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Entre la cruz
y el diablo

Al margen
de la ciudad
de
HALMA ANGÉLICO

Edición de Ivana Rota

PUBLICACIONES DE LA ASOCIACIÓN DE DIRECTORES


DE ESCENA DE ESPAÑA

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PUBLICACIONES DE LA ASOCIACIÓN
DE DIRECTORES DE ESCENA DE ESPAÑA
Director de publicaciones: Juan Antonio Hormigón
Coordinación: Carlos Rodríguez

© Herederos de M.ª Francisca Clar Margarit (Halma Angélico)


© del estudio introductorio: Ivana Rota
© de la presente edición: ASOCIACIÓN DE DIRECTORES
DE ESCENA DE ESPAÑA

Primera edición: noviembre, 2007

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 207


del Código Penal, podrán ser castigados con pena de multa y privación
de libertad quienes reproduzcan o plagien, en todo o en parte, una obra
literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la
previa autorización.

Publicaciones de la ADE
Serie: Literatura Dramática Iberoamericana, n.º 55

Costanilla de los Ángeles, 13, bajo izda. 28013 Madrid (España)


http://www.adeteatro.com
e-mail: redaccion@adeteatro.com

Diseño: Tomás Adrián


ISBN: 978-84-95576-78-1
Depósito legal: M. 54.257-2007

Fotocomposición e impresión: Closas-Orcoyen, S. L.


Polígono Igarsa. Paracuellos de Jarama (Madrid)

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La edición de este libro ha contado con la
colaboración del Dipartimento di Lingue,
Letterature e Culture Comparate
de la Università degli Studi di Bergamo

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Entre la cruz
y el diablo

Al margen
de la ciudad
de
HALMA ANGÉLICO

Edición de Ivana Rota

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Introducción
Por Ivana Rota

Patricia O’Connor titula significativamente el primer capí-


tulo de su estudio sobre las autoras españolas de teatro del
siglo XX La difícil dramaturgia femenina española. Eso no
es ninguna casualidad, dado que toda la crítica ha destaca-
do los enormes obstáculos encontrados por las mujeres para
penetrar la “fortaleza masculina de la creación teatral” 1. Esta
situación resultaba especialmente ardua en las tres prime-
ras décadas del siglo pasado, aunque Pilar Nieva de la Paz
ha calculado que había más de sesenta autoras, sin contar
las adaptadoras, en actividad entre 1918 y 1936 2. Es cierto
Patricia W. O’Connor, Dramaturgas españolas de hoy. Una introduc-
1

ción, Madrid, Fundamentos, 1988, p. 10. Para un panorama de la actividad


teatral española de la época, con especial referencia a las autoras, véanse,
entre otras, las siguientes contribuciones, al cuidado de Dru Dougherty y
María Francisca Vilches de Frutos: La escena madrileña entre 1918 y 1926:
Análisis y documentación, Madrid, Fundamentos, 1990; “La escena madri-
leña entre 1900 y 1936: apuntes para una historia del teatro representado”,
Anales de la Literatura Española Contemporánea, vol. 17, Issues, 1-2, 1992,
pp. 75-86; El teatro en España: entre la tradición y la vanguardia (1918-
1939), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1992, y La
escena madrileña entre 1926 y 1931: un lustro de transición, Madrid, Fun-
damentos, 1997. Además, fundamental es el estudio de Pilar Nieva de la Paz,
Autoras dramáticas españolas entre 1918 y 1936 (texto y representación),
Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1993.
2
Cfr. Pilar Nieva de la Paz, “Tradición y vanguardia en las autoras teatra-
les de preguerra: Pilar Millán Astray y Halma Angélico”, en Dru Dougherty y
María Francisca Vilches de Frutos (eds.), El teatro en España entre la tradi-
ción y la vanguardia (1918-939), cit., p. 430. John Wilcox reduce el número
a treinta y proporciona la siguiente explicación del olvido que envuelve la
obra de dichas autoras: “there are around thirty women dramatists who wro-
te in Castilian Spanish during the first four decades of the twentieth century
—yet their work, with a couple of exceptions, is largly unknown today. One
reason for the fact that such work is unknown and unstudied is that it was
never published or, if it were, it was never republished”. Esto es lo que pasa,
por ejemplo, con toda la producción de Halma Angélico que en sus tiempos
conoció sólo una primera edición. Cfr. John C. Wilcox, “Women playwrights
in early twentieth-century Spain (1898-1936): gynocentric perspectives on
national decline and change”, ALEC, vol. 30.1-2, 2005, p. 552.

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que a partir de 1914, como consecuencia del acceso de la
mujer al trabajo remunerado, el asociacionismo femenino
conoce un momento de auge y toda la sociedad española,
en el período entre la dictadura de Primo de Rivera y el
estallido de la Guerra Civil, vive grandes cambios en todos
los campos y en especial modo en el tema de la emanci-
pación femenina, con una serie de conquistas que se con-
cretizan en el texto de la Constitución de 1931. Precisa-
mente dentro de los dos ámbitos de la creación literaria
en general y de los derechos de la mujer se mueve Halma
Angélico, figura injustamente olvidada del panorama de
las dramaturgas españolas de los años veinte y treinta que
poco a poco va siendo rescatada gracias a la labor crítica
de varios estudiosos 3.
3
Pilar Nieva de la Paz es la estudiosa que por primera vez y de la
manera más detallada se ha ocupado de esta y de otras dramaturgas de
la época —entre las cuales, por ejemplo, Pilar Millán Astray, Elena Arce-
diano y Pilar Algora—, tratando de rescatarlas del olvido al que la crí-
tica, hasta los años noventa, las había relegado. Además de los estu-
dios ya citados, recordamos también “Recreación y transformación de
un mito: La nieta de Fedra, drama de Halma Angélico”, Estreno, vol. 2,
1994, pp. 18-22. Asimismo señalamos el estudio de Douglas José Duno,
“La reivindicación de la mujer en el teatro de Halma Angélico”, Alaluz,
XXIX, 1997, núm. 2, Riverside, California, pp. 71-82, y el capítulo de
Felicidad González Santamera sobre el teatro femenino de los primeros
cuarenta años del siglo, que incluye un resumen de las actividades de
nuestra autora, en Javier Huerta Calvo (ed.), Historia del teatro español,
t. II, Madrid, Gredos, 2003, pp. 2503-2525. El estudio más reciente es el
de John C. Wilcox, “Women playwrights in early twentieth-century Spain
(1898-1936): gynocentric perspectives on national decline and change”,
ALEC, vol. 30.1-2, 2005, pp. 551-567, que propone una interesante clasi-
ficación de las obras de las dramaturgas españolas del período que nos
interesa, incluyendo a Halma Angélico.
Para las informaciones relativas a la biografía de Halma Angélico nos
referimos a los datos que Pilar Nieva de la Paz afirma haber obtenido gra-
cias a una conversación directa con la nuera de la autora. Véase Pilar Nie-
va de la Paz, “Tradición y vanguardia en las autoras teatrales de preguerra:
Pilar Millán Astray y Halma Angélico”, cit., p. 437. Más detalles relativos a la
vida de Halma Angélico los aporta Fernando Doménech Rico, “Un escán-
dalo teatral en tiempos de guerra”, introducción a Halma Angélico, Ak y la
humanidad, Madrid, Publicaciones de la Asociación de Directores de Esce-
na de España, 2001, pp. 10-17. Esta edición de Doménech Rico, publicada
en esta misma serie de publicaciones, es la única de Halma Angélico que
hasta ahora había vuelto a salir a la luz.

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Halma Angélico es uno de los dos seudónimos —el otro
es Ana Ryus— utilizados por María Francisca Clar Margarit,
nacida en 1888 en Palma de Mallorca. Después de un breve
período pasado en Luzón, Filipinas, donde su padre ejerció
el cargo de gobernador, la autora regresa a Madrid y, tras los
estudios en el Sagrado Corazón, empieza a dedicarse al tea-
tro recitando (entre otros, junto con Jacinto Benavente en
una representación particular del Don Juan Tenorio) y enta-
blando relaciones de amistad y profesionales con algunos
de los intelectuales, hombres y mujeres, más destacados de
la época (entre sus amigos estaban Manuel Azaña, Margarita
Nelken, Carmen de Burgos, María de Maetzu y María Teresa
León, sólo para citar a algunos). Después de un matrimonio
breve y desdichado del que nacieron dos hijos, y que acabó
con una separación, Halma Angélico empieza a colaborar
de manera continuativa ya sea con periódicos (ABC, Blanco
y Negro, Heraldo de Madrid), ya sea con revistas de pren-
sa femenina (Mujer y Mundo Femenino). Su compromiso se
extiende a las actividades desarrolladas dentro del Lyceum
Club. Dicha institución, junto con la Residencia Interna-
cional de Señoritas, representaba un concreto paso en la
dirección de la liberación de las mujeres de la tradicional
hegemonía cultural masculina, y este tema siempre estuvo
presente, de una forma u otra, en la obra teatral y periodísti-
ca de nuestra autora. El nacimiento y el desarrollo de la Resi-
dencia de Señoritas, fundada en 1915, y del Lyceum Club 4,
creado en 1926, se deben en gran medida al trabajo y a la
dedición de María de Maetzu, la ilustre pedagoga, incansable
Sobre el tema de la Residencia de Señoritas véase el ensayo de Car-
4

men de Zulueta y Alicia Moreno, Ni convento ni college: la Residencia de


Señoritas, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1993;
datos muy interesantes están contenidos también en Carmen de Zulueta,
Cien años de educación de la mujer española. Historia del Instituto Interna-
cional, Madrid, Castalia, 1992. Para el Lyceum Club nos referimos a la auto-
biografía de Carmen Baroja y Nessi, Recuerdos de una mujer de la genera-
ción del 98, Barcelona, Tusquets, 1998, sobre todo pp. 89-95, y al ensayo
que Amparo Hurtado antepone a la edición, pp. 27-31. De la misma Ampa-
ro Hurtado véase, además, la detallada y valiosa reconstrucción “El Lyceum
Club Femenino (Madrid, 1926-1939)”, Boletín de la Institución Libre de
Enseñanza, II época, núm. 36, diciembre de 1999, pp. 23-40.

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impulsora de la cultura femenina en España e incomparable
animadora de la vida social e intelectual de su país.

Los objetivos didácticos y culturales de dichas institucio-


nes son de sobra conocidos; aquí nos interesa especialmen-
te el Lyceum Club, porque su última presidenta fue precisa-
mente Halma Angélico 5. El Lyceum Club se convirtió en el
centro de agregación de las mujeres que anhelaban una ver-
dadera independencia, que pasara a través de la educación,
de las conferencias y las iniciativas culturales de vario tipo;
dichas actividades y todos los acontecimientos organizados o
impulsados por el Lyceum en general fueron muy criticados
por los conservadores y por la Iglesia que juzgaba el Club un
centro de reunión de peligrosas subversivas 6. María Teresa
León resume en pocas palabras la esencia de la institución:
“El Lyceum Club no era una reunión de mujeres de abanico
y baile. Se había propuesto adelantar el reloj de España” 7.
Además de ser la presidenta del Lyceum Club, Halma Angé-
5
Esta información, que no aparece en la crónica de Amparo Hurta-
do, se puede leer en el testimonio de María Teresa León en Memoria de la
melancolía, Madrid, Castalia, 1998, p. 515. No se dice exactamente cuándo
Halma Angélico ocupó el cargo de presidenta, pero de los datos del estu-
dio de la Hurtado se puede deducir que fue durante el período inmediata-
mente anterior al estallido de la Guerra Civil, ya que el Lyceum Club estuvo
oficialmente inactivo durante el conflicto, y en la práctica también después,
hasta el cierre definitivo, por causas políticas, en 1957. Cfr. Amparo Hurta-
do, art. cit., pp. 39-40.
6
Con respecto a la reacción suscitada por la fundación del Club, María
Teresa León se expresa así: “Aquella insólita independencia mujeril fue ata-
cada rabiosamente. El caso se llevó a los púlpitos, se agitaron las campani-
llas políticas para destruir la sublevación de las faldas. [...] el Lyceum Club
se fue convirtiendo en el hueso difícil de roer de la independencia femeni-
na”. María Teresa León, op. cit., pp. 514-515.
7
Ibidem, p. 515. Dentro del reglamento del Lyceum Club estaban los
siguientes objetivos generales de la asociación: “A) Defender los intereses
morales o materiales de la mujer, admitiendo, encauzando y desarrollando
todas aquellas iniciativas y actividades de índole económica, benéfica, artís-
tica, científica y literaria que redunden en su beneficio. B) Fomentar el espí-
ritu colectivo, proporcionando a sus asociadas, en el local de la Sociedad,
cuantas comodidades sean posibles para hacerles agradable su estancia en
él, facilitando así el intercambio de ideas y la compenetración de sentimien-
tos. C) Organizar obras de carácter social y celebrar sesiones, conferencias,
cursillos, concursos, excursiones y fiestas privadas y públicas, dentro de

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lico fue la vicepresidenta de la Asociación Nacional de Muje-
res Españolas (ANME) en enero de 1935, mientras ya desde
hacía tiempo venía colaborando con Mundo Femenino, la
publicación semanal de la asociación. La ANME fue la más
importante asociación femenina española; fundada en 1918,
estaba formada por mujeres que pertenecían a la clase media
y que en su mayoría trabajaban en el ámbito de la enseñan-
za y de la educación. La asociación tenía unas bases fuer-
temente católicas y, a pesar de declarar su apoliticidad, se
colocaba en posiciones conservadoras. Prueba de eso era el
hecho de que dentro de su programa no se preveía de mane-
ra explícita ni la obtención del sufragio universal, ni tampo-
co del divorcio, dos conquistas consideradas fundamentales
e irrenunciables por muchas de las feministas; sin embargo,
aun manteniéndose en posiciones respetuosas de los idea-
les católicos, los 36 puntos de su programa representaban
lo más avanzado en el campo de la defensa de los derechos
de la mujer como madre, esposa, trabajadora y representan-
te política, e insistían sobre todo en el reconocimiento de la
igualdad jurídica y económica entre los cónyuges, tema cla-
ve para la verdadera autonomía de la mujer casada. Segura-
mente hay que tener en cuenta ya sea la educación católica
de nuestra autora en el Sagrado Corazón, ya sea su colabo-
ración con la Asociación a la hora de leer las obras que aquí
presentamos. Como nos recuerda Fernando Doménech Rico,
Halma Angélico “fue siempre una mujer de fuertes conviccio-
nes religiosas, incluso cuando [...] adoptó posiciones políticas
radicales” 8. De hecho nuestra autora colaboró también con
otras organizaciones femeninas como la Unión de Mujeres
de España, que tenía una inclinación más bien de izquierda
y cercana al PSOE, y eso demuestra que, más allá de cual-
quier interés político o ideológico, el objetivo principal de
Halma Angélico era la defensa y la tutela de los derechos
de las mujeres. Su posición se hizo más radical después del
estallido de la guerra civil, cuando ingresó en la Confedera-
los límites que marca el apartado A)”, citados por Amparo Hurtado en “El
Lyceum Club Femenino...”, art. cit., p. 30.
8
Fernando Doménech Rico, op. cit., p. 15.

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ción Nacional de Trabajadores, como muchos otros artistas
de la época, ya que la CNT había incorporado en su interior
el sindicato que reunía a los que trabajaban en el mundo tea-
tral. Sin embargo, los artistas no estaban obligados a afiliarse
y por lo tanto el alistamiento de Halma Angélico en la CNT
se podría interpretar legítimamente como una decisión indi-
vidual motivada por convicciones políticas e ideológicas más
cercanas al movimiento anárquico, y no solamente como una
adaptación a las circunstancias del momento.

Creo que para entender mejor la posición de nuestra


autora con respecto a la participación de la mujer en la polí-
tica, tema que para ella llega a ser central, especialmente a
partir de 1931 9, merece la pena citar una entrevista publi-
cada en el periódico Mundo Femenino en julio de 1934. La
entrevista se titulaba “La mujer en el Gobierno. Cinco pre-
guntas a ocho mujeres conocidas” y nuestra autora era una
de las ocho, junto con María Martínez Sierra, Clara Cam-
poamor, Pilar Velasco, Victoria Priego, Elisa Soriano y María
Isabel de la Torre. Nos parecen especialmente interesantes
dos de las cinco respuestas que citamos a continuación:

— ¿Cómo se iniciaron sus aficiones a la política?


— No tengo aficiones políticas, ni ambiciones tampoco.
Las idealistas estamos al margen de ellas en ese campo. Sólo
siento como un deber ineludible en estos momentos para
nuestro sexo el impulso e interés que a muchas mujeres, en
más o en menos, nos hace ocuparnos de política con nobles
afanes de elevarla tal vez. Esto es: manumitirla del “profe-
sionalismo” para que sea virtud ciudadana.
— ¿Qué posibilidades ve usted en una mujer para el
gobierno de los pueblos?
— Que sepa ejercerla con más equidad, desinterés
y abnegación que el hombre. Que acierte a convencer-

Como recuerda Amparo Hurtado, “algunas asociadas [del Lyceum


9

Club] [...] consideraban suficiente en sí misma la lucha política. En cambio,


otras socias del Lyceum, como Victoria Kent, Clara Campoamor, María Mar-
tínez Sierra, Halma Angélico o Isabel Oyarzábal de Palencia, por ejemplo,
se comprometieron en una doble militancia, feminista y política, acentuada
a partir de 1931”. Cfr. Amparo Hurtado, art. cit., p. 31.

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le de que la colaboración con ella le es imprescindible y
sus observaciones e intuición insustituibles para la perfec-
ta armonía del bien universal. “Que mire por sí misma” y
libremente. No supeditada a caudillajes varoniles. Ella ha
de abarcar nuestros problemas desde nuestro especial pun-
to de vista; no desde donde el varón quiera mostrarnos e
imponernos. De lo contrario, coadyuvaremos a sus errores,
en vez de repararlos 10.

La solución que en estos años Halma Angélico encuentra


al problema de la condición de la mujer es, evidentemente,
política. Eso es lo que bien expresan también las afirmacio-
nes hechas en mayo de 1935 por la autora en un artículo en
el que comentaba unas noticias que hablaban de una homi-
cida y de una suicida frustrada. Halma Angélico, hablando
de estos sucesos, trata de comprender las causas de los ges-
tos de estas mujeres; en el caso de la suicida, quien había
sido violada a los trece años y estaba obsesionada por la
profanación de su cuerpo, así comenta:

Prefiere la muerte que aceptar esa continua vejación


que por un error —que proviene desde la escuela tam-
bién— ella cree imposible de repararse en manera alguna,
si no es suprimiéndose [...]. [Haría falta un] pleno conoci-
miento de que una mujer violada o sin violaciones, siempre
está y puede estar reparada ante sus semejantes con un dig-
no comportamiento [...].
Para esto sí, más acaso que para decidir en cualquiera
manifestación política, haría falta instruir y gritar a la fémina
hasta persuadirla de su lograda conquista de igualdad para
todos sus derechos: “¡Levántate, mujer, que tienes voto!” 11.

Ya no es tiempo de dejar que sean las monjas y los con-


ventos, como veremos a propósito de Entre la cruz y el dia-
blo, los que proporcionen a las mujeres una ocasión de ser
reparadas, ahora le toca a la política.
10
Nieves Pi, “La mujer en el Gobierno. Cinco preguntas a ocho mujeres
conocidas”, Mundo Femenino, núms. 100-101, julio de 1934, p. 12.
11
Halma Angélico, “Sucesos”, Mundo Femenino, núms. 104-105, mayo
de 1935, p. 4.

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Y dentro de esta preocupación política está también la
cambiada concepción de la función del teatro para Halma
Angélico. Si antes lo que ella pretendía era enseñar una rea-
lidad, nada más, como en el caso, que ilustramos a continua-
ción, de las declaraciones en la víspera del estreno de Entre
la cruz y el diablo, ahora cree Halma Angélico en la posibili-
dad de educar a las masas gracias al teatro. Es lo que afirma
en un artículo de 1937, “La revolución en la escena”, donde
contraponiendo el teatro al naciente mito del cine 12, le reco-
noce al primero una indudable superioridad:

El teatro es la más potente fuerza educadora y la más


eficaz escuela para intuir el ánimo de la multitud expectan-
te [...] ya es tiempo de que el teatro español perciba siquiera
el hálito de todos los acontecimientos que puedan servir de
enseñanza, de todas las posibilidades del porvenir y todas las
realidades del presente, que nos persuadan de que a él ha
llegado también el momento de incorporarse al interés del
mundo y a la marcha ascendente que marca esta hora” 13.

El mundo ha cambiado, España ha cambiado y con ellos


Halma Angélico. No es casualidad que su última obra, Ak y
la humanidad, fuera precisamente un drama de fuerte com-
promiso social y crítica política, aunque haciendo hincapié
en el papel fundamental de la mujer como fuerza creadora
y regeneradora.

Después de la guerra, nuestra autora estuvo en la cár-


cel durante tres meses debido a su pasado político, pero
la pusieron en libertad sin que se formularan acusaciones
contra ella. Sucesivamente no volvió a publicar nada y des-
Para el debate sobre la influencia del cine en la crisis del teatro en
12

España, véase el apartado “¿Pantalla o escenario?” del artículo de Dru Doug-


herty, “Talía convulsa: la crisis teatral de los años 20”, en Robert Lima y Dru
Dougherty, 2 ensayos sobre teatro español de los 20, Murcia, Universidad de
Murcia, 1984, pp. 119-124.
13
Halma Angélico, “La revolución en la escena”, Técnicos, año 1,
núm. 5, Madrid, 5 de agosto de 1937, citado por Robert Marrast, El teatre
durant la guerra civil espanyola, Barcelona, Publicacions de l’Institut del
Teatre, 1978, pp. 278-279.

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pués de un largo aislamiento intelectual, al que se añadieron
dificultades económicas y la amargura del olvido por parte
de los críticos y de la gente del mundo del teatro, murió en
Madrid en 1952.

Entre la cruz y el diablo

Las primeras experiencias teatrales como autora María


Francisca Clar Margarit las hizo bajo el seudónimo de Ana
Ryus, con el que publicó Los caminos de la vida en 1920 y
Berta en 1922. Ninguna de las dos obras llegaron a estrenar-
se y de ambas escribió otra versión, Entre la cruz y el diablo
(1932) y La nieta de Fedra (1929) con el seudónimo, ya defi-
nitivo, de Halma Angélico; sólo consiguió llevar a la escena
la primera. Es de 1934 la publicación de otra pieza original,
Al margen de la ciudad, que tampoco se estrenó, y de 1938
la adaptación de un cuento ruso de Jefim Sosulia, Ak y la
humanidad, que se representó en ese mismo año y que es
la única de sus obras que se ha vuelto a publicar 14.

Como ya adelantamos, Los caminos de la vida no se repre-


sentó, mientras que Entre la cruz y el diablo sí fue puesta en
escena el 11 de junio de 1932, en el teatro Muñoz Seca, por
la compañía de la actriz y guionista Margarita Robles y de
su marido, el director Gonzalo Delgrás, obteniendo un gran
éxito de público y de crítica. Poco después, el 13 de agosto,
el texto se publicó en la popular colección “La Farsa” y esto
hizo que la obra llegara a un público más amplio.

El núcleo de la pieza se desarrolla alrededor de las vicisi-


tudes de un grupo de mujeres descarriadas que han sido aco-
gidas por las monjas de un convento; el argumento, como
14
Para una recopilación de la producción dramática de Halma Angélico
véase el Catálogo de autoras en la historia del teatro español (1500-2000),
vol. IV, al cuidado de Juan Antonio Hormigón, Madrid, Asociación de Direc-
tores de Escena de España, 2000, pp. 142-143. Señalamos que la producción
de Halma Angélico no se limita al ámbito dramático, sino que abarca tam-
bién el ensayo y la novela, como se puede ver en la bibliografía de la auto-
ra puesta al final de esta sección.

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señala Pilar Nieva de la Paz, “apenas existe, sino que se trata
más bien de presentar diversas ‘estampas’, variados tipos de
religiosas y acogidas” 15. El nudo dramático se concentra en
el final que es diferente en las dos versiones: en la primera
de 1920 la breve fuga de Valentina, una de las acogidas, para
vengarse del hombre que la llevó a la perdición, se concluye
con el regreso de la mujer al convento y la herida de una de
las monjas que sale a socorrerla. En Entre la cruz y el diablo,
en cambio, la monja muere 16. La obra es también el pretexto
para la puesta en escena de un abanico de figuras femeninas
entre religiosas y laicas, que encarnan diferentes maneras de
entender la vida y la fe. El texto representado tuvo, como
dijimos, un gran éxito de público y de crítica y se mantuvo
en cartel durante quince representaciones, suscitando reac-
ciones casi totalmente positivas entre los intelectuales de
la época 17. El día anterior al estreno, en las páginas de La
Voz, en la sección “Los autores ante del estreno”, se publicó
una declaración de Halma Angélico que explica el tema de
la pieza declarando querer presentar una realidad, sin más
aspiraciones. Reproducimos una larga parte de dichas decla-
Pilar Nieva de la Paz, Autoras dramáticas..., cit., p. 232.
15

Con respecto al cambio de título de cara a la representación, Pilar Nie-


16

va de la Paz afirma que Entre la cruz y el diablo tenía “un mayor ‘gancho’ [...]
frente a Los caminos de la vida, más neutral desde un punto de vista sémi-
co”, pero señala que “con todo, este último título respondía mejor al espíritu
de tolerancia y comprensión ajeno a toda intransigencia moral, que se per-
cibe en la obra”. Cfr. Pilar Nieva de la Paz, ibidem, p. 234. Además, la estu-
diosa se detiene detalladamente en las problemáticas presentes en Entre la
cruz y el diablo describiendo de forma esmerada el argumento, las acotacio-
nes y los objetivos del texto, comparándolo con su antecedente Los caminos
de la vida y utilizando también la preciosa contribución de la crítica teatral
de la época. Cfr. ibidem, pp. 231-235. Para más detalles sobre las diferencias
entre las dos obras, véase mi artículo “Halma Angélico: Los caminos de la
vida (1920) y Entre la cruz y el diablo (1932)”, en Margherita Bernard (ed.),
Teatro y mujer en España. De los años 20 a la posguerra, Bérgamo, Bergamo
University Press, 2006, pp. 71-96, parcialmente retomado aquí.
17
A raíz del “triunfo claro y sólido” de la pieza, las Asociaciones de
“España Femenina” y “Mujeres Españolas” organizaron un homenaje a Hal-
ma Angélico; entre los miembros de la comisión que se encargó de su orga-
nización figuraban también Jacinto Benavente, Eduardo Marquina, Concha
Espina, los hermanos Quintero y Cristóbal de Castro. Cfr. “Homenaje a ‘Hal-
ma Angélico’”, El Sol, 25 de junio de 1932, p. 2.

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raciones, ya que son los únicos comentarios directos de la
autora sobre su obra que hemos podido encontrar y como
tales resultan especialmente significativos:

En el mundo hay unas vidas abnegadas, heroicas, que


luchan por el bien, que caminan por senderos de perfección
y que aspiran a la gloria eterna. Vidas sencillas y atormen-
tadas, que se agitan en un mundo reducido, apartado de la
vorágine pasional del otro mundo grande, donde surgen
grandes dolores, donde aparecen otras vidas condenadas a
todas las amarguras y contaminadas con todos los estigmas;
vidas encadenadas al sufrimiento y torturadas por todas las
aflicciones. Al ponerse en contacto estas dos modalidades
del dolor, surge la obra que hoy ofrezco a la consideración
del público y de la crítica. [...] Es un “caso”, no un problema,
que planteo y resuelvo; y presento el “caso” situándome en
un plano sereno de arte, sin propósito dogmático o crítico,
porque creo más asequibles a la captación de un espíritu
femenino los estados psicológicos de las almas de mujer
que se revelan tal y como son en mi obra. He puesto en ella
pasión y verdad. Y no se juzgue por el título, que está ple-
namente justificado, un prurito de convertir el escenario en
tribuna de ideas que ni propugno ni ataco. Pinto, y las esce-
nas que traslado al proscenio tienen el valor de cuadros, no
el de alegatos más o menos cargados de sectarismo en un
sentido o en otro. Además debo decir a Usted que Entre la
cruz y el diablo no es una comedia escrita ahora, al socai-
re de la actualidad social y política. Hace algún tiempo que
salió de mis manos, con lo cual echo por tierra cualquier
malévola suposición de oportunismo 18.

Y más importante, añadía una petición a la crítica, es decir,


que “advirtiera la recta intención de mi propósito de arte y de
serenidad, encaminando su fallo, halagüeño o adverso, a la
estimación o reprobación de los valores estéticos de mi obra,
desentendida en absoluto de todo otro accidente” 19.
18
V. T.: “Los autores antes del estreno”, La Voz, 11 de junio de 1932, p. 3.
19
Ivi. Puede que Halma Angélico supiera bien que su obra podría ser
interpretada de maneras diferentes, dependiendo de las distintas orientacio-
nes ideológicas, y por eso posiblemente haya querido hacer estas declara-
ciones antes del estreno.

19

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Casi todos los periódicos madrileños reseñaron positiva-
mente la obra en sus secciones de teatro y algunos de los crí-
ticos demostraron haber leído las declaraciones de la auto-
ra 20. Enrique Díez Canedo, desde las páginas de El Sol, elogió
Entre la cruz y el diablo definiéndola, en comparación con
La nieta de Fedra que él conocía, “más cercana a la perfec-
ción, por lo menos a esa perfección que consiste en la buena
medida de las escenas, en la ponderación del diálogo, en la
calidad del ingenio y en el concepto humano de los persona-
jes”. Con respecto al peligro de una interpretación dogmática
de la obra lo excluyó hablando de “sentimientos apacibles;
hasta un milagro [...] Rasgos de abnegación, actos de fe. Y
todo ello sin alardes, sin proselitismos, simple, claro, eviden-
te”. Además añadió comentarios halagadores sobre el valor
de Halma Angélico como “autor dramático verdadero” 21 y
subrayó la reacción del público que aplaudiendo la llamó a
la escena, aunque ella no estuviese en el teatro. Luis Araujo
Costa, en el ABC, también expresa comentarios muy positi-
vos sobre la pieza, “dos actos sencillos, luminosos y ágiles”,
aunque afirma no poder complacer la petición hecha por la
autora desde las páginas de La Voz:

Quiere indudablemente la señora Halma Angélico poner


a resguardo de torcidas interpretaciones lo que constituye
el alma de su comedia, el fondo sentimental al que conver-

Pilar Nieva de la Paz, analizando algunas de las reseñas, señala que


20

fue gracias al ideal católico y a las referencias a la religión presentes en la


obra, que ésta fue recibida con favor por la prensa más conservadora de
la época y por el público madrileño, bastante cansado del materialismo de la
sociedad del momento. Cfr. Pilar Nieva de la Paz, Autoras dramáticas, cit.,
p. 246; la alusión a la oleada liberal y anticlerical que caracterizó el primer
bienio de la Segunda República (no nos olvidemos de que el estreno fue en
junio del 1932, en pleno fervor reformista) es evidente.
En los números de El Imparcial publicados en los días inmediatamen-
te anteriores y posteriores al estreno de la pieza sorprende no encontrar
ninguna reseña de la obra, ni ninguna referencia a la cartelera del teatro
Muñoz Seca. El temido crítico teatral del periódico, Enrique de Mesa, pare-
ce no haber escrito ningún comentario sobre Entre la cruz y el diablo, a
pesar de su éxito.
21
Enrique Díez Canedo, “TEATROS. MUÑOZ SECA: ‘Entre la cruz y el
diablo’ de Halma Angélico”, El Sol, 12 de junio de 1932, p. 12.

20

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gen las personas y los sucesos del ambiente escogido. Este
temor de la autora no puede evitarnos que consideremos
solidariamente unidos el norte moral que guía su pluma y
los medios técnicos que pone a su servicio. Mucho menos
cuando, como sucede en este caso, la confesión de creen-
cias e ideales es respetabilísima y digna sólo de alabanzas.
[...] Los alegatos doctrinales y las luchas de convicciones
religiosas y políticas no tienen su mejor palenque en el tea-
tro. [...] Pero en este caso el fondo moral no es cosa que
se emplee con espíritu combativo, ni aun tribunicio. [...] El
fondo, pues, como la forma, puede cooperar al mérito de la
obra y ser parte en el juicio del crítico. De ese fondo moral
sólo pronunciamientos favorables pueden hacerse al consi-
derar la abnegación de esas mujeres que buscan por sendas
tan duras el camino de perfección para su alma 22.

También Melchor Fernández Almagro, crítico de La Voz,


se encuentra de acuerdo con los juicio vistos hasta ahora:
subraya las cualidades de Halma Angélico, a la que le recono-
ce “intuición poético-teatral” y el valor de la pieza, que tiene
“ingrediente de poesía inútilmente buscado tantas veces en
obras que parecen prometerlo” e individúa su mayor mérito
en haber sabido suscitar en el público no sólo aplausos, sino
algo más importante, la atención. Por lo que se refiere al tra-
tamiento del tema, lejos de cualquier intención moralizadora
que el título de la pieza podría dejar presagiar, afirma:

Entre la cruz y el diablo es rótulo que trasciende a tesis.


Y tesis desenvuelta quizás por los carriles de cierto dra-
matismo efectista. No hay tal. “Halma Angélico” no trata
de demostrar nada, persuadida, probablemente, de que la
mejor demostración, la única posible, es la implícita en los
hechos mismos. O mejor que demostración, concepto que
trasluce lógica y razonamiento; manifestación directa de
una realidad. “Halma Angélico” acota perfectamente una:
la de un convento de monjas, y el complejo emocional que
llena este vaso de múltiples fervores emite por sí solo la
onda que conmueve. Envueltos por ella asistimos al limpio

Luis Araujo Costa, “Informaciones y noticias teatrales”, ABC, 12 de


22

junio de 1932, pp. 63-64.

21

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decurso de la pieza, recibiendo una impresión de verdad,
teatral y artística desde luego; real y humana también 23.

A las críticas positivas se junta la voz del crítico de El Deba-


te, quien, sin embargo, reconoce en la pieza una intención
moralizadora clara, afirmando que “escrita con garbo y soltura
tiene además la valentía, digna del mayor elogio, de defender
una idea hondamente sentida: la religión” 24. Y sigue así:

Entre la cruz y el diablo es una pincelada de color idea-


lista, de tonos suaves y limpios, de los que fluye una nota
de ternura diluida en los dos actos de los cuales el primero
está admirablemente construido. El diálogo, ágil y expresivo,
adquiere sus tonos más elevados en los momentos emotivos,
aquellos en los que la vida hecha de sacrificios y abnegación
de unas monjitas está descrita en su sentido real y verdadero,
en los que resalta la pureza de alma de estas mujeres que a
la felicidad de los otros sacrifican la suya propia 25.

Señalamos también la opinión del crítico de El Heraldo


de Madrid que define Entre la cruz y el diablo, “pieza mora-
lista”, añadiendo que Halma Angélico “no estaría de más que
dejase de hacer comedias de tesis religiosa y humana para
verter sus producciones limpiamente y sin tropiezos en esce-
nas neutrales: no catequistas”. Sin embargo, el crítico reco-
noce el valor de la autora, ya que afirma que se ha manifes-
tado como tal “de una manera contundente” 26.
23
M. Fernández Almagro, “Los estrenos de la noche del sábado en
varios teatros de Madrid“, La Voz, 13 de junio de 1932, p. 4.
24
M. G. B., “Muñoz Seca. Entre la cruz y el diablo”, El Debate, 12 de
junio de 1932, p. 4.
25
Ivi. El crítico afirma que “autora e intérpretes tuvieron que saludar
repetidamente desde el proscenio, ante los aplausos entusiastas y cariñosos
del público”. En realidad los demás testimonios afirman que Halma Angéli-
co no se encontraba en el teatro esa noche.
26
Anónimo, “Halma Angélico estrena Entre la cruz y el diablo”, El
Heraldo de Madrid, 13 de junio de 1932, p. 5. Esta tesis parece compartir-
la también Antonio Machado; Doménech cita el comentario del poeta con
respecto a la obra, que le había recomendado su querida Pilar de Valderra-
ma: “No me parece mal. [...] De todos modos, encuentro poca originalidad y
muy escaso valor poético a la obra. Tengo muy poca simpatía por las obras

22

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El interés principal de Halma Angélico, al escribir y
representar Entre la cruz y el diablo posiblemente fuera el
de subrayar la importancia de la solidaridad femenina, de la
ayuda y del apoyo que las mujeres se pueden dar la una a la
otra frente a los ataques y a los peligros que provienen del
mundo masculino y frente al juicio y al prejuicio de la socie-
dad. Esta solidaridad, en este caso concreto, viene de las
monjas y se extiende a todas las mujeres, buenas o malas, o
como dice Luis Araujo Costa “para la humilde como para la
díscola las monjitas votaron sus vidas” 27. Para ese fin Halma
Angélico decidió escoger la ambientación de un convento
haciendo referencia a una realidad muy difundida y presen-
te en la España de la época 28.

Lo que queda claro es que en las condiciones sociales


del momento en el que se estrenó la pieza no parecían exis-
tir muchas posibilidades para las mujeres, descarriadas o no,
que decidieran tomar las riendas de su propia existencia, fue-
ra del control del hombre —padre, hermano, marido, novio,
confesor...—. La única posibilidad indicada por las monjas
de Entre la cruz y el diablo es el cultivo de las buenas virtu-
des domésticas y burguesas, a las que la Iglesia católica y la
sociedad patriarcal empujaba a la mujer de la época; dichas
virtudes, una vez conquistadas, permiten el regreso al entra-
mado social. Y el hogar doméstico resulta ser el único lugar
del que la mujer pueda aspirar a ser la reina, bajo la forma de
esposa, hija, hermana o criada. Desde cierto punto de vista,
al final, todo se reduce a una cuestión de falta de oportuni-
de tendencia moral o didáctica, cualquiera que sea su tendencia. El arte es
otra cosa”, en Cartas a Pilar, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1994, p. 263,
citado en Fernando Doménech Rico, op. cit., p. 15.
27
Luis Araujo Costa, art. cit., p. 64.
28
Para más detalles sobre los ritmos y los rituales de la vida dentro de
los conventos que acogían a las chicas extraviadas, véase el reportaje de Car-
men Sala, “La vida en los colegios de ‘arrepentidas’”, Ahora, 10 de septiem-
bre de 1933, pp. 11-14. La experiencia de la periodista, que durante treinta
días fingió ser una mujer necesitada de acogida para escribir su crónica, tie-
ne muchos puntos de contacto con los detalles descritos por Halma Angéli-
co, entre los cuales destacan los hábitos de las acogidas, las tareas a las que
se dedicaban y el secreto sobre los motivos por los que se encontraban en
ese lugar, motivos generalmente conocidos sólo por la Madre Superiora.

23

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dades y de educación; en el convento todo se hace para que
la mujer “sea competente en el manejo del hogar si llega a
casarse, si no, se la destina al servicio doméstico. Esta mujer
no puede aspirar a otra cosa, porque carece de la educación
necesaria” 29. Al mismo tiempo que describe la situación que
caracterizaba la realidad española de los años veinte y treinta,
Halma Angélico parece aludir a la necesidad de ampliar las
posibilidades ofrecidas a las mujeres, hasta incluir una reali-
zación de ellas mismas que pasara sobre todo a través de la
educación. El compromiso de la autora en las diferentes aso-
ciaciones a las que pertenecía es muestra evidente de ello.

En los dos mundos, el de las religiosas y el de las chicas


acogidas, o, como los llama Halma Angélico en las declara-
ciones antes del estreno, en las “dos modalidades de dolor”,
están sin embargo presentes modelos alternativos a los que
la sociedad indica y aconseja. En el mundo de las religiosas
tenemos el personaje de Sor Dulce Nombre, cuyo ideal, que
la lleva al supremo sacrificio para salvar la vida de una de
las chicas, Valentina, se resume en las últimas palabras pro-
nunciadas antes de morirse: “Era mi deber ampararla; sólo
hice lo que debía”. En este instante se consigue una trans-
formación total; la autora al comienzo de la obra presentaba
a Sor Dulce Nombre como la más escéptica entre las monjas
sobre las posibilidades de redimirse de las mujeres y sobre
la honestidad de sus intenciones. Con respecto a Valentina,
así se había expresado al enterarse de su huida:

SOR DULCE NOMBRE.- Como quiera su caridad interpre-


tarlo; pero yo fío poco en lo que estas chicas cuentan...
Excusas para quedar lo mejor posible... Tal vez lo único
que ha pretendido esa muchacha al escaparse sea pasar
esta noche de Carnaval más divertida que en esta santa
casa... Ir al baile... 30

Mamie Salva Patterson, La mujer-víctima en el teatro de autoras espa-


29

ñolas del siglo XX, tesis doctoral, Universidad de Kentucky, 1979, citada por
Douglas José Duno, art. cit., p. 73.
30
Halma Angélico, Entre la cruz y el diablo, Madrid, Rivadeneyra, 1932,
p. 14. Todas las citas están tomadas de esta edición.

24

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Y hablando de las mujeres acogidas, a lo largo de todo
el primer acto, la monja utiliza expresiones despectivas, lle-
gando a definirlas “endiabladas”. Ahora, en cambio, la evo-
lución que lleva a la religiosa a ofrecer su propia vida, tiene
como resultado el que Sor Dulce Nombre se haga perdonar
con los hechos su tibia fe y la poca confianza demostrada
con las palabras.

Además, después de las frases pronunciadas por la mon-


ja en punto de muerte, en Entre la cruz y el diablo la autora
añade la intervención final de Madre Esperanza, ausente en
la primera versión, que lleva en sí el sentido de toda la obra
y la explicación del título de la pieza:

MADRE ESPERANZA.- [...] ¿Y qué importa a nuestra fe el


juicio de algunas gentes? Lo que somos, somos, y aquí
no hay más que una verdad a defender: vuestras vidas
desamparadas, por las que nadie previno, y algo que
los más ya no conocen, porque vive disfrazado: el ideal.
Eso que nosotras, aunque pobre mujeres al fin, supimos
colocar bajo los ángeles y sobre los hombres... Entre la
Cruz y el Diablo... (p. 42).

En la frase “por las que nadie previno” está ence-


rrada la acusación contra ese “nadie”, que es evidente-
mente la sociedad, la estructura patriarcal, el predominio
de los hombres sobre las mujeres. Desde este punto de
vista las monjas, pero no todas, adquieren el papel de
las que acogen sin juzgar y sin dejarse llevar por prejui-
cios y que de verdad quieren que a la mujer se le de otra
posibilidad 31.
31
También desde el punto de vista de la percepción popular el elemen-
to del sacrificio caracteriza la imagen de las religiosas que viven en este tipo
de convento. Así comenta Carmen Sala el abandono por parte de las reli-
giosas de un convento que en 1933 había pasado a las manos del Estado,
que había enviado señoritas a sustituir a las monjas: “Hasta los elementos
que siempre habían mostrado hostilidad por las cuestiones religiosas les rin-
dieron aquel día un tributo de veneración y proclamaron su gratitud por el
sacrificio de estas santas mujeres, que se prestan personalmente a los más
necesitados”. Carmen Sala, art. cit., p. 14.

25

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La síntesis de los motivos que empujan las monjas a
actuar como hacen, la encontramos en las palabras de Sor
Inés al explicar su decisión de entrar en la Orden Trinitaria,
a la que las religiosas pertenecen:

SOR INÉS.- Pues... porque me pareció que aquí era más


constante el ejercicio de amar y sufrir... Que estas pobres
criaturas que a nosotros llegan por propia voluntad, en
la mayoría de los casos, claro que empujadas por su
dolor, pero libres de llamar a esta santa puerta o de acu-
dir a otra de pecado, eran, como si dijéramos, ¡la llaga
viva de nuestra sociedad!... Unas porque cayeron, otras
porque estuvieron a punto de caer, las más vienen llo-
rando su desengaño..., y yo, que por misericordia de
Dios nunca los tuve, pienso que si al sufrir un desengaño
la criatura elige ser buena, en vez de dejarse llevar de su
desesperación y depravarse más para odiar mejor, es, sin
duda, porque tiene un corazón tierno capaz a todo amor
y, por lo tanto, a todo sacrificio, pues el uno y el otro son
hijos de una misma madre: la ternura (p. 11).

En el otro mundo, el de las acogidas, Halma Angélico


propone, y encubiertamente propugna, la voz disonante de
Bernarda, “la joven rebelde, quien cruza el límite asignado
a las mujeres y aunque en determinado momento recapaci-
ta, sus acciones demuestran que es capaz de sobrevivir en
el mundo como cualquier hombre” 32. Bernarda, de hecho,
representa la mujer independiente del mundo masculino,
la única que puede jactarse de tener una relación de igual
a igual con los hombres, vivida de manera autónoma. En el
texto se omite cualquier referencia explícita a las culpas de
estas mujeres aunque se deja intuir que dichas culpas tie-
nen que ver con el ámbito sexual o sentimental. Así es tam-
bién para Bernarda, que, sin embargo, matiza su actitud con
implicaciones ideológicas o políticas como se vislumbra por
las referencias a amigos anárquicos. Bernarda prefiere estar
en el convento a ir a la cárcel y por eso ya lleva tres veces
entrando y saliendo del sagrado lugar:
32
Douglas José Duno, art. cit., p. 74.

26

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ASUNCIÓN.- ¿[...] para qué has venido anoche, siendo así
que es la tercera vez que vuelves, que no parece sino
que juegas con la monjas al ratón y al gato?
BERNARDA.- Pues he venío anoche porque tuvimos una
pequeña juerga unos cuantos amigos. ¡En estos días ya
se sabe! Escalabraron a uno, intervinieron los guardias.
¡Y claro, yo, por el buen parecer, preferí decir que me
trajesen aquí y canté el gori-gori del arrepentimiento!
ASUNCIÓN.- Así te vales tú de la buena fe de las hermanas.
¡Qué sería de nosotras si no fuera por esta casa! (p. 18).

El convento representa un refugio siempre abierto, dis-


ponible a la acogida incluso con quien vuelve a caer en el
vicio, como la misma Bernarda, a la que no se le rechaza
ni se le reprocha nada, ni tampoco se imponen ultimátums.
Quizás en la elección entre cárcel y convento hecha por
la mujer podamos leer, además de una comprensible con-
veniencia, también un juicio de valor por parte de Halma
Angélico: si la cárcel es el lugar del castigo y de la repre-
sión, el convento es el de la acogida, el del perdón y el de
la rehabilitación 33. No es casualidad que la autoridad carce-
laria se pueda identificar con la figura del padre que castiga,
mientras el convento se puede asociar a la esencia femenina
de la Virgen/madre (superiora) que tiene siempre los brazos
abiertos para sus hijas 34.
33
Sin embargo, al mismo tiempo en el convento se puede ver, como
hace Duno, “un aliado del patriarcado porque en sí prepara a la mujer fun-
damentalmente para el papel de madre y esposa”. Ivi.
34
Hasta ese momento la situación de las cárceles españolas era lamen-
table. Significativamente algunos cambios tienen lugar gracias a las muje-
res y a partir de 1931, año en que el presidente Alcalá Zamora le encargó
a Victoria Kent la Dirección General de Prisiones y la tarea de estudiar una
reforma del sistema carcelario español. La Kent, siguiendo en la línea de su
predecesora Concepción Arenal, cerró 114 centros de detención porque se
encontraban en malas condiciones, eliminó medidas especialmente severas,
como las celdas de castigo, los grilletes y las cadenas, concedió permisos a
los presos e instituyó la cárcel de mujeres de Ventas con mejoras para las
presas madres. Ambas directoras estaban convencidas de que la sociedad,
a través de la cárcel, tenía que recuperar al culpable como miembro acti-
vo y como hombre. Véase sobre este tema, entre otros, Telo Núñez, María:
Concepción Arenal y Victoria Kent: las prisiones. Vida y obra, Madrid, Ins-
tituto de la Mujer, 1995.

27

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Halma Angélico presenta, tanto entre las religiosas como
entre las huéspedes laicas, diferentes tipologías de mujeres,
quienes muestran diferentes grados de fe, de arrepentimiento
y de deseo de remediar sus errores. Entre las monjas, la pare-
ja Madre Esperanza y Sor Inés es la más convencida de su
misión y, en posición opuesta, encontramos a Sor Águeda y a
Sor Dulce Nombre —esta última antes de la evolución final—,
quienes expresan unas posiciones más desencantadas. Entre
las mujeres acogidas Bernarda se opone a Asunción: Bernar-
da es, como ya vimos, una oportunista que se aprovecha de
la acogida que las monjas le proporcionan para evitar la cárcel
y considera el convento como un cómodo refugio temporal,
prefiriendo, sin embargo, vivir la vida de la calle.

No obstante, al final se produce un cambio decisivo en


Bernarda, es decir, una toma de conciencia del valor de la
misión de las religiosas. Después de haber presenciado el
sacrificio de Sor Dulce Nombre, la mujer pronuncia estas
palabras, que tenían función de cierre en la primera versión
de la obra, Los caminos de la vida:

BERNARDA.- Sí; te afirmo que yo me hallaré sin fuerzas


pa luchar con el mundo, demonio y carne; pero don-
de yo vaya no hay quien se atreva a decirme mal de
esta casa..., porque no se lo consiento... ¡¡ni al ácra-
ta!! (p. 42).

Asunción, al contrario, desde el comienzo está plena-


mente convencida de que se ha salvado de una vida des-
graciada gracias a las monjas a través de la mediación de
su hijo muerto y por esto aprecia y elogia la labor de las
religiosas. Asunción tiene la oportunidad de salir del con-
vento, donde pensaba pasar toda su vida, cuando el pro-
tagonista masculino, Juan Manuel, el jardinero viudo que
está enamorado de ella, le propone casarse con él y hacer
de madre a sus dos hijos. La mujer, aunque no se considere
digna de la proposición, acaba aceptando y volverá a ocu-
par un puesto en la sociedad para el que la vida en el con-
vento la ha preparado durante años.

28

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Si, conscientemente o no, Halma Angélico tiene como
propósito de su obra, como afirma José Duno, “la abolición
del pensamiento mariano, tan arraigado en la sociedad de
los años veinte” 35, que le indicaba a la mujer el ideal a per-
seguir, es decir, el del ángel del hogar, ese propósito, tan
subversivo, no fue captado por el público, ni por la críti-
ca del momento. Es cierto que lo que Halma Angélico afir-
ma con su obra, es que la conducta moral ya no tiene que
ser el criterio de juicio, y en muchos casos era el único, de
lo que es una mujer. La responsabilidad de dicha actitud
parece recaer sobre la falsedad de cierta parte de la socie-
dad española, con la complicidad de parte de la Iglesia: sin
embargo, Halma Angélico no formula críticas hacia la reli-
gión ni hacia las religiosas. Lo que sí le interesa subrayar es
la forma hipócrita con la que la Iglesia gobierna la moral,
estableciendo profundas diferencias entre reglas de conduc-
ta para hombres y para mujeres 36, como será especialmente
evidente en Al margen de la ciudad.

35
Douglas José Duno, art. cit., p. 72.
36
Véase el prefacio a la obra de Halma Angélico Santas que pecaron
(Psicología del pecado de amor en la mujer), Madrid, Aguilar, 1935, p. 6,
donde la autora así se expresa sobre el tema: “En un medio civilizado con
erróneos conceptos, que no sembró precisamente el catolicismo, y salgo al
paso de los malévolos, donde se da el caso —en ocasiones es frecuente, y
de esto supieron quienes guardan secretos de confesionario—, se da el caso,
repito, de que un marido pida permiso a su consorte para faltarle siquiera
una vez al mes y con su autorización acallar todo cobarde escrúpulo, o bien
se reúna un ‘consejo de familia’ para consultar a la prole adulta sobre la
mayor conveniencia de que el padre viudo escoja entre nueva esposa o ami-
ga concubina, optando unánimemente por lo segundo; en un medio donde
se dio el caso también de acordar en un matrimonio el cambio de impresio-
nes sobre la mejor conveniencia de tener el esposo hijos ilegítimos, porque
de este modo, y pudiendo dejar de reconocerlos, incluso quedara más ínte-
gra la hacienda a favor del legítimo, y se encuentran estas soluciones hipó-
critas más en armonía con la conciencia y la moral que el desnudismo puro
y sin tapujos de los pensamientos y la exposición prístina de las acciones y
sentires que las han motivado, no será extraño preferir el escamoteo a la per-
fecta desnudez y brío del arte que no quiere disfrazar el propósito”.

29

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Al margen de la ciudad

En 1934, Cristóbal de Castro recoge y publica cuatro


obras teatrales de tres escritoras bajo el título Teatro de
mujeres. Tres autoras españolas. Las tres autoras son Hal-
ma Angélico, Pilar de Valderrama y Matilde Ras, esta última
presente en el volumen con dos breves piezas. La obra de
Halma Angélico, Al margen de la ciudad. Comedia en tres
tiempos, es sin duda una de las más interesantes de la auto-
ra y la más original y atrevida por el tema tratado. Como ya
adelantamos, Halma Angélico no tuvo posibilidad de estre-
nar esta obra y algunos de los motivos que no lo permitieron
están mencionados por Cristóbal de Castro en el interesan-
te prólogo antepuesto a las piezas. En esta introducción, en
un párrafo titulado “Tres autoras en busca de empresario”,
se afirma que los hombres de teatro “pese a todas las con-
quistas sociales, políticas y económicas del feminismo [...]
persisten en que la mujer es, como autora, algo inferior, por
no decir algo imposible” 37. Y el calvario de la autora se hace
especialmente difícil si ésta es conocida:

Mas las escritoras de firma ofrecen ya serios peligros. ¿Y


si, por dejarlas entrar, se avecindan definitivamente? Nada
de escritoras de firma. Más vale un por si acaso que un
“¡quién pensara!”, etc. Ante tanta dificultad para estrenar sus
obras, no les queda sino un camino: publicarlas. Puesto que
el empresario no busca a las autoras, las autoras, por medio
del libro, van en busca del empresario.
He aquí “la razón de la sinrazón” del presente volumen 38.

Cristóbal de Castro, Teatro de mujeres. Tres autoras españolas,


37

Madrid, Aguilar, 1934, p. 10.


38
Ibidem, pp. 10-11. María José Sánchez-Cascado, en cambio, considera
la decisión de publicar una obra antes de representarla no como un primer
paso hacia la puesta en escena, sino como una alternativa definitiva para
evitar las dificultades para que los textos fueran representados y a veces
malentendidos una vez llevados a la escena. Este tipo de teatro para leer
aseguraba también “una forma mínima de existencia literaria” pero, al mis-
mo tiempo, era “un teatro que por no representado queda ‘invisibilizado’
para la cultura colectiva, y lo que resulta más grave es que la negación sufri-
da en su época sirvió para que en futuro también quedara silenciado”. Así,
de hecho, tampoco la publicación salvaba las autoras y las obras del olvido.

30

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Lo que tienen en común las cuatro piezas, además de
esta dificultad de acceso al escenario, es lo que Cristóbal de
Castro define “la tragedia biológica de la mujer”, tomando la
definición del profesor ruso Nemilof. Este teatro de mujeres
afirma que la mujer interpreta tanto los conflictos del corazón
como los del cerebro de forma distinta al hombre, abordando
sobre todo “los problemas sexuales y sus derivados de toda
índole: problemas de amor, problemas del hogar, problemas
de la economía, problemas de la política, etc., etc.” 39 Merece
la pena citar con detalle la teoría del prologuista, de la que el
drama de Halma Angélico es una perfecta muestra:

Teatro, entre romántico y realista, ahora nutrido de fan-


tasías y quimeras, ahora de crudezas y audacias, su centro
es “la tragedia biológica de la mujer”, y su “Deus ex maqui-
na”, el vasto “complejo sexual”. Complejo biológico, esto es,
corporal y anímico, que en modo alguno excluye el espíritu,
sino que lo acentúa y destaca. Y así como en el Teatro anti-
guo todo el sistema planetario gira en torno del “complejo
Amor”, en el Teatro nuevo todo gira en torno del “complejo
Sexual”. La palabra, acaso imprecisa y, desde luego antipoéti-
ca, viene a expresar el mismo concepto, a saber: que el Sexo,
o, si se quiere, el Amor, es todo el universo femenino. Y que
por el Amor, o por el Sexo, vive exclusivamente la mujer.
Así un “Teatro de Mujeres” es un Teatro sexual, un Tea-
tro de Amor. Y su unidad social y estética se cifra en los pro-
blemas del Amor, que son los problemas del Sexo 40.

El tema de la obra es el siguiente: en una fábrica “al


margen de la ciudad” vive Elena con su marido Tomás,
los cuatro cuñados, para los que ella es madre, hermana,
mujer y amiga, y la vieja Guada. Elena cuida de todos los
hombres y procura aliviar su aburrimiento con libros, dis-
cos, conversaciones. Entre los hermanos de su marido hay
dos artistas, Cristino y Jesús, pintor y poeta, un mucha-
cho, Mario, y Leoncio, de quien la mujer estuvo enamo-
Cfr. María Sánchez-Cascado, “Dramaturgas sin generación (A la sombra de
los dramaturgos en flor)”, Ínsula, núm. 557, mayo de 1993, p. 8.
39
Cristóbal de Castro, op. cit., p. 11.
40
Ibidem, p. 9.

31

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rada en su juventud y que sigue enamorado de ella. Ele-
na vive resignada una vida sin amor y sin pasión —junto
a un marido que sólo piensa en trabajar y en ganar dine-
ro—, amargada por una personal tragedia biológica, la de
no haber sido madre 41, tragedia que Leoncio intuye y de la
que se quiere aprovechar. A finales del primer tiempo apa-
rece la otra protagonista femenina, Alidra, que representa
el polo opuesto de Elena. Alidra es una joven feriante que
acaba de huir del circo y su presencia en la casa representa
la irrupción de la juventud, de la ingenuidad, de la natura-
leza, de los instintos, de la gana de vivir según los deseos
y las exigencias del cuerpo, sin filtros mentales o morales
que no sean los que ella ha elegido. Elena la acoge en casa
y decide educarla según los principios morales que ella
misma aprendió de niña, pero Alidra se resiste, se niega,
descubre la hipocresía y la falsa moralidad de la fe de Ele-
na, quien, sin embargo, no renunciará nunca a sus creen-
cias y se aferrará siempre más a ellas, para no hundirse del
todo. Alidra acaba sacrificándose para salvar a Elena de las
seducciones de Leoncio y volverá con su gente, embara-
zada del niño que Elena considera como suyo, y que exi-
ge como compensación de una vida de dolor e infelicidad.
Leoncio promete ir a por Alidra y el niño, y la pieza se cie-
rra con las dudas de Leoncio, seguro de que Alidra quie-
re quedarse a vivir su antigua vida, y las certezas de Elena
que, al ser mujer, está segura de que Alidra volverá.

El volumen de Cristóbal de Castro fue reseñado en las


páginas de Mundo Femenino, y la autora, por las inicia-
les probablemente Dolores Velasco de Alamán, resume con
detalle y precisión los dos temas centrales de la pieza de
Halma Angélico, contextualizándolos a la vez con la situa-
ción española del momento:
John Wilcox así resume los núcleos temáticos de la obra que acaba-
41

mos de introducir: “In Al margen de la ciudad, Halma Angélico critiques the


national issue of capitalism as a tool of regeneration, as well as addressing
the gynocentric issues of the loveless and barren marriage, and the conflict
between woman as ‘ángel del hogar’ and autonomous and self-actualizing
subject”. Cfr. John C. Wilcox, art. cit., p. 564.

32

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La mujer no se casa con quien quiere; no puede escoger
más que entre muy pocos, o quizá, un solo hombre; no es
fácil que éste sea su media naranja. “Halma Angélico” cree
entonces natural que la esposa piense en otro amor, y cristia-
na como es ella, nos presenta en su comedia a la protagonista
en terrible lucha con su conciencia, y pregunta: ¿no es lo mis-
mo ser adúltera de pensamiento y deseo que de hecho? 42.

La única solución, para la reseñadora, reside en cambiar


las reglas del juego y hacer que la mujer se emancipe de la
dependencia sexual y amorosa del hombre, llegando a verle
no solamente como amante sino también como camarada, en
busca de una ideal igualdad. El segundo núcleo temático de
la obra es la maternidad frustrada y en el artículo se habla del
espíritu maternal que en las mujeres está presente con “fuerza
avasalladora”, por lo cual se considera profundamente injus-
to que la ley no permita la anulación de un matrimonio por
motivos de esterilidad masculina. Se habla de anulación y no
de divorcio porque el punto de vista expuesto, como el de
Halma Angélico, es el de una católica 43.

La obra resulta muy audaz, no sólo por el tema, ya que


habla abiertamente de deseo, de seducción, de la posibi-
lidad legítima de que una mujer tenga relaciones sexuales
basadas principalmente en los mensajes que le envía su pro-
pio cuerpo, sino por algunas situaciones muy sensuales que
la autora describe. Es el caso de una larga acotación a finales
del segundo tiempo en la que Halma Angélico sugiere que
la actriz que interprete Alidra salga de la piscina en la que
estaba nadando y esté en la escena completamente desnuda
para luego seducir con mucha sensualidad a Leoncio.
42
D. de A., “Libros recibidos. Teatro de mujeres”, Mundo Femenino,
núms. 100-101, julio de 1934, p. 27.
43
Ésta es la descripción de Dolores Velasco de Alamán, según lo que
se lee en una carta de Elisa Soriano: “de familia aristócrata, madre de
ocho hijos y una de las feministas más entusiastas, religiosa en sumo gra-
do lucha con todo el que se manifiesta antifeminista fuese quien fuese, es
escritora incansable y muy aficionada a problemas jurídicos”. Citado en
Concha Fagoaga, La voz y el voto de las mujeres. 1877-1931, Barcelona,
Icaria, 1985, p. 129.

33

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Otro aspecto que también hubiera podido provocar escán-
dalo es la actitud de Elena frente a la concepción del hijo de
Alidra y Leoncio, que así describe la misma mujer:

ELENA.- [...] Es el hijo de mi espíritu consciente, despierto,


tremante de celos y de doloroso placer, mientras su con-
cepción forzada se laboraba... ¡Ni por un instante pudo
hallarse ausente mi alma de vosotros en aquel terrible
momento de estupor para mí!... ¡Yo era la conciencia
que os guiaba! Yo la forjadora subconsciente de aquella
trama. Yo la causante del “hecho”, cuyo resultado tenía
previsto... Hora por hora lo fui fraguando... Minuto por
minuto estuve acechando y deseando en mis adentros
lo que “tenía que suceder”... Mas, ¡sin querer confesar-
lo! Yo tengo una culpa íntima y recóndita, que me acusa
y me reconozco en lo más hondo del pensamiento... Y
por lo tanto, acepto mi responsabilidad... 44

Además, según comenta Duno, “el concentrado contenido


de Al margen de la ciudad derrumba mitos y falacias, apor-
ta ideas que pudieron haber ayudado al mejoramiento de la
sociedad y comienza la búsqueda de los verdaderos valores
femeninos” 45. Ninguna maravilla, entonces, que la obra no
llegara a estrenarse, y más en un momento de gobierno con-
servador como era la España republicana de 1934.
La autora está muy interesada por dibujar los aspectos
psicológicos de los personajes, sobre todo femeninos, y el
desarrollo de los caracteres. En este sentido se mantiene en
el sendero del “teatro de mujeres” del momento, como lo
entiende Cristóbal de Castro.
Al margen de la ciudad resulta ejemplar de la tenden-
cia general del teatro femenino de la época “a la revisión
comparativa de dos tipos femeninos retratados una y otra
vez en oposición continua: la mujer tradicional, caracteri-
Halma Angélico, Al margen de la ciudad, en Cristóbal de Castro, Tea-
44

tro de mujeres, Madrid, Aguilar, 1934, p. 84. A partir de aquí todas las citas
se refieren a esta edición.
45
Douglas José Duno, art. cit., p. 78.

34

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zada por ser honesta, comprensiva, sacrificada, caritativa y
profundamente cristiana, y la mujer moderna, a menudo
denostada por las autoras más conservadoras en razón de
su coquetería, frivolidad y egoísmo, mientras que el sector
más aperturista defendía su pujante actividad, sus ansias
de libertad y sus aspiraciones emancipistas” 46. En esta obra
Halma Angélico se presenta como un alma dividida en dos,
siendo, a la vez, autora conservadora y aperturista, defen-
diendo, comprendiendo y compartiendo tanto las razones
de Elena como las de Alidra, que al fin y al cabo son las
dos caras de una misma mujer, completa y contradictoria,
muy hija de su tiempo:

ALIDRA.- [...] ¡Pobre Elena! ¡Ella sí que también me com-


prende y me quiere! Me comprende y comprende todo,
que, como dice Jesús que dijo no sé quién, es como
perdonarlo todo... Elena, sí... La buena..., la santa...
CRISTINO.- Sí que lo es...
ALIDRA.- ¡Tú qué sabes!
CRISTINO.- Igual que tú; mejor dicho, más. Soy casi su her-
mano, y la conozco desde que nació...
ALIDRA.- ¡Vaya una razón para conocerse! ¡Qué sabes tú
siendo hombre!... Yo sí que, en menos tiempo, la conoz-
co mejor y sé cuánto vale Elena, y lo que siente, y
lo que piensa, y lo que desea, y lo que ama... ¡Lo sé
todo!... Y todos los hombres juntos, con vuestro saber,
no podríais entenderla nunca como yo...
CRISTINO.- ¿Eres zahorí?
ELENA.- Soy mujer. Otra mujer como ella.
CRISTINO.- Como ella, no.
ALIDRA.- ¿Quieres decir peor?...
CRISTINO.- Ni mejor, ni peor. Otra.
ALIDRA.- Eso. Ni mejor ni peor; pero “otra”, tampoco...
“Una” de las muchas que ella puede ser o podría haber
sido..., una parte de ella misma.
CRISTINO.- ¿Cómo? Explícame. (Tomándoselo a broma y
por oírla.)
ALIDRA.- Sí, mucho de cuanto hay en mí y hago yo, lo sien-
te y querría a veces hacerlo ella. Pero sabe dominarse y
46
Pilar Nieva de la Paz, “Tradición y vanguardia en las autoras...”,
cit., p. 431.

35

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dominarlo. La enseñaron y aprendió. Ella es “por fuera”
como la hicieron los hombres. Yo, como me hizo Dios:
“Eva”. Sin que los hombres se tomaran la molestia de
enmendarme. [...] (p. 71).

Parece que Halma Angélico, por boca de Elena, quie-


ra reducir las distancias entre mujer tradicional y mujer
moderna, pasando de una relación de oposición a una de
colaboración. De hecho, a lo largo de la acción se reali-
za una ósmosis entre las dos mujeres y al final Elena toma
de Alidra la voluntad de ejercer el derecho a la felicidad,
exigiendo el hijo engendrado por Leoncio y la muchacha,
mientras Alidra se lleva consigo una parte de los principios
morales de Elena:

ALIDRA.- [...] ¡Y al camino quiero volver para gozar su


libertad!... ¡Pero ya no iré sola!... Muchas ideas y buenos
propósitos me acompañan... Los debo a Elena. A otra
mujer, que fue buena para mí...
ELENA.- (Como si entre ambas se entendieran.) Mira no sea
luego tarde para ponerlo en práctica...
ALIDRA.- No; los guardo ya como un precioso tesoro cuya
posesión nos inquieta, pero al que podemos recurrir en
decisivo momento... ¿Tarde?... ¿Pronto?... No sé. Será lo
que “Dios quiera”, como también de ti aprendí a decir...
[...] (MDC, p. 76).

Tenemos que recordar que Halma Angélico era muy cre-


yente y no renegó nunca de su fe; en la pieza Al margen de
la ciudad, el conflicto entre pasión y deseo, por una parte,
y obediencia a los principios católicos y a la moral estable-
cida, por otra, no determina la derrota de éstos, sino todo lo
contrario, porque al final de la pieza Elena afirma ser honra-
da según la moral que los hombres imponen a las mujeres y
también según la religión:

ELENA.- (Con serena valentía y seguridad.) Porque llevo en


mi frente y en mi sangre la huella sagrada de una fe que
no se extingue. Y bendigo ese estigma legendario, mal-

36

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decido por ti tantas veces, que hoy me hace fuerte una
vez más, para no tenerme que avergonzar ante Dios, ante
tu hermano, ante ti, ante mí misma... (MDC, p. 85).

Es también la opinión expresada por Manuel Bueno, que


así comenta el conflicto entre moral e instinto en su crítica
desde las páginas de ABC:

Católica, sincera y de las que acompañan sus actos a


las altas normas de la Iglesia, “Halma Angélico” no consi-
gue, aunque su temperamento se lo pida, prestar una adhe-
sión incondicional al sentido pagano de la vida. Para ella,
la sensación puede ser libre, porque la naturaleza se lo ha
dispuesto así; pero el acto tiene que quedar siempre supe-
ditado a una norma moral que no puede ser otra que la
ortodoxa. Pero como la vida es menos sumisa, nadie puede
impedir que en nuestro ser coexistan la aspiración al placer
y el freno que lo limita [...] 47.

Existen en la obra dos mundos, el de la ciudad y el del


margen; y nuestros protagonistas pertenecen todos al mar-
gen, que ellos mismos definen “páramo,” “desierto”, “destie-
rro”, ambiente aburrido y monótono que no saben dejar y al
que están de una manera u otra encadenados, por el miedo
que les da la “vorágine de la ciudad”, como la define Tomás.
El único que se iría es Leoncio, que no comparte las reglas
del medio en el que vive:

LEONCIO.- Huiremos, Elena, huiremos... Sí..., ¡me has de


seguir!... Créeme a mí... Todo es mentira en estos ambien-
tes sombríos para la alegría de vivir... Toda esta socie-
dad en que hemos nacido y sus leyes convencionales no
merece la pena de sacrificar un amor como el nuestro...
¡Como el nuestro, que es la plenitud! (p. 51).

Luego hay un tercer mundo, el del “camino”, del que Ali-


dra es “la Diosa” y al que volverá después de la experiencia
47
Citado en D. de A., art. cit., p. 28.

37

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en la casa de los Goyenas. Alidra así explica su rechazo de
la ciudad y de sus leyes:

ALIDRA.- [...] Lo que sí sé de cierto es que nunca, nunca,


seré de la ciudad, donde todo es a poquitos y tropie-
za la vista en todas las esquinas o cae retumbando por
todos los tejados y piedras de la calle. No, no quiero
la ciudad, donde todo es mentira y pequeño como sus
pedazos de cielo: el amor y la bondad, la belleza de
las mujeres, toda artificial, y la fuerza enfermiza de sus
hombres. ¡Yo amo el camino! El camino y sus laderas,
sin que halle obstáculos mi mirar hasta dar con el hori-
zonte... (pp. 58-59).

Allí, en el margen, empapada de los valores tradiciona-


les que aprendió en la ciudad y gracias a la educación reli-
giosa, Elena se propone una admirable tarea con Alidra, es
decir, remedar a los errores de la sociedad, como en Entre
la cruz y el diablo querían hacer las monjas con las chicas
que acogían:

ELENA.- [...] Me propuse ayudarla; dar una tregua a su vida


nómada carente de toda instrucción y absurda en sus
años de inocencia, por abandono imperdonable de los
más dichosos y fuertes en una sociedad corrompida,
insensible y egoísta (p. 43).

En esta pieza, como en la otra obra que aquí se presen-


ta, el tema de la solidaridad femenina es central, y la autora
investiga las relaciones que las mujeres de diferentes gene-
raciones establecen entre ellas (incluyendo a Guada) y la
ayuda recíproca que se proporcionan 48. Pero tanto Alidra
como Elena son conscientes de que esa íntima unión que se
ha establecido entre ellas puede existir solamente en el mar-
gen de la ciudad, en esa situación única y especial, mientras
no duraría en otro lugar, como la ciudad, regido por reglas
distintas que imponen que los ámbitos de lo convencional
48
Cfr. John C. Wilcox, art. cit., p. 564.

38

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(Elena) y de la rebelión (Alidra) estén rígidamente separados
y no entren en contacto.

Existen dos morales en la obra, la de los hombres y la


que los hombres imponen a las mujeres, condicionadas por
la educación, las creencias, las dudas, los temores y los con-
vencionalismos. A éstas se añade la moral personal de Ali-
dra, mujer nacida para ser amada y para dar alegría al mun-
do con su belleza:

Alidra es un nuevo modelo que inculcar a las mujeres


para que no busquen el imitar al paradigmático modelo
mariano —opción patriarcal para atenuar la imagen de Eva—
pero que en sí cumple el mismo propósito de distorsionar el
verdadero modelo de la mujer que debe ser un modelo revi-
sado, reconstruido y recreado por ella misma 49.

La cuidada descripción de los caracteres y el trabajo


que la autora dedica a la investigación de las almas con-
vierte la comedia, en las palabras de su prologuista, en una
pieza que “tiene categorías literarias y escénicas”, en una
“obra de lector y de espectador” que “Halma Angélico ha
impulsado con el amor de su temperamento y templado
con el dolor de su fe” 50.

Como síntesis del objeto de estas dos obras de Halma


Angélico y, en resumidas cuentas, de todo su teatro, resultan
especialmente acertadas las afirmaciones que Pilar Nieva de
la Paz hace en relación a La nieta de Fedra:

Denunciada la situación, Halma Angélico defiende


la urgencia de una profunda transformación moral de la
sociedad española, que debe abandonar dos de sus obse-
siones atávicas: el pecado de la “carne” —presentado por
el clero tradicional como padre de todos los otros— y la
honra de la mujer como sola base de su estimación social.
Frente a la hipócrita doble moral imperante, la autora
49
Douglas José Duno, art. cit., p. 78.
50
Cristóbal de Castro, op. cit., pp. 12-13.

39

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defiende por medio de sus personajes más positivos [...]
la necesidad de un código moral auténtico, basado en el
“ser” y no en el “aparentar” 51.

Y en el prólogo a esa misma obra, en 1929, Alejandro


Bher, reconociendo el valor de Halma Angélico, “pluma
alta”, afirmaba que la autora escribía “noblemente, desde
dentro a fuera [...] sin preocuparse demasiado de los guar-
davías que avisan a los autores chirles, con sus banderines
verdes y rojos, del peligro” 52. Al mismo tiempo Bher, cons-
ciente de las dificultades de las dramaturgas para represen-
tar sus obras, cerraba su breve texto con una cita que era un
auspicio que valía para toda esa generación de escritoras, y
que hoy en día se está realizando:

¿Conoce usted una frase americana que dice: “Si haces


un drama no te importe tirarlo al mar...: ¡que si es bueno,
él emerge!”? 53.

Pilar Nieva de la Paz, “Recreación y transformación de un mito: La


51

nieta de Fedra, drama de Halma Angélico”, Estreno, vol. 2, 1994, p. 22.


52
Alejandro Bher, prólogo a Halma Angélico, La nieta de Fedra, Madrid,
Velasco, 1929, p. 5.
53
Ibidem, p. 8.

40

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Nuestra edición
Para Entre la cruz y el diablo hemos consultado el volu-
men conservado en la Biblioteca de la Universidad de Eichs-
tätt, signatura 66/IP 3171 F247-257, que es un ejemplar de
la única edición de la pieza. Las notas al texto se refieren a
las diferencias entre la primera versión de la obra, Los cami-
nos de la vida (1920) —el ejemplar consultado es el que se
encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid con signatura
T/28986, a partir de aquí CDV—, y la edición de 1932 que
aquí presentamos. Sólo comentamos los detalles que nos
parecen más significativos, aunque haya muchos más ele-
mentos de ligera discrepancia entre los dos textos.
Hemos decidido adecuar las formas ortográficas a la norma
actual y corregir las erratas más evidentes, menos en el caso
del personaje de Bernarda, donde éstas son intencionales.
Para Al margen de la ciudad nos basamos en la primera
y única edición de la obra de Halma Angélico, incluida en el
volumen al cuidado de Cristóbal de Castro, Teatro de muje-
res. Tres autoras españolas, Madrid, Aguilar, 1934, pp. 17-86.
El ejemplar que hemos seguido es uno de los dos, idénticos
menos que por la encuadernación, que se conservan en la
Biblioteca Nacional de Madrid (signatura T/31355 —ejem-
plar procedente del Registro de la Propiedad Intelectual, con
ex-libris de la autora que firma el volumen en más puntos—
y signatura T/30017).
En este caso también se ha decidido adecuar las formas
ortográficas a la norma actual y corregir las erratas más
evidentes.

41

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Bibliografía
de Halma Angélico
Obras teatrales
Con el seudónimo de Ana Ryus:
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ,
Madrid, Imprenta Clásica Española, 1920.
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ , Madrid, Imprenta Clásica
Española, 1922.
Con el seudónimo de Halma Angélico:
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ , Madrid, Velas-
co, 1929.
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ , Madrid,
Rivadeneyra, 1932.
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ , en Cristóbal
de Castro, Teatro de mujeres, Madrid, Aguilar, 1934.
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀
original del escritor ruso contemporáneo Jefim Sosulia,
Madrid, Aguilar, 1938.

Otras obras
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ , Madrid, Velasco, S. A.
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ , Madrid, Velasco, 1930.
฀฀ ฀ , Madrid, Gráficas Reunidas, 1932.
฀฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀ ฀
mujer), Madrid, Aguilar, 1935.

43

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century Spain (1898-1936): gynocentric perspectives on

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national decline and change”, ALEC, núm. 30.1-2, 2005,
pp. 551-567.
ZULUETA, Carmen de, Cien años de educación de la mujer
española. Historia del Instituto Internacional, Madrid,
Castalia, 1992.
ZULUETA, Carmen de, y MORENO, Alicia, Ni convento ni college:
la Residencia de Señoritas, Madrid, Publicaciones de la
Residencia de Estudiantes, 1993.

Artículos y reseñas de la época


ANÓNIMO, “Halma Angélico estrena Entre la cruz y el diablo”,
El heraldo de Madrid, 13 de junio de 1932, p. 5.
ANÓNIMO, “Homenaje a ‘Halma Angélico’”, El Sol, 25 de junio
de 1932, p. 2.
ARAUJO COSTA, Luis, “Informaciones y noticias teatrales”, ABC,
12 de junio de 1932, pp. 63-64.
DÍEZ CANEDO, Enrique, “TEATROS. MUÑOZ SECA: ‘Entre la
cruz y el diablo’ de Halma Angélico”, El Sol, 12 de junio
de 1932, p. 12.
FERNÁNDEZ ALMAGRO, Melchor, “Los estrenos de la noche del
sábado en varios teatros de Madrid. “, La Voz, 13 de
junio de 1932, p. 4.
M. G. B., “Muñoz Seca. Entre la cruz y el diablo”, El debate,
12 de junio de 1932, p. 4.
V. T., “Los autores antes del estreno”, La Voz, 11 de junio
de 1932, p. 3.
VELASCO DE ALAMÁN, Dolores, “Libros recibidos. Teatro de
mujeres”, Mundo Femenino, núms. 100-101, julio de
1934, p. 27.

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Entre la cruz
y el diablo

Comedia en dos actos original

de
HALMA ANGÉLICO 1

Estrenada en Madrid, en el Teatro Muñoz Seca,


el día 11 de junio de 1932
Dibujos de Antonio Merlo

1
La portada del texto publicado presenta, por un evidente y signifi-
cativo error tipográfico, la autora como Halma Angélica, con una involun-
taria referencia del nombre “Halma”, con hache, al sustantivo homófono
“alma”, sin hache, con el que se hace concordar el apellido, como si fuera
su adjetivo.

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REPARTO

PERSONAJES 2 INTÉRPRETES

MADRE ESPERANZA .............................. Margarita Robles


SOR DULCE NOMBRE............................ Matilda Rodríguez
CANDELARIA .......................................... Manolita Ruiz
SOR INÉS ................................................ Luisa Jerez
SOR ÁGUEDA ......................................... Dolores García
BERBARDA ............................................. Ana Díaz Plana
ASUNCIÓN.............................................. Carmen Cachet
VALENTINA ............................................. María Menor
CRISTINA ................................................ Eva Díaz Adame
JUAN MANUEL ....................................... Ponzalo Delgrás

Época actual. Derecha e izquierda, las del actor.


NOTA. La autora desea hacer constar su gratitud por el
gran cariño que todos los artistas pusieron en interpretar fiel-
mente la obra.

2
En CDV la autora al lado del nombre del personaje añadía también
su edad, que aquí se tacha, posiblemente para evitar que no se ajuste a la
del intérprete.

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TIPOS DE LA OBRA

Las monjas no pertenecen a orden determinada. Visten


hábito azul de lana y sobre el escapulario una cruz blanca de
lo mismo. Las capas son de lana también y de color negro 3.
BERNARDA. Es el tipo cómico de la obra, y para más per-
fecta caracterización nosotros aconsejaríamos al buen gusto
artístico de la actriz que haya de representarlo que sacrifique
un poco su belleza afeándose el rostro con algunos detalles...
Viste el uniforme de las acogidas: traje entero azul marino,
de un tono fuerte, sin estrecheces, sujeta la cintura con una
tira de la misma tela que el traje; cuellecito blanco de batis-
ta y puños vueltos de la misma clase... Bernarda puede lle-
var unos pelos raros, dejándose sobre la frente y patilla algún
desgreñado mechón, pero prescindiendo de rizos.
ASUNCIÓN. Viste del mismo modo y se peina corrien-
temente, claro que siempre dentro del tipo; sobre el pecho
lleva una cinta azul celeste o blanca con una medalla grande
de la Virgen. Las dos calzan alpargatas.
CANDELARIA. Es una artesana de los barrios bajos, tipo
de chula adinerada. Usa gran mantón alfombrado, porque
es invierno; pero si a la artista le es más cómodo de mane-
jar puede sacarlo de espuma o bordado, cuanto más lujoso,
mejor, siempre que sea negro. Lleva pendientes de brillan-
tes, cadena, sortijas, etc.
VALENTINA. Traje de gitana, de tonos chillones, caracte-
rizado el tipo mejor posible para que sea de mucho efecto su
entrada en escena y dé clara sensación de dónde viene.
CRISTINA. Vestidito modesto de falda y chaqueta. Lleva
un velito a la cabeza y va bien calzada.
3
En CDV las monjas pertenecen a la Orden Trinitaria, cuyo hábito es
todo blanco, menos cuando las religiosas salen del convento; en dicha oca-
sión encima del hábito se ponen una capa azul muy oscuro. El cambio de
costumbres se debe seguramente a fines escenográficos, ya que la cruz
blanca que sobresale del fondo azul tiene un fuerte impacto visual, remi-
tiendo, a la vez, al título de la obra.

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Tipo del obrero que sabe de cuentas... Traje de america-
na sin lujos, pero decente; al cuello, pañuelo cruzado, disi-
mulando la falta de tirilla y ocultando la camisa; usa gorra.
Las monjas usan zapato bajo, sin tacón, y medias blan-
cas. Las colegialas Asunción y Bernarda, alpargata negra y
media ídem o gris.

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ACTO PRIMERO

La escena representa la habitación modesta de un con-


vento. En un rincón, mesa vitrina con labores, que igual-
mente puede ser un armario con puertas de cristal para el
mismo objeto. Al foro derecha, gran ventanal, por donde
se vislumbra la huerta. Foro izquierda, puerta que da a
un pasillo, el cual se supone comunica con la de entrada
al convento. El ventanal, con cierre de madera o cortina
que ha de funcionar a su debido tiempo. En el vano entre
la puerta y el ventanal, una imagen de la Virgen del Buen
Consejo 4, sobre una mesa, adornada con dos candelabros
y flores. Lateral izquierda, una puerta y otra lateral dere-
cha. Primer término derecha, mesa escritorio, sobre la que
estimula la glotonería de Sor Inés una fuente de natillas.
Dos butacas, sillas, taburetes, etc., colocado y distribui-
do según el buen juicio del director de escena; pero todo
4
En CDV se hablaba simplemente de “imagen de la Virgen”. Solamente
en la escena VII del primer acto se dirá que la Virgen del Buen Consejo es
la patrona del convento. La elección de adelantar la especificación “Virgen
del Buen Consejo” subraya desde el comienzo la importancia de los “pobres
consejos” de las monjas —así los llama Halma Angélico—, que contribuyen
a sanar las almas de las acogidas.

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humilde, limpio y aseado. Son las diez de la mañana de un
día claro de Carnaval 5.

ESCENA PRIMERA
SOR INÉS y SOR ÁGUEDA

SOR INÉS.- (Palmoteando por el plato de dulce.) ¡¡Ay qué


rico, qué rico está, hermana!!

SOR ÁGUEDA.- ¡Vamos, no sea su caridad glotoncilla ni se


deje tentar de la gula, que es feo pecado!... (Se aproxi-
ma a la mesa.) La verdad que sí parece que están ricas;
pero ¡muy ricas, hermana!
SOR INÉS.- Vamos, parece que a su caridad también la tienta
el feo vicio... ¡Eso no es pecado! Si nos fuéramos a har-
tar...; pero total, deleitarnos un poquillo ante la espe-
ranza de la pequeña ración que nos va a caer en suer-
te... ¡Eso no es pecado!
SOR ÁGUEDA.- Creo que va teniendo razón, hermana.
Pecado sería si pretendiéramos comernos la fuente
entre las dos...
SOR INÉS.- ¿Hasta la fuente, hermana?
SOR ÁGUEDA.- El contenido. Su caridad ya me entiende.
SOR INÉS.- La fuente entre las dos, no digo que fuera yo
capaz, aunque... quizá, quizá con buena voluntad, que
no faltaría...; pero, las primicias..., ¡vaya!... Un peque-
5
Al final de la acotación en CDV se añadían las siguientes líneas:
“Antes de levantarse el telón se oye la voz de Juan Manuel que entona un
aire de jota con la siguiente letrilla: Las mujeres son las flores/del cami-
no de la vida;/si hay algunas deshojadas/es porque el hombre las pisa”.
Estas palabras tenían la función de introducir una referencia inmediata al
título de la obra y a su argumento, haciendo recaer de forma explícita la
culpa de los pecados de las mujeres en la prepotencia de los hombres. En
Entre la cruz y el diablo la letrilla se encuentra solamente en la escena II
del segundo acto.

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ño anticipo... ¡Si su caridad fuera valiente!... (Acción de
meter el dedo y chuparlo.)
SOR ÁGUEDA.- ¡Ay, hermana, por Dios! No me tientes más,
que desde que comenzamos esta pícara conversación
y el tufillo de la canela se me subió a las narices, me
hallo con una flaqueza de ánimo que no respondo
de mis actos.
SOR INÉS.- (Diablillo tentador.) ¡¡Ay qué ricas, qué ricas!!
SOR ÁGUEDA.- Pero, bueno; ¿y se puede saber a qué obe-
dece este extraordinario?
SOR INÉS.- ¿Su caridad no lo sabe?
SOR ÁGUEDA.- No.
SOR INÉS.- Pues yo sí. Esto significa que doña Ascensión,
aquella señora que vino hace dos meses en busca
de una chica para enseñarla a guisar y que sirviera
en su casa de cocinera, está muy contenta de la que
le enviamos; dice que aprendió con una voluntad y
un entusiasmo tan grandes, que en dos meses se ha
hecho una cocineraza de primera, y para que probe-
mos los primores que salen de sus manos envió esta
mañana esa fuente de natillas. ¡Y nos tiene prometida
otra muchísimo mejor!
SOR ÁGUEDA.- ¿De qué?
SOR INÉS.- De jamón en dulce con huevo hilado. ¡Y allí sí
que se pueden coger pizquitas sin que nadie lo note;
porque cunde mucho! (Pausa.)
SOR ÁGUEDA.- ¡Pobre Magdalena!... Ya me acuerdo, ya, de
la pobre niña cuando se marchó... Tenía madera para
ser buena mujer, y en cuanto pudo serlo...
SOR INÉS.- Dice doña Ascensión que es buenísima, obe-
diente, aplicada a cuanto se le enseña y formal; que no
gasta bromas con nadie, sin ser huraña por eso...

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SOR ÁGUEDA.- Sí, sí, no lo dudo, y así acaban por ser casi
todas las que vienen a esta casa.
SOR INÉS.- No diga eso, sor; que las hay... ¡de pronóstico!...
como dicen ellas.
SOR ÁGUEDA.- ¡Ay, pícara y traviesa, que todo cuanto oye
se la pega!... Si la escuchara sor Dulce Nombre, peni-
tencia teníamos.
SOR INÉS.- ¿Pero eso es malo? ¿Es que mi alegría es pecado?
Sor Dulce Nombre, como ya le pasó la edad de reír-
se...; pero mire, hermana, fíjese como tampoco llora.
¿La ha visto llorar su caridad alguna vez?
SOR ÁGUEDA.- No, nunca; dice que el llanto es sólo para
los pecadores, y ella nunca ofendió gravemente al
Señor, o al menos así lo piensa.
SOR INÉS.- (Con transporte místico.) ¡Ay! Que el Señor me
perdone; pero a trueque de no perder el tesoro de mi
llanto, que en mí es don copioso como mi risa, casi me
avendría a cometer alguna falta...; porque pienso que
ha de ser tan agradable a Dios vernos llorar de com-
pasión cuando vemos un dolor ajeno y lo sentimos
como propio... ¿Y cuando el gozo de amar desborda
en nuestro corazón y sube a los ojos hecho llanto?...
¿Por qué piensa su caridad que elegí yo esta congrega-
ción para hacerme religiosa?

SOR ÁGUEDA.- ¡Qué sé yo! Con los pájaros que tiene su


caridad en la cabeza, como dice sor Dulce Nombre,
¡cualquiera sabe!...

SOR INÉS.- ¡Deje estar a sor Retama, que así debía llamarse
por lo seca y amarga!...

SOR ÁGUEDA.- Pues sepamos, ¿por qué?

SOR INÉS.- Pues... porque me pareció que aquí era más


constante el ejercicio de amar y sufrir... Que estas

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pobres criaturas que a nosotros llegan por propia
voluntad, en la mayoría de los casos, claro que empu-
jadas por su dolor, pero libres de llamar a esta san-
ta puerta o de acudir a otra de pecado, eran, como si
dijéramos, ¡la llaga viva de nuestra sociedad!... Unas
porque cayeron, otras porque estuvieron a punto de
caer, las más vienen llorando su desengaño..., y yo,
que por misericordia de Dios nunca los tuve, pien-
so que si al sufrir un desengaño la criatura elige ser
buena, en vez de dejarse llevar de su desesperación y
depravarse más para odiar mejor, es, sin duda, porque
tiene un corazón tierno capaz a todo amor y, por lo
tanto, a todo sacrificio, pues el uno y el otro son hijos
de una misma madre: la ternura.

ESCENA II
DICHAS y SOR DULCE NOMBRE,
que ha escuchado el último párrafo desde la puerta

SOR DULCE NOMBRE.- Muy bonito discurso, muy tier-


no, muy sentimental... de teatro o de novela; pero
que para el ejercicio de nuestra misión no resulta útil.
En cambio, están ustedes perdiendo el tiempo, y yo,
mientras, agobiada de trabajo. En el taller faltan dos
niñas para las máquinas; en el lavadero hay un mon-
tón de ropa atrasada, y en el planchador, el carbón
que no tira y está dando la mañanita; a todo esto, dos
o tres cuentas pendientes y sin haber de qué pagar-
las; sobre todo el panadero no hay quien le convenza,
como no sea que su caridad (A sor Inés), empleando
en algo práctico sus ridículas sensiblerías, sepa con-
vencerle para que nos sirva el pan quince días más...;
ya arreglaría yo este desorden, por si fuera poco con
las endiabladas chicas... (¡Jesús, el Señor me perdone!)
(Sor Dulce se santigua y rebusca entre los papeles de la
mesa-escritorio mientras habla.)

SOR INÉS.- (Buscando disculpa.) Nosotras...

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SOR ÁGUEDA.- Su caridad perdone; servidora estaba aquí
cuidando de las natillas, y fue la madre quien me dijo
que aguardara hasta que ella viniera con la chica que
trajeron anoche...
SOR DULCE NOMBRE.- ¡Buena pieza! (¡Ay, el Señor me per-
done!) (Santiguándose.)
SOR INÉS.- Y una servidora vino también porque olió las
natillas...
SOR DULCE NOMBRE.- (Interrumpiendo.) ¡Cómo se en-
tiende!...
SOR INÉS.- ¡Ay! Si no he terminado... Olió las natillas...
SOR DULCE NOMBRE.- ¡Otra vez!
SOR INÉS.- Bueno, la canela de las natillas, y por si estaban
solas, alguna chica pasaba y...
SOR DULCE NOMBRE.- Basta, basta; pueden ustedes
salir... Es decir, sor Águeda, como queda aguardando
a la madre, que continúe..., y nosotras a lo nuestro.
(Recoge sus papeles y sale. Sor Inés, muy compungi-
da, mira las natillas, perdida ya toda esperanza de
anticipo.)

ESCENA III
SOR ÁGUEDA y MADRE ESPERANZA
MADRE ESPERANZA.- (Entrando con precaución y acti-
tud preocupada y nerviosa.) ¡Sor Águeda! ¡Sor Águeda!
¿Está sola su caridad?
SOR ÁGUEDA.- Sí, madre.
MADRE ESPERANZA.- ¡Ay, hija! ¡Llevo una mañana de zozo-
bra y preocupación!
SOR ÁGUEDA.- Pues, ¿qué pasa?

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MADRE ESPERANZA.- ¡Chist!..., baje la voz, hermana; no
quiero que nadie se entere... Pero..., ¿no se figura lo
que ocurre?
SOR ÁGUEDA.- No sé. ¿Alguna chica?... ¿Acaso?... (Acertan-
do.) ¡Valentina!
MADRE ESPERANZA.- Justo, sí. Valentina que ha huido esta
madrugada.
SOR ÁGUEDA.- ¡Si no tenía otra obsesión! ¡Pobre mu-
chacha!
MADRE ESPERANZA.- ¿Qué será de ella a estas horas, Dios
mío? Dos años guardándola, convenciéndola de lo
inútil de su empeño en huir...
SOR ÁGUEDA.- ¡Tan dócil, tan obediente y sumisa a todo lo
que no fuese hacerla desistir de su venganza!
MADRE ESPERANZA.- Mire, hermana; ahora lo importante
es salvarla, sea como sea; su caridad y una servidora
saldremos en su busca, haremos la visita de hospitales.
¿A cuál corresponde hoy el turno?
SOR ÁGUEDA.- San Juan de Dios, madre...
MADRE ESPERANZA.- ¡San Juan de Dios! Allí donde tanta
podre de alma y cuerpo se amontona y, sin embargo,
muchos cuerpos recobraron la salud y muchas almas
sanaron nuestros pobres consejos... No hay que deses-
perar... ¡Confiemos en Dios! (Transición.) Tráigame la
capa, hermana. (Mutis sor Águeda por la derecha.)

ESCENA IV
MADRE ESPERANZA y SOR DULCE NOMBRE
SOR DULCE NOMBRE.- ¿Va a salir su caridad?
MADRE ESPERANZA.- Sí; voy en busca de Valentina... Es
tan desgraciada...

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SOR DULCE NOMBRE.- Mucho se agobia su caridad por
quien no lo merece...
MADRE ESPERANZA.- No diga eso, hermana; todo el que
sufre merece nuestro desvelo...
SOR DULCE NOMBRE.- Sí, sí; pero estas chicas... No fío
de ninguna... Vea su caridad, en la que más confiá-
bamos...
MADRE ESPERANZA.- Llevaba un gran dolor en el alma.
Sabía que mientras ella se afanaba por borrar con su
buena conducta las faltas de que no era ella sola res-
ponsable, el hombre por ella tan amado hacía gala de
que nunca la quiso... Fueron aires de fuera que llega-
ron hasta aquí, despertando su rencor hacia ese hom-
bre, que a mí también me parece odioso.
SOR DULCE NOMBRE.- Como quiera su caridad interpretar-
lo; pero yo fío poco en lo que estas chicas cuentan...
Excusas para quedar lo mejor posible... Tal vez lo úni-
co que ha pretendido esa muchacha al escaparse sea
pasar esta noche de Carnaval más divertida que en esta
santa casa... Ir al baile...
MADRE ESPERANZA.- ¡Pero, hermana!
SOR DULCE NOMBRE.- No me fío... Son muchos los casos
que llevo presenciados en mi larga vida religiosa.
MADRE ESPERANZA.- Yo también; pero siempre tengo
esperanza de que fructifique nuestra semilla...; y créa-
me, hermana, que nunca se pierde enteramente. (Con
exaltación.) ¿Qué me importa engañarme tantas veces
si entre tantas ¡una sola! obtengo la victoria?... ¿Y qué
sabemos dónde está el alma que nos necesita y aguar-
da sólo nuestra ayuda para salvarse?... ¡Vamos, sor; no
quiera hacerse la dura presumiendo de una entereza
que no tiene; yo sé que su caridad es tan blanda de
corazón como cualquiera de nosotras... No se crea más
perfecta por ocultar sus sentimientos.

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ESCENA V
DICHAS y SOR ÁGUEDA
SOR ÁGUEDA.- La capa, madre...
MADRE ESPERANZA.- (Poniéndosela inicia el mutis.) Y
ordene (A Sor Dulce) que se lleven esta fuente de nati-
llas, que parece anunciar un regocijo y no está mi áni-
mo para fiestas.
SOR DULCE NOMBRE.- Bueno, madre... Me permito recor-
darle que el panadero espera una contestación antes de
que acabe el día, y si no se la damos satisfactoria (Unien-
do el índice y el pulgar indicando dinero) mañana, Dios
mediante, en esta casa no entrará bocado de pan... Yo
por mí no me importa (Con expresión abnegada), que
daría con gusto hasta el último bocado, pero...
MADRE ESPERANZA.- ¡Ve como su caridad es modelo de
abnegación!
SOR DULCE NOMBRE.- Sí; pero estas ejemplares chicas,
como su caridad se empeña en llamarlas, son capaces
de armarnos una que sea sonada...
MADRE ESPERANZA.- Es verdad; veremos, veremos de
arreglarlo. ¿No tenemos a nadie a quien pedir?
SOR ÁGUEDA.- ¡Ay! Hartos están ya nuestros limitados
conocimientos. En cuanto llamamos a una puerta en
días que no son los señalados para recaudar limosna,
ya se sabe: “Los señores han salido.”
MADRE ESPERANZA.- Pero alguna persona a quien yo mis-
ma pueda ir a rogar...
SOR DULCE NOMBRE.- Nadie, nadie...
MADRE ESPERANZA.- ¿Y el mismo panadero?
SOR DULCE NOMBRE.- No espera; no espera...

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MADRE ESPERANZA.- (Quemando el último cartucho.) ¿No
hay alguna factura por cobrar?

SOR DULCE NOMBRE.- ¡Qué ocurrencias tiene su caridad!...


Nada.

MADRE ESPERANZA.- Pues entonces... ¡sólo Dios pue-


de salvarnos! (Se dirige al escritorio y escribe unas
líneas sobre un papel, lo dobla, y al tiempo de hacer
mutis se dirige a la imagen y deposita lo escrito a sus
pies, diciendo:) Toma, sálvanos; tú puedes salvarnos.
(Mutis con sor Águeda. Sor Dulce las despide desde
la puerta.)

SOR DULCE NOMBRE.- ¡Señor, Señor, qué día tan aciago!

ESCENA VI
SOR DULCE y SOR INÉS
(SOR INÉS aparece por la izquierda, siendo sorprendida por
sor Dulce. Viene en busca de las primicias que no consiguió
en la primera escena.)

SOR DULCE NOMBRE.- (Viéndola, al oír leves pisadas.)


¿Quiera hacer el favor su caridad de poner esta habita-
ción en orden? (SOR INÉS, sin reponerse de su sorpre-
sa y contrariedad, permanece pensativa.) ¿Se puede
saber por qué está tan meditabunda? De seguro que
no meditará en la Pasión, porque su caridad... (Como
diciendo: “no piensa en nada serio”.)

SOR INÉS.- Pues es cierto, meditaba. (Gesto de extrañeza y


complacencia en SOR DULCE.) Pero no en la Pasión.
¿Cómo pudo su caridad adivinarlo?

SOR DULCE NOMBRE.- ¿Algún pasaje del Apocalipsis?

SOR INÉS.- ¡¡Uf, qué horror!!

SOR DULCE NOMBRE.- ¿Del infierno?

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SOR INÉS.- ¿Quién se acuerda de cosa tan fea? 6
SOR DULCE NOMBRE.- Hay que pensar en ello, hermana.
¿No acierto del todo?
SOR INÉS.- No; su caridad acertó que yo meditaba, pero no
sabe en qué...
SOR DULCE NOMBRE.- (Satisfecha de su triunfo.) ¡Ya sé,
del Purgatorio!
SOR INÉS.- ¡Y dale con el fuego! 7
SOR DULCE NOMBRE.- ¡Vamos, basta de bromas! Con su cari-
dad no se puede hablar seriamente un cuarto de hora.
SOR INÉS.- (Reconciliadora.) No se enfade. ¡Vamos, que le
voy a decir en lo que meditaba!
SOR DULCE NOMBRE.- (Transigiendo.) Si puede saberse...
SOR INÉS.- ¡Ya lo creo!... Pues... en las bodas de Caná.
SOR DULCE NOMBRE.- ¡No lo dije!... ¿Y a qué santo se le
ocurrió escoger tal pasaje para su meditación?
SOR INÉS.- Pues fueron las natillas, porque estoy viendo
que al mediodía ya no las comemos, y estoy vien-
6
En CDV aquí se encuentra la siguiente acotación: Sor Dulce se prepara
a lacrar un sobre, que introduce la parte de texto tachada que se presenta
en la nota sucesiva.
7
A continuación reproducimos las líneas de diálogo entre Sor Inés y
Sor Dulce Nombre presentes en este punto del texto de CDV y eliminadas
en Entre la cruz y el diablo:
“SOR INÉS.- ¡Y dale con el fuego! Con el afán de adivinar, Sor Dulce
olvida que el lacre está ardiendo entre sus manos y casi llega a quemarse.
¡¡Que se quema, Hermana!!
SOR DULCE NOMBRE.- ¡Jesús bendito! ¡Animas benditas!... ¡Ay!
SOR INÉS.- ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!... No Sor, si era con el lacre... ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!”.
Probablemente la decisión de tachar estas líneas se deba a que la risa
a expensas de Sor Dulce Nombre parecía demasiado irrespetuosa, sobre
todo si tenemos en cuenta que es la monja más anciana del grupo (cuaren-
ta y cinco años), mientras Sor Inés es la más joven (veintiún años), según la
edad de los personajes indicada al comienzo de CDV.

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do también que se van a estropear sin que las pro-
bemos.
SOR DULCE NOMBRE.- Eso sería una falta de pobreza.
SOR INÉS.- Eso digo yo...
SOR DULCE NOMBRE.- Antes se repartirían entre las chicas.
SOR INÉS.- Sería desobedecer a quien nos hizo el obse-
quio, porque dijo: “para las monjitas, para las mon-
jitas”. Pero, en fin, si mis oraciones son agradables a
Dios, esta noche comeremos las natillas, porque estoy
haciendo una de actos a la Santísima Virgen...
SOR DULCE NOMBRE.- ¡Esas cosas no se piden a Dios, her-
mana, ni a los santos! ¡No son necesarias! ¡Todo eso será
el fruto que saque su caridad de sus meditaciones!
SOR INÉS.- ¡Pues sí que son necesarias esas cosas! ¡Vaya!
(Triunfalmente y muy seguido.) Porque si no, tampoco
lo era el vino de las bodas de Caná, y sin embargo la
Santísima Virgen se dignó pedirle a su Hijo que hiciera
un milagro, y el Señor se dignó hacer el primero de su
vida, ¡ya ve su caridad!, ¡y no era preciso! Y ya ve tam-
bién cómo saqué fruto de la meditación al saber que
en esta vida el que una cosa sea precisa o no, aun lo
más inútil, depende de las circunstancias y como aquí
nunca se comen esas cosas..., por una vez...
SOR DULCE NOMBRE.- Basta, basta. ¡Qué torbellino de
criatura! (Ha intentado atajarla varias veces sin conse-
guirlo.) Marche, marche en busca de Bernarda y Asun-
ción para que aseen este cuarto, porque su caridad ni
hará ni dejará hacer. ¡Qué vengan esas chicas!
SOR INÉS.- La santa mansedumbre sea con mi espíritu. ¡Ay!
(Suspira mirando las natillas y hace mutis. Sor Dulce
recoge papelotes y la fuente de natillas por sí misma. Los
papelotes, que sujeta debajo del brazo, se le caen, lo cual
agota su paciencia; y hace mutis cómico murmurando:)

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SOR DULCE NOMBRE.- ¡Jesús, Jesús, no sé ni dónde ten-
go la cabeza!

ESCENA VII
BERNARDA y ASUNCIÓN
ASUNCIÓN.- ¡Vamos, mujer, aviva el paso!
BERNARDA.- ¡Déjame en paz! (Se sienta en una silla.)
ASUNCIÓN.- Bueno.
BERNARDA.- ¡Anda y que se lo limpien ellas! ¡¡Valientes pri-
mas!! Estáis aquí trabajando pa que las monjas se den
buena vida.
ASUNCIÓN.- Vamos, mujer, no digas eso.
BERNARDA.- A ver si miento. ¿De qué comerían ellas si no
fuera por nosotras? (Asunción hace un signo negativa
con la cabeza.) Lo sé, lo sé muy bien, porque un chico
que es ácrata me lo tie dicho millares de veces.
ASUNCIÓN.- ¿Ácrata?, ¿y qué es eso?
BERNARDA.- (Despectiva.) ¡Anarquista de profesión! ¡Uf,
que sois má inorantas! 8
ASUNCIÓN.- Ya lo sé para otra vez. ¿Y creyendo eso para
qué has venido anoche, siendo así que es la tercera
vez que vuelves, que no parece sino que juegas con
las monjas al ratón y al gato?
BERNARDA.- Pues he venío anoche porque tuvimos una
pequeña juerga unos cuantos amigos. ¡En estos días ya
se sabe! Escalabraron a uno, intervinieron los guardias.
¡Y claro, yo, por el buen parecer, preferí decir que me
trajesen aquí y canté el gori-gori del arrepentimiento!
8
La pregunta sobre el significado del término ácrata y la sucesiva
explicación no aparecen en CDV.

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ASUNCIÓN.- Así te vales tú de la buena fe de las hermanas.
¡Qué sería de nosotras si no fuera por esta casa!
BERNARDA.- ¡Anda, leñe!... ¡Qué te crees tú eso!..., ¡¡pero
que no es eso!!
ASUNCIÓN.- Yo por mí sé decirte que me asusta pensar
en lo que podía ser de mí si no fuera porque Dios las
puso en mi camino y me salvé a tiempo.
BERNARDA.- Las panolis como tú, no digo. Pero que tuviera
yo tu cara y tu cuerpo y... ¡me ibas a querer un rato!
ASUNCIÓN.- Bueno, bueno; echa una mano, si quieres.
BERNARDA.- Por ti pue ser... (De muy mala gana empieza
a limpiar sillas, mesas, etc.)
ASUNCIÓN.- (Limpiando al Niño de la Virgen.) ¡Mírale qué
bonito es mi Niño! Por él estoy aquí yo, y por él me
afano en ser mejor cada día que pasa...
BERNARDA.- ¡Anda, tu tema de siempre! La otra vez, cuan-
do vine de segundas y acababas de llegar tú, ya me
contaste esa historia. Fantesías de histéricas, como dice
el ácrata.
ASUNCIÓN.- Lo que quieras, pero es bien cierto.
BERNARDA.- (Con sorna.) Sí, que tu hijo, desde el otro
mundo, te dijo que vinieras a este sitio.
ASUNCIÓN.- No, mi hijo no podía decírmelo, que tampoco
sabía hablar cuando lo perdí. Fue la casualidad quien
me trajo... ¡Pero guiada por el ángel de mis entrañas!
(Recordando con doloroso gozo.) Cuando quedó su
cuerpecito de rosa en el cementerio, que yo misma lo
llevé con estos brazos que se ha de comer la tierra, a
la vuelta, sin saber ni a dónde ir, entré en una iglesia;
en aquella iglesia había una imagen como ésta; lue-
go he sabido que era la Virgen del Consejo, patrona
de esta casa.

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BERNARDA.- Sí, ya lo sé; te pareció que el niño que tenía
en sus brazos era el que tú acababas de dejar en el
cementerio...
ASUNCIÓN.- Eso, y con aquella ilusión me quedé inmóvil
en aquel sitio, sin que acertara a poder salir de allí.
BERNARDA.- Y de este modo te dieron las siete de la tar-
de... ¡¡Si me lo sé todo!!
ASUNCIÓN.- (Obsesionada con el recuerdo de su historia.)
Cuando fueron a cerrar la iglesia yo seguí tendida en
el mismo sitio, sin poderme mover; pero, mira tú, me
daba cuenta de todo lo que pasaba a mi alrededor, y
vi cómo, sin salir a la calle, me entraban por una puer-
ta y decían unas voces de mujer: “Pobre criatura, está
helada. Tan jovencita como parece...” Estaba con estas
monjas y... ¡salvada! La casualidad, ¡¡no!!; mi hijo, desde
el cielo, me hizo entrar en la iglesia.
BERNARDA.- (Conmovida a su pesar.) Vamos, mujer, que
casi me has enternecío; ¡y si yo creyera en esas pampli-
nas de Virgen y santos!..., que no..., yo, no. Bien o mal,
en la calle tengo una peseta. ¡Claro que una no es la
Maja de Goya! Pero..., bien o mal... (Con picardía.)
ASUNCIÓN.- Mal, mujer; mal...
BERNARDA.- Bueno, mal... Pero, mira, cuando puedo como
salchichón, longaniza, alguna cerveza o gaseosa... Cla-
ro que otros días no como na; pero ¡tampoco aguanto
las chinchorrerías de las monjas, ni el hipo de las judías
que toman aquí a diario por toda variación!
ASUNCIÓN.- ¡Desdichada! En poco cifras tu ventura. Y cuan-
do estás enferma, ¿qué mano cariñosa roza su frente?
¿Qué voz un poco dulce se interesa por tu salud?
BERNARDA.- (Con marcada bestialidad inconsciente.) Pues
cuando estoy enferma..., al hospital; pero estando bue-
na, ¡a la calle!, que no tardaré mucho.

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ASUNCIÓN.- (Dejándola por imposible.) ¡No tienes enmienda!

BERNARDA.- ¿Yo? ¡Pa qué! (Suena una campanilla.) Oye,


que han llamao.

ASUNCIÓN.- Voy a ver. (Mutis foro.)

ESCENA VIII
DICHAS y CANDELARIA
(Se oye que desde dentro Asunción saluda.)

ASUNCIÓN.- Buenos días. Por aquí, por aquí... Digo (Un


poco cortada, así que ya están dentro), si quiere usted
pasar a la sala...

CANDELARIA.- (Dudosa y extrañada.) ¡Ah! Pero, ¿tienen


ya sala?

ASUNCIÓN.- (Confusa.) No, no, señora.

BERNARDA.- (Interviniendo.) Es un decir, pa que no parez-


ca mal, ¿sabe usted? Porque la verdad es que donde
usted está es la pieza de adorno que hay en la casa.

ASUNCIÓN.- (Reconviniéndola.) ¡Mujer!

BERNARDA.- (Sin hacer caso.) Hasta en los pasillos hay


camas por falta de habitaciones; conque usté verá.

ASUNCIÓN.- No haga usted caso, señora.

BERNARDA.- (Sin dar su brazo a torcer.) ¡Que lo vea y dirá


si miento!

CANDELARIA.- Si no importa que así sea; mejor... ¿Son uste-


des ahora muchas?

ASUNCIÓN.- Noventa; pero ya ve usté: no hay bastante


labor para todas; apenas si contamos con seis máqui-
nas, y en el bordador faltan encargos.

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CANDELARIA.- Aquí están ustedes casi en familia, ¿verdad?
(Bernarda se encoge de hombros.) ¿A usted no le gusta?

BERNARDA.- (Espontánea.) ¡Ni pizca! ¡Y ya voy entrando


tres veces, no crea usted!

CANDELARIA.- Ya comprendo, joven. (Conociéndola.)


Usted es... de las predestinás al mal.

BERNARDA.- (Sin comprender.) ¡Puede!

CANDELARIA.- (Desde que entró no cesa de curiosear con


infantil alegría de verse entre las paredes que la cobi-
jaron en años desgraciados. Va hacia la ventana y
respira con delectación.) ¡La huerta! ¡Qué simpática!
(BERNARDA y ASUNCIÓN la miran con extrañeza.)
¡Cuánto tengo correteado por ella!

BERNARDA.-
} ¿Usted?
ASUNCIÓN.-

CANDELARIA.- Sí, mocitas, yo misma. Y ya me veis, aquí


entre vosotras, no tengo reparo en decirlo... Fuera,
como la gente pronto piensa mal, quizá callaría. No
todos saben perdonar.

ASUNCIÓN.- ¿Usted estuvo en la casa?

CANDELARIA.- Talmente como estáis vosotras, con el mis-


mo traje... (Con intención.) Por dentro, no sé si lleva-
réis lo que yo llevaba. Vine a la casa como una pobre
bestia; de niña casi me llevaron al mal, y no conocí
otras cosas hasta que aquí me trajeron. Aquí estuve tres
años, y tal día como hoy, hace cuatro, salí empujada
por una compañera... Salimos las dos, mejor dicho...

ASUNCIÓN.- ¿Se fueron ustedes?... (Asombrada.)

CANDELARIA.- Sí... pero no por la puerta...

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ASUNCIÓN.- ¿Pues entonces?...

CANDELARIA.- (Señalando por la ventana hacia el jardín.)


Por aquella tapia. (Al ver las caras confusas de BER-
NARDA y ASUNCIÓN.) ¡Pero no pensar mal! Las mon-
jas me habían enseñado a ser buena... La semilla cayó
en mi alma, que era tierra abonada para recibirla... Me
bastó conocer la honradez para amarla... y ya veis el
premio. Hoy tengo un hogar honrado y unos hijos,
que mañana podrán pensar que su madre fue alguna
vez desgraciada; pero ¡nunca! que fue mala.

ASUNCIÓN.- (Con ansiedad.) ¿Tiene usted hijos?

CANDELARIA.- Dos hembras y un varón.

ASUNCIÓN.- (Con dolorosa exaltación y para sí misma.) ¡Si


el mío viviese!

CANDELARIA.- ¡Cuánto bien se hace en esta casa!

ASUNCIÓN.- (Satisfecha de ver afirmado su parecer. Mira a


Bernarda con intención por sus negativas anteriores.)
¿Verdad que sí?

CANDELARIA.- ¿Quién lo duda?

BERNARDA.- (Defendiéndose de la significativa mirada que


le dirigen las dos mujeres.) ¡¡Que yo no he dicho na!!

CANDELARIA.- ¿Es que hay alguna otra donde se le dé más


facilidades a la desgracia para ser acogida? Aquí viene
una cuando quiere y como quiere; a la hora que lla-
me es recibida, sin preguntarla nada y sin requisitos ni
recomendaciones.

BERNARDA.- Eso sí es cierto, y que pue venir, salir y volver


tantas veces como Dios le toque en el corazón.

CANDELARIA.- (Intencionadamente.) Sí, pero no hay que


abusar, hermana... ¡Lástima que las monjitas no dis-

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pongan de más medios! ¿Seguirán pasando los apuros
de siempre?

ASUNCIÓN.- Y más, porque con lo caro que está todo.


Muchas pobrecitas dejan de ser admitidas, porque,
¡claro!, no hay camas.

BERNARDA.- Ni comida.

ASUNCIÓN.- Y eso que las monjas se lo quitan de la boca...

CANDELARIA.- Bueno está, que a mí con el palique se me


va la mañana. Avisad a la madre que hay aquí una anti-
gua conocida que quiere verla.

ASUNCIÓN.- La madre no está, pero no tardará en venir.

BERNARDA.- Si quiere usted que avisemos a otra hermana.

CANDELARIA.- No; prefiero esperar. Quiero ver a la madre.

ASUNCIÓN.- Pues entonces, buenos días. Que usted lo pase


bien.

BERNARDA.- Con Dios, señora.

CANDELARIA.- Adiós, adiós. (Viéndolas marchar.) ¡Pobre-


cillas!

ESCENA IX
CANDELARIA

CANDELARIA.- (Se dirige despacio y emocionada hacia la


imagen de la Virgen, después de cerciorarse de que
nadie la ve, y dice:) ¡Virgen mía, te prometí volver
a visitarte si me conservabas buena, como aquí me
enseñaron que debía ser... y te prometí un recuerdo a
medida de mis fuerzas. (Aproximándose y con dulce
misterio.) Te traigo la medalla que mis tres hijos han
llevado el día que fueron bautizados y... mi anillo de

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boda. ¡¡Qué más puedo darte, Madre mía!! (CANDELA-
RIA se quita la medalla que lleva sujeta con un imperdi-
ble sobre el pecho y se quita el anillo depositando ambas
cosas al pie de la Virgen. Entonces se fija en el papelito que
dejó allí MADRE ESPERANZA; titubea un poco, y al fin se
decide a leerlo, quedando gratamente sorprendida de la
ocasión que se le ofrece para dar una sorpresa a las mon-
jitas. Con ademán decidido abre el bolso y saca siete bille-
tes de cien pesetas, que cuenta apresurada, y con ademán
resuelto dice a la Virgen:) Te compro esto..., la medalla.
(Cogiéndola.) ¡¡Toma en cambio!! (Deja los billetes.)

(CANDELARIA oye leves pisadas, y reponiéndose de su emo-


ción se prepara para recibir a la madre.)

ESCENA X
CANDELARIA y MADRE ESPERANZA
(MADRE ESPERANZA llega hasta la puerta acompañada
de ASUNCIÓN, quien le muestra la visita que espera y hace
mutis.)
MADRE ESPERANZA.- (Desde la puerta.) ¿Quién?
CANDELARIA.- Buenos días, madre. ¿Cómo sigue su ca-
ridad?
MADRE ESPERANZA.- (Sin reconocerla.) Bien, ¿y usted?
CANDELARIA.- ¡Pero, madre! ¿Me va usté a dar tratamiento?
¿No me conoce?
MADRE ESPERANZA.- No; no recuerdo...
CANDELARIA.- (Muy emocionada, cogiéndole una mano.)
¡Madre, soy Candelaria! En la casa, siguiendo la cos-
tumbre de cambiar el nombre a las que entran, me lla-
mé Sacramento...
MADRE ESPERANZA.- ¡Sacramento!... ¡Ya recuerdo!...
(Retrocediendo un poco.) ¡Tú te escapaste!

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CANDELARIA.- Sí, madre; hoy hace cuatro años... Pero (Un
poco altiva) no se aparte usted (Humilde) que no man-
cho, madre.

MADRE ESPERANZA.- (Dudosa.) Ese atavío... con tanto lujo.

CANDELARIA.- ¡De mi marido, que tiene ese gusto y lo


paga!

MADRE ESPERANZA.- (Confusa.) ¡Oh, tienes razón, hija;


ha sido una ligereza mía; perdóname, hija; perdóname!
(La coge de una mano con cariño, y se sientan.)

CANDELARIA.- ¡Yo a usted! ¡Ay, madre, si son muchas las


cosas que tengo que contar... Otro día vendré más
despacio. Hoy sólo que me dio la corazoná de venir
para darla a usted una alegría que hace tiempo me
pedía el alma...¡¡Soy tan feliz!! Y todo se lo debo a
usted, madrecita, porque usted fue más buena conmi-
go que ninguna otra...

MADRE ESPERANZA.- ¡Picarona, bien me lo pagaste!

CANDELARIA.- ¡No diga usté eso; me marché por la puer-


ta falsa, es cierto, pero con el propósito de ser honra-
da; trabajé y lo fui; más tarde conocí un hombre que,
mirándome al fondo de los ojos, me vio el alma cuaja-
dita de espinas, pero noble y resignada con su suerte.
“¿Quieres ser buena?” —me dijo—. “Siempre, siempre.”
“¡Pues, quiéreme!” —respondió—. Y como yo no tenía
otra cosa que hacer en la vida y sin duda nací para
quererle, él fue tan bueno y tal seguridad tuvo en mí,
que me hizo su mujer..., y aquí me tiene usted con tres
hijos que son gloria pura, un hombre que me adora y
sabe ganarlo, un corazón que se ha ido agrandando y
ya no me cabe en el pecho, tres tiendas de ultramari-
nos en Madrid, para lo que usté guste mandar, y unas
ganitas muy grandes de dar gracias a Dios, y a usté
un abrazo como éste. (Hace ademán de abrazar a la
madre, y ésta la detiene con cariño.)

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MADRE ESPERANZA.- ¡Pero, mujer!, siéntate, siéntate...,
y ¡alabado sea Dios en su misericordia! ¡Yo también
cuánto me alegro!

CANDELARIA.- (Transición en su actitud alegre.) Sólo una


pena tengo... y quisiera saber...

MADRE ESPERANZA.- Tú dirás...

CANDELARIA.- Sagrario... la que huyó conmigo y luego nos


perdimos de vista por seguir distinto camino...

MADRE ESPERANZA.- Aquí vino a morir un año más tar-


de... No siguió tu ejemplo, ni aprovechó nuestros con-
sejos... ¡Al fin Dios tuvo misericordia de su alma, y aquí
la trajo su ángel en los últimos momentos!... Murió
contrita y resignada...

CANDELARIA.- (Conmovida.) ¡Dios la haya perdonado!... Y


con Dios, madre, que es mucha la tirada que me sepa-
ra de los míos. ¡Está esto tan lejos de donde yo vivo!...
¡Y que vendré, Madrecita; que vendré a contarla por-
menores de mi vida!

MADRE ESPERANZA.- Sí, hija, cuando quieras... Y tráeme


a tus pequeñines.

CANDELARIA.- ¡Pues ya lo creo!... ¡Vaya! Con Dios; con


Dios, madre; no se moleste en salir. ¡Adiós!

MADRE ESPERANZA.- Adiós, hija... ¡Vete con Dios!

(Madre Esperanza despide a Candelaria hasta la puerta,


haciendo mutis. Vuelve en seguida, preocupada y emociona-
da por lo inesperado de la visita y la huida de Valentina.)

MADRE ESPERANZA.- ¡Cuatro años, tal día como hoy!...


¡Qué casualidad!... Y Valentina... ¿Qué será de ella?
(Yendo hacia la Virgen.) ¡No la desampares, Madre
mía! (Repara en el anillo y el fajo de billetes, los que
coge llena de asombro, sin acertar lo que ello significa.)

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¡¡Oh!! ¿Qué es esto?... (Acertando y respondiéndose a sí
misma.) ¡Ah! ¡¡Candelaria!!
(Se oyen unos acordes de órgano, y a continuación las voces
de las acogidas que entonan el “Perdón, ¡oh, Dios mío!; per-
dón e indulgencia; perdón y clemencia, perdón y piedad”.
Todo sin que se pierdan las frases de la madre, bien medidas y
a conveniente distancia. Telón lento hasta el rápido final.) 9

9
La acotación en CDV no está aquí sino en la escena VII del segundo
acto, antes de que empiece la oración de las religiosas y Asunción y Ber-
narda comiencen a rezar.

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ACTO SEGUNDO

La misma decoración del anterior. No hay más novedad que


una tarima con su correspondiente brasero en sustitución de
la mesita que sostenía la fuente de natillas... Luce una bom-
billa eléctrica, y por el ventanal, aún descorrido, se divisa la
huerta cubriéndose en sombras paulatinamente.
Asunción renueva las flores de la Virgen. Bernarda contem-
pla el jardín desde la ventana.

ESCENA PRIMERA
ASUNCIÓN y BERNARDA

ASUNCIÓN.- ¡Chica, que te vas a helar!

BERNARDA.- (Sin hacerla caso y llamando hacia el jardín


sin gritar mucho.) ¡¡Chist!! ¡Juan Manuel! ¡Juan Manuel!

ASUNCIÓN.- ¿Qué haces, muchacha?

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BERNARDA.- Llamar al jardinero, carpintero, ebanista,
cobrador; ¡todo en una pieza! ¿Te parece poco?
ASUNCIÓN.- Pero ¡qué cosas tienes! ¿A qué santo?
BERNARDA.- Es una orden que me dio la madre. “Luego lla-
marás (Imitando a la madre) a Juan Manuel para que
hable conmigo antes de retirarse...” Así me lo dijo, y
yo... obedezco.
ASUNCIÓN.- ¡Pero ahora no está aquí la madre!... Y... yo.
BERNARDA.- ¡¡Vamos, tontaza!! Tú aprovechas pa charlar
con él y sacarle de penas, ¡que ya es hora! (Maliciosa.)
Si creerás que no lo sé...
ASUNCIÓN.- ¿El qué?
BERNARDA.- ¡Que bebe los vientos por tu persona desde
hace un año... o más!
ASUNCIÓN.- ¡Calla, que viene!

ESCENA II
JUAN MANUEL, BERNARDA y ASUNCIÓN
JUAN MANUEL.- (Entrando.) Buenas tardes. (Un poco cohi-
bido al ver solas a las dos muchachas.)
ASUNCIÓN.- Buenas tardes... y casi noches.
BERNARDA.- (Con mucho arrumaco.) Buenas tardes, Juan
Manuel.
JUAN MANUEL.- Creí que me llamabas porque aguardaba
la madre.
BERNARDA.- Y aguarda, pero en el refetorio, acabando de
cenar...
JUAN MANUEL.- Entonces, volveré.

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BERNARDA.- (Sujetándole.) ¡No, primo! Estábamos aquí
aburrías, y yo me dije... pues... que entre un poquito
antes Juan Manuel y puede que me lo agradezca...

JUAN MANUEL.- ¡Claro!

BERNARDA.- Tú, no; ésta, que tie que estarse aquí sola
unos instantes mientras que voy a unos quehaceres.

ASUNCIÓN.- ¿Te decides a trabajar? (Admirada.)

BERNARDA.- Sí; me voy a sentar detrás de esa puerta (Late-


ral izquierda) para oír lo que habláis y dar el soplo si
alguien llega.

JUAN MANUEL.- (Riendo.) Pero, ¡qué Bernarda ésta!

ASUNCIÓN.- (Azorada.) ¡Cuidao que eres fresca!

BERNARDA.- ¡Como un granizo! Y pue que no me lo agra-


dezcáis, encima del sacrificio. ¡Qué más quisieran
muchos sino tener un fresco cerca en ocasiones! ¡Con
que lo dicho! (Inicia el mutis.) Y... (Con malicia) ¡que
me quedo cerca! (Mutis.)

JUAN MANUEL.- No hay cuidao. (Pausa.) ¿Verdad, Asun-


ción?

ASUNCIÓN.- Cuando usté lo dice yo también puedo ase-


gurarlo.

JUAN MANUEL.- (Buscando el medio de empezar.) ¿Y...


aquello?

ASUNCIÓN.- (Sin darse por enterada.) ¿La chaquetita de


punto para su pequeñita? Ya está empezada. (La saca
de un cestito.) Mírela. Va a estar la chiquilla preciosa...
y muy abrigadita, porque esto abriga mucho... Al chi-
quitín le tengo ofrecida otra con bolsillos ¡de hombre!,
porque me dijo el otro día que él no quiere llevar cosas
de chica. ¡Es más gracioso!

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JUAN MANUEL.- ¡Y guapo! ¡Sí, señor! No lo voy a negar por
ser su padre 10.
ASUNCIÓN.- ¡Y gracias a que salud no les falta!
JUAN MANUEL.- Ésa la tienen mejor cada día que pasa...
Desde que murió su pobre madre, va para tres años, ni
una vez los he tenido enfermos.
ASUNCIÓN.- ¡Gracias a Dios!
JUAN MANUEL.- Y ya usté ve que la pequeña quedó sin
madre acabadita de nacer, y el otro aún no tenía dos
años.
ASUNCIÓN.- ¡Angelitos!
BERNARDA.- (Entrando con mucho arranque.) ¡Pero, pas-
maos! ¿Os vais a pasar el rato hablando sin substancia?
ASUNCIÓN.- ¡Ay! ¡Que me has asustado!
BERNARDA.- Despachar pronto, que van a venir las herma-
nas... ¡¡Como que me voy a cargar yo la faenita y sin
provecho!! (Mutis.)
10
Halma Angélico elimina en esta versión una larga parte de diálogo
entre Juan Manuel y Asunción que a continuación reproducimos:
“JUAN MANUEL.- ¡Y guapo! ¡Sí, señor! No lo voy a negar por ser su padre.
Como que me comprometen si los llevo a la calle un poco arregladitos.
ASUNCIÓN.- ¡No será tanto!
JUAN MANUEL.- Vea usté. El otro día subí con ellos al tranvía, y una
señora que se sentó enfrente, todo se la volvía mirar a las criaturas, sonreír
con ellas, y dale vuelta y torna... Era una mujer, no despreciando lo presen-
te, que se la podía mirar. Y tanto miró ella, y tanto llegó a impresionarme
a mí, que al punto de apearse no pude menos de decirle: ‘Señora, soy el
padre de las criaturas y... se reciben encargos’.
ASUNCIÓN. - ¡Vamos, que la ocurrencia! ¡Pobre mujer; se quedaría de
una pieza!
JUAN MANUEL.- Regular. Y eso que a los chiquitines apenas si puedo
atenderlos. ¡Desgraciados! Con llevarles para comer y vestirles de cualquier
modo, se me va lo que gano, y eso que no es poco...; pero donde no hay
arreglo... De limpieza andan talcualillamente la mitad de los días...”
Puede que las frases de Juan Manuel resultaran demasiado atrevidas y
que arrojaran una sombra de vulgaridad sobre su personaje, por lo cual Hal-
ma Angélico decidió eliminarlas.

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JUAN MANUEL.- El caso es que casi tiene razón... (Pau-
sa.) Asunción, usté sabe que antes no me refería yo
a la chaquetita..., porque, ¡vamos!, se lo agradezco a
usté en todo lo que vale; pero... lo que yo pregunta-
ba era otra cosa... Llevo un año esperando la respues-
ta, Asunción.

ASUNCIÓN.- Pero si lo que usté me dijo aquel día... no pue-


de ser. (Con pena.) ¿Usté no lo comprende?

JUAN MANUEL.- ¿Por qué no, si yo quiero?

ASUNCIÓN.- Porque es muy poco lo que yo puedo ofrecer-


le y mucho lo que usté me quiere dar... Sé lo que valgo
para el mundo y no me perdonaría el aceptar lo que
nunca podría pagarle.

JUAN MANUEL.- ¿Quién lo ha dicho? ¿Es que usté no lle-


garía a quererme hasta olvidarse de sí misma? (Supli-
cante.) Si no por mí, Asunción, yo se lo pido por mis
criaturitas, que a usté la interesan tanto... Quizá, en
el primer momento, fue ese mi egoísmo lo único que
me llevó a pensar en hacerla mi mujer: el deseo de
ver a mis hijos bien cuidados por usté, que es bue-
na y hacendosa...; pero ¡luego, no! Luego ha sido mi
propio corazón el que un día y otro, de continuo, me
dice: “Anda, cierra los ojos a lo que no puedes mirar
sin sentir lleno de ira el pecho y de pena el alma; olvi-
da lo que ya no puedes evitar, y piensa que querién-
dola como la quieres y mereciéndolo ella, serás cobar-
de si no la amparas... Piensa sólo que es buena...; que
sufre, ¡¡y que te quiere!!”

ASUNCIÓN.- ¡Juan Manuel! (Muy conmovida.)

JUAN MANUEL.- ¿Fue culpa nuestra el no conocernos


antes? Si antes nos hubiéramos conocido no te qui-
siera más de lo que hoy te quiero, y nuestro destino
iría unido de años atrás como ahora podemos unirnos
para toda la vida...

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ASUNCIÓN.- No, Juan Manuel.

JUAN MANUEL.- ¿Es que hay en tu vida algún recuerdo que


te impide quererme como yo te quiero?

ASUNCIÓN.- (Sincera.) No; eso, no. Ni siquiera me cabe el


consuelo de ver deshecha mi felicidad por una mala
hora de amor. Fue la miseria, la inconsciencia y el
desamparo lo que cegó mi razón y...

JUAN MANUEL.- (Excitado.) No quiero saber más, Asun-


ción..., no recuerdes..., que esta herida cuanto más se
descubre más duele.

ASUNCIÓN- No hay recuerdo alguno que ponga trabas a mi


corazón para querer... El dolor de mi pobre vida fue
tan continuo que no tuvo treguas felices. Mal puedo
recordarlas... Ésta es mi verdad, Juan Manuel.

JUAN MANUEL.- Entonces, ¿qué te impide quererme? ¿Dudas


de mí? ¿Desconfías de que pueda quererte?

ASUNCIÓN.- Un poco. Pienso que para el amor soy egoís-


ta y soberbia. Yo querría (si llegara a querer) con ansia
de que el hombre fuera mío de siempre, ¿entiendes?...
Y como a ti también te concedo el mismo deseo..., al
pensar que no lo puedo ser sufro y mi orgullo se rebela
desesperado de su impotencia por no poder remediar
lo que ya no tiene remedio... (Llora nerviosamente.)

JUAN MANUEL.- Asunción..., ¡no llores..., piensa que tu


vida pasada no existe..., que ha sido un mal sueño! Yo
te quiero desde el primer día que te vi en esta casa...,
y desde ese día te he visto sufrir resignada entre tantas
que no son como tú, y alguna que quizá se te parez-
ca... He visto tus mejillas húmedas de llanto muchas
veces; callada y sufrida siempre... ¡Buena como los
besos de una madre, que no he conocido!... Para mí
naciste aquel día que por primera vez te vi... Contésta-
me ahora, Asunción.

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ASUNCIÓN.- (Rememorando las palabras que dice Cande-
laria en el primer acto.) “Un hogar tranquilo y unos
hijos que mañana podrán pensar que su madre fue
alguna vez desgraciada; pero, ¡nunca! que fue mala.”
JUAN MANUEL.- ¿Qué dices? No te entiendo... Respónde-
me, Asunción.
ASUNCIÓN.- (Vencida.) ¡¡Te quiero, Juan Manuel; te quiero!!
JUAN MANUEL.- ¡Lo sentía en mi alma! Pero, dime, desde
cuándo...
ASUNCIÓN.- Desde una mañana en que recogiendo unas
flores te oí cantar esta copla lleno de unción. Decía:
Las mujeres son las flores
del camino de la vida;
si hay algunas deshojadas,
es porque el hombre las pisa.
(En este momento se apaga la luz y sólo ilumina la esce-
na un opaco rayo de luna que entra por la ventana. JUAN
MANUEL y ASUNCIÓN han quedado próximos el uno del
otro en el sitio más oscuro de la escena. Asunción tiem-
bla recelosa y desconfiada. Hay un momento de duda en el
hombre, que, por instinto, va hacia ella, venciendo al fin la
nobleza de su corazón.)
ASUNCIÓN.- (Al quedar a oscuras.) ¡Ay! (En un suspiro de
temor.)
JUAN MANUEL.- (Venciendo su primer impulso.) No tiem-
bles; alienta sin miedo, Asunción..., el que tienes cer-
ca... (Con nobleza) ¡¡es Juan Manuel!!
BERNARDA.- (Dando la luz que ella misma apagó.) ¿Os
habéis asustado? ¡Ja, ja, ja! Oí el final de vuestra con-
versación y, ¡claro!, me pareció el momento más opor-
tuno para dejaros a oscuras... ¡Pero, qué! ¿No me lo
habéis agradecido?

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JUAN MANUEL.- Aquí no hacía falta; con luz y sin ella sé yo
esperar a que el fruto caiga de su rama sin hurtarlo...
¿Verdad, Asunción?
ASUNCIÓN.- Verdad.
BERNARDA.- (Sin entender una palabra.) ¡Ah!
ASUNCIÓN.- (Que ha ido hacia la puerta.) ¡La madre!
BERNARDA.- ¡Que viene la madre! (BERNARDA y ASUN-
CIÓN salen por la izquierda, después de hacer una
reverencia a la madre.)

ESCENA III
MADRE ESPERANZA y JUAN MANUEL
JUAN MANUEL.- (Saludando a la madre.) Bien venida sea
su caridad.
MADRE ESPERANZA.- Buenas, Juan Manuel. Quería darte
algunas instrucciones para mañana y prevenirte para
que dejes el perro atado junto a la verja. Hubiera que-
rido que quedases cerca esta noche; pero bien sé la
mucha falta que haces a tus pequeñines, y no quiero
robarte horas de su compañía. ¡Bastante te privas de
ella durante el día!
JUAN MANUEL.- Usted me manda, madre.
MADRE ESPERANZA.- Ya, ya sé que tú te sacrificarías si yo
te lo pidiese, porque sabes ser agradecido; pero yo no
quiero ser egoísta y te salvo del trance...; ya nos arre-
glaremos nosotras... No es poco lo que tú trabajas todo
el día: que si la huerta, que si las flores, que si se rom-
pió la mesa, que si se deslució la imagen, que ahora
hace falta un hombre de confianza para que pague o
cobre, y allá va Juan Manuel, que en ocho años de ser-
vicios en la casa, desde que eras casi un chiquillo, aún
no se ha cansado de las monjitas.

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JUAN MANUEL.- ¡Pero, madre, si ustedes son tan buenas!
Mándeme.
MADRE ESPERANZA.- No; ya te he dicho que no. Esta noche
nos arreglaremos solas con lo que pienso hacer... Aho-
ra te diré... Ven, ven hacia la huerta para dejar las puer-
tas como quiero...
JUAN MANUEL.- Antes, madre... Si no fuera molesto...
MADRE ESPERANZA.- ¿Qué?
JUAN MANUEL.- Yo quisiera hablarla de un asunto... corto...
Con pocas palabras lo entenderá su caridad...
MADRE ESPERANZA.- ¿Con pocas palabras? (Sonríe.) Con
pocas letras querrás decir.
JUAN MANUEL.- ¿Cómo? (Sin comprender.)
MADRE ESPERANZA.- Sí; verás qué pronto te lo explico yo:
Asunción. (JUAN MANUEL hace un signo afirmativo.)
¿Lo ves? ¿He acertado?
JUAN MANUEL.- Sí, madre... Es que usted es muy buena...
MADRE ESPERANZA.- No me adules... (Cariñosa.) Bueno,
hijo mío, bueno; mañana, si Dios quiere, hablaremos
despacio... Ya me presumía yo..., no vas descaminado...
(Al iniciar el mutis MADRE ESPERANZA se apercibe de
CRISTINA.) Calla... (A JUAN MANUEL.) Espérame por
allá dentro, Juan Manuel. (Mutis JUAN MANUEL.)

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ESCENA IV
MADRE ESPERANZA y CRISTINA 11
(Cristina con el traje de la calle; es decir, sin uniforme. En
el brazo lleva un envoltorio con sus cuatro trapitos. Sale por
la derecha.)
MADRE ESPERANZA.- ¡Vaya por Dios, hija! Al fin no hay
más remedio que dejarte salir con la tuya... ¡Pero,
mujer! ¿Qué trajín te traes todo el día con el lío de ropa
en la mano?
CRISTINA.- Yo me quiero ir..., me quiero ir.
MADRE ESPERANZA.- Bueno, si te marcharas; fíjate lo que
llevas adelantado: a las diez de la mañana decidiste mar-
charte, y ya no hiciste nada más que arreglar los cuatro
trapitos que tenías al entrar aquí; quitarte el uniforme,
arreglarte los tufos, echarte un poco de colonia, ponerte
un poco de harina en la cara y empezar a despedirte de
las monjas diciendo que te vas y que te vas.
CRISTINA.- Pues, nada, que me voy y que me voy.
MADRE ESPERANZA.- Pero..., ¿a dónde, criatura?
CRISTINA.- (Insegura.) Pues con mi madre.
MADRE ESPERANZA.- ¿Tu madre, desgraciada? Pero, ¿sabes
tú dónde está? Desde hace seis meses que te trajo aquí,
porque sin duda la estorbabas, ¿ha vuelto a acordarse
de que tú existías? ¡Desdichada! ¡Qué pronto has olvi-
dado las justas quejas que contra ella traías! (CRISTINA
llora.) Y es porque eres buena, ¿verdad? ¿No es cierto
En CDV los personajes protagonistas de esta escena son Sor Águe-
11

da y Cristina, manteniéndose el mismo diálogo. En Entre la cruz y el dia-


blo Halma Angélico sustituye Sor Águeda por Madre Esperanza, y la susti-
tución parece obedecer a la exigencia de que quien habla con Cristina sea
un personaje con suficiente autoridad, tanto desde un punto de vista jerár-
quico como moral. Dicha sustitución implica luego también un cambio en
el número de escenas, debido a que en Entre la cruz y el diablo se unen la
escena V y la VI al tener los mismos protagonistas.

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que tú quieres huir del peligro grande en que te verías
si ahora salieras a la calle?

CRISTINA.- (Más dócil.) Yo quiero salir...

MADRE ESPERANZA.- Sí; si saldrás, ¿quién lo duda? Si aquí


no queremos a nadie descontento... Pero, mira..., te
puedes ir mañana.

CRISTINA.- No.

MADRE ESPERANZA.- Sí, tonta; ¿qué prisa tienes? Te vas


mañana tempranito; te abrimos la puerta..., yo mis-
ma, y te vas... Pero, ¿a dónde te vas, vuelvo a pre-
guntarte? (CRISTINA hace un gesto de duda.) ¿No lo
sabes, verdad?

CRISTINA.- Por ahí...

MADRE ESPERANZA.- A lo que salga, ¿no? Hija mía, ¿qué


te diría yo para convencerte? Bien sabes que con tu
madre no puedes ir... ¡Anda!, pídeme lo que quieras;
cualquier sacrificio estoy dispuesta a hacer con tal que
desistas de tu empeño; quédate... siquiera estos días;
después, ¡Dios dirá!

CRISTINA.- ¡Pero es que yo no soy ya una niña! ¿Y me voy


a pasar aquí toda la vida?

MADRE ESPERANZA.- No, boba; si tú saldrás, pero no


ahora... Cuando te hayamos enseñado algo que nece-
sitas saber..., entonces la misma madre buscará un
trabajo honrado para ti... Anda, ¿que me respondes?
(Suplicante.)

CRISTINA.- (Vencida.) Que me marcharé mañana.

MADRE ESPERANZA.- ¡Algo es un día más!... Anda, hija,


vamos al comedor. (Mutis por la derecha.)

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ESCENA V
SOR DULCE NOMBRE y, después, ASUNCIÓN
SOR DULCE NOMBRE.- (Por la izquierda. Sale repasando
cuentas. Va hacia el escritorio, donde anota en un cua-
derno lo que va diciendo.) Mil de género de lana; tres-
cientas de carbón; setecientas de pan; cien de cera...,
jabón, lejía, garbanzos... ¡Es que yo me vuelvo loca con
las cuentas!... ¡Y gracias a Dios que se resolvió lo del
pan! ¡Luego dicen que no hay milagros!...
ASUNCIÓN.- (Por la derecha.) ¿Se puede?
SOR DULCE NOMBRE.- Adelante.
ASUNCIÓN.- Es una servidora, que vengo a decirla de par-
te de la madre que Bernarda y una servidora nos que-
daremos a velar con sus caridades; así que puede su
caridad ir a la capilla, si gusta, que una servidora ya ha
cenado y me quedaré aquí al cuidado por si llaman a
la puerta o suena el teléfono.
SOR DULCE NOMBRE.- Bueno, es orden superior y no hay
más remedio que callar y obedecer. La madre piensa
que hoy todos han de ser milagros.
ASUNCIÓN.- Se ha empeñado en que no ha de terminar el
día sin que Valentina aparezca, y tiene a todo el con-
vento puesto en oración y penitencia para que Dios
así lo permita.
SOR DULCE NOMBRE.- (Haciendo mutis.) ¡Dios lo quiera!
¡Dios lo quiera!
ASUNCION.- (Después de una pequeña pausa.) ¡Vaya que
puede ser! ¡Más difícil me parecía a mí lo del pan y,
sin embargo!...

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ESCENA VI
BERNARDA y ASUNCION.
(BERNARDA, apareciendo por la izquierda, después de oír
las últimas palabras de ASUNCIÓN.)
BERNARDA.- ¡Chica, qué hablas sola! ¿Estás de palique con
tu niño?
ASUNCIÓN.- No; hablaba de los milagros que Dios hace.
BERNARDA.- ¡Anda ésta! ¡¡Pero tú eres simple!!
ASUNCIÓN.- Bueno; pues de las cosas que no son milagro,
pero que lo parecen..., y de que Valentina quizá vuel-
va esta noche.
BERNARDA.- ¡Lo que es eso! Aunque te digo sinceramente
que en estos días es cuando mejor se pue venir a esta
casa, porque con el aquel de que pase una aquí estos
días de desenfreno y corrución, como los llaman, te
aseguro que todos son extraordinarios... (Relamiéndo-
se.) ¡Mira que estaban ricas las natillas! Pero (Rectifi-
cando) Valentina estará mejor.
ASUNCIÓN.- ¡Sabe Dios, porque sus propósitos eran deses-
perados!
BERNARDA.- (Se ha sentado cómodamente y remueve un
poco el brasero.) ¿Pues qué quería?
ASUNCIÓN.- Ya sabes la obsesión que tenía por ese hom-
bre... Ella es buena y quiere serlo; pero en viéndole
dice que no tiene voluntad...
BERNARDA.- Igual me pasaba a mí con Julio, aquel chi-
co aprendiz de chauffer..., y luego con Vitoriano, el
imprentista..., y más tarde con Jesús.
ASUNCIÓN.- ¡Mujer, acaba!
BERNARDA.- No me puedo acordar de nenguno, porque...
es que me eletrizo...

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ASUNCIÓN.- Bueno; pues hace unos días que vino una
chica nueva, y por donde que le conocía, principió a
contarle las majezas del hombre. Total, que Valentina
juró que donde lo vea lo mata, y para eso nada más
se ha escapado.
BERNARDA.- ¡No será tanto!... Siempre podrá más él, y como
se empeñe, la Valentina hará lo que él quiera. (Con sufi-
ciencia.) ¡Yo conozco a los hombres y a las mujeres!
ASUNCIÓN.- ¡Valentina es buena! Está amasada con barro
como el de aquella que estuvo aquí esta mañana.
Sólo una desgracia mayor puede perderla. (Al empe-
zar ASUNCIÓN este párrafo, se oyen en murmullo, a
lo lejos, las oraciones de las acogidas; BERNARDA y
ASUNCIÓN escuchan con recogimiento.) Desde aquí
podemos seguir la oración. (Se arrodilla ante la Virgen
y reza. BERNARDA permanece sentada, sin gran aten-
ción. Vuelve a oírse el rezo de las acogidas, que, cami-
no del dormitorio, repiten esta jaculatoria: “Creo en
Dios; espero en Dios; amo a Dios. ¡Señor, pequé; tened
piedad y misericordia de mí!”)
ASUNCIÓN.- (Repitiéndolo con gran fervor.) ¡Creo en Dios;
espero en Dios; amo a Dios! ¡Señor, pequé; tened pie-
dad y misericordia de mí!
BERNARDA.- (A su pesar emocionada y transigiendo.)
¡Señor, pequé; tened piedad y misericordia de mí! (Al
decir esto se arrodilla. Hay una pequeña pausa, duran-
te la cual ASUNCIÓN coloca las sillas y coge su labor de
punto, preparándose para la velada; BERNARDA saca
también un ganchillo con su puntilla empezada. Van
entrando las monjas. Todas por la izquierda menos
MADRE ESPERANZA, que llega por la derecha y por
esta misma puerta hace mutis. Si se desea pueden salir
algunas monjas más, que no hablan, pero no es nece-
sario. Las monjas que entran con SOR INÉS y algunas
otras que no hablan hacen mutis detrás de MADRE
ESPERANZA y por la misma puerta.)

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ESCENA VII
DICHAS, SOR DULCE NOMBRE, SOR INÉS, SOR
ÁGUEDA, MADRE ESPERANZA y MONJAS

SOR DULCE NOMBRE.- Santas y buenas noches.

MADRE ESPERANZA.- Alabada sea la Santísima Trinidad.

MONJAS.- Alabada sea.

MADRE ESPERANZA.- Ustedes quedan aquí (A SOR DULCE,


SOR INÉS, SOR ÁGUEDA, ASUNCIÓN y BERNARDA)
dos horas más por amor al prójimo; háganlo teniendo
presente la “Oración del Huerto”, y el sacrificio les será
grato y llevadero. Yo subo a mi celda, pero tampoco
duermo..., espero. Si esa pobre niña llega a nuestra puer-
ta y por no oír su llamada quedase en la calle, no me lo
perdonaría nunca. ¡El corazón me dice que vendrá!

SOR DULCE NOMBRE.- ¡Madre, al fin!

MADRE ESPERANZA.- No es mucho lo que han de aguardar,


pues ya vamos algo retrasadas, y si a las doce no ha veni-
do, descansaremos..., y hasta mañana. Buenas noches.

ASUNCIÓN.- Adiós, madre.

BERNARDA.- Buenas noches.

(Las religiosas besan su mano; primero sor DULCE, luego SOR


ÁGUEDA y SOR INÉS; las demás hacen mutis con la madre.)

ESCENA VIII
SOR DULCE NOMBRE, SOR ÁGUEDA,
SOR INÉS, ASUNCIÓN y BERNARDA.
(SOR DULCE NOMBRE se sienta en una silla, disponiéndo-
se a leer en su breviario, y alternando en la conversación.
SOR ÁGUEDA, del mismo modo, puede leer o rezar, igual
que sor INÉS, que saca su rosario de la faltriquera y se cae

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de sueño. ASUNCIÓN trabaja en su chaquetita y BERNAR-
DA en su ganchillo; estas dos sentadas en la tarima del bra-
sero. Quedarán colocadas en la siguiente forma: sor DUL-
CE NOMBRE, a la derecha, junto al escritorio; ASUNCIÓN
y BERNARDA, sobre la tarima del brasero, que estará en el
centro; un poco más distantes, a la izquierda, SOR ÁGUE-
DA y SOR INÉS.)
BERNARDA.- ¡Isch! ¡Qué fresquillo se siente! (Simulando
un escalofrío.)
SOR DULCE NOMBRE.- Arrimaros al brasero; acérquense
sus caridades... (SOR INÉS obliga a sor Dulce a que
se siente en una butaca en vez de la silla en que se ha
sentado.)
SOR INÉS.- ¿Atrancaron sus caridades la verja?
SOR DULCE NOMBRE.- ¿Quién piensa en eso, criatura?
Quedó entornada por orden expresa de la madre...
SOR ÁGUEDA.- Porque de este modo, si llegara Valentina,
con sólo empujar ya estaba en la huerta, y hasta aquí,
unos pasos...
SOR INÉS.- ¡Qué temeridad! ¿Y si alguien se apercibe y
entra?
SOR DULCE NOMBRE.- Quien manda, manda. No querrá
Dios que nada malo suceda. De otro modo, ¿cómo
habíamos de llegar hasta la verja con la noche oscu-
ra que hace? Así está mejor. El “Moruno” quedó atado
junto al portalón; ya ladrará si llega el caso...
BERNARDA.- (Se levanta a cerrar, por precaución, las made-
ras del ventanal.) ¡Huyuyui, qué miedo! ¡Qué escuro!
¡Como boca de lobo! ¡No luce ni una estrella!
ASUNCIÓN.- (Atraída por el miedo de BERNARDA, se acer-
ca a ella lentamente; apoyando la mano sobre el hom-
bro de ésta dice:) ¡Sí, parece noche de aparecidos!

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BERNARDA.- ¡¡Ay, qué miedo!! ¿Quién me toca?
SOR DULCE NOMBRE.- ¡Muchachas, que nos habéis asusta-
do! Si tenéis miedo rezad a las ánimas.
BERNARDA.- ¡En seguida, para que vengan antes! (Vuelven
las muchachas a sentarse.)
SOR ÁGUEDA.- Pero, mujer, tanto trabajo como te cuesta
creer cualquier verdad de nuestra fe y lo fácilmente
que das crédito a todo lo que sean patrañas.
BERNARDA.- ¿Es que sus caridades no creen en los apareci-
dos? (Gesto de incredulidad en las monjas.) ¿Ni en las
brujas tampoco?
SOR DULCE NOMBRE.- En los aparecidos..., sí; puede Dios
permitir que venga un alma del otro mundo...; pero
para fines muy altos..., no para tonterías; en cuanto a
las brujas, yo también creo..., las hay (Muestra de afir-
mación y complacencia en BERNARDA); pero de carne
y hueso..., como tú. (Todas ríen, menos BERNARDA.)
BERNARDA.- ¿Su caridad me llama bruja?
SOR DULCE NOMBRE.- No, no, hija, dispensa; quiero decir
que andan sueltas por el mundo..., y que..., quizá, qui-
zá, si ellas no fuesen tantas..., también vosotras seríais
menos... (BERNARDA se conforma con la explicación,
aunque no llega a comprenderla del todo. Pausa.)
SOR INÉS.- No puedo sustraerme al temor que parece envol-
verlo todo esta noche... Estoy nerviosa..., como si algo
extraordinario fuese a suceder...
BERNARDA.- Miren sus caridades (Con gran misterio) que
si entraran unos hombres en el jardín, empujaran la
ventana... y...
SOR INÉS.- ¡Calla, muchacha! (Asustada.)
BERNARDA.- Pues en un convento ya pasó una vez.

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ASUNCIÓN.- ¡Ah! ¿Sí?

BERNARDA.- Sí; yo lo tengo oído; que se disfrazaron de


mujer y llegaron diciendo que se querían quedar...

ASUNCIÓN.- ¡Qué horror!

BERNARDA.- (Excitando al miedo a medida que habla.)


Cuando ya estaban dentro amordazaron a la hermana
portera...; pero en eso, una chica que salía en aquel
instante por una galería los vio, dio voces, se alboro-
taron las demás, ¡¡llamaron a los guardias!!... y... nada;
no pasó nada... Dicen que querían robar.

ASUNCIÓN.- Habría más dinero que aquí.

BERNARDA.- ¡Ya lo creo!

SOR ÁGUEDA.- Aquí no hay cuidado de que vengan a robar.

SOR DULCE NOMBRE.- Me parece que no. Sería tiempo


perdido.

BERNARDA.- Es que tie que ver el convento que yo digo...


¡Hay unos salones!... Con muchos cristales en las
puertas. ¡Y unas palmeras!... y... mucho lujo, mucho
lujo... (Queriendo alargar los dientes a las demás.) ¡Y
luego mucha señorona que entra y sale!... ¡¡Y todas
van a dar!!

SOR DULCE NOMBRE.- (Resignada.) Las buenas almas no


dejan de favorecer las obras de Dios...

ASUNCIÓN.- Sí; pero si algún alma de esas se diera una


vueltecita por aquí de cuando en cuando...

SOR INÉS.- (A SOR DULCE NOMBRE.) Menos quebraderos


de cabeza tendría su caridad.

SOR DULCE NOMBRE.- Yo no me quejo. Todos somos


miembros de un mismo cuerpo. Útil, justa y necesa-

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ria es nuestra obra...; con visos de sublime altruismo
hasta para los que no creen en estas tocas, y sólo con
eso debemos darnos por bien pagadas... Vivimos con
trabajo y apuro, es cierto, pero sólo de lo nuestro: de
cuanto aquí se labora..., y salimos adelante con nues-
tro esfuerzo y la ayuda de Dios... (Pausa.)

BERNARDA.- ¡Ay! ¡Ladra el perro!

SOR INÉS.- ¡Ay! ¡Creo que oí pisadas!

ASUNCIÓN.- Así como si hubieran abierto la verja. (Se han


puesto de pie, asustadas.)

SOR ÁGUEDA.- (Dando ánimos.) Nada se oye.

SOR DULCE NOMBRE.- Vamos, no sean miedosas; yo tam-


bién estoy contagiada de vuestro temor. (Se levanta un
tanto intranquila y se pasea por el fondo, parándose de
cuando en cuando, como si escuchara.)

SOR ÁGUEDA.- Nunca ha sido su caridad muy valiente.

SOR DULCE NOMBRE.- No, nunca; confieso que pusiláni-


me y asustadiza; pero cuando hace falta saco fuerzas
de flaqueza...

SOR INÉS.- (Impaciente.) ¡Otra vez!

BERNARDA.- Sí; como si empujaran.

ASUNCIÓN.- ¡Ay, madre mía, qué miedo!

SOR DULCE NOMBRE.- (Calmándolas.) Vamos, basta; es


el miedo quien las hace oír lo que no existe... Rece-
mos... (Mira su reloj.) Poco falta para las doce... Muy
poco... 12
12
En CDV estas palabras, que tienen el objetivo de calmar a las monjas
y a las acogidas, las pronuncia Sor Águeda, mientras que aquí, al atribuirlas a
Sor Dulce Nombre, la autora quiere ya poner de relieve el valor que la religio-
sa está sacando, a pesar de acabar de admitir de no tener mucho coraje.

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BERNARDA.- Tres horas menos de sueño... ¡Pa lo que han
servido!

SOR INÉS.- (Cayéndose de sueño.) ¡Con lo que a mí me cues-


ta levantarme temprano! ¡Es lo más penoso para mí!

SOR ÁGUEDA.- ¡Y al fin no se comieron las natillas, her-


mana!

SOR INÉS.- ¡Les aprovechó a las chicas; sea todo para glo-
ria de Dios!

SOR DULCE NOMBRE.- (Dando la voz de alarma.) Ahora


sí me ha parecido... ¿No oyen?

SOR ÁGUEDA.- (Que ha ido junto a la ventana.) Sí; oigo pisar


apresuradamente; pero parece más de una persona...

ASUNCIÓN.- Sí; ya se oye más claro el andar.

SOR INÉS.- Más parece que corren...

VALENTINA.- (Se oye a lo lejos.) ¡Favor!... ¡Socorro!...


¡Madre!...

SOR ÁGUEDA.- (Muy decidida.) Yo iré.

SOR INÉS.- (Resuelta.) Antes yo, que soy la más joven...

BERNARDA.-
} ¡Qué espanto!
ASUNCIÓN.-

SOR DULCE NOMBRE.- (A las hermanas.) ¡Quietas aquí!


¿En tan poco me tienen? ¿Piensan que no sé cumplir
con los deberes que me impone esta cruz?

SOR INÉS.-
} ¡Hermana!
SOR ÁGUEDA.-

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SOR DULCE NOMBRE.- ¡Soy yo quien debe ir primero por
ser la más antigua en religión, por el cargo que ocupo
y porque debo dar ejemplo! Me acompañarán Bernar-
da y Asunción... ¡Vamos! (Al ir a salir suena un estri-
dente campanillazo que hace flaquear su ánimo; pero
amparándose en la cruz que pende de su cuello sale
decidida con BERNARDA y ASUNCIÓN, que apenas si
las deja andar el miedo.)

SOR ÁGUEDA.- ¡Virgen soberana!

SOR INÉS.- ¡Madre de Dios, ampáranos!

SOR ÁGUEDA.- Nada oigo.

VALENTINA.- (Se oye claramente su voz.) ¡Socorro! ¡Abran,


por caridad!

SOR INÉS.- ¡Es Valentina!

SOR ÁGUEDA.- ¡Valentina que pide socorro!

VOZ DE HOMBRE.- (Dentro.) ¡He dicho que no! ¡Conmi-


go! ¡¡Ven!!

SOR ÁGUEDA.- ¡Un hombre!

SOR INÉS.- ¡Habla un hombre!

VALENTINA.- ¡Suelta! ¡Déjame, canalla!

VOZ DE HOMBRE.- ¿No? ¡¡Pues toma!!

ASUNCIÓN.-

} (Dentro.) ¡Aaay! (Grito de horror.)


BERNARDA.-

VALENTINA.- ¡Hermanas!

SOR DULCE NOMBRE.- ¡Jesús bendito!

98

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SOR ÁGUEDA.- ¡El hombre ha huido; oigo correr por el
jardín!
SOR INÉS.- ¡Avisemos!...
SOR ÁGUEDA.- (Deteniéndola.) ¡Hermana, sólo a la madre!
(En este instante aparecen por el foro BERNARDA y
ASUNCIÓN, que sostienen a SOR DULCE, la cual viene
malherida... Más rezagada, VALENTINA, llena de terror
y angustia. Viene disfrazada de gitana y con muestras
de la lucha que ha sostenido con el hombre por el desali-
ño en que trae el traje, cabello y mantoncillo.)

ESCENA IX
LAS MISMAS y VALENTINA
SOR INÉS.- ¡Sor Dulce Nombre!
SOR ÁGUEDA.- ¡Hermana!
VALENTINA.- ¡Por mí!... ¡Por mí!...
SOR ÁGUEDA.- Pero, ¿está herida? ¿Dónde?
SOR INÉS.- ¡Ay, Dios mío! (Sale por la izquierda para avi-
sar a la madre.)
VALENTINA.- No sé. ¡Cuando esa canalla me iba a dar, Sor
Dulce se puso delante y recibió la puñalada!
ASUNCIÓN.- Creo que ha sido aquí. (Hacia el brazo. Miran
con horror, disimulándolo, al comprobar que la heri-
da es en el hombro. Entra BERNARDA con hilas, agua,
vendas, etc., etc.) 13
SOR DULCE NOMBRE.- ¡Ay! (Suspirando.)
13
La acotación en CDV no hace referencia a la reacción de horror de
las mujeres ni a la herida en el hombro y la tarea de traer hila y vendas la
tiene Sor Águeda, cuyo papel, como ya hemos visto, aquí queda un poco
reducido.

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VALENTINA.- (De rodillas, besando la mano de Sor Dulce.)
¡Perdón, perdón!

SOR DULCE NOMBRE.- ¡No alarmarse, no ha sido nada!


¡Más bien el susto! Valentina, hija mía, ¡¡estás aquí!!

VALENTINA.- ¡Perdón, fue por mi culpa!...

SOR DULCE NOMBRE.- ¡No es nada, cálmate!...

ESCENA X
Sale MADRE ESPERANZA con SOR INÉS

MADRE ESPERANZA.- ¡Hermana, mi buena hermana! ¡Y tú!


(Con alegría al ver a VALENTINA.)

VALENTINA.- ¡Perdón; más quisiera que me hubiera matado!

SOR DULCE NOMBRE.- No digas eso. Bien está lo que Dios


ha permitido. Quizá el pecado mortal manchaba tu
alma. La mía está pronta para dar cuentas a Dios.

MADRE ESPERANZA.- (Alzándola del suelo, donde está de


rodillas.) ¿Cómo ha podido ese hombre llegar has-
ta aquí?

VALENTINA.- (Muy excitada y con apasionamiento.) Fui a


buscarle para vengarme de su conducta... Lloró, supli-
có; él pudo más que mis agravios y fui dócil a sus
caprichos... Más tarde recapacité y quise huir; pero él
se opuso..., me llevó al baile... y, aprovechando yo un
descuido, ya arrepentida y convencida de su villanía,
huí para llegar aquí...; pero él me ha seguido y... ya
saben ustedes todo...

MADRE ESPERANZA.- ¡Estás salvada, hija! ¡Hermana, her-


mosa es su conducta! (Muy emocionada y con un gesto
a SOR INÉS.) ¡¡Pronto!! El doctor. Los sacramentos.

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SOR DULCE NOMBRE.- Era mi deber ampararla; sólo hice
lo que debía. (Ya muy débil mientras MADRE ESPE-
RANZA le da a besar la cruz de su rosario.)
ASUNCIÓN.- (Yendo junto a BERNARDA, que no sale de
su estupor.) ¿Qué te parecen, chica, las hermanitas?...
¿Qué piensas, que estás embobada?...
BERNARDA.- Na, que yo no pienso en na..., porque con
estas cosas ¡es que no sé qué pensar!...
ASUNCIÓN.- Algo dirás.
BERNARDA.- Sí; te afirmo que yo me hallaré sin fuerzas pa
luchar con el mundo, demonio y carne; pero donde
yo vaya no hay quien se atreva a decirme mal de esta
casa..., porque no se lo consiento... ¡¡ni al ácrata!!
MADRE ESPERANZA.- ¿Y qué importa a nuestra fe el jui-
cio de algunas gentes? Lo que somos, somos, y aquí
no hay más que una verdad a defender: vuestras vidas
desamparadas, por las que nadie previno, y algo que
los más ya no conocen, porque vive disfrazado: el
ideal. Eso que nosotras, aunque pobres mujeres al
fin, supimos colocar bajo los ángeles y sobre los hom-
bres... Entre la Cruz y el Diablo... (Se oye lejano el toque
sagrado de la campanilla anunciando la llegada del
Santo Viático, mientras cae el

T E L Ó N 14

14
La intervención final de Madre Esperanza, con función de cierre y
de moraleja, no está presente en CDV, que termina con las palabras de
Bernarda. Lo que dice la religiosa explica finalmente el título de la pieza.
Además, la referencia al Santo Viático deja claro que Sor Dulce Nombre
ha muerto, sacrificándose por el ideal del que Madre Esperanza acaba de
hablar. En CDV, en cambio, al lector se le hace entender que Sor Dulce
Nombre se va a salvar, restándole tragicidad y dramaticidad, ya sea a su
gesto, ya sea a la pieza.

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Al margen de la ciudad

comedia en tres tiempos


original

de
HALMA ANGÉLICO

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02 Al margen.indd 104 11/12/07 22:31:08
PERSONAJES

ELENA, treinta y tres años.


ALIDRA, dieciséis o diecisiete años.
LA VIEJA GUADA, sesenta y cinco o setenta años.
LEONCIO GOYENA, treinta y seis años.
TOMÁS GOYENA, marido de Elena, treinta y ocho años.
CRISTINO GOYENA, treinta y cuatro años.
JESÚS GOYENA, veintiocho años
MARIO GOYENA, catorce o quince años.
LEÓN PÉREZ, veinte años.
OJO DE ESPARTO, sesenta.

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PRIMER TIEMPO

La acción en una fábrica, al borde de un camino. La vivien-


da sobre las naves. Es de noche al levantarse el telón. Las diez
o las once. Fuera no hay más luz que la del tenue brillar de
las estrellas y la que rebasa de la vivienda en la parte alta del
edificio que, como se verá, ha de ser absolutamente practica-
ble, por desenvolverse allí la acción. El reflejo de la casa lle-
ga hasta la mitad de la carretera, y esta luz únicamente es
la que da tonalidad a la parte baja de la escena. Queda este
volumen escenográfico, digámoslo así, en primero, segundo
y hasta tercer término del escenario si fuera posible. Se alza-
rá el lugar practicable, o sea la vivienda, cuanto pueda dar
lugar a la percepción clara para el espectador de los talleres.
A través de sus ventanales se divisan las poleas y cuanto pue-
da influir a la mayor comprensión del lugar donde nos halla-
mos. Todo el edificio estará rodeado por una verja, menos en
primer término. Esta verja hace curva por la parte de detrás,
por donde se supone sigue la carretera. Rodea también la edi-
ficación sobre los ventanales del taller una especie de galería
practicable o voladizo, donde convergen puertas de salida a
modo de balcones corridos. La casa formará, pues, esquina.
Tuerce la carretera por sitio conveniente, dando la sensación
de 1 lejanías en bifurcaciones de caminos distintos.
La habitación de la vivienda ha de ser amplia y divisarse en
ella perfectamente la acción. Es rectangular y confortable-
mente amueblada. Aún quedan sobre la mesa los relieves de
la cena. Se oyen las notas de un gramófono, que hace parar
Elena, para dar oídos a la radio, que ha dejado de anunciar.
Elena va de un lado al otro sirviendo y atendiendo a su gen-
te. La vieja Guada recoge platos y demás servicio, entrando
y saliendo. Camina silenciosa, arrastrando con torpeza sus
pies cansados. Es leve en el pisar, como si temiera ser moles-
ta con el ademán. Elena, solícita, a éste enciende el cigarro,
al otro sirve más licor de una clase u otra, para aquél llena
la taza de café o pone más azúcar; alarga a éste o al otro la
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En ambos ejemplares consultados hay un espacio en blanco.

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revista, el periódico, etc. Al más niño, un poco soñoliento, le
acaricia la frente, acondicionándolo unos instantes en que
se sienta, sobre su hombro. Fuman unos, beben otros. Cris-
tino intenta dibujar a lápiz sobre un papel las facciones de
Elena. Cada personaje, colocado según la acción y del modo
más conveniente.

CRISTINO.- (A ELENA.) Mira, si no paras, lo dejo. Es impo-


sible hacer nada ni medio regular de esta manera. Si
pudieras posar formalmente un rato y estarte quieta,
yo conseguiría algo.

JESÚS.- (Que escribe en unas cuartillas.) Como que entre


las vueltas que da ésta y el “charlador” de la radio,
¡cualquiera se inspira!

TOMÁS.- A mí no me estorba ninguno de los dos para sacar


mis cuentas. Si os ocupaseis en algo más fundamental
que el arte, ya lograríais abstraeros de cuanto os rodea.
¡Cualquiera me distrae a mí de lo mío! Ni músicas, ni
danzantes, ni poetas... (Mirando a JESÚS.)

JESÚS.- Siempre fuiste positivista. No has nacido para


soñar.

LEONCIO.- ¿Ni con coñac tampoco? Sírveme a mí, Elena.


Échame un poco más de ese veneno ¡a ver si reviento!

CRISTINO.- Tampoco Leoncio fue nunca un idealista. (Ríen.)

LEONCIO.- Como que eso se queda para los tontos. (ELENA


se le acerca con la botella de ajenjo. Mientras escancia,
LEONCIO mira la mano de ella con insistencia, como
huyendo de levantar la vista hacia su rostro. Disimula-
damente coge la punta de uno de sus dedos y lo aprie-
ta con fuerza, como si se lo oprimiera entre los dientes.
ELENA hace esfuerzos por contener un grito de dolor
y disimular la acción de su cuñado, llena de temo-
res. LEONCIO se ensaña más por este disimulo. A ella,
por lo bajo.) ¡Caaalla! ¡No te quejes! En ti destrozaría a

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todas las mujeres. (ELENA ríe y llora a un tiempo por el
dolor de la presión y lucha por que nada se le note.)

MARIO.- (Apercibiéndose.) ¿Qué tienes, Elena? ¿Te ha hecho


daño ese bruto? ¿Te has pinchado...? Creí que te que-
jabas...

ELENA.- No, nada. Es tan brusco tu hermano que por poco


vierte y rompe el vaso. Eso fue.

LEONCIO.- ¡El vaso!, ¡vaya vaso! Un dedal. A mí sírveme en


copas que se vean... Y tú (Volviéndose al pequeño), a
leer los cuentos de Calleja en vez de leer los periódi-
cos. No te mezcles con los mayores; si estuvieras ya
acostado...

MARIO.- ¡Valientes noticias traen los periódicos! Dan ganas


de tirarlos...

JESÚS.- Es cierto. Por lo menos, amenidad no traen ninguna.


Todo son odios entre los hombres de un modo o de
otro. Por eso yo no los leo; prefiero un buen libro... se
le estraga a uno el buen gusto con ciertas cosas.

LEONCIO.- Entonces, ¿cómo te enteras de lo que pasa por


el mundo?

JESÚS.- Para lo que pasa, prefiero mis sueños y no saber-


lo. Desengáñate, se vive mejor aislado de esa Babel, a
solas con nosotros mismos para darnos cuenta de que
existimos y descubriendo día por día el complejo de
nuestro mundo interior, más lleno de sorpresas magní-
ficas o curiosas que lo ajeno, más difícil de domar en
sus pasiones que todo un alarde colectivo...

TOMÁS.- Sí; para los contemplativos como tú, no digo que


eso no sea bueno y entretenido. Para los ensimisma-
dos y ¡viva la Virgen!, en su ideal, con el que no come-
rían nunca si nosotros, los más prácticos y menos sen-
sibles, los que estamos al tanto del mundo económico

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y financiero, no acudiésemos al remedio con nuestro
prosaico y rudo entender.

LEONCIO.- Pues yo no quiero saber nada ni de los otros ni


de mí. Desprecio a la Humanidad, y me despreciaría
a mí mismo si no amase tanto darle gusto a mi cuer-
po. La Humanidad es siempre la misma, y lo seguirá
siendo, por mucho que se empeñen en arreglarla unos
cuantos ilusos. Se compone de un conjunto de egoís-
tas, en que gana el que lo es más.

JESÚS.- Es curioso, sin embargo, estudiar esa Humanidad


árida, pero llena de posibilidades frustradas. Sobre
todo, estudiarla en sus individuos mejor que en los
libros. Por eso los periódicos sólo son agradables
para que nos cuenten las noticias que vienen en ellos
los amigos.

CRISTINO.- Nada se debe despreciar, sin embargo, y en


arte, como en ciencia, todo es aprovechable. Debe
interesar leer los periódicos diariamente, y más aún
estudiar en los libros. Pero interesa sobre todo estu-
diar y observar en las criaturas mismas, como Jesús
opina y también yo. Lo que ocurre es que nosotros
estamos cansados de tanto trabajar durante el día,
y cuando llega la noche o tenemos una tregua para
esparcimiento, las arideces o mordaces intenciones
de un diario que defiende tales o cuales ideologías
no nos interesan.

LEONCIO.- Además, tan al margen de todo lo que no sea


nuestros mismos vivimos, que para nada creemos ya
en las verdades que nos dictan otros. ¡Tenemos las
nuestras!

TOMÁS.- Y si no, que se lo pregunten también a esos hom-


bres que, como nosotros, sudan abajo. Buen comer,
buen dormir y buen holgar, en no faltando el trabajo.
Por eso vuelvo a decir que todo consiste en que éste
no falte, y ¡si no fuera por nosotros los “prácticos”...!

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LEONCIO.- También en parte estoy conforme con Tomás.
Fuera de nuestro mundo, el de los demás no debe
importarnos. Aquí mismo tenemos a nuestro alrededor
materia para todo. Para dramas y cuentos, para hallar
colores maravillosos y llevarlos al lienzo de Cristino y
para arreglar a nuestro antojo la cuestión social. Algún
obrero descontento no ha de faltar.

TOMÁS.- Procuro que no los haya, y por eso empiezo por


compartir con ellos mi sudor.

LEONCIO.- Es algo “compartir”, pero no es todo. Claro que


de ahí acaso venga lo demás.

TOMÁS.- Yo estoy orgulloso de conocer a mis hombres, y


soy el primero en darles como merecen.

LEONCIO.- Eres listo y sabes adelantarte “a dar” antes de


que se te exija. Teoría de gran patrono.

CRISTINO.- Aquí hay de todo, como Leoncio dice. Sólo a


mí me faltaría modelo para trazar los cuadros gloriosos
que mi fantasía crea en el cerebro... Sin forma no me
puedo inspirar.

JESÚS.- Todo es cuestión de buena voluntad. Además, es


preciso que te incorpores al momento. “La forma” ha
sido desechada por un conclave de impotencias, y ya,
para pintar, sólo se precisan divagaciones del pincel.
Prueba a pintarrajear abstracciones y verás...

LEONCIO.- (Saliendo al balcón.) ¡Hace un bochorno que


asfixia...! ¡Cuántas estrellas y qué grandes!... Parecen
crecer de un día a otro... Allí, a lo lejos, semeja echar
chispas el monte... Algo de música ahora no vendría
mal para poetizar a gusto de Jesús... (Se levanta ELENA
y va a complacerle.)

CRISTINO.- Descansa, Elena; te agobio con mi tenacidad.


Los artistas tenemos egoísmos inaguantables.

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ELENA.- Más lo son otros. (Con intención.) El arte lo merece
todo. (Pasa ELENA cerca del balcón, pero sin atrever-
se a salir cuando ve que está fuera LEONCIO. Alcanza
la americana y se la da.) Toma, no vayas a enfriarte.
Échatela sobre los hombros.
LEONCIO.- ¡No me dejarás en paz con tus cuidados...! (Des-
de fuera, y como entre dientes, con rencor y gozo a un
tiempo.) ¡Condenada mujer!...
TOMÁS.- Sólo nos faltaba que cayéramos algunos enfermos,
ahora que la cosa marcha para nosotros cuando a otros
les va tan mal...
JESÚS.- No te podrás quejar. El último pedido ha sido de
importancia.
TOMÁS.- Sí, mientras lo realicemos en paz. Los hombres
abajo parecen contentos.
CRISTINO.- No se les escatima nada, y ven que nosotros
arrimamos el hombro.
TOMÁS.- Somos cinco patronos a trabajar.
JESÚS.- No, un jefe, que eres tú, y los demás todos obreros.
Ninguno de los cuatro creímos nunca ser capaces para
más que para dejarnos guiar por nuestras aficiones y
un dulce vaguear divagando y a capricho por cuenta
de lo nuestro.
CRISTINO.- Nos llamaste cuando errábamos desperdiga-
dos, y aquí estuvimos para ayudarte. Yo dejé mis lien-
zos y mis exposiciones llenas de optimismo en espera
del triunfo. Éste (Por JESÚS), sus versos y sus escritos.
Leoncio, su inconsciente vagar y sus aventuras...
MARIO.- Yo dejé también mis juegos y mis aficiones de atleta.
CRISTINO.- Esto es más práctico, como dice Tomás; te con-
vertirás en un hombrecito. Ya eres un pinche excelen-
te para el taller.

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TOMÁS.- Esta semana no hemos salido mal. Si se consigue
un aumento de producción sin nuevas cargas de jor-
nal, habremos aumentado la ganancia en un diez o
quince por ciento... Es necesario, pues, que rindamos
el mayor esfuerzo de nuestra parte. Nada tiene mayor
interés en la vida que producir y ganar; lo demás es
secundario. Convenceros. Unidos nosotros como has-
ta aquí desde que llegasteis, suprimimos muchas car-
gas que beneficiaban a otros con merme de nuestras
ganancias. Que nada nos desuna, y veremos cómo
nuestra fortuna aumenta en menos de seis años, repo-
niéndonos en parte de lo que en otros hemos dejado
de ganar. No cabe duda de que, vista desde estos pun-
tos, la familia es una gran cosa.

LEONCIO.- ¿Aún unos años más en este páramo?... ¡No sé si


podré resistirlos!

TOMÁS.- No se está del todo mal...

JESÚS.- (A TOMÁS.) Para ti no supone sacrificio. Tú, con


saciar tus ambiciones de ganancia, ya lo tienes todo.
No aspiras a más, ni lo necesitas... Éstos y yo... Sobre
todo Cristino y menda...

CRISTINO.- Es cierto... ¿”Unos años más” has dicho?...

TOMÁS.- ¿Qué sacrificáis vosotros, vicios?

LEONCIO.- ¡La libertad!

JESÚS.- ¡La gloria, acaso!

TOMÁS.- ¡Nada de eso vale gran cosa!

JESÚS.- ¡No dar expansión a nuestras aspiraciones de arte


es todo...!

TOMÁS.- Más provechoso os será lo poco que aquí hagáis


que cuanto desperdiciasteis en la vorágine de la ciu-
dad... ¿Acaso echáis de menos vuestros viajes?

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CRISTINO.- No, es ese hasta cierto punto, un “snobismo”
que nunca me convenció.
TOMÁS.- Muchos lo suponen, y suele ser marchamo para
dar patente de artista en muchos casos.
CRISTINO.- Pues yo conozco mucho cretino que viene
y va.
JESÚS.- Mirar bien a nuestro alrededor es lo que hace fal-
ta, y saber mirar hondo sobre todo. Así aprenderemos
profundamente lo que acaso fuera sólo recogeríamos
prendido con alfileres a flor de piel. En todas partes y
en todos los seres, por vulgares e insignificantes que
parezcan las vidas y los ambientes, hay un motivo, una
causa, que nos puede exaltar hasta la gloria creadora...
¡Saber mirar! ¡Saber mirar hace falta...!
CRISTINO.- Habló el poeta.
ELENA.- Tiene razón Jesús. ¡Cuántas veces la poesía, la tra-
gedia y el arte en general en todas sus manifestaciones
pasan por nuestro lado, se asoman a él, en la forma
más sencilla o más excelsa, y no sabemos reconocerlo
ni interpretarlo!... Hay que ser artista para ello. Y sólo
un artista sabe recoger lo que las vidas se van dejan-
do... Yo lo ignoro todo, pero todo lo siento en mí...
TOMÁS.- ¿También quieres saber tú de eso?... Bien dicen
que “quien con cojo anda...” y que “un loco...” Cuanto
más, siendo varios... estaremos contagiados pronto...
ELENA.- No es malo eso. Gracias a Jesús y Cristino, el uno
con sus pinceles y el otro con sus fantasías, llega a
nosotros de cuando en cuando una ráfaga de espiritua-
lidad, que a ratos es como un suave baño de nostalgias
románticas, un sedante y un refuerzo para la voluntad
en el trajín prosaico de cada día...
TOMÁS.- ¡No lo dije!... Y a Leoncio ¿qué papel le adjudi-
cas?... (ELENA se turba un poco.)

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LEONCIO.- (Rápido.) Yo me sitúo siempre en espectador...
TOMÁS.- Claro; es lo más cómodo y entretenido...
LEONCIO.- No me has dejado concluir... Iba a añadir: o en
protagonista.
TOMÁS.- Eso siempre es expuesto... Las audacias sólo me
gustan si no cuestan dinero y de un modo u otro hay
probabilidades de ganancia...
LEONCIO.- ¡Es un gran romántico nuestro hermano Tomás!...
(Ríen todos.)
MARIO.- Lo que sois todos es unos grandes egoístas, como
buenos Goyenas, que ya lleva de ello fama la familia.
Nos “viene de casta”, como dice el vulgo...
TOMÁS.- Yo no creo en atavismos de herencia.
CRISTINO.- (Al niño.) ¿Por qué dices eso?
MARIO.- Porque aquí todos os ocupáis de vosotros, de
vuestro aburrimiento o de vuestra conveniencia. A Ele-
na, sin embargo, nada la concedéis, cuando debiéra-
mos ser todos a alegrarla, porque ella es todo para
nosotros: madre, hermana, mujer y amiga... Todo lo
pone... ¿Qué sería del arte y las aficiones de Cristino
Goyena, el futuro glorioso pintor, si Elena no cuidase
de sus pinceles, todo se lo proporcionara y hasta adop-
tase posturas obedientes cuando para modelo le hace
falta?... ¿Qué sería del no menos glorioso en el futu-
ro Jesús Goyena, de Tomás ídem, de Leoncio “ainda
mais” y de menda, si nuestra Elena, con su “ubicuidad”
(A JESÚS, con ironía.), ¿se dice así, maestro?, “ubicui-
dad imponderable”, no estuviera en todas partes: en
la ciudad, al tanto del último libro que se publica para
ponerlo en vuestras manos tan pronto lo deseáis; del
último tango que se canta, antes de que penséis escu-
charlo, de la última noticia que se comenta, del plato
favorito que se paladea o de la golosina que a todos

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nos agrada?... ¡Yo te haré justicia, Elena Excelsa, yo, el
último Goyena, que, como tal y por haber llegado tar-
de, alcanzo a muy poco en el egoísmo que me legaron
mis antecesores!...

JESÚS.- ¡Bravo, discípulo! Has estado muy bien...

CRISTINO.- Y además, en lo cierto y justo. Elena, por con-


tentarnos a todos, hasta inventa distracciones que nos
hagan la vida monótona soportable...

LEONCIO.- Sí, dejando, ¡por supuesto!, la más grata parte


que ella puede otorgar, para su marido. Para Tomás, el
ultraegoísta de los Goyenas, como diría Mario, y el más
afortunado siempre por rara coincidencia... Por eso él
no se queja. ¡Bien se puede vivir así en este desierto y
quedarse tan tranquilo viendo cómo desazona el tedio
a los demás!...

ELENA.- (Entre ingenua y temerosa.) ¿Qué os falta a voso-


tros?...

LEONCIO.- ¿Y lo preguntas?... Una mujer: lo mejor que da la


vida para el hombre.

CRISTINO.- No puedes prescindir de tu materialismo sen-


sual...

TOMÁS.- (Mordaz.) Acaso Leoncio tenga razón...

JESÚS.- (Tratando de dulcificar los tonos.) Sí, tal vez. Todos


echamos de menos lo mismo, pero todos nos aguan-
tamos igual...

LEONCIO.- (Sarcástico.) Tú la necesitarías para tu inspira-


ción de poeta; Cristino, para la suya de pintor... Yo,
para algo más práctico..., como Tomás diría.

CRISTINO.- (Un poco picado en su amor propio.) Para mode-


lo y para lo demás. ¿No pretenderás achicarnos a todos
en ese terreno?...

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JESÚS.- Leoncio se crece como un gallito de pelea entre los
hombres. Se piensa ser el más sultán... ¡Eso habría que
verlo!...
LEONCIO.- Puedo demostrarlo aquí y en todas partes. Soy
el más hombre de todos los Goyenas nacidos y por
nacer...
JESÚS.- Porque necesitas más de “ellas”... No porque las
estimes mejor será.
LEONCIO.- Las estimo como merecen, que es como hay que
estimarlas. No las doy más de lo que valen, ni las endio-
so, como vosotros pretendéis con vuestro arte, que sólo
sirve para crearlas un mundo falso. Para mí, son el com-
plemento de nosotros, no otra cosa aparte. Por eso aquí
estoy más solo que ninguno. Con el arte tenéis vosotros
bastante. Es vuestra válvula de escape... Yo, en cambio,
me asfixio sin el amor..., o como queráis llamarle. Soy
el más aburrido, el más sacrificado y digno de compa-
sión en esta vida asceta, de ascetismo forzado. Fuera
de las horas de trabajo, nada me alivia ni me estimula
en él. Como vosotros, tal vez se pueda vivir aquí; como
Tomás, ¡no digamos! Como yo, no. Ya os lo digo.
TOMÁS.- ¿Y por qué tú no te casas?... Tendrías mujer co-
mo yo.
MARIO.- Sí, como él: que te tuviera lista la ropa, te pusiese
bien condimentado el “coci”, te ayudase a sacar cuen-
tas y a economizar...
ELENA.- (Azorada.) ¡Calla, Mario!
MARIO.- Pues para eso sólo te tiene. Nunca le veo besarte ni
tener contigo un galanteo de enamorado...
CRISTINO.- (Riendo.) ¡Pues nos ha salido un “terrible niño”!...
GUADA.- (Que habrá entrado en escena en este momento.)
De los que dicen las verdades.

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LEONCIO.- Nunca he pensado en casarme. No sirvo para
estar encadenado a “una sola”.
JESÚS.- Entonces no te quejes. Lo tienes merecido todo por
mariposón...
LEONCIO.- Y vosotros sois unos hipócritas, porque todos
pensáis lo mismo y no lo decís. Ésa es la diferencia.
TOMÁS.- No juzgues por ti. ¿Tú qué sabes?
LEONCIO.- Más que tú...
ELENA.- (Impaciente.) Dejad esa cuestión. No parece sino
que discutís para acabar mal por cosa tan tonta. Sólo
de Mario consigo que esté contento sin echar nada de
menos... ¿Verdad?... (Cariñosa hacia él.)
LEONCIO.- Como que es un niño.
MARIO.- Cuando tú eras como yo, ya tenías aventuras. Gua-
da me las cuenta muchas veces.
LEONCIO.- Pues no son para contadas a oídos inocentes,
chaval. Yo he sido en ciertos aspectos un niño precoz.
En eso se entretendrá la vieja.
GUADA.- No meterse conmigo, que yo sólo cuento al niño
algo para que le sirva de ejemplo...
CRISTINO.- Pues vaya un ejemplo de edificación... ¡Cho-
cheas ya, Guada!
GUADA.- ¡Chocheo, pero aún observo!... Y para trabajar “en
lo mío” valgo como las buenas mozas, y aun mejor,
porque no tengo otras cosas en la cabeza...
ELENA.- Es cierto. Que ellas no quieren estar aquí. Protestan
también de lo aburrido que es este desierto, y ni con
buena soldada se las logra detener.
GUADA.- ¡A ver! Tienen querencia a la ciudad.

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TOMÁS.- Aunque allí fuesen parias, la prefieren.
GUADA.- Ni hace falta que se queden. Menos testigos de vista
y una boca menos a mantener. Yo me basto y me sobro
para ayudar a Elena, mi señora, y a todos los que os he
visto nacer. Como aquel que dice, os crié a todos...
CRISTINO.- En sequía.
GUADA.- O en humedad... El que no lo fue a mis pechos, lo
fue a mis manos... Por eso os conozco bien...
ELENA.- Y a mí también casi me criaste.
GUADA.- También. Cuando te quedaste huérfana y la madre
de éstos me mandó a casa de tu padre, que era un ben-
dito, en gloria esté.
CRISTINO.- Por eso, Elena y yo tenemos algo de verdaderos
hermanos... ¿No es cierto, Guada?...
GUADA.- Sí, tenéis más que los otros... Más que alguno...
Más que todos...
LEONCIO.- (Impaciente.) ¡Dejad estar ya los parentescos,
por sutiles que sean!... ¡Qué lata, siempre las mismas
monsergas! La familia, el hogar... Siempre venimos a lo
mismo en estas sobremesas inaguantables. Todo muy
casto y patriarcal, pero muy aburrido.
GUADA.- Siempre fuiste tú igual: el más difícil de acallar
como una cosa se te metiera aquí... (Entre ceja y ceja.)
¡Si os conoceré! (Mutis.)
ELENA.- Tú te aburres con todo...
LEONCIO.- Con todo ya. (Él, en el balcón. Pausa.)
ELENA.- Mario se duerme.
LEONCIO.- Sobre tu hombro. No desmiente tampoco mi
casta. Sabe adónde arrimarse el niño... (ELENA estará

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colocada en forma que haya podido sostener el diálogo
con los de dentro y con el de fuera.)
ELENA.- Siempre miras y piensas con los sentidos.
LEONCIO.- ¡Qué estupidez! ¿Con qué voy a mirar?... (Pausa.)
TOMÁS.- (Bostezando.) También yo me voy a la cama. Maña-
na hay que apretar: principia la nueva faena. (Van
todos recogiendo sus cosas e iniciando el mutis. Mar-
ca la radio su “última hora”.) Cierra, cierra ya. No nos
interesa. Lo conocemos. Disturbios, enconos, revan-
chas, algo que lamentar y augurios que nos inquieta-
rían un buen dormir... No queremos saber nada. Vivi-
mos mejor al margen de la ciudad. Trabajo, ganancia
y descansar. Hasta mañana. (ELENA separa de su hom-
bro la cabeza del muchacho soñoliento, dejándola
blandamente sobre el almohadón de la butaca, para
seguir a su marido, hasta que GUADA vuelve, y despa-
bilando un poco al niño, se lo lleva.)
JESÚS.- ¡Vaya! Nuestro prosaico hermanito ha terminado
hoy su jornada.
CRISTINO.- (Condesciente.) Jornada de trabajo que al fin
resulta en bien de todos. Debemos agradecérselo.
Mientras nosotros dilapidábamos casi todo lo hereda-
do, él supo y quiso acrecentar lo que le dieron.
LEONCIO.- Pues yo, por mi parte, nada le agradezco. Pre-
feriría correr una aventura amorosa en una noche tan
bella como ésta, que acrecentar mi caudal mañana con
unas pesetas más...
CRISTINO.- ¡Siempre has sido un loco de atar!...
JESÚS.- Una bala perdida...
LEONCIO.- Pero que siempre da en el blanco. No, como tú,
un tonto sentimental (A JESÚS.), ni como tú (A CRIS-
TINO.), un “quijote” apaleado... ¡Nunca sabréis vivir si
no tenéis un poco de cinismo!...

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JESÚS.- Aquí no hace falta; eso, en la ciudad, entre las gen-
tes, no digo que no.
LEONCIO.- Aquí..., aquí..., en soledad, acaso necesita más
el hombre que nunca de sus buenas y de sus malas
mañas...
CRISTINO.- ¡Siempre te quejas, y nada nos falta!
LEONCIO.- Ya he dicho que a vosotros será; a mí, todo.
Porque me falta lo principal para la vida de un hom-
bre: me falta una mujer. Soy franco, y no ando con
eufemismos, lo confieso. No hago como vosotros, que
lo desearíais tanto o más que yo, y con hipocresías
queréis disimularlo. ¡No hay quien aguante unos años
como el que llevamos pasando!
CRISTINO.- ¿A pesar de alguna que otra escapada a la ciu-
dad como las tuyas, las mías y las de éste?...
LEONCIO.- Eso es como avivar una llama con un lejano
soplo. No sirve tampoco para aquietar mis ansias...
¡ni las vuestras!, aunque otra cosa digáis. Disfrazadlo
como os parezca.
JESÚS.- Pues, chico, hay un remedio. Vete, cásate y vuelve...
LEONCIO.- Si eso se pudiera hacer aquí por temporada, no
esperaba el consejo. Pero atarme “per secula seculo-
rum”, según principios arcaicos de familia y de lugar...
CRISTINO.- Callad, no venga Elena...
LEONCIO.- (Con ironía.) Elena...
JESÚS.- ¿También tendrás queja de ella?... Con los equili-
brios que hace por que nada nos falte...
CRISTINO.- Y por que el tiempo se nos haga agradable...
LEONCIO.- Pues no lo consigue, porque nada hay más abu-
rrido que una mujer virtuosa. ¡Es apestante!...

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CRISTINO.- (Mirándole.) Otra cosa piensas de Elena.
LEONCIO.- (Tratando de disculparse.) Elena sabe ser her-
mana, madre para nosotros, si llega el caso; una buena
amiga tal vez... (Exaltándose.) Sólo para Tomás puede
ser todo eso y “una mujer”... (Entra ELENA.) El filóso-
fo Hebbel lo dijo: “En el infierno de la vida sólo entra
la alta nobleza del género humano; los demás se que-
dan a la puerta calentándose.” Y con muchas ganas de
entrar, ¡por supuesto! Éste es ahora nuestro papel; pero
yo quiero ser de los primeros.
CRISTINO.- (Que habrá recogido ya sus menesteres.) ¡Qué
cosas se te ocurren! ¿No venís?
JESÚS.- Yo, sí...
LEONCIO.- Yo, no. Me quedo un rato más. No tengo sue-
ño todavía...
JESÚS.- Hasta mañana, pues...
CRISTINO.- Hasta mañana. (ELENA los despide yendo hacia
la puerta. Pausa.)
ELENA.- (Volviendo hasta LEONCIO, dice, sin aproximárse-
le demasiado.) Mejor sería que te acostaras tú también.
Habéis de madrugar.
LEONCIO.- ¿He de acostarme porque tú lo digas?
ELENA.- No, porque lo dijo tu hermano.
LEONCIO.- ¡Mi hermano!... ¡Valiente egoísta!
ELENA.- (Cortando la discusión.) Por mí..., si no quieres, no
te acuestes...
LEONCIO.- (Con ánimo de no interrumpirla.) ¡Ah! ¿Te pare-
ce bien que no me acueste?
ELENA.- (Encogiéndose de hombros con indiferencia.) ¡Psch!

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LEONCIO.- Haré todo lo contrario de lo que te guste.
ELENA.- Peor para ti.
LEONCIO.- (Atisbando hacia dentro de la habitación.) ¿Ya
se han ido?
ELENA.- (Aproximándose.) Ya.
LEONCIO.- ¿También la vieja?
ELENA.- También. ¿Qué esperas tú?
LEONCIO.- (Cambiando de tono.) Quiero quedarme un rato
solo contigo. ¡Solo, junto a una mujer... después de
pasar tantas horas entre hombres...! (ELENA se aproxi-
ma pausadamente. Él parece aspirar junto a ella.)
ELENA.- (Como arrepentida de haber condescendido.) Leon-
cio, no puede ser. (Apartándolo.)
LEONCIO.- ¿Por qué? Por ti sólo, que eres una hipócrita
como los otros... ¿Por qué te quedabas antes sin mali-
cia, di? ¿Y por qué estuviste tantas veces junto a mí en
la niñez?...
ELENA.- Tú eras también de otro modo... Yo no sabía, Leon-
cio... A tu vuelta no sospeché que aún había en ti
recuerdos... recuerdos inocentes de nuestra infancia,
sin más trascendencia que eso: el recuerdo... De haber
sabido, de haberlo sospechado, yo no habría contri-
buido a que volvieras, ya una vez que te fuiste... Pero
ahora... ahora es distinto.
LEONCIO.- ¿Ahora... qué hay? ¿Te pido yo algo? ¿Te he dicho
una palabra del pasado? (Cogiéndola con fuerza una
mano.) ¡Ah, hipócrita... hipócrita!...
ELENA.- ¡Calla, calla y suelta!
LEONCIO.- (Sin dejarla.) Si lo sé. Te aburres tanto como
yo. Estás más desesperada tú entre tantos hombres,

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los de arriba y los de abajo, todos mirándote siempre
con ojos de deseo, que yo, sin ninguna otra mujer aquí
más que tú a quien amar. Tú, que sólo eres capaz de
dar la forma, y el esperpento ese de Guada, que ya ni
la forma tiene, porque el tiempo se la ha borrado. ¿A
que sí acierto? ¡Te aburres, te aburres, a pesar de tan-
ta virtud y de tu marido, y temes de todos y por todos
los que te rodeamos!... ¿No es cierto?... Nos conoces,
nos presientes, como en el desierto a la fiera las pisa-
das del hombre...

ELENA.- ¿No callarás?...

LEONCIO.- Temes de ellos y temes de mí, por ti. Hay pen-


samientos que no se contienen ni en tu cerebro de
mujer ni en el mío. Y eso es lo que Tomás no ha pre-
venido al traernos a todos aquí por su insaciable sed
de ganar dinero... ¡Infeliz Elena! El aburrimiento es un
mal consejero...

ELENA.- ¿Y qué si fuera verdad todo eso, sabiendo yo estar


en mi puesto?

LEONCIO.- (Con intención perversa y agresiva.) ¡Tu pues-


to!... Tu puesto estaría junto a una cuna que aún no te
han dado y no meces!...

ELENA.- (Sintiendo la herida.) ¡Calla ya! Buscas siempre


para herir lo que más duele... (Pausa. Ella se enjuga
una rabiosa lágrima; él la mira.)

LEONCIO.- (Cambiando de tono.) Anda, boba..., no lo


tomes en serio... Perdóname... Es que a veces no sé lo
que me digo... Son tonterías... Cosas mías... ¿Y te hice
llorar?... ¡Como siempre!... ¡Si es que en esta soledad se
enferma uno!... (Pausa.) Di..., ¿me perdonas?

ELENA.- (Limpiándose aún los ojos.) Sí..., te perdono “hoy


otra vez”... Pero ¡vete, vete ahora, Leoncio, vete!...
Déjame sola... Soy yo la que quisiera no tenerme

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que ir a acostar..., ¡que no llegara ya nunca ese terri-
ble momento!... (Él la mira con gesto triunfador; ella
lo percibe y le mira fijamente también, sosteniendo
ambos la mirada.)

LEONCIO.- ¡¡También lo querría yo!! Todo cuanto pase por


ti lo comprendo...

ELENA.- (Rápida y turbada.) ¿Qué piensas? Es que no tengo


sueño. He querido decir “sólo eso”... Te lo ruego... No
te quedes un minuto más aquí... Márchate... ¡Márcha-
te! (Imperiosa. Él la mira insistente.) Márchate... (En
ruego. LEONCIO, mirándola intensamente, coge sus
manos y se las oprime. Ella le deja hacer y, al fin, supli-
ca.) Por favor..., ¡suelta! Sí..., tengo miedo... (Casi ven-
cida y dejándose retener entre las manos de él.)

LEONCIO.- Y yo..., y yo..., Elena.

ELENA.- ¿Tienes miedo tú, tan audaz?... (Desprendiéndose.)

LEONCIO.- Sí, miedo y alegría...

ELENA.- ¿Alegría?

LEONCIO.- Alegría de verte “asííí”..., ¡tan mujer... y tan mía!...

ELENA.- ¡¡No, no digas eso, por caridad!!... ¡¡No lo pienses


siquiera!! Me horroriza... ¡¡Ay, Dios mío!! No, yo no hice
nada malo... Nada te he dicho... Cumplo mis debe-
res... ¿Qué piensas..., qué piensas?... Di. (El ríe cínico,
mirándola.)

LEONCIO.- Pienso lo que tú no quieres decirte a ti misma


ni pensar... (Condescendiendo, al fin, conmiserativo.)
Te dejo.

ELENA.- Sí, sí, es mejor..., es mejor... Gracias..., gracias...,


gracias... (Él va haciendo mutis despacio. Ella levanta
la vista, siguiéndole con la mirada únicamente. Desde
la puerta, él la envía un beso, y riendo siempre, burlón

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y cínico, desaparece. Elena se cubre la cara con ambas
manos, procurando repeler la distante caricia que lle-
ga por el aire, a su pesar. Pausa. Llora Elena en silen-
cio; más silente, imperceptible, se le aproxima GUADA
después de la pausa larga. Entra por el mismo sitio que
hizo mutis LEONCIO.)

GUADA.- (Con cariño y respeto.) Elena..., niña...

ELENA.- ¡Ah!...

GUADA.- Soy yo... No te asustes... Soy yo, la vieja Guada,


que sirve para poco...

ELENA.- (Como si le asaltase una idea repentina.) ¿No te


habías acostado?

GUADA.- No... Aguardaba... ahí... cerca... (ELENA la mira sin


atreverse a interrogar. Guada replica, como si enten-
diese la intención de la mirada y quisiera tranquili-
zarla.) Como ya a estas horas “ni veo ni oigo”..., he
querido acercarme más... Por si me necesitas... (ELENA
vuelve a mirarla con incertidumbre. GUADA, la vieja,
impasible, hermética, aguanta la mirada.)

ELENA.- Acuéstate, Guada... Yo me quedo un rato más...


Descanso ahora en soledad... ¡y me hallo tan a gusto...,
tan a gusto!...

GUADA.- (Perezosamente.) Sí..., muy cansadas estamos las


dos..., muy cansadas... ¡Es mucho trajinar...! Son tan-
tos hombres..., ¡tantos! Otra mujer haría falta... Más
mujeres quizá... “Otra”, por lo menos... Haría falta...,
haría falta...

ELENA.- (Sin concretar la idea.) ¿Crees tú... que “así”?

GUADA.- (Ídem, como si ambas se entendieran.) Otra...,


otra..., pero no tan gastada como la vieja Guada...

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ELENA.- Jóvenes, no vienen aquí..., y menos si son guapas...
Se aburren... No quieren estar; ya lo sabes...

GUADA.- Pues joven..., joven la necesitamos... Y mejor si


fuera guapa... Hay que buscarla... (Con energía.) Hay
que buscarla pronto, ¿lo oyes? Pronto, Elena, niña
mía, pronto. (Mutis, mientras ELENA quiere descifrar
todo el sentido de estas palabras. Pausa y silencio.
Queda la estancia alumbrada únicamente por un
pequeño portátil.)

(Aparece ALIDRA, jadeante y medio destrozada de ropa.


Viene huida. La malcubre los hombros un mantoncillo des-
hilachado. Trae una falda de colorines y un corpiño borda-
do de lentejuelas. Los pies, descalzos y ensangrentados. Los
brazos, desnudos, cubiertos con ajorcas hasta el codo; aros
de todas clases y tamaños, que ella se esfuerza en aquietar
para que no suenen demasiado y la delaten. Aprieta bajo
uno de sus brazos una cajita de pequeño tamaño. ALIDRA,
al salir a escena, tuerce la esquina de la verja, y desde ella
acecha unos instantes carretera abajo, de donde se supone
que viene. Está inquieta, duda, busca al fin donde esconder-
se, estudiando el mejor medio. Vuelve a mirar por el cami-
no. Parece que la resolución apremia. Aún duda. Con gran
esfuerzo, intenta empujar la puerta de la verja; está cerrada
y no puede abrirla. Maldice, rabia con ferocidad. Introdu-
ce un brazo por entre los hierros y logra su propósito. Vuel-
ve a cerrar con gran sigilo; luego quiere quedarse agaza-
pada, pero desconfía, sin duda, del escondrijo, y entonces
mira hacia la galería con ánimo resuelto de subir sea como
sea. Procura entonces trepar. (Si la actriz lo consigue pro-
porcionándole los medios el escenógrafo, y ella se siente con
buen ánimo, puede hacerlo, para mayor efecto, a la vista
del público; si no, bastará que inicie con un gesto la posibi-
lidad de realizar lo que se propone por un sitio interno que
descubre ella detrás de la casa, hasta que, arrastrándose por
la galería, llega en momento oportuno junto al lugar en que
se halla ELENA.) En tanto realizaba ALIDRA su escondite,
sonó a lo lejos el rodar de una carreta o carretón de esos

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que llevan los titiriteros y feriantes, arrastrado por motor de
desecho. Es un armatoste viejo. Tiene ventanillas de vivien-
da, y en una de ellas flamea en la oscuridad de la noche,
sólo clara de estrellas, una trusa colorada y un tiesto cuaja-
do de claveles, bien sujeto con alambres, cuyos tallos largos
y esbeltos se tambalean perezosos, dejándose llevar... Viene
andando a compás de la carreta un mozarrón fornido y
feo, y un viejo tuerto y cojitranco sentado en el volante. En
la plataforma del carro descascarilla cacahuetes un mono
ralo... LEÓN PÉREZ, que es el mozarrón atleta, lleva junto a
sí un perrillo faldero.)
OJO DE ESPARTO.- Dos horas ya guiando, y me acometen
ganas de liar un cigarro y tenderme un sueño.
LEÓN.- ¡Será con un ojo nada más! (Ríe.) El otro lo llevas
siempre dormido. Descansemos. También los otros se
han quedado por ahí detrás.
OJO DE ESPARTO.- (Mientras desciende y prepara un ciga-
rro.) Deja tus chistes para cuando tengas que hacer
reír a la turbamulta en las plazas y plazuelas. Ahora
atiende: ¿duermen las mujeres? (Señalando al carro,
que habrá quedado entre las cajas y la escena.)
LEÓN.- Ya hará rato.
OJO DE ESPARTO.- Podemos estar tranquilos entonces sin
que el ama se entere. ¡Maldita vieja, que no le deja a
uno parar! Te digo que las mujeres, mandando, son
peores que los hombres.
LEÓN.- Ya, ya... Y todo porque reunió unos cuartejos y se
pudo mercar este carromato desvencijado...
OJO DE ESPARTO.- No hay como ser dueño de algo para
creernos con autoridad, para sentirse más que otro y
que le teman a uno los que están debajo...
LEÓN.- ¡Menudo miedo le tiene usted al ama!... (Encendien-
do el cigarro que le dio antes OJO DE ESPARTO.)

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OJO DE ESPARTO.- Yo temo a todo el que me paga... En
fin, ya soy viejo, y así tendré que acabar... Pero tú,
¡tú!, buen tonto serás si no aprendes en este espe-
jo... (Por sí mismo.) Hazte amo pronto, pronto... ¡de
lo que sea!... Y manda, manda para que te obedez-
can otros...

LEÓN.- ¡Y que no tengo yo ganas!

OJO DE ESPARTO.- ¡Calla!... Me pareció oír respirar...

LEÓN.- ¡Figuraciones! (Yendo al carro, bajo las ventanas.)


Todos duermen... A lo más, lo más, es Alidra la que
vela...

OJO DE ESPARTO.- ¡Alidra!... ¡Guapa mujer!... (Con arrobo.)


¡El resplandor de nuestra vida negra!

LEÓN.- ¡La alegría de este caminar y caminar!... ¡Cuando yo


tenga un carro mío... mío...!

OJO DE ESPARTO.- ¿Piensas en ella?

LEÓN.- Muy lejos está todavía, pero ¿quién sabe?... Soy


joven, tengo fuerza, y la quiero mucho, Ojo de Espar-
to... ¡la quiero mucho!... Como quieren los que nun-
ca se han sentido queridos si llegan a querer... Quizá
mi suerte ha de llegar algún día... En el trapecio nadie
me aventaja... En mis ejercicios, tampoco... Entonces...
¡con ella!... con ella siempre.

OJO DE ESPARTO.- El amor te da alas... Llegará ese día,


llegará... Pero si acaso no, ¡sueña, muchacho, sueña!
(Pausa.) ¿No te tienta la ciudad?

LEÓN.- No, ni a ella tampoco. Pero quién sabe todavía...


¿quién sabe?... Lo que quiera Alidra de mí, será siempre.
Con sangre de mis venas había yo de satisfacerla sin
que me lo pidiera... con poderla agradar únicamente...

OJO DE ESPARTO.- ¿Tanto la quieres?

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LEÓN.- ¡Tanto!... ¡Tanto! (Pausa. La emoción no les deja
hablar.) Caminemos ya... caminemos.

OJO DE ESPARTO.- Camina tú, León. Y no quieras ser más


que “eso”, dando en olvido que también te llamas
Pérez. (Ríe despectivo.) ¡Sí que fueron humoristas tus
padres al ponerte un nombre feroz y temible frente
al otro, inofensivo y vulgar!... ¡León!... ¡¡León Pérez!!...
Mira, suena a “cartel”... suena... suena...

LEÓN.- (Ríe bobalicón.) El mío es nombre que no pude


escoger. El de usted, apodo.

OJO DE ESPARTO.- ¿Y qué más tiene?... Unos lo heredan...


bonito o feo; otros lo hurtan; otros lo escogen, que es
lo mejor... Como yo, que a cada dos por tres me pon-
go uno... El caso está en no perderlo y saber estar “en
situación” con nombre o apodo... ¡Ea, vámonos ya!

LEÓN.- ¡Calle! Creí que alguien tiraba de mí... así como una
fuerza misteriosa... y hasta oí como una voz que me
llamaba... (Yendo hacia la ventana de los claveles.)
¿Serán sus flores que me reclaman?

OJO DE ESPARTO.- Bastante falta les haces a ella ni a las


flores...

LEÓN.- (Llamándola bajito.) ¡Alidra! ¡Alidra! ¿Duermes?...

OJO DE ESPARTO.- (Riéndose de él.) Ella te lo va a decir.

LEÓN.- Hasta por el aire temo perderla... Pienso si se me va


a evaporar.

OJO DE ESPARTO.- Haces bien en temerlo, porque con


cuerpo o espíritu de mujer nunca se está seguro.

LEÓN.- Sólo la ilusión puesta en ella me hace amar la vida


y tener ensueños, esperanzas y creer en mí, pensando
que algún día podré llegar a ser algo...

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OJO DE ESPARTO.- ¡Llegar! ¡Llegar a titiritero y romper-
te una pata como la mía... o que te salten un ojo,
como a mí!... (Despectivamente.) Anda... anda... ¡León!
“Pérez”... (Mutis.)

(ALIDRA se arrastró, al comienzo del diálogo de los dos hom-


bres, hasta llegar casi a rozarse con ELENA, que, adormi-
lada, no lo advierte. Unos instantes, conteniendo el alien-
to, ALIDRA escucha y comenta con un gesto los párrafos de
sus compañeros. Se complace escuchando a LEÓN y se rego-
cija atendiendo a OJO DE ESPARTO. Tiene, sin embargo,
un gran temor a ser descubierta por ellos, pero su curiosi-
dad puede más que su miedo. Al fin, los ve marchar, y siente
durante un momento no la duda de quedarse, sino la nostal-
gia de tantos y tantos recuerdos como, sin duda, se le van...
Al fin, suspira fuerte, al creerse ya libre, viéndolos alejarse.)

ALIDRA.- (Como desembarazándose de un gran peso.) ¡Ah!


(Suenan fuertemente sus ajorcas al extender los brazos,
y ELENA se vuelve inquieta, intentando gritar al verla.
ALIDRA, rápida, la contiene. Le hace señas, temerosa,
señalando a los que se fueron y sin ponerse de pie, aga-
zapada todavía detrás del barandal. Con su boca sen-
sual y rasgada, ríe, queriendo tranquilizar las impa-
ciencias de ELENA.)

ELENA.- (Muy bajo, sugestionada por el silencio que la otra


impone.) ¿Qué?... ¿Qué es esto?... ¿Quién eres tú?...
¿Cómo has entrado?... (Por señas se lo indica ALIDRA.)

ALIDRA.- (Sin dejar de reír para inspirar confianza.)


¡Chiiiist!... Bajo... bajito... (Señalando aún a los que
pasaron.)

ELENA.- Pero tú, tú...

ALIDRA.- (Medio desnuda de hombros, sentándose en el sue-


lo, encogiendo los hombros como si no supiese contestar
y temerosa ya.) Yo... yo... (ELENA, que apenas pudo ver-
la todavía, levanta con un gesto la cabeza de la niña,

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echándosela hacia atrás y esforzándose por descubrir
bien los rasgos y apreciar las facciones de la chiquilla.)
ELENA.- (Al verla tan bella.) ¡Una mujer bella!... ¡Una mujer!...
¡Oh qué linda! ¡Qué linda!... (ALIDRA la mira sorpren-
dida y asustada, sin comprender.) No te asustes... ¿Vas
a quedarte aquí...? Sí... ¡Me ayudarás!... ¡Me ayudarás!
(La levanta del suelo y, cogida por los hombros, la va
entrando en la casa cariñosamente, mientras a lo lejos
se oye aún el chirriar de la carreta y cae lento el

TELÓN

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SEGUNDO TIEMPO

Galería interior cubierta de cristales a modo de un estu-


dio, donde convergen varias puertas laterales de otras tan-
tas habitaciones. Primera, izquierda del actor, la de Leoncio.
Al frente, formando un ancho medio punto y con puertas
corredizas, que estarán abiertas hasta momento oportuno, se
vislumbra una piscina para natación, y se supone contiguo
todo lo anejo para cuarto de baño.
Gran confort.
Derecha del actor, en conveniente lugar, un pequeño estrado
sobre el que se yergue, al levantarse el telón, la bella figura
de ALIDRA, semidesnuda, sirviendo de modelo a CRISTINO
GOYENA, en funciones de pintor. Más al centro de la escena,
MARIO y JESÚS les contemplan. LEONCIO arregla las cuer-
das de una guitarra y ELENA recoge unas prendas, cepillán-
dolas (trajes de hombre, monos, etc., etc.)

CRISTINO.- ¡Quieta! ¡Quieta ahora!... Así.

LEONCIO.- (Mientras templa.) ¡Mándale a paseo! (ALIDRA


intenta responder.)

CRISTINO.- ¡No te muevas!

JESÚS.- Verás como con tanto posar para ti no le quedan


alientos para aprenderse y recitar mis versos.

LEONCIO.- Ni para “bailarse” las coplas mías. Esto es más


positivo y más alegre... ¡Estáis vosotros con vuestro
arte más chiflados...!

MARIO.- Sí que resulta eso lo más divertido para mí. Los versos
de Jesús, como los lienzos de Cristino, me aburren...

CRISTINO.- Tú vives todavía en otro mundo para enten-


dernos...

LEONCIO.- (Riendo.) Lo que ocurre es que por algo “los


locos y los niños...”

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MARIO.- ¡Protesto! Siempre sacáis a relucir mi niñez, y ya me
voy hartando. Hasta que un día os demuestre yo algo...
ELENA.- ¡No les hagas caso! Más tienen todos ellos de locos
que tú de niño.
LEONCIO.- ¡Vaya, “Mamá” defensora te amparará! Sigue
diciendo desatinos, criatura. (Pausa.)
JESÚS.- (A ELENA.) ¿Y tu marido?
CRISTINO.- No hay que preguntar; abajo, en el laboratorio,
proyectando y haciendo cálculos prácticos.
ELENA.- Ni en días festivos tiene él perdón para su trabajo.
(Condescendiente.)
JESÚS.- Es ya una impertinente enfermedad la suya por
acrecentar ganancias.
CRISTINO.- Admiro su carácter frío y especulador, que ya
le tenía olvidado en años de ausencia; porque nues-
tro hermano siempre fue así, desde niño. Puede ase-
gurarse que el cambio a hombre no afectó en nada su
idiosincrasia.
LEONCIO.- Yo no le admiro: le detesto. (Todos le miran por
la espontaneidad con que ha pronunciado las pala-
bras.) Así, claramente: “le detesto”. (ELENA le mira
con mayor angustia. LEONCIO continúa hablando sin
hacer caso de las miradas.) No parece sino que la vida
no tiene otros alicientes que la producción especula-
dora: tantas barras de acero “a tanto”, tantas tuercas,
tantos tornillos, tantos engranajes, tanto de tanto de
tanto... ¡Me da asco “tanto” producir para acumular!...
CRISTINO.- ¡Es que tú también eres grande en tus cosas!
Cuando todo el mundo se queja del paro mundial, que
no lleva traza de terminar, vas y reniegas porque noso-
tros trabajamos demasiado. El caso es no hallarnos
conformes nunca con lo nuestro: ¡muy español!

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LEONCIO.- (Despectivo.) Tú, a pintar a la chica, sin salirte
del lienzo. Mientras, la contemplaremos, con ojos que
no son de artista precisamente, los demás... ¡Y habrá
que conformarse!
CRISTINO.- Pues por ahora he acabado. Descansa, pequeña.
ALIDRA.- (Estirándose.) ¡Gracias a Dios! Me cansaba ya de
la posturita esa y, sobre todo, de no poder hablar.
LEONCIO.- Como que si naces muda revientas.
CRISTINO.- ¿Y qué nos dirás tú, vamos a ver?
ALIDRA.- Pues muchas cosas, y muy bonitas, sobre eso mis-
mo que ustedes hablan del trabajo, y de la vida, y del
amor, y de los hombres, y del... (Transición.) ¿Puedo
yo fumar?... (Mira algo temerosa a ELENA como si no
hubiera querido pedir tanto delante de ella.)
ELENA.- (Adelantándose al ademán de CRISTINO.) No;
sabes que te lo tengo prohibido.
LEONCIO.- ¡Vamos! Tienes gracia tú también en tu labor
pedagógica. Quitar a la chiquilla el gusto de hacer lo
que hizo toda la vida...
ELENA.- Otras cosas va dejando también. Ahora está en un
paréntesis de “esa” vida, y bueno es aprovecharlo.
LEONCIO.- Porque tú lo quieras.
ELENA.- No. Porque ella lo ha buscado, y yo he puesto los
medios de que lo consiga.
LEONCIO.- Labor perdida. ¿Quieres decirme lo que te pro-
pusiste al dejar aquí a esa criatura? (Aparte a ELENA.
Pasa junto a ella, mientras los otros forman grupo, con-
venientemente distribuidos según el diálogo marque.)
ELENA.- Me propuse ayudarla; dar una tregua a su vida
nómada, carente de toda instrucción y absurda en sus

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años de inocencia, por abandono imperdonable de los
más dichosos y fuertes, en una sociedad corrompida,
insensible y egoísta.

LEONCIO.- Discúlpales a esos, porque acaso tú tampoco, en


la ciudad, fuera de este páramo y ambientada en él, en
pleno contacto con la naturaleza, acaso no la hubieras
amparado así. Mil prejuicios, los mismos que tuvieron
esos a quienes culpas, te lo hubieran vedado.

ELENA.- Sí, tal vez... no te digo que no... Convienen las


perspectivas para concentrar más la atención en casos
y cosas. Aquí, en este desierto, como tú lo llamas,
todas esas complicaciones para ejercer el bien se
simplifican...

LEONCIO.- Para crear otras... por supuesto.

ELENA.- Aquí somos dos mujeres nada más, dos amigas que
nos acompañamos mutuamente para sobrellevar mejor
la soledad y el trabajo...

LEONCIO.- (Intencionadamente.) ¿Cuál?

ELENA.- (Turbándose un poco.) ¿Cuál va a ser?... El de la


casa... El que vosotros dais...

LEONCIO.- Y “ese” que has dicho antes: el de “distraernos”,


acercándonos a una mujer que “se” pueda desear, ale-
jando el peligro —dicho o no dicho, pero siempre
latente— que a ti te pudiera cercar o amenazar...

ELENA.- ¡Calla, por Dios, calla! ¡Qué cosas, pero qué cosas
se te ocurren! ¿Y has podido pensar que yo...?

LEONCIO.- (Dominante y un poco brutal.) Conmigo no te


vale. ¿Crees que no he adivinado tus intenciones, las
que te guiaban cuando recogiste a esa muchacha?... No
disimules, Elena. Tú también te quieres engañar. (Los
dos siguen hablando.)

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ALIDRA.- (Como respondiendo a una conversación segui-
da.) ¡Ja, ja, ja! ¡Vamos, embusteros!... ¡Si os cojo...!
(Amenazándoles.)

MARIO.- (Con retozo.) ¿Qué nos harás?

ALIDRA.- (Uniendo la acción a la palabra y dejándose ellos


con fruición.) ¡Agarraros por los cabellos así... y así...
y luego pellizcaros... y luego morderos.... (Cogidos por
un brazo JESÚS y por otro MARIO, les enseña sus dien-
tes blancos, húmedos y apretados, moviendo la cabeza
a derecha e izquierda.)

JESÚS.- ¿A que no serías capaz de alcanzarme a mí?...

ALIDRA.- ¿A que sí?

MARIO.- Ni a mí, ni a Jesús. (Instándola a que les siga.)

ALIDRA.- A que sí, a que sí... (Corriendo tras ellos, que la


acosan. En sus rostros queda contenido, pero asoma-
do, el deseo.)

ELENA.- (Apartándose de LEONCIO y yendo hacia ellos.)


¡Quieta! ¡Quieta, Alidra! ¡Aquí, ven aquí! (Imponién-
dose.)

ALIDRA.- (Disculpándose.) Si son ellos... que no se están


quietos nunca conmigo... El uno me tira del rizo
(Haciéndolo ella mientras lo dice), el otro del pañue-
lo, aquél me roza, éste me pellizca... ¡si puede!... ¡No
parece sino que les entra hormiguillo! Mira (A ELE-
NA), mira lo que tengo aquí... (Enseña el brazo des-
nudo, remangándose) y mira... (Intentando levan-
tarse la falda, con ademán de enseñar la pierna por
encima de la rodilla. ELENA la contiene.) ¡Así tengo
todo el cuerpo desde que estoy en esta casa: mora-
dito! Ahora que... lo que yo digo: ¡Peor para ellos,
porque no vais a sacar más!... (Haciéndoles burla
con gestos.)

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ELENA.- ¡Alidra, no les hables de ese modo! ¡Quédate seria!
Ven a sentarte aquí y ponte a trabajar. Ayúdame.
ALIDRA.- (Obedeciendo.) Y es que están tan aburridos... ¡tan-
to hombracho!... Y sólo nosotras dos a entretenerlos...
ELENA.- Digo que calles tú también, Alidra. (Entra la vie-
ja GUADA con un cestillo de apetitosas frutas. Lo deja
sobre la mesa.)
GUADA.- (A ELENA.) Mientras la sigas llamando de ese
modo no hay educación posible con esta chica.
ELENA.- Pues no atiende por otro nombre.
GUADA.- ¡Llámala en cristiano, Señor!
ALIDRA.- Yo soy cristiana, aunque nadie se haya preocupa-
do de que lo pareciera.
GUADA.- No acierto en qué se te conoce, muchacha.
ALIDRA.- (Haciéndose rápido la señal de la cruz, pero con
toda reverencia, mientras mira a ELENA.) En esto.
ELENA.- Bien contestado. ¡Vaya una lección lacónica y eficaz!
JESÚS.- ¡Qué salada criatura! Me gusta oírte... (Por ALIDRA.)
Dime, ¿por qué te llamaron Alidra?
ALIDRA.- Mil veces lo he dicho ya en los tres meses que
aquí llevo. (Como si narrase un cuento.) Alimón, un
viejo acróbata que iba en el carro con nosotros y me
enseñó las extrañas danzas que yo bailo, fue quien
un día me rebautizó de esa manera que a vosotros os
parece rara y a mí no.
GUADA.- ¿Cómo supiste que te habían alguna vez bautizado?
ALIDRA.- Pues por una vieja, muy vieja también, que iba
con nosotros y hablaba siempre de la sal que me puso
el cura al bautizarme.

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LEONCIO.- ¿De dónde vendrás tú?

ALIDRA.- Del cielo, que es de donde “caemos” todas las


mujeres con garbo y gracia.

LEONCIO.- Satanás dicen que “cayó” de allí también.

JESÚS.- No hagas caso y sigue con tu cuento.

ALIDRA.- Pues nada, que un día me vio Alimón bañándo-


me en un río cuando se transparentaba mi cuerpo por
debajo del agua, y me llamó así: “¡Alidra, oh Alidra,
qué blanca!”, decía, y aseguraba que le recordé unas
serpientes que se crían en el África y son blancas tam-
bién... como soy yo... (Mirándose los brazos y baján-
dose el escote. Todo ingenuamente, con instinto, pero
sin afectación ni descoco.) ¡Blanca!, ¡blanca!... ¡Ya des-
de entonces todos me llamaron igual!

ELENA.- Entonces eras muy infantil y no tenía la misma


importancia verte que ahora.

JESÚS.- Eso, como yo ayer te vi... (Con malicia.)

ALIDRA.- (A ELENA, ante su estupor y para tranquilizarla.)


Sí, fue de madrugada. No había hombres... (Mirando a
JESÚS.) Al menos, lo creí así... En mi cuarto abrasaba
el calor... Yo me levanté despacito, despacito, salté por
una ventana... ¡y al agua!

LEONCIO.- Como hacen las serpientes, ¿no lo dije?; “te des-


lizaste”, vamos.

GUADA.- ¡Jesús, Jesús!... No tiene temor de nada. Ni de Dios


ni de los hombres... ¡Y bien que serpiente del África!

ELENA.- No vuelvas a hacer eso, Alidra, te lo prohíbo. Ahí,


en ese cuarto, hay una magnífica piscina, único lujo
de la casa, y que tú tienes permiso para usar y disfru-
tar siempre, como ya te tengo dicho, puesto que vives
mejor en el agua que en seco.

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ALIDRA.- ¡Querría yo aquella madrugada coger con mis
manos y mi boca las últimas estrellas que se despedían
del agua con el alba!
LEONCIO.- ¡Adiós, se le pegaron las poesías de Jesús!
JESÚS.- No será eso verdad. Ni una sola he conseguido aún
que se aprenda de memoria.
MARIO.- ¿Y con qué dices que cogías las estrellas? (Acer-
cándosele.)
ALIDRA.- (Alargando el rosado hociquito.) Así... con los
labios...
CRISTINO.- ¿A ver?... (Insinuante y aproximándosele
mucho.)
JESÚS.- ¿A ver?... (Ídem.)
ALIDRA.- Asííí... (Se levanta y todos la siguen. Ella va hacia
un cestillo de frutas, coge una manzana o un albérchi-
go y lo muerde con deleite y saña.) ¡Asííí!
MARIO.- Deja, deja que la muerda yo también, y la partire-
mos entre los dos a un tiempo.
JESÚS.- Y yo también... (Ella rehúye, y la persiguen ambos,
haciendo mutis.)
ELENA.- (Resignándose con un gesto.) Sígueles, Guada,
sígueles.
GUADA.- Voy, hija, voy detrás; siempre de guardiana, cuan-
do no de chicos, de mayores; y no sé qué es peor...
Cada uno nacemos para una cosa, y ésta es la mía...
CRISTINO.- También yo iré luego a dar una vuelta y respirar
por el parque. No tengo hoy ganas de trabajar... ¡con
este calor que enciende la sangre!
LEONCIO.- Sí que sofoca...

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ELENA.- Como que ha sido un disparate que no cogierais
hoy el coche y os fueseis lejos... lejos... a la ciudad.
CRISTINO.- Está inaguantable la ciudad los días de fiesta,
que es cuando la podemos visitar.
LEONCIO.- Di más bien que estamos cansados y se coge el
vaguear con agrado.
CRISTINO.- También es así. Y mejor se pasa aquí la maña-
na, bien mirado. Por cierto que tu marido piensa que
salgamos en coche después de comer.
LEONCIO.- Iréis vosotros, porque no seré yo quien os
acompañe. No me seduce la invitación. Será para lo de
siempre: algún provecho para el trabajo y la ganancia.
Tomás no se divierte con otra cosa. Lo dicho: prefie-
ro quedarme.
CRISTINO.- Tal vez hoy se ocupe de su mujer y ella nos
acompañe también.
ELENA.- ¿Crees que habrá pensado en mí? (Con duda.)
CRISTINO.- Naturalmente. Tienes derecho al descanso más
que ninguno de nosotros. Y, bien mirado, sois tú y tu
marido quienes debierais iros por ahí de picos pardos,
como dos recién casados.
ELENA.- Hace ya tiempo que Tomás dio de lado a ese espar-
cimiento. Nos lo tenemos dicho todo...
CRISTINO.- Pues mal hecho. Hay cosas en la vida que nun-
ca se deben agotar. Yo no lo creo en ti. Tú tenías, y
sin duda tienes, un inagotable caudal de ternuras que
cuanto más se utiliza más crece...
ELENA.- Acaso me quede intacto...
CRISTINO.- Por no tener que emplearlo, no.
ELENA.- Por no tener quien lo recoja.

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CRISTINO.- ¡Ah, pues eso hay que corregírselo a Tomás!

ELENA.- Hay que perdonárselo.

CRISTINO.- Él cambiará, sin embargo, en cuanto nuestra


situación económica, que le preocupa, se normalice.
Ahora le absorbe defender lo de todos...

LEONCIO.- Lo suyo antes...

CRISTINO.- Debemos agradecérselo. Porque repercute en


lo nuestro de rechazo... (Pausa.) Voy a adecentarme y
a tonificarme con un buen duchazo. (Mutis por la pis-
cina, cuyas puertas corre y cierra.)

ELENA.- (Después de una larga pausa, en que ha levanta-


do la vista varias veces observando la actitud de Leon-
cio.) Márchate tú también... (Con timidez.) ¿Por qué no
haces ejercicio nadando un poco con tu hermano?

LEONCIO.- Lo sabes bien. Porque estoy agotado por esta lucha


interior que me traigo, y no tengo gana de revolverme,
sino de quedar petrificado como la mujer de no sé quién
en una historia que Guada de niño me contaba.

ELENA.- (Tomándolo a broma.) La mujer de Lot sería.

LEONCIO.- Me da lo mismo que fuera ésa u otra... Patraña


más, patraña menos...

ELENA.- ¿Por qué han de ser todo patrañas para ti?

LEONCIO.- Porque lo son.

ELENA.- Pero... ¡cómo te cambiaron los años que anduviste


por ahí, de niño perdido, de nabab o de pordiosero!

LEONCIO.- De todo hubo, es verdad. En ocasiones fui por-


tentosamente rico y dichoso; en otras, infeliz y mise-
rable. Pero tuve gran suerte con las mujeres en todas
mis situaciones...

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ELENA.- (Tomándole a broma, en evitación de que adquie-
ra la conversación giro peor.) Lo que demuestra que
nunca falta un roto...
LEONCIO.- (Con naturalidad.) Me casé tres veces.
ELENA.- (Entre crédula y confusa.) ¡No digas disparates!
LEONCIO.- (Encogiéndose de hombros.) Sí son ciertos, aun-
que tú no lo creas... Y viven mis tres mujeres, que es
lo más original.
ELENA.- (Siguiendo la broma.) ¡Tres nada menos, y aún no
estás contento!
LEONCIO.- Ni lo estaré, porque no he podido tener todavía
la que de veras quiero.
ELENA.- ¿Quieres... o deseas? (Con cierto encono.)
LEONCIO.- Para mí es igual... Una misma cosa.
ELENA.- Leoncio, prefiero oír tus bromas de mal gusto...
LEONCIO.- (Interrumpiéndola.) Ya..., a escuchar “mis ver-
dades”, que son las tuyas también. (Aproximándose a
ella, y con rencor.) ¿Por qué me habéis hecho venir?...
ELENA.- (Con gravedad.) Por defenderte de ti mismo en esa
vida de aventuras descabelladas.
LEONCIO.- Creyéndote tú, sin duda, lo bastante firme para
defenderte del amor que de niña me tuviste...
ELENA.- (Temerosa, queriendo desechar recuerdos.) Eso
fueron juegos.
LEONCIO.- ¡Mentira! ¡Fue amor! ¡Me querías! (Enérgico.)
ELENA.- (Con reproche.) ¡Ah! ¿Lo creías así?... Pero tú no
lo tuviste en cuenta para marcharte a vivir “tu vida”,
como decías...

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LEONCIO.- Y tú, mientras, para deshacértela y deshacérme-
la, te casaste con mi hermano... (Sarcástico.)
ELENA.- ¡No! No tenía por qué aguardarte. Ninguna pro-
mesa me ligaba a ti, ni tú me comprometiste a nada...
Lo nuestro fue un juego de niños, una quimera de mi
infantil credulidad, porque tú ni siquiera insinuaste
que necesitaras más. ¡Te halagaba mi adoración sumi-
sa y callada, sin que me la hubieras pedido, pero ni
dijiste que te complacía!... ¿De qué me culpas ahora?
¿De tu cobardía, que no amparó mi desamparo de
huérfana pobre?... Si otra cosa sentías, ¿había yo de
adivinártelo?...
LEONCIO.- Eso dices ahora para disculparte...
ELENA.- Ésa es la verdad. Yo no miento. Lo que pasa es
que tus egoísmos de hombre y tus vanidades de varón
se rebelaron cuando advirtieron que me perdían para
siempre. (Con firmeza. Él ríe incrédulo.) ¡Para siem-
pre! ¿Qué te figuras? Yo soy una mujer buena y cre-
yente, ¿entiendes? ¡Óyelo: “para siempre”! Una mujer
a quien, si no bastara, para defenderla de ti, el saber-
se de otro hombre, le bastaría su fe para reaccionar
de todo mal impulso... ¡Su vieja fe, que tú tanto des-
precias, y sin embargo “tanto necesitáis” los hombres
en nosotras! Su fe, en la que va vinculado el concepto
del bien, de lo noble y de lo bueno..., de lo mejor. Eso
bastaría y basta para defenderla de ti, de tu voluntario-
so afán y de tu capricho, que sólo ante la dificultad de
conseguir se acrecienta...
LEONCIO.- ¡Palabras..., palabras y prejuicios tontos!... Es
poco sólido el soporte de tu fortaleza... (Cínico.) Este
silencio..., el aburrimiento..., el árido trato de tu mari-
do... “te me darán”... Y... entonces... (Transición.) Hui-
remos, Elena, huiremos... Sí..., ¡me has de seguir!...
Créeme a mí... Todo es mentira en estos ambientes
sombríos para la alegría de vivir... Toda esta sociedad
en que hemos nacido y sus leyes convencionales no

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merecen la pena de sacrificar un amor como el nues-
tro... ¡Como el nuestro, que es la plenitud!
ELENA.- Sí... Y huiremos, como dices, para que en un lejano
país, en cualquier rincón del mundo, de esos que has
frecuentado, donde, según tú, el prejuicio no existe,
cuando te canses, dejes una mujer más...
LEONCIO.- ¡Bah!... Esas mujeres que yo he dejado, ni lo
sienten, ni esperan... Son otras costumbres..., otras
leyes... No como “éstas”, que se acaban, y en que tú
crees “todavía”...
ELENA.- Sí, ésa es la verdad. Son “otras” mujeres. Pero no
nuevas ni diferentes a las que hubo siempre. Mujeres
adaptables para las leyes esas, y son leyes para muje-
res que piensen, y sientan, sobre todo, como ellas... ¡A
ellas solas servirán esas leyes, a ellas solas resolverán
sus problemas! ¡A ellas, “las que no saben esperar”!...
¡Pero tú, pese a todas esas libertades, que yo nunca
sentiré, aquí vienes a buscarme... En mi vulgaridad,
en mi ignorancia tan llena de prejuicios como falta de
libertades, ¿qué tengo yo que ellas no te ofrezcan? Mal
que te pese, tengo “eso”. Único aliciente que os atrae
para no poderlo olvidar una vez apreciado: ¡el pudor!
Lo que ellas pierden. Yo, no, Leoncio, no podría nun-
ca aclimatar de por vida mi íntimo sentir a tales nue-
vos usos. Con mis debilidades, con mis flaquezas pro-
picias a caer, hacer penitencia y caer de nuevo tal vez,
como dijo el poeta, pero dentro de mis convicciones
siempre, de las que pide mi conciencia y están gra-
badas en mi alma desde muchos siglos y para una
eternidad...¡Pura o “redimida”! Pero dentro de mi ver-
dad, de la que necesito para ser feliz o resignada si
hace falta, de la que siento y creo..., de la que todas las
pasiones contradictorias del corazón humano acumu-
ladas contra mí no me podrán arrancar...
LEONCIO.- ¡Qué hermosa estás así!... Ilusa, ilusa y desgracia-
da... Ilusa, porque todo eso puede venirse abajo cuando

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yo quiera... ¡Desgraciada, porque toda esa herrumbre de
siglos, que pesa sobre ti, no te deja vivir!... Ni vivir tú, ni
dar paso a otra vida que anhela con ignotos afanes alen-
tar en ti y por ti..., ¡traspasarte en sublime misterio de
carne para vivir entre nosotros...! ¿Entiendes?...

ELENA.- ¡Calla, Leoncio, calla!...

LEONCIO.- ¡No, no! Quiero que escuches... Tú has soña-


do siempre con “algo que no tienes” y que fue razón
impulsiva e inconsciente de que te unieras a un hom-
bre sin amarlo demasiado...

ELENA.- No, no es verdad...

LEONCIO.- ¡Sí lo es! Siempre soñaste con llegar a ser madre.


Me acuerdo. De niña, tus juegos eran eso: mecer a tus
muñecas...

ELENA.- ¡Ah, calla, calla, no sigas arañando en mi dolor y


fracaso!... ¡No seas tan infame!... (Tremante.)

LEONCIO.- ¡Yo, yo te daría el hijo “que nunca llega”!... (Con


cinismo y saña.)

ELENA.- (Conteniendo el llanto.) ¡Oh!... (Se oye dentro pro-


testar a ALIDRA, que aparece sofocada, como si huye-
se. LEONCIO, con anterioridad, ha querido acercar-
se a ELENA y se ha contenido, no sin que ALIDRA lo
advierta.)

ALIDRA.- ¡Ah, qué rabia siento! ¡Me ha besado, me ha besa-


do!... ¡Qué odio les tengo!... Me ha besado cuando yo
no pensaba..., cuando yo no quería...

ELENA.- (Yendo hacia ella.) ¡Alidra, pero Alidra!... ¿Qué te


pasa?... ¿Qué es eso?...

ALIDRA.- (Poniéndole el brazo desnudo ante los ojos.)


Aquí..., aquí..., mira..., apretando... (Mutis LEONCIO
primera derecha.)

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ELENA.- Estos hombres... ¡Qué asco!...
ALIDRA.- Sí..., sí..., son asquerosos y malos y...
ELENA.- (Poniéndole la mano ante los labios.) Para, para tu
lengua, que ya la escuché desatada cierto día en que
insultaba al capataz, y es para tenerla miedo...
ALIDRA.- Pues fue por otro tanto...
ELENA.- Y te temo...
ALIDRA.- Y me teme él, que es mejor...
ELENA.- Menos mal; eso salimos ganando.
ALIDRA.- Poco le dije... ¡Y a ese tal...!
ELENA.- Pero ¿quién ha sido?
ALIDRA.- ¡Uno de ellos, cualquiera! ¿Qué más da?... (Titu-
beando.) Mejor será dejarlo... ¡Ah, si yo pudiera sol-
tar la lengua y “accionar”! (Mencionando el arañazo.)
Para castigarles y defenderme, yo me basto.
ELENA.- Bueno, cálmate ahora ya... Yo les hablaré a todos
una vez más.
ALIDRA.- ¿A todos?... Lo que más coraje me da es que yo no
quería, ¡no quería! No pensaba... ¡No tenía gana de que
nadie me besase ni de besar!
ELENA.- (Mirándola transigente, pero asombrada.) ¿Es que,
“queriendo” tú, cambiaba el hecho?
ALIDRA.- (Con seguridad, y asombrada también de que
ELENA no lo entienda del mismo modo.) ¡Claro! ¡Es
natural! Cambiaba. ¿He huido yo acaso de aquellos
hombres de antes, y del bueno de León sobre todo,
para que otros menos buenos, más animalotes que
aquéllos y que menos me estiman no me dejen en
paz?... ¿Qué se han creído éstos?... ¿Que nosotras esta-

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mos siempre para hacer lo que a ellos les venga en
gana?... ¡Pues yo no, ea!

ELENA.- ¡Jesús, qué teorías las tuyas y qué moral tan perso-
nalísima y única la que has urdido en tu cerebro y en
tu corazón sin guía ni freno!

ALIDRA.- La verdad. Lo natural. Yo no quiero que ningún


hombre me hable de amor si no le invito a ello, ni
que me mire si no le miro del mismo modo. ¿Estamos?
¡Ése es mi derecho! Cuanto menos, que me bese, si
no se lo digo... (Indicando el decirlo con un expresi-
vo juego de ojos.) ¿Les molesto yo a ellos cuando no
me hacen caso?...

ELENA.- Es que les atrae tu belleza aun sin proponértelo; te


miran, porque les gusta tu cara...

ALIDRA.- (Espontánea.) ¡También a mí la de muchos, y no


les digo nada de repente, como ellos hacen conmigo
muchas veces; éstos y otros.

ELENA.- Mujer, en nosotras es diferente...

ALIDRA.- No lo veo. Será porque ellos lo quieren y lo han


dispuesto así...

ELENA.- Nosotras debemos siempre callar lo que sen-


timos...

ALIDRA.- Yo, no. Serás tú. Y las que sean como tú, tal vez.
Pero es una gran desgracia... Y, bien mirado, no te
ofendas, “una mentira”... (Pausa.) Oye, te quiero pre-
guntar una cosa... Pero... tienes que decirme la ver-
dad... (ELENA hace una afirmación con la cabeza.)
¿Te gusta a ti tu marido?...

ELENA.- ¡Mujer, qué cosas se te ocurren!...

ALIDRA.- Mira, tú me has dicho que piensas moralizarme...,


y yo todavía no comprendo bien en qué consiste eso...

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A veces creo encontrar razón en mil cosas que me
corriges; pero luego, en otras, ¡yo también pienso!

ELENA.- Vamos a ver, ¿y qué has pensado?, ¿a qué viene tu


pregunta?

ALIDRA.- A que si no te gusta tu marido, creo lo más inmo-


ral que vivas con él y hagas lo mismo que si te gusta-
se... Me parece peor que si te fueras con otro que te
gustara. Le engañas.

ELENA.- (Sintiéndose incapaz de la respuesta. Un poco


cohibida.) Es que tú no comprendes aún bien las
cosas; no ves cómo son. Le quiero a mi marido, claro
que le quiero... Pero es otra cosa de lo que tú dices,
de otra manera...

ALIDRA.- De eso sí que no te admito lecciones. Sólo hay


una manera de querer... ¿Quererle?... Sí. Claro que le
quieres... También a Guada la quieres..., y a mí..., y a
todos... Tú eres muy buena y nos quieres a todos... Por
eso sabes que hay otra clase de cariño... Contéstame a
lo que te pregunto... ¿Te gusta tu marido? ¿Estás con-
tenta de amar...?

ELENA.- ¿Por qué preguntas eso?... ¿No lo ves?... Le quiero.

ALIDRA.- ¡Mentira! No me dices la verdad.

ELENA.- ¡Alidra! ¿Qué dices? ¿Qué piensas de mí?... Mi bon-


dad no te da derecho a dejar de respetarme, a entrar a
saco en lo más íntimo de mi vida... ¿No lo comprendes?
Es una confianza que no te he dado.

ALIDRA.- (Cariñosa y con mimo.) No te “asustes” ni te enfa-


des, bobina. Que yo no había de decir nada...

ELENA.- ¿Decir qué?..., ¿a quién?

ALIDRA.- Aquí somos como dos amigas buenas, que se encon-


trasen en un destierro, y se quieren y se ayudan mutua-

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mente... Tú lo has dicho así muchas veces: “Lo que aquí
hago con esta chiquilla no lo haría en la ciudad.” Todos
lo saben, y yo también lo “siento” que así es. Aquí sólo
somos tú y yo lo que realmente somos: dos mujeres. Una
para la otra en todo momento. Dos mujeres nada más,
“sin distancias que puedan separarnos”. Esto lo dices tú
también. Son palabras y frases que de ti he aprendido.
¡Como tantas cosas! La soledad nos aproxima y nos igua-
la; es como la desgracia y el amor.
ELENA.- Pero ¿a qué viene...?
ALIDRA.- Viene a que las dos podemos sentir igual y com-
prendernos y consolarnos, y ayudarnos si hiciera falta...
ELENA.- Y, con todo, siempre habremos de ser muy di-
ferentes...
ALIDRA.- No lo creas. Por fuera, en la forma de manifestar
nuestros sentimientos. En el fondo, igual. Sólo exis-
te una diferencia: yo digo siempre las cosas como las
siento; tú te las callas. Para eso “has aprendido más”.
Pero sintiendo eres igual que yo sin saber nada. Y si
no, contéstame a “eso”: ¿te gusta tu marido?... Ahora,
callas, para no confundirme, ¿verdad?... Y es que no,
no te gusta tu marido, si me has de decir la verdad,
como siempre quieres hacer conmigo. No te gusta, y
tienes razón. Tan seco, tan seriote y desapacible como
un día de frío viento en los caminos. No le importa a
él gustarte, además. Nunca se le ocurre un mimo, una
broma, una palabra de agrado o de cariño... ¡Como si
nada de eso necesitaras tú para seguir viviendo a su
lado y queriéndole!... ¡Hay que alimentar los cariños!
¿Verdad?... Y si están un poco enfermos, más. Sólo
piensa en él, en su felicidad, que es egoísmo... Lo
suyo... lo suyo sólo. ¡Y tu cuerpo!... Sí, es frío, duro...
(En tono de consejo y misterio.) Pero tiene también
“sus momentos”, que podías aprovechar... Mira, obser-
vando el otro día..., sin avisar tampoco “ni nada”... de
repente... quiso besarme.

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ELENA.- Alidra, ¿qué dices?
ALIDRA.- (Muy tranquila.) La verdad. Yo no quise “por ti”...
y por eso que he dicho antes: “no tenía gana”.
ELENA.- Pero Alidra...
ALIDRA.- Ya sé que me has dicho cómo las cosas que se
piensan no se dicen... pero a ti, que tan noble me
enseñas eso, ¿también te voy a engañar?... Sabes lo
que te quiero. Eres hoy lo único que quiero, quitan-
do un poquito para León... Me sentiría mala en ocul-
tarte nada... y dichosa si por ti alguna vez, en algo, me
pudiera sacrificar... En lo que fuese...
ELENA.- Vale más que no haga falta... Y tú, dime, ¿quieres a
León, te gusta?...
ALIDRA.- (Como si analizase.) Es fuerte y me defendería
siempre. Casi tiene el rostro feroz de puro feo. Pero
me gusta. Sus manos pesan como un plomo si las deja
caer, pero para mí son como gotas de aceite. Se lle-
naban de agua sus ojos al mirarme. No era cariño lo
que por mí sentía. ¡Era más! Era adorarme. ¡Lo que yo
quiero, lo que yo necesito y exijo!... Le querré “algo”,
si tiene salud...
ELENA.- ¿Salud? ¿Por qué dices eso... y lo condicionas?
ALIDRA.- Porque enfermo no lo querría. A un hombre
enfermo, por mucho que le hubiera querido, yo no
le podría soportar... (Coquetuela.) También ellos son
como un bello juguete para mí...
ELENA.- El que te ame te querría siempre. No amarías tú
mucho a un hombre si le abandonabas enfermo...
ALIDRA.- No siento abnegaciones para el amor. No quiero
nunca su lado feo. Ellos tampoco lo sentirían conmigo
si me quedara ciega, coja, inútil, desagradable... ¡Aman
mi cuerpo! Yo tampoco les pediría el sacrificio... ¡A

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mí también me gusta el hombre sano, fuerte, un poco
feroz!... Quiero “sentirle” superior a mí si voy a él...
ELENA.- ¿Sólo por la fuerza?...
ALIDRA.- Es lo primero que veo...
ELENA.- ¿Y también le quieres alegre, para que te distraiga?...
ALIDRA.- No, no demasiado... Prefiero saber alegrarle yo...
ELENA.- Que te sea cariñoso...
ALIDRA.- No, mejor brusco, huraño, incivil, nada amable de
pronto, pero que se transforme al amarme...
ELENA.- Inteligente sí le querrás..., que te sepa comprender...
ALIDRA.- No, tampoco. Que yo le haga serlo, que yo le
enseñe... En fin, que sólo me sepa amar...
ELENA.- ¿Y bueno?
ALIDRA.- No demasiado, y conmigo nada más.
ELENA.- ¡Dominarle es lo que quieres!...
ALIDRA.- Eso. Pero sin que él se entere, porque me humilla-
ría que lo supiese. Soy yo quien quiere hacer que “se
deja” dominar... Es más bonito..., más...
ELENA.- ¡De mujer! Lo que tú eres: “mujer”.
ALIDRA.- Sí. Muy mujer, muy mujer, si esto es serlo. Mujer
siempre. (Pausa.)
ELENA.- Dime, ¿te agrada Cristino?...
ALIDRA.- No; sabe demasiado para amar. (Sin titubeo.)
ELENA.- Pero tú eres más sabia para el amor.
ALIDRA.- No para el suyo, tan cerebral, según dice. No nos
entenderíamos ni un día entero.

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ELENA.- Con tanto como le inspiras para su arte.

ALIDRA.- Sí. Como modelo yo, y él como artista, podemos


pasar y soportarnos.

ELENA.- Y de Jesús, ¿qué piensas?

ALIDRA.- Dice muchas cosas raras que no entiendo, y “no


me saben” a nada. Acaso por demasiado bonitas. ¿Es
artista? Él lo dice. Lo será. Pero aún no me ha “sabido”
emocionar...

ELENA.- ¡Buen juicio crítico! Si te escuchara, se enmendaría.

ALIDRA.- Diría que soy una ignorante, que es con lo que se


conforman los artistas incomprendidos...

ELENA.- No acertaría, porque en amor sabes mucho...

ALIDRA.- ¡Mucho!... Y de ellos, de los hombres... Y de noso-


tras... Además, digo y hago siempre la verdad.

ELENA.- Leoncio dice que tienes una gran intuición de artis-


ta... ¿Por qué no vas a la ciudad y ganarías mucho dine-
ro?... Tendrías lujo, serías rica...

ALIDRA.- Porque el dinero no me importa. No “lo siento”.


Ya sé que soy artista y conseguiré lo que me propon-
ga. Tampoco me importa la gloria. ¡Mi gloria no es la
de otros, la de quienes la buscan en la ciudad! Mi glo-
ria es alegrar la vida de los que encuentre en mi cami-
no, y el contento que les doy se refleja en mí. Mi gloria
sois ahora vosotros. Antes fueron los acróbatas. Otros
quizá antes que ellos. Después... ¿quién sabe?

ELENA.- ¿Y después?...

ALIDRA.- Después..., un día..., no sé cuándo, llegaré a un


lugar apartado y “querré” quedarme entonces, para
tener una familia tal vez..., pero “mía solamente”...
Un hijo, que vendrá no sé cómo ni de dónde... Aca-

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so algún cariño más... No sé. Lo que sí sé de cierto es
que nunca, nunca, seré de la ciudad, donde todo es
a poquitos y tropieza la vista en todas las esquinas o
cae retumbando por todos los tejados y piedras de la
calle. No, no quiero la ciudad, donde todo es mentira y
pequeño como sus pedazos de cielo: el amor y la bon-
dad, la belleza de las mujeres, toda artificial, y la fuer-
za enfermiza de sus hombres. ¡Yo amo el camino! El
camino y sus laderas, sin que halle obstáculos mi mirar
hasta dar con el horizonte...
ELENA.- Has aprendido mucho, mucho, desde que estás
entre nosotros...
ALIDRA.- Meses ya. Pero esto lo sabía también antes. Ya
lo había pensado y decidido; sólo no sabía del todo
expresarlo; he aprendido ahora tus lecciones...
ELENA.- No en todo...
ALIDRA.- ¿Porque no digo si me gusta Cristino, ni Jesús, ni
Leoncio?...
ELENA.- (Rápida y sin poder reprimir su interesada curio-
sidad.) Leoncio sí te gustará..., porque es brusco..., y
obstinado..., y fuerte, y dominante, y sano...
ALIDRA.- Sí me gusta..., pero no “del todo”... Además...
(Con sincera valentía, después de dudar un poco.)
“Leoncio te gusta a ti”...
ELENA.- ¡Calla! ¿Qué dices? ¿Cómo has podido sospechar...?
ALIDRA.- No es sospecha; es certidumbre. Pero no te asus-
tes. Basta ver cómo te mira... “Nosotras” no nos pode-
mos engañar... ¿No comprendes que a mí me han
mirado “así” tantos...? Y sin tener que mentir ni des-
figurarlo. Diciéndome con los labios y “de una vez”
lo que antes vi en sus ojos. No como Leoncio quiere
mirarte a ti y tú a él, disimulando. Yo leo claro lo que
pasa por vosotros.

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ELENA.- ¿Por mí también? (Inquieta.)

ALIDRA.- Sí, por ti. Ya dije que era como si habláramos con
nosotras mismas. ¿Crees que no te siento estremecida
cuando estás cerca de él?...

ELENA.- (Llena de pavor e incertidumbre.) Si los demás sos-


pecharan también...

ALIDRA.- No temas. “ELLOS” no entienden. A ellos es más


fácil que les engañemos nosotras, y, si fuera preciso,
yo los despistaré por salvarte.

ELENA.- Pero, dime, ¿qué has visto en mí para adivinar...?

ALIDRA.- ¿Que le quieres?

ELENA.- No, no digas eso... ¿Cómo has sabido...?

ALIDRA.- Porque además soy buena y te siento sufrir momen-


to a momento... ¡y no quiero que sufras, no quiero!
(Observando con sobresalto hacia primera derecha.)
¡Tomás, que viene Tomás!... ¡Sécate los ojos!... (Acari-
ciándola.) ¡Pobre, pobre, yo no quiero que seas des-
graciada!... Todo por no ser “como yo”... (Ya desde la
puerta y después de besarla. Pausa. TOMÁS aparece
por la misma puerta que ALIDRA hace mutis, y observa
receloso a su mujer.)

TOMÁS.- Ya te habrá embaucado con alguna de sus gracias


o de sus lástimas... Para todo tiene... Y esto pasa de la
raya, Elena. Tus sentimentalismos, tus condescenden-
cias con esa muchacha nos traerán algún perjuicio...

ELENA.- ¿La temes?

TOMÁS.- Yo, no. Pero reconozco que enardece a los hom-


bres, los solivianta, sacude en ellos una turbulencia de
pasiones...

ELENA.- ¿En ti también?

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TOMÁS.- ¿Por qué lo dices?
ELENA.- Por nada. Como en otros, en ti también podía ser...
Pero, en fin, ¿qué ha hecho la muchacha? ¿De qué la
acusas ahora?
TOMÁS.- No puedes comprenderlo ni yo explicártelo. Es
acaso ella inconsciente en el efecto que causa, pero es
mejor que la eches, que se vaya... Tú eres demasiado
casta para analizarte ciertas sensaciones...
ELENA.- ¿Soy “así” como dices, o tú quieres y te conviene,
para tu tranquilidad acomodaticia, que “así sea”?...
TOMÁS.- No te entiendo yo ahora. Pero dejémonos de fra-
ses, Elena. Echa a la muchacha. Dale algún dinero, y
que se vaya a la ciudad. Ése es su campo.
ELENA.- No; su campo es ser en el camino la alegría de los
que trabajan, como dice ella. El descanso de la vista en
los duros trajines de la faena diaria, alegrando los ojos
de quienes sepan contemplar su belleza sana, tan llena
de exaltaciones nobles para un artista como Cristino,
tanto, como se hace suave para que ojos profanos la
contemplen sin ambiciones inconfesables...
TOMÁS.- ¡Las que enciende ella de deseos en llama, que
parece ser lo que siempre apetece su endemoniada
querencia!...
ELENA.- No, Tomás; el mal no está en ella, sino en los hom-
bres que no saben mirarla. Si tú amases a tu mujer, si
sólo la desearas a ella siempre...
TOMÁS.- ¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo en esto?... No se tra-
ta de mí.
ELENA.- Bueno. Perdona, pues. Me refiero, si lo quieres
mejor, a esos otros, a quienes, según tú, ella enerva...
Si amaran a la que deben, si les gustara más “ella”
sobre todas..., nada sentirían por ésta, ni la tendrían

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que culpar como tú la culpas... Mira a Leoncio qué
poco le interesa... Está absorbido por sus recuerdos...
No es él tan fácil a esa seducción... Ama a otra quizá...
(Con cierta recóndita ufanía, aun sin querer.)

TOMÁS.- Leoncio es un bicho raro, y no cuenta... Lo que yo


te digo es que los hombres de abajo no pueden sopor-
tar con paciencia el verla triscar descalza en aquella
pradera, pies y piernas al aire, cuando no se descuelga
por la tapia del maizal y enseña más arriba... ¡O cuando
no se despoja sin escrúpulo de todo lo que lleva y se
zambulle en el agua de la alberca como una sirena!... Y
ya que dices de Leoncio, sepas que de allí la ayudó a
salir él, el otro día... Y yo le vi cubrirla con lo que vino
a buscar en ese cuarto (la piscina) a toda prisa...

ELENA.- Pues hizo ella mal. La di permiso para entrar ahí (la
piscina) siempre que quiera... Es su pasión el agua, su
obsesión, sumergirse en ella...

TOMÁS.- ¡Buen permiso le has dado! Andará por casa ves-


tida de Eva cuando menos lo pensemos... Compren-
de, Elena, que esto no puede durar. Como distracción
tuya, que así consideré que lo tomabas al principio,
creo que ya basta. Mándala marcharse...

ELENA.- ¡Ah, egoístas! Siempre egoístas. Las culpas de vues-


tras flaquezas, “a ellas”... Las consecuencias, también.
¿Por qué no sois vosotros más fuertes? Yo tengo la
seguridad de que Alidra no hará nada mal hecho, nin-
guna acción reprobable cometerá mientras esté en esta
casa... A ella no os la fiaría yo igual.

TOMÁS.- “El lobo no muerde en la casa que pace”, dice vul-


gar refrán.

ELENA.- Sí, también puede hacerlo si le impacientan... Ella,


ni eso, aunque todos la vayáis a buscar...

TOMÁS.- Esas cosas es mejor no ponerlas a prueba...

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ELENA.- Pues en cierta ocasión debiste pensar conmigo
igual...
TOMÁS.- Tú ibas a ser la mujer “del César”... Lo necesitaba
para mi tranquilidad... El César era yo... Tú sabes...
ELENA.- (Interrumpiéndole brusca.) Mejor es no recordarlo,
porque tu acción me abochorna aun después del tiem-
po transcurrido, y me indigna más y más...
TOMÁS.- Pensé que ya lo tendrías todo olvidado.
ELENA.- No lo olvidaré mientras viva... Quedó muy honda
la huella...
TOMÁS.- ¡Bah! Sentimentalismos, bobadas... Volvamos a lo
nuestro. Esa mujer que se vaya pronto; no quiero ver-
la... (Con la última frase salió CRISTINO.) Y tú (A él),
a ver si dejas de pintarla. La tienes ya reproducida de
mil modos.
CRISTINO.- Y son pocos. Mil manos quisiera yo tener y mil
medios de captación para pintarla. En ella se manifies-
tan y reflejan los temperamentos de todas... Ella es la
fémina por excelencia: el instinto femenino hecho for-
ma, sin moldura convencional ni traba que lo sujete;
natural y sincero.
TOMÁS.- Claro, vosotros, los artistas, siempre encontráis la
manera de enderezar las “escabrosidades”, por tortuo-
sas que sean. Voy a preparar el coche para que salga-
mos enseguida de almorzar... A ti (A ELENA) ya te he
dicho lo que quiero... (Mutis primera derecha.)
ELENA.- (Después de una pausa.) Pues no lo haré. No la
diré que se vaya. ¡Ah, él también es vulnerable, a pesar
de tanto alardear de seriedad!...
CRISTINO.- Déjale; es su carácter.
ELENA.- Sí, su carácter. Esa razón pueril, con que trata de
justificarse todo lo inaguantable de una persona, mien-

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tras hace imposible la vida de los demás... Cuanto más
pienso en las “cosas” que llamáis de su carácter, más
despreciable le veo...
CRISTINO.- Elena, no tiene remedio ya... Si lo hubieras
observado antes...
ELENA.- No estaría yo aquí. De haberle creído tan capaz
de “algo” cuyo recuerdo sólo me abochorna, no me
habría casado con él... ¡No, no! Él ha sembrado en mí
la decepción más grande de mi vida... Ya lo sabes...
CRISTINO.- Sí, pero acaso te exageraron en la narración
de los hechos. Ha pasado tanto tiempo de aquello...
Olvida.
ELENA.- No puedo. ¿Cómo olvidar su cinismo al invitarme
a su propia casa el día antes de casarnos, con objeto
de seducir a una mujer enamorada, poniendo en jue-
go todos los medios que un hombre puede tener a su
alcance para tal fin, intentando vencerme con hala-
gos, con cariños, con todas sus mentiras?... No lo pudo
conseguir, no sé por qué; sí sé que no por virtud mía.
Una causa imprecisa me ayudó y me salvó en aquellos
momentos, para resistirme a su pretensión infame y no
ceder... Por eso él se casó conmigo. Lo dijo así a sus
amigos, con quienes había tramado la apuesta, ofre-
ciéndoles no desposarme en caso de que mi debilidad
de mujer —tan respetable, por lo menos, como todas
las suyas— cediera. Fue la apuesta indigna que todos
sus amigos admitieron... ¿A esto llaman algunos honra-
dez? Yo la desprecio. ¡Qué saben esos que así juzgan los
estados de ánimo por que atraviesa un corazón feme-
nino, una sensibilidad de mujer! ¡Y qué importa que él
se crea ahora digno y me crea tal a mí, por poseer sólo
mi carne impoluta, mi conducta intachable a su modo!
¡Si mi espíritu se está constantemente rebelando entre
sus propios brazos, y mis pensamientos huyen indómi-
tos ante su vista!... Para su orgullo insensato, le basta
no saberlo... Mientras, yo me avergüenzo de mí misma

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constantemente... ¡Ah, tiene razón Alidra, esa criatura
inconsciente, que, como tú dices, es la encarnación del
sentimiento en bruto de todas las mujeres! ¡Tiene razón!
Esto mío es lo inmoral, lo más inmoral; más inmoral mil
veces que un insensato extravío de pasión; más inno-
ble, más detestable... ¡más feo, sí!

CRISTINO.- Calla, Elena, pobre atormentada, calla. Me das


miedo...

ELENA.- Sí, no sabes mi tortura en este silencio... (Nerviosa-


mente sollozante.)

CRISTINO.- ¡Pobre hermana! Confía en mí. Sabes que pue-


des hacerlo... más que en los otros... “Soy más tu her-
mano”, como dice Guada...

ELENA.- (Turbándose y mirándole.) ¿Por qué me dices


eso?... Igual... Tú más “comprensivo” y eso es todo...

CRISTINO.- (Después de una pausa.) Dime... Quisiera pre-


guntarte, si me lo permitieras...

ELENA.- Di.

CRISTINO.- ¿No has de ofenderte?

ELENA.- Habla.

CRISTINO.- Leoncio y tú..., de niños..., creo recordar... Per-


dóname si te hiero... Sólo deseo ayudarte, “si hiciera
falta”...

ELENA.- (Tratando de disimular, pero con entereza.) No,


nada... Estate tranquilo... Ni nos acordamos ya... Cosas
de chicos...

CRISTINO.- Confía en mí siempre, Elena. Te lo pido.

ELENA.- Siempre, siempre, Cristino... Pero en él no; para


nada. Ni en su fidelidad conyugal tampoco. Sólo se

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defiende, sintiendo rencor ante la belleza de una mujer
que solivianta sin pretenderlo sus concupiscencias...

CRISTINO.- Sé generosa una vez más. Perdónale, Elena. No


fomentes el odio en tu corazón de mujer... Sería “aho-
ra” peligroso para todos... (Suena lejanamente el rui-
do de un motor, como si estuvieran preparándolo.) Voy
con ellos, por si me necesitan. (Se acerca a ella y la
estrecha con cariño una mano. Pausa.)

ELENA.- Gracias, gracias... (Mutis CRISTINO. Entra ALIDRA,


y mimosa trata de conquistar la voluntad de ELENA.
Desde la puerta, y como si observara.)

ALIDRA.- Elena, Elena... Están ahora “los hombres” hacien-


do una reparación en el coche para ponerlo en mar-
cha, y hay para rato... ¿Me dejarás mientras...? (Men-
cionando nadar. Muy mimosamente.) ¡Hace tan gran
bochorno! ... Es mi vicio... No tengo otro... Ninguna
otra cosa te pido.

ELENA.- (Condescendiendo.) Entra. Pero no cierres del


todo. Me das miedo cuando te metes en el agua...
Temo siempre que un día te pase algo...

ALIDRA.- Bueno. No cerraré... Pero ¿y si viene alguno y me


ve? Luego todo son culpas para mí.

ELENA.- Estoy aquí yo; cuidaré... Mientras, podemos char-


lar... Yo también necesito oírte. Estoy triste... Cuéntame
tus cosas, que tanto me entretienen. (Sin aguardar a
entrar, ALIDRA va soltándose el trajecillo de los hom-
bros. Entra en la sala de la piscina y junta las puertas.
ELENA sigue hablando desde la escena.) Oye, Alidra.
¿Estaba Leoncio con ellos?... (Suenan los chapuzones
en el agua.) ¿Le viste?

ALIDRA.- ¡Qué delicia! Voy a perfumarme con todo lo que


hay aquí... ¿Me dejas?... ¿Qué dices de Leoncio?... Se
marchó preocupado, enfadado más bien... ¿No crees?

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ELENA.- No sé; digo que si estaba con ellos... porque des-
de luego no está en su cuarto. (Observando primera
izquierda.)
ALIDRA.- No, no le vi. Andará por el parque, porque en la
casa estamos nosotras solas. Eso sí lo sé. Me lo dijo
Guada... ¡Qué buena está! (Se oye otro chapuzón.) ¡No
hay placer comparable con éste!... Un goce, para mí,
que no se parece a nada... ¡Viviría en el agua!...
ELENA.- ¿Cómo una ninfa?...
ALIDRA.- (Riendo.) O como una serpiente...
(Pausa grande. Aparece LEONCIO, asomándose y escon-
diéndose, como si acechase un oportuno momento. Trae el
cabello alborotado y los ojos rojizos, como si despertara de
un terrible sueño. ELENA, de espaldas al sitio por donde
entra él, no le percibe.)
ALIDRA.- (Dentro.) Habla, Elena... Dime algo, para saber
que estás ahí; me da miedo que vengan. Yo también
te escucho... (ELENA, sorprendida por Leoncio, queda
sujeta por él, que ahoga la respuesta entre sus labios.
Lucha y forcejea ELENA, prisionera entre aquellos bra-
zos que le son amados, hasta que, poco a poco, bien
se adivina que pierden fuerzas voluntariamente, sub-
yugada a su amor, hasta creerse pronta a ceder por la
pasión, que, a su pesar, la envuelve y siente. ALIDRA
insiste desde dentro.) ¡Elena! ¡Elena!...
ELENA.- (Intentando una reacción.) ¡Ah, qué horror!... ¡Has
bebido!... ¡Apestas!... ¡Suelta! ¡Suelta!...
LEONCIO.- No, no... Te amo... Eres mía, Elena... ¿Verdad?...
(Viéndola ceder vencida.) ¡Al fin..., al fin! (La retiene
con pasión entre sus brazos y la besa repetidamente.)
ELENA.- (Abriendo mucho los ojos, que fija insistentemente
en él.) ¡Ah, no! ¡Así no!... ¡Suelta!... ¡Suelta!... ¡Eres bes-
tial!... (Queriendo desasirse mientras él más la sujeta,

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como presa que se le escapara. En un recurso supre-
mo, estremecida, va hacia la piscina arrastrándole y
sin conseguir que él la suelte.) ¡A... li... dra!... ¡A... li...
dra! ¡Pronto!... ¡Pronto!... ¡Sálvame, Alidra!... ¡Salva a
Elena! 2 (Sale ALIDRA envuelta en una tela, kimono o
bañador, de colores fuertes, lo más atractiva posible,
bajo cuyas telas se presiente su carne desnuda, fresca
y saturada. ALIDRA los mira y comprende. La acción y
el gesto son rápidos. Felinamente echa su brazo al cue-
llo de LEONCIO, procurando rozarle con él la cara,
insinuante, expresiva, para atraérselo con coqueterías,
hasta lograr sustraerlo a la idea dominante, llevándo-
selo como un autómata hacia las habitaciones inte-
riores. (Primera izquierda.) Esta escena, de intensísi-
ma feminidad y emoción, depende en absoluto de los
actores. ELENA, temblorosa y febril, los ve marchar,
en una lucha intensa con su propia pasión. Los sigue
con la mirada, presintiendo el “fin” de la pareja, y sus
labios, temblorosos como sus manos, buscan traspasar
el umbral con el ansia de contener lo que temen... Pal-
pa la jamba, quiere avanzar y se detiene..., balbucea,
atisba CON LOS OJOS CERRADOS, adivinando lo que se nie-
gan a ver..., pero como si lo mirasen.)
ELENA.- Es mejor..., es mejor..., sí..., sí... Salvada..., ¡salva-
da!... Pero... ¡a costa de cuánto!... (Cae sollozando jun-
to al dintel, mientras desciende rápido el

TELÓN

2
Si la comprensión artística y la cultura del público lo concediera, el
ideal del escritor-artista sería que Alidra saliese desnuda a escena, salpicado
su cuerpo aún por el agua, que ha abandonado instantáneamente al oír las
voces angustiosas y entrecortadas de Elena, sin darle tiempo a envolverse
ni secar su carne. Desde luego, piernas y brazos, si la artista ha de cubrirse,
estarán empapados, y a su paso quedarán huellas húmedas impresas sobre
el pavimento. (N. de A.)

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TERCER TIEMPO

Habitación confortable en planta baja. Por un gran venta-


nal se ve el parque. Son las siete de la tarde.
ALIDRA repasa, saca y contempla “sus joyas” del cofrecillo.
Las mira y se las prueba, viendo el efecto en un espejo, vol-
viendo a guardarlas con gran cuidado y envueltas en un
papel de seda. Está sentada en el suelo. Lleva los pies descal-
zos y muestra sus piernas sin medias. Pruébase también las
ajorcas en los tobillos. Llegan ruidos de golpes a hierro y de
poleas, voces de hombres que gritan. Frases del trabajo.

ALIDRA.- Parece que está una en los infiernos. (Viendo


entrar a GUADA.)

GUADA.- ¿Viste a Elena?

ALIDRA.- No; ni a ti tampoco en toda la tarde. Ella siempre


me anda “ahora” buscando.

GUADA.- Ahora y antes. Yo estuve fuera de casa.

ALIDRA.- Me lo figuré.

GUADA.- Y tú, ¿qué haces ahí?

ALIDRA.- Contar mis riquezas. Valen tanto como las de


Tomás.

GUADA.- No le nombres con tan poco respeto.

ALIDRA.- Como me nombran a mí ellos. Y no merecen más


que yo.

GUADA.- Qué sabrás tú lo que ellos valen...

ALIDRA.- Vaya que lo sé. Como otro cualquiera.

GUADA.- ¿Como los charlatanes y titiriteros, con los que


ibas antes?...

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ALIDRA.- ¡Ya quisieran éstos!... Para aquéllos era yo como
una reina de antes. Para éstos soy... una mujer más.
GUADA.- Entonces, ¿no te gusta la vida esta?
ALIDRA.- No; no me gustan los que me la dan. Por eso repa-
so mis riquezas..., que es tanto como preparar mi equi-
paje... (Enseñando los vidrios del cofrecillo.)
GUADA.- ¿Te piensas marchar?
ALIDRA.- Sí, pero no lo digas, Guada. Lo siento sólo por
Elena. Ella también querría marcharse muchas veces...,
¡muchas! Salir como yo saldré, por una ventana o por
una puerta..., ¡lo mismo me da! Ella, aquí presa. ¡Ben-
dita mi libertad!
GUADA.- ¿Y por qué te marchas?
ALIDRA.- Por... (Conteniéndose.) No puedo estar más en
esta casa. Acabaría por esclavizarme también, quedán-
dome para siempre... Y... ¡no quiero! ¡No quiero!...
GUADA.- ¿No será que tus amigos antiguos andan por estos
alrededores y sientes la nostalgia?...
ALIDRA.- Tal vez. No les he visto... Sólo escuché chirriar las
ruedas de sus carros cuando por ahí pasaban, y más tarde
me pareció oír sus panderos, sus violines y sus flautas...
(Va hacia el balcón.) Ahora no se puede oír nada... ¡Con
tanto ruido como viene de ahí!... (Hacia la derecha.)
GUADA.- Pronto acabarán...
ALIDRA.- Sí, ya están acabando la jornada y empezarán a
venir los hombres de esta casa. Entonces me marcharé.
GUADA.- Les huyes ahora. ¿No quieres verlos?
ALIDRA.- No. Prefiero ir por el parque y escuchar los pan-
deros y los cantos de mi gente. Según los traiga el aire,
conoceré por dónde han acampado.

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GUADA.- ¿Y te irás con ellos?...
ALIDRA.- Sí. Pero sólo lo sabes tú. No te olvides.
GUADA.- Pero ¿a Elena tampoco debo decirle nada?...
ALIDRA.- Nada. Te lo ruego. Sé que voy a causarle una
gran pena. Retrásasela. ¡Yo también la tengo! Además
no me dejaría “ahora” marchar; lo sé; es muy buena...
(Con pena, que procura desechar.) Mira, mira qué lin-
das están mis piernas con tantas ajorcas... (Poniéndose
de pie y haciéndolas sonar.)
GUADA.- Por donde vayas se te conocerá el pisar...
ALIDRA.- Por donde vaya..., sí, para los míos..., para que
ellos me admiren, y amándome como saben, me sepan
respetar... Para ellos soy siempre extraordinaria. ¡La
mejor!..., “pase lo que pase”... Para éstos..., aunque me
necesitaran, sería sólo una mujer vulgar o una cual-
quiera... (Escuchando.) ¿Han parado ya?
GUADA.- Sí, pronto sonará la sirena. (Suena un pequeño sil-
bido, no demasiado estridente.)
ALIDRA.- (Recogiendo sus cosas con rapidez.) Me voy, me
voy antes de que vengan.
GUADA.- (Deteniéndola brevemente.) Pero no será ya “del
todo”...
ALIDRA.- No, todavía no... Luego me verás... (CRISTINO
entra en momento de escuchar las últimas frases de
ALIDRA y GUADA. Ésta hace mutis.)
CRISTINO.- ¿Hablabas en serio, Alidra?
ALIDRA.- No. Me gusta asustaros nada más... ¿Será verdad
que tanto me necesitáis?
CRISTINO.- ¡Tanto, que si tú nos faltaras, iríamos en tu bus-
ca, peregrinando hasta el fin del mundo y de la vida!...
(Medio en broma, medio en serio.)

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ALIDRA.- ¿Tú, y Jesús, y Mario, y Leoncio..., y hasta...? (Con
explosión satisfecha.) Pero ¿qué tengo yo para que así
me necesitéis?... (Riendo gozosa.)
CRISTINO.- ¡Eres todo para el hombre! Acaso la ilusión per-
petua que necesita él, para tener una razón de vivir...
ALIDRA.- ¡Qué bonito es ser eso y, sobre todo, “sentirse” ser
eso, como yo lo siento!
CRISTINO.- Pues eso eres: la Forma Eterna... ¡Cuando vinis-
te, cuando “apareciste”, mejor dicho, ya había llegado
a su colmo nuestra resistencia para continuar aquí. Tú
hiciste renacer nuestra energía...
ALIDRA.- ¿También la de Leoncio?...
CRISTINO.- ¿Por qué sospechabas que la de él no lo nece-
sitaba?... También. Y hasta Mario, el pequeño, a quien
tú, inconsciente acaso, despiertas de su sueño infan-
til... Hasta Elena se sintió optimista, y la misma Guada
parece que tiene mayores ganas de vivir...
ALIDRA.- Uno hay, sin embargo, que no necesita de mí...
CRISTINO.- ¿Tomás?... El Prosaico entre todos...
ALIDRA.- Al menos en apariencia, me desprecia siempre.
CRISTINO.- ¿Y a ti que te importa, si todos nos rendimos a
tu belleza? ¿Es por él por quien te irías?...
ALIDRA.- No; por mí sólo; por lo que vine: por mi capricho...
CRISTINO.- Pero ahora no lo harás...
ALIDRA.- No sé.
CRISTINO.- Sería ingratitud. ¿Qué te falta?
ALIDRA.- Algo que no tengo. Me admiráis, sí. Tal vez por-
que, como tú dices, todos necesitáis de mí... Pero lle-

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gado un momento, no tendría la estimación que nece-
sito. Y sólo entre los míos podré encontrarla siempre...
Ellos, artistas y bohemios, saben apreciar todo lo que
hay en mí. Más aún: “endiosarme” casi..., como dices
tú que se hace con lo bello... (Pausa.) ¡Pobre Elena!
¡Ella sí que también me comprende y me quiere! Me
comprende y comprende todo, que, como dice Jesús
que dijo no sé quién, es como perdonarlo todo... Ele-
na, sí... La buena..., la santa...
CRISTINO.- Sí que lo es...
ALIDRA.- ¡Tú qué sabes!
CRISTINO.- Igual que tú; mejor dicho, más. Soy casi su her-
mano, y la conozco desde que nació...
ALIDRA.- ¡Vaya una razón para conocerse! ¡Qué sabes tú
siendo hombre!... Yo sí que, en menos tiempo, la
conozco mejor y sé cuánto vale Elena, y lo que siente,
y lo que piensa, y lo que desea, y lo que ama... ¡Lo sé
todo!... Y todos los hombres juntos, con vuestro saber,
no podríais entenderla nunca como yo...
CRISTINO.- ¿Eres zahorí?
ELENA.- Soy mujer. Otra mujer como ella.
CRISTINO.- Como ella, no.
ALIDRA.- ¿Quieres decir peor?...
CRISTINO.- Ni mejor, ni peor. Otra.
ALIDRA.- Eso. Ni mejor ni peor; pero “otra”, tampoco...
“Una” de las muchas que ella puede ser o podría haber
sido..., una parte de ella misma.
CRISTINO.- ¿Cómo? Explícame. (Tomándoselo a broma y
por oírla.)
ALIDRA.- Sí, mucho de cuanto hay en mí y hago yo, lo sien-
te y querría a veces hacerlo ella. Pero sabe dominarse

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y dominarlo. La enseñaron y aprendió. Ella es “por fue-
ra” como la hicieron los hombres. Yo, como me hizo
Dios: “Eva”. Sin que los hombres se tomaran la moles-
tia de enmendarme. Ahora es cuando empiezo a com-
prender algo. Y se lo debo a Elena. No sé si esto ha de
hacerme más feliz... (Pausa. Meditativa.) Cuando yo
tenga un hogar mío...
CRISTINO.- ¿Tuyo nada más?
ALIDRA.- Sí, mío. Sólo mío. Pondré en práctica todo lo bue-
no que de Elena he aprendido.
CRISTINO.- Y mientras...
ALIDRA.- Mientras..., quiero gozar de los afectos sólo “al
pasar”... Ser para todos eso tan bonito que tú me has
dicho: la alegría que haga revivir al triste en su jornada,
la emoción que le exalte o conmueva, el gozo de las
miradas, la esperanza en un dolor, la ilusión que vuel-
ve después de un desengaño, ¡el agua de un sediento,
la inspiración del artista!... El remedio de otra mujer no
tan “despreocupada” como yo..., ¡si llega el caso! Todo
eso... y ¡más!, sin acabar nunca... quiero ser...
CRISTINO.- Eres ambiciosa. (Coge un lienzo que está recos-
tado en la pared. Él lo coteja con su modelo, mientras
ALIDRA lo mira. Se tendrá en cuenta que este lienzo no
es el que CRISTINO pintaba en el acto anterior.)
ALIDRA.- Como todas las mujeres, y yo soy una. (Pausa.)
¿Lo terminaste ya? (Por el cuadro.)
CRISTINO.- Por ahora sí. Pero aún falta retocar. Mañana
continuaremos. (Mutis primera izquierda.)
ALIDRA.- ¿Mañana?... (Mirándole.) Bueno... (Mutis CRIS-
TINO. ALIDRA queda como distraída, viéndole mar-
char. A espaldas de ella entra TOMÁS. Coteja ALIDRA
frente al cuadro su pierna, comparándola con la que
está pintada en el lienzo.) No, no acierta del todo.

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Está mejor la mía, por mucho que diga... Y los hom-
bros, igual... (El mismo juego. Avanza TOMÁS y que-
da un poco indeciso entre quedarse o marchar al ver a
la muchacha. Observa luego que está sola y mira —no
resistiendo a la tentación— cuanto ella enseña. Se le
ve luchar con sus ideas. Poco a poco cede al instinto, y
en un arranque se aproxima y la besa. Ella se revuelve
fieramente, sin saber aún de quién se trata.) ¡Que no!
¡¡Que ya no me toque nadie!! ¡Porque...! (Amenaza con
ojos y con dientes, quedando un poco paralizada y sor-
prendida al reconocer que se trata de TOMÁS.) ¡¡Tú!!...
¿Usted?... ¡¡Tomás!!... (Él se muerde las manos o se tapa
la cara con ellas. Es difícil adivinarlo.)

TOMÁS.- (Con rabia.) ¡Vete, mujer, vete!

ALIDRA.- ¡Eso! Ahora, écheme usted la culpa también... ¿He


sido yo?... ¿Tengo yo la culpa, efectivamente, de su
estupidez?... Eso le diría usted a su mujer... Y sería una
cobardía, tanta como la que tuvo usted con ella cuan-
do se quiso convencer de que era fuerte para resistir
la seducción... Usted no lo ha sido tanto para resistir a
la mía. ¿Por qué? Y eso que no he puesto nada de mi
parte... Menos mal que Elena no le había de creer. Ella
sabe que cuando se debe, se resiste... Claro que eso,
según algunas teorías, se queda para nosotras... ¿No es
así? Para las pobrecitas mujeres... ¿Es ése su criterio, su
moral?... (Irónica.)

TOMÁS.- ¡Calla! No te burles, Alidra, de mi flaqueza...

ALIDRA.- Pero ¿tiene usted “eso”?... Si no me burlo... Sólo


quiero que usted la reconozca para que perdone las
ajenas... Y sepa que yo también le he conocido. ¡Gran-
dísimo hipócrita!

TOMÁS.- ¡Te aniquilaría, mujer!

ALIDRA.- (Iniciando el mutis fondo derecha.) Ya lo sé; por-


que te venzo. (Burlona, desde la puerta.)

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ELENA.- (Primera derecha.) ¡Alidra, Alidra!... (Desde den-
tro.) ¿Dónde te metes?... (Saliendo.) No la veo en toda
la mañana... ¿No estaba aquí esa chiquilla?

TOMÁS.- ¿Soy yo acaso su guardián?... No la he visto.

ELENA.- Es extraño... Yo venía a buscarla... (TOMÁS parece


que busca algo en un mueblecillo con cajones.)

TOMÁS.- (Disimulando.) Pues no está. Ya lo ves.

ELENA.- ¿Qué buscas?...

TOMÁS.- Nada. Una cosa sin importancia, que se me ha


extraviado.

ELENA.- Habérmelo pedido; ¿qué es?

TOMÁS.- Nada..., nada...

CRISTINO.- (Saliendo primera izquierda.) ¿No está aquí


Alidra?...

TOMÁS.- ¡Y dale con Alidra!

ELENA.- Dice Tomás que no la ha visto.

TOMÁS.- Y no la he visto, no... Parece que estáis asustados


desde hace unos días, que teméis perderla... Os noto
con desasosiego en su busca en cuanto pasa un rato
sin que la hayáis visto... ¡Así se la llevase el diablo!
(ELENA y CRISTINO se miran con incertidumbre.)

CRISTINO.- (Como si se dirigiese a ELENA.) Pues aquí la


dejé... Fui a cambiar mi ropa...

TOMÁS.- No será porque la tuvieses sucia de haber traba-


jado...

CRISTINO.- No; quiero manumitirme de ese trabajo. Mi ver-


dadera vocación parece renacer en mí...

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TOMÁS.- Todos desertáis lo más práctico... Leoncio también
lleva más de veinte días sin aparecer por el taller, ni
por la casa siquiera...

CRISTINO.- (Adelantándose al deseo de ella.) Dijo que iba


unos días de caza...

TOMÁS.- Excusas contra el trabajo... ¡Sois unos locos!...

CRISTINO.- ¡Yo, sí! De divinas locuras que no entran en las


rutinas de cada día... ¡Sobre todo cuando la belleza nos
deja una estela en los ojos!...

TOMÁS.- ¿Has mirado mucho a tu modelo?...

CRISTINO.- Lo suficiente para exaltar mi vocación...

TOMÁS.- Ella, y siempre ella, la causante de todo... ¡Y tú (A


ELENA) sin quererlo comprender!

ELENA.- Eres siempre injusto; no la culpes. No me cansa-


ré de repetir que el mal no está en ella, sino en voso-
tros. Ella os da lo mejor que tiene; vosotros lo empleáis
según el propio entender...

TOMÁS.- ¿También tú la defiendes?...

ELENA.- ¡Siempre! Ahora, más. Hay ya en ella mucho de mi


ser... (Con vaguedad.)

TOMÁS.- No, porque te odiaría...

ELENA.- Pues si me valiera, diría que ambas nos completa-


mos... Hay veces en que ella querría ser como yo..., y
las hay en que yo...

ALIDRA.- (Que aparece a tiempo de completar la frase.)


“Hubiera querido ser ella”... ¿Verdad, Elena?...

TOMÁS.- ¡Mentira!... ¡Nunca querrá eso “mi mujer”! ¿Para


qué lo puede desear?...

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ALIDRA.- Para poder amar... ¡amar!, con la misma libertad y
despreocupación que yo lo hago...
ELENA.- (Mitad pidiendo prudencia, mitad en reprensión.)
¡Alidra!
CRISTINO.- ¡Chiquilla, calla!
TOMÁS.- (Todo muy rápido.) Pero ¿qué dice esta mujer?...
ALIDRA.- Lo que pienso, como siempre. Y lo que “diría” ella
si todo cuanto le enseña a callar, educación, creencias,
dudas, temores, convencionalismos —¿se dice así en
vuestros “principios”?—, la dejaran. Pero, sobre todo,
si creyera que vosotros, los hombres, ibais a ser capa-
ces de entenderla.
TOMÁS.- Pues que lo diga igual...
ALIDRA.- Ya no puede ser. Se lo impide todo eso que ella
ha querido poner también en mí, y de lo que me llevo
parte. Una parte de ella misma, que ya pesará en mi
vida, y a mi pesar acaso, como algo inevitable y para
siempre... Eso que ella llama “su moral”..., la que “la
hicieron” tener... Un poco tarde llega a mí, es cierto,
pero llega... No sé aún si para hacerme desdichada o
para darme felicidad...
TOMÁS.- Tú eres una inconsciente... ¡Bastante se te dará de
una cosa u otra!...
ALIDRA.- ¡Quién sabe!... Pero a ti mejor te será callar...
Para ti ya sé que nunca significa nada ni mi desgra-
cia ni mi felicidad. Los que eran como tú, son los que
nunca dieron importancia ni tuvieron nada que ense-
ñar a la chiquilla del camino: sin casa, sin escuela, sin
hogar, sin padres que la amaran, sin origen, y lo que
es peor muchas veces: ¡sin pan!... ¡Bah, una mujer
para el mañana!... ¿Qué vale una mujer para el maña-
na, habiendo tantas?... Dejadla rodar... Y en el camino
me quedé... ¡Y al camino quiero volver para gozar su

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libertad!... ¡Pero ya no iré sola!... Muchas ideas y bue-
nos propósitos me acompañan... Los debo a Elena. A
otra mujer, que fue buena para mí...

ELENA.- (Como si entre ambas se entendieran.) Mira no sea


luego tarde para ponerlo en práctica...

ALIDRA.- No; los guardo ya como un precioso tesoro cuya


posesión nos inquieta, pero al que podemos recu-
rrir en decisivo momento... ¿Tarde?... ¿Pronto?... No sé.
Será lo que “Dios quiera”, como también de ti aprendí
a decir... Pero sí he de procurar sea en momento tan
seguro y preciso de mi vida, que no me haya de arre-
pentir..., ¿entiendes?...

ELENA.- Sí, cuando estés serenamente gozosa. Cuando nin-


guna tentación de la vida sea propicia a acometerte...,
¿no es eso?...

CRISTINO.- No parece sino que habláis para vosotras...

TOMÁS.- Las mujeres, entre ellas, hablan siempre de ese


modo... cuando quieren ser sinceras.

CRISTINO.- Pues, por mi parte, ese tono equívoco, confieso


que no lo entiendo... Sin embargo, algo creo adivinar. (A
ALIDRA.) ¿Es que piensas marcharte?... ¿Vas a dejarnos?

ALIDRA.- Tal vez sí...

ELENA.- No; todavía, no... Es pronto... (Rápida.)

ALIDRA.- (Mirando vagamente hacia el camino. Con nos-


talgia.) Es tiempo...

CRISTINO.- Y ninguna fuerza será capaz de detenerla cuan-


do el camino la llama..., ¿verdad, Alidra?... (Ella mueve
afirmativamente la cabeza.)

ALIDRA.- (Un poco inconsciente y siempre complacida.) Soy


la diosa de él, como me decía siempre León...

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CRISTINO.- Eso. ¡La diosa del camino! Y su gozo está en
recibir este culto, sintiéndose adorar por los ojos des-
lumbrados de quienes no lo esperan... Gañanes, zafios,
que sólo cuerpos sarmentosos y trashumantes vieron
junto a sí..., ojos cansinos por la rutina de un len-
to vivir, olvidando que existe la belleza, y se sienten
renovados al contemplarla tan de cerca.
TOMÁS.- ¡Literatura! Dejadla que se vaya cuanto antes a ser
todo eso que tú dices, y acaso ella piensa...
ALIDRA.- Desea que me vaya porque le he vencido. Me
teme. Por eso no podrá humillarme con su desprecio...
(Provocativa y altanera.)
ELENA.- ¿Qué dices, Alidra?... Faltar así el respeto...
ALIDRA.- (Entre burlona y satisfecha.) Sí. Estás vengada,
Elena. Nada hay más débil que tu marido... Para que lo
sepas... Ven que te lo cuente. (Cogiéndose a su brazo.)
No he de ocultarte nada (Confidencial.), ni de esto...
ni de “algo más”, que tú mucho deseas saber. Ven, Ali-
dra es buena; no te engaña y sabe ser agradecida siem-
pre para ti... Ya lo dice tu marido: “El lobo no muerde
en la casa que pace”... Ven..., ven. (Mutis ambas.)
TOMÁS.- ¡Las cosas que contará ahora a mi mujer!... Es para
matarla...
CRISTINO.- Es para adorarla... Siquiera de lejos, vamos
nosotros también... (Mutis.)
MARIO.- (Saliendo.) Ali... (La llama.) Otra vez se marcha...
(Con descontento.)
JESÚS.- (Segunda izquierda.) Pero ven acá, muchacho, y dime
lo que te ha pasado... ¿Por qué te veo estos días como
lloriqueando en todo momento, tristón, cabizbajo?
MARIO.- Por eso que me decís constantemente, y ahora
me doy cuenta, y hasta ahora no me había importa-

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do... Porque, según vosotros, soy un niño... ¡Un niño
siempre!
JESÚS.- Pero no para llorar. Para eso eres un hombre ya...
¿Te ha visto así Elena?
MARIO.- No. Eso es lo que no quiero de ninguna manera:
que me vean “ellas”. ¡Se reirían de mí!
JESÚS.- Elena, no.
MARIO.- Alidra, sí.
JESÚS.- ¡Alidra!... ¿Es ella la causa de tus lágrimas?... ¿Por qué?
MARIO.- Ésa es mi rabia: no saber por qué. La veo y llo-
ro; se aparta de mí, y también. Es ella la causa, y no
sé por qué es ella. Dime, escucha: tú tienes que haber
sentido esto alguna vez... Fuiste niño como yo, si es
que lo soy.
JESÚS.- Sí, fui niño como tú, y pasé a hombre como tú vas
a pasar: con un íntimo dolor, del que no se conoce la
causa, con lágrimas y con bochorno, aun sin tener de
qué avergonzarnos...
MARIO.- Eso, eso... Yo también siento una vergüenza, una
timidez..., que es temor y gozo a un tiempo... Algo que
duele aquí dentro, muy adentro... (Señalando el cora-
zón.) ¿Es Alidra la causa?... Sí. Tal vez. Pero lloro sin
que ella lo sepa, ni me haya hecho nada. Si me ve, aca-
ricia mi cabeza y tiene una mirada protectora para mí,
que me ofende y humilla más que me halaga... ¡No, no
quiero esa mirada!... ¿Por qué no ha de mirarme como
a vosotros os mira? Conmigo ríe, juega, bromea... pero
de otro modo que lo hace con vosotros... ¿Por qué? ¡No
quiero así su cariño, ni sus caricias; me humilla, me
humilla..., no quiero... no las quiero!...
JESÚS.- ¿Tendrá razón Tomás cuando asegura que ella nos
envenena a todos?...

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MARIO.- (Vivamente.) No; Alidra es buena. Todos hemos
estado más contentos con ella. Yo la quiero, Jesús, her-
mano. Todos, todos la queremos..., ¿verdad?

JESÚS.- Sí. Pero ella sólo ha nacido para dejarse amar... Por
eso igual nos quiere a todos...

MARIO.- Sí, a todos igual... ¿Es mala por eso? ¡No te entien-
do! Explícame...

JESÚS.- No puedo todavía. La vida te lo irá explicando...


Sobre todo cuando sientas lo que yo siento...

MARIO.- ¡Y nunca has dicho nada! ¿La quieres también?... ¿Y


sufres como yo? ¿Y lloras?... ¡Pero tú eres hombre! ¿Por
qué callas?... ¿Por qué no se lo dices?...

JESÚS.- Porque... se reiría igual que si se lo dijeras tú. No


es mujer que se conmueva ni se retenga porque la
aman... Ella nació para eso: para ser amada.

MARIO.- Entonces... tiene razón Tomás en no quererla...

JESÚS.- ¿Y piensas, de verdad, que no la quiere también “a


su manera”?

MARIO.- ¿Nos habrá envenenado a todos, como dice él?...


(Ingenuo.)

JESÚS.- No, tampoco. ¿Está el mal en ella?... ¿Está en noso-


tros?... ¿Cómo poder dar solución a este problema?...

MARIO.- (Ingenuo.) ¿Es problema financiero o de poetas?...

JESÚS.- Problema eterno entre el hombre y la mujer... Pro-


blema de sexo...

MARIO.- ¿Son peores las mujeres que los hombres?... Dime...,


explícame... Quiero saber...

JESÚS.- Son distintas y nada más.

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MARIO.- Tú me lo irás explicando todo, ¿verdad, Jesús? Por-
que eres hombre..., y yo lo voy a ser... Porque fuiste
niño...

JESÚS.- ¡Y no volveré a serlo!... ¡Qué pena trae la naturale-


za! No nos deja avanzar sin aumento de inquietudes y
siembra de dolores. (Inicia el mutis primera derecha.)

MARIO.- (Deteniéndole.) Oye, Jesús..., ¿no dirás nada de


esto a las mujeres?

JESÚS.- No.

MARIO.- ¿A Guada tampoco?

JESÚS.- Tampoco a Guada...

MARIO.- Yo también callaré. Tampoco tú quieres que ellas


se enteren de que has llorado, ¿verdad?... (A tiempo de
verla.) Viene Elena... Vamos..., vamos, que nos lo va a
conocer. (Mutis rápido.)

ELENA.- (Recelosa y seguida de GUADA, que viene tras


ella con su calma habitual.) ¿Le has visto al fin?... ¿Le
encontraste? ¿Le pudiste convencer de que viniera?...

GUADA.- Sí, déjame descansar... Estoy rendida... Le encon-


tré por allá arriba..., junto a la casa de los leñadores...
Con ellos ha convivido estas semanas... ¡Buen trabajo
me costó subir, y más convencerle!...

ELENA.- Pero al fin... Habla, habla..., me impacientas... ¿Ven-


drá?

GUADA.- Creo que sí... Casi seguro que le he convencido.


Pensaba, desde luego, marcharse, y dio el pretexto de
la caza con ánimo de no despedirse siquiera... Irse y
avisar de lejos... Evitarse las excusas... Le convencí de
que debe hablarte... Que tú lo quieres así...

ELENA.- Otra vez marcharse... “y solo”...

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GUADA.- (Queriendo interrogar con la mirada.) Nada me
dijo... “Solo creo yo”...
ELENA.- No, yo no le dejaré. He de impedírselo, ahora más
que nunca, después de lo que “sé ya”...
GUADA.- Elena, mira lo que haces... Os quiero a todos...
A ti más que a ninguno, quizá. Piensa lo que vayas a
hacer...
ELENA.- ¿Qué temes?... No... ¡Pobrecilla!... ¡No tiembles;
estate tranquila!... Tú sabes que pasé por pruebas bien
difíciles... ¡Sola siempre!...
GUADA.- Sí, muchas pruebas hubiste de sufrir...; pero como
ésta, ninguna... ¡Yo sé bien lo que te cuesta!
ELENA.- Pues cállalo; no lo repitas, que acaso se acobarda-
ran mis fuerzas. No, no recuerdes nada.
GUADA.- Nada, ni tú tampoco. Piensa sólo en el deber tuyo
y un poco en lo bueno que tenga Tomás... Algo ten-
drá...
ELENA.- Muy poco... Su indiferencia será lo mejor que para
mí tenga..., y lo que más he de agradecerle... ¡Oh, mis
noches de insomnio!
GUADA.- Yo estaré siempre cerca de ti para quererte... Soy
mujer, Elena... Lo fui, mejor dicho... Y ya, aunque vie-
ja, hecha un destrozo, recuerdo que también he sido
joven... y no mal parecida... En cosas de hombres y
mujeres, que son la humanidad, el mundo, pese a
quienes se imaginen lo contrario, varía poco. Por eso
me “doy cuenta de todo”... ¡Por eso estuve siempre y
en todo momento cerca de ti! Por ayudarte y defen-
derte... ¿Quién no amó alguna vez lo que “no debía
amar”?... Con la persona o con el pensamiento... Pero,
aun con el pensamiento sólo, para conciencias como
la tuya, el daño es igual... Por eso, por eso te compa-
dezco y “te guardo”...

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ELENA.- Gracias, Guada..., compañera de soledad..., gra-
cias... Dime: ¿y si Tomás...?
GUADA.- No, no se apercibirá cuando Leoncio venga...
ELENA.- Mira que he de hablarle largo...
GUADA.- Hablarás... Yo os guardo; estate tranquila... (Mien-
tras hace mutis.) Mujeres desdichadas las hubo... antes,
ahora, después... Para el amor, estos juegos de lágri-
mas siempre serán igual..., igual..., igual... (Mutis GUA-
DA por donde entraron. ELENA, por segunda izquier-
da. Pausa. Es noche ya. Por el gran ventanal se oye
muy lejanamente el quejumbroso son de panderos,
acordeón y violines. Luego, paulatinamente, se va per-
diendo la música cuando ALIDRA deja de escuchar.
Viene ésta muy despacio, como procurando no ser vis-
ta, tal que si hubiera estado acechando para evitar el
encuentro de ELENA y GUADA. Se acerca al ventanal
y, ensimismada, escucha. Al principio es muy tenue lo
que se apercibe del sonido. Luego, al tomar parte más
instrumentos, se oye claramente la melodía, pero siem-
pre de muy lejos, como traída por el aire.)
ALIDRA.- ¡Son ellos..., ellos! (Se descalza rápidamente des-
pués de escuchar y trenza pasos de baile con sus pies
desnudos, llevando el compás; eleva sus brazos y pare-
ce contemplarse como cuando danzaba entre sus com-
pañeros, saludando al público, como si estuviese reci-
biendo aplausos de la multitud. Ríe con fruición y
enseña sus dientes blancos.) ¡¡Qué alegría!! ¡¡Qué ale-
gría les voy a dar!! (Queda un poco perpleja.) ¿Y a
éstos?... (Resuelta.) Ellos se consolarán. (El mismo jue-
go.) ¿Y Leoncio?... (Decidida al fin y con dureza en el
gesto, como ante un desagradable recuerdo.) ¡No, no
puedo estar más aquí!... ¡Pronto, pronto, sin dudar! He
de decidirme antes que vengan... (Mirando hacia la
puerta por donde hizo mutis ELENA.) Elena... ¡Pobre
Elena!... No tienes tú la dicha mía de huir... (Se oye,
agudizada, la lejana música. ALIDRA deposita con ter-

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nura un largo beso en su mano y dice:) ¡¡Para ella!!...
(Sigue oyéndose la música y los panderos. ALIDRA ha
saltado ya la balaustrada del ventanal. Tras una pau-
sa, sale ELENA.)
ELENA.- ¿Quién..., quién hablaba?... (Con temor.) No, nadie...
(Mirando hacia la oscuridad del parque.) Ya no se ve...
(Como fijándose.) ¿Eres tú, Alidra? Entra. ¿Qué haces
ahí?... Calla..., ¿no es Alidra?... Sí. ¿Por qué corres?...
¡No, Alidra, no! ¡No te vayas aún; espera! Tenemos que
hablar... ¡¡Alidra, Alidra!! (ELENA, muy excitada, va a
salir, cuando entra LEONCIO, que la detiene con sus
brazos, de los que ella se aparta rápidamente.)
LEONCIO.- Calma, Elena; no grites..., no salgas, que ven-
drían. Si no, será inútil que yo haya hecho este esfuer-
zo sobre mí mismo para ponerme otra vez ante tu vis-
ta... Cree en lo mucho que me cuesta...
ELENA.- ¡Oh, llámala, llámala, detenla!... No quiero que se
marche!... ¡No puede marcharse!... ¡Tú sabes que no
puede marcharse!...
LEONCIO.- Yo, ¿por qué?...
ELENA.- No, no puede; ni tú tampoco...
LEONCIO.- Déjala..., ¿qué te importa? Eso es su vida...
ELENA.- No, no es su vida... ahora. Ya no se debe a ella
sola... Es su vida y la tuya... y la mía... la de los tres por
el aliento de otra...
LEONCIO.- ¿Qué dices?...
ELENA.- Sí..., sí..., y tú me tienes que ayudar...
LEONCIO.- ¿Qué dices..., qué imaginas?...
ELENA.- Lo sé muy bien... Me lo ha confesado ella todo,
aunque su carácter rebelde no se aviene a dar explica-
ciones, ni acepta condiciones tampoco.

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LEONCIO.- Explícate...

ELENA.- Yo no sé si podrás comprender lo que por mí


pasa...

LEONCIO.- He venido a pedirte perdón...

ELENA.- No quiero recordar si lo mereces ni si tuviste un


motivo de pedirlo... Yo sólo exijo “ahora”, si algún
castigo tengo derecho a imponerte, que la traigas,
que la traigas... o que te la lleves... Pero dejarla a su
destino, no.

LEONCIO.- Pero... ¿”ahora”?

ELENA.- Sí; ha de ser ahora... Cuando ya los hechos no tie-


nen remedio y yo me siento fuerte contra ti y por ti...
Cuando puedo exigirte en nombre de un instante de
amor “que se me ha hurtado”...

LEONCIO.- (Rápido.) Porque tú no quisiste aprovecharlo...

ELENA.- Porque una causa imprevista vino en mi ayuda,


no dándome lugar a envilecerme..., por lo menos, a
tener que arrepentirme... Porque el deber se impuso
a la pasión...

LEONCIO.- Entonces no te quejes y deja a cada cual seguir


su destino...

ELENA.- Yo no me quejo... Pero ordeno una reparación


“que se me debe”...

LEONCIO.- ¿A ti?... ¿Reparación?...

ELENA.- Sí... Ese hijo que puede venir a la vida es mío...


Quiero cuidarle desde su primer latir y ya en la perso-
na de su madre... ¿No comprendes? ¡Es el hijo que, a
gritos, mis entrañas, no fecundadas, te hubieran pedi-
do en limosna de cariño!... ¡Es el hijo que quimérica-
mente mecí en noches eternas, estremecida de ter-

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nuras remotas, entre mis brazos vacíos!... ¡Es el alma
presentida, que he de formar y que encarna por mila-
gro ignorado de los hombres, desde mis muñecas de
niña hasta cuajar mis ilusiones de mujer!... Ése es mi
hijo... El que va a nacer del inconsciente instinto de
una alocada criatura encontrada al azar y de la incon-
tinencia exacerbada de un hombre que amé, si no
del todo malvado, aturdido siempre... ¡Ah, pero —con
remordimiento he de confesarlo— ese hijo nace tam-
bién de la conciencia mía!...
LEONCIO.- ¿Cómo?... No te entiendo...
ELENA.- Vas a entenderlo... Es el hijo de mi espíritu cons-
ciente, despierto, tremante de celos y de doloroso
placer, mientras su concepción forzada se laboraba...
¡Ni por un instante pudo hallarse ausente mi alma de
vosotros en aquel terrible momento de estupor para
mí!... ¡Yo era la conciencia que os guiaba! Yo la forjado-
ra subconsciente de aquella trama. Yo la causante del
“hecho”, cuyo resultado tenía previsto... Hora por hora
lo fui fraguando... Minuto por minuto estuve acechan-
do y deseando en mis adentros lo que “tenía que suce-
der”... Mas, ¡sin querer confesarlo! Yo tengo una culpa
íntima y recóndita, que me acusa y me reconozco en
lo más hondo del pensamiento... Y por lo tanto, acepto
mi responsabilidad... ¡No, no marchará Alidra; no hui-
rá con los suyos, más nobles que nosotros!... Quiero
ampararla..., ¿lo oyes?...
LEONCIO.- Los tuyos son escrúpulos de mujer, que no com-
parto... Yo me marcharé, como tengo decidido, y en
paz...
ELENA.- No... ¡No quedará Alidra como una mujer más en tu
camino! Sería un trozo de mí misma... (Con fiereza y en
transición de súplica y ternura más tarde.) Piensa en
toda mi vida, Leoncio, que por tu orgullo y tu egoísmo
has hecho para siempre desgraciada... Resárceme de
algún modo... Yo te pido que vayas a buscarla... Que

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la lleves o la traigas, pero que no la abandones... ¡Es
carne de mi espíritu lo que lleva ya en sus entrañas!...
¡Ya me ves: vencida, entregada!...

LEONCIO.- (Con frenesí.) ¡¡Me amabas, Elena!! ¿Ves cómo


me amabas? ¡Cobarde!

ELENA.- (Con rebeldía.) ¡Cobarde, no; honrada al modo que


vosotros mismos habéis hecho a las que lo son o quie-
ren parecerlo!...

LEONCIO.- ¡Dándonos sus mentiras, burlando nuestra ver-


dad!... ¿Por qué no tuviste tú el valor que tuvo Alidra,
y hoy te sentirías revivida en otra mujer distinta de la
que has sido?...

ELENA.- (Con serena valentía y seguridad.) Porque llevo en


mi frente y en mi sangre la huella sagrada de una fe
que no se extingue. Y bendigo ese estigma legendario,
maldecido por ti tantas veces, que hoy me hace fuer-
te una vez más, para no tenerme que avergonzar ante
Dios, ante tu hermano, ante ti, ante mí misma...

LEONCIO.- Pero no lo debes a tus convicciones; Alidra ha


sido tu salvaguarda...

ELENA.- Aunque me humille y desconcierte, lo reconozco.


Acaso lo haya sido y más lo será ahora...

LEONCIO.- En la ciudad execrarías su “oficio”...

ELENA.- Aquí la bendigo y la redimo de él... (Se oyen de nue-


vo sonar los panderos y la música lejana.) Mira, escu-
cha... Es una llamada... Ha debido llegar ya entre los
suyos. Percibo un resplandor de luminaria... Acaso...

LEONCIO.- (Acercándose junto a ELENA y observando tam-


bién.) Celebran su vuelta...

ELENA.- Para poco será... (A él.) Ve, Leoncio..., ¡ve a bus-


carla! Es mi grito de madre frustrada quien te lo recla-

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ma... La razón de mi vivir late en sus entrañas... ¿Me
oyes, Leoncio?... ¡Óyeme! Con ella volverá a ti mi casto
amor de hermana... ¿Entiendes ahora mi sagrada “ver-
dad” de mujer?...
LEONCIO.- La entiendo, Elena; ¡la entiendo!... Ver cuajado
tu amor... o tu “sacrificio”, ¡era toda la “tentación” que
de mí para ti había!...
ELENA.- ¿Irás, Leoncio, irás?... (Siguen sonando rápidamen-
te las músicas y se oyen algunos gritos de júbilo. Leja-
nísimo todo.)
LEONCIO.- Sí, Elena... Me da miedo “tu verdad”, ahora que
la tengo... Iré..., iré... Pero no confíes demasiado. De
eso sé yo más. Las mujeres como tú, “esperan y vuel-
ven”... Alidra no creo que volverá...
ELENA.- ¿Qué sabes de una mujer-madre..., cuando menos
de dos?... Inténtalo. Dignifícate “para mí” cumpliendo
tu deber... Ve, ve...

TELÓN

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Índice

Introducción,
por Ivana Rota ............................................................ 9
Nuestra edición........................................................... 41
Bibliografía de Halma Angélico ................................. 43
Bibliografía.................................................................. 45
Entre la cruz y el diablo,
de Halma Angélico ..................................................... 49
Al margen de la ciudad,
de Halma Angélico ..................................................... 103
Índice .......................................................................... 187
Publicaciones de la ADE ............................................ 189

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PUBLICACIONES DE LA ASOCIACIÓN
DE DIRECTORES DE ESCENA

Serie: «Literatura dramática»

N.º 1. “LA VERDADERA HISTORIA DE Ah Q”


de Christoph Hein (traducción de Jorge Riechmann)
(agotado)

N.º 2. “LA DICTADURA DE LA CONCIENCIA”


de Mijail Shatrov (traducción de Ana Varela)
(agotado)

N.º 3. “CAMINO DE VOLOKOLAMSK” y “LA MISIÓN”


de Heiner Müller (traducción de Jorge Riechmann)
(agotado)

N.º 4. “LAS PERSONAS DECENTES”


de Enrique Gaspar
Edición de Juan Antonio Hormigón.
(agotado)

N.º 5. “LA GRAN PAZ”


de Volker Braun (traducción de Jorge Riechmann)

N.º 6. “LA ISLA” y “EL CAMINO DE LA MECA”


de Athol Fugard (traducción de José Luis Bello
y Carlos Rodríguez)
(agotado)

N.º 7. “PINTAHIERROS”
de Heinrich Henkel (traducción de Feliú Formosa)

N.º 8. “MEMORANDUM” y “EL ERROR”


de Vaclav Havel (traducción de Borja Ortiz de Gondra
y Juan Antonio Hormigón)

N.º 9. “LA CALANDRIA”


de Bibbiena (traducción de Margarita García)

N.º 10. “JUEGO DE GATAS”


de Istvan Orkeny (traducción de Brigida Alexander)

189

03 Indice.indd 189 11/12/07 22:39:49


N.º 11. “LOS DESTRUCTORES DE MÁQUINAS”
y “HINKEMANN”
de Ernst Toller (traducción de Rodolfo Halffter)
Edición de Juancho Asenjo
(agotado)

N.º 12. “COMEDIAS”


de Ruzante (traducción de A. Malinghero,
Juan A. Hormigón, A. de Monreal)
Edición de Juan Antonio Hormigón
(agotado)

N.º 13. “LA FONDA DE PARÍS” y “EL EGOISTA”


de José Mor de Fuentes
Edición de Juan A. Hormigón y Fernando Doménech

N.º 14. “EL ARTE DE LA COMEDIA”


de Eduardo de Filippo (traducción de Luigia Perotto)
(agotado)

N.º 15. “POST-HAMLET”


de Giovanni Testori (traducción de Luigia Perotto)

N.º 16. “LA SOLEDAD RUIDOSA”


de Bohumil Hrabal (traducción de Jaroslava Cajová)
(agotado)

N.º 17. “EL HIJO MAYOR”


e “HISTORIA CON COMPAGINADOR”
de Aleksandr Vampilov (traducción de Jorge Saura)

N.º 18. “YO, FEUERBACH”


de Tankred Dorst (traducción de Jorge Hacker)
(agotado)

N.º 19. “DIOSES Y HOMBRES (GILGAMESH)”


de Orhan Asena (Traducción de Mukader Yaygioglu)

N.º 20. “CEMENTO”, “LA BATALLA”


y “CAMINO DE VOLOKOLAMSK”
de Heiner Müller (Traducción de Pedro Galarza,
Víctor Contreras y Jorge Riechmann)
(agotado)

N.º 21. “EL CRUDO FILO DE LA VICTORIA”


de Barrie Stavis (Traducción de Carlos Rodríguez)

190

03 Indice.indd 190 11/12/07 22:39:49


N.º 22. “DON QUIJOTE”
Adaptación de Rafael Azcona y Maurizio Scaparro

N.º 23. “DON QUIJOTE”


de M. A. Bulgákov (traducción de Jorge Saura)

N.º 24. “DON QUIJOTE. Páginas del guión cinematográfico”


de Orson Welles (traducción de Juan Cobos)
(2.ª edición)

N.º 25. “EL BUFÓN” y “EL PÁJARO GIBOSO” (escena II)


de Muhammad Al-Magut (Traducción de Jesús Riosalido)

N.º 26. “EUROPA” y “AIDA VENCIDA”


de René Kalisky (Traducciones de C. Giralt, F. Sierra,
E. Le Bel, M. Muñoz y A. Porras)

N.º 27. “LOS DESVARÍOS POR EL VERANEO”


y “LAS AVENTURAS DEL VERANEO”
de Carlo Goldoni (Traducción de Luigia Perotto)

N.º 28. “EL RETORNO DEL VERANEO”


de Carlo Goldoni (Traducción de Luigia Perotto)
“DON JUAN TENORIO O SEA EL DISOLUTO”
de Carlo Goldoni (Versión de Jorge Urrutia
y Leopoldo de Luis)

N.º 29. “EL ADULADOR”


de Carlo Goldoni (Traducción de Margarita García)
“LA PLAZUELA”
de Carlo Goldoni (Traducción de Luigia Perotto
y Juan Antonio Hormigón)

N.º 30. “LA GUERRA”


de Carlo Goldoni (Traducción de Joan Casas)
“LA CRIADA AMOROSA”
de Carlo Goldoni (Traducción de Jaume Melendres)
“LA HOSTERIA DE LA POSTA”
de Carlo Goldoni (Traducción de Alejandro Alonso)

N.º 31. “LA CASA NUEVA”


“UNA DE LAS ÚLTIMAS TARDES DE CARNAVAL”,
de Carlo Goldoni (Traducción de Luigia Perotto)
“EL HIJO DE ARLEQUÍN PERDIDO Y HALLADO”
de Carlo Goldoni (Traducción de Susana Cantero)

N.º 32. “POR UN SÍ O POR UN NO”


de Nathalie Sarraute (Traducción de Juan D’Ors)

191

03 Indice.indd 191 11/12/07 22:39:49


N.º 33. “LA TOMA DE LA ESCUELA DE MADHUBAI”
de Hélène Cixous (Traducción de Elizabeth Burgos)

N.º 34. “TEATRO DE MUJERES DEL BARROCO”


M. de Zayas, F. Enríquez de Guzmán, L. de la Cueva
Edición de Felicidad González Santamera
y Fernando Doménech

N.º 35. “TEATRO HOLANDÉS CONTEMPORÁNEO”


G. Rijnders, K. Woudstra/A. De Bont
(Traducción de Ronald Brouwer)

N.º 36. “DIKTAT”


de Enzo Cormann
(Traducción de Fernando Gómez Grande)

N.º 37. “UNA NOCHE DE TERTULIA”


y “MI RETRATO Y EL DE MI COMPADRE”
de Francisca Navarro
Edición de Eduardo Pérez-Rasilla

N.º 38. “SAFO”, “ZINDA” y “LA FAMILIA A LA MODA”


de María Rosa Gálvez
Edición de Fernando Doménech

N.º 39. “LA DESGRACIA DE SER INTELIGENTE”


de Aleksandr Griboyédov
“LA MUERTE DE TARELKIN”
de Aleksandr Sujovó-Kobylin
Edición de Jorge Saura

N.º 40. TEATRO RUSO CONTEMPORÁNEO


“EL JARDINCITO DE LOS CEREZOS”
de Aleksei Slapovsky
“LA ALDEANA PRODIGIOSA” y “ARRANCA Y SIGUE”
de Nina Sadur
“LA NOCHE DE WALPURGIS O LOS PASOS
DEL COMENDADOR”
de Venedikt Yeroféyev
(Traducción de Jorge Saura)

N.º 41. “TEATRO BREVE DE MUJERES


Siglos XVII-XX”
Edición de Fernando Doménech

N.º 42. “LA CADENA ROTA”


de Faustina Sáez de Melgar
Edición de Eduardo Pérez-Rasilla

192

03 Indice.indd 192 11/12/07 22:39:49


N.º 43. “EL FLAMENCO ESPAÑOL”
y “LA FARSA DE LA VACA”
de G. A. Brederode (Traducción de Ronald Brouwer
e Ignacio García May)

N.º 44. “LA MARGARITA DEL TAJO QUE DIO NOMBRE


A SANTARÉN” y “EL MUERTO DISIMULADO”
de Angela de Azevedo
Edición de Fernando Doménech Rico

N.º 45. “LA MUJER SILENCIOSA”


y “EL DEMONIO ES UN ASNO”,
de Ben Jonson
Edición de María Martínez Sierra

N.º 46. “ANASTASIA Y YO” y “LA HISTORIA DE KULLERVO”


de Paavo Haavikko
(Traducción de Maritza Núñez)

N.º 47. “BALTASAR” y “LA HIJA DE LAS FLORES”


de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Edición de María Prado Mas

N.º 48. “LOS NEGOCIOS SON LOS NEGOCIOS”


de Octave Mirbeau
Edición de Jaume Melendres

N.º 49. “LA PETICIÓN DE EMPLEO” y “NINA, ES DIFERENTE”


de Michel Vinaver
(Traducción de Fernando Gómez Grande)

N.º 50. “DISIDENTE, CLARO” y “KING”


de Michel Vinaver
(Traducción de Fernando Gómez Grande)

N.º 51. “BUEN AMANTE Y BUEN AMIGO”


de Isabel María Morón
Edición de María Teresa Pascual

N.º 52. “LÁSTIMA QUE SEA UNA PUTA”


de John Ford
Edición de Antonio Ballesteros González

N.º 53. “ANNA LIISA”


de Minna Canth
“HETA NISKAVUORI”
de Hella Wuolijoki
(Traducción de Maritza Núñez)

193

03 Indice.indd 193 11/12/07 22:39:49


N.º 54. “MATRIMONIO BLANCO”
y “EL AYUNADOR SE VA”
de Tadeusz Rózewicz (Traducción de Jaroslaw Bielski
y Elzbieta Bortkiewicz)

N.º 55. “EL LORO DE CARLOS V”, “ESCORIAL”,


“LA ESCUELA DE LOS BUFONES” y “EL SOL SE PONE...”
de Michel de Ghelderode
(Traducción de María Jesús Pacheco)

N.º 56. “LOS CUERVOS”


de Henri Becque
Edición de Jaume Melendres

N.º 57. “CUESTA ABAJO” y LAS RAÍCES”


de Emilia Pardo Bazán
Edición de María Prado Mas

N.º 58. “ASÍ VA EL MUNDO”


de William Congreve
Edición de Antonio Ballesteros González

N.º 59. “LOS DÍAS DE LOS TURBÍN”


de Mijail Bulgákov (Traducción de Bibisharifa Jakimziánova
y Jorge Saura)
Edición de Jorge Saura

N.º 60. “EL OBJETOR” y “11 SEPTIEMBRE 2001”


de Michel Vinaver (Traducción de Fernando Gómez Grande)

N.º 61. “EL EXILIADO”


de Aphra Behn
Edición de Antonio Ballesteros González

N.º 62. “UNA GENERACIÓN MALCRIADA”


y “¡GABRIEL, REGRESA!”
de Mika Waltari (Traducción de Maritza Núñez)

N.º 63. “FRAY LUÍS DE SOUSA”


de Almeida Garrett
(Traducción de Iolanda Ogando)

N.º 64. “MAARIA BLOMMA” y “¡NO LO SAQUES! O


CÓMO DOMESTICAR A LA VIEJA”
de Jussi Kylätasku
“LA NOCHE DE CEMENTO”
de Pirkko Saisio
“AMOROSAS DECEPCIONES EN EL AMOR”
de Jouko y Juha Turkka (Traducción de Maritza Núñez)

194

03 Indice.indd 194 11/12/07 22:39:49


N.º 65. “TANGO”
de Sławomir Mrożek (Traducción de Jaroslaw Bielski)

N.º 66. “CUARTETO PARA CUATRO ACTORES”


y “ENSAYOS PARA SIETE”
de Bogusław Schaeffer
(Adaptación y versión española de Jaroslaw Bielski
y Maxi Rodríguez)

N.º 67. “EDUARDO III”


de William Shakespeare
Edición de Antonio Ballesteros González

N.º 68. “LA MULATA” y “EL INDIANO”


de Eva Canel
Edición de Pedro Ojeda Escudero

N.º 69. “DON QUIJOTE EN INGLATERRA”


de Henry Fielding
Edición de Antonio Ballesteros González

N.º 70. “LA MAYORÍA DE LOS SUICIDIOS


OCURRE EN DOMINGO”
y “HOMBRES AL BORDE DE UN ATAQUE
DE NERVIOS”
de Anna Burzyńska
(Traducción de Mateusz Borowski
y Małgorzata Sugiera)

N.º 71. “LA MASACRE DE PARÍS”


de Christopher Marlowe
Edición de Antonio Ballesteros González

N.º 72. “LAS PÁGINAS ARRANCADAS”


de Luiz Francisco Rebello
(Traducción de Iolanda Ogando)

N.º 73. TEATRO DE CABARET


de Karl Valentin
Edición de Hiltrud Hengst y Pedro Álvarez-Ossorio

Serie: «Literatura dramática iberoamericana»

N.º 1. “AIRE FRÍO”


de Virgilio Piñera
(agotado)

195

03 Indice.indd 195 11/12/07 22:39:49


N.º 2. “EXCLUIDA DEL PARAÍSO”
de Juan Antonio Hormigón
(agotado)

N.º 3. “ LA PASIÓN DE PENTESILEA”


de Luis de Tavira

N.º 4. “MARIANELA”
Adaptación de Eduardo Camacho de la novela
de B.P. Galdós
(agotado)

N.º 5. “RETABLO DE INDIAS”


de Francisco Ruiz Ramón

N.º 6. “ESTO ES AMOR Y LO DEMÁS...”


de Juan Antonio Hormigón

N.º 7. “LA DESAPARICIÓN DE WENDY”


y “PÁGINA DE SUCESOS”
de Josep María Benet i Jornet
(agotado)

N.º 8. “A LA SOMBRA DE LAS LUCES”


de F. Doménech y J. A. Hormigón

N.º 9. “TEATRO”
de Alberto Omar Walls
(agotado)

N.º 10. “COMIENZO DE LA ERA DEL HIERRO”


y “HE CONOCIDO A ZAUBREK”
de Juan Antonio Hormigón

N.º 11. “¿QUÉ HIZO NORA CUANDO SE MARCHÓ?”


Trabajo Dramatúrgico de F. Doménech.
J. R. Fernández, J. A. Hormigón y C. Rodríguez.
Elaboración textual de J. R. Fernández.

N.º 12. “COCINANDO CON ELISA”


de Lucía Laragione
(Premio «María Teresa León», 1994)

N.º 13. “VALERIA Y LOS PÁJAROS”


y “BIENVENIDAS”
de José Sanchis Sinisterra
(agotado)

N.º 14. “EL SALONCITO CHINO”


de Adolfo Marsillach

196

03 Indice.indd 196 11/12/07 22:39:49


N.º 15. “BABY BOOM EN EL PARAÍSO”
de Ana Istarú
“LOS RESTOS DE LA NOCHE”
de Yolanda Pallín
(Premio «María Teresa León», 1995)

N.º 16. “CIRCE Y LOS CERDOS”


y “CÓMO FUE ESPAÑA ENCADENADA”
de Carlota O’Neill
Edición de Juan Antonio Hormigón

N.º 17. TEATRO ESCOGIDO


de María Martínez Sierra
Edición de Eduardo Pérez-Rasilla

N.º 18. “LOS ABRAZOS PERDIDOS”


de Roberto Herrero
Premio «Euskadi de Teatro» 1995

N.º 19. “LA PECADORA, HABANERA PARA PIANO”


de Adriana Genta
“ÁFRICA 30”
de Mercé Sarrias
(Premio «María Teresa León», 1996)

N.º 20. “TE SIGO ESPERANDO”


y “ANTES DE MÍ: EL SAHARA”
de Héctor Quintero
Edición de Juan Antonio Hormigón

N.º 21. “PAULA.DOC”


de Nora Adriana Rodríguez
“EL INSTANTE”
de Lluïsa Cunillé
(Premio «María Teresa León», 1997)

N.º 22. “COMEDIA DEL PAPEL IMPORTANTE”


y “DON CARLOS”
de Manuela González-Haba
Edición de César de Vicente Hernando

N.º 23. “SUSIE”


de Carol López Díaz
“ENTRE AQUÍ Y ALLÁ (LO QUE DURA UN PASEO)”
de Victoria Szpunberg Witt
“BLUE MOUNTAIN (AROMAS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS)”
de Itziar Pascual
(Premio «María Teresa León», 1998)

197

03 Indice.indd 197 11/12/07 22:39:49


N.º 24. “PALABRAS ENCADENADAS”
de Jordi Galcerán
Coedición con el Institut del Teatre de la Diputació
de Barcelona.

N.º 25. “HISTORIAS DE AMOR”


de Toni Cabré
Coedición con el Institut del Teatre de la Diputació
de Barcelona.

N.º 26. “DIÁLOGOS CON EL DOLOR”


de Isabel Oyarzábal de Palencia
Edición de Carlos Rodríguez Alonso

N.º 27. “PLAYA NEGRA”


de Jordi Coca
Coedición con el Institut del Teatre de la Diputació
de Barcelona.

N.º 28. “LLIBERTAT!” / “¡LIBERTAD!”


de Santiago Rusiñol (Traducción de Jacinto Benavente)
Edición Bilingüe. Coedición con el Institut del Teatre
de la Diputació de Barcelona.

N.º 29. “SUEÑOS DE UNA TARDE DOMINICAL”


de Martiza Núñez
“LA HORA PICO (NO ME IMPORTA QUE SE RÍAN)”
de Marta Degracia
“EN VIAJE”
de Marina Gacitúa
(Premio «María Teresa León», 1999)

N.º 30. “PRIMAVERA (CUATRO ESTACIONES)”


de Julio Escalada

N.º 31. “PIPO Y PIPA Y EL LOBO TRAGALOTODO”


Y “PINOCHO EN EL PAÍS DE LOS CUENTOS”
de Magda Donato
Edición de César de Vicente Hernando

N.º 32. “SIN NOMBRE Y SIN NADA”


de Liliana Pérez
“OTOÑO EN RÉQUIEM”
de Rosa Figuero
“ATRA BILIS”
de Laila Ripoll
“BORDER SANTO”
de Virginia Hernández
(Premio «María Teresa León», 2000)

198

03 Indice.indd 198 11/12/07 22:39:49


N.º 33. “AK Y LA HUMANIDAD”
de Halma Angélico
Edición e introducción de Fernando Doménech

N.º 34. “LAS VOCES DE YAMBU”


de Carles Batlle
Coedición con el Institut del Teatre de la Diputació
de Barcelona (Traducción de Ignasi García)

N.º 35. “NOCTURNO” Y “SILENCIO”


de Adrià Gual
Coedición con el Institut del Teatre de la Diputació
de Barcelona (Traducción de Ignasi García)

N.º 36. “UN REMOLINO EN EL RÍO”


de Luz Peña Tovar
“PATER, MATRIS”
de Carmen Pombero
“CRIATURAS DE AIRE”
de Laila Ripoll
(Premio «María Teresa León», 2001)

N.º 37. “CUMPLEAÑOS”, “LOS BANCOS DEL PRADO”


Y “LOS VENDEDORES DE MIEDO”
de Luisa Carnés
Edición de José María Echazarreta

N.º 38. “ESTAMOS QUEDANDO FATAL”


de Gemma Rodríguez Villanueva
“EL CERCO”
de Rosa Figuero
“LA SONRISA INACABADA”
de Àngels Aymar
(Premio «María Teresa León», 2002)

N.º 39. “OBRAS DRAMÁTICAS”


y “ESCRITOS SOBRE TEATRO”
de María Teresa León
Edición de Gregorio Torres Nebrera

N.º 40. “PRIMAVERA INÚTIL”, “CASANDRA O LA LLAVE


SIN PUERTA” Y “LOS AÑOS DE PRUEBA”
de María Luisa Algarra
Edición de Luis de Tavira

N.º 41. “ELKAFAN”


de Carmen Pombero
“MI MAMÁ ¿ME AMA?”
de Claudia Barrionuevo

199

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“LAS HORAS PREVIAS”
de María José Galleguillos
(Premio «María Teresa León», 2003)

N.º 42. “MISTERIO Y FESTIVAL”


de Francisco Nieva

N.º 43. “PEQUEÑAS CERTEZAS”


de Bárbara Colio
“MI VIDA GIRA ALREDEDOR DE QUINIENTOS METROS”
de Inmaculada Alvear
“TURNO DE NOCHE”
de Amaia Fernández
(Premio «María Teresa León», 2004)

N.º 44. “AVARICIA”


de Carme Montoriol (Traducción de Carme Alerm)
Edición de Jesús Rubio Jiménez

N.º 45. “TEATRO ESCOGIDO”


de Juan de la Cruz del Rosario
Edición e introducción de Carmen Márquez Montes

N.º 46. “LA CASA DE TODOS”


de Neher Jacqueline Briceño
“NO MATARÁS”
de Claudia Barrionuevo
“NOTAS QUE SABEN A OLVIDO”
de Araceli Mariel Arreche
(Premio «María Teresa León», 2005)

N.º 47. “LA SEÑORA FLORENTINA Y SU AMOR HOMERO”


y “EL MANIQUÍ”
de Mercè Rodoreda
Edición de Mª Carme Alerm Viloca

N.º 48. “LUCHA A MUERTE DEL ZORRO Y EL TIGRE”


de Alfonso Plou
(Premio «Lázaro Carreter», 2006)

N.º 49. “EL PEZ ENGAÑADO”, “HA CORRIDO UNA ESTRELLA”


y “LAS BARANDILLAS DEL CIELO”
de Concha Méndez
Edición de Margherita Bernard

N.º 50. “ILUSIÓN” y “LA VOZ DE LAS SOMBRAS”


de María Teresa Borragán
Edición de Simona Moschini

200

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N.º 51. “LOLA, ESPEJO OSCURO”
de Carlos Muñiz
Edición de Mariola Pérez de la Cruz

N.º 52. “OLVIDA LOS TAMBORES”


y “SI HUBIESE BUEN SEÑOR (LOS COMUNEROS)”
de Ana Diosdado
Edición de Rosa de Diego

N.º 53. “AMARÁS A TU PRÓJIMO”


de Amaia Fernández
“LITTLE BROOK”
de Irene Mazariegos
(Premio «María Teresa León», 2006)

N.º 54. “MUJERES SOLAS” y “SOL EN LA ARENA”


de Elena Arcediano
Edición de Patricia Trapero

N.º 55. “ENTRE LA CRUZ Y EL DIABLO”


y “AL MARGEN DE LA CIUDAD”
de Halma Angélico
Edición de Ivana Rota

Serie: «Premios Lope de Vega»

N.º 1. “LEONOR DE AQUITANIA”


de Joaquín Dicenta
“LA SIRENA VARADA”
de Alejandro Casona
“UNA TARDE EN LA BOCA DEL ASNO
O LA BODA DE LA SOLE”
de Antonio Asenjo y Ángel Torres del Álamo
Edición de Eduardo Pérez-Rasilla

N.º 2. “HISTORIA DE UNA ESCALERA”


de Antonio Buero Vallejo
“LA NOCHE NO SE ACABA”
de Faustino González-Aller y Armando Ocano
“CONDENADOS”
de José Suárez Carreño
Edición de Gregorio Torres Nebrera

N.º 3. “MURIÓ HACE QUINCE AÑOS”


de José Antonio Giménez Arnau

201

03 Indice.indd 201 11/12/07 22:39:49


“EL HOGAR INVADIDO”
de Julio Trenas
“ELENA OSSORIO”
de Luis Escobar
Edición José Gabriel López Antuñano

N.º 4. “MEDIA HORA ANTES”


de Luis Delgado Benavente
“NUESTRO FANTASMA”
de Jaime de Armiñán
Edición de Manuel F. Vieites

N.º 5. “LA GALERA”


de Emilio Hernández Pino
“EL TEATRITO DE DON RAMÓN”
de José Martín Recuerda
Edición de César Oliva

N.º 6. “DIÁLOGOS DE LA HEREJÍA”


de Agustín Gómez-Arcos
“EPITAFIO PARA UN SOÑADOR”
de Adolfo Prego de Oliver
“NOCHES DE SAN JUAN”
de Ricardo López Aranda
Edición de Julio Enrique Checa

N.º 7. “EL REY MALO”


de Francisco Bargadà Subirats
“QUERIDOS MÍOS, ES PRECISO CONTAROS
CIERTAS COSAS”
de Agustín Gómez-Arcos
“EL CONDESTABLE”
de Salvador Ferrer C. Maura
Edición de Pedro Ojeda

N.º 8. “Y NO LLEGÓ LA PAZ”


de Manuel Alonso Alcalde
“LOS DELFINES”
de Jaime Salom
Edición de Irene Vallejo

N.º 9. “TE ESPERO AYER…”


de Manuel Pombo Angulo
“LA MUJER Y EL RUIDO”
de Diego Salvador
Edición de Jesús Rubio Jiménez

N.º 10. “LOS NIÑOS”


de Diego Salvador

202

03 Indice.indd 202 11/12/07 22:39:50


“PROCESO DE UN RÉGIMEN”
de Luis Emilio Calvo Sotelo
Edición de Carlos Rodríguez Alonso

N.º 11. “TAL VEZ UN PRODIGIO”


de Rodolfo Hernández
“AZABACHE (LAS LUCES Y LOS GRITOS)”
de Marcial Suárez
“LAS TRES HOGUERAS”
de Juan Antonio de Laiglesia
Edición de Blanca Baltés

Serie: «Debate»

N.º 1. “PRIMER CONGRESO DE LA ADE


Ponencias, debates, documentos y artículos.
Mallorca 1988”
(agotado)

N.º 2. “SEGUNDO CONGRESO DE LA ADE


Ponencias, debates, documentos y artículos.
Gijón 1989”
(agotado)

N.º 3. “TERCER CONGRESO DE LA ADE


Ponencias, debates, documentos y artículos.
Málaga 1990”

N.º 4. “GOLDONI: MUNDO Y TEATRO”


Ensayos de: Mario Baratto, Franco Fido y Ginette Herry,
con una teatrografía goldoniana de Fernando Doménech
y Juan Antonio Hormigón

N.º 5. “15 AÑOS DE LA ADE 1982-1997”


Cronología, editoriales, directorio de la ADE
y notas biográficas y profesionales de los asociados.

N.º 6. “LA PREPARACIÓN DEL ACTOR CIEGO”


Por Marta Schinca, Beatriz Peña y Javier Navarrete.

N.º 7. “LA NUEVA DRAMATURGIA GALLEGA”


Estudio y antología de Manuel F. Vieites

N.º 8. “LA RENOVACIÓN TEATRAL ESPAÑOLA DE 1900”


Edición de Jesús Rubio Jiménez

203

03 Indice.indd 203 11/12/07 22:39:50


N.º 9. “EL ESPECTÁCULO INVISIBLE”
de Luis de Tavira

N.º 10. “El TEATRO DEL SIGLO XIX POR DENTRO”


de M. J. Moynet (Traducción de Cecilio Navarro)
Edición facsímil

N.º 11. “LA DIRECCIÓN DE LOS ACTORES.


DICCIONARIO MÍNIMO”
de Jaume Melendres

N.º 12. “TEATRO Y POLÍTICA: BARCELONA


(1980-2000)”
de Lourdes Orozco

N.º 13. “EL PREMIO LOPE DE VEGA. HISTORIA


Y DESARROLLO”
de Eduardo Pérez-Rasilla y Julio Enrique Checa

N.º 14. “LOS PUNTOS DE VISTA ESCÉNICOS”


de Anne Bogart
Edición española de Abraham Celaya

Serie: «Teoría y práctica del teatro»

N.º 1. “EL ARTE DE LA DIRECCIÓN ESCÉNICA”


de Curtis Canfield
(3.ª edición)

N.º 2. “TRABAJO DRAMATÚRGICO Y PUESTA


EN ESCENA”
de Juan Antonio Hormigón
(2.ª edición, revisada y ampliada)

N.º 3. “MEMORIAS”
de Carlo Goldoni (Traducción de Borja Ortiz de Gondra)

N.º 4. “TEATRO DE CADA DÍA”


Escritos sobre el teatro de José Luis Alonso
Edición de Juan Antonio Hormigón
(agotado)

N.º 5. “LA DRAMATURGIA DE HAMBURGO”


de G. E. Lessing (Traducción de Feliu Formosa)
Prólogo de Paolo Chiarini (Traducción de Luigia Perotto)
(2.ª edición)

204

03 Indice.indd 204 11/12/07 22:39:50


N.º 6. “FABIÁ PUIGSERVER: Un hombre de teatro”
Recopilación de escritos y entrevistas de Fabiá Puigserver,
con estudios de Isidre Bravo, Joan Abellán, Guillem Jordi
Graells, Jaume Melendres, etc.
Edición de G. J. Graells y J. A. Hormigón
(agotado)

N.º 7. “V. S. MEYERHOLD: Textos teóricos”


Edición de Juan Antonio Hormigón

N.º 8. “LA CRISIS DEL PERSONAJE EN EL TEATRO


MODERNO”
de Robert Abirached (Traducción de Borja Ortiz de Gondra)

N.º 9. “TEORÍA Y TÉCNICA DE LA ESCRITURA


DE OBRAS TEATRALES”
de John Howard Lawson

N.º 10. “AUTORAS EN LA HISTORIA DEL TEATRO


ESPAÑOL (1500-1994)”
Volumen I: Siglos XVII, XVIII y XIX.
Trabajo de investigación dirigido por Juan Antonio
Hormigón.
Coordinación documental de Carlos Rodríguez.
Equipo de investigación: Inmaculada Alvear, Fernando
Doménech, José María Echazarreta, Felicidad González
y César de Vicente.

N.º 11. “AUTORAS EN LA HISTORIA DEL TEATRO


ESPAÑOL (1500-1994)”
Volumen II: Siglo XX
Trabajo de investigación dirigido por Juan Antonio
Hormigón.
Coordinación Documental de Carlos Rodríguez.
Equipo de investigación: Inmaculada Alvear, Fernando
Doménech, José María Echazarreta, Felicidad González
y César de Vicente.

N.º 12. “LA ESCUELA DEL ESPECTADOR”


de Anne Ubersfeld (Traducción de Silvia Ramos)

N.º 13. “E. VAJTÁNGOV: TEORÍA Y PRÁCTICA TEATRAL”


Edición de Jorge Saura.

N.º 14. “LA MÚSICA Y LA PUESTA EN ESCENA”


y “LA OBRA DE ARTE VIVIENTE”
de Adolphe Appia (Traducción de Nathalie Cañizares
Bundorf)

205

03 Indice.indd 205 11/12/07 22:39:50


N.º 15. “INTERPRETAR SIN DOLOR: UNA ALTERNATIVA
AL MÉTODO”
de Don Richardson (Traducción de Fernando Santos Santos)
(2.ª edición)
N.º 16. “CIPRIANO DE RIVAS CHERIF Y EL TEATRO
ESPAÑOL DE SU ÉPOCA (1891-1967)”
de Juan Aguilera Sastre y Manuel Aznar Soler
N.º 17. “AUTORAS EN LA HISTORIA DEL TEATRO
ESPAÑOL (1975-2000)”
Volumen III: Siglo XX.
Trabajo de investigación dirigido por Juan Antonio
Hormigón.
Coordinación documental de Inmaculada de Juan
y Carlos Rodríguez.
Equipo de investigación: Agustina Aragón, Fernando
Doménech, Eduardo Pérez-Rasilla, María José Ragué-Arias
y Manuel F. Vieites.
N.º 18. “AUTORAS EN LA HISTORIA DEL TEATRO
ESPAÑOL (1500-2000)”
Volumen IV - Catálogo general e índices
Trabajo de investigación dirigido por Juan Antonio
Hormigón.
Coordinación documental de Inmaculada de Juan
y Carlos Rodríguez.
Equipo de investigación: Inmaculada Alvear, Agustina
Aragón, Fernando Doménech, José María Echazarreta,
Felicidad González Santamera, Eduardo Pérez-Rasilla,
María José Ragué-Arias, César de Vicente y Manuel
F. Vieites.
N.º 19. “HAY QUE REHACERLO TODO”
Escritos sobre el teatro de Jacques Copeau
Edición de Blanca Baltés
N.º 20. “UN TEATRO NECESARIO”
Escritos sobre el teatro de Adolfo Marsillach
Edición de Juan Antonio Hormigón
N.º 21. “DIRECTORAS EN LA HISTORIA DEL TEATRO
ESPAÑOL (1550-2002)”
Volumen I: 1550-1930.
Trabajo de investigación dirigido por Juan Antonio
Hormigón.
Coordinación documental de Inmaculada de Juan.
Equipo de investigación: Fátima Aguado, Fernando
Doménech, Enrique Herreras, Desirée Ortega, Eduardo
Pérez-Rasilla, Adolfo Simón y Manuel F. Vieites.

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N.º 22. “DIRECTORAS EN LA HISTORIA DEL TEATRO
ESPAÑOL (1550-2002)”
Volumen II: 1930-2002. A-L
Trabajo de investigación dirigido por Juan Antonio
Hormigón.
Coordinación documental de Inmaculada de Juan.
Equipo de investigación: Fátima Aguado, Fernando
Doménech, Enrique Herreras, Desirée Ortega, Eduardo
Pérez-Rasilla, Adolfo Simón y Manuel F. Vieites.

N.º 23. “DIRECTORAS EN LA HISTORIA DEL TEATRO


ESPAÑOL (1550-2002)”
Volumen III: 1930-2002. M-Z
Trabajo de investigación dirigido por Juan Antonio
Hormigón.
Coordinación documental de Inmaculada de Juan.
Equipo de investigación: Fátima Aguado, Fernando
Doménech, Enrique Herreras, Desirée Ortega, Eduardo
Pérez-Rasilla, Adolfo Simón y Manuel F. Vieites.

N.º 24. “VALLE-INCLÁN: BIOGRAFÍA CRONOLÓGICA


Y EPISTOLARIO”
de Juan Antonio Hormigón
Volumen I: Biografía cronológica (1866-1919)

N.º 25. “VALLE-INCLÁN: BIOGRAFÍA CRONOLÓGICA


Y EPISTOLARIO”
de Juan Antonio Hormigón
Volumen II: Biografía cronológica (1920-1936)

N.º 26. “VALLE-INCLÁN: BIOGRAFÍA CRONOLÓGICA


Y EPISTOLARIO”
de Juan Antonio Hormigón
Volumen III: Epistolario

N.º 27. “ACTRICES ESPAÑOLAS EN EL SIGLO XVIII.


MARÍA LADVENANT Y QUIRANTE Y MARÍA
DEL ROSARIO FERNÁNDEZ «LA TIRANA»”
de Emilio Cotarelo y Mori.

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