Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
CAPÍTULO PRIMERO
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
ARTÍCULO 3
LA LIBERTAD DEL HOMBRE
«El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de
sus actos» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 4, 3).
I. Libertad y responsabilidad
Así el Señor pregunta a Adán tras el pecado en el paraíso: “¿Qué has hecho?”
(Gn 3,13). Igualmente a Caín (cf Gn 4, 10). Así también el profeta Natán al rey
David, tras el adulterio con la mujer de Urías y la muerte de éste (cf 2 S 12, 7-
15).
1737 Un efecto puede ser tolerado sin ser querido por el que actúa, por ejemplo,
el agotamiento de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no
es imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la acción, como
la muerte acontecida al auxiliar a una persona en peligro. Para que el efecto malo
sea imputable, es preciso que sea previsible y que el que actúa tenga la
posibilidad de evitarlo, por ejemplo, en el caso de un homicidio cometido por un
conductor en estado de embriaguez.
1738 La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda
persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser
reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada
cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es
una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en
materia moral y religiosa (cf DH 2). Este derecho debe ser reconocido y
protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público
(cf DH 7).
Resumen
Jesús manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la
libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo. El que dice:
«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13), va
libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt 26, 46), y en su obediencia al Padre
en la cruz da la vida por todos los hombres (cf. Flp 2, 6-11). De este modo, la
contemplación de Jesús crucificado es la vía maestra por la que la Iglesia debe
caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la libertad: el don
de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos. La comunión con el Señor
resucitado es la fuente inagotable de la que la Iglesia se alimenta incesantemente
para vivir en la libertad, darse y servir. San Agustín, al comentar el versículo 2
del salmo 100, «servid al Señor con alegría», dice: «En la casa del Señor libre es
la esclavitud. Libre, ya que el servicio no le impone la necesidad, sino la
caridad... La caridad te convierta en esclavo, así como la verdad te ha hecho
libre... Al mismo tiempo tú eres esclavo y libre: esclavo, porque llegaste a serlo;
libre, porque eres amado por Dios, tu creador... Eres esclavo del Señor y eres
libre del Señor. ¡No busques una liberación que te lleve lejos de la casa de tu
libertador!» 140.
En efecto, es preciso constatar, con Juan Pablo II, que en la segunda mitad del
siglo XX el agnosticismo religioso y el relativismo moral y jurídico, frutos
amargos del inmanentismo filosófico, han configurado un tipo de sociedad
democrática «enferma», en su mayoría materialista y permisiva, alejada no sólo
de las verdades trascendentes sobre el destino eterno del hombre, sino también de
las exigencias elementales de la moral natural.
Basta pensar en la depreciación del matrimonio (al cual se tiende a equiparar las
«uniones de hecho», incluso de homosexuales), en la fácil disolución del vínculo
matrimonial (el así llamado «divorcio exprés») y, por consiguiente, en el
debilitamiento de la estabilidad familiar, en el permisivismo legal o de hecho
ante la difusión de la violencia y de la pornografía, de la droga, del aborto, de la
eutanasia, de las «aberrantes manipulaciones genéticas», a las que ya aludía
Brzezinski en el citado coloquio de Castelgandolfo. Con razón, resumía el Papa
esta situación hace siete años con la frase lapidaria que he referido antes:
«Estamos llegando al fin de un siglo que (...) ahora termina con un miedo
generalizado y en medio de la confusión moral».
La libertad «desnaturalizada»
Con razón, algunos filósofos como Maritain, Del Noce o Possenti, y juristas
como Cotta, Hervada o Finnis (e incluso recientemente pensadores liberales
como, por ejemplo, Galli della Logia, en diálogo con el cardenal Ratzinger),
aunque la lista podría ampliarse, han destacado que los clásicos anteriores a la
difusión dogmática de la ideología libertaria interpretaron siempre la democracia
como un ordenamiento social de libertad que tiene márgenes naturales [2]. No se
trata de límites exteriores, impuestos autoritariamente desde fuera (tendencia
totalitaria) o impuestos a través de un simple acuerdo, o pacto, que puede ser
conocido universalmente (tendencia liberal-radical). Sino de márgenes que tienen
un fundamento intrínseco: la ley moral natural.
En este sentido, ha dicho Juan Pablo II: «La ley natural, en cuanto regula las
relaciones interhumanas, se califica como «derecho natural» y, como tal, exige el
respeto integral de la dignidad de cada persona en la búsqueda del bien común.
Una concepción auténtica del derecho natural, entendido como tutela de la
eminente e inalienable dignidad de todo ser humano, es garantía de igualdad y da
contenido verdadero a los «derechos del hombre», que constituyen el fundamento
de las Declaraciones internacionales. En efecto, los derechos del hombre deben
referirse a lo que el hombre es por naturaleza y en virtud de su dignidad, y no a
las expresiones de opciones subjetivas propias de los que gozan del poder de
participar en la vida social o de los que obtienen el consenso de la mayoría»
(Discurso a los participantes en la asamblea general de la Academia pontificia
para la vida, 27 II.02)
Por desgracia, la ideología libertaria, con su consiguiente relativismo moral, al
quitar a la democracia su fundamento de principios y valores objetivos, ha
difuminado peligrosamente los límites de la racionalidad y de la legitimidad de la
norma. Eso ha debilitado profundamente el ordenamiento jurídico democrático
ante la tentación de una libertad desnaturalizada, es decir, de una libertad sin los
límites realmente liberadores de la verdad objetiva sobre la dignidad del hombre
y sobre los derechos inalienables de la persona humana (o sea, derechos
verdaderos, inseparables de la naturaleza del hombre).
Persona y ley
Ya se sabe que la ética laica y el positivismo jurídico estricto (es decir, el que
rechaza los postulados de la ley «escrita en el corazón de cada uno», ya intuida y
razonada por la filosofía griega [3] y por el derecho romano [4] al margen del
Decálogo y antes de la Revelación cristiana) propugnan una separación
dogmática entre «moral privada» y «ética pública». La moral privada se fundaría
en los principios filosóficos particulares o en las convicciones religiosas de cada
individuo y, por eso, debería ser circunscrita al ámbito y al juicio de la conciencia
personal de cada ciudadano; en cambio, la ética pública sería la que es
determinada únicamente por el consenso mayoritario de la comunidad, es decir,
por la verdad convencional a la que acabamos de aludir. Por eso, la ética pública
sería la única fuente de los valores capaces de ofrecer democráticamente una
estructura moral a las leyes y, consiguientemente, al ejercicio legítimo de la
libertad.
Sin embargo, parece que esta separación absoluta, admitida en muchos sistemas
democráticos, en el fondo se apoya en un concepto muy pobre del derecho y de la
ley –cuya racionalidad objetiva y cuya función pedagógica de hecho son
ignoradas, pero también en un concepto igualmente pobre tanto de la libertad
como de la persona humana; de la libertad, porque no puede entenderse
razonablemente –en sentido moral– como una absoluta y siempre legítima
posibilidad de opción, incluso del mal; de la persona, porque no se puede negar al
hombre –sin ofender su dignidad– la capacidad de llegar mediante la razón al
conocimiento de la verdad: por sí solo o ayudado precisamente por la función
pedagógica de la ley.
En su libro «Memoria e Identidad», Juan Pablo II, desarrollando lo que había
escrito en el número 101 de la encíclica Veritatis splendor, refiriéndose al
«peligro de la alianza entre democracia y relativismo ético», escribe: «Después
de la caída de los sistemas totalitarios, las sociedades se sintieron libres, pero casi
simultáneamente surgió un problema de fondo: el del uso de la libertad. (...) El
peligro de la situación actual consiste en que en el uso de la libertad, se pretende
prescindir de la dimensión ética, de la consideración del bien y el mal moral.
Ciertos modos de entender la libertad, que hoy tienen gran eco en la opinión
pública, distraen la atención del hombre sobre la responsabilidad ética. Hoy se
hace hincapié únicamente en la libertad. Se dice que lo importante es ser libre;
serlo del todo, sin frenos ni ataduras, obrando según los propios juicios, que, en
realidad, son frecuentemente simples caprichos. Ciertamente, una tal forma de
liberalismo merece el calificativo de simplista. Pero, en cualquier caso, su influjo
es potencialmente devastador» («Memoria e Identidad», Madrid, 2005).
No creo que a estas consideraciones se las pueda tachar, desde el punto de vista
metodológico, de una especie de «fundamentalismo», de mezcla conceptual entre
moral cristiana y ley civil. En efecto, es verdad que el derecho se ocupa del orden
social; es decir, atañe al conjunto de leyes y costumbres legítimas que ordenan la
comunidad civil, la convivencia social. Pero si el hecho más destacado y positivo
del progreso de la ciencia del derecho en las sociedades democráticas,
especialmente en el siglo XX, fue precisamente el de poner en el centro de la
realidad jurídica a su verdadero protagonista, el hombre, fundamento y fin de la
sociedad, es obvio que el derecho de una sana democracia debe tener en cuenta –
y esta es una exigencia moral ineludible– cuál es la «verdad sobre el hombre»; es
decir, debe reconocer y tutelar el conjunto de exigencias –personales y sociales–
que brotan de la estructura ontológica de la persona humana, en cuanto ser
dotado de una naturaleza, dignidad y finalidad particulares.
Con razón –incluso desde el punto de vista de la filosofía del derecho– dijo Juan
Pablo II en el citado discurso a la ONU que esta «referencia a la verdad sobre el
hombre», sobre la que debe apoyarse la ley, «lejos de ser una limitación o
amenaza a la libertad», constituye en realidad «la garantía del futuro de la
libertad». En efecto, teniendo en cuenta el carácter central de la persona en el
derecho (piénsese, por ejemplo, en la Declaración universal de derechos
humanos) y también teniendo en cuenta que la persona humana es lo que es –no
lo que una u otra mayoría de opiniones piensa que es–, se deduce que la ley
realmente justa no puede apoyarse en una verdad convencional u opinable, sino
que necesariamente debe tener en cuenta cuál es la verdad ontológica de la
persona humana: la naturaleza de su ser, no sólo animal e instintivo, sino también
inteligente, libre y con una dimensión trascendente y religiosa del espíritu que la
ley no puede ignorar o mortificar [5].
Aludiendo, como ejemplo, a las presiones políticas para que algunos Parlamentos
reconozcan las uniones homosexuales como una forma alternativa de familia,
dice Juan Pablo II: «Se puede, más aún, se debe plantear la cuestión sobre la
presencia en este caso de otra ideología del mal, tal vez más insidiosa y celada,
que intenta instrumentalizar incluso los derechos del hombre contra el hombre y
contra la familia. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cuál es la raíz de estas ideologías post-
ilustradas? La respuesta, en realidad, es sencilla: simplemente porque se rechazó
a Dios como Creador y, por ende, como fundamento para determinar lo que es
bueno y lo que es malo. Se rehusó la noción de lo que, de la manera más
profunda, nos constituye en seres humanos, es decir, el concepto de naturaleza
humana como «dato real», poniendo en su lugar un «producto del pensamiento»,
libremente formado y que cambia libremente según las circunstancias»
(«Memoria e Identidad», p. 25).
Pero, ¿cuál es la «verdad del hombre» para los no creyentes, para las
inteligencias no iluminadas aún por la fe? Como he dicho hace poco, la respuesta
a esta apremiante pregunta –por parte de la filosofía de las ciencias biológicas–
conlleva graves y decisivas consecuencias para el futuro no sólo de la libertad y
de la democracia, sino también de la humanidad entera. Por eso, precisamente
acerca de esta cuestión primaria resulta más urgente –como Juan Pablo II deseaba
en su encíclica Fides et ratio– el diálogo sereno y constructivo entre la filosofía y
la Revelación, entre Atenas y Jerusalén, entre la razón y la fe.
«La Revelación –dijo el Papa– propone claramente algunas verdades que, aun no
siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca
descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola» (Fides et ratio, 76). Por eso, a
propósito de la expresión «circularidad entre fe y filosofía» que aparece en la
encíclica (cf. ib., 73), el cardenal Ratzinger comentó que se entiende en el sentido
de que la teología parte de la palabra de Dios, «pero, dado que esta palabra es
verdad, la colocará siempre en relación con la búsqueda humana de la verdad,
con el compromiso de la razón por la verdad»; a su vez, también la filosofía «del
mismo modo que debe estar a la escucha de los descubrimientos empíricos, que
se realizan en las diversas ciencias, así debería también tomar en consideración la
sagrada tradición de las religiones y sobre todo el mensaje de la Biblia»
(Conferencia sobre la encíclica «Fides et ratio», 17 XI. 98).