótense
las construcciones con relativo (la casa, que se veía; un ruido que le pareció;
un balcón que abrían; un hombre que parecía; los troncos que le impedían),
las estructuras nominalizadas con que (vio que cerraban, que un hombre) y
las fórmulas con participios, gerundios o infinitivos (los árboles, apiñados; sa-
ber qué era aquello; sujeto a las barras; buscando la reja; para apoyarse y
saltar). La misma técnica morosa de iluminación sucesiva se observa en el
tránsito de los impersonales sin designación de agente (abrían, cerraban)
hasta su mención concreta (un hombre... se descolgaba). Todo ello refleja la
atención con que asistiría a los hechos el ignorante y atónito Quintanar. Su
intensa contemplación le lleva a constatar en su fuero interno con toda im-
parcialidad: «El balcón era el de Anita».Y a continuación, el enfoque narrati-
vo (como una cámara) se desplaza a ese hombre, todavía no identificado (y
que, con razonable presunción, sabemos quién es, aunque no Quintanar), e
ilumina en primer plano los detalles. Otra vez, el minucioso despliegue, con
perfectos, de sus acciones: se embozó, llegó, se puso, llegó; y otra vez, idén-
ticos procedimientos moratorios y amplificadores, con términos adyacentes,
relativos con imperfecto, gerundios, etc., que hemos visto en el primer seg-
mento del párrafo (en una capa..., esquivando, saltando, corriendo, esquina
que daba, de un salto, sobre una pipa, que estaba, haciendo, palos... clava-
dos, gracias a, a verse). Nótese, además, cómo, en casi todo el fragmento
que consideramos, la visión del narrador sigue un curso lineal, sin saltos ni
soluciones de continuidad: cada detalle viene detrás de otro y se expresan

(44)
con el mismo orden real. Quedan así en escena los dos personajes: don Víc-
tor, escrutando entre los árboles; el otro «a caballo sobre el muro», tranqui-
lo y descuidado. Sólo un dato reiterado insinúa una pista para su iden-
tificación, rasgo que, aunque en boca del narrador, pertenece a la observa-
ción personal del ex Regente: «Un hombre que parecía muy largo», «gracias
a unas piernas muy largas».
Estos datos anuncian la identificación que don Víctor, aparentemente
frío en su papel casi de investigador, lleva a cabo en el párrafo siguiente,
donde el foco vuelve a situarse sobre Quintanar con repliegue rememorati-
vo de anterioridad (le había seguido de lejos, había levantado el gatillo, no
había apuntado al fugitivo):

(8) Don Víctor le había seguido de lejos, entre los árboles; había levan-
tado el gatillo de la escopeta sin pensar en ello, por instinto, como
en la caza, pero no había apuntado al fugitivo. «Antes quería co-
nocerle.» No se contentaba con adivinarle.
A pesar de la escasa luz del crepúsculo, cuando aquel hombre es-
tuvo a caballo en la tapia, el dueño del Parque ya no pudo dudar.
«¡Es Álvaro!», pensó don Víctor, y se echó el arma a la cara.

La vaga sospecha insinuada antes (un hombre que parecía muy largo;
ada (no se con-
unas piernas muy largas: Mesía era muy alto) y ahora apunt
tentaba con adivinarle) conduce al total reconocimiento. Tras los anteceden-
aunque ac-
tes (en que se inserta la apreciación interna de Quintanar), este,
pen los per-
túa un poco por rutina, no deja de saber lo que pretende; e irrum
ten la misma
fectos puntuales (estuvo, no pudo, pensó, se echó). Persis
variaciones designa-
técnica de exposición sosegada, pareja suspensión y las
del Parque). Conti-
tivas (aquel hombre = el fugitivo; don Víctor = el dueño
núa después otra escena:

nado el
(9) Mesía estaba quieto, mirando hacia la calleja, incli
que le
rostro, atento sólo a buscar las piedras y resquicios
servían de estribos en aquel descendimiento.
za
«¡Es Álvaro!»,pensó otra vez don Víctor, que tenía la cabe

(45)
de su amigo al extremo del cañón de la escopeta.
«Él estaba entre árboles; aunque el otro mirase hacia el
Parque no le vería. Podía esperar, podía reflexionar, tiempo
había, era tiro seguro; cuando el otro se moviera para des-
colgarse... entonces.»
«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no se podía vivir, con
aquel cañón que pesaba quintales, mundos de plomo, y
aquel frío que comía el cuerpo y el alma, no se podía vivir...
Mejor suerte hubiera sido estar al otro extremo del cañón,
allí sobre la tapia... Sí, sí; él hubiera cambiado de sitio.Y eso
que el otro iba a morir.» :
«Era Álvaro, ¡y no iba a durar un minuto! ¿Caería en el Par-
que oala calleja...?».

La lentitud narrativa se estanca en compacto estatismo, como si el tiem-


po se detuviese (y lo acusa Quintanar en su interior: tardaba años, tardaba
siglos). El seguro sosiego de Mesía y la indecisión no confesada y durable de
don Víctor imprimen al pasaje esos rasgos de inmovilidad previa a la inmi-
nencia: no hay actividad propiamente, sólo el pensó fugaz de Quintanar rei-
terando su sorpresa. La estructura sintáctica sigue con la misma tónica, den-
tro de su sencilla claridad.
Al principio, en la descripción de Mesía, un solo nú-
cleo: estaba; todo lo demás es un atributo triple (quieto, mirando, atento)
amplificado con adyacentes, que cuando son complejos, se determinan line-
almente por contigúidad (atento a buscar; buscar las piedras y resquicios;
piedras y resquicios que le servían; servían de estribos). Con la transcripción
de la actividad mental de don Víctor reaparecen los imperfectos. El primer
conjunto de enunciados expone una especie de composición de lugar y de
modo de operar: solapadamente, la pasividad (que predominará) se interfie-
re (podía esperar) con el crédulo propósito de acción de Quintanar (cuando
el otro se moviera... entonces). Y como en otros casos, esta serie de la fluen-
cia discursiva se contrapone adversativamente (Pero) con el segundo conjun-
to: «Podía esperar, podía reflexionar, tiempo había» frente a «tardaba años,
siglos, así no se podía vivir». La confusa vacilación entre actuar o no, la inca-
pacidad de decidir tajantemente, la lucha sorda entre graves principios que

(46)
acatar y profundo pacifismo resignado, se plasman figuradamente en esos
mundos de plomo, en ese frío que comía el cuerpo y el alma, en la acezante
sucesión reiterativa de oraciones, y llevan al personaje a preferir imaginativa-
mente (para evitar su pesada responsabilidad) la situación del otro «y eso
que iba a morir». Hay también aquí contraposición al final: «Era Álvaro, ¡y no
iba a durar un minuto!», es decir, era Álvaro («su amigo», como dice más
arriba el narrador), pero no iba a durar un minuto. La cándida ingenuidad de
Quintanar, que imagina ya en cumplimiento su alto deber de matar, le hace
todavía interrogarse con frío cálculo «¿Caería en el Parque oa la calleja...?».
Después de esta escena estática, en que la acción queda detenida con
los agonistas frente a frente (comoel Vizcaíno y don Quijote al final de l, 9),
viene el desenlace:

(10) No cayó; descendió sin prisa del lado de Traslacerca, tranquilo,


acostumbrado a tal escalo, conocido ya de las piedras del muro.
Don Víctor le vio desaparecer sin dejar la puntería y sin osar mo-
ver el dedo que apoyaba en el gatillo; ya estaba Mesía en la calle-
ja y su amigo seguía apuntando al cielo.
—¡Miserable!, ¡debí matarle! —gritó don Víctor cuando ya no era
tiempo; y como si le remordiera la conciencia, corrió a la puerta
del Parque, la abrió, salió a la calleja y corrió hacia la esquina de la
tapia por donde había saltado su enemigo. No se veía a nadie.
Quintanar se acercó a la pared y vio en sus piedras y resquicios la
escalera de su deshonra.

Contrastan al principio la actividad sosegada de Mesía (que cumple


re-
puntualmente sus pasos) y la quietud pasiva de don Víctor (le vio desapa
cielo).
cer; ya estaba Mesía en la calleja y su amigo seguía apuntando al
de Quintanar
Contrasta también, con cierta dolorosa ironía, la vana creencia
(No ca-
al final del párrafo previo (¿Caería...?) con la realidad de los hechos
acostum-
yó). Sigue por ahora el ritmo lento sugerido por el léxico (sin prisa,
junto al nú-
brado, tranquilo, conocido ya) y la acumulación de adyacentes
o en aná-
cleo puntual descendió; persiste el estatismo de Quintanar, apoyad
apuntando).
logos recursos léxicos y sintácticos (sin dejar y sin osar, seguía,

(47)
El conflicto interno de don Víctor se ha resuelto por la senda prevista: la in-
hibición. Pero inmediatamente, con la típica irresolución del personaje, y
cuando ya toda acción está excluida, se le despiertan las ansias de actuar
arrepentido de su inmóvil impotencia. Los grandes propósitos le obligan a
gritar (gritó) y se introducen directamente sus lamentos exclamativos (¡Mi-
serable!, ¡debí matarle!).Y vemos cómo al emplear la forma de pasado debí
(y no la de perspectiva de participación he debido), se insinúa el alejamien-
to del nuevo estado de ánimo respecto a la pasividad anterior. Impulsado
por tal remordimiento, ahora actúa Quintanar aceleradamente, y ello queda
sugerido por la serie de perfectos casi inmediatos (en contraste con el sosie-
go de Mesía al comienzo): corrió a la puerta... la abrió, salió a la calleja y co-
rió... Apuntada por el narrador («ya no era tiempo»), nueva perplejidad in-
vade a don Víctor: No se veía a nadie. Y nueva inspección de los lugares: se
acercó a la pared y vio... la escalera de su deshonra. La cursiva de esta expre-
sión indica el modo tópico con que considera Quintanar su situación. Final-
mente, contrasta la apreciación su enemigo asignada aquí a Álvaro, con la de
su amigo que aparecía en el párrafo anterior; aunque ambas en boca del na-
rrador, señalan (a través de la expresión neutra el otro que allí utiliza Quin-
tanar) el cambio de ánimo del personaje.
Ahora, en el fragmento siguiente, todo en monólogo interno salvo un
breve inciso, se reconocen los lugares y se reconstruye —por así decirlo— la
historia de esa deshonra:

(11) «Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora no veía más que eso; ¡y
cuántas veces había pasado por allí sin sospechar que por aque-
lla tapia se subía a la alcoba de la Regenta!». Volvió al Parque; re-
conoció la pared por aquel lado. «La pipa medio podrida arrima-
da al muro, como al descuido, los palos del espaldar roto forma-
ban otra escala; aquella la veía todos los días veinte veces y hasta
ahora no había reparado [en] lo que era: ¡una escala! Aquello le
parecía símbolo de su vida: bien claras estaban en ella las señales
de su deshonra, los pasos de la traición; aquella amistad fingida,
aquel sufrirle comedias y confidencias, aquel malquistarle con el
señor Magistral... todo aquello era otra escala y él no la había vis-

(48)
to nunca, y ahora no veía otra cosa.»
«¿Y Ana? ¡Ana! Aquella estaba allí, en casa, en el lecho; la tenía
en sus manos, podía matarla, debía matarla.Ya que al otro le ha-
bía perdonado la vida... por horas, nada más que por horas, ¿por
qué no empezaba por ella? Sí, sí, ya iba, ya iba; estaba resuelto,
era claro, había que matar, ¿quién lo dudaba?, pero antes... antes
quería meditar, necesitaba calcular... sí, las consecuencias del de-
lito... porque al fin era delito... Ellos eran unos infames, habían en-
gañado al esposo, al amigo... pero él iba a ser un asesino, digno
de disculpa, todo lo que se quiera, pero asesino.»

Las diferentes ediciones de La Regenta no concuerdan al discriminar la


prosa en estilo indirecto libre y la narración propia. La primera edición en-
globa el inciso narrativo dentro de todo el monólogo (olvida las comillas
después de la Regenta! y antes de La pipa). Otros editores marcan la fronte-
ra del monólogo después de la Regenta! pero omiten señalarla delante de La
pipa y eliminan las comillas al final de otra cosa. En el monólogo de Quinta-
nar hay tres partes. La primera, inspección ocular del exterior, está separada
de la segunda, reconocimiento del interior, por la doble secuencia narrativa
(Volvió al Parque - reconoció la pared) y, sin transición, la tercera expone las
deducciones del personaje. La estructura semántica de las dos primeras es
paralela: se constata la evidencia y se lamenta la previa ceguera. Ello se ma-
nifiesta con ritmo sintáctico reiterativo, por una parte, y por otra exclamati-
vo: «ahora lo veía perfectamente», «ahora no veía más que eso» y «¡cuán-
tas veces había pasado por allí sin sospechar...!» son frases que se corres-
no
ponden con «aquella la veía veinte veces todos los días y hasta ahora
había reparado en lo que era». (Incidentalmente, todas las ediciones rezan
De la
«reparado lo que era», en contra del régimen habitual de reparar en).
moral. La
escala física se traslada Quintanar en la tercera parte a la escala
a la
pared, el espaldar, el tonel, las piedras y resquicios por donde «se subía
repara-
alcoba de la Regenta» eran «símbolo de su vida». Así como no había
cuenta
do en ellos, no había sospechado su función, tampoco se había dado
y
de que la «amistad fingida» de Mesía, su paciencia al «sufrirle comedias
eran tam-
confidencias», su interés en «malquistarle con el señor Magistral»

(49)
bién peldaños de «otra escala»: tampoco «la había visto nunca» y «ahora
no se veía otra cosa». El segmento final del párrafo expone cómo se encara
don Víctor con la evidencia de su deshonra. Por primera vez, desde el penoso
descubrimiento, recuerda al sujeto causante: ¿Y Ana? La exclamación que si-
gue (¡Ana!) implica el mar de confusiones de Quintanar: ¿qué debe hacer? El
conflicto interno, ya planteado antes, entre la razón y el sentimiento, entre
los imperativos éticos y los deberes del honor mundanal, se dibuja ahora en
indecisa alternancia sinusoide, paralela a la producida antes cuando apunta-
ba y no disparaba sobre el blanco incauto y despreocupado de la cabeza de
Mesía. En breves secuencias yuxtapuestas, reiterativas, con ritmo léxico bi-
nario y ternario, se desgranan los sentimientos y propósitos de don Víctor,
enredados, apoyados y destruidos, con rápida y embrollada dialéctica, me-
diante subterfugios de pasividad y ráfagas de indignación. ¿Mataba a Ana o
no? Estaba decidido, pero había que meditar.Y del sustrato jurídico del ma-
gistrado va surgiendo solapadamente la suprema razón inhibitoria, concorde
con su fondo moral: «digno de disculpa..., pero asesino». Hechos, posibilida-
des, obligaciones; fugaces propósitos de acción; acallamiento de objeciones;
pero, sobre todo, la razón (quería meditar, necesitaba calcular).
Llegamos al final del pasaje con el párrafo siguiente:

(12) Se sentó en un banco de piedra. Pero se levantó en seguida: el


frío del asiento le había llegado a los huesos; y sentía una extra-
ña pereza su cuerpo, un egoísmo material que le pareció a don
Víctor indigno de él y de las circunstancias. Tenía mucho frío y
mucho sueño; sin querer, pensaba en esto con claridad, mientras
las ideas que se referían a su desgracia, a su deshonra, a su ver-
gúenza, se mostraban reacias, huían, se confundían y se negaban
a ordenarse en forma de raciocinio.
Entró en el cenador y se sentó en una mecedora. Desde allí se vía
el balcón de donde había saltado don Álvaro.
El reloj de la catedral dio las siete.

Inerte, aturdido, perplejo ante el dilema de su doble perspectiva (matar,


pero es delito), el pobre ex Regente actúa medio inconsciente en cuatro ac-

(50)
tos sucesivos: se sentó en un banco, se levantó, entró en el cenador y se sen-
tó (allí, en el lugar de la cita con Frígilis, ya mentado en 6) y en leve conato
de elaboración mental (le pareció indigno). Se cierra el párrafo con otro he-
cho puntual (también con perfecto) y ya ajeno a don Víctor: «El reloj de la
catedral dio las siete». Los motivos de esos actos, el simultáneo discurrir del
personaje y el escenario en torno, se explican o describen con los habituales
imperfectos y sus correspondientes formas de anterioridad (le había llegado,
sentía, tenía, pensaba, referían, mostraban, huían, confundían, negaban, se
veía, había saltado). Queda hundido, con su irresoluta estupefacción, don
Víctor; ya ni siquiera es él quien ve; el narrador dice «desde allí se veía el bal-
cón de donde había saltado don Álvaro».Y suena el reloj. Aquí concluye el
primer movimiento de la pasión de don Víctor. Lo que sigue en el capítulo
son variaciones (no menos necesarias en la estructura del relato, pero que
aquí no nos interesan): nuevas dudas, primero en soledad y luego en compa-
ñía de Frígilis, hasta su confesión con este que cierra el capítulo (Soy muy
desgraciado; escucha...). En este párrafo vuelven a resonar los leit-motiven
del sueño y la pereza, que venían asomando desde el párrafo segundo, y re-
aparece con nuevas connotaciones el frío que irrumpe en el noveno (cuando
estaba encañonando Quintanar a Mesía). Allí, era «aquel frío que comía el
cuerpo y el alma», con el cual «no se podía vivir». Ahora, el material « frío
del asiento le había llegado a los huesos».Y al mismo tiempo, se funde con
el sueño: «Tenía mucho frío y mucho sueño». Del «sueño dulce y profundo»
de las «ociosas plumas» (párrafo 2), figurada representación de la ignorancia
feliz de Quintanar instalado en la muelle confianza de su amistad con Mesía,
se ha pasado al áspero sueño de la hiriente realidad helada. Don Víctor está
derrotado: la extraña pereza (tan extraña como la angustia del párrafo 6 con
sus presentimientos, tan extraña como la poética melancolía ingenua que en
el 4 experimenta al pensar en Petra), la extraña pereza de su cuerpo, produc-
to del sueño y del frío, se transforma aquí en un egoísmo material (el que
siempre ha dominado a Quintanar) y —teórica reacción de los grandes prin-
se so-
cipios morales— lo reconoce indigno. La penosa introspección a que
mete don Víctor es sólo lúcida en lo que respecta a su estado físico (pensa-
—las
ba en esto con claridad); en cuanto a su situación moral y mundana
pereza,
circunstancias— no podía considerarla «en forma de raciocinio». La

(51)
el sueño, el frío, el egoísmo, en fin, se imponían. Lo otro, la desgracia anun-
ciada en 5, la deshonra descubierta en 10, ahora coronadas in crescendo con
la vergúenza, quedan sumidas en caótico marasmo. Frente al ritmo léxico bi-
nario de las sensaciones (extraña pereza - egoísmo material; frío -sueño) que
se perciben con claridad, las ideas se manifiestan con acumulaciones terna-
rias («que se referían a su desgracia - a su deshonra - a su vergúenza») y
cuádruples (se mostraban reacias - huían - se confundían - se negaban a or-
denarse). Se sentó don Víctor. Todo se aquieta de momento.Y el reloj dio las
siete.
Observemos que desde que sale Quintanar del cenador en busca de Frí-
gilis (en el párrafo 6), cuando el reloj, «como si bostezara, dio tres campana-
das», hasta este momento de las siete, sólo ha pasado un cuarto de hora.
Quince minutos que a Quintanar le resultan años, que le llevan de su incer-
tidumbre ante la oscuridad del cielo, a través de la pausada vivencia de su
deshonra, hasta la irresoluta oscuridad interna con que se deja caer en la
mecedora del cenador.
Gran habilidad de la lengua de Clarín esta densidad temporal psicológi-
ca en tan escasa secuencia de tiempo real, conseguida con procedimientos
simples, pero sutiles. Selección de un léxico adecuado —y dosificado a lo
largo de todo el pasaje— para realzar las sustancias de contenido pertinen-
tes, y reunión sintagmática y contextual de las unidades empleadas en bus-
ca de la concorde manifestación del ritmo de los hechos, las sensaciones y
los pensamientos.

(52)
DEL CAPÍTULO XXX DE LA REGENTA

Siempre que se conmemora un centenario me acuerdo de Clarín. Por parti-


da doble ahora, cuando festejamos el de la obra máxima de Alas. Y me
acuerdo porque nos convertimos en esos «eruditos de centenario en ristre»
que fustigaba don Leopoldo en un Palique (Madrid, 1893, p. 243), ejemplari-
zándolos en Don Hermógenes Panchampla. Era este

«sabio de real orden, profesor de todas las doctrinas herméticas de la


futilidad. Parece un hombre modesto mientras no hace siglos de nada;
esto es, mientras no llega el día en que puede decirse: "Hoy hace tan-
tos siglos empezó a llover y no lo dejó en cuarenta días, de modo que
aquello fue el diluvio”; o bien: "Hace hoy quinientos mil años dio a luz
la reina Maricastañas un robusto príncipe, que fue más adelante el rey
que rabió”; pero, amigo, en llegando esta ocasión, la de un Centenario,
Un volcán, un Etna hecho, un Etna de actividad y de sabiduría, nues-
tro erudito, excediéndose a sí mismo y a Dios padre, empieza a vomi-
tar datos alusivos al glorioso acontecimiento de marras, y no lo deja
hasta que le dan una gran cruz o una rosa de oro en un certamen pú-
blico y notorio».

Y aunque en nuestro caso, estamos todos lejos de pensar en tamañas


Leo-
decorativas recompensas, no deja de sobrecogerme la idea de que don
y
poldo, desde su alta esfera, me esté escuchando, tuerza el gesto o se sonría
exclame irritado: «¡Que me devuelvan La Regenta!».
sólo
Sin embargo, arrostrando tan hipotético y grave riesgo, y pensando
como la
en lo justo y necesario de recordar efemérides de tanta enjundia
el su-
publicación de La Regenta, me atrevo otra Vez a «tocar la rosa», bajo
a pesar de
puesto de que la perennidad de su lozanía no puede marchitarse
ones.
nuestras audaces, bienintencionadas y respetuosas manipulaci
que
La operación que voy a efectuar me temo que no descubrirá más
parcela
mediterráneos, pues me limito a hurgar con cierta calma, sobre una
del 3,3% del territorio de La Regenta, acerca de los procedimientos de con-
figuración del relato, en los aspectos que dejé como parcas apuntaciones en
mi ya tan añejo análisis del libro. El producto que mi bisturí consiga en su in-
quisición no alcanzará a ser un estudio estilístico pormenorizado, ni una des-
cripción lingúística coherente. Puede que tenga de todo, y que, en definitiva,
el conjunto de lo que sigue se reduzca a un mero y pesado comentario im-
presionístico. Pero ni he tenido vagar para más sólidas pesquisas, ni el tiem-
po aquí disponible puede ensancharse demasiado.
Por otra parte, se han acumulado ya tantos trabajos sobre Alas —y los
de este Simposio no por últimos los menores— que resulta difícil evitar las
coincidencias, las semejanzas y hasta los choques en esta copiosa circulación
vial por donde transitamos unos y otros. Con humilde deferencia, cederé la
prioridad del paso a cualquiera que me haya precedido, ignorándolo yo, por
el proceloso tráfago clariniano.
Y sin más advertencias, vayamos al grano que hemos seleccionado.

Los capítulos XXIX y XXX constituyen el último segmento del relato. Acalla-
da Vetusta ante el Magistral después de la espectacular «conversión» de don
Pompeyo Guimarán, levantado el asedio puesto a Ana por don Fermín tras el
episodio poco airoso de la tormenta veraniega en el Vivero, y desasistida la
dama de apoyos firmes para oponerse a la absorción del ambiente, se ha
producido la «caída» de la Regenta. La dúplice relación de ésta —en socie-
dad esposa de don Víctor y en su intimidad amante de don Álvaro— no hu-
biera perturbado la tranquilidad de Vetusta, siempre indiferente y hasta
complacida mientras el légamo del fondo no aflorase a la tersa superficie de
la rutina. Pero, desde su irritado despecho, el Provisor no podía menos de
agitar la pacífica charca para vengarse de los «culpables». ¿Cómo? Logrando
que el vértice ignaro del triángulo, don Víctor, se enterase del asunto y rom-
piese el equilibrio, con todas las consecuencias.
El capítulo XXIX se enlaza con el XXX: la parte final del uno y la inicial
del otro ocupan el funesto día 27 de diciembre, en que don Víctor conoce el
adulterio. El corte entre ambos capítulos se corresponde con su organización

(1541)
no cronológica, sino psicológica. Cada uno consiste en una unidad: el XXIX
(desarrollado desde el 25 al 27 de diciembre) expone los preparativos, mejor
los condicionamientos, que conducen al descubrimiento por don Víctor del
adulterio; el XXX relata sus consecuencias. Cuando al fin Quintanar se dis-
pone a desvelar su infortunio a Frígilis, cierra el capítulo XXIX con escueto
resumen de su situación: «Tomás, necesito que me aconsejes. Soy muy des-
graciado; escucha...». Omite, lógicamente, el autor la narración de lo que ya
sabemos, y, con la habitual técnica del «paso adelante» y «paso atrás», rea-
parecen al principio del capítulo XXX los dos personajes concluyendo sus
confidencias: «Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer», son las pa-
labras de Frígilis. Obsérvese el contraste: «Soy muy desgraciado», frente a
«mira lo que vas a hacer».
El capítulo XXX contiene tres unidades narrativas bien diferenciadas. La
primera abarca las últimas horas del día 27 de diciembre y las siguientes de
la madrugada (pp. 885-903); la segunda se extiende desde el 28 al 31 con la
muerte de Quintanar (pp. 903-914); la tercera, lo que llamamos epílogo (y
que en verdad alarga considerablemente la dimensión media de los capítu-
los), narra lo sucedido en el cuarto año del relato (pp. 914-929).

A) Esta unidad enfoca esencialmente a don Víctor: conversación con


ión
Crespo, visita del Magistral y soledad de Quintanar (salvo la fugaz aparic
de Ana). El primer fragmento (pp. 885-888) comienza con las últimas pala-
del
bras de advertencia de Frígilis, cuando su amigo no osa coger el aldabón
ami-
portal, como «si fuera de hierro líquido». Tras el diálogo entre ambos
n en el
gos, el narrador explica la situación: «Llegaban de la estación; estaba
interno,
portal...». El estado de ánimo de Quintanar se expone en monólogo
la repro-
que recoge los argumentos expuestos por Frígilis, y luego mediante
to paso atrás, se
ducción de los antecedentes de su conversación. Con explíci
“ vuelve textualmente al comienzo del capítulo:

el camino
«Después de este diálogo, parte del cual mantuvieron por
Quintanar
de la estación a casa, y parte dentro del portal, fue cuando
s exclamó:
se acercó a la puerta para coger el aldabón, y cuando Frígili
—Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer».

(155)
Aquí consigna el narrador el estado de ánimo y los secretos proyectos
de Crespo. Por fin, el ex regente se decide a llamar, se despide de su amigo y
queda solitario: medita para sus adentros sobre Frígilis («es la única persona
que me quiere en el mundo... ¡y es egoísta! ») y, cuando entra en casa, «se le
figuró que del patio salía una corriente de aire helado...» (p. 889).
El segundo fragmento (pp. 889-902) presenta mayor complejidad. Em-
pieza con la aparición inesperada de don Fermín (Quintanar, al cerrar la
puerta, «vio que entraba en su casa un fantasma negro, largo»). Con ello, en
la perspectiva del relato, enfocado sobre don Víctor, se interfiere el primer
plano del Magistral. La reacción del ex regente ante el adulterio ya se cono-
cía; ahora era necesario exponer el punto de vista de don Fermín. La escena
queda envuelta entre la sorpresa de don Víctor y la reprimida furia del canó-
nigo. Los temores de don Víctor, anunciados con la impresión de sentir «una
corriente de aire helado» al entrar en el patio, se van sugiriendo e intensifi-
cando sucesivamente con expresiones oportunas: «un temblor frío» recorre
el cuerpo de Quintanar, sintió un «miedo vago, supersticioso», «el temblor
de Quintanar era ya visible», «daba diente con diente», «con los ojos muy
abiertos y pasmados». Miedo, frío y pasmo que son contrapunto del cálculo
y la ira del Magistral: saluda con «voz melosa y temblona», mantiene «un
ademán gracioso y enérgico al par», parece «un desenterrado», se le ve «pá-
lido» con ojos que presagian un «mal incierto», «se ahogaba», «no podía
separar la lengua del cielo de la boca», y pide «un poquito de agua». En es-
tas circunstancias, el diálogo se inicia elusivo, difícil, entrecortado y salpica-
do con los incisos del narrador y las reflexiones en monólogo interno de los
dos personajes: «Pero este hombre ¿no sabe nada?», etc.
El agua que ofrece don Víctor «estaba llena de polvo, sabía mal. Don
Fermín no hubiera extrañado que supiera a vinagre». La pausa del agua
rompe el relato y sirve para introducir los antecedentes del estado de ánimo
del Magistral. Larga, pero ineludible interferencia (pp. 890-897), esta reme-
moración del «calvario» de don Fermín («mientras bebía el vaso de agua y
se limpiaba los labios pálidos y estrechos, sentía pasar las emociones de
aquel día por su cerebro, como un amargor de purga»), en la cual se da
cuenta de sus idas y venidas, se reconstruyen sus reflexiones, sus proyectos,
el obligado silencio ante su madre, hasta que a la noche «llegó al caserón de

(56)
los Ozores, vio a don Tomás Crespo desaparecer por la plaza, entró en el
portal y se decidió a saludar a don Víctor», «dispuesto a hablarle», «a insi-
nuarle la venganza necesaria», pero sin saber «cómo empezar».Y otra vez
se vuelve atrás, al relato de la entrevista, al «agua»: «Cuando acabó de be-
ber el vaso de agua que sabía a polvo, el Magistral aún no sabía lo que iba a
decir» (897), y volvemos al «pasmo» de don Víctor: «los ojos de Quintanar
seguían preguntando pasmados». Se prosigue, en realidad se inicia, el diálo-
go, convertido por el Magistral en hábil pesquisición de lo que quería saber
y en solapada insinuación de lo que pretendía conseguir: que don Víctor re-
accionase desde el «honor» («¿El mundo dice...? ¿Vetusta entera habla...?
»). Abandonando las palabras textuales, el narrador comprime los argumen-
tos capciosos y bífidos del canónigo, y concluye, al despedirse el Magistral,
con las últimas frases de este, solemnes y sinuosas «como sacerdote de
ópera» («si ese infame... volviera esta noche... ¡nada de sangre, don Víctor,
nada de sangre! »).
El tercer fragmento (pp. 902-903) deja a Quintanar en la soledad de sus
reflexiones, sólo interrumpida por la aparición de Ana, «pálida», de «peina-
dor blanco», sin hacer «ruido al andar», mirando «con una fijeza que daba
escalofríos». Era verdaderamente un «fantasma», contrastando su blancura
con la «negra y larga» irrupción anterior de don Fermín. Tras cuatro palabras
sobre la visita, Ana se retira, también fantasmalmente.Y don Víctor se dispo-
ne a la vigilancia en el Parque, decidido a lo que «el Magistral le había suge-
por
rido sin querer», «satisfecho ante su resolución». No obstante, vencido
cama» y
el frío y por el sueño, a las cuatro, sin conciencia de nada, «buscó la
«se quedó dormido».

giro
B) Con la segunda unidad del capítulo (pp. 903-914), se imprime un
El tema
brusco de perspectiva («Aquella tarde no asistieron al Casino...»).
desarrollan
central es el duelo entre Quintanar y Mesía. Sus preparativos se
e

y di-
como en dos versiones expuestas sucesivamente: una, entre los dimes
en que el narra-
retes de Vetusta proferidos en el Casino, y otra, más precisa,
de vista y de ac-
dor confirma lo averiguado en la primera, desde el punto
y rápido, el re-
tuación de Frígilis.A continuación, con ritmo más bien sobrio
del duelo.
lato se vuelve casi documental y concluye con el desenlace

(57)
A lo largo del pasaje precedente había dominado el tono trágico: los dos
agonistas enfrentados —Quintanar y De Pas— sufrían en el propio espíritu
la amargura y la laceria del desencanto o la rabia impotente. Ahora, en el tra-
mo inicial de esta nueva unidad, el asunto del adulterio queda degradado en
frívolo suceso, pasto suculento de la insaciable curiosidad de los contertulios
del Casino. Reaparece así la ironía, el sarcasmo. Era obligado contemplar có-
mo reaccionaba Vetusta, cómo se resquebrajaba la costra de rutina y emer-
gía el cieno latente de las pasiones miserables, al adquirir estatuto público lo
hasta entonces oculto aunque consabido.
La reunión del Casino se plasma en narración entreverada de comenta-
rios explicativos del autor y de vivos diálogos que reflejan la avidez de noti-
cias y la petulancia de los socios. Calculadamente, gradualmente, entre cá-
balas, declaraciones, deducciones, se van recomponiendo los hechos entre
«aquellos señores» constituidos «en sesión permanente», como graves va-
rones de un gobierno en estado de alerta: ¿qué pasaba? ¿qué iba a pasar? Al
tercer día («Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no se sabía nada»), Joaqui-
nito Orgaz «reventó» y expuso su puntual informe: el duelo a muerte «iba
de veras».
Aplacada así el ansia de los vetustenses de estar al cabo de la calle, el
narrador los abandona, y por su propia cuenta legitima los datos («En gene-
ral, Joaquinito estaba bien enterado» —909—). Da una versión más veraz,
aunque escueta, de los preparativos del duelo, retoma la actividad de Frígilis
desde que se separó de don Víctor, y aclara la actitud respetuosa que ante
Crespo adopta Mesía y la cínica disposición de este a la huida. Paulatina-
mente el ritmo sintáctico se resuelve en breves enunciados de estructura
muy simple, y el léxico se desnuda hasta lo esencial: en una sola página se
comprimen los tres días de afanosas diligencias de Crespo y los otros padri-
nos del duelo (910). Obsérvese, por ejemplo, la condensación de este pasaje,
ordenado con puntual rigor cronológico, y en que, de todos los actuantes,
sólo se mencionan los dos protagonistas del duelo:

«No hubo más remedio.


Mesía, a regañadientes, y ocultando el pavor como podía, buscó sus
dos padrinos.

(58)
Se convino que el duelo fuera a sable. Pero no parecían sables útiles.
Además, surgieron dificultades sobre ciertos pormenores.Y así pasó
un día.
Al siguiente por la mañana se acordó que se batieran a pistola.
Don Víctor formó entonces su plan. Se alegró de que fuese el duelo a
pistola.
Pero tampoco parecían pistolas de desafío.Y pasó otro día».

Nótese también cómo en este compacto resumen se desgranan los días


(«Y así pasó un día.Y pasó otro día»), paralelamente a cómo sucede entre
los contertulios del Casino («Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no se sabía
nada»). Pasó, pues, el día 30.Y al siguiente, vuelve el relato a Quintanar pa-
ra consignar su estado de ánimo y sus decisiones «después de pasar setenta
horas en la cama», entre «impaciente» y «angustiado». Había decidido no
matar a su contrario: «Le dejaría cojo. Tiraría a las piernas. El otro no era pro-
bable que le hiriese a él tirando a veinte pasos; tendría que ser por una Ca-
sualidad» (911).
Y comienza, con movimiento maestoso, el segmento final de esta uni-
dad. Su desarrollo es demorado, pero conciso:

«Sin que Ana sospechase nada, porque Mesía había cumplido su pala-
bra, dada a Frígilis, de despedirse por escrito para un viaje electoral, ur-
gentísimo y breve; sin que Ana sospechase por lo menos que se trata-
casa
ba de la vida o la muerte de su esposo y de su amante, salió de
la hora
don Víctor por la puerta del Parque acompañado de Frígilis, a
en que solían ir de caza».

ir de caza)
Lo que era un acto habitual de Quintanar (el madrugón para
ida en los ad-
“ aparece aquí contrastado con la nueva penosa situación, resum
l salió: «Sin que
yacentes reiterados y paralelos que preceden al núcleo verba
lo menos...».
Ana sospechase nada... — sin que Ana sospechase por

na estaba
«En la calleja de Traslacerca les esperaba Ronzal. La maña
a.
fría y la helada sobre la hierba imitaba una somera nevad

(1597)
En la carretera de Santianes les esperaba un coche; dentro de él esta-
ba Benítez, el médico de Ana.Al verle don Víctor palideció, pero en na-
da más se pudo notar su emoción.»

Sigue el ritmo paralelo. «En la calleja... — En la carretera...»; Ronzal — Be-


nítez. Y dos datos que se corresponden: el frío y la helada externos se refle-
jan en la palidez de don Víctor.

«Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje, a las tapias del Vivero. Se
apearon, y rodeando la quinta del Marqués, entraron en el bosque
donde meses antes don Víctor había buscado a su mujer ayudado del
Magistral. «¡Cuántas cosas se explicaba ahora que no había compren-
dido entonces!». No importaba; la verdad era que del furor que en su
corazón había hecho estragos después de la visita nocturna de don
Fermín, ya no quedaban más que restos apagados: ya no aborrecía a
don Álvaro, ya no se figuraba imposible la vida mientras no muriese
aquel hombre: la filosofía y la religión triunfaban en el ánimo de don
Víctor. Estaba decidido a no matar».

En este párrafo se consignan tres momentos: «llegaron» al Vivero, «se


apearon» y «entraron» en el bosque. El espacio evoca los recuerdos de don
Víctor, y este, al cotejo del pasado con el presente, se reafirma en su decisión
(no matar), manifestada en la insistente reiteración («ya no quedaban... — ya
no aborrecía... — ya no se figuraba...»). En el párrafo siguiente se repite la es-
tructura paralela. Hay también tres datos: «llegaron» al bosque, «había una
meseta», «sitio suficiente para...». Esta puntualización («treinta pasos») da
lugar a que —en contraste con las evocaciones precedentes que surgen en
Quintanar— aparezcan los detalles fríos y objetivos decididos por los padri-
nos:

«Llegaron a lo más alto del bosque; allí había una meseta, y, en un cla-
ro, sitio suficiente para medir más de treinta pasos. Las últimas condi-
ciones del duelo eran estas: veinticinco pasos, pudiendo avanzar cinco
cada cual. Valía apuntar en los intervalos de las palmadas, que habían

(60)
de ser muy breves. Lo cierto era que Fulgosio, el coronel, nunca había
presenciado un duelo a pistola, aunque él aseguraba haber asistido a
muchos, y Ronzal y Bedoya en su vida habían intervenido en semejan-
tes negocios. Frígilis sólo había visto el duelo frustrado de Mesía.
Aquellas condiciones las había copiado el coronel de una novela fran-
cesa que le había prestado Bedoya. Lo único original allí era que Ful-
gosio juraba que su honor de soldado no le permitía autorizar un si-
mulacro de desafío, y que el duelo a pistola y a tal distancia y a la voz
de mando sin apuntar y entre dos primerizos, pues primerizo era tam-
bién Mesía a pistola, sería la carabina de Ambrosio. Bedoya pensó que
don Víctor era buen tirador, pero no se atrevió a presentar objeciones
a su colega. La parte contraria tampoco tuvo nada que decir».

En violento contraste con el tono general del pasaje, la mención de las


condiciones del duelo establecidas por los padrinos origina el distanciamien-
to del narrador, que ahora se recrea irónicamente en ellos, aflojando por un
momento las riendas del pausado ritmo sintáctico. Pero las recupera inme-
diatamente:

«Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyos
ieron en-
encontraron solo el terreno. Quince minutos después aparec
don
tre los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos, más el señor
y su
Robustiano Somoza. Mesía estaba hermoso con su palidez mate,
traje negro cerrado, elegante y pulquérrimo».

ación
La lenta procesión de los acontecimientos va a concluir, y la reiter
a lo más al-
léxica lo manifiesta: antes «llegaron» al Vivero, luego «llegaron»
encontraron sólo
to del bosque, ahora, en fin, «cuando llegaron a la meseta
párrafos preceden-
“ el terreno». Las connotaciones emocionales sugeridas en
ibuyen al tono de-
tes (fría, helada, nevada, palideció) prosiguen aquí y contr
momento, pre-
solado (árboles desnudos, palidez mate de Mesía). Y en este
Quintanar para
y sentes los contrarios, el narrador se concentra de nuevo en
iluminar su interior:

(61)
«A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel
instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono...! como
Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de triste-
za; «¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a disparar sobre
aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diez años antes
la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estas horas tran-
quilo en el Tribunal Supremo o en La Almunia de don Godino...! Todo
aquello de matarse era absurdo... Pero no había remedio. La prueba
era que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano...».

La típica inestabilidad emocional de Quintanar, que había pasado del fu-


ror inicial —patente en los prolegómenos del duelo («se empeñaba en ba-
tirse», «¡Ni un día se ha de aplazar esto!», 910)— a su decisión de no matar,
ahora estalla en el extremo opuesto («se le saltaron las lágrimas», «¡perdo-
no!»). Ya no es sólo «la filosofía y la religión» las que triunfan (911), es la
«tristeza», el sentimentalismo, la innata bondad, lo que ante la visión de
Mesía (apuntada en el párrafo precedente y aquí manifiesta desde dentro:
«aquel guapo mozo») le lleva a considerar que «todo aquello de matarse era
absurdo»; pero acepta, como Jesús, su sino («no había remedio») y siente
«la pistola fría en la mano» (otra vez la insistencia léxica en la frialdad; y
otra vez la reiteración del ya definitivo: «ya le llamaban — ya le ponían»). De
Quintanar por dentro ya no sabremos más: ahí queda, como figura central
de la escena, aceptando digno el sacrificio.Y el narrador pasa a los demás
personajes, en bloque, pero destacando, como es lógico, a Frígilis:

«Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, la


de que Mesía tuviera valor para disparar y, por casualidad tam-
bién, herir a Víctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar al dejar-
le en su puesto de honor.
Y se separaron testigos y médicos a buena distancia, porque to-
dos temían una bala perdida».

Y a continuación, el narrador enfoca a Mesía: desde su personal perspec-


tiva contemplaremos el curso del duelo:

(62)
«Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta idea aumentó su pavor; re-
cordó que aquella piedad sólo le acudía en las enfermedades graves,
en la soledad de su lecho de solterón...
Frígilis estaba asustado del valor de aquel hombre. Mesía mismo se
explicaba mal cómo había llegado hasta allí.
Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin ver
nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y en
seguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón
ajustado del petimetre».

En fuerte contraste con el de Quintanar, el estado de ánimo de Mesía se


presenta, como era de esperar, según los antecedentes del relato (909, «él
tenía mucho miedo», «le horrorizaba la idea de verse frente a frente de don
Víctor», «debía huir», 910 «ocultando el pavor como podía»). Su explícito
pavor (aunque exteriormente no se trasluzca y hasta su aparente valor sor-
prenda a Crespo) se insinúa además en el triple detalle «sin verle —sin ver
nada— sin fuerza para». Pero el disparo le transforma:

«Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robus-


to, la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación des-
pertó con ímpetu. Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar
iba a matarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!
tan
Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintió
cre-
bravo como cualquiera. ¡Era la corazonada! El pulso estaba firme;
sua-
ía tener la cabeza de don Víctor apoyada en la boca de su pistola;
ado el
vemente oprimió el gatillo frío y... creyó que se le había dispar
corazo-
tiro. «No, no había sido él quien había disparado, había sido la
nada».

to: la corazona-
Como en sus aventuras amorosas, Mesía obra por instin
egoísmo y suerte.
da. En sus reflexiones, frente a las de don Víctor, sólo hay
ni un amago de
No piensa en el «otro» más que como «el gran cazador»;
conmiseración, del me nor sentimiento. La narra
ción —salvo los breves inci-
sos interno s— es pura constatación de un comporta
miento. Los dos párra-

(63)
fos discurren en forma paralela: «Mesía sintió — Mesía avanzó»; «la sangre
bulló» — «se sintió tan bravo»; «el instinto de conservación — la corazona-
da», y en consecuencia: «había que defenderse — no había sido él».Y llega el
desenlace, expuesto con aséptica y contundente brevedad:

«Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la yerba cu-
bierta de escarcha, y mordía la tierra.
La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaba llena».

En tan parca constatación, resuena, sin embargo, con el vocablo escar-


cha, toma la cruda teoría de términos afines que han venido apareciendo
desde el comienzo (frío, helada, etc.).Y en lo que sigue, ya en la casa, el rela-
to cambia ligeramente de tono: reaparece el estilo directo del diálogo y has-
ta —en medio de tanta desolación— apunta alguna nota de ironía (la refe-
rente al pronóstico del médico):

«Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nueva del Vi-
vero, adonde se trasladó como se pudo, el cuerpo inerte del digno ma-
gistrado. Yacía don Víctor en la misma cama donde meses antes había
dormido con el dulce sueño de los niños.
Alrededor del lecho estaban los dos médicos; Frígilis, que tenía lágri-
mas heladas en los ojos; Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosio, lle-
no de remordimientos. Bedoya había acompañado a Mesía, que pocas
horas después tomaba el tren de Madrid, tres días más tarde de lo que
Frígilis había pensado.
Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado
y triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribun-
do.Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo.
—¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor...?
Frígilis miró a Pepe como si no le conociera; y como hablando consigo
mismo dijo:
—La vejiga llena... La peritonitis de... no sé quién... Eso dicen ellos.
—+¿La qué, señor?
—Nada... ¡que se muere de fijo!

(64)
Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a oscuras, para llorar a solas.
Poco después Pepe vio salir al coronel Fulgosio y detrás a Somoza el
médico.
—-+¿Y trasladarle a Vetusta...? —decía el militar.
— ¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde de fijo.
Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a sus enfermos.
Esta vez se equivocó dándole a don Víctor más tiempo de vida del que
le otorgó la bala de don Álvaro.
Murió Quintanar a las once de la mañana».

C) Podía muy bien haber terminado aquí la novela. Sin embargo, no es así:
se prolonga con quince páginas más en lo que llamamos epílogo, tipográfi-
camente ya separado de lo que antecede por una línea de puntos. Ello indi-
ca, claro es, que esta tercera unidad dentro del capítulo XXX representa un
corte en el relato, y la exposición de circunstancias nuevas. Estas páginas,
con todo, están justificadas. Desde el fatídico 27 de diciembre (al final del
XXIX) no ha aparecido la Regenta más que de soslayo y superficialmente. No
sabemos nada de su estado de ánimo después del descubrimiento de su adul-
terio. Se habían consignado las reacciones de don Víctor, de don Fermín, del
ágora laica de Vetusta y hasta la esperable y frívola de Mesía, pero nada se ha-
bía dicho de Ana. Por ello, era imprescindible este epílogo, en verdad —como
dijimos hace tiempo— «una especie de resumen de la novela»: «Vetusta si-
gue igual, no ha pasado nada. Sólo la Regenta en su soledad, don Fermín en
la suya. Los que tientan a los dioses, queriendo salir de la niebla, reciben su
castigo». Recordemos que el epílogo comprende el cuarto año del relato,
desde enero —tras la muerte de Quintanar— hasta octubre —y en la cate-
dral, cerrándose así el ciclo por donde había comenzado—. Como de cos-
situa-
tumbre, la narración adopta el procedimiento del paso atrás. La nueva
con-
* ción comienza a exponerse en el mes de mayo, cuando Frígilis pretende
se
vencer a Ana para que renuncie a su reclusión voluntaria. Para justificarla,
insertan los antecedentes, primero en resumen:

(«Ocho días había estado Ana entre la vida y la muerte, un mes ente-
pade-
ro en el lecho sin salir del peligro, dos meses convalenciente,

(65)
ciendo ataques nerviosos de formas extrañas, que a ella misma le pa-
recían enfermedades nuevas cada vez»),

y luego en detalle: el espanto de Ana «adivinando la verdad» cuando Crespo le


anuncia que Quintanar «estaba herido allá en las marismas»; su desmayo al
conocer «la muerte del esposo» y, tres días después —al leer la carta falsa y
cínica de Mesía—, el inicio de su enfermedad —entre fiebre, delirios, remordi-
mientos y terrores—, y sus luchas internas, cuando con la mejoría recobra la
lucidez y experimenta graves dificultades para seguir los consejos de Benítez y
de Frígilis. El entorno de Ana ha quedado reducido a estos dos personajes.

«Y nadie más hablaba, porque Anselmo apenas sabía hablar, Servanda


iba y venía como una estatua de movimiento... y los demás vetusten-
ses no entraban en el caserón de los Ozores después de la muerte de
don Víctor» (918).

Cambia la escena, volviendo a los vetustenses, y se reanuda el tono crí-


tico e irónico que se había empleado en el pasaje del Casino cuando los pre-
parativos del duelo. Allí el narrador se había ceñido a la sociedad media; aho-
ra se concentra más bien en las reacciones de la «clase», indignada ante
«aquel gran escándalo que era como una novela»: según era presumible, de
la sima de los recuerdos colectivos resurge pujante la sentencia que en la
adolescencia de Ana habían dictado sin apelación: ¿qué se podía esperar de
«la hija de la bailarina italiana»? «No fue a verla nadie» (920).Y en este ais-
lamiento, también preferido por ella, «la Regenta no tuvo que cerrar la puer-
ta del caserón a nadie, como se había prometido, porque nadie vino a verla».
Tras la explicación de la soledad, buscada por Ana, pero decretada antes por
Vetusta, continúa la exposición de la intimidad de la Regenta y el propósito
de Frígilis, de acuerdo con Benítez, de procurar distraerla.Y con esto se vuel-
ve al principio:

«por eso la rogaba que saliese con él a paseo cuando llegó aquel
mayo risueño, seco, templado, sin nubes, pocas veces gozado en Ve-
tusta» (921).

(66)
Se entreveran de nuevo más antecedentes, más comentarios del «gran
mundo», mientras se esfuerzan Frígilis y Benítez en procurar la distracción
de Ana, condensando todo ello en pocas líneas:

«Así vivía Ana.


Benítez desde que desapareció el peligro inminente visitó menos a la
viuda.
Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez tenían cariño al ama, pero eran
incapaces de mostrarlo. Obedecían y servían como sombras. Le hacía
más compañía el gato que ellos.
Frígilis era el amigo constante, el compañero de sus tristezas. Hablaba
poco.
Pero a ella la consolaba el pensar: “Está Crespo ahí”. /.../
Se había prometido no salir de casa, y la casa empezaba a parecerle
una cárcel demasiado estrecha» (924).

Hasta aquí ha predominado la descripción de un período de tiempo —cen-


trado en el mes de mayo—, y por ello el empleo del imperfecto. Ahora el re-
lato se hace más puntual. Hay un segmento de transición: «Una mañana
despertó pensando que aquel año no había cumplido con la Iglesia...» (925).
El subterfugio para abandonar su reclusión es la vuelta a la «piedad mecáni-
ca»; así podía «faltar a su promesa de no salir jamás de casa».Y llega el final,
con las resonancias del comienzo de la novela:

«Llegó octubre, y una tarde en que soplaba el viento Sur pere-


zoso y caliente...» (925).

De nuevo en la catedral («¡Cuánto tiempo hacía que ella no entraba


s,
allíl»), resurgen en Ana las añoranzas de fe, de ternura, de místicas lágrima
pun-
en fin, el estallido de la histeria. Reaparece el monólogo interno, contra
eterno.Y
to del silencio, de la soledad, de la penumbra, de lo inmóvil, de lo
tantos
allí («El Magistral estaba en su sitio», 927), el encuentro, después de
por dentro don
meses, de las dos turbulentas soledades («¡Es Ana!» ruge
de las dos
Fermín). Sin palabras, asistimos a la violenta entrevista, al choque

(67)
fuerzas, expresado hábilmente en un diálogo de ademanes, gestos, rumores,
crujidos y silencios; diálogo tenso y lento, mientras «pasaban segundos, al-
gunos minutos muy largos», y que termina con la energía voluntariosa de la
salida del canónigo («aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y
llegóa la sacristía sin caer ni vacilar siquiera») y la espantada caída sin sen-
tido de Ana («vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento del
mármol blanco y negro»).Y ya el colofón, la cruel escena de Celedonio, agrio
contrapunto que cierra definitivamente el capítulo y la novela.

(68)
CLARÍN Y LA LENGUA

Es evidente que a Clarín le preocupó el lenguaje. Todo escritor necesaria-


mente tiene que interesarse por el instrumento que maneja, conocer sus po-
sibilidades, saber las piezas que lo componen, las relaciones establecidas en-
tre ellas, e incluso puede introducir en él modificaciones, como cualquier ar-
tesano que trabaja con un útil o herramienta. Sin embargo, la lengua no es
un martillo ni un berbiquí (aunque con ella se pueda en ocasiones machacar
y perforar, y el mismo Clarín lo hizo a veces en su labor de crítico). La lengua
se singulariza por ser no sólo un instrumento de comunicación y de expre-
sión, sino también un resultado de esas operaciones. Con el martillo se cla-
vará un clavo o se cincelará un objeto de cobre, pero instrumento y resulta-
do son objetos diferentes. La lengua es un instrumento, y el resultado de
emplearlo, al hablar o al escribir, es también lengua, un producto que desde
otros puntos de vista podemos considerar como una frase, un poema, un
diálogo, una novela.
Clarín, crítico y, a la vez, según suele decirse, escritor de creación, esto
es, poeta (aunque no en verso), tenía que ocuparse frecuentemente con esos
dos aspectos fundamentales de la lengua. Como poeta, lo que creía y opina-
ba sobre la lengua no nos lo dice expresamente: ahí está su obra, que, anali-
zada con minucia que llevaría largo tiempo, nos mostraría los resultados de
lengua a que aspiraba Clarín y los procedimientos empleados para ello con
el instrumento lingúístico que manejaba. Como crítico, en cambio, cuando
juzga el manejo y los productos de la lengua en otros escritores, no tuvo
más remedio que manifestar directamente lo que pensaba. Claro es que a
pesar de ser su obra crítica de gran extensión, no encontraremos en ella re-
ferencias explícitas muy frecuentes ni amplias sobre el lenguaje, ni como re-
sultado de creación ni como instrumento utilizado para esos fines, sino sólo
apuntes o alusiones.
Desde hace bastantes años solemos distinguir en el lenguaje dos aspec-
tos que denominamos técnicamente con los términos de «lengua» y «ha-
lin-
bla»: esta consiste en cada uno de los actos individuales de expresión

(69)
gúística, ya oral, ya escrita. Lengua, por el contrario, es el modelo a que todos
los hablantes de una misma comunidad nos ajustamos con objeto de enten-
dernos. Como todas las partidas de ajedrez, o de tute, son diferentes, así los
actos de habla son diversos; pero las reglas del juego son siempre las mis-
mas, y la lengua que preside los actos de habla es necesariamente idéntica.
Este modelo social que es la lengua no implica que lo imponga nadie, a no
ser la sociedad o comunidad lingúística entera, que por común consenso
mayoritario lo acepta. Pero existen determinados organismos que, haciéndo-
se representantes de la comunidad de hablantes, han tendido a codificar el
uso de la lengua y darle normas.
De estos intentos procede la gramática normativa, la gramática tradi-
cionalmente académica, que pretende juzgar el habla individual de cada uno
ajustándola a un rasero inviolable e intangible. Veremos después lo que Leo-
poldo Alas pensaba de todo esto, cierto que sin emplear la terminología que
ahora hemos usado, y lo que dice del habla individual y de la lengua como
entidad social abstracta o como norma que no se debe transgredir. Este úl-
timo aspecto es el que en apariencia le preocupa en primer lugar, puesto que
como crítico o juez su labor consistía en juzgar según ciertas reglas, en nues-
tro caso las del lenguaje.
Dentro de una comunidad lingúística, así como existen diferencias si-
quiera mínimas entre las hablas individuales, también se aprecian diversas
variedades de grupos a las que llamamos dialectos, que poco a poco van
siendo absorbidos por la norma general. El siglo XIX, imbuido de ro-
manticismo, ansioso de valorar todo producto del llamado Volksgeist, tendió
también a dar vigor y savia nueva a esas modalidades lingúísticas de área
más reducida y sin cultivo, o casi sin cultivo, literario, bien por su trasfondo
cultural rústico, bien por carecer del soporte político de una nacionalidad pe-
culiar. Habrá que detenerse en la opinión de Clarín sobre estas lenguas sin
independencia política, en las posibilidades de desarrollo que veía en los dia-
lectos, en la relación que las variedades regionales debían mantener con la
lengua general.
Estos y otros puntos acerca del lenguaje atraen la atención de Alas. Me-
rece la pena detenerse en ello, aun sin desconocer que Clarín carecía de la
formación científica de un lingúista y que probablemente sólo supo de los

(70)
problemas propios de la lingúística a través de los temas que por su natura-
leza caían también dentro de la competencia de los filósofos. Estos, en efec-
to, se ocupaban necesariamente del lenguaje, como hecho psicológico que
es. De los filósofos, y no del trato directo con obras de filólogos, deben de
proceder las opiniones sustentadas por Alas, junto con sus personales refle-
xiones. En todo lo que sigue, no ha de olvidarse que no estamos examinan-
do el cuerpo de doctrina de un teórico del lenguaje, sino las manifestaciones
al paso, sin constituir sistema coherente, de un escritor, que como tal está
obligado a meditar, consciente o inconscientemente, sobre la lengua, de un
crítico que por tanto tiene que juzgar las hablas de los demás. Por consi-
guiente, las referencias a la lengua desparramadas por la obra de Alas se
constriñen más a detalles concretos que a los grandes problemas generales
del lenguaje.Y en esto, salvadas las diferencias entre aficionado inteligente y
especialista científico, no deja de estar Clarín dentro de la línea preponde-
rante de los lingúistas de su siglo, más propensos, salvo excepciones, al estu-
dio de pormenores que al de los rasgos inmanentes del lenguaje. Aferrados
en general al método positivista, examinaron con minucia las piezas aisladas
de la lengua, y así, sin perderse en discusiones sobre el origen y la esencia del
lenguaje, hicieron avanzar considerablemente nuestra ciencia. Sólo algunos
lingúistas o filósofos se detuvieron a analizar los otros problemas: ¿qué es la
lengua?, ¿cuál es su origen?
Precisamente este asunto, el origen del lenguaje (que en realidad cae
fuera del dominio de la ciencia lingúística), fue objeto de una serie de dis-
cursos (como se decía entonces) en el Ateneo de Madrid, que cerró, resu-
miendo las diversas opiniones expuestas, el dramaturgo e ingeniero Echega-
ray en junio de 1880. Todavía estaba por aquellos años Clarín en Madrid, e
intervino en ese ciclo. Desconocemos si en alguna parte ha quedado cons-
resu-
tancia de sus palabras. La única referencia de que disponemos es la del
de
“men de Echegaray, según reseña (acaso del mismo Clarín) en la Revista
ca la
Asturias (30 de junio de 1880). Sigámosla. Rechazada por no científi
Edad Me-
opinión del origen divino del lenguaje, que había prevalecido en la
crear-
dia y en el Renacimiento, la de que Dios había nombrado las cosas al
en un so-
las (o creado al nombrarlas), y de que esta lengua, creada ex nihilo
s, la he-
lo momento por la omnipotencia divina, era la de los libros sagrado

(E)
brea (de la cual procederían por corrupción todas las demás), las teorías
principales en pugna se podían reducir a cuatro especies: nativistas y empíri-
cas, biológicas y antropológicas. Las dos primeras no se oponían en realidad:
eran nativistas los que creían que el lenguaje aparece como tal en un mo-
mento dado, desde que el hombre es hombre, y era tal cual es a nativitate;
los empiristas agregaban que el hombre, merced a la experiencia, fue modi-
ficando y perfeccionando el lenguaje. Los postulados de la explicación bioló-
gica se fundaban en creer que las formas previas del lenguaje eran movi-
mientos y sonidos expresivos, interjecciones, o una especie de comunicación
«animalesca». Los que se apoyaban en razones antropológicas buscaban el
origen del lenguaje en la imitación fónica, en la onomatopeya, o trasladaban
a la filogénesis lingúística el proceso gradual observable en la ontogénesis
del lenguaje infantil. Estas explicaciones positivistas, sin embargo, no nega-
ban necesariamente la revelación, la intervención divina. Dios no habría cre-
ado el lenguaje, según afirma el Génesis, pero sí había dado al hombre la fa-
cultad de emplearlo, y, de este modo, era producto humano. Según la reseña,
Echegaray supuso a Alas «partidario de la opinión de Whitney, añadiendo
que por su parte no creía que el lenguaje se originase por las convenciones
de los hombres». En efecto, Whitney consideraba que no hay relación intrín-
seca esencial entre la palabra y las cosas designadas. Clarín, por consiguien-
te, se muestra concorde con lo que ha prevalecido algunas décadas después,
desde el ginebrino de Saussure, según el cual el lenguaje es convencional y
arbitrario, esto es, que no hay motivo objetivo ninguno para que al pan lo
llamemos pan y no vino, a no ser el tácito convenio entre los componentes
de la comunidad lingúística. Pero en la reseña que vamos glosando, la opi-
nión de Alas no parece definitiva, puesto que escribe: «He aquí el problema:
dadas las radicales, ¿se puede saber si son adecuadas invariablemente, por
una ley de la organización humana, a la expresión de los mismos pensa-
mientos? Es decir, ¿hay lazo, hay simpatía, hay relación ineludible entre la
palabra y el objeto que designa? ¿Ha habido en el origen un solo conjunto
de raíces o hubo varios? That ¡s the question». Aquí se muestra Alas dudoso
entre la teoría simbolista y la teoría convencional y social del origen del len-
guaje.Y esta sí es la cuestión y no las vaguedades del resumen de Echegaray,
que dio —escribe Clarín— «nueva prueba de su gran talento no por haber

(72)
herido el punto de la dificultad, sino por haber evitado con el mayor esmero
hablar de lo que no entiende. Se ocupó de todo aquello en que se siente
fuerte, menos del origen del lenguaje». Planteando así la cuestión, la de si
había o no relación ineludible entre la palabra y el objeto que designa, llegó
Saussure años después a abrir fecundas perspectivas a la lingúística con su
teoría del signo inmotivado y arbitrario.
Otro texto de Clarín nos permite saber que en el proceso de desarrollo
del lenguaje iba de acuerdo con lo que en aquellos debates del Ateneo había
expuesto Moreno Nieto: «el lenguaje no aparece en un momento formado
todo él, sino que se hace y produce en el tiempo y por grados y sucesiva-
mente», que es producto del espíritu humano, no del individual, sino del co-
lectivo, resultado espontáneo y no reflexivo como todas las obras sociales.
En Palique, 1894, escribe Alas: «Si el hombre álalo se hubiera puesto a discu-
tir (sobre que no podía) en los Ateneos troglodíticos de su tiempo si debía
decirse reprise o represa... no hubiera salido nunca de su reprensible silencio,
de sus interjecciones; nunca hubiera llegado al verbo ni a la conjunción... Se
habla como se puede; se crea el lenguaje naturalmente; sale de las entrañas
del pueblo... y no hay que darle vueltas» (p. 140).
El proceso de desarrollo del lenguaje parte, pues, según Clarín, de un es-
tado en que más que signos lingúísticos el hombre habría utilizado gestos
idad
vocálicos inanalizables; de este estado a la vez que evoluciona la mental
biológica,
se desarrollaría el lenguaje. Se trata por tanto de una concepción
lo que es
evolucionista como la de Darwin, y en desacuerdo con Humboldt y,
je era
más raro, con Renan (tan admirado por Alas), según los cuales el lengua
tal desde su aparición.
ción
Descartada esta cuestión, no estrictamente lingúística, de la apari
llamados len-
del lenguaje, ¿qué pensaba Clarín de los organismos históricos
suyos (también
guas? ¿Qué era para Clarín la lengua? Leamos unos textos
una ley cualquiera;
“en Palique, pp. 140-141): «Las palabras no se votan como
tropo en que se
la soberanía nacional, que en materia legislativa es un puro
dad en materia de
toma al gobierno por el pueblo, es una verdad, una reali
. para crear idio-
lenguaje... No vale nombrar una comisión de nuestro seno..
nar ni falsificar impu-
ma... Una vez nacida la palabra ya no se la puede profa
nacional, y no es cues-
nemente: su valor expresivo es un símbolo del espíritu

(73)
tión bizantina o constantinopolitana la de ver cómo se debe hablar para ha-
blar como se debe. Esto tratándose del lenguaje para uso ordinario; no digo
nada si se trata del lenguaje como instrumento artístico. Decir, en literatura,
que es bizantina la cuestión de la forma gramatical, es como pretender que
el pintor desprecie por insignificante la materialidad de los colores y pinte
con la primer droga que se le presente». Por estas palabras vemos que para
Clarín la lengua es un organismo social al que no puede modificar sin más la
iniciativa individual y al que nadie puede imponer leyes; al contrario, es la
lengua —por el consenso de todos los hablantes— la que impone su norma
para que cada individuo ajuste a ella su habla. Luego si el habla individual de-
pende de las posibilidades permitidas por la lengua, el habla artística tiene
aún que sujetarse más estrictamente a sus normas. Pero ¿cuáles son éstas?
¿Quién las define y las prescribe? ¿Cómo, con tal sujeción normativa, pueden
crearse nuevos valores expresivos en la lengua? El individuo, y por tanto tam-
bién el escritor, ¿será un mero mecánico repetidor de los esquemas de la
norma, sea léxica, sea sintáctica? ¿Es imposible crear «idioma»? ¿No hay li-
bertad de habla ante el inflexible imperativo social de la lengua? Con otros
textos de Clarín podremos aclarar su pensamiento acerca de esas cuestiones.
La moderna lingúística acepta que las modificaciones de la lengua a lo
largo del tiempo se deben precisamente a la difusión de innovaciones indivi-
duales entre toda la comunidad; por tanto son consecuencia del influjo del
habla sobre la lengua. El triunfo de una innovación de origen individual, y el
ulterior cambio de la lengua, ocurre cuando se ve favorecida o apoyada por
las particularidades intrínsecas de la misma lengua. Clarín, refiriéndose a Luis
Taboada escribe: «Es además de los que tienen la inspiración de su propio
idioma; sabe su lengua más que por estudios prolijos, por instinto gramati-
cal. Es de los que a su modo hacen castellano, pues esto no consiste sólo en
emplear palabras nuevas con autoridad, ni en desechar las viejas, sino en
crear giros, o grupos de imágenes, o varios otros elementos que constituyen,
no menos que el vocabulario, el positivo lenguaje de un pueblo en un mo-
mento determinado». He aquí admitida por Alas la «creatividad», la posibi-
lidad de la acción individual contra o sobre la norma social; se puede hacer
castellano siempre que se tenga la inspiración del propio idioma; esto es, el
habla individual puede modificar la norma social consagrada, siempre que

(74)
vaya guiada por las posibilidades latentes que posee la lengua. La sujeción a
la norma no elimina por lo tanto la libertad individual. Un sistema lingúísti-
co es un sistema de posibilidades, unas realizadas, otras por realizar; toda li-
bertad individual que quepa dentro de esa posible realización tendrá proba-
bilidades de extenderse y hacerse a su vez norma. Pero ¿cómo sabremos lo
que es posible y lo que no lo es? ¿Quién dicta este criterio? Las palabras de
Clarín recién citadas son claras: no hay más criterio que el de la aceptación
general o mayoritaria de una palabra o de una construcción sintáctica. Por
ejemplo: durante mucho tiempo la norma ha rechazado el empleo del verbo
constataro de la expresión ocuparse de; hoy están generalizados, y que le-
vante el dedo quien no las haya empleado alguna vez.
Ahora bien, estas prescripciones proceden de un organismo que se ha
encargado de recoger, agrupar y ordenar la norma, de «limpiar, fijar y dar
esplendor» a la lengua: la Academia. En toda codificación tiende a prevale-
cer más la letra que el espíritu, más en sus usuarios que en sus compilado-
res. La codificación académica, ya léxica en el diccionario, ya sintáctica y
morfológica en su gramática, no describe la norma con objeto de mante-
nerla contra toda iniciativa individual, entre otras razones porque sus suce-
sivas ediciones no pueden ser exhaustivas ni se han realizado con rigurosa
entre
homogeneidad de criterio. De ahí que existan a veces contradicciones
ha-
la norma (provisional) académica y la norma general, social, que cada
blante reconoce. Esto explica la posición, al parecer vacilante o inconse-
ia
cuente, de Alas respecto a la Academia. En su obra se leen con frecuenc
cen
críticas contra los académicos, algunos de los cuales —dice— descono
s a este
incluso las normas que su corporación dicta. Pero no nos referimo
desacuer-
aspecto de la actitud de Clarín, sino a Su reacción favorable o en
la nor-
do con el criterio académico. Teóricamente, en principio, Alas respeta
ser, un re-
ma académica, o, por mejor decir, lo que él cree que ésta debiera
as de los USOS
“flejo fiel de la norma social. En la práctica, aunque sus crític
se aparta a
lingúísticos se basen en lo que dice y manda la Academia, Clarín
real situación de la
veces, cuando considera que esa norma no se ajusta a la
lengua de su tiempo.
n a punta
Podemos examinar cuestiones de lenguaje que defiende Clarí
discordancia entre la
de diccionario y gramática académicos, y cuestiones de

(75)
realidad y esa norma. En esos casos, Alas desciende a menudencias con ver-
dadero encarnizamiento; en sus críticas no deja pasar a ningún escritorzuelo
ni a ningún autor consagrado la más pequeña transgresión de la norma aca-
démica: un verbo irregular mal conjugado, una palabra mal empleada, una
construcción ambigua, incorrecta o embrollada. He aquí unos ejemplos. En
Solos de Clarín (pág. 14, acerca de Blasco) escribe: «De la gramática no se di-
ga: por galicismo más o menos no hemos de reñir, y sobre que la Academia
no tiene derecho para imponer sus leyes, cada cual sabe dónde le aprieta el
régimen y sólo un dómine pedantón puede tomar a mal que se conjuguen
los verbos irregulares como los niños los conjugan, porque eso constituye un
lunar que tiene gracia. Si Blasco dice asola en vez de asuela (que sí lo dice)
tanto mejor; eso es graciosísimo, “asola” ¡ja, ja, ja! ¿no te ríes?». En verdad la
crítica no es muy importante, porque hasta don Marcelino escribió asolan en
sus Heterodoxos, y Zorrilla (otro ídolo de Clarín) dijo en Traidor, inconfeso y
mártir. «Y asolo por donde voy».
En Palique (pág. 141) se refiere Alas a una discusión en torno a si debe
decirse abolo, abuelo o abulo que incluye la Pardo Bazán en Marineda, y co-
menta: «Y a eso lo llama la creadora de Marineda ¡bizantinismo!... en cual-
quier ciudad de España sabrán los magistrados, jurisconsultos etc., etc. que
abolir es defectivo en todas las formas que no acaban en í o cuyas desinen-
cias principian por la misma vocal, según afirma la Academia, hablando esta
vez como unlibro». También en Palique (pág. 148) escribe: «Figurémonos
que un historiador de La literatura española en el siglo XIX escribe desdirían.
¿Qué le llamarían los Zoilos más severos? Pues erudito a la violeta; porque
se mete en historias literarias sin saber conjugar verbos irregulares.Y la ver-
dad es que el historiador que no sabe que desdecir no sigue la irregularidad
de decir en la segunda forma de pretérito imperfecto de subjuntivo, como
asegura la Academia con gran perspicacia; el historiador que dice desdirían
en vez de desdecirían y no es un erudito a la violeta ni cosa alguna que hue-
la bien, será un erudito al ajo del arriero. Tal vez entre las licencias necesarias
con que el P. Blanco se ha hecho fuerte, esté la licencia necesaria para con-
jugar mal. Pero esto más que licencia parece libertinaje».Y más adelante, an-
te esta frase del mismo autor: «El sello bretoniano que distingue las obras de
Serra se extiende hasta los más imperceptibles pormenores, aunque nunca

(76)
permite ver las huellas del plagio, porque eran más grandes que todo eso las
disposiciones del imitador», critica Clarín: «¡Qué desatinos! ¡Pormenores im-
perceptibles! ¿Cómo han de ser imperceptibles los pormenores de una obra
de arte? O no son pormenores, o se perciben.Y si no son perceptibles ¿cómo
sabe el P. Blanco que en ellos está el sello bretoniano? ¿Y qué es eso de un
sello que no permite ver las huellas de un plagio?». Y sigue comentando:
«Toda la trama de la obra, compuesta de increíbles atrocidades, la colocan
(la trama... la colocan) a gran desnivel respecto de la precedente». Para el P.
Blanco sólo está a gran desnivel... lo que está más bajo. Pues figúrese que esa
trama fuera tan excelente que hiciera de la obra una maravilla..., pues tam-
bién la colocaría a desnivel... al ponerla más alta. E1 P. Blanco, a quien le fal-
tan más de mil para crítico y le sobran más de cien para arador, está a un
gran desnivel respecto de los críticos y de los aradores». Basten estos ejem-
plos del minucioso interés de Clarín por las cuestiones gramaticales más co-
mineras.
En cuanto al uso del vocabulario Alas también parte del punto de vista
académico; es en principio purista, pero no intransigente, y sabe abrir la ma-
no en determinadas ocasiones. Su extraordinaria preocupación por la lengua
castiza aparece desde su adolescencia. Palacio Valdés (en La novela de un no-
velista, cap. 33) nos cuenta de esos años lo siguiente: «Pasamos la vida dis-
putando. Si uno soltaba alguna palabra impropiamente aplicada al discurso; si
otro se equivocaba de régimen; si otro escribiendo no había puesto las comas
en su sitio. Todo era materia para disputas acaloradas que duraban indefini-
damente, pues ninguno quería quedar convicto de ignorancia, y defendíamos
nuestro régimen y nuestra ortografía como una leona podía defender a sus
cachorros. Nos acechábamos constantemente, espiábamos con intensa aten-
ción las palabras que cada cual vertía, y caíamos sobre algún vocablo impuro
como buitres hambrientos sobre la carne podrida. En estas minucias lingúísti-
im-
“cas casi siempre salía vencedor Alas, porque las [sic] concedía aún mayor
or,
portancia que los otros y ponía toda su alma en ellas. Además era poseed
arma,
según supimos más tarde, de un diccionario de galicismos, y con esta
es».
que guardaba secretamente, nos infería no pocas veces heridas mortal
vi-
Este diccionario de galicismos debió de acompañar a Clarín toda su
con algu-
da.A pesar de lo cual nos dice refiriéndose a sí mismo: «Y escribo

(77)
nos galicismos. No porque yo los busque de intento, haciendo alarde de un
cosmopolitismo gramatical que no entra en mis principios... son involunta-
rios... Nos educamos mitad en francés, mitad en español, y nos instruimos
completamente en francés». Lo que en realidad le desaforaba eran los gali-
cismos de léxico y gramática de los traductores chapuceros al uso. Recuér-
dense los ejemplos de malas traducciones que cita con graciosa ironía en
Cuento futuro: «Es bestia, me embiste, platitudes, ¡que él es sincero!, él ten-
drá bello», etc.
Para esta cuestión del purismo y la traducción importa mucho leer el
prólogo que Alas puso a su propia versión de la novela de Zola Trabajo. Des-
pués de criticar a «esos pobres truchimanes, víctimas del sweating-system»,
escribe: «No es fácil siempre ser fiel al genio que anima el estilo de Zola, y al
genio del habla castellana. En la duda he preferido seguir al autor las más ve-
ces. No, no es éste un libro castizo que firmara un purista, ¡qué ha de ser!...
He atendido más que a escrúpulos lingúísticos que a veces tengo, al deber
de dar al lector español que no lee francés, la mayoría, “lo más de Zola”, que
pudiera. Por seguirle he hablado de un modo metafórico a veces que no es
de corte muy castellano, ni yo empleo cuando escribo por mi cuenta... Si no
literal, porque eso no sería literario, mi versión es casi exacta». En estas fra-
ses de Clarín se resumen con agudeza y precisión los problemas que toda
traducción plantea. El purismo tiene un límite, e igualmente en el vocabula-
rio. Sigue Alas escribiendo en el mismo prólogo: «Vamos a hablar mal del
diccionario de la Academia, que bien lo merece. Si no fuera un tormento, ha-
ría reír el verse, como yo me he visto muchas veces, decidido a ser ortodoxo
de la Academia y fiel al texto francés, luchando entre nuestro léxico oficial y
otros de mucho renombre... El calvario que generalmente hay que recorrer es
este: palabra francesa cuyo significado español exacto se busca: los dicciona-
rios “acreditados” dan una descripción (que no necesitamos) de la cosa, pe-
ro no el equivalente español en otra palabra. Otras veces, sí lo dan. Pero va
usted a ver si la Academia admite aquel vocablo y, en efecto, no lo admite. Ya
decía un ilustre académico, muy reaccionario, que ateniéndose al diccionario
de la casa, no se podía ni escribir una carta. ¡Pues qué será traducir una no-
vela de Zola, cuya primera parte está cuajada de términos técnicos... de la
metalurgia moderna! Atrasada va la industria española, pero no tanto como

(78)
la supone la última edición del diccionario académico. La Academia admite
“hulla” (¡no faltaba más!), pero no derivado alguno de esta palabra. De mo-
do que “hullero, hullera” no son voces españolas. ¡Y la riqueza "hullera” hace
millonarios en mi tierra! Millonarios con barbarismos».
Clarín es, pues, en el fondo un purista, un acatador de la norma acadé-
mica, pero con el suficiente latitudinarismo para aceptar lo que es necesario
e imprescindible. Su opinión en este asunto, lo que creía como ideal de len-
gua, se desprende de estas líneas sobre Juan Valera: «Escribe como nadie,
porque es castizo y sabe mucho diccionario, y algo que no está en el diccio-
nario, sin degenerar en arcaico, ni en voces, ni en giros: de las nuevas mane-
ras aprovecha lo que no desdice de la elegancia antigua, lo que no choca con
el gusto delicado y es útil para expresar mejor lo que mejor se piensa ahora»
(Solos, pp. 274-275). Es un ideal de lengua guiado por la prudencia y la me-
sura, a la vez muy fiel reflejo de lo que son las necesidades de un sistema
lingúístico en un momento dado: conservar el tuétano de la tradición y asi-
milar todo lo nuevo asimilable. Así, respetuoso con la norma académica, Alas
reconoce por encima de ella la verdadera norma lingúística, la que se confía
a las propias posibilidades del sistema.
Pasando de la lengua general a las hablas regionales, ¿qué actitud toma
frente a ellas Clarín? En el fondo cree que, particularmente respecto del léxi-
co, los dialectos regionales pueden aportar elementos valiosos a la lengua
general, formando así lo que Unamuno llamaría más tarde el «sobrecastella-
no» Pero aunque Alas utilice vocablos y modismos de su tierra asturiana, las
más de las veces con intenciones de caracterizar a los personajes, no es par-
tidario del regionalismo dialectal a ultranza. Criticando El buey suelto, dice
que Pereda «hace alardes de provincialismos excesivos, y algunos son de los
que no pueden tolerarse, porque se oponen al carácter general de la lengua
española y a la corriente que sigue». En cuanto al cultivo literario y fijación
Pe-
consiguiente de los dialectos, escribe Clarín en el prólogo a un folleto de
pín Quevedo: «Será leído y celebrado... como muchas de aquellas famosas
poesías del inolvidable Teodoro Cuesta, a cuyo estilo y tendencia se acerca
de otros
más Quevedo que a la corrección abstracta y algo convencional
. el
literatos del bable. El de mi amigo es como el de Cuesta, el bable realista..
visten el
que efectivamente hablan nuestros aldeanos; que, así como ya no

(79)
clásico traje... tampoco hablan como los personajes griegos del bable de Ma-
ri-Reguera o los académicos estilistas del otro hable ¡deal más reciente. No
es esta ocasión de reñir con nadie, pero, así, de paso, me atreveré a suplicar
a los prosistas del bable estático que se tomen el trabajo de abandonar an-
tigúedades lingúísticas y estudiar un poco los últimos adelantos de la filolo-
gía... y se convencerán de que el empeñarse en cristalizar el bable en formas
académicas para evitar su corrupción, es lo mismo que fabricar queso de Ca-
brales y prescindir de los gusanos». La posición de Alas está bien clara; es la
misma que sustentaba Unamuno. El bable, como los demás dialectos y len-
guas sin cultivo literario intenso, están llamados a ser absorbidos tarde o
temprano por la lengua general.
Estas son las opiniones del Clarín crítico. Podrían resumirse en unos
cuantos puntos: a) la lengua es un sistema a cuyas normas se pliegan las ini-
ciativas particulares; b) el individuo sólo puede hacer lengua cuando su in-
novación va de acuerdo con las posibilidades latentes en el sistema; c) la
norma objetiva a que debe ajustarse el habla individual es la académica, que
teóricamente debiera ser igual a la norma real de la lengua viva; d) esta nor-
ma podrá abandonarse cuando no se pueda hacer otra cosa «para expresar
mejor lo que mejor se piensa ahora»; e) las hablas regionales, destinadas a
diluirse en la lengua general, pueden aportar a esta elementos considerables.
Hasta aquí lo que Alas opina y dice de la lengua. Examinar lo que con
ella hizo, o sea su habla personal literaria, requeriría mucho tiempo, porque
calificar con criterio impresionista los resultados que obtuvo, su estilo, aun-
que no sea tarea difícil para cualquier lector atento, no llega a caracterizarlo
con rigor, aislando los procedimientos que emplea en la sintaxis, las
intenciones que expresa, la selección particular de vocabulario que realiza, la
organización que concatena sus producciones. Para conseguir esto haría fal-
ta un minucioso análisis, aquí imposible y fuera de lugar. Como conclusión
podríamos conformarnos con mostrar los postulados que guiaban a Clarín
en su labor, las aspiraciones que según él debía cumplir la obra literaria. Las
podemos deducir por contraste: los valores que apreciaba Alas serían preci-
samente los que echaba de menos, o los opuestos a los rasgos que criticaba,
en las producciones de sus coetáneos. Alas pretendía seguir el realismo, y por
consiguiente su lengua debía ser un reflejo fiel del habla real. Ahora bien, re-

(80)
alismo no consistía en efectuar una copia minuciosa del modelo objetivo, si-
no una «copia artística de la realidad, es decir, copia hecha con reflexión, no
pedazos inconexos, sino de relaciones que abarcan una finalidad, sin lo cual
no serían bellas». Trasladadas estas afirmaciones al terreno de la lengua,
quieren decir que esta debe guiarse por el modelo de las manifestaciones
lingúísticas reales, pero eliminando lo redundante, el excipiente no significa-
tivo que las envuelve por necesidad, esto es, elaborando lo natural hasta de-
jarlo en lo esencial y pertinente, en lo expresivo. Pero esta elaboración no
significa ni amaneramiento ni afectación. Precisamente son estas notas últi-
mas las que censura Alas en algunos de sus contemporáneos y cuya ausen-
cia alaba en algunos. Por ejemplo, tratando de una obra de Ortega y Munilla,
elogia su estilo porque «no degenera jamás en amanerado ni extravagante».
En cambio, a la Pardo Bazán le critica «aquel rebuscado modo de decir, dis-
culpable coquetería de una mujer que se encontró, aún muy joven, sabiendo
más diccionario y más clásicos que la mayor parte de los doctos y ya madu-
ros académicos». También exige la sencillez sintáctica, pero huye sistemáti-
camente del «desaliño convertido en dogma» que encuentra en Campoa-
mor, en cuya obra critica «esos giros prosaicos (los adverbiales y las oracio-
pues,
nes de gerundio, en que tan lamentablemente abunda)». No quiere,
tan
desaliño, pero tampoco afectación, y menos la que censura en Pereda
así, en un
aficionado a lo arcaizante. El ideal de lengua de Alas se encontraría,
en
término medio, mesurado y equidistante, entre los excesos que observa
sea
sus coetáneos: ni la puntual cotidianidad que nota en Galdós —aunque
ale-
el más cercano a sus deseos—, ni el arcaísmo de Pereda, ni la afectación
Valera, ni
jada de la expresión natural y espontánea que muchas veces tiene
que, en efecto,
la elocuencia gárrula y sin contenido de tantos otros. Parece
efectos intem-
la lengua de Clarín se ajusta con equilibrio prodigioso y con
la extraordinaria
porales a esos ideales que defendía. Ahí está, en definitiva,
obras.
“modernidad de la prosa en que están escritas sus grandes
APÉNDICE
SOBRE EL ORIGEN DEL LENGUAJE

Sr. D. Félix de Aramburu

Mi querido amigo y director: le escribo a usted esta a vuela pluma, y saturado el ce-
rebro todavía con las ideas expresadas por Echegaray en el esperado resumen de la
famosa cuestión “Origen del lenguaje”.
Es media noche y acabo de salir del Ateneo. Lo que diga, no puede ser más que
un resumen del resumen. No sé por qué no había de haber taquígrafos en el Ateneo.
¡Cuántas y buenas cosas se pierden por ello para el público, que bien las necesita!;
pues es sabido que los españoles hablan más y mejor que escriben.
Echegaray ha dado en esta sesión una nueva prueba de su gran talento, no por
haber herido el punto de la dificultad, sino por haber evitado con el mayor esmero
hablar de lo que no entiende. Se ocupó de todo aquello en que se siente fuerte, me-
nos del origen del lenguaje. ¿No es talento cumplir su cometido, entretener agrada-
blemente al auditorio dos largas horas, y no haber desflorado torpemente la cues-
tión?
La lucha de sistemas; este fue su caballo de batalla. ¡Pero qué claridad, qué
exactitud en el modo de exponer, y qué gráfico y pintoresco estuvo en los ejemplos
que presentó para condensar su pensamiento!
Empezó por apartar del debate a oradores como el P. Sánchez, un Sr. Pintado y
otros varios, para quienes la cuestión está resuelta por la revelación. Les hizo ver que
la ciencia no se para en barras, es decir, que por más que las religiones procuren sa-
tisfacer la curiosidad humana terminando la cadena de hierro de las causas con un
eslabón de oro, la ciencia la rompe para unir otro eslabón de hierro, y tras de este
otro y otro al infinito.
Tocó luego el turno a nuestro amigo Alas, aunque no se ocupó en su discurso
todo lo que debiera. “El Sr. Alas -son sus palabras— estuvo ingenioso, ático, epigra-
mático, pero profundo en medio de todo”. Le supuso partidario de la opinión de
Whitney, añadiendo que por su parte no creía que el lenguaje debiese su origen a
las convenciones de los hombres. Apenas dijo más y yo me quedé en albis, porque
seguramente Whitney tampoco da este preciso origen al lenguaje. ¡Qué agudo y
acertado se mostró, en cambio, haciendo la crítica del positivismo con motivo de
los discursos de Revilla y de Simarro! Eran cosas sabidas, es verdad, pero qué bien
dichas y con qué criterio...!

(82)
El positivismo, decía, no es ciencia, no es filosofía, no es más que un método. El
hombre no puede vivir sin ideal; sin ideal todo es mezquino, rastrero, miserable.
Arrancar al hombre el ideal es lo mismo que hacer al águila arrastrarse por el fango;
y ¿quién sabe lo que el águila, remontando su vuelo, puede ver en la celeste esfera?
¿No es esto bonito, razonable, espiritual? Y aludiendo a un símil naturalista de
Simarro, ¡válganos Dios, cuánto dijo sobre la sensación y sobre la transmutación de
la materia y sobre el centro espiritual y sobre otra porción de cosas que más pare-
cían propias, unas de discusión fisiológica y otras de metafísica, que de investigación
filológica del origen del lenguaje!
Después del positivismo el espiritualismo. Dijo que el Sr. Moreno Nieto lo sabe
todo, y le trató por eso con profunda consideración. No sé hasta qué punto será
cierto aquello, pero a juzgar por el resumen, el Sr. Moreno Nieto, a pesar de la reali-
dad de su sabiduría, no debió de haber arrojado mucha luz sobre el origen del len-
guaje con su idealismo real o su realismo ideal.
La palabra tiene un poder tan grande, que muchas veces arrancan aplausos los
de
razonamientos que menos los merecen. Digo esto porque hubo un momento
ón, y
atronadoras palmadas a que me arrastró a mí también el brillo de la expresi
todo exacto. El
que ciertamente no lo merecía el pensamiento en sí, que no era del
escatime este
señor Echegaray no se enojará, si es que lo llega a saber, de que yo le
por otros concep-
aplauso, él, que tantos ha recibido ya, y que merece muchos más
de los evolucio-
tos. He aquí el caso. Procuraba el orador deshacer aquella hipótesis
es un producto
nistas que pretende que las categorías de la razón, la razón misma,
a de especies ante-
de la experiencia acumulada de las generaciones, de una herenci
hoy toda la psico-
riores desde que el mundo es mundo, hipótesis en que se funda
el planeta por sus pasos
logía comparada, y en que se ve crecer la inteligencia en
que en un triángulo
contados, y presentaba para ello dos ejemplos: “Si me dicen
igual al cuadrado de la hi-
rectángulo la suma del cuadrado de los dos catetos no es
me dicen que mirando al
potenusa, mi razón se subleva, mi razón estalla; pero si
, sale por la izquierda, mi
Norte, el sol en lugar de salir por la derecha, como siempre
acumulada
razón no se quebranta. Y, sin embargo, la experiencia constante, secular,
asmática del fondo de las
desde el infusorio, desde la célula, desde la materia protopl
razón no es producto de esa ex-
aguas, es en los dos ejemplos invariable; luego mi
periencia”. (Aquí los aplausos.)
r que no hay paridad en
Se podría decir mucho sobre esto; basta al caso proba
bien que cabe en lo posible
los ejemplos. La razón guiada por la idea de causa ve
la tierra, y que pueda salir muy
que un cataclismo haga cambiar el movimiento de
naturalmente después el sol por la izquierda; pero no encuentra causa para que de-
je de existir la relación de los catetos y de la hipotenusa, ni para que dos y tres de-
jen de ser cinco, y esta falta de causa es lo que hace lo inconcebible, y lo inconcebi-
ble será rechazado siempre por la razón. En nada lastiman, pues, a la teoría de la he-
rencia acumulada aquellos dos ejemplos.
Por fin creí que iba a entrar de lleno en la cuestión, pero se limitó a plantear
uno de sus problemas, después de descomponer como por vía de ensayo la palabra
inverosímilmente, y mostrarnos su raíz vero, cosa sencillísima y que todo el mundo
debía saber allí.
He aquí el problema: dadas las radicales, ¿se puede saber si son adecuadas in-
variablemente por una ley de la organización humana a la expresión de los mismos
pensamientos? Es decir, ¿hay lazo, hay simpatía, hay relación ineludible entre la pa-
labra y el objeto que designa? ¿Ha habido en el origen un solo conjunto de raíces o
hubo varios? That ¡s the question.
Pero el Sr. Echegaray debió comprender que la cuestión era de tal magnitud
que valía más no acometerla. Tuvo razón, y esta fue la prueba de su gran talento.
Nos habló un poco de vocales y de consonantes, de la transmutación de las labiales,
como ejemplo, que es el A B C de la lingúística, y acabó diciendo que para resolver
el problema del lenguaje era preciso resolver antes otro: el del pensamiento.
Si no ha dicho más, es seguramente porque no ha querido, que no es hombre
el Sr. Echegaray que ignore todos los adelantos de la ciencia; pero esta sabe hoy
bastante más de lo que él dijo.
Suyo afectísimo

Madrid, 24 de junio de 1880

(Revista de Asturias, año IV, n.* 12, Oviedo, 30 de junio de 1880)


VIDA Y OBRA DE LEOPOLDO ALAS

Leopoldo Enrique García-Alas y Ureña, o simplemente Leopoldo Alas «Cla-


rín», había nacido en Zamora el 25 de abril de 1852. En cuanto las vicisitu-
des políticas de su padre, que fue gobernador en esa ciudad y en León, lo
permitieron, la familia volvió a radicarse en las Asturias de origen. En Oviedo
estudió Alas el bachillerato y la carrera de Derecho, a Oviedo y otros puntos
asturianos veraniegos volvió en los interludios de sus estudios madrileños de
doctorado y de filosofía, a Oviedo regresó definitivamente cuando (1883)
consiguió una cátedra en su Universidad, y sólo se permitió alguna escapada
rápida a la corte. En Oviedo falleció el 13 de junio de 1901, a consecuencia
Fue,
de la tuberculosis intestinal que venía padeciendo desde hacía tiempo.
que
así, como se señala a menudo, un provinciano voluntario, un hombre
-
(como Feijoo, o, en otras latitudes, Kant) no sintió la necesidad de sumergir
desde su
se en los tráfagos de mayor intensidad de la vida nacional, y que
en el
alejado reducto mantuvo intensos contactos con todo lo que acontecía
ya proverbial
panorama nacional y forastero de la cultura. Fue, en acuñación
idad pre-
de Cabezas, un «provinciano universal». Por otra parte, su personal
siglo XX: el escritor
figura en cierto modo un rasgo que será frecuente en el
que no deja de
catedrático, el escritor sometido a una disciplina docente,
al autodidactis-
notarse en los modos y procedimientos de sus obras, frente
mejor de los ca-
mo y a veces el dilettantismo de otros escritores que, en el
cia y la pri-
sos, sólo soportaron la férula discente en las aulas de la adolescen
sólo actuó la Uni-
mera juventud. Claro es que en la formación de Alas no
a más viva, Si
versidad y que ha de tenerse en cuenta esa otra enseñanz
de tertulia en que Alas
menos organizada, de los ambientes periodísticos y
en Madrid.
se movió durante sus diez años de residencia habitual
rasgos que Ca-
- Secuela de esta doble vertiente juvenil son los diferentes
ura, y por otra sus des-
racterizan por una parte sus obras de mayor envergad
nderos en las publica-
enfadados, rápidos, a veces improvisados escritos vola
ición entre unas y otras
ciones periódicas. No es que haya una radical opos
características esenciales
producciones, pues en todas ellas predominan las

(85)
de su talento, pero sí es observable un interno rigor en los primeros que no
se da en los segundos. Necesidades pecuniarias obligaron a Alas a desperdi-
garse en multitud de artículos periodísticos, en que siempre brilla su ingenio
y su desparpajo, en detrimento de otras obras más meditadas que exigían el
tiempo propicio, el orden y la precisión. Para una vida tan corta que apenas
llegó al medio siglo, es pasmoso el conjunto de su producción. Las dos dis-
posiciones que acabamos de señalar se corresponden grosso modo con los
aspectos esenciales de su labor, la de narrador y la de crítico.
No hay que olvidar que también cultivó Clarín con menor fortuna otros
campos literarios. En todos se había iniciado en muy temprana edad: a los
16 años compuso y escribió de su puño y letra, para su propio entreteni-
miento, un periódico que tituló Juan Ruiz (cuyo manuscrito conservan las
herederas de Posada), en que aparecen versos, prosas y ensayos dramáticos,
que con la natural ingenuidad de su adolescencia anuncian los rasgos carac-
terísticos del Alas adulto. De los versos posteriores («en mi niñez, en mi ado-
lescencia y en mi primera juventud había escrito miles de versos, no tan ma-
los como decían mis enemigos», escribe el propio autor) andan muchos dis-
persos por las revistas y periódicos de aquellos años, y algunos han sido
publicados posteriormente gracias a la diligencia de Martínez Cachero. Son
composiciones discretas y dignas, pero sin ninguna trascendencia. De la la-
bor teatral, aparte sus esbozos juveniles, sólo queda una obra, estrenada en
Madrid en 1895 sin ningún éxito, y que no obstante es un intento muy inte-
resante (paralelo, aunque aislado, al de Galdós) de renovación de la escena,
tan decaída entonces. Se trata de Teresa, drama que pudiera llamarse social
y que indudablemente aportaba novedades (el tema, los ambientes, los per-
sonajes humildes) que no podían ser del agrado de un público ni de una crí-
tica acostumbrados a los conflictos de siempre de la alta comedia. Este rela-
tivo fracaso de Alas como autor teatral no deja de ser reflejo de la dificultad
con que hasta bien entrado nuestro siglo se han ido abriendo paso en la es-
cena española los intentos de innovación de diferentes escritores.
La fama de Clarín en vida se cimentó casi exclusivamente en su labor
crítica de periódicos y revistas, parte de la cual permanece aún sin recoger
en libro. Son accesibles, sin embargo, los volúmenes que el mismo Alas dis-
puso: Solos de Clarín (1881), La literatura en 1881 (1882, en colaboración

(86)
con Palacio Valdés), Sermón perdido (1885), los ocho Folletos literarios (des-
de 1886 a 1891), Nueva campaña (1887), Mezclilla (1889), Ensayos y revis-
tas (1892), Palique (1894), Siglo pasado (1901). La crítica «higiénica y poli-
ciaca» que ejerció Clarín se justificaba como reacción moral y sana contra
las habituales reseñas de «bombos mutuos» que proliferaban en la prensa
coetánea. Clarín se propuso, primero desde Madrid y luego desde su reducto
ovetense, evitar la confusión del público lector y establecer en la producción
escrita de su tiempo una clasificación clara de valores. Su criterio, como es
lógico, parte de los supuestos y gustos de su época, y hoy, en algunos aspec-
tos concretos, no podemos suscribir todas las afirmaciones valorativas de
Alas. Pero en conjunto sus juicios fueron siempre fundamentados en un aná-
lisis objetivo de las obras que estimó. Podremos considerar excesivos ciertos
o
elogios que dispensó a algunas figuras consagradas, como Campoamor
más en la
Echegaray o Núñez de Arce, pero en general (menos en la lírica y
los auto-
narrativa) supo apreciar con exactitud los méritos y los defectos de
su nula aten-
res que juzgó (por ejemplo, Galdós), si bien puede extrañarnos
evidente, no
ción a figuras luego realzadas como Bécquer. Su objetividad
persona-
obstante, pudo estar empañada en ocasiones por ciertas «manías»
deja escapar
les, como por ejemplo en el caso de las reticencias que siempre
la historia de la
a propósito de la Pardo Bazán. Desde el punto de vista de
meditados y or-
crítica, es cierto que muchos de estos escritos, salvo los más
conservan el ca-
denados, han perdido relevancia. Sin embargo, todos ellos
hiriente y agresiva en
rácter vivaz y directo de una prosa natural, chispeante,
ente satírico e
ocasiones, incluso con un afán persecutorio de tono violentam
específica de los
irónico de tal intensidad que choca con la poca consistencia
por qué se detuvo Cla-
objetivos directos de su crítica. Algunos se preguntan
nes mediocres e
rín (y perdió su tiempo y su ingenio) en atacar produccio
versos del Padre Mui-
irrisorias que tenían que caer por su propio peso (los
la época, era natural que
“ños por ejemplo). Pero dadas las condiciones de
el grano de la paja
Alas cumpliese ese menester de cribar con meticulosidad
muy bien lo que era y es la
literaria. Él mismo se daba cuenta de ello y sabía
s, y las exigencias
crítica literaria; pero también las necesidades económica
ente, le obligaban a
del público de periódicos para quien escribía habitualm
(recuérdese su frecuente re-
ese tipo de juicio mordaz, corrosivo y puntilloso

(87)
curso a subrayar o tiquismiquis gramaticales y lexicales a punta de dicciona-
rio y gramática, o claro es, inconsecuencias lógicas), reflejado especialmente
en los llamados por él «paliques». Decía Clarín: «Otros exclaman: —Eso, eso,
venga de ahí... vengan paliques: palo a los académicos; palo a los poetastros,
y a los novelis... tastros o trastos; en fin, palo a diestro y siniestro. Algunos de
los que esto piden deben de creer que palique viene de palo».
Estas condiciones externas de la crítica clariniana produjeron el respe-
tuoso temor a su opinión por parte de los escritores consagrados, la búsque-
da de su atención por parte de los principiantes que ansiaban recibir el es-
paldarazo de Clarín (piénsese en las insistentes peticiones epistolares de
Unamuno para que Alas se ocupase de su primera novela), el odio y los ata-
ques de los que no consiguieron sus plácemes (y de ahí las violentas polé-
micas que se levantaron, por ejemplo la mantenida contra las invectivas de
Bonafoux). En el prólogo de Palique, que no tiene desperdicio y conserva hoy
todo su valor, se refiere Clarín a diversos tipos de crítica literaria, y sigue di-
ciendo que merecerán mejor ese nombre «aquellos géneros de crítica que
sean: 19, crítica, es decir, juicio, comparación de algo con algo, de hechos con
leyes, cópula racional entre términos homogéneos; y 22, literaria; es decir, de
arte, estética, atenta a la habilidad técnica, a sus reglas (absolutas o relati-
vas). Pensar que se puede prescindir de esta clase de crítica, es sencillamen-
te absurdo. Toda actividad tiene un modo bueno de cumplirse y otro malo; el
bueno es el conforme al fin de esa actividad, y para conseguirlo no hay más
remedio que aplicar el medio adecuado; y esto sólo se logra por la habilidad
que obedece a una aptitud y a una regla; la aptitud está en el artista, la regla
se la recuerda el
crítico, si el otro la olvida o la desprecia o no sabe aplicarla. [...] Cabe
siempre decir: se equivocó este o el otro crítico, pero no cabe decir: ya no hay
crítica, es decir crítica que juzga, que aplica reglas a resultados artísticos pa-
ra compararlos con ellas. Reconocido esto, no hay inconveniente en admitir
todas esas clases de crítica... que indirectamente se refieren al arte. Estudiar
la influencia del público, del medio, etc., etc., en los autores, es legítimo: ana-
lizar las ideas y sentimientos que debieron de presidir a la realización del pro-
ducto literario, es bueno y siempre oportuno; atender a la influencia de los
organismos sociales en la forma de las literaturas (literatura de clase, tribu,

(88)
ciudad, clan, raza, etc.), santo y bueno; escudriñar las causas y los efectos
morales de la vida literaria, ¿por qué no?; relacionar el arte con el movimien-
to de la vida jurídica, particularmente en su aspecto político, labor excelente;
examinar los elementos fisiológicos, los temperamentos, sus decadencias y
empobrecimientos, en la vida y obras de los artistas, enhorabuena. Pero es
preciso confesar que ninguna de esas es la crítica inmediatamente literaria, ni
en general artística, ni ahora ni nunca; sino crítica etnológica, antropológica,
sociológica, política, ética, etc., en su relación estética y particularmente lite-
raria. [...] Pues ahora bien; entre las maneras varias de la crítica directamente
literaria, está sin duda la que yo me atrevo a llamar en broma, por lo que res-
pecta a los epítetos, pero en serio por lo que toca al fondo, la crítica... higié-
nica... y policiaca. [...] Si se me dice que de todos los modos de crítica este
que hace de ella un negociado de higiene y de policía es el más enojoso, el de
menos brillo y más disgustos para quien se emplea en tal oficio, declaro que
pienso lo mismo: pero también creo que es de mucha utilidad, particular-
mente en países como el nuestro, donde la decadencia de toda educación
los
espiritual, del gusto y hasta deljuicio, a cada momento nos empuja hacia
abismos de lo ridículo, o de lo bárbaro, o de lo bajo y grosero, o simplemente
de lo tonto. [...] En España estamos, o están muchos, despreciando los pocos
se tienen
elementos de verdadera cultura que tenemos; personas que hasta
por hombres de Estado desdeñan el tratar con sinceridad y seriedad comple-
religión en
ta los asuntos ideales y estéticos; y así, por ejemplo, profesan una
eficacia du-
que no creen, o se declaran apóstoles de un radicalismo de cuya
fondo despre-
dan; o alaban públicamente talentos y obras de arte que en el
se abstienen de
cian; desdeñan las reglas pedagógicas en que fingen creer;
que pro-
llevar los gastos del Estado por el camino del fomento intelectual
marea sube, cada
claman, teóricamente, indispensable; y con todo esto, la
la idealidad, se
vez se piensa y se lee y se siente menos, Se vegeta, se olvida
e inexpertos... y Se
“abandona la tribunay la prensa a los ignorantes, audaces
en pocos días;
aplaude lo malo, si se intriga; y se crean reputaciones absurdas
delicadeza y el sen-
y es inútil trabajar en serio, ahondar pensando, ofrecer la
nada; y los que pu-
timiento en el arte. Nadie ve, nadie oye, nadie entiende
como si fuese baladí
dieran ver, oír y entender, se cruzan de brazos, se ríen,
El que ama un
todo esto. ¡Baladí, y esa marea que sube es la de la barbarie!

(89)
poco a su país y ama la propia vocación ¿cómo ha de abstenerse de procurar,
en el terreno propio de esta vocación, enmienda —a tanto mal, dique a in-
undación tamaña? [...] Bien puedo decir que cuando más lucho es cuando es-
cribo estos paliques que algunos desprecian, aún apreciándome a mí por
otros conceptos; estos paliques que muchos tachan de frívolos, malévolos,
inútiles para la literatura. Son inútiles por la pobreza de mis facultades, no
por la intención, no por la naturaleza del género. Son crítica higiénica y de
policía; son crítica aplicada a una realidad histórica que se quiere mejorar,
conducir por buen camino |...] Se dice con razón en general: la crítica debe es-
tudiar lo bueno para ayudar a perpetuarlo; lo malo sólo merece olvido; ya se
morirá por su propia inercia. En España, hoy, no hay tal; no rige eso. Aquí lo
malo prospera, sube, florece, ahoga lo bueno, lo acoquina si se le deja. ¡Qué
de famas irritantes, de escritores hueros, necios, vulgarísimos no ha habido
que combatir, como quien apaga un incendio, durante estos veinte años!».
Si la producción narrativa de Alas puede parecer cuantitativamente exi-
gua, su valor la sitúa, junto a la inmensa creación de Galdós, en el primer pla-
no del siglo XIX, y nos atrevemos a creer que ningún otro autor consiguió una
obra tan redonda y trabada como La Regenta. La afición al relato por parte de
Alas es temprana y dura toda su vida. Publicó más de medio centenar de
cuentos, cinco novelas cortas y dos novelas completas. Sabemos que tenía en
preparación (se conocen algunos fragmentos) otras tres que habrían formado
conjunto con Su único hijo (me refiero a Una medianía, Juanito Reseco y Spe-
raindeo). Aunque esta actividad narrativa presenta unidad de rasgos, es evi-
dente la diversidad de intenciones entre los relatos cortos y las novelas largas.
Los cuentos y los otros cinco relatos más amplios fueron recogidos por Alas en
sucesivos volúmenes (el último póstumo) y sólo posteriormente se reunieron
otros cuentos dispersos bajo el título de uno de ellos (Doctor Sutilis, 1916).
Los volúmenes preparados por Alas son Pipá (que se inicia con esta novelilla y
va seguida de cuentos, 1886), El Señor y lo demás son cuentos (1893), Cuen-
tos morales (que incluye El cura de Vericueto, 1896), Doña Berta, Cuervo y
Superchería (novelas cortas, 1892), El gallo de Sócrates (1901). De las dos no-
velas largas, La Regenta apareció en 1885 y Su único hijo en 1890.
No podemos detenernos demasiado en la exposición puntual de todas
estas obras. Respecto de los cuentos, suelen agruparse en dos tipos esencia-

(90)
les: uno, de relatos en que predomina la visión satírica y caricaturesca, co-
mún con su menester de crítico, y que personifican en hombres y mujeres
típicos los defectos sociales que aquejaron a sus contemporáneos, otros, en
que Alas se detiene en presentar gentes sencillas, y por ello auténticas, sobre
las que irradia su simpatía y su ternura, o bien tipos en que encarna sus Ínti-
mas preocupaciones espiritualistas. La clasificación es válida y se correspon-
de con dos actitudes bien arraigadas en Clarín: la reacción violenta y mordaz
contra lo falso y lo ridículo y lo hipócrita, y la mirada poética, lírica, sobre to-
do lo que en el mundo es puro, natural y sencillo. Estos últimos cuentos,
aunque entramados en una línea narrativa, están urdidos con una disposi-
ción más bien poemática; son casi poemas en prosa, donde si salta aquí O
allá el chispazo aislado del humor sarcástico, se caracterizan por la intención
eminentemente lírica. ¡Adiós, Cordera! (el más celebrado cuento de Alas),
Cambio de luz, El dúo de la tos, Viaje redondo, etc., y, en las novelas cortas,
Doña Berta, son muestras acabadas de esta segunda actitud narrativa. Los
cuentos de Clarín resultan, pues, inspirados por una de esas dos notas más O
menos acentuadas: o bien un realismo caricaturizante y crítico, o bien un na-
turalismo idealizado y lírico. En unos y otros predomina el impromptu
(acompañado siempre de gran habilidad narrativa): son impresiones desarro-
au-
lladas del malhumor ante lo absurdo, o de la ternura y emoción ante lo
téntico y patéticamente fugitivo.
En La Regenta nos encontramos una novela excepcional en que todas
un equi-
las posibilidades temperamentales e intelectuales de Alas alcanzan
lirismo, y
librio prodigioso; hay sátira y hay crítica, hay emoción, ternura y
aúna to-
hay sobre todo una portentosa composición que armónicamente
ajes, am-
dos los variados elementos en ella presentes: argumento, person
Tuvo La Re-
bientes. Es una de las pocas novelas que merecen ser tan largas.
no literarias
genta su historia externa y anecdótica, basada en las reacciones
ver en ella)
“que su sustancia de contenido (o la referencia real que se quiso
tradicionalismo in-
despertó en los contemporáneos y en los epígonos de un
hasta tiem-
movilista y rutinario; levantó polvaredas más o menos absurdas
o naturalismo, o
pos recientes, considerándola obra nefanda del más groser
cionadas) «libro
(para citar palabras episcopales erradas, aunque bien inten
y de alusiones in-
saturado de erotismo, de escarnio a las prácticas cristianas

(91)
juriosas a respetabilísimas personas». Todo ello es ya agua pasada y, para lo
que importa, ajenoa la literatura. [...]
En otra ocasión hemos expuesto los ingredientes que Clarín supo com-
binar de manera tan magistral para ofrecernos un ambiente y unas vidas que
el lector termina por incorporar a sus propias experiencias. [...] La obra, que
fue escrita con enorme celeridad (porque según confiesa Clarín no podía es-
cribir de otro modo), representa mucho tiempo de prolongada meditación.
No sería explicable, si no, la estudiada proporción del proceso del relato. No
puede ser casual la simétrica estructura de la novela desde un octubre en
que «el viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas»
(con que comienza), hasta el final que sucede también «una tarde en que
soplaba el viento sur, perezoso y caliente». Queda subdividida en dos partes
(cada una de quince capítulos): una de presentación (y consecuentemente
de exposición morosa y descriptiva, en sólo tres días de un octubre, de per-
sonajes, ambientes y situaciones), y otra más activa (y por ello a través de
un período largo, desde el noviembre siguiente hasta el octubre de tres años
después) con una narración más apresurada y, según llega el final, como Alas
creía, «abreviando razones y palabras». Ni puede ser improvisada la sabia
disposición de los elementos de la novela (ambientes y personajes) en suce-
sivas secciones de capítulos en cada una de las partes. Así, en la primera, los
cinco primeros capítulos nos llevan de don Fermín al resto del cabildo, de los
confesores a la confesada y del examen de conciencia de Ana a sus recuer-
dos; con el capítulo VI, en salto brusco desde los pensamientos de Ana, pasa-
mos al casino de Vetusta, y desde éste a su presidente y a su amigo Vegalla-
na, desde cuyo palacio (donde se nos permite conocer un importante sector
de la vida vetustense) se verá regresar de su confesión a Ana, y, con ella ya,
la rumiaremos en el «parque» de su casa; nuevo bandazo en el capítulo XI,
en el cual y hasta el final de la primera parte, volvemos al magistral y lo
acompañamos todo el día por sus ocupaciones y por sus recuerdos y preo-
cupaciones; cada cinco capítulos, pues, forman sendos núcleos en torno a
cada uno de los tres días de octubre en que comienza el relato. Alas evita en
la segunda parte la rigurosa secuencia cronística de los hechos, y fijándose
en unas cuantas pocas fechas a lo largo de tres años, articula en ellas todos
los antecedentes necesarios para la debida comprensión del relato, y huye,

(92)
con técnicas variadas, de la monotonía estilística; con suprema maestría se
ciñe a los acontecimientos pertinentes hasta el clímax del capítulo XXVI; en
los capítulos finales el ritmo narrativo se hace más rápido hasta que en el
epílogo que cierra el último capítulo (donde se condensa el cuarto año) el
relato se precipita en una escueta sucesión de sobrias consignaciones de he-
chos, con frases breves y contundentes, de lacónica precisión y de fría obje-
tividad.
No puede decirse que la otra novela completa de Clarín, Su único hijo,
deje en el lector una impresión tan intensa y perdurable.A pesar de ello, es
también una obra de excelente composición y de extraordinaria habilidad
narrativa. Alas puso en ella, si cabe, mayor rigor objetivo, y presenta los am-
bientes y los personajes (de la misma familia y circunstancias que los de la
Vetusta repentina) desde una perspectiva más distante e imperturbable,
analizándolos con una ironía fría, desapasionada, que pone en evidencia los
rasgos más deleznables y desastrosos de todo. Si ya en La Regenta apenas
ningún personaje se salva de la aguda mirada crítica que realza los defectos,
en Su único hijo la contextura moral y humana de todos es aún menos va-
liosa, y por ello pocas veces florece el aura de compasión y ternura que to-
davía puede apreciarse en los de La Regenta. De ese mundo absurdo, de fa-
randuleros profesionales y de ciudadanos hipócritas e interesados, sólo se
salva el protagonista, Bonifacio Reyes, que, concebido y presentado al princi-
pio como un ser de poca consistencia y de mentalidad ridícula, va ganando
rela-
en profundidad, y en simpatía O conmiseración, a medida que avanza el
to y se va apareciendo como el único ser auténtico, bondadoso y caritativo,
.
dentro de su mediocridad, hasta que su supuesta paternidad le transfigura
que hu-
Lástima que Alas muriera sin haber terminado las otras tres novelas
bieran completado este relato (y de las que hicimos antes mención).

(93)
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5>
ARCHIVUM
REVISTA DE LA FACULTAD DE FILOSOFIA Y LETRAS

TOMO lI1I.—1952

UNIVERSIDAD DE OVIEDO
7

YN
A £eopoldo Alas
«Clarín»

(1852-1901)
ARCHIVUM
TOMO II ENERO-ABRIL 1952 NL

«CLARIN» Y DON LEOPOLDO ALAS


ería”,)
(Prólogo de una edición argentina de “Doña Berta, Cuervo y Superch

medio
Leopoldo Alas, “Clarín”, poseía y presentaba, según el
la del-escri-
de acción, doble personalidad: la del catedrático y
colegas de
tor. La primera apenas se conocía; salvo para sus
profesor uni-
claustro y para sus alumnos. Leopoldo Alas era el
del todo
versitario; “Clarín”, el escritor. No se puede entender
nalidad fun-
la personalidad del escritor si se desconoce la perso
era Leopoldo
damental del catedrático, pues ante todo “Clarín”
por menos de
Alas; es decir, un maestro. La literatura no puede
ra o persona;
ser lo que los clásicos llamaron carátula, másca
la muchedum-
una fisonomía exterior, sintética y expresiva. para
ca cuya finali-
bre heterogénea y desconocida; fisonomía públi
voz del hombre
dad consiste en amplificar por resonancia la
hacerse cono-
interior que la habita y que de ella se sirve para
a sabiendas de que
cer y escuchar, en la medida de lo posible,
de guardar para sí
lo así ganado en extensión exige el sacrificio
mientos más
algunas de las verdades más caras y de los senti
sean comparti-
preciosos, ya por pudor, ya por temor a que no
que en la vida
dos, o quizás puedan ser profanados. De aquí
ngan cierta carátula,
social muchos escritores adopten y compo
rio, la una y el
máscara o persona, con su correspondiente vestua
como ellos creen que
otro muy personales, originales y tales
o representar. Esta
cuadra mejor con el papel que han elegid
o

superposición de una personalidad escénica que entra por los


ojos es, si bien se mira, una trinchera, tanto ofensiva, desde
donde afirmarse hacia fuera, frente a los demás, como defensi-
va, con que resguardar y encubrir las castas virtudes o ya bien
los flacos vergonzantes del hombre íntimo y tal como Dios le ha
hecho.
Ello es que el hombre no puede darse por entero y sin reser-
va en la obra literaria. Sería esencialmente inhumano; e insu-
frible además, pues para mal o para bien la humana naturaleza
ha querido que un hombre no entienda de otro hombre sino
aquello que entre sí tienen de común. Por eso a los hombres en
general e indistintamente, se les llama con subconsciente can-
didez prójimos (próximos) y semejantes. En cuanto no están
próximos o dejan de ser semejantes, unos hombres carecen de
humanidad para otros hombres; son entes raros.
Pues bien, detrás de la personalidad literaria, que es lo más
extenso y genérico, sigue viviendo por su lado la personalidad
del hombre individual, que es lo más restringido, intenso e ina-
lienable. En la personalidad literaria no puede caber toda la
personalidad individual; sí, sólo, algunas fugitivas vislumbres
y alusiones a ella. Por tanto, el conocimiento de la personalidad
individual de un hombre nos ayuda a enriquecer el conocimien-
to de una personalidad literaria. Si conocer es amar, el conoci-
miento más próximo e inmediato que se nos ofrece en la vida
es el de nuestros padres; viene luego el de nuestros amigos
de infancia y mocedad. Se ha convenido, con razón, que el maes-
tro, un buen maestro, es un segundo padre y el mejor de los
amigos. Yo fui discípulo de “Clarín”, en la Universidad de Ovie-
do, y amigo suyo después, dentro de los límites que imponía la
diferencia de años y el respeto del discípulo para el que poco
antes había sido su maestro.
Leopoldo Alas explicaba la cátedra de Derecho Natural y
Filosofía del Derecho. Recién doctorado en Madrid. había gana-
do por oposición la cátedra de Derecho Romano en la Universi-
sa Vos

dad de Zaragoza, pero la permutó en seguida por la otra, en


Oviedo.
Cuando yo era estudiante, todos los profesores de la Univer-
sidad y del Instituto de Segunda Enseñanza, la una y el otro
instalados en el mismo edificio, fundado a expensas del arzobis-
po don Fernando Valdés, gran inquisidor de España, eran, con
rara excepción, asturianos, y los más ovetenses. Oviedo tenía,
por entonces, alrededor de veinte mil habitantes. Calcúlese,
pues, la importancia que en tan sucinta población alcanzaba la
Universidad. Era Oviedo, propia y típicamente, una ciudad uni-
versitaria. Y la Universidad, un núcleo familiar, un hogar del
espíritu. En Oviedo nos conocíamos todos. Profesores y alumnos
las
convivíamos no sólo en aulas y claustros sino también en
calles. en las casas, en el casino. en el teatro, en las fiestas públi-
Acade-
cas y regocijos populares, como acontecía antaño en la
Alejandría
mia de Platón, el Liceo de Aristóteles, el Museo de
modelo a las
y las Madrisas musulmanas, que proporcionaron el
cuales aún
Universidades colegiadas de la Edad Media, de las
s.
perdura uno que otro ejemplar en los países anglosajone
es mudan-
Durante mis años estudiantiles padecieron grand
scular (ves-
zas el mundo, España y Oviedo. Fue una época crepu
en las costum-
pertina y matutina) y finisecular, en las ideas y
las artes, en las
bres. Comenzaba a hablarse de modernismo en
ca.
letras, e incluso en la ortodoxia católi
os asistían a la
Al iniciar mi carrera de Leyes, los catedrátic
de copa alta, amén
Universidad con levita cruzada y sombrero
do es una de las ciu-
de chanclos de goma y paraguas, pues Ovie
en todo el universo.
dades donde más constantemente llueve
de origen ultramarino,
Los chanclos Boston eran una novedad,
ime acogimiento; sím-
recibida desde luego con solícito y unán
adelantos conseguidos por
bolo, por otra parte, de los grandes
general se preocupaba más
la civilización del siglo XIX, que en
de fomentar la cabeza por
de proteger los pies por fuera que
se usaban las almadre-
dentro. Antes, y desde siglos, en Asturias
peta: Joel

ñas, especie de zueco o coturno en madera de haya, con tres pies


por la base, para no hundirse en el lodo, de manera que quien
se las ponía ganaba unos cinco centímetros de alzada. Dentro de
las almadreñas, de hechura de nave fenicia, con relevada y pun-
tiaguda prora, se inmiscuía el pie, calzado con botinas o zapatos
elegantes de visita. Para mayor comodidad y molicie se acos-
tumbraba revestir el interior de las almadreñas con un lecho o
forro de heno seco. Cuando los ovetenses iban de visita, de ter-
tulia o al casino, se despojaban de las almadreñas al entrar, y
las dejaban hasta la salida en el zagúan, enfiladas, como góndo-
las en embarcadero, o las babuchas de los musulmanes en el
porche de la mezquita. Al] comenzar mi carrera de Leyes, algu-
nos profesores viejos proseguían fieles a sus almadreñas. Luego,
en el aula, el profesor indefectiblemente se endosaba la toga se
superponía la muceta y se encasquetaba el ochavado birrete,
para dictar clase. Esta formalidad se conserva todavía en las
universidades británicas; y yo lo hallo de perlas. Concluída la
lección, el profesor se manifestaba de nuevo en la vía pública
investido con las prendas suntuarias de su jerarquía social: la
levita y la chistera.
Este atuendo no lo usaban además de los profesores sino los
magistrados de la Audiencia, los letrados (abogados) más vene-
rables y famosos, y el gobernador civil en las procesiones sona-
das. Cinco años después, al concluir mi carrera, no quedaba en
Oviedo un miserable sombrero de copa. Todos aquellos persona-
jes usaban ya chaqueta, impermeable como blusa de hortera, y
el sombrero hongo de Julián, el cajista en “La Verbena de la
Paloma”. No menciono este particular en cuanto pormenor anec-
dótico y pintoresco, antes bien esa degeneración en los símbolos
indumentarios, impuesta por la corriente igualitaria de los tiem-
pos, era el síntoma superficial de un cambio trascendental. Que-
ría decir aquello que desaparecían las clases e iban a desapare-
cer las jerarquías y los valores de calidad. Se iniciaba la edad
de la improvisación. De allí en adelante la única carrera sería la
iR

carrera tendida y sin escrúpulos por el éxito pronto, sean o no


lícitos los medios, en que para medrar habría que valerse de la
audacia y para distinguirse no quedaba otro recurso que la ex-
travagancia. Pero, ahora no me "propongo hablar de esa edad
que nos deparó el destino, sino de la época anterior y contigua.
Si a los españoles de aquella época les hubieran preguntado
quién era Clarín, la mayoría hubiera respondido: un escritor
cgulo y mordaz. que en varios periódicos y revistas publicaba
muy a menulo unos artículos breves, titulados “Paliques”, en
que se metía con el lucero del alba. Un número incalculablemen-
te menor sabía también que Clarín había escrito no pocos ensayos
críticos, dos novelas mayores, varias novelas cortas y bastantes
cuentos, y que sus obras, en todos estos géneros, están a la par, y
en algún caso por encima, de lo mejor que ha producido la litera-
tura española, en aquella época, y en las demás. Los menos, una
minoría exígua, estaban enterados de que Clarín, ante todo, era
Leopoldo Alas, un hombre cuya personalidad fundamental esta-
ba centrada en la profesión del magisterio.
Por ser Clarín tan gran maestro fué tan gran escritor. ¿Es que
en la literatura universal hay un solo escritor que no haya sido
de consuno un gran maestro? ¿Por qué se les sigue leyendo, si
no? Por pasar el rato, o por curiosidad. o simplemente porque no
se diga que no estamos al día, podemos apechugar fatigosamente
con una obra que no nos enseña nada o en nada nos aumenta y
modifica nuestro ser espiritual. Pero, jamás releemos esta clase
las
de obras, que son caedizas y perentoriamente mortales, como
generaciones de las hojas. La sustancia de toda la obra literaria
de Clarín está amasada con una levadura y una sal que las pre-
con-
serva de corrupción y decaimiento; y es que todas sus obras
tono
tienen una enseñanza permanente. No es que lleven en sí
pura
didáctico ni intención docente, nada de eso. Son obras de
vida y
literatura, con todos los dones, agraciados o funestos, de la
-
de la naturaleza, y por eso mismo nos adoctrinan como la natura
tra-
leza y la vida, pero en una manera de experiencia más concen
e,PUR

da, clarividente, plena, e intuitiva, que proviene de la inteligencia


multiforme y aptitud estética en el autor para percibir y transmi-
tir la realidad en extracto ideológico y la belleza en visión directa.
Si en la obra literaria de Clarín está infuso, aunque invisible,
el maestro, inversamente. en las lecciones de su cátedra el maes-
tro se deja poseer por el genio creativo, según la inspiración del
momento. Leopoldo Alas explicaba la filosofía del derecho con-
forme al texto de Ahrens. Con el libro a la vista (él y los alum-
nos), el primer día del curso empezaba a comentar el texto, leyen-
do un párrafo; lo que en las Universidades antiguas se llamó
“lección”. Al terminar el curso, no habíamos pasado de los cuatro
o cinco primeros capítulos. Pero sabíamos, o podíamos haber adi-
vinado, cuanto es de desear en filosofía del derecho... y todo lo
demás.
La función educativa no es tanto de enseñanza (proveer de un
cúmulo inorgánico de datos, noticias o conocimientos) cuanto de
formación y desarrollo del espíritu; y esto, ya desde Sócrates,
que por eso mismo se definió a sí mismo como comadrón de al-
mas. El verbo latino “educo” quiere decir hacer salir de dentro,
hacer nacer, como en una sementera. Pero, para hacer nacer, y
después hacer crecer este nuevo ser naciente, hay que ir nutrién-
dolo con adecuado nutrimiento. Alumno (“alumnus”) quiere de-
cir literalmente la criatura que se halla aún en el período de la
primera nutrición, la cual recibe, por modo inmediato, amaman-
tándose de la nodriza (o nutricia). Alumno viene del verbo “alo
alui, altum”, que significa “nutrir”; y de ese verbo viene también
el adjetivo “almus, alma, almum”, para todo aquello que nutre y
alimenta. Así “alma mater”, designación frecuente de la Univer-
sidad, no quiere decir “alma, o espíritu maternal”, como algunos
se figuran, sino “madre nutricia”, al pie de la letra. En cuanto a
maestro (“magister”), bien se echa de ver que viene de “magis”
el que es más y mayor, y por tanto el que está en condición de
dar y trasmitir al que es menor y tiene menos. Y esta denomina-
ción de mayores se emplea en el uso común tanto para nuestros
padres como para nuestros maestros, pues un verdadero maestro
es otro padre, sin cuya germinación complementaria la otra pa-
ternidad, la meramente física resultaría abortada o deficiente.
Aun estoy viendo a D. Leopoldo, detrás de la ancha mesa pro-
fesoral, aforrada en velludo granate; encima, una gran escriba-
nía de plata, tintero, campanilla, salvadera, y portaplumas, re-
lleno de bolitas de cristal verde y con sus tres plumas de ganso,
teñidas de tintes radiantes, gualda, veronés y púrpura. D. Leo-
poldo era muy pequeñito y delgado, casi óseo, y todo nervios;
una especie de avecilla, sin apenas peso de materia. El cráneo
un tanto voluminoso (braquicéfalo), en relación con la parve-
dad del cuerpo. El pelo de cabeza y barbas, maiceño. Y me lan-
zo a producir y estampar este neologismo porque. si se dice co-
lor trigueño por semejanza del trigo, con no menor legitimidad
se podrá decir maiceño del tono que distingue al grano del maíz,
el cual de maduro es más amarillo que el trigo, y tirando a rojo.
Esta tonalidad de pelambre abunda en la raza celta. En Asturias
y Galicia se han preservado numerosos ejemplares, evidente-
mente típicos, de esta raza soñadora e irónica; dos tendencias
cuerpo a
hostiles entre sí, que engendran en su irreductible
psíquica,
cuerpo, como de Jacob con el ángel, una inestabilidad
fascinadora y llena de sorpresas.
c-
Leopoldo Alas, era sin duda un vástago de esa raza, intele
Renan, otro
tualmente aristocrática. De aquí su admiración por
“Mi Re-
celta. Acerca de él escribió “Clarín” un hermoso ensayo,
todo amor por
nan”. Desdichadamente, el Renan reelaborado con
tampoco se co-
“Clarín”, no era el Renan de carne y hueso; ni
no y taimado,
rrespondía con el otro Renan, el intelectual sibili
voluminosa, crasa
que se hospedaba dentro de aquella carne tan
trémulo de
y floja; tan carnal. Le inspiró aquel ensayo —todo
las altas regiones
emoción religiosa y aletazos espirituales hacia
le causaba oír a
de la contemplación— el enojo que a “Clarín”
nes católicas,
cada paso, ya en el púlpito, ya en las publicacio
el protervo Re-
aquello de “el impío, el incrédulo, el apóstata,
a

nan”. Realmente era mucho pedir que los ministros de la Iglesia


dejasen de llamar incrédulo, impío y apóstata a Renan, puesto
que lo era, tanto para con el dogma como para con el sacerdocio,
que un tiempo creyó y profesó. “Clarín” prescindía de esas rea-
lidades biográficas y no quería ver en “su Renán” sino el aris-
tócrata de la inteligencia; refinamiento de la sensibilidad, deli-
cadeza irónica y arte exquisito de la elocución. El haber renun-
ciado a las órdenes sacerdotales, colgando los hábitos como vul-
garmente se dice, y el haber abandonado y luego socavado en los
otros la fe de su infancia y juventud, a “Clarín” le parecía que en
el caso de Renán era un acto heróico y nobilísimo, dictado por
una conciencia excepcionalmente y dolorosamente exigente de
transparencia y de veracidad, e implacable para consigo misma.
Entendámonos. Para “Clarín”, espíritu profundamente reli-
gioso el aristócrata de la inteligencia debía ser un hombre de fe.
El hombre vulgar, en cambio, el burgués o filisteo de la inteli-
gencia, es el hombre de creencias confortables, que acaso pierde
la fe como si tal cosa y sin que le importe un ardite, como el
que pierde un pañuelo; o tal vez sustituye su fe por otras, como
quien cambia de camisa o de vecindad; o quizás hubo de con-
traer en edad temprana esas creencias advenedizas y poco a po-
co se le fueron indurando, al modo de enfadosa manifestación
externa, como las excrecencias callosas en las extremidades in-
feriores. La fe, contrariamente, es consustantiva con el espíritu,
si se trata de un espíritu superior; es única e irremplazable. Si
se pierde, las estrellas se extinguen, el sol se apaga, el universo
se disgrega y disipa, y la conciencia individual, en orfandad
absoluta, se siente desaparecer como mísera pavesa hundiéndose
en el fondo sin fondo de la nada eterna. Ahora bien, no el hom-
bre de creencias, sí sólo el hombre hondamente religioso puede
llegar a perder la fe, pues la fe es la vida más alta, y únicamen-
te lo que vive es aquello que también puede morir; en tanto las
creencias recibidas y acomodaticias no son miembros vivos de
nuestra alma, como antes se ha dicho, sino que son más bien
e

auxilios ortopédicos o ropajes con que se abrigan las almas des-


medradas o friolentas. No hay tragedia, por tanto, tan espantosa
para un espíritu superior como perder la fe. “Clarín” presentía
esta tragedia dentro de sí, allá, en las zonas más oscuras y me-
drosas de la conciencia donde se esconden y rebullen al acecho
los enemigos del alma; y presintiéndola en sí mismo, se figura-
ba que Renán, “su Renán”, era devorado por ese buitre trágico
y tenaz, día y noche, año tras año, entre acerbas torturas inter-
minables. Pero lo cierto es que la pérdida de la fe le había deja-
do a Renén tan fresco; lejos de devorarle cuerpo y alma le ha-
bía puesto escandalosamente gordo, y tan satisfecho que el bien-
estar le rebosaba en una sonrisa ancha, beatífica y algo cazurra.
era
“Clarín” no quería ver o se negaba a admitir que Renán no
al; un
un alma en congoja, sino un refinado hedonista intelectu
espíritu que había entrado en un principio de descomposición.
Ya desde
Renán, más que voluptuoso, era eróticamente sensual.
más pene-
sus primeras obras, de cuando en cuando, pero mucho
di fémi-
trante y persistente en las postreras, se percibe “odor
los clientes de
na”. “L'Abbesse de Ionarre”, casi escandalizó a
ser asimismo cu-
los bulevares; que ya es el colmo. No deja de
en la últi-
rioso que también se hace notoria idéntica sensación
”.
ma obra de Ibsen, “Cuando despertemos de muertos
a frase de
La vida, como el mismo Renán declara en la últim
sido para él “une
sus “Recuerdos de infancia y juventud”, había
réalité”, una pa-
charmante promenade accomplie a travers la
camino, sino un
seata deliciosa por medio de la realidad; no un
a. No se puede
paseíllo o devaneo que no conduce a parte algun
pero, admitido
reducir a menos el valor de la vida humana;
e tiene un dejo
que la suya fue así, esa declaración displicent
la humanidad; para
ofensivo y aun insultante para el resto de
na de venir al mundo
todos los demás que no han tenido la fortu
para esforzarse, forta-
para pasearse por él deliciosamente, sino
de perfección para sí y
lecidos por la fe, y trabajar en un ideal
y el aquí.
para los demás, aquí y ahora, y más allá del ahora
— 14 —

¿Cómo “Clarín”, tan sagaz y prevenido a que no le dieran


gato por liebre, no veía todo esto? Primero, porque la literatura
de Renán posee un hechizo serpentino, de tentación edénica, que
es muy difícil de resistir. Después, porque las suavidades olea-
ginosas, las cadencias lánguidas, los rebuscados melindres de
conciencia, las imágines cariciosas para los sentidos, con que se
sugieren antiguos modos del espíritu, tenuemente entrevistos;
más una manera de elaborada melancolía trascendental, encu-
bierta con delicado artificio para mejor relevarla, como el ropa-
je adherido a la forma desnuda en las estatuas antiguas; una
ironía, además, como de conformidad resignada y tolerante; y
por fin un eco, muy a la sordina y de no muy auténtica sonori-
dad, con evocaciones de suspiro disimulado, al verse desasistido
de la gracia divina, como del místico en los períodos de seque-
dad y aridez; todo esto, entre el estado voluptuoso y el estado
contemplativo, tan del estilo de Renán, se puede confundir, sin
las debidas precauciones, con la verdadera religiosidad, e inclu-
so con la íntima y sincera tragedia de conciencia. Más aún, pa-
rece lo cierto que el propio Renán se afanaba en dar a entender
al lector ingenuo o suspicaz que él, en efecto, pasaba muy malos
ratos y había tomado por lo trágico la pérdida de la fe, pero por
elegancia intelectual y respeto a las conciencias candorosas las
cuales, pobrecitas, todavía se hacían ilusiones, guardaba para sí
sus reconcomios y pena negra, y procuraba componer de fuera
un semblante sereno; si bien —quería dar a entender, asimis-
mo— los goces y deliquios de la religiosidad confiada, que había
saturado sus años de niñez y adolescencia, le sacudían todavía
los sedimentos del alma y se le rezumaban sin cesar, a pesar su-
yo. Pero todo suena a hueco. “Clarín”, sin embargo, veía en Re-
nán lo que Renán pretendía que los otros, incautos, viesen en
él; y lo pretendía no precisamente por gusto de mixtificación,
aunque era bastante mixtificador, sino entre otras cosas por co-
modidad, por el buen parecer, y por evitarse molestias y ata-
ques. “Clarín” en esto, hacía respecto a Renán el papel del isi-
70
1pl

dro o campesino, ingenuo y desprevenido, que cae en manos del


timador en la gran urbe. Pero “Clarín” no quería ver que Renán
despreciaba compasivamente —que es el mayor desprecio— así
a los hombres de fe firme como a los hombres de alma trágica
ante la fe vacilante o la falta de fe. Y “Clarín” era un hombre
de fe, no sin cierto torcedor de duda, pues la duda implica la fe.
De estos desmayos se salvaba con un brinco y escape místico
que le aproximase a Dios con las alas de su propio espíritu,
pues no dudaba de Dios, sí únicamente de algunas formas de la
religión positiva. Renán era un voluptuoso, esclavo de la carne
y de los sentidos. “Clarín”, por el contrario, estaba desencarnado
y no concedía complacencias, siempre puras, sino al sentido de
la vista y al oído.
Recuerdo los ojuelos de D. Leopoldo, de un azul límpido, co-
mo esa flor que brota milagrosamente en la región de las nieves
perpetuas. Usaba lentes afianzados en el puente de la naríz, algo
respingada. Al quitárselos, acaso le quedaba una mirada diluída,
como la de un santo en arrobo o la de un miope, y él lo era mu-
cho. Llevaba el pelo cortado en flequillo. El bigote tupido, am-
barado y sobresaliente en una comba como de cascada. Barba
cerrada y recortada. Arrastraba las erres.
Por extraño modo, la cabeza de D. Leopoldo se parecía a la
de Nietzsche. Por las venas de Nietzsche corría cierta dosis de
los
sangre eslava. Los eslavos propenden a la ensoñación, como
celtas, pero carecen del sentido de la ironía. Un día, D. Leopoldo
nos habló en clase de Nietzsche, que aún era enteramente desco-
su
nocido en España (esto pasó en el año 1897). Nos habló de
su
obra, de sus ideas y de su vida. Nos refirió el momento de
tan
locura final, cuando se creyó Dios en persona. Nos lo refirió
desde el centro del alma de Nietzsche, tan vivaz y patéticamen-
te, que nos extremecíamos oyéndole. No mucho después, Eche-
Nietzsche
garay aprovechó este postrer episodio de la vida de
ray fué
para su drama “El loco dios”. Diré al paso que Echega
a una obra
también el primero en trasponer a la escena español
E

de Ibsen, “Los espectros” que él arregló y rebautizó como “El


hijo de don Juan”. El nuevo título es admirable, e Ibsen no lo
hubiera repudiado acaso.
He puesto este ejemplo de Nietzsche a fin de evocar median-
te un dato concreto cómo Leopoldo Alas hacía de su cátedra un
centro vivo de experiencia espiritual y experimentación ideoló-
gica, cuyos radios y perímetro se extendían indefinidamente, se-
gún las asociaciones espontáneas de ideas y los imprevistos es-
tímulos vitales de apetencia de totalidad, hacia todos los puntos
del horizonte del espíritu, y se retraían luego sobre su propio
centro intencional, que no era otro sino la asimilación y acordo-
nación por parte de la inteligencia de todas aquellas experien-
cias y experimentaciones ideales. Era aquella cátedra un emi-
nente mirador de vigía, desde donde se divisaba circularmente
todo el panorama de la cultura histórica; y. allá en el horizonte
indeciso, las primeras señales de nuevos advenimientos y formas
imprevistas de la cultura naciente. En otras palabras, el magis-
terio de Leopoldo Alas era formativo y enciclopédico. “Enciclo-
pedia”, etimológicamente significa “enseñanza circular”; etimo-
logía que él solía repetirnos. Por afinidad electiva de conceptos
e ideas, así como por enriquecer cada tema, recorriendo todas
sus posibles relaciones, D. Leopoldo disertaba en su cátedra, en
torno al eje de la filosofía del derecho, sobre filosofía general,
metafísica, ética, religión, historia, doctrina política, sociología,
economía, arqueología, filología, estética. literatura; en conclu-
sión, la unidad necesaria y viviente del saber.-Al final del curso,
mis cuadernos de apuntes constituían una pequeña enciclopedia
sustantiva. Y digo sustantiva porque las enciclopedias editoria-
les son la suma y acarreo incoherentes de una serie de conoci-
mientos inorgánicos por orden alfabético, en tanto en aquella mi
morigerada enciclopedia los conocimientos cumplían la misma
misión que los elementos químicos de la nutrición, que primero
forman las cédulas, con que a seguida se componen los varios te-
jidos orgánicos, y luego por digestión continua (o sea, distriby-
=p ES

ción adecuada) prosiguen alimentándolos, acrecentándolos y ro-


busteciéndolos. En una enciclopedia, el pelo, que corresponde a
la p, va después de los ojos y las orejas, que corresponden a la
o; y la naríz va después de la boca. Pero, en la cabeza humana
estos órganos son partes de una unidad formal, y no están arti-
culados por orden alfabético, sino por armonía de función. Una
enciclopedia no puede proporcionar un saber enciclopédico. En
cambio el saber enciclopédico (asimilación armoniosa de las va-
rias direcciones del saber por una inteligencia individual) es lo
que ha hecho posible las enciclopedias.
“En mis explicaciones—decía a menudo Leopoldo Alas—pre-
fiero lo que Taine llamaba el método de la expansión germánica
a imponer y enseñar desde luego un sistema fijo”. En efecto, la
adopción de un sistema previo, a título gracioso o autoritario,
automatiza, esteriliza y enceguece el espíritu y la inteligencia
de la juventud, cuando justamente se asoma al espectáculo ma-
ravilloso de la naturaleza real, de la realidad de las ideas, y de
la esfera superior en que ambas se resuelven y justifican: la
propia conciencia. De cada momento o etapa del pensamiento,
en el flujo del discurrir por el conocer, parten todo alrededor
desde la conciencia infinitas avenidas de coordenadas sobre la
naturaleza, sobre la vida y sobre el plano de los conceptos. Para
aprehender, o tan sólo palpar en su rotunda totalidad el mundo
exterior, el espíritu posee y dispone de sinnúmero de tentáculos
de infinita elasticidad. Al que en su juventud le aprisionaron
en el dermatoesqueleto de un sistema, no podrá ser en adelante
un hombre con libertad de movimientos, ni siquiera hombre en
plenitud de sus atributos y potencialidad, ya desde luego frus-
trada, sino una máquina; aunque quizás una estupenda máqui-
na, en un derrotero único. El cíclope no tenía más que un ojo.
Ulises, hombre de inteligencia discursiva. le abrasó aquel ojo
precario al cíclope, y el cíclope quedó impotente, inofensivo e
inútil. Lo característico de una máquina es que no sirve sino
para una sola cosa. No estoy pronunciándome aquí sobre los
e

principios teóricos de la educación. Sin duda es conveniente y


aun necesario que haya hombres-máquinas, puesto que, por mu-
cho que avance la civilización mecánica, no es de presumir que
se llegue a inventar la máquina-hombre, que cumpla en fines
complejos; pero, a la vez, sin algunos hombres-hombres y hom-
bres libres, las comunidades humanas no tardarían en convertir-
se en hacinamientos herrumbrosos de chatarra inservible. El
hombre-máquina, que también pudiéramos llamar hombre arti-
ficial, está deshumanizado, y por consecuencia es inhumano. El
hombre-hombre, a quien nada humano le es ajeno, y el hombre
artista, que esencialmente es el hombre libre y lo contrapuesto
al hombre artificial, no pueden por menos de impacientarse y
aflijirse frente a la limitación unilateral, inexorable e incorre-
gible del hombre-máquina.
El hombre de gobierno y el hombre de presa y empresa ne-
cesita sin duda de estos hombres máquina. Pero. el maestro es
otra cosa. El hombre-máquina en cierne, durante su mocedad y
años universitarios, lo es tal, o bien por naturaleza intrínseca,
porque Dios le hizo así, o bien porque desde la niñez le habían
galvanizado con el artificio de un sistema. Ante el primer caso,
todo magisterio de humanidad está condenado al fracaso; es co-
mo si se tratase de enseñar a una locomotora a que vaya admi-
rando los paisajes por donde transita, y que de vez en cuando,
por variar, salga de sus acostumbrados carriles. Ante el otro ca-
so, el del maleado artificialmente, cabe la reeducación, no siem-
pre sencilla. En tales casos, Leopoldo Alas, con solicitud páter-
nal, o si se quiere magistral, se servía de pacientes aclaraciones
por los cuatro costados de la materia en cuestión; y en último
extremo empleaba como espuela o acicate de las mentes perezo-
sas la ironía, a costa del alumno, procedimiento que aunque ya
empleado por Sócrates consideramos poco recomendable. Pero,
“Clarín”, de ingenio fertilísimo y sin cesar fluyente, propendía
temperamental e involuntariamente a la agudeza satírica, que
en él era alegre y bien intencionada, jamás artera, ni turbia por
el resentimiento. Me acude a la memoria un incidente en su cla-
se. D. Leopoldo se venía ocupando largo rato por meter ciertas
cosas en la cabeza al discípulo que en aquella ocasión era su in-
terlocutor de turno. La cabeza del chico tenía menguada cabida.
D. Leopoldo insistía, dándole vueltas y más vueltas. Las res-
puestas del chico eran disparatadas y ridículas, como de un sor-
do mental. El infeliz no daba más de sí. Por otra parte, veíamos
—no D. Leopoldo que era miope— que el chico se iba azorando y
angustiando. Como ya no había nada que hacer, el maestro con-
cluyó con algunos comentarios humorísticos. El resto de la clase,
con esa malignidad escolar, o escolástica, que existe desde que
existen escuelas, prorrumpió en una gran carcajada. El chico se
echó a llorar, sin poder contenerse. Y había que ver a don Leo-
poldo, enternecido y sin disfrazar su remordimiento, desvivién-
dose en mitigar y desvanecer la pesadumbre del chico, y desdi-
ciéndose con frases consoladoras, como padre a un hijo por no
haber dado bien a entender su intención, nada mortificante; y se-
gún hablaba, conmoviéndose a tal punto que no le faltaba sino
el filo de un cabello para echarse él a llorar también, como to-
dos, por nuestra parte avergonzados, hubimos de advertir. Este
episodio, como tantos otros, fue para nosotros una experiencia
magistral indeleble.
Aquí tienes, lector, un libro de “Clarín”. Contiene tres nove-
las cortas. Mejor dicho, dos novelas cortas (“Doña Berta” y “Su-
perchería”) y otra obrilla, de cortas dimensiones, “Cuervo”, que
pertenece a la línea sucesoria de los Caracteres, de Teofrasto;
estudio de ciertos tipos psicológicos estereotipados, que, en la
historia de los géneros literarios, antecede a la novela propia-
mente dicha. Un carácter de este tipo un carácter estereotipado,
es un hombre artificial, un hombre deshumanizado y mecánico
que obra siempre de la misma manera y no responde sino ante
un solo estímulo. En “Cuervo”, de “Clarín”, esta deshumaniza-
ción está estilizada simbólicamente. El carácter estereotipado de
Cuervo (como algunas combinaciones en caracteres de impren-
y

ta; el R. 1. P. v. gr.) se polariza hacia lo antivital por excelencia,


las ceremonias fúnebres y el rito rutinario de los entierros, que
es la única fruición y razón de ser de semejante personaje, bas-
tante común ciertamente. El contenido moral de esta silueta ca-
racterológica salta a la vista, en sus trozos representativos. To-
da la obra literaria creativa —novelas y cuentos— de “Clarín”
está inspirada en esta intención ética magistral. Uno de sus li-
bros, colección de novelas cortas, se titula “Cuentos morales”,
reminiscencia de las “Novelas ejemplares” cervantinas, donde
la lección moral, como en la vida, no está expresa, sino que el
atento lector tiene que inferirla, si goza de suficiente minerva.
Las dos novelitas, “Doña Berta” y “Superchería”, se ajustan al
modelo tradicionalmente establecido. Pero... He comenzado por
decir que para penetrar la personalidad de “Clarín”, escritor, es
menester conocer la personalidad de Leopoldo Alas, maestro.
Todo lo que en este prólogo llevo anteriormente escrito se en-
dereza por maniobra envolvente a situar la personalidad viva
del escritor dentro de la atmósfera espiritual del maestro, que
abarca y empapa todas sus creaciones, pues la vida y la atmós-
fera son fenómenos recíprocos. En estas dos novelitas de “Cla-
rín” (como en el resto de sus obras de imaginación y en todas
las grandes obras literarias), se nos da, cristalizado en un pe-
queño universo que se basta a sí mismo, el maravilloso espec-
táculo de infinitas avenidas coordenadas sobre las tres dimen-
siones de la naturaleza real, la realidad ideal y la esfera supe-
rior en que ambas se resuelven y justifican, o sea, la propia con-
ciencia. En este autor admirable se presiente al admirable maes-
tro; su saber enciclopédico, digerido y asimilado ya, habiéndose
transformado en tejidos orgánicos nobles, los que sienten y pien-
san; su emoción de naturaleza y de vida, y su humanidad gene-
rosa, que se resuelve en ternura hacia cuanto vive y sufre, acti-
tud comprensiva y simpatía universal (señaladamente en “Doña
Berta”); su nostalgia de absoluta certidumbre para el humano
destino, y honda religiosidad, puesto que el sentido trascenden-
E

te de la vida y el mundo es su preocupación primordial. y aun


obsesión; su congoja ante la fe vacilante y sus fugas de misti-
cismo, que es el atajo de las almas inquietas hacia el inmortal
seguro, (señaladamente en “Superchería”). En las dos novelas
mayores de “Clarín”, “La Regenta” y “Su único hijo”, la prota-
gonista de la primera y el protagonista de la segunda son dos al-
mas tramadas en la urdimbre con que están tejidos los sueños,
vanos y desvanecidos a veces, pero que otras veces espejan la
escondida verdad.
Pero lo que ante todo importa en la obra literaria son las vir-
tudes literarias, la adecuación de la forma y el fondo, como crea-
dos por un fiat unánime. De ellas nada tengo que decir, puesto
que el lector, atento o desatento, no podrá por menos de perci-
birlas y degustarlas, aunque no acierte a definirlas. Espero que
sí; bien que desde la muerte de “Clarín” se ha ido difundiendo
en la literatura eierta contrahecha afectación y verbosidad va-
cua, por penuria de preparación y recursos; un llamado “estilo
artista”, sin conseguir pasar de artificioso, que amenaza estra-
gar el gusto público. Pero, habiéndose llegado a la saturación y
empacho de ese empalagoso estilo, se echa de ver ya la reacción
saludable hacia la dignidad literaria, no por severa menos llana.
Es la hora indicada para volver a poner en circulación los bue-
nos modelos, como “Clarín”, uno de los Grandes de España, en
la literatura del siglo XIX.

RAMON PEREZ DE AYALA (1)

en Buenos Aires
(1) En carta al Secretario de la REVISTA, fechada
Ayala escribe: “Le
el 8 de junio del presente año, D. Ramón Pérez de
Como usted verá, es
envío un trabajo, sobre Leopoldo Alas y “Clarín”.
ué aquí y no creo que sea Ccono-
un prólogo a una de sús obras; lo publiq
aprove chable”.
cido en España. Me hago la ilusión de que será
UNA SEMBLANZA DE MENENDEZ Y PELAYO,
POR «CLARIN>»

En este país nuestro, de extremismos, que lucha contra el


mundo en guerras religiosas y raciales o contra sí propio en gue-
rras civiles; que convierte pueblos a la fe o se encierra en su
mística; que se derrama por el Universo, conquistándolo en mil
empresas o se simboliza en El Escorial íntegramente; en este
país nuestro, digo, que es así y así tenemos que comprenderlo y
amarlo o así, también han de no entenderlo y odiarlo, toda ave-
nencia, entre un polo y otro, no hallará nunca la amplitud máxi-
ma ecuatorial que fuera cristianamente de desear, pero tampoco,
por fortuna, la tibieza que Cristo condena a ser arrojada de la
boca.
No hay que insistir, naturalmente, sobre ello. Nuestro poeta
más representativo de todos los tiempos, Lope de Vega, “tan de
veras español”, como él se decía, hubo de escribir —coincidiendo
con el sentir de su nación, a la sazón dominadora del mundo—,
estas palabras en que se arrancaba del alma una confesión sin-
cerísima: “Yo nací en dos extremos, que son amar y aborrecer:
no he tenido medio jamás”.
Y estas mismas palabras pudieran reflejar el espíritu popular
ia
español —el que, al fin, para bien o para mal, pesa en la Histor
y el Destino de un país— que sólo sabe apasionarse valientemen-
me

te por las ideas puras, sin penumbra cobarde, sin cesión de lo


que en cada caso considera su independencia y su propia digni-
dad.
Gracias a esta limpia posición de intransigencia, incluso con
nosotros mismos, noble y difícil, hemos dado a nuestra religión,
a nuestra historia, a nuestra cultura, su firmeza vertebral inque-
brantable, que las mantiene intactas a través de los tiempos,
aunque presenten, como ahora tan gran naufragio universal, y
nos da capacidad para reaccionar, con vitalidad creciente, como
se ha visto tantas veces, cuando el Destino nos lo ha exigido.
Pero a veces, también, por esta posición vital, se quieren asi-
milar a ella problemas intelectuales o simples temas y personas
de nuestra cultura que no requieren esa ardua lucha trascen-
dental, ni cesiones mutuas para resolverse o aunarse, sino sere-
na comprensión, para llegar a su exacto valor cuando, por dife-
rentes rutas, se va a una meta misma.
Este es el caso de “Clarín” y de Menéndez y Pelayo, en ma-
nos, sino en pies, de algunos de sus críticos.
Antagónicos ambos escritores en infinitos y fundamentales
aspectos ideológicos, pero coincidentes, asimismo, en uno pri-
mordial —la creación de una obra original, superior a la de sus
coetáneos—, se ha querido enfrentarlos, aun después de muer-
tos, con la incomprensión mutua de sus seguidores en aquellos
aspectos contrarios, que no pueden hallar armonía entre sí,
ajenos a ambos autores, sin la existencia de una obra preemi-
nente como cada uno de ellos.
Ya en otra ocasión procuré señalar con exactitud las posicio-
nes respectivas de “Clarín” y Menéndez y Pelayo en sus rela-
ciones puramente intelectuales —al cabo, las perdurables, por
fortuna— que resumí así (1).
Unidos Menéndez y Pelayo y “Clarín” por estrecha amistad:

(1) Epistolario a ”Clarín” (Menéndez y Pelayo, Unamuno, Palacio


Valdés). En Revista de Filología Española, (T. XXV, 1941, págs. 405-418).
Pág. 405.
a

nacida en su convivencia universitaria, tuvieron mutuamente la


comprensión de cada uno que sólo pueden sentir quienes, apar-
tados de la política, como de un accidente o incidente peligroso,
dedican íntegra su vida al trabajo intelectual. D. Marcelino, an-
tiliberal, coincidía, sin embargo, con el liberalismo de Alas en
punto tan delicado y vidrioso como la pedagogía, y “Clarín” fué
el que consiguió que Menéndez y Pelayo representara, como se-
nador, a la Universidad de Oviedo: venciendo entre ambos a
los de la Institución Libre de Enseñanza, sometidos “a la pedan-
tesca tutela de Giner”, considerados por los dos amigos como
“el mayor obstáculo para el progreso intelectual de España”.
E igual se hubieran opuesto, sin duda, de común acuerdo, frente
a cualquier otra secta del campo contrario, que, con manifiesta
inferioridad científica y con turbios manejos, hubiera intentado
encaminar más o menos la intelectualidad del país, por medios
doctrinales o materiales.
Con razón se ha escrito recientemente (2) que “en todo el
epistolario de “Clarín”, la adhesión más constante es para Me-
néndez y Pelayo; le mima; todas sus cartas reflejan devoción,
aun en momentos de discrepancias y disgustos pasajeros.
Pero no solamente en la intimidad de un epistolario, nunca
concebido para ser impreso, sino a los cuatro vientos, con la di-
fusión de la letra impresa y la clara independencia que valero-
samente animó siempre la pluma de “Clarín”, admiró el mag-
nífico escritor asturiano al gran polígrafo montañes.

Salcedo. En
(2) “Clarín”, Menéndez Pelayo y Unamuno, por Emilio
y bien escrito, emite,
Insula. Madrid (n.” 76, pág. 5). Este artículo, agudo
er seriame nte. Su-
sin embargo, algún juicio que sería imposible manten
sino “derroc har
ponen, por ejemplo, que Menéndez y Pelayo no hizo
os, que eso son sus libros”, no
su genio en la construcción de catálog
del sabio montañé s. Mucho
revela a un lector asíduo ni aun superficial
don Marceii no —se
más que eso y más trascendental hay en la obra de
como ha demostrado
mire hostil o acogedoramente, pero con claridad—
bien definido y re-
su influencia en el pensamiento de un sector español
”, libre de sectarismos,
conoce, en textos que reproduzco, el propio “Clarín
rs

En el primero de sus curiosísimos Folletos literarios —tan


llenos de juicios penetrantes y de originales sugestiones— titu-
lado Un viaje a Madrid (3), “Clarín” hace una semblanza de
Menéndez y Pelayo, breve, pero tan exacta y comprensiva, que
es imposible resistir a la tentación de comentarla y difundirla,
sacándola del olvido, con preferencia a cualquier otro texto se-
mejante.
“Clarín”, en uno de sus viajes a Madrid no menos peligroso
para su espíritu puro que para la ingenua vejez de la protago-
nista de Doña Berta, su maravillosa novela, descubre a don Mar-
celino en el Hotel de las Cuatro Naciones, donde se hospeda, en
la madrileñísima calle del Arenal.
He aquí la descripción, verdaderamente fotográfica, que de
él nos hace y en la cual Menéndez y Pelayo no aparece tan de-
leitante “gourmet”, como en tiempos posteriores, cuando victo-
rioso en su lucha por un vivir y una ciencia españoles, pudo
remansarse de tanta velocidad:
“Son las doce del día. El comedor está en el piso bajo, casi
en la calle; coches y carros ruedan a pocos pasos con estrépito
horrísono, haciendo temblar los cristales; los revendedores am-
bulantes gritan sin freno; los chiquillos alborotan, pregonando
periódicos; el ruído es como si se estuviera en medio de la calle
del Arenal. Junto a una columna de hierro, con la puerta de la
calle a un metro de la espalda, sin sentir el frío que entra por
aquella boca abierta constantemente, Marcelino Menéndez Pe-
layo. almuerza deprisa y corriendo, al mismo tiempo lee un libro
nuevo, intonso, que él va cortando con su cuchillo. Entran y
salen comisionistas franceses, italianos y alemanes, principal
elemento de esta fonda; algunos candidatos (no podía menos) a
a la diputación a Cortes; y en medio de la confusión y el estré-

(3) Madrid, 1886 (págs, 22-30). Es de lamentar que no haya sido


reimpresa la colección de estos ocho folletos, ya muy difícil de reunir,
por ser algunos sumamente raros, pues en ella se contienen varios de
los buenos y duraderos escritos de “Clarín”.
pito, él estudia y medita como pudiera hacerlo un asceta en la
Tebaida. De vez en cuando levanta los ojos, suspende la lec-
tura y la comida para deglutir un bocado y digerir una idea;
sonríe, pero no es al comisionista inglés que tiene enfrenie,
sino a los pensamientos que le bullen a él mismo en el cerebro”
Recuerda “Clarín” a continuación, a vista de este espectácu-
lo, cómo años antes “el sabio menor de edad”, no gozaba d>
buena salud —sin duda las vigilias y el esfuerzo de sus prime-
ros estudios y las oposiciones— pero cómo, más que el trata-
miento médico, fue “su propia voluntad, que es de hierro”,
quien se impuso y “decidió tener salud completa”, consiguien-
do fortalecerse en absoluto como era imprescindible para lle-
var a cabo felizmente sus agotadores trabajos.
Con igual humorismo supone que don Marcelino, el gran
distraído, o. mejor, el gran abstraído, vino a parar a tan ruidoso
hotel porque fue el primero que le ofrecerían, según Pérez
Galdós, cuando llegó de Santander.
No importa a Menéndez y Pelayo una fonda u otra; tran-
paz
quila o agitada; lujosa o pobre. “El lujo, la grandeza y la
ino
silenciosa —comenta “Clarín”, con gracia— los lleva Marcel
uiento
en el alma” y nada es capaz de perturbar “su vensar
tranquilo”.
ndos
Censura “Clarín” a quienes no pudiendo negar los profu
, procu-
conocimientos que del pasado tenía Menéndez y Pelayo
samen-
raban, para su consuelo de envidiosos, presentarlo piado
estudios con-
te, como “un oscurantista que no sabe nada de los
día...” Pa-
temporáneos y que desprecia los descubrimientos del
entarse
ra Alas, cuyos méritos literarios no necesitaban acrec
“lo nuevo
disminuyendo los de los demás, D. Marcelino conocía
“al dedillo”.
como lo antiguo” y el pensamiento contemporáneo
al y fuer-
pero por tener “Densamiento propio” y “talento origin
te”, no se siente perturbado por aquél.
recalca, casi con violencia, anhelante de
Y, más adelante,
persuadir a los detractores, estas razones irrefutables:
sa

“Sí, dígase alto, para que lo oigan todos. Menéndez Pelayo


comprende y siente lo moderno con la misma perspicacia y gran-
deza que la antigúedad y la Edad Media; su espíritu es digno
hermano de los grandes críticos y de los grandes historiadores
modernos, él sabe hacer lo que hacen los Sainte-Beuve y los
Planche, y resucita tiempos como los resucitan los Mommsen y
los Duncker, los Taine y los Thierry, los Macaulay y los Thaylor”.
“Menéndez Pelayo —añade con justicia— lleva en el alma to-
das las raíces del espíritu español...” Por ello, no es para el in-
signe escritor asturiano como “uno de esos muchachos aplicados,
espíritus incoloros, ánimos de cera que han nacido para ser sec-
tarios, para repetir ideas o frases”, entonces al uso y ahora tam-
bién, que han de llevar servilmente en los labios un “don Fula-
no” siempre, para justificar su existencia en el mundo intelec-
tual o universitario y han de tratar al tal de “el maestro”, aun-
que nada les enseñó, por temor de que alguno, sabiendo los ser-
vicios, a veces manuales que le ha prestado, no le pregunte por
“el señor”.
“Clarín” se sentía al saludar a Menéndez y Pelayo, no sólo
como cuando ase “un náufrago una tabla”, sino que junto a él,
junto a su “alma hospitalaria” —así había de llamar don Marce-
lino a la de otro en cierta ocasión— se olvidaba del triste y an-
gustioso mundo que le había estado rodeando hasta aquel mo-
mento y le esperaba después; “la marejada de ideas fugaces,
de
convicciones efímeras, confusas, contradictorias, insípidas
o de-
letéreas, vaivén inconsciente que la moda y Otras influen
cias
irracionales traen y llevan por los espíritus débiles de tantos
y
tantos que se creen librepensadores, cuando no son más
que
fonógrafos que repiten palabras que no tienen verdadera
con-
ciencia”.
¡Qué espléndido retrato de don Marcelino sigue a
estas viri-
les palabras, que aprovecha el propio “Clarín” para trazar
el su-
yo, no menos espléndido también! Parecen ambos
dos espejos,
separados por una gran distancia, ciertamente pero
reflejándo-
ci O ci

se uno al otro con luminosa claridad, coincidente en la misma


luz sincera de humanidad y de ciencia.
“Aquel espíritu noble y bien educado, clásicamente cristiano,
cristianamente artístico, era como un asilo para quien, como yo,
flaco de memoria, de voluntad y entendimiento, tiene, por tener
algo bueno, un entusiasmo histérico, tembloroso, por la virtud y
la belleza, por la verdad y la energía, entusiasmo que unas ve-
ces se manifiesta con alabanzas del ingenio y de la fuerza, y
otras con reirme a carcajadas, que algunos toman por insultos,
de la necedad vanidosa, de la importancia gárrula y desfachata-
da, de la envidia mañosa y dañina...”.
Exactamente, ¡qué bien se transparenta en este autorretrato
el alma de “Clarín”!
Ahí está el verdadero sentir y la razón de su coincidencia con
Menéndez y Pelayo: no menos sincero en sus opiniones (4), aun-
que más prudente para darlas a la imprenta.
Los enemigos de “Clarín”, que naturalmente los tuvo del tipo
suyo
que todos sabemos (5), fueran de un campo o del otro, del
o del de enfrente, no le perdonaron nunca la franca independen-
s
cia de opinión, verdadera libertad individual que no son capace
en la
de tener muchos que claman por una libertad abstracta,
adados y
(4) Cfr. Salcedo: art. cit., donde se recogen algunos desenf
para probar lo dicho
certeros juicios de Menéndez y Pelayo que bastan
el texto de su epistolario, singular-
Otros muchos pueden verse en todo
como es sabido, le
mente en sus cartas a don Juan Valera, con quien,
entibiaron núnca sus
unió una íntima y cordial amistad, que tampoco
diferentes posiciones ideológicas.
almente lite-
(5) Acabo de dedicar por deuda a los enemigos, especi
de las letras, próximo
rarios, uno de mis ensayos que integrarán El envés
1950, págs. 5-30).
a aparecer. (Cír. Cuadernos de Literatura. T. VIII,
folleto aludid o dedica unos párrafos a los
El propio “Clarín” en el
su opinión de la mía, y
enemigos literarios, en que no difiere mucho
en un artículo suyo Los ene-
ambas no poco de las de Francisco Casares
ado. (En Hoja Oficial del
migos “sin saber por qué”, recientemente public
dejaría de ser curioso
Lunes. Madrid 10 de marzo de 1952, página 6). No
de los tiempos desde el
estudio el de los enemigos literarios a través
punto de vista psicológico de su resentimiento,
Ú

que no harían sino cambiar de antifaz o de caretón acartonado


—según su habilidad— para seguir de esclavos de sus mismas
miserables conveniencias. (Que para ser uno señor de sí mismo,
no hace falta ningún régimen político especial, sino renunciar
a lo que la dignidad propia rechaza y mantener la razón hasta
el punto de un Santo Domingo de Silos o un Calvo Sotelo, a
quienes lo más que podían quitarles era la vida, para ellos bien
poca cosa ante su alma inmortal.
Es “Clarín”, asimismo, quien en esta ponderada semblanza
de don Marcelino, valora inteligentísimamente, con toda su
perspicacia crítica, en tal caso no afectada por las pasiones, los
méritos del gran investigador e historiador de la literatura.
No es Menéndez y Pelayo para Alas, el ciego acarreador de
materiales bibliográficos o documentales, como muchos de en-
tonces, retóricos y huecos —hoy sensibleros y camelistas— le
querrían, para oscurecerle y que se percibieran sus débiles rayos
de luz junto a él, luminaria gigantesca. Es también y en mayor
grado un gran artista, un extraordinario artista, cuya suma ele-
gancia espiritual sabe dar a aquellos inertes materiales, sabia-
mente escogidos, la vida que los eleva de nuevo a prodigioso
edificio del pensamiento del pasado.
El párrafo de Alas es rotundo y certero como todos los suyos:
“En Menéndez Pelayo lo primero no es la erudición, con ser
ésta asombrosa; vale más todavía el buen gusto, el criterio fuer-
te y seguro y más amplio cada día y siempre más de lo que
piensan muchos”. Y con asombrosa penetración escruta el alma
del joven sabio y el equilibrio de su ideología, lejos, sin em-
bargo, de toda simulación, que le permite desplegar sus condi-
ciones inigualadas para la crítica histórica y su temperamento
señero entre sus coetáneos: “Marcelino no se parece a ningún
joven de su generación; no se parece a los que brillan en las fi-
las liberales, porque respeta y ama cosas distintas; no se
pare-
ce a los que siguen el lábaro católico, porque es superior a todos
ellos con mucho, y es católico de otra manera y por otras cay-
ÁÑ

sas. Hay en sus facultades un equilibrio de tal belleza que 2n-


canta el trato de este sabio, cuyo corazón nada ha perdido ni de
la frescura entre el polvo de las bibliotecas: Menéndez va a los
manuscritos no a descubrir motivos para la vanidad del biblió-
grafo, sino a resucitar hombres y edades; en todo códice hay pa-
ra él un palimsesto cuyos caracteres borrados renueva él con los
reactivos de una imaginación poderosa y de un juicio perspicaz
y seguro. Tiene, como decía Valera, extraordinaria facilidad y fe-
licidad para descubrir monumentos: es sagaz y afortunado en
esta tarea que no es de ratones cuando los eruditos no son tontos”.
¡Estupendas palabras estas de “Clarín” aplicadas a Menén-
dez y Pelayo, que trazan, con fina línea, su contorno de histo-
riador! Y de pervivente eficacia aun, en estos tiempos, en que
muchos que nada han creado —o, lo que es peor, son padres tar-
díos de un hijo enclenque— aparentan burlarse de la erudición
ni
que, como el don creador de la originalidad, nunca poseyeron
rar a
poseerán, más allá de sus artilugios teatrales, por deslumb
unos ignorantes como ellos.
Así puede juzgar el propio “Clarín”, refiriéndose a la gran
sus ma-
obra primera de don Marcelino, que entonces andaba en
que
nos, la Historia de las Ideas Estéticas en España: “No creo
con la ori-
se haya escrito en castellano acerca de esta materia,
más
ginalidad y fuerza de Menéndez, trabajo alguno”. Y añade
siempre
adelante con la indignación que provocó en “Clarín”
da alma
la injusticia, más que al profesor de Derecho, a su delica
la perci-
de artista, temblorosa de sensibilidad, como él mismo
de este
bía: “A pesar de todo, los periódicos no han hablado
cosa será que
trabajo asombroso de nuestro gran crítico... Otra
aire de sa-
el día de mañana muchos escritores al minuto se den
perfecta-
bios, copiando atropelladamente el caudal de datos
l, con tan
mente escogidos, que reunió el profesor de la Centra
copiosos sudores”.
de acero
“Clarín”, este “Clarín” vital y sincero de fuerte alma
n-
y acerada expresión aguzada, concluye la semblanza de Mené
— 32 —

dez y Pelayo con un gracioso rasgo sobre su ya famosa lectura,


inagotable, casi mítica, que ha dado lugar a tanta anécdota:
“Porque Menéndez lee todo, absolutamente todo lo que dice ha-
ber leído. ¡Es esto más pasmoso que toda su erudición y todo
su talento!”... “¿Cómo puede ser esto? ¿Cuándo lee tanto Mar-
celino? Que estudia mientras come, ya lo sabemos; pero esto
no basta. El problema no tiene solución si no admitimos tam-
bién que lee mientras duerme. Sí, lee mientras duerme, así como
tantos y tantos lectores, y algunos críticos, duermen mientras
leen”.
Me ha parecido que completaría bien el perfil crítico y aun
psicológico de “Clarín”, en el centenario de su nacimiento, el
comentario de esta semblanza suya de Menéndez y Pelayo, que
en muchos aspectos, no ha perdido su actualidad, según lo confir-
man los mismos comentarios que leyéndola se vienen a la pluma.
Ella puede mostrarnos mejor que nada la mutua comprensión
de los dos grandes críticos literarios del siglo XIX, y su desinte-
resada posición ante la ciencia pura, desentendiéndose felizmen-
te de todo lo transitorio de su época, que pudiera entenebrecer
o desequilibrar la clara visión o la ponderación exacta.
Creo sinceramente que en estos tiempos nuestros, la lección
que “Clarín” da, con Menéndez y Pelayo, en la semblanza co-
mentada, debe recordarse, por su espíritu cristiano y científico,
sobre todo para quienes, por cerrilidad y miseria mental, no ven
en “Clarín” o en Menéndez y Pelayo, ya en la serena paz de la
muerte, lo transitorio de su ideología —admitamos la existencia
de cualquier posición, en gracia a la firmeza de la nuestra— y
la permanencia de su obra a través de los tiempos, ni ven, cuan-
do les conviene, la ideología, contraria a la que se adjudican, en
sus coetáneos, sin que tengan, ni por sueños, la obra de un “Cla-
rín” o de un Menéndez y Pelayo, ya inmortales, por encima de
los odios y los errores de quienes acaso no entendieron ni al uno
ni al otro.
JOAQUIN DE ENTRAMBASAGUAS
CRITICA Y SATIRA EN «CLARIN>»

Quien, hablando o escribiendo, se refiere a “Clarín”, como


crítico, suele incluír en esta consideración otro aspecto —el de
“Clarín” satírico— que exige atención especial. Crítica y sátira
tienen bien poco que ver entre sí. Como que justamente lo que
hay en la crítica de valoración intelectual, es lo que le falta a
la sátira, atenta, por modo excluyente, a los defectos del hom-
bre o de la obra, razón por la cual el satírico se parece mucho
al caricaturista. Genial caricaturista fue Quevedo, a no dudarlo,
y genial satírico, indiscutiblemente, fué Goya. Valga tan elemen-
tal observación para hacer notar que no desvaloramos en modo
alguno a “Clarín” como crítico, más bien lo realzamos, cuando
extraemos de su obra los elementos que le cualifican de gran
satírico. Sin este desglose o discriminación, quizá hiciésemos
desmerecer a “Clarín” en el conjunto de su labor crítica, no
siempre objetiva ni serena. Pero el satírico puede prescindir lí-
citamente de la serenidad y de la objetividad, para ejercitar el
derecho a los más personales caprichos que su ingenio le con-
cede.
Crítica y sátira no son conceptos que radicalmente se contra-
pongan; se diferencian simplemente, y el distingo entre una y
otra favorece a “Clarín”. Apasionamientos y humoradas que se-
ría justo cargar en la cuenta del crítico, pueden ser abonados en
la del satírico. Bien entendido que distinción tan fácil de reali-
a.

zar en lo puramente conceptual, resulta de hecho muy difícil,


en no pocos textos o pasajes de “Clarín”, ya que aún en los de
más entonada crítica no falta el escape de la gracia —o del gra-
cejo, como se prefería decir entonces—, al paso que en los de
tono burlesco o más quisquillosos o festivos reparos, no deja de
transparentarse el agudo sentido crítico del autor.
Cuantitativamente, quizá importe más la obra satírica de
“Clarín” que la crítica propiamente dicha. La mayoría de sus
Paliques, Solos, folletos, artículos aquí o allá, ¿qué son,
en gran parte, sino sátira, ante todo; despreocupado humor,
mordaz ironía...? Ya en aquel tiempo la colaboración en la pren-
sa tentaba al escritor, por su rendimiento económico, no pingie
ciertamente, pero sí fácil de obtener, dado el mínimo esfuerzo
que suele bastar. Los grandes libros de crítica, extensos y orgá-
nicos, que pudiera haber compuesto “Clarín” —como más ade-
lante ocurriera, en su línea respectiva, a Gómez de Baquero y a
Diez-Canedo—, fueron sacrificados a la inmediata utilidad del
artículo en diarios y revistas, y es claro que, obligado “Clarín”,
por la actualidad bibliográfica, a tratar de autores de escasa ta-
lla, cuando no insignificantes del todo, se achicaba, derivando a
burlas y chanzonetas, vejámenes y “gramaticalerías”, en tanto
que se crecía o conservaba su natural altura, ante Galdós, por
ejemplo. De esos dos “Clarines”, el más popular era el que daba
“palos”, el que se “metía” con este poeta chirle o aquel prosista
churrullero, y es justamente ese “Clarín”, airado y jocoso a la
vez, tan ingenioso como se quiera, pero intranscendente por la
nulidad de la víctima; es ese “Clarín”, repetimos, el que añoran
hoy muchas gentes de superficial criterio, falseando el concepto
de la crítica, que no ha de ser, en principio, ni benévola ni seve-
ra, sino fiel al espíritu de justicia que debe informarla, y que
en ningún caso tiene por qué zaherir personalmente al autor
de la obra enjuiciada, como era uso de la época. Antonio de
Valbuena y “Fray Candil”, verbi-gratia, entendían la crítica
de no distinta manera. “Clarín” no siempre consiguió substraer-
OS

se a ese aire viciado, y su vivísimo ingenio daba una impon-


derable calidad literaria a sus escritos, de la índole que fuesen y
respondieran a una u otra intención, lo cierto es que el interés
de “Clarín”, en nuestra Historia literaria, estriba en su pene-
trante y definitiva valoración de un Galdós, no en sus vapuleos
a escritores justamente olvidados. En este último caso, “Clarín”
divierte al lector de hoy. Su humor, incluso su mal humor, es
de la mejor ley. Pero la materia que “Clarín” trabaja a veces,
se ha volatilizado. El crítico se agranda o se empequeñece con el
autor cuya obra examina.
Nos sirve Galdós de ejemplo, porque es el escritor de más al-
tura entre todos los de su tiempo, y hasta del inmediatamente
anterior y de nuestros días. Después de Cervantes ¿dónde sino
en Galdós está la cumbre de nuestra novela...? Pues bien: sobre
Galdós establece “Clarín” puntos de vista que de aquí en ade-
lante serán necesariamente utilizados por cuantos traten de
abarcar y entender el mundo galdosiano. En sus ensayos y ar-
tículos varios, es “Clarín” el primero que justiprecia las carac-
terísticas del arte novelístico de Galdós, por razones superiores
a las del “sano realismo” que servían, por lo común, para expli-
car, no ya la novela de ese vasto ciclo, sino toda, o punto menos,
la Literatura española.
Realismo, sí. Sano, aunque no siempre. Y en todo caso, algo
más hay en Galdós. “Clarín” lo percibe desde sus primeros tiem-
pos de lector: cuando Leopoldo Alas era, simplemente, estu-
diante de Filosofía y Letras en Madrid, según nos lo confiesa en
su precioso ensayo acerca de Galdós. El joven Leopoldo Alas
se fija en este nombre “leyendo en una librería la cubierta del
Audaz. Y continúa: “Enfrascado en la lectura de filósofos
y poetas alemanes, me parecían entonces poca cosa muchos de
mis contemporáneos españoles... a quienes no leía. Ya iban pu-
blicados varios Episodios Nacionales cuando caí en la cuenta
de que debía leerlos. Y a los pocos meses era yo, sin más reco-
mendación que estas lecturas, el primer admirador de aquel
A:sis

ingenio tan original, rico, prudente, variado y robusto que pro-


metía lo que empezó a cumplir muy pronto; una restauración
de la novela popular, levantada a pulso por un hombre sólo” (1).
Hemos de entender esa expresión de “novela popular” en el
sentido historicista y romántico, ponderativo y nacional, que sa-
turaba el ambiente respirado a la sazón. Novela popular: litera-
tura nada menos que popular... Galdós la restaura con origina-
lidad y vigor tales que le erigen en creador. “Clarín” acierta
a ver en la novela “la épica del siglo”, y afirma que el gran
arte del novelista propiamente épico consiste en “crear almas...
pero no a su imagen y semejanza”. Es así como proceden, a su
juicio, un Balzac, un Zola, un Daudet, un Tolstoi, un Dickens
—“aunque éste es más lírico”—, un Galdós... Que en tan ilustre
compañía coloca “Clarín” a Galdós.
Nos parece, por otra parte, que “Clarín” va demasiado lejos
a propósito de la “impersonalización” y el “antilirismo” de Gal-
dós, al afirmar que la naturaleza en sus novelas es, simplemen-
te, “el lugar de la escena, que representa esto o lo otro”. Y
puntualiza su pensamiento: “Como la Odisea a pesar de ser una
serie de viajes por el Mediterráneo. no pinta la hermosa natura-
leza sino como fondo del relato de Ulises, y casi también como
en Shakespeare, la naturaleza decorativa acompaña al hombre
para acabar de explicarlo, para darle asunto en que muestre có-
mo vive, cómo siente, cómo piensa, así en la novela de Galdós,
las llanuras de Castilla, las montañas del Norte y los horizontes
claros y los cielos puros de Andalucía, acompañan a sus perso-
najes y por ellos salen a plaza, y por ellos se subordinan en el
orden estético, siendo, en fin, todo lo contrario de lo que viene
a suceder, v. gr., en El sabor de la tierruca, de Pereda, para
dar un ejemplo del que todos pueden acordarse”. Creemos
por el contrario que el paisaje es en Galdós, algo más que fondo,
y que colabora directamente en la acción como elemento deci-

(1) B. Pérez Galdós. Estudio crítico-biográfico, por Leopoldo Alas


(“Clarín”). Madrid, 1889. Pág. 31,
sivo, lejos de supeditarse a los personajes. Traeríamos a cuento
determinados episodios o situaciones de Gloria y Angel, Guerra,
de Cádiz y Zaragoza, de Nazarín y Marianela, si nuestro propó-
sito se cifrase en estudiar al pormenor la actitud crítica de “Cla-
rín” ante Galdós. Pero sólo importa a nuestra intención presen-
te el señalar la serenidad, la ponderación, la agudeza con que
“Clarín” procede a sopesar el pro y el contra de un hecho litera-
rio, las cualidades y los defectos de una obra, y no deja de ser
conveniente, por vía de ejemplo, esta otra cita (2) acerca de
Angel Guerra, ya que de Galdós hablamos.
“Aunque el último libro de Galdós vale mucho y debiera lla-
mar más la atención, no merece, en cierto modo, tanta admira-
ción como otros suyos, por más que en algún respecto acaso a
todos los aventaje. Para la psicología del ingenio y del carácter
del autor, en los estudios que se llegarán a hacer de las ideas de
este novelista, Angel Guerra será de los más importantes docu-
mentos... Angel Guerra es un espiritualista que vive fuera de
sí; su ideal no está en él, está en Leré, su amor, y la religiosidad
que éste engendra no es un verdadero misticismo, sino que ne-
cesita el alimento del símbolo vivo, la obra nueva. La psicolo-
gía de Guerra no se estudia dentro de él precisamente, sino del
mundo que le rodea. Por eso tienen tanta importancia en esta
novela las calles y callejuelas de Toledo, los tabiques y ladrillos
más o menos mudéjares, las capillas de la Catedral, las iglesias
de monjas y las desgracias y lacerías de los miserables. Sí, toda
aquella multitud de digresiones descriptivas se explica y guar-
da su orden...; pero el lector se cansa quand méme en los pasa-
jes en que Galdós no está inspirado. Son los menos, pero aún son
muchos; los inspirados son muchísimos. Se comprende que el
e lector se fatigue, o mejor dicho, se impaciente; pero no podía
ser de otra manera si se había de respetar la verdad, y particu-

(2) Ensayos y Revistas (1888-1802). Madrid, 1892. Págs. 336-344. Re-


vista Literaria: Angel Guerra.
EE

larmente la lógica. Se trata de un asunto espiritual..., exteriori-


zado, en que la psicología se ve principalmente en las con-
secuencias de los actos; y tenía que ser así, siendo quienes
son Leré y su amador. Guerra es un hombre de acción, y
Leré una santa de acción, casi mecánica, sí, mecánica, en
cuanto lo más de su virtud, y acaso toda su fe, son obra de la
herencia... En esta especie de pudoroso misterio del alma d=
Leré, Galdós ha empleado mucho tacto, pues dado el tipo y dado
el propósito del novelista, no cabían honduras ni indiscreciones
psicológicas... Angel Guerra, sin ser vulgar, siendo en cierto
modo hasta hombre superior (lo es en la relación moral, en
ideas, y en parte, en conducta), no es un hombre de muchas
psicologías, tampoco. Tiene algo de poeta, de filósofo, de soció-
logo; pero en nada de esto es lírico... Sin dejar de ser soñador,
amigo de la abstracción melancólica, el revolucionario arrepen-
tido necesita para alimento de sus ensueños, lo relativo, casi se
diría lo tangible. Así, su conversión a la fe, hasta donde se puede
llamar conversión, se debe a una ocasión accidental, y tiene su
apoyo en un amor humano y en rigor nada místico... Grandísi-
mo talento ha demostrado Galdós al desenvolver este carácter,
y con lógica de gran artista se sigue hasta el último momento...
Si Galdós ha escrito libros más agradables, de más pasión y
fuerza, tal vez no ha escrito ninguno de más rigor en el estudio
de los caracteres. Esta misma observación profunda y exacta y
rigurosa en la lógica que hay en el modo de presentar y condu-
cir los principales personajes se advierte en la mayor parte de
los secundarios... Con valer muchísimo Angel Guerra, creo que
no será de las obras de Galdós que más enamoren al público
grande, y esto por culpas que pudieran llamarse accidentales;
las más en rigor, cuantitativas”.
La cita es larga, pero expresiva del equilibrio característico
de “Clarín”, al menos, en la fase mejor de su obra crítica, difícil
de fijar cronológicamente, pues los aciertos de “Clarín”, a la
luz de su sereno juicio, zigzaguean a lo largo de toda su produc-
ción, tanto en los trabajos de mayor empeño como en los dados
a la prensa diaria —desde El Progreso hasta El Imparcial—, y
aún los más ligeros y ocasionales de Madrid Cómico.
De los apasionamientos de “Clarín” se ha hablado mucho, y
no sin razón, empezando por Valera, que, escribiendo un día a
Menéndez y Pelayo (3), le dice: “Miro yo a “Clarín” como el
más discreto, inteligente y ameno de nuestros críticos de hoy,
que se ocupan en hablar de los autores contemporáneos, sin des-
conocer que es apasionado hasta la injusticia, exagerando, por
ejemplo, ya los elogios a Campoamor, ya los dicterios para Ve-
larde...” “Clarín”, con cierta frecuencia, se apasiona en contra,
pero casi nunca en pro de autores y libros, escuelas y tendencias
de relevante significación. La verdad es que, para enjuiciar fa-
vorablemente a Galdós, no hace falta en absoluto sacar las cosas
de quicio, y la pasión estorbaría, restando autoridad al crítico
la
que actúa sobre un asunto que, por su propio valor, impone
objetividad.
Distaba mucho “Clarín” de profesar la crítica llamada “cien-
di-
tífica”, muy de moda en su tiempo, como tema, al menos, de
sertación y controversia en Ateneos, revistas y cenáculos. Y no
practicaba “Clarín” ese género de crítica, entre otras razones,
porque la raíz filosófica de ella es el positivismo, y contra su
pobre estética —“una casuística grosera, digna del mismísimo
M. Homais”— reaccionó siempre (4). Pero ¿cómo habría “Cla-
rín” de desconocer la utilidad reportada a la crítica, al “juicio
estético”, por el conocimiento de la raza, del medio social y geo-
gráfico, del momento histórico. que Taine había preconizado..?

Madrid,
(3) Epistolario de Valera y Menéndez Pelayo. 1877-1905.
Brusela s a 16 de junio de 1886.
1946. Pág. 272. Carta núm. 196, fechada en
La crítica y la
(4) Ensayos y Revistas. Pág. 253. Revista Literaria:
o acerca de la
poesía en España”. Expresa además “Clarín” su concept
Selectas de Leo-
crítica en el prólogo de Palique, reproducido en Obras
poldo Alas. Madrid, 1947. Págs. 1.074-1. 081.
bh

Discurriendo concretamente sobre el tema, “Clarín” hace suyas


estas palabras de Flaubert: “En tiempo de La Harpe, se era
gramático; en tiempo de Sainte-Beuve y de Taine, se es histo-
riador. ¿Cuándo se será artista nada más que artista, pero bien
artista? ¿Conoce usted alguna crítica que se interese por la obra
en sí, de una manera intensa? Se analiza muy sutilmente el me-
dio en que se ha producido, y las causas que la han traído; pero
¿su composición, su estilo, el punto de vista del autor..? Jamás”.
“Clarín” sí atendía a todo eso, cuando la obra, por su calidad,
demandaba y permitía que se la estudiase, efectivamente, en sí,
en su profunda razón de ser y de expresarse. Con análoga mesu-
ra, con idéntica dosificación estimativa, con el mismo escrúpulo
de imparcialidad que “Clarín” acredita, juzgando a Galdós, en-
juicia a Zola o a Ibsen, a Menéndez y Pelayo o a Pereda, llegada
la oportunidad. Pero, ¿y cuando la obra considerada en sí mis-
ma, hace imposible, por su baja condición, hasta la tentativa de
un estudio a fondo..? Comentando la ínfima literatura de cada
día, es cuando “Clarín” hace trivial su crítica, al denunciar gali-
cismos, incorrecciones sintácticas, ripios y cascotes, apasionán-
dose en vano, sin otra ventaja que la vis cómica de que su autén-
tico humor le consiente hacer gala, y escapa de la crítica —im-
posible, dada la falta de materia— por la tangente de la sátira
personal, de la broma, más o menos agria, según los casos.
En una pésima quintilla, al pie de muy mala caricatura, Ma-
drid Cómico (5) definió así a “Clarín” un día:
“En perpétua batalla,
en serio a veces, y las más en broma, '
soy el coco, el terror de la morralla,
porque cargo la pluma con metralla
defendiendo el buen gusto y el idioma”.
Tarea penosa e ingrata esa a que “Clarín” se vio empujado,
de cargar sobre el iluso e inexperto novel o el escritor adoce-

(5) Número 709, correspondiente a 19 de septiembre de 1896.


A

nado que en su desairada naturaleza de mosca inofensiva no


merecía los cañonazos de un crítico llamado a superiores em-
presas, en tantas otras ocasiones —dicho queda— cumplidas y
realizadas en términos que le valen un alto e irrecusable magis-
terio. No omitamos la excepción que Cánovas significa en el
“Pim-pam-pum” establecido por “Clarín”, quien ahora dispara
contra una figura, sin que su evidente magnitud —incluso en
el orden literario— baste a redimir de su insignificancia los re-
paros gramaticales del crítico, en uno de sus más populares fo-
lletos (6).
“Clarín” lee La Campana de Huesca y en la primera pá-
gina observa ya que Cánovas “comienza a disparatar”. “Cla-
rín” reproduce el título del primer capítulo y dice: “En que se
habla, a manera de Prólogo, con el lector. Ya estamos mal. ¿Qué
quiere decir eso? ¿Qué el autor se presenta a manera de Prólo-
go a hablar con el lector? ¿Es el Prólogo el autor mismo? No,
de fijo, no. ¡Pues, señor, decidlo a derechas! Y comienza La
Campana: A orillas de la Iruela hallé esta crónica: en una
de aquellas huertas de suelo verde y pobladas de árboles fruta-
les, cuyas bardas y setos... Cualquier gacetillero mal intenciona-
do, preguntaría si las bardas y setos son de los árboles o de la
huerta. Pero dejando esto como pecado venial y aún lo del
suelo verde, que es un modo canovístico de decir, y lo de pobla-
das, epíteto cursi ramplón en este caso, prosaico y casi admi-
nistrativo, dejando todo eso, vamos a lo que no puede pasar. Un
hablista tan recomendado por su tío, el hablista de los hablis-
tas, debe saber (no debe de saber, señor Cánovas, sino debe sa-
ber), que la Grámatica de la Academia, donde tanta influencia
tiene don Antonio, no permite que se diga cuyas bardas y setos,
por que cuyas es femenino, y los setos son masculino, y el mas-
culino, en tales casos, es el que prevalece...” Y así sucesivamen-
te, en larga serie de minúsculas observaciones.

(6) Cánovas y su tiempo. Madrid, 1887.


AP

Nuestra intención en el presente artículo se limita a distin-


guir, mediante algunos rasgos, al crítico —y ensayista— que
coexiste en “Clarín” con el satírico: humorista y polemista tam-
bién. De igual suerte que en otra ocasión procuramos diferen-
ciar a “Clarín” de Leopoldo Alas, el autor —nada menos— de
La Regenta, Su único hijo y ¡Adiós, Cordera! En cualquier caso,
prosista —entre Larra y Unamuno— de extraordinaria flexibi-
lidad, precisión y riqueza de matices.

M. FERNANDEZ ALMAGRO
De la Real Academia Española
«CLARIN>» Y EL «MADRID COMICO»

En el “Madrid Cómico”, es cosa sabida, publicó Leopoldo


Alas una parte muy considerable y sabrosa de sus paliques.
Y, desde luego, los que más circulación y resonancia adqui-
rieron.
Cuantos por aquel tiempo éramos mozalbetes con afición a
cosas literarias, leíamos asiduamente el Madrid Cómico. Esto
pareció después, y acaso parezca todavía, palmaria demostra-
la
ción de los gustos frívolos e inconsistentes que dominaron en
época, y que pudieron dificultar el avance de las Letras. No
parece muy fundada esta creencia. Junto al Madrid Cómico ha-
quizá
bía revistas serias, de muy docto y sólido contenido, que
sín-
no han sido superadas, y que hubieran podido tomarse como
o
toma opuesto. Además fue precisamente en el Madrid Cómic
los es-
donde hicieron sus primeros escarceos la mayor parte de
géne-
critores que luego habían de sobresalir en muy diferentes
sema-
ros, y tanto ellos como los que formaban la redacción del
sufi-
nario —todos de innegable ingenio— tenían desenvoltura
ciente para entrar en otros cercados, si lo deseaban. El propio
que,
Rubén Darío se refirió más tarde a la penuria y trivialidad
su-
por los años a que voy aludiendo, y con pocas excepciones,
los
frió la poesía seria y de pretensiones, y afirmó que sólo
ad a la
poetas del Madrid Cómico supieron entonces dar varied
métrica y jugosidad a la expresión. s
M4

¡Con qué avidez leíamos los paliques de Clarín! ¡Cuánto


aprendimos en ellos! ¡Cómo nos enseñaron a aquilatar los valo-
res, a perfilar los rasgos, a distinguir lo auténtico de lo engaño-
so! A veces traslucíamos alguna injusticia, algún exceso de
violencia en el ataque; pero aun en esos casos no dejábamos
de admirar el gracejo y la sutileza del crítico. Ocurría, sin em-
bargo, que lo que más nos deleitaba era la intención y la sal de
las palizas, sin que nos metiéramos a averiguar si eran justas
o no. ¡Tal es la pícara condición humana!
Se da el caso curioso de que cuando, en los primeros tiempos
del Madrid Cómico, aparece Clarín en sus columnas, no es para
atacar, sino para sufrir el ataque. En el año de 1881 se hallaba
en Madrid un joven escritor cubano, Aniceto Valdivia (notorio
más tarde en su patria por el seudónimo Conde Kostia, tomado
de la novela de Víctor Cherbuliez). Había venido de Cuba para
estudiar Derecho en Santiago de Compostela. y de aquí pasó a
la Corte para probar suerte en Literatura. No le faltó del todo,
pues consiguió estrenar dos obras dramáticas, bien que con poca
resonancia. Publicó también un pequeño poema, Ultratumba,
imitado de Campoamor.
Calcados precisamente en los paliques de Clarín, Valdivia
comenzó a publicar en el Madrid Cómico artículos críticos de
batalla. Los dos primeros estuvieron dedicados a El Señorito
Octavio, de Palacio Valdés, que acababa de salir a luz. Limitá-
base Valdivia a examinar cicateramente unos cuantos párrafos
de la novela para calificarla de mala y rechazar los elogios que
de ella había hecho Clarín en El Mundo Moderno. Bien pronto,
en este mismo periódico, Clarín dedicó un palique a Valdivia.
Y fue entonces cuando éste en el número 68 del Madrid Cómico,
arremetió contra Leopoldo Alas en forma airada y descompues-
ta. El artículo, sin embargo, es de poquísima monta. Refiérese
Valdivia a dos poesías publicadas por Clarín —El mártir de la
duda y Las de Ruiz— y a su traducción de La paternidad de
Víctor Hugo, y sobre ellas deja caer unas cuantas vaguedades.
Insiste en su ofensiva contra El Señorito Octavio.
io

De aquí no pasó Valdivia en su escaramuza con Clarín. En


cambio, como lo que él deseaba —cosa explicable a sus veintiún
años—, era llamar la atención, y para ello le convenía elegir un
blanco y cuanto más alto mejor, en los números siguientes del
Madrid Cómico la tomó con don Ramón de Campoamor. Empe-
zó, pues por el poema Los buenos y los sabios, recién publicado,
y luego continuó la tarea que seis años antes, en las columnas
de El Globo, había iniciado Joaquín Vázquez: esto es, hacer un
rebusco de las frases y pensamientos que Campoamor había to-
mado de Víctor Hugo, y sobre todo de Los miserables. La cosa
terminó mal para Valdivia. El director del Madrid Cómico, Mi-
guel Casañ —reconozcamos que en forma poco hidalga, puesto
que él había patrocinado a Valdivia—, expulsó a éste de la re-
dacción del semanario y le dedicó unos sueltos incisivos.
El Madrid Cómico suspendió su publicación en 16 de julio de
1881 y la reanudó el 25 de febrero de 1883, bajo la dirección de
Sinesio Delgado. Este, que era también muy joven —24 años—
acababa de hacerse médico en la Universidad de Valladolid, y,
resuelto a olvidar la Patología por las Letras, había volado a la
Corte.
Entonces empezó Clarín a publicar en el Madrid Cómico sus
artículos literarios y sus paliques, de los cuales sólo una peque-
ñísima parte se reimprimió luego en... Sermón perdido, Nueva
campaña, Ensayos y Revistas, M ona y Palique. Ya en
aquel año aparecieron algunos como el titulado La Rigolade li-
teraria, en que advierte el peligro que la recién publicada Poéti-
endere-
ca de Campoamor ofrecía para los poetas malos, u otros
críticos
zados contra los poetas de Juegos Florales y contra los
con
de la Revista de España. Entrado el año 1884, la emprende
ser-
varios de los escritores que habían de servirle —algunos le
er,
vían ya— de blanco permanente: Cánovas, Ladevesse, Balagu
Cheste, Velarde, Ferrari... Aunque todos estos artículos eran
verdaderos paliques, la primera vez que Clarín —en el Madrid
nú-
Cómico, se entiende— emplea este título genérico, es en el
aer A

mero 79 (24 agosto). Sólo siete fueron los artículos que publicó
Clarín en este año.
En el de 1885 inicia su labor con el extenso artículo. ¿Por qué
no escribe Alarcón? Lamentaba Clarín la inactividad literaria
de Alarcón y le decía: “El no ser usted el mejor novelista de
España no es motivo suficiente para dejar de escribir novelas.
El primero es Pérez Galdós, en eso estamos todos, y casi estoy
seguro de que usted también; tan clara es la cosa”. Y en una
nota añadía: “También el autor de Pepita Jiménez viene a ser
el primero... a su modo. En rigor, es el primero y el último en
su género, que es un género aparte”. Cuenta Clarín que en un
tiempo Alarcón solía regalarle sus novelas con dedicatorias;
pero que desde que le dijo que “sus libros eran hermosos pero
tenían sus defectos”, dejó de enviárselas. Y eso no estaba bien.
“Mire Vd. —decía—, Pereda y yo somos ahora los mejores ami-
gos del mundo, y sin embargo, yo empecé a tratar a Pereda con
bastante impertinencia al discutir el valor literario de El buey
suelto”.
De los paliques publicados en este año, merecen recuerdo el
titulado Seis bolas negras, luego reimpreso, y referente a la vo-
tación efectuada en el Congreso para conceder la pensión al
poeta Zorrilla, y el dirigido contra el senador Calderón y Herce,
que en las sesiones de la Alta Cámara en que se trató el mismo
asunto, combatió rudamente la proposición.
Ni entonces ni nunca escapó la Academia Española a sus
chanzas. Aquí, con el título de Conejos académicos, dedicó un
artículo a discurrir sobre la definición que el diccionario oficial
daba al vocablo novela.
También comparecieron —¿cómo no?— Grilo y Cañete. Es
gracioso lo que, contestando al periódico El Adalid, que atribuía
a envidia los ataques de Clarín a Grilo, dice de éste: “El señor
Grilo, motu proprio, se me presentó, como tal Grilo, en cierta
ocasión en la Cervecería Inglesa (o en la Escocesa, no recuerdo
bien) y me dijo que le hacía mucha gracia que yo le pegase en
los nudillos, o sean los ripios, y que así debía ser y que Cristo
con todos. Yo hube de contestarle que así me gustaban a mí los
poetas, y que descuidase, que por mí no quedaría. Desde aquella
tarde, porque era una tarde, señor Adalid, quedamos tan ami-
gos, y día hubo en que se empeñó Grilo, sí señor, se empeñó en
pagarme el café, y me lo pagó; que estos poetas son así, cuando
se proponen hacer una cosa buena, como no sea cosa de retórica
y poética”.
Tres largos artículos, también reimpresos, dedicó a la novela
Guerra sin cuartel, de Ceferino Suárez Bravo, premiada por la
Academia Española. Y un palique al melodrama El soldado de
a los
San Marcial, de Julio Llana y Valentín Gómez, favorable
comen-
autores y contrario al crítico de La Epoca que le había
tado.
pali-
En este año publicó Clarín en el Madrid Cómico siete
ques y seis artículos más.
ivo al dra-
De lo publicado en 1886, lo más saliente es lo relat
n. Clarín, que
ma El Archimillonario, de don Pedro Novo y Colso
no, y en un
se hallaba a la sazón en Madrid, presenció el estre
menos fue lla-
palique le juzgó en los términos más duros. Lo
efónico-bur-
marle “disparate cómico-crematístico-crasológico-tel
te, llevó la cosa al
sátil”. Novo y Colson, que tenían poco aguan
las conferencias entre
entonces llamado terreno del honor, y de
acta, que no satisfizo
los padrinos de una y otra parte, resultó un
en algunas pala-
del todo a Novo, por hallar sentido ambiguo
d Cómico, publicó
bras. Clraín, en el número siguiente del Madri
s, en que declaraba
una carta de tonos por todo extremo digno
ía, como particular
que el autor de El Archimillonario le merec
debe a todo hombre
y como escritor, “la consideración que se
una profesión cualquie-
honrado que dignamente se consagra a
ho de juzgar sus obras
ra”, pero sin renunciar por ello al derec
lo hizo, en efecto, no mu-
cuando tuviese por conveniente. Y así
benévola.
cho tiempo después, y en forma nada
el notabilísimo Discurso
Consecuencia de este incidente fue
TAN,

de las Armas y las Letras, que Clarín publicó inmediatamente


en el semanario, y luego reimprimió. Sabido es que Novo y Col-
son era Marino de la Armada.
Otros paliques fueron contra los imitadores de Campoamor,
contra algunos presumidos escritores de la nueva generación,
contra el diccionario de la Academia, sin que faltaran las obliga-
das zumbas a Bremón, Velarde, Cañete, etc., etc. En cambio elo-
gió a Castelar, a Narciso Oller, a Palacio Valdés, a Picón y a
otros. Con la primorosa semblanza de Luis Taboada inició la
colección a que tituló Vivos y muertos, y que no había de con-
tinuar hasta mucho después. Interesante fue el artículo dirigido
a don Tomás Bretón sobre la cuestión de la ópera española, que
entonces agitaba las opiniones. También escribió un largo capí-
tulo de la novela Las Vírgenes locas, cada uno de los cuales fue
compuesto, sin plan ni asunto previos, por un autor distinto
(J. O. Picón. Ortega Munilla, Ramos Carrión, Vital Aza, etc.)
Catorce fueron, entre paliques y otros, los artículos publica-
dos por Clarín este año.
Mucho más asidua fue su colaboración en el de 1887. En uno
de los primeros números hizo el elogio de Emilio Bobadilla, que
había publicado su libro Reflejos de Fray Candil. Decía de él
que “pese a su apellido, no dice bobadas ni chicas ni grandes, ni
tiene pelo de tonto, ni de clase alguna en la lengua... Leyendo
a Bobadilla se ve que, a Dios gracias, en nuestra hermosa perla
antillana hay algo más que sinsontes, y que no faltan libritos
buenos, ni quien sepa distinguir a los tontos de los discretos”.
Poco después Clarín puso prólogo al libro Escaramuzas, de Emi-
lio Bobadilla. ¡Quién podría pensar que estas relaciones tan
afectuosamente comenzadas habían de terminar en una encona-
da refriega!.
En el artículo Frontaura, fino y razonado, mostró una vez
más Clarín la simpatía que sentía por el antiguo director de F!]
Cascabel. Siguieron oyendo, en cambio, sus reprimendas, Cañe“e
por sus críticas dramáticas, Fernández Bremón por sus eróni-
A

cas, Fernanflor y García Ladevesse por muchas y variadas cosas.


Y, por supuesto, Cánovas, al que dedicó un extenso y duro pa-
ligue.
Al sorado asunto de La piedad de una reina —el drama que,
con motivo de la condena a muerte del brigadier Villacampa,
escribió Marcos Zapata, y cuya representación prohibió el Go-
bierno—, dedicó un palique, en el que se refirió, más que al
carácter político del incidente, al de los derechos del autor del
drama.
Llamó la atención, en los términos que puede suponerse,
sobre “la multitud de escritos —decía—, con y sin ortografía
que se ha dedicado esta temporada a decir pestes contra mí”.
Terció en una polémica entablada entre el insigne maestro
Barbieri y el crítico de un diario, y una vez más se mostró
partidario de la zarzuela, si bien lamentando que hubiera mu-
chas muy malas. Un proyecto de Novo y Colson para la refor-
ma del teatro, le facilitó ocasión de aludir nuevamente, y en
tono chancero, el autor de El Archimillonario. “Aunque la res-
petabilidad del señor Novo —decía— es cosa por mí de antiguo
conocida, según consta por escrito, todavía es hoy mayor a mis
ojos, porque comprendo que tiene muchísimo dinero”.
Diecisiete artículos, de ellos once paliques, se publicaron
en este año del Madrid Cómico.
Entre los paliques de 1888 —algunos reimpresos—, figuran
cinco, de singular interés, dirigidos a Luis Taboada. Tal can-
tidad de donosura y retozo hay derrochada en ellos, que son
por sí solos buena prueba de que Clarín no escribía en este
forzado por la índole del semanario en que
tono precisamente
publicaba sus paliques, sino porque era en él cosa connatural
al,
y así daba suelta al humor que le rezumaba. Su tema princip
de los
todo tomado en broma, por supuesto, era la desgracia
as que
escritores, a quienes nadie hacía un solo regalo, mientr
a la
cómicos y danzantes los recibían a docenas. “Se irá uno
regalos, sin
tumba con la conciencia limpia, eso sí, pero sin
is

dejar a sus hijos licoreras, ni barros cocidos, ni jarrones del


Japón, de acá o de allá, sin jaulas ni palillos de dientes. ¿Qué
quedará de nosotros? Quedará alguna ligera noticia de algún
diccionario biográfico catalán, de esos que empiezan por Aarón
y acaban por Zuinglio (un judío y un hereje), y dirán de us-
ted, vr. gr., que debía de ser gallego, no por nada, sino porque
se iba todas las tardes a la Virgen del Puerto, a gritar: ¡Huxa,
viva Piloña! Y en cuanto a mí, me confundirán con un perió-
dico de Sevilla que se llamaba El Tío Clarín, y era tan poco
serio como yo”.
No muchos números después, Clarín tenía que hablar nue-
vamente de Taboada, pero para deplorar que hubiera quedado»
cesante en su modesto empleo del Ministerio de la Goberna-
ción. “Pues por eso —decía—, porque aquí, como en Turquía,
quien manda manda, Taboada se queda sin destino, porque el
ingenio es cosa mal vista allí donde se fraguan el rayo y las
cesantías”.
La elección de don Francisco Commelerán para la Acade-
mia Española, en contra de Galdós, indignó a Clarín. La candi-
datura de Galdós había sido presentada por Menéndez Pelayo
y apoyada por Castelar, Campoamor, Valera y Núñez de Arce.
Se excedió Clarín, sin embargo, en sus censuras a Commelerán.
Sólo publicó Clarín en este año ocho paliques y la semblan-
za de Eduardo de Palacio.
En el primer número del Madrid Cómico de 1889 aparece
un artículo de Fray Candil sobre el libro Mezclilla, que había
publicado Clarín. Puede resumirse en estas afirmaciones: “Hay
que convencerse, señores poetastros y prosistas asendereados:
Clarín es el escritor satírico de más ingenio y saber que na
habido en España”. En el mismo número publicaba Pedro
Bofill otro artículo, no menos encomiástico, acerca de Mezclilla.
En los paliques de este año, Clarín habló favorablemente
de Pereda, por La Puchera, de Fray Candil, por Fiebres, de
Palacio Valdés, por La Hermana San Sulpicio, de la Pardo Ba-
a

zán, por Insolación y Morriña. No eran siempre incondiciona-


les los elogios, por supuesto. Sobre todo la Pardo Bazán —con
quien la actitud de Clarín iba cambiando mucho— hubo de
oír palabras poco satisfactorias. Bien que al hablar de Insola-
ción llamara a su autora “ilustre por tantos conceptos”, da
aquella novela decía que no se podía tener por excelente, sino,
al revés, como la más floja de cuantas había publicado doña
Más
Emilia. Y de este modo pone una de cal y otra de arena.
las
le agradó Morriña, pero con tantos reparos y distingos, que
buenas palabras quedan muy diluídas. De todos modos, a «a
terminación dice esto: “Mis esperanzas en pie, y la ilustre
y sim-
escritora tan digna como siempre de respeto, admiración
patía”.
obras y
Ha de tenerse en cuenta que sobre estas mismas
sa y reposa-
autores, Clarín habló en otros lugares más exten
damente.
tas lite-
Se lamentó, y no por vez primera, de que las revis
oradores, y dio
rarias no pagasen, o pagasen mal, a sus colab
de La España
algunos consejos a Lázaro Galdiano, propietario
ganado presti-
Moderna, para que la suya conservara Su bien
mal de ellos hizo la
gio. Saliendo al paso de quienes hablaban
defensa de los semanarios festivos.
detallar aquí,
Una amistosa discusión, que sería inoportuno
cuyo empleado por
sostuvo con Peña y Goñi a propósito de un
y que aquél calificó
don Tomás Bretón en uno de sus escritos,
de disparate.
entre Clarín y
Corresponde a este año la ruidosa pendencia
que ver enzarzados
Manuel del Palacio. Nada más lamentable
que empezó por agu-
a dos ingenios de su valía en un pugilato
como es sabido,
dezas y acabó por dicterios. Comenzó la cosa,
Madrid Cómico,
porque Clarín, en un periódico que no fue el
España dos poe-
dijo que, descartando a Zorrilla, sólo había en
Núñez de Arce; éste,
tas y medio: aquéllos eran Campoamor y
que escri-
Manuel del Palacio. Tal efecto causó esto a Palacio,
E

bió y leyó en el Ateneo una epístola en tercetos, dirigida a


Clarín, en forma comedida todavía, pero en que no ocultaba
su enojo. Replicó Clarín con el folleto A 0,50 poeta, compuesto
igualmente en tercetos, pero más destemplados y acometedo-
res. No por ello se echó atrás Palacio, que dio a la imprenta
otro folleto, Clarín entre dos platos, igualmente violento. Y en-
tonces ya la cuestión pasó al Madrid Cómico. En él publicó
Clarín, con el título de Empanada poética, dos artículos sobre
el folleto de Palacio; y como éste creyera necesario dejarse
oír en el mismo semanario, hizo insertar dos sonetos, sumamen-
te despectivos, A Clarín, para su corona poética. Contestó Cla-
rín con otro, ya desatentado; y tras unas cartas, otros dos ar-
tículos de Clarín —El último atún y El libro verde— y la in-
tervención de Sinesio Delgado, la cuestión tocó a su fin sin
que llegara al duelo, como en algún momento pudo temerse.
Con el artículo Un discurso de Cánovas, cerró Clarín el año
en el Madrid Cómico. Había publicado dieciocho.
En el de 1890 fué tan constante su colaboración, que solo
faltó en cuatro números. Por ello he de limitar considerable-
mente las referencias.
Muy a menudo salió también en los paliques doña Emilia
Pardo Bazán. Habló otra vez de Morriña, y no para mejorar el
juicio. “Morriña vale poco, muy poco. Y vale poco... porque le
salió a usted mal, porque no estaba el horno para pasteles cuan-
do usted la escribió”. En cambio le pareció bastante bien Al pie
de la Torre Eiffel. Dedicó dos paliques a Una cristiana —que era
“algo más importante, de más intensidad estética que Morriña
y que Insolación”—, y tres a La prueba. Muchos defectos encon-
tró en ésta, y aunque elogió el estilo y el lenguaje, en lo cual
“mejora cada día doña Emilia”, no fué sin bastantes salvedades.
Al hablar de El buen Jeromo, poema de Luis de Ansorena,
insiste en llamar la atención sobre la dañosa influencia que la
escuela de Campoamor había ejercido. En otro lugar dice que
de Campoamor le disgusta la paradoja burguesa. “Muchas veces
Pe AR

en sus escritos, casi siempre en su conversación, Campoamor ha-


ce ingeniosísimos ejercicios de dislocación dialéctica... para
sostener vulgaridades. Le gusta seguir el camino trillado... sólo
que con la cabeza entre las piernas, o andando con las manos,
y los pies en alto”. Y añade que Campoamor y Valera le pare-
cían “los hombres más listos de España”.
Elogió los Ripios académicos, de Antonio de Valbuena, aun-
que mostró su disconformidad con las censuras a Menéndez Pe-
era un
layo, Nuñez de Arce, Valera y Echegaray. Creía que éste
de-
gran ingenio, aunque tuviera “muchísimos ripios y otros
fectos de retórica y algunos de gramática”.
éste
Dos poetas jóvenes, Salvador Rueda y Ricardo Gil —en
de apro-
casi nadie habría reparado— le merecieron palabras
apagó las ilu-
bación y estímulo. Ya se ve, pues, que Clarín no
s, cuando te-
siones, como suele decirse, de los escritores novele
Joaquín Dicenta
nían talento. No se mostró tan expedito con
si bien más tarde
cuando estrenó su drama Los irresponsables,
estimó su mérito.
, Cañete... De
La acostumbrada mención de Cánovas, Fabié
su parte seria
éste dijo que “no deja de tener, después de todo,
dió materia para
y digna como crítico”. D. Vicente Barrantes le
un violentísimo palique.
ues, un intere-
Dirigió Clarín a María Guerrero, en dos paliq
n aún no había
sante mensaje. Aunque por aquella fecha Clarí
merecidos los entu-
visto representar a la gran actriz, daba por
la dedicaban, y creía
siastas elogios que los periódicos de Madrid
de ellos era que
necesario apercibirla con algunos consejos. Uno
a a las buenas, cosa
huyera de las “malas compañías” y se unier
ués de Calvo, Vico y
un poco difícil, ya que, a su parecer, desp
España. También de-
Elisa Boldún, no había cómicos buenos en
artistas”, que materiali-
bía esquivar a lós autores “no poetas, no
encia.
zaban el teatro y le llevaban a la decad
id Cómico llevaron
En 1891, casi todos los números de Madr
e de ellos hizo tam-
también palique de Clarín. Y en gran part
E

bién el gasto doña Emilia Pardo Bazán, con quien la actitud de


Clarín cambió sensiblemente. Dice una vez más que “doña Emi-
lia ya es modelo, y con justicia, de la forma clásica del estilo”;
pero luego va aumentando gradualmente las tachas, hasta dejar
muy menoscabado aquel aserto. Le parece mal que introduzca
neologismos como piriforme e hispanofilia que, por cierto, han
tenido luego entrada en el léxico. Como no era Clarín hombre
que ocultara sus sentimientos, hizo saber un motivo de queja
que tenía con doña Emilia, y era que habiéndola remitido ejem-
plares de la novela Su único hijo y del Discurso que entonces
imprimió, ella no diera cuenta en el Nuevo Teatro Crítico. Por
de contado que cuando Valera publicó, con el seudónimo de
Eleuterio Fylogino, su folleto Las mujeres y las Academias, estu-
vo de absoluto acuerdo con la tesis de aquél, contraria a la en-
trada de la mujer en tales corporaciones. Habla laudatoriamen-
te, por último, de otros escritos de doña Emilia, a la que sigue
llamando “mi ilustre amiga”, y remata de este modo: “Yo creo,
señora, que la crítica es esta: hacer lo que yo hago con usted:
obligarla a estar a las dulces y a las agrias, a las verdes y a las
maduras. Lo demás es compadrazgo por un lado, y venganza por
otro”.
A Un crítico incipiente, de Echegaray, dedicó dos paliques.
Su detenido y encomiástico examen terminaba así: “En fin, don
José, yo le doy de todo corazón la enhorabuena, y aunque no
creo que esta comedia anuncie en usted un cambiazo, no echo
en saco roto que el autor de Macbeth es el autor de las Alegres
comadres y del Sueño de una noche de verano”.
Juicios favorables para Cavia, Taboada, Balart... De éste, sin
embargo, dice que es gran poeta y mediano crítico. Para los
vapuleos no olvidó a sus predilectos. Con Manuel del Palacio,
no obstante lo ocurrido, volvió a las andadas, y para ello apro-
vechó las Chispas que publicaba en El Imparcial. En algunas,
sin embargo, encuentra verdadero mérito, y reconoce el bien
ganado nombre literario de Palacio,
bi

Toca también, como lo hacia a menudo, asuntos teatrales. Se


felicita de que, entre muchos cómicos malos, haya algunos tan
notables como Antonio Vico y Carmen Cobeña, y celebra tam
bién que a veces se descubran entre los cómicos de provincias
“destellos de inspiración, temperamentos de naturalidad artísti-
ca que no se ven en los actores madrileños más nombrados”.
El P. Blanco García, con La Literatura Española en el s'-
glo XIX, excitó sus iras. Tal vez esto le llevó a arremeter con-
tra otro agustino, el P. Conrado Muiños, a quien, a más de repe-
tidas alusiones en los paliques, dedicó dos artículos titulados
La Muñeira, que luego reimprimió en el libro Palique.
Trazó Clarín el proyecto de escribir, bajo título Vivos y
muertos, una colección de semblanzas de personajes contempo-
ráneos, principalmente escritores, y ahora publicó el prólogo. Pe-
ro habían de transcurrir dos años hasta que diera al público la
primera de ellas.
Ya en el año 1892 del Madrid Cómico, lo que más solicita la
atención es la polémica de Clarín con Emilio Bobadilla. Las re-
de
laciones entre ambos, después de la publicación de Fiebres,
Fray Candil, habían ido de mal en peor. Clarín aludió en cierta
ocasión a un eclesiástico que, a su entender, le perseguía, y le div
por nombre Fray Candil. Supuso Bobadilla que esto le aludía
buslescamente y reaccionó en la forma que en él podía esperar-
se. Entonces publicó Clarín el primer palique contra Fray Can-
dil, que fué uno de los más mordaces. Le hizo seguir de nueve
cuartetas, a que llamó candilejas, y entre las que figuraban es
tas dos:

Pensé criar otra cosa


y estaba criando un cuervo;
me quiere sacar los ojos,
grazna porque no le dejo.
- No quiero caricaturas
mías tan cerca de mí.
En Madrid Cómico sobran
o Bobadilla o Clarín.
me. AN

Pero en el número siguiente del Madrid Cómico apareció un


artículo de Fray Candil, titulado ¡Adios, anciano!, en que su
autor agotaba también el repertorio de agravios. Siguió otro pa-
ligue de Clarín, por el estilo, y a continuación Bobadilla, apelan-
do, según consignó Sinesio Delgado, a la Ley de Imprenta, hizo
insertar el que dió por punto final. Sin embargo, todavía Clarín,
en el número siguiente, tuvo que hacer unos chistes a costa de
Fray Candil.
En otros paliques aparecieron, y no para bien, el crítico Fran-
cisco F. Villegas (Zeda) y los organizadores de los actos acorda-
dos para celebrar el centenario del descubrimiento de América.
Arreció en sus embates contra los PP. Blanco y Muiños, y aun
contra la Pardo Bazán. De ésta dijo finalmente: “¿Que por qué
no he hablado de La piedra angular? Porque todos los días ga-
zapo amarga la cocina”. Sánchez Pérez, Bofill y Urrecha oyeron
de él frases halagúueñas. j
Se refirió varias veces a las chispas, de Manuel del Palacio,
y de algunas de ellas dijo paladinamente: “esto es muy hermo-
so”. Entre los escritores jóvenes mereció su conformidad Enri-
que Gómez Carrillo, no sin que le pusiera en guardia contra las
exageraciones literarias a la francesa.
En el número del Madrid Cómico correspondiente al 18 de
junio, Clarín publicó El último palique. Eran unas pocas líneas
dirigidas a Sinesio Delgado, en las que hacía constar que se se-
paraba de la redacción del semanario no por otro motivo sino
porque “no puede subirme el sueldo en la medida que yo pido.
Y rompemos nuestras relaciones... económicas, en espera del
Reverter que venga a reanudar las negociaciones... Si los lecto-
res de Madrid Cómico —añadía— vuelven a verme por aquí,
pueden decir para su coleto: “A éste le pagan más que antes.
No hay más filosofía que ésta en el asunto”.
Y, efectivamente, así se lo dijeron los lectores cuando, al co-
menzar el año 1893, vieron reaparecer la firma de Clarín. Apar-
de del cuento Un viejo verde y de algún artículo de costumbres,
publicó seis paliques en que anduvieron rodando doña Emilia,
el P. Mir, Feliú y Codina y otros. De este año son también, con
destino a la colección Vivos y muertos, las semblanzas de Ramos
Carrión y Vital Aza, que reimprimió más tarde, y la de Salvador
Rueda. Reconoció en éste, desde luego, un poeta de nivel supe-
rior, y la prueba está en que le dedicó esta semblanza; pero
acaso cerró un poco los ojos a la novedad de su inspiración y
de su técnica. Advirtió, sí, los peligros a que su temperamento
le exponía, y en consecuencia le dió sanos consejos para que no
se dejara arrastrar por la prodigalidad verbal y el “entusiasmo
extra-artístico”. Habló de su “vena rica, pero constantemente
impura”. Con todo, llegó a esta conclusión: “Mucho me enga-
ñaré si andando los años, ya corregido de las malsanas tenden-
cias que rápidamente he señalado, Rueda no llega a figurar en-
tre los pocos escritores españoles que honran el noble verso
Da-
castellano, tradición gloriosa”. Incidentalmente citó a Rubén
río, en quien, a diferencia de Valera, sólo quiso ver “un versi-
de la
ficador sin jugo propio, como hay ciento, que tiene el tic
imitación”.
En el primer número de 1894 apareció el gracioso poema que
Clarín encabezó de este modo: “Piticoide.—Sarampión campoa-
morino. D. d. J. 1871”. Fecha ésta, sin duda, que corresponde a 'a
composición del poema. Mucha intención guarda la historia de
y
aquel empecatado mono, que ve morir a la mona, su amada,
acaba por ser un sabio académico que niega el transformismo.
Muy pocos paliques contiene el Madrid Cómico de este año.
En cambio, comenzó a insertar Clarín en él sus admirables cuen-
de Ve-
tos. Los primeros publicados fueron D. Urbano y El cura
ricueto.
Publicó también una Crónica literaria, en que hablaba de
y la
Martínez Villegas y Rodríguez Correa, entonces fallecidos,
viaje
ingeniosa fantasía La fiesta de Campoamor, donde en un
Sán-
a Oviedo, junto a Campoamor, Cánovas, Núñez de Arce,
ra-
chez Moguel, Balart, y, en suma, “la flor y nata de la aristoc
e,

cia de la sangre y de la hermosura, del talento y de la riqueza.”


Pero Clarín no se veía a gusto sin los paliques. Así es que, ya
en el año 1895, los reanudó, y empezó por decir lo siguiente:
“Permítanme ustedes rejuvenecerme.
“¡ay, sí! Esto de los paliques rejuvenece.
“¿Se acuerdan ustedes?
“In illo tempore los paliques de Madrid Cómico solían encon-
trar tal cual lector propicio entre los muchos de este periódico.
“Pero mi médico, mis amigos y los que me quieren mal, como
dice Moratín, me aconsejaron que abandonara el género. El mis-
mo Sinesio declaró que prefería mis cuentos, que no daban oca-
sión (lugar diría algún crítico galdosiclasta) a dimes y diretes.
“Y abandoné el palique; o, mejor acaso, me dejó él a mí, co-
mo poco antes me había abandonado la juventud.
“Pero bien sabe Dios que no quisiera acartonarme literaria-
mente.
“Noto en mí síntomas alarmantes. Me voy tomando dema-
siado en serio, que es como ir echando panza moralmente.
“Malo, malo”.
Por entonces, sin embargo, publicó pocos paliques. En uno de
ellos habló de Núñez de Arce con menos entusiasmo que otras
veces, pues, a propósito de unos sonetos que había publicado,
aconsejó a los poetas jóvenes que no los imitaran, “porque hay
descuidos que pueden ser para vosotros un sarampión o una es-
carlatina”.
Publicó en cambio artículos de humorismo tan fino como Si-
nesio, biografía de Sinesio de Cirene, obispo de Africa, y Exca-
vaciones, fantasía de sátira política. Y también los cuentos El
Quin, La tara y El caballero de la mesa redonda.
Este año se estrenó, con el resultado de todos conocido, el
drama Teresa, de Clarín. En una Correspondencia particular del
Madrid Cómico —y en otros sitios, por supuesto—, desahogó
Leopoldo Alas la indignación, en gran parte justificada, que el
fracaso le produjo. Como ello constituye todo un episodio en la
EU

vida literaria de Clarín, no he de detallar aquí esa Correspon-


dencia. “¿Que si había enemigos míos la noche del estreno?
—pregunta— ¡Pues ya lo creo! A docenas. ¿Pues no hubo quien
oyó: Vamos a reventar a este Clarín? ¿Y aquella ira de los que
vociferaban?” Dice que el fracaso, sin embargo, no empezó por
ahí, sino porque “sin mala intención, cierta parte del público
la cla-
empezó a tomar por propaganda anarquista, por desafío a
natural
se que predominaba en el teatro, lo que no era más que
decía,
exposición de un medio y de un carácter”. Aparte de eso,
muchos lo hicieron por venganza y por desembotellar su encono.
o
Durante el año 1896, Clarín publica en el Madrid Cómic
en el de
treinta y un paliques y el artículo La contribución;
feo. Pero
1897, cuarenta y tres paliques y el artículo Cama...
tividad dis-
mientras el número de paliques aumenta, su acome
fatigado a
minuye. Diríase que aquella contínua tensión tenía
por lo
Clarín, y que va sintiendo anhelos de tranquilidad. Trata
y concisa.
general cuestiones menudas y en forma más ligera
os reconoce
Aquí y allá alude a los poetas jóvenes, y en algun
Así, al acusar re-
cualidades excelentes, pero sin soltar prenda.
dice que aquella
cibo de La Neblina, de José Santos Chocano,
su director
revista le parece rematadamente mal, pero que
icador caste-
—Chocano— tiene “serias cualidades de buen versif
de Charivar,,
llano y aun algo de verdadero poeta”. Al hablar
ínez Ruíz--
de Azorín, dijo muchas y muy oportunas cosas. “Mart
son terribles,
escribía— es un anarquista literario; sus doctrinas
cosas
pero él es un mozo listo, listo de veras. Entre las pocas
cción y facili-
que respeta está el castellano: escribe con corre
el lector que
dad, y eso de Charivari es un capricho que no crea
escribió,
anuncia una colección de galicismos”. De Valle Inclán
tiene imagi-
a propósito de Epitalamio, que ““se ve que el autor
iera, en
nación, es capaz de llegar a tener estilo, no es un cualqu
dejado de
fin, y merece que se le diga que, hoy por hoy... está
sus incon-
la mano de Dios”. Le parecían mal las que llamaba
e conocía
gruencias de lenguaje. De Benavente dijo que, aunqu
si

pocos de sus escritos, podía “profetizar que se casará con una


dama hermosísima, que es la fama bien ganada”.
En bastantes de estos paliques sostuvo un tiroteo, demasiado
estrepitoso, con los redactores de Gedeón, y en especial con
Navarro Ledesma. Hizo mal Clarín en mantener un diálogo de
esta naturaleza.
Publicó el Madrid Cómico su último número —porque, aun-
que tuvo una continuación, ya fué cosa muy distinta—, el día 25
de diciembre de 1897. De Clarín iba en él un Palique... mortis
causa, que empezaba así: “Me marcho yo, pero mi sombra que-
da, como dijo una poetisa. Yo, que no soy ni sombra de lo que
fuí, me voy con la música a la misma parte; y si queda mi som-
bra, van ustedes ganando. Madrid Cómico ha muerto... ¡Viva
Madrid Cómico!”
Como los paliques de Clarín atañían a cosas del momento, y
a muy diferentes categorías de autores, muchos de los cuales
están olvidados hoy, no pueden ofrecer, desde luego, el interés
crítico que en su día ofrecieron. Pero conservarán siempre lo
más esencial, que es el derroche de gracia, la fineza humorísti-
ca, el dominio insuperable del idioma, la transparencia del esti-
lo. Su mérito no está solo en los juicios formulados, sino en la
manera de formularlos, entre rasgos de cáustica agudeza y ame-
nísimas incidencias. El ingenio que vertió Clarín en sus paliques
bastaría para enriquecer a muchos autores.
Nadie niega, ni ello es posible, que Clarín se pasó con fre-
cuencia de la raya y extremó la dureza de sus ataques. Dejába-
se llevar de su vena satírica y no medía, o medía mal, el alcan-
ce de los disparos.
En cierto palique (1891) escribió Clarín lo siguiente: “Dor-
mía yo, como dormimos nosotros los justos, cuando de repente,
sentí un sacudimiento, desperté y oí una voz (por estas que
son cruces), una voz que me sonaba en el cerebro y me decía:
No engendres el dolor. La conciencia desvelada me dijo, pero
ésta sin voz, que aquella frase, porque era una frase, aludía
a
AR

los recientes arañazos crítico-satíricos, a los articulejos de esta


temporada en que había yo hecho daño a otra persona... Sea co-
mo sea, ahora recuerdo (tal vez porque es otra vez de noche)
que las palabras que oí al despertar, no engendres el dolor, tu-
vieron para mí un profundo esplendor ideal, me dijeron unas
cosas que mi pluma no podría expresar aproximadamente”.
Y por aquí seguía Clarín. Pero, en verdad, así eran los pali-
y
ques, y no podían ser de otro modo. No eran la crítica seria
a
doctrinal —en la cual Clarín tampoco tenía nada que envidiar
s de
nadie—, sino la ojeada viva y maliciosa que buscaba motivo
o.
chacota. Sin perjuicio de un complemento de saber literari
que en
Aunque no se tome en serio, es curioso recordar lo
es como
otro palique (1896) escribe Clarín. “La crítica —dice—
ir más lejos,
la pulmonía: no sabe uno donde la coge. Yo, sin
la facul-
vivía en paz, inocente, dedicado al amor platónico y a
unos cuan-
tad de Filosofía y Letras, cuando se me ocurrió ganar
llamado satí-
tos duros al mes por medio del género intermedio
otra cosa, poeta
rico. En el fondo del alma me sentía, más que
tenía que pu-
reconcentrado; pero los poemas trascendentales
el género épico ni
blicarlos en las revistas serias que no pagana
pesetas en la
el lírico; y las sátiras, vulgo palizas, valían unas
oro, o por lo menos
prensa festiva y maleante. Yo, con la sed del
a retórica, a este
de la plata, seguí llamando animal, con algun
me pusieron mo-
y al otro vate; y de resultas, a los pocos meses
te: era crítico. Yo no tenía la culpa”.
festivos, sino
Pero no sólo por eso escribió en los periódicos
sus colaboradores
por el favorable concepto que de ellos y de
entre nuestros lite-
tenía. “Además —escribe en otro palique—,
y de gracia que de
ratos hay muchos más hombres de ingenio
xión original, inde-
estudio serio, profundo, constante, y de refle
llamada por algu-
pendiente; es Más, aun en la pura literatura
los escritores festi-
nos todavía amena, son mucho más amenos
insistir en este parti-
vos (muchos de ellos) que los otros... Sin
que importa a
cular, que bien lo merece, saco la consecuencia
¡Mi

mi asunto: que, en general, la prensa ligera está mejor escrita


en España que la pesada, que tienen más de literatos verdaderos
los periodistas festivos que los otros...”
Labor secundaria podrá parecer la que Clarín desenvolvió
en el Madrid Cómico; pero en su terreno propio no lo es, y sirve
para darnos una idea viva y animada de lo que fue el mundillo
literario —y aun el político— de la época, y en una perspectiva
que de otro modo no podríamos apreciar.

NARCISO ALONSO CORTES


De la Real Academia Española
CRITICA LITERARIA EN LA OBRA
NARRATIVA DE «CLARIN»

“Clarín” fue crítico de todo y en toda ocasión, pero su ver-


dadero pontificado residió en la crítica literaria. En aquella épo-
ca, tal vez única en España, los escritores hacían sus obras pen-
sus
sando en un crítico: el catedrático de Oviedo. Alas tendría
ellos—
defectos como crítico literario —no vamos a entrar en
un dicta-
pero tuvo la virtud de no vender la pluma. Quizá fue
cruel si se
dor de la crítica literaria, y un dictador exagerado,
absolu-
quiere, pero a nadie debía nada; su caudillaje fue obra
con ciertos
tamente personal. Podrán admitírsele debilidades
pero el úni-
consagrados e irritación con algunos principiantes,
, no la
co móvil de todo ello fue su insobornable temperamento
iera otra
dádiva o el gregarismo político, religioso o de cualqu
ndien-
índole. Y es que Alas fue un hombre heróicamente indepe
fue otra im-
te, de los que muy pocos abundan en España. Ello
lección más
portante coincidencia de él con los del 98. ¡Qué
española inteli-
enorme la de estos hombres para la juventud
gente!
ente
Si “Clarín” fue crítico literario ante todo, necesariam
elementos de
hemos de hallar en su obra narrativa abundantes
gables la pu-
ese ejercicio. Cierto que no son géneros muy conju
objeto o su-
ra creación artística y la alusión crítica a cualquier
a

jeto literario. Pero “Clarín” era así, y estas transvasaciones cons-


tituyen una constante de su esti'o, que si no lo embellecen, al
menos lo personaliza. No obstante ese bagaje crítico de toda
índole que “Clarín” destila en casi toda su obra narrativa, des-
aparece en absoluto cuando llega el trance de sus obras, mejor
diremos, páginas, de sus narraciones más puras y conseguidas.
Si; sus tres o cuatro narraciones maestras, carecen de elemen-
tos juzgativos, quedando en ellas solamente el puro hálito del
sentimiento, como si esta mezcla del sentimentalismo e intelec-
tualidad que existe en Alas —señalado mil veces por Baquero
Goyanes— consiguiese deshacerse en los breves momentos de
sus más puras creaciones.
Los comprimidos de crítica literaria presentes en la obra na-
rrativa de Alas, son de la más varia lección y de la menor im-
portancia doctrinal, pues vienen a ser entreparéntesis o lapsus
en el ritmo de sus narraciones, en los que destila conceptos ya
recocidos en su cerebro al escribir o pensar “Solos”, “Paliques”
o “Folletos”. Algo así como el médico literato que de cuando en
cuando y entre las metáforas de su narración artística introduce
un término de su otra ciencia, de su otro “yo”. Tan es así lo que
decimos, que con un poco de paciencia, podría establecerse una
escala muy matizada que iría desde las narraciones que son casi
“Palique”, por lo sobrecargadas de materia crítico literaria —con
frecuencia el argumento mismo— hasta sus otras y más escasas
narraciones de pura creación en las que no hay elementos juz-
gativos. Ejemplo de uno de esos cuentos casi “Palique” es el
titulado “El hombre de los estrenos” (1). Todo él versa, en tono
crítico satírico, sobre el mundo teatral, y entre citas y referen-
cias a cosas y personas reales, nos cuenta cómo un tal Comella
se volvió loco de tanto asistir a estrenos teatrales, y de tal forma
fue influído por los naturalistas, que pretendió estrenar un dra-
ma en el que saldrían alcantarillas, pero “con olor local”. Las

(1) “Pipá”. Ed. F. Fe, Madrid. 1886, pág. 227.


65

citas personales que en él se hacen son de la índole siguiente:


“antes de tratarme (el cuento está escrito en primera persona y
él figura como crítico) era enemigo de Echegaray. Me confesó
que era de los que gritaron ¡Fuera!, la noche del estreno de
“Mar sin orillas” (2).
Aunque resulte verdaderamente peregrino el que el autor
de un cuento hable en éste de su vida, “Clarín” lo hace en el
que ahora comentamos:
“Cuando hay que llamar tonto a un escritor, sería muy feo
decírselo con seriedad; entonces soy satírico o humorista, como
usted quiera” (3).
O este otro ejemplo:
“Iba conmigo al “Bilis Club” en la Cervería Escocesa” (4).
Con mucha frecuencia sus críticas y sarcasmos van contra
los gacetilleros, periodistas del tres al cuarto, y sus propios co-
legas de crítica literaria. Así, en este mismo cuento... o lo que
sea, transcribe con zumba una frase muy usual entre los críti-
cos y periodistas que él censura:
“El veredicto del pueblo ilustrado y el fallo de la crítica en
la prensa periodística...” (5).
Otra alusión personal:
“Había soñado que se había batido con Fernán Flor” (6).
Más crítica de la vida teatral:
“Ya habían llegado los tiempos ominosos en que empezó a ser
moda llamar al autor en medio del acto para aplaudir alguna
ocurrencia” (7).
Otra cita personal:

(2) “Pipá”. Ed. cit. Página 237.


(3) “Pipá”. Ed. cit. Página 237.
(4) Ortega y Munilla llamaba así al grupo de jóvenes que se reunian
en esta cervería —entre los cuales estaba “Clarín”— por lo mordaces
que eran sus apreciaciones y censuras.
(5) “Pipá”. Ed. cit. “El hombre de los estrenos”. Pág. 229.
(6) “Pipá”. Ed. cit. “Ei hombre de los estrenos”. Pág. 244.
(7) “Pipá”. Ed. cit. “El hombre de los estrenos”. Pág. 241,
7

“Era yo y sigo siendo, aunque más prudente, muy entusiástico


partidario del teatro de Echegaray” (8).
Veamos a continuación una antología de más ejemplos de es-
te tipo:
“Porque el azul no pincha, como opinaron los decadentes que
todo lo ven azul” (9).
En algunos de estos cuentos de ambiente literario suele in-
tercalar versos que atribuye al protagonista, y creemos que más
o menos desfigurados, debían proceder de los muchos mamotre-
tos de versos que recibía con pretensiones de recensión. En “El
poeta Buho”, se habla de Tristán de las Catacumbas, poeta que
como su nombre quiere simbolizar, tenía extrema preferencia
por los temas macabros. Del tal Tristán dice “Clarín” ser estos
versos:
“Llegaron los gusanos
a devorar su corazón de cieno;
en su sangre cebábanse inhumanos
y los mató el veneno.

—¿Qué tal? —(preguntó el poeta al crítico).


—Que les está bien empleado. ¿Quién les manda ser inhumanos
a esos gusanillos?” (10).
Nos afianza la idea de que estos versos son de alguien, más
o menos contrahechos por “Clarín”, las palabras que siguen a
la transcrita broma del crítico:
“Esto de llamar inhumanos a los seres irracionales, no es cosa
mía; lo he visto en un poeta que lee en el Ateneo”.
De los cuentos de “Clarín” de la más varia materia, podrían
extraerse cientos de citas de este tipo de crítica literaria que
no harían sino cansar al lector. Por ello, reduzcámonos a echar
una hojeada sobre las novelas de Alas.
En el capítulo XVI de “La Regenta” donde se refieren los

(8) “Pipá”. Ed. cit, “El hombre de los estrenos”. Pág. 238.
(9) “González Bribón”.—(Cuentos Morales). Pág. 393.
(10) “El Poeta Buho” (Dr, Sutilis). Pág. 123,
yaa

episodios ocurridos asistiendo los protagonistas a la represen-


tación de “Don Juan Tenorio”:
“Doña Inés decía:
%

Don Juan, Don Juan, yo lo imploro


de tu hidalga condición...

Estos versos que han querido hacer ridículos y vulgares, man-


chándolos con su baba, la necedad prosaica, pasándolos mil y
mil veces por sus labios viscosos como vientre de sapo, sonaron
en los oídos de Ana...” (11).
En el referido trozo Alas muestra su entusiasmo de siempre
por la obra de Zorrilla, a la vez que su irritación contra la plebe
en sus enjuiciamientos literarios, aquí plasmada en esa imagen
tan del gusto naturalista: “labios viscosos como vientres de
sapo”.
La prensa provinciana con todas sus necedades y ñoñas in-
terpretaciones de las cosas, era otro de los objetos literarios que
acaparaba las fobias de “Clarín”. Es en “La Regenta” donde
ataca muy a fondo este tipo de periodismo bajo. Aquí, el diario
objeto de comento es “El Lábaro”, órgano de los ultramontanos
de Oviedo, que con su gerifalte, Trifón Cármenes, vacuo, pedan-
tesco y melifluo, tal vez quisiera caricaturizar “El Carbayón”
de famosa memoria en los anales periodísticos de Oviedo. Vea-
mos una muestra con motivo del artículo de fondo publicado
por “El Lábaro” el día de los difuntos:
“Todas aquellas necedades ensartadas, aquella retórica fiam-
bre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de “La Regen-
ta”, esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal;
era la fatalidad de la estupidez, y también, ¡qué triste era ver
ideas grandes, tal vez ciertas, y frases en su originalidad subli-
mes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad
convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y man-
chadas por las inmundicias de los tontos! (12).

(11) “La Regenta”. Ed. Obras Selectas. 1947, pág. 285,


(12) “La Regenta”. Ed. cit. Pág. 264,
=t

¡Qué típica es esta reacción de “Clarín”! Aparte del objeto


literario que la ocupa, estimamos que toda la irritabilidad que
Alas gastó en esta vida, toda la infelicidad que sufrió en este
mundo, se las causaron especialmente las “inmundicias de los
tontos”. Aunque a veces en su pecho sienta compasión por estos
tontos que todo lo truecan e involucran, mas puede en él la
rabia impotente. Dice a continuación:
“Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas gran-
des, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa
y la falsedad y la maldad y no había modo de separarlas” (13).
La rebeldía ante tantas cosas que desde muy joven sintió
“Clarín”, su adición siempre “in partibus infidelium” (latinajo
éste muy suyo y luego repetido hasta la saciedad por Ortega)
a determinados problemas intelectuales, ideas y creencias; su
independencia en suma, fueron frutos de esta parva filosofía:
Nada es puro, porque todo lo impurifican los discípulos, los pon-
tífices, los sucesores. Al cabo del tiempo, la pureza pristina de
las ideas de un auténtico ser superior, son coceadas por los feli-
greses adocenados. Recuérdese para tal efecto, como suma y ar-
tística expresión de esta filosofía, el magnífico cuento que tituló:
“El Gallo de Sócrates”.
Añadamos un detalle más de esta crítica literaria en “La Re-
genta”:
“Más, ¡ay!, en vano fue, del almo cielo
la sentencia se cumple, inexorable...
No sabía Trifón lo que significaba almo, es decir, no lo sa-
bía a punto fijo, pero le sonaba bien” (14).
Entre otros cuentos que más o menos intensamente caben en
el aspecto que nos ocupa han de tenerse en cuenta los siguientes:
“El señor Isla”, “Feminismo”, “Don Ermeguncio o la vocación”,
“Doctor Pertinax”, “Zurita”, etcétera.
F. GARCIA PAVON

(13) “La Regenta”. Ed. cit. Pág. 264.


(14) “La Regenta”. Ed. cit. Pág. 450,
«CLARIN>» Y EL BOVARYSMO

Hasta hace poco no tenía más conocimiento de la polémica


entre Clarín y Bonafoux que la obtenida del folleto literario
co-
“Mis plagios” del escritor ovetense. J uzgando por él, reputé
obs-
mo de nulo fundamento las acusaciones de Bonafoux. No
el que
tante, tuve interés en procurarme su contrarréplica en
titula “Yo y el plagiario Clarín”, publicado en 1884. Nada nuevo
con
añade a sus primeras acusaciones, y aunque las sostiene
ó en
firmeza, quedan tan inconsistentes como cuando las formul
do de
artículos periodísticos. El libelo de Bonafoux está henchi
el lector
chismorreos o incidencias por las que viene a deducir
perso-
desapasionado que en el fondo latía una animadversión
efecto de
nal y que las acusaciones buscaban el escandaloso
de justa
presentar como plagiario al que ya por entonces gozaba
hay que
y sólida fama en el mundo literario. Y como Bonafoux,
y te-
reconocerlo, era naturalmente propenso a la desvergúenza
dotado de la gra-
nía un buen decir, el folleto resulta divertido,
sin pre-
cia chocarrera que tan fácilmente logra quien escribe
don Leopol-
juicios que obstaculicen su espontaneidad. También
hominem”,
do empleo, en la referida polémica, argumentos “ad
decoro.
pero sin trascender los límites impuestos por el propio
líneas que
Más comprometen el crédito literario de Clarín las
2 Ms

la Condesa Pardo Bazán le dedica al tratar de la obra de Flau-


bert; dice textualmente: “...de la influencia de Flaubert hemos
“tenido en España testimonios, y no ha faltado quien, como Leo-
“poldo Alas, ha hecho con talento su Madame Bovary envuelta
“en el estudio irónico de un ambiente provinciano...” (1).
Juzgo inverosímil que doña Emilia estuviese influenciada
por los aventurados juicios del libelista portorriqueño y creo
que tal apreciación errónea, elaborada personalmente, fue fruto
de una precipitada lectura de “La Regenta”.
Es lo cierto que aun las acusaciones más injustas dejan en el
público, inclinado siempre a la malicia, un velo de duda, una
sombra de sospecha. No es infrecuente adivinar en personas
cultas indicios de la nebulosa creada por la Pardo Bazán y Bo-
nafoux; se escucha a veces: “...es indudable que en los perso-
“najes de Clarín hay algo de bovarysmo...”, y, para algunos, el
juicio de doña Emilia respecto a “La Regenta” es aceptado sin
tomarse la molestia de someterlo a una revisión personal. Obran-
do así, exteriorizan algunos la pecaminosa complacencia de ami-
norar los méritos de los que triunfaron; otros, enjuician a Cla-
rín con la ceguera pasional desencadenada por motivos ajenos
a la literatura.
Cuando Bonafoux lanzó su acusación, centrada principal-
mente en “La Regenta”, no habían llegado a valorarse con jus-
teza las características ideo-afectivas que revelan la conducta
de Madame Bovary. Flaubert, narró, con el aporte imaginativo
que corresponde a una obra literaria, una serie de incidencias
absolutamente reales.
Hasta el siglo xx, Madame Bovary era considerada, por la
mayor parte de los lectores, como una vulgar adúltera que, can-
sada del desvío de sus amantes y de las dificultades económicas
creadas por su afán de lujo, termina en el suicidio; de manera

(1) Pardo Bazán, Emilia.—“La literatura francesa moderna”. Vol.


TIT. “El naturalismo”.—Renacimiento, Madrid.
Oh

análoga se expresaba el Fiscal del Imperio que sostuvo la acu-


sación contra Flaubert por la inmoralidad del argumento. Los
que, provistos de cultura literaria, enjuiciaban la obra, llegaron
a considerarla como un Don Quijote del Romanticismo. Madame
Bovary, simbolizaba los desastres que acarrea un ideal román-
tico cuando pretende engendrar normas de conducta en la vida
cuotidiana. Espíritus más alambicados, consideran la obra como
de la antítesis que existía en la personalidad de
la expresión
Flaubert; romántico por temperamento, pretendía huir en su
arte de los temas y normas utilizados por el Romanticismo. Tal
modo de enjuiciar su célebre novela está sustentado por el re-
aron
lato que hace Du Camp respecto a los motivos que engendr
de
a Madame Bovary. Dice Maurois sobre tal asunto: “Antes
nacer
“entregarse al furor de objetividad de donde habrá de
en
“Madame Bovary, sentirá deseos de dedicarse a un género
ten-
“e] que Shakespeare y Goethe fueron maestros. Escribió “La
a dos de
“tación de San Antonio” y una vez terminada la leyó
t,
“sus más íntimos amigos, Máximo Du Camp y Luis Bouilhe
más de
“para lo cual fueron éstos a Croisset. La lectura duró
del liris-
“treinta horas. Acabada ésta, ambos jueces protestaron
el jardín
“mo de la obra. Se originó una enconada discusión en
“de Croisset, discusión de que nos habla Du Camp.
el liris-
“_Ya que tu espíritu tiende inevitablemente hacia
en que el
“mo, le dijo Máximo Du Camp, debes escoger un tema
obligase a no
“lirismo habría de resultar tan ridículo que te
ese género li-
“caer en él, con lo cual acabarías por renunciar a
entes de que
“ferario. Toma un asunto vulgar, uno de esos incid
tratarlo en es-
“tan llena está la vida burguesa, y esfuérzate en
“tilo llano.
historia de
“Luis Bouilhet agregó: ¿Por qué no escribes la
mó con alegría:
“Delamare? Flaubert irguió la cabeza y excla
padre de Flau-
“¡Magnífica idea! Delamare, antiguo alumno del
o en segundas
“bert, había sido médico del Rey. Se había casad
Couturier. Edu-
“nupcias con una jovencita, la señorita Delfina
di PD

“cada en un pensionado de Ruan, llena de pretensiones, desde-


“aba a su marido; derrochadora, desordenada, arruinó su ho-
“gar; sensual, provocativa, tuvo diversos amantes. Abandonada
“de todos ellos, acosada por los acreedores, se envenenó. Dejó
“una hija en quien Delamare puso toda su ilusión. Pero asquea-
“do de cuanto iba sabiendo día tras día respecto a la vida de su
“mujer, se suicidó. En 1851 se consagra Flaubert a escribir su
“novela cumbre” (1). |
El relato de Du Camp, transcrito por Maurois, es de extre-
mado valor, pues demuestra que Madame Bovary se inspiraba
en un personaje real; por fuerza tenía que reflejar la vida de
una mujer de carne y hueso; la suave gradación de sus afectos,
la ligazón perfecta entre su conducta y el estilo de vida que for-
ja imaginativamente, hacen que Madame Bovary, a pesar de su
extravío mental, nos parezca de psicología comprensible.
Tales consideraciones, de humana y patológica, al enjuiciar
la protagonista de Madame Bovary, tomaron firme arraigo des-
de el trabajo de Jules Gaultier al tratar el Bovarysmo como una
especial manera de ser y conducirse en la vida (2). La idea de
Gaultier, más literaria que psicológica, fue acogida con cariño
por algunos psiquiatras, los cuales, al glosarla, llegaron a fijar
el bovarysmo como una constitución mental patológica.
Iluminada la obra de Flaubert por las nuevas interpretacio-
nes, merece la pena de contrastar las heroínas de las dos nove-
las, Madame Bovary y Ana Ozores, para, de este modo, enjui-
ciar con datos objetivos las acusaciones de que fue objeto “Cla-
rín” respecto a “La Regenta”. Si hubiesen analizado psicológica-
mente a las dos protagonistas, creo que Bonafoux no hubiese co-
metido la ligereza de acusar de plagiario a “Clarín” por la re-
mota semejanza entre el capítulo en que describe la representa-
ción de Don Juan Tenorio y otro de la obra de Flaubert desarro-

(1) Maurois, André.—“Cinco aspectos del amor”.—Ediciones


Aymat.
Barcelona, 1944.
(2) Gaultier, Jules.—“Le Bovarysme”. París, 1913.
e ena

llado en un teatro de Ruan. Estimo también que no hubiese


anunciado la Condesa, con apariencias apodícticas, el nacimien-
to de una Madame Bovary carbayona.
Prescindo deliberadamente de criticar otra infundada acusa-
ción de Bonafoux: me refiero al parecido que encontraba entre
Aquiles Zurita y Charles Bovary. “Clarín” dio réplica, desmesu-
rada por lo excesiva, habida cuenta de la grotesca argumenta-
ción en la que fundamentaba su sospecha.
EL BOVARISMO

E] lector menos avezado a interpretaciones psicológicas, tie-


ne que reconocer, al llegar a la lectura del desastroso final de
Madame Bovary, que la protagonista ha engendrado todas las
desventuras que culminan en su suicidio. No existen circuns-
tancias ambientales adversas en los sucesivos períodos de su
un
vida. Hija de un labrador acomodado, se educa en Ruan en
,
pensionado de religiosas, muere su madre y regresa a Bertaux
lugar de su nacimiento, y allí regenta la casa del padre. Su eter-
na insatisfacción le hace añorar el convento que, meses antes,
ta-
pasada la fugaz crisis mística, se le antojaba prisión insopor
vul-
ble. Se casa con Charles Bovary, médico de aldea, hombre
gar y de nulas ambiciones pero con cualidades afectivas muy es-
insastis-
timables para jefe de un hogar. Lentamente, crece la
facción en el espíritu de Emma, sin que existan motivaciones
como
externas que la justifiquen. El infeliz Charles se conduce
rudas
un esposo enamorado tan sólo atento a descansar de las
de
tareas de la profesión junto a su mimada esposa. Por razones
Mar-
vecindad y en gratitud a servicios médicos afortunados, el
en su
qués de Andervilliers les invita al baile que organizaba
pa-
castillo de Vaubeyssard. Tal acontecimiento, importantísimo
un an-
ra el desarrollo de la novela, despertó en Emma Bovary
avivó la in-
sia de lujo, un deseo irrefrenable de grandezas, que
fá-
satisfacción que sentía por su vida cuotidiana. Tostes, donde
ba
cilmente desarrollaba su profesión Charles Bovary, le resulta
e li

insoportable. Traslada, por presión de su esposa, su actividad


profesional a Yonville 1Abbaye y pronto el tedio hubiese em-
bargado de nuevo a Emma si no hubiese buscado ávidamente un
devaneo con el pasante de notario, Léon, modelo de timidez y
cursilería. La aventura no trasciende los límites de un idilio;
pero, desadaptada en su situación y soñando siempre con actua-
ciones que la engrandezcan a su propia mirada, cae en los bra-
zos de un conquistador más ducho, Rodolfo Boulanger, señorito
de pueblo adinerado que, muy pronto, adivina en Emma Bovary
una presa fácil; un traje de amazona y unos paseos a caballo
bastan para hacerla su amante. La actividad imaginativa de
Emma Bovary se desborda, su afán de lujo resulta en ella inex-
tinguible; convengamos, como dice a este respecto la Condesa
Pardo Bazán, en que su lujo es humilde; cuatro trapos y otros
tantos viajes a Ruan; pero no por ello deja de originar resul-
tados catastróficos, ya que superan las posibilidades económicas
del matrimonio. Satisfecho su deseo y versátil como un D. Juan,
Rodolfo decide romper sus relaciones. Tal proceder, enfrenta a
Madame Bovary con una realidad muy distinta a la soñada por
su imaginación. Sin embargo, supera la crisis y se dedica nueva-
mente a su antiguo coqueteo, convirtiéndose en amante de León.
La realidad, le dice a todas horas que el pasante de notario es
una persona mediocre y vulgar en todos sus aspectos; la imagi-
nacion de Emma, le reviste de todas las dotes carentes y crea
un hombre a gusto de su fantasía. Llega un día, en que su ilu-
sión se desvanece y, como dice Jules Gaultier, adquiere la con-
vicción de que ni ella misma era, en realidad, la apasionada
amante que había imaginado. Ante sus ojos, en ese momento cla-
rividentes, yacen los despojos del monstruo ridículo que su fan-
tasía creó. Impotente para nuevos delirios imaginativos, e inca-
paz también para enfrentarse con la vida real, expía sus errores
envenenándose con arsénico.
La palabra Bovarysmo tuvo un gran éxito; como, habitual-
mente acontece con los vocablos que se utilizan a troche moche,
5

se aplica a situaciones que rebasan los límites del concepto que


atribuyó al término su creador. Es frecuente escuchar su utili-
pa-
zación con atributos parecidos a los que corresponden a las
Conde-
labras “cursilería”, “vanidad”, “snobismo”. Por cierto, la
ta
sa Pardo Bazán calificaba con esta última palabra la conduc
de Madame Bovary.
Lo peculiar de la personalidad bováryca es ajustar su con-
amente
ducta a un ente de ficción que se ha creado imaginativ
y que reemplaza a nuestra realidad psico-somática.
como Co-
El error en la concepción de nuestra persona trae
las diversas
rolario la apreciación equivocada del mundo y de
ir de tales
situaciones ambientales que se suceden en el deven
individuos.
ada a un
Tengamos muy en cuenta que es condición oblig
personalidad que
empleo justo del término “bovarysmo” que la
ficticio que se
enjuiciamos como tal, actúe con arreglo al ente
que nos aparte
imagina. Refugiarse en un mundo de fantasía
cultivar ac-
por momentos de la acuciante y Opresora realidad,
el error de apre-
tividades ajenas a las habituales y aun cometer
o para ellas, no
ciación de considerarse excepcionalmente dotad
se aparta de lo que
es “bovarysmo” si nuestro modo de vivir no
medio que la en-
cabía esperar de nuestra personalidad y del
vuelve.
compleja, ex-
Madame Bovary, se cree una mujer refinada,
cia en las Ursuli-
cepcionalmente dotada para el amor. Su estan
l superior, y el baile
nas de Ruan, en contacto con un medio socia
nstancias ocasiona-
del castillo de Vaubeyssard, fueron las circu
imaginativa; a
les que determinaron los brotes de exaltación
una pseudopasión.
favor de ellos, un devaneo vulgar provoca
se entrega a sus
Tengamos en cuenta que Madame Bovary
nte, quedase insa-
dos amantes sin que su sexualidad, poco exige
pero no viejo, robusto,
tisfecha. Charles Bovary, hombre maduro
ente saludable, no
sin vicios y desarrollando su vida en un ambi
. Una niña, Berta,
es individuo que defraude la vida conyugal
Pe, AR

viene al mundo a los pocos meses de casados, y en ningún mo-


mento de la novela se nos presenta el infeliz Charles en actitud
que signifique desvío hacia su esposa,
Genil-Perrin fué el primer psiquiatra que, aprovechando las
ideas contenidas en el ensayo de Gaultier, las estudió desde un
punto de vista médico y, en consecuencia, incorporó la persona-
lidad bováryca a la nosología médica. En su obra, “Les Para-
nolaques” (1), considera el bovarysmo como el esbozo de una
constitución paranoide. Desde el año 1926 en que publicó su li-
bro, la paranoia, las reacciones y desarrollos paranoides, han si-
do estudiados con una profundidad psicológica muy superior a
la lograda por el psiquiatra francés. No es del caso extendernos
sobre el particular, pero resulta necesario decir que las cuali-
dades ideo-afectivas consideradas por Genil-Perrin como carac-
terísticas, de la constitución paranoide, eran: el orgullo, la des-
confianza, la falsedad de juicio y la inestabilidad social.
Siempre me pareció poco afortunada la idea de establecer re-
laciones de afinidad entre el bovarysmo y la constitución para-
noide. Sin adentrarnos en disquisiciones técnicas, impropias del
presente trabajo, debo hacer notar el absurdo de admitir que un
individuo orgulloso, con un “yo” íntimamente sobrevalorado, se
muestre insatisfecho de su personalidad real y elabore una es-
tructura psicológica ficticia a la que acomode su conducta. Es
más lógico pensar, que tal artificio psicológico sea un mecanis-
mo compensador a una menguada valoración de su persona; en
pocas palabras: una reacción psicógena a un complejo de infe-
rioridad. La persona que utilice en su vida mecanismos bováry-
cos, necesita, además, disposiciones psíquicas especiales para
que pueda realizar la compensación aludida: nos referimos
principalmente a las exaltadas cualidades imaginativas y al po-
der realizador de su fantasía; tales disposiciones se observan
de un modo normal en la niñez, período de la vida en el que

(1) Genil-Perrin.—“Les Paranoiaques”.—Maloine, París, 1926.


7

existe una auténtica mitomanía. Tenemos, por tanto, la siguien-


te cadena generativa de mecanismos bovárycos: infravalora-
ción del yo, reacción psicógena compensadora, imaginación de
tipo infantil, mecanismos hipobúlicos a su servicio, mitoplastia;
cualidades ideoafectivas, todas ellas, que gravitan dentro de la
amplia órbita de la constitución y reacciones histéricas.
Si nos hemos detenido más de lo pertinente en la psicopato-
logía del bovarysmo, ha sido por juzgarlo necesario para un
justo enjuiciamiento de la personalidad de Ana Ozores de Quin-
tanar, personaje central de “La Regenta”, y en consecuencia
decidir respecto a la existencia de mecanismos bovárycos en su
conducta.

HISTORIA PSICO-SOMATICA DE “LA REGENTA”

Ana Ozores queda huérfana de madre siendo muy niña, en


su-
más temprana edad que la que tenía Emma Rouault cuando
que las
frió la misma desgracia. Hijas únicas las dos, los padres
t”
amparan son muy diferentes. En el puesto del “pére Rouaul
, pisto
de la novela francesa nos topamos con don Carlos Ozores
militar de
de cualidades antitéticas: noble por su nacimiento,
Por aza-
profesión e, ideológicamente, liberal y revolucionario.
la niña
res de la política, don Carlos tiene que emigrar y queda
con “yerbas”
bajo la custodia y tutela de doña Camila, española
onal y la
británicas, que aúna en su conducta la pasión meridi
Iriarte, y
gazmoñería puritana. Doña Camila tiene un amante,
ña Ozores
con mucha frecuencia la ingenua mirada de la peque
su aya. “Cla-
no valora debidamente los deliquios amorosos de
en el psi-
rín” describe una escena que puede pesar, de por vida,
edad, Ger-
quismo de Ana: embarcada con un amiguito de su
chuelo; les
mán, al reflujo de una ría queda varado el barqui
hasta que se
llega la noche y allí la pasan contándose historias
es interpretado
duermen. El hecho, de esplendorosa inocencia,
Iriarte; a
maliciosamente por doña Camila y el camastrón de
a

todo trance quieren obtener de la niña la confesión de la mons-


truosidad que se imaginan. Naturalmente fracasan, pero el re-
cuerdo de los interrogatorios, debidamente interpretados al cre-
cer en edad, queda indeleble en el intelecto de Ana e influen-
cia su conducta. Ya mayorcita, pensaba respecto al caso “... se
“había equivocado; aquella amistad de Germán había sido un
“pecado; ¿quién lo diría? Lo mejor era huir del hombre”.
Al regresar su padre del exilio y despedir al aya, convive con
él en Madrid. La casa paterna, refugio de librepensadores, ofre-
ce a la niña el espectáculo de los amigos de su padre enfrasca-
dos en interminables discusiones político-filosóficas. Las lectu-
ras de Ana, dirigidas tan sólo por el azar de su elección, son dis-
pares: mitología, las Confesiones de San Agustín, “El genio del
Cristianismo” (Emma Rouault también leyó la misma obra de
Chateaubriand sin que, por fortuna, se enterase Bonafoux).
La economía de don Carlos, quebrantada por el ocio al que se
entrega el exmilitar, no permite la vida en Madrid y se trasla-
dan, padre e hija, a Loreto, lugar de la costa cantábrica muy
cerca de Vetusta. La pequeña Ana experimenta allí el brote
imaginativo de la adolescencia a favor del cual, y aprovechan-
do los materiales que han dejado en su inteligencia las recientes
lecturas, tiende a la expresión poética de sus ideales místicos y
fluyen, fáciles, algunos versos a la Virgen. Sentada frente
al
mar, sintiendo en todo su ser el escalofrío de la inspiración,
re-
citando entre lágrimas sus versos, su frágil organismo no puede
resistir la emoción que se desborda y sufre un desmayo.
Muy pronto, la romántica doncella iba a sentir los rigores
del vivir prosaico. D. Carlos fallece de modo repentino y queda
en desamparo de afectos y recursos.
Sus tías, Anunciación y Agueda, la recogen a regañadientes:
son dos beatonas sin más religión que la puramente formal
ísti-
ca. En el caserón de Vetusta donde habitan, convalece la
joven
Ana del trauma afectivo que le produjo su completa orfand
ad.
Un día, sentada en la cama, escucha comentarios de sus tías
res-
0) ee

pecto a ella. Todavía conversan, con acritud y maliciosidad, de


la inocente aventura de la barca. En otra ocasión, es recriminada
ásperamente por encontrar en su mesilla de noche un libro de
versos. Las relaciones afectivas no son cordiales: la nutren y
engordan con vistas al “mercado”, entendiendo en este caso por
tal un casamiento lucido que las redima de la sobrina. La pre-
tensión tiene visos de probabilidad pues la adolescente se true-
ca, de día en día, en una espléndida mujer. Además, detalle na-
da insignificante en Vetusta, la nobleza y elevada burguesía han
acogido con cordialidad a la huérfana de don Carlos. Las clases
selectas actúan como si hubiesen olvidado el casamiento desi-
gual del padre con una modista italiana. Las tías apoyan una
candidatura que Ana desecha rotundamente: “.. antes el con-
vento, exclama cuando de ello le hablan sus tías”. Se trataba
de un indiano con fuerte cargamento de millones y años. Sabe-
dora de que Anunciación y Agueda ansían encontrarle acomo-
do nupcial, y consciente de que no ha de lograr el matrimonio
los
entre la clase social que frecuenta, vivero donde pululan
cazadotes, acepta resignada, pero no complacida, un candidato
del
favorecido por el confesor de la hermosa joven. Se trata
mucho
magistrado don Víctor Quintanar, señor de “cuarenta y
caza y el
pico de años”, apasionado por dos grandes aficiones: la
tiempo
teatro Clásico español. Aceptó, a pesar de que ya en aquel
era un
mostraba predilección por un pollo, Alvaro Mesía. Alvarito
inclinado a
joven con marcada vocación al galanteo pero poco
fecha en que
complicaciones sacramentales. Además, en aquella
a su
la ofensiva matrimonial desencadenada por las tías llegaba
provincia-
cumbre, Alvarito marchaba a Madrid a sacudir su
lismo.
y
No hubo posibilidad de elección; se hacía necesario ceder
ncerse de
cargó con el machucho magistrado. Pronto pudo conve
otra parte,
las escasas posibilidades orgánicas de don Víctor. Por
ía se sal-
la menguada inteligencia del señor Quintanar imped
s tan dife-
vasen las forzosas discrepancias psíquicas de edade
—QU —

rentes. Dejemos hablar a la entonces llamada “La Regenta”:


“*... y recordaba, entre avergonzada y furiosa, que su luna de
“miel había sido una excitación inútil, una alarma de los senti-
dos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí
“misma, si a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: la pri-
“mera noche, al despertar en su lecho de esposa, sintió junto a
“sí la respiración de un magistrado; le pareció un despropósito
“y una desfachatez que ya que estaba allí dentro el señor Quin-
“tanar, no estuviera con su levita larga de tricot y su pantalón
“negro de castor; recordaba que las delicias materiales, irreme-
“diables, la avergonzaban y se reían de ella al mismo tiempo
“que la aturdían; el gozar sin querer junto a aquel hombre le
“sonaba como la frase del miércoles de Ceniza: *quia pulvis es”;
“eres polvo, eres materia... pero al mismo tiempo se aclaraba
“el sentido de todo aquello que había leído en sus mitologías, de
“lo que había oído a criados y pastores murmurar con malicia.
“¡Lo que aquello era y lo que podía haber sido...! Y en aquel
“presidio de castidad no le quedaba ni el consuelo de ser tenida
“por mártir y heroina, Recordaba también las palabras de en-
“vidia, las miradas de curiosidad de doña Agueda (q. e. p. d.)
“en los primeros días del matrimonio; recordaba que ella, que
“jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había tenido que
“esforzarse para no gritar: ¡idiota!, al ver a su tía mirarla así”.
La consecuencia de tal situación no puede extrañar a nadie.
Ana Ozores no satisfizo su ansia de ser madre. La Regenta ex-
clama en otro momento de la narración: “... si yo tuviera un
“hijo... ahora, aquí... besándole, cantándole”.
D. Víctor adoptó frente a su mujer una forzosa actitud pater-
nal. Todas las noches, antes de retirarse cada uno a sus
habita-
ciones, la concedía un beso en la frente. También forzosa
era la
resignación de La Regenta; cuantas veces buscaba la boca
de su
marido en demanda de un beso de amor jamás conseg
uía su
deseo.
Un amigo de Quintanar, Frígilis, hombre simpático
y de

buen sentido, comunicó: al magistrado su sospecha de que Ana


no era feliz. La advertencia no modificó los hábitos del incipien-
te viejo; siguió tan aficionado a la caza, tan gustoso de los dra-
mas calderonianos y tan inútil como siempre.
El matrimonio Quintanar exhibe su parodia conyugal por
distintas regiones españolas. En Oviedo, es Regente de la Au-
diencia y allí toma su retiro. Ya, de por vida, Ana Ozores será
llamada por todo Vetusta “La Regenta”. Al correr del tiempo su
belleza se ha incrementado. La salud, por el contrario, es preca-
ria. Temperamentalmente emotiva reacciona a cualquier estímu-
lo con más exageración que nunca. Sufre con frecuencia crisis
súbita.
de angustia que la mantienen temerosa de una muerte
in-
La temperatura se eleva por cualquier impresión. Un ansia
ja-
definida de algo no satisfecho perturba su organismo pero
ón.
más se plantea a sí misma los motivos de tal insatisfacci
de
Tal era la situación de La Regenta cuando se avecindó
de dos perso-
nuevo en Vetusta. Entonces, sufre las influencias
ávido de ab-
nas: una de ellas, el Magistral, atraía su espíritu
Alvaro Mesía,
sorberse en cauces místico-religiosos; la otra, D.
desde los
halagaba sus sentidos ya predispuestos en su favor
años de soltera.
peniten-
El viejo canónigo Ripamilán, sentía la carga de una
superiores a sus
te como Ana Ozores que planteaba problemas
o de Cabildo
fuerzas y años. Encomendó, pues, a su compañer
la prime-
D. Fermín de Pas la guía moral de La Regenta. Desde
iluminó su
ra confesión con su nuevo Director un rayo de luz
dote, su delicada
espíritu; admiraba el tacto espiritual del sacer
la sostenida aten-
manera de bucear en las cuestiones espinosas,
ioso examen
ción desplegada al escuchar el fruto de su minuc
siones cada vez
» de conciencia. Hubo que prolongar las confe
s sino que consti-
más: no eran yá el simple relato de sus culpa
penitente. La Re-
tuían un coloquio espiritual entre confesor y
alma” al cual es
genta cree haber encontrado el “hermano del
entes para su
necesario acudir en los momentos, demasiado frecu
desgracia, de abatimiento y flojedad. El confesonario no basta
para ejercitar plenamente una dirección espiritual tan completa
y, en efecto, D. Fermín, comulgando en esta anímica herman-
dad, busca ocasiones donde verla y hablarla. La casa de doña
Petronila, fervorosa partidaria del Magistral, ofrece un refugio
discreto y allí, al abrigo de impertinentes miradas y venenosas
sospechas, prosiguen sus pláticas.
De día en día era más necesario a la Regenta un robusto bá-
culo moral, puesto que, también de día en día, peligraba más el
sosiego de su conciencia ya que sus insatisfechos sentidos acu-
saban la acción excitadora que hábilmente despertaba en ella
Mesía. Una guerra civil se enciende en su espíritu; las tenden-
cias que surgen del núcleo instintivo pugnan con las inhibicio-
nes que dimanan de su personalidad moral. Cuando más la acu-
cia el deseo, tanto mayores son los frenos que interponen su re-
ligiosidad y ética. El drama psíquico de Ana Ozores culmina al
adquirir la certidumbre de que su “hermano del alma” la con-
templa con apetito carnal; entonces, ve con claridad su equívo-
ca situación, y al sorprenderla el Magistral con una escena de
violencia y celos exclama: “... sí, enamorado como un hombre,
“y no con el amor místico, ideal, seráfico que ella se había fi-
“gurado. Tenía celos, moría de celos. El Magistral no era el her-
“mano mayor del alma, era un hombre que debajo de la sotana
“ocultaba pasiones, amor, celos... La amaba un canónigo; Ana
“se estremeció como al contacto de un cuerpo viscoso y frío.
“Aquel sarcasmo de amor la hizo sonreír a ella misma con amar-
“gura que llegó hasta la boca de sus entrañas”.
Tal desilusión suspendió la acción inhibitoria ejercida por
los estratos psíquicos superiores. Su personalidad moral, al hen-
dirse, dejaba un resquicio a la expansión de sus sofocados ins-
tintos y don Alvaro recogió con facilidad el fruto que, sin esta
falla espiritual, jamás hubiese alcanzado.
a.

MADAME BOVARY Y LA REGENTA

Cualquier lector atento advierte con facilidad las profundas


discrepancias psicológicas existentes entre Madame Bovary y
la Regenta.
La protagonista de la novela francesa goza desde su niñez
de un ambiente favorable al desarrollo normal de su personali-
dad y, sin embargo, su extraviado espíritu labra su propio in-
fortunio.
Discurre la infancia de Ana Ozores enfrentándose con medios
hostiles. Su mente equilibrada consigue hacer soportable la es-
pinosa tutela de doña Camila, la protección agria de sus parien-
tes y la debilidad orgánica y psíquica de D. Víctor.
Emma Bovary busca sus amantes; no es acuciada para ello
por insatisfacción sexual ni tampoco la incita un erotismo mor-
boso. Léon y Rodolfo, entrambos pletóricos de vulgaridad, no
tienen, en este aspecto, más trabajo que dejarse querer.
Ana Ozores acarrea con resignación las consecuencias de un
ez
matrimonio fracasado en sus fines esenciales. Es de tal robust
con-
moral su personalidad que elude inquirir, en el plano de la
nte
ciencia, los motivos de su insatisfacción. Lucha denodadame
nalis-
contra su instinto y busca, como aconsejada por un psicoa
a libi-
ta, la manera de sublimarlo, el modo de agotar su energí
os
dinosa en cauces asexuados. Fracasa en el intento, por motiv
la se-
extraños a su personalidad y experimenta, por último,
men-
ducción de un “conquistador profesional” que explota hábil
te su inestabilidad biológica.
LOS MARIDOS

s
Análoga desemejanza existe entre los personajes secundario
afinidad
de una y otra obra. Fácilmente se capta la ausencia de
burlados. Ambos son vulgares, carentes de
entre los maridos
y contras-
personalidad, pero el “buen sentido” de Charles Bovar
o francés, al
ta con la debilidad mental del Magistrado, El médic
e Vb

desarrollar su vida, resulta socialmente útil, mientras que nos


imaginamos el estéril vivir de D. Víctor como un amodorrado
vegetar a través sobre estrados de las salas de audiencia. Bova-
ry, a pesar de todos sus esfuerzos por lograrlo, no consigue la
felicidad conyugal a causa de las extravagancias temperamenta-
les de su esposa. (Quintanar es absolutamente inepto para la
creación de un hogar feliz. La desgracia de Charles produce
pena; la misma desventura del Magistrado causa tan sólo la
extrañeza de lo que tardó en producirse: “Clarín” lo engendró
con una vocación irresistible de marido burlado. A no mediar su
trágico fin provocaría hilaridad durante toda la obra.

LOS AMANTES

Ya hemos indicado que tanto Léon como Rodolfo son figuras


anodinas creadas por Flaubert sin más preocupación que la de
dotarlas abundantemente de los atributos genéricos a unos ga-
lanes de aldea. No así “Clarín” al crear los personajes que aspi-
ran a la posesión de la Regenta.
La figura del Magistral es de gran interés psicológico. Duran-
te gran parte de la obra D. Fermín de Pas es víctima de su pro-
pio engaño. Racionaliza sus impulsos y al pensar en la motiva-
ción de sus actos sitúa en primer plano los móviles que no des-
precien, a su íntima mirada, la idea que tiene de su personali-
dad moral.
Cuando toma a su cargo la dirección moral de la Regenta
siente contento porque la adquisición de tal penitente refuerza
su prestigio ante la Ciudad y el Cabildo; además, sigue dicién-
dose a sí mismo, es un descanso en la monótona tarea del con-
fesonario ejercida las más de las veces frente a penitentes vul-
gares en sus vidas y pecados; confesar a la Regenta lo conside-
ra un regalo espiritual. De día en día se incrementa su afición
por aquellas interminables pláticas y la amistad con Ana Ozores
llega a ser la única justificación de su vida. Al sentir que se-
mejante hermandad se desvanece, pues la Regenta acusa los
E SP

efectos del sitio a que la tiene sometida D. Alvaro, fracasan los


mecanismos que protegían su autoestimación ética y llega al
umbral de su conciencia el fondo instintivo latente en aquella
su pretendida amistad espiritual. Entonces, surge la escena de
celos que pone en guardia a la Regenta frente a su confesor.
Una vez que el Magistral ha aceptado e incorporado a su yo
los motivos inconfesables que le impulsaban, su conducta se
encamina al aniquilamiento del rival y produce la trama que
pone fin a la obra.
El otro galán, Alvaro Mesía, también está maravillosamente
concebido. Mucho antes que se perfilasen las características del
don Juan, “Clarín” las había puesto de relieve en su personaje
de “La Regenta”. Desde joven apetece la conquista amorosa por
satisfacción de su vanidad sin que jamás pusiese su vida al ser-
vicio de una auténtica pasión; en sus relaciones con el otro sexo
aspira a ser admirado, protegido, pero nunca se entrega en cuer-
po y alma. Por el logro de la mujer que desea abdica toda cla-
-
se de prejuicios; se nos muestra embustero, histrión y habilido
ez
so en buscarse tercerías; a la postre resulta de escasa brillant
:
sexual. Las líneas de “Clarín” lo retratan en este aspecto
cor-
“ .aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor
po-
poral, parecíale a don Alvaro semejante a los recursos de la
El
“breza ostentosa que descubre Quevedo en "El gran tacaño”.
el
“también había sido más de una vez, después de pródigo,
gran tacaño del amor”.
RK * *

Releyendo con atención ambas novelas podemos calificar


al me-
justamente a los que acusaron a “Clarín” de plagiario o,
n-
nos, carente de originalidad. El folleto de Bonafoux, trasce
que la
e
diendo a rencillas personales, se perdona más fácilmente
identificar
ligera apreciación de la Pardo Bazán pretendiendo
de agónico
la “existencialista” Emma Bovary con Ana Ozores,
vivir por la salvaguarda de las esencias humanas.
* * ok
Hay más que decir respecto al caso; ya indicamos cómo Flau-
bert, para evitar las expansiones líricas de su temperamento,
buscó una trama argumental basada en hechos reales. Hasta
cierto punto podemos decir que Madame Bovary ha existido.
Ana Ozores y los demás personajes de “La Regenta” son fru-
to de la maravillosa intuición psicológica de “Clarín”. El drama
espiritual de la protagonista lo desarrolla con tal precisión que
los vaivenes de su conducta no producen al lector sentimiento
de sorpresa; pudiéramos decir que están “psicológicamente de-
terminados”. “Clarín”, como otros grandes novelistas, se antici-
pó al pensamiento psicológico científico y manejó a sus perso-
najes pulsando certeramente los complejos resortes de nuestra
psiquis, cuya actuación ha comenzado a vislumbrarse en fecha
reciente mediante las técnicas de la psicología profunda.
Tal anticipación solo es comprensible a favor de un cerebro
de arquitectura privilegiada y de un hábito introspectivo man-
tenido con tenacidad. “Clarín” se conocía totalmente y aplicaba
sus conocimientos a las creaciones de su fantasía.
De este modo surgieron, circunscribiéndonos a “La Regenta”,
las figuras de Ana Ozores, el Magistral y Alvaro Mesía, cuyos
estilos de vida están rigurosamente determinados por el juego
de afectos y tendencias con que les dota la intuición de D. Leo-
poldo.
Igualmente pudiéramos decir de personajes de menor rango,
todos ellos trazados de mano maestra: el simplón de Quinta-
nar, el bondadoso Frigilis, los botarates jovenzuelos Vegallana
y Orgaz, las eróticas Obdulia y Visita, el ateo pseudofilósofo
Guimarán, y Barinaga, descreído por rencor.
Sin embargo, las excelencias de la novela no se agotan con
semejante derroche de finísima urdidumbre psicológica. La
trama argumental, a nuestro juicio ingente, la desarrolla “Cla-
rín” como juego de niños. El lector, fácilmente adivina la delec-
tación amorosa con la que cuidó “Clarín” algunos capítulos re-
ferentes a la ambientación de su novela: la Catedral con su Ca-
O

bildo, el Casino, mentidero de la chismografía local, las cachu-


pinadas familiares, refugio contra el invencible tedio de una
pequeña capital de provincia.
Todo ello hace que la pretendida Madame Bovary carbayona
deba ser considerada como una de las mejores novelas del
siglo XIX.
Oviedo, 23 jul. 52.

SANTIAGO MELON RUIZ DE GORDEJUELA


».Hir ENTTAEA REIMAT
A AN
dió: Hs
e db a
¡0 SAR dl 4
LOS VERSOS DE LEOPOLDO ALAS

com-
$ 1—Cuando en 1887 recibe “Clarín” una citación para
os. Con
parecer ante Apolo, ya han prescrito sus delitos poétic
o, medroso.
todo, al recordarlos ahora de golpe se siente turbad
ero en la
He aquí unas palabras suyas: “Yo entré con el sombr
turbado. Al
imano, con paso tardo, y, valga la verdad, un tanto
mi niñez, en mi
atravesar el umbral recordé de repente que en
o miles de
adolescencia y en mi primera juventud había escrit
enemigos, que
miles de versos, no tan malos como decían mis
capaces de
conocen de ellos una pequeña parte, pero al cabo
fuera éste de
sacar de sus casillas al dios de la poesía, aunque
caracteriza, co-
un natural menos irascible del que en efecto le
mo dicen ahora los estilistas” (1).
a los
En el presente artículo pretendemos decir algo en torno
, algunos
versos de Leopoldo Alas; ofrecer, al mismo tiempo
revelarán a
ejemplos. (Vaya por adelantado que ellos no nos
o de su
un buen poeta). Atenderemos así un olvidado aspect
se obtenga
obra (2); como fruto de semejante atención quizá

(1) Apolo en Pajos, pág. 7. Madrid, 1887.


(2) Sólo conozco referencias sueltas en libros y artículos. Vid. en el
os Asturianos” (Oviedo,
número 14 del “Boletín del Instituto de Estudi
Gómez Santos, “Clarín”
diciembre de 1951) la breve nota de Marino
y una bibliografía).
poeta. (Dos composiciones en verso, inéditas,
OS

algún rasgo que ayude a trazar con mayor exactitud la sem-


blanza o etopeya del novelista de La Regenta.

$ 2.—En la prensa ovetense de mil ochocientos sesenta y tan-


tos publicó Alas una parte —muy reducida, sin duda— de sus
numerosos versos de adolescente. (De aquellos periódicos no se
conservan hoy día colecciones y sólo, cuando más, contadísimos
números sueltos).
Alas, según Jove y Bravo (3), perteneció a la redacción de
El Anunciador, “diario de intereses morales y materiales” fun-
dado el 1866. Tal vez en alguno de sus números se insertaron
versos de Leopoldo: un niño de 14 ó 15 años.
Constantino Suárez (4) escribe que “colaboró también con
prosa y verso en los periódicos fundados en Oviedo (1868) con
los títulos de La Estación [salía semanalmente] y El Eco de As-
turias”.

$ 3.—Algunos versos de Alas aparecieron en publicaciones


de Madrid: El Cascabel y Gil Blas.
El propio “Clarín” recuerda en un palique (5) que “in illo
tempore era yo un adolescente bastante buen católico, aunque
muy liberal, que con un seudónimo envié dos o tres poesías
místicas a El Cascabel, que me las publicó en seguida”.
A Gil Blas mandó Alas versos y prosas. “¡Este semanario
—recuerda admirado Palacio Valdés (6)—, tan exigente y des-
deñoso para todos los literatos que entonces existían en España,
insertaba los escritos de un niño de quince años!”

$ 4—Añade Palacio Valdés: “No dudo que su famoso Juan


Ruiz contendría trozos muy apreciables..., Yo no los he leído, ni

(3) Un siglo de prensa asturiana (1808-1916). Edición y nota liminar


de José María Martínez Cachero. “Boletín del Instituto de Estudios As-
turianos”, pág. 60 del número 7, Oviedo, agosto de 1949.
(4) Escritores y artistas asturianos. T. 1, págs. 110 y 112, Madrid,
1936.
(5) Número 208 de Madrid Cómico: 29-1-1887.
(6) Cap. XXXIII de La novela de un novelista.
yMA

los ha leído nadie, porque la letra de Alas fue siempre invero-


símilmente perversa, y durante su carrera literaria causó crue-
les tormentos a los tipógrafos”.,
Juan Ruiz es el título de un semanario que Leopoldo Alas
redactó para su uso particular todas las semanas que van del 8
de marzo de 1868 al 14 de enero del año siguiente, cincuenta
números en total. Alas hacía de director y de amanuense. Ver-
sos y prosa sobre variados asuntos se reparten las páginas de
Juan Ruiz, del que uno de los biógrafos de Alas (7) —que lo tuvo
en su poder algún tiempo— informa con detalle.

$ 5.—Con fecha 16 de junio de 1871 Leopoldo Alas se licen-


otoño
cia en ambos Derechos por la Universidad de Oviedo. Al
siguiente parte para Madrid.
ores, en
En ese mismo año de 1871 un grupo de jóvenes escrit
ho-
su mayoría asturianos, saca en Oviedo una corona poética,
ñón.
menaje a la memoria del que fue su amigo Gonzalo Casta
nado
(Este, defensor íntegro de España en Cuba, había sido asesi
oran
en Cayo-Hueso el 31 de enero del año anterior (8). Colab
entre los
en la corona con prosa y poesía diecinueve nombres,
o serían
que destacamos a dos muchachos que andando el tiemp
firmas prestigiosas: Vital Aza y Leopoldo Alas.
de Gon-
Alas ofrece un extenso poema titulado A la memoria
la sombra
zalo Castañón. Es una de tantas elegías ocasionales:
asturiano
de Gonzalo Castañón llega en funeral viaje al suelo
ota ase-
para confiar a sus moradores el postrer deseo del patri
embarga su
sinado. Declara el poeta el profundo dolor que
Cuba:
ánimo y mira al amigo muerto como redentor de

Oviedo, Publicaciones
(7) Adolfo Posada: Leopoldo Alas, ”Clarín”.
Ruiz”; vid., además, las
de la Universidad, 1946. Vid. el cap. IX, “Juan
páginas 46, 73-75 y 86-88.
antino Suárez, ob. cit. T. II,
(8) Sobre Gonzalo Castañón, Vid. Const
páginas 370-375.
ri

De Cuba el redentor Gonzalo sea,


haced, sí, que su muerte la redima;
el que en el crimen el acero emplea
no más a Cuba oprima:
mire Gonzalo al fin su anhelo cierto,
si cuando vivo no, después de muerto.

$ 6.—Hasta aquí nos hemos referido a versos de Leopoldo


Alas, en algún modo conocidos del público lector. Hablaremos
ahora de algo con un mayor interés, siquiera sea dada su condi-
ción de rigurosamente inédito (9).
Se trata de dos cuadernillos sueltos, tamaño 16x11 cms.,
escritos de mano del Alas adolescente. Pertenecen a un libro
sobre el cual lo ignoramos todo; un libro titulado Flores de
María, conjunto de “poesías morales y religiosas”.
De doce páginas consta el que llamaremos cuadernillo A.
(Portada: Vid. la fotografía adjunta / Contraportada en blan-
co / Dedicatoria (tachada implacablemente) / Hoja en blanco /
La Ofrenda (comienza esta poesía, que continúa en las seis pá-
ginas siguientes) / En la página 9 (en realidad, la pág. 11) con-
cluye La Ofrenda y se inicia La vida entre flores. (A la memoria
de una joven), composición que sigue en la página última del
cuadernillo y que tal vez daría fin en el cuadernillo siguiente).
De 16 páginas consta el que llamaremos cuadernillo B. (La
voz de Dios, composición que se inicia en la página 97 y termina
en la página 102/ 7 Cantares, páginas 103 y 104 / La casa del dia-
blo rojo, romance que está incompleto en las páginas 105 a 112
de este cuadernillo).
(En el APENDICE del presente artículo ofrecemos el texto
íntegro de La Ofrenda -cuadernillo A- y de La voz de Dios -cua-
dernillo B-. No interesa hacer otro tanto con La vida entre flo-
(9) Mi gratitud más sentida a la señora doña María Cristina Alas de
Tolívar por su generosidad al poner en mis manos, autorizándome para
hacer uso de ellos, tan valiosos recuerdos de su abuelo.
Flte
si ao AMaita
YL21/42

APETVY lo Ln rel. y oras

Y. ona A Aa ATA Le DR

A ys da da Poe RO

se,
e

res -cuadernillo A- y La casa del diablo rojo -cuadernillo B-,


habida cuenta de su condición de composiciones incompletas.
Vaya este par de cantares como muestra de los insertos en el
cuadernillo B:
“Detrás de la cruz el diablo”,
un refrán suele cantar.
Vi una cruz sobre tu pecho, .
con que no miente el cantar.

Dices, niña, que al desierto


quieres marcharte a vivir,
y es porque sabes que el mundo
se marchará tras de ti.)

Nos importa llamar la atención sobre la segunda parte del


poema La Ofrenda, esto es: los versos que van desde “Más
tarde, cuando al monte solo iba ya...” hasta el último verso.
Leyéndolos recordamos determinado pasaje de La Regenta
—Vid. páginas finales de su capítulo IV—. Ana Ozores, una
adolescente de sensibilidad excitada y muy a flor de piel, su-
bió una tarde de otoño al monte de los tomillares “con el pro-
yecto de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondo-
nada de los pinos...; era una obra que días antes había imagi-
nado, una colección de poesías “A la Virgen”. Anita llega a la
hondonada de los pinos, abre el libro de memorias que lleva-
ba, pone en su primera página “A la Virgen”, y queda espe-
rando “la inspiración sagrada”. Brotan luego los versos
en tro-
pel: la mano adolescente corre y corre con el lápiz
entre los
dedos, “pero siempre el alma iba más deprisa”. Dejó
un mo-
mento de escribir “y los versos de Ana, recitados como
una
oración entre lágrimas, salieron al viento repetidos
por las
resonancias del monte. Llamaba con palabras de
fuego a su
Madre Celestial. Su propia voz la entusiasmó, sintió
escalo-
fríos, y ya no pudo hablar: se doblaron sus rodillas,
apoyó la
frente en la tierra. Un espanto místico la dominó un
momento.
2 Mii

No osaba levantar los ojos. Temía estar rodeada de lo sobre-


natural. Una luz más fuerte que la del sol atravesaba sus pár-
pados cerrados. Sintió ruido cerca, gritó, alzó la cabeza des-
pavorida... no tenía duda, una zarza de la loma de enfrente se
movía... y con los ojos abiertos al milagro, vio un pájaro oscu-
ro salir volando de un matorral y pasar sobre su frente”.

$ 7.—En el otoño de 1871 Leopoldo Alas, Licenciado en Le-


yes, llega a Madrid para cursar Letras. En Madrid estaban
desde hacía algún tiempo sus fraternales amigos Pío Rubín y
Armando Palacio Valdés; no tardando se les uniría Tomás
Tuero. Reconstruído así el grupo de Oviedo, juntos los cuatro
sacan
en la posada de la calle Capellanes, número 2, piensan y
(*.Je-
a la calle una hoja titulada Rabagás, “periódico audaz";
Raba-
yeron con honda curiosidad —escribe Posada (10)— el
os una
gás, de Sardou, precisamente cuando fraguaban inquiet
Sólo
salida, que apetecían ruidosa, al palenque periodístico”).
prosa con
vieron la luz tres números; en ellos alternaban la
Rabagás
los versos, una y otros de bien marcado tono satírico.
económi-
nació y murió en 1872; murió por falta de recursos
de la pu-
cos. Cuenta Posada que “cierto día los repartidores
es, exi-
blicación se personaron ante la posada de los redactor
que puede
giendo, en forma poco correcta y con las palabras
liquidación de
suponerse, la entrega del cuarto número o la
cuestión a pu-
las cuentas. Armando Palacio quería decidir la
más práctico y
ñetazos, pero Tomás 'Tuero —gran ironista—,
la presencia
más sereno y, a su modo experto psicólogo, recabó
grave conti-
de dos del orden público, a los que recibió con
la aten-
nente, con su empaque de gran señorío, llamándoles
culo y
ción, a los del orden, sobre aquel escandaloso espectá
ron deci-
terminando su arenga con estas palabras, que resulta
y en caso de
sivas: “Hagan ustedes que esos chicos se retiren
responsabili-
negarse llévenles a la cárcel bajo mi personal
dad” (11).
de dicho libro.
(10) Adolfo Posada, ob. cit., pág. 115. Vid. el cap. XI
(11) Adolfo Posada, ob. cit., pág. 118.
SN

$ 8.—Leopoldo Alas hate periodismo en El Solfeo; comien-


za a ser, desde abril de 1875, “Clarín”; se doctora en Leyes
tres años más tarde, el día 1 de julio, con una tesis sobre El
Derecho y la Moralidad; oposita a una cátedra de Economía
Política y es injustamente preterido. Pero ninguno de éstos y
de otros datos biográficos externos importan ahora.
Es que, como ha dicho Pedro Sáinz Rodríguez (12), el “mu-
chacho religioso y romántico que partió de Asturias a conocer
las eminencias madrileñas fue profundamente influído por la
filosofía krausista”. Una honda crisis se inicia en el espíriti
de Alas desde sus primeros tiempos de estancia en Madrid.
Parece quedar lejano, pavorosamente lejos, el fervor de aque-
llas adolescentes Flores de María. Es que algo se ha venido
abajo durante estos años de experiencia madrileña; turbias,
desgarradoras raíces han nacido y crecido entre las ruinas.
He aquí un expresivo soneto de Leopoldo Alas, publicado en
La Ilustración Gallega y Asturiana, año 1879 (13).

Crece la hiedra sobre el fuerte muro


que a hierro y fuego resistió, no en vano;
crece la hiedra, y en su afán insano,
del granito quebranta el pecho duro.
La fortaleza, del valor seguro,
ora es tan sólo vallador liviano,
y derriba la hoz del aldeano
hiedras y piedras en montón impuro.
Así fue el alma: inexpugnable fuerte
que el desengaño y el dolor un día
no rindieron en bárbara batalla.

(12) La obra de ”Clarín”. Discurso de apertura del curso 1921-192


2
en la Universidad de Oviedo. Madrid, 1921.
(13) Sin título, En el número del 10-VI-1879, pág. 189 del
tomo 1.
(A continuación se inserta, también sin título, el soneto que comienz
a:
“Pulso la lira, y en las cuerdas de oro”. Vid, APENDICE, III).
o

Nació la duda, y crecen de tal suerte


sus raíces llenando el alma mía,
que ya rindo a la muerte la muralla.

S 9.—Por Real Orden de fecha 10 de julio de 1882 se nom-


braba a Leopoldo Alas catedrático numerario de “Elementos
de Economía Política y Estadística” de la Universidad de Za-
ragoza, reparándose así el desafuero con él cometido años atrás.
En julio de 1883 Alas era ya catedrático de la Universidad
de Oviedo, donde vivirá hasta su muerte.
De 1872 a 1882 pasaba los veranos con su familia: en Ovie-
do y en Guimarán. Los amigos de Asturias esperaban con ilu-
sión su retorno, y a los periódicos no se les pasaba desaperci-
bido. En sus páginas se publicaban artículos y versos de Alas,
así en: Ecos del Nalón, El Carbayón, La Ilustración Gallega y
Asturiana, la Revista de Asturias, etc.
(Gómez Santos —vid. nota 2 del presente artículo— ha ofre-
cido una bibliografía de los poemas de Alas que vieron la luz
en publicaciones asturianas entre 1876 y 1881. En nuestro
que es-
APENDICE damos el texto de dos composiciones —las
del
timamos de mayor interés—: Símbolo, (apareció en Ecos
muni
Nalón, Oviedo. Número del 15-1-1878) y La bayadera y el
(en Revista de Asturias, Oviedo. Número del 25-V-1879).
-
En el verano de 1880 visita Asturias Ventura Ruiz Aguile
el para-
ra; en su homenaje se celebra una velada literaria en
tomó
ninfo de la Universidad de Oviedo (14). Leopoldo Alas
de Ruiz
parte en ella leyendo El dolor de los dolores, elegía
fiesta que
Aguilera a Elisa, la hija muerta. En la reseña de la
ocasión en
trae la Revista de Asturias leemos: “Sin duda en
pasajes,
que Alas ensayaba a solas la difícil lectura de tales
conmovía
tocado de aquella misma influencia que después
Ruiz Aguilera y Astu-
(14) Vid. nuestro artículo El poeta Ventura
”. (Cuaderno de la Fa-
rias. En “Revista de la Universidad de Oviedo
y Letras), número de mayo-agosto, páginas 65-89.
cultad de Filosofía
E

profundamente al público, tomó la pluma y trazó de una vez


las acabadas estrofas que puso como digna introducción y que
recibimos con nutrido aplauso”. (No nos ha sido posible encon-
trar tales estrofas de Alas).

$ 10.—En realidad, por estas fechas —hacia 1880, hacia


1882— comienzan a prescribir los que Alas llamaría sus “de-
litos poéticos”. El versificador deja franco el paso al crítico
—La literatura en 1881, 1882; los Solos— y al narrador —algún
esbozo de cuento en los Solos, el primer tomo de La Regenta,
1884 (15).
Con posterioridad a estas fechas sólo sabemos de la polémi-
ca mantenida con Manuel del Palacio (16). En su casa de Gui-
marán, a 15 de junio de 1889, “Clarín” dirige una extensa epís-
tola en tercetos a su contradictor (17). De ella interesan para
nuestro objeto los siguientes versos:

Los pocos versos que hice eran muy fríos,


abstractos y premiosos, de un profano,
producto, al fin, de olímpicos desvíos.
Por eso los quemé; y, en castellano
que procuro pulir, escribo en prosa,
libre de ripios y en estilo llano.
¡Qué lejos ya la adolescencia hermosa,
en que fueron tristezas, ilusiones,
cantos y soledad, todo una cosa!
Y también nos importa el terceto que dice:
Porque el versificar es brava cosa;
pero cabe también la poesía
sin el rún-rún de frase cadenciosa.
(15) Uno de los primeros ensayos narrativos de Leopoldo Alas fue
la novela titulada Speraindeo, de la que sólo existen tras capítulos, in-
sertos en otros tantos números de la Revista de Asturias, tomo corres-
pondiente a 1880. Muy en breve exhumaremos dichos fragmentos.
(16) Relata esta polémica Narciso Alonso Cortés en Jornadas, pági-
nas 68 a 73. Valladolid, 1920.
(17) Vid. A 0,50 poeta. Madrid, 1889. (Es el V de los “Folletos Lite-
rarios”).
Muy de verdad en esto último. Por eso el verdadero poeta, el
gran poeta que era Leopoldo Alas hemos de buscarlo —y lo en-
contraremos con generosa abundancia— en lugar distinto de sus
versos, y sí que ahora nos parecerán éstos “delitos poéticos”.
Acierta Ricardo Gullón (18) cuando escribe: “...buena parte de
la obra narrativa de Leopoldo Alas es simple sucedáneo de la
poesía en verso que —si no le faltaran dotes— hubiera surgido
como adecuada expresión de sus intuiciones. Sus novelas cortas
y sus cuentos soportan una hipoteca, una tensión lírica que las
hace vibrar”. Acierta también Mariano Baquero Goyanes (19):
“Clarín”, que deseaba una novela poética, logró alcanzar este
ideal con sus narraciones breves, que no sólo no tienen nada que
ver con los poemas en prosa, sino que se caracterizan por su
realismo, por la ausencia de escenografía liricoide y por la ter-
nura jamás degenerada en sensiblería. Lo más valorable de
Alas es precisamente su intuición poética, que en la mocedad le
na-
llevó a componer versos..., y que, más tarde, encarnó en las
rraciones breves”.

$ 11. FINAL.—Llegamos al término de nuestro intento:


ofre-
atender un olvidado aspecto de la obra de Leopoldo Alas,
Nos hemos
ciendo juntamente alguna muestra de sus versos.
reducido a constatar, a documentar, a citar.
“Como fruto de semejante atención —decíamos en el primer
que
párrafo del presente artículo— quizá se obtenga algún rasgo
del
ayude a trazar con mayor exactitud la semblanza o etopeya
L
novelista de La Regenta”. Dos rasgos sobre todo, a saber:
osa-
Profundo sentimiento religioso, durante largo tiempo peligr
a-
mente amenazado por la duda, pero al cabo enhiesto y triunf
n con
dor, aunque cosa harto distinta piensan quienes se atiene
es (20)
exceso a la letra que mata; II. Lo que Baquero Goyan

Las novelas cortas de ”Clarín”. Pág. 3 del número 76 de Insula.


(18)
de Cua-
(19) “Clarín”, creador del cuento español. Pág. 154 del t. V
dernos de Literatura.
(20) Art. cit., pág. 161,
— 100 —

califica de protesta contra lo excesivamente racional y científico,


(Vid. las composiciones IV y V del APENDICE: Símbolo y
La bayadera y el muni). Escribe Baquero: “Satírica, incisiva-
mente, combate “Clarín” en esas narraciones [Doctor Sutilis,
La mosca sabia, El doctor Pértinax, Doctor Angélicus y El gallo
de Sócrates] el cerebralismo que aniquila lo más sencillamente
vital. Todos estos cuentos tienen por protagonistas a sabios an-
tivitales, tan sin corazón y tan sin ideales que todo se seca a
su alrededor, produciendo la desdicha o la estupidez. “Clarín”
preconiza un vitalismo que, en ocasiones, llega a lo pánico y
primario”.
Ciertamente Leopoldo Alas no era poeta en verso, pero fue
poeta, gran poeta aplicado a otros menesteres literarios. Con-
vienen a sus versos estas palabras que acersa de los de Jaime
Balmes escribió don Juan Valera (21): “...están mejor senti-
dos que expresados, haciéndonos entrever el tesoro de poesía
que encerraba su alma, sin que llegara a manifestarse con lu-
cidez completa por la poca maestría en el manejo de la palabra
rítmica”. Más recientemente Melchor Fernández Almagro (22)
añadía: “Desde luego: alma noble y deficiencia técnica son
notas distintivas de la poesía de Balmes, pero con ella hay que
contar para explicarse del todo su vida y su obra, no sólo por
lo que tenga de lírico escape, sino también por la interpreta-
ción incluso ideológica, que permite dar al conjunto de su pro-
ducción”. Tal ocurre con las composiciones de Leopoldo Alas.

JOSE MARIA MARTINEZ CACHERO

(21) Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, página 237 del
t. V. Madrid, 1903.
(22) En “ABC” del 29-XI-1951.
— 101 —

APENDICE
I. LA OFRENDA
Sagrado imán de tiernos corazones,
dame a besar Tus pies y el homenaje
recibe de mi amor en mis canciones;
del más bello ropaje
quise vestir mi musa, porque pueda
a Tu presencia pronunciar su canto,
y la música leda
inspirará sus notas en Tu encanto.
¡Encanto dulce, inspiración sagrada!
Yo diviso en el cielo Tus rauda:es
y de sed abrasada
corre el alma a Tus límpidos crista!es;
beber de ellos ansía
y huye del mundo el árido desierto.
Tú eres sola, María,
fuente a mi sed, para mi nave puerto.

Hasta Tus plantas me mostró el camino,

cuando dejé mi cuna, la querida


mujer de que nací, y es mi destino
guiar a Ti los pasos de mi vida.

Cuando apenas mis manos


alzar podía sobre mi cabeza
para rogar al Dios de los cristianos,
mi madre me decía: “reza”, “reza”,
“reza a esa Virgen pura,
tierna madre del Dios de tierra y cielo;
acerbos males cura,
las penas a su voz hallan consuelo”.

Y guiando mis pasos vacilantes

al templo que en el alto aparecía,


con voces y miradas suplicantes,
MS

Madre de Dios, por tu hijo te pedía:


“Virgen santa —clamaba—, al tierno niño
que hoy coloco al abrigo de Tu manto
libra del mundo,
y yo, por él, te ofrezco su cariño.
De una madre jamás el pecho miente,
y me dice en secreto
del pobre niño el labio sonriente
que con fe cumplirá lo que promete,
Verás cómo algún día,
doquiera que la suerte le arrebate,
al nombre de María
su corazón de amor ansioso late...
Adalid de tus huestes esforzado
buscará de tu causa la victoria;
por guardar mi memoria,
por conservar la fe que le he enseñado
en medio a los azares de la suerte,
recordará los días de la infancia
si en ellos puede verte
cuidar su sueño con materna instancia.
Su corazón de infante
atrae, pastora, a Tu divino seno.
No le hagas rico en un poder gigante,
débil y pobre, sí, más hazle bueno.
Si en el libro de Dios tiene aprobada
de duelo alguna hora,
que sufra en la jornada
de esta vida veloz y pecadora.
Primero que feliz, hazle piadoso,
que quien te sabe amar no es desgraciado,
¿ni qué llanto copioso
no fue con tus sonrisas enjugado?
Sí, mi hijo Te amará; Tú, de sus males
serás consuelo en la contraria suerte,
secarás de su llanto los raudales
y de su fe serás el muro fuerte”.
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— 103 —

Esto dijo mi-madre y aún resuena


en mi pecho su voz, no di al olvido,
Virgen de gracia llena,
lo que por mí mi madre ha prometido.
Yo entonces escuchaba
sin comprender siquiera, más sentía
que de placer el pecho se inundaba
y tu nombre adorado repetía.

Más tarde, cuando al monte


solo iba ya, a mirar desde la altura,
contemplaba en el pálido horizonte,
entre nubes de sueños, Tu figura
de rosicler bañada
y pisando doradas cabelleras;
por corona, de fuego circundada,
corona que formaban mil esferas;
el manto azul al viento
y de estrellas lucientes guernecido,
segundo firmamento
en tus hombros divinos sostenido...
Así Te vi: Tus ojos inundaban
todo el espacio con su luz suave,
y el arroyo y el ave
sus gritos a Tu vista redoblaban.
Naturaleza entera parecía
mostrar en sus bellezas más aliño;
todo, un himno entonaba, y, pobre niño,
,
yo en Tu loor mis lágrimas vertía
lágrimas que formaron
o
mi primera canción; con el solloz
mezclaron
de un vago sentimiento se
gozo.
y con llanto de amor canté mi

en Tama
Mas una tarde que de rama
a la cima trepé donde solía,
una lira encontré que la retama
ía.
con sus hojas apenas escond
TM

Tendí ansioso la mano al raro objeto,


hasta entonces de mí siempre ignorado,
mas con santo respeto
al punto en tierra lo dejé turbado.
Al tocar sin querer las cuerdas de oro
repitieron los valles un sonido,
y aquel eco sonoro
un mundo me mostró desconocido.
Vi rasgarse delante el horizonte
y Otro horizonte apareció más lejos;
quedó Tu imagen que bajaba amante
de una azulada luz a los reflejos.
“Todas las tardes, niño, me dijiste,
sobre esta cumbre encontrarás tu lira,
canta el amor de Dios, si Dios te inspira”.
Y entre nubes rosadas Te escondiste.
Ya no Te volví a ver desde aquel día.
Los montes y los valles resonaron
al nombre de María
que mis labios en himnos entonaron.
Por la frondosa vega
con placer repetido de eco en eco
hasta mi madre llega.
Su anhelo se cumplió desde la altura
en que ella ofreció un día
ante el sagrado manto de María
de su hijo el alma pura.
Canto el amor de que inflamó su celo
mi corazón en su primer latido,
el amor, que un sonido
pide a la lira que bajó del cielo.
En sus cuerdas oir quise los suaves
quejidos que el Cedrón gemir hacían;
quise en mi lira repetir las graves
notas que el arpa de David herían.
Mas si por siempre en el espacio mudo
— 105 —

sus ecos se perdieron,


y los acordes de mi plectro rudo
sus ayes recordar no merecieron;
la plegaria que cantan los creyentes
podré entonar desde mi oculto nido,
el himno del amor agradecido
como el viento y las aves y las fuentes.
Podrá cuando la luz me dé matices
de azul y rojo en nubes dilatadas
verte mi fantasía ya que bendices
las almas a Tu manto cobijadas.
Y al expirar la luz, su última nota
al viento dejará la canción mía...
Y oiré un acento que en el aire flota
tenue, sutil, y que dirá: ¡María..!

II. LA VOZ DE DIOS

“ ¿Dónde la voz de Dios que los creyentes


escuchan sin cesar
podré yo oír? Porque a mi torpe oído
no ha llegado jamás”.
Del corazón vertiendo en un sarcasmo

toda la amarga hiel,


así exclamaba el infeliz ateo,
y reía después.
Risa que retumbando en mis entrañas

a decir me obligó:
“Ven, ateo, y oirás donde te lleve
del eterno la voz”.
Del horizonte las parduzcas nubes
presagian tempestad,
en su busca marchemos que allí, ateo,
la voz de Dios oirás.
Esas nubes creciendo, de los cielos
ya borran el azul
— 106—

y ocultan a los ojos de los hombres


el padre de la luz.
Ya el viento en ondas lleva a tus oídos
del trueno el rebramar,
y las ramas se inclinan al azote
del fiero vendaval.
¿Qué era ese trueno, precursor del rayo,
que tu oído aturdió :
haciendo estremecer el valle y monte?
Era la voz de Dios.
¿No resiste tu espíritu apocado
tan terrible verdad?
¿Lo formidable de esa voz te espanta?
Pues más dulce la oirás.
¿Nunca estuviste en el sagrado templo
cuando el pueblo de Dios
los acordes del órgano encuchando
eleva el corazón?
Y sale de mil labios suplicantes,
en oraciones mil,
leve ruido que imita el que producen
alas de un serafín,
¿Nunca oíste del templo en el espacio
vagar ese rumor,
ir de altar en altar cual brisa leve?
Era la voz de Dios.
¿Nunca en el mar te sorprendió la noche
—pero en el alta mar—,
doquier sintiendo soledad profunda,
silencio sepulcral?
Ese mismo silencio de las olas
que tu alma adormeció,
haciéndote pensar en lo infinito,
era la voz de Dios.
¿Y no oíste al pasar junto a un escollo
la voz del timonel?
Esa voz que un peligro te anunciaba
era de Dios también,
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— 107 —

La voz de Dios, porque del mal ahuyenta,


y aunque humilde salió
del ronco pecho del marino lobo,
era la voz de Dios.
Y donde quiera que escuchar pretendas
la voz de Dios oirás;
de la fiera el rugido es en los bosques
y del ave el cantar.
Y el ruido de furiosa catarata
voz del Eterno es;
y el murmullo apacible del arroyo
su voz santa también.
Mas catarata, arroyo, fiera y “ve,
marino y tempestad,
sólo son instrumentos, que a Dios sirven
para hablar al mortal.
En el alma del hombre hay un santuario,
y en toda su extensión
allí resuena grave, poderosa
del Eterno la voz.
Ateo: es la conciencia. Escucha, escucha,
la tienes que sentir;
corres, huyes y tapas los oídos,
¡y está dentro de tí!
Si pretendes abrir tu labio infame
queriendo blasfemar
una voz te dirá: “calla, insensato”.
La voz de Dios será.
Yo creí siempre en Dios y de dulzura
llenó mi corazón.
Una voz de esperanza en él sonaba,
¡era la voz de Dios!
— 108 —

TTI.

Pulso la lira, y en las cuerdas de oro


de espíritu inmortal oigo el lamento;
callan las cuerdas, y el furioso viento
me repite la queja en triste lloro.
Busco el amor; la virgen en que adoro
suspira con fatal presentimiento;
y hasta en la iglesia el majestuoso acento
llora también del religioso coro.
Lágrimas vierte el mar sobre la arena
y en la noche sorprende su gemido,
(le misterioso mal queja insondable.
Cualquier voz del mundo es de una pena
la vibración profunda, es el latido
del dolor infinito y perdurable.

IV. SIMBOLO

En bosque misterioso que alfombraba


esmaltada verdura,
a una mujer un hombre le contaba
toda la inmensidad de su ventura.
Porque, amándose locos y olvidados
de cuanto el mundo encierra,
vagaban por los bosques y los prados,
cual dueños absolutos de la tierra.
Un sabio, que sabía
que en aquellas praderas misteriosas
una planta muy rara encontraría
escondida entre lirios y entre rosas,
también ensimismado
acude aquella tarde al mismo prado;
y, con esa abstracción de los doctores
que en la ciencia prescinden de las flores,
las hojas que le estorban deshojando,
— 109 —

va, sin pensar, los pétalos echando


a los pies del amante y de la bella;
“ella” piensa que es “él” y “él” piensa que “ella”:
pues, todos absorbidos,
puestos en sus amores los sentidos,
no ven al importuno;
y, como no ve nadie, no hay ninguno.
Así pasó la tarde placentera,
sin estorbar al sabio los amantes,
ni a ellos él, mientras sigue en la pradera
sus pesquisas al mundo interesantes.
Esto me refirió cabe la umbría
amante ruiseñor que lo veía,
mientras que sus canciones se vengaban
de un amoroso agravio.
Y a él tampoco en sus quejas le estorbaban
los amantes ni el sabio.

V. LA BAYADERA Y EL MUNI

(Diálogo del Oriente, dedicado a mi amigo E. Sán-


chez Calvo)
Bayadera
—Habla, pendiente de tu boca
Muní;
mira la suerte de la niña impura
que mancharon los labios del tchandala :
perdióse el cuerpo, pero dentro queda
la pura luz que lo ilumina todo.
Cualquiera mancha con la luz se borra,
y el sacro fuego del amor de Brahma
arde aquí dentro; si salvarme puedes,
habla, Muní, del precio no se trate;
¿será el dolor? cuando posó el tchandala
sobre mi “boca sus groseros labios,
sentí el dolor más grande de la vida.
Habla, Muní.
— 110—

Muni.

—¿Qué quieres, Bayadera?


¿Por qué me turbas? Del sagrado asilo,
místico albergue que la paz me otorga,
¿por qué interrumpes el silencio santo?
Ve, Bayadera, y al tchandala coge
todos los besos que en su ardiente boca
palpitando estarán, deja la selva;
pídele amores al tchandala, y vive,
vive en las fiestas, en la alegre danza;
pues eres nada, sombra de apariencia,
vive a lo menos y el placer disfruta;
besa al tchandala, y salvación no esperes.

Bayadera.

—Mira a las aves que pusieron nido


de tus rodillas al abrigo santo;
tú las consientes, como estatua inmóvil,
con yerba y tierra mancillar tu carne
y gozar a tu lado tus caricias.
Ya seré una ave plañidera y triste;
con la impureza del manchado cuerpo
osaré apenas mancillar tus plantas,
y aquí, a tus plantas, solitario nido
tendré también, cual ave pasajera
que en negra noche la tormenta esquiva.
Yo soy un ave, mi camino el cielo,
el cielo puro donde alberga Brahma
en ancho seno, diáfano, impalpable,
a los que buscan luz, la luz eterna...
Mas hoy la sombra vivirá a tu sombra...

Muni.

— ¡No me toques los pies! Huye del bosque,


deja al Muní y entrégate al tchandala;
llega a su boca y, al tocar sus labios,
dile el secreto, y mátale enseguida,
— 111 —

que el Muní santo morirá de celos,


que morirá de envidia el Muní santo;
y que antes de ser malo le maldije
cuando aún el cielo mi plegaria oía.
Sí, Bayadera, tu presencia impura
al vuelo de mi fe cortó las alas...
Ya del Nirvana, del vacío inmenso,
el alma arrebatada estaba llena,
sin sentirse, y feliz; pero tus ojos
me impregnan del amor, ola tras ola
me inunda el corazón... y adiós, Nirvana;
tú eres la nada y el amor es todo,
¡tú eres la muerte y el amor es vida!

Bayadera.

—Si tú lo quieres, besaré tus labios


sublime beso! por limpiar los míos...
OS OO TO O OOO UNO OOOO QUES
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Muni.

—;¡Ay, Bayadera, que perdí la gracia!


¡Vuelvo a la sombra y al vivir oscuro!

Bayadera.

— ¡Borré la mancha de mi labio impuro!


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«CLARIN» Y UNAMUNO

fué simple-
No se conocieron Clarín y Unamuno. Su amistad
trascendente. En
mente epistolar, pero muy honda y creo que
uno, irritado
la primavera de 1936, el año en que murió Unam
nal que tan impla-
éste con el panorama de la vida pública nacio
la prensa diaria, bus-
cablemente analizaba desde su mirador de
en ella, iniciando,
có un nuevo cauce para sus colaboraciones
de esta Universi-
creo que por sugerencia de un compañero suyo
los que iba galvani-
dad de Salamanca, una serie de escritos en
La tituló “Mis santas
zando sus propios recuerdos personales.
luz en las columnas
compañas” y sólo dos capítulos vieron la
continuado serían, sin
del diario madrileño Ahora. De haberlos
. En el segundo de
duda, parte considerable de sus memorias
de sus años se leen es-
ellos, al evocar a los amigos y conocidos
aunque crucé car-
tas palabras: “Clarín no se me presenta, pues
(“Mis santas compa-
tas con él, jamás le ví ni nos hablamos”.
ñas”, II, Ahora, 27-IV-1936).
años atrás, en la car-
Una afirmación semejante había hecho,
o —Adolfo Alas AÁr-
ta que dirigió al hijo del crítico asturian
éste preparaba la edición
gúelles— en 1930, Eran los días en que
había solicitado la auto-
del epistolario de su padre para el que
inclusión de sus cartas a
rización de Unamuno en cuanto a la
don Miguel a España. La
aquél, y muy poco antes de regresar
— 114 —

carta de éste, firmada en Hendaya, dice así: “No conocí perso-


nalmente a su padre —a quien ni recuerdo haberle visto más
que una vez—, aunque sí bastante a su tío de usted, don Jenaro,
con quien charlé muchas veces”. (Carta de 3-I1-1930, en Epis-
tolario a Clarín, Madrid. 1941, págs. 42-43).
Aplazada la publicación de dicho epistolario para dar cabida
en él a las cartas de Clarín junto a las de sus amigos, y reque-
rida la colaboración de Unamuno para que aportase las que de
aquél hubiese recibido, cinco años más tarde, escribe de nuevo:
“Puede usted editar desde luego en ese epistolario de su padre
las cartas que le dirigí. Desgraciadamente, de las pocas que de
él recibí —no creo que llegaran a tres— no conservo ninguna o
si las conservo me sería dificilísimo hallarlas en la ingente selva
de mis papeles que apenas empieza a ordenar mi yerno. Soy un
pésimo bibliotecario y archivero. A su padre no le hablé nunca
ni recuerdo haberle visto más que una vez. Ni él ni yo frecuen-
tábamos Madrid. En cambio traté algo a su hermano Jenaro,
de quien conservo muy grata memoria”. Y más adelante expo-
ne un proyecto que es lástima no llegase a realizar. “He vuelto
a releer —añade— cosas de su padre de usted, y me gustaría
hacer, con calma, algo sobre él. Fué casi el único de su tiempo
que experimentó hondas inquietudes íntimas espirituales”. (Car-
ta de 9-III-35, en Epistolario, págs. 43-44).
No se cumplió el propósito de Unamuno, pero de su relectu-
ra de las obras de Clarín en aquellos años nos ha dejado un tes-
timonio volandero que juzgo de veras interesante. Se halla en
uno de sus artículos de periódico de 1934 y contiene un recuer-
do de uno de los cuentos de Clarín, además de una pública inci-
tación a la lectura de sus obras. Son motivo y ocasión de este
testimonio la evocación que hace Unamuno del Ateneo madri-
leño hacia 1880, justamente al iniciar sus estudios universitarios
en la capital, cuando vivía a la entrada de la calle de Fuenca-
rral, junto a la Red de San Luis, y muy cerca del que llamó una
figura de aquella época “el blasfemadero de la calle de la Mon-
— 115 —

n-
tera”. “¡Qué viva me ha quedado la impresión de aquel ambie
krau-
te —escribe Unamuno— en que se deshacía la dogmática
Alas)
sista, y que tan vivamente dejó grabado Clarín (Leopoldo
que
en uno de sus maravillosos cuentos: Aquiles Zurita. Hay
volver a leer y releer, y paladear y digerir, los escritos de aquel
ivo.
hombre tan profundamente religioso, y comprensivo y sensit
13-
Y español”. (“La afanosa grandiosidad española”, Ahora,
VIT-1934).
o
Con testimonios semejantes podría restablecerse el proces
a en
de la amistad de Clarín y Unamuno, muchas veces aludid
dispo-
los escritos de éste posteriores a la muerte de aquél. Pero
piado-
nemos del que nos brindan las diez cartas que le dirigió,
en el
samente conservadas y dadas a conocer por Adolfo Alas,
las que
epistolario varias veces citado. Y aunque no conozcamos
y
Unamuno dice haber recibido de Clarín, su sola lectura atenta
permiti-
algún dato complementario que hemos rebuscado nos
lo que va-
rán trazar las líneas esenciales de esta amistad. Y es
mos a intentar en estas páginas.
* *

28
La primera carta que Unamuno escribió a Clarín data de
de una de
de mayo de 1895. Tomando como pretexto la lectura
nte
las reseñas de éste en la “Revista Literaria” que habitualme
Nuñez de
redactaba para El Imparcial, en la que a propósito de
o de
Arce hace una disquisición sobre el significado etimológic
la voz adolescencia, Unamuno, que en aquellos años se hallaba
tos
entregado a estudios sobre lingúística, luce sus conocimien
e algu-
etimológicos ante el famoso crítico y puntualiza y corrig
que he de-
na de sus apreciaciones de este orden. “Como quiera
escribe—
dicado gran parte de mi vida a estudiar lingiística —le
as en esta
y es mi oficio oficial explicar una de las lenguas clásic
de coger la
vieja Universidad, no he podido resistir al impulso
o usted,
pluma y dirigirle las precedentes observaciones. Siend
pe-
como yo, catedrático, lo comprenderá y no me lo tomará a
6

dantería. Que no ha sido mi fin darle una lección ni mucho me-


nos le probará el haberlo hecho privadamente. No me gustan
ciertas cosas ni ciertos procedimientos de más estruendo que
sustancia, como diría fray Luis de León”. A lo que Unamuno as-
piraba, justa y legítimamente, era a que el gran crítico de aque-
llos tiempos se fijase en él, y por eso, no sólo le anuncia en esta
carta el envío de sus primeros trabajos, los que había publicado
en El Nervión, de Bilbao, sino que paladinamente lo proclama
en estas palabras de aquélla: “Supongo, además, que usted
—añade—, que tiene penetración y experiencia, verá desde lue-
go lo que hay de pretexto en la ocasión que me ha servido para
dirigirle esta carta. Y no digo más”. (Carta de 28-V-1895, en
Epistolario, pág. 48).
No sabemos si Clarín contestó a esta carta. Pero Unamuno,
tres días después, le dirigía otra, en la que reaparece la adoles-
cencia que motivó la primera, y puntualiza con entera franque-
za su propósito. Tras de proclamarse lector asiduo del crítico
asturiano y subrayar cómo “la minucia de la adolescencia me ha
proporcionado pretexto para entablar relaciones”, le ofrece nue-
vos datos etimológicos sobre .el vocablo, y por último le habla
de sí mismo “con la sencillez que creo debe usarse en casos ta-
les”. En primer término, de sus cinco ensayos En torno al casti-
cismo, en los que puso “mucha alma y gran suma de trabajo”;
luego, de su crisis religiosa que se propone utilizar en un cuento
o relato cuyo asunto le expone; también, de cómo escribe sus
artículos, cuya primera redacción suele ocupar “tres veces más
espacio que el definitivo”, lo que es fruto de una intensa tarea
de condensación; y honradamente, satisfecho de su quehacer
pero falto de renombre, porque “creo, sin falsas modestias, que
lo que hago trae, envuelto en una forma enrevesada y algo in-
conexa, cosas vistas por mí”, le pide su opinión en estos térmi-
nos: “Unas observaciones críticas de usted no pueden por me-
nos que hacer que mis trabajos sean más leídos. Fué mi carta,
como usted lo ha comprendido desde luego, una ocasión para
— 117 —

venir a decirle: “¿Me ha leído usted? ¿Me conoce? ¿Qué juicio


se forma de mi labor? ¿La cree usted digna de llamar sobre ella
la atención del público?” La motivación íntima de esta actitud
de Unamuno creo que se halla en estas palabras de su carta:
busca
“¡Estoy tan solo aquí y tengo tantas cosas que decir!”; y
y aliente a
en Clarín un interlocutor, un consejero que juzgue
él no sólo
“im hombre joven que empieza a luchar”. Y acude a
él o a sus
porque es un crítico eminente, sino porque le debe, a
he aprove-
escritos “indicaciones, puntos de vista, ideas”. “Le
ha orienta-
chado —le dice— cuanto yo podía aprovecharle, me
otras, ha sido
do en ciertas cosas, ha hecho fije mi atención en
han servido
el primero en descubrirme ciertos escritores que me
en espe-
grandemente... Respeto mucho a toda persona, y muy
bastante”.
cial a aquéllas a las que debo algo, y a usted le debo
(Carta de 31-V-1895, Epistolario, págs. 49-56).
más ex-
Clarín debió contestarle y aun anunciarle otra carta
de la que
tensa para dentro de pocos días, según se desprende
siguiente. En
Unamuno le dirige, desde Bilbao, el 26 de junio
o, le da cuenta
ella, como es usual en su epistolario más íntim
a una especie de
de sus trabajos, uno de ellos el de “dar remate
a civil carlista
novela en que sobre el fondo de la última guerr
testigo infan-
que he estudiado con cariño y de que fuí en parte
de esta mi casta
til, me he esforzado por dar vida al espíritu
rdos infantiles”.
vascongada y por resucitar el alma de mis recue
la que Clarín
Se refiere a Paz en la guerra, aparecida en 1897, de
o a su au-
no llegó a ocuparse en sus críticas, lo que dolió much
paisano, Juan
tor. En una carta que dirigió a su íntimo amigo y
be—. Verías,
Arzadun, se lo confiesa: “¿Y tu libro? —le escri
. A Clarín
creo, el artículo que te dedicó Villegas en La Epoca
dicho nada, des-
- le remití ejemplar, pero ni aun de mi libro ha
(Carta de 30-
pués de haberme “acusado recibo. No me extraña”.
mbre, 1944, núme-
X-1897, en la revista Sur, Buenos Aires, setie
a la que ven-
ro 119, pág. 58). En la carta de 26 de junio de 1895,
bien el placer
go refiriéndome, le dice a Clarín: “No sabe usted
— 118 —

que tengo al seguir estas relaciones. Era usted una de las perso-
nas con quien más vivamente deseaba comunicarme, pues he
conversado más de una vez con sus escritos”. (Epistolario, pá-
gina 60).
Todavía en 1895 vuelve a dirigirse a Clarín, apenas regresa
a Salamanca para iniciar el curso académico. Es una carta en la
que alude a su labor del verano y a otras obras que tiene en el
telar, y se extiende en otras manifestaciones, en ese estilo tan
personal de lo que él mismo llamó su “epistolomanía”. “Estoy
convencido —le dice— de que jamás me curaré del vicio de di-
vagar y escribir cartas como Horacio odas, sin maroma lógica,
dejándome llevar de la asociación de ideas. Así es la conversa-
ción cuando es viva, ¡y siento tanto no poder conversar con us-
ted, en verdadero diálogo! ¡Siento tanto que nos veamos redu-
cidos a los monólogos alternativos de una correspondencia epis-
tolar!”. (Carta de 2-X-1895, Epistolario, pág. 65).
Al año 1896, pertenecen las dos cartas siguientes, pero antes
de referirnos a ellas debe ser incluída aquí otra noticia. En la
primavera de dicho año, en abril o mayo, publicó Unamuno en
el Diario moderno, de Barcelona, un escrito titulado “Sobre el
uso de la lengua catalana”, que dedica a su amigo en estos tér-
minos: “A mi amigo Clarín, el crítico más sugestivo de España”,
y al final de él alude a una crítica que dedicó al escritor catalán
Narciso Oller, y al empleo por éste de su lengua vernácula. La
primera de las dos cartas de este año comienza dando el pésame
a Clarín por la muerte de su madre, que tan hondo dolor le
causara. (Véase el capítulo XX, titulado “Una fiesta y una muer-
te”, de la excelente biografía de Juan Antonio Cabezas, Clarín
el provinciano universal, Madrid, 1936). Luego le da cuenta de
haber leído El gallo de Sócrates, “que me dió muchas insinuacio-
nes”, y le anuncia el envío de Paz en la guerra, “mi primer libro,
o sea mi primera obra de alguna extensión, una novela de la
que van tirados ya seis pliegos”. (Carta de 28-IX-1896, Epistola-
rio, págs. 67-70). El envío se realizó en diciembre de este año,
y
— 119 —

lo precede una carta en la que ofrece ciertos detalles sobre la


gestión de esta obra: “La he pensado durante siete años —le
-
dice—; he recogido datos, observaciones, reflexiones y medita
este
ciones sobre ella, pero la redacción definitiva la hice
mucho
verano en una aldea de Vizcaya... He puesto en ella
gada...
de mi alma y he procurado poner la de mi casta vascon
de lec-
Hay frases perdidas en un relato que son el precipitado
sobre ella.
turas y reflexiones nada breves”. Y le pide un juicio
a bien comu-
“Y lo que sobre todo le ruego es que cuando tenga
que de defec-
nicarme sus impresiones insista y recalque en lo
1896, Epis- |
tuoso e imperfecto observe en ella”. (Carta de 31-XII-
tolario, páginas 70-72).
tres años en
Tras esta carta se abre un paréntesis de más de
dijo a su amigo
el epistolario de Clarín y Unamuno. Según éste
no hizo de él críti-
Arzadun, Clarín le acusó recibo del libro pero
sus impresiones.
ca alguna, ni, probablemente, comunicó al autor
lo leyó integra-
Pero hoy sabemos por Adolfo Alas, que su padre
uno —escribe—,
mente. “Si Clarín no dió a D. Miguel de Unam
la novela Paz en
ni pública ni privadamente, su opinión sobre
tanto le dolió, como
la guerra (silencio que a su ilustre autor
no haberla leído, pues
se verá en sus cartas últimas) no fué por
D. Miguel le envió y
figura en mi biblioteca el ejemplar que
señales que mi padre
dedicó, y conserva perfectamente ciertas
los pasajes que de ellos
solía hacer en los libros que leía y en
o asegurar que Paz en la
llamaban su atención, por lo que pued
Clárin y subrayados sus
guerra fué leída íntegramente por
45).
párrafos mejores”. (Epistolario, pág.
carta que Unamuno dirige
Y así llegamos al año 1900. En una
enero hay una alusión iró-
a Luis Ruíz Contreras en el mes de
cómo en Ibsen hay ecos
nica al quehacer del crítico. Refiriéndole
a ser el poeta, le da ciertos
de Kierkegaard, de quien aspiraba
obra entra en contacto
datos sobre el escritor danés con cuya
—le dice— me soltaba con
por estos años. “Si yo fuese Clarín
nadie en España quien
un artículo diciendo: “Todavía no sabe
— 120 —

es Kierkegaard y aquí estoy yo, aduanero de las Letras, para


ponerle el marchamo”. (Carta de 23-1-1900, en el libro de Ruiz
Contreras, Memorias de un desmemoriado, Madrid, 1946, pági-
nas, 173-174). Pero esta actitud debió ser pasajera. En marzo si-
guiente reanuda su comunicación epistolar con Clarín con moti-
vo del viaje a Oviedo, a cuyo Seminario va como profesor, don
Julio Cejador, amigo de Unamuno que le conoció en Deusto,
cuando lo era de lengua griega. Una vez cumplido este menes-
ter le da cuenta de sus tareas, entre ellas la de una nueva edi-
ción de Paz en la guerra y la publicación inmediata de su libro
Tres ensayos, del que se ocuparía Clarín poco tiempo después.
Pero antes mencionaría, en una crónica que vió la luz en El Es-
pañol, de Madrid (30-I1I-1900), una de las traducciones que por
aquellos años embargaban las pocas horas libres de Unamuno:
la del tratado de Schopenhauer que tituló “Sobre la voluntad
en la naturaleza”, y que el editor Rodríguez Serra había incor-
porado a su “Biblioteca de filosofía y sociología” (1).
En el mes de abril vuelve Unamuno a escribirle, una carta,
por cierto, de gran interés, en la que como en la primera que
le dirigió hace gala de sus conocimientos lingúísticos, a propó-

(1) He aquí los párrafos que se refieren a Unamuno de esta rese-


ña dedicada a la “Biblioteca de filosofía y sociología”, en la que apare-
ció su traducción: “Empieza bien, por lo menos. Por una traducción
di-
recta (de verdad) del alemán, debida a un profesor que sabe alemán (de
verdad) y... castellano, el Sr. Unamuno. El libro escogido no es muy
nuevo, pero pertenece a uno de esos pocos autores que nunca envejecen,
Schopenhauer, y además todavía, según dicen, no está traducido en fran-
cés ni en italiano. De modo que, si esto es cierto, y si lo será, cuando lo
dicen personas tan formales, no hace falta otra explicación de
la utilidad
y oportunidad del trabajo concienzudo que debemos al Sr.
Unamuno.
Aquí suele entregarse las traducciones a gente que no sabe
escribir lite-
rariamente en castellano. Da gusto leer esta traducción de Unamuno
, que
no sabe a alemán, ni a francés (es claro), ni a más que a español,
puro,
sencillo, corriente. Para traducir a Schopenhauer no
basta saber ale-
mán y español; es necesario saber filosofía y haber
entendido el sis-
tema de Schopenhauer, lo cual no es tan fácil”. (Crónica. Bibliote
ca de
Filosofía”, en El Español, Madrid, 30-I11-1900).
— 121 ——

uno de sus
sito de algo que públicamente preguntaba Clarín en
además, cu-
Paliques sobre el nombre de Sansón. Hay en ella,
y sobre
riosas afirmaciones sobre sus preferencias estilísticas
gismo se-
la inveterada predilección unamuniana por el neolo
s popula-
mántico; revela su decidida preferencia por las forma
lificado con
res, aduce creaciones del lenguaje infantil, ejemp
acerca de sus
el de sus propios hijos, etc., informa a su amigo
rechaza que
lecturas más recientes, libros de teología luterana,
e a referirse a la
se le tome por sabio, y, como es natural, vuelv
cción de
segunda edición de Paz en la guerra, y alude a la corre
remitiría a
pruebas de sus Tres ensayos, que poco más tarde
.
Clarín. (Carta de 3-IV-1900, Epistolario, págs. 74-83)
enen los
De este breve libro de Unamuno, en el que se conti
ocupó am-
ensayos titulados ¡Adentro!, La ideocracia y La fe, se
de los artículos
pliamente su amigo dedicándole por entero uno
literaria”, en el diario madrileño Los
de su habitual “Revista
ro de 7
Lunes de El Imparcial. Apareció esta reseña en el núme
uno a Clarin
de mayo de 1900, y tres días después dirigió Unam
le recoger-
la carta más extensa de su epistolario. No me es posib
, ya que
la sino en sus líneas esenciales, pero para que el lector
las referen-
aquélla es accesible, pueda verificar por sí mismo
reproduci-
cias que a la crítica de Clarín se contienen en ella,
mos dicha reseña como apéndice de este trabajo.
dar-
Califica Unamuno a su carta de confesión. “Voy a desnu
el concepto que
me en ella —le dice— y alguna vez a desnudarle
pluma ex abun-
de usted tengo formado. (Quiero que corra mi
ocerle como
dantia cordis”. Y así es toda ella. Después de recon
disparidad
“uno de los educadores de su mente” puntualiza su
concretos, y
con el menester crítico de Clarín en algunos casos
es de em-
sobre todo en “su actitud de reserva frente a los jóven
bre que
puje”. A través de estos párrafos apasionados se descu
amigo. Luego
Unamuno fué un lector atento de la obra de su
quie-
viene el análisis de la reseña que de su libro hizo, “y como
a permi-
ro ser absolutamente sincero —escribe—, me va usted
IA:

tir un artificio, infantil acaso, y es que hable de mí mismo en


tercera persona”. Y escudado en este artificio, que realza la es-
pontaneidad de su expresión, se retrata a sí mismo en una se-
rie de trazos que considero esenciales para sus futuros biógra-
fos. “Unamuno —le dice— es una víctima de sí mismo, un heau-
tontimoroumenos. Pásase la vida luchando para ser como no es
y sin conseguirlo... Cuando Unamuno dice y repite que hay que
vivir para la eternidad y para la historia es porque sufre de
querer vivir en la historia, y aun cuando su parte mejor le mues-
tre lo vano de ello, su parte peor le tira. Aquí lo de San Pablo:
“No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero hago”.
Pero sufre a la vez de que le atribuyan a ese sólo móvil el ansia
de notoriedad y fama, cambios y actitudes que le arrancan del
corazón”. :
Un largo párrafo de esta carta memorable, fechada en Sala-
manca el 9 de mayo de 1900, nos puntualiza otros detalles de la
relación de su autor con Clarín. De ello se desprende que cuan-
do iban publicados algunos de los cinco ensayos que constituyen
En torno al casticismo el crítico asturiano le escribió diciendo
que aquello era “fuerte, nuevo, original”. “Y ¡cómo se esponjó
el pobre!, —le dice. ¡Qué ánimo le dieron esas palabras de uno
de los que habían obrado en su espíritu durante su juventud!”.
También por esos años —1895— Clarín se ocupó de él en las
columnas del Heraldo de Madrid donde “barajando su nombre
con el de Ihering —añade— le prodigó usted un elogio acaso
ex-
cesivo, aunque él no lo creyera así. Pero Unamuno es agresivo
,
y tiene la desgracia de despreciar demasiadas cosas (ahora
mu-
cho menos que antes). En el último de sus ensayos En
torno al
casticismo aludió a usted juzgándole severamente, repitió
la alu-
sión en otras partes, y usted calló. En otro artículo llamó
usted
a eso mismo del casticismo trabajo “discreto” y a él discípulo
de
Menéndez Pelayo, y él, recordando lo de “fuerte, nuevo,
origi-
nal”, vió no sé qué en lo de “discreto” y vió también
algo en lo
de discípulo de D. Marcelino cuando él se sabe no
ser discípulo
AR

de éste o de aquél, sino de todos”. Creo que merecería la pena,


no puedo detenerme en ello, reunir estas menciones de Clarin
sobre los escritos de Unamuno. A las que habría que añadir
otras que se contienen en este pasaje: “Y de pronto empezó us-
ted a romper poco a poco su silencio respecto de él, y hoy aquí,
mañana allí, de paso, con deferencia, le citaba usted. Dió usted
cuenta de su traducción de Schopenhauer [ya nos hemos refe-
rido a ella anteriormente], mencionó un artículo suyo sobre
enseñanza [seguramente alguno de los ensayos que forman el
que tituló De la enseñanza superior en España] y llegan los
Tres ensayos. Voy a su crítica de éstos”.
Una lectura de la reseña de Clarín iluminaría los párrafos de
la carta que Unamuno le dirige analizándola. Pero como este
menester alargaría estas páginas he de limitarme a destacar el
juicio conjunto que la crítica clariniana le mereció: “Es una
crítica bien hecha —comienza diciéndole— pero sobre todo há-
bil, habilísima. Se ha mostrado usted maestro en el arte de de-
cir una cosa al grueso del público y a los que saben leer otra
cosa. Usted le reconoce “la originalidad capital y evidente de
decirlo por su cuenta, de haberlo discurrido él, aunque algo se-
mejante —no igual— haya oído o leído, etc.”; pero discurre us-
ted de porqué descarga Unamuno su opúsculo de “citas y refe-
rencias a autores y doctrinas que en un sentido u otro puedan
coincidir con sus teorías y darlas la fuerza de la autoridad”.
Aquí está el clavo de la habilidad de su crítica. “No cita a nadie,
mu-
todo lo dice como si aquellas novedades, que lo serán para
él
chas, se le hubieran ocurrido a él sólo, o como si no supiera
que ya han sostenido cosas parecidas otros. Pero no se crea que
cora-
esto es por vanidad, por echarlas de inaudito, etc.” Con el
zón en la mano, amigo Alas, ¿no es esto una estocada?”. Contra
estas apreciaciones se revuelve Unamuno en estos términos, en
los que creo se condensa todo su alegato: “Y ¿por qué no hace
si
citas Unamuno? Primero y principal porque esas novedades,
en
no son de él, no son tampoco de A. o B., o C., sino que flotan
A

el ambiente intelectual moderno, y no recuerda haberlas leído


aquí o allí, sino que han surgido de sus lecturas todas, porque
nada tiene de erudito aunque tenga de sabio, porque lee poco
(es la verdad), aunque leyó mucho. Unamuno no pudo preveer
eso “sin relación con nadie”. Según ese criterio, nadie es origi-
nal”. Y más adelante “El ¡Adentro!, a mi juicio lo mejor de sus
Tres ensayos, le ha salido del alma; y ahí está su originalidad,
en lo espontáneo, aunque parezca forzoso”.
Es esta carta de Unamuno un documento humano de excep-
cional importancia y creo que aclara las relaciones de amistad
que unieron a ambos escritores: “Yo quiero ser su amigo” le di-
ce en una ocasión, y “quiero que de esta carta salga una amis-
tad” reitera al final de ella. A este respecto creo que el siguien-
te pasaje es esencial para una recta comprensión de la actitud
de Unamuno a la vez que una buena muestra de su estilo episto-
lar: “No sé bien lo que llevo escrito en esta carta, parte de con-
fesión, parte de queja, parte de gratitud, parte de recriminación,
parte (¿por qué no?) de consejo; sólo quisiera que de ella sa-
liese una amistad verdadera. Porque usted y yo, amigo Alas, nos
hemos llamado amigos, pero, pongamos las manos sobre el co-
razón y digámonos ¿lo hemos sido? Mirando algo hondo, no, y
mirando más hondo todavía, sí. Sí, por lo menos por lo que a mí
toca, porque usted entró mucho en la educación de mi mente y
son mis amigos cuantos formaron mi espíritu. Después de todo,
¿qué importa lo que de nosotros digan, si por debajo de ellos
adivinamos lo que de nosotros piensan?”.
Aunque esta carta fuese motivada por la reseña que Clarín
hizo del librito de Unamuno Tres ensayos, y a ella se refiera la
mayor parte de su contenido, otra era también la causa por la
que su autor daba rienda suelta a sus quejas. Tal vez más honda
y añeja, y como es natural aparece en estos pasajes apasionados
y sinceros. Me refiero al silencio de su destinatario sobre la pri-
mera novela unamuniana Paz en la guerra. “Publicó su novela,
—le escribe— una novela en que puso diez años de meditacio-
HO

nes, de estudios, de contemplaciones; su vida de niño, el dramá-


tico sitio de Bilbao de que fué testigo, sus montañas, su raza
vasca; envió a usted la novela, usted le contestó que por el pron-
to no podía leerla, pero cuando lo hiciese le daría su juicio, y el
pobre se dijo: no lo da. Esperó, y esperó, y esperó en vano. Y si-
guió intentando molestar a usted con alusiones más o menos ve-
ladas, y las vió muy trasparentes a él en sus escritos de usted
Y en tanto seguía el pobre proponiéndose ser como no era, y no
soñando más que en levantar su novela (que acá, para inter nos,
es, a mi juicio, de poco valor en este caso, enormemente superior
a todo lo demás que ha hecho). Y un día en parte, él mismo lo
reconoce, por romper su silencio de usted, y en parte porque le
dolía esa actitud ambigua con un hombre a quien debía favores
ó a
íntimos (los que al principio de esta carta decía) le escribi
usted, y al escribirle quiso ser sincero, y declaró netamente lo
que había mediado. Y usted le escribió una carta cariñosa, sí,
que-
pero en que siguiendo el procedimiento corriente y vulgar
las de
ría borrar aquellas insinuaciones con que respondiera a
Des-
Unamuno, negándolas, diciendo que no recordaba de ellas”.
de la
pués de dar salida a este íntimo reconcomio, ya al final
nte de su
carta, vuelve Unamuno, en otro tono, al tema acucia
pobre hijo
novela: “Vuelvo a rogarle que lea mi pobre hijo, mi
estoy
predilecto, y me desengañe en mi ciego cariño, si es que
,
engañado. Un escritor que hace un librillo de setenta páginas
muchos
que “hace pensar”, y del que se propone usted hablar en
folleto
periódicos y acaso hacer de su examen asunto del primer
esto un es-
que usted escriba (¡Oh, y cuánto, cuánto le agradece
se le oiga!),
píritu inquieto, sediento de atención, ávido de que
ión intente
un escritor así, ¿no merece que un crítico de profes
de medita-
Jeer la obra en que enterró su juventud y diez años
montañas
ción por las páginas de la historia y las crestas de las
pulimento
nativas? Si me equivoqué, si no es lo que creo, si con
ud
y lima no ha de quedar una novela que flote sobre la multit
— 126

de las hechas al correr de la pluma, desengáñeme”. (Carta de


9-V-1900, Epistolario, páginas 84-100).
Esta carta de Unamuno debió cruzarse con la que Clarín le
dirigió —cuatro letras en realidad, según aquél nos dice— en-
viándole el recorte de El Imparcial con su reseña, corregidas,
por cierto, de su mano, las erratas. Porque al día siguiente, el 10
de mayo, volvía a escribirle Unamuno, acusándole recibo de su
envío y refiriéndose de nuevo a la carta anterior. “Anoche hu-
biera querido recogerla —le dice— (siempre me pasa lo mismo),
pero me he aquietado diciéndome: hiciste bien, tómela como la
tome, fuiste sincero, vaciaste tu alma. Lo único que hará es tem-
plarla reconociendo cuán de simpatía y de justicia es su crítica.
Pero, ¿debí reservarme esa impresión primera? No, hice bien en
trasmitírsela a usted. Conozcámonos con nuestros flacos y debi-
lidades”. Luego se refiere a la reseña de Clarín: “Usted pre-
fiere de los tres ensayos La fe, que es, sin duda, el que más a)
unísono está de sus ideas y sentimientos. Yo prefiero el primero,
el ¡Adentro!, y lo prefieren aquellos de mis amigos, de la llama-
da gente nueva, que me han escrito. Es lo más mío; es donde
más alma he puesto; poco o mucho original lo es muchísimo
más que los otros dos. El primero me ha brotado del corazón, de
la cabeza los otros dos”. Y más adelante: “Sí, lo que usted dice
en su crítica de elogio, simpatía y aplauso es propio para ani-
mar y propísimo para acrecentar mi público, los reparos que me
pone son de absoluta justicia, pero los hubiera querido (tanto
por usted como por mí) menos hábiles, más duros, y a la vez
(pero ¿qué derecho tengo de querer nada de eso?) a la vez de
justicia relativa, de la que se usa de contínuo y usted mismo
de contínuo usa”. Finalmente creo que en este párrafo se acen-
dra toda la motivación de la carta anterior: “¿Era la carta du-
ra? No lo creo; la inspiró (créame o no) un verdadero cariño, un
afecto mental que arranca de hace quince años lo menos. ¿Era
una explosión de mal contenida soberbia? Cuando la recuerdo,
la encuentro tan hondamente modesta, tan humilde! ¿Por qué
AA

no me contuve de escribirla? Porque iba a usted y estoy profun-


damente convencido que ha sufrido usted cuantos sufrimientos
de amor propio allí se revelan, porque iba a usted, a quien creo
(tal vez me equivoque) en un estado de ánimo muy análogo al
mío. Usted habrá sentido en el alma hábiles elogios y habrá
agradecido rudos ataques, ataques sin velo”. (Carta de 10-V-1900,
Epistolario, págs. 100-105).
Creo que fué ésta la última comunicación epistolar entre
Unamuno y Clarín. El tiempo debió de cicatrizar la herida, la
que aquél llamó la “tormenta que ha levantado [su artículo] en
este mi pobre espíritu inquieto”, y que sólo podemos hoy seguir
acudiendo a otro testimonio rigurosamente coetáneo y también
íntimo. En efecto, a los cuatro días de su última carta a Clarin,
el día 14 de mayo, escribe Unamuno a Luis Ruíz Contreras, y
lleno como estaba su ánimo de la reciente impresión, no falta
una amplia referencia a ella. “La crítica de Clarín —le dice—,
a pesar de su trasparente ambigúedad y doblez, habrá contrí-
demás,
buído a darme algunos lectores; y esto ya es algo. Por lo
en
me hizo gracia su concepto de la originalidad absoluta (que
rlas)
nada existe); sus reticencias; y cómo busca (sin encontra
e,
mis verdaderas fuentes. Porque yo leo mucho, es indudabl
lo que él
(aunque menos de lo que imagina él); pero no leo
cita... La
supone. No conozco a los más de los autores que me
el soplo
originalidad de cada cual estriba en vaciar su alma; en
lo sabemos
que anima su obra. Nadie se apropia nada y todo
acio-
entre todos”. Y después de extenderse en agudas consider
que ya están
nes sobre ello, reiterando ideas y aun expresiones
escribo
en su última carta a Clarín, esto que sigue: “Mientras
cosas: en tomar no-
esta carta estoy distraído; distraído por dos
fruto del misera-
tas para un ensayo acerca de La originalidad,
Contreras!) que
ble escozor (¡somos carne incorregible, amigo
dado algún fruto
lo de Clarín me produjo, y con esto habrá
pues elevándome
(debemos sacarlo hasta de nuestras flaquezas),
el asunto
sobre lo que personalmente me concierne, generalizaré
— 128 —

(depurándolo todo lo posible). También tomo notas de lo que


digo más arriba: que no somos nuestros; que la individualidad
es producto social; que soy “todo lo que no es que yo no sea,
tanto como todo lo que soy”. Y esto se me presenta, en cierto
aspecto, en forma de poema: al punto de que hace ya cinco mi-
nutos que me bulle este verso:
Tienden en mí mis padres a mis hijos”.
(Carta de 14-V-1900, Memorias de un desmemoriado, p. 177-179).

- Otro eco también contemporáneo podemos descubrir en una


carta, aún inédita, que el 17 de mayo dirige Unamuno a su ami-
go el escritor catalán Pedro Corominas: “Cuando escribí la car-
ta a Rodríguez —escribe— estaba bajo el influjo de la impacien-
cia que a raíz de publicar algo de algún empeño me entra siem-
pre y bajo el influjo del escozor que me causó la crítica ambigua
y de mala fe de Clarín. (Carta de 17-V-1900). El último eco de
esta naturaleza, muy de otro tono ya, es de 1901, el año en que
murió Clarín, y pertenece a otra carta de Unamuno a su amigo
el navarro Jiménez Ilundáin. “¿Conoce usted La Lectura, —le
dice—, revista que lleva publicados varios números? En ella co-
laboro regularmente. Tiene el defecto de ser demasiado lujosa.
Clarín acaba de publicar en ella una crítica de Trabajo. de Zola,
que me ha gustado mucho y que suscribiría por completo”. (La
carta está fechada en el mes de octubre, y como el crítico astu-
riano murió en junio de ese año creo que la expresión “acaba
de publicar” tiene todo el valor de un presente histórico. Puede
verse en el libro de Hernán Benítez, El drama religioso de Una-
muno, Buenos Aires, 1946, págs. 339-340).
Pero volvamos a la extensa carta de Unamuno a Clarín, la
de 9 de mayo de 1900. Me refería más atrás al íntimo reconco-
mio que causó a aquél el silencio de su amigo sobre su novela
Paz en la Guerra. Adolfo Alas nos ha dicho que su padre la leyó
integramente y subrayó aquellos pasajes que despertaron su in-
terés. “Pero hacer una crítica concienzuda de esta obra —ha es-
crito— o contestar a una carta de doce carillas bien repletas, co-
mo la penúltima del insigne pensador, era labor que exigía un
tiempo del que pocas veces disponía mi padre, verdaderamente
abrumado de trabajo y, además, enfermo en sus últimos años”
(Epistolario, pág. 45). Y a su testimonio hemos de atenernos,
faltos como estamos de otros más directos del propio Clarín. Y
aquí debe recordarse lo que muy agudamente señaló José Anto-
nio Maravall cuando se publicó el epistolario reunido por Adol-
fo Alas, en 1941. Refiriéndose a las cartas que lo integran dice:
“Están escritas, pues, por ellos [hombres de letras] en edad de
lucha todavía, cuando aun no se habían convertido en figuras
rígidas en virtud de esa hieratización que la fama trae consi-
go”, pero “es una lástima —añade— que estas cartas no vayan
acompañadas de las que escribiera Clarín al contestar a algu-
nas de ellas. Al leer sólo las que a él se le dirigieron obtenemos
el perfil de éste a la manera del negativo de una mascarilla,
algo así como el molde vaciado sobre su propio rostro”. (“La
mascarilla de Clarín, en Arriba, Madrid, 27-XII-1941). Lo que
es verdad. En el caso de Unamuno ya sabemos, él mismo se lo
comunicó al hijo de Clarín, que no encontró las cartas de su
padre, y por eso hemos tenido que limitar nuestra tarea utili-
por
zando textos suyos, preferentemente sus propias cartas, que
su tono y circunstancias eran la fuente más apropiada para tra-
zar la línea de una amistad. Lo hasta ahora escrito se ha basado
en este tipo de documentos, de ahora en adelante emplearemos
otros textos unamunianos, todos ellos publicados, pero eligiendo
aquéllos menos conocidos. Con ellos confiamos completar el
tema que encabeza estas páginas.

Después de la muerte de Clarín reaparece su nombre fre-


cuentemente en la obra de Unamuno. Como mención individua-
re-
lizada o evocándolo en el recuerdo. Los de este tipo fueron
— 130 —

producidos al principio de este ensayo. Ordenemos ahora los


restantes, siguiendo, en lo posible, un orden cronológico.
En uno de los ensayos más típico y revelador de las inquietu-
des lingiísticas de Unamuno al comenzar el siglo, el titulado
La reforma del castellano, aduce su autor una conocida frase de
Clarín. Está fechado en noviembre de 1901 y al referirse a la
necesidad de injertar nuevos modos expresivos en el español
dice: “Esta tarea revolucionaria en nuestra lengua, con sus ex-
cesos y todo —¿qué revolución no los trae consigo?— hará su
obra. La prefiero a la labor de marquetería, cepilleo y barniza-
do de los que, aspirando a castizos, por castigar el estilo castigan
al lector, como decía Clarin”. (Ensayos, III, pág. 90). Y en una
correspondencia a La Nación, de Buenos Aires en la que comen-
ta el viaje a América del poeta Vicente Medina, fechada en 1908,
a la que titula El poeta emigra, alude al libro que le dió a co-
nocer, Aires murcianos (1898), cuyas trece poesías cortas, son
“trece suspiros, como dijo Clarín, y reproduce un párrafo de
éste. (V. mi edición, De esto y de aquello, Buenos Aires, 1950, 1,
pág. 243).
Entre estas dos menciones de otras tantas frases clarinianas
debe situarse otra, que por su tono autobiográfico juzgo de ma-
yor interés. “Son muchos —escribe en 1907— los que a la muer-
te de Clarín me vinieron con el cuento de que le sustituyera
echándome al cuello el dogal de crítico de profesión. Lo que
buscaban no es que marcase rumbos a nuestras letras, no, sino
que les elogiase a ellos sus obras. Se me quería de instrumento”.
(“Sarta sin cuerda”, en De esto y de aquello, II, pág. 135). Por
aquellos años, 1901, Unamuno acababa de iniciar su colaboración
en la revista madrileña La Lectura, en la que mantenía una
sección de crítica literaria hispanoamericana, que hubo de aban-
donar más tarde. Según le dice a Clarín en una de sus cartas,
parece ser que en vida de éste no faltaron quienes le hicieran
análogo proposición, que también rechazó. Y en la nota que pu-
so al soneto CXIX —fechado en diciembre de 1901— el que de-
— 131

dica al gracioso calderoniano de La vida es sueño, homónimo


del crítico asturiano, saliendo al paso de posibles errores, sub-
raya Unamuno que la memoria de Leopoldo Alas le es veneran-
da. (Rosario de sonetos líricos, Madrid, 1911, página 284).
Uno de los pasajes más jugosos, perteneciente también a un
escrito de carácter autobiográfico, muy poco conocido, creo que
es importante para el establecimiento de una semejanza entre
ambos escritores. Semejanza sobre la que ya llamó la atención
no hace muchos años Melchor Fernández Almagro. “Porque
Clarín —escribió en 1947 reseñando la edición de Obras selec-
tas—, tan libresco, era patéticamente humano, y vivió proble-
mas de su tiempo con dramatismo muy al estilo de Unamuno,
en su obra
con el que, por cierto, ofrece, en su existencia mortal y
pa-
imperecedera, patentes analogías”. Por eso es oportuno este
“Acaba
saje unamuniano, públicamente dirigido a Luis Bello.
recono-
usted su breve ensayo crítico, amigo Bello, —escribe—
ex-
ciendo que encuentro ternura, que describo con amor, que
se pre-
preso paísajes vistos a través de un velo de lágrimas. Y
do a
gunta usted porqué Clarín y yo, dos críticos, hemos acerta
usted:
dar esa dulce emoción tan rara en nuestras letras. Y dice
a lla-
¿“Será verdad que sólo los cerebrales pueden atreverse
ral
mar a las puertas de nuestro corazón ?” ¿Cerebrales? ¿Cereb
fí-
Clarín? ¿Cerebral yo? Si supiera usted lo que molesta, hasta
. Yo
sicamente el corazón. Acaso mi corazón esté en el cerebro
de
mismo he inventado para los médicos amigos que me hablan
Ano-
mis aprensiones lo de la disnea cerebral, y suelo decirles:
acertado
che sentí opresión del pecho en la cabeza. No; si hemos
Y hasta un
algo de eso, es porque Clarín era, como yo, Un yo.
aquello
egotista. Nos hemos tocado el alma propia. Ya sabe usted
as! ¡Y
de si vis me flere... etc. ¡A través de un velo de lágrim
en Los Lu-
tanto!” (“Sobre mí mismo. Pequeño ensayo cínico”,
nes de El Imparcial, 24-XI-1913).
uno
Y al Clarín novelista, por el que siempre sintió Unam
a-
auténtica veneración —véase uno de los párrafos de su memor
— 132 —

ble carta de 9 de mayo de 1900: “usted que ha hecho las nove-


las más sugestivas y más hondamente tiernas, y los cuentos más
sentidos”—, al novelista, digo, está dedicado este otro pasaje, en
el que regatea los méritos como tal de Pérez Galdós, con oca-
sión de su muerte. “Novelistas ha tenido España en el último
tercio del siglo XIX —escribe—, y excelentes por cierto? ¿Es
que Galdós se ha elevado como tal por sobre Alarcón, Pereda,
Valera, doña Emilia, Palacio Valdés, Clarín, Picón, Blasco Ibá-
ñez y otros, de tal modo que los dejase como a pedestal de su
gloria? ¡No! Es más; tomemos la que se estima ser la mejor no-
vela de Galdós; comparémosla con la que se crea mejor de cada
uno de los novelistas precitados y, por nuestra parte, no nos
atreveremos a darle la primacía a la galdosiana. Ateniéndonos
ahora sólo a las de los muertos, no nos resolvemos a poner nin-
guna de las novelas de Galdós por encima de El sombrero de
tres picos, o El escándalo, de Sotileza, de La Regenta o de algu-
no de los estupendos cuentos clarinescos. Y es que en Galdós
lo que domina es la obra total, el conjunto, la masa”. (“Con el
palo en el bombo”, en El Liberal, Madrid, 21-11-1920).
Para completar, en lo posible, este cuadro de la relación en-
tre nuestros dos escritores he aquí unas últimas alusiones a Cla-
rín en los escritos unamunianos. Cuando Azorín publicó su libro
Un discurso de La Cierva (1914) se ocupó de él en una de sus
colaboraciones en la prensa diaria, y al referirse a la defensa que
su autor hace del estilo de Cánovas del Castillo recuerdan am-
bos que Clarín lanzó sobre él la acusación de laberíntico. (“La
Humanidad y los vivos”, en De esto y de aquello, 1, pág. 290).
Al publicarse La casa de la Troya, de Pérez Lugín, que muchos
críticos de entonces supusieron obra del escritor gallego Cami-
lo Bargiela, Unamuno rechaza esta aseveración y recuerda un
episodio semejante de la vida de Clarín. “Desde luego —escri-
be—, y aun sin conocer ésta, me atrevo a segurar que el cargo
es infundado, como suelen serlo casi siempre los de semejante
índole. Pues no faltó en su tiempo quien afirmase redondamen-
— 133 —

Bo-
te que La Regenta, de Clarín, era un plagio de la Madame
en El
vary, de Flaubert”. (“A propósito de Camilo Bargiela”
epi-
Liberal, Madrid, 26-X-1920). Ahora recuerda Unamuno un
su memorable
sodio de sus años mozos, pero mucho antes, en
dirigido a él
carta a Clarín, la de 9 de mayo de 1900, se había
ta y de
en estos términos: “Y ahora me acuerdo de su Regen
ana injus-
los juicios que provocó. Tachósele a usted, con sober
que yo veo
ticia, de plagiario de Flaubert por aquella obra, en
lo más fresco
la flor de sus experiencias y reflexiones de joven,
a y sentida.
de usted, y tanto arrancado de la realidad, intuíd
y no es me-
Y fue usted en ella original, realmente original,
que el que yo
nester que se cite a Flaubert, no más menester
a abogar pro
cite a los que con mi pensar coincidan.(Vuelvo
en 1923, blasonando
domo mea).” (Epistolario, páginas 97-98). Y
ante Clarín
de su condición de poeta, que ya había mantenido
publicado sus li-
en su correspondencia, cuando aún no había
s veces repetido,
bros de poesías, recuerda otro dicho, mucha
para molestar a Ma-
de aquél. “Clarín dijo una vez, —escribe—
nces, se entien-
nuel del Palacio, que había en España —ento
amor y Núñez
de— dos poetas y medio. Los dos eran Campo
ser medio poeta.
de Arce y el medio era Palacio. Pero no cabe
pero se es entero o no
Se será grande o chico, mayor o menor,
27-VIT-1923).
se es”. (“Además...”, en Nuevo Mundo,
* * *

en los escritos de
Menciones como éstas podrían espigarse
s fundamentales queda
Unamuno. Pero creo que en sus trazo
su relación con el crí-
perfilada la historia íntima y pública de
en parte se ha hecho, a
tico asturiano, que cabría extender, y
ron los restantes escrito-
la que con él y con su obra mantuvie
criterio generacional, aun-
res del 98. Y me refiero ahora a este
n relativa, porque en la
que para muchos resulte de significació
creo que apunta esta
tan citada carta de Unamuno a Clarín
yo equivocado, tal vez
concepción en este pasaje: “Tal vez esté
haya incompatibilidad entre usted, de la generación que salió
del 68, y nosotros, los que aún no pasamos de treinta y cinco
años, pero los viejos me parecen inferiores a los que hoy salen.
¿A qué vino lo de oponer la gente novisima a la nueva? Si en
sus reparos a la gente nueva le creyesen sincero, la misma gen-
te nueva le querría”. (Epistolario, págs. 95-96).
De todo ello creo debe deducirse esto, teniendo en cuenta
las circunstancias personales de nuestros dos escritores. En
1895 Clarín es la máxima autoridad en la crítica literaria espa-
ñola. Un juicio suyo asegura la fama o envuelve en el ridículo
a un escritor que empieza. Y Unamuno, catedrático de Sala-
manca desde 1891, inicia por entonces su actividad literaria, en
la que ya se cuentan algunos ensayos fundamentales y una no-
vela extensa, Paz en la guerra. Clarín pontificia desde su reti-
ro de Oviedo, por el que entonces pasaba el meridiano de las
letras, según dice acertadamente Juan Antonio Cabezas, y Una-
muno escribe y medita desde su apartada Salamanca. Pero el
punto de convergencia de sus actividades es Madrid, el esce-
nario de la vida literaria nacional, por el que ninguno de ellos
sintió nunca gran atracción, lo que es otro rasgo que asemeja a
sus figuras. No se conocen personalmente y Unamuno aprove-
cha una minúscula oportunidad —la etimología de la voz ado-
lescencia— para entrar en relaciones con el crítico, como pala-
dina y generosamente le confiesa. Y no desaprovecha la coyun-
tura, como su epistolario nos revela. Véanse las seis cartas que
le dirige en los años 1895 y 1896. Al año siguiente publica Una-
muno su primera novela, Paz en la guerra, en la que tanto afán
puso y se la envía a Clarín. Es su primera obra literaria de
gran envergadura y es legítimo que aspire a que se
hable
de ella. Pudo satisfacerle la influencia de esta obra en
Lucha-
na, uno de los episodios galdosianos, pero quería una
opinión
autorizada, una frase de aliento o una condenación
de su modo
de hacer. “¡Si usted supiera qué de ilusiones me
llenaban al
escribir mi Paz en la guerra —le dice—, y verter
toda mi niñez
MT REN

y mi juventud en ella!”. Unamuno aspira a la popularidad li-


teraria y acude noblemente a Clarín sin ocultarlo. Y he aquí
que éste guarda silencio sobre este tan dilecto hijo unamunia-
no durante tres años, al cabo de los cuales dedica un artículo
entero en su revista literaria, no a aquél, sino a un librito,
Tres ensayos, denso y nutrido, sí, pero en la línea de una acti-
vidad en la que su autor venía actuando desde 1894, y que no
era de estricta creación literaria. Comprendemos su desilusión,
el ansia con que en lo más álgido de este incidente epistolar
insiste para que Clarín juzgue su novela.
La muerte del crítico cerró toda posibilidad al cumplimien-
to de este anhelo unamuniano, que es muy probable también
que no hubiese visto realizado. Pero de él nos han quedado
unas páginas epistolares inigualadas, en las que se escuchan
los latidos de un corazón y se descubre un hombre de carne y
a
hueso. El resto son los trazos complementarios de la histori
de una amistad entre dos seres a los que era mucho más lo que
les unía que lo que les separaba.
M. GARCIA BLANCO

Salamanca, septiembre de 1952.


APENDICE

Crítica de Clarín del libro Tres ensayos, de Unamuno (1)

Otro libro de pocas páginas (70) —y que merece ¡ya lo creo!, artícu-
lo, y aun artículos aparte.
Su autor no necesita ser presentado, pues hace tiempo que sus mé-
ritos le han hecho popular, hasta donde cabe que lo sean en España los
que escriben sólo de cosas serias.
Unamuno, profesor de lengua y literatura griegas en Salamanca, es
un notable polígrafo, lo cual no le impide ser especialista en algunas
ciencias. Pero no hay que llamarle sabio, porque se le molesta. El pre-
fiere las obras de imaginación y sentimiento, por motivos muy filosó-
ficos y largos de explicar, que justamente son el principal asunto de
dos de estos ensayos que ahora publica. Nos anuncia que va a publicar
hasta versos —27 poesías según leo— y desde luego advierte que da
más importancia a estas composiciones que a sus trabajos de lingúísti-
ca, obra de largos y felicísimos estudios, como yo sé de buena tinta y
por varias pruebas experimentales. Para enfadarse (?), como relativa-
mente se enfada con varios amigos oficiosos, entre los que me cuento,
que le animan a proseguir cultivando con ahinco la alta, o mejor, pro-
funda filología, no tiene razón Unamuno, aunque él crea apoyarse en
sus teorías sobre el valor deleznable de las ideas, del estudio, y cosas
por el estilo. Hay que distinguir. Suponiendo, por un momento nada

(1) Publicada en Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 7 mayo de


1900. Utilizo el recorte que Clarín envió a Unamuno, con correcciones
autógrafas.
— 139 —

es verdad cuanto expone al caso en sus ensayos Adentro y


más, que
no con esto queda probado que en el trabajo del sabio
La Ideocracia,
valgan más los versos, las novelas, los
— ¡pero si lo es!— catedrático
las investigaciones científicas. Para mí tiene mérito
cuentos, etc., que
también como cuentista, como articulista ameno; no
grande Unamuno
pero he oído de
sé lo que vale su novela porque no la he leído todavía,
me gusten;
ella grandes elogios; deseo y espero que sus versos también
que ver con el amor
pero no se trata de eso ni de nada que tenga nada
solo así, cabe pensar que
propio de mi querido compañero. En supuesto,
pueden ser malas o infe-
las obras puramente artísticas de Unamuno
relativo a sus trabajos científicos. Una-
riores por lo menos en mérito
por modestia, a no apoyar sus argumentos
muno es el único obligado,
¿cómo, pues, sin ser inmodesto o sin ser ilógico
en el hecho contrario;
se apoya en sus teorías acerca de la miseria de las ideas y de los estu-
sus
dios, para sacar en consecuencia que él debe estimar más que todo

versos y sus cuentos y novelas?

* * %»

excepcional en España.
Ensayos es un libro notab:e, verdaderamente
capaces de escribir algo de la misma fuerza,
Los que en esta tierra son
tener valor para escribirlo, o no han
que son muy pocos, no suelen
escriben con igual valen-
creído llegada la ocasión de hacerlo; los que
es que entendidos en tan de-
tía son, generalmente, hombres más audac
por el fondo y por la forma.
licadas materias. Sí, es nuevo el libro aquí
de la más llana, y sin embar-
Por la forma, porque es de filosofía, y no
sin aparato didáctico, sin andamios de erudición, y en
go se presenta
a veces elocuente e inspirado, sobre
castellano claro, terso, amenísimo,
a mi juicio es infinitamente superior al resto del
todo en La Fe, que
libro.
mente,
En Francia, en otros países, pero en Francia particular
y aun
y de valor filosófico; no en dra-
abunda esta literatura al par artística
otra cosa, sino en trabajos como
mas y novelas de tendencia, que eso es
France, de Bou-
los de Renan en sus diálogos, por ejemplo, algunos de
Inglaterra, tiene también es-
net, etc. Ruskin, el gran Ruskin, gloria de
— 138 —

tudios por el estilo; lo viene a ser alguno de Schopenhauer, y en rigor


son de tal clase muchos de los de Nietzsche, que hoy empiezan a divul-
garse entre los pueblos latinos.
En este género de literatura, aquí no espigado, puede hacer muy
buen papel el libro que examino.
¿Opino yo que la filosofía pura, directa, puede ser tratada en esta
forma popular, literaria, que no exige gran preparación, que ¡pueden enten-
der, más o menos, muchos? También aquí distingo. Nn tratado como el de
Lachelier acerca de la Inducción, o como el de Bergson acerca de los
datos inmediatos de la conciencia, o los de Boutroux sobre la Contin-
gencia, no pueden escribirse en forma popular, clara para todos. Ya <a
sabe que Boutroux decía, en tal sentido: “si me obligan a ser claro, re-
nunció a filosofar”, Y no porque la oscuridad esté en las palabras, como
en muchos autores alemanes, por ejemplo —más en los antiguos que en
los del día— cuyo particular tecnicismo es un caos para el profano; hoy,
en Francia sobre todo, el filósofo escribe, por lo que toca a las palabras,
como un literato, pero la dificultad está en las ideas que hoy se quieren
expresar, Bergson, el nuevo Descartes, según le han llamado, es un gran
artista de la palabra; llega a decir lo que parece
y ¡qué indecible,
pocos le han entendido del todo, aun contando filósofos como Rauh, Foui-
llée, Couturat, etc.!
Pero la filosofía tiene otros aspectos, sobre todo cuando es una pre-
paración, una propedeútica, que se presta mejor a la forma literaria. El
mismo asunto de Ensayos, y más en el segundo tratado, tiene otro punto
de vista hondo, dificilísimo, que no podría ser expuesto en la forma clara,
amena, elegante, que Unamuno
emplea. Pero se ve que su propósito no
es producir rigorosa filosofía, sino predicarla, lo cual es otra cosa;
y así
expone dogmáticamente, procura despertar intuiciones queitean ecos
de
las suyas, no razona mucho, no prueba, tiene fe en la armonía entre
su
conciencia que aquello le dice y la de el lector que él cree que dirá lo
mismo.
Entre los libros de Nietzsche, y otros pensadores de propaganda, no
veréis otro procedimiento. ¿Cómo no han de emplearlos hombres que como
el nuevo Zaratustra y Unamuno declaran que no temen contrad
ecirse que
O

Además, Unamuno descarga, y hace bien hasta cierto


no les importa?
y referencias a doctrinas y autores que en
punto, su opúsculo de citas

un sentido o en otro, puedan coincidir con sus teorías y darles la fuerza


como si aquellas noveda-
de su autoridad. No cita a nadie; todo lo dice
o a él solo, o como
des, que lo serán para muchos, se le hubieran ocurrid
parecidas otros. Pero no se
si no supiera él que ya han sostenido cosas
por echarlas de inaudito, sino por... una
crea que esto es por vanidad,
aquello, sin relación con nadie,
de dos, o porque, en efecto, él pensó todo
de ahora, o porque para su propósito actual
sin conocer a sus similares
erudita, la historia de las ideas que defiende.
nada importaba la parte
filosófica de Unamuno, esto último es lo más
Dada la mucha cultura
probable.
No diré yo que a ratos no zaratustree un poco el autor, no por la ca-
de las de Nietzsche, sino por
lidad de las opiniones, que están bien lejos
la manera de la exposición.
de Unamuno no son salidas ni paradojas
Mas en general las teorías
aislado, envuelto en su orgullo; no, lo que
extravagantes de pensador
y evidente de decir-
Unamuno dice a su modo, con ¿a originalidad capital
él, aunque a.go semejante —no
lo por su cuenta, por haberlo discurrido
muchos, con matices dife-
igual— haya oído o leído, lo dicen hoy otros
Hoy... y ayer también se ha
rentesy para fines, a veces hasta opuestos.
dicho algo así.
ensayo del tercero. (Del primero,
Pero hay que separar el segundo
ahora). La Fe, en lo que no es deri-
secundario en este respecto, no hablo
mí admirable, tiene todas mis
vación, corolario de La ideocracia, es para
pensares míos. La ideocra-
simpatías, es bellísima expresión de continuos
con elocuencia. Mas de todo ello
cia es para mi doctrina errónea expuesta
bien recientes, y en sentidos bien
hay semejanzas en libros y estudios
ha dicho de la verdad y de su relati-
opuestos por cierto. Brounschwieg
ahora dice Unamuno, mal que
vismo algo más protagórico que eso que
Beziehung der Selectionslebre
me pese. Simmel en su trabajo Ueber eine
sobre El pensamiento teórico y los
zur Erkenntnisstheorie, y en su estudio
su célebre teoría de la verdad úbil-evolutiva,
intereses prácticos expone
— 140

que llega a ser desinteresada cuando ya no se necesita para su fin prác-


tico. Teoría más radical que la de Unamuno, con serlo ésta bastante.
Es claro que para esa tendencia peligrosa de la ideofobia de Unamuno
ya encontramos antecedentes en los escépticos, en los sofistas, en Pro-
tágoras singularmente; y en otro sentido menos abstracto, más peligro-
so, en Montaigne, en Pascal... a quien yo quisiera que Unamuno estu-
diara mucho para... evitarle, Respecto de la doctrina de La Fe (la no
derivada indebidamente del estudio anterior), son muchísimas las analo-
gías que podemos encontrar en la ciencia actual, aun sin salir de la pura
filosofía, De memoria, sin consultar, puedo citar ahora ejemplos varios:
Recejac, Fundamentos del conocimiento místico; Gourd, Las tres dialéc-
ticas; Gibson y James, Marillier, etc., en varias obras, y el Abate Mer-
cier (2).
Mas, enlazado o no el pensamiento de Unamuno, en su estudio La Fe,
con la filosofía y la crítica actual de parecido sentido, su artículo es muy
original, muy profundo, muy valiente, elocuentísimo, gracioso, oportuno,
y en España de novedad absoluta.
Y aquí no tengo más espacio. En otros muchos periódicos hablaré de
Ensayos, y acaso sean ellos el asunto del primer folleto que yo publique
al empezar la segunda serie de mis interrumpidos Folletos literarios
.
¡Hacen pensar tanto libros como el de Unamuno!

“CLARIN”

(2) Este último nombre no figura en el texto impreso y fue


añadido
al margen por su autor. En la carta que le escribió Unamuno el
10-V-1900,
y apropósito de esta relación le dice: “Aunque lo tengo
anotado hace
tiempo en mi adquirenda, no conozco a Recejac, ni a Gourd, ni a Gibson,
ni a Marillier, ni al abate Mercier (a James, el progenitor intelect
ual de
Bergson, sí). Leo poco, porque leí mucho; sólo Hegel me ha aliment
ado
para largo rato. El núcleo de mi estudio La Fe es de obras de
teología
luterana, de Hermann, de Harnack, de Ritsch]”. (Epistolario,
pág. 101).
NOTAS A LA «REGENTA>»

conoci-
“La Regenta” es una novela tan discutida como poco
a una misma
da. Ambas notas no son contradictorias; se deben
de la novela es
característica de la obra. Se sabe que la Vetusta
pasado lo que
Oviedo, y que es la vida de esta ciudad en el siglo
en la obra una
se nos ofrece. Consecuencia ha sido que se viera
torno a ella, con
novela de clave, y por tanto que disputaran en
sangre, o espíritu,
encarnizamiento, los allegados y prójimos de
de los personajes clarinianos.
ciudad de pro-
A la vez, esta limitación del ambiente a una
como obra ca-
vincia ha hecho que se estimara a “La Regenta”
ionados con Oviedo y
rente de interés fuera de los círculos relac
ndaloso y absurdo
Asturias. Esto explica que, mientras el esca
la obra de “Cla-
“Escándalo” de Alarcón es leído y difundido,
al caso, mucho más
rín”, mucho más sana y, lo que hace más
desconocida hasta de
alta de valor literario, sea prácticamente
algún catedrático de literatura.
término, que la
No debe importarnos, al menos en primer
como en su geogra-
obra sea de “clave” tanto en sus personajes
enta” sobre el pai-
fía; “Clarín” hubiera escrito igual su “Reg
rido en el lugar de
saje de Zamora, si su vida hubiera transcur
que sus personajes
su nacimiento. Tampoco debe importarnos
tal es que sean
nos sean más o menos antipáticos (lo fundamen
— 142 —

vivos, vivos literariamente, se entiende), ni que determinados


estratos sociales sean vistos por el autor con mayor o menor
simpatía.
Lo primordial es que nos encontramos ante una novela, una
novela que, como ya se ha dicho muchas veces, es la más novela
de España después que Cervantes nos dejó su “Don Quijote”. Y
una novela, en el pleno sentido literario de “novela”, es todo me-
nos algo popular y de gran difusión, aunque por lo que se pueda
hablar de ella (la mayoría de las veces de oídas) parezca pasto
público de lectura. Una novela, en esta acepción un poco exigen-
te y reductiva, no llega a grandes círculos —a no ser ahora, y
deformada, a través del cine—, y por tanto carece de influencia
social. “Clarín” puede estar satisfecho de no haber contribuído
al empobrecimiento espiritual de nuestros días. Esta deforma-
ción espiritual del pueblo por medio de la lectura no se ejerce
por medio de novelas de este tipo; las obras verdaderamente
influyentes son las de la literatura más íntima y comercial: los
refritos caballerescos en el siglo XVI, los folletines por entregas
hace unos decenios, las aventuras de forajidos o cretinos almi-
barados en la actualidad.
“La Regenta” es una novela. Con ello está dicho todo: su po-
ca difusión, su alto valor estético, y cómo el único modo natural
y Oportuno de enfrentarse con ella para enjuiciarla es el pura-
mente literario. No digo que el historiador de nuestras costum-
bres o del pensamiento en el siglo XIX no encuentre en sus pá-
ginas materiales para su trabajo. Pero al estudiar un objeto hay
que tratar de hacerlo con un criterio inmanente, no trascenden-
te, desde la periferia. Ante una novela nos encontramos; la no-
vela es un objeto literario: la única manera justa y racional
de
estudiarla es colocarnos en su inmanencia: lo literario. A na-
die se le ha ocurrido, al estudiar el Parthenón, colocarse
en un
plano distinto del arquitectónico o escultórico, por ejemplo el
de
la nefasta influencia sobre la mentalidad griega de los
cultos
que en aquel templo se celebraban. Esto hacemos, o pretend
e-
mos hacer: entrar en “La Regenta” por el único portillo
ade-
cuado, el de la literatura.
— 143 —

si
Tampoco vamos a entretenernos en encasillar esta obra:
es costumbrista, o naturalista, o idealista, o psicológica. De todo
“La
tiene, pues todo cabe en lo que llamamos novela. Ya está
Regenta” clasificada al decir que es novela; no requerimos ca-
lificaciones accesorias, como tampoco las pide “Don Quijote”.
El objeto “novela” consiste en la representación por medio ex-
clusivamente de la lengua de un complejo espacio-temporal de
po-
contenido humano. Esta definición, más o menos pedantesca,
ne bien de relieve lo que “novela” difiere de “lírica” o “tea-
o”. En éste se da también la representación de un complejo
espacio-temporal, pero no exclusivamente por la lengua (la es-
cenografía, la mímica intervienen), y además el hecho de que
se
en él la lengua se emplee sólo directamente (es decir, que
En la
reduzca a diálogo) trae otras fundamentales diferencias.
en su
lírica, aunque pueda haber espacialidad y temporalidad
la ma-
contenido, lo fundamental no es su representación, sino
senta-
nifestación de ese complejo (y aquí empleamos “repre
equi-
ción” y “manifestación” en la acepción biihleriana de sus
moteje-
valentes germánicos Darstellung y Kundgabe). El que
de psi-
mos a una novela de naturalista, de idealista, de realista,
de
cológica, depende por tanto de las especiales características
inio
ese complejo espacio-temporal reflejado en ella. Del predom
ses nove-
de una de las notas de ese complejo surgen estas subcla
el Quijote en
lísticas. La novela que pudiéramos llamar clásica,
equili-
la cima (también “La Regenta”), guarda un ponderado
ados.
brio de estos elementos del complejo, no aislados, combin
senta-
Literariamente, pues, nos interesa ver cómo se ha repre
ría por
do lingúísticamente ese complejo; el cual no nos ocupa
lingúísti-
sí sólo, a no ser por su relación íntima con el conjunto
formado só-
co que lo expresa. Este AA no debe entenderse
literaria
lo por “palabras” u “oraciones” : la lengua de una obra
orgánicamen-
es un organismo que, como tal, elcdo despiezarse
novela en
te en partes cada vez más pequeñas: las partes (de la
etc.
nuestro caso), sus capítulos, sus párrafos, sus frases,
7 77

Vamos a examinar la estructura del organismo que es “La


Regenta”, no perdiendo de vista esta relación constante y abso-
luta entre el complejo espacio temporal humano representado y
el conjunto lingiúístico que lo representa. Pero no vamos a llegar
hasta el fondo de este análisis; ello requeriría más espacio y
sosiego que los de este artículo (1).
*k **

Cualquier lector superficial puede descubrir en “La Regenta”


dos partes, de igual extensión aproximadamente, una que lla-
maríamos presentativa (capítulo 1 a XV) y otra propiamente
activa (cap. XVI a XXX).
En efecto, los quince primeros capítulos se desarrollan en
tres días (el 2, el 3 y el 4 de un octubre); los quince finales se
deslizan desde el noviembre siguiente hasta el octubre de tres
años después. El tiempo narrado se distribuye, por tanto, muy
desigualmente a lo largo de la novela; parece que al principio
predomina un tempo narrativo moroso, lento, que al final se
precipita. El tempo es una noción musical; se refiere a la mayor
o menor cantidad de “tiempo” narrado en el tiempo real en que
se produce la narración. ¿Qué hechos suceden tan importantes
para que tres solos días ocupen quince largos capítulos? Puede
decirse que no sucede nada; los sucesos aparecen sólo en la se-
gunda parte. El tempo lento del principio no se debe a que “Cla-
rín” trate de reflejar un tiempo psicológico muy preñado en sus
personajes. Esta desproporción temporal de una y otra parte se
debe a varias causas: para desarrollar la acción que durará tres
años, “Clarín” necesita presentar a los personajes, los ambien-
tes; para presentarlos, para explicárnoslos, necesita tomar base
en el pasado; así aunque la poca acción de los quince primeros
capítulos pase en tres días, hay en ellos grandes sedimentos de

(1) Después de escrito este trabajo leemos en el de E. Clocchiati,


“Clarín” y sus ideas sobre la novela, Rev. Univ. Oviedo, 1949, n.* LIX-LX,
pág. 37 y sig., algunas interpretaciones coincidentes con las nuestras,
— 145 —

años anteriores, que nos son presentados, en general, no directa-


mente en narración, sino mediatamente a través de una especie
de monólogo interno alálico de los personajes. Capítulos ente-
ros de esta parte (por ejemplo el IV, el V) pueden desglosarse
de la narración, aunque sean imprescindibles para ella. La no-
vela no es una biografía científica, que se escribe con rigor cro-
no-
nológico inexcusable; desde los más antiguos precedentes
velísticos (la epopeya) la narración in medias res es procedi-
miento comunísimo. Lo que puede variar es el tipo de engarce
de lo retrospectivo con la acción presente. “Clarín” suele efec-
que
tuar este engarce no directamente como un comentarista
sobre
va poniendo apostillas, sino a través de sus personajes,
a éstos
todo exponiéndolo como recuerdos que se les despiertan
o.
en determinadas circunstancias del presente que va narrand
Es decir, no es el autor el que desplaza a los lectores a lo retros-
que la
pectivo para explicar lo presente; se las arregla para
lector de
base retrospectiva que requiere el conocimiento por el
y es éste
los personajes, se presente cuando el personaje quiere,
comuni-
el que, como recuerdo, sensación o pensamiento, nos lo
solos,
ca. Así, si la acción de quince capítulos abarca tres días
los per-
este sustrato de años y años anteriores que nos ofrecen
ado en
sonajes, produce la sensación de que el tiempo acumul
de narra-
esos capítulos es mucho mayor, y por tanto el tempo
ción no es tan lento como parece en un principio.
al princi-
Por otro lado, la presentación de la novela requiere
Un modo
pio un predominio de lo estático sobre lo dinámico.
temporal,
descriptivo espacial tiene que dominar sobre el modo
de la pre-
puramente narrativo. La mayor amplitud de páginas
de descripción
sentación, se debe, pues, también al predominio
pone “Clarín”
del ambiente. Al ofrecernos su novela, no sólo nos
, el coro sobre el
delante sus agonistas, sino también la escena
son una y sola
que aquéllos van a “agonizar”. Escena y coro que
paisajes, hom-
cosa: la Vetusta material y espiritual: piedras,
e: ¿se es-
bres, Este coro es tan importante que cabe preguntars
— 146 —

cribió “La Regenta” para contarnos lo que hizo en Vetusta esta


dama, o bien lo que hizo Vetusta en torno a doña Ana? ¿Se nos
cuenta la historia de la Ozores por su valor intrínseco o sólo
para mostrarnos la historia de Vetusta?
La aparente mayor rapidez de la segunda parte de la novela
se debe a lo contrario. Presentados los personajes, todo excurso
ambiental o retrospectivo es innecesario; así, el modo puramen-
te narrativo va a predominar. El lector, una vez efectuado el
conocimiento de ambientes y personajes, se atiene casi exclusi-
vamente al hilo narrativo, a la acción pura; por tanto, el autor
(que consciente o inconscientemente al escribir piensa en man-
tener despierto al lector) tiende a eliminar, a podar, a dar lo
esencial. “Clarín” conocía muy bien esto; precisamente porque
“la composición aconseja abreviar un poco razones, y sobre to-
do palabras, según el final se acerca”, criticaba a Zola, el cual
“las repeticiones más prolijas y menos necesarias las deja... pa-
ra la última parte”. Según esto, Alas es moroso en sus primeros
capítulos al exponer “monólogos internos” de sus personajes,
y más bien seco y conciso en el duelo y muerte de Quintanar y
en la reacción de la ya viuda doña Ana, no porque los “hechos
psíquicos” le interesen más que los hechos externos; “psicológi-
camente” lo que pasara por la mente de don Víctor o de don Al-
varo durante el duelo, y por la de la Regenta después de su viu-
dez sería tan interesante, tan susceptible de análisis y tan “in-
terior” como lo que se cuenta en los primeros capítulos. La cau-
sa de la concisión, de la parsimonia de vocablos al final, es aque-
lla creencia: “abreviar razones y palabras según se acerca el
final”. Ya conocemos los personajes, tenemos prisa por acabar
(como lectores) llevados del impulso de la acción; análisis in-
teriores nos detendrían, chocarían, entorpecerían la creciente ra-
pidez con que se lee una novela al irla terminando.
El examen de la temporalidad en la novela, en su relación
con el tempo o velocidad narrativa, nos lleva a estas consecuen-
cias. Dos partes: morosa, estática, espacial, descriptiva, retros-
— 147—

pectiva, en suma, presentativa la primera; rápida, dinámica,


temporal, narrativa, presente, en suma, activa la segunda.
Veamos ahora cómo se estructura esa unidad presentativa
a
que es la primera parte. Hemos dicho que la acción se reducía
tres días de un octubre; que había amplias escapadas al pasado;
la
que se nos daba un detallado escenario. Estos tres elementos,
o
poca acción, la pre-historia, el ambiente, que hemos separad
por análisis, forman un conjunto orgánico, se entrelazan podero-
la finali-
samente, ofrecen una red de relaciones que apuntan a
ación
dad de la obra. Aunque separables, se nos dan en combin
Podemos
indisoluble, son arrastrados los unos por los otros.
canónigo
aislar artificialmente el delgado hilo de acción: un
la Regenta;
“traspasa” como hija de confesión a otro canónigo a
esta confesión
éstos fijan fecha de confesión general; mientras
tos de
se efectúa, un donjuan vetustense anuncia sus propósi
la buena so-
conquistar a aquella dama; una fiesta familiar de
abiertos a la Re-
ciedad coloca frente a frente los dos caminos
también lo que
genta: el donjuan, el confesor. Podemos aislar
adolescencia, su
hay de prehistoria: la niñez de doña Ana, su
a y juventud
boda (cap. II, IV, V); las aspiraciones, la infanci
se pueden sepa-
del magistral (cap. XI, XII y XV). Finalmente,
1), la catedral
rar los ambientes: Vetusta a vista de pájaro (cap.
de los Vegallana
(1, ID), la “clase” (V), el casino (VI, VID, la casa
etc. Pero todos
(VII, XITTD), los paseos (IX), la “colonia” (XI),
en función de
estos elementos aparecen relacionados, los unos
los otros.
distinguen fá-
Dentro de esta unidad de la primera parte, se
I a V; 11) los capítu-
cilmente tres subunidades: 1) los capítulos
esta distribución, la
los VI a X; y II) los capítulos XI a XV. En
ocupa cinco capítu-
temporalidad queda equilibrada. Cada día
el II al 3 de octu-
los. El grupo 1 se refiere al día 2 de octubre;
excursos retros-
bre; el III al día de San Francisco de Asís. Los
el grupo 1 aparece
pectivos quedan también bien repartidos: en
ta; en el TI la
la prehistoria de la Regenta; en el II la de Vetus
de don Fermín.
— 148 —

Estos tres grupos quedan bien separados en la forma de la


novela por un tajante corte en la línea narrativa. En el grupo I
se pasa insensiblemente de la Catedral a Vetusta, de don Fer-
mín al resto del cabildo, de los confesores a la confesada, del
examen de conciencia de ésta a sus recuerdos: su prehistoria.
Salto brusco al comenzar el capítulo VI: de los pensamientos
de Ana, caemos ahora en el Casino de Vetusta; y otra vez la
línea, quebrada pero sin solución: del Casino a su presidente,
Mesía, que con su amigo Vegallana nos llevan al palacio del
marqués, donde veremos un importante sector de la vida de Ve-
tusta, y desde donde se verá volver a la Regenta de su confe-
sión; y ahora con Ana, rumiaremos su confesión y su soledad
en el parque de los Ozores. Otro brusco bandazo al pasar al gru-
po III: del caserón de los Ozores vamos a dar con el señor ma-
gistral; le acompañamos todo el día, por sus visitas, sus ocupa-
ciones, finalmente, ante su madre, por su prehistoria y su sole-
dad ante los gritos del alcoholizado D. Santos Barinaga.
Ya está todo presentado. En esquema, son tres las fuerzas con
que hemos de contar: Vetusta, doña Ana y el magistral. Al de-
cir Vetusta, el coro de la novela, incluímos en ella a D. Alvaro
Mesía. Este no es un personaje opuesto a la masa gris del coro,
como lo son doña Ana y D. Fermín. D. Alvaro es, para el lector,
el corega, la cabeza visible del coro, aunque para doña Ana, por
visión sublimada, sea figura muy destacada del mundo que le
rodea. La novela se va a reducir a esto: si doña Ana, la inadap-
tada, la insatisfecha (por muy diversos motivos) va a hundirse
en la rutina vetustense, va a pecar y a gozar como los demás, o
si va a huir más y más de este ambiente —el mundo— por la
palabra y la fuerza del magistral. D. Alvaro, aunque sus móvi-
les sean individuales, no será más que un instrumento de Ve-
tusta para atraer, pasar por el común rasero y borrar la perso-
nalidad no asimilada de doña Ana. Estas tres fuerzas se nos pre-
sentan todavía en equilibrio, evidentemente inestable, lo cual
es necesario para prevenir al lector de que “algo va a suceder”
— 149 —

que el sistema de fuerzas va a romperse. Lo mismo se puede


observar desde el punto de vista del magistral. Si éste represen-
ta para Ana el polo positivo en que encauzar su huída de Vetus-
la
ta, Ana representa la meta del magistral en que descansar de
se va
conquista de la ciudad. La relación de estas tres fuerzas
ta-
marcando y delineando poco a poco en estos capítulos presen
irán es-
tivos, a la vez que se apunta la dirección en que discurr
don Alvaro
tas tres fuerzas una vez roto el pacífico equilibrio. Si
D. Santos es
es el emisario de Vetusta hacia doña Ana, el pobre
Quedan, pues,
el barreno que la ciudad apunta contra D. Fermín.
ará la segun-
planteadas las incógnitas que desarrollará y despej
por medio de don
da parte de la novela: ¿conseguirá Vetusta,
a escapar
Alvaro, conquistar a doña Ana”; ¿conseguirá Vetust
encontrar un
del dominio del provisor?; ¿el magistral podrá
llenar su ausencia
“repaire” en su lucha?; ¿la Regenta logrará
al, o creyendo
espiritual de Vetusta con la palabra del magistr
huir caerá en la común rodera?
capítulos seña-
Al examinar uno por uno los tres grupos de
el grupo I (cap. l a V)
lados, encontramos otras relaciones. En
y II son la presenta-
se separan dos núcleos: a) los capítulos 1
la.catedral. Predomi-
ción de la ciudad, sobre todo en su cabeza,
catedral, cabildo. Y de
na el modo descriptivo: ciudad, campo,
La inspección que
la catedral surge su dominador: don Fermín.
ida desde el propio
desde la torre hace éste con su catalejo, refer
una de las relaciones
pensamiento del magistral, nos ofrece ya
(cap. 1). El tertulín de
señaladas: la de don Fermín con Vetusta
don Fermín con el resto
después del coro nos da la relación de
(cap. II). Esto, aparte
del cabildo (una de las células de Vetusta)
a don Fermín.
del anuncio del traspaso de la Regenta
ción de doña Ana.
b) Los capítulos III a V son la presenta
recuerdo, el monólogo in-
Predomina el excurso prehistórico, el
cap. 111 y IV. El III pre-
terno. Un corte claro se ofrece entre los
la madrugada siguiente)
senta las últimas horas de la noche (y
examen de conciencia;
del día 2 de octubre: doña Ana haciendo
— 150

varios pensamientos del momento (“hay que hacer confesión


general”, pensar en “los parajes por donde se ha pasado”, igual
a recordar toda la vida) arrastran resurrecciones de instantes
viejos. Se perfila la relación de Ana con Vetusta (“qué vida tan
estúpida”), y a la vez con los dos representantes de Vetusta que
le tocan más de cerca: el marido, don Víctor, rutina tranquila;
el galán don Alvaro, “el menos tonto”, el señuelo tras el que se
esconde Vetusta para atraer a la huidiza. Entre estos dos polos
vetustenses, el deber conocido y el deseo ignorado, se mantiene
el equilibrio todavía; mas la insatisfacción, la amenaza de rotu-
ra, se anuncia en la nostalgia del “ex-futuro”: la maternidad,
el hijo que no vino nunca. El corte a que aludíamos se produce
al empezar el cap. IV; el autor necesita ofrecer al lector más
antecedentes de doña Ana; exponer la vida anterior de ésta ín-
tegramente a través de un monólogo hubiera sido procedimiento
fatigoso; así, opta por llenar los cap. IV y V con la introduc-
ción parentética, con la narración in medias res: el IV la niñez
de Ana; el V su llegada de adolescente a Vetusta, su admisión
en la “clase”, su boda. La relación de Ana con Vetusta queda
definitivamente dibujada. El IV pudiéramos llamarlo “prevetus-
tense”. En el V, el coro de Vetusta hace su aparición como tal;
hace el primer intento de modelar a Ana a su horma: la “J orge
Sandio” parece ceder.
El grupo II (capítulos VI-X), frente al I, que es principalmen-
te estático, se hace algo peripatético; con este término entend
e-
mos que el movimiento espacial de los personajes se incremen-
ta.En este grupo distinguimos dos núcleos: a) los capítulos
VI,
VII y VIII presentan el ágora laica y burguesa de Vetust
a, el
Casino, y el ágora aristocrática, la casa de los Vegall
ana. Predo-
mina también lo descriptivo (material o espiritual)
enlazado por
el movimiento espacial del corega, don Alvaro. Este y
su coro
anuncian el intento de ruptura del sistema de fuerza
s: ¿quién
atraerá a la Regenta? Mientras, en diálogos, “afect
ivamente”, va
surgiendo algo de la prehistoria de don Alvaro, de
Vetusta entera.
— 151 —

b) Los capítulos IX y X. Si en I b) se mostraba la posición


de doña Ana respecto a lo descrito en 1 a), aquí se acaba de de-
finir la posición de la dama en el sistema, una vez sucedido lo
que se refiere en II a). Ante el nuevo elemento de su relación
con don Fermín (cap. IX), se examinan las relaciones que indi-
camos en 1 b): con don Víctor, con don Alvaro; todo ello a tra-
vés del pensamiento de la Regenta (cap. X). En el cap. IX ve-
mos uno de los procedimientos más característicos de “La Re-
genta” en su modo narrativo: lo que pudiéramos llamar “dos
pasos adelante y uno atrás”. No deja de ser una variante de la
tradicional narración in medias res. Vemos a la Regenta buscan-
do en el campo soledad después de la confesión; no se nos ha
contado ésta en su momento cronológico oportuno; “Clarín” ha
preferido, según costumbre, no referirla “personalmente”; nos
la ofrece a través de la rumia espiritual que de ella hace doña
Ana en la paz del campo. Este procedimiento en que la línea
cronológica de la narración avanza de un salto dos o tres pelda-
ños, para retroceder (en el recuerdo) a los escalones saltados,
reaparece con frecuencia. La nueva relación con don Fermín
parece fortificar los lazos del deber; el encuentro con don Alva-
ro (cap. IX), contrarresta el primer impulso. Y en la soledad del
parque, por la noche: el monólogo, las encontradas atracciones
del deber y del deseo (cap. X).
Lo que hemos llamado “peripatetismo” del grupo 11 se acen-
a
túa en III. En realidad, este tercer grupo de capítulos acumul
ento
menor acción narrativa que los anteriores; pero el movimi
espacial es enorme. Todo él, siguiendo a don Fermín. Varios
núcleos descubrimos:
a) El capítulo XI: el magistral “en pantoufles”, visto por
vamos otro
Vetusta, visto en la intimidad de su casa; aquí obser
“directa”;
de los procedimientos de “Clarín”, la caracterización
cuenta, Ve-
en lugar de contarnos cómo era, qué hacía, por su
ó la rela-
tusta dialoga acerca del magistral. En l a) se nos mostr
hecho
ción del magistral con Vetusta; ahora, después del famoso
de la confesión, ¿qué relación nace en el magistral hacia la Re-
genta? Por el pensamiento de don Fermín aparecen sus impre-
siones, luego contrastadas por boca de su madre con las de Ve-
tusta.
b) El capítulo XII: el magistral en funciones. Su relación
con los adinerados, con las conciencias, con el obispo, con el
mundo eclesiástico; todas ellas aspectos particulares de la rela-
ción magistral-Vetusta que se indicó en 1 a). Más caracteriza-
ción directa.
c) El capítulo XIII: primer contacto de las tres fuerzas fun-
damentales, Vetusta con su corega, Ana y don Fermín. El coro
asiste ante los dos poderes que se ciernen sobre doña Ana. Esta,
entre ambos, aun vacilante. El corega, don Alvaro, y don Fermín,
midiendo sus energías, que romperán el equilibrio. Aquí em-
pieza la tragedia. Estos tres núcleos, a) b) c), forman una cierta
unidad frente a los dos siguientes; en la forma narrativa nos lo
indica el corte a que nos referimos más abajo; hasta aquí se
asiste al proceso de cómo llega el magistral a determinar la si-
tuación de Ana respecto de Vetusta. Luego es su reacción per-
sonal.
d) El capítulo XIV: con un salto de escenario vuelve a la
soledad don Fermín. Se dibuja netamente su relación con doña
Ana, con mayor limpidez que en a), después del primer estable-
cimiento de posiciones en el capítulo anterior. El pensamiento
interno se va enlazando con el movimiento espacial externo.
e) El capítulo XV: por medio de doña Paula se restablece
sobre el magistral la conciencia de la realidad, de la lucha; re-
cordación retrospectiva, y el problema urgente —Que no escape
Vetusta—, despertado por los gritos del borracho Barinaga.
Llegamos, pues, al final de la parte presentativa. Un coro,
menudamente caracterizado, con sus voces, piedras y paisaje
s,
pero agrisado y alisado por una común niebla igualadora:
Ve-
tusta. Su intento: que nada salga de la niebla. Y en esta
bruma
de voces, casas y campos, con ideas mostrencas y pro
indiviso,
Mii

dos islotes: la casa del magistral, el palacio de los Ozores. De


cada uno de ellos, un alma que quiere huir de la niebla hacia
otros deseos más altos (según ellas). Tras cada una de estas al-
mas sendos deberes (justos o injustos). En la casa de los Ozores,
doña Ana entre el deber (ahora afianzado por el confesor) de
enroderarse en la costumbre de don Víctor (deber pasivo), y el
deseo de perforar la niebla por donde parece más tenue (don
Alvaro). En la casa del provisor, don Fermín también entre el
Ve-
deber impuesto por doña Paula (deber activo) de dominar
tusta y el deseo de huir de esta niebla en el descanso de una
“hermandad del alma”.
¿Cómo se estructura ahora la segunda parte, propiamente
ba
activa, de la novela? Ya señalamos que, en el tiempo, abarca
exclu-
casi tres años, que el escenario disminuía, que seguía más
sivamente un hilo narrativo. Este hilo tampoco es complicado;
has-
se reduce al vaivén de la Regenta entre el deber y el deseo,
ta que, muy al final, vence el deseo.
tor-
La temporalidad se agrupa no cronológicamente, sino en
te sirve
no a unas pocas fechas, hitos, a los que el tiempo restan
el triple
de preparación o consecuencia. La acción, manejando
er-
juego de relaciones Vetusta-Ana, Vetusta-Magistral, Ana-F
de la
mín, ilumina sucesivamente cada una de ellas. Respecto
e en
primera relación, esta segunda parte de la novela se escind
los capítu-
dos sectores: uno, los capítulos XVI a XXVI; otro,
los
los XXIX y XXX; entre ellos como transición los capítu
n-
XXVII y XXVIII. La segunda relación lleva un camino difere
ral;
te: hasta el capítulo XXII se asiste a la “baja” del magist
al llegar al capítulo XXVI nos encontramos con su triunfo ple-
queda
no; después la relación Vetusta-Magistral se desdibuja,
tercera
en oscura zona del fondo (por lo que luego veremos). La
alti-
relación presenta dos núcleos: hasta el capítulo XXVI, con
final
bajos, el deber y el magistral se imponen, del XXVII al
Ahora
asistimos al derrumbamiento de la relación y del deber.
esta
bien, si don Alvaro no deja de ser el corega de Vetusta, en
— 154

parte es más su persona y no la del coro la que juega un papel,


como veremos. De todas formas, en esta distribución de las tres
relaciones, podemos observar que un cambio importante de to-
das ellas se produce entre los capítulos XXVI y XXVII. Entre
ellos debemos fijar la frontera fundamental de los dos núcleos
de la parte activa de “La Regenta”.
I) El núcleo mayor (capítulos XVI a XXVI) se ordena en
torno a unas cuantas fechas: a) el día de Todos los Santos del
primer año (cap. XVI-XVII); b) un día de marzo y otro de julio
del segundo año (cap. XVIII a XXI); c) la Navidad del segundo
año (capítulos XXII-XXIIT); d) el Carnaval y la Semana Santa
del tercer año (cap. XXIV a XXVI).
II) El núcleo final (cap. XXVII a XXX) no es ya más que
consecuencia inevitable de lo sucedido en el anterior; en él dos
partes pueden señalarse: a) los capítulos XXVII-XXVIII en tor-
no al día de San Pedro del tercer año; b) los cap. XXIX-XXX, en
torno a los días de Navidad del tercer año. Al final del cap. XXX
hay una especie de epílogo, rápido, condensado, que ocupa todo
el cuarto año hasta octubre.
En la) todavía perdura el modo narrativo y descriptivo de la
primera parte; el capítulo XVI se abre, como muchos de ésta,
con una descripción: Vetusta el día de Todos los Santos, Vetus-
ta otoñal; la Regenta solitaria en esa tarde con sus recuerdos
y Sus reacciones ante la aparición “como rayo de sol” de don
Alvaro, y ante el Tenorio de Zorrilla sobre el teatro de Vetusta.
Y ahora, por primera vez, vamos a ver que la relación de don
Fermín con Vetusta deja de ser exclusivamente inmediata, la
del “deber”, para pasar a sentirla a través de la Regenta; ahora
le preocupará Vetusta no para dominarla, sino para arrancar de
ella a doña Ana (cap. XVII). Vetusta —poco a poco esta entidad
se concretará para don Fermín en su corega don Alvaro— es el
poder que le disputa a doña Ana. Asistimos desde ahora a lo que
va a ser la trama de “La Regenta”: la disputa de esta dama des-
de las otras dos fuerzas. Para la Regenta —y pronto para el ma-
— 155 —

gistral— el coro está desdoblado: el corega, don Alvaro, y los


coreutas. Pero hay que notar que éstos, don Alvaro y los coreu-
s-
tas, obran siempre unidos. Desfilará ante nosotros un mecani
mo en esquema monótono. Cuando Ana es atraída por la acción
reac-
de Vetusta (don Alvaro), se producirá inmediatamente la
ción del magistral: la Regenta irá de uno a otro polo, falta de
;
mayor apoyo. Doña Ana asiste al teatro (a ruegos de Mesía)
Vetusta aprovecha el hecho contra don Fermín; éste se revuel-
su
ve y torna a restablecer el equilibrio, sin dejar de preparar
go
propia atracción de Ana. Frente a lo descriptivo y al monólo
del cap. XVI, en el XVII predomina con mucho el diálogo; pero
de
éste no es nunca contínuo: “Clarín” siempre criba; horas
diálogo no se soportarían, lo corta con resúmenes indirectos.
En 1 b) la narración es mucho menos seguida. El cap. XVIII
s ya
se abre aun con descripción: la Vetusta lluviosa. Podemo
decir que, así como en la primera parte el coro vetustense se nos
la
presentó espacialmente, por ambientes parciales, ahora, en
parte activa, el coro se nos presenta a través del tiempo, Vetus-
la llu-
ta en las diferentes épocas del año: en l a) el otoño, aquí
del
viosa temporada de invierno y primavera, en I c) la Vetusta
fin del veraneo, etc. Una tarde de marzo de Pas ve con el ante-
va al
ojo que la Regenta, con su marido, Frígilis y don Alvaro,
caballe-
campo; una sospecha (“supongamos que sueña con ese

ro”) le lleva a la acción, y Ana se decide a llevar vida “beata
(cap. XVII); días más tarde enferma la Regenta, mientras don
Víctor ande de caza; larga convalecencia; lecturas y monólogos
gi-
espirituales (y recuerdos que nos dan los elementos cronoló
Al-
cos anteriores, “paso atrás”) (cap. XIX). La reacción de don
varo se produce, muy calculadamente: hay que separar a Ana
del magistral, ¿cómo? Laborando con toda Vetusta. La narra-
ción parece cortarse al empezar el cap. XX; parece al princi-
pio un paréntesis inútil: “Don Pompeyo Guimarán...”, su eto-
peya. Pero en seguida se explica la necesidad de su aparición:
don Alvaro requiere al Ateo para hacer frente común. El capí-
— 156 —

tulo gira fundamentalmente en torno a Vetusta, su punto de vis-


ta en la acción, y con algo de la prehistoria de don Alvaro, en
su boca, como “hazañas”. Al final la fecha clave: a mediados
de julio va Mesía a despedirse al palacio de los Ozores. El re-
cuerdo de esta despedida va a agitar a la Regenta, y con vuelta
a atrás aparece la convalecencia, la hermandad con don Fermín
de la dama, y la calma, la paz del verano (cap. XXI).
En 1 c) la acción se ilumina especialmente sobre la relación
Vetusta-magistral. Se asiste al pasajero triunto del coro. La mi-
sa del gallo: la catedral cobija a toda Vetusta (cap. XXIID),
hasta el ateo don Pompeyo. El capítulo anterior (XXII) aclara
el no confesado motivo de su presencia: la muerte, por su culpa
sin confesión, de don Santos, su entierro civil. Esto ha venido en
descrédito del magistral (cap. XXII). Sin embargo, éste olvida
a Vetusta, concentra su atención en su corega, en don Alvaro.
La compensación es la nueva promesa de obediencia de doña
Ana (“estar a los pies del mártir que matan a calumnias”) (ca-
pítulo XXIIT).
En 1 d) llegamos al climax; las relaciones se aclaran, como
dijimos. Se observan dos núcleos precisos: uno (capítulos XXIV
y XXV) en torno al lunes de Carnaval y al baile del casino; otro
en torno a la Semana Santa (cap. XXVI). En el primero ve Ana
por primera vez con claridad las direcciones de las fuerzas que
se la disputan; en el segundo, la reacción del “deber” frente al
“deseo” llega al máximo en Ana: de allí no podrá pasar, necesa-
riamente el desenlace de la novela traerá el resbaladero inelu-
dible, consecuencia de la hybris de Ana. En efecto, los dos capi-
tulos del primer núcleo, conectados, como en otros casos, por
la sucesión temporal íntima (“Al día siguiente...”), ofrecen el
primer triunfo positivo de don Alvaro (cap. XXIV; “lástima
que la campaña me coja un poco viejo”); Ana ve el abismo a
que el deseo puede conducirla; a la vez, la reacción contra el
deseo le lleva a comprender la dirección de don Fermín; se
hunde así el más firme apoyo del deber, y el deseo aun parece
— 157 —

más temible (“ahora no tenía al magistral para ayudarla”) (ra-


pítulo XXV). De igual modo, el magistral se descubre a sí mis-
mo, ya sin sofismas, su relación con Ana; el “deber” de doña
Paula se le olvida, y sólo permanece el deseo (cap. XXV). La
soledad de la Regenta no puede persistir; da la última batalla:
que coincide con el triunfo del magistral sobre Vetusta con la
conversión de Guimarán (cap. XXVI): Vetusta a sus pies, la Re-
genta a sus pies. La relación Vetusta-Magistral ha vuelto al
equilibrio anterior; pero ahora Vetusta se reduce exclusivamen-
te a su corega don Alvaro, y el resto de la novela nos mostrará
sólo esta relación don Alvaro-don Fermín: ya sólo es el deseo la
fuerza que se agita en don Fermín. Y en la Regenta igual: que-
da sojuzgada al qué dirán de Vetusta, avergonzada de su exce-
so. Las relaciones tienen ya una sola dirección posible. Ana, so-
metida al consenso de Vetusta, arrepentida de su exaltación, re-
accionando contra la absorción de don Fermín, queda ya única-
mente expuesta al influjo de don Alvaro. Don Fermín, triunfa-
dor al parecer, ya no se preocupa de Vetusta: avergonzado de
su exceso (cap. XXV), ya no se atreve a ser activo para atraer a
la Regenta; sólo le queda el aspecto negativo: la preocupación
el
del otro, de don Alvaro. Vetusta, acallada en su lucha contra
va a
magistral, vencedora contra el aislacionismo de doña Ana,
ser espectador más o menos connivente de la atracción de don
Alvaro. Lo que se espera es esto: intensificación de la relación
positiva Ana-Alvaro, y de la negativa Alvaro-Magistral.
Todos los capítulos (XXVIL-XXX) de la sección final (como
ocurrió ya en el XXIV) comienzan con un diálogo, del cual por
asociación de antecedentes surgirá la acción precedente y si-
guiente; nos ofrecen varios momentos, dinámicos, mientras en
la parte presentativa y en la primera sección de la segunda lo
que predominaba era la iniciación estática del capítulo: un pai-
solía comenzarlos. Los capítulos XXVII y
saje o un hombre
XXVIII son más o menos corolario de la acción de la narración
precedente, centrados en torno al 29 de junio. Del diálogo inicial
se pasa al procedimiento del paso atrás; aquí “Clarín” no recu-
rre sólo al monólogo interno, hace falta variedad: y así, utiliza
otro artificio, la hojeada de sus memorias por la Regenta, desde
— 158 —

su enfermedad a raíz de la procesión. El 29 de junio, romería de


San Pedro, el magistral —con la tormenta— recae en la hybris,
no por deseo positivo, sino por celo negativo; definitivamente
se siente en ridículo y desaparece totalmente su acción de signo
positivo. El otro, don Alvaro, lo aprovecha para reafirmar sus
posiciones: y así, insensiblemente llegará una noche del verani-
llo de San Martín (cap. XXVIII): Ana no tiene ya otra salida.
Los capítulos XXIX y XXX forman otra subunidad. La úni-
ca relación pendiente es la del magistral respecto de Alvaro:
aniquilarle. El instrumento tiene que ser Quintanar: descubre
el adulterio (cap. XXIX), decide el duelo y muere (cap. XXX).
Mientras más de un mes se ha pasado en pocas páginas, mien-
tras la narración complicada de idas y venidas de personajes se
acumula al principio del capítulo; empieza ahora una narración
tranquila, detallada, dentro del mismo capítulo y desde el pun-
to de vista de Quintanar: “Al día siguiente, 27 de diciembre...”
todo ello con predominio del monólogo interno. Del mismo mo-
do despacioso se empieza el capítulo XXX, donde la acción pa-
rece caer en manos de Frígilis; con el monólogo de don Víctor,
se cruza la agitación de don Fermín. Luego, nada: de nuevo la
narración cortada, de idas y venidas, hasta: “Murió Quintanar
a las doce de la mañana”. El epílogo, dentro del capítulo XXX,
es una especie de resumen de la novela. Vetusta sigue igual: las
nubes del Corfín, el paseo; no ha pasado nada. Sólo la Regenta
en su soledad, don Fermín en la suya. ¿Posible arreglo? Nunca:
el final terrible de la novela. Los dos islotes seguirán aislados,
más aún que al principio, con el poso ácido de la experiencia fa-
llida. Y la obra se muerde la cola: de octubre a octubre, de la
catedral a la catedral: al principio “el viento sur, caliente y pe-
rezoso, empujaba las nubes blanquecinas...” (cap. 1); el final,
también “una tarde en que soplaba el viento sur, perezoso y ca-
liente...” (cap. XXX). No ha pasado nada, Vetusta indiferente.
Los que tientan a los dioses, queriendo salir de la niebla, reci-
ben su castigo. Hay cierta moraleja de anánke de tragedia
griega.
Pero aquí, el que tuvo en sus manos el destino, es piadoso.
Es Frígilis, don Tomás Crespo. ¿Qué representa este personaje
— 159 —

en la obra? Aparece de refilón al principio de la novela, se anun-


cia su aparición (cap. 1) como persona algo excéntrica. Poco a
poco conocemos su aspecto, su vida, sus reacciones, siempre so-
brias y moderadas. No falta algún detalle ridículo en su etopeya
(como en todos los demás personajes): el intento de injertar
gallos ingleses. Pero aparte esto, es el personaje más equilibra-
do de la obra (como por otro lado lo es también el médico Bení-
tez). Es una figura marginal; como en muchas obras de grandes
re-
pintores, este personaje de entre bastidores es en gran parte
dueño
flejo del autor, casi es en algunos momentos decisivos el
opuesto
de la acción. Ante todo, don Tomás Crespo es lo más
repre-
que puede darse a Vetusta. Es su contraste. Si Vetusta
el mundo
senta el mundo civilizado, Frígilis es la Naturaleza,
expresa-
natural, incontaminado de vicios, puro. Se nos dice
tranquilamen-
mente: su vocación era la Naturaleza, la adoraba
fauna y la
te con culto poético “nada romántico”, estudiaba la
y amaba la
flora, meditaba como un filósofo de la naturaleza
en el cual
vida al aire libre, la soledad del campo, adentrándose
encerrado
al huir de Vetusta su alma se ensanchaba, mientras
en el tea-
tropezaba con los muebles, se aburría y se constipaba
Si Vetusta
tro, y en Vetusta para él lo “mejor era el arbolado”.
Frígilis hablaba
amaba la charla gárrula, la crítica, el chisme,
convencer
poco, no discutía, opinaba lacónicamente sin intentar
Frígilis
a nadie. Ante los habitantes de Vetusta tenía siempre
despreciaba la
dispuesta la sonrisa comprensiva y de perdón:
pobreza de espí-
opinión de sus paisanos, los compadecía por su
culpa ella. El
ritu: “la humanidad era mala; pero no tenía la
el vetus-
oidium consumía la uva, el pintón dañaba el maíz...;
su pintón, ¿qué
tense tenía la envidia, su oidium, la ignorancia,
a todos
culpa tenía él..? Disculpaba todos sus extravíos, perdonab
de él a los po-
los pecados, huía del contagio y procuraba librar
mezclar y con-
cos a quien quería”. Todo lo quería armonizar,
la norma era
fundir; todo era para Frígilis uno y lo mismo:
sin pervertir, sin
“adaptarse al medio”. Es el hombre natural,
preocupaciones,
prejuicios, que aborrece los sistemas, libre de
de todas. Este
inclusive la de no tenerlas, que es la más tonta
amplio y acoge-
ente excepcional, íntegro e incorruptible, pero
— 160 —

dor, es un incomprendido en Vetusta. El comprende todo porque


“somos frígilis”, pero ¿cómo le ven sus paisanos? Le llaman so-
námbulo, chiflado, tontiloco, espiritista, que “ni siquiera viste
de persona decente” (siempre llevaba cazadora y larga bufanda
arrollada), sin escrúpulos (social-vetustenses, se entiende). In-
cluso su gran amigo, don Víctor, en los ratos de acrimonia, le
juzga un soñador, un sonámbulo, impasible: “era un estuco”,
“era un marmolillo”.
Por el contrario la Regenta, aunque en sus accesos de histe-
ria le juzgue con rencor (por ser Frígilis el culpable de su ma-
trimonio), le aprecia y al final buscará en él su único paño de
lágrimas. Destaca tanto frente a Vetusta, que la Regenta escri-
be de él: es “el único grande hombre que conozco de vista”.
Este personaje marginal parece llevar en efecto, muy discre-
tamente, los hilos de la acción. El presentó a Quintanar a las
tías de Ana; él convenció a ésta de su matrimonio (“él había
tenido la culpa”, como pensaba más tarde Anita); él es el que
avisa a (Junitanar: “Anita no es feliz”; él presiente el peligro:
“Anita era de carne y hueso”; él disuade a don Víctor de acti-
tudes calderonianas; él maneja a Alvaro como a “una zapati-
lla”; ; él es el único que comprende (además de Benítez) la si-
tuación de Ana: “¿Por qué se hizo mística..? Y la pobre... tam-
bién tuvo que sufrir ataques, creo yo, de otro lado... de... Pero,
en fin, de esto no hablemos. ¿Por qué luchó como luchó sin du-
da” Porque te quería..., porque te quiere... te quiere mucho”;
él protegerá, se desvivirá por la pobre viuda.
No decimos que Frígilis sea el autor, pero sí que en él depo-
sitó éste su más profunda conciencia: la comprensión piadosa
hacia todas las criaturas.
Del juego de Frígilis con las fuerzas de la novela, resulta una
enseñanza clara, fuera o no consciente en “Clarín”: sólo en la
alegría, bondad y sencillez de la Naturaleza puede encontrarse
el sosiego. Mientras en Vetusta todos quedan con su odio o con
su pena, sólo Frígilis permanece en su inalterable serenidad.

E. ALARCOS LLORACH
ASPECTOS DE «CLARIN»

POSICION DE COMBATE

alguno—
En la provincia española viven —de seguro queda
oficial, des-
hombres así: desempeñan por la mañana su función
o en algún café
pués de comer asisten a la tertulia en el Casino
un despacho
propicio, dan un paseíto, y luego, en la soledad de
literatura. Leen
lleno de libros, se sumerjen en las delicias de la
res son, por
y escriben. Extravagancias, claro, pero estos homb
nas, que ta-
lo demás, tan buenos ciudadanos, tan amables perso
intrascen-
les pecadillos suelen perdonárseles como devaneos
dentes.
e de esos.
Hace cincuenta años, en Oviedo, vivió un hombr
sus con-
Un hombre que en muchas cosas sentía y pensaba como
s y los
ciudadanos; se preocupaba por los asuntos municipale
debates de campanario (incluso fue concejal), por las partidas
ra en la Fa-
de billar y también, algo, no demasiado, de su cáted
letra ga-
cultad de Derecho. Y ese hombre es el mismo que con
ciones
rrapatosa gastó horas y años en escribir novelas y narra
equiparables a las mejores de su época.
excesos,
Leopoldo Alas escribía artículos, paliques y otros
ayu-
para ganarse la vida, porque necesitaba un público que le
dara a sacar adelante la familia; los pergeñaba en la biblioteca
— 162 —

del Casino, impaciente por reanudar la partida y sin importarle


un bledo la calidad de lo conseguido (1). Otras veces, desde la
soledad de su despacho o en el sosiego del refugio aldeano, es-
cribía a su gusto, sin prisa, no pensando en el público, ni en el
periodista, ni en el éxito, por puro deleite y por necesidad de
dar forma a ideas y a personajes que le preocupaban. En su ca-
beza y en su corazón alentaban imaginaciones tan vigorosas que
el novelista no podía resistirse a darles vida: “Almacenaba todo
en su cerebro, lo utilizaba cuando la inspiración febril casi se
lo pedía o se lo imponía” (2).
Tenía Alas sensibilidad muy fina y captaba con precisión los
problemas de la época. Idealista y clarividente, nunca se resig-
nó al predominio de la chabacanería. Como uno de los grandes
males del país lo denunció repetidas veces, dedicando parte de
su tiempo y de sus afanes a la tarea de combatirlo y poner en
la picota a mentecatos, simuladores y audaces sin talento: “la
marea sube, cada vez se piensa y se lee y se siente menos; se
vegeta, se olvida la idealidad, se abandona la tribuna y la pren-
sa a los ignorantes, audaces e inexpertos... y se aplaude lo malo,
se intriga, y se crean reputaciones absurdas en pocos días; y
es inútil trabajar en serio, ahondar pensando, ofrecer la delica-
deza y el sentimiento en el arte” (3).
Contra esta chabacanería, que es, al mismo tiempo, incultu-
ra e indiferencia, se movilizó Clarín, convencido de que si no
se le atajaba acabaría corrompiéndolo todo, destruyéndolo todo.
Curado de “vanidades cortesanas” y de “la manía de los honores
y oropeles políticos y otras de su especie”, quizá pensaba en al-
guno de sus convecinos cuando escribía: “Tanto imbécil ha sido
cuanto hay que ser, que ahora aquí las grandezas humanas sólo
pueden desearse si llevan anexos buen sueldo y derechos pasi-

(1) Adolfo G. Posada: Leopoldo Alas, Oviedo, 1946, página 158.


(2) A. G. Posada: Autores y libros. Valencia. 1909, página 172.
(3) Palique, página XXI,
— 163 —

vos” (4). No es escepticismo, ni responde la frase a un movi-


miento de malhumor: expresa con sinceridad el desdén hacia
distinciones que, por ser atribuídas con sospechosa frecuencia a
trapisondistas y memos, perdían su posible virtud estimulante.
Unicamente en un país caracterizado por la indiferencia pu-
do prosperar ese igualitarismo confusionario, beneficioso para
quienes encubrían su vaciedad con la máscara de un título o
cargo que les permitía pasar por lo que no eran. ¿País de cie-
gos? No: país de compadres. La chabacanería manteníase y se
desarrollaba a la sombra del compadrazgo, proliferante y osten-
toso, no limitado al ámbito de las letras, sino alcanzando todo e
hiriéndolo todo con su dedo corruptor.
“No tienen aplicación a nuestro país —decía Alas— los argu-
mentos que en otros suelen emplearse para negar la eficacia de
aquella sátira cuyo objeto es la literatura. ¿A qué combatir lo
malo? Se destruye ello mismo; lleva en sí el germen de su co-
rrupción; ¿a qué fijarse en lo que, por insignificante. no llama
la atención del público? Aquí no sirve decir esto; aquí lo insig-
nificante es alabado por una seudocrítica tan ignorante y necia
como popular y propagandística. Gracias a esa crítica de perió-
dico callejero, en cuanto alguien dice una tontería lo sabe toda
España. Podría creerse que entre nosotros la facilidad y rapidez
de las comunicaciones había servido principalmente para acre-
ditar disparates” (5). No nos dejemos distraer por las referen-
cias a la literatura. Es el objeto inmediato de su comentario. pero
la preocupación ahonda más, y el tema del compadrazgo, como
el de la chabacanería, tiene calado nacional. Un país de compa-
dres será un país sin horizonte y sin futuro: un país donde el
escritor serio y honesto deberá ceder ante el compinche de tur-
no y se verá, por lo tanto, incitadoa buscar en la trampa lo que
no obtendría por el esfuerzo inteligente y arduo.

(4) Ensayos y Revistas, página 15.


(5) Museum, página 46.
=M04

Durante un cuarto de siglo sostuvo* Alas su batalla particular


contra el compadrazgo y sus derivados. Batalla ininterrumpida
que es preciso valorar partiendo de intenciones más que de re-
sultados. No se le ocultaría lo baldío de una crítica meramente
destructiva y ejercida casi siempre sobre mediocres, llamados a
desvanecerse de natural desvanecimiento en cuanto cedieran las
circunstancias que los sostenían en plano superior al verdadera-
mente suyo.

EL INCENTIVO PATRIOTICO

Es un error juzgar los trabajos que llamaba “crítica de poli-


cía” como adscritos a la crítica literaria. Considerados así, re-
sultan excesivos, inadecuados a los pobres objetos de su comen-
tario, pero si entendemos el estado de espíritu que le producía
la constatación de cuán poco adelantaba en su combate contra
los males predominantes, advertiremos que tienen distinta sig-
nificación de la que suele atribuírseles y una justificación clara.
No quisiera exagerar, pero, releyendo a Clarín a la luz del
medio siglo transcurrido desde su muerte, yo diría que algunos
de esos artículos, pocos valiosos como “crítica literaria”, están
justificados en cuanto responden a estímulos patrióticos. ¿Qué
le importaba, en suma, el éxito o el fracaso del poetastro Pérez
o el dramaturgo Fernández? Como casos particulares, evidente-
mente nada; mas esos éxitos le parecían síntomas de una dolen-
cia nacional. Precursor de la generación noventayochista, a Leo-
poldo Alas le dolían los males de España y por corregirlos era
capaz de sacrificarles tiempo y energías que pudiera haber de-
dicado a la creación literaria. A sus ojos, Pérez y Fernández no
existían; eran meros símbolos de vicios a corregir, y si les aco-
saba, si procuraba atacarlos con todas las armas y desde luego
con la del ridículo, por parecerle la más eficiente para domeñar
la presuntuosa necedad de los plumíferos infautados, no lo
— 165

hacía casi nunca, según se afirmó con malevolencia, movido por


razones personales, sino por deseo de contribuir al saneamiento
de la sociedad española en el punto y coyuntura donde le era
posible ayudar a dignificarla.
“La nulidad lo invade todo. El verdadero ingenio la estorba,
y le acoquina; se habla en voz baja y hasta se conspira en los
periódicos en nombre de una democracia absurda: la democra-
cia del ingenio” (6). A esa nulidad, ente abstracto, y no a los pe-
queños seres concretos en quienes encarnaba, se dirigieron los
ataques de Alas. Basta observar la frecuencia con que generali-
za para darse cuenta de que los disparos apuntan a la corrup-
ción difusa que el compadrazgo introdujera en la vida del país.
“La nulidad lo invade todo”, es contestación de un hecho desola-
dor y grito de alerta lanzado para que le oyeran quienes podían
remediar el daño.
¿Y quiénes podían? Volviendo a lo literario, terreno donde
pisaba firme, porque conocía el personal y las costumbres (no le
hubiera sido difícil poner nombres y apellidos, al describir la
situación), después del viaje a Madrid que dio título a uno de
sus folletos, escribió así: “Júntanse autores y críticos, la corte-
sía les impone la alabanza, el amor propio convierte en sustan-
cia las fórmulas de la cortesía, la vanidad se sube a la cabeza, y
a poco rato de estar juntos, todos están borrachos de vanaglo-
ria; hay luz en todos los ojos, carmín en todas las mejillas; to-
dos ríen, las carcajadas se toman por esprit, cualquier salida de
tono pasa por rasgo de ingenio: aquello es una orgía de vani-
en
dad... Y ¿cómo huir de esta vida artificial y falsa, viviendo
Madrid, en ese Madrid literario tan pequeño? Punto menos que
a-
imposible. Habría que ser un asceta. Pero un asceta, ¿continu
n está
ría siendo crítico?” (7). El detalle de la vanidosa inflació
des-
observado con exactitud, y también la dificultad de criticar
de dentro hechos y circunstancias en que se participa.
(6) Nueva campaña, pág. 6.
(7) Un viaje a Madrid, pág. 11.
— 166

El drama —pues de drama y no de comedia se trata— admite


trasposición a zonas distintas, a ámbitos más vastos, de que el
mundillo literario es simple reflejo. Toda la vida del país pade-
cía análogas taras: rientes a coro, atribuyéndose mutuamente
talentos de que carecían, mundanos y políticos, vivían también
la francachela del compadrazgo. La vida española era una tosca
suplantación que estaba reclamando con urgencia el cauterio de
sinceridad aplicado por Alas. Como luego, años después, reco-
mendara Unamuno, era necesaria la voz insobornable capaz de
llamar imbécil al imbécil e ignorante a quien nada sabía. No tu-
vo Clarín la voz imprecante, altanera y osada del rector salman-
tino, pero a su modo, con el arma menos estridente, pero no me-
nos mortífera, de la sátira, inició la tarea de higiene pública que
creía necesaria.
Este incentivo patriótico explica los elogios que dedicó a
quienes consideraba los grandes españoles de su tiempo. Apenas
resulta concebible que inteligencia tan aguda como la suya no
formulara mayores reservas al comentar obras y actividades de
gentes como Menéndez Pelayo y Castelar —por mencionar dos
de sus más claras y justificadas devociones—. No era don Mar-
celino “un poeta muy bueno” (8), como él aseguraba, ni Caste-
lar “artista como pocos, poeta épico en prosa, novelista o como
quieran llamarle cuando traza síntesis luminosas de épocas de-
terminadas de todo un ciclo de civilización; y aun más artista
cuando reviste las ideas con las formas materiales con que
pa-
san por el mundo y sabe pintar como nadie pasiones, caracteres
,
costumbres, trajes, edificios, naturaleza, movimiento y
sonidos,
cuanto cabe que pinte la pluma, a su modo” (9). Exageraciones
en que llevan su parte la amistad y el entusiasmo, pero
que vis-
tas a la luz del sentimiento patriótico, regenerador,
de Clarín,
tienen un sentido muy claro.

(8) Nueva campaña, pág. 166.


(9) Un viaje a Madrid, pág. 38.
— 167 —

Por natural impulso «de compensación, sentía necesidad de


exaltar lo español en sus manifestaciones más nobles, y al ha-
cerlo, trataba de restablecer el equilibrio arruinado por el com-
padrazgo igualitario, poniendo a cada cual en el lugar que le
correspondía. ¿No se trasluce en esto, también, el hombre de de-
recho, el hombre para quien la justicia es virtud exigible sin
contemplaciones, siquiera en apariencia ese absoluto implique
trastorno? Sí; el espíritu de justicia influía en el escritor, a
quien el trastrueque de valores implícito en el democrático “to-
dos somos iguales”, le parecía insoportable inmoralidad. Recuér-
clarinia-
dese este aspecto de la personalidad y de la formación
batalla
na, si se desea entenderle y entender su actitud en la
librada.
de sus
No desconoció lo deleznable y perecedero de muchos
inutiliza-
paliques y sátiras, llamados a provocar la sonrisa que
os pen-
ra a un necio. Si aceptó ese derroche de su talento, debem
, refleja
sar que la decisión, mantenida contra viento y marea
. Su ac-
algo más que la voluntad o la necesidad de ganar dinero
titud sólo se justifica en función del patriotismo.
es de
Sus colaboraciones en Madrid Cómico y otros papel
son polémi-
parecida vitola están teñidos de intención política;
La política le
cas de orden político tanto o más que literario.
nza por ha-
atraía, le seducía verdaderamente, y merece alaba
cuanto crítico, la presión de esta suerte de
ber resistido, en
hacía ol-
inclinaciones. Más aún: el acuerdo con el artista le
vidar el disentimiento con el político.

AMISTADES EJEMPLARES

o a Senador
Cuando Menéndez Pelayo se presentó candidat
orero más ac-
por la Universidad de Oviedo, Alas fue su elect
para vencer.
tivo, y quien le informó sobre la táctica adecuada
última instan-
No sólo la amistad; el espíritu de justicia y, en
bajo la tex-
cia, el patriotismo, siempre presente, en filigrana,
— 168 —.

tura de sus afanes, le impulsaron a luchar por el mejor. Sus


amistades estaban, además, establecidas partiendo de la simpa-
tía intelectual, de la admiración a la obra literaria; por admi-
ración al escritor llegaba a estimar y querer al hombre.
Ejemplo conspicuo de relaciones así establecidas es la for-
jada entre Clarín y Pereda, según fue afirmándose el robusto
talento de éste. Alas no regateó censuras a El buey suelto y a
De tal palo tal astilla, ni escatimó aplausos cuando en obras
sucesivas se alejó el novelista montañés de los que aquél lla-
maba “pecados de trascendentalismo”. Al final fueron amigos
y Pereda visitó Oviedo, principalmente para conocer y tratar a
su crítico.
A menudo se pondera, por contraste contra lo después acon-
tecido, este tipo de amistades ejemplares (amistades “siglo
XIX”, diríamos, pues en él se dan con abundancia caracterís-
tica) entre hombres de opuesta ideología. Por lo antagónico de
las mentalidades, suelen destacarse las parejas Galdós-Pereda,
Galdós-Menéndez Pelayo, Alas-Pereda y Alas-Menéndez Pe-
layo. Don Gregorio Marañón ha escrito sustanciosas páginas
sobre el tema, mas aún cabría intentar el análisis desde un
punto de vista que lleva en sí, latente e iluminadora, la expli-
cación del fenómeno.
El punto de vista del patriotismo. Cualquiera de esos escri-
tores sentía sus ideas con pasión y fidelidad. Tuvieron, es cier-
to, una zona de coincidencias más considerable de lo que ellos
mismos pensaban y sus discrepancias no alcanzaban tan hondo
como imaginan los simplistas. Pero en dos o tres cuestiones
de
suma importancia sus pareceres andaban encontrados y
ten-
dían a soluciones opuestas. No es lícito suponer que se
trataba
de problemas subalternos, porque no lo eran, sino esencia
les,
ni considerarlos superados —y ya entonces advertidos en
tran-
ce de superación— porque no lo están, sino todavía —cincu
en-
ta años después— vivos y acuciantes a través de la atmósf
era
espiritual de nuestro tiempo.
—- 169

Esos hombres fueron. capaces de reconocer talento al adver-


supo-
sario e incluso de alegrarse de que lo tuviera, en cuanto
era tam-
nía enriquecimiento de algo que, siendo un concepto,
o, y, a
bién, y antes, una realidad: la patria. Españoles primer
supera-
regular distancia, hombres de partido, su españolismo
se desvane-
ba a su partidismo, que al enfrentarse con aquél
Menéndez
cía casi totalmente. Cuando Alas habla de Pereda o
que su sig-
Pelayo le importa más su grandeza como artistas
de los gran-
nificación política. Habituado a la frecuentación
Menéndez Pelayo
des espíritus, le enorgullecía encontrar en
de la inte-
una inteligencia de primer orden, uno de los pares
ligencia europea.
con Gal-
Pereda, tradicionalista y reaccionario, intimaba
en voz baja, casi
dós, republicano y progresista, porque (lo diré
matiz retórico)
en susurro, para quitar a la afirmación todo
el amor a España.
ambos se reconocían patriotas y unidos en
engrandecerla, pero
Discrepaban respecto a los métodos para
diferente, e incluso
sin negar la buena fe de quien pensaba
posibilidad de error
—aunque no lo confesaran— admitiendo la:
a de Menéndez
en la actitud propia. Alas apoya la candidatur
deraciones de otro
Pelayo porque sitúa, sobre las políticas, consi
mejor representada
orden; la Universidad —pensaba— estará
representante. Perogru-
cuanto más digno e inteligente sea el
implícitamente en tela
llada, claro, pero con frecuencia puesta
de juicio.
smo,
Analizando los acontecimientos en función del patrioti
ta lógico. Siguiendo
el apoyo de Alas a Menéndez Pelayo resul
del laberinto y des-
este sólido hilo pudiera llegarse al final
niana. Por ejemplo,
entrañar las complejidades del alma clari
la novela sentimental,
su defensa de la novela psicológica, de
por razones estéticas
incluso, necesaria en España no tanto
e política, no de me-
como por motivos políticos (de alta y nobl
imiento —decía—, no-
nudencia partidista): “La novela de sent
bien a nosotros, no
velesca en este sentido, nos vendría muy
— 170

como triaca de excesivo análisis intelectual y filosófico, que


tampoco sobraría, sino como remedio de nuestra castiza seque-
dad sentimental” (10).
Bien estaba el realismo a la española, el realismo racial,
pero la novela realista no agota las posibilidades del género.
Esta constatación le incitó a señalar la falla y a escribir dos
novelas, La Regenta y Su único hijo, menos naturalista la pri-
mera de lo que es corriente pensar, y fracamente analítica y
psicológica la segunda.
En un extenso estudio reciente, el profesor Baquero Goya-
nes demuestra la filiación romántica de Su único hijo: “Clarín
se burla [en esa novela] del romanticismo, pero no desde una
perspectiva naturalista o desde un fácil costumbrismo antirro-
mántico. Se burla desde dentro del mismo romanticismo,
sir-
viéndose de su lenguaje como de un arma de dos filos
con la
que se pueden suscitar efectos cómicos, paródicos o irónico
s,
pero también efectos delicadamente emotivos” (11). No
puedo
detenerme a comentar este párafo y me limito a señalar
lo al
lector, para que medite las afirmaciones en él contenidas.
Lamentaba Alas que la evolución novelesca no hubie
ra lle-
gado en España a los extremos alcanzados en
otras literaturas.
Echaba de menos, por ejemplo, un Jorge Sand
español, y no
por considerar excepcionales sus novelas sino
por creerlas re-
presentativas de algo que, faltando, dañaba con
su ausencia el
panorama general de nuestra narrativa: neces
itaríamos “un
Jorge Sand español, momento literario que
no hemos tenido y
que hubiera sido aquí más oportuno que reali
smos y naturalis-
mos, con ser éstos bien venidos” (12).
|
En el mismo artículo precisaba sus deseos
y los justificaba:
“La novela española, que ha sido poco psic
ológica, apenas ha
(10) Ensayos y Revistas, pág. 156.
(11) Mariano Baquero Goyanes:
Una novela de "Clarín”: “Su
único hijo”, pág. 36.
(12) Ensayos y Revistas, pág. 157.
— 1711 —

sido apasionada, además de no ser poética. Hoy, para ser Jorge


Sand, al pie de la letra, es tarde; pero quiera Dios que, inspi-
rándose en las natillas y merengadas que a doña Emilia empa-
lagan, aparezcan novelistas, poetas, psicólogos sentimentales y
piadosos, no para eclipsar, que sería difícil, pero sí para com-
pletar la obra de los Galdós, Peredas, Valeras y Alarcones” (13).
Le importa llenar el hueco, colmar el bache. Su defensa de
la novela psicológica puede entenderse como alegación pro do-
mo sua, pero me inclino a pensar que la sensación de ese vacío
le perturbaba e, incluso, que escribió Su único hijo —adscri-
bible a la literatura llamada por él “particularmente estéti-
ca”— pensando en la necesidad de hallar fórmulas narrativas;
recuérdese que postula la novela movelesca como revulsivo
contra “nuestra castiza sequedad sentimental” y, según eso, al
defenderla está pensando en una característica racial que de-
searía reformar, en una deficiencia española cuyo correctivo
imagina.
Apunta simultáneamente a dos blancos: uno estético, de en-
riquecimiento y ensanchamiento del área de lo novelesco, y
otro político, de modificación y enriquecimiento también del
alma española. La novela, imagen de España y de lo español, le
muestra los puntos débiles del alma española y a la novela re-
curre para impregnar ese alma, un tanto reseca, de anhelos,
sentimientos y romanticismos. Los “psicológos sentimentales y
piadosos”, de que habla, quizá lleguen a hacer plausible la ima-
gen de almas distintas, impregnadas de sentimiento y de pa-
sión, y puedan, por la seducción de sus creaciones, suscitar imi-
taciones que ayuden a reducir la “castiza sequedad” de que se
lamenta.
MORALISMO

Junto al patriotismo, el moralismo; junto a la pretensión


regeneracionista, la preocupación moral. Unidas contribuyen a

(13) Ibidem, pág. 157.


« 172 —

formar el carácter, la persona de Clarín. Don Adolfo Posada,


amigo íntimo y compañero suyo en el claustro de la Universi-
dad de Oviedo, escribe: “Alas fue toda su vida un espíritu
esencialmente religioso, un apóstol de la religión de la belleza
—a lo Ruskin—, de la religión de la moral —a lo Krause y...
a lo Tolstoy, son compatibles— y de la religión a la manera de
nuestros místicos. Toda su labor revela la preocupación ética
del krausismo, recibida de Giner, y la preocupación estética,
que era en él instinto quizá el más sustancial y profundo” (14).
No entro por el momento en el análisis de la preocupación es-
tética; reconociéndola sin vacilación como ingrediente esen-
cial de la personalidad clariniana, paso a estudiar el moralismo.
La consideración del amor y de lo que el amor representó
en su vida servirá para dejarnos ver mejor este aspecto de
Alas. Intelectual y hombre de hogar, marido y padre ajeno a
frivolidades y devaneos, su figura se opone a la del aventure-
ro, al donjuanismo provinciano cruelmente retratado en el Al-
varo Mesía de La Regenta. Hablando del amor, en la intimidad
de una carta a José Quevedo, decía: “No admito que el amor
sea una cosa ilegislable, inefable, indefinible. No admito el
amor como pasión” (15). Entendió el amor —Unamuno coin-
cidiría luego con él— como dulzura de la mujer-madre, en la
diaria costumbre de lo apacible y sencillo, rompeolas y defen-
sa contra embates exteriores.
En Su único hijo, tan malparado resulta el romanticismo
desteñido y turbio de Monis como la prosaica necedad de En-
ma, a quien se contagia la “idea vaga y pérfida de la gran pa-
sión”, que Alas creía uno de los más nefastos inventos de la
época. La gran pasión de Enma, como la de su homónima Bo-
vary, es un espejismo. En la pobre Bovary tiene, por lo menos,
autenticidad, y responde a un estado de espíritu anhelante
e
inquieto que en aquélla no existe. En la novela de Clarín, Bo-
(14) Adolfo Posada: Leopoldo Alas, pág. 223.
(15) Ibidem, pág. 139.
— 173 —

nis es el único personaje capaz de sentir desde el espíritu y


el único, por lo mismo, capaz de transfigurarse y de transfor-
mar una situación grotesca en una situación de engrandeci-
miento moral.
El protagonista deja de ser ridículo cuando a la revelación
de que “su hijo” no es suyo, sino del organista, replica sonrien-
do, “como estaba sonriendo San Sebastián, allí cerca, acribilla-
do de flechas”, con palabras que si de él no se esperaban, tam-
poco sorprenden, porque se le nota transfigurado y ennobleci-
do por el amor paternal: “Serafina... te lo perdono... porque
a ti debo perdonártelo todo... Mi hijo es mi hijo. Eso que tú
no tienes y buscas, lo tengo yo: tengo fe, tengo fe en mi hijo.
Sin esa fe no podría vivir. Estoy seguro, Serafina; mi hijo... es
mi hijo. ¡Oh, sí! ¡Dios mío! ¡Es mi hijo..! Pero... ¡como puña-
lada, es buena! Si me lo dijera otro... ni lo creería ni lo senti-
ría. Me lo has dicho tú... y tampoco lo creo... Yo no he tenido
tiempo de explicarte lo que ahora pasa por mí; lo que es esto de
ser padre... Te perdono, pero me has hecho mucho daño. Cuando
mañana te arrepientas de tus palabras, acuérdate de esto que
te digo: Bonifacio Reyes cree firmemente que Antonio Reyes y
Valcárcel es hijo suyo. Es su único hijo... ¿Lo entiendes? ¡Su
único hijo!” (16).
A lo largo de esta novela, el amor “pasión” no deja de pare-
cer ridículo. Romanticismo de guardarropía y sórdido naturalis-
mo contribuyen a realzar la miseria de unos episodios más Có-
micos que trágicos: no hay en ellos la intensidad vibrante en
muchas páginas de La Regenta, donde por lo demás el análisis
de los sentimientos lleva a conclusiones semejantes. La escena
final de Su único hijo revela la transfiguración del protagonis-
ta, preludiada en las páginas precedentes, y admirable por cómo
acuerta a expresar la sublimidad del sentimiento que la produce.
Este sentimiento es el amor paternal, que, en su grandeza,

(16) Su único hijo, pág. 436.


— 174 —

hasta puede inventar el hijo, negándose a escuchar la sórdida


verdad, porque se sabe en posesión de otra más profunda: el
hijo será suyo porque lo deseó y lo forjó con solicitud y deseo
del alma, mientras el seductor sólo pensó en el placer. La idea
de Alas aparece clara: ser padre es querer serlo, sentir la pa-
ternidad como estímulo susceptible de cambiar la vida y el hom-
bre; es pensar al hijo como prolongación de la vida, como ser
en quien han de cumplirse esperanzas e ilusiones que, gracias a
él, no parecerán frustradas sino diferidas.
Nadie, creo, ha llamado la atención hasta ahora, sobre la se-
mejanza existente entre el final de Su único hijo y el de Le Dia-
ble au Corps, de Raymond Radiguet, el joven “prodigio” fran-
cés. También en esta novela hay un padre verdadero y un mari-
do engañado que acepta la paternidad postiza, no grotesca sino
noblemente. Y se comprende que crítico tan avisado como Mau-
rice Nadeau considere la de Radiguet “obra de un narrador clá-
sico y de un moralista comparable a los más grandes, a Mme. de
La Fayette como a Chamfort o a La Rochefoucauld”. Moralista
como Clarín y por las mismas razones, aunque éste, superior co-
mo novelista, le aventaje también en la dimensión moral.
El amor paternal es palanca eficientísima, fuerza capaz de
trastrocar el ser de los hombres. El, y no el amor pasión, resul-
ta realzado en las obras de Clarín, a quien no sería lícito enten-
der insensible para el sentimiento amoroso en otras formas. Su-
perchería y El Señor son ejemplos de etéreo y delicadísimo
amor, y esos ejemplos están expuestos en tono que trasluce emo-
ción y respeto.
El naturalismo teórico de Alas y su delicadeza instintiva, ope-
rando conjuntamente en la creación, dieron lugar a narraciones
que sin renunciar a los avances de esa escuela literaria se dis-
tinguen de los productos corrientes en ella por la penetración
en zonas espirituales donde no tenían acceso los practicantes
de la estricta ortodoxia naturalista.
Moralista. su pensamiento obedecía a criterios firmes, a nor-
— 175 —

mas invariables: “contempló y estimó las cosas más sencillas y


al parecer más menudas con la mirada fija en lo absoluto” (17).
Se mantenía fiel al “eje diamantino” y entendía la existencia
como disciplina al servicio de la idea, de las ideas y las obras no-
bles. Ya sabemos cómo defendió su independencia y se quiso li-
bre, sin adscripción a grupos ni pandillas. Su vinculación a Cas-
telar estuvo asentada más bien en la estima por la rectitud y el
patriotismo del político, que en las coincidencias ideológicas.
Su moralismo estaba impregnado de catolicismo, y no solo
porque “en la patria de Melchor Cano, de San Ignacio y de San-
ta Teresa se necesita mucho lastre para decir cosas nuevas, co-
sas contrarias a las consagradas por la pátina del tiempo y por
los resplandores del genio” (18), sino porque lo sentía parte de
sí, padre de lo mejor suyo: “no bastan la desamortización y Es-
partero, y después Martínez Campos, para hacer tabla rasa de
la idea que se supone vencida y aniquilada. Además, todo lo que
sea sarcasmos contra la decrepitud tradicionalista, contra su de-
bilidad y derrota, son sarcasmos contra la memoria de un pa-
dre” (19). El respeto a lo tradicional y católico lo fundaba tam-
bién en el sentimiento de su arraigo en la conciencia española,
en la patria española; veía al país impregnado de religiosidad
y creyó en la conveniencia de mantener el statu quo.
En su excelente estudio “Clarín y Renán”, analiza Carlos
Clavería puntos esenciales del moralismo clariniano, confron-
tándolo con el del escritor francés. Es innecesario volver sobre
lo expuesto brillantemente por Clavería, pero quiero tomarle
prestada una Cita que me ahorrará muchas explicaciones-
“Como en la edad madura —escribía Alas— soy autor de cuen-
tos y novelillas, la sinceridad me hace dejar traslucir en casi to-
das sus invenciones otra idea capital, que hoy me llena más el

(17) Adolfo Posada: Leopoldo Alas, pagina 222.


(18) Palique, pág. 164.
(19) Ensayos y revistas, pág. 196.
— 176 —

alma (más y mejor ¡parece mentira!) que el amor de mujer la


llenó nunca. Esta idea es la del Bien, unida a la palabra que la
vida y calor: Dios. Cómo entiendo y siento yo a Dios es muy
largo y algo difícil de explicar. Cuando llegue a la verdadera
vejez, si llego, acaso, dejándome ya de cuentos, hable directa-
mente de mis pensares acerca de lo Divino. Hay quien nace pa-
ra joven y quien nace para viejo. Yo confieso que soy de los úl-
timos; pues, aunque tuve algún tiempo el orgullo de ser uno de
los más puros rumiantes de amor platónico, jamás las cosas ra-
ras y profundas que el amor de mujer me hizo sentir en la ju-
ventud fueron algo tan dulce, tan suave, tan de las entrañas, tan
mío, como esto que siento y pienso a veces, y que no va con ella,
sino con Dios y el universo suyo. Mi leyenda, mis ensueños
amorosos de Don Juan por dentro... Y a todas mis Dulcineas
les he sido infiel; y mi leyenda de Dios queda, se engrandece,
se mortifica, se depura y espero que me acompañe hasta la hora
solemne, pero no terrible de la muerte” (20).
La confesión es preciosa y —creo yo— sincerísima: la “idea
capital” que rige su obra, el eje en torno al cual se mueven sus
invenciones es la idea del bien: si Ana de Ozores se deja sedu-
cir por el presuntuoso Mesía es precisamente por falta de densi-
dad moral. El ambiente de Vetusta le ahoga porque lo enfrenta
partiendo de figuraciones librescas de ínfima calidad; carece
de sólidos criterios de valor y le falta esa “idea del Bien” que
le hubiera aclarado muchas otras.
Las quimeras en que se complace la Regenta responden a
sentimientos de frustración explicables por las circunstancias de
su matrimonio y el choque con el ambiente, pero la escena del
teatro —tan relevante que estoy por llamarla decisiva— no ha-
bría producido iguales efectos si el fondo moral del personaje
hubiera sido más firme.

(20) Cuentos morales, págs. VII y VII, citado por Clavería: Cinco
estudios de literatura española moderna, pág. 4,
— 17M —

Alas defiende a Zola porque está persuadido de la honrada


intención del escritor francés. ¡Qué absurdas y mal encamina-
das le parecieron las acusaciones lanzadas contra el naturalismo
en general y contra Zola en particular, tachándoles de compla-
cencia en la exposición de lo erótico! Con imagen certera bus-
caba la equivalencia adecuada a las obras zolescas: “... en los
libros de Zola el intento afrodítico es un deus ex machina, pero
no una delectación voluptuosa: se parece tanto a una tentación
de lascivia como puede parecerse una clínica de enfermedades
secretas” (21). Siempre el moralismo vigilando, incitando v
ejemplificando. Censura en Zola el “positivismo artístico”, pero
defiende la exhibición de lacras y pústulas en cuanto tiene una
finalidad purgativa inspirada en el propósito de hacer odioso el
Mal.
Para la transformación del teatro reputó necesaria “la pro-
fundidad ética”, elemento distinto de “el propósito trascenden-
tal, como se dice malamente; de la tendencia que también se
ha llamado” (22), pues no está constituído por la voluntad de
probar sino por la vigencia de un substratum ideológico, opera-
tivo sin alarde y sin moraleja, acaso por contraste, al informar
la obra entera, que debe ser expresión dramática de un conflic-
to moral. Ese elemento es necesario, incluso estéticamente, y si
falta se reduce la obra a un vaivén de personajes, desprovisto de
interés. La tendencia, en cambio, como la “trascendencia seu-
dofilosófica” que Alas censura en las novelas de Alarcón, son
exterioridades superpuestas, nacidas de una intención estética-
mente espúrea, del deseo de poner la obra literaria al servicio
de ideologías. Si el eticismo es exigencia Íntima, crecida, por
decirlo así, de dentro a fuera, las seudofilosofías y la voluntad
de probar vienen a la creación desde incitaciones ajenas al im-
pulso creador, al impulso en donde la obra —drama, novela o
poema— se origina.

(21) Ensayos y Revistas, pág. 33.


(22) Solos, pág. 60,
— 178 —

En Alas hay política y hay voluntad de probar, pero separa-


das y distintas de la obra creativa, de La Regenta, Su único hijo,
y las narraciones de menos extensión. El esfuerzo regenerador,
penetrado de patriotismo trascendente, cala porque le sustenta
el moralismo. Pulcramente separados los diversos estímulos que
movían su pluma, las obras novelescas son acaso las más exen-
tas de ganga politiquera, entre las escritas en su época por
gente de su talla mental. Bajo la corriente narrativa, bajo la ex-
posición de los conflictos novelescos palpita la preocupación
moral,

LA TERNURA

Una pincelada rápida, sin demasiada insistencia, al nivel del


corazón, para recordar la ternura de Alas, su inclinación viril a
dejarse conmover por las pobres gentes, los hombrecillos ridí-
culos, las familias desvalidas del “quiero y no puedo”, descen-
dientes del viejo hidalgo castellano que, para ocultar la indigen-
cia y el hambre, se echaba en las barbas miguitas de pan. De
punta a punta de Europa será necesario saltar si queremos ha-
llar otro escritor en cuya obra alcance la ternura tratamiento es-
tético tan eficaz; solo en Dostoiewsky encontraremos igual mi-
rada dulce y cándida, a punto de enturbiarse por una lágrima
difícilmente contenida.
En Alas la ironía compensa la ternura —y empleo el término
compensación en el sentido con que lo usan los médicos: contra-
punto adecuado y espontáneo para restablecer el equilibrio vi-
tal en un organismo amenazado— y sin destruirla, antes forta-
leciéndola en el debate y por el debate mantenido con ella, la
remansa dentro de fronteras que no puede traspasar sin trasfor-
marse en sensiblería, morbo cuya presencia en el hombre de le-
tras es indicio de enfermedad grave.
La ternura, así situada y contenida, es una luz suave que ilu-
mina rincones oscuros, almas anodinas; sucesos cotidianos y sin
Ni.

relieve. Uno de los descubrimientos del romanticismo consistió


en valorar líricamente la riqueza de la vida diaria; ver en los
hechos repetidos día tras día —pensamientos, gestos, actos—, en
las cosas triviales, apenas vigentes en la conciencia, de puro ob-
vias, la poesía soterraña y dulce, una vibración cuyos ecos, si sa-
bemos escucharlos con el corazón, dicen desde la lejanía alusio-
nes al misterio de nuestro ser.
Las gentes de quienes ríe el petulante señoritismo finisecu-
lar— petulante, pero menos bárbaro que sus herederos— encon-
traron en Leopoldo Alas analista inteligente y amoroso. Inteli-
gencia y amor para escudriñar sus vidas y entenderlas, para des-
montar la maquinaria espiritual y dar con el resorte que les ha-
cía vivir. Cesantes, pobretones, viejas medio locas, cursis... Sus
nombres: doña Berta, Zurita, Ventura (de Las dos cajas), Áve-
cilla... ¡Avecilla! ¿Se advierte cómo el nombre revela al hom-
bre, cómo expresa el ser a quien sirve para designar? ¡Casto
Avecilla! Inefable candor del mísero, tan atascado en la vulga-
ridad y en la pobretería que su tragedia parece tragicomedia,
más propia para burlas que para llantos.
Siente Alas el dolor de las vidas humildes, de las frustracio-
nes permanentes, la triste resignación de los inermes. Y al ex-
presarla refrena su angustia para, sin declamación ni énfasis,
dejar a los hechos sugerir cuanto él calla.
Pobres gentes es distinto que gentes pobres; Clarín no es no-
asun-
velista de intención social que busque en el proletariado
tos novelescos donde destacar la miseria de la clase obrera. Su
es,
curiosidad se inquieta por el destino de los corazones humild
, pero
espíritus mansos, seres que viven existencias sin alegría
in-
no sin esperanza. Sentía piedad por las criaturas desvalidas,
fracaso de
capaces de rebelarse contra el destino, condenadas al
a por
ensueños e ilusiones. Su ternura estaba inspirada y nutrid
la piedad y el amor.
Las pobres gentes son capaces de forjarse un ideal de sueño,
ir-
pero están indefensas frente a la vida, que no tarda en destru
HBO —

lo. Su tenacidad en aferrarse al ideal, aunque la realidad está


demostrándoles lo imposible y absurdo de sus ilusiones, seduce
a Leopoldo Alas, que ve en esos débiles, en esos vencidos y re-
signados, una fuerza de alma digna de sobreponerse a la ima-
gen que el espejo les devuelve y de seguir fiel a la trazada por
la imaginación.
Ridículos soñadores; de espaldas al prosaismo de los tiem-
pos, renuentes a dejarse encuadrar en la vulgaridad que les
constituye, y luchando por superarla. Nace así una felicidad —el
término no resulta inapropiado— basada en la ficción y depen-
diente de ella; precaria y tan inestable que no es posible pen-
sarla sin pensar, al mismo tiempo, la idea de su inmediata ruina.
Engañoso sentimiento de quienes se empeñan en dar validez a
lo imposible, en ver las cosas con un halo inexistente, en simular
la vida y mentirse a sí mismos, no tanto por falta de valor para
afrontar la verdad como por el deseo obstinado y ciego de po-
blar el mundo a medida de sus fantasías.
A veces, como en Doña Berta, el personaje se apodera del na-
rrador y los sucesos, encadenados con pericia, tienden a la trans-
figuración de quien por vivir de sus sueños, desde el comienzo,
en la hondonada frondosa de Susacasa, es justo muera también
de ellos y en ellos, víctima de la brutal realidad que no podía
oir, y no sólo por la sordera, sino por el ensimismamiento y
el
enajenamiento.

EL PROVINCIANO

Para entender a Leopoldo Alas necesitamos recordar otros


da-
tos, otros elementos de su compleja personalidad. Es precis
o des-
tacar su “provincianismo”, su arraigo en Oviedo y su vida
en
Oviedo, no espectador sino participante en los afanes de
la ciu-
dad. Español y europeo, preocupado por España y por Europ
a,
ocupándose de ellas y de sus problemas, fué, al mismo tiempo
,
muy provinciano,
— 181 —

Entre Cimadevilla y el Naranco se extendía un pequeño


mundo con preocupaciones específicas, compartiendo las exte-
riores, pero movido además por querellas de campanario, anima-
do por chismes locales y gracias de corto vuelo. A quien no haya
vivido este tipo de vida parecerá extraño que pueda atraer a
hombres como Alas. Mas justamente al ceder a esa atracción le
vemos del todo humano, en sus pasiones (capaz de acosar en el
examen al alumno hijo de un enemigo o de apasionarse discu-
tiendo cualquier trivial problema del concejo), porque le vemos
en sus debilidades.
Así, cuando llevado por Buylla y otros amigos, paraba a
charlar con el remendón Severino Camporro, en el taller insta-
lado en el portal de la casa del Marqués de Santa Cruz de Mar-
cenado, calle de San Juan, junto a la Audiencia. Era Camporro
filósofo, amén de zapatero, y autor de un famoso Discurso im-
provisto (donde decía, entre otras cosas: “por fin entramos en
Vulgaria” —a hablar de vulgaridades—) que en cierta ocasión
leyó a varios amigos, entre ellos Clarín. Finalizada la lectura,
le felicitó éste y muy seriamente le dijo: “amigo Camporro, es
usted un gran escritor, a quien solo le falta tener sindéresis”.
No es imposible poseer una mentalidad excepcional y apasio-
narse por las mismas cuestiones que el carbonero de la esquina.
Tal fué el caso de Alas. Oviedo era una ciudad con destello y su
Universidad reunía a un grupo de hombres de vigorosa persona-
lidad. La Extensión Universitaria les brindó campo donde ejer-
citar facultades que no se resignaban a la inacción. Sela, Aram-
dina-
buru, Posada luego, Alas, dieron a la Universidad ovetense
mismo y eficacia y llevaron la cultura, sino a la calle, sí a círcu-
los extensos.
pro-
La Universidad quería ser máquina de combate por el
asoma,
greso y el mejoramiento de las gentes y del país (aquí
te a
otra vez, el moralismo, la inspiración de un esfuerzo tenden
para
perfeccionar al hombre y al mundo en torno), movilizada
y
propagar la cultura. El profesorado entró en el común anhelo
— 182 —

pensó —nada menos— en la posibilidad de convertir Oviedo en


foco de cultura semejante a los antaño construídos por ciudades
griegas e italianas.
El intento no cuajó; faltó, entre otras cosas, la extensión del
concepto cultura hasta su totalidad. Pero el impulso consiguió
suscitar inquietudes, remover el ambiente, y sacar al provincia-
no de su indiferencia. Merece aplauso esa tentativa, basada en
algo ahora más evidente que entonces: lo corrosivo y destruc-
tor de las grandes ciudades, las “ciudades tentaculares” del poe-
ta, donde se aniquilan almas y espíritus que la provincia hubie-
ra preservado.
La capital provinciana era un centro reducido, pero eficien-
te, de irradiación y progreso. Cuando hoy escuchamos al arqui-
tecto italiano Alberto Sartoris proponer como ideal urbanístico
la ciudad de cien mil habitantes, en la que cabe encontrar lo
esencial de las urbes millonarias y rehuir los peores daños de
las aglomeraciones, pensamos que Leopoldo Alas y sus compa-
ñeros de claustro fueron, en realidad, precursores. Vieron la
conveniencia de dar a la provincia vida propia, dinamismo cul-
tural, y de ayudar a estabilizarla haciéndola vividera y agrada-
ble.
En el provincianismo de Clarín influyeron diversos factores,
sobre todo la dificultad de trabajar libremente en Madrid, y el
amor a la tierra asturiana. Su obra narrativa está demostrando
ese amor, quintaesenciado y sublimado en Adios, Cordera, uno
de los cuentos más hermosos de nuestra literatura.
Fué asturiano —aunque nacido en Zamora— como pocos, y
no sólo ovetense. Oviedo y Guimarán eran dos centros de atrac-
ción que en vez de contraponerse se completaban, versiones
di-
ferentes de una misma realidad: ciudad y aldea, no incomu
ni-
cadas sino en constante comunicación; cada una con su
belleza
y sus razones de seducción, sirviendo para satisfacer
distintos
anhelos de un alma matizada y varia. Oviedo era la Univer
sidad,
el diálogo con los amigos a quienes podía comprender
y que po-
— 183 —

dían comprenderle, los paseos por Cimadevilla y el Bombé; Gui-


marán, el campo norteño, los prados brillantes y las montañas
civilizadas, caseríos y castañares, canciones encendiendo la tar-
de, cuando los carros cargados de heno bajan chirriantes, es-
truendosos, las pinas caleyas del monte.
Universidad y campo abierto, Aramburu y Pinón, todo era
Asturias y todo hablaba al corazón de Alas, llenaba el corazón
de Alas y se vertía desde él a obras que nadie acertó a colmar
de más pujante ternura. Y sin desmedro de su preocupación pa-
triótica, ni de aquella curiosidad viva y verdadera que el uni-
verso mundo le inspiraba.
El calificativo de “provinciano universal” que le dió Juan A.
Cabezas, es exacto. Caracteriza el provincianismo de Clarín, y
sugiere cómo debe ser todo provincianismo para trascender las
limitaciones del término: poquedad de vuelo, falta de horizon-
tes, excesivo apego a cominerías y miserias, progresivo angosta-
miento de la sensibilidad, y, como correlato, estrechez de temas
y ambientes. Lo malo del provincianismo quedaba anulado por
la comunicación con lo universal, y el espíritu fresco y renova-
do por los aires de fuera, por el contacto con las inquietudes cir-
culantes en Europa. (Pues quizá más bien llamaríamos a Clarin
europeo que universal; su universo es Europa).
Entiéndase el provincianismo de Clarín como excelente ma-
nera de estar en el mundo: arraigado en la tierra y junto a los
hombres de la propia sangre, pero la cabeza alta, oteando a lo
lejos, complaciéndose en el comercio de las mentes más claras,
porque se sabía una de ellas, perteneciente al mejor linaje de la
inteligencia occidental.
Provinciano y europeo; en contraste con algunos de sus coe-
táneos, como Pereda, para quienes Europa era un círculo desde-
ñable al que, de hecho, vivían casi vueltos de espaldas, Leopoldo
de
Alas sintió Europa como superpatria compuesta por siglos
historia, obras de arte, ciencia y creencias. Europa era una rea-
— 184

lidad y la comunidad europea la representaban principalmente,


a ojos del crítico, los hombres de letras.
En sus estudios sobre Clarín el profesor Clavería mostró la
estrecha relación de nuestro novelista con el pensamiento de
Renan y la obra de Flaubert. Sería posible ( y quizá el propio
Clavería sea el llamado a realizarlo) evidenciar la influencia que
sobre el español tuvieron Zola, Tolstoy, Víctor Hugo y otros es-
critores. Explícitamente declaraba Clarín su filiación espiritual
y cómo, en este punto, no admitía fronteras.
Anclado en Oviedo, con escapadas a Madrid y vacaciones a
Guimarán, preservaba su independencia sin carecer de puntual
información sobre los acontecimientos intelectuales europeos.
Información no siempre de primera mano, sino a través del re-
flejo parisino, según solía obtenerse en su tiempo. Hasta mucho
después, bien adelantado el siglo XX, los sucesos literarios y
artísticos sólo tenían virtualidad en París y por el reconocimien-
to de París. En tanto les faltaba carecían de algo esencial, y de
no conseguirlo corrían riesgo de permanecer en un orden subal-
terno, oscurecidos y sin representación fuera del país de origen.
La Revue des Deux Mondes (la vieja revista de Buloz en que
Sainte-Beuve había colaborado tantos años) era uno de los cana-
les por donde Alas recibía información de Europa. Los libros de
sus autores favoritos, de los que llamó “padres espirituales”, le
llegaban en seguida, y con ellos obras de actualidad, las obras
de que se hablaba en Francia: poesía, novela, crítica... A esa
vasta curiosidad debemos páginas como las dedicadas a Baude-
laire, demostrativas de un espíritu inmerso en el tiempo histó-
rico y curioso de las ideas y las técnicas poéticas que en París
se discutían.
Desde la atalaya ovetense descubrió mucho mundo y el con-
tacto con lo excelente foráneo mantuvo su gusto alerta, sensible
y afinado. Ausente de Madrid, los personajillos del momento,
los influyentes en academias y ministerios, le llegan, revelados
según realmente eran, en los mediocres artículos y los perversos
— 185 —

libros pululantes en el fin de siglo. El contraste era grande, y


por eso, cuando en lo de casa encontraba calidades comparables
a lo extranjero, cuando un Menéndez Pelayo o un Galdós publi-
caban libros tan buenos como los mejores de ultrapuertos, su
orgullo ibérico se exaltaba y el crítico tendía a convertirse en
panegirista.
El retrato de Leopoldo Alas debiera llevar como fondo el
caserío ovetense. Su Vetusta vivida y soñada, con el campanario
catedralicio erguido sobre los edificios circundantes. Pero más
lejos, en último término, entre nubes, el artista que lo intente
deberá insinuar los ecos del mundo distante que sonaron cada
día en su despacho de la calle Campomanes. Para retrato tal
convendrá insistir en los tres o cuatro rasgos que infunden ca-
rácter: los definitorios de su personalidad. Al tiempo, y para
que esos rasgos, de puro acentuados, no deformen la figura, será
preciso contrastarlos con las referencias a otras notas, menos
acusadas, de su esencia y su existencia, que contribuyan a com-
pletar la fisonomía y a comunicar una impresión total del per-
sonaje.
Un retrato es una síntesis. No pretenderá incluir, enumera-
tivamente, cuanto pudiera hallar el análisis pormenorizado de la
personalidad retratada. Es preciso proceder, no por eliminación
—pues nada debe ser olvidado ni desdeñado— sino por reduc-
ción a lo esencial, matizando diversidades y contradiciones; sin
ellas la versión resultará acartonada y convencional. Toques dis-
persos, manchas de color, pinceladas rápidas, ayudarán a lograr
el parecido, a que el retrato contenga la biografía.
Para completar este ensayo, que en lo literario quiere ser el
equivalente de un esbozo en la pintura, hace falta decir que no
siempre acertó Clarín a superar limitaciones temperamenta-
les: no supo o no quiso rehuir menudos rencorcillos, arrebatos
injustos, ni apartarse de bufonadas y de intromisiones partisa-
nas en las “paliques”, olvidando, como ya había escrito Sainte-
Beuve, “el poco provecho que sacan los verdaderos literatos y
— 186 —

los espíritus críticos mezclándose con los grupos políticos”, y el


aún menor que cabe esperar de rifirrafes con adversarios de tres
al cuarto.
Suceso olvidado —no creo conste noticia escrita de él, y la
que yo tengo la debo, como la anécdota de Camporro, antes re-
ferida, a la feliz memoria de mi padre, discípulo de Alas y habi-
tante, entonces, en Oviedo, donde cursó como alumno oficial la
carrera de Derecho—; suceso olvidado, digo, que refleja bien las
súbitas cóleras clarinianas, es el ocurrido en la sala de armas
del francés Garnier, instalada en un piso bajo de la calle Uría,
entre Alas y su compañero de claustro don Rogelio Jove y Bra-
vo, catedrático de Derecho Político.
Hallábanse ambos profesores tirando a florete y Clarín, mal
esgrimidor pero difícil adversario, por ser zurdo, había sido to-
cado varias veces, sin que él pudiera alcanzar a J ove; encoraji-
nado, cogió el florete como si fuera un palo y le golpeó en la ca-
reta, dando lugar a que su contricante, más corpulento y más
fuerte, reaccionara y le vapuleara enérgicamente.
La crítica policiaca, en que Alas incurrió, acabó gustándole
(si es que no le gustaba desde el principio), y se aficionó a ella
y al manejo de la sátira como instrumento crítico. En otro lugar
(23) expliqué las razones de esta actitud, pero es justo constatar
que quien durante años emplea ese arma no lo hace forzándose,
no lo hace contra los impulsos del corazón, sino siguiéndolos y
estimulado por una propensión temperamental. Era necesario
acercarse al público si se quería que el combate acabara victo-
riosamente, pero yo hubiera deseado que Alas recordara otras
frases de Sainte-Beuve: “de todas las aptitudes del espíritu la
menos inteligente es la ironía”, reza la primera; y, “quien quie-
re ser prudente, moderado, abarcar y presentar con independen-
cia todos los aspectos de una causa y de un asunto, no se dirige

(23) Véase mi Clarín, crítico literario, separata de la revista Uni-


versidad, de Zaragoza, 1949.
— 187—

sino a un pequeño número de espíritus selectos, y al porvenir.


Los que desean el éxito, el acierto, deben decidirse a seguir ese
camino”, dice la segunda, testimonio de cordura y elevación de
criterio.
Curiosamente notamos en Clarín cierto contagio de la cha-
bacanería tan combatida por él. ¿Cómo es posible que siendo el
destruirla uno de los fines declarados de su crítica, se dejara
captar por ese nacional y ni siquiera advirtiese cuan
morbo
subrepticiamente penetraba en sus textos? Fenómeno no tan ex-
traño como parece, pues decidido al debate y planteado éste bajo
el arbitraje del “gran público” —no del pueblo, claro, sino del
vulgo leyente y pontificante en ateneos y mentideros—, a quien
se trataba de halagar para seducir, el deslizamiento a lo chaba-
cano resultaba sumamente probable, casi fatal. Signos de los
tiempos, pero aceptados sin protesta, sin la protesta previsible
en un espíritu como el de Alas.
Por eso no llegó en la crítica al nivel que en la novela. En
las grandes creaciones narrativas: en las dos novelas, Doña Ber-
ta, El Señor, Cambio de luz... no hay rastro de esa concesión, de
ese descenso a conversar tu por tu con el vulgo municipal y es-
peso de Madrid Cómico y otros gedeones de la época. En esas
obras el autor se dirigía a los mejores, a los espíritus sensibles,
y, como recomendaba Sainte-Beuve, “al porvenir”. Y ahora, en
nuestro presente 1952, al festejar el centenario de su nacimiento,
le encontramos en ellas del todo actual, permanente, intemporal
y logrado.
RICARDO GULLON
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EXALTACION DE LO VITAL EN «LA REGENTA>»

OBJETIVIDAD Y TENDENCIOSIDAD
EN LAS NOVELAS NATURALISTAS

No deja de ser una curiosa paradoja la de que al mismo tiem-


po que en las letras del siglo XIX se propugnaba la impasibili-
dad naturalista en toda narración, apareciera, adherido a esa
ideal objetividad, un nítido propósito tendencioso. Las llamadas
novelas tendenciosas y novelas de tesis (1) crecen en nuestra
literatura sincrónicamente —casi— con el crecimiento del na-
turalismo narrativo.
Y se llega así al desconcertante caso de Blasco Ibáñez, que es
el más objetivo de nuestros narradores naturalistas —en lo que
se refiere a evitar su intromisión como narrador en el relato
(2 y, a la vez, uno de nuestros más tendenciosos escritores
de todos los tiempos.

(1) Vid. sobre estos géneros: Sherman H. Eoff: The Spanish novel
lan-
of ”ideas”, critical opinion (1836-1880). Publications of the modern
* guage association of America, 1940, 1941, LV, 2, págs. 531-538.
(23) Andrés González Blanco decía de Blasco Ibáñez que era “el
único novelista español que nunca desliza un nuestro héroe ni nos habla
de curar
de como dijimos en otro capítulo, grave defecto y no por fácil
menos lamentable” (Historia de la novela en España desde el Romanti-
cismo a nuestros días, Madrid, 1909, pág. 605).
— 190—

Resulta difícil explicar cómo una evidente intención combati-


va, de defensa de una tesis o ataque contra un sistema, una ideo-
logía o unas instituciones, podía ir articulada en una estructura
narrativa con la que se deseaba conseguir la máxima objetivi-
dad, el pleno alejamiento del narrador, la presentación docu-
mental, en bruto, de unos hechos que no deberían llevar nin-
gún enfático subrayado emocional.
Realmente pocos narradores del XIX —con la espléndida ex-
cepción de Maupassant, el más objetivo novelista del XIX, tal
vez por su sólo amor a lo dramático y humano, con exclusión de
parcialismos y tendenciosidades— supieron ajustarse a ese ideal
narrativo de impasibilidad plena, fuera de la teoría.
En sus obras siempre podrá percibirse el encendido hervor
pasional del autor, su adscripción o no adscripción a lo que sus
personajes defienden o combaten. La impasibilidad quedaba así
convertida en un mero artificio técnico, en una apetencia fo-
tográfica que no era capaz de esconder la mano del fotógrafo,
su personal mirada y todos los problemas y opiniones tras ella
subyacentes y perceptibles en algo tan leve a veces como el
simple enfoque fotográfico, como el ángulo elegido. La tesis
está ahí muchas veces, aun cuando el material se nos ofrezca
como por nadie extraído de la realidad. Y hay siempre un al-
guien, ese alguien que selecciona y presenta, según esquemas
prefijados con una intención tendenciosa.
Del talento puesto por el narrador en el manejo de una téc-
nica naturalista al servicio de una tesis, dependía el que la no-
vela resultara más o menos artística, más o menos pura narrati-
vamente. Cuando la tesis, la tendencia resulta excesivamente
perceptible, acentuada, gritada casi, la novela suele resentirse
artísticamente, dando fe de ello su rápido envejecimiento. Com-
párense Doña Perfecta o Gloria con narraciones galdosianas tan
complejas ya como Fortunata y Jacinta o Misericordia. Lo abul-
tado de las tesis expuestas en las primeras obras —incluso los
recursos melodramáticos puestos a su servicio— contrasta viva-
— 191 —

mente con el humanísimo tono y la certera estructura narrativa


de esas otras novelas citadas, en donde de haber propósito ten-
dencioso, está más escondido, más artísticamente tratado. La
sensación de vida, la impresión de verdad se hacen entonces más
intensas.
Ocurre también que las novelas más densas, humana y ar-
tísticamente, son aquellas que admiten varias interpretaciones,
aquellas de las que cabe extraer más de una tesis, incluso, a ve-
ves, tesis contradictorias. Por muchas legítimas explicaciones
que sobre Le rouge et le noir puedan hacerse, siempre habrá
un último escondrijo inalcanzable. Frente a esa novela stend-
haliana es efectivamente muy posible que nunca pueda conse-
guirse la total seguridad de haber acertado en la interpretación
(3), tan colmada de vida nos parece, tan compleja psicológica-
mente.
Por el contrario, puede resultar demasiado elemental y has-
ta pobre artísticamente, la novela que no sólo no admite más
que una interpretación, sino que además nos la da ya incorpora-
rada en el texto, sin dejar absolutamente nada que el lector pue-
da descubrir. El ingenuo determinismo —ingenuo hoy, ya que
en su tiempo pasó por muy crudo y atrevido— de la pardoba-
zaniana Insolación, irrita en cierto modo a ese tipo de lectores
a los que les molesta el aderezo total de una tesis, expuesto de
un modo tal, que no deja margen a una posible colaboración
crítica.
Con todo esto sólo pretendo, ahora, justificar en algún modo
oca-
el sentido del presente ensayo. En él —y dejando para otra
y
sión, para un más extenso estudio, otros aspectos temáticos
o su-
de técnica narrativa que La Regenta plantea— he querid
ldo
gerir una posible interpretación de la gran novela de Leopo

“We have the impression is


that Stendhal
(3) Dice Martín Turnell:
critics round and round,
at the centre of a charmed circle while his
(The novel in Trance, Londres,
trying in vain to penetrate his secret”
1950, pág. 126).
19)

Alas. Mi interpretación no pretende ser única ni decisiva. Más


bien me parece complementaria de las ya conocidas.
Si algo hay de sólido en ella —por más que parezca montada
sobre minucias— es su posible ligazón con la obra total del au-
tor. De la misma manera he intentado estudiar una tan difícil
y escurridiza novela clariniana como Su único hijo (4), conside-
rándola no sólo en su aspecto de obra literaria aislada, sino tam-
bién viéndola integrada en el conjunto de la creación narrativa
toda de Clarín, y tratando así de percibir su intención o sentido.
Las grandes proporciones de ese mundo novelesco que es La
Regenta no me permiten hoy más que un breve sondeo en un
aspecto que yo considero importante —casi me atrevería a decir
esencial— para el entendimiento de la obra.
Ese aspecto es el que yo llamo exaltación de lo vital, percep-
tible siempre en las más significativas obras de Clarín, y de
modo muy inteligente y peculiar en su más extensa novela.

“LA REGENTA” Y EL NATURALISMO ESPAÑOL

Como afirmación previa, será conveniente apuntar la de que


no me parece que La Regenta sea una novela plenamente cali-
ficable de tendenciosa, de la misma manera que no la considero
tan dentro del estricto y zolesco naturalismo como durante al-
gún tiempo se creyó (5).

(4) Vid. mi estudio Una novela de ”Clariín”: ”Su único hijo”. Publi-
caciones de la Universidad de Murcia, 1952.
(5) No sólo el P. Blanco García en su Literatura española en el siglo
XIX presentó a Clarín —¡y de qué manera!— como furibundo natura-
lista, sino que críticos posteriores continuaron creyendo que La Regenta
era el más expresivo specimen del naturalismo español.
Andrés González Blanco incluye la novela de Alas entre las grandes
creaciones del naturalismo europeo, junto a L'Assommoir y Germinie
Lacerteux (H.” de la novela en España desde el Romanticismo a nuestros
días, pág. 209).
— 193 —

Y no es que falten en la gran novela de Alas los ingredien-


tes más típicos del naturalismo al uso: la morosidad descrip-
tiva, el detallismo en la observación, e incluso el fondo duro y
fatalista del relato.
Sin embargo, no creo que a ningún lector actual se le pudie-
ra ocurrir alinear la novela clariniana junto a las más natura-
listas creaciones de Zola. Cualquier mediana sensibilidad litera-
ria advierte en seguida que no es lo mismo, que aunque la epi-
dermis del relato de Alas tenga a veces color naturalista, tras
ella hay otra cosa, hay un mundo muy distinto del topiquera-
mente encuadrable dentro de la que se tuvo por muy concreta y
caracterizada escuela literaria. Más cerca está Alas de Flaubert,
como Bell vio ya y como hoy tienden todos los críticos a aceptar,
pensando sobre todo en el parentesco temático de Madame Bo-
vary y La Regenta (6).

En otra ocasión habla de La Regenta como de “una de las mejores


obras del naturalismo español” (Id. pág. 304), llegando incluso a decir
que “sólo Clarín es el Zola puro, el documentado, el recargado si que-
réis, el que abruma a datos, a citas realistas —si se me permite expre-
sarme asií—, el que viene a ser en la novela lo que el psicólogo experi-
mental en su rama, el naturalista a palo seco” (Id. página 502).
Pérez Galdós dijo de La Regenta que ésta era “muestra feliz del Na-
turalismo restaurado” (Prólogo a la 3.? edición de La Regenta, Madrid,
1900).
Pero ya Menéndez Pelayo en 1885 al escribir a Alas, acusando recibo
del primer tomo de La Regenta, decia: “En conjunto... el libro me parece
muy notable, aunque poco naturalista, lo cual en boca mía es un elogio”
(Epistolario de Menéndez y Pelayo y ”Clarín”. Ed. Escorial, Madrid, 1943,
página 33).
Después, críticos como J. A. Balseiro y A. F. G. Bell sin negar ese na-
turalismo, lo han aceptado con ciertas reservas. Vid. ahora sobre este
tema: William E. Bull, The Naturalistic Theories of Leopoldo Alas,
PMLA, LVII. 1942.
(6) El juicio de Bell puede verse en su obra Contemporary Spanish
Literature, New York, 1933, pág. 75.
— 194 —

Insistir aquí en qué es lo hace de La Regenta algo distinto


del naturalismo novelesco al uso en su tiempo, equivaldría a
apartarme del tema propuesto. Quede sin embargo mi opinión
acerca de cómo la densidad psicológica que es propia de esa no-
vela basta para situarla en un mundo literario aparte del carac-
terizado por sólo el detalle, la crudeza fisiológica o la obsesión
documental.
Siempre habría que tener en cuenta, además, que Alas en la
época que cabría definir como de naturalismo combativo, nacien-
te, supo ver en tal movimiento sólo un oportunismo literario
(7). Con tal palabra Clarín parece adoptar frente al naturalismo
una actitud de crítica desconfianza, como si presintiese que esta
revolucionaria escuela habría de ser prontamente superada y
desplazada por otra.
Las consideraciones acerca de la que los escritores franceses
llamaban novela novelesca y él novela poética pueden dar luz
también sobre un Clarín no tan rígidamente naturalista como
tantas veces se ha dicho (8).
Para las generaciones actuales el naturalismo estrictamente
documental, de escuela, es cosa avejentada y caduca, que ape-
nas suscita interés (9). La Regenta —y la obra toda de Clarín—

Sobre Madame Bovary y La Regenta, vid. G. Laffite, “Mme. Bovary”


et "La Regenta” en Bulletin Hispanique, XiLV, 1943, núm. 2, págs. 157-
163; y C. Clavería: Flaubert y "La Regenta” en Cinco estudios de litera-
utra española moderna, Salamanca, 1945.
(7) Vid. pról. a “La cuestión palpitante” de Emilia Pardo Bazán,
cuarta ed. Madrid, 1891, pág. 33.
(8) Sobre tales modalidades narrativas y el concepto que de ellas
tenía Alas, vid. mi nota “Clarín” y la novela poética, publicada en el
Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, 1947, XXXIII, núm. 1, pá-
gina 98 y ss.
Sobre las teorías de Clarín acerca de la novela y su posible repercu-
sión práctica en La Regenta, vid, los capítulos 1 y II del estudio de Albert
Brent, Leopoldo Alas and ”La Regenta”, a Study in Nineteenth Century
Spanish Prose Fiction, The University of Missouri Studies, vol. XXIV,
núm. 2, 1951.
(9) Buena prueba de ello es que el auge de modalidades narrativas
— 195 —

alcanza hoy un valor de actualidad que nos hace pensar en la


exacta comparación azoriniana:
la de alinear el caso de Alas
junto al de Stendhal, escritores ambos incomprendidos en su
tiempo y revalorizados por las generaciones posteriores, sobre
todo por las de nuestros días.
INTERPRETACIONES CRI-
TICAS DE “LA REGENTA”

Si La Regenta no es una novela de un fácil naturalismo —el


que en ella pueda haber ha adquirido extraordinaria compleji-
dad artística e intencional—, tampoco —y tal vez, como conse-
cuencia— es un relato de esos, cuya tesis o tendencia se percibe
en seguida, abultada, antiartísticamente.
Resultaría prolijo recoger aquí todas las interpretaciones que
de la novela se han dado, coincidentes en muchos aspectos. Se
ha hablado —Fitzmaurice-Kelly— de La Regenta como de un
profundo análisis de una pasión criminal —el adulterio—, en-
cubierta por un falso misticismo; se ha visto en ella —Balseiro,
entre otros— la novela de todo un pueblo, hasta un punto tal
de que su verdadero título debería haber sido Vetusta; se ha se-
ñalado —como antes recordé— su evidente bovarysmo, etc.
Y junto a las interpretaciones ya tradicionales, cabría tam-
bién recoger alguna más reciente como la de Albert Brent, que
ve en La Regenta lo que él llama the novel of frustration (10).
no-
calificables de neo-naturalistas —cierto sector, sobre todo, de la actual
smo decimo-
velística norteamericana— no ha podido revalorizar el naturali
nónico. Y es que el enfoque, la técnica y los temas del nuevo naturalismo
Donde
novelesco poco tienen que ver, en esencia, con el del siglo pasado.
el nor-
en éste había énfasis y detalle, hay en el de nuestros días —en
entendida
teamericano, sobre todo— una total ausencia de retórica—
una retórica es sustituid a por
clásicamente, ya que, en el fondo, siempre
a sostener tesis y a
otra— y un estilo violento y alusivo que, más que
¿on pretensión científica, se encamina a revelar, tan
construir relatos
desde una in-
sólo, el caos y el desorden del vivir humano, interpretado
por ejemplo. en las obras de
quietud de claro signo existencial. Piénsese,
Faulkner.
(10) Vid. el cit. estudio de Brent, págs. 80 y ss.
sec ENS

Todo en la gran obra de Alas respira fracaso, reflejo tal vez


—supone Brent— del personal del autor, sobre todo en su vida
sentimental, conyugal. De ahí la actitud escéptica y pesimista
con que el tema amoroso es tratado, a través del conflicto de
Ana Ozores y de otros personajes del relato. Enumera Brent di-
ferentes modalidades de fracaso, de frustration, en los seres de
La Regenta: fracasos eróticos de Saturnino Bermúdez, de Tri-
fón Cármenes, de las tías de Ana, del aya de ésta; fracasos de
don Custodio, del mismo Trifón en sus ansias de alcanzar gloria
y poder, de Ronzal en sus deseos de pertenecer al gran mundo,
etc. Y junto a esta galería de fracasados —todos los personajes,
en mayor o menor proporción, parecen serlo para Brent— la
gran tragedia de Ana Ozores y de Fermín de Pas, los máximos
representantes de la frustration total, erótica, social, religiosa.
Más adelante trataré de hacer ver cómo la interpretación de
Brent, respaldada por otros aspectos de su estudio, puede ser
legítimamente ligada al tema que hoy me interesa estudiar.
Pero antes convendría tal vez enumerar los varios y funda-
mentales aspectos que pueden distinguirse en la estructura o
composición de la novela.
Por un lado, cabe recordar que la descripción de las costum-
bres de toda una ciudad de provincia —Vetusta— sirve de algo
más que de telón de fondo, y adquiere en La Regenta valor de
protagonista. Sobre ese fondo —ciudad triste, levítica— se des-
arrolla un drama de adulterio, el de Ana Ozores. Las circuns-
tancias que la arrastran a ese adulterio son muy complejas, pues
junto al hastío de la vida provinciana, capaz de movilizar a una
mujer refinada e imaginativa —como Enma Bovary— hacia la
liberación entrañada en la rebeldía del pecado, hay también
que contar la falta de amor conyugal y la carencia de hijos: “Ni
madre ni hijos”, piensa una vez Ana Ozores, revelándonos así el
último resorte de su tragedia. Todos éstas son causas o contau-
sas capaces de provocar ese violento estallido emocional que se
produce en los últimos capítulos del relato.
— 197—

Junto a la ciudad y al tema del adulterio —tema éste que


permite alinear La Regenta junto a otras grandes novelas de
su siglo: Madame Bovary, El primo Basilio, Ana Karenina, et-
cétera— hay que registrar un tercer elemento en la trama nove-
lesca, que es la evolución de la mal orientada religiosidad de
Ana; elemento importantísimo, por cuanto Clarín encarnó sus
inquietudes espirituales en las de la protagonista de su obra
(caso semejante al del cuento Cambio de luz). Las crisis místi-
cas experimentadas por Ana Ozores deben ser trasunto de las
del propio Alas (11).
Hay que señalar también, y es quizás uno de los ingredientes
más importantes en la novela, la evolución de la pasión que don
Fermín siente por Ana.
Sirviendo de fondo o cañamazo sobre el que se trazan todas
estas complicadas acciones, hay un enjambre de personajes se-
cundarios. Secundarios pero no inútiles o superfluos, ya que
todos ellos de una u otra manera ayudan a comprender la trage-
dia de Ana y de don Fermín, a través de su condición de contor-
no social que influye y actúa en el desarrollo y condicionamien-
to de tal tragedia. Los personajes secundarios de La Regenta
son siempre claves importantes con las que llegar al conocimien-
to de los personajes esenciales, llámense Ana Ozores, Fermín de
Pas o Vetusta.
Ordenados estos elementos, obtendríamos el siguiente con-
La
junto de motivos novelescos integrados en La Regenta: 1)
paisaje,
ciudad (Vetusta) con todo lo que significa —ambiente,
de la
sátira social, personajes secundarios, etc.—, como fondo
provo-
acción y como acción misma, ya que entre las causas que
don Fermín,
can el adulterio de Ana y la pasión sacrílega de
que los ro-
está el odio común hacia la sociedad y el ambiente
sa de Ana.
dea (12). 2) El tema del adulterio. 3) Evolución religio
ser considerada como una
(11) Para Albert Brent, La Regenta puede
ob. cit. pág. 29). :
autobiografía espiritual de Alas. (Vid.
presión de la ciuda d en el
(12) No creo que quepa considerar esta
— 198—

Influencia del Magistral en esa evolución. 4) Evolución de la pa-


sión de don Fermín por Ana, desde lo engañosamente espiritual
a lo más primariamente físico (13).
A estos aspectos que acabo de enumerar cabría añadir otros,
entre ellos el que hoy deseo exponer.
Creo que en todo el relato puede percibirse como leitmotiv
suave, escondido, pero a la vez muy claro, la gran preocupación
de Alas: el dualismo inteligencia-vida, resuelto a favor del se-
gundo término, de lo vital.

conflicto psicológico-moral de Ana y don Fermín, como una presión del


tipo naturalista-determinista. Las teorías de Taine gozaron de gran cré-
dito en el XIX y tuvieron diferentes repercusiones novelescas —Zola, la
Pardo Bazán en La Madre Naturaleza o Insolación, etc.— entre las que
me parece difícil contar La Regenta.
El ambiente de Vetusta condiciona, efectivamente, el mundo moral
de los protagonistas que, sin embargo, siempre tienen un aire de seres
dotados de libre albedrío, a despecho de todos los determinismos imagi-
nables. Si el húmedo y carnal paisaje gallego arrastra —en un ardiente
estío— a la pareja protagonista de La Madre Naturaleza a un involun-
tario incesto, en La Regenta la presión de un ambiente es más social que
climatológica, como no podía menos de ocurrir en un relato con escenario
urbano.
Si alguna huella determinista cabe percibir en La Regenta creo que
ha de ser débil. En el fatalismo que arrastra a Ana al adulterio entra no
sólo la presión de un ambiente del que ella desearía huir, sino también
otras causas que antes he sugerido brevemente.
La atormentada dimensión ética en que transcurre toda la novela de
Alas sirve para alejarla suficientemente del rígido determinismo conce-
bido fisiológicamente, según el gusto de esas apuntadas novelas natura-
listas del XIX.
(13) El tema del sacerdote enamorado es, como el del adulterio a lo
Bovary, uno de los más fecundos en la novelística del XIX. Recuérdense,
por ejemplo, La Faute de L'Abbé Mouret, o crime do Padre Amaro, Doña
Luz, La Fe, Tormento, etcétera.
En La Regenta reunió Clarín, por tanto, dos grandes temas literarios
de su siglo, haciéndolo con tal arte que consiguió una total interpenetra-
ción, una plena fusión.
Creo que éste fue uno de los grandes aciertos de Alas: haber sabido
dar valor de cosa nueva a dos temas no demasiado originales, indepen-
dientemente, aislados, pero sí, fundidos tan humana y artísticamente
como lo están en La Regenta.
— 19 —

Aun cuando la novela carezca de tesis explícita, se puede ver


en ella como es la ausencia de elementos sencillamente vitales
—carencia de madre e hijos en Ana, religiosidad fría e intelec-
tualizada de don Fermín, etc.— la que, en realidad, provoca todo
el drama. A lo largo de la novela parece escucharse una conti-
nua acusación contra la ciudad de Vetusta: hipocresía, sustitu-
ción de la vida auténtica por la falsificada, ya se dé esa falsifi-
cación en el terreno religioso, ya en el artístico, social, erótico,
étcetera.

INTELECTUALISMO Y VITALISMO
EN LA OBRA DE ALAS

Siempre he creído ver en el caso de Alas una cierta semejan-


za con el de Unamuno. Ambos me parecen seres poderosamente
intelectuales e inclinados, sin embargo, a la apasionada defensa
de los valores vitales —esa vida sencilla de todos los días—,
en
frente a la que un excesivo intelectualismo se convertiría
una amenaza, en un grave peligro.
En otras páginas mías dedicadas a la obra clariniana he te-
duali-
nido ocasión de ver en ella una —para mí— muy clara
Clarín
dad: el Clarín crítico, intelectualizado, sarcástico; y el
a y de
humanísimo, cordial, creador de esas maravillas de ternur
La trampa, etc.
poesía que son Doña Berta, ¡Adiós, Cordera!,
Doctor
El ácido e inteligente humorismo de cuentos como
Zurita, El señor Isla, etc., está dentro de la
Pértinax, Cuervo,
os de Alas, sus
misma manera perceptible en los artículos crític
o Manuel del Pa-
Solos y Paliques, sus diatribas contra Cánovas
lacio, etc.
—caracterizada por
Pero es que junto a tal actividad literaria
acre e inteligentísimo—
el implacable análisis, por el humor
por el predominio de la
están esos otros cuentos caracterizados
ura, sin apenas retórica, ca-
ternura, una sobria y contenida tern
del XIX han envejeci-
paz hoy —cuando tantas obras literarias
— 0 —

do y apenas son ya recordadas ni leídas— de movilizar la atenta


emoción de los más exigentes lectores.
Si bien se mira, la contradicción, la oposición existente entre
los cuentos satíricos —como D. Urbano— o los caracterizados
por una humana ternura —v. gr. El Torso— es solo aparente.
Tanto en unos como en otros, Alas aspira a lo mismo, si bien sir-
viéndose de distintas armas, de diferentes técnicas. Doctor Suti-
lis, La mosca sabia, El número uno, etc., están en la misma línea
ideológica, intencional, que Doña Berta, o ¡Adiós, Cordera!: de-
fensa de lo vital, frente al seco intelectualismo, frente al esque-
ma, el número y la técnica.
Si se estudian con cuidado todas esas narraciones satíricas de
Alas se observará que lo combatido por el autor, a su través —a
través de sus grotescos y simbólicos personajes—, es el cerebra-
lismo antivital, la reducción de la existencia humana a fórmula.
Por eso El gallo de Sócrates puede decir que el que demuestra
la vida, la deja hueca.
Doña Berta como Manín de Pepa-José, como La reina Marga-
rita, El Torso y tantos otros débiles y humanísimos seres clari-
nianos, parecen vivir sólo para el amor, así como los Pértinax.
Macrocéfalos, etc., viven sólo para la fría inteligencia, para el li-
bro o el laboratorio. Para estos últimos —para los sabios o seu-
dosabios acartonados a cuyo alrededor se produce la estupidez o
la dicha— Clarín no tuvo más que ironía y sarcasmos, teñidos a
veces de cierta indulgente compasión.
Para aquéllos otros, Clarín tuvo algo más que piedad; tuvo
profundo amor, aun cuando éste pueda estar montado sobre una
suave burla, la que alcanza a Doña Berta, a El Rana, a El rey
Baltasar en sus momentos ridículos.
Si esto ocurre en los cuentos y en las novelas cortas, creo
—Ccomo en otra parte he tratado de demostrar— que en Su único
hijo puede advertirse, con mayor claridad aún, a través de una
inteligentísima expresión narrativa, la condena clariniana de la
vida inauténtica, del gesto hipócrita y teatralizado, de todo lo
— 201 —

que usurpa el lugar de lo verdadera y sencillamente vital. De


una manera negativa, a través de un triste y casi esperpéntico
mundo en el que todo es rencor, mezquindad y grosera sujección
a lo fisiológico, Clarín, en Su único hijo, exalta lo pura y prima-
riamente vital: el amor al hijo que nace, el milagro de una vida
limpia y nueva.
Es, como digo, una exaltación de lo vital hecha desde una
perspectiva que puede parecer fría y hasta cínica, dado el despe-
go del autor por la sociedad descrita en Su único hijo, una socie-
dad que vive, en el ademán y en el vocablo, las consecuencias
de un rezagado espiritualismo romántico, tras el que —desteñnida
máscara— sólo parece haber lascivia, ambición y odio.
En Su único hijo el fervor clariniano por la vida auténtica, la
sencilla, la no vencida nunza por convenciones hipócritas, es
quizás más intenso que en ninguna de sus otras obras. Al pres-
cindir, casi por completo, de cuánto de bello y noble pueda ha-
ber en la existencia humana, y presentarnos sólo el flanco mise-
-
rable de ésta, concebida casi como estricta fisiología —presun
te
tuosa filosofía, disfrazada de espíritu, con atuendos puramen
ntes
literarios, teóricos—, Clarín consigue una de las más intelige
más
y personalísimas novelas españolas del XIX y una de sus
de lo
eficaces diatribas en contra de lo inauténtico y a favor
vital.
ación
Pero no es de esta novela ni de la presencia de esa exalt
hoy deseo
de la vida en las restantes obras clarinianas de lo que
de ésta que
tratar, sino solamente de La Regenta, vista a la luz
la producción
me atrevería a llamar constante ideológica en
de Alas.

EL TEMA DEL “FRACASO” EN “LA REGENTA”

en la interpretación de
Me interesa insistir, primeramente,
of frustration.
Albert Brent sobre La Regenta como The novel
as de su estu-
E] mismo Brent dedica las más inteligentes págin
— 202—

dio a analizar el ambiente cultural de Vetusta, lo que él llama


The pseudo culture of provincial society y The role of literature,
art and music en la novela (14).
Creo que el raquítico y pretencioso mundo cultural en el que
respiran los vetustenses —tan espléndidamente descrito y sati-
rizado por Alas— puede considerarse como una de las causas de
la frustration, tal como Brent la presenta, al definir, por ejem-
plo, el fracaso vital de Trifón Cármenes como provocado por
una constante serie de fracasos literarios, o el de Ronzal por el
“hecho de que su dinero y buena ropa no sean suficientes para
encubrir su radical barbarie e incultura.
El fracaso, la frustration, que padecen los personajes regen-
tinos y que tan decisivo es en el drama vivido por Ana Ozores y
Fermín de Pas, es, en definitiva, el resultado de un desequili-
brio. Para mí, éste no es otro que el producido por la oscilación
entre autenticidad e inautenticidad, entre lo sencillamente vital
y lo forzadamente sobrepuesto. Trifón fracasa porque no siendo
poeta quiere serlo. De la misma manera los fracasos o frustra-
tions de Ana y don Fermín provienen de su radical insinceri-
dad, de su inautenticidad.
Incluso el duro final —muerte en duelo con Alvaro Mesía—
que Alas reserva para el pobre don Víctor Quintanar, marido de
Ana Ozores, me parece algo así como el castigo a una existencia
teatral y literaturizada. El pobre ex-regente, lector apasionado
de los dramas de celos de Calderón, no sabe vivir su propio dra-
ma de marido engañado. El brillante tema del honor lavado con
la sangre del ofensor se trueca en el sucio final del duelo, don-
de hay miedo y un tiro en la vejiga con peritonitis. Lo doloroso,
lo inmediatamente fisiológico da la exacta medida de la oposi-
ción vida literaturizada —vida real. Y resulta una paradoja trá-
gica la de que el teatral D. Víctor conozca la violencia de esa

(14) Vid. ob. cit., págs. 44 y s. s. y 30 y s. s.


— 203 —

vida auténtica, sólo en el trance de la deshonra y momentos an-


tes de morir (15).
El fracaso se produce, continuadamente, en la casi totalidad
de los personajes vetustenses, porque éstos han vuelto la espal-
da a la verdadera vida, sobreponiendo a su auténtica personali-
dad otra fingida —el sacerdocio sin vocación en el caso de Don
Fermín, el falso misticismo en el de Ana Ozores, etc.—, capaz
siempre de arrastrarlos al fracaso. Y si éste resulta unas veces
ridículo —Saturnino Bermúdez, Trifón Cármenes—, otras— Ana
Ozores, D. Fermín, don Víctor— fragua en plena tragedia.

LOS PERSONAJES DE “LA REGENTA”

Una observación que suelen hacer todos los lectores y críti-


icos
cos de La Regenta es la de la ausencia de personajes simpát
en esta gran novela.
En lo que se refiere a los protagonistas o primeras figuras del
de esas
relato, la observación no puede ser más exacta. Ninguna
figuras novelescas merece simpatía al autor ni al lector. Sola-
mente Ana Ozores, como Madame Bovary, es capaz de suscitar
ía
cierta piedad. Aun así Alas no acentúa demasiado esa simpat
tanta sus-
o piedad por su heroína, pese a haber puesto en ella
a Ana Ozo-
tancia personal. De la severidad con que trata Clarín
para al-
res puede dar idea el final, excesivamente duro y cruel
desenlace
gunos críticos. Así, Andrés González Blanco dice: “el
tiene una amargura demasiado nauseabunda” (16).
Y Balseiro:
e— no cabe
“El final de la novela —nauseabunda, irreparabl
alismo res-
exactamente dentro de lo por Galdós llamado natur
del desenlace de
taurado. Su repugnante crudeza —al contrario

reflexiones de D. Víctor,
(15) Vid. lo que más adelante digo de las
, en un momento de plena y
sabedor ya de su deshonra, ante el campo
auténtica fusión con la naturaleza.
(16) H.* de la novela... pág. 502.
— 204 —

Dulce y sabrosa— es más de naturalismo a la francesa. Pero de-


bido a lo bajo que cae la protagonista, es, indudablemente, ejem-
plar a la española. Así estudia la ejemplaridad el autor de La
Celestina” (17).
Observación ésta muy aguda y que capta el sentido moraliza-
dor de la novela, puesto en evidencia por el mismo Balseiro,
líneas adelante, al comparar la técnica de Alas con la de Coloma
en Pequeñeces:
“Así, en La Regenta conocemos aquello que disgustaba a
Clarín, aquello a que declaró la guerra: i. e.: el falso misticis-
mo de la pecadora de pensamiento, movido por imprudentes
impulsos y padre de ilegítimas pretensiones del alma que arrai-
gada en un mal ambiente está en constante y peligroso desequi-
librio (Ana Ozores, alias La Regenta); la grosería tenoriesca y
la intervención interesada en el hogar ajeno (Alvaro Mesía)
(18); el sacerdote sin vocación y pureza a toda prueba, ambicio-

(17) J. A. Balseiro, Novelistas españoles modernos. New York, 1933,


pág. 369.
(18)
Brent en su estudio citado y en el cap. The role of literature, art
and music, al ir buscando la inspiración literaria de los principales tipos
regentinos, insiste en el carácter donjuanesco de Mesía, estimando que
sin embargo se parece más al D. Juan francés —agnóstico, escéptico—
que al español.
La admiración de Clarín por Zorrilla pudo contribuir a ese donjuanis-
mo de Mesía y al hecho de que en la sensibilidad de Ana Ozores actúe,
con gran fuerza emotiva, una representación del Tenorio romántico.
Sin embargo —y al mismo tiempo— no deja de ser curioso comprobar
cómo el bello y hasta —en cierto sentido— noble y clásico tipo literario,
sirve ahora para inspirar un tan vil personaje como Alvaro Mesía, don-
juán transformado positivísticamente, Un donjuán al que se le podría augu-
rar descendencia a lo drama de Ibsen o de Echegaray.
Si quisiéramos ver en Mesía un tenorio interpretado naturalmente,
forzoso sería reconocer que la preocupación por lo fisológico desemboca
en consecuencias puramente éticas. Mesía economiza, administra —posi-
tivamente— sus energías eróticas. Y esto no sólo acarrea la condenación
ética de Clarín —a través de la burla— sino que sirve para desdonjua-
nizar al personaje. Jamás podríamos imaginar al D. Juan barroco o al
romántico, preocupados por el paso de la edad. Para ellos el tiempo no
— 205 —

so y lujurioso (Fermín de Pas); la entrega de la mujer en ma-


trimonio a quien ha de ser más padre que esposo y a quien lle-
vará la desgracia (Ana y don Víctor Quintanar); la codicia (Pau-
la Raíces); la intriga y la envidia eclesiásticas (Mourelo, alias
Glocester); la intriga y la envidia mundanas originadas por la
sexualidad pervertida (Visitación y Obdulia); la concupiscen-
cia mutuamente consentida entre cónyuges (los marqueses de
Vegallana); el celestinismo disfrazado de piedad (Petronila
Riansares, alias el Gran Constantino); la falsa erudición (Sa-
turnino Bermúdez); el poetastro cursi (Trifón Cármenes): la
estrechez mental, la estulticia colectiva (Vetusta), ete.” (19):
De este recuento —prolongable aún— se saca la impresión de
que La Regenta es, esencialmente, una novela fustigadora de
no
vicios, encarnados en personajes que, precisamente por eso,
pueden suscitar la simpatía del lector, si bien Alas no se esfuer-
za tampoco por hacérselos antipáticos, limitándose a presentar-
los en sus acciones y palabras, evitando todo comentario perso-
nal, dándonos sólo los suficientes datos como para poder formar-
pro-
nos un juicio moral sobre ellos. Y obsérvese que los datos
porcionados son casi siempre de carácter negativo. Clarín no
sim-
parece querer molestarse en darnos noticia de algún rasgo
afán
pático, bondadoso de sus personajes. Y es tan grande su
hasta
de justicia que —como ya he dicho— le lleva a ser duro y
Víctor, y
cruel en el desenlace, haciendo perecer al pobre D.
subsi-
permitiendo el desmayo de Ana en la catedral y la escena
suicidio
guiente en que es besada por el repulsivo Celedonio. El
de Emma Bovary, envenenándose con arsénico, es un final me-

y espadas y aven-
cuenta, ya que siempre hay caballos en los que huir,
turas en cada esquina.
didad y utilizando
Resultaría interesante estudiar, con cierta profun
XIX, ese fenómeno de
muy significativos personajes de la literatura del
tible en el caso de Alvaro
la desdonjuanización de D. Juan, bien percep
Mesía.
(19) Balseiro, Ob. cit., pag. 359.
nos cruel —y menos moralizador— que el tan amarguísimo e in-
teligentemente abrupto de La Regenta.
Y tras todo esto llegamos a la cuestión que nos interesaba
plantear. ¿No se salva nadie en la novela de la condena de Alas?
¿No hay un ser lo suficientemente puro en esa tan fustigada
Vetusta, como para marecer el cariño que Alas dispensó a Pipá,
a Manín de Pepa-José, a Doña Berta?
Brent en el capítulo Morality and religión de su ob. cit. se-
ñala como el obispo Camoirán es el único personaje clerical de
La Regenta tratado con cierto amor por Alas (20).
A. F. G. Bell había citado, muy de pasada, a Paula Raíces y
a Frígilis como personajes que merecían cierto afecto del autor.
Prescindiendo del dudoso caso de Paula Raíces, la madre de
D. Fermín, que es un ser rígido y duro, lleno de ambición que
no alcanza a justificar— dados los medios para colmarlo— el
amor al hijo y el deseo de conseguir para éste riqueza y poder;
sólo deseo ocuparme del obispo Camoirán y de Tomás Crespo,
llamado Frígilis.
Tan olvidados personajes clarinianos van servirme ahora pa-
ra tratar de analizar cómo en La Regenta puede percibirse con
gran claridad el tema de exaltación de lo vital, unido a la ya
estudiada condena de todo lo hipócrita o convencional, ya afec-
te a la cultura, a la religión, a las costumbres sociales, etc.

FORTUNATO CAMOIRAN, CONTRA-


FIGURA DE FERMIN DE PAS

Fortunato Camoirán, el obispo de Vetusta, es un personaje


secundario del que, en mi opinión, Alas se sirve esencialmente
como de fondo sobre el que perfila bien —en violento contra-
luz— la figura de D. Fermín. No es, por tanto, superflua la in-
tervención de Camoirán en La Regenta, ya que gracias a ella
comprendemos mejor la ambición de Paula y de su hijo, y el
carácter de ambos.
(20) Ob. cit., pág. 79.
— 207 —

Clarín trata con cierta suave ironía —que no excluye un gran


cariño —la figura del obispo, y se compadece de la debilidad de
su carácter, explotada por el provisor y su madre.
Es en el capítulo XII, donde el autor presenta a Camoirán,
dedicando bastantes páginas a describir sus aficiones y carácter,
que contrasta con el de D. Fermín. A la religiosidad intelectuali-
zada, fría —e inauténtica, en última instancia— del magistral,
contrapone Alas la sentimental, profundísima y algo infantil del
obispo.
Lo primero que sabemos de Camoirán, antes de conocer su
figura y oir su voz, y como un anticipo de su carácter ingenuo y
bondadoso, es que su salón está lleno de “jaulas pobres, pero
alegres, en que saltaban y alborotaban aturdiendo al mundo, jil-
gueros y canarios, que en honor a la verdad parecían locos”.
“Gracias que no llevo mis pájaros a la catedral para que
canten a Gloria cuando celebro de pontificial. Cuando yo era
párroco de las Veguellinas, jilgueros y alondras y hasta parda-
les cantaban y saltaban en el coro y era una delicia oirlos”.
“Fortunato era un santo alegre que no podía ver una irreve-
rencia donde se podía admirar y amar una obra de Dios” (21).
Este pasaje me recuerda uno de O Crimen do Padre Amaro,
de Eca de Queiroz, relativo al abad Ferrao de Ricoca. Es éste un
sacerdote ejemplar —verdadera excepción en la novela— que
tiene algo de Camoirán y algo también de Frígilis, al que se
asemeja en su amor por la caza, por la naturaleza.
El motivo tan grato a Clarín del campo, de la naturaleza, de
los pájaros entrando en el templo —perceptible también en el
cuento Viaje redondo— podría alinearse junto a este pasaje de
la novela de Eca de Queiroz:
“E alli, na capellita dos Poyaes, qué familiaridade da nature-
za com o bom Déus; pelas portas abertas penetrava a aragem
perfumada das madre-silvas; pequerruchos brincando faziam

(21) La Regenta, 2.? ed. Ed. Maucci. Barcelona, 1908, tomo I, pá-
gina 341.
— 208 —

sonoras as paredes caiadas; o altar era como um jardinete e um


pomar; pardaes atrevidos vinham chilrear até junto nos pedes-
taes das cruzes” (22).
Las cuatro grandes aficiones del obispo Camoirán eran el
culto a la Virgen, los pobres, el púlpito y el confesonario, expre-
sivas todas ellas de su religiosidad vehemente y cordial.
D. Fermín reprende bastantes veces a Camoirán por su po-
breza en el vestir, ya que todo lo gasta en socorrer a los necesi-
tados.
“Esto es absurdo —decía De Pas— ¿Quiere usted ser el
obispo de Los Miserables, un obispo de libro prohibido? ¿Hace
usted eso para darnos en cara a los demás que vamos vestidos
como personas decentes y como exige el decoro de la Igle-
sia?” (23).
Alas enfrenta, pues, como tipos humanos polarmente opues-
tos a Camoirán y a De Pas, para así poder condenar la religiosi-
dad científica, fría e inauténtica de éste, y exaltar la sentimen-
tal y ardiente del obispo, puesta de manifiesto, por ejemplo, en
sus sermones:
“Su elocuencia era espontánea, ardiente; improvisaba; era
un orador verdadero; valía más que en el papel, en el púlpito,
en la ocasión. Hablaba de repente, llamas de amor místico su-
bían de su corazón a su cerebro [obsérvese la intencionada ex-
presión: De Pas no elabora su oratoria así, sino tan sólo en el
cerebro], y el púlpito se convertía en un pebetero de poesía re-
ligiosa cuyos perfumes inundaban el templo, penetraban en las
almas. Sin pensar en ello, Fortunato poseía el arte supremo del
escalofrío; sí, los sentía el auditorio al oir aquella palabra de
unción elocuente y santa” (24).
Sin embargo, el público elegante de Vetusta prefería los ser-
mones del magistral: “Estudia más los sermones —decían unos.

(22) Eca de Queiroz, O crime do padre Amaro, Porto, 1927, pág. 451.
(23) La Regenta ed. cit. 1, pág. 345.
(24) La Regenta ed. cit. 1, págs. 345-346,
-—209=

—““Es más profundo, aunque menos ardiente.


“—Y más elegante en el decir.
“—Y tiene mejor figura en el púlpito.
“—El magistral es un artista, el otro un apóstol.
“Hacía mucho tiempo que Glocester, el arcediano, no se ex-
plicaba por qué gustaba el obispo como predicador. “El confe-
saba que no entendía aquello. Era demasiado florido”. Para
Glocester no pasaba de mera retórica aquello de abrasarse en
amor del prójimo. “Le sonaba a hueco”.
“—¿Y el dogma? ¿Y la controversia? El obispo nunca habla-
ba mal de nadie; para él como si no hubiera un grosero mate-
rialismo ni una hidra revolucionaria, ni un satírico non serviam
librepensador” (25).
La oratoria apasionada y sincera de Camoirán sólo parece
conmover a las humildes gentes del pueblo, tal como sucede en
cierto sermón de Semana Santa en que Fortunato alcanza la su-
blimidad al describir con tremenda emoción la Crucifixión de
Nuestro Señor:
“La inmensa tristeza, el horror infinito de la ingratitud del
hombre matando a Dios, absurdo de maldad, los sintió Fortuna-
to en aquel momento con desconsuelo inefable, como si un uni-
verso de dolor pesara sobre su corazón. Y su ademán, su voz,
su palabra, supieron decir lo indecible, aquella pena. El mismo,
aunque de lejos, y como si tratara de otro, comprendió que esta-
ba siendo sublime; pero esta idea pasó como un relámpago, se
olvidó de sí, y no quedó en la iglesia nadie que comprendiera y
sintiera la elocuencia del apóstol, a no ser algún niño de imagi-
nación fuerte y fresca que por primera vez oía la descripción de
la escena del Calvario”.
“A las pausas elocuentes, cargadas de afectos patéticos a que
obligaba al obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo
los suspiros de ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas,
que eran la mayoría del auditorio”.

(25) La Regenta, ed. cit. I, pág. 346,


— 210 —

“Las señoras no suspiraban; miraban los devocionarios abier-


tos y hasta pasaban hojas. Los inteligentes opinaban que el
prelado “se había descompuesto”, tal vez se había perdido.
“Aquello era sacar el Cristo”. El púlpito no era aquello. Gloces-
ter desde su rincón se escandalizaba para sus adentros. ¡“Pero
“eso” es un cómico!” pensaba; y pensaba repetirlo en saliendo.
Creía haber encontrado una frase: “¡Pero “eso” es un cómico!”.
“El magistral no era cómico, ni trágico, ni épico. “No le gus-
taba sacar el Cristo”. En general prescindía en sus sermones de
la epopeya cristiana y pocas veces predicó en la Semana de Pa-
sión. “Rehuía los lugares comunes”, según don Saturnino Ber-
múdez. La verdad era que De Pas no tenía en su imaginación
la fuerza plástica necesaria para pintar las escenas del Nuevo
Testamento con alguna originalidad y con vigor. Cada vez que
necesitaba repetir lo de “Y el Verbo se hizo carne”, en lugar del
pesebre y el Niño Dios, veía dentro del cerebro, las letras encar-
nadas del Evangelio de San Juan, en un cuadro de madera, en
medio de un altar: Et Verbum caro factum est” (26).
El texto transcrito no puede ser más revelador. Si Clarín ha-
bla de Camoirán es para, al momento, gracias al nexo de una
asociación humorística. —“El magistral no era cómico, ni trági-
co, ni épico”; asociación que significa el salto a un mundo dis-
tinto: de la ternura a la sátira— poder hablarnos de don Fermín
de Pas. A la piedad tierna e infantil del obispo —cuya oratoria
conmueve a las aldeanas y a los niños “de imaginación fuerte y
fresca”— se opone la religiosidad fría, intelectualizada —““veía
dentro del cerebro”— del magistral, más pegado a la letra que
al espíritu, incapaz de sentir ninguna emoción pura y sencilla.
Donde en Camoirán hay amor, piedad surgida siempre del
corazón —“de su corazón a su cerebro”—, en De Pas hay sólo
sujección a la letra, aséptico cerebralismo:

(26) La Regenta, ed. cit., págs. 250-251,


— I6=

“El empeño constante del magistral en la cátedra era demos-


trar matemáticamente la verdad del dogma” (27).
Y tras esto, todo lector de Clarín podrá percibir el fácil enla-
ce de la religiosidad cordial y apasionada de Camoirán, con la
de narraciones como Cambio de luz, Viaje redondo, El frío del
Papa. La emoción religiosa, en los relatos de Alas, se produce
siempre desde el sentimiento; desde lo más sencillamente vital,
casi desde lo infantil, tal como ocurre en el último de los cuen-
tos citados.
Camoirán, por tanto, es la contrafigura del magistral, la en-
carnación del vitalismo clariniano en el mundo religioso de
Vetusta.

FRIGILIS, VOZ DE LA NATURALEZA

Tomás Crespo, Frígilis, es algo más que la contrafigura de


otro personaje; lo es de toda la ciudad, de toda la sociedad ove-
tense.
A los que censuran la ausencia de personajes simpáticos en
La Regenta, les recomendaría que leyesen con atención las pá-
ginas que Alas dedica a Frígilis.
Se trata —no puede negarse— de un personaje secundario,
que aparece más o menos fugazmente en varios momentos de la
acción, sin intervenir demasiado directamente en ella, excepto
al final, cuando protege a la viuda y desamparada Ana Ozores.
Y, sin embargo, Frígilis es algo así como la tesis o lamoraleja
hecha carne, incorporada a un ser novelesco que representa la
voz de la naturaleza, pura y sencilla, en el turbio mundo vetus-
tense, dominado por la ambición, la lascivia y el resentimiento.
La simpatía con que Alas distingue a Frígilis no excluye cier-
ta ironía que le lleva a no silenciar los defectos de este perso-
naje, al que vamos conociendo poco a poco, y cuya importancia
crece en las últimas páginas.
(27) La Regenta, ed. cit. I, pág. 352,
112 —

Ya en el cap. 1 de la novela encontramos una fugacísima alu-


sión a Frígilis, “personaje darwinista que encontraremos más
adelante” (28). En el cap. III, los ladridos de sus perros avisan
de madrugada a don Víctor para que se prepare a salir de caza.
Al final del mismo capítulo se le describe brevemente:
“Frígilis sonrió como un filósofo y echó a andar adelante. Era
un señor ni alto ni bajo, cuadrado; vestía cazadora de paño par-
do; iba tocado con gorra negra con orejeras y por único abrigo
ostentaba una inmensa bufanda, 'a cuadros, que le daba diez
vueltas al cuello. Lo demás todo era utensilios y atributos le
caza, pero sobrios, como los de un Nemrod” (29).
En el cap. VI, Clarín comienza a completar tan sucinta des-
cripción, con algunos rasgos del carácter de Frígilis, visto por
Ana:
“Don Tomás era una de las pocas personas a quien ella esti-
maba de veras, por ver en él prendas morales raras en Vetusta,
a saber: la tolerancia, la alegría expansiva y la despreocupación
en materias supersticiosas” (30).
Y en el mismo capítulo, líneas adelante, se nos explica, al
fin, el por qué del remoquete de este personaje:
“A don Tomás le llamaban Frígilis porque si se le refería un
desliz de los que suelen castigar los pueblos con hipócritas as-
vpavientos de moralidad asustadiza,él se encogía de hombros, no
por indiferencia, sino por filosofía, y exclamaba sonriendo:
—¿Qué quieren ustedes? Somos Frígilis, como decía el otro.
Frígilis quería decir frágiles. Tal era la divisa de don Tomás:
fragilidad humana” (31).
Ya conocemos, pues, uno de los rasgos de este personaje que
hacen de él contrafigura de Vetusta y suscitan la simpatía de
Alas: sinceridad, comprensión, alegre tolerancia, frente a la
hipocresía vetustense.

(28) La Regenta, ed. cit. I, pág. 27.


(29) La Regenta, ed. cit. I, pág. 88.
(30) La Regenta, ed. cit. I, pág. 141.
(31) La Regenta, ed. cit. 1, pág. 142.
= 213 —

Los ridículos defectos de Frígilis, a quien todos tienen por


chiflado, no son silenciados por el narrador. Y así en el cap. X,
irritada Ana contra su marido, piensa: |
“GQuería más a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién era Frígi-
lis? Un loco; simpático años atrás, pero ahora completamente
ado, intratable; un hombre que tenía la manía de la aclimata-
ción, que todo lo quería armonizar, mezclar y confundir; que
injertaba perales en manzanos y creía que todo era uno y lo
mismo, y pretendía que el caso era “adaptarse al medio” (32).
Obsérvese, sin embargo, cómo incluso en esa manía ridícula
—ridícula para Ana Ozores, es decir desde una personal y limi-
tada perspectiva— late un afán vital: “todo lo quería armoni-
zar”, fundir en una sola cosa: la vida, a la que todo tiende y de
la que todo forma parte.
Pero hasta el cap. XVII, no comenzamos a comprender, ple-
namente, el papel que Frígilis desempeña en la novela, como
clave del vitalismo clariniano:
“Frígilis estudiaba la fauna y la flora del país, de camino
que cazaba, y además meditaba como filósofo de la naturaleza.
Crespo hablaba poco, y menos en el campo; no solía discutir,
prefería sentar su opinión lacónicamente, sin cuidarse de con-
vencer a quien le oía. Así la influencia de la filosofía naturalis-
ta de Frígilis llegó al alma de Quintanar por aluvión: insensi-
blemente se le fueron pegando al cerebro las ideas de aquel
buen hombre, de quien todos los vetustenses decían que era un
chiflado, un tontiloco”.
“Frígilis despreciaba la opinión de sus paisanos y compade-
no
cía su pobreza de espíritu. “La humanidad era mala, pero
tenía la culpa ella. El oidium consumía la uva, el pintón dañaba
el
el maíz, las patatas tenían su peste, vacas y cerdos la suya,
su pintón,
vetustense tenía-la envidia, su oidium, la ignorancia,
perdona-
¿qué culpa tenía él?” Frígilis disculpaba sus extravíos,

(32) La Regenta, ed. cit., I, pág. 276.


— 214 —

ba todos los pecados, huía del contagio y procuraba librar de


él a los pocos a quien quería. Visitaba pocas casas y muchas
huertas; sus grandes conocimientos y práctica hábil en arbori-
cultura y floricultura, le hacían árbitro de todos los parques y
jardines del pueblo; conocía hoja por hoja la huerta del Mar-
qués de Corujedo, había plantado árboles en la de Vegallana,
visitaba de tarde en tarde el jardín inglés de doña Petronila;
pero ni conocía de visita al Gran Constantino, el obispo madre,
ni había entrado jamás en el gabinete de doña Rufina, ni tenía
con el marqués de Corujedo más trato que el del Casino. Se en-
tendía con los jardineros. En cuanto las lluvias de invierno se
inauguraban, después del irónico verano de San Martín, a Frígi-
lis se le caía encima Vetusta y sólo pasaba en su recinto los días
en que le reclamaban sus árboles y sus flores” (33).
La reducción de lo ético a términos biológicos, a un plano
natural, nos da la medida de la ingenuidad de Frígilis, que no
es ningún misántropo —puesto que quiere a los hombres, dis-
culpa y perdona sus pecados—, pero sí un ser tan amante de la
Naturaleza que nada sabe de salones ni de personas, limitándose
al trato de árboles y jardines. Esta contraposición revela bien
su papel en la novela. Frígilis es un representante de la natu-
raleza —que se alza espléndida, densa de bosques, prados y cie-
los libres, alrededor de Vetusta— en la ciudad, de la que él huye
hacia el monte cercano, donde el aire es limpio y no crece la
envidia.
Don Víctor acompaña a Frígilis en sus escapadas. Van en
tren, en un coche de tercera:
“Quintanar dormitaba danda cabezadas contra la tabla dura:
Frígilis repartía o tomaba cigarros de papel, gordos; y más de-
cidor que en Vetusta, hablaba jovial, expansivo, con los hijos del
campo, de las cosechas de ogaño y de las nubes de antaño; si la
conversación degeneraba y caía en los pleitos, torcía el gesto y
dejaba de atender, para abismarse en la contemplación de aque-

(33) La Regenta, ed. cit. II, pág. 59.


— 215—

lla campiña triste ahora, siempre querida para él, que la cono-
cía palmo a palmo” (34).
No deja de ser significativo observar cómo Frígilis charla
jovialmente con los campesinos, mientras hablan de las cosas
del campo —de la vida—, callándose tan pronto como la con-
versación degenera en comentarios de pleitos e intrigas: lo an-
tivital, lo mecánico, lo apoyado en la malicia y el rencor.
Para Ana, Frígilis es un amigo un poco lejano y borroso, casi
como un árbol más de los que hay en su huerta:
“Si no llovía mucho, Frígilis solía andar por allí; más tiem-
po faltaba Quintanar de casa que Frígilis de la huerta. Ana aca-
baba por verle. Aquél había sido su único amigo en la triste
juventud, en el tiempo de la servidumbre miserable; y ahora
casi le odiaba; él la había casado, y sin remordimiento alguno,
sin pensar en aquella torpeza, se dedicaba ahora a sus árboles,
- que podaba sin compasión, que injertaba a su gusto, sin consul-
tar con ellos, sin saber si ellos querían aquellos tajos y aquellos
injertos... ¡Y pensar que aquel hombre había sido inteligente,
amable! Y ahora... no era más que una máquina agrícola, unas
tijeras, una segadora mecánica, a quien no embrutecía la vida
de Vetusta!” (35).
A Frígilis no le embrutece la vida de Vetusta —y, pese a
tanto reproche, hay un dejo de admiración y de envidia en Ana
al pensarlo— porque es como si no viviese en la ciudad, aislado
de ella en sus huertos y jardines, atento a la vida sencilla que
late en el vegetal y despreciando las intrigas de los hombres.
Pocos pasajes tan interesantes, respecto al significado vital
de Frígilis y su contraste con los restantes personajes vetusten-
ses, como el siguiente que se halla en el cap. XIX, cuando Ana
- cae enferma y se describe el cazador junto a ella:
“Se había destocado, y su cabello espeso, de color montaraz,
cortado por igual, parecía una mata, una muestra de las bre-

(34) La Regenta, ed. cit. 11, pág. 60.


(35) La Regenta, ed. cit. 11, pág. 70.
— 216 —

ñas. Cerraba los ojos grises y arrugaba el entrecejo; le enojaba


la luz, tropezaba con los muebles, olía al monte; traía pegada
al cuerpo la niebla de las marismas y parecía rodeado de la os-
curidad y la frescura del campo. Tenía algo de la fiera que cae
en la trampa, del murciélago que entra por su mal en vivienda
humana llamado por la luz... Y cerca de Ana, nerviosa, aprensi-
va, febril, semejaba el símbolo de la salud, queriendo contagiar
con sus emanaciones a la enferma” (36).
Esa impresión de vida —potente, arrolladora— que se des-
prende de Frígilis, la siente Ana más adelante, y Clarín la des-
cribe así:
“El amor de Frígilis a la naturaleza era más de marido que
de amante, y más de madre que de otra cosa. En aquellos mo-
mentos al volver a Vetusta con Ana del brazo, se hacía elocuen-
te, hablaba largo y sin miedo, aunque siempre pausadamente;
en su voz había arrullos amorosos para el campo, que describír,
y temblaba en sus labios el agradecimiento con que oía a otra
persona palabras de cariño e interés por árboles, pájaros y flo-
res. Ana envidiaba en tales horas aquella existencia de árbol
inteligente, y se apoyaba y casi recostaba en Frígilis como =n
una encina venerable” (37).
La fusión de Frígilis con la naturaleza es tan intensa, que
llega a producir ese efecto —percibido por Ana, de su vegetali-
zación, de su calidad de árbol inteligente. Cualquier lector de
Clarín verá en Frígilis, así presentado, a un ser muy próximo a
los niños Pinín y Rosa de ¡Adiós, Cordera! o a Doña Berta.
Unos y otra están ligados a la tierra —el prao Somonte o el ver-
de rincón de Susacasa— que no pueden concebir su existencia
fuera de ella, produciéndose efectivamente el drama tan pronto
como el desgarrón tiene lugar, al partir Pinín en el tren o al
marchar Doña Berta a Madrid.
Las criaturas literarias más características y entrañadamen-

(36) La Regenta, ed. cit. 11, pág. 87.


(37) La Regenta, ed. cit. II, págs. 108-109.
=MUE=

te clarinianas son éstas, sujetas a la tierra, pegadas a la Natura-


leza como a inextinguible fuente de vida. El mismo envilecido
Bonifacio Reyes, en Su único hijo, siente ternura y emoción, se
encuentra casi redimido ante sí mismo, de cara a la Naturaleza,
al paisaje rural de Cabruñana, la tierra de sus padres y de él
mismo.
Frígilis es algo más que un ser ligado a la tierra, al campo,
como Pinín o Doña Berta. Es la naturaleza hecha hombre, una
especie de extraña emanación del campo agreste y bello que
vive fuera de Vetusta, y que él lleva en su sangre, su aliento y
su ademán. La salud que de Frígilis se desprende junto a Ana
enferma, no es sólo salud fisiológica, sino mental, moral. Su li-
gazón a la naturaleza ha hecho de Crespo un islote de montaraz
ingenuidad y pureza, en medio de las mezquindades y vicios de
la sociedad vetustense.
Y es en uno de los últimos capítulos, el XXIX, cuando la fi
gura de Frígilis, o más exactamente su ideología, su concepción
de la vida, alcanzan su más pleno sentido y trascendencia. Don
Víctor ha descubierto, gracias a la perfidia de Petra, el adulte-
rio de Ana. Abrumado, sin saber qué hacer, se va de caza con
Frígilis. Y ya en el campo, lejos de Vetusta, el pobre Quintanar
se entrega a amargas reflexiones:
“El campo estaba melancólico. El invierno parecía una des-
nudez. Y a pesar de todo ¡qué hermosa era la Naturaleza! ¡Qué
tranquilamente reposaba..! Los hombres, los hombres eran los
que habían engendrado los odios, las traiciones, ¡las leyes con-
vencionales que atan a la desgracia el corazón! La filosofía de
Frígilis, aquel pensador agronómico que despreciaba la sociedad
con sus falsos principios, con sus preocupaciones, exageraciones
y violencias, se le presentó a Quintanar, a quien el cuerpo le
pedía siesta, como la filosofía verdadera, la sabiduría única,
eterna. Vetusta, que quedaba allí, detrás de montes y montes,
¿qué era comparada con el ancho mundo? Nada; un punto.
Y todas las ciudades y todos los agujeros donde el hombre, esa
— 218—

hormiga, fabricaba su albergue ¿qué eran comparadas con los


bosques vírgenes, los desiertos, las cordilleras, los vastos ma-
res..? Nada. Y las leyes del honor, las preocupaciones de la vida
social toda ¿qué eran al lado de las grandes y fijas y naturales
leyes a que obedecían los astros en el cielo, las olas en el mar,
el fuego bajo la tierra, la savia circulando por las plantas?” (38).
No por ser vulgares y por estar tratadas con ironía, dejan de
ofrecer interés estas reflexiones de don Víctor en la soledad del
campo. Quitado el énfasis que don Víctor —tan teatralizado—
pone en sus pensamientos —y que motiva ese latente tono iróni-
co clariniano, perceptible en todo el pasaje—, se observa cómo
en tales reflexiones está condensada la actitud de Alas frente a
Vetusta, cuya gran pecado es el vivir de espaldas a la vida, hi-
pócrita, insinceramente. Frígilis representa la verdad, la vida
sencilla. Don Víctor —que no en balde era compañero y discípu-
lo de Frígilis— a la hora del dolor infinito, del dolor creado por
la maldad y la estupidez de los hombres, siente un deseo deses-
perado de huir de Vetusta, de fundirse con la Naturaleza en la
que siente el pálpito de la auténtica vida. Lo que atrás queda, en
la ciudad, le parece ahora un remedo, una farsa.
Pero una farsa trágica, ya que el adulterio de Ana, la muerte
de don Víctor en duelo con Mesía, los pecados del magistral y
tantas otras desgracias no son sino producto de esa concepción
hipócrita de la vida, que Clarín combate en la novela.
En ella Alas nos presenta a una sociedad execrable, y sola-
mente, a manera de contraste, de viva moraleja, nos ofrece dos
figuras —las únicas del todo simpáticas entre tantas como apa-
recen en la novela— que representan la exaltación de la vida
frente a la sombra o disfraz de la misma que simboliza Vetusta.
Los dos mundos, el religioso y el civil de Vetusta, atraen la
sátira y la dura condenación de Clarín, de las que sólo se libran
Camoirán y Frígilis, contrafiguras de todos los vicios censurados
y combatidos, tanto en la esfera clerical como en la mundana.

(38) La Regenta, ed. cit., pág. 448.


— 219 —

El ejemplar obispo y el rudo cazador desempeñan en la ac-


ción papeles aparentemente secundarios. Y digo aparentemente,
porque tal vez Clarín se sirvió de ellos como dos únicos motivos
de pureza, de luz, con los que aliviar el sórdido y mezquino am-
biente de La Regenta. Camoirán y Frígilis son voces de la Na-
turaleza —como Pipá, Doña Berta, Manín de Pepa-José, El Tor-
so, etc.—, y por eso Alas está a su lado.

MARIANO BAQUERO GOYANES


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PRESENCIA DE «CLARIN»

No hubiera sido menester la proximidad de dos conmemora-


ciones tan cercanas —1951: cincuenta años de su muerte; 1952: un
siglo de su nacimiento— para que trajéramos nuevamente a pri-
mer plano la figura y la obra de Leopoldo Alas, Clarín. En rigor,
nunca le habíamos considerado muy distante. Tampoco —men-
tiríamos al hiperbolizar su vigencia—, muy próximo. A la justa
distancia de un noble antecesor, de un abuelo con duple rostro:
por un lado, identificado con su época, por otra desbordándola,
rozando nuestros días, merced a su trasfondo poético, a su plu-
ral curiosidad, a sus preocupaciones de moralista. Mas lo incues-
tionable es que hay en Leopoldo Alas —como en Juan Valera, y
no hablo de Galdós, sólo hoy plenamente valorable— ciertas re-
sonancias, ciertas claras proyecciones que le salvan de la pen-
umbra donde se agrisa buena parte de sus contemporáneos fini-
seculares. El autor de Las ilusiones del Doctor Faustino perdura
y es relegible siempre merced a cierta capacidad de “encanta-
miento”, no mágica, sino exactamente lo contrario: terrena, co-
tidiana; gracias á su avasalladora amenidad coloquial. Don Juan
Valera charla, divaga de un modo diserto y ocurrente, con una
gracia y una distinción ya perdidas, de viejo señor; es benigno,
tolerante, bienhumorado; si él nunca se indigna, tampoco nos
o

arrebata, pero asimismo no nos aburre jamás. El autor de Doña


Berta irradia en no menor grado análoga simpatía comunica-
tiva; es tierno allende sus acometidas; sabe más cosas de las
que dice; es ingenioso, aun con exceso...
Desde nuestros gustos actuales, el tono festivo rebaja la cali-
dad y avejenta los colores de muchas páginas críticas clarinia-
nas. En este punto el solista se dejó influir por el coro. Clarín,
formado en la escuela de un periodismo ameno, sí, pero menos
“ático” que chabacano, hubo de pagar tributo al mal gusto de su
época, aquellos sórdidos —en lo estético— años finiseculares,
glorificadores de la “pintura de historia”, del “poema narrati.-
vo”, y descendió por veces del supuesto “aticismo” al chiste fá.-
cil... Le disculpa su mira última: ser leído por todos, en un me-
dio, en un tiempo tan remisos a la letra impresa. Porque Clarín
—<quizá de esto no podamos darnos bien cuenta hoy— fue leído,
extraordinariamente leído y discutido; consiguió el cuasi mila-
gro de hacerse leer en un país y por un público tan de sólito
renuente a toda otra cultura que no llegara oralmente o por imá-
genes. Paralelamente fue también —de esto conservamos mayo-
res testimonios— muy temido y combatido. Buscaba al lector:
le halagaba y soliviantaba al mismo tiempo. Hacíale cosquillas
y le sacudía de su poltronería mental. Satisfacía los instintos
burlones del hombre medio —a costa de mediocridades obvias:
poetastros, dramaturgos chirles—, pero también intentaba infun-
dirle inquietudes de más alto rango. Para lograr esto último no
reparaba en medios o acudía a los más asequibles, y, en primer
término, a la chanza. si
Cuando a otros cincuenta años de distancia sean juzgados
nuestros hábitos mentales, quizá se los tache de “solemnes”, de
“profundos” —sí, precisamente, entrecomillados de forma iróni-
ca. Mas no por curarnos en salud hemos de ocultar que lo inge-
nioso —y aun lo chusco —se valorizaba desmesuradamente en
las postrimerías españolas del siglo XIX. Basta repasar los pri-
meros libros de un espíritu que se definiría luego con muy otros
— 223 —

rasgos, como Azorín —mejor dicho, el pre-Azorín, el Martínez


Ruiz de Buscapiés y Charivari— para corroborarlo. De ahí la
huella flagrante que en tales libros se advierte, marcada no
sólo por Clarín, sino por otros articulistas ingeniosos muy leí-
dos a la sazón: Bonafoux, Fray Candil. Entre todos repartían-
se entonces el dominio de la crítica literaria aplicada a la ac-
tualidad, mientras Menéndez Pelayo, Valera, la Pardo Bazán
se reservaban otras zonas más intemporales, menos compro-
metedoras.

Si hemos comenzado por evocar al Clarín crítico, siguiendo


la misma prioridad visual que probablemente le aplicaban sus
coetáneos ¿significa esto que demos también la prioridad de
preferencia a aquella parte de su obra? No; el poderoso nove-
lista de La Regenta nos importa hoy más que el satírico de los
Paliques, el narrador de los Cuentos morales guarda una vita-
lidad, una frescura, una atracción que el articulista de Solos
de Clarín ha perdido casi totalmente. Es decir, queda estable-
cida una preferencia inversa a la que seguramente mereció su
obra hace cincuenta años. Y sin embargo ¿fue Clarín realmen-
te, esencialmente, un crítico literario? Tal es la pregunta cer-
tera que ya se planteaba Azorín en 1917. “Crítico literario —
escribía— que entra dentro de la obra, que nos dice cómo está
construída, que la descompone en sus menudas piezas —al
igual que un relojero con un reloj— y luego la vuelve limpia-
mente a limpiar; crítico literario, repetimos, ¿lo ha sido real-
mente Clarín?” Y Azorín mismo se contestaba: “no; fue ante
todo un filósofo y un moralista”, en el sentido de que el autor
de Ensayos y revistas ejerció su crítica no para hacer una de-
mostración de técnica literaria, sino a fin de explayar una en-
señanza ética y filosófica. Por cierto, algunas de las últimas
manifestaciones de la crítica literaria francesa, en esta década
— JU

del 50, no siguen otro rumbo, anteponiendo lo ético y aún lo


metafísico a los valores puramente 'estéticos, mas no por un
afán didáctico, sino con el propósito de poner al descubierto
los últimos repliegues del ser. Algo de esto había en Clarín,
en su espíritu de suscitador magistral. Como un educador le
ha visto fundamentalmente Ramón Pérez de Ayala (en el pró-
logo a una edición argentina de Doña Berta), escribiendo: “No
es que sus obras lleven en sí el tono didáctico, ni la intención
docente, nada de eso. Son obras de pura literatura, con todos
los dones, agraciados o funestos, de la vida y de la Naturaleza,
y por eso mismo nos adoctrina como la Naturaleza y la vida...”
Ahora bien, dentro de su tarea crítica, con más frecuencia
que al ensayo propiamente dicho, Clarín —llevado de urgen-
cias y reclamos— hubo de aplicarse a practicar lo que él lla-
maba —invocando a Boileau— una “crítica higiénica y poli-
cíaca”, encaminada a combatir “el mal gusto y los adefesios”
y, por lo tanto, casi ceñida únicamente a la denuncia de infrac-
ciones gramaticales, al ojeo de solecismos, galicismos y otras
menudas plagas del idioma. Labor útil, sin duda; labor peda-
gógica (mejorar el gusto del público era su confesado propósi-
to): labor osada y comprometedora (de ahí que para cumplirla
con más libertad fundara su propia revista, Museum en el to-
mo VII de sus Folletos literarios), pero ¿labor afortunada, con
huellas positivas? La prueba en contrario es ésta: aun no ha-
biendo desaparecido —y antes al contrario, acrecido— los mo-
tivos, los pretextos —y los correspondientes textos estragados,
producto de audaces e ignorantes— para el ejercicio de seme-
jantes sátiras, Clarín no se reprodujo: su sistema crítico satí-
rico no encontró continuadores. Más exactamente, los zagueros
inmediatos, como un Antonio Valbuena, el de los Ripios ultra-
marinos, llevaron el sistema a su caricatura y descrédito. Los
Paliques dejaron un reguero nostálgico (“¡si existiera hoy un
Clarin!” —oíamos decir en la adolescencia, en los años de
aprendizaje literario) y, al mismo tiempo, el sentimiento de
0

su inutilidad, de su anacronismo. Pero por nuestra parte, siem-


pre lamentaremos el donaire y la mordacidad que Clarín de-
rrochó a costa de tantos fantasmas de papel, en vez de aplicar-
se más frecuentemente a estudiar y alquitarar cuerpos sólidos.
El oficio de “dómine” que saca a la vergienza pública los aten-
tados contra el idioma, contra la sindéresis discursiva, debiera
en todo caso ser un menester provisto por el Estado, irreempla-
zable en toda república bien organizada culturalmente; pero
dado el “oficialismo” y el “funcionalismo” del menester, será
difícil que asuma nunca jerarquía literaria y menos estética.
Pues el discernimiento de la calidad o de la belleza en las obras
necesita otra sensibilidad, otro espíritu, diferente técnica.
Si Clarín legítimamente extremó la vena satírica contra
tantos pseudoliteratos y plumíiferos irresponsables de toda laya,
no por ello se libró de incurrir en demasías benévolas con las
“medianías correctas” de su tiempo. Y en cuanto a sus prefe-
rencias o distinciones, aplicadas, por ejemplo, a la poesía ¡qué
ingenuas parecieron ya muy pocos años después! De los “dos
poetas y medio” que señalaba en 1889 (Campoamor, Núñez de
to-
Arce y Manuel del Palacio) difícilmente habían de tasarse
.
dos juntos, veinte años después, ni por la más módica fracción
ones,
Contrariamente, frente a tantas complacencias 0 confusi
en
deberá recordarse que Clarín fue el primero en evaluar,
adas,
dar su justa importancia, a figuras entonces sólo bosquej
con
como Galdós y Menéndez Pelayo. ¡Con cuánta lucidez,
encontran-
cuánta generosidad exaltó sin desmayo al segundo,
—diciéndolo
do buena cualquier ocasión para ensalzarle! Pero
a los
todo, una vez más— la perspicacia de Clarín no alcanzó
ión de 1898
jóvenes de entonces, a los que formarían la generac
Unamuno), y
(entrevió solamente a Azorín, fue reticente con
más sus-
entre los cuales encontraría fértil resonancia la parte
tantiva de su espíritu.
— 226:—

Ya en ocasión anterior (en un capítulo de mi libro Tríp-


tico del sacrificio) apunté algunas líneas de enlace entre
Clarín y Unamuno. Pero quedan por indicar otras confronta-
ciones e influjos no menos reveladores. Por ejemplo, el “hom-
bre de carne y hueso” que Unamuno sintió y exaltó de modo
patético, reaccionando vital, existencialmente, contra las abs-
tracciones de “lo humano” y “la humanidad” tiene una prefi-
guración indudable en Alas. Este, en una de sus “Cartas a
Hamlet” (Siglo pasado) propone abiertamente “huir del hom-
bre abstracto, del intelectualismo, para emplear, como base de
esa realidad sumergida en lo desconocido, al hombre entero,
con su corazón, su vida estética, sus revelaciones morales, sus
tendencias de fuerza social hereditaria...”. Y preludiando los
ataques contra el positivismo que llevaría Unamuno, y que a la
sazón causaba estragos, Alas escribía: “lo que hoy se piensa, a
mi ver, no es que se ha descubierto ya el camino de lo meta-
físico, sino esto otro: que no se puede seguir por otro camino”.
Hombre laico y espíritu con trasfondo religioso, Leopoldo
Alas vivió íntima, intensamente tal dualidad, buscando como
Unamuno, un punto de equilibrio y superación. El krausismo,
en su adaptación hispánica y por. vía ética, había removido'y
sacado a la superficie cuestiones últimas, problemas de con-
ciencia insoslayables. Cabía atacarlos de frente, como Galdós
en sus primeras novelas —Doña Perfecta, Gloria, La familia de
León Roch—, o bien revivirlos desde dentro, como hicieron
Alas y Unamuno. El drama religioso de este último —afanosa-
mente estudiado por Hernán Benítez— prolonga el drama vi-
vido unos cuantos años antes por aquél. Sólo ahora, merced a
investigaciones y agudos análisis de Antonio Sánchez Barbudo,
hechos desde la Universidad de Wisconsin, comenzamos a adver-
tir la significación y trascendencia de aquella crisis religiosa
que experimentó en 1897 el autor de Paz en la guerra. Pareja-
mente “Leopoldo Alas —ha corraborado Ricardo Gullón— fue
hombre de sentimiento y a él supeditó las incitaciones racio-
— 97 —

nales; el problema religioso lo mantuvo en vilo. La religión y


sus problemas le preocuparon del modo. más vivo”. “Aquel
drama intelectual del ochocientos —señala por su parte Carlos
Clavería— entre la razón yla fe fue vivido intensamente por
Clarín, tan alerta siempre al problema intelectual y filosófico,
al progreso científico europeo, tan hondamente afectado siem-
pre también por el problema religioso y por la tradición cató-
lica de su patria”.
Ahora bien, Alas, hombre profundamente liberal, entendía
aplicar este concepto en toda su extensión, sin exclusiones ni
manquedades. Religioso en sus últimos repliegues, pero nada
teocrático; enemigo de los extremos, dispuesto a alzarse muy
españolamente, por un sentido sacro de lo inalfenable e indivi-
dualísimo, contra toda imposición dogmática de uno y otro
bando. Atador de cabos y extremos, quería sumar, integrar, sin
renunciar a lo tradicional ni a lo nuevo, clamando por la tole-
rancia, por la convivencia, basada en la más abierta compren-
de
sión. “Una sociedad —escribía en “La tradición idealista”
Ensayos y revistas— es tolerante cuando todas las creencias
por-
hablan y se las oye con calma; no cuando hay esta calma
es no
que callan todas”. Testimonio de tal estado de espíritu
aún su her-
sólo el citado ensayo, sino más particularmente
y la ca-
moso “Diálogo edificante” entre la capilla evangélica
“Hoy exis-
tedral católica” (Palique). Hace decir a la primera:
fe para
te bastante fanatismo para inutilizarme a mí y poca
se han quedado
levantar tus paredes, tus torres. De la religión
la Catedral:“ Sí,
con lo peor, con la intransigencia”. Y replica
Pero todavía hay
no cabe negar que falta fe y hay fanatismo.
descreídos. El
fanáticos peores que los nuestros. Los fanáticos
pero ¿qué
fanatismo con dogma tiene esa disculpa: el dogma;
Y en el ensayo
le queda al impíó que ni siquiera es tolerante?”
se a cierta
ya citado sobre “La restauración idealista”, elevándo
gobernante debe
visión profética, aconsejaba Alas: » .. el buen
con hacha fría
procurar no hender el añoso árbol; no dividirlo
— 228

y Cruel... porque se expone a que las mitades, violentamente


separadas, se junten en choque tremendo y le cojan entre fi-
bra y fibra”. Que tales prédicas fueran desoídas y que algunos
años más tarde la escisión se produjera sangrientamente es dolo-
roso, más revela la clarividencia de Alas y sugiere cómo admo-
niciones semejantes no han perdido actualidad... Y no es que
“la historia se repita”; es que hay ciertas “historias”, ciertos
litigios intrahistóricos que no concluyen, que no encontraron
aún remate y que se transmiten sombríamente de generación
en generación.
De “espiritualismo laico” calificó Azorín el pensamiento de
Leopoldo Alas. Este le llevaba, por ejemplo, a hacerse una ima-
gen de Renan acaso más clariniana que renaniana. Y lo que
nunca lamentaremos bastante es que aquel largo ensayo pro-
metido sobre el autor de Marco Aurelio se quedara en esbozo,
ya que en tales páginas Alas hubiera fijado definitivamente su
pensamiento religioso, atajando así cualquier interpretación
contradictoria. Pero lo innegable es que su principal hostilidad
iba dirigida contra el conformismo, el indiferentismo espiri-
tual, tendiendo en esencia —como luego haría Unamuno tan
apasionadamente— a sacudir modorras y combatir marasmos.
“No es librepensador —escribía en Palique— el que quiere, si-
no el que puede: el que en lucha con las infinitas preocupa-
ciones que nos rodean consigue emanciparse de tantas fórmu-
las como nos asedian, para sustitur con prendería intelectual
el propio raciocinio; el que vence todas esas imposiciones de
ideas ajenas no asimiladas, ese puede decir que es un verdade-
ro librepensador y un héroe de la filosofía”.
Por vía de ficción el personaje que mejor encarna ese “es-
piritualismo laico” de Alas es Jorge Arial, héroe de su cuento
“Cambio de luz”. Podrá discutirse si este cuento es producto
de la crisis vivida por el autor en 1892 —según afirma Juan
Antonio Cabezas— o si, más verosímilmente, es la plasmación
de un estado de espíritu con raíces permanentes— según viene
— 199: =

a inferir Carlos Clavería. El personaje de Alas— recuérdese—


al perder la luz de sus ojos encuentra la luz interior, conquista
o recobra la fe y exclama: “Si hay Dios, todo está bien. Si no
hay Dios, todo está mal”. Frase paralelizable con aquella otra
de Dostoiewski en su correspondencia, donde a propósito de
Los hermanos Karamázov confesaba haber querido resolver en
esta novela “la cuestión principal de que he sufrido consciente
o inconscientemente toda mi vida: la existencia de Dios”; y
también con la salida de un personaje suyo afirmando cruda-
mente “si no hay Dios todo está permitido”. Dubitaciones que
se sitúan en los orígenes de una filosofía de la angustia, de la
lucha de la desesperación, del absurdo frente a la fe, dramatiza-
da por Kierkegaard. No es, pues, extraño que quien como Una-
muno, a través de Brandés, acababa de descubrir al pensador
danés, sintiera paralelamente el estremecimiento de tales cues-
tiones, reconociendo en Alas si no a un maestro, sí a un inci-
tador intelectual, y escribiéndole: “Es usted no ya el primero,
casi el único escritor español que me hace pensar”. Y en otra
carta (de 1895), subrayando afinidades: “yo también tengo
ideal
mis tendencias místicas, pero éstas van encarnando en el
socialista, tal cual lo abrigo. Sueño con que el socialismo sea
una verdadera reforma religiosa cuando se marchite el dogma-
tismo marxiano y se vea algo más que lo puramente económi-
de cum-
co”. ¡Generosa premonición fracasada, puesto que lejos
plirse ha acentuado cada vez más su imposible utopismo!

Alas,
Si en los problemas íntimos, de conciencia, Leopoldo
frente al sectarismo de unos y otros, reaccionó muy personal-
literaria
mente, también en las cuestiones de estética y técnica
en las
manifestó su propia dirección. Enrolado aparentemente
puesto
huestes del naturalismo trasplantado —o resucitado,
ol—,
que no andaba muy lejos la tradición del realismo españ
— 230 —

prologuista de La cuestión palpitante, libro donde la Condesa


de Pardo Bazán divulgaba los principios de aquella escuela, no
tardó en declarar sus distancias. Seis años después de publi-
car La Regenta —que data de 1884—, en su folleto Museum se
desentendía de todo espíritu de grupo. Examinando algunas
novelas de la citada Doña Emilia, criticaba en ellas su manera
de entender el realismo, tomándolo simplemente como una an-
títesis del idealismo. Sin embargo, Clarín se cuidaba mucho de
caer en el otro extremo, en el efugio idealizador de Valera.
Este, en sus Apuntes sobre el nuevo arte de scribir novelas
(1887), replicando a la Pardo Bazán defendía una estética “em-
bellecedora” en teoría, pero harto cándida y convencional en la
práctica —cuando llega a su extremo, como en el caso de Jua-
nita la Larga. Se alzaba contra la “aspiración didáctica del na-
turalismo”, exaltando contrariamente el desinterés absoluto de
la obra de arte y valorando —desmesuradamente— sus virtu-
des placenteras. Tal concepto de la literatura como “entrete-
nimiento” marca el origen de esa literatura “envilecida —ape-
lativo más actual— que cuenta por contar y distrae sin com-
prometerse, situándose cabalmente en los antípodas de la otra,
la literatura comprometida, o al menos, ambiciosa de remover
inquietudes o suscitar problemas, en que hoy estamos.
Mas confrontaciones tan actuales desnaturalizarían por com-
pleto el sentido de la obra de Clarín y de sus contemporáneos.
Bástenos registrar la pervivencia de muchas páginas suyas,
con La Regenta en primer término (una de las dos o tres gran-
des novelas españolas del siglo XIX, pero a la cual para ser
una obra maestra definitiva estorba cierta prolijidad, daña su
detallismo a lo Zola), con algunos de sus cuentos después. Cla-
rín, además, incorporó a la geografía literaria Vetusta: esa
ciudad de Oviedo que luego Ramón Pérez de Ayala rebautiza-
ría como Pilares, acercándose a aquella época clariniana me-
diante el aire levemente, poéticamente, arcaizante que infun-
de a sus personajes y costumbres. Y Vetusta se convirtió por
E

obra de su numen en la ciudad española arquetípicamente no-


velesca, cuyo provincianismo supo hacer trascender; fue la
ciudad imaginaria y real donde Leopoldo Alas, Clarín “el pro-
vinciano universal”, sintió una España rancia y nueva a la par,
pero íntimamente —¿fatalmente?— incambiable.
GUILLERMO DE TORRE
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