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Indice

La archimaga de la Noche Dorada (By Kimberly J. Kreines) …………………………..9

Piedra y sangre (By Kelly Digges)……………………………..………………………29

El levantamiento de Emrakul (By Kimberly J. Kreines)……………………………….55

La última esperanza de Innistrad (By Doug Beyer)……………………………………73

Campaña de venganza (By Ari Levitch)……………………………………………….87

San Traft y el Escuadrón de las Pesadillas (By James Wyatt)………………………..101

La batalla de Thraben (By Nik Davidson)…………………………………………….123

El final prometido (By Ken Troop)………………………………..………………….134

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La archimaga de la Noche Dorada

By Kimberly J. Kreines

El mundo de Innistrad se sume poco a poco en la locura desde hace un tiempo; ya sean sectarios o
cátaros, ninguna mente está a salvo. Incluso los ángeles han sucumbido a la demencia. La
mismísima Avacyn enloqueció y la protectora se transformó en un monstruo que desató una
devastación inimaginable incluso entre los más devotos de su Iglesia. Y entonces la destruyeron.
Tras perder a su guardiana angelical, Innistrad ha quedado expuesta a las abrumadoras fuerzas de
la oscuridad y el mal. Los pocos habitantes del plano que todavía no han perdido la cordura se
preguntan si ha llegado el fin. Ahora que el mundo ha perdido el equilibrio e inicia su debacle
definitiva, la gente reza para que algo o alguien lo bastante poderoso y bondadoso como para
suceder a Avacyn les proteja de la oscuridad enloquecedora.

**********

En la actualidad
Olía a sangre de ángel. No había nada comparable en todo el Multiverso: era un aroma penetrante,
dulce y salobre, con un matiz picante y una nota de poder. La fragancia llenó las fosas nasales
lupinas de Arlinn mientras subía a toda prisa por el acantilado que conducía a la localidad asediada
de Lambholt. Gruñó y maldijo al percibir el olor. No había llegado a tiempo. Ella tendría que haber
sido quien derramase la sangre del ángel, quien lo abatiese y atrajera su ira. Ella era la protectora de
Ulvenwald.

"Más rápido".

Había visto desde lejos el ataque del ángel contra Lambholt; el ser divino había descendido en
picado y había desaparecido entre los tejados y las torres. Lo siguiente habían sido gritos de terror y
destellos de luz. Momentos después, el ángel había resurgido con las alas ensangrentadas y su
espada en llamas, lista para descender de nuevo.

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Aunque Arlinn no había visto lo ocurrido entre los tejados, se lo imaginaba con demasiada
facilidad. Todos los ángeles dementes se comportaban de forma parecida. Estaban destrozados,
inconsolables; chillaban y lloraban la muerte de Avacyn mientras surcaban los cielos. Parecía
imposible que el arcángel hubiera desaparecido de verdad, pero era innegable que se había abierto
un agujero en la estructura de Innistrad. Un agujero que se llenaba rápidamente con los llantos de
los inocentes, el crepitar de las llamas y las risas malvadas de seres corruptos.

El sonido desesperado del cuerno de un cátaro espoleó a Arlinn. Reconocía el timbre: era de la
Noche Dorada. Reunió la energía del bosque y tensó los robustos músculos de sus piernas,
impulsándose colina arriba. "Más rápido". Pero temió que fuera demasiado tarde. Se había
derramado sangre, mas no solo angelical. También olía a sangre humana. De los cátaros. Arlinn se
los imaginó con las armas dispuestas y pronunciando invocaciones mágicas. Sin embargo, no
recibirían la bendición por la que rezaban; Avacyn no estaba allí para responder a sus plegarias.

**********

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Muchos años atrás
―Arlinn Kord, vuestra presencia aquí esta noche representa que habéis acudido a la llamada de
Avacyn, la divina protectora. No existe bendición mayor que la que estáis a punto de recibir.
Acercaos, por favor.

Desde el altar de la Noche Dorada, el archimago Reeves hizo un gesto para pedir a Arlinn que se
uniese Rembert y a él. Ninguno de los dos archimagos comprendía cuánto significaba aquel
momento para Arlinn. Nunca lo entenderían del todo; no podía explicárselo. Para ella representaba
mucho más que recibir la bendición del arcángel, por muy extraordinario que fuese aquello. Para
ella representaba la libertad. Si explicara eso a los hombres devotos que tenía ante ella, todo se
desvanecería.

Arlinn dejó de postrarse en señal de ruego y subió los peldaños para unirse a los dos archimagos.
Reeves no le prestó atención, pero Rembert la miró con una sonrisa en sus labios finos. Arlinn
correspondió el gesto lo mejor que pudo, aunque le temblaban los labios. Desvió la mirada hacia los
detalles familiares que la rodeaban para tratar de calmar las sensaciones alternas de ansiedad y
expectación que la invadían. La capilla del Distrito Elgaud era pequeña, pero no por ello sencilla. El
altar brillaba con ornamentos dorados que mostraban el símbolo de Avacyn. Gruesas telas blancas
decoraban el techo por todas partes, creando la sensación de estar en un refugio protegido y lleno de
nubes de incienso; un lugar pacífico pero poderoso.

―En el nombre de Avacyn y por el poder que me ha investido su santa Iglesia, os confiero esta
bendición. ―El archimago Reeves inició un cántico. Arlinn conocía bien los versos. Había
escuchado aquella plegaria un sinfín de veces durante los últimos años, como la única cátara que
había estado presente en las ceremonias de bendición de todos los archimagos. Había observado a
sus predecesores en aquel mismo altar cuando estos se disponían a recibir la mayor de las
bendiciones. Siempre se había preguntado si algún día lograría seguir sus pasos; siempre había
dudado de sí misma, sentada en el banco más próximo al altar; desde aquel banco, siempre se había
recordado que debía confiar en el poder de Avacyn. Y ahora, allí estaba.

―Arlinn Kord, os hago entrega de este manto, el símbolo del amor infinito y la protección
constante de Avacyn ―dijo el archimago Reeves sosteniendo en alto la gruesa cadena dorada con el
medallón brillante, el manto de la Noche Dorada.

En el momento adecuado, Arlinn inclinó la cabeza y Reeves deslizó la cadena alrededor de su


cuello. El medallón pesaba más de lo que imaginaba. Podía sentir su peso en el pecho y su poder
sagrado. Era el poder que necesitaba, el poder que había ido a buscar allí. La luz. El bien. La
verdad.

Sabía que debía permanecer inmóvil durante la ceremonia, pero no pudo resistirse a tocarlo, a dejar
que descansara en la palma de su mano y a recorrer su contorno con los dedos. Era hermoso y puro,
y ahora era suyo.

―Sabes que estoy orgulloso de ti ―susurró Rembert posando una mano en su hombro mientras
Reeves continuaba con el cántico.

Un cúmulo de emociones se agolparon en la garganta de Arlinn y le impidieron responder, pero sus

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ojos se encontraron con los de Rembert y esperó que él percibiera la gratitud en su mirada. Había
sido el apoyo constante de Arlinn durante años, un mentor que la había motivado, que había tenido
paciencia con ella y la había ayudado a desarrollar sus fortalezas. La conocía mejor que nadie... Y
aun así, no conocía la verdad.

Arlinn apartó la mirada bruscamente. ¿Cuántas veces había querido decírsela? Pero no podía
hacerlo. Si Rembert supiese la verdad, lo que era ella, su mano se vería obligada a volverse en su
contra. El nudo de emociones en la garganta se deshizo y se deslizó hasta su pecho, donde se
convirtió en una gélida sensación de culpa. Arlinn se encogió al notarla. Se había prometido a sí
misma que no volvería a sentir culpabilidad después de aquella noche, pero ignorarla no era tan
fácil como ella hubiera querido. En su mente destellaron imágenes de los cientos de amuletos que
había elaborado para protegerse de la maldición de la licantropía. Del contacto de la luz de la luna
en la piel. De los aullidos que oía a altas horas de la noche. Había mantenido aquello en secreto a
todo el mundo. Tenía que hacerlo. Una licántropa no podría convertirse en archimaga de la Noche
Dorada, y Arlinn tenía que conseguirlo. Aquello la salvaría de la maldición.

La bendición de Avacyn era más poderosa que el mal que moraba en ella. Gracias a ella contendría
el salvajismo. Había trabajado durante años para conseguirla. Después de aquella noche, podría
confiar en sí misma. Final y absolutamente.

Exhaló un suspiro que parecía que llevaba años conteniendo. Volvió a mirar a Rembert y sostuvo su
mirada mientras Reeves completaba el cántico de la Noche Dorada.

―Oremos juntos. ―Reeves asintió en dirección a Arlinn y ella se unió a la última plegaria―. Gran
Avacyn, protectora de todos, Bendita que nos da fuerzas, os...

―¡Una invasión! ―El grito cortó el aire cargado de incienso y las gruesas cortinas blancas
ondularon, exponiendo el altar a la brisa fría que entraba por la puerta―. ¡Diablos en Havengul!
¡Hordas de ellos! ―Se trataba del cátaro Leighton, que corrió por el pasillo hasta el altar, espada en
mano―. La Legión de la Noche Dorada os necesita ―dijo dirigiéndose a Reeves―. Han solicitado
la ayuda de los archimagos.

―¡Cabalgaremos, pues! ―Reeves se quitó el manto ceremonial que cubría sus vestimentas y siguió
a Leighton por el pasillo.

―Archimaga Kord, prepara tu espada ―indicó Rembert antes de ir en pos de Reeves.

Arlinn se sobresaltó. Se refería a ella. La había llamado por su título: archimaga―. Pero la
plegaria... No hemos terminado. ―Sabía que era una tontería decirlo en un momento así, pero su
mente daba vueltas y tenía las emociones a flor de piel. Llevaba mucho tiempo aguardando aquel
momento y se sentía como si algo quedara inconcluso, como un hilo suelto en una capa de viaje que
podría deshilacharse y deshacer el resto de la capa. Necesitaba saber que no dejaba cabos sueltos;
necesitaba saber que era una archimaga, final y absolutamente.

Rembert abrió la boca como para reprenderla, pero su mirada se ablandó cuando vio los ojos de
ella. Se detuvo junto a la puerta―. Antes de esta noche me preguntaste si consideraba que estabas
lista para convertirte en archimaga de la Noche Dorada.

―Lo hice ―admitió Arlinn.

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―Lo que dije entonces sigue siendo cierto. En mi mente, has sido una archimaga desde el momento
en que llegaste. Jamás he visto a una discípula tan brillante y prometedora. Ahora tienes en tu
nombre lo que siempre has tenido en tu corazón. Arlinn Kord, eres miembro de la Noche Dorada,
compartes el sacramento que nos mantiene unidos, que nos une al ángel y entre nosotros, siempre.
Hayamos completado o no la ceremonia, es oficial.

―Entiendo. ―Arlinn intentó sonreír. Era oficial. Con eso le bastaba. Sin embargo, deseaba tener
una sensación más fuerte; había imaginado que, llegado el momento, una sensación de poder y
libertad la habría embargado.

―Han convocado a la Noche Dorada. ―Rembert abrió la puerta―. Debemos partir.

―Sí, cabalgaremos. ―Arlinn cruzó el pasillo con premura.

―Sin embargo... ―Rembert carraspeó cuando salieron de la capilla―. Sería un descuido por mi
parte ignorar el deber de la Iglesia y no asegurarme de completar la última plegaria.

―¿Eh? ―Arlinn se quedó mirando al archimago.

―Terminémosla por el camino. Gran Avacyn, protectora de todos... ―recitó Rembert.

Completaron juntos la última plegaria a Avacyn, pronunciando las palabras entre resuellos en la
gélida noche mientras cruzaban a toda prisa el Distrito Elgaud en dirección a los establos. Cuando
montó en su caballo, Arlinn era una archimaga; lo sentía en el alma.

La localidad de Havengul estaba en llamas. Como había advertido Leighton, se toparon con hordas
de diablos colgando de todos los árboles, columpiándose en las vigas de los tejados y bailando en
las calles. Un grupo de aproximadamente una decena brincaba entre los edificios más elevados y
arrojaba bolas de fuego a cualquier cosa que aún no ardiera, o incluso únicamente para avivar las
llamas. Un engendro subido a la cabeza de un anciano lo acuchillaba desde arriba con sus dedos
puntiagudos, mientras otros dos le sujetaban las manos para que no se quitara al primero de un
manotazo. Otro diablo atormentaba a un joven que parecía a punto de desmayarse, rasgándole
diseños viles en la piel con sus uñas cubiertas de tierra y derramando la sangre justa para
mantenerlo vivo, pero causándole tanto dolor como para que deseara no estarlo. Las carcajadas de
los monstruos se oían por encima del crepitar de las llamas; sus pulmones no se veían afectados por
el humo asfixiante que había vencido a muchos lugareños. Arlinn odió inmediatamente a los
diablos.

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La Legión de la Noche Dorada había llegado justo antes que la caballería; los archimagos y los
cátaros se unieron a la defensa que habían iniciado los ángeles. La mayor prioridad era establecer
un santuario. Un ángel, Freydalia, bendijo una pequeña iglesia con un hechizo de protección y, bajo
las órdenes de Rembert, Arlinn y los demás empezaron a poner a salvo a los supervivientes.
Primero rescatarían a los inocentes y luego se ocuparían de los malvados.

Arlinn se agachó junto a los restos en llamas de un carruaje volcado y tendió la mano bajo la
madera ardiente para atraer a un niño reticente. Otro ángel, Olaylie, volaba por encima de ellos para
mantener a raya a un grupo de diablos que amenazaban con saltarles encima desde un tejado.

―No podré contenerlos mucho más ―avisó Olaylie a Arlinn. El ángel empaló a un diablo con su
lanza, pero otros cuatro atraparon el arma e iniciaron un feroz tira y afloja.

―Dame la mano ―rogó Arlinn estirando los dedos hacia el niño. Tenía que apresurarse.

―N-no, los diablos me quemarán si salgo ―protestó con miedo el niño. La madera del carruaje
crujió.

―Sé que estás asustado, pero no te preocupes. ―Arlinn no quiso decirle que moriría calcinado si
no salía de allí; no quería alarmarlo aún más―. El ángel de ahí arriba y yo te protegeremos.
―Estiró el brazo un poco más, pero el niño seguía aterrado.

―Pero solo sois dos. Y hay muchos diablos. ―Echó un vistazo por una abertura en la madera justo
cuando una tabla en llamas se desprendió del cuerpo del vehículo y cayó junto a Arlinn.

―¿Sabes quién es Avacyn? ―El tiempo se agotaba y, como no conseguía que el niño confiara en
ella, Arlinn decidió recurrir a su fe.

El pequeño asintió.

―Entonces sabrás que ella es más de lo que yo jamás seré, más de lo que incluso ese ángel sagrado
será jamás. Avacyn te ayudará si nosotras no podemos.

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El chico escuchó las palabras de Arlinn, pero ella no sabía qué reflexionaba tras sus ojos marrones.
Solo podía esperar haberlo convencido―. Reza conmigo ―le insistió―. Pediremos ayuda a
Avacyn juntos. ―Eligió la plegaria que le parecía más familiar, confiando en que él también la
conociera―. Gran Avacyn, os rezo en este momento de necesidad. Os pido que...

―¿Cómo lo sabes? ―la interrumpió el niño―. ¿Cómo sabes que nos ayudará? Y quiero una
respuesta seria, no una excusa para hacerme salir. Sé cómo sois los adultos y no voy a dejar que los
diablos me atrapen por tu culpa.

Esta vez fue Arlinn quien escuchó las palabras del niño. Oía las alas de Olaylie batiendo con furia y
sentía el calor de las llamas de los diablos, pero la mirada del niño ejercía más presión que las otras
dos cosas juntas―. Te daré la respuesta más seria que conozco. Sé que Avacyn te ayudará si rezas
porque me ha ayudado a mí. Una vez me ocurrió algo muy malo y tenía miedo de estar sola, pero
descubrí que no lo estaba. Avacyn me salvó.

―¡Deprisa, archimaga Kord! ―apremió Olaylie desde arriba. El carruaje se inclinó sobre sus
cabezas.

―Dame la mano, por favor. ―Arlinn estiró los dedos todo lo que pudo y estuvo a punto de sujetar
al niño por el codo.

―¿Eres una archimaga? ―La expresión de duda del pequeño se tornó en asombro.

―Lo soy. ―Arlinn bajó la mirada hacia el medallón que colgaba en su cuello mientras arqueaba la
espalda para soportar el peso de la madera caliente y resquebrajada.

―Eso lo cambia todo ―dijo el niño―. Está bien. ―Se movió con cuidado y lentamente. Arlinn
contuvo el aliento mientras la pequeña mano se acercaba a la suya.

El carruaje gruñó sobre sus cabezas como una bestia. Arlinn rezó su propia plegaria. "Gran Avacyn,
dadme fuerzas para salvar a este niño inocente". Sintió el manto de archimago resplandecer con
vida en su pecho. La bendición de Avacyn se agitó en su interior. Rezó por el niño en voz alta―.
Protectora de nuestro mundo, llevadnos sanos y salvos a vuestro santuario. ―La agitación se
convirtió en una oleada abrumadora de poder sagrado. Cuando la mano del niño tocó la suya y
Arlinn tiró de él para sacarlo de debajo del carruaje, un impulso divino los envió rodando por el
suelo justo antes de que la estructura se derrumbase.

El ángel Olaylie descendió y protegió a Arlinn y al niño de las astillas en llamas y los ataques de los
diablos. El pequeño gritó de miedo.

―Estamos a salvo. ―Arlinn hundió la nariz en el pelo enmarañado del niño e inspiró su olor a
vida―. Estás a salvo. ―Lo acunó acariciándole la cara―. Ahora voy a llevarte a la iglesia.
―Separó la mano de la cabeza del niño y se le hizo un nudo en la garganta: tenía los dedos
manchados de sangre. Su corazón pospuso el siguiente latido; se negó a mantenerla con vida hasta
que estuviera segura de que el niño viviría. Examinó su cabeza en busca de la herida, luego los
hombros y el cuello. Nada. Pero había más sangre. Y luego cada vez más. Una gota roja cayó en la
mano de Arlinn. Levantó la vista.

Olaylie se tambaleaba en el cielo con un diablo aferrado a su espalda, que la acuchilló en la cabeza
con sus dedos como agujas. Un segundo diablo se abalanzó sobre su pierna y un tercero saltó sobre

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su hombro. Los tres clavaron sus manos impías en la carne pura del ángel. Olaylie lanzó un grito.

Arlinn nunca había visto sangrar a un ángel. Era como si la hubieran acuchillado a ella misma en la
cara, como si el grito de agonía que resonó en el pueblo fuera suyo.

Una gota de sangre cayó en la mejilla de Arlinn. Percibió su aroma: la sangre del ángel olía como
los árboles de los bosques, como el aire de los cielos y las aguas de los mares. Era un aroma
embriagador y cargado de poder sagrado. Su lugar no estaba fuera del cuerpo del ángel. Quiso
ayudar y gritó el nombre de Olaylie desesperadamente, pero entonces se acordó del niño que
protegía entre sus brazos. Bajó la mirada hacia él; la sangre del ángel le manchaba la cara.

―¡Salva primero al niño, archimaga Kord! ―tronó la voz de Olaylie desde lo alto; había sido una
orden, pero luego la acompañó de una súplica más suave―. Arlinn, por favor, salva primero al niño.

Arlinn hizo todo lo posible para apartar la mirada de los diablos que desgarraban la piel del ángel.
Si hubiera seguido contemplándolo un segundo más, no habría podido cumplir la orden de Olaylie.
Volvió a tender la mano al niño―. Ven conmigo.

Esta vez no dudó. El pequeño dejó que Arlinn le guiara por el centro de Havengul y ambos
corrieron hacia el santuario. Su débil voz entonó una plegaria por el camino―. Gran Avacyn, ayuda
a ese ángel, por favor. No dejes que los diablos la hagan sangrar. Le están haciendo daño.

**********

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En la actualidad
―¡Acabaré con vosotros en el nombre de Avacyn, la protectora caída! ―El lamento del ángel loco
llegó a oídos de Arlinn cuando coronó el acantilado. Avanzaba a toda velocidad, pero al ver el claro
que se extendía ante ella, clavó las garras en la tierra del bosque y se deslizó hasta detenerse. El
ángel demente estaba en el suelo, en el centro del anillo de árboles. Arlinn se agachó entre la
maleza; permanecer oculta le daría ventaja. Echó un vistazo entre las ramas y respiró grandes
bocanadas de aire impregnado con el olor a sangre. El ángel estaba atado con cuerdas y una flecha
sobresalía de su vientre; tenía las alas ensangrentadas. Había cátaros rodeándola por todos los
flancos, con las armas dispuestas. A pesar de todo, el ángel tenía el control de la situación. Poseía
un poder inconmensurable, potenciado incluso más por su demencia.

―¡Impuros! ―chilló el ángel a los cátaros―. ¡Sois todos impuros! ―Su espada resplandecía con
magia ígnea mientras se retorcía entre las cuerdas. Lanzó un grito, un sonido lleno de ira vengativa
que erizó el pelo del cuello de Arlinn.

Sus instintos le dijeron que protegiese a los cátaros. Mostró los dientes y acechó con cautela desde
los matorrales; no podía esperar eternamente a que se presentase una oportunidad para atacar.

―¡Sujetadla bien! ―Una voz familiar detuvo a Arlinn. Sus orejas giraron hacia el sonido―. ¡No
aflojéis esas cuerdas! ―Las piernas de Arlinn se tensaron. "No puede ser". Pero no cabía duda de
que el cátaro que apareció rodeando al ángel y gritando órdenes a los demás era un archimago―.
¡Arqueros, apuntad! ―Aunque el rostro de Rembert estaba rojo por el esfuerzo y cubierto de polvo,
las tres cicatrices blancas que bajaban desde las mejillas hasta la mandíbula llamaban la atención
bajo la luz de la luna.

Arlinn sintió un nudo en el estómago al verle, al recordar lo sucedido. Se replegó hasta la arboleda,
con la cola baja. Posó una de sus patas traseras en una rama. Si ver a Rembert no la hubiera
inquietado tanto, sus instintos salvajes habrían tomado el mando de su cuerpo y habrían cambiado
el peso a la otra pierna; sin embargo, en aquel momento era más humana que salvaje y su mente
daba vueltas, distraída y demasiado lenta. La rama se partió... y el ángel giró la cabeza hacia su

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posición como un resorte, clavando la mirada directamente en la espesura donde se ocultaba Arlinn.
El ángel compuso una sonrisa inquietante y levantó una mano―. ¡Un monstruo! ―exclamó
señalando a Arlinn―. ¡Ahí, entre los árboles! ¡Un monstruo!

Varios cátaros se volvieron para mirar, entre ellos Rembert. Divisó a la licántropa antes que los
demás, ya que sabía lo que buscaba. Sus ojos se encontraron con los de Arlinn y entonces se llevó
una mano a la cara; sus dedos recorrieron la cicatriz más larga. Arlinn sintió un escalofrío.

―¡Ahí! ¡Un licántropo! ―gritó un cátaro, lo que sacó a Arlinn del trance del pasado.

Los soldados sagrados retrocedieron instintivamente y se acercaron más al ángel. "¡No!", quiso
gritar Arlinn, pero ellos solo habrían oído un gruñido que empeoraría la situación. Sin embargo, ya
había empeorado igualmente. Aquel descuido había sido todo lo que necesitaba el ángel. En una
demostración de fuerza demencial, extendió las alas con tanto ímpetu que se liberó de las cuerdas
que la retenían.

―¡Detenedla! ¡Sujetad las cuerdas! ―gritaron los cátaros, pero ya era demasiado tarde.

―¡Impuros! ―chilló el ángel cuando levantó el vuelo. Una vez en el aire, arrancó la flecha alojada
en su vientre y la arrojó contra una joven cátara―. ¡Acabaré con vosotros!

Arlinn se enfureció al ver desplomarse a la joven, sin vida. Su naturaleza salvaje se apoderó de ella
y la impulsó hacia el ángel con las fauces abiertas... Pero sus dientes se encontraron con una gruesa
rama. Rembert la blandía a modo de arma contra ella y ahora tomaba impulso para golpear de
nuevo. Arlinn esquivó el golpe, pero sus patas resbalaron en el fango del claro, empapado con la
sangre del ángel. Se levantó rápidamente, pero gañó cuando el tercer golpe de Rembert la alcanzó
en la cola.

―¡Atrapadla! ―ordenó Rembert a los otros cátaros. Volvió a atacar a Arlinn mientras ella se ponía
a cubierto tras un tocón―. ¡Atrapad al monstruo!

Las espadas sisearon y las flechas volaron, algunas hacia el ángel y otras hacia Arlinn.

"¡Parad!". Quería pedir a Rembert que se detuviera. Quería decirle que ya no era el monstruo que
había conocido. La verdad era que nunca lo había sido.

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Muchos años atrás
―¡Llévatelo! ¡Llévate al chico! ―gritó la archimaga Arlinn Kord cuando dejó al niño entre los
brazos de Rembert. No esperó a verlos llegar al santuario antes de dar media vuelta y volver sobre
sus pasos a toda prisa y con la espada desenvainada.

El humo de los incendios le oscurecía la vista, pero no tanto como para impedirle distinguir el
horror que tenía ante sí. Había al menos una docena de diablos colgando de Olaylie, tirándole del
pelo, arrancándole las plumas y arañándole la piel.

―¡Alto! ―chilló Arlinn―. ¡Soltadla!

Los engendros soltaron una carcajada y le lanzaron una lluvia de hechizos de fuego. Arlinn desvió
el ataque con su espada y siguió avanzando, acercándose―. ¡Cuando os alcance dejaréis de reíros!

Como si su amenaza hubiera sido el final de un chiste horrible, los diablos prorrumpieron en
carcajadas feroces y sus patas huesudas temblaron de la risa. El que se había posado en la cabeza de
Olaylie señaló a Arlinn y dio un chillido que los demás parecieron entender como una orden. Todos
a la vez, los diablos tiraron de las alas de Olaylie e hicieron que cayera en picado. Se regodearon
cuando el ángel se estrelló y salió rodando por el suelo, incapaz de volver a levantar el vuelo.

Arlinn cargó contra ellos concentrando en su espada toda su fuerza, todo el poder divino que podía
reunir. Rezó mientras lo hacía―. Avacyn, guiadme. Concededme vuestro poder sagrado; si alguna
vez lo he necesitado, es ahora. ―Atravesó corriendo el fuego que los diablos arrojaban contra ella,
sin temor a quemarse. Su espada alcanzó a uno directamente en el pecho. La extrajo y acuchilló a
otro. Y luego a un tercero. Sin embargo, antes de que pudiera golpear de nuevo, una decena de
engendros se le echaron encima desde los tejados.

Arlinn apenas tuvo tiempo de entonar una plegaria en silencio. "Avacyn, son demasiados.
Ayudadme". La apresaron por la espalda con unos dedos puntiagudos que atravesaron su jubón. Se
giró dando un tajo en busca del diablo agresor, pero este se había pegado a su espalda. Sintió el peso
de otro que se unía a él, y luego un tercero. Sus colas abrasadoras se enroscaron alrededor de su
cuello. Sus uñas se clavaron en sus hombros y su espalda y tiraron de ella hacia abajo. Sus
carcajadas invadieron sus oídos mientras la arrastraban hacia el suelo. "Avacyn, por favor".

No hubo respuesta.

El dolor era inmenso, pero peor aún era ver al ángel delante de ella, luchando contra la horda
asfixiante. Entre la sangre y los diablos, solo había rojo donde antes había estado el blanco puro de
Olaylie.

―¡No! ―Arlinn luchó por levantarse, pero ella también estaba a punto de quedar sepultada bajo los
engendros. Por sus mejillas corría un hilo cálido, pero Arlinn no sabía si era de lágrimas o sangre.
Aquello no estaba bien. Las cosas no podían terminar de aquella manera. Era una archimaga de
Avacyn. "¡Avacyn!". Arlinn luchó contra los zarpazos y los mordiscos y alcanzó con la mano el
medallón que llevaba al cuello. Sus dedos aferraron el manto de los archimagos de la Noche
Dorada. "Avacyn, os lo ruego, acudid en mi ayuda". Esperó y se entregó al poder de la protectora;
necesitaba poder para salvar al ángel. Pero no obtuvo nada.

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Justo fuera del alcance de Arlinn, Olaylie prorrumpió en un grito, una explosión de sonido liberada
después de haber resistido el dolor durante mucho tiempo. El alarido del ángel contenía una agonía
tan grande que partió la noche en dos.

Arlinn sintió el poder del dolor en el grito de Olaylie y, al igual que la noche, ella también se dividió
en dos.

La licántropa emergió bajo los diablos. Sus fauces lanzaron una dentellada. Atraparon por la
garganta al engendro más próximo. Separaron la cabeza del resto del cuerpo. La arrojaron volando
por el patio.

Más.

Sus garras acuchillaron torsos huesudos. Cercenaron colas. Lanzaron cuerpos por los aires.

Más.

Los huesos crujieron.

La carne se desgarró.

Los espinazos se partieron.

Los cadáveres volaron por doquier.

Más.

Plumas.

Las fauces de la licántropa se llenaron de plumas.

El sabor de la sangre angelical. Embriagador. Ambrosía. Perfección.

Los ojos del ángel reflejaban su conmoción. Se levantó, se elevó, pero no lo bastante rápido. Las
garras de la bestia la alcanzaron en una pierna y se clavaron en la pantorrilla. El placer de dañar
aquella piel perfecta era inigualable. La licántropa atrajo a tierra a su presa y se lanzó a por su carne
con los dientes.

―¡Suéltala!

La mujer lobo se giró hacia el origen de la voz. Era un humano, un hombre con una espada en alto.
Le rajó el estómago por la mitad. Su sangre y sus vísceras se derramaron.

Más.

Se volvió hacia el ángel, pero otros humanos se acercaron. Asestó un zarpazo a una espada que
descendía hacia ella y el arma salió volando; acto seguido acuchilló el brazo que la blandía,
separándolo del cuerpo. La humana cayó. La licántropa pisó con fuerza el miembro cercenado y
aplastó el hueso solo para oírlo crujir. Luego cortó en pedazos el resto del cuerpo.

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Otro humano cargó contra ella; su espada y su escudo resplandecían con una luz cegadora. La bestia
se situó tras él de un salto. Una embestida, varias cuchilladas y el humano cayó hecho trizas a los
pies de la licántropa.

Más.

Uno tras otro, todos murieron a manos de ella.

Arlinn, Abrazada por la Luna

De pronto, un rayo la alcanzó desde arriba y la hizo gruñir de dolor. Otro rayo; este impactó en su
espalda. El ángel se había recuperado lo suficiente como para volver a volar. La licántropa gruñó.
Su presa flotaba en lo alto y emitía un brillo dorado entre la tierra y la sangre que cubrían su piel.
Apuntó con un rayo de luz sagrada.

La bestia se impulsó hacia arriba y lanzó un violento zarpazo al ángel brillante. Sus garras
golpearon primero, seguidas de sus dientes. Arrancó de un mordisco la punta de un ala. Un bocado
de plumas, hueso cartilaginoso y sangre.

El ángel perdió altitud. La licántropa volvió a saltar, esta vez a por la otra ala. La arrancó de cuajo.
El ser divino cayó en picado.

Mientras la licántropa se acercaba lentamente al ángel abatido, esta se puso en pie, se alejó
cojeando, trató de huir, trató de volar... y fracasó. La mujer lobo se abalanzó sobre ella y la derribó.
Sus dientes se clavaron en la carne tierna. El grito del ángel se fundió armoniosamente con el sabor
de su sangre.

La licántropa nunca tendría suficiente.

―¿Archimaga Kord? ―La pregunta captó su atención. Se giró, hambrienta. Un humano vestido
con armadura y gabardina dirigía una espada temblorosa hacia ella―. ¿Arlinn?

La mujer lobo ladeó la cabeza. El nombre que acababa de pronunciar el humano le causó una mala
sensación; la perforó como un cuchillo.

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―Por lo más sagrado... Eres tú ―dijo el hombre señalando el pecho de la licántropa.

Gruñó, pero no pudo evitar mirar hacia abajo. Vio el colgante que llevaba al cuello, en una cadena.
Algo dio un tirón en el fondo de su mente. Avacyn. Abrió y cerró las fauces y apartó la mirada.
Clavó la vista en el suelo. En los cuerpos. Había cuerpos por todas partes. Cátaros muertos.
Demasiados. Los reconoció a todos. Leighton. Reeves.

Su mente ardía.

No.

No.

―Arlinn, ¿qué has hecho?

La licántropa se volvió hacia Rembert, cada vez más furiosa. ¿Por qué se había acercado? ¿Por qué
había hablado? Él tenía la culpa. Erizó los pelos del cuello y gruñó. El humano retrocedió, pero ella
era más rápida. Se acercó de un salto, le dio un zarpazo y sus garras cavaron surcos en la mejilla del
hombre. Su víctima gritó y blandió su espada hacia ella mientras retrocedía.

―¡Eres un monstruo! ―exclamó con la cara cubierta de sangre.

La licántropa aulló de angustia. La verdad que invadía su mente crecía poco a poco, se escapaba a
su control, hasta que la realidad llenó incluso el último rincón y amenazó con atravesarle el cráneo.

―Que Avacyn te perdone ―dijo Rembert levantando su espada.

La mujer lobo no retrocedió. La espada le proporcionaría alivio. Que golpease. Ya no podía


soportarlo más.

El acero destelló y la mente de la licántropa se partió en dos.

**********

22
Años después
Durante mucho tiempo a partir de aquel día, Arlinn había creído que las palabras de Rembert eran
ciertas. Había creído que era un monstruo. Un ser tan horripilante y terrible que ni siquiera Avacyn
era capaz de salvar. Y después de aquello, durante mucho tiempo, se había sentido furiosa con el
ángel. Se suponía que la bendición de Avacyn era más poderosa que la maldición, pero al final
había dado lo mismo que se convirtiera en archimaga. Avacyn le había fallado; los amuletos le
habían fallado. La licantropía había vencido.

Había tenido mucho tiempo para pensar en esas cosas desde aquel remoto día en que viajó entre los
planos por primera vez, cuando su mente se partió en dos. La espada de Rembert no había llegado a
golpearla. Arlinn había abandonado el mundo, había dejado atrás los horrores que había cometido:
el cuerpo del archimago Reeves, el cadáver despedazado, ensangrentado y sin vida del ángel
Olaylie, el brillo en los ojos de Rembert. Había llegado al bosque de otro mundo.

Le había resultado imposible medir el paso del tiempo en aquel lugar; no quería hacerlo. El tiempo
no tendría que haber continuado pasando para ella; su vida tendría que haber terminado. En cierto
modo, lo había hecho. El otro mundo era como un purgatorio. Mientras estuvo allí, jamás había
recuperado su forma humana. Había continuado siendo un monstruo en el exterior, pero al mismo
tiempo no podía huir de su mente humana ni de los recuerdos de sus atrocidades. Las dos partes de
ella habían librado una guerra y su alma había quedado atrapada en el fuego cruzado.

Al final, Arlinn había agradecido que fuera así, puesto que aquel estado de doble vida la había
obligado a ver la verdad.

Se había equivocado al pensar que convertirse en archimaga cambiaría quien era, lo que era. Desde
el primer momento, cuando los aullidos de la manada de Mondronen la habían maldecido, había
buscado soluciones externas en los amuletos, en las plegarias, en Avacyn. Se había dicho a sí misma
con mucha seguridad que el ángel y el poder sagrado de la Iglesia podrían restaurarla. Lo que no
había entendido era que no estaba rota, no como ella creía. Era lo que era y siempre lo sería. Era
feroz y salvaje, una depredadora, pero también era buena y honrada, una protectora. No podía hacer
desaparecer una parte de sí misma; no podía huir de la mitad de su esencia. Tenía que ser ambas
cosas. Tenía que confiar en sí misma para sentirse íntegra. Su salvación nunca había estado en
manos del ángel Avacyn: había estado en las suyas.

Tardó muchos años, pero Arlinn por fin regresó a Innistrad, confiando en volver a poner un pie en el
mundo que había dejado atrás. Aquel fue el momento en el que realmente obtuvo el control de sus
poderes y de sí misma. Sus transformaciones empezaron a ocurrir con facilidad, bajo su control.
Siempre era dueña de su mente, pero esta se beneficiaba del poder salvaje de su forma física. Ya no
era una cáscara vacía ni fingía u ocultaba su naturaleza: era todo lo que debía ser.

Arlinn caminó por la tierra húmeda. Su nariz, excepcionalmente sensible incluso en forma humana,
reconoció olores familiares que evocaban recuerdos. Demasiados recuerdos como para contarlos,
todos amenazando con hacerla llorar debido a la angustia que arrancaban de su interior. Era la
primera vez en años que ponía un pie en el Distrito Elgaud. Creía que el primer paso sería el más
difícil, pero los cien siguientes, los que la condujeron a la puerta del archimago Rembert, fueron los
que le resultaron casi imposibles.

23
Creía que estaba preparada. Se había reunido con todos los demás; había visitado las tumbas de
Reeves, de Leighton, de todos. Había rezado en las iglesias de Avacyn por toda Nephalia,
pronunciando letanías de confesiones y desagravios. Había hablado con los ángeles, los había
mirado a los ojos, había admitido sus actos y había sido juzgada a su sombra.

Rembert era el único que quedaba. Levantó el puño para llamar a la puerta de sus aposentos, pero
no tuvo que hacerlo. Captó su olor un momento antes de que su robusta mano cayera sobre su
hombro. Dio media vuelta para mirar cara a cara al envejecido archimago.

―¿Cómo te atreves? ―Rembert sostenía un amuleto luminoso; había preparado protecciones


contra ella. El corazón de Arlinn se retorció de agonía. Aquel era el mismo hombre que antaño
había creído completamente en ella, en la bondad de su alma. Ahora no se sorprendería si su antiguo
mentor opinaba que no tenía alma―. ¿Cómo osas poner un pie en este lugar sagrado?

―Por favor, archimago Rembert, vengo a...

―¡Eres un monstruo! ¡Una bestia homicida! ―Le arrojó el amuleto al pecho y le escupió a los pies.

―Por favor... ―intentó decir Arlinn otra vez, retrocediendo―. Entiendo cómo debes de sentirte y
sé lo que hice. No tengo manera de enmendar el pasado, pero ya no soy lo que era antes. Ahora
puedo utilizar mi don para hacer el bien. Quiero ponerlo a vuestro servicio, al servicio de la Noche
Dorada. Quiero ayudar. Puedo controlarlo.

―¡Ja! ―Rembert desenvainó su espada bendita―. El control es una mentira que te dices para vivir
contigo misma cuando tienes este aspecto. ―La señaló con la espada, refiriéndose a su forma
humana―. Pero incluso ahora, debajo de esa carne falsa, eres un monstruo. Siempre lo serás.

―Puede que sea una licántropa, pero no soy un monstruo. ―Arlinn se mantuvo firme a pesar de
que Rembert había acercado su arma, que ahora brillaba―. Soy miembro de la Noche Dorada y
siempre lo seré. Tú mismo lo dijiste.

Rembert se abalanzó sobre ella, le plantó una mano en el hombro y la estampó de espaldas a la
puerta. Entonces le puso el filo del arma al cuello. Arlinn no opuso resistencia: no permitiría que

24
Rembert despertara su lado salvaje―. Dijera lo que te dijera antes de saber lo que eres, cuando me
ocultaste la verdad, no te servirá como argumento. No eres miembro de la Noche Dorada, Arlinn
Kord. Nunca lo has sido.

Arlinn sostuvo la mirada de Rembert. No pudo replicar nada. El nudo de emociones que había
ahogado sus palabras tantos años atrás había vuelto a hacer lo mismo. Sin embargo, esta vez el nudo
tenía bordes afilados que se clavaban como los dedos de un diablo, perforando el interior de su
garganta y las cuencas de sus ojos.

De pronto fue Rembert quien apartó la mirada. Dejó escapar un gran suspiro y se apartó de ella―.
Lárgate. ―Señaló en dirección al corredor, pero evitó mirarla a los ojos y bajó la cabeza―.
Márchate de aquí y no vuelvas nunca. Si algún día vuelvo a verte, pondré fin a tu vida.

Arlinn tomó aire para hablar, pero la voz de Rembert, rebosante de poder sagrado, ahogó sus
palabras―. ¡Lárgate!

**********

25
En la actualidad
Arlinn intentó retirarse. No quería enfrentarse a él, pero Rembert no le dejó otra opción. Estaba
rodeada, de espaldas al acantilado, con cátaros por todas partes y Rembert ante ella, enarbolando su
gruesa rama―. Te lo advertí. ―Sus palabras la golpearon con dureza. Lo siguiente sería su arma
roma. Arlinn se protegió. Podía resistir más golpes de los que él creía; no permitiría que Rembert la
ahuyentara cuando había un ángel enloquecido tan cerca.

Como si la hubiesen convocado, el ángel descendió en picado por la espalda de los cátaros.

Arlinn no pudo advertirles lo bastante rápido. Tampoco pudo advertir a Rembert. El ángel chilló al
atrapar a Rembert por los brazos con sus dedos ensangrentados. El archimago se sobresaltó al ver
que lo elevaban en el aire.

Los demás cátaros volvieron las armas contra el ángel y Arlinn se levantó sobre sus cuartos traseros.
Sus instintos protectores tomaban el control.

―¡Quietos! ¡Formad filas! ―gritó Rembert a sus cátaros, dirigiéndolos aunque se encontrara
suspendido en el aire―. ¡No deis la espalda al monstruo! ¡Matad a la licántropa!

Los cátaros parecían confusos. Algunos volvieron su atención hacia Arlinn, mientras que otros
siguieron encarados con el ángel loco. El ángel soltó una carcajada muy similar a la de un diablo y
sus manos empezaron a emitir un brillo sagrado y sanguinolento alrededor de los brazos de
Rembert. Iba a matarlo allí, en el cielo; a terminar con su vida sin apenas esfuerzo.

Una de los cátaros lanzó una flecha hacia el ángel, pero pasó inútilmente por encima de su hombro.
El ángel mostró los dientes a la mujer―. ¡Tú serás la siguiente, impura!

Arlinn había tenido suficiente. Aquello había durado demasiado. Reunió fuerzas en sus gruesos
músculos y saltó por encima de las cabezas de los asombrados cátaros. Consiguió morder al ángel
en una bota y clavó los dientes en el cuero, tirando de ella hacia abajo y haciendo que cayera de
lado. El ángel se estampó contra el suelo con un fuerte ruido seco y Rembert salió rodando. Arlinn
no perdió el tiempo. Se abalanzó sobre el ser sagrado y hundió los dientes en su carne. Ahora era
toda músculos y fuerza, impulsada por el poder salvaje de la licantropía, la maldición que para ella
se había convertido en una bendición.

El ángel demente murió en cuestión de segundos.

Arlinn se volvió hacia los cátaros jadeando, pero no la habían rodeado, sino que estaban agrupados
al borde del acantilado, algunos tumbados y estirándose hacia abajo mientras otros los sujetaban.
No había rastro de Rembert. Arlinn se inquietó y corrió hacia allí en cuanto empezó a deducir lo que
había ocurrido.

No se equivocaba. Recopiló los detalles de la escena mientras su cuerpo actuaba. Rembert estaba
herido y había caído en el tronco retorcido de un árbol muerto; no resistiría su peso mucho tiempo.
Estaba demasiado lejos como para alcanzarlo desde el borde del acantilado, así que Arlinn
descendió hasta un árbol cercano. Aferrándose a la madera húmeda con una garra, se descolgó y
ofreció la otra a Rembert.

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El archimago se sobresaltó al verla y se encogió de miedo.

Arlinn se estiró más, rogándole en silencio que sujetase su garra.

―Monstruo ―balbució Rembert finalmente―. Te mataré.

Una sensación de decepción subió por la garganta de Arlinn, pero se la tragó. Aquellas palabras eran
fruto del dolor y el miedo. Había mucho dolor entre ellos dos. Pero también había un vínculo: el de
la Noche Dorada. Para siempre. Arlinn cerró los ojos y agradeció recobrar su forma humana. No
pensaba permitir que el archimago muriera aquella noche por culpa del miedo. Cuando volvió a
abrir los ojos, vio su mano humana tendida en dirección a Rembert―. Dame la mano ―le pidió.

Arlinn Kord

―Me engañaste ―dijo él mirándola a los ojos.

―Lo hice ―aceptó ella.

―Mataste a los demás.

―Lo hice.

―No puedo... No pienso...

―Ya no soy esclava de la maldición ―dijo Arlinn―. Ahora tengo libertad para ser una protectora,
como debía ser. Por favor... Una vez me conociste; conóceme de nuevo.

Los ojos de Rembert brillaban detrás de las lágrimas mientras el tronco crujía bajo su peso.

―Dame la mano ―le rogó de nuevo.

―Que Avacyn me ayude... ―susurró Rembert armándose de valor y levantando el brazo.

―Avacyn ha desaparecido ―dijo Arlinn―. Ahora tenemos que darnos fuerzas unos a otros.

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**********

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Piedra y sangre

By Kelly Digges

Seis mil años antes de los acontecimientos de Luna de horrores, tres Planeswalkers colaboraron
para atrapar a los monstruosos Eldrazi en el mundo de Zendikar. Nahiri, una kor nativa del plano,
permaneció allí para vigilar a los prisioneros, mientras que el vampiro Sorin Markov y Ugin, el
dragón espíritu, accedieron a regresar si su ayuda fuera necesaria. Sin embargo, los Eldrazi
estuvieron a punto de liberarse hace un milenio y ni Ugin ni Sorin acudieron a la llamada. Sorin
era amigo de Nahiri, por lo que su ausencia preocupó y desconcertó a la kor. Tras contener el
intento de huida de los Eldrazi, Nahiri partió en busca de su amigo. Los recuerdos de Sorin nos
revelaron que su reencuentro no terminó bien, pero toda historia tiene dos versiones...

**********

El reencuentro
Mil años atrás

Nahiri se zambulló en el caos de la Eternidad Invisible, el espacio entre los mundos. Había dormido
demasiado tiempo en su crisálida de piedra. Había permitido que ciertos seres vagaran sin que ella
fuese consciente de ello. Ya había enmendado la negligencia más atroz y había reforzado los sellos
que mantenían presos a sus cautivos, con lo que también había enviado a sus siervos al olvido. Su
mundo estaba a salvo, al menos de momento.

Ahora había llegado el momento de encontrar a un viejo amigo y enmendar otra cosa menos
tangible.

Nahiri no tardó mucho en percibir la presencia que buscaba y centrar su atención en ella;
distorsionó el mundo a su alrededor hasta que se aproximó. Su amistad con Sorin Markov se había
vuelto antigua, se había convertido en una reliquia deslustrada, pero él había sido su primer aliado y
Nahiri podría reconocerle en cualquier parte.

De pronto apareció en un risco que se elevaba sobre un mar oscuro y agitado. Nunca había estado
allí, pero aquel paisaje no le sorprendió. Innistrad y Sorin se habían moldeado mutuamente y aquel
mundo era muy apropiado para él: parecía siniestro y peligroso, inhospitalario casi adrede. Y la
luna... Había algo extraño en aquella luna que se reflejaba en el agua. Algo que tiraba de sus
sentidos.

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Sorin jamás la había llevado allí, pero le había hablado de Innistrad con nostalgia. Nahiri sabía que
él esperaba contar con su ayuda para defenderlo, como ella había esperado contar con la de él para
defender Zendikar. Al final, ninguno de los dos había conseguido lo que esperaba.

Sorin no estaba en los alrededores.

En la cima del risco, donde ella había notado su presencia, lo que había era un enorme bloque de
plata de más de doce metros de altura, toscamente tallado. Tenía varias caras, pero eran irregulares y
desiguales, como si un litomante aficionado hubiera extraído del suelo aquella mole y aún no se
hubiese molestado en terminar de labrarla.

Helvault

Sin embargo, estaba terminada; sin duda, le dio la sensación de que era el resultado final de un
esfuerzo tremendo, más que una obra inconclusa. No la habían perfeccionado porque eso era
irrelevante para lo que fuese aquella estructura. O para lo que hiciese.

Y aquella... cosa... era lo que había percibido. No a Sorin. La Cosa le había hablado de él a través
de la turbia extensión de la Eternidad Invisible.

Las únicas presencias en el risco eran el viento, el monolito de plata y un árbol atrofiado de hojas
rojizas. Nahiri no prestó atención al árbol y comenzó a rodear el enorme trozo de plata.

Tenía varias caras. Eran siete, o tal vez ocho, dependiendo de lo generosa que fuera con su
definición de "ángulo". Pero al fin y al cabo eran caras, moldeadas a propósito, casi como... No, no
había edros en Innistrad; además, Sorin no tenía ni manera de crearlos ni motivo para hacerlo.

Sin embargo, al igual que los edros, la Cosa parecía tener un propósito bajo su sustancia física. La
examinó usando la litomancia y sondeó el metal puro para tratar de obtener una imagen de su
estructura interna.

Nada. Nada en absoluto. Era capaz de sentir las partículas de roca a casi un kilómetro de
profundidad, de sentir el lento y constante latido de las placas tectónicas que danzaban pausada e
inexorablemente. Pero no podía acceder a los secretos de aquel monolito de plata. No era capaz ni

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de vislumbrar su interior. Su poder se desvanecía en él, como si fuera un pozo infinito. Casi como...
Pero no. No era lo mismo. Aquella estructura no era un edro. No en aquel mundo.

Se agachó y miró debajo de la Cosa, medio esperando verla flotar sobre el suelo. Sin embargo, la
base estaba enterrada en el suelo por una raíz de plata relativamente estrecha, no mucho más ancha
que la propia Nahiri.

Se levantó y continuó su lento recorrido alrededor de la Cosa, pasando los dedos por ella para suplir
la inspección minuciosa que parecía incapaz de hacer. No sabía cuánto tiempo había pasado
examinando el monolito de plata, pero la luna estaba más alta cuando una voz familiar sacó a Nahiri
de su ensimismamiento.

―Espero que perdones mi intento rudimentario de moldear la piedra, joven.

Se giró hacia la voz. "¡Sorin!".

Cabellos blancos, gabardina negra, aquellos extraños ojos anaranjados... Qué siniestro era su
aspecto, qué seria era su mirada; aun así, Nahiri fue incapaz de contener una sonrisa.

―¡Sorin, amigo mío! ―consiguió decir por fin―. ¡Estás vivo!

Él le devolvió la sonrisa, se acercó a ella y posó una mano en su hombro. Viniendo de él, aquello
era un gesto de entusiasmo.

Sorin Markov

―¿Por qué no habría de estarlo?

Levantó una mano y estrechó la de Sorin. Nahiri había despertado y su cuerpo estaba impregnado
de calor y vida. Los dedos de él seguían tan fríos y muertos como siempre.

―Porque no viniste ―respondió ella―. A Zendikar, cuando activé la señal del Ojo de Ugin. Ni
siquiera respondiste. Tenía miedo de que...

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Sorin retiró la mano y frunció el ceño.

―¿Los Eldrazi han escapado de su prisión?

―Sí, lo hicieron.

―¿Y dónde está Ugin? ―preguntó él.

―Él tampoco vino ―dijo Nahiri procurando que el rencor no asomara en su voz―. Pero yo me
encargué de ellos. Sola. Utilicé todo el poder que pude reunir para sellar de nuevo la prisión de los
titanes.

De pronto se dio cuenta de que ahora era mucho más anciana de lo que había sido Sorin cuando se
conocieron. En sus recuerdos, él era muy superior: era su mentor y había vivido un milenio más que
ella. Pero ahora, ¿qué diferencia marcaban mil años? Ahora estaban a la par. Como mínimo.

―Cuando terminé, vine a buscarte ―continuó ella―. Tenía que saber si seguías vivo. Y veo que sí.

"Veo que sí". La alegría de ver a Sorin se desvaneció. Se había preocupado mucho por él; temía que
le hubiera ocurrido algo o que se hubiera sumido en un malestar durante milenios, al igual que ella.
Había venido a Innistrad para encontrarlo, para salvarlo... Pero estaba claro que no necesitaba
ayuda.

―¿Dónde estabas? ―le preguntó―. Sorin, ¿por qué no respondiste a la señal?

―No la recibí ―respondió él.

―¿Cómo es posible?

―Hmm ―musitó él. Un simple hmm por respuesta, desinteresado y carente de urgencia.

Sorin se puso a su lado y apoyó una mano en la superficie de la Cosa.

―Cuando iniciaste la custodia de los Eldrazi, comprendí que mi plano necesitaba urgentemente un
medio de protección propio, sobre todo en mi ausencia. Este Helvault es la mitad de lo que creé
para que sirviese como protección.

"Helvault". Nahiri sintió un escalofrío. "La Cámara Infernal". ¿A qué podía estar destinada aquella
construcción?

―No descarto ―prosiguió él con apatía― que la señal del Ojo fuese incapaz de atravesar la magia
que protege este mundo.

¿La hechicería del propio Sorin le había impedido contactar con él? Nahiri tuvo una repentina
sensación de vértigo y pensó bien sus próximas palabras.

―Y cuando lo creaste, ¿sabías que eso podría suceder?

―No lo contemplé ―contestó él―. Ahora entiendo que era una posibilidad.

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"¡Por la roca y el cielo!".

En los inicios de su asociación, antes de que Nahiri entendiese lo que era Sorin y en qué se había
convertido ella misma, el vampiro le había preguntado si quería aprender a luchar como él. Le había
respondido que sí... y entonces él había intentado matarla.

O esa era la impresión que había tenido Nahiri. Poco después se percató de que Sorin se había
contenido: la había atacado físicamente, cuando podría haberla fulminado con un pensamiento.
Nahiri había resistido brevemente, hasta que el pesado montante de Sorin la alcanzó en el antebrazo
con un crujido terrible y el dolor la abrumó.

―Enhorabuena ―había dicho él, de pie a su lado―. Has durado casi seis resuellos. Tuyos, por
supuesto. Vamos, levántate.

―¿Que me levante? ―había protestado ella―. ¡Me has roto el brazo!

―Pues arréglalo ―había dicho él sin mirarla siquiera.

―¿Que lo arregle? ¿Que lo arregle? ¿Cómo demonios voy a...?

Sorin por fin le había explicado entonces que ella también había dejado de ser mortal. Que su
cuerpo era una comodidad, una proyección de su voluntad.

―Tendrías que habérmelo dicho desde el principio ―se había quejado ella, conteniendo sus
lágrimas de ira.

―Cierto ―había respondido él con aquella voz apática pero benevolente―. No lo contemplé.

Y ahora volvía a utilizar aquella voz, a tratarla con altanería. Sin embargo, la niña a la que había
guiado había muerto tiempo atrás, sepultada en una tumba de piedra. Ahora solo quedaba una
Planeswalker. Y a una Planeswalker no se la podía tratar con condescendencia.

―¿Una posibilidad? Pusiste en riesgo mi plano, o peor aún. ―No pudo disimular el dolor en su
voz―. Me abandonaste.

Sorin hizo un gesto desdeñoso con sus pálidas manos.

―Solo tomé las precauciones adecuadas para defender mi plano. Considero que no...

Nahiri había tenido suficiente. Más que suficiente.

―Tú y yo teníamos un acuerdo ―le espetó.

Sorin no pudo negarlo. Hacía cinco mil años, Nahiri había accedido, a regañadientes, a atrapar a los
Eldrazi en Zendikar, su propio mundo. Por su parte, los dos Planeswalkers que la ayudaron le
habían ofrecido una forma de contactar con ellos si los Eldrazi amenazaban con liberarse.

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Durante cinco mil años, Nahiri había vigilado a sus monstruosos prisioneros. Se había encerrado en
la roca y había visto pasar las décadas y los siglos como si fueran nubes bajo el sol. Los Eldrazi
habían puesto a prueba la resistencia de la prisión y habían liberado a sus abominables engendros en
un mundo que su presencia había alterado de maneras que Nahiri no comprendía plenamente.
Nahiri había despertado de su letargo autoimpuesto y había dado la alarma.

Pero ninguno había acudido. Ni el dragón Ugin, en quien nunca había confiado completamente y
cuyas intenciones y orígenes eran enigmas para ella. Ni Sorin, su mentor; su amigo.

Había tenido que enfrentarse a la crisis ella sola y su mundo había pagado un gran precio, mucho
mayor del que habría pagado si sus aliados hubieran respetado el acuerdo. No había comprobado
todo el daño que los Eldrazi habían causado al mundo y a sus gentes antes de que reprimiera el
resurgimiento. Pero lo había conseguido e inmediatamente después se había marchado en busca de
Sorin, ya que temía por su existencia.

Y ahora acababa de descubrir que él había hecho algo peor que ignorar su petición de ayuda. La
había bloqueado, en su intento de proteger su mundo de las influencias exteriores.

Le había dado la espalda.

―No menosprecies lo que sucedió ―dijo ella―. Estuve dispuesta a poner en peligro mi mundo
para encerrar a los Eldrazi en él. Prometí encadenarme a Zendikar para ser su custodia. Pasé
milenios vigilando a esos monstruos. ¿Tienes idea de lo que es eso? Tú solo tenías que venir cuando
te necesitase.

El suelo empezó a temblar y el lecho de roca que había bajo sus pies vibró cada vez más fuerte, en
sintonía con su ira. De toda la roca y el metal de los alrededores, solamente la plata del Helvault
parecía estar más allá de su influencia.

―No te atrevas a decirme lo que debo hacer, joven ―replicó él―. No estoy obligado a nada. ¡No te
debo nada! Te encontré cuando tu chispa de Planeswalker se encendió. Podría haber acabado
contigo allí mismo, pero te perdoné la vida.

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Se encaró con Nahiri, con los ojos anaranjados llenos de malicia y el rostro a escasos centímetros
del suyo.

―Fui tu mentor y te convertí en lo que eres ―continuó―. Si te parece necesario incordiar a


alguien, ve en busca de Ugin. A mí se me ha agotado la paciencia.

Se le había agotado la paciencia. La paciencia. La amargura se convirtió en furia en un segundo


incandescente.

Durante cinco mil años, Nahiri había vigilado a los Eldrazi... Pero no solo por su plano, sino por
todos los demás. Por Innistrad. Y por una vez, una vez en cinco mil años que había llamado a Sorin
para que cumpliera una sencilla promesa (una promesa que había hecho por interés propio, solo
porque así mantendría a salvo su propio mundo), él no había acudido. No había aparecido.

La paciencia de Nahiri también se había agotado durante su interminable custodia de los Eldrazi.
Estaba harta: harta de esperar, harta de rogar y, sobre todo, harta de que él la tratara como a una
niña. Si Sorin necesitaba una demostración de que ya no era su discípula, tendría que
proporcionársela.

Nahiri convocó una columna de roca de las profundidades que pisaban, de granito antiguo y fuerte.
La tierra se agitó y Sorin luchó por mantener el equilibrio. La columna de roca surgió del suelo y
elevó a Nahiri sobre el paisaje.

―No pienso ir a ninguna parte.

Extrajo más rocas del suelo, las afiló hasta convertirlas en dardos e hizo que dieran vueltas
alrededor de ambos.

Sorin desenvainó su espada.

―Nunca te he amenazado ―le dijo levantando la cabeza hacia ella―. Ni una sola vez. Si vamos a
hacernos enemigos, joven, la culpa recaerá completamente sobre ti.

―No vuelvas a llamarme así ―replicó ella―. Fuésemos lo que fuésemos en el pasado, puedes ver
que ahora estamos a la par.

Aquellos ojos anaranjados mostraron un momento de duda... ¿Y quizá un atisbo de miedo? ¿Había
pensado por un segundo que ella podría tener razón y que su orgullo necesitaba un buen correctivo?

―Lo único que veo es un berrinche ―respondió él―. Si hubieses venido a hablar con un igual,
tendrías que haber acordado una tregua, siguiendo los protocolos de parlamento entre
Planeswalkers.

―He venido a hablar con un amigo ―dijo Nahiri.

―Entonces no veo motivos para quejarte ―comentó Sorin―. Los amigos dicen verdades
dolorosas, ¿no es así?

Mucho tiempo atrás, una joven ignorante había considerado un amigo a aquella criatura
despreciable. Cuando el último vestigio de aquel sentimentalismo de juventud se evaporó, Nahiri

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atacó.

Se abalanzó contra Sorin montada en un puño de roca. No tenía armas. No las necesitaba. El
mismísimo suelo la obedecía.

Sorin desencadenó una explosión de magia de muerte que la alcanzó de pleno en el pecho y la
derribó. La columna de piedra retrocedió súbitamente para permanecer bajo sus pies.

El vampiro saltó con fuerza y se propulsó directamente hacia ella mostrándole los colmillos; su
espada resplandecía a la luz de aquella extraña luna acechante. Nahiri saltó de la columna y cayó en
el suelo flexionando las piernas. Sorin giró en el aire, preparado para patear la columna de piedra y
caer sobre su oponente... pero la roca lo devoró.

Nahiri se puso en pie y apretó los puños para aplastar a Sorin en la roca.

Una grieta se formó en la piedra, y luego muchas otras, todas resplandeciendo a causa de la magia
del vampiro. La columna estalló con un rocío de luz y piedra cuando Sorin se liberó por la fuerza.
Aterrizó en el suelo con elegancia.

Sin embargo, parecía dolorido.

―No quiero tu enemistad ―dijo Nahiri―. Lo único que he querido siempre era tu ayuda, Sorin.
Hiciste una promesa. Ven conmigo.

―Ahora no ―respondió Sorin con una calma exasperante―. Dentro de un tiempo, tal vez. Este es
un momento crítico para...

―¡¿Un momento crítico?! ―exclamó Nahiri―. Los Eldrazi estuvieron a punto de escapar. Piensas
en términos de eones, pero los Eldrazi podrían estar sueltos ahora mismo. Todo nuestro esfuerzo no
habrá servido de nada y tu propio plano estará en peligro. ¿Acaso no te importa?

Entonces se dio cuenta de algo. Encerrar a los Eldrazi había sido la labor de su vida, un esfuerzo
constante que la había retenido en su plano durante casi toda su existencia. Sin embargo, para él
había sido como un pestañeo: cuatro décadas de esfuerzo moderado, hacía cinco mil años, a cambio
de milenios de tranquilidad. Y ahora, con sus nuevas contramedidas, tal vez Innistrad ni siquiera
corriera peligro. Nahiri, Zendikar y cien millones de edros colocados cuidadosamente quizá
hubieran cumplido su propósito, en la mente de Sorin Markov.

Nahiri rugió y desató contra él una tormenta de dardos de piedra, todos del tamaño de un antebrazo
y afilados como agujas.

Sorin redujo a polvo algunos proyectiles antes de que se acercaran, repelió muchos más con un
barrido de su espada y gruñó cuando tres de ellos atravesaron su cuerpo.

Sus ojos se encendieron con un brillo blanco, demasiado intenso, y Nahiri sintió sobre los hombros
un gran peso que la hizo caer de rodillas. Había demasiada claridad...

Levantó la vista.

La luna. Había convocado un rayo de luz lunar, pesado como un peñasco pero completamente

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insustancial. Y entonces, bañada en aquella luz, respirando su olor, Nahiri entendió qué había de
extraño en la luna de Innistrad.

La luna estaba hecha de plata. Como el Helvault.

Sorin arrancó uno a uno los dardos de piedra y las heridas se cerraron sin derramar sangre. Caminó
hacia ella, pero sus pasos eran indecisos y su espada pendía. ¿Tan débil se había vuelto?

Aun así, su magia era poderosa. La luz lunar no solo inmovilizaba el cuerpo de Nahiri, sino que
también anulaba su magia. Mientras el hechizo perdurara, ella sería incapaz de alterar nada fuera
del haz de luz.

―Vuelve a casa, Nahiri ―dijo él con cansancio―. Pon fin a esta farsa y dejaré que...

Nahiri enterró las manos en el suelo y extendió su voluntad hacia abajo, hacia la propia tierra.

Se hundió en una matriz de roca y, por un momento, dejó atrás su ira, la maldita arrogancia de Sorin
y aquel extraño e inflexible monolito de plata cuyo propósito aún no lograba comprender. Solo
estaban ella y la roca, separadas de todo excepto del lento y constante latido del mundo, como había
sido durante cinco mil años.

Podía marcharse del plano y regresar a Zendikar, al aislamiento. De hecho, no necesitaba la ayuda
de Sorin. Ya no. Sin embargo, dejar asuntos sin resolver en Innistrad resultaría indeciblemente
peligroso y podría provocar represalias. Si lo hiciera, se ganaría un enemigo. No se marcharía
mientras aún hubiese una posibilidad de impedirlo.

Los pasos inquietos de Sorin reverberaban en la superficie, en dirección al Helvault.

Moldeó la roca bajo ella para formar otra columna, disolvió la piedra que se interponía entre ella y
la superficie y emergió del suelo una vez más. Sorin había disipado el rayo de luz lunar y ahora
apoyaba la espalda en el Helvault, buscando un mínimo de protección.

Nahiri se elevó en su columna de granito y observó desde arriba al vampiro mientras extraía una

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nube de rocas del suelo y las situaba alrededor de sí.

No quería matar a Sorin. En verdad no quería hacerle daño. Lo que quería era arreglar las cosas
entre ellos, recuperar lo que habían perdido. Pero para que aquello ocurriera, tendría que ganarse su
respeto. Y para conseguirlo, tendría que derrotarle.

Sorin se apoyaba en su espada. Si accedían a tratarse como iguales, parecería que Nahiri le estaría
haciendo un favor a él.

Pero algo no iba bien. Sorin estaba demasiado débil, más de lo que recordaba de su juventud. Nahiri
se percató de que el Helvault irradiaba la esencia del vampiro y se preguntó cuánta había imbuido
en él.

Entonces descendió hacia él en su columna de piedra. Cuando pasó junto a una de las rocas
flotantes, levantó una mano hacia ella. La piedra se calentó al instante, se fundió y los metales de su
interior respondieron a su voluntad.

Extrajo una espada completamente forjada y siguió avanzando hasta tuvo a Sorin a sus pies, con la
mirada puesta en el filo incandescente.

―Sorin, cumplirás tu promesa. Regresarás conmigo a Zendikar. Me ayudarás a comprobar las


medidas de contención y a garantizar que los Eldrazi están presos. Solo entonces podrás
escabullirte.

Sorin escupió.

Entonces, todo se iluminó de nuevo, más que a la luz de la luna, y una silueta descendió gritando
desde los cielos. Nahiri entrevió unas alas y una lanza luminosa antes de que la figura se precipitara
sobre ella y la arrojase del pedestal. Cayeron juntas y se estrellaron contra el suelo, donde abrieron
un profundo surco en la tierra. La panoplia de rocas de Nahiri se vino abajo cuando perdió la
concentración.

Finalmente, quedó tendida boca arriba y vio quién la había atacado.

Avacyn, ángel de la esperanza

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Era un ángel de lo más imponente, de cabellos blancos, piel blanca y negra y ojos inexpresivos.
Nahiri acababa de sufrir el ataque de un ángel.

Había conocido a otros en Zendikar. Eran seres distantes y, en cierto modo, temibles, pero eran
guardianes, criaturas de la justicia y el bien. Y jamás había visto a uno lo bastante estúpido como
para atacar a una Planeswalker.

Antes de que Nahiri pudiese hablar, e incluso asimilar lo que estaba ocurriendo, el ángel levantó su
lanza. Las puntas brillaron como dos soles gemelos y la cegaron.

Volvió a hundirse en la roca y sintió las puntas de la lanza clavándose en la tierra donde se había
ocultado.

Esta vez no se tomó un momento para reposar. Surgió del suelo entre un estallido de tierra, espada
en mano, y cuando el ángel se protegió de la ráfaga de piedras, Nahiri atacó. Lanzó un tajo con su
espada, que aún fulguraba con el calor de haberla forjado.

El ángel desvió el golpe justo a tiempo y Nahiri atacó otra vez, y otra, y otra, obligando a su
oponente a retroceder. Sintió un ligero malestar por enfrentarse a un ángel, pero vio que no tenía por
qué: el ángel la había atacado sin provocación. Además, ¿por qué lo había hecho? ¿Para proteger a
Sorin? Apenas daba crédito a lo que ocurría.

El ángel levantó el vuelo... pero no retrocedió. Se impulsó hacia delante para situarse sobre ella y
atacar de nuevo. Nahiri se elevó sobre otra columna de piedra y obligó al ángel a huir o a aterrizar
de nuevo.

Su contrincante regresó a tierra, pero trató de resistir. Nahiri continuó su asalto. Su rival era
poderosa, sin duda, pero no era una Planeswalker. Nahiri descargó un espadazo desde arriba...

Y su arma se estrelló contra el acero de Sorin, que se interpuso entre el ángel y ella.

―¡Basta! ―dijo jadeando―. Basta.

No le prestó atención y se fijó bien en el ángel de ojos azabache. Había algo familiar en ella, algo
inquietante, pero Nahiri estaba bastante segura de que nunca la había visto antes.

―¿Qué has hecho, Sorin? ¿Cómo has sometido a un ángel? ¿Quién es?

―La otra mitad ―replicó él.

Su mano se movió como un relámpago y atrapó el arma de Nahiri. Su piel chisporroteó y se quemó,
pero él parecía no sentirlo. Los dedos de Nahiri se entumecieron y su mente dio vueltas. Aún no lo
comprendía. Sorin le puso la punta de su arma en el cuello, le arrebató la espada y la apartó con un
pie.

El ángel aterrizó suavemente detrás de Sorin, pero este levantó una mano y ella se detuvo. ¡Un
ángel acababa de obedecerle!

―Por si sirve de algo ―dijo Sorin―, jamás quise llegar a esto, joven.

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Entonces levantó su espada, desprendió un rayo de luz sin brillo y la empujó.

Nahiri salió volando hacia atrás y se estampó contra la superficie de plata del Helvault. Ya no era
dura y fría, sino blanda. Acogedora. Atrayente.

Unas hebras de plata se estrecharon alrededor de su cuerpo y tiraron de ella. El aire se llenó de
remolinos de piedras y el suelo de roca se estremeció con su furia, pero el Helvault no se inmutó.

―¡Maldito seas! ―gritó Nahiri―. ¡Confiaba en ti!

Esta vez fue Sorin quien la miró desde arriba, con las alas del ángel extendidas detrás de él, y habló
una última vez antes de que la plata fundida inundara las orejas de Nahiri. Sorin parecía casi triste.
Casi.

―Nunca he solicitado tu confianza, joven. Solo tu obediencia.

Y entonces el Helvault la reclamó y Nahiri desapareció en una oscuridad vasta y absoluta.

**********

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Reposo
Interludio

En la oscuridad se sumió.

No había otras sensaciones: ni sonido, ni luz. Ni siquiera un soplo de viento, pues dentro de aquel
lugar no había nada, ni siquiera aire. Nada excepto ella misma y la interminable sensación de un
descenso eternamente inconcluso. No podía ver ni su mano delante de su cara; ni siquiera estaba
segura de que tuviera un cuerpo dentro de aquel lugar.

Expandió sus sentidos, empujó y tiró usando sus poderes litománticos para tratar de entrar en
contacto con el exterior argénteo del Helvault. Sin embargo, lo que la rodeaba no era plata: era la
nada. Intentó abandonar el plano, pero incluso la Eternidad Invisible, el caótico no-lugar entre los
mundos, estaba más allá de su alcance.

No era como la crisálida de piedra que había usado en Zendikar, la matriz de roca donde había
dormido de manera irregular durante cinco milenios. En su crisálida, como sumida en un sueño,
podía sentir todo Zendikar, entrar en contacto con cualquier parte del mundo o aparecer
dondequiera que desease.

Esto era mucho, mucho peor: solo había oscuridad, descenso y el inconfundible aroma de Sorin
Markov.

Sorin pagaría por aquella traición. Cuando escapara de aquella prisión, se lo haría pagar. Había
considerado que eran aliados. ¡Amigos! Pero ahora veía lo que era en realidad: un monstruo, así de
sencillo.

Un monstruo, pero no un insensato. Sabía lo que había en juego en Zendikar. No podía confiar tanto
en sus defensas, en su Helvault y su ángel esclavizado, como para permitir que los Eldrazi
escaparan. Cuando recuperara su fuerza y estuviera preparado para enfrentarse a ella, la liberaría.
La emboscaría, la derrotaría y le permitiría volver a casa. No podía abandonarla allí. Era
impensable.

Pero tuvo tiempo para pensar.

Tras pensarlo detenidamente, tomó una decisión.

―Ya basta ―dijo en voz baja.

No hubo respuesta, ningún sonido en absoluto. Sus palabras no hicieron eco, sino que se disiparon
en las tinieblas infinitas.

―¡Ya basta! ―dijo en voz más alta―. Sea cual sea la lección que tratas de enseñarme, la he
aprendido. Pon fin a esto y me marcharé de Innistrad; jamás regresaré. Está claro que ya no tenemos
nada que decirnos.

No obtuvo respuesta. Pero no estaba dispuesta a disculparse, ni mucho menos a suplicar. No le daría

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esa satisfacción.

Pensó a menudo en Zendikar, en sus cumbres escarpadas y sus cielos abiertos. En el cáncer que
devoraba su corazón, en los vampiros que pululaban en la superficie y construían estatuas de dioses
más monstruosos de lo que creían. No tendría que haberse ido.

El aislamiento empezó a roer los bordes de su cordura. Incluso un Planeswalker, incluso alguien que
había pasado milenios de letargo en la roca, no debería pasar por semejante soledad. Incluso un
Planeswalker podía sufrir un deterioro mental... Y para un Planeswalker, que era una mente, las
consecuencias podían ser terribles. Una vez había conocido a alguien a quien le había ocurrido. Y
una vez había sido más que suficiente. Ella no se volvería loca.

Al principio se aferró a sus sentimientos de venganza, de aplastar a Sorin por lo que le había hecho
y por lo que podría ocurrir en Zendikar. Sin embargo, no pudo imaginar muchas formas de matarlo;
además, incluso entonces, la idea de acabar con él le causó más tristeza y hastío que la fría
satisfacción de resarcirse. Su odio nunca mermó, sino que se cristalizó y se conservó intacto.

Sus recuerdos de Zendikar se convirtieron en su faro en la oscuridad.

Conocía su propio mundo hasta la médula y sus recuerdos de él eran perfectos. Pensó en un lugar,
en las zanjas de Akoum que había recorrido con su pueblo antes de abandonar la vida mortal y
hundirse en la roca. En su mente, construyó una reproducción de aquellas zanjas, trazando cada
capa de basalto, cada fragmento de vidrio volcánico rojizo del regolito, cada grano y hueco del
lecho de roca.

Pero no era Zendikar. Era Zendikar tal como ella lo recordaba: después de los Eldrazi, pero antes
del letargo con el que había permitido que el mundo se descontrolara.

Expandió su imagen desde Akoum mientras el tiempo transcurría incontablemente. Recordó la


consistencia de los depósitos sedimentarios, la temperatura y la viscosidad del magma que latía bajo
la superficie. Construyó hacia abajo, a kilómetros de la superficie, todo lo profundo que se había
atrevido a ir, hasta que trazó los bordes de la placa tectónica que portaba Akoum a sus hombros.

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Conservó todo en su mente, dejando partes sin cambiar durante lo que parecían períodos de años,
para luego encontrarlas exactamente como las había dejado. Su mente era suya y Zendikar era suyo;
se negaba a perder ninguna de ambas cosas.

Era imposible decir cuánto tiempo había estado cayendo antes de que interrumpieran su ensueño.
Ya no estaba sola en la oscuridad. Al principio estaban lejos; solo eran un rumor distante, o el
susurro de unas alas de piel. La insonoridad de su cautiverio no había sido inmutable, solo el
resultado de su vacío.

Poco a poco, con el paso de incontables años, el Helvault se pobló. Ahora comprendía su propósito.
Sorin no toleraba amenazas en su querido Innistrad y había construido aquella cosa (aquel foso,
aquella nada) para encerrarlas.

Amenazas como demonios y horrores. Y como ella. Cuando se dio cuenta de ello, pasó enfurecida
un año o diez.

"La otra mitad", había dicho él. Dudaba que el propio Sorin hubiera encerrado personalmente a
todos aquellos demonios. Entendió cuál era el propósito del ángel en todo aquello, aunque
desconocía como podía haberla engañado o sobornado.

Finalmente había recreado todo Akoum en su imagen mental de Zendikar, desde las imponentes
cumbres de los Dientes hasta las serenas aguas de Lagocristal. En comparación, el mar que rodeaba
su continente evocado era un borrador, un garabato; no entendía completamente el comportamiento
del agua, por lo que las olas que rompían contra los acantilados rojos de Akoum solo iban y venían.
No se centró en ellas para no romper la ilusión.

Solo tuvo que recrear un pequeño lecho marino para empezar con Ondu. Estaba deseosa de llegar a
las islas de la Corona, con Valakut como joya refulgente, pero se negó a hacer las cosas sin orden.
Tenía todo el tiempo del mundo.

Los demás empezaron a chocar con Nahiri, a rozarla en la oscuridad interminable. Nunca los vio
(aquello no había cambiado), pero los oía chillar justo antes de rozarla. Una garra por aquí, un ala
por allá, un contacto momentáneo con un trozo de carne inhumana y desconocida. Y entonces

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volvían a desaparecer en la oscuridad.

Marcó el tiempo con aquellas distracciones, con aquellos choques breves y sin sentido con las cosas
que se sumían en la nada. No sintió odio por ellos, ni siquiera cuando sus números crecieron y sus
choques contra su pseudocuerpo se volvieron más frecuentes y dolorosos. No sentía aprecio por los
demonios (había acabado con más de uno para impedir que se extendieran por su mundo), pero no
los odiaba. No en aquel lugar.

Se compadecía de ellos. Al igual que ella misma, habían caído prisioneros de Sorin Markov y su
secuaz angelical. Y a diferencia de Nahiri, ellos jamás tendrían la oportunidad de vengarse. Eran
criaturas patéticas que aullaban y farfullaban, enloquecidas, aterradas o ambas cosas; eran mentes
inferiores que se rompían bajo la perspectiva de pasar una eternidad en la oscuridad.

Nahiri estaba acostumbrada al aislamiento y era dueña de su mente. En aquellas tinieblas, eso era lo
único que tenía: su cordura, su ira, sus recuerdos de Zendikar... y un tiempo indecible.

Terminó Ondu y se tomó un tiempo adicional para labrar la cima sagrada de Valakut. Dedicó años
de meditación al cráter del volcán. Su Zendikar era su ancla, la cosa que le recordaba quién era y de
dónde procedía. Tenía que evocarlo con esmero.

A veces regresaba a aquel cráter, en su mente, pero no podía conformarse con permanecer en aquel
Zendikar. Tenía que terminarlo.

Murasa le llevó menos tiempo: era un gran bloque de piedra que surgía del mar. Los bosques del
continente eran excepcionales, pero no le interesaban y no intentó recrearlos. En cambio, Bala Ged
captó su atención durante mucho tiempo, mientras trazaba los contornos de la bahía de Bojuka y la
compleja red de cavernas bajo la espesura de Guum.

Después pasó a Guul Draz, monótona en la capa superior, pero tan fascinante como Bala Ged bajo
la superficie. Estaba a medio terminar los conductos subterráneos de lava que formaban las ciénagas
geotérmicas del continente cuando por fin, después de incontables años, algo cambió.

Luz... Un breve destello, cegador en la oscuridad, rompió su concentración y, por unos instantes de

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pánico, eclipsó completamente su Zendikar. Y entonces hubo algo con ella, una presencia más
sólida que la de aquellos demonios difusos y lastimeros. "¿Sorin?", pensó por un momento... Pero
no, no era él. No... exactamente. Muy por debajo de Nahiri, dos soles gemelos se encendieron e
iluminaron la nada; entonces oyó el leve rumor de unas plumas.

¿Era... el ángel? ¿En su propia prisión? Aquello sí que era interesante.

Las luces se acercaron y Nahiri pudo ver... Pudo ver, por primera vez en siglos. La lanza del ángel
resplandeció y la recién llegada gruñó de agotamiento mientras blandía su arma en grandes arcos.
Extendió sus alas inútilmente, tratando de batir contra nada en absoluto.

Los demonios asediaron al ángel, chillando y agitándose. Habían dejado a Nahiri en paz durante
todos aquellos años; solo la habían rozado accidentalmente. Pero reconocieron a su carcelera.
Supieron que era su única oportunidad de vengarse.

El ángel ascendió hacia Nahiri lenta, lentamente, en aquel vacío atemporal, hasta que llegó a su
lado. La nube de demonios se había disipado cuando la guardiana de Sorin había conseguido el
control. El ángel se fijó en Nahiri y sus ojos se cruzaron por un momento... Y entonces, Nahiri por
fin lo comprendió. Sorin no había esclavizado al ángel. No la había engañado ni coaccionado.
Aquel ángel apestaba a Sorin, al igual que el Helvault.

La había creado. Al igual que el Helvault.

El ángel reconoció a la que había sido su oponente mucho tiempo atrás. Sus ojos oscuros brillaron
con furia. Una furia que Sorin le había infundido. La había creado a su imagen; la había retorcido
desde el principio. La había llenado de odio. La había hecho suya. Nahiri se estremeció.

Otro ser que había sufrido el agravio de Sorin Markov, sin posibilidad de vengarse o rectificar su
vida. Sin posibilidad de ser libre. Una muñeca de porcelana, creada para sustituir a la discípula que
había perdido.

Nahiri no supo decir cuánto tiempo cayeron juntas, mirándose mutuamente a los ojos. Comunicarse
parecía imposible, después de tanto tiempo.

Y entonces se hizo la luz, luz auténtica, y el vacío que las envolvía se resquebrajó y se hizo pedazos
y por fin...

estaba...

fuera...

**********

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Ruinas
Hace un año

Nahiri se estrelló de manos y rodillas en una superficie dura; su caída interminable por fin había
concluido. Sus ojos rechazaron la noción de la luz y sus oídos sufrieron el asalto de un estruendo
cacofónico. Centró la vista y la luz cegadora remitió formando siluetas. El tumulto se separó en
distintas voces. El suelo reveló ser una pequeña y cuidada calle adoquinada. Levantó la cabeza.
Había gente gritando y corriendo por todas partes, un incendio descontrolado, cadáveres...
¿Cadáveres? Sí, cadáveres tambaleándose. Por encima de todo ello, el maldito ángel de Sorin, que
ascendió hacia el cielo envuelta en un haz de luz blanca.

Y por todas partes, una lluvia de fragmentos de plata.

Sus manos le resultaron extrañas. Tocar... le pareció extraño. Miró las palmas de sus manos. Estaban
ensangrentadas. Ensangrentadas. Deseó que las heridas se cerraran, pero no ocurrió nada. Su
cuerpo ya no era una extensión de su ego. Una vez más, como había sido antaño, era solo... un
cuerpo. Carne y hueso. Podía sentir la sangre que corría por sus venas, los fuertes resuellos que
introducían aire en unos pulmones que no lo habían necesitado durante milenios. Se sintió
horriblemente mareada.

Tenía que irse antes de que él la encontrara. Si es que podía irse; si es que aún era una Planeswalker.

Empujó con indecisión los muros del mundo y trató de moverse en aquella dirección sobrenatural
que solo percibían los Planeswalkers. Sintió el contacto con los muros del mundo: aún era una
Planeswalker. Sin embargo, cuando los empujó, los muros ofrecieron mucha más resistencia de la
que recordaba. Antes parecían pompas de jabón; ahora eran una barrera que requeriría voluntad y
tiempo para atravesarla. ¿Tan débil estaba?

No era eso. No. Empujó como siempre había hecho. El problema no era su fuerza. En realidad, los
muros eran más altos y gruesos. La Eternidad Invisible estaba menos conectada a aquel mundo que

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cuando ella había llegado. La forma del Multiverso había cambiado durante su caída. Podía sentirlo.

Aún era una Planeswalker. Significara lo que significase ahora.

Con gran esfuerzo, se arrojó a la Eternidad Invisible y esta la arrancó de allí y la zarandeó, como
había hecho siempre. Por muy desorientada que estuviera, solo había un plano al que podría llegar;
el único al que él esperaría que huyese, si decidía perseguirla. Pero no tenía otro remedio.

Sus pies tocaron la tierra rocosa de Zendikar y, por primera vez desde el inicio de su cautiverio, se
encontraba en suelo firme. En Zendikar, el auténtico Zendikar. Su hogar. No se encontraba lejos del
último lugar en el que había estado tiempo atrás. Estaba en el corazón de Akoum, cerca de lo que
debería haber sido el Ojo de Ugin.

Sin embargo, el Ojo se había derrumbado; estaba en ruinas. Había pilas de escombros a sus pies,
mientras que los edros y los fragmentos de roca volcánica vagaban por el aire. La cuidada
estructura, la meticulosa red de edros y la mismísima cámara del Ojo se habían... desmoronado.

"No. No".

Los tres titanes eldrazi habían huido mientras la protectora de Zendikar languidecía en la prisión de
Sorin Markov. Todo lo que había construido allí, todo aquello para lo que se había esforzado... había
quedado en ruinas durante su largo cautiverio.

Nahiri apretó los puños, aún ensangrentados. ¿Dónde? ¿Dónde estaban? Los Eldrazi tal vez
hubieran abandonado Zendikar. Cabía la posibilidad de que su mundo por fin se hubiera librado de
ellos.

Extendió su conciencia a través de la roca de los alrededores hasta que sintió un temblor familiar,
apenas una ligera vibración: los pasos ligeros y ágiles de otros kor. Subió a una cresta para llegar
hasta ellos, pidiendo a la piedra que la ayudara a ascender para no lastimarse aún más las manos.
Las heridas se negaban a cerrarse.

Una centinela lanzó un grito y Nahiri hizo lo mismo; su voz sonaba ronca, desconocida. Usó un

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grito de respuesta, una señal sin palabras que tan solo significaba "soy kor".

En cuestión de segundos, diez kor de aspecto agotado la rodearon.

―Estás herida ―dijo una de ellos, una mujer alta con una extraña herida arrugada en el hombro. Su
entonación era distinta, un poco extraña, pero hablaban el mismo idioma. Entonces levantó las
manos y estas brillaron con magia sanadora. Nahiri bajó la cabeza y la mujer le tocó las manos. Las
heridas causadas en otro mundo por los adoquines y los fragmentos lunares empezaron a cerrarse.

»Me llamo Tenri ―dijo la sanadora mientras trabajaba.

Nahiri no respondió y trató de parecer absorta en el proceso curativo. No sabía cuánto recordaban
de ella los kor. O, específicamente, de la siniestra Nahiri la Profeta, cuya estatua había visto antes
de su cautiverio en el Helvault.

―¿Estás sola? ―dijo un explorador cargado de armas y cuerdas―. ¿No tienes herramientas?

―Es una larga historia ―respondió Nahiri―. Soy... una ermitaña, supongo. He estado recluida
durante mucho tiempo y veo que las cosas han cambiado. ¿Qué le ha ocurrido al mundo?

Todo el grupo se quedó boquiabierto.

―Los Eldrazi lo devastan todo ―dijo el explorador―. ¿Dónde has estado? ¿Cómo es posible que
no hayas oído hablar de ellos?

―Tranquilo, Erem ―dijo la mujer alta, Tenri―. No tiene herramientas porque es una artesana de la
piedra. Probablemente estaba perfeccionando sus habilidades en solitario.

―Podría decirse ―contestó Nahiri. Tiró de la cinta roja que la distinguía como maestra de la fragua
de piedra y se maravilló al ver que las tradiciones de su pueblo habían sobrevivido a tantos
desastres sin su tutela.

―Hace un año, tres monstruos enormes surgieron de los Dientes de Akoum ―explicó Tenri―. Al
parecer, llevaban mucho tiempo durmiendo bajo la superficie. Sus engendros se esparcieron por
todas partes, pero esos tres, los titanes, eran mucho peores. Allá donde iban... no quedaba nada.

―Hay quienes creen que son la encarnación de Kamsa, Talib y Mangeni ―comentó Erem.

Muchos de los kor escupieron al suelo. Nahiri solo reconoció el nombre de Talib. Lo había visto
esculpido bajo una estatua de sí misma, donde decían que era su profeta. Durante su larga ausencia
y su aún mayor letargo en Zendikar, muchas historias medio recordadas sobre los Eldrazi se habían
convertido en leyenda; historias que, en muchos casos, ella había sido la primera en contar. Los
monstruos que acechaban en el interior de Zendikar se habían convertido en sus dioses.

Nahiri también escupió.

―No queda nada... ―recordó―. ¿Dónde? ¿Dónde han estado? ¿Qué hemos perdido?

―Bala Ged ―respondió Erem.

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Nahiri esperó a que continuara, a que especificase qué partes de Bala Ged habían perdido. Pero
Erem no dijo nada.

Bala Ged. Un continente entero...

―Tengo que verlo con mis propios ojos ―dijo Nahiri.

Erem bufó. Bala Ged estaba muy lejos de allí. Tenri asintió.

―Puedo equiparos antes de irme ―ofreció Nahiri―. Es lo mínimo que puedo hacer.

Erem negó con la cabeza.

―No estamos escasos de equipo. No cuando quedamos tan pocos para usarlo.

―Que los dioses sean contigo ―dijo Tenri―. Los dioses en los que puedas creer hoy en día.

Nahiri estrechó el hombro de la mujer.

―Gracias por vuestra ayuda. Siento no haber podido hacer más.

Se hundió en la roca y dejó atrás a los kor, tan desconocidos para ella como lo había sido Sorin.

Percibió la gravedad de los daños. Las profundidades del mundo estaban repletas de nuevos túneles
cubiertos de una sustancia extraña que confundía sus sentidos. Mirara donde mirase, encontraba
devastación. Había rastros de los Eldrazi por todas partes, paisajes erosionados de maneras que no
lograba comprender. Y muy lejos, al otro lado del mundo, en Bala Ged...

Se concentró (ahora tenía que concentrarse) y se desplazó por el mundo, en busca del origen del
mal. Se sintió mareada, enferma. Necesitaba esperar, descansar y recuperar fuerzas.

Pero se había hartado de esperar. Tenía que ver lo que había ocurrido. Emergió en Bala Ged, en lo
que debería haber sido una frondosa jungla. Sin embargo, lo que se extendía ante ella era un yermo
aparentemente infinito de polvo blanquecino, más desolado que cualquier desierto, como la
superficie de una luna.

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No había nada semejante en el Zendikar que conservaba en su cabeza, en el modelo mental que
había construido minuciosamente durante sus años de cautiverio. En su Zendikar, Bala Ged era
vigoroso y salvaje. En aquel Zendikar, había muerto. Allí no vivía nada. Incluso la roca era
silenciosa.

El suelo tembló bajo sus pies, pero no pudo percibir el origen de la vibración. El polvo se agitó.

Nahiri se dio la vuelta. Y allí, en el horizonte, inmenso y horrible, vio a un ser con el que se había
cruzado en dos ocasiones: la primera, en un mundo aniquilado por los Eldrazi; la segunda, cuando
lo encerró junto a sus congéneres en Zendikar. El Devorador. El que Ugin llamaba Ulamog.

Ulamog, el Hambre Que No Cesa

Nahiri cayó de rodillas y apoyó las manos en aquel polvo sin vida.

Si aquello estaba suelto en su mundo...

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Si lo que había ocurrido allí podía repetirse en cualquier parte...

Si no tenía preparativos, ni un pequeño fragmento de su antiguo poder, ni una red de edros que
había resistido durante siglos...

Su Zendikar iba a morir. No tenía forma de salvarlo. Era como intentar detener el sol en el cielo.
Cerró los ojos y vio su Zendikar, el Zendikar de antaño. El mundo que Sorin Markov había
destruido porque ella lo había permitido. Unas cálidas lágrimas de furia corrieron por su rostro y
cayeron con un siseo en aquel horrible polvo.

―Innistrad sangrará tal y como lo hizo Zendikar.

Abrió los ojos y se miró las manos, unas manos que habían moldeado la roca y encerrado a tres
titanes. Estaban cubiertas de polvo ceniciento.

―Sorin llorará tal y como lo hice yo.

Levantó la vista hacia el ser del horizonte y lo observó recorrer el paisaje como si fuera una
catástrofe natural.

―Lo juro sobre las cenizas de mi mundo.

Nahiri se puso en pie.

Tenía mucho trabajo por delante.

Nahiri, la Adalid

**********

51
El levantamiento de Emrakul

By Kimberly J. Kreines

La locura que se expande por Innistrad ha llegado a un punto crítico. Jace y Tamiyo han
presenciado la confrontación entre Sorin y Avacyn y han sido testigos de cómo el vampiro destruía
al ángel. Todo Innistrad se estremeció cuando Avacyn exhaló su último suspiro. Ahora que el plano
ha perdido a su protectora, ha quedado expuesto tanto a las amenazas del mundo como a las del
más allá... tal como quería Nahiri. Toda la tierra retumba y los temblores sacuden los escasos
corazones que han resistido a la demencia.

**********

Los acantilados de Selhoff


Nahiri había trabajado mucho.

Había cumplido con su juramento, el que había proclamado sobre el polvo de Bala Ged. Aún había
polvo bajo sus uñas y en los pliegues más profundos de su ropa; lo había dejado allí como
recordatorio. Desde que había abandonado Zendikar, se había volcado en su propósito durante todas
las horas de cada día y hasta altas horas de cada noche, dejando que su furia la alimentase. Se había
forzado, había estirado las manos hacia la Eternidad Invisible y las puntas de sus dedos habían
ardido a causa del éter acumulado, trabajando con la piedra y con magias más poderosas de lo que
se había atrevido a usar jamás. Todo le había resultado diez veces más difícil de lo que recordaba,
pero no se había quejado ni una vez ni había desfallecido o parado para descansar. Ahora por fin
tendría su recompensa. Vería los frutos de su trabajo. Al igual que Sorin.

El último escudo de Innistrad había caído. Nahiri había percibido cómo se desprendía la última
protección del plano, como una pesada armadura que se separaba del soldado una vez concluida la
batalla. El mundo había quedado desnudo y vulnerable. Solo que la batalla aún no había concluido:
no había hecho más que empezar.

―Innistrad sangrará tal y como lo hizo Zendikar. ―Contuvo el aliento. La tierra se estremeció bajo
sus pies. El plano empezó a palpitar, a convulsionarse por los temblores, como si una cadena de
reacciones explosivas retumbase bajo la superficie y reverberara en la noche. Sorin también la
percibiría. Aquel pensamiento le causó una gran satisfacción―. ¡Ven! ―clamó al cielo―. Ven a mí.
¡Ven a Innistrad!

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Entonces la sintió: una presencia.

El aire se tornó caliente y silencioso y Nahiri respiró hondo. "Sí...". Conocía demasiado bien aquel
olor. La emoción la embargó con una intensidad que no había sentido desde hacía siglos. Corrió
hasta el borde del acantilado, con las piernas moviéndose fuera de control y la mente incapaz de
seguir el martilleo de su corazón y el ritmo de sus pies.

Miró hacia el mar, hacia el templo que había construido para la diosa. Ya no estaba vacío. Las
lágrimas brotaron en los ojos de Nahiri, pero se las enjugó rápidamente. No era su momento de
llorar―. Sorin llorará tal y como lo hice yo.

La silueta bajo el mar se extendió, las olas se agitaron y la superficie amenazó con romperse. Al fin.
Había llegado el momento.

**********

53
Los páramos de Gavony
Había llegado el momento. El momento de rezar.

"Gran arcángel Avacyn, mi mamá me dijo que rezara si tenía miedo. Tengo miedo".

Aunque estaba rodeado de cátaros con espadas relucientes y armaduras de acero, Maeli estaba
encogido de miedo. Se sentía solo.

Se había sentido solo desde que había huido de su aldea, cuando los ángeles malvados habían
provocado una lluvia de fuego. Había corrido hacia el bosque, como le había dicho su madre, y
nunca había regresado a la aldea. Había querido hacerlo un centenar de veces, pero ella le había
dicho que no volviera, pasase lo que pasase, y su madre nunca había hablado tan en serio. Le había
hecho caso, aunque ahora deseaba no haberlo hecho. Ahora quería estar en casa.

Abrazó el conejo de peluche que le había dado la anciana de cabellos grises, la que le había
encontrado en el bosque y le había llevado a su casa, que olía a dulces y pan correoso. Le había
dicho que la llamara doña Sadie y que podía quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera. Pero
él nunca había querido aquello.

"Gran arcángel Avacyn, quiero volver a casa. Por favor. ¿Puedo ir a casa?".

No hubo respuesta. En vez de eso, unos brazos gruesos y retorcidos se extendieron hacia él,
pasando como un rayo entre las espadas de los cátaros. Eran los mismos brazos retorcidos que
habían surgido del pecho de doña Sadie aquella misma noche, mientras cenaban. Había ocurrido
poco después de que Maeli notara que su silla temblaba, y aún menos tiempo después de que una
ráfaga de viento hubiera entrado por las ventanas, trayendo consigo un olor a néctar dulzón. Maeli
tenía la cuchara en la boca y estaba tragando un bocado de guiso cuando el torso de doña Sadie se
partió con un crujido. Había echado la mayoría del guiso por la nariz y se había quemado por
dentro, detrás de los ojos. El dolor le había hecho llorar. Sus mejillas se habían empapado de
lágrimas mientras doña Sadie y sus demasiados brazos le habían perseguido.

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―¡Quédate atrás! ―Los cátaros lucharon entre la hierba alta y cortaron un brazo tras otro. Una de
las extremidades cayó a los pies de Maeli. Cuando se fijó en él, las tripas se le revolvieron: aquel
era uno de los brazos de verdad. Había un trozo de la blusa amarilla de doña Sadie; cerca de la
mano, su gran verruga marrón y peluda pestañeó al mirarle.

Maeli enterró la cabeza en el conejo de peluche y una nueva lágrima corrió por la mejilla. "Por
favor, Avacyn". El ángel había acudido una vez. Le había ayudado cuando estaba asustado y
perdido. Su madre le había dicho que Avacyn había respondido porque él le había rezado tan fuerte
que Avacyn no había podido ignorarle. Maeli no sabía cómo una plegaria podía ser más fuerte que
las demás. No sabía cómo hacer que su plegaria actual fuese tan fuerte como para que Avacyn no
pudiera ignorarla, pero tenía que intentarlo. Gritó lo más fuerte que pudo, con la boca pegada al
pelaje húmedo y apelmazado del peluche―. ¡POR FAVOR, AVACYN! ¡AYÚDAME!

―¡Avacyn ha desaparecido! ―La voz atravesó el frío foso que Maeli sentía en el estómago; un
terror gélido brotó de él y subió por la espalda, hasta la nuca. Como unos dedos ateridos, el pánico
se introdujo en su cráneo, le agarró la cabeza y dirigió sus ojos hacia el cielo.

Un ángel.

Por un momento fugaz, Maeli sintió esperanza. Una esperanza falsa, supo al instante, ya que el
ángel que flotaba en lo alto no era Avacyn.

―Ella ha llegado ―dijo el ángel mirando directamente a los ojos de Maeli―. ¡Ella se alza! ¡Se
alza! ―Entonces inclinó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada chirriante que recorrió
el cielo. De pronto dejó de reír y se quedó completamente inmóvil, como si se hubiera congelado en
el aire―. ¡So'ymrakul! ―Descendió en picado, con la espada silbando por delante. Maeli apretó los
ojos con fuerza. "¡Por favor!".

**********

55
La costa de Nephalia
"Por favor. Por favor, elígeme". Edith afirmó los pies en la roca lisa y húmeda. Al fin estaba lo más
cerca posible. Lo más próxima que podía estar cuando llegara el levantamiento, la conversión. Aun
así, ansiaba estar más cerca.

"Por favor, elígeme". Había demostrado que era devota. La más devota―. La más devota.

"Elígeme". Lanzó un rápido vistazo a un lado de la capucha y luego al otro. Sí, se encontraba en las
rocas más cercanas, separada de los demás sectarios. Se elevaba por encima de ellos. Con orgullo.
No había nadie más allí donde estaba. Nadie más se encontraba tan cerca. Ella era la más
próxima―. La más próxima. ―Quería estar más cerca.

»¡Elígeme! ¡Elígeme! Elíge'mrakul. ―Alzó los brazos y los abrió hacia el cielo, abriéndose a sí
misma al ser que se avecinaba.

Las olas rompieron a su alrededor. Podía sentirlo: había llegado el momento.

―¡Emrakul! ―El nombre, el poder y la plenitud surgieron de ella mientras el mar se agitaba―.
¡Emrakul! ―La integridad la abrazó, se entrelazó con ella, se convirtió en ella. El mar se elevó
hacia el cielo―. Elígeme, Emrakul. Tómame, Emrakul.

―Elíge'mrakul, tómame'mrakul ―entonaron otras voces a sus espaldas, acompasadas con el brillo
magenta que latía bajo la superficie del mar―. So'ymrakul.

El resplandor se volvió más fuerte, más intenso, más poderoso, y se convirtió en una luz constante.
Edith se inclinó hacia delante y las puntas de sus pies quedaron suspendidas en el vacío. Era la
prominente. La más próxima. Ahora estaba más cerca. Incluso más próxima.

A su alrededor, los grandes pilares de roca retorcida centellearon en la oscuridad. Unos rayos de
poder violetas salieron disparados de las puntas y saltaron a las rocas vecinas, y luego a las

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siguientes. Su poder. Todo aquello era Su poder. Todo era Ella. Más próxima. Más próxima.

La mole de agua desprendió olas. Ya no había distinción entre el mar y la tierra. Edith se aproximó.
Nunca antes había sido la primera. La mejor. Nunca antes. Pero nunca antes había importado. Ahora
importaba; ahora lo era. La primera. La más próxima. La mejor―. ¡So'ymrakul!

Una ráfaga explosiva de mar salió disparada hacia el cielo. Se elevó como una gruesa columna de
piedra y volvió a precipitarse; se desmoronaba a la vez que crecía, era el caos en movimiento. Y
entonces se quedó inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. Permaneció así, como un
acantilado rocoso en el cielo. Hubo un retumbo procedente de abajo.

Emrakul se había levantado.

Edith no pudo contener el grito que hizo erupción en su pecho. El sonido de su voz se amplificó con
las ondulaciones de Su poder y se fundió con la resonancia de Su abrazo, completándose así.

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Emrakul vio a Edith ante ella. La miró desde lo alto con un enorme y brillante ojo magenta.

Y Edith vio a Emrakul. Contempló el resplandor, paralizada, cada vez más sumida en la intensidad
de Su ser. Había mucho que contemplar, mucho en lo que convertirse. La había elegido―.
So'ymrakul.

Se inclinó más.

**********

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Las profundidades de Ulvenwald
Se inclinó más y apoyó la espalda en la de Alena. Se cubrieron la una a la otra, rodeadas. Hal sintió
el impulso de rendirse, de desplomarse en el suelo. Sin embargo, se concentró en el calor que
desprendían los brazos esculpidos de Alena, en la sensación que causaban en su propia piel
sudorosa, y actuó como si el mundo no estuviera al borde del caos―. ¿Por dónde prefieres
empezar? ―preguntó fingiendo indiferencia y manteniendo la vista al frente.

Giraron espalda con espalda y midieron a qué debían enfrentarse. Estaban en una arboleda de
Ulvenwald, pero Ulvenwald no era el mismo bosque que habían conocido. Todo se había vuelto
retorcido y horripilante: ahora los árboles tenían brazos con dedos largos y delgados que trataban de
atrapar a Hal por el pelo; las zarzas tenían bocas que farfullaban y chillaban; el musgo tenía patas y
correteaba como una horda de ratas; incluso los aldeanos, que normalmente no pisaban el bosque,
se habían rendido a la fuerza coactiva y se habían convertido en cosas mucho peores que los peores
monstruos que Hal había visto jamás.

―Empecemos por los aldeanos ―respondió Alena.

―De acuerdo ―confirmó Hal.

Eran tres, tan mutados que apenas se reconocía su forma humana.

―Úne'mrakul. Sé'mrakul ―instaban.

Hal sintió la llamada de sus palabras. Los aldeanos se habían rendido a ella, como Hal había estado
tentada de hacer. Habían sucumbido y ahora no tenían que seguir luchando.

―So'ymrakul. Sé'mrakul.

Hal oyó un pitido y se revolvió por dentro. Sería tan fácil... Solo tendría que... "¡No!". Los latidos
estables de Alena se lo impidieron.

―Empezaré por el acelerado; tú ocúpate del grueso. ―La voz de Alena no temblaba en lo más
mínimo.

―Buen plan ―respondió Hal obligándose a ignorar la opresión que sentía en la garganta y la
cabeza. Lo intentaría. Lucharía. Apretó la empuñadura de la espada y blindó la mente contra aquel
cántico confuso. "El grueso". Se centró en el aldeano grueso... y dio un grito ahogado.

»Alena. Alena, ese es...

―El anciano Kolman ―confirmó Alena echando un vistazo de soslayo―. Que el ángel se apiade
de él.

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Hal se mareó y la vista se le nubló. "No puede ser...".

―So'ymrakul. ―La abominación se tambaleó hacia delante. Hal solo pudo blandir su espada y
bloquear el brazo grueso y bifurcado.

»Úne'mrakul. Sé'mrakul. ―Las palabras del anciano Kolman resonaron en la confusa mente de Hal.
¿Cómo podía ser aquel monstruo el hombre que había conocido?

La criatura atacó de nuevo con un brazo grueso como el tronco de un árbol. Hal se tambaleó hacia
atrás y su mente dio vueltas.

―Úne'mrakul. Sé'mrakul. ―Las palabras la envolvieron una y otra vez. Le decían que no pensase,
que no se preocupara, que se rindiese. Sé'mrakul. So'ymrakul.

―¿Hal? ―La voz de Alena―. ¡Hal! ―El brazo de Kolman―. ¡Cuidado, a la derecha!

Hal oyó las palabras, pero no las entendió. De pronto, un relámpago plateado partió en dos el brazo
del anciano. La espada de Alena. Hal sabía que también debía blandir su espada, pero pesaba
demasiado. No quería que la blandieran.

Sé'mrakul. Úne'mrakul. Se sentía como si flotara.

―¡Hal! ―Alena sonaba enfadada. Pero estaba lejos. Muy lejos.

Sé'mrakul.

―Quédate a mi lado, Hal.

So'ymrakul.

―Te necesito.

So'ymra...

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―¡Por favor!

Fue el tacto de Alena, de los dedos sudorosos que aferraron a Hal por la muñeca, lo que la rescató
del abrazo asfixiante. Cuando volvió en sí, estaba tendida, mirando a su amada.

―¿Hal? Por favor, Hal...

No quería que Alena se enfadara. No quería que Alena estuviera tan lejos. No quería que Alena se
quedara sola.

Tenía que luchar. Era difícil. Más difícil que cualquier cosa que jamás hubiera hecho. Pero tenía que
hacerlo. Expulsó de su mente la opresión y encontró fuerzas para levantar su arma―. Estoy bien,
Alena ―le aseguró―. Estaré bien.

―Claro que lo estarás. ―Alena la ayudó a levantarse y Hal sintió cómo la tensión abandonaba el
cuerpo de su amada.

―Sé'mrakul ―balbucearon los carrillos del anciano.

Hal miró al hom... "No". Aquella cosa no era un hombre; no era el anciano Kolman. Era un
monstruo. El monstruo que había amenazado con separarla de la estoica mujer que estaba junto a
ella. No lo permitiría.

―Ataquemos juntas ―sugirió Alena.

―Sí, será lo mejor. ―Permanecieron la una junto a la otra, hombro con hombro.

―A mi señal ―dijo Alena.

Hal no necesitaba la señal de Alena para seguirla: cuando sintió el movimiento de sus músculos, los
suyos respondieron instintivamente. Se movieron como un hacha de dos cabezas y golpearon por
ambos flancos, pero siempre unidas en el centro. Alena cercenó el brazo izquierdo del monstruo y
Hal le cortó el derecho. Los apéndices cayeron al suelo y siguieron retorciéndose, pero la
abominación parecía no haberse dado cuenta y se abalanzó sobre ellas―. So'ymrakul.

Hal lanzó otro golpe y decapitó a lo que tiempo atrás había sido un hombre santo. Sin embargo, la
cabeza continuó balbuciendo―. ¡So'ymrakul, sé'mrakul, Emrakul!

―¡Calla! ―Hal no soportó seguir oyendo aquellas palabras. Alzó la espada y descargó un tajo tan
fuerte que partió la cabeza en dos. Una masa de raíces entrecruzadas brotó de ella, como si siempre
hubiera estado alojada allí.

El cántico cesó. Lo habían conseguido.

Hal estiró un brazo a un lado y encontró la mano de Alena. La inmediatez con la que se entrelazaron
sus dedos le dijo que Alena siempre estaría a su lado. Prometió en silencio que haría lo mismo por
ella.

―So'ymrakul. ―Otro aldeano se acercaba por la espalda―. Sé'mrakul.

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Hal estuvo a punto de gritar. Y entonces lo vio: tras el cadáver del anciano había un camino, una
salida de aquella arboleda de horrores―. ¡Vamos! ―Tiró de la mano de Alena―. ¡Por aquí!

Alena siguió a Hal a través de los apéndices y los amasijos retorcidos que trataban de alcanzarlas.
Salieron a la espesura. Salieron adonde el aire no apestaba a carne podrida. Salieron adonde las
zarzas seguían quietas y el musgo no correteaba antinaturalmente por el suelo.

Corrieron hasta que dejaron de oír el cántico, hasta que ya no sintieron opresión en sus cabezas. Y
entonces siguieron corriendo, hasta que sus músculos no pudieron más y sus pulmones ardieron de
fatiga. Se detuvieron al borde de un risco y se desplomaron la una contra la otra, frente con frente,
con las manos aferrando los hombros de la otra y los alientos fundiéndose en el espacio cada vez
menor que separaba sus labios.

―Hal...

―Alena...

Jamás renunciarían a aquello; jamás se separarían.

**********

62
Los cielos de Innistrad
Jamás se separarían, jamás. Habían visto la luz y sentido el poder. La verdad las había abrazado.
Las había hecho.

Bruna había desaparecido.

Gisela ya no existía.

Se habían convertido. Eran ella. Una. Una'mrakul.

El ángel de Emrakul desplegó sus cuatro alas, extendió sus dos brazos y gritó con una voz que
surgió de dos bocas―. ¡Somos Emrakul!

Brisela, Voz de las Pesadillas

Eran a Su imagen, la imagen de la verdad perpetua, y su voz era la Suya―. ¡Somos Emrakul!

Su llamada atrajo a otros―. ¡So'mrakul! ―Las voces se elevaron desde la superficie del mundo y
se fundieron en un sonido, una verdad―. ¡Una'mrakul, sé'mrakul, so'mrakul!

Era gloria. Era todo. Era Ella.

El ángel de Emrakul guio a todos los de abajo para que siguieran Su forma radiante. Lo que antes
era oscuro se bañaba ahora en Su luz, la luz verdadera que se propagaba más y más, como un
amanecer que pronto llegaría a todos los rincones del mundo―. ¡Todos son Emrakul! ¡Somos
Emrakul!

**********

63
La carretera de Thraben
Somos Emrakul. Todos son Emrak...―. ¡Agh! ¡Fuera! ―Jace apartó de su mente el torbellino de
palabras con un gesto severo―. Y no volváis.

Tamiyo le había enseñado a combatir la presencia enloquecedora de Emrakul, pero mantener el


bastión mental era más difícil de lo que parecía al verla a ella. Eso sería un problema, un grave
problema para su plan.

Cada vez que se concentraba demasiado tiempo en algo que no fuera el titán eldrazi, Su entramado
volvía a extenderse por su cabeza, a corromper sus defensas y hurgar en los rincones más profundos
de su mente.

Esta vez había sido la imagen del ángel corrompido lo que había distraído a Jace. Hasta entonces
había mantenido la vista clavada en la espalda de Tamiyo y se había centrado en la caminata a
través de las rocas; la seguía hacia lo que ella denominaba "el punto del nexo". Sin embargo, la
presencia del ángel había sido imposible de ignorar. Su forma era tan sobrenatural que Jace no había
podido vencer a la curiosidad. Un simple vistazo le había abrumado al instante; Jace había tenido
que esforzarse para analizar lo que veía. Al principio había pensado que se trataba de un demonio,
pero en realidad era mucho peor. Para cuando había distinguido las múltiples alas, el tejido
entrecruzado que conectaba las dos cabezas y la voz fusionada y resonante, había perdido el control
de sí mismo. No podía permitirlo. Necesitaba confiar en su mente para hacer lo que pretendía. ¿De
verdad se atrevería a hacerlo? ¿Cómo justificaría traer a los demás allí y exponerlos a aquella
locura?

La duda descendió hasta el fondo de su estómago y le causó una oleada de náuseas. Había decidido
que era lo correcto, ¿o no? Sí, pensaba que era la única solución. Estaba seguro... Casi seguro.
Relativamente seguro―. ¡Agh! ―Se llevó las manos a la cabeza.

―¡Shh! ―Tamiyo giró la cabeza y le lanzó una mirada fulminante.

―Perdón ―dijo Jace levantando las manos a la defensiva.

Tamiyo frunció el ceño, pero volvió a centrarse en el camino, en su luz mágica y sus pisadas
sigilosas. Jace pensó que debería decírselo. Decirle que aguardara allí hasta que trajese ayuda. Se
enfrentaban a algo demasiado grande para ellos dos. En realidad, siempre lo había sido, incluso
cuando Jace creía que el único problema era Avacyn, el ángel demente. De no haber sido por la
intervención de Sorin en la catedral... "Sorin". Jace maldijo al vampiro que había llevado a Innistrad
al borde de la destrucción y luego se había marchado, dejando el desastre en sus manos.

Sin embargo, él solo no podría encargarse de un titán eldrazi. Pero nunca tendría que hacerlo sin
ayuda. Gideon le había dicho que regresase a Zendikar si descubría algo sobre el paradero de
Emrakul. Pues bien, Jace había hecho algo mejor: la había encontrado. Seguro que Gideon se
alegraría de oírlo.

Tamiyo se detuvo en la orilla y levantó su linterna. Jace siguió el brillo de la luz intensificada
mágicamente y elevó la vista hacia el cielo. En cuanto lo hizo, deseó no haberlo hecho.

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Era la primera vez que la veía: allí estaba el titán, Emrakul.

Jace se quedó paralizado.

Juraría que Emrakul era incluso mayor que los otros dos titanes y, en cierto modo, inmensamente
más poderosa. Llevaba muy poco tiempo en aquel mundo, pero gran parte de él ya parecía
pertenecerle. Todo Innistrad se había desarraigado para seguirla. Los sectarios, transformados a Su
imagen, se arrastraban por las rocas y abandonaban todo lo que habían sido en su vida anterior. Los
animales y los monstruos terrestres, celestes y marinos formaban manadas a su paso. Los árboles, el
musgo, las zarzas e incluso las algas se inclinaban para estar más próximos a su presencia
distorsionadora.

Jace también sintió el impulso de seguirla. So'ymrakul.

"¡No!".

Deseó poder sujetarse por los hombros y zarandearse a sí mismo. Tenía que despejar la mente. Tenía
que pensar. No podía dejar que Ella se saliera con la Suya. Repitió el proceso que le había enseñado
Tamiyo y apretó los puños por el esfuerzo. Asegurarse de que no quedaran residuos de delirio era
como quitarse telarañas en el interior de la cabeza. Telarañas entrecruzadas y gruesas, exudadas por
un Eldrazi colosal y decidido a consumir la mente de todos los seres vivos del mundo. Jace se
estremeció.

Eso era lo que debería hacer por Gideon, Chandra y Nissa: tendría que proteger sus mentes, junto
con la suya. No podía traerlos a Innistrad y dejar que Ella los consumiera. No lo permitiría. La
cuestión era otra: ¿podría conseguirlo? Se lo había preguntado un centenar de veces, pero aún no
tenía la respuesta.

―¿Dices que la llaman Emrakul? ―La curiosidad de Tamiyo sacó a Jace de sus pensamientos. Se
fijó en ella; su rostro era la encarnación de la serenidad, como si proteger la mente contra la locura
fuese tan fácil como respirar.

―Sí, ese es uno de los nombres que le han puesto ―respondió Jace.

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―Es fascinante que un ente así tenga nombre. ―Tamiyo echó mano del catalejo que llevaba al
cinto y observó a Emrakul a través de él―. Me pregunto si Ella lo usa para sí misma.

Jace nunca se había detenido a pensarlo. Él jamás le habría dado importancia a esa cuestión, pero la
pueblo-lunar veía las cosas de un modo muy distinto. Volvió la vista hacia el cuerpo descomunal de
Emrakul y trató de verla como la veía Tamiyo. Se fijó en Su enorme ojo magenta. Era cálido y
acogedor. Se preguntó qué encontraría si entrara en él. Se detuvo al borde del precipicio. "¿Cómo te
llamas?", preguntó. "¿Cómo te llamas a ti misma?".

Un aluvión de palabras reverberaron en todos los rincones de su mente:

La infinidad eterna; este mundo es mío.

Lo absoluto; lo tendré todo.

El comienzo; yo seré todo.

El ser; todos so'mrakul.

El fin.

El fin.

El fin.

Jace se retiró y respiró hondo. Aquello no era el fin. No dejaría que fuese el fin. Ni el suyo ni el de
Innistrad. Tenía que dejarse de dudas y de posponer las cosas; debía confiar en su mente. Volvió a
observar a la serena Tamiyo. Si ella podía hacerlo, él también; lo haría por los demás. "Sin duda".
Había llegado el momento de traer a los Guardianes a Innistrad. Se aclaró la garganta―. Tamiyo,
tengo que irme.

―¿Cómo? ―Tamiyo se volvió hacia él con los ojos abiertos de par en par.

―Hay otros tres Planeswalkers. Son poderosos, los mejores, y pueden ayudar. Tengo que ir a
buscarlos. En otro mundo, destruimos a dos seres como ese ―dijo ladeando la cabeza hacia
Emrakul sin llegar a mirarla.

―¿Dos? ―Tamiyo parecía reacia a creerle.

―Fue un esfuerzo inmenso para todos, pero lo hicimos.

Tamiyo le miró entornando los ojos. Jace sintió el impulso de apartar la mirada; se sentía culpable
bajo aquel escrutinio, aunque no tenía claro por qué. Y entonces ella sonrió―. Lo hicisteis. Sí, en
verdad lo hicisteis. Vaya, esa historia tengo que oírla. ―Suspiró―. Pero en otra ocasión. Si la
historia de este mundo espera tener un final que no desemboque en oscuridad, todos debemos hacer
lo que nos corresponde.

―¿Me acompañarás?

―No, Jace, ese no es mi camino.

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―¿Estarás aquí cuando regresemos?

―Todos estaremos donde debemos estar.

Jace abrió la boca para discutir, pero entonces sintió un tacto tranquilizador en su mente. Tamiyo.
Ya no tenía que luchar para conservar la cordura; ni siquiera recordaba lo duro que había resistido
hasta hacía un segundo. Era como si un horrible dolor de cabeza por fin hubiera desaparecido.
Alivio. Se relajó en él.

―Protegeré tu mente para que puedas viajar entre los planos ―afirmó Tamiyo―. Vete.

En ese momento, Jace no quiso hacer otra cosa excepto eso. Quería marcharse, dejar aquel mundo y
al titán. Regresar al plano que ya habían salvado: Zendikar. Portal Marino. Los tritones, los kor y
los vampiros estarían allí, juntos. Nissa estaría allí, con sus brillantes ojos verdes. Y Gideon, con sus
anchos hombros y su sonrisa fácil. Y...

―Anda, mira tú quién ha decidido volver de una vez. ¡Eh, Gideon! ¡Ven!

... Chandra.

―¡Ya era hora! ―Las fuertes pisadas de unas botas se materializaron en los oídos de Jace y la
imagen persistente de la amenazadora Emrakul dio paso al rostro risueño de su amigo.

**********

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La última esperanza de Innistrad

By Doug Beyer

Debido a las maquinaciones de Nahiri, el titán eldrazi Emrakul ha llegado a Innistrad. Entretanto,
Liliana ha permanecido en la torre de la mansión Vess para experimentar con los poderes (y las
dolorosas repercusiones) del Velo de Cadenas. Desde su pelea con Jace, Liliana ha decidido que
solo puede confiar en sí misma para enfrentarse a sus demonios.

**********

Cinco delgados alambres metálicos colgaban de los extremos del Velo de Cadenas. Liliana Vess casi
podía ver su propio reflejo en los recipientes de vidrio espectral a los que llegaban los alambres, en
el orbe ruina de brujas que descansaba en el alféizar de la ventana y en los tubos conductores que
salían por la ventana y ascendían hasta el tejado. Los grabados de su rostro apenas eran visibles
detrás del Velo. Las líneas de su piel tenían el color de la luz amenazadora de la tormenta que se
arremolinaba en el exterior. Los relámpagos centelleaban de manera apropiada.

Dos demonios aún tenían que morir, pero Liliana necesitaba asegurarse de que ella misma no
moriría cuando por fin se enfrentase a ellos. El Velo de Cadenas era un arma potente, pero
potencialmente mortífera para quien lo usase. Si el experimento funcionaba, podría utilizar el Velo
sin correr peligro. Así no necesitaría la ayuda de cierto mago mental que se empeñaba en corretear
por las provincias para investigar un ridículo misterio. Entonces podría borrar a sus acreedores de la
faz del Multiverso de una vez por todas.

―¿Está todo preparado?

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Sus asistentes no poseían ni una fracción de la inteligencia de Caperucito, pero tendrían que bastar.
El mago de geists, Dierk, recitaba la lista de componentes en un microsusurro mientras ajustaba una
serie de boquillas y apretaba las sujeciones del orbe. Su ayudante, Gared, permanecía junto a la
ventana y su ojo hinchado se movía sin parar entre los dispositivos y la tormenta eléctrica del
exterior de la torre. Tenía una mano en alto, posada sobre una palanca de tamaño considerable.

―Los acumuladores están en posición, mi señora ―dijo Dierk―. La tormenta se acerca a su


apogeo, pero me veo obligado a advertiros que vamos a dirigir una gran cantidad de energía
espectral directamente hacia el artefacto...

―No tienes que advertirme nada ―afirmó Liliana.

―Pero... el artefacto absorberá la energía de toda una tormenta.

―Cierto.

―Mientras vos lo lleváis puesto.

―Lo sé.

―En la cara.

―Oh, por favor... ―masculló Liliana, molesta―. Y cuando eso ocurra, el flujo de energía espectral
del orbe actuará como una antena para geists, desviando del sujeto el contragolpe del artefacto y
sublimando la represalia en forma de electricidad estática inofensiva, sorteando así todas las
repercusiones y permitiendo el uso seguro del Objeto, ¿verdad?

―Esa es la teoría, sí... ―confirmó el mago mirando nerviosamente a Gared y dándose golpecitos
en la barbilla con los dedos enguantados.

―Escucha, Dierk ―dijo Liliana―. Mi amiga te recomendó porque cree que eres un experto en la
contención de espíritus. ¿Lo eres o no lo eres?

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―Claro que sí, mi señora ―balbuceó Dierk, sorprendido por la pregunta.

―¿Entonces...?

―Entonces, procedamos. ―El mago se cubrió los ojos con sus lentes―. Debo añadir... que esto os
dolerá.

―El dolor es pasajero ―afirmó Liliana recostándose en la silla. Los alambres unidos al Velo de
Cadenas se mecieron―. Además, no aprenderemos nada si ensayamos esto con Gared.

El ayudante sonrió y su ojo hinchado se cerró por un momento como el de un reptil. Dierk le asintió
y Gared bajó de golpe la palanca.

El orbe ruina de brujas empezó a vibrar y los diales giraron. Liliana sintió en el rostro el contacto de
los eslabones del Velo.

―Ya está accionado ―dijo Dierk―, ahora solo tenemos que esperar a que caiga el próximo
relám...

El relámpago cayó.

Liliana apretó los dientes involuntariamente cuando sintió la tensión. Los tubos que descendían de
los acumuladores del tejado se llenaron de haces de energía y los espíritus de los muertos acudieron
inmediatamente. Los geists chillaron a través de los tubos y llenaron el orbe y los recipientes de
cristal reforzado con gritos electroespectrales. Los dispositivos soltaron una lluvia de chispas, pero
el circuito resistió.

Una ráfaga de energía aullante recorrió el Velo. Liliana notó cómo se separaba ligeramente de las
mejillas y cómo los eslabones desafiaban la fuerza de la gravedad.

Lanzó una mirada a los demás. Dierk había renunciado a ajustar las sujeciones y los interruptores;
ahora tenía la espalda pegada a la pared y se protegía la cara con los brazos. Gared levantó una
mano hacia un remolino de energía y la apartó de inmediato cuando recibió una descarga. En medio

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de ambos distinguió el brillo de sus propias marcas en los aparatos; el diagrama del pacto
demoníaco formaba una especie de halo a su alrededor.

En momentos como aquel era cuando Liliana se sentía más hermosa: cuando estaba a punto de
utilizar un poder que atemorizaba a los demás.

Apretó los brazos de la silla y convocó el poder del Velo.

Las repercusiones fueron inmediatas y totales. Los miles de almas que moraban en el Velo la
llenaron de poder, pero el poder venía acompañado de dolor. Y el dolor era un veneno cegador,
inseparable de la magia que le proporcionaba. El circuito de geists no desviaba en lo más mínimo el
contragolpe del Velo.

Los recipientes reventaron y los acumuladores volaron por los aires.

―¡Voy a apagarlo! ―chilló Dierk levantando una mano hacia la palanca.

―No ―ordenó Liliana tajantemente. Dierk volvió a bajar la mano.

La estancia tembló. Liliana se aferró a la silla y trató de contener el caos, de contener el grito que
quería salir desesperadamente de su boca, de percibir algo que no fuera el dolor. "El dolor es
pasajero".

Cuando ya no pudo contenerlo, prorrumpió en un grito. Los fusibles reventaron y la torre quedó a
oscuras. Los aullidos espectrales menguaron hasta que Liliana solo pudo oír sus propios resuellos.

Gared prendió una cerilla y encendió una lámpara. El laboratorio era una zona catastrófica. Los
dispositivos estaban destrozados. La lluvia golpeteaba en el alféizar.

Liliana desenganchó el Velo de Cadenas y se lo retiró de la cara. Los grabados cutáneos sangraban
ligeramente.

―Os dije que habría riesgos, mi señora ―comentó Dierk.

Le lanzó una mirada asesina e imaginó su piel marchitándose, hasta que el esqueleto del mago
articulaba las palabras "lo siento". Sin embargo, Liliana ladeó la cabeza en dirección a las
escaleras―. Lárgate. Y devuelve el orbe a su propietaria. ―La réplica de un trueno enfatizó sus
palabras.

Dierk se apresuró a meter en su zurrón el orbe humeante y otros artilugios y se marchó. El eco de
sus pasos se alejó por la escalera de caracol. Gared barrió con el pie una pila de cristales rotos, pero
no se fue.

Liliana guardó el Velo en un bolsillo de la falda. Los mayores eruditos de Innistrad no habían
podido ayudarla. Los tomos y grimorios sobre remedios espectrales no habían servido de nada. Ni
siquiera el mejor experto en geists de Olivia había sido capaz de domar el Velo.

Observó por la ventana la tormenta que rugía sobre los campos de Stensia y limpió sus palabras
cutáneas con un pañuelo. En medio de la penumbra, Thraben brillaba como una vela en la lejanía.

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Liliana aborrecía depender de los demás.

Se dijo a sí misma que en realidad no necesitaba a Caperucito. Solo necesitaba que otros la
necesitaran a ella, para así tener algunos cuerpos que interponer entre sí misma y un par de
vanidosos señores demoníacos.

Si hubiese alguna forma de que él estuviera en deuda con ella...

De pronto se oyó un grito procedente de abajo, seguido de un estruendo de cristales rotos y rugidos
violentos.

Liliana tiró al suelo el pañuelo cubierto de manchas carmesí y empezó a bajar por las escaleras.

Oyó y olió a los intrusos antes de verlos: percibió sus gruñidos guturales y sus gimoteos
hambrientos y babeantes; notó el hedor a pelaje húmedo y cubierto de sangre.

Licántropos. La sala del trono de Liliana estaba atestada de ellos.

Parecían... no enfermos, exactamente, sino deformes, como si su carne y sus huesos hubieran sido
masilla en manos de una fuerza antinatural que los había mutado. Sus extremidades se doblaban en
ángulos extraños, girando y arrugándose como capas de algas marinas.

Pero seguían siendo licántropos y sus zarpas no habían desaparecido. Prueba de ello era Dierk, que
yacía en el suelo con el torso desgarrado. Los contenidos de su zurrón y su caja torácica se habían
desparramado por el suelo. Tenía el semblante pálido, paralizado en una expresión de pánico, y
entonces el torso espiró su último aliento y se deshinchó como un globo.

Los licántropos se volvieron hacia Liliana olisqueando el aire. Uno de ellos rugió y reveló varios
ojos donde debería haber estado la lengua.

Un repertorio de hechizos mortíferos, uno para cada licántropo; aquello era lo que requería la
situación. El poder exacto para despacharlos individualmente y despejar el camino hasta la salida de
la mansión.

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―¡Gared! ―llamó Liliana sin apenas girar la cabeza―. Recoge tu abrigo y ven.

El Velo de Cadenas permaneció en el bolsillo.

**********

Horas más tarde, la tormenta había remitido, pero los campos de Stensia se habían convertido en
una casa de fieras grotescas. Liliana se fijó en que todos los seres de los alrededores tenían alguna
parte del cuerpo remodelada. Los cuerpos de los vampiros errantes presentaban siluetas incorrectas
a las que siempre les faltaba o les sobraba algo. Había viajeros anatómicamente improbables que les
espetaban profecías delirantes sobre la roca y el mar cuando se cruzaban con ellos.

Finalmente, Liliana, Gared y Dierk, este último a su propio paso, llegaron al monumental portón.

La fortaleza Lurenbraum se elevaba ante ellos. Se trataba de un risco austero con una ciudadela que
sobresalía directamente de la pared de roca. En lo más alto, la arquitectura utilitaria se suavizaba y
daba paso a hileras de ventanas ricamente emplomadas, cada una con su propia araña repleta de
velas titilantes. En muchas de las ventanas había vampiros observando desde arriba, ataviados con
armaduras ancestrales y relucientes.

Liliana hizo un gesto a Gared para que llamase a la puerta.

―¿De verdad sus tratáis con la señora de la casa? ―dudó Gared, boquiabierto al contemplar la
altura del portón.

Dierk, por su parte, hizo un ruido borboteante. Le habían roto el cuello, por lo que ladeaba la cabeza
en un ángulo extraño y tenía la garganta obstruida, pero al menos las piernas habían aguantado todo
el camino y los brazos habían sido capaces de cargar con el orbe ruina de brujas. El abrigo de Gared
envolvía el vientre de Dierk, evitando como buenamente podía que las últimas vísceras del muerto
se desparramaran. Liliana hizo un ligero gesto y Dierk enderezó los hombros, pero la cabeza seguía
colgando a un lado. La lengua reseca se resistía a quedarse dentro de la boca, lo que contribuía al
borboteo. La nigromante se encogió de hombros.

―Procuro conocer a quienes ejercen el poder ―respondió a Gared―. Al igual que hace ella.

Gared llamó al portón con fuerza y retrocedió unos pasos.

La entrada se abrió y al otro lado apareció una mujer imponente con un vestido ornamentado, o
quizá una mujer ornamentada con un vestido imponente. Levantó hacia ellos un cetro sacerdotal
que refulgió como las brasas ante el rostro de Liliana.

―Nuestra señora no recibe a visitantes humanos ―amenazó la mujer mostrando los colmillos al
hablar. Sus iris eran fosos negros que parecían echar humo.

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―Vengo a devolverle algo que le pertenece ―respondió Liliana.

La mujer se contuvo y se fijó en Dierk y el orbe que portaba―. Déjalo aquí. Y luego desapareced
de este lugar antes de que os maldiga.

Gared estuvo a punto de encararse con la sacerdotisa, pero Liliana le posó una mano en el hombro y
lo detuvo. En una ciudadela repleta de vampiros, no convenía enzarzarse en una pelea cuando aún
había una oportunidad de dialogar―. Me gustaría hablar con Olivia, por favor. Dile que Liliana
Vess ha llamado a su puerta.

―Te he dicho que los mortales no son bienvenidos.

―¿Mortales? ¡Ja! ―se burló Liliana―. Bendito sea tu corazón sin sangre.

La sacerdotisa levantó el cetro y el calor del símbolo dentado que había en la punta distorsionó el
aire.

―¡Liliana, querida mía! ―intervino de pronto Olivia Voldaren desde el interior. Despachó a la
sacerdotisa con un siseo breve pero feroz y esta se hizo a un lado e inclinó la cabeza, pero mantuvo
los ojos clavados en Liliana.

»¡Adelante, pasad! ―ofreció Olivia a sus invitados. Tenía un aspecto glorioso, ataviada con una
armadura segmentada de color negro. Como de costumbre, sus pies no tocaban el suelo―. ¿Vienes
a celebrar la buena noticia?

―Solo quería devolverte el orbe ―contestó Liliana―. Y al mago. También me gustaría preguntarte
si conoces el paradero de un conocido mío. ―Sonrió amablemente a la sacerdotisa cuando pasó
junto a ella―. ¿Qué celebráis?

―¡El fin de la larga espera, por supuesto! ―Olivia tomó a Liliana del brazo y la condujo al interior
de la ciudadela―. ¿No sabes lo que ha ocurrido?

Entraron en una amplia galería donde todas las escalinatas y descansillos estaban poblados de

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vampiros elegantemente ataviados. Cientos de ojos observaron a Liliana y sus asistentes mientras
Olivia los guiaba por el vestíbulo inferior de la fortaleza. Parecía que todos los vampiros que alguna
vez habían ostentado el apellido Voldaren se hubiesen congregado en el baluarte y la fulminasen a
la vez con la mirada.

Liliana hizo un gesto furtivo con una mano. El cadáver de Dierk se arrastró hasta un sillón antiguo y
dorado, se dejó caer en él y se quedó inmóvil, con el orbe en el regazo. El abrigo que le cubría el
abdomen hizo un ruido húmedo y taponó el vientre lo mejor que pudo.

―¡El arcángel! ―Olivia se acercó a Liliana con complicidad y le estrechó el brazo―. ¡Puf! Se ha
convertido en una mancha en la Catedral de Thraben. ―Soltó una carcajada―. Ay, cuán grata
noticia.

―¿Avacyn ha muerto? ―Liliana pensó brevemente en Jace, como si una polilla se hubiera posado
en su pelo por un instante. La última vez que habían hablado, él se disponía a ir en busca de
Avacyn.

―Los seres de la noche estamos de enhorabuena, ¡pues el mundo vuelve a ser nuestro! ―exclamó
Olivia trazando un amplio arco con el brazo―. He de admitir que me enojé bastante hace un
tiempo, cuando me informaron de que Avacyn había sido liberada de su pequeña trampa.

Liliana arqueó las cejas un milímetro.

―Pero Sorin ha entrado en razón y ha fulminado a su criatura. Al final, todo ha terminado bastante
bien, ¿no crees? ―Olivia soltó una risita y siguió guiando a Liliana por una sucesión de pasillos.
Gared se quedó atrás en el laberinto.

―Y ahora estás reuniendo un ejército ―dijo Liliana siguiendo el ritmo de Olivia.

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―Verás, querida, resulta que quienquiera que abriese el Helvault...

Liliana mantuvo una expresión cortés.

―... liberó a alguien más que al arcángel ―continuó Olivia―. Y no me refiero solo a aquel...
amigo demoníaco tuyo. También dejó suelta a otra. Dime, ¿tienes sed? ―Hizo un gesto a unos
vampiros cercanos―. Una copa para nuestra invitada, por favor.

Un vampiro tendió bruscamente una copa de vino a Liliana, de auténtico vino, y se marchó con el
entrechocar metálico de su armadura ancestral.

Por supuesto, había sido la propia Liliana quien había causado la ruptura del Helvault y había
soltado a sus moradores en Innistrad. Tenía que asesinar al demonio Griselbrand y no había dado
importancia a las otras consecuencias. Tampoco había visto motivos para contar lo ocurrido a sus
conocidos vampíricos.

―Esa mujer parece un tanto ofendida, ahora que está libre ―prosiguió Olivia―. No la culpo por
ello, la verdad. Como he dicho, yo también estaba enfadada, ¡pero ahora me encantaría saber quién
ha liberado a todos para expresarle mi sincera gratitud!

Liliana no sabía quién más podría haber huido del Helvault, quién era tan importante para Olivia.
La intuición le dijo que aquella persona tenía algo que ver con los cambios que había visto por todo
Innistrad. Con los licántropos deformes de su mansión. Con los campos repletos de vampiros
deformes y de agoreros enloquecidos.

Aquellas eran las cosas que fascinaban a Caperucito. En cambio, Liliana solo quería matar a ciertos
demonios. Aun así, los objetivos de ambos quizá pudieran entrelazarse, después de todo.

Liliana y Olivia llegaron a un salón espacioso y con una gruesa alfombra. Un vampiro alto, de
cabellos blancos y vestido con una gabardina larga observaba la noche a través del ventanal, de
espaldas a las recién llegadas.

―Sabemos que fuiste tú ―siseó de pronto Olivia al oído de Liliana, clavándole los dedos en el

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brazo―. Sabemos que los liberaste a todos. ―Y entonces se dirigió al otro vampiro en voz alta y
alegre―. ¿No es verdad, Sorin?

Sorin Markov se volvió hacia ellas. Lucía su odio como si fuera un traje de gala.

―Tú... ―murmuró.

―Mira quién ha venido de visita ―dijo Olivia usando de nuevo su cordialidad habitual―. Creo
que ya conoces a mi querida Liliana Vess.

―Tú eres la causante de esto ―afirmó Sorin―. Soltaste a la litomante y provocaste esta catástrofe.

Liliana se liberó del agarre de Olivia de un tirón y se irguió. Fue directa hacia Sorin y le miró de
arriba abajo. Al final soltó una risita y quitó una mota de polvo de la solapa del vampiro―. Tenía
asuntos que resolver. No es culpa mía que tuvieras el armario lleno de trapos sucios.

―No tenías derecho a hacerlo. ―Las palabras de él sonaban como puñales en una piedra de afilar.

―Sorin ―intervino Olivia flotando alrededor de ellos―, tú y yo tenemos otro asunto que resolver.
Aunque sería descortés por mi parte impedir que os pongáis al día, ¿verdad?

―Todo esto es culpa tuya ―dijo Sorin acercando el rostro al de Liliana―. La litomante está libre y
ahora debemos enfrentarnos a ella.

―Tenéis todo un ejército de vampiros para hacerlo ―respondió Liliana con una sonrisa burlona―.
¿O quizá... es una fuerza defensiva? Tú la desairaste a ella, ¿me equivoco?

―Te lo advertí cuando llegaste aquí siendo una cría ―amenazó Sorin mostrando los colmillos―:
Innistrad me pertenece. Si te entrometes en mis asuntos, mueres.

Liliana le miró a los ojos y bajó una mano para tocar los eslabones del Velo de Cadenas. Los
grabados de su piel empezaron a brillar y su pelo flotó ligeramente―. Puede que Innistrad sea tu
territorio, Sorin ―susurró dándole una palmadita en el brazo―, pero la muerte es el mío.

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Sorin gruñó, retiró el brazo repentinamente y presionó la frente de Liliana con la suya. Le lanzó un
breve vistazo al cuello.

―¡Calma, amigos míos! ―Olivia los separó con una risita―. Me encantaría ver cómo os hacéis
pedazos mutuamente en mi salón, pero... Sorin, parece que ha llegado el momento. Vayamos afuera.
Nahiri nos aguarda ―dijo levantando una mano en dirección al ventanal, a la noche.

Liliana se sorprendió al ver lo que había al otro lado del cristal. Los vestigios de la tormenta
eléctrica se habían convertido en un enorme cúmulo de nubes que se arremolinaban sobre la costa
de Nephalia. Había hilos de neblina extendiéndose en todas direcciones. Las alteraciones no habían
afectado solamente a un puñado de licántropos y vampiros. Fuera lo que fuese la fuerza que había
llegado a Innistrad, amenazaba con devastar todo el plano.

―Querida Liliana, me temo que has agotado mis reservas de expertos en geists y juguetes
espectrales. ―Olivia desenvainó una espada―. Dime, ¿te gustaría unirte a nosotros? Al fin y al
cabo, tú liberaste a Nahiri. Puede que incluso se sienta agradecida contigo.

Liliana siguió observando las nubes. Aquella magia era antigua y poderosa, vengativa y capaz de
distorsionar mundos―. ¿Ella ha hecho esto?

―Es el acto ruin de una maga ruin ―masculló Sorin―. Una maga con un sentido errado de la
justicia.

―De modo que sí fuiste tú quien provocó todo esto ―dijo Liliana―. Le hiciste daño.

―Y ahora nos disponemos a hacérselo de nuevo ―añadió Olivia con una sonrisa que revelaba sus
colmillos.

Enmarcada en el ventanal de la fortaleza, la masa atmosférica se desplazaba lentamente desde la


costa de Nephalia hacia la provincia de Gavony y la iluminada Thraben. Liliana pensó que el cielo
parecía arrugado y roto, como los licántropos. Era como si todo el mundo natal de Sorin hubiera
sido corrompido a propósito; lo habían distorsionado de horizonte a horizonte solo porque era
importante para él. Quienquiera que fuese Nahiri, Liliana tenía que reconocer que no se andaba con
medias tintas.

―¿No te preocupa lo más mínimo lo que le ocurra a Innistrad? ―preguntó Liliana―. Jace está...
―Carraspeó―. Miles de personas están en peligro ahí fuera.

―Este mundo está condenado ―respondió Sorin―. Nahiri se ha asegurado de ello. Tu Jace morirá
en Thraben junto con los demás.

―Lo que Sorin quiere decir ―intervino Olivia alegremente― es que detener a Nahiri seguramente
detendrá la molestia que ha provocado. ¡Vamos a embarcarnos en una misión heroica!

Liliana echó un vistazo al exterior y volvió a dirigirse a Olivia, esta vez con una ternura funesta―.
Inocente de ti...

―Vamos, Olivia. ―Sorin desenvainó su espada perezosamente, como si fuese una ocurrencia de
última hora. Les dio la espalda y abandonó el salón sin decir nada más.

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Olivia salió flotando detrás de él y las filas de vampiros Voldaren la siguieron; sus armaduras
levantaron un estruendo metálico por los pasillos.

Liliana fue en pos de ellos. Cuando volvió a encontrar a Gared, lo llamó―. Gared, recoge tu abrigo
y ven.

El asistente vio con tristeza el estado de su abrigo y se dispuso a sacarlo de entre los restos de
Dierk.

**********

Salieron al exterior. El viento había empezado a aullar en el aire nocturno y grandes remolinos
agitaban el cielo. Había un brillo rojizo y sobrenatural entre los extensos núcleos de las nubes.

Liliana se retiró de la cara los cabellos revueltos por el viento. Miró hacia las colinas lejanas de
Gavony y vio cómo unas sombras se fusionaban sobre ellas. "Esto es lo que Jace intenta detener",
pensó.

Sorin apenas prestó atención a los vampiros que se congregaron detrás de él. Levantó su espada y
alzó la voz en medio del vendaval―. En marcha, Olivia. Es hora de que cumpláis vuestra parte del
acuerdo.

Olivia sonrió jovialmente y se elevó en el aire. El ejército de vampiros marchó montaña abajo,
espadas, picas y cetros ardientes en alto, rumbo hacia la neblina y dispuesto a luchar contra Nahiri.

No a luchar contra los horrores que Nahiri había desatado en el mundo. No a ayudar al delirante
Jace.

"Este mundo está condenado a morir, pues", pensó Liliana. Sus protectores lo habían abandonado.
Había llegado el momento de las despedidas―. Adiós, mansión Vess.

El cielo pronunció un sonido incomprensible que sacudió los huesos de Liliana. A lo lejos, Thraben
brillaba como una estrella caída que yacía en el horizonte―. Adiós, Caperucito.

Y entonces se sorprendió bajando por la colina, pero en una dirección distinta a la de los vampiros.
Se sorprendió recorriendo los caminos. Se sorprendió pasando junto a un linchadero, donde los
criminales cumplían en sus tumbas la parte eterna de su sentencia. Se sorprendió usando su poder.
Los cadáveres surgieron de la tierra y ella siguió caminando. Los muertos la siguieron.

Se sorprendió pasando por un segundo cementerio y luego por un tercero. Por un pequeño santuario
junto a la carretera, por una tumbanefasta vallada y maldita, por un mausoleo de cátaros venerables.
Usó su poder en cada lugar. Y en cada lugar, los muertos la obedecieron, abandonaron sus lugares
de reposo y la siguieron tambaleándose.

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Durante su marcha en dirección a Thraben, Liliana se llevó una mano a la cintura. Casi podía oír el
coro de esencias espectrales que se burlaban de ella, que entonaban un cántico en dirección a ella
desde el interior del Velo de Cadenas... y por encima del ruido de los zombies que la seguían
obedientemente y se arrastraban detrás de ella.

Sorin y Olivia no iban a hacer nada respecto a la crisis que había provocado Nahiri. Y la única
persona con la que podía contar (él y su mente rota, irritante e incomprensible) se había dejado
llevar por su curiosidad hacia una muerte horrible, grotesca y casi con certeza inevitable.

En realidad no le necesitaba. Solo necesitaba que otros la necesitaran a ella.

―Bueno, Gared... ―dijo en voz alta, por encima del viento.

Levantó los brazos y sintió los grabados como si fueran vasos sanguíneos cálidos a flor de piel.

―Parece que soy...

Una nueva decena de zombies surgieron del suelo, obligados a seguir su estela de poder
nigromántico.

―... la última esperanza...

Los cadáveres no tenían aspecto deforme; al menos, no más deforme de lo que debían estar después
de pasar años descomponiéndose bajo tierra. Al parecer, los muertos no sufrían los efectos de la
distorsión. Liliana sonrió satisfecha.

―... de este mundo.

81
Liliana, la Última Esperanza

**********

82
Campaña de venganza

By Ari Levitch

Un rencor alimentado durante un millar de años está a punto de alcanzar su momento crítico.

Para Sorin, es por la corrupción de su hogar ancestral. Es por haber tenido que poner fin a
Avacyn. Es por la llegada de Emrakul.

Para Nahiri, es por la traición de un amigo. Es por el milenio que pasó atrapada en el Helvault. Es
por la ruina acontecida en Zendikar durante su ausencia.

Cuando dos Planeswalkers antiguos libran un duelo, las repercusiones afectan a planos enteros.

**********

La llamaban la Adalid. Aquellos fanáticos y sectarios no se equivocaban. La habían seguido hasta


allí y habían crecido en número mientras ella realizaba su trabajo en Innistrad. La seguían
fervientemente y eso le recordaba que lo único que merecía la pena en aquel maldito mundo era su
propia venganza.

El coro de sinsentidos incesantes de los sectarios resonaba en las paredes mientras Nahiri observaba
el rostro del vampiro. Era un ser feo, con los labios contraídos para revelar unos dientes horrorosos,

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afilados y despiadados. Dos ojos con sendos trozos de ámbar flotando en estanques oscuros miraban
hacia ella, o más bien hacia la nada. Por lo que distinguía Nahiri, aquel chupasangre vestía un
atuendo lujoso; sin embargo, al igual que sus decenas de congéneres, estaba atrapado en el muro.
Todos estaban muertos. Gracias a ella.

Odiaba aquel lugar, la mansión Markov. Como muchas otras cosas del plano, apestaba a Sorin.
Incluso hecha pedazos, retorcida y destrozada como la había dejado, no había sido suficiente para
erradicar la presencia del vampiro. A pesar de todo, allí se encontraba ella. Los preparativos estaban
listos y tenía que comprobarlos.

La venganza es un asunto delicado, pero Nahiri había tenido un millar de años para pensar en la
suya.

Un. Millar. De. Años.

Había tenido tiempo suficiente para abordar su venganza desde todos los ángulos y niveles de
complejidad, para simular su desarrollo, afinarlo y simularlo de nuevo hasta que todo encajara... y
diera como resultado un plan.

Y ahora, mientras paseaba entre los huesos retorcidos de la mansión Markov, Nahiri se permitió
sonreír ligeramente. Todo estaba en su sitio, donde lo había dejado; solo faltaba Sorin. No tardaría
en llegar.

Esta vez había traído consigo algo especial, unos ayudantes que había decidido reunir cuando tuvo
noticia de que Sorin estaba formando un ejército para hacerle frente. Sí, tenía a los sectarios, pero se
disponía a vengarse y no era el momento de cometer descuidos.

Lo primero que vio aparecer de las fuerzas de Sorin fueron los estandartes: antiguas telas que
colgaban de pértigas negras de madera, portadas por caballeros ataviados con armaduras de placas.
Cientos de vampiros aparecieron detrás de ellos y se desplegaron por la colina frente a la mansión.

Nahiri vio el despliegue desde lo alto de la inmensa entrada. Cuando Sorin por fin apareció al frente
de las fuerzas que había reunido, Nahiri tensó la mandíbula. Sorin dijo algo a los vampiros más
cercanos, pero estaba demasiado lejos como para oírlo.

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Daba igual qué instrucciones les diera. Todo iba a terminar pronto. Espada en mano, Nahiri salió a
la tenue luz del día y se plantó en la escalinata hecha pedazos para recibir a Sorin.

**********

Un chirrido metálico despuntó entre el fragor de la batalla cuando Nahiri extrajo su espada de la
coraza de un vampiro muerto. Era uno de los numerosos cadáveres que yacían a su alrededor,
formando algo parecido a un semicírculo. Con los pulmones bombeando, saltó por encima de los
cuerpos amontonados y salió al encuentro de una nueva tanda de atacantes.

Eran muchos.

Pero solo necesitaba a uno.

Vio un hacha acercarse por el rabillo del ojo, desprendiendo un vapor escarlata tras su filo oscuro.
Nahiri saltó a la derecha para esquivarla y lanzó una estocada al cuello de otro agresor. Empujó
hacia abajo con la mano libre y el suelo se hundió de pronto bajo ella; cuando el hacha trazó un
nuevo arco desde arriba, mordió el borde del socavón. El impacto hizo saltar fragmentos de roca y
Nahiri los impulsó con su magia para incrustarlos en el rostro desprotegido del vampiro del hacha.

Otros la rodearon. Una de ellos, equipada con una armadura de placas con esmaltes blancos, se
adelantó entre los demás. Mantenía la espada baja y Nahiri vio que el arma tenía dos filos retorcidos
en forma de hélice, rematada en una funesta punta. La guerrera habló sin apartar los ojos de ella―.
No tienes escapatoria.

―¿Os parece que pretendo escapar? ―replicó Nahiri ladeando la cabeza y arqueando una ceja.

―Cuando acabe contigo ―estalló la vampira―, beberé hasta la última... ―La amenaza quedó
inconclusa cuando una ménsula de mármol se estampó contra su boca y le reventó aquellos
grotescos dientes. Nahiri tenía un arsenal a su disposición entre los escombros flotantes. Se había
hartado de oír tonterías. Cuando la vampira de blanco cayó al suelo, el pesado trozo de mármol hizo

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una carambola entre los demás chupasangres hasta que todos acabaron en el suelo con el cráneo o el
torso machacado. Los cuerpos quedaron inmóviles y la ménsula ensangrentada giró en el aire,
salpicando gotitas rojas por todas partes.

Nahiri se limpió una mancha de la mejilla. Si Sorin planeaba agotarla antes de enfrentarse a ella, era
un iluso. Un millar de años en el Helvault había sido descanso suficiente para muchas vidas. Si
tenía que acabar con todos los demás chupasangres para llegar hasta él, Nahiri había empezado
bastante bien.

Sabía que Sorin estaba cerca. La tumultuosa batalla se libraba en lo que había sido el gran vestíbulo
de la mansión. La estancia estaba abarrotada de vampiros y sectarios, todos entregados a la macabra
tarea de aniquilarse unos a otros. Nahiri lanzó una mirada entre el caos, en busca de aquella melena
blanca o...

De aquellos ojos anaranjados y crueles. Por un brevísimo instante, cruzó una mirada con ellos antes
de que desaparecieran en medio de la alborotada contienda.

Nahiri notó que la garganta se le había secado de repente. El corazón martilleaba en el interior de su
pecho y toda la ira acumulada durante un millar de años surgió de ella hasta que se vio obligada a
gritar un nombre―. ¡Sorin!

Proyectó su voluntad hacia el suelo de piedra, sujetó las enormes losas y tiró de ellas con fuerza.
Levantó las manos de golpe y a ambos lados de ella surgieron dos muros paralelos de casi cuatro
metros de altura. La piedra rechinó contra la piedra y, cuando los muros se detuvieron, formaron
una especie de pasillo aislado de la batalla. Nahiri estaba en un extremo y Sorin se encontraba en el
otro.

Entre ellos se interponía una pequeña parte del tumulto: una veintena de vampiros y casi el doble de
sectarios continuaban enzarzados en la lucha. Un vampiro se lanzó contra Nahiri, pero su venganza
estaba demasiado cerca como para distraerse. Movió un dedo y una lanza de piedra surgió
repentinamente del suelo. La punta atravesó al chupasangre por el abdomen y siguió subiendo hasta
sobresalir por la hombrera de acero rojo, acompañada de un gemido agudo. El vampiro murió en el
acto y Nahiri lo rodeó mientras el cuerpo se deslizaba lentamente por la púa de piedra.

―Sorin ―volvió a decir con su voz firme y fría como la piedra que dominaba. Entonces avanzó a
zancadas, directa y constante. A su paso, nuevas púas de piedra surgieron ante ella y empalaron a
vampiros y sectarios por igual.

Al fin se encontraron cara a cara, solos.

La última vez que Nahiri había visto a Sorin, el vampiro había sido su última imagen del mundo
antes de que la soledad la consumiera en el Helvault. Al verlo de nuevo, a unos doce pasos de
distancia, le pareció que seguía tal como lo recordaba, pero sin rastro de la debilidad que había
mostrado en su encuentro anterior. Llevaba la misma armadura, aunque estaba salpicada de sangre,
lo que añadía un matiz cruel a la gema roja que adornaba la coraza. La espada también presentaba
indicios de haber participado en la matanza. Su rostro, tan acostumbrado a mostrar aquella sonrisa
sarcástica que Nahiri conocía tan bien, estaba surcado de arrugas que jamás había visto. Le agradó
ver a Sorin tan serio.

―Has traído a muchos amigos ―dijo Nahiri pasando entre dos púas cubiertas de sangre―, pero

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veo que hay una que no ha podido venir. ―Sabía que mencionar a Avacyn le dolería, pero no hubo
una réplica sarcástica. Sorin tan solo levantó una mano pálida y varias ráfagas de energía negra
surgieron de ella como estelas de humo. Había muerte en aquellos rastros de sombra, una muerte
dirigida contra Nahiri. Parecía que Sorin prefería prescindir de los artificios y la poesía propios de
un duelo: acabar con ella sería suficiente. Nahiri observó al vampiro sin inmutarse, mientras
aquellos dedos siniestros se acercaban.

Sin embargo, nunca llegaron a tocarla. De pronto se dispersaron y salieron volando en varias
direcciones, trazando contornos en el aire que de lo contrario habrían sido invisibles. Sorin desató
un segundo torrente de magia de muerte, pero justo entonces, los primeros rayos errantes
completaron el regreso a su origen y alcanzaron al vampiro con una rápida sucesión de siseos
agudos. Sorin hincó una rodilla en el suelo y se mordió el labio, dolorido. Por entre las placas de su
armadura se filtraba un vapor oscuro que surgía de varias heridas invisibles.

―Mucho debes de subestimarme si crees que eso funcionará conmigo ―dijo Nahiri cuando el
segundo torrente de magia se volvió contra el vampiro, al igual que el anterior―. La magia fluye
por las líneas místicas. Las líneas místicas pasan por la roca. Y, bueno, los dos sabemos lo que soy
capaz de hacer con ella. Pero no te prives, Sorin; intenta volver a utilizar esa basura. ―Caminó
alrededor de él―. He conseguido traer a Emrakul a tu hogar y, a pesar de todo, piensas que sigo
siendo una cría.

Por un momento, ninguno dijo nada. Más de seis mil años de historia les habían llevado a aquel
momento. Mientras miraba a Sorin a los ojos, Nahiri se preguntó si él también pensaba en lo
mismo. Habían sido amigos, o eso había creído ella en el pasado. Pero ahora... Ahora conseguiría su
venganza. Finalmente fue ella quien habló―. Un millar de años, Sorin. Me encerraste durante un
millar de años.

―Y aun así, aquí estás. ―El vampiro tosió y unas volutas de humo negro se dispersaron en el
aire―. Tendrías que haberte marchado.

―Lo hice. Regresé a Zendikar y lo encontré devastado por los Eldrazi. Tú dejaste que ocurriera.
―Levantó la espada y la dirigió hacia la garganta de Sorin―. Nos condenaste a mi mundo y a mí.

―Conocías los riesgos cuando aceptaste encerrar a los titanes en Zendikar. Sabías que existía la
posibilidad de que escaparan.

―También sabía que habíamos hecho un trato. ―Nahiri sintió que le hervía la sangre―. Si
amenazaban con escapar, se suponía que Ugin y tú acudiríais en mi ayuda, pero cuando lo hicieron,
no estabais allí. Creía que aquel objetivo nos unía a los tres, pero solo yo me entregué a él. En todo
aquel tiempo, fui la única que lo hizo.

―Así que ahora has decidido condenar este plano.

―Mi tiempo como carcelera ha terminado y Zendikar nunca volverá a ser una prisión. Emrakul
tenía que ir a alguna parte. Tú solo simplificaste la decisión.

―Sorin, estoy tentada de dejar que resolváis esto entre vosotros ―dijo desde arriba una voz
femenina, melódica y mordaz. Nahiri levantó la cabeza y vio a una vampira equipada con una
elegante armadura negra de placas; flotaba en el aire, a la cabeza de una decena o más de vampiros
con armaduras similares. La líder no llevaba casco; su cara pálida y su brillante melena roja

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contrastaban con el metal oscuro. Parecía desprender un aura de elegancia y Nahiri percibió en ella
un poder similar al de Sorin. Aquella mujer era una chupasangre antigua.

―No lo pongo en duda, Olivia ―respondió Sorin, aún arrodillado.

―Imagino que esta es ella ―dijo Olivia señalando a Nahiri con una espada de acero negro. Sin
esperar a que se lo confirmara, se dirigió a ella―. Ignoro qué ha hecho Sorin para provocar tu ira,
pero seguro que se la ha ganado. Sin embargo, también se ha ganado mi ayuda y no puedo permitir
que lleves a cabo tu venganza.

―¿Otro ángel guardián, Sorin? Sospecho que esta vez te has precipitado un poco ―dijo Nahiri.
Extendió una mano y los bloques de piedra que había ante ella empezaron a volverse rojos por el
calor.

―He de decir que me caes bien ―respondió Olivia con una sonrisa―. No obstante... ―A su señal,
sus vampiros cayeron sobre Nahiri.

Las piedras cercanas a la litomante se habían vuelto incandescentes y, antes de que los chupasangres
la alcanzaran, ordenó a la roca fundida que adoptara nuevas formas: cuatro espadas idénticas a la
que empuñaba, cada una palpitando con la energía de su forja reciente. Extrajo una para blandir un
arma en cada mano. Las demás se desplegaron encima de ella como el plumaje de un fénix.

―Mi venganza no está en tus manos. Me he ganado esto. Sorin es mío.

―Nunca olvides que te perdoné la vida ―siseó Sorin―. Usar el Helvault fue un acto de gentileza.

―¿Gentileza? ―repitió Nahiri con los dedos crispados. Deseaba hacerle pedazos―. Los horrores
con los que me encerraste durante tanto tiempo se convirtieron en mi mundo.

Al pronunciar la última palabra, Nahiri clavó las puntas de sus espadas en el suelo de piedra.
Entonces apretó los puños y las armas empezaron a vibrar. El temblor reverberó en el suelo y cobró
intensidad a medida que se esparcía. Lo que empezó siendo una ligera vibración se convirtió en un
retumbo que sacudió la estructura de los alrededores. De las manos de Nahiri brotó una rápida

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sucesión de lazos brillantes de energía que descendieron por las espadas y se propagaron por el
suelo y las paredes hasta alcanzar hasta la última piedra de la mansión.

Varias piedras místicas surgieron alrededor de Nahiri y señalaron hacia fuera, formando una especie
de estrella.

Entonces, la mansión se estremeció. Los muros que Nahiri había levantado para aislar a Sorin se
derrumbaron y todo el vestíbulo empezó a rotar independientemente del resto de la arquitectura.
Durante el giro, los cimientos crujieron como las articulaciones de un dios antiguo que despertaba
por primera vez desde hacía una era. El estruendo era ensordecedor y rayaba en los límites de lo
soportable.

Poco después, otro sonido reptó hacia los oídos de Nahiri. Con cada centímetro que rotaba el
vestíbulo, el ruido se volvía más intenso. Era constante y chirriante, en cierto modo similar al coro
de los sectarios, pero aquel sonido no estaba destinado a la gente ni lo producía ella.

La entrada del vestíbulo se movió con la enorme estancia y dejó de dirigir hacia el puente de acceso
a la mansión. Cuando la rotación cesó, la entrada se detuvo ante una pared de piedra lisa. El sonido
sobrenatural llegó a un punto álgido; sin el crujido de la piedra, no había nada para suavizarlo.
Nahiri sintió el chirrido en la raíz de los dientes, pero había llegado el momento. Aferró la pared
con su magia y deslizó una capa tras otra en direcciones alternas.

Incluso antes de apartar la última capa, esta explotó en una lluvia de escombros... y entonces
salieron ellos: decenas de monstruos bulbosos y grotescos que apenas se parecían a las personas o
animales que habían sido antaño. Ahora pertenecían a Emrakul. El contacto del titán eldrazi había
retorcido y estirado su carne, convirtiendo sus formas mutadas en mallas de tendones enmarañados.

Nahiri había empezado a reunirlos desde la llegada de Emrakul, encerrándolos en su propia cámara
como regalo para su viejo amigo.

Nahiri los vio salir en tromba de su prisión oscura, inundando el vestíbulo en dirección a ella. Sin
embargo, no se movió del sitio. Las pesadillas no eran nada nuevo para ella. Se acercaron y, cuando
tendrían que haberla arrollado, la horda se separó y pasó de largo. Nahiri era invisible para aquellos

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monstruos mientras permaneciera en su anillo de piedras místicas; criptolitos, las llamaban los
sectarios, aunque no tenían nada de críptico. Los Eldrazi seguían las líneas místicas, la red de maná
que poseen todos los mundos. Al igual que había hecho en Zendikar seis mil años atrás, Nahiri
había moldeado aquellas rocas para dirigir las líneas místicas de Innistrad según le placiera. Para
aquellos horrores, ella se encontraba en un hueco en la realidad. No existía.

Los vampiros no corrieron la misma suerte. Los Eldrazi se lanzaron hacia ellos y la vampira
pelirroja y sus lacayos cayeron inmediatamente sobre los monstruos con toda la furia propia de su
especie.

Nahiri retrocedió para alejarse del caos y parte de los escombros de los alrededores se desplazaron a
cada paso para crear una escalera improvisada que subía hacia lo alto de la mansión. El ascenso la
distanció de los tajos de las espadas y de los latigazos de las extremidades desgarradas. Sorin había
tratado de derrotarla buscando aliados, pero Nahiri estaba preparada para eso. Sorin había intentado
vencerla con su magia de muerte, pero Nahiri también estaba preparada para eso.

¿Estaría Sorin preparado para Nahiri?

Sintió sus ojos clavados en ella y, cuando le vio en medio de la batalla, confirmó que el vampiro la
observaba. La sangre le corría por el mentón y un sectario colgaba sin fuerzas de su puño. No era la
primera vez que Nahiri le veía alimentarse, pero nunca le había parecido tan monstruoso como en
ese momento. Porque eso era él: un monstruo.

Los ojos de Sorin no se separaron de ella en ningún momento, ni siquiera cuando ascendió. Se
movió como un relámpago sin soltar al sectario, que se agitó violentamente en sus manos. Trepó
por las paredes retorcidas y luego saltó a los fragmentos de la mansión que flotaban en el aire. Era
un felino en plena caza, veloz y de pasos firmes. Para cuando Nahiri llegó a los escombros
dispersos del techo abovedado de la mansión, Sorin le pisaba los talones.

Sin embargo, ella era una kor de Zendikar. Saltar de una superficie inestable a otra le resultaba
natural. Además, era la litomante y se encontraba en su elemento en aquel espacio lleno de
incontables contrafuertes, chapiteles y alas enteras de la mansión. Se encaramó al alféizar de una
ventana alta y estrecha, inclinada contra un trozo de pared que pendía en el aire desafiando la

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gravedad. Sus espadas orbitaban por encima de su cabeza como una corona que marcaba aquel
lugar como su territorio. Había llegado el momento de comprobar si Sorin estaría a su altura.

―Hoy podremos terminar lo que empezamos, sin interrupciones ―dijo Nahiri desde arriba a Sorin,
quien se irguió tras aterrizar ágilmente en un rellano que aún seguía unido a una parte de la escalera
principal. Una larga alfombra roja colgaba de los últimos escalones y pendía en el vacío como si
fuese la lengua de un animal muerto.

―¿Tantas ganas tienes de morir? ―replicó Sorin―. La última vez que nos enfrentamos, me
encontraba terriblemente débil. Me temo que en esta ocasión no tendrás tanta suerte. ―Arrojó el
cadáver del sectario hacia Nahiri como si fuera un trapo empapado y ella lo oyó crujir cuando el
cuerpo se estampó en la pared, junto a ella―. Además, esta vez tengo intención de matarte.

―¿Crees que me das miedo?

―Si aún no lo he conseguido, pronto lo haré. ―Sus ojos eran pura y antigua crueldad.

―No me marcharé sin zanjar este asunto, Sorin.

―En eso estamos de acuerdo, joven.

"Joven". Sin mediar otra palabra, Nahiri arrojó sus espadas contra él, excepto una de las que
empuñaba. Sorin retrocedió de un salto justo a tiempo para esquivar las cuchillas, que se clavaron
en la plataforma. Antes de que aterrizara de nuevo, Nahiri aferró el rellano de piedra con su
voluntad y lo volcó.

Por un momento, creyó que Sorin lograría sujetarse, pero sus dedos no encontraron apoyo y el
vampiro cayó.

Sin embargo, la pesada alfombra roja se agitó y Nahiri vio que Sorin había conseguido agarrarse a
ella y ahora se columpiaba, en vez de caer.

Nahiri tiró de las piedras del rellano y deshizo la estructura. Antes de que los escombros se
derrumbaran, Sorin se soltó y se impulsó hacia un travesaño cercano. Desde allí saltó a una pared
hecha añicos y a otro travesaño suspendido diagonalmente en el aire. Todo pareció ocurrir en una
fracción de segundo y Nahiri apenas pudo seguir al vampiro con la vista.

Y entonces lo perdió. Sorin era demasiado rápido y, para cuando Nahiri se inclinó en el alféizar con
intención de seguir sus movimientos, había desaparecido.

Nahiri miró de un lado a otro a toda prisa, en busca del más mínimo rastro de él. Un relámpago
plateado voló hacia ella y su única opción fue sumergirse en la pared justo antes de que el acero de
Sorin rebotara en la piedra con un tañido ensordecedor que reverberó durante varios segundos.

―Nahiri, Nahiri... ―Envuelta en la piedra, las palabras de Sorin le llegaron amortiguadas, pero
igual de ponzoñosas―. Cuántos problemas has causado por una estancia en el Helvault, cuando en
la roca pareces sentirte como en casa.

Entonces se oyó un sonoro crujido y Nahiri sintió un dolor agónico en el costado, como si le
hubieran clavado un atizador al rojo vivo. Algo había atravesado la piedra. Se dio cuenta de ello y

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notó que el acero había mordido su carne. La espada la cortó al retirarse y, antes de que golpeara de
nuevo, Nahiri se dejó caer a través de la pared. De pronto se encontró en caída libre. Se llevó una
mano a la quemadura del costado y tocó un líquido pegajoso.

Una parte de una balaustrada salió a su encuentro. Intentó sujetarse a ella, pero la mano empapada
de sangre resbaló y Nahiri continuó precipitándose. Le costó mantener los ojos abiertos y el mundo
dio vueltas, hasta que todo se detuvo de golpe cuando se estrelló en una torre situada en horizontal
sobre el techo abierto.

Cuando reunió las fuerzas suficientes, Nahiri apoyó los pies en el suelo y se levantó despacio. Tuvo
que apoyarse en una mampostería que sobresalía de la superficie de la torre. Estaba sin aliento y
tenía la boca seca, a pesar de que notaba el sabor de la sangre en ella.

Cuando oyó un ruido seco más adelante, levantó la vista y vio a Sorin irguiéndose después de
aterrizar. Se acercó a ella y la miró desde arriba, con la espada en alto y amenazante, tal como había
hecho un millar de años antes, cuando la había condenado al cautiverio en el Helvault. Sin embargo,
esta vez no había un Helvault donde encerrarla.

―Tuviste la oportunidad de matarme, joven. Tendrías que haberla aprovechado cuando estuvo a tu
alcance. ―No había desdén en las palabras de Sorin. Era un mentor dirigiéndose a su protegida,
impartiéndole una última lección.

―Tal vez ―respondió Nahiri, más bien para sí misma. Su espada colgaba en la mano y la punta
yacía en el suelo. El corte en el costado le producía un dolor inmenso. Se fijó en la mano
temblorosa con la que se taponaba la herida.

Demasiada sangre.

Qué importaba un poco más. Respiró hondo antes de hablar―. Ocurra lo que ocurra aquí, tanto si
salgo con vida como si no, ya he ganado, Sorin. Mira a tu alrededor. ―Levantó la mano temblorosa
y señaló la mansión―. Observa atentamente lo que he hecho a todo lo que consideras tuyo.
―Señaló a su izquierda. En la lejanía, sobre la ciudad de Thraben, se encontraba Emrakul―.
Ninguna mascota angelical acudirá al rescate esta vez.

―Lo que me arrebataste con Avacyn... ―La espada de Sorin dio un golpe rápido y envió la de
Nahiri por los aires―. Me lo cobraré con tu sangre. ―Antes de que Nahiri pudiera mover un
músculo, Sorin le clavó los colmillos en el cuello. Toda la sangre de su cuerpo circuló hacia el
mismo punto; el líquido que Sorin reclamaba le ardía en las venas. El vampiro bebió con saña... y
Nahiri encontró su oportunidad.

Se apoyó en la mampostería y esta obedeció abriéndose hacia ambos lados. Cada latido era un
tormento, pero Nahiri resistió para susurrar un mensaje―. Yo también sé morder, Sorin, y mis
dientes son más grandes que los tuyos.

La roca se cerró sobre ellos e hileras de colmillos de piedra se clavaron en Sorin desde las piernas
hasta el torso. Su espada cayó al suelo y un grito de agonía estalló en los labios del vampiro. Nahiri
lo apartó de un empujón y atravesó la piedra, dejando solo a Sorin en ella. La pared siguió
envolviéndolo hasta apresarlo por completo. Cuando Nahiri terminó su trabajo, Sorin estaba
suspendido en el aire, atrapado en una prisión de piedra. No podría viajar entre los planos para
escapar de aquello. Los dientes de piedra que lo retenían le mordían por dentro, manteniéndole en

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un tormento perpetuo que debilitaría la concentración necesaria para liberarse.

Por último, Nahiri rotó la prisión de Sorin para orientarle hacia las llanuras ondulantes que había
bajo la mansión Markov. Mientras Nahiri trepaba por la crisálida, Sorin trató de hablar, pero solo se
oyó un borboteo ininteligible. Lo que quisiera decir no tenía importancia. Nahiri solo quería que él
escuchara sus palabras. Se sujetó a la cima de la roca y se descolgó para susurrar aquellas palabras
al oído de Sorin―. Voy a perdonarte la vida. Te devuelvo la gentileza.

A lo lejos, bajo un techo de nubes funestas, estaba Emrakul.

Un instante después, Nahiri se marchó de Innistrad, abandonando a Sorin a la suerte de aquel


mundo.

**********

El horizonte era Emrakul. Sorin no podía hacer nada más que observar mientras el final de Innistrad
se desplazaba lentamente por Gavony, en dirección a Thraben. La gente que hubiese allí abajo era
insignificante ahora, pero Innistrad era suyo y Thraben era el lugar donde había creado a Avacyn
para proteger el plano. Ver la ciudad condenada a la ruina provocó una punzada de dolor que le
afectó más que los dientes de piedra que le devoraban por dentro.

Sorin sintió una presencia antes de oír el sonido: metal contra piedra, un roce largo y lento que
ascendía por la parte de atrás de su sarcófago.

―Creo que prefiero esta ―dijo una voz cargada de sorna. Entonces, Olivia descendió ante él y
eclipsó el caos de la lejanía. Empuñaba la espada de Sorin.

―Olivia... Libérame... ―consiguió mascullar él.

―Aunque pudiese hacerlo, ¿qué motivo tendría para ello? Avacyn está muerta y Nahiri ha huido.
Hemos cumplido nuestro trato. ―Soltó una risita cruel―. Yo diría que esto es una victoria. Trata de

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disfrutarla. Al fin y al cabo, la mansión Markov es tuya. En cuanto a mí ―dijo levantando la espada
de Sorin para examinar el filo―, creo que "Olivia, Señora de Innistrad" suena estupendamente.

Los últimos restos de paciencia que le quedaban a Sorin dieron paso a un ataque de desesperación.
Aquel mundo estaba acabado. Olivia era su única posibilidad de salir―. ¡Mira allí! ―exclamo
luchando contra la inflexible roca. Olivia echó un vistazo por encima del hombro, pero no dijo
nada―. ¡Eso nos aguarda! Has visto lo que hace, sabes de qué es capaz. ―Trató de hablar más
rápido y la voz se le quebró―. ¡Necesitarás mi ayuda para enfrentarte a eso!

A Sorin no le gustó la expresión de Olivia mientras le hablaba. Era una araña, mientras que él era
una mosca―. ¡Escúchame bien! ―insistió―. ¿De qué te servirá nada de esto si mañana
desaparecerá?

―Avacyn está muerta. Y tú... ―Olivia le colocó la punta de su propia espada en la mejilla―. Tú
estás donde estás. Me parece bastante satisfactorio. ―Y así, Sorin no pudo hacer más que observar
a Olivia mientras desaparecía flotando. Emrakul y el final que ella prometía volvieron a dominar el
paisaje.

**********

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San Traft y el Escuadrón de las Pesadillas

By James Wyatt

La última vez que vimos a Thalia, Odric y Grete, habían huido del mal que corrompía al Concilio
Lunarca, el órgano rector de la Iglesia de Avacyn, y se habían reunido en una recóndita capilla de
Brezalcercano, en la provincia de Gavony. Thalia presentó a sus camaradas a la Orden de San
Traft, fundada en nombre de (y literalmente inspirada por) un antiguo santo conocido por haber
hecho frente a numerosos demonios. Thalia había aceptado convertirse en anfitriona del geist de
San Traft y, armada con su poder sagrado, lideraba una variopinta banda de soldados, cátaros y
clérigos rebeldes, todos ellos decididos a continuar la misión de la Iglesia al margen de la
corrupción de sus dirigentes.

Pero ahora el mundo ha cambiado. ¿Cómo pueden los restos de la Iglesia de Avacyn continuar su
tarea cuando Avacyn está muerta? ¿Qué poder logrará mantenerles en pie mientras el mundo se
encuentra al borde de la extinción?

**********

―He recibido pocas noticias y la mitad de ellas son contradictorias ―informó Grete.

―Ya veo... ―dijo Thalia con un suspiro―. Algunos exploradores no han regresado y otros no están
en condiciones de hablar cuando vuelven. ―Se le revolvió el estómago al pensar en Halmig, que
había regresado a la columna el día anterior... pero cambiado. Se había visto obligada a matarle, o
más bien a exterminar a la cosa retorcida en la que se había convertido. Ignoraba con qué se había
podido topar durante su misión, pero se imaginó qué había sido de las tropas que había llevado
consigo.

―¿Es cierto que Hanweir está en ruinas? ―preguntó Grete.

―Es mucho peor que eso. ―Thalia pasó los dedos por el cuello de su montura y fingió no ver la
ceja arqueada de Grete. La capitana no insistió.

Cabalgaron en silencio durante un rato, sumidas en sus pensamientos. El último ejército que había
marchado hacia Thraben, recordó Thalia, había sido la horda de necrófagos y skaabs reunido por los
hermanos Cecani. Esta vez, ella formaba parte de la horda, si es que aquellos escasos soldados
podían calificarse así. Parecían tan muertos y mugrientos como zombies, agotados por las batallas
constantes de las últimas semanas. Se sentían como si la locura hubiera devorado el mundo. Aun
así, mientras les quedara aliento y pudieran aferrarse a una ínfima huella de esperanza, continuarían
luchando.

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Al menos, la mayoría seguirían haciéndolo. Odric se había quedado atrás, quebrado anímicamente
desde que se había vuelto en contra del Concilio Lunarca y había ayudado a Thalia a fugarse. Sentía
lástima por Odric, pero no podía gastar su propia fe para restaurar la de él.

―Tengo entendido que Seeta y sus inquisidores siguen causando problemas ―comentó Grete al
cabo de un rato.

―Que se atrevan a plantarnos cara ahora ―bufó Thalia. Después de su confrontación con el
Concilio Lunarca y de haber huido de Thraben con Odric y Grete, una inquisidora fanática llamada
Seeta había liderado la caza contra ellos. Su grito de batalla era "¡malditos sean los réprobos!" y
lideraba una columna de guillotinas rodantes. Las herramientas de ejecución tiradas por bueyes la
habían ralentizado lo suficiente como para evitar que alcanzase a la Orden de San Traft. Ahora, esta
había crecido tanto que Thalia ya no se preocupaba por los vestigios de la Inquisición.

―Dicen que se hacen llamar los Sin Pecado ―añadió Grete―. Afirman que la transformación se
debe a que el pecado ha sido purgado de sus cuerpos.

―¿Pretenden hacer pasar... eso por una virtud? ―preguntó Thalia arrugando la boca, repugnada.

Grete asintió sin apartar la vista del camino.

―Qué bajo hemos caído ―afirmó Thalia, medio para sí misma.

―¿A qué se debe, pues? ―dudó Grete―. O sea, está claro que no se trata de una virtud, pero ¿cuál
es la causa?

―Si existe una respuesta, la encontraremos en Thraben.

Thalia se preguntó qué hallarían en... la ciudad y la catedral. El pulso se le aceleró y el estómago se
le revolvió más violentamente al pensar en Thraben, la que había sido su hogar durante tantos años.
¿Y si había compartido el destino de Hanweir y la ciudad y sus gentes se habían fundido en una sola
entidad? ¿Y si ya no quedaba nada que salvar? ¿Y si Avacyn de verdad había...?

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Entonces divisó en el camino una figura acompañada de un caballo. Thalia hizo un gesto a Grete y
esta se adelantó al galope. Thalia se inclinó hacia adelante y su gryff extendió las alas y levantó el
vuelo con elegancia, superando al caballo de Grete y aterrizando junto a Rem Karolus sin siquiera
agitar el polvo del suelo.

Rem había sido otro siervo devoto de la Iglesia, conocido como la Espada de los Inquisidores. Sin
embargo, la demencia de los ángeles había causado un cambio en él. Siempre había sido una
persona huraña que llevaba a cabo su labor con una eficiencia sombría, pero Rem había sido de los
primeros en renunciar a su título y volver su célebre espada contra la auténtica amenaza para
Innistrad. Ahora era conocido como el Exterminador de Ángeles, aunque hacía caso omiso del
apodo. Además, aunque no habían hablado del tema, Thalia tenía motivos para sospechar que la fe
de Rem había muerto junto con el primer ángel que había matado.

Cuando Grete se acercó en su caballo, Rem soltó dos correas en el lateral de su silla de montar y
una larga vara metálica cayó al suelo con un fuerte ruido seco. Incluso con las puntas rotas en una
línea dentada, la lanza de Avacyn era inconfundible.

―De modo que es cierto ―susurró Thalia.

―¿La has matado tú? ―preguntó Grete bruscamente.

―Demasiado me sobrestimas ―respondió Rem―. Lo habría intentado si hubiera podido, pero


parece que alguien llegó antes.

El corazón de Thalia se volvió de plomo. Bajó de su montura y se dejó caer de rodillas junto al

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arma, como si el peso de su pecho tirase de ella. Su gryff le acarició el rostro con el hocico, que
estaba empapado de... ¿lágrimas? ¿El animal lamentaba la muerte de Avacyn tanto como ella?

Se inclinó hacia delante y extendió una mano hacia la lanza.

―Te recomiendo que no hagas... ―Se apresuró a advertir Rem.

Un destello de luz sagrada estalló donde Thalia posó la mano. La retiró de inmediato, con una
sacudida de dolor recorriéndole el brazo.

―... eso ―concluyó Rem con monotonía―. Tuve que hacer auténticas maniobras para traerla sin
torturar a mi vieja Jedda. Es imposible tocarla.

Thalia ignoró la advertencia. "¿Puedes hacerlo?", preguntó al espíritu que albergaba.

La mano de Thalia empezó a emitir un suave brillo blanco cuando el poder de San Traft le recorrió
el espinazo. Se sintió más ligera. Con o sin Avacyn, el mundo aún no estaba perdido.

Volvió a extender la mano hacia la lanza y esta vez la sujetó firmemente por el asta. Se irguió y
sostuvo en alto el arma, cuya punta brillaba como el sol bajo el cielo nublado. Rem la miró con el
ceño fruncido y Thalia trató de no sonreír.

―Grete, ¿puedes traer el estandarte de mi silla, por favor? ―pidió Thalia.

La capitana desmontó y se acercó al gryff; parecía nerviosa, pero cuando se acercó lo suficiente
para tocarlo, Thalia vio desaparecer su miedo. Los gryffs calmaban a la gente.

Grete quitó la bandera de San Traft de la lanza que Thalia había usado hasta entonces y se la
entregó para que la atara en el arma de Avacyn.

―A partir de ahora cabalgaremos bajo este estandarte ―afirmó Thalia.

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―¿Cómo lo has hecho? ―preguntó Rem, aún incrédulo.

―Deberías cabalgar a mi lado más a menudo, Rem. Descubrirás muchas cosas que te sorprenderán.

―Y que te darán esperanza ―añadió Grete.

―Ya veremos ―dudó Rem. Siguió contemplando el resplandor de la lanza bajo el cielo gris y algo
brilló en sus ojos, aunque no fuera esperanza.

Thalia subió a la silla de montar, dirigió al gryff hacia la columna de soldados y lo acució para que
volviera a ascender. Volaron juntos sobre toda la variopinta hueste para que todo el mundo pudiera
ver la lanza de Avacyn. Algunos soldados vitorearon a su líder, pero cuando se dieron cuenta de lo
que contemplaban y lo que eso significaba, los vítores se convirtieron en lamentos de
desesperación.

Thalia hizo aterrizar al gryff en medio de la columna. Convocando de nuevo al espíritu de su


interior, enarboló el arma con ambas manos. Pesaba demasiado como para blandirla en combate,
pero era un símbolo poderoso.

―¡Avacyn ha desaparecido! ―gritó. Más lamentos y protestas de incredulidad surgieron en torno a


ella―. Su Iglesia se ha corrompido por completo y nuestras tierras están plagadas de horrores
indescriptibles.

Guardó un momento de silencio, con pesar en el corazón. El dolor que veía en los rostros cercanos
era un reflejo del suyo. Todos los allí presentes habían perdido a su familia, a sus amigos y sus
hogares; ahora, su esperanza pendía de un hilo. El peso de la lanza hacía que los hombros le
ardieran.

―¡Pero nosotros seguimos aquí! ―exclamó―. Nosotros, que hemos hecho frente a esos horrores,
que hemos resistido contra el mal y la locura de la Iglesia, que nos hemos aferrado a la fe y
desafiado a la desesperación... ¡Seguimos aquí! Y si ningún arcángel ilumina nuestro camino en
estos tiempos oscuros, tendremos que ser nuestra propia luz. Si ningún amuleto nos protege de esos
horrores, nuestras espadas habrán de hacerlo. Si no podemos tener fe en Avacyn, debemos tener fe
en los ideales que defendía antes de caer en la locura.

Mientras daba su arenga, muchos cátaros cayeron de rodillas, con lágrimas corriendo por sus rostros
curtidos y con los ojos levantados hacia el cielo o clavados en el suelo. Thalia pensó que cada uno
lidiaría con su dolor a su propia manera y a su debido momento. Sintió lástima por ellos, además de
la que ya sentía; aquella carga era mucho más pesada que la lanza que luchaba por sostener en alto.

Recordó lo que le había dicho a Odric meses atrás y pronunció las palabras que podrían aliviar el
dolor en sus corazones―. Antes de todo esto, la luz tenue de la luna nos protegía de los terrores de
la noche. Antes de todo esto, los vínculos entre nosotros ahuyentaban el miedo que nos
quebrantaba. Antes de todo esto, aspirábamos a ser más que meros humanos: aspirábamos a la
santidad, a la perfección que nos mostraban los ángeles.

»Y volveremos a hacerlo. ¡Amigos míos, seguimos aquí! Esos son los motivos por los que
luchamos. Por el recuerdo de Avacyn, de la luz y la bondad que han abandonado el mundo,
¡seguiremos luchando! ¡Por Innistrad y todas sus gentes! ¡En marcha!

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La Orden de San Traft vitoreó entre lágrimas. Todos se pusieron en pie, levantaron la cabeza hacia
el cielo nublado y enarbolaron sus espadas y lanzas. Thalia tocó la cabeza del gryff y este se elevó
sobre la multitud, sobrevolando una vez más a los soldados, el pequeño ejército de Thalia.
Finalmente descendieron a la cabeza de la columna, junto a Grete y Rem, y reemprendieron la
marcha en dirección a Thraben para presentar una última y desesperada batalla a la pesadilla que se
había apoderado del mundo.

**********

Los chapiteles y las almenas de Thraben se elevaban sobre la desembocadura del río Kirch, que
descendía desde los escarpados acantilados hacia el lago. Las suaves ondulaciones del brezal que
componía la mayor parte de Gavony permitían ver la Ciudad Brillante a kilómetros de distancia
cuando el cielo estaba despejado. Pero Thalia no recordaba la última vez que había visto el cielo
despejado. Cuando la lluvia y la neblina se disiparon y por fin revelaron la ciudad, apenas quedaba
una hora de trayecto.

Sin embargo, el camino estaba atestado de horrores que dificultaban la marcha. Tuvieron que lidiar
con amasijos de carne desgarrada y tentáculos bulbosos y otros seres con facciones retorcidas y
cuerpos deformes; seres que antaño habían sido animales de granja, bestias salvajes o monstruos
más habituales. Algunos ni siquiera parecían haber sido criaturas naturales. Y muchos de ellos,
demasiados, habían sido humanos que difícilmente conservaban rastros de algo parecido a un rostro
entre sus rasgos monstruosos.

En comparación con aquello, los horrendos skaabs que Geralf Cecani había enviado a Thraben
parecían cuerdos y normales, aunque en realidad fuesen amalgamas de partes de humanos y
animales reestructuradas según la retorcida imaginación del suturador. Los skaabs al menos eran
fruto de un ser con inteligencia; una mente podrida y carente de moral, pero una mente al fin y al
cabo. Los otros seres solo podían haber sido imaginados por una consciencia antinatural, una
especie de dios demente que soñaba durante su reposo inquieto y eterno.

También se dirigían hacia Thraben, reptando sobre patas sin huesos y tentáculos retorcidos o
arrastrándose por el suelo con lo que quedaba de sus extremidades. Algunos planeaban torpemente
con alas membranosas y otros simplemente flotaban en el viento, como si la gravedad tan solo fuese
otra ley natural que ignorar como si nada.

Los horrores parecían más interesados en llegar a Thraben que en detener a Thalia y sus cátaros, así
que ordenó a sus tropas que no malgastaran fuerzas y solo lucharan en caso de ataque. Por muy
repugnante que fuera dejar vivos a aquellos monstruos, tuvo la certeza de que los soldados
necesitarían conservar todas las fuerzas que pudiesen para cuando llegaran a la ciudad.

Sumida en sus pensamientos, Thalia no se dio cuenta de que se había acercado demasiado a una
cosa del tamaño de un caballo y había atraído su atención. Supuso que había sido un caballo... Pero
no: había sido un caballo y su jinete, que ahora estaban fundidos en un nauseabundo amasijo de
carne. El monstruo se apoyaba sobre seis patas y estaba cubierto de tendones de carne magenta que
unían lo que antes habían sido el jinete y su montura. Unos dientes deformes sobresalían de varias
estructuras semejantes a mandíbulas bajo una crin andrajosa y un brillo naranja bajo un tricornio
debía de haber sido la cabeza del jinete. La cabeza de una alabarda asomaba entre una maraña de
tentáculos.

101
Antes de que Thalia pudiera girar a su montura para enfrentarse al ser, como si se dispusiera a
participar en una justa demencial, el monstruo se encabritó sobre tres patas, le estampó una pezuña
en el hombro y la derribó de la silla. El gryff levantó el vuelo agitando las alas y Thalia aprovechó
la distracción momentánea de la criatura para levantarse y ponerse en posición de combate.

Cuando el ente se aproximó, la espada de Thalia relampagueó e hizo dos largos cortes en lo que
debía de haber sido el cuello del caballo. Una cosa marrón brotó de las heridas... pero no era
sangre, sino algo que se retorció como gusanos bajo una roca levantada del suelo. La criatura no
pareció afectada por el ataque.

Una pezuña en el extremo de algo que no era una pata trató de asestar un latigazo a Thalia, que lo
desvió y cortó la carne justo por encima de la pezuña; esta vez, el resultado fue un derrame de pus
amarillento. De súbito, mientras repelía el golpe hacia un lado, un tentáculo que quizá hubiera sido
un brazo del jinete la abofeteó por el otro flanco. Sintió una punzada de dolor en la mejilla... y de
pronto desapareció. Su piel se había vuelto insensible y fría donde el amasijo de carne la había
golpeado.

Thalia retrocedió dos pasos y cambió el arma de mano mientras el entumecimiento descendía por el
cuello y el hombro. La criatura la siguió y se encabritó para golpearla de nuevo, pero el gryff de
Thalia descendió en picado y atravesó con el pico el corazón del amasijo de carne. Un ulular
aullante surgió de las numerosas bocas que se abrieron en el cuerpo del monstruo.

Thalia hundió la espada justo por encima de un pie apoyado en un estribo, como descubrió con
repugnancia, y el grito cobró intensidad. Muchos otros cátaros acudieron a socorrerla y cosieron al
horror a espadazos hasta que sus convulsiones cesaron.

De repente, Dennias, que apenas un año antes había sido un aprendiz en el Distrito Elgaud, cayó de
rodillas y se aferró la cabeza como si tratase de impedir que algo emergiera de ella. Abrió la boca en
un grito silencioso y sus ojos desorbitados miraron hacia la nada. Su amigo Mathan se agachó junto
a él, lo zarandeó y dijo algunas palabras vacías que pretendían calmarle. Thalia apartó la vista.

Y entonces, Mathan chilló.

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Thalia levantó la cabeza y vio a Mathan apartarse a rastras, con la cara pálida como las plumas de
un gryff. Dennias no se había movido, pero unos zarcillos largos como lazos magentas habían
brotado de sus manos... y de sus orejas.

El muchacho se puso pálido y parecía a punto de vomitar. Thalia movió la cabeza tristemente a un
lado y a otro y se acercó algunos pasos. Sabía lo que iba a ocurrir.

Dennias se dobló hacia adelante como para vaciar el estómago, pero lo que salieron de su boca
fueron más zarcillos. Otra protuberancia se retorcía bajo su armadura, en el costado.

Estaba perdido.

La espada de Thalia acabó con su vida rápidamente, mucho más rápidamente que en el caso del
caballo y el jinete, y también más rápidamente de lo que la corrupción habría tardado en
consumirle. Thalia cargó con la muerte de Dennias para que nadie más tuviera que hacerlo; otra
persona cargaría con la más noble tarea de consolar a su amigo.

Los gryffs calmaban a la gente. Cuando subió a la silla de montar, el pulso se le tranquilizó y logró
respirar hondo, aunque entrecortadamente. Sin embargo, Thalia no pudo ni mirar hacia la lanza.

**********

Thraben los atraía a todos.

Thalia tenía la mente despejada y los ojos fijos en los chapiteles de la Ciudad Alta, pero seguía
sintiendo la atracción. Los soldados que marchaban junto a ella mantenían los ojos clavados en la
lanza de Avacyn, orientada hacia el cielo en la silla de montar, pero Thalia sabía que ellos también
percibían la atracción. Muchos campesinos armados con piquetas y bieldos se unieron a la columna
en las afueras de Thraben, como si supieran que aquella era su última oportunidad de luchar por el
destino del mundo.

Los seres retorcidos, tambaleantes y nauseabundos que había por todas partes no percibían nada
más que la atracción. Algunos seguían siendo bastante humanos, ataviados con vestimentas de las
sectas costeras, pero tenían pinzas de crustáceo en lugar de manos, tentáculos con ventosas en vez
de brazos o bocas anchas como las de una rana. Otros seres habían sido humanos o animales en el
pasado, pero ya no. Otros eran tan deformes que resultaba imposible describirlos. Pero Thraben
atraía a todos por igual.

No, no a todos. Una tropa de jinetes montados en caballos blindados no se dirigía hacia la ciudad,
sino hacia Thalia y sus fuerzas. Una hueste de soldados marchaba detrás de ellos.

―Grete, Rem ―los llamó Thalia, sacándolos de su ensimismamiento. Señaló en dirección a los
jinetes. Rem asintió en silencio y Grete frunció el ceño.

―¿Más enemigos? ―preguntó ella.

―Los Sin Pecado, tal vez ―supuso Rem.

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―No los llames así ―le espetó Thalia―. Pero no, no creo que sea el grupo de Seeta.

―Entonces, ¿quiénes son? ―dudó Grete.

―Iré a averiguarlo. ―Thalia ni siquiera tuvo que acuciar a su montura para que se elevara, como si
esta conociera sus intenciones.

Mientras volaba hacia los caballeros que se aproximaban, una silueta en la vanguardia de la
formación ascendió hacia ella... Pero era solo una persona, sin una montura voladora.

Cuando el gryff se acercó, Thalia pudo distinguir una melena roja como el fuego, una armadura
negra... y una falda larga que parecía completamente inadecuada para la batalla. La mujer tenía la
piel pálida, casi blanca, y empuñaba una espada absurdamente ancha, pero hueca por el centro para
aligerarla.

De modo que no eran humanos: eran vampiros.

La pelirroja levantó ambas manos para indicar que deseaba parlamentar, aunque seguía sosteniendo
el arma. Thalia no se extrañó, ya que no podía imaginar cómo tendría que ser la vaina de semejante
armatoste. Le devolvió el gesto sin desenvainar su espada ropera y las dos se aproximaron
lentamente hasta que estuvieron lo bastante cerca para hablar.

La situación parecía absurda, en cierto modo, pero totalmente seria. Thalia montaba a horcajadas
sobre un gryff que apenas necesitaba batir las alas para mantener el vuelo; enfrente, una vampira
que se suspendía en el aire gracias a su propia magia. Y las dos iban a dialogar.

―Intuyo que compartimos la misma causa, humana ―aventuró la vampira―. Soy Olivia Voldaren,
señora de Lurenbraum y progenitora de la dinastía que lleva mi apellido.

Olivia, movilizada para la guerra

Thalia se quedó sin habla por un momento. Se encontraba a escasos metros de una de los vampiros
más poderosos de Innistrad. Los rumores decían que era una solitaria conocida por celebrar festejos
extravagantes en los que rara vez hacía un breve acto de presencia. Pero allí estaba, completamente

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ataviada para el combate: la "viva" imagen de una elegante aristócrata movilizada para la guerra.
Thalia respiró hondo y recuperó la voz.

―Saludos, Lady Voldaren. Soy Thalia, Sucesora de San Traft.

―¿Ah, sí? Llegué a conocerle, ¿sabes? Debo decir que pareces digna de él, cabalgando en ese gryff
y con la lanza de Avacyn a tu lado.

Olivia pretendía recordarle sutilmente que era mucho más antigua de lo que Thalia podía
comprender. El mensaje también era una advertencia cortés, mezclada con una nota de lo que casi
parecía respeto.

―¿Qué pretendes, vampira? No pienso quedarme quieta y permitir que mis soldados se conviertan
en otro de los legendarios banquetes Voldaren.

―¡Tranquila, querida! ―Olivia soltó una risita, un sonido melodioso que solo hacía más absurda la
situación―. Como he dicho, creo que compartimos la misma causa. Todos hemos venido con el
mismo propósito: salvar el mundo. Porque está claro que vuestro querido ángel no se encuentra en
condiciones de hacerlo.

Thalia reprimió una respuesta severa. Si los vampiros pretendían colaborar, no podía rechazar su
ayuda. En efecto, si sus soldados sobrevivían a la batalla de Thraben, los vampiros seguramente se
volverían en su contra, hambrientos tras la contienda. No obstante, aquello era un problema
puramente teórico comparado con la funesta perspectiva de enfrentarse a los monstruos que seguían
arrastrándose hacia la Ciudad Alta.

―Estás en lo cierto ―aceptó Thalia―. Salvaremos el mundo juntas, tú con tu ejército y yo con el
mío. No puedo pedir a mis tropas que luchen junto a tus vampiros, pero combatiremos al mismo
enemigo.

Olivia se había acercado poco a poco mientras conversaban, pero de pronto avanzó a toda velocidad
y tendió la mano a Thalia sobre el lomo del gryff y la lanza de Avacyn.

―Los colmillos y el acero de los vampiros no derramarán sangre humana hasta que concluya esta
batalla, Sucesora de San Traft. ¿Estamos de acuerdo?

Sin terminar de creer lo que estaba a punto de hacer, Thalia estrechó la mano de la vampira.

―El acero de los humanos tampoco hará mal a ninguno de los tuyos. Estamos de acuerdo.

Olivia asintió ligeramente y bajó la vista hacia las manos estrechadas. Entonces respiró hondo por
la nariz para olfatear, miró a Thalia a los ojos y sonrió mostrando claramente los colmillos.

―Qué delicia ―afirmó. Fue su última advertencia antes de dar media vuelta y descender
nuevamente junto al ejército de vampiros.

Thalia sintió un escalofrío y regresó con sus soldados mientras pensaba qué explicación les daría.

**********

105
Cabalgó durante un tiempo con los ojos cerrados, confiando en que el gryff la guiara y la alertara
del peligro. Se retiró a sus pensamientos, entró en comunión con el geist que compartía su cuerpo e
hizo memoria.

Había sido después de la reunión con Odric en la catedral cuando conoció al geist, al santo. Sin
ningún sitio al que ir, había cabalgado por los caminos hasta internarse en una senda cubierta de
hierbas. Algo la había atraído a aquella vereda sinuosa, donde halló una capilla antigua al pie de
las montañas que conducían a la cima Geier, en Stensia.

En el interior, un cuadro había captado su atención. La pintura mostraba a Traft, o más bien a su
geist, velando por una mujer pelirroja que empuñaba una espada en la mano izquierda, a la que le
faltaba el dedo anular. A su vez, el santo apoyaba una mano en el hombro de la mujer.

Aquella joven era la primera Sucesora de San Traft, una muchacha que había sido capturada y
torturada por adoradores de demonios para atraer al santo a su perdición. Los sectarios habían
cortado un dedo a la mujer y se lo habían enviado a Traft para garantizar que participaría en sus
malvados planes. Tras la muerte del santo, este había velado por la joven mientras se convertía en
una gran guerrera y una cazadora de demonios consumada. Y al igual que los ángeles habían
tratado a Traft con favoritismo, también habían sonreído a aquella mujer y luchado a su lado.

Mientras Thalia contemplaba el cuadro en la capilla solitaria, la silueta neblinosa del geist había
parecido moverse en el cuadro. Su rostro sereno se había vuelto hacia ella, encontrándose con los
ojos de Thalia. Entonces, el santo había extendido la mano hacia ella, que la estrechó sin dudar y
tuvo la sensación de que era de carne y hueso... pero fría, muy fría. El miedo se había apoderado
de ella y le hizo caer de rodillas. Al principio había evitado la mirada de aquellos ojos vacíos, pero
Traft siguió sosteniéndole la mano y se aproximó, como si estuviera saliendo del cuadro. Se había
arrodillado en el suelo delante de ella y le había levantado la mejilla amablemente con la otra
mano.

―¿Estás dispuesta a albergarme? ―había susurrado Traft.

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Thalia había asentido con una sonrisa; sus miedos habían desaparecido. Entonces había respirado
hondo y permitido que el geist llenara sus fosas nasales, su boca y sus pulmones. Un fuego frío la
había abrasado por dentro, haciendo que echara la cabeza hacia atrás mientras Traft recorría sus
venas y hasta el último centímetro de su interior ardía.

Aquella llama fría no la había abandonado en los meses siguientes. La mayoría del tiempo era una
especie de nudo en la parte trasera del cráneo. Ocasionalmente, el geist le provocaba escalofríos en
la espalda y la nuca para recordarle su presencia a modo de advertencia o, a menudo, para alertarla
de un peligro. A veces, como cuando había empuñado la lanza de Avacyn, el fuego del santo volvía
a extenderse por Thalia y sus movimientos quedaban en manos del geist.

Ella era consciente de que había llegado tan lejos gracias a San Traft. Él la había apoyado cuando se
enfrentó a Jerren y el Concilio Lunarca. Él la había ayudado a reunir a los demás cátaros, a quienes
otros consideraban herejes, para luchar contra los males que atacaban la Iglesia por fuera y por
dentro. San Traft no la abandonaría en Thraben. De algún modo le aseguró que seguiría junto a ella.
Aun así, Thalia podía sentir indicios de duda incluso en él.

¿Su ayuda sería suficiente? Él no podía prometérselo, pero era toda la esperanza que albergaba.

El gryff se agitó bajo ella y Thalia abrió los ojos para ver qué lo había inquietado. Las murallas de
Thraben estaban cerca. El ejército de vampiros se había aproximado a ellos de camino a la Ciudad
Alta y ahora se situaba en el flanco izquierdo. Ya no podían seguir evitando a los horrores
tambaleantes; los ejércitos estaban convergiendo en la ciudad y las luchas se extendían por la
vanguardia de la columna.

Los soldados sentían el peso de la contienda. Thalia vio el salvajismo en sus ojos, la desesperación
nacida de comprender que el fin del mundo se acercaba y que todos ellos marchaban hacia la
apocalíptica batalla final.

Elevó al gryff para sobrevolar el frente y gritar palabras de ánimo a los desesperados y los
flaqueantes. Sin embargo, se dio cuenta de que cundía algo más que la desesperación. Por horrible
que fuese luchar contra monstruos deformes que antaño habían sido normales, algunos incluso
humanos, eso no era lo único que conducía a sus tropas al abismo de la desesperanza. Había algo

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más, algo que ella percibió como una especie de presión en la mente. Algo que la obligó a formar
pensamientos extraños, impulsos perturbadores y percepciones alteradas. En los bordes de su
campo de visión, los monstruos parecían humanos y los soldados semejaban monstruos. El cielo
pareció retorcerse, con tentáculos azules y malvas agitando las nubes. El suelo se colapsó bajo ella,
su gryff implosionó y la lanza de Avacyn se dobló hacia su propio pecho...

―No es real.

Las palabras de poder del santo resonaron en su mente como el tañido de una campana. Sus
pensamientos se despejaron y su percepción volvió a la normalidad. Lo que sentía ahora era lucidez.

Lamentablemente, los soldados carecían de la protección de San Traft y Thalia vio la locura arraigar
en ellos mientras miraban de un lado a otro sin parar, aterrorizados.

―No están preparados ―susurró Traft en la mente de Thalia.

―Da igual ―respondió ella―. Tenemos que hacerlo ya.

―Les haremos daño.

―Si no actuamos, esta demencia acabará con ellos, o se matarán entre sí. Ha llegado el momento.

―Adelante, pues.

El fuego de Traft volvió a recorrerla por dentro y Thalia empuñó el arma de Avacyn mientras volvía
a sobrevolar el frente.

―¡Cátaros de San Traft! ―exclamó―. La locura que corrompe nuestro mundo nos rodea. Sé que la
estáis sufriendo. Cuestionáis vuestros pensamientos y dudáis de vuestros ojos y oídos.
¡Escuchadme!

Thalia vio que era demasiado tarde para algunos cátaros, que se revolvían en el suelo sujetándose la
cabeza o acurrucándose en posición fetal. "Maldita sea, he tardado demasiado". Sin embargo, aún
había cátaros que salvar.

―Sabéis que el geist de San Traft vive en mi interior ―declaró mientras el espíritu hacía brillar un
haz de luz blanca y azul alrededor de ella―. Antaño era el Amado de los Ángeles, quienes le
escudaban como la Iglesia de Avacyn nos escudaba a nosotros. Pero Avacyn ya no está entre
nosotros y sus ángeles han sucumbido a la locura. Solo los difuntos velan por nosotros ahora.

Y entonces, Traft convocó a los muertos y estos respondieron a la llamada. Desde las profundidades
de la tierra y desde la tormenta que se cernía sobre la Ciudad Alta llegaron cientos de siluetas
resplandecientes. Desde los mausoleos y las Tumbas Benditas, libres de los amuletos sagrados cuya
magia había desaparecido con el fallecimiento de Avacyn, los espíritus de los muertos acudieron en
auxilio de los vivos. Algunos cabalgaban en corceles espectrales, otros portaban lanzas y espadas
fantasmales, muchos eran viejos y curtidos en batalla, demasiados apenas eran niños.

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―¡Contemplad a los espíritus de los fieles que vienen a socorrernos! ―gritó Thalia, o quizá Traft
con la voz de ella―. Acogedlos. Honrad los sacrificios que han hecho para que nosotros podamos
luchar hoy. ¡Aceptadlos y permitid que os escuden!

Y así, el fuego ardió dentro de los desesperados, mugrientos y benditos cátaros de la Orden de San
Traft. Algunos comprendieron las palabras de Thalia al instante, extendieron los brazos y dieron la
bienvenida a los geists que descendieron hacia su interior. El éxtasis sagrado hizo que se
estremecieran y los indecisos imitaron a sus camaradas. Había geists suficientes para todo el
ejército y los espíritus restantes se unieron a las filas de los vivos.

Con el fuego crepitando en su interior, los soldados volvieron a lanzarse a la batalla. Sus gritos
lastimosos se alzaron en el frente mientras se abrían paso a cuchilladas y puñaladas entre los
monstruos.

―Algunos no pueden albergar a los espíritus ―indicó Traft dirigiendo los ojos de Thalia hacia los
soldados que seguían incapacitados en el suelo.

Ella podría salvarlos. Podría dirigir a los espíritus para que poseyeran a los soldados en contra de su
voluntad y disipasen la locura. Sintió un nudo de compasión y lástima en el estómago.

―No, no puedo tomar esa decisión por ellos ―objetó Thalia―. Los demás les ayudarán, pues son
capaces.

Dirigió al gryff hacia el suelo y aterrizó ente Grete y Rem. Vio el fulgor del fuego blanco en los ojos
de Grete, pero Rem tenía su habitual expresión pétrea y severa.

―Rem, ¿no vas a acoger a un espíritu?

―Sería como ponerme una sanguijuela en el gaznate para ahuyentar a los vampiros. Ni hablar ―se
opuso el veterano.

Thalia estuvo a punto de protestar, preocupada por lo que podría ocurrir si perdiese la cordura en
pleno combate... y por lo que podría suceder a los soldados que estuvieran cerca. Aun así, no podía

109
obligarle, al igual que al resto. Además, si había alguien capaz de mantenerse en sus cabales por
pura obstinación y fuerza de voluntad, ese era Rem Karolus, la Espada de los Inquisidores, el
Exterminador de Ángeles.

**********

La marcha se convirtió en una batalla interminable; a cada paso que avanzaban, un nuevo horror se
interponía en el camino. Aquellos monstruos de pesadilla, incluso los que parecían relativamente
humanos, luchaban como fieras de Somberwald y no paraban de rugir y lanzar golpes a pesar de las
decenas de heridas que sufrían antes de caer y dejar de retorcerse. Sin embargo, los geists sagrados
hacían que las tropas de Thalia fueran casi igual de feroces. Incluso los soldados heridos de
gravedad volvían a levantarse mientras los geists de su interior cerraban sus heridas y les daban
fuerzas.

Thalia apenas se percató de que habían cruzado el muro exterior y penetrado en Thraben. Un
pensamiento pasajero, el final está cerca, acudió a su mente antes de apuñalar a una criatura que
había sido un licántropo y girar sobre sí para cercenar un tentáculo que trataba de derribarla.

Ahora luchaban codo con codo junto a los vampiros y se abrían paso por las calles de la ciudad. Los
chupasangres eran aliados terroríficos y mostraban tanto deleite matando humanos corruptos y
retorcidos como cuando mataban humanos puros e íntegros. Cada sombra de un rostro que Thalia
veía en los monstruos que abatía era una nueva carga sobre sus hombros, mientras que los vampiros
solo veían nuevas presas. Algunos incluso se detenían a alimentarse antes de seguir adelante. Thalia
contuvo las náuseas y se forzó a mirar a otro lado.

Al fin llegaron a la plaza de la Catedral de Thraben, un lugar donde en tiempos mejores se


congregaban multitudes de personas para escuchar los sermones del Lunarca en los días santos.
Ahora había una multitud, pero de cosas retorcidas que proferían sonidos inhumanos y se cernían
sobre los restos de la soldadesca de la Ciudad Alta y la guardia de la catedral. Thalia ascendió en el
gryff y sobrevoló la plaza para evaluar la situación.

Vio a ciudadanos desesperados, armados con palas y guadañas para tratar de contener a las bandas
de sectarios. Vio a cátaros valientes cargar en cuña y atravesar las filas de monstruos sin rostro, solo
para acabar rodeados por todas partes. Vio cómo una pequeña manada de licántropos, dirigida por
dos bestias de pelaje blanco, despedazaba a sus congéneres corruptos. Vio a un inmenso skaab que
protegía el cadáver de un científico mezquino, defendiendo a su creador con las últimas fuerzas que
le quedaban. Vio muerte... demasiada muerte.

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Cuando dio media vuelta para regresar junto a sus tropas, divisó un grupo de soldados con armadura
pesada que usaban las máscaras de la Inquisición lunarca; sus deformidades asomaban bajo las
capuchas y las armaduras. Habían rodeado a un grupo de ciudadanos aterrados, algunos de los
cuales se arrodillaron para suplicar piedad a la Iglesia que teóricamente debía protegerles. Entonces
reconoció a Seeta, la líder de los supuestos Sin Pecado. Con la espada en una mano y la furia
ardiendo en su interior, Thalia descendió en picado contra la cátara blasfema.

Pero entonces una espada dentada atravesó el pecho de Seeta y la jefa de los Sin Pecado se
desplomó. Detrás de ella apareció la cara pálida de Olivia Voldaren, que dirigió una sonrisa a
Thalia.

―Maldición... ―masculló esta antes de remontar el vuelo e inspeccionar el caos en busca de Rem o
Grete.

―¿Por qué te sientes molesta? ―susurró la voz de Traft―. Tu enemiga ha muerto, pero ¿querías
matarla tú misma?

―No soy una santa ―argumentó ella.

Cientos de rostros se volvieron de pronto hacia arriba y Thalia vio el terror en los ojos de sus
soldados. Al fin divisó a Rem, que estaba pálido y con los ojos abiertos de par en par. Su espada
repiqueteó en el suelo empedrado y el veterano señaló hacia el cielo.

Thalia hizo girar al gryff y vio el origen del terror. Frente a la catedral, una enorme abominación de
carne desgarrada y tentáculos retorcidos se desplazaba por el aire... con alas cubiertas de plumas.

Las dos cabezas del ángel monstruoso prorrumpieron en un llanto discordante que perforó los
tímpanos de Thalia y le hizo perder el equilibrio. Tuvo que aferrarse al pomo de la silla de montar
para no caer. En tierra, los engendros avanzaron sin oposición mientras los humanos incorruptos se
tapaban los oídos o retrocedían ante el nuevo asalto. El ente angelical asestó un latigazo a la
multitud de la plaza con uno de sus gruesos tentáculos inferiores y aplastó o envió por los aires a
humanos y monstruos por igual.

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Thalia entendió que, si alguien tenía que enfrentarse a la pesadilla, era ella. Su gryff le permitía
intentarlo, que era mucho más de lo que podían decir los soldados en tierra. Se enderezó en la silla,
aferró bien la espada y ascendió a la altura del ángel, sobre el tejado roto de la catedral.

A pesar del tamaño inmenso de la criatura, sus cabezas no eran mayores que la de Thalia y
conservaban rastros de sus facciones angelicales, incluida una maraña de pelo entre rojizo y rosado.

―¡Abominación! ―gritó Thalia en un intento de ahuyentar el miedo. Quiso pronunciar algún tipo
de desafío formal, pero no encontró palabras para hacerlo y simplemente se lanzó a la carga.

El ente dio un manotazo con uno de sus brazos imposiblemente largos para abatirla como si fuera
una mosca, pero el gryff lo evitó descendiendo ligeramente y Thalia rajó la carne al pasar. Las dos
cabezas abrieron las bocas para aullar de nuevo, pero el sonido se interrumpió cuando Thalia clavó
la espada en lo que parecía un hombro, donde al menos tres brazos convergían en el lado izquierdo
de la criatura. Al mismo tiempo, el gryff perforó con el pico la carne nudosa de una de las cabezas
deformes.

En respuesta, el ángel levantó sus demás brazos y acuchilló a Thalia y su montura en el costado con
media docena de dedos afilados como garras, haciendo que se desplomaran hacia la escalinata de la
catedral. El gryff trató desesperadamente de enderezarse mientras caían en picado, pero tenía un ala
rota y solo consiguió interponerse entre Thalia y los escalones de piedra.

Thalia tenía todo el cuerpo dolorido y una pierna había quedado atrapada bajo el gryff en una mala
posición, produciendo calambres de agonía al más mínimo movimiento. La cabeza le daba vueltas.
Yacía boca arriba en la piedra, con la vista clavada en su perdición.

Por algún motivo, le pareció adecuado encontrar su final en las garras de un ángel, la encarnación
de todo aquello a lo que había entregado su vida. La corrupción del ángel parecía un reflejo de
todos los giros a peor que había dado su vida en los últimos meses. Los ángeles fusionados
descendieron hacia ella para terminar el trabajo.

Pero antes de que Thalia pudiera levantar los brazos para defenderse, algo brillante se interpuso
entre el ente y ella.

―HOLA, HERMANA ―dijo el monstruo con una horripilante voz doble que hacía eco con la
resonancia de eternidades inescrutables.

―Ya no sois mis hermanas ―replicó una voz pura y clara. Thalia vio una silueta en medio de la
luz: un ángel armado con una guadaña cuya cabeza imitaba a una garza.

―Sigarda... ―El arcángel de la Legión de las Garzas jamás se había puesto en contra de la
humanidad, ni siquiera en el culmen de la locura de Avacyn. Incluso ahora, había preferido
enfrentarse a sus... ¿hermanas? Eso significaba que aquella fusión angelical eran Bruna y Gisela,
los arcángeles de las otras dos huestes. La desesperación cayó en el vientre de Thalia como una
roca.

112
Sigarda, Gracia de las Garzas

―DEBERÍAS HABER ACUDIDO A NUESTRA LLAMADA.

―¿Y participar en esta "gran labor"? ―objetó Sigarda.

Thalia se dio cuenta de que el ángel intentaba ganar tiempo para que ella se recuperara. Con todas
las fuerzas que le quedaban, se quitó de encima al gryff muerto, resistiendo las oleadas de dolor.

―SÍ. LA GRAN LABOR ESTÁ CASI COMPLETA.

La cosa angelical extendió sus enormes garras hacia Sigarda y cuatro manos más pequeñas se
estiraron también desde su torso. A Thalia le recordó extrañamente a un bebé levantando los brazos
hacia su madre.

―Vuestra labor aquí ha terminado, hermanas ―dijo Sigarda―. Os habéis convertido en lo que
debíamos destruir.

Thalia pudo sentir a Traft esforzándose en su interior para aliviar el dolor, sanar sus heridas y
reparar el hueso. Si Sigarda mantenía a raya a sus hermanas un poco más, ponto podría unirse a ella.
Miró alrededor en busca de su espada.

Había desaparecido. El golpe que la había derribado debía de haber enviado el arma al otro lado de
la plaza. ¿Cómo podía luchar contra aquella cosa sin una maldita espada?

―NO PUEDES HACERNOS DAÑO, HERMANA ―aseguró el ente.

Sigarda levantó su guadaña, que reflejó un rayo de luz lunar y pareció resplandecer.

―Pero debo hacerlo ―respondió antes de descargar un amplio y mortífero tajo contra los brazos y
el torso de sus hermanas.

Pero entonces, uno de aquellos largos brazos bifurcados atrapó a Sigarda. Thalia contempló con
horror cómo la mano arrastraba al ángel a las extrañas fauces brillantes del pecho del ente, donde

113
los cuatro brazos menores apresaron a Sigarda. Unos zarcillos de carne se retorcieron y se
enroscaron alrededor de los brazos de Sigarda, inmovilizándola por completo.

―No, no, no... ―farfulló Thalia. No podía quedarse quieta viendo cómo aquella monstruosidad
absorbía al último ángel cuerdo. Miró desesperadamente alrededor, en busca de cualquier cosa que
pudiera servir como arma.

―VOLVEREMOS A ESTAR UNIDAS ―dijeron los ángeles fusionados.

Traft dirigió los ojos de Thalia hacia la lanza de Avacyn.

―Pesa demasiado ―protestó ella.

―No para los dos juntos ―respondió el geist del santo.

―Está bien. Hagámoslo. ―Rodeó corriendo a su montura muerta y recogió la lanza del suelo. Un
escalofrío le recorrió el espinazo cuando el poder de Traft la inundó de nuevo, protegiéndola de la
magia del arma. Thalia se estremeció en un instante de éxtasis y, de pronto, unas alas translúcidas se
extendieron en su espalda. Parecía la bendición de un ángel invisible.

―Antaño fui el Amado de los Ángeles ―le recordó Traft.

La lanza rota casi pareció brillar a la luz de las antorchas y los pequeños fuegos en los alrededores
de la plaza. La aferró con ambas manos y la levantó hacia el cielo.

Tan ligeras como el gryff, sus alas angelicales la elevaron en el aire. Traft tenía razón: con la fuerza
combinada de los dos, el arma parecía tan ligera como la espada de Thalia. Al cielo se elevó, hacia
el ser que retenía a Sigarda, que ya apenas era visible bajo una capa de carne fibrosa.

Cuando vio la lanza de Avacyn reluciendo en sus manos, Bruna-Gisela prorrumpió en otro llanto
ensordecedor y le lanzó un zarpazo con sus garras monstruosas. Thalia la bloqueó con el asta del
arma y luego asestó una lanzada con la punta rota a aquella repugnante carne azul. El tono del grito
cambió de lamento a dolor físico y Thalia descargó otro golpe contra el mismo hombro que había
perforado con su espada.

Otra garra descendió hacia ella y Thalia retiró la lanza para clavarla en lo que debería haber sido
una palma. Giró el asta e hizo palanca para desgarrar la red de carne y hueso que formaba aquella
extremidad imposible.

Sigarda parecía recuperar fuerzas a medida que sus hermanas fusionadas se debilitaban y ahora
luchaba contra los zarcillos que la retenían. Thalia acuchilló el torso de la criatura, aflojando las
ataduras de Sigarda, y entonces hundió la hoja en la maraña de costillas y tendones, hasta llegar al
brillo rojo del abdomen. Sintió el golpe en su propio estómago mientras apuñalaba al ángel
blasfemo.

Al retorcerse de dolor, el ente angelical golpeó a Thalia con su mano menos herida e hizo que se
precipitara hacia el suelo, pero esta vez las alas angelicales le permitieron remontar el vuelo
trazando un amplio arco y situándose detrás del ente. Con el impulso, Thalia clavó la lanza de
Avacyn entre las alas del ser y le atravesó la columna y los órganos que pudiera haber en su
aberrante abdomen. De nuevo, sintió agonía en su propio pecho.

114
El horrible llanto del ángel cesó.

El ente se estremeció y se retorció de dolor. Sus monstruosas garras se agitaron violentamente,


tratando de alcanzar la espalda. Las alas batieron sin cesar y el amasijo de tentáculos que habían
sido las piernas de los ángeles no patearon más que el aire.

Sigarda emergió del torso de sus hermanas cubierta de sangre e icor, como en un parto abominable,
y se desplomó sobre el suelo de la plaza.

Mientras el ente angelical se retorcía en sus últimos estertores, Thalia se aferró a la lanza como si
tratara de domar un corcel.

―Hermana... ―graznó el monstruo.

Y finalmente siguió a Sigarda hasta el duro suelo de la plaza, donde se encogió como una araña al
morir. Thalia bajó rodando de su espalda y cayó boca arriba junto a él, con la vista en el cielo
oscuro.

**********

Sigarda le tendió la mano para ayudarla a levantarse; cuando la tomó, el dolor desapareció y su vista
se despejó. El ángel bendito, el último arcángel, le sonrió.

"Victoria". La palabra acudió a la mente de Thalia y esta devolvió la sonrisa al ángel.

Entonces, la expresión de Sigarda se volvió solemne una vez más y negó con la cabeza, como si
hubiera percibido el pensamiento pasajero de Thalia.

Se volvió para comprobar la situación. La batalla continuaba, pero un vistazo le sugirió que las
tornas se habían vuelto: los humanos, los espíritus, los vampiros y los licántropos habían formado
una alianza inconcebible y ahora hacían retroceder a la horda de la locura.

Pero entonces levantó la vista hacia el cielo.

La cosa que se acercaba por el aire era imposiblemente colosal. Recordaba vagamente a los ángeles
fusionados, Bruna-Gisela. Su cuerpo con forma de bóveda se apoyaba sobre una masa de tentáculos
extraños y una luz rojiza brillaba en su núcleo.

Sin embargo, aquella criatura no tenía parecido alguno con un ser natural y mucho menos con la
belleza y la majestuosidad de un ángel. Su existencia desafiaba el orden natural de las cosas, violaba
las leyes de la física y blasfemaba contra la naturaleza sagrada de la vida. Su presencia era una
invitación a la locura y presionaba la mente de Thalia como un cuchillo romo a pesar de la
protección del santo.

Por delante de ella, una oleada de monstruosidades corruptas se cernió sobre la plaza y volvió las
tornas de nuevo hacia la aniquilación.

115
Thalia, cátara herética

**********

116
La batalla de Thraben

By Nik Davidson

La última vez que vimos a Jace, acababa de contemplar por primera vez al tercer titán eldrazi,
Emrakul. Al darse cuenta de la gravedad de la situación, el mago mental decidió marcharse
inmediatamente a Zendikar para ir en busca de los Guardianes, consciente de que deberían darlo
todo para destruir a aquella monstruosidad sobrenatural.

**********

Jace se estremeció involuntariamente al abrir los ojos en Innistrad. El aire era bastante más frío en
aquel plano. Los olores y la sensación general también eran distintos. Había un aroma extraño en el
ambiente, casi metálico. Cuando espiró el aire de Zendikar e inspiró el de Innistrad, sintió el
contraste: el aire era más espeso en aquel plano, hasta el punto de que la primera respiración le
provocó un ligero malestar.

El cielo se estaba desgarrando. Las nubes de tormenta se arremolinaban como si hubiera vendavales
soplando desde todas direcciones y no se veía luz solar en todo el horizonte. El crepúsculo
constante del plano había dado paso a un resplandor purpúreo. Los ojos de Jace no quisieron
adaptarse a la oscuridad y resistieron todo lo posible. Tuvo que entrecerrarlos para observar el
horizonte, el agujero en la realidad, y trató de centrarse. "Céntrate". "Céntrate". Sus pensamientos
parecían una carga en aquel lugar, como un saco de arroz pegajoso encima del cuello. Empapados,
molidos, escurridizos...

Una campanilla tintineó en su mente. O quizá fuese el recuerdo de un tintineo. Un recordatorio de sí


mismo. La vista de Jace al fin se despejó.

Se hallaba en lo alto de una colina en las afueras de Thraben, desde donde podía otear la ciudad. La
mitad estaba en llamas. Las batallas dominaban las calles. Antorchas. Gritos. Lamentos. No supo
distinguir si los oía en la lejanía o si los sentía en sus propias carnes. Y encima de aquella escena, en
el cielo... No se atrevió a mirar. Todavía no.

Un nuevo conjunto de sonidos dirigió la atención de Jace a un problema más claro e inmediato.
Gruñidos. Rugidos. Ojos con un repugnante brillo verde en la oscuridad.

―Licántropos, otra vez... ―murmuró Jace para sí. Proyectó la mente hacia las tinieblas y rozó los
pensamientos que encontró allí. Eran tres, sumidos en la locura y convertidos en cosas que apenas
reconocía. Cuando salieron reptando de las sombras, los vio claramente. Tenían el pelaje agrietado y
su piel presentaba el mismo patrón entramado que había visto cubriendo todo tipo de materia

117
orgánica de Innistrad.

Jace formó un vínculo, pero las mentes de los licántropos se habían deteriorado demasiado como
para salvarlas. El asalto mental que lanzó de inmediato no tuvo nada de sutil: se apoderó de los
sentidos de los monstruos y los sobrecargó con luz cegadora, ruidos ensordecedores y olores
asfixiantes. No fue una tarea bonita, pero necesitaba establecer un perímetro seguro para cuando
llegasen los demás.

Dos de los licántropos gimieron y se desplomaron entre espasmos hasta que finalmente yacieron
inmóviles. El último de los tres... ¿se echó a reír? Jace sintió que la mente del ser cambiaba, se
adaptaba y crecía en respuesta al asalto. El vínculo mental se rompió y la criatura empezó a
transformarse: su piel se estiró, sus extremidades se extendieron y sus garras se prolongaron. Jace
retrocedió trastabillando. No entendía el motivo, pero había provocado una especie de mutación
refleja. Ahora ni siquiera entendía qué era la criatura que había ante él.

Con un gesto rápido, se dividió en una docena de imágenes de sí mismo, pero el monstruo olisqueó
el aire y se volvió hacia su auténtica presa, ignorando las ilusiones. Jace miró alrededor en busca de
una ruta de escape, pero no encontró ninguna. Barajó sus opciones a toda prisa y las descartó una
tras otra. Las ilusiones semicorpóreas se interpusieron en el camino de la bestia para ganar tiempo,
hasta que de pronto...

Un destello de luz y el silbido de varias cuchillas cortaron el aire y la piel del monstruo. El horror
quedó reducido a una pila de carne desgarrada y gimoteante. Gideon había llegado.

―Tranquilo, Jace, te cubro las espaldas.

―Por un momento me has hecho dudar ―se quejó Jace ajustándose el abrigo―. ¿Te habías perdido
por el camino o es que has pasado por Rávnica a por un tentempié?

―No es fácil seguirte a un plano que no conozco. Mm... ―Gideon se volvió hacia Thraben y
observó la situación. Si sus sentidos también se habían visto afectados, no lo manifestaba―. Es
mayor que los otros dos y hay una horda considerable entre esa cosa y nosotros. ¿Cuál es el plan?

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Un resplandor de fuego apareció en el aire y una mujer salió caminando de él.

―Repetimos el de la otra vez, ¿no? ―propuso Chandra frotándose las manos―. Fuego, fuego y
más fuego. Vale que no era el plan original, pero bien que funcionó. Casi siempre lo hace. ―Puso
los brazos en jarra y contempló el caótico panorama.

Un ligero temblor de tierra anunció la llegada de Nissa. Cuando Jace se volvió hacia ella, la elfa
tenía una rodilla y una mano apoyadas en el suelo y fruncía el ceño―. El maná de este mundo es
oscuro. Perverso. Está en la tierra y los árboles. Emrakul tiene parte de la culpa, pero...

―Veo que también es tu primera visita a Innistrad ―comentó Jace―. "Oscuro y perverso" es lo
normal en este sitio. En fin, nos enfrentamos básicamente a la misma situación de la última vez, con
un par de pequeñas complicaciones. Emrakul se dirige a Thraben ―explicó señalando hacia la
ciudad―. Primero tenemos que llegar ahí. Nissa utilizará su glifo planar para acceder a la red de
líneas místicas. Gideon despejará el camino para que podamos acercarnos. Entonces canalizaremos
la energía del plano hacia Chandra y ella hará su parte.

―Esta vez no funcionará ―dijo Nissa negando con la cabeza―. Las líneas místicas ya están
redirigidas hacia... esas cosas.

―Bueno, sí, los criptolitos... ―Jace trató de componer una sonrisa forzada―. Ahora dirigen las
líneas místicas hacia la ciudad. Entre eso y el detalle de que Thraben es la localidad más poblada de
Innistrad, ya sabemos por qué Emrakul se ve atraída hacia allí. El punto central de esa
concentración de maná debería amplificar los efectos del glifo. En realidad se parece mucho a la red
de edros.

―Para utilizar toda esa energía tendríamos que acercarnos lo suficiente, pero Emrakul nos destruirá
si lo hacemos ―dijo Nissa en voz baja, aunque firme―. Si no nos aproximamos tanto, podré
acceder a una o dos líneas místicas; quizá tres, como mucho. No será suficiente.

―Descuida ―dijo Chandra posando una mano en el hombro de Nissa―. Da igual que tengamos
una línea o veinte: tú conéctame a ellas y ya haremos que sea suficiente.

―Chandra, por favor... ―suspiró Gideon―. Nissa, ¿crees que esto saldrá bien? No podemos poner
en marcha un plan si no estamos seguros de que funcionará.

Nissa recogió un puñado de tierra y dejó que se colara entre sus dedos. Se fijó en las expresiones de
sus compañeros: Gideon, preocupado; Jace, impasible; Chandra, entusiasmada. Cerró los ojos y
escuchó durante largos segundos el latir de su corazón, la tierra corrupta que pisaba, sus propios
recuerdos.

―Sí.

**********

―Fíjate, Gared. Es hermoso, en cierto modo. Tu mundo toca a su fin. ―Liliana observó Thraben
mientras la ciudad empezaba a arder y unos tentáculos inmensos descendían desde las tormentas y
destrozaban la tierra. En el cielo había un enjambre de ángeles y en el suelo, bajo el titán, había otro

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enjambre distinto. Desde aquella distancia, Liliana solo podía distinguir el movimiento, el amasijo
grotesco e interminable de criaturas que se acercaban todo lo que podían al final del mundo.

―Sí, mi señora. A eso se dedica, más que nada. ―El ayudante del mago de geists, con su ojo
hinchado, contempló el caos con tristeza.

―Ah, ahí están. ¿Ves el fuego y los destellos de luz? Deben de ser Jace y sus amiguitos. Parece que
van a lanzarse de cabeza a la batalla.

―Sí, mi señora. ―Gared ladeó la cabeza, un efecto interesante de ver en su cuerpo asimétrico―.
M'he dado cuenta de que habéis levantado un ejército muy simpático, pero nos quedamos acá arriba
y ellos están allá abajo.

―Mm. Sí, supongo que tienes razón.

**********

Chandra seguía gritando. Los demás no sabían si eran gritos de dolor, euforia o furia; solo la oían
gritar y sentían un calor abrasador. Se había vuelto incandescente, un infierno andante que
proyectaba fuego en todas direcciones, chamuscando ligeramente a sus amigos pero incinerando
oleada tras oleada de las criaturas mutadas que habían sido los habitantes de Thraben.

Los gritos cesaron y las llamas se apagaron. Chandra cayó al suelo de manos y rodillas y Gideon
corrió a ayudarla. Estaban atrapados en lo que había sido la plaza de un mercado. Dos de los cuatro
accesos estaban bloqueados por escombros y edificios derrumbados, y una torre deteriorada y
cubierta de tendones entramados se inclinaba precariamente sobre la calle que conducía al corazón
de la ciudad. Sin embargo, tanto esa calle como la otra por la que habían llegado estaban atestadas
de filas y filas de siervos de Emrakul.

Algunos todavía conservaban rasgos humanos. Sus voces eran un tumulto chirriante de gritos y
sinsentidos. Otros eran los restos de bestias, ángeles u otros seres irreconocibles. Algunos parecían

120
moverse con un propósito determinado, mientras que otros solo vagaban y gemían arrastrando las
extremidades, con la carne fundiéndose como la cera de una vela.

Y detrás de ellos se cernía la tormenta.

El cuerpo del titán seguía casi completamente oculto entre las nubes, pero su presencia se notaba en
todas partes. Emrakul. La tormenta se enfureció y unos relámpagos de carne bifurcados e
imposibles aporrearon la ciudad que tenían debajo. De las nubes negras emergieron tentáculos que
barrieron todo lo que había en el suelo, el cual tembló mientras secciones enteras de la ciudad
quedaban reducidas a cenizas y escombros.

Emrakul, el Final Prometido

―Opciones. Necesito opciones. ―Gideon inspeccionó la plaza, con el sural desenroscado―. Nissa,
¿puedes convocar elementales?

―Podría, pero lo que respondería a la llamada no nos agradaría.

―Maldita sea... ―masculló Gideon―. Chandra, ¿lista para otro esfuerzo?

Chandra estaba en pie, pero con la espalda doblada hacia delante y las manos apoyadas en las
rodillas, recuperando el aliento. Aun así, alzó una mano temblorosa y levantó un pulgar―. Sin
problema, jefe. Lo de antes solo era el calentamiento. ―Tosió y se irguió. Tenía la cara cubierta de
hollín y ceniza, pero su sonrisa parecía lo bastante segura.

―Jace, ¿cómo ves la situación?

―Conviene que no avancemos más ―dijo mirando alrededor―. Ya tenemos un espacio abierto y
defendible. Propongo que usemos el glifo aquí.

―De acuerdo ―confirmó Gideon―. Nissa, ¿es un buen lugar?

La elfa se agachó y apoyó las manos en el suelo. Un brillo verde surgió serpenteando de la tierra y
envolvió sus brazos en luz―. Dos líneas místicas. Tres, si las fuerzo.

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―Adelante, entonces ―dijo Gideon casi sin dudar―. Los demás tenemos que cubrirla. La
resistencia que hemos encontrado hasta ahora solo ha sido casual; creo que esa cosa ni siquiera se
ha fijado en nosotros todavía.

―Chandra, necesito que incendies esa torre ―dijo Jace señalando la torre que se inclinaba sobre
uno de los accesos a la plaza. Dos marcas ilusorias aparecieron en ella―. Ahí y ahí. Cuando esa
textura extraña transforma la piedra, se vuelve muy resistente, pero se expande con el calor
extremo. Eso hará que la torre se venga abajo y bloquee la calle.

―¿Cómo? ―dudó Chandra, aunque ya tenía las manos encendidas.

―Lo he leído en un libro, confía en mí.

Chandra plantó los pies, lanzó dos puñetazos hacia la torre y dos bolas de fuego volaron en arco y
golpearon exactamente donde Jace había indicado. En cuestión de segundos, la estructura se
derrumbó y taponó la mayoría de la calle al estrellarse contra la posada que había enfrente.

La plaza del mercado cobró vida: nuevas plantas brotaron en la tierra aplastada bajo los adoquines y
el aire fétido se volvió ligeramente más tolerable. Nissa estaba inmóvil en el centro de todo y unas
runas brillantes se dibujaron en el suelo junto a ella, serpenteando desde sus pies hasta completar el
complicado glifo.

Las hordas de los alrededores chillaron. Como un solo ser, las criaturas se giraron y cargaron contra
Nissa, pero Gideon les cortó el paso. Descargó una serie de potentes latigazos contra los primeros
monstruos y se abalanzó sobre ellos, levantando chispas doradas en el aire nocturno mientras los
golpes rebotaban contra su cuerpo. Entonces soltó un rugido feroz y dio un amplio tajo en círculo
para causar el mayor daño posible y atraer la atención hacia sí.

A pesar del esfuerzo, las criaturas no cayeron fácilmente, y las que cayeron no se quedaron en el
suelo. Incluso los horrores desmembrados solo permanecían quietos por unos instantes, hasta que
les crecían nuevas extremidades y caminaban, reptaban o se deslizaban en dirección a Nissa y el
glifo.

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―Nissa, ¿te falta mucho? Porque esto se está poniendo muy muy feo. ―Mientras la elfa
murmuraba sílabas incomprensibles, con los ojos firmemente cerrados, Chandra caminaba por el
borde del glifo―. ¡Gideon, cúbrete! ―advirtió antes de convertir la calle entera en un mar de
llamas. Miró hacia atrás y vio a Nissa bajar un brazo hacia la tierra y extraer lo que parecía una
enredadera espectral con espinas, gruesa como el tronco de un árbol. Luchó para sacarla del suelo y
ahogó un grito de sorpresa y dolor cuando las espinas fantasmales se clavaron en su brazo.

―Prepárate... ―dijo Nissa entre dientes―. Ya casi... está. ―Bajó el otro brazo y extrajo una
segunda enredadera. Esta se revolvió y tiró hacia abajo, agitándose como una serpiente. Con un
esfuerzo doloroso, Nissa consiguió enroscarla alrededor de la muñeca y se agachó para buscar una
tercera.

Chandra siguió caminando junto al glifo sin saber qué hacer. No podía ayudar a Nissa y Gideon
luchaba para frenar el avance de las criaturas que se dirigían hacia ellas. Levantó la vista y lo
lamentó inmediatamente. Vio garras, tentáculos y otras extremidades desgarradas trepando y
asomando por encima de los edificios y los escombros. Había cientos de ellos. Volvió la vista hacia
Nissa y la vio caer de rodillas.

La tercera enredadera espectral era más oscura que las otras dos. Sus espinas tenían un aspecto más
atroz y sus movimientos eran más caóticos. Nissa trató de controlarla, pero la enredadera se enroscó
en su cuello y pareció tirar de ella hacia el suelo.

―La vida... no puede parar... incluso cuando sabe... que debe hacerlo... ¡y que está mal! ¡Sola y
discordante! ¡Incluso cuando lo sabe! ―La voz de Nissa hizo eco y sus ojos brillaron con un
siniestro brillo púrpura. Al final, se desplomó sobre la tierra y las enredaderas desaparecieron. El
glifo se volvió oscuro al instante. Las hordas de criaturas continuaban avanzando.

―¡Tenemos que irnos! ―gritó Chandra mientras corría junto a Nissa y le levantaba la cabeza lo
más suavemente posible―. ¡Vamos, vamos, tienes que despertar!

―¡No tenemos adonde ir, Chandra! ―Jace llegó a toda prisa junto a ellas y se agachó para tocar la
frente de Nissa―. Se encuentra bien, solo un poco aturdida. Se recuperará en cuestión de minutos.

―¡Yo la defenderé hasta que despierte! ―gritó Gideon mientras retrocedía repeliendo a las
criaturas que se acercaban lentamente―. Vosotros marchaos y poneos a salvo.

―Y un cuerno ―protestó Chandra poniéndose en pie y encendiendo las manos―. O nos


marchamos de aquí juntos o... ―Su valentía se disipó junto con la conclusión de la frase.

―O no nos marchamos ―añadió Jace―. ¿Eso ibas a decir?

Chandra abrió la boca para responder, pero algo llamó su atención y le hizo mirar a un lado―. Eh,
¿oís eso?

Los Planeswalkers los oyeron antes de verlos: un tumulto de gruñidos, gemidos, crujidos y tendones
desgarrados. Y entonces, las filas de los muertos vivientes penetraron en la plaza. Se movían en
tropel, emprendiéndola a mordiscos y zarpazos con las criaturas mutadas que rodeaban a los
Planeswalkers, destrozándolas con su fuerza impía.

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La carne necrótica y las extremidades mutadas chocaron en un encontronazo explosivo. Los dos
bandos ignoraban el dolor y las pérdidas, pero los zombies se movían con precisión y un objetivo.
Cuando sus filas caían, siempre aparecían más para reemplazarlas. Cuando finalmente llegaron
hasta los Planeswalkers, los muertos formaron un perímetro defensivo alrededor de ellos y
siguieron avanzando.

Entonces, la general del ejército hizo su aparición.

Liliana se aproximó flotando, con los brazos extendidos y el Velo de Cadenas suspendido en el aire
justo encima de una mano. Sus tatuajes desprendían luz y goteaban sangre. Con un indiferente giro
de muñeca, una descarga de energía nigromántica se expandió en amplios arcos y redujo a cenizas
los cadáveres de los seres mutados. Todos los tumores cancerígenos y los movimientos retorcidos
desaparecieron al instante. En lo que había sido un campo de vida antinatural e interminable, la
nigromante era una presencia de quietud y muerte que reinaba sobre todo lo demás.

La expresión de Liliana se suavizó y pasó de una furia exultante a una sonrisa recatada mientras
descendía elegantemente al suelo. El brillo de sus tatuajes se atenuó y el Velo pareció encoger―.
Hola, Jace. He venido en cuanto he podido.

―¿Se puede saber qué haces aquí? ―le espetó Gideon, todavía en posición de combate y con el
sural refulgente de poder.

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―Calma, Gideon ―dijo Chandra dando la espalda a Liliana e interponiéndose entre los dos―. La
simpática señorita del vestido engorroso acaba de salvarnos el culo.

Nissa se estremeció y se levantó con dificultad―. Esa... cosa que lleva consigo... es una
abominación. ―Se encogió apartándose del Velo, negándose a mirarlo directamente.

―Qué extrañas formas de decir "gracias, Liliana, me has salvado la vida y nunca lo olvidaré" ―se
burló la nigromante con una sonrisa en los labios.

Gideon gruñó y recogió el sural.

―Liliana, cre... Creía que no volvería a verte aquí, pero has venido. ―Jace se retiró la capucha y el
brillo de sus ojos se apagó, revelando dos manchas oscuras bajo ellos.

―Tan elocuente como siempre. En fin, os he rescatado, estáis en deuda conmigo y ahora deberíais
abandonar el plano e ir a un lugar seguro.

―No vamos a hacerlo ―se opuso Jace―. Tenemos que terminar lo que hemos empezado. Estamos
muy cerca de lograrlo. Contigo aquí para cubrirnos, creo que podemos conseguirlo. Sé que
podemos.

―No seas ridículo, Jace ―dijo Liliana masajeándose la frente―. Lo que tenemos que hacer es
marcharnos.

―Lo que tú tienes que hacer es irte y llevarte esa maldita cosa. ―Nissa se mantenía en pie a duras
penas, pero tenía la espada en la mano―. No lucharé junto a eso.

―Nissa, en Portal Marino luchaste junto a piratas, vampiros y cosas peores ―intervino Gideon
levantando una mano para detenerla―. Aceptaremos la ayuda de quienes podamos, si se puede
confiar en ellos.

―¡Vaya, el musculitos sabe razonar! ―se mofó Liliana con una sonrisa.

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―Sí, pero no sé si podemos fiarnos de ti. El instinto de Nissa rara vez se equivoca; es más,
sospecho que está en lo cierto. Ese objeto es... un problema. Aun así, no te conozco. Él, sí ―dijo
volviéndose hacia Jace―. Tú decides. Dinos, Jace, ¿podemos confiar en ella?

Liliana soltó una carcajada y tomó la palabra antes de que Jace pudiera decir nada―. Esa pregunta
es absurda y lo sabes. Mirad a vuestro alrededor. Con que chasquee los dedos, volveréis a acabar
rodeados de esas alimañas. Ahora mismo estáis confiando en mí. Ahora bien, si no queréis
marcharos, no puedo obligaros, así que decidme, valientes héroes, ¿cuál es vuestro plan?

Se fijó en sus expresiones una a una: Gideon, exasperado; Chandra, exhausta; Nissa, furiosa; Jace,
incómodo.

―Espléndido. ―Liliana sonrió, a falta de una expresión mejor―. Seguro que esto acabará bien.

**********

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El final prometido

By Ken Troop

Innistrad se enfrenta a la destrucción. Emrakul se ha alzado y el titán eldrazi ha traído consigo una
plaga de horrores y mutaciones que amenazan con imponerse a las demás formas de vida. Los
Guardianes se han reunido en Thraben y la reciente llegada de Liliana y su horda de zombies les
ha ganado algo de tiempo para idear un plan.

Sin embargo, ¿existe alguna manera de derrotar a Emrakul?

**********

Liliana
Era una delicia ver la inquietud y el sufrimiento de los supuestos Guardianes: la frustración a flor de
piel de Gideon; la incomodidad de Chandra; la impaciencia de Nissa; la indecisión de Jace. Este
último estaba en su enredo preferido: atrapado en medio de restricciones arbitrarias que él mismo se
había inventado, preguntándose por qué las decisiones vitales siempre son tan difíciles. "Nunca vas
a cambiar, ¿verdad?". Liliana no sabía si le parecía divertido o si le resultaba indignante. "A veces,
ambas cosas".

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Una pueblo-lunar se acercó flotando hacia el claro, con ojos alarmados y la respiración
entrecortada. No prestaba atención al gran anillo de zombies que les protegían de los vasallos de
Emrakul, sino al imponente titán; era imposible no hacerlo. Aterrizó junto a Jace y le dijo algo
apresuradamente, aunque demasiado bajo como para que Liliana lo escuchara. La conversación se
interrumpió de pronto y Liliana lo habría encontrado extraño si no conociera por experiencia propia
las costumbres de los telépatas. "Debe de ser la pueblo-lunar que mencionó la última vez". Jace y
Tamiyo continuaron dialogando en silencio y se acercaron mientras sus mentes se unían. Liliana
frunció el ceño. "Lo que nos faltaba: otra inútil maga mental".

Quería hablar a solas con Jace para poner las cosas claras. Habían conseguido un refugio temporal
gracias a los zombies, pero tenían que alejarse de Thraben, de Innistrad... de Emrakul.

Cuando pensó el nombre, los ojos de Liliana vagaron hacia arriba, hacia el coloso que flotaba en el
exterior de Thraben. "¿Por qué se ha detenido ahí?". El aire estaba cargado, rancio, impregnado del
olor de... algo que no estaba muerto. Liliana se sentía cómoda entre los muertos y su olor, pero allí
había una peste a podrido que la inquietaba.

De pronto se produjo un cambio en el ambiente y la atmósfera, como en un día primaveral antes de


una tormenta eléctrica. En ese instante, Emrakul se desplegó. Su nube floreció y sus largos y
delgados tentáculos se prolongaron y se multiplicaron; de cientos, pasaron a ser miles, decenas de
miles, más todavía. Una esfera invisible de poder se propagó desde Emrakul y alcanzó a los seis
Planeswalkers.

Liliana sintió unas fuertes náuseas y el vértigo invadió su mente. Solo había sentido aquella horrible
combinación de desesperación y repugnancia en contadas ocasiones: cuando su hermano Josu había
abierto unos ojos azabache y sin vida que presagiaban perdición; cuando había contemplado por
primera vez la mirada siniestra de Nicol Bolas y oído aquella risa maliciosa que prometía una
redención envenenada; cuando el poder del Velo de Cadenas recorrió sus venas por primera vez,
abriéndole la piel como un cascarón para que la sangre, su sangre, manase a través de ella.

Ninguno de aquellos momentos era comparable a la repulsión que sintió en presencia de Emrakul.
Liliana Vess había pasado toda la vida buscando la manera de no morir, pero por primera vez se
preguntó si habría perseguido el objetivo equivocado. A la sombra del florecimiento de Emrakul, la
muerte solo parecía otra de las mentiras de la vida, una falsa esperanza que trataba de refutar con
malos argumentos el auténtico horror que aguardaba a todo lo que existía.

Emrakul. Emraakull. Emraaa...

Sacudió la cabeza con fuerza para intentar despejar la mente. Había vivido demasiado y superado
demasiadas penurias como para sucumbir ahora―. Tenemos que huir del plano. Esto es... una
locura ―dijo el Hombre Cuervo directamente en su cabeza. Parecía... asustado; Liliana disfrutó
ligeramente al notarlo. "Así que conoces el miedo". Entonces fueron los zombies quienes gimieron
al unísono―. Instrumento de la destrucción... Raíz del mal... Huye. ―Liliana se sobresaltó. Estaba
acostumbrada a que el Velo de Cadenas la llamara "instrumento" y "raíz", pero no a que la instase a
huir. Fuera lo que fuera Emrakul, el Velo de Cadenas no quería interponerse en su camino.

La presión atmosférica se intensificó y le provocó un dolor de cabeza que le hizo derramar


lágrimas. Los demás Planeswalkers se desplomaron, excepto Jace, que lanzó un hechizo
desconocido en respuesta. Liliana inclinó la cabeza y su agonía se multiplicó. Emrakul desde fuera.
El Velo de Cadenas desde dentro. El maldito Hombre Cuervo desde donde quisiera que estuviese.

129
Se negaba a sucumbir. "Estos son mis zombies, mi Velo y mi cabeza. ¡Míos!".

Miró directamente a Emrakul y su miedo se desvaneció, sustituido por una furia ardiente. "Cómo te
atreves...".

Emrakul provocó otra explosión de energía, una auténtica tormenta eléctrica que hizo que el
estallido anterior pareciese una llovizna primaveral. Liliana se vio obligada a hincar las rodillas en
el suelo y gritó de rabia. Sus zombies gimieron una única palabra.

―Em-ra-kuuuull.

**********

130
Jace
La torre en sombra púrpura a través del cristal mojado. Ráfagas de fuego en el tejado en ruinas.
Emrakul ríe pensamientos con frío metal redondo...

Una voz interrumpió los caóticos desvaríos; una voz familiar que acababa de oír por primera vez.
"Esto no va bien, pero no sucumbiré. Puedo salir de esta". Jace respiró con calma, despacio. Sus
pensamientos recuperaron la coherencia. Intentó recordar los sinsentidos que dominaban su mente
apenas segundos atrás, pero ya se habían desvanecido como el rocío con la llegada del alba. Estaba
en lo alto de una larga y majestuosa escalera de caracol con peldaños de mármol adornados con
ribetes azules. La escalera estaba iluminada, aunque no había fuentes de luz en los alrededores, y
descendía más allá de lo que alcanzaba la vista.

Levantó la cabeza y vio que estaba en una amplia torre de piedra. Sin embargo, a nivel del suelo,
parecía que se encontraba en su santuario de Rávnica. Allí estaba la gran mesa de piedra con
montones de libros, mapas y numerosos dispositivos que zumbaban con monotonía. También vio
las estanterías repletas de libros por todas partes y las contempló con añoranza. No solo parecía su
apartamento de Rávnica: lo era, salvo que en Rávnica no había una escalera palaciega descendiendo
en espiral en medio de él.

Aparte, en Rávnica no había ninguna fuerza monstruosa destruyendo el santuario desde lo alto.

A decenas de metros de altura, Jace vio cómo los bloques de piedra de la torre se desprendían o algo
los agarraba y los arrancaba violentamente. El tejado desapareció casi al instante y reveló un cielo
oscuro, dominado por una funesta nube púrpura. Mientras observaba la destrucción, se dio cuenta
de que en realidad no era una nube: era una cosa, una criatura. Una criatura que parecía una
gigantesca nube púrpura de la que se extendían cientos de tentáculos serpenteantes. Las
extremidades azotaban la torre acompañadas de relámpagos y truenos ensordecedores en el exterior.
Y la criatura tenía un nombre...

Emrakul. Le resultó extraño incluso al pensarlo. Era una palabra que no debería conocer, que no

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podía conocer. O quizá esa fuera la palabra subyacente a la palabra... Jace se detuvo, preocupado
por lo fácil que era perder el hilo de los pensamientos. "Céntrate". Emrakul. Una... cosa. Un Eldrazi.
La Eldrazi. La mente de Jace luchó para definir la naturaleza de la entidad. Sentía un dolor de
cabeza constante y palpitante que crecía con cada vistazo que echaba al titán. "Tengo que pensar en
otra cosa. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?".

Más recuerdos regresaron. En realidad no estaba en una torre: se encontraba en Thraben, la capital
asediada por los siervos de Emrakul. Los demás también estaban allí: Gideon, Tamiyo, Nissa,
Chandra... y Liliana. Había acudido inesperadamente, liderando una hueste de zombies que los
había salvado de los sectarios y las criaturas enloquecidas por Emrakul. "Liliana ha vuelto. No se
ha...".

Un trueno retumbó en el exterior y el suelo tembló brevemente. Con la agitación, la cabeza de Jace
empezó a palpitar. Un relámpago destelló e iluminó los tentáculos de Emrakul mientras arrancaban
grandes trozos de la estructura. La torre era enorme e imponente, pero Emrakul podía deshacerla
roca a roca.

De pronto, Jace vio una luz blanca y trémula en el fondo de la escalera. Una luz que le llamaba.
Había vivido suficientes experiencias como para desconfiar de las luces blancas que lo guiaban
hacia lugares desconocidos, pero en otras situaciones no sufría el ataque de un titán eldrazi
omnipotente. La luz blanca le parecía una opción cada vez más intrigante.

Hubo una explosión en el exterior, un resplandor largo y de un púrpura oscuro, seguido de un trueno
ensordecedor. La torre entera se estremeció cuando el relámpago la alcanzó. Jace cayó al suelo,
dolorido y con la cabeza palpitando de agonía. "¡¿Qué me está pasando?!". Y entonces oyó otra voz,
su propia voz, pero procedente de fuera y con un tono autoritario―. Corre. Ponte en marcha. Baja
por la escalera.

Jace levantó la vista hacia el tejado en ruinas y vio las amenazadoras fauces púrpuras de Emrakul;
sus tentáculos infinitos destrozaban sin descanso los muros de piedra. Se puso en pie y se dirigió
torpemente a la escalera. Decidió que la voz, su voz, tenía razón. Tenía que marcharse. Y así inició
el descenso hacia las profundidades de la torre.

**********

132
Liliana
La sangre de Liliana hervía y su mente estaba hecha pedazos. Solo una fuerza la mantenía
coherente: la ira. "Esos zombies son míos. ¡Míos! ¡Nunca me los arrebatarás!". Sin pensarlo
conscientemente, extrajo una gran cantidad de poder del Velo de Cadenas y repelió la influencia de
Emrakul. Pudo sentir el tacto corruptor del Eldrazi, tan poderoso que afectaba incluso a los muertos.
Sin embargo, ni siquiera aquel siniestro tacto era rival para la habilidad nigromántica de Liliana
potenciada con el Velo. Los zombies volvían a estar bajo su control.

El poder que fluía por sus venas era estimulante. Las otras veces que había utilizado el Velo solo
había sentido agonía y ruptura, pero en esta ocasión, por algún motivo, su ira prevenía los peores
efectos del Velo de Cadenas. "Puede que esa sea la forma de dominar su poder. Nunca lo había
querido con tanta voluntad".

Las voces seguían susurrando desde sus zombies y el Velo le hablaba directamente en la cabeza―.
Instrumento de la destrucción. Raíz del mal. ―No eran las únicas voces que oía. El Hombre Cuervo
añadió sus palabras agobiantes―. Tenemos que irnos de aquí. ¡Esto es una locura! ¿No querías
burlar la muerte? La entidad a la que te enfrentas es más antigua que el tiempo y mucho más
poderosa que tú, ¡incluso aunque tuvieras cien Velos de Cadenas! ¡Tenemos que irnos! ―El
Hombre Cuervo intentaba parecer autoritario, pero nunca había sonado tan indefenso y vulnerable.

Liliana echó un vistazo a los demás Planeswalkers. Chandra, Tamiyo y Gideon yacían en el suelo,
inconscientes. Extendió brevemente su poder hacia ellos, pero sus cuerpos no respondieron al tacto
nigromántico: seguían vivos. Nissa estaba paralizada, gritando y prorrumpiendo en arrebatos de
sinsentidos. Una energía verde y otra púrpura se acumulaban alrededor de ella, chocando,
menguando y fluctuando. Jace era el único que seguía en pie y parecía consciente, aunque no le
prestaba atención. Liliana reparó en un brillo azul alrededor de su cuerpo, una penumbra que se
extendía a los otros cuatro Planeswalkers, pero no a ella. "¿Eso es lo que os mantiene vivos?".

La sombra no la cubría a ella, pero tampoco necesitaba la ayuda de Jace. Liliana había acumulado
un poder considerable, un poder acompañado de la sabiduría y la crueldad nacidas de doscientos

133
largos años de vida. Sin embargo, sabía que nada de aquello la habría protegido del asalto mental de
Emrakul. El titán la habría aniquilado de no haber sido por el poder del Velo.

Un poder que ahora blandía con gusto. Soltó una carcajada al dejarse llevar por él. Era lo más cerca
que nunca había estado de la cuasiomnipotencia que había poseído en su juventud. "Soy capaz de
todo". Aun así, las voces del Velo le susurraban en la cabeza―. Instrumento. Instrumento de la
destrucción. Debemos huir de la Aniquiladora de Mundos. La Creadora de Mundos. ¡Instrumento!
―La voz del Hombre Cuervo también parecía dominada por el pánico―. ¡Haz caso al Velo,
imbécil! ¡Huye!― Y luego sus zombies―. Raíz del mal. Instrumento de la destrucción.
¡Instrumento!

Liliana se rio y estalló en una carcajada impregnada de ira y poder―. NO. SOY. UN.
¡INSTRUMENTO!

Acalló las voces del Velo y el Hombre Cuervo, silenciándolas abruptamente. Podía sentir la furia y
la impotencia de los dos mientras despotricaban contra ella. "Lo único que importa es mi voluntad.
Mi deseo. Nada puede interponerse en mi camino". Extrajo el poder del Velo, dominando más del
que nunca se había atrevido a usar.

"No te pertenezco. Tú me perteneces".

Reunió las energías del Velo y las sometió a su propio y considerable poder y a su experiencia.
Repleta de semejante fuerza, ya no sentía el asalto mental de Emrakul.

Centró toda su atención en la gigantesca criatura. Como si esta reconociese el aumento del poder de
Liliana, Emrakul comenzó a moverse lentamente hacia ella. "Parece que todos te tienen miedo".
Volvió a reírse mientras gozaba de su poder. "Creen que no puedo derrotarte. Comprobémoslo".

**********

134
Jace
Durante el descenso, Jace echaba vistazos ocasionales hacia arriba, pero las sombras lo oscurecían
todo a pocos pasos por detrás. "Supongo que estas escaleras solo llevan hacia abajo". Pensó que
debería sentirse alarmado por dejar que un camino ignoto le condujese a las profundidades de una
torre extraña, sobre todo mientras continuaba oyendo el asalto y los truenos en las alturas, pero
estaba tranquilo. "Seguir bajando es más seguro que volver ahí arriba".

La pared que había junto a él empezó a brillar. Cuando se fijó en ella, la piedra se convirtió en
cristal, o al menos en una especie de material transparente. La pared entera, desde los escalones
hasta el techo, se transformó en una ventana. Al otro lado vio una escena, como una maqueta
preparada por niños para la escuela, pero aquella maqueta se movía.

La figura principal de la escena era Gideon. Estaba en guardia, encarado a un extraño e inmenso ser
celestial; literalmente celestial, puesto que su cuerpo estaba formado por un cielo nocturno y
estrellado. La criatura tenía dos grandes cuernos negros que flanqueaban un rostro azulado y no
humano. En una mano empuñaba un látigo imposiblemente grande con una calavera humana en el
mango. Gideon parecía él mismo: mandíbula cuadrada, sural en mano y armadura brillante e
intacta. Sin embargo, su expresión no se parecía en nada a las que Jace estaba acostumbrado a ver.
Aquel Gideon estaba preocupado, casi asustado. Había enfado en su rostro... pero también miedo.
"Qué curioso".

Erebos, dios de los muertos

Alrededor de Gideon estaban el resto de los Guardianes. Chandra, con las manos y la cabeza en
llamas. Nissa. Incluso un Jace. "¿De verdad soy tan bajito?". El ser celestial extendió los brazos
hacia los lados y habló con una voz cavernosa y vibrante que parecía surgir del suelo―. ¿Y qué es
lo que más deseas, Kytheon Iora? ¿Qué es lo que realmente quieres?

―¡Nada! ―gritó Gideon con rostro desafiante y dolorido―. ¡No hay nada que tú puedas
ofrecerme, Erebos! Todo lo que procede de ti es ponzoña.

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―No te he ofrecido nada, mortal. ―El ser, Erebos, levantó su látigo―. Confiesa qué es lo que más
deseas. De lo contrario, mataré a tus amigos uno a uno.

―Lo que más deseo... ―Los hombros de Gideon se hundieron y el sural se enroscó en la vaina.
Finalmente levantó la cabeza hacia Erebos con una expresión de furia y desesperación. Guardó
silencio un instante y respiró hondo―. Lo que más deseo es proteger a los demás, salvarlos de...

―Mientes. ―El látigo de Erebos restalló y el Jace que había junto a Gideon se desintegró de un
solo golpe. "Vaya, no me entusiasma verme morir". Gideon chilló y se abalanzó sobre Erebos, pero
el ser no se inmutó. Con un simple gesto, Gideon salió despedido hacia atrás.

»No puedes derrotarme, mortal. Nunca has podido. Nunca podrás. Dime la verdad y perdonaré la
vida al resto de tus compañeros.

Un trueno retumbó en el exterior, "Emrakul, es Emrakul", y Jace no pudo oír la respuesta de


Gideon. Fuese cual fuese, Erebos no estaba satisfecho. Con un nuevo latigazo, Nissa se desintegró
en el acto. Gideon se encogió de dolor al verla morir, pero esta vez no atacó. Chandra seguía allí
con la mirada perdida y las manos quietas. "Es imposible que esto sea real, pero ¿estoy en la cabeza
de Gideon?".

―¡Lo que quiero es derrotarte! ―exclamó Gideon, llevado por la furia―. ¡Quiero acabar contigo
para que nunca vuelvas a...!

―Mentira. Sigues diciendo falsedades. ―La voz de Erebos, en cambio, era sosegada como un
cementerio. Un nuevo latigazo y Chandra desapareció―. ¿Acaso debes perderlos a todos antes de
reconocer la verdad, mortal? ¿Qué propósito tiene toda esa terquedad? Pareces decidido a sentir el
mayor dolor posible. ―El látigo de Erebos danzó en manos de su portador―. ¿Qué es lo que
quieres?

―¡Quiero...! ―clamó Gideon al cielo, pero la ventana se oscureció antes de que terminara la
confesión.

Jace permaneció quieto, en silencio, anonadado por lo que acababa de presenciar. "¿Quién es
Erebos? ¿Qué dolor carcome a Gideon?". Jace no tenía ni idea de que su amigo estuviera sufriendo
algo así. "Y mi ignorancia sobre Gideon es comparable a mi ignorancia de lo que está pasando.
¿Qué ha sido eso? ¿Un sueño? ¿Estoy dentro de la cabeza de Gideon? Esa Emrakul de ahí arriba
parece real, desde luego".

Las sombras se acercaban cada vez más a Jace. "Tengo que continuar. Las respuestas me aguardan
abajo". Al cabo de unos cuantos pasos, otra pared se volvió transparente. Esta vez, la escena
mostraba a Tamiyo.

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Tamiyo, exploradora de campo

La pueblo-lunar estaba encorvada junto una pequeña mesa de trabajo, leyendo detenidamente un
pergamino desplegado sobre la mesa polvorienta. La única fuente de luz de la escena era una vela
que desprendía demasiada claridad para su tamaño. Detrás de Tamiyo había estanterías llenas de
libros y el suelo estaba sembrado de más volúmenes. Jace sintió una punzada de nostalgia. "Qué
gusto estar rodeado de libros, con todo el tiempo del mundo para leer". Hacía tiempo que no tenía la
oportunidad de hacerlo... y pasaría mucho tiempo hasta que volviera a presentarse la ocasión.

De repente, Tamiyo empezó a sangrar por un ojo. El hilo de sangre corrió por la mejilla y una gota
cayó sobre la mesa con un ligero plic. Mientras continuaba leyendo el pergamino, el otro ojo
también comenzó a sangrar y las gotas repiquetearon en la mesa. Plic plic. Plic plic. Plic plic.

Jace observó horrorizado que unos tendones habían empezado a crecer sobre los ojos de Tamiyo,
cubriéndolos completamente. "La marca de Emrakul". Jace había visto aquella textura demasiadas
veces en los últimos días. La sangre seguía filtrándose entre los tendones. Plic plic. Plic plic. Plic
plic.

Entonces florecieron en otros sitios. Unos hilos de carne brotaron de los dedos de Tamiyo,
cubriendo ambas manos con aquella estructura entramada. Las protuberancias se pegaron a la mesa
y ataron las manos a ella. Tamiyo ya no podía ver ni mover las manos. La sangre seguía manando
de los ojos. Plic plic. Plic plic. Plic plic.

Cuando perdió la vista y el uso de las manos, Tamiyo intentó susurrar algo, pero ningún sonido
salió de ella. Los tendones carnosos empezaron a taparle la boca, uniendo labio con labio con cada
hebra de la red de Emrakul. Incluso cuando terminó de coser la boca, el tejido continuó creciendo,
serpenteando y retorciéndose. Los tendones se extendieron lejos de la boca sellada; ahora, mientras
la sangre continuaba brotando de los ojos, los tendones se enroscaban alrededor de las gotas y se
retorcían cuando la sangre empapaba la piel aceitosa. Plic sss. Plic sss. Plic sss.

Tamiyo estaba inmóvil, con los ojos, la boca y las manos paralizadas. Jace había entrado en
contacto directo con su mente y conocía la esencia de Tamiyo mejor que la mayoría. "La capacidad
de ver, hablar y escribir son los fundamentos de su magia, lo que le permite comunicarse. Son lo
que la define. ¡Están borrando su existencia!". Jace gritó y aporreó la ventana, pero Tamiyo no

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reaccionó. El cristal se convirtió en piedra opaca.

Jace se vino abajo. "¿Qué es este sitio? No pueden ser las mentes de los demás. ¿O sí?". Las
sombras se cernían sobre él. Estaba cansado, muy cansado. Se levantó lentamente y continuó
descendiendo.

**********

138
Liliana
"Este poder... es una revelación". Lo único que había hecho falta era la voluntad de Liliana. Su
deseo. Durante mucho tiempo se había considerado a sí misma completamente pragmática y
motivada por su causa: no morir; matar a los demonios que la atormentaban. Sin embargo, ahora
sabía que no había estado dispuesta a dar aquel paso final, a cruzar el último límite. "Me inhibía.
Qué ridículo".

Ante ella se cernía Emrakul. Un titán eldrazi. Una criatura más antigua que el tiempo, si las voces le
decían la verdad. "Para mí, eres una cosa. Una cosa con un gran poder, pero una cosa que vive. Y si
vives, puedes morir. Y si mueres", sonrió de nuevo, "me perteneces".

Las energías del Velo se estremecieron y se agitaron bajo su control. Querían que las usasen para
debilitar, para matar. "El poder está para usarlo". Lo acumuló, lo moldeó y descargó una ráfaga de
energía nigromántica tras otra contra la mole que era Emrakul, repeliendo al titán con su fuerza.

Liliana escuchaba una canción en su cabeza, una canción que bloqueaba todo lo demás. Era la
canción del poder, una melodía armoniosa. "He nacido para esto. Es mi destino". Cada ráfaga que
alcanzaba a Emrakul dejaba enormes franjas de materia muerta; aquellos tentáculos grandes como
torres se marchitaban y se atrofiaban. Parte de la materia se regeneraba, pero no antes de que la
siguiente ráfaga de Liliana impactara de nuevo. Por primera vez desde que había florecido, Emrakul
se encogía. Los ataques la repelían. Liliana estaba ganando.

La voz del Hombre Cuervo interrumpió su deleite como un chorro de agua de alcantarilla―. No
sabes lo que haces, lo que te has atrevido a hacer. No puedes contener este poder por mucho más
tiempo.

El desdén de Liliana impregnó cada una de las palabras que pensó en respuesta. "No intentes
contenerme con tus expectativas agoreras, hombrecito. Hoy es el día en que destruiré a un titán
eldrazi. ¿Por qué? Porque me atrevo".

Deseó que los Guardianes estuvieran conscientes para contemplar su victoria. "Esto es el auténtico
poder, Planeswalkers de pacotilla". Descargó más ráfagas contra Emrakul y continuó atacando.

**********

139
Jace
No se sorprendió al ver aparecer otra ventana poco después. Esta vez le tocaba a Chandra. Más
bien, a quien supuso que era Chandra. Era una niña, pero los cabellos rojos y las facciones de la
cara recordaban a la mujer que llegaría a ser en el futuro. Estaba rodeada de un grupo amenazador
de guardias equipados con artilugios ornamentados y coloridos, procedentes de algún sitio que Jace
no reconocía. "Su hogar". Los guardias la amenazaban con sus picas mientras Chandra sollozaba;
sus lágrimas y su respiración entrecortada se disputaban el control de su rostro.

Chandra, el fuego de Kaladesh

Uno de los guardias, alto y delgado, se adelantó un paso. Tenía una gran sonrisa en la cara, en un
cruel contraste con sus horribles palabras―. Hemos matado a tu papá, renegada. Hemos matado a
tu mamá. Y ahora vamos a matarte. ―Jace sospechaba que la escena no era real, sino una pesadilla
en la mente de Chandra, pero aun así apretó los puños. "Nadie debería tener que soportar un dolor
así". Los guardias avanzaron con las picas en alto mientras el líder se burlaba―. Y lo mejor, la
mayor delicia de todas, es que no puedes hacer nada para impedirlo.

Chandra dejó de llorar y miró fijamente a sus perseguidores. Una minúscula llama resplandeció en
un ojo―. Te equivocas ―respondió, pero su voz no sonaba para nada como la de una niña―. Hay
algo que puedo hacer. ―Su cuerpo cambió, creció, evolucionó ante Jace hasta convertirse en la
Chandra que conocía―. Algo que siempre puedo hacer. Puedo arder. ―El fuego prendió en su
cabeza y sus manos.

Chandra sonrió y los guardias retrocedieron, inseguros. Ella avanzó un paso―. Puedo hacer que
ardas. ―El líder fue pasto de las llamas y gritó de agonía―. Puedo hacer que todos ardáis. ―Los
demás guardias también ardieron y su piel se agrietó y burbujeó mientras sus chillidos perforaban el
cielo―. Puedo hacer que todo el mundo arda. ―El calor, la luz y el fuego se intensificaron hasta
formar una blancura incandescente de energía que lo envolvió y lo consumió todo, incluida a
Chandra. La piromante gritó, aunque Jace no supo distinguir si fue un grito de agonía o de gozo.

140
Chandra en llamas

La ventana volvió a convertirse en piedra, pero Jace aún notaba el calor al otro lado de la pared. Era
uno de los principios de las ilusiones. "Que solo existan en tu cabeza no significa que no puedan
matarte".

Gideon, Tamiyo, Chandra... Pero Liliana aún no había aparecido. La sensación de urgencia le
impulsó escaleras abajo y Jace se giró, expectante, hacia la siguiente ventana que apareció. Sin
embargo, se llevó una decepción cuando vio quién estaba al otro lado de la pared. "Vaya, Nissa".
Intentó no disgustarse, pero le resultaba difícil entender a la elfa.

Nissa estaba en lo que parecía el mundo exterior: el cielo oscuro y púrpura, los extraños destellos de
luz, la sombra amenazante de Emrakul, Liliana y sus zombies... Nissa estaba en el centro de la
escena, agonizando. Gritando. Retorciéndose. Temblando, agitándose, revolviéndose, pero aquello
no era lo único que la afectaba. Había algo... contorneándose en sus manos.

Cuando Jace se fijó, vio que en los dedos de Nissa crecían otros dedos minúsculos, decenas de ellos
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en cada uno. Y entonces vio otros dedos delgados como uñas creciendo de los dedos diminutos.
Sintió un escalofrío y, cuando al fin vio los ojos de Nissa, soltó un grito involuntario. De los ojos de
la elfa sobresalían numerosos brotes oculares, de los cuales crecían muchos otros más pequeños.
Una energía verde centelleaba en los ojos y las manos de Nissa, pero en medio del verde había
violentos y oscuros matices púrpuras.

Emrakul es Emrakul es Emrakul por siempre.

Jace no supo de dónde procedía el pensamiento, pero, aunque fuera un desvarío, parecía veraz. Por
siempre y siempre y siem...

―¡Negglish pthoniki ab'ahor! ―farfulló Nissa sin coherencia, o al menos sin hablar en algún
idioma que Jace conociera. Mientras balbuceaba, su cabeza sufrió espasmos y, entre palabra y
palabra, la lengua de la elfa colgaba por fuera de la boca. "¿Qué son esas cosas que...? Ah, no. No-
no-no-no-no. Basta de detalles. Ya he visto demasiados".

―¡Shigg epsi-todo chut'ghb termina! ―Parecía que algunas palabras racionales habían asomado
entre los balbuceos y las babas―. ¡Gilma-todo chts-muere! ―Los espasmos cesaron y su voz
recuperó fuerza y aplomo. Toda la energía que emanaba de ella se había vuelto púrpura, un púrpura
oscuro sin rastro de verde. Entonces levantó las manos al cielo y gritó.

»¡El crecimiento! ¡El crecimiento es la respuesta! ¡La única respuesta! La entropía no puede perder,
pero ¿debo ganar? Por supuesto que debe hacerse un sacrificio. ¿Por qué se oponen a ello? La
eternidad sin sacrificio no ofrece más que letargo agonizante. La sangre debe agitarse, compactarse.
¿Por qué temen la vida? ¿Por qué temen la verdad?

Por mucho que Nissa utilizara palabras comprensibles, Jace no la entendía. Aunque sabía que
resultaría inútil, trató de contactar con ella mentalmente―. Nissa, ayúdame. Ayúdame a entenderlo.
¿Qué acabas de decir?

Nissa se giró y su mirada se cruzó directamente con la de Jace a través del cristal. "¡Puede verme!".
Jace se quedó paralizado por la sorpresa. No podía moverse ni apartar la mirada. Los ojos de Nissa
tenían un brillo púrpura oscuro. La elfa le habló directamente―. Puedo hacer lo que quiera.

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Cualquier cosa que me plazca. Recuérdalo. Lo único que os salva es... ―el brillo púrpura se apagó
y la nube que la rodeaba se disipó―... que no quiero nada.

Nissa se quedó mirando a Jace durante unos segundos que parecieron eternos, con la cara
descompuesta y los grotescos brotes oculares aún retorciéndose. La ventana tuvo la clemencia de
convertirse en piedra.

Jace se quedó atónito delante de la pared. Estaba temblando y el sudor le empapaba la frente y la
nuca. Las sombras continuaban presionando desde arriba. "¿Cuánto tiempo llevo en estas escaleras?
¿Qué les está ocurriendo a mis amigos?". La luz blanca seguía tirando de él hacia abajo, pero no
quería moverse. No quería hacer nada. "Dormir. Quiero dormir. Quizá no despierte, pero ¿qué
tendría de malo?". Los ojos se le cerraron y un agradable sosiego se adueñó de su mente. Se sentó
en las escaleras. "Estoy agotado".

La llegada del sueño le hizo pensar en Liliana. No sabía dónde estaba ella ni a qué se enfrentaba.
"No se encuentra aquí. No está en este lugar". Sin embargo, Liliana nunca le había necesitado, a
decir verdad. "Triste. Durante un tiempo. Y luego lo superaré". Eso le había dicho en su mansión,
comparando la hipotética muerte de Jace con la de un perro. "Un perro. ¿De verdad que mi muerte
no le afectaría más que la de un perro? No puede ser verdad. Un perro...". La duda lo carcomió por
dentro.

"¿Cómo se me ocurre intentar dormir justo ahora? ¿Qué me pasa?". No sabía decir si realmente
estaba exhausto o si la causa era una influencia malévola. "¿Acaso importa? La solución es la
misma". Se puso en pie. "Seguir bajando. Averiguar qué ocurre. No morir. Derrotar a Emrakul".
Pensó en Liliana mientras continuaba su descenso.

**********

143
Liliana
La primera señal de problemas fue una interrupción en el tempo. Liliana nunca había manejado
tanta energía y se concentraba en arrojar ráfaga tras ráfaga contra Emrakul. Respirar, atacar,
respirar, atacar.

Sin embargo, lo que flaqueó no fue su poder, sino su cuerpo. Por un segundo prolongó su
respiración y ese segundo fue todo lo que necesitó Emrakul para que su cuerpo y sus tentáculos se
regenerasen a un ritmo más rápido del que Liliana creía posible. Numerosos apéndices descendieron
hacia ella y se marchitaron con el tacto de su magia nigromántica, pero muchos más les siguieron.
Hacía un momento, las ráfagas de Liliana eran capaces de repeler a Emrakul, pero ahora solo
servían para resistir frente al titán.

―Eres mortal. Tienes límites. Esa cosa no los tiene. ―La voz del Hombre Cuervo apuñalaba su
cerebro con susurros fríos―. Contempla esta hierba y esta tierra, insensata, porque la has
convertido en tu cementerio.

Liliana gritó enfurecida y continuó desatando más ráfagas de poder. El avance del titán se detuvo
ante aquel asalto. Sin embargo, la energía empezó a disminuir poco después. Liliana tuvo que
detenerse a respirar y Emrakul reanudó su avance una vez más.

"No pienso morir hoy", gruñó al Hombre Cuervo, al Velo y a quienquiera que la escuchara. A sí
misma. Emrakul y sus tentáculos continuaron con su asalto incesante. "No pienso morir hoy".

―Si tienes suerte, Liliana, la muerte será el mejor desenlace posible para este día. Nos has
condenado a los dos. ―El Hombre Cuervo había hablado sin desprecio, odio ni miedo. Sonaba...
resignado. Por primera vez desde que había rescatado a los Guardianes, Liliana tuvo miedo.

**********

144
Jace
Esperaba que otra pared se volviese transparente y le mostrara una escena de la mente de Liliana.
Lo que no esperaba era toparse con una puerta al final de la escalera.

Era gruesa, de madera de roble con bordes de hierro, sin pomo ni cerradura. Simplemente madera y
hierro, enmarcados en la misma piedra gruesa que el resto de la escalera. Posó una mano en la
puerta y oyó una voz gritar "no-no-no-no-no". El terror se apoderó de su mente, pero la voz se
apagó poco a poco y con ella disminuyó el pánico. Jace miró hacia lo alto de las escaleras. Las
sombras no se acercaban, pero tampoco le permitían ver el camino por el que había descendido. Si
quería seguir adelante, tendría que cruzar la puerta. Respiró hondo, la empujó y atravesó el umbral.

El lugar que encontró al otro lado no tenía ni forma ni color. El vértigo le abrumó y su mente luchó
para definir el espacio. Jace sintió la larga llamada de la eternidad, una recurrencia infinita que se
transformó en terror en no conocer jamás la paz del olvido en en... hasta que la realidad cobró
forma repentinamente. La nada de los alrededores se materializó en un campo de blancura.

Había un ángel frente a él.

La criatura se acercó y Jace vio que el espacio se moldeaba lentamente alrededor de ella, de ambos.
Ahora estaban en un lugar real, una habitación, una réplica del santuario donde había comenzado
aquel estrambótico viaje. El santuario de Jace. El ángel era alto, más que cualquier otro ángel que
hubiera visto jamás, incluida Avacyn. Sus alas eran gigantescas, gruesas y densas. Se plegaban en la
espalda del ser, casi como una nube con forma de...

Jace sufrió un ataque de sudor frío y su corazón se desbocó. "Oh, no. Oh-no-no-no-no-no...".

El rostro del ángel estaba oculto bajo una capucha, pero empuñaba dos espadas a plena vista, una en
cada mano. El dobladillo de su túnica se dividía en cintas, en decenas o incluso cientos de ellas, que
parecían multiplicarse mientras Jace las contemplaba. Cintas que se agitaban y se retorcían. Como
si hubieran notado la presencia de Jace, las cintas de la túnica tantearon el espacio en dirección a él,
con vida propia. "Si grito, creo que jamás pararé. No grites, Jace. ¿Llorar serviría de algo? Porque
no me importa llorar como un bebé".

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En una curiosa mezcla de gracia y miedo, Jace se rio. "A veces tengo cada cosa...". La risa acabó
con la parálisis y avivó su mente. "Conozco a este ángel. La he visto antes". O al menos había visto
sus antiguas estatuas en Zendikar―. ¿Emeria? ―graznó. El nombre sonaba extraño en boca de
Jace.

El ángel le miraba, pero él no podía verle la cara bajo la capucha. Jace observó con preocupación
las cintas y las espadas, pero ninguna de las dos cosas se movió para atacarle. Su confianza fue en
aumento.

―¿Eres...? ¿Eres Emeria? ¿Eres... Emrakul?

―¿Puedo sentarme? ―preguntó una voz femenina, suave y casi irreal. Jace incluso habría dicho
que trinaba como un pajarillo, si las circunstancias hubieran sido otras. "Pero no en estas". No vio
los labios moverse para producir la voz, pero sonaba como una voz normal. "Relativamente
normal". Se había distraído tanto analizando la voz que tardó un momento en percatarse de que le
habían hecho una pregunta.

―¿Me has pedido permiso? ―Después de todas las sorpresas del día, que le pidieran algo
amablemente no debería haberle parecido tan extraño. "Pero quizá sea la mayor sorpresa de todas".

―Este es tu hogar... Jace. Jace Beleren. ―Cuando dijo "Beleren", pronunció el apellido sílaba a
sílaba.

"Estoy muerto de miedo, pero también de curiosidad. Qué extraña yuxtaposición".

―Aquí solo soy una visita ―comentó ella―. ¿Puedo sentarme? ―Esperó de pie a que Jace
respondiera.

"¿Es posible que esto se vuelva aún más surrealista?". Lo cierto era que prefería no saberlo.
"Recuerda lo que de verdad importa. No morir. Averiguar qué ocurre. Derrotar a Emrakul". Ese era
su mantra. Decidió añadir otra frase. "Tomar un café con Emrakul". Se rio por dentro y la sonrisa
llegó a su cara―. Claro, faltaría más. Adelante, donde tú quieras ―dijo Jace levantando las manos
hacia la mesa de piedra, y Emeria... "No, no sé quién o qué es, así que debería dejar de suponerlo"...

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el ángel tomó asiento.

La desconocida envainó sus espadas a la espalda y, cuando volvió a poner las manos sobre la mesa,
sostenía un pergamino grande y con presilla de hierro. "He visto antes un pergamino como ese, pero
¿dónde?"―. No te importa que trabaje mientras hablamos, ¿verdad? ―La voz cantarina del ángel le
recordó a un mago azorio que aguardaba autorización para seguir el protocolo.

"Acepta este surrealismo. Deja de rechazarlo. Mira adónde te lleva"―. Por supuesto. No quiero
distraerte de tus quehaceres. ―El ángel asintió y desenrolló el pergamino. Una sensación molesta
reptó por la nuca de Jace. "¿De qué me suena ese pergamino?". Pero no pudo recordarlo. Una larga
pluma apareció de la nada y la desconocida comenzó a escribir en el pergamino.

»Ejem ―carraspeó Jace―. Bueno... Ya que vamos a conversar... ¿Quién eres exactamente? ¿Dónde
estamos? ¿Qué está ocurriendo? ―Jace no podía permitirse el lujo de elegir cómo obtener
respuestas. Tampoco pudo resistir la costumbre de leer mentes, "la ignorancia es peor que la
demencia", pero... no había nada. No pudo aferrarse a nada. "Los secretos no tienen gracia cuando
siguen siendo secretos". Tendría que buscar respuestas como todo el mundo: dialogando.
Dialogando con un titán eldrazi.

―Todo termina. Todo muere. La integridad siempre queda detrás de nosotros. El tiempo señala en
un único sentido. ―Nissa había utilizado algunas de aquellas frases, pero Jace no les encontró más
sentido en boca del ángel, que no levantó la cabeza mientras escribía y cuyas extrañas palabras
sonaban amortiguadas bajo la capucha.

―¿Eres Emrakul? ―Jace no sabía si la pregunta era demasiado arriesgada, pero cada vez le
importaba menos. "La cautela es para quienes tienen las de ganar"―. ¿Qué es lo que quieres?

―Todo está mal ―dijo ella dejando de escribir y revisando el pergamino―. Estoy incompleta,
insatisfecha, imperfecta. Debería haber florecimiento, no resentimiento estéril. La tierra no es
receptiva. No es mi momento. No todavía. ―El tono en que dijo "todavía" provocó un escalofrío en
Jace. Entonces reanudó la escritura y tachó varias secciones de tinta seca.

―¡Me tienes harto! ―estalló él―. ¿Por qué estás aquí? Podrías matarme de mil maneras con tus
espadas y tentáculos, pero no lo has hecho. Prefieres sentarte a proferir sinsentidos. ¿Por qué? No
entiendo lo que dices ni lo que quieres. Hazme caso. Por favor. ―El enfado de Jace desapareció a
medida que hablaba y dio paso a algo mucho más útil: concentración. Sintió que la niebla se
despejaba, una niebla que solo al esfumarse reveló cuánto había oscurecido.

―¿Te gusta el ajedrez? ―preguntó la voz como si él hubiera dicho tantos desvaríos como ella. Jace
sintió la tentación de volver a protestar, pero le pareció que no serviría de mucho. Además, le
encantaba el ajedrez. Se le daba bastante bien.

―Sí, ¿por qué?

―¿Jugamos una partida? ―propuso ella dejando de escribir y enrollando el pergamino.

―No sé si tengo tiempo para...

―Si ganas, todo esto terminará. Te daré todas las respuestas que quieras. ―Guardó el pergamino a
la espalda.

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Jace sospechaba que era una trampa, pero el ajedrez se le daba muy bien―. ¿Y si ganas tú?

―Ya estoy ganando, Jace Beleren. Juguemos una partida.

―Me temo que hay un problema. ―Jace echó un vistazo alrededor. En su apartamento de verdad
tenía un tablero muy elegante que le habían regalado los boros, pero no lo veía en aquel extraño
simulacro―. Parece que no tenemos...

El ángel hizo un gesto con la mano y un tablero apareció en la mesa, donde antes había estado el
pergamino. Tanto el tablero como las piezas eran de piedra, sólidos y detallados. Jace enarcó una
ceja, pero, si su invitada se dio cuenta, no lo dio a entender. "Si se conforma con crear esto, supongo
que no pasa nada"―. ¿Empezamos? ―ofreció ella señalando el tablero. Jace tenía las blancas e
hizo el primer movimiento. "Qué generoso por su parte".

―Tienes que ir más rápido, Jace. El tiempo se agota. ―"¿Más rápido?". Sus movimientos eran casi
instantáneos. Su oponente no parecía una jugadora especialmente hábil y Jace empezó a prever un
posible jaque mate en seis o siete movimientos.

»Es difícil comunicarnos entre nosotros ―comentó la desconocida―. No puedo dialogar con
vosotros. Ni siquiera sé si realmente existís. No obstante, tu cerebro es muy... adaptable.
―Entonces cometió un fallo. Jace tenía jaque mate en cinco movimientos. Confiando en que
ganaría, redujo su ritmo de juego. Ella le estaba revelando información que podría utilizar.

―Entonces, ¿qué es todo esto? ―preguntó mirando alrededor―. ¿Qué eres? ¿Cómo hace mi
cerebro adaptable que esto ocurra?

―Conoces las respuestas mejor que yo ―respondió ella recogiendo una pieza, dubitativa―. Al
menos, una parte de ti las conoce. ¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?

"¿Cómo sabe que me duele la cabeza?". En verdad, ahora solo sentía una ligera palpitación;
molesta, pero no debilitante―. Bueno... Estoy mejor. Entonces, ¿no eres Emeria? ¿Eres siquiera
real?

―Me personificaron hace mucho tiempo, pero con las fuerzas no se puede razonar. La voluntad no
existe en ondas que se propagan. Si creas atajos para tratar de lidiar con lo que no puedes percibir o
ni siquiera comprender, ¿quién soy yo para negarlo? Nadie. Tú. Tal vez.

El dolor de cabeza fue en aumento. Jace y... lo que quiera que fuese aquel ser intercambiaron más
movimientos. Faltaba uno para el jaque mate. Cuanto más lo pensaba Jace, más posible era que todo
tuviese un extraño sentido. Aquella no era Emeria ni tampoco Emrakul. Era el intento de su mente
para dar sentido a las presiones y las emanaciones que surgían de Emrakul. Necesitaba
personificarlas para tener al menos una oportunidad de darles sentido. Sin embargo, creer en aquella
personificación era invitar a la muerte. O a algo peor. El vértigo abrumó a Jace. Por siempre y
sempre y semre y emre y...

"¡Basta!". Movió a su reina y la colocó en posición―. Jaque mate ―proclamó con una sonrisa. No
tenía claro lo que significaba ganar aquella partida, pero disfrutó de la victoria, de ganar algo. Su
adversaria se quedó quieta, mirando el tablero.

―Ciertamente. ―Se llevó las manos a la capucha y la retiró. Jace retrocedió instintivamente,

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convencido de que no quería descubrir su aspecto... Pero parecía normal. Tenía rostro de ángel.
Como la estatua que había visto en Zendikar. Jace respiró muy hondo y exhaló lentamente.

Un peón junto a la reina de Jace empezó a retorcerse. Unas manos y una diminuta espada de piedra
crecieron en el peón, que se giró y apuñaló a la reina. La pieza chilló de dolor y la sangre manó de
su costado. Finalmente cayó sobre el tablero, desangrándose y temblando: moribunda. El resto del
tablero se convirtió en un pandemonio cuando las piezas de Jace se transformaron y mutaron. Se
apuñalaron unas a otras sin piedad hasta que las últimas se volvieron hacia su lado del tablero.
Todas empuñaban armas, armas empapadas de sangre, y entonces marcharon lentamente contra el
rey de Jace, que ahora era idéntico al propio Jace.

―¡¿P-pero qué...?! ―Jace contempló boquiabierto el caos del tablero―. ¡E-esto no vale! ¡Has
hecho trampa! ¡No puedes hacer eso! ¡Son mis piezas!

La cara del ángel empezó a derretirse y su piel se fundió mientras sus alas, espadas, cintas y todo lo
demás se disipaban en un humo púrpura. Sin embargo, la voz seguía siendo la misma.

―Todas las piezas son mías, Jace Beleren. Siempre lo han sido. Simplemente, no quiero seguir
jugando.

De pronto se produjo una explosión tremenda en el exterior, acompañada de un chirrido


ensordecedor. El techo de la sala se desprendió y reveló a la Emrakul que ya conocía: la gigantesca
nube con forma de hongo y cientos de tentáculos relampagueantes, que comenzaron a destrozar las
paredes de la estancia.

―Se acerca, Jace ―continuó la voz suave como la brisa―. Me acerco. Ponte en marcha. Busca tus
respuestas. Pero rápido. El tiempo señala en un sentido... y lo hace con hambre.

Una puerta se materializó al fondo de la sala, rodeada de un brillo azul claro. Jace levantó la vista
hacia Emrakul una vez más... y huyó.

**********

149
150
Liliana
Liliana hacía todo lo posible por mantenerse con vida.

Había utilizado su propio poder para reducir los efectos del Velo de Cadenas. Consiguió que su piel
no se abriera, que las venas no derramaran sangre. Al adueñarse por completo del Velo, creyó haber
descubierto el secreto para utilizarlo de verdad.

Pero se equivocaba.

Aun así, por mucho que dolieran las represalias del Velo, eran mejores que desaparecer en el olvido
ante el asalto de Emrakul. Aún disponía de un poder inmenso, pero todo aquel poder tenía un nuevo
propósito: mantenerla con vida un momento más.

Sin embargo, sus momentos se agotaban. Mientras Emrakul descargaba latigazos y golpes contra su
magia, Liliana envió a sus zombies al ataque. Los muertos mordieron a Emrakul, treparon por ella y
lucharon como pulgas contra una tormenta, con un resultado similar. Cientos de zombies cayeron
bajo el ataque de Emrakul y cientos más se desintegraron cuando Liliana extrajo instintivamente la
magia que los reanimaba para sobrevivir un momento más.

Si había algún alivio en su derrota inminente, era el bendito silencio en el interior de su cabeza. No
oía las advertencias del Hombre Cuervo ni los susurros del Velo. Aunque la realidad de Liliana
fuera sangre, dolor y una lucha desesperada por sobrevivir, su mente era suya y solo suya. Aquello
al menos era un consuelo.

Un tentáculo grueso como su propio torso se abrió paso hasta ella y la agarró por la cintura. Liliana
gritó con rabia y fulminó el apéndice, cuya carne se marchitó y se desprendió. La nigromante tosió
sangre, se tambaleó... y vio que los tentáculos seguían aproximándose.

Iba a morir allí.

Miró a los demás Planeswalkers, aún protegidos en el refugio que proporcionaban sus zombies cada
vez más escasos. Nissa ya no gritaba, pero ahora yacía inconsciente junto al resto. Solo Jace seguía
en pie, con el brillo azul protegiendo al grupo contra... algo, aunque tampoco se movía ni hablaba.

―¡Jace! ―llamó Liliana, pero su grito no obtuvo respuesta ni causó reacción alguna.

»¡Jace, espabila de una maldita vez! ¡Espero que estés haciendo algo útil! ―Eso fue todo lo que le
dio tiempo a decir antes de volver a centrarse en Emrakul. Cada momento importaba. De ahí nació
su nuevo mantra. "Un momento más. Un momento más. Un...".

**********

151
Jace
Se arrojó a través del portal para escapar del asalto de Emrakul.

Esta vez apareció en un cuarto pequeño y oscuro, una réplica de uno de sus santuarios más privados
en Rávnica. Allí, de pie ante él, estaba él mismo.

Jace, Descifrador de Misterios

Después de todas las locuras que había vivido tras despertar en la torre, toparse consigo mismo era
el desconcierto más benigno.

―Je, esto promete ―susurró para sí.

―Por fin has llegado ―dijo la copia sin sonreír ni moverse del sitio―. Ya iba siendo hora, aunque
no tengo claro si realmente eres yo. ―Se quedó pensativo por un instante―. Te pondré un acertijo.

―¿Cómo? No, ni hablar de acertijos. Necesito respuestas. ¿Qué...?

―Primero, el acertijo ―insistió la réplica.

―¡Venga ya! No me puedo creer que una versión tiránica de mí mismo pretenda ponerme a prueba;
o, peor aún, ¡un impostor maligno que quiere hacerme perder el tiempo! ―Jace concluyó su
protesta con un gruñido de rabia.

La copia esbozó una sonrisa arrogante y arqueó una ceja. "¿De verdad soy tan molesto? Tengo que
corregir eso".

―Te enfadas porque sabes que tengo razón ―argumentó la copia―. Necesito saber si eres yo.
―Jace se preguntó si habría consecuencias por pegarse a sí mismo un guantazo en toda la cara.
"Probablemente".

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―¿Y cómo sé que tú eres yo? ―No fue una contestación especialmente ingeniosa, pero fue la
mejor que se le ocurrió. Su cerebro procesaba demasiadas cosas a la vez.

―Porque soy quien tiene las respuestas. Y ahora haz el favor de no perder más tiempo, porque no
nos sobra. ―La réplica se puso a dar golpecitos en el suelo con el pie, un gesto que a Jace le
resultaba demasiado familiar. "Creo que nunca volveré a atreverme a hablar con nadie. Pero qué
insoportable soy...".

―Está bien, pregunta ―dijo hundiendo los hombros, molesto.

―Somos pequeños como piedras, pero si nos cerramos, oscurecemos todo el mundo. ¿Qué somos?

―¡¿En serio?! ¿Ese es el acertijo? ¿El método infalible para asegurarte de que soy tú? Tienes que
ser un impostor, porque me niego a creer que yo sea así de tonto.

―Responde a la pregunta; si no, pondré fin a esta conversación. ―Los ojos de la copia brillaron
con un tono azul que Jace encontró amenazante, para su perverso deleite. "Me agrada saber que
puedo parecer peligroso cuando quiero".

―Bah. Creía que se me habría ocurrido algo más difícil. Los ojos; la respuesta son los ojos. ―Jace
pestañeó varias veces para razonar la solución―. Veo el mundo. Ahora no. Veo. No veo. ¿De
verdad ha servido de algo el acertijo? ―La copia se relajó y disolvió el hechizo que tenía
preparado.

Jace por fin entendió la situación. El objetivo del acertijo no era ver si conseguiría resolverlo: era
ver lo ofendido e incrédulo que se mostraría al planteársele una adivinanza tan fácil. Al fin se
tranquilizó. "Vale, ese soy yo". Sabía que la réplica pensaba lo mismo.

―Muy bien, ya ves que soy yo. Es decir, soy... Bueno, tú eres yo y yo soy tú. Probablemente. En
fin, has prometido que responderías a mis dudas. ―Jace trató de leer la mente de la copia, pero no
ocurrió nada.

―Eso no funciona en este sitio. Tendremos que hablar ―dijo la copia con una sonrisa de falsa
modestia.

―De acuerdo. ―Jace trató de no apretar la mandíbula―. Hablemos, pues. Tú primero.

―Mm... ―La réplica meditó durante unos segundos―. No sé qué cosas comprendes y cuáles no.
Es mejor que me hagas preguntas.

―Como quieras. ¿Dónde estamos? ―Jace no creía que fuese la pregunta más importante, pero
llevaba un buen rato vagando por aquella extraña torre y quería saber qué era aquel lugar.

―¿En serio? ¿Todavía no lo has deducido? ―"Maldito engreído de las...". Jace se enfureció,
aunque el engreído en cuestión fuera él mismo. En ese instante de enfado, por fin lo comprendió.
Recordó lo que había ocurrido.

Emrakul había florecido. Liliana y sus zombies les habían proporcionado un refugio temporal
contra los vasallos de Emrakul, pero ninguno de los Planeswalkers estaba preparado para el ataque
de la propia Emrakul. La amenaza física era el peligro más obvio, pero el auténtico problema era el

153
asalto mental. Nunca había sufrido una presión y un dolor tan intensos como aquellos. El truco
defensivo de Tamiyo había fracasado al instante. Jace no había tenido tiempo para planear, para
pensar.

Y entonces, en un acto reflejo, había lanzado un hechizo. Un hechizo que había preparado mucho
tiempo atrás para prevenir que su mente se desintegrara.

"No estoy en la torre. Soy la torre". Todo cobraba sentido por fin. Las escenas de sus amigos, el
encuentro con Emeria e incluso la conversación actual habían tenido lugar dentro de su propia
cabeza, alimentadas por el poder del hechizo. "Bienvenidos a la residencia Beleren. Espero que
disfruten de una estancia cómoda y agradable". Teniendo en cuenta lo que había visto en las mentes
de sus amigos, sospechaba que nadie se había sentido a gusto. Sin embargo, la alternativa era
desaparecer en el olvido... o peor aún por siempre y sempre y semre y emre y...

Sacudió la cabeza con fuerza para combatir la invasión y se fijó en que la copia hacía lo mismo. La
presión de Emrakul era cada vez mayor. Jace miró hacia arriba y vio que el techo de la habitación
temblaba. "Sigue atacando. Se acerca".

―¿Y tú? ¿Eres yo?

―Innistrad es un lugar extraño, peligroso. En cuanto llegué, supe que algo iba mal, así que tomé...
precauciones por si llegaba a ocurrir algún desastre. Acertijos dentro de acertijos, sombras dentro de
sombras. Emrakul es el mayor peligro al que jamás me he... Al que jamás nos hemos enfrentado.
Por eso tracé un plan de emergencia para mantenerme separado de mí mismo. De ese modo podría
averiguar qué ocurría en realidad y buscar la manera de detenerlo. De corregirlo. Tú ya me
entiendes. ―Y ahora lo entendía.

Jace era muy hábil manipulándose a sí mismo. Se estremeció, dudando cuál de ellos sería el
auténtico; el mejor Jace. "Qué tontería. Soy yo, por supuesto".

―Para el carro, listillo ―dijo la copia con una sonrisa―. No te des tantos aires, que solo eres la
segunda persona más astuta del lugar.

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―Cierra el pico y céntrate. ―La mente de Jace al fin empezaba a trabajar a un ritmo familiar y
reconfortante―. ¿Cuál es el plan? Espero no haberte creado solo para plantearme un acertijo de
poca monta. Aún no sabemos cómo vencer a Emrakul.

―Habla con Tamiyo. Estaba contándonos algo muy interesante justo cuando atacó Emrakul.

―¿Esa es tu valiosa contribución? ¿Decirme que hable con Tamiyo?

―No, mi valiosa contribución ha sido ayudarnos a caminar, hablar y pensar con normalidad incluso
con el equivalente psíquico de un festival rakdos-golgari elevado al infinito martilleándonos el
cerebro. Tiene su complicación, la verdad.

―Caray. Esto... Gracias, Jace. Buen trabajo.

―Los demás están muy mal, pero al menos nosotros podremos pensar con coherencia. La
situación... no es alentadora. Y hay otro problema.

―¿Qué prob...? ―Antes de formular la pregunta, la respuesta acudió a su mente. Las dos partes de
Jace empezaron a fusionarse, a convertirse en uno. Hubo una respuesta en voz alta, pero ambos la
dijeron a la vez.

―Liliana va a morir. ―Jace anuló el hechizo. La torre dio paso a la realidad.

**********

155
Jace
Regresó en medio del caos. Liliana yacía en el suelo, inconsciente y sangrando copiosamente por
numerosas heridas. Emrakul se cernía sobre ellos completamente desplegada; una brillante luz
lavanda resplandecía en el centro de su cuerpo, el ojo de su tormenta. Sus anchos y gruesos
tentáculos devastaban lo que quedaba de Thraben.

Los zombies de Liliana apenas eran una fracción de los que había antes de haber lanzado su
hechizo. Los humanos y las bestias infectados por la locura de Emrakul habían empezado a
congregarse de nuevo y amenazaban con atravesar las filas de muertos vivientes. Repeler el asalto
mental de Emrakul no serviría de mucho si sus siervos les hacían pedazos.

Los otros Planeswalkers habían recuperado la consciencia justo después que él, pero seguían
confusos y desorientados. Jace les ayudó a centrarse y retiró las telarañas del ataque de Emrakul―.
Chandra, Gideon, ayudad a los zombies de Liliana. Tenéis que detener a los siervos de Emrakul.
―Gideon se puso en marcha de inmediato, con la determinación y la presteza de un soldado. Una
imagen del látigo de Erebos acudió a la mente de Jace, pero se libró de ella.

Chandra dudó por un instante―. Aún puedo... Aún puedo reducirla a cenizas. Dejadlo en mis
manos. ―Sus dudas se desvanecieron, sustituidas por una confianza natural que a Jace le pareció
fascinante y desconcertante a partes iguales. "No es confianza fingida: la encuentra sin esfuerzo.
Qué curioso", pensó para sí mismo. Jace cuestionó el plan. Tratar de incinerar a Emrakul no parecía
adecuado ni posible. Sin embargo, ¿cómo podía estar seguro de que la propia Emrakul no había
implantado esa duda? Se había metido en su cabeza, ¿verdad? Había sentido el poder de Emrakul.

Jace proyectó sus pensamientos al grupo entero y el hechizo de protección mantuvo las mentes
unidas―. No, Chandra. Emrakul es demasiado grande y poderosa. No podemos derrotarla así. Ni
siquiera sé si podemos destruirla.

―Jace tiene razón. Sería como arrojar una antorcha al océano. No serviría de nada ni aunque
dispusiéramos de todas las líneas místicas. Es demasiado... inmensa. ―La voz de Nissa sonaba
extraña, distante. Se ocupaba en tejer tallos, brotes y hojas para preparar cataplasmas y
administrarlas sobre las heridas de Liliana, manteniéndola con vida―. Emrakul estuvo presente en
mi despertar, cuando mi chispa se encendió. Quizá sea adecuado que esté presente en el final.

―Vaya par de aguafiestas estáis hechos. ―El tono alegre de Chandra contradecía sus palabras―.
Dejaos de lamentos y haced el favor de pensar cómo saldremos de esta. Yo tengo que ir a quemar
unos cuantos bichos mientras tanto. ―Chandra corrió hacia el borde de la horda de zombies y sus
llamas detuvieron a los sectarios enloquecidos.

―Jace, recuerda las palabras de Avacyn ―dijo la voz de Tamiyo, una suave brisa en una costa
soleada.

Un recuerdo tintineó en la mente de Jace. Eran las últimas palabras que un ángel demente había
dirigido a su creador: "Lo que no puede ser destruido debe ser atado".

―Jace, esa es la respuesta, lo que debemos hacer. No podemos destruir a Emrakul: tenemos que
contenerla. ―La voz de Tamiyo era insistente y clara. Los Guardianes se habían enfrentado al

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mismo dilema en Zendikar, donde habían optado por destruir a los titanes. Sin embargo, eso no era
posible en Innistrad. Emrakul estaba por encima de sus poderes. La única destrucción que había en
juego era la de los Guardianes... y la del resto del plano.

―¿Cómo lo haremos? Encerrarla quizá sea igual de imposible que destruirla. ¿Qué prisión podría
contenerla?

―La misma que retuvo a todos los horrores de Innistrad durante cientos de años.

―¿El Helvault? ―dudó Jace―. ¿No lo habían destruido?

―No, el Helvault no ―respondió Tamiyo―. Me refiero al origen del Helvault: la luna, una luna
de plata. Tengo un hechizo de contención. Un hechizo muy poderoso. Puedo armonizarlo con la
luna, pero tenemos que asociarlo a Emrakul...

Jace pensaba a toda prisa. Podían hacerlo. Confiaba en que podía dirigir el hechizo de Tamiyo
contra Emrakul. Sin embargo, necesitarían poder para alimentar el hechizo. "Nissa...".

La elfa estaba callada, centrada en infundir su maná a las cataplasmas para Liliana, que al fin
respiraba con normalidad, aunque seguía inconsciente. Jace sintió una inmensa gratitud hacia Nissa,
pero ahora necesitaba pedirle un esfuerzo mayor, mucho mayor―. ¿Puedes potenciar el hechizo?

La voz de Nissa sonó fría, serena―. No. Aquí hay muy pocas líneas místicas que pueda tocar. Muy
pocas que quiera tocar. ―Jace guardó silencio, sin saber qué decir o cómo ayudarla―. Pero estoy
en deuda contigo, Jace Beleren. Lo intentaré.

―¿En deuda por qué?

―No era dueña de mi mente. Estaba atrapada en la oscuridad provocada por Emrakul. Se había
apoderado de mí con demasiada facilidad. Era... desagradable, pero me has rescatado de ese
horror. Tienes un don para hacer muy sencillas las cosas difíciles. Haré lo que pueda.

―Bueno, esto... En realidad no lo he hecho yo. O sea, el hechizo era mío, pero lo lancé sin pensar
y puede que haya... complicado las cosas, porque...

―Basta con un simple "gracias", Jace. También tienes un don para hacer muy difíciles las cosas
sencillas. Estoy preparada.

Jace no sabía qué responder a eso, así que no lo hizo―. Tamiyo, ¿estás lista?

La pueblo-lunar había desenrollado un pergamino. Otro recuerdo acudió a la mente de Jace. "El
ángel tenía un pergamino, un pergamino con presilla de hierro". Al fin supo dónde había visto el
pergamino de Emeria: pertenecía a Tamiyo. Sin embargo, el pergamino que había elegido su
compañera no tenía ninguna presilla de hierro.

No era el momento de pararse a pensar en aquel misterio. Cada vez tenían menos espacio para
maniobrar. Gideon y Chandra luchaban por repeler a las huestes de Emrakul, pero no podían estar
en todas partes a la vez y los zombies empezaban a verse superados. Había llegado el momento de
actuar.

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―Procedamos ―confirmó Tamiyo. Comenzó a leer el pergamino. Jace no pudo escuchar con
atención las palabras, ya que debía centrarse en dirigir el hechizo de Tamiyo hacia Emrakul
utilizando los conocimientos que había aprendido de Ugin y su uso de los edros en Zendikar. Un
glifo destelló hacia la luna y grabó numerosas líneas brillantes en su reflejo plateado. Tenía que usar
ese glifo para atar a Emrakul, o la presencia de Emrakul.

El hechizo exigía poder. Corrientes, torrentes de poder. Nissa forcejeó contra la tierra y sus ojos
desprendieron un brillo verde mientras tejía los fragmentos de maná contaminados que quedaban en
Innistrad y los convertía en energía. Jace podía sentir cómo la elfa drenaba las líneas místicas,
buscando hasta la última gota de maná. No era suficiente. No sería suficiente. Nissa cayó al suelo y
los brazos le flaquearon.

Estaban a punto de perder el hechizo.

Mientras Jace trataba de mantenerlo, perdió el contacto mental con Tamiyo. Donde antes estaba la
mente de la pueblo-lunar, ahora había una nube, una niebla gris oscura que Jace era incapaz de
atravesar. Tamiyo extrajo otro pergamino, un pergamino grande con presilla de hierro, y empezó a
leer un segundo hechizo.

La energía fluyó hacia Jace. Sintió que estaba en un caudaloso río de maná, inmerso en una magia y
una energía mayores que las que había sentido jamás. Fue una sensación maravillosa. Reunió la
magia, la moldeó y alineó los puntos del glifo con los respectivos nodos que proyectó en el acto
sobre Emrakul. Finalmente, Jace desencadenó todo el poder del hechizo.

Un destello resplandeció en la luna.

Un frío haz plateado alcanzó a Emrakul desde el cielo.

La luz de la luna bañó al titán, lo envolvió... Y la criatura se estiró y salió proyectada hacia la luz,
hacia la luna.

Aquella distorsión era físicamente imposible. Ante los ojos de Jace, la silueta de Emrakul recorrió el
haz de luz hacia el astro, estirándose cada vez más hasta que...

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Se partió.

Emrakul se plegó y mermó. Se encogió como un fino trozo de pergamino al mojarse,


compactándose hasta quedar reducida a la nada de una manera que parecía imposible para un ser de
su tamaño. O que era imposible.

La luz se apagó. Emrakul había desaparecido. Habían ganado.

La superficie plateada de la luna brillaba con los patrones triangulares del glifo. Marcada.
Estigmatizada. Lacrada.

Por un momento, el único sonido audible fue el de las hojas secas que se mecían en el viento. Al
lado de Jace, Tamiyo cayó de rodillas y vomitó.

**********

159
Liliana
Seguía con vida.

Se sentía exultante. Había experimentado el deleite muchas veces: cuando había recuperado la
juventud; cuando había matado a los demonios Kothophed y Griselbrand; cuando había oído sus
últimos estertores... En todos aquellos momentos se había sentido como si hubiera jugado sucio de
la mejor manera posible: cuando juegas sucio y ganas sin que haya consecuencias.

Sin embargo, este momento era todavía más delicioso. Puede que fuese porque había estado segura
de que iba a morir. Quizá fuese porque había plantado cara a Emrakul imprudentemente, llena de
orgullo y sed de control, pero justo por eso seguían con vida. Tal vez fuese porque Emrakul había
desaparecido. Su corrupción y su hedor se habían esfumado de Innistrad y todo era mejor sin ellos.

Sintió un escalofrío solo de pensar en Emrakul. Había estado muy cerca de morir. O de algo peor.
Contempló la luna en silencio. "Ojalá te pudras ahí para siempre. Ahora sabes lo que ocurre cuando
te enfrentas a Liliana Vess".

Los Planeswalkers decidieron volver a reunirse al atardecer de una jornada muy larga. Tras la
batalla contra Emrakul, aún había incendios que extinguir, ojos que cerrar, llantos que consolar,
heridas que sanar... O nada de eso, en muchos casos de trauma. A Liliana le daba todo igual. Cada
vez que ponía a prueba los límites del Velo de Cadenas, luego se sentía vacía, como si una parte de
ella se hubiera perdido. Le había ocurrido tantas veces que ya ni siquiera sabía si podría reconocer
lo que faltaba.

Además, ya había hecho suficiente. Había realizado buenas obras para una larga temporada. "Todos
habríais muerto de no ser por mí. Tenéis suerte de que no exija una compensación por salvar este
mundo". Bueno, exigiría una compensación, pero no en ese momento ni a ningún habitante de
Innistrad.

Qué cosas tan peculiares hacía la gente por lealtad y compromisos imaginarios. Por ejemplo, los
Guardianes. No se debían nada los unos a los otros, literalmente. No obstante, allí estaban, luchando
los unos por los otros y dispuestos a morir por sus compañeros. Liliana conocía esa clase de
vínculos y estaba dispuesta a depender de ellos, siempre y cuando fuera con sus zombies. Era una
dinámica de poder fiable. Sin embargo, Innistrad le había mostrado los límites de su actitud. Los
zombies eran siervos ideales, pero no podían realizar determinadas tareas. Además, luchar sola era
maravilloso... hasta que dejaba de serlo cuando no estabas preparada para lo improbable y no había
nadie para salvarte de lo imprevisto.

Recientemente había pensado en aprovecharse de lo que Jace sentía por ella. O de lo que había
sentido, probablemente. "No es más que un crío. Debería saber que no me conviene". Jace había
demostrado ser muy poco fiable, obviando su triunfo reciente. "¿Qué hacías con tu hechizo mientras
yo te mantenía con vida? ¿Intentabas matar a Emrakul pensando?". Aunque admitía que Jace había
encontrado una solución, eso no mejoraba demasiado lo que pensaba de él. "Un crío. Debería
desentenderme de ti".

Sin embargo, ahora tenía delante una oportunidad mucho más llamativa que Jace y sus limitaciones.
Un grupo, un grupo de amigos. Aquella jornada le había revelado algo interesante sobre el poder de

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la amistad: los amigos, si se les manipula correctamente, son como zombies mejorados. Te ayudan y
te salvan la vida porque quieren, no porque tengan que hacerlo.

Con amigos poderosos como aquellos, ¿qué otras posibilidades se abrían ante ella? ¿Qué más
podría conquistar? ¿Qué más podría obtener? Sonrió al pensar en las expectativas. No obedecerían
sus órdenes, pero ¿acaso importaba? Jace no era el único crío en comparación con ella; todos eran
críos. Ninguno de ellos tenía la experiencia de Liliana; ninguno había probado siquiera el poder que
ella había tenido ni el que tenía ahora; ninguno era tan despiadado ni centrado como ella.

No sabía dónde estaba el Hombre Cuervo. No había rastro de él ni dentro ni fuera de su cabeza. El
Velo de Cadenas había callado. Hoy le había demostrado lo poco fiable que era; la lección había
sido extremadamente dolorosa. "Pero cuando tenga a mis propios Guardianes para curarme después
de usarlo...". Dejó la reflexión para más tarde, pero le gustó cómo sonaba. "Mis propios
Guardianes".

Gideon estaba soltándole un discurso a Tamiyo. La pueblo-lunar tenía mala cara y Liliana no la
culpaba. Gideon era agradable a la vista, pero había zombies más listos que él. Siguió balbuciendo
cosas acerca de los Guardianes, de cómo apenas estaban empezando a hacer obras de caridad, y
propuso a Tamiyo que se uniera a su grupito. Ella negó con la cabeza y se disculpó antes de
marcharse, con los ojos desorbitados y llenos de miedo. Otra maga mental demasiado sensible; otra
inútil, como cierto mago.

Jace se volvió hacia ella y la miró con sus ojos de cachorrito. "Decídete de una vez, niñato". Liliana
se tragó su enfado. Necesitaba a Jace y su actitud de cachorrito.

―Gideon... ―La voz de Jace transmitía duda e inseguridad. Hablaron entre ellos en voz baja y
Liliana procuró no mostrar la sonrisa que esbozaba por dentro. "Eso es, Caperucito, ignora las
dudas y convéncete de que quieres ayudarme". Sin embargo, estaba claro que a Gideon no le
alegraba la propuesta, aunque Liliana dudaba que Gideon se alegrase con nada. "Al menos deberías
disfrutar de tu juventud y tu atractivo mientras los conserves. ¿Cómo pueden ser tan tontos estos
críos?".

Finalmente, el musculitos se acercó y le soltó algunas tonterías sobre hacer el bien, pero Liliana
estaba concentrada en preparar su juramento y no le prestó atención. Había pensado cuál sería la
forma adecuada de hacerlo. Si parecía demasiado convencida y empalagosa, levantaría sospechas y
eso complicaría los siguientes pasos. En cambio, si sonaba demasiado cínica y desconfiada, esas
sospechas se confirmarían. Necesitaba un equilibrio delicado, un toque de cinismo que aderezara
sus "buenas intenciones".

Cuando Gideon le pidió que realizara el juramento, estaba preparada.

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―Veo que juntos tenemos más poder que por separado. Si eso significa que puedo hacer lo que hay
que hacer sin depender del Velo de Cadenas, mantendré la guardia. ¿Contentos?

Lo pronunció con una ligera sonrisa, apenas un atisbo. Además, el placer que sentía era auténtico.
Al fin y al cabo, las mejores mentiras siempre contienen la verdad suficiente para disimular.

Ahora era miembro de los Guardianes. Los posibles futuros se abrieron en su mente, llena de
promesas y ambición.

**********

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Jace
Estaba exhausto. Había pasado el día más largo de su vida y lo único que quería era dormir,
disfrutar de un descanso sin sueños ni pensamientos.

Sin embargo, antes necesitaba hablar con alguien.

La encontró en las afueras de Thraben, sentada en las ruinas de una pequeña capilla. Quedaban
pocos edificios en pie en la ciudad y aquel santuario no era una excepción.

Allí estaba, sentada con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Jace se sintió mal por interrumpir
un momento tan privado, pero tenía que preguntarle algo.

―Tamiyo, ¿estás...? ¿Puedo...? ―No sabía cómo hacerlo. Tamiyo abrió los ojos. Su rostro aún
estaba dominado por las náuseas y el pavor que había mostrado desde que concluyeron el hechizo.

»¿Qué te ocurrió, Tamiyo? Estabas allí, unida a mi mente, pero de pronto... desapareciste. Te
desvaneciste. ¿Qué sucedió?

Tamiyo guardó silencio... y rompió a llorar. Las lágrimas corrieron por sus mejillas una tras otra.
Plic plic, sonaban al caer en los escombros de piedra.

―Nissa había caído ―dijo ella con voz débil y titubeante―. Estábamos a punto de perder el
hechizo. No sabía qué hacer... Cómo ayudar.

―Entonces, ¿Nissa potenció el hechizo ella sola? ―Jace estaba asombrado―. Es impresionante.
Creía que lo habías hecho tú, con el segundo pergamino.

―No, no lo entiendes. ―Tamiyo le miró con tristeza y desprecio en los ojos―. Lo hice yo... Con el
segundo pergamino. De ahí extrajimos la energía.

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―Pero ¡eso es maravilloso! ¡Nos has salvado! ¡Has salvado Innistrad! ¡Has salvado... todo! ¿Te
sientes mal por haber usado el pergamino de hierro? ¿Uno de los que no querías utilizar?

―¡Calla, Jace, calla! No lo empeores... y escúchame. No lo hice conscientemente. Esa cosa... Ella...
se adueñó de mí. ¿Lo entiendes? ¡No era yo! Yo estaba allí, en mi propio cuerpo, indefensa cuando
se acercó y se apoderó de mí. Los ojos, las manos, la voz... Me lo arrebató todo. Dejaron de ser
mías. ―Los gemidos se convirtieron en llanto.

Jace recordó una voz, la voz de ella cuando se apoderó de sus piezas de ajedrez e hizo que se
apuñalaran unas a otras. Todas las piezas son mías, Jace Beleren. Siempre lo han sido.
Simplemente, no quiero seguir jugando.

―Lo... Lo siento, Tamiyo. No sé cómo...

―Pero eso no es lo peor. El pergamino que utilicé... El segundo... No debería haberlo abierto. Hice
una promesa hace mucho tiempo y algún día tendré que responder por ello. Pero el hechizo que ella
leyó... no era el original. El pergamino que utilizó contenía... un hechizo distinto.

Emeria. Una larga pluma apareció de la nada y la desconocida comenzó a escribir en el


pergamino. Jace se echó a temblar.

―Lo había cambiado. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo pudo alterarlo? ―La voz de Tamiyo estaba al borde
del pánico―. Ese monstruo se apoderó de mi cuerpo y leyó un pergamino que debería haber
devastado este plano... ¡Pero en vez de eso nutrió un hechizo que la ha encerrado aquí! ¿Cómo ha
podido suceder, Jace? ¿Por qué ha ocurrido? ¿Qué hemos hecho?

―No... No lo sé... ―Jace no tenía más palabras para ella. Ni para sí mismo.

―Te lo dije en una ocasión. ―Tamiyo respiró hondo―. A veces, nuestras historias tienen que tocar
a su fin. Mas aquí estamos, buscando la manera de prolongar nuestras historias, cueste lo que
cueste. Pero ¿y si todas las historias no son más que la historia de ella? ¿Y si todas están atadas a un
horrible destino que aguarda para revelarse? ―Tamiyo levantó la vista hacia la luna.

»¿De verdad hemos ganado? ―Su voz ya no sonaba temerosa, sino lastimera. Jace no tenía nada
que responder. Finalmente, Tamiyo se elevó y partió hacia el cielo oscuro. No hubo palabras de
despedida.

Jace permaneció sentado durante largo tiempo. Volvió a contemplar la luminiscencia plateada de la
luna, el glifo grabado en la superficie, el testimonio de lo que habían hecho los Guardianes. En las
profundidades de aquella luna se encontraba la fuerza más poderosa y destructiva que jamás habían
conocido. Las palabras del ángel se clavaron en su cabeza como puñales de un destino frustrado.
Todo está mal. Estoy incompleta, insatisfecha, imperfecta. Debería haber florecimiento, no
resentimiento estéril. La tierra no es receptiva. No es mi momento. No todavía.

Sintió un escalofrío en la nuca. No es mi momento. No todavía. Dejó caer la mirada y fue en busca
de un lecho para entregarse temporalmente al olvido.

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