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CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

CAPÍTULO PRIMERO
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

ARTÍCULO 3
LA LIBERTAD DEL HOMBRE

1730 Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona


dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios “dejar al hombre
en manos de su propia decisión” (Si 15,14.), de modo que busque a su Creador
sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz
perfección”(GS 17):

«El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de
sus actos» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 4, 3).

I. Libertad y responsabilidad

1731 La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de


no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones
deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en
el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad.
La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra
bienaventuranza.

1732 Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es


Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por
tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los
actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de
mérito o de demérito.

1733 En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también


más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia.
La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a
la esclavitud del pecado (cf Rm 6, 17).

1734 La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que


estos son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la
ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos.
1735 La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar
disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la
violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores
psíquicos o sociales.

1736 Todo acto directamente querido es imputable a su autor:

Así el Señor pregunta a Adán tras el pecado en el paraíso: “¿Qué has hecho?”
(Gn 3,13). Igualmente a Caín (cf Gn 4, 10). Así también el profeta Natán al rey
David, tras el adulterio con la mujer de Urías y la muerte de éste (cf 2 S 12, 7-
15).

Una acción puede ser indirectamente voluntaria cuando resulta de una


negligencia respecto a lo que se habría debido conocer o hacer, por ejemplo, un
accidente provocado por la ignorancia del código de la circulación.

1737 Un efecto puede ser tolerado sin ser querido por el que actúa, por ejemplo,
el agotamiento de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no
es imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la acción, como
la muerte acontecida al auxiliar a una persona en peligro. Para que el efecto malo
sea imputable, es preciso que sea previsible y que el que actúa tenga la
posibilidad de evitarlo, por ejemplo, en el caso de un homicidio cometido por un
conductor en estado de embriaguez.

1738 La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda
persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser
reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada
cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es
una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en
materia moral y religiosa (cf DH 2). Este derecho debe ser reconocido y
protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público
(cf DH 7).

II. La libertad humana en la Economía de la salvación

1739 Libertad y pecado. La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el


hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se
engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación
engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus
orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a
consecuencia de un mal uso de la libertad.
1740 Amenazas para la libertad. El ejercicio de la libertad no implica el derecho
a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre “sujeto de esa libertad
como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio
en el goce de los bienes terrenales” (Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Libertatis conscientia, 13). Por otra parte, las condiciones de orden
económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la
libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas
situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los
fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse
de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí
mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad
divina

1741 Liberación y salvación. Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación


para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a
esclavitud. “Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5,1). En Él participamos de “la
verdad que nos hace libres” (Jn 8,32). El Espíritu Santo nos ha sido dado, y,
como enseña el apóstol, “donde está el Espíritu, allí está la libertad” (2 Co 3,17).
Ya desde ahora nos gloriamos de la “libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21).

1742 Libertad y gracia. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a


nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que
Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la
experiencia cristiana, especialmente en la oración, a  medida que somos más
dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra
seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones del
mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la
libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la
Iglesia y en el mundo.

«Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros todos los males, para


que, bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente
cumplir tu voluntad» (Domingo XXXII del Tiempo ordinario, Colecta: Misal
Romano)

Resumen

1743 Dios [...] ha querido “dejar al hombre [...]en manos de su propia


decisión” (Si 15,14), para que pueda adherirse libremente a su Creador y llegar
así a la bienaventurada perfección (cf GS 17, 1).
1744 La libertad es el poder de obrar o de no obrar y de ejecutar así, por sí
mismo, acciones deliberadas. La libertad alcanza su perfección, cuando está
ordenada a Dios, el supremo Bien.

1745 La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Hace al ser


humano responsable de los actos de que es autor voluntario. Es propio del
hombre actuar deliberadamente.

1746 La imputabilidad o la responsabilidad de una acción puede quedar


disminuida o incluso anulada por la ignorancia, la violencia, el temor y otros
factores psíquicos o sociales
CAPITULO III
VERITATIS SPLENDOR
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)

El bien moral para la vida de la Iglesia y del mundo


«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)
84. La cuestión fundamental que las teorías morales recordadas antes plantean
con particular intensidad es la relación entre la libertad del hombre y la ley de
Dios, es decir, la cuestión de la relación entre libertad y verdad.

Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia «solamente la libertad que se


somete a la Verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de
la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad» 136.

La confrontación entre la posición de la Iglesia y la situación social y cultural


actual muestra inmediatamente la urgencia de que precisamente sobre tal
cuestión fundamental se desarrolle una intensa acción pastoral por parte de la
Iglesia misma: «La cultura contemporánea ha perdido en gran parte este vínculo
esencial entre Verdad-Bien-Libertad y, por tanto, volver a conducir al hombre a
redescubrirlo es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia, por
la salvación del mundo. La pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?", emerge
también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe
quién es, de dónde viene ni adónde va. Y así asistimos no pocas veces al
pavoroso precipitarse de la persona humana en situaciones de autodestrucción
progresiva. De prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer
el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral. Está ante los ojos de
todos el desprecio de la vida humana ya concebida y aún no nacida; la violación
permanente de derechos fundamentales de la persona; la inicua destrucción de
bienes necesarios para una vida meramente humana. Y lo que es aún más grave:
el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la
salvación. La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la
libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo
que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en el campo
teológico, en desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley
moral. A lo que la ley moral prescribe se contraponen las llamadas situaciones
concretas, no considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios es siempre el
único verdadero bien del hombre» 137.

85. La obra de discernimiento de estas teorías éticas por parte de la Iglesia no se


reduce a su denuncia o a su rechazo, sino que trata de guiar con gran amor a
todos los fieles en la formación de una conciencia moral que juzgue y lleve a
decisiones según verdad, como exhorta el apóstol Pablo: «No os acomodéis al
mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra
mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2). Esta obra de la Iglesia encuentra su punto de
apoyo —su secreto formativo— no tanto en los enunciados doctrinales y en las
exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto en tener la «mirada» fija en el
Señor Jesús. La Iglesia cada día mira con incansable amor a Cristo, plenamente
consciente de que sólo en él está la respuesta verdadera y definitiva al problema
moral.

Concretamente, en Jesús crucificado la Iglesia encuentra la respuesta al


interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo puede la obediencia a las
normas morales universales e inmutables respetar la unicidad e irrepetibilidad de
la persona y no atentar a su libertad y dignidad. La Iglesia hace suya la
conciencia que el apóstol Pablo tenía de la misión recibida: «Me envió Cristo... a
predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de
Cristo...; nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos,
necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos,
un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 17. 23-24). Cristo
crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el
don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad.

86. La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad que


marca la libertad del hombre. Es libertad real, pero contingente. No tiene su
origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se
encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad.
Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger
como un germen y hacer madurar con responsabilidad. Es parte constitutiva de la
imagen creatural, que fundamenta la dignidad de la persona, en la cual aparece la
vocación originaria con la que el Creador llama al hombre al verdadero Bien, y
más aún, por la revelación de Cristo, a entrar en amistad con él, participando de
su misma vida divina. Es, a la vez, inalienable autoposesión y apertura universal
a cada ser existente, cuando sale de sí mismo hacia el conocimiento y el amor a
los demás138. La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende
a la comunión.

La razón y la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana,


sino también su drama. El hombre descubre que su libertad está inclinada
misteriosamente a traicionar esta apertura a la Verdad y al Bien, y que demasiado
frecuentemente, prefiere, de hecho, escoger bienes contingentes, limitados y
efímeros. Más aún, dentro de los errores y opciones negativas, el hombre
descubre el origen de una rebelión radical que lo lleva a rechazar la Verdad y el
Bien para erigirse en principio absoluto de sí mismo: «Seréis como dioses» (Gn
3, 5). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su libertador: «para ser
libres nos libertó» él (Ga 5, 1).

87. Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto de la


verdad es condición para la auténtica libertad: «Conoceréis la verdad y la verdad
os hará libres» (Jn 8, 32) 139. Es la verdad la que hace libres ante el poder y da la
fuerza del martirio. Al respecto dice Jesús ante Pilato: «Para esto he venido al
mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Así los verdaderos
adoradores de Dios deben adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). En virtud
de esta adoración llegan a ser libres. Su relación con la verdad y la adoración de
Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más profunda de la libertad.

Jesús manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la
libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo. El que dice:
«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13), va
libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt 26, 46), y en su obediencia al Padre
en la cruz da la vida por todos los hombres (cf. Flp 2, 6-11). De este modo, la
contemplación de Jesús crucificado es la vía maestra por la que la Iglesia debe
caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la libertad: el don
de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos. La comunión con el Señor
resucitado es la fuente inagotable de la que la Iglesia se alimenta incesantemente
para vivir en la libertad, darse y servir. San Agustín, al comentar el versículo 2
del salmo 100, «servid al Señor con alegría», dice: «En la casa del Señor libre es
la esclavitud. Libre, ya que el servicio no le impone la necesidad, sino la
caridad... La caridad te convierta en esclavo, así como la verdad te ha hecho
libre... Al mismo tiempo tú eres esclavo y libre: esclavo, porque llegaste a serlo;
libre, porque eres amado por Dios, tu creador... Eres esclavo del Señor y eres
libre del Señor. ¡No busques una liberación que te lleve lejos de la casa de tu
libertador!» 140.

De este modo, la Iglesia, y cada cristiano en ella, está llamado a participar de la


función real de Cristo en la cruz (cf. Jn 12, 32), de la gracia y de la
responsabilidad del Hijo del hombre, que «no ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28) 141.

Por lo tanto, Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la


obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación
del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la
muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una
libertad vivida en la verdad.
Articulo Teología Moral
El mal de dos utopías ideológicas

Ciertamente, se puede decir –y Juan Pablo II lo trata ampliamente en los dos


primeros capítulos de su libro «Memoria e Identidad»– que todo el magisterio
social de la Iglesia en el siglo pasado , y también ahora, está impulsado sobre
todo por la necesidad de defender las conciencias de los cristianos y la
humanidad entera contra el mal intrínseco de dos grandes utopías ideológicas,
que se convirtieron también en sistemas políticos a escala mundial: la utopía
totalitaria de la justicia sin libertad y la utopía libertaria de la libertad sin verdad.
En efecto, en 1993, hablando al mundo de la cultura en la universidad de Vilna,
Juan Pablo II ya había dicho: «Totalitarismos de signo opuesto y democracias
enfermas han revolucionado la historia de nuestro siglo».
La primera utopía, la de la justicia sin libertad –y con ella los sistemas políticos
totalitarios que de varias formas la habían encarnado– está ya en camino de
decadencia y extinción, al menos en Europa y en América, pero no sin haber
dejado tras de sí un inmenso mal, un cúmulo de ruinas espirituales y sociales.
En cambio, la segunda utopía, la de la libertad sin verdad, por desgracia, está en
fase de creciente expansión en el mundo democrático. Desarrollada en el hábitat
filosófico del relativismo agnóstico, encontró su gran instrumento legislativo –y,
por tanto, social y político– en el positivismo jurídico estricto. En efecto, para
este sistema –que de forma explícita o implícita niega los postulados de la ética
natural– no es la verdad objetiva la que asegura la racionalidad jurídica y la
legalidad moral de las leyes o de las sentencias, sino sólo la verdad relativa o
convencional, fruto pragmático del compromiso estadístico o político.
Por eso, durante el Encuentro mundial de profesores universitarios, en el año
2000, advirtió: «Es urgente que trabajemos para salvaguardar plenamente el
verdadero sentido de la democracia, auténtica conquista de la cultura. En efecto,
sobre este tema se perfilan tendencias preocupantes, cuando se reduce la
democracia a un hecho puramente de procedimiento, o cuando se piensa que la
voluntad expresada por la mayoría basta simplemente para determinar la
aceptabilidad moral de una ley. En realidad, «el valor de la democracia se
mantiene o cae con los valores que encarna y promueve». (…)En la base de estos
valores no pueden estar provisionales y volubles «mayorías» de opinión, sino
sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva» (9 IX. 2000)

No por casualidad el máximo exponente del positivismo jurídico, Hans Kelsen,


comentando la pregunta evangélica de Pilato a Jesús: «¿Qué es la verdad?» (Jn
18, 38), escribía que en realidad esta pregunta del pragmático hombre político
contenía en sí misma la respuesta: la verdad es inalcanzable; por eso, Pilato, sin
esperar la respuesta de Jesús, se dirige a la muchedumbre y pregunta: «¿Queréis
que libere al rey de los judíos?». Al actuar así –concluye Kelsen–, Pilato se
comporta como un perfecto demócrata, es decir, deja el problema de establecer
qué es la verdad y la justicia a la opinión de la mayoría, a pesar de que él estaba
convencido de la completa inocencia del Nazareno.

Meditando en el mismo dramático proceso de Jesús, Juan Pablo II escribió: «Así


pues, la condena de Dios por parte del hombre no se basa en la verdad, sino en la
prepotencia, en una engañosa conjura. ¿No es exactamente esta la verdad de la
historia del hombre, la verdad de nuestro siglo? En nuestros días, semejante
condena ha sido repetida en numerosos tribunales en el ámbito de regímenes de
opresión totalitaria. Pero ¿no se repite igualmente en los parlamentos
democráticos cuando, por ejemplo, mediante una ley emitida regularmente, se
condena a muerte al hombre aún no nacido?» Esta afirmación, a la que alude su
último libro «Memoria e Identidad», ya se encontraba en la obra anterior:
«Cruzando el umbral de la esperanza».

En efecto, es preciso constatar, con Juan Pablo II, que en la segunda mitad del
siglo XX el agnosticismo religioso y el relativismo moral y jurídico, frutos
amargos del inmanentismo filosófico, han configurado un tipo de sociedad
democrática «enferma», en su mayoría materialista y permisiva, alejada no sólo
de las verdades trascendentes sobre el destino eterno del hombre, sino también de
las exigencias elementales de la moral natural.
Basta pensar en la depreciación del matrimonio (al cual se tiende a equiparar las
«uniones de hecho», incluso de homosexuales), en la fácil disolución del vínculo
matrimonial (el así llamado «divorcio exprés») y, por consiguiente, en el
debilitamiento de la estabilidad familiar, en el permisivismo legal o de hecho
ante la difusión de la violencia y de la pornografía, de la droga, del aborto, de la
eutanasia, de las «aberrantes manipulaciones genéticas», a las que ya aludía
Brzezinski en el citado coloquio de Castelgandolfo. Con razón, resumía el Papa
esta situación hace siete años con la frase lapidaria que he referido antes:
«Estamos llegando al fin de un siglo que (...) ahora termina con un miedo
generalizado y en medio de la confusión moral».

La libertad «desnaturalizada»
Con razón, algunos filósofos como Maritain, Del Noce o Possenti, y juristas
como Cotta, Hervada o Finnis (e incluso recientemente pensadores liberales
como, por ejemplo, Galli della Logia, en diálogo con el cardenal Ratzinger),
aunque la lista podría ampliarse, han destacado que los clásicos anteriores a la
difusión dogmática de la ideología libertaria interpretaron siempre la democracia
como un ordenamiento social de libertad que tiene márgenes naturales [2]. No se
trata de límites exteriores, impuestos autoritariamente desde fuera (tendencia
totalitaria) o impuestos a través de un simple acuerdo, o pacto, que puede ser
conocido universalmente (tendencia liberal-radical). Sino de márgenes que tienen
un fundamento intrínseco: la ley moral natural.

En este sentido, ha dicho Juan Pablo II: «La ley natural, en cuanto regula las
relaciones interhumanas, se califica como «derecho natural» y, como tal, exige el
respeto integral de la dignidad de cada persona en la búsqueda del bien común.
Una concepción auténtica del derecho natural, entendido como tutela de la
eminente e inalienable dignidad de todo ser humano, es garantía de igualdad y da
contenido verdadero a los «derechos del hombre», que constituyen el fundamento
de las Declaraciones internacionales. En efecto, los derechos del hombre deben
referirse a lo que el hombre es por naturaleza y en virtud de su dignidad, y no a
las expresiones de opciones subjetivas propias de los que gozan del poder de
participar en la vida social o de los que obtienen el consenso de la mayoría»
(Discurso a los participantes en la asamblea general de la Academia pontificia
para la vida, 27 II.02)
Por desgracia, la ideología libertaria, con su consiguiente relativismo moral, al
quitar a la democracia su fundamento de principios y valores objetivos, ha
difuminado peligrosamente los límites de la racionalidad y de la legitimidad de la
norma. Eso ha debilitado profundamente el ordenamiento jurídico democrático
ante la tentación de una libertad desnaturalizada, es decir, de una libertad sin los
límites realmente liberadores de la verdad objetiva sobre la dignidad del hombre
y sobre los derechos inalienables de la persona humana (o sea, derechos
verdaderos, inseparables de la naturaleza del hombre).

Frente a la evidencia social de esta crisis del derecho y de la legalidad, los


dogmáticos del positivismo jurídico estricto y de la así llamada ética laica (es
decir, la que, suprimidas de los contenidos éticos las relaciones del hombre con
Dios y del hombre consigo mismo, ha reducido la moral únicamente a las
relaciones inter-subjetivas) buscan afanosamente criterios válidos para salir de la
crisis, criterios que puedan proporcionar fundamentos sólidos para las decisiones
jurídicas, para los programas políticos y para sus proyectos sociales. Pero tales
criterios no llegan más allá de los ofrecidos por conceptos como la opinión de la
mayoría, el orden de los valores democráticamente reconocido o el que se suele
llamar la verdad convencional.

La razón es obvia: la filosofía radical-liberal o libertaria, en la que se inspiran,


hace imposible la afirmación de una verdad objetiva sobre el hombre, es decir, de
una verdad incondicional: que sea independiente del número, que consista en las
convicciones más que en las convenciones, que no se deje reducir sólo a las
opiniones personales o al mero orden de valores reconocidos de hecho en una
sociedad, en una palabra, que sea una verdad natural, no artificial; objetiva, no
subjetiva; que, como demuestra la historia misma de la cultura, se presenta a la
razón antes de que sea iluminada por la Revelación cristiana; en definitiva, de
una verdad que precede y que va más allá del concepto mismo de democracia y
que no puede ser negada por ésta (cf. J. Herranz, «L’agonia del Diritto
agnostico», en Studi Cattolici, abril de 1994, pp. 166-171).

«Los elementos constitutivos de la verdad objetiva sobre el hombre –dijo Juan


Pablo II– y su dignidad están arraigados profundamente en la recta ratio, en la
ética y en el derecho natural: son valores anteriores a todo ordenamiento jurídico
positivo y que la legislación, en el Estado de derecho, debe tutelar siempre,
protegiéndolos del arbitrio de cualquier persona y de la arrogancia de los
poderosos» (Discurso a los participantes en dos congresos internacionales sobre
el derecho y la familia, 24 V. 96)

Persona y ley
Ya se sabe que la ética laica y el positivismo jurídico estricto (es decir, el que
rechaza los postulados de la ley «escrita en el corazón de cada uno», ya intuida y
razonada por la filosofía griega [3] y por el derecho romano [4] al margen del
Decálogo y antes de la Revelación cristiana) propugnan una separación
dogmática entre «moral privada» y «ética pública». La moral privada se fundaría
en los principios filosóficos particulares o en las convicciones religiosas de cada
individuo y, por eso, debería ser circunscrita al ámbito y al juicio de la conciencia
personal de cada ciudadano; en cambio, la ética pública sería la que es
determinada únicamente por el consenso mayoritario de la comunidad, es decir,
por la verdad convencional a la que acabamos de aludir. Por eso, la ética pública
sería la única fuente de los valores capaces de ofrecer democráticamente una
estructura moral a las leyes y, consiguientemente, al ejercicio legítimo de la
libertad.

Sin embargo, parece que esta separación absoluta, admitida en muchos sistemas
democráticos, en el fondo se apoya en un concepto muy pobre del derecho y de la
ley –cuya racionalidad objetiva y cuya función pedagógica de hecho son
ignoradas, pero también en un concepto igualmente pobre tanto de la libertad
como de la persona humana; de la libertad, porque no puede entenderse
razonablemente –en sentido moral– como una absoluta y siempre legítima
posibilidad de opción, incluso del mal; de la persona, porque no se puede negar al
hombre –sin ofender su dignidad– la capacidad de llegar mediante la razón al
conocimiento de la verdad: por sí solo o ayudado precisamente por la función
pedagógica de la ley.
En su libro «Memoria e Identidad», Juan Pablo II, desarrollando lo que había
escrito en el número 101 de la encíclica Veritatis splendor, refiriéndose al
«peligro de la alianza entre democracia y relativismo ético», escribe: «Después
de la caída de los sistemas totalitarios, las sociedades se sintieron libres, pero casi
simultáneamente surgió un problema de fondo: el del uso de la libertad. (...) El
peligro de la situación actual consiste en que en el uso de la libertad, se pretende
prescindir de la dimensión ética, de la consideración del bien y el mal moral.
Ciertos modos de entender la libertad, que hoy tienen gran eco en la opinión
pública, distraen la atención del hombre sobre la responsabilidad ética. Hoy se
hace hincapié únicamente en la libertad. Se dice que lo importante es ser libre;
serlo del todo, sin frenos ni ataduras, obrando según los propios juicios, que, en
realidad, son frecuentemente simples caprichos. Ciertamente, una tal forma de
liberalismo merece el calificativo de simplista. Pero, en cualquier caso, su influjo
es potencialmente devastador» («Memoria e Identidad», Madrid, 2005).

No creo que a estas consideraciones se las pueda tachar, desde el punto de vista
metodológico, de una especie de «fundamentalismo», de mezcla conceptual entre
moral cristiana y ley civil. En efecto, es verdad que el derecho se ocupa del orden
social; es decir, atañe al conjunto de leyes y costumbres legítimas que ordenan la
comunidad civil, la convivencia social. Pero si el hecho más destacado y positivo
del progreso de la ciencia del derecho en las sociedades democráticas,
especialmente en el siglo XX, fue precisamente el de poner en el centro de la
realidad jurídica a su verdadero protagonista, el hombre, fundamento y fin de la
sociedad, es obvio que el derecho de una sana democracia debe tener en cuenta –
y esta es una exigencia moral ineludible– cuál es la «verdad sobre el hombre»; es
decir, debe reconocer y tutelar el conjunto de exigencias –personales y sociales–
que brotan de la estructura ontológica de la persona humana, en cuanto ser
dotado de una naturaleza, dignidad y finalidad particulares.

Con razón –incluso desde el punto de vista de la filosofía del derecho– dijo Juan
Pablo II en el citado discurso a la ONU que esta «referencia a la verdad sobre el
hombre», sobre la que debe apoyarse la ley, «lejos de ser una limitación o
amenaza a la libertad», constituye en realidad «la garantía del futuro de la
libertad». En efecto, teniendo en cuenta el carácter central de la persona en el
derecho (piénsese, por ejemplo, en la Declaración universal de derechos
humanos) y también teniendo en cuenta que la persona humana es lo que es –no
lo que una u otra mayoría de opiniones piensa que es–, se deduce que la ley
realmente justa no puede apoyarse en una verdad convencional u opinable, sino
que necesariamente debe tener en cuenta cuál es la verdad ontológica de la
persona humana: la naturaleza de su ser, no sólo animal e instintivo, sino también
inteligente, libre y con una dimensión trascendente y religiosa del espíritu que la
ley no puede ignorar o mortificar [5].

De lo contrario, el derecho –aunque se lo quisiera llamar democrático y basado


en una ética pública– sería antinatural, esencialmente inmoral, instrumento del
fundamentalismo laicista, es decir, de un ordenamiento social totalitario, muy
lejano del recto concepto de laicidad del Estado. Aquí no hay espacio para el
relativismo ético, como no hay espacio para defender la legitimidad de un
derecho positivo divorciado de la moral, es decir, de la misma «verdad sobre el
hombre» que determina los contenidos y los límites de su libertad.

La verdad sobre el hombre


En las Actas de un simposio sobre el tema «Secularización y laicidad en la
experiencia democrática moderna» se lee esta incisiva afirmación, fruto evidente
de una dolorosa experiencia: «La dignidad de la persona no se salva con
declaraciones solemnes que tanto se reiteran en períodos de crisis, de
desconfianza hacia el futuro, entre la desesperación y la utopía. El hombre
únicamente recupera la seguridad y la confianza cuando vuelve a tener
conciencia de que su dignidad es intocable, no porque así lo haya decidido un
Parlamento o una Asamblea, sino porque así lo determina su propio ser personal»
(J. Vidal Gallardo, Actas del Simposio «Secularidad y laicidad en la experiencia
democrática moderna», San Sebastián 1996, p. 109).

Aludiendo, como ejemplo, a las presiones políticas para que algunos Parlamentos
reconozcan las uniones homosexuales como una forma alternativa de familia,
dice Juan Pablo II: «Se puede, más aún, se debe plantear la cuestión sobre la
presencia en este caso de otra ideología del mal, tal vez más insidiosa y celada,
que intenta instrumentalizar incluso los derechos del hombre contra el hombre y
contra la familia. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cuál es la raíz de estas ideologías post-
ilustradas? La respuesta, en realidad, es sencilla: simplemente porque se rechazó
a Dios como Creador y, por ende, como fundamento para determinar lo que es
bueno y lo que es malo. Se rehusó la noción de lo que, de la manera más
profunda, nos constituye en seres humanos, es decir, el concepto de naturaleza
humana como «dato real», poniendo en su lugar un «producto del pensamiento»,
libremente formado y que cambia libremente según las circunstancias»
(«Memoria e Identidad», p. 25).

Estas palabras parecen un eco de la conocida sentencia de Antonio Rosmini: «La


persona es la ley» y reflejan la urgencia y la tenacidad con que Juan Pablo II pide
fundar la estructura moral de la libertad (y, por consiguiente, de la ley) en la
«verdad del hombre».

En efecto, no cabe duda de que en la actual encrucijada de la historia ha cobrado


una importancia y una urgencia particulares la necesidad de dejar bien claro cuál
es la realidad de la persona humana, radicalmente diversa de todos los demás
seres existentes. Porque esta cuestión, rigurosamente filosófica, tiene
consecuencias muy graves y decisivas para el futuro de la humanidad: tanto en el
campo de la ciencia, y especialmente de la biología y de la genética, como en el
del derecho, la sociología y la política.

Para los creyentes, la «verdad sobre el hombre» no es una cuestión problemática,


sino una verdad plenamente adquirida, revelada. «¿Cuál es, por tanto, el ser que
debe venir a la existencia rodeado de tal consideración?», preguntaba san Juan
Crisóstomo, al considerar la grandeza de este ser singular creado por Dios «a su
imagen» (Gn 1, 27) y, por ello, inteligente y libre, consciente y responsable;
redimido del pecado y de la muerte por el sacrificio del mismo Dios hecho
hombre; elevado a la condición de hijo adoptivo de Dios y llamado a compartir,
con el conocimiento y el amor, la vida de su Creador. Y respondía el mismo san
Juan Crisóstomo: «Es el hombre, grande y maravillosa figura viva, más valioso a
los ojos de Dios que toda la creación; es el hombre; para él existen el cielo y la
tierra, el mar y la creación entera» (Sermones in Genesim, 2,1: PG 54, 587 d-588
a).

Por ello, Juan Pablo II en su primera encíclica, Redemptor hominis, escribió:


«Cristo Redentor (...) revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es –si
se puede expresar así– la dimensión humana del misterio de la Redención. En
esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor
propios de su humanidad (...) El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo
a sí mismo –no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos,
parciales, a veces superficiales e incluso aparentes–, debe, con su inquietud,
incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su
muerte, acercarse a Cristo. (...) En realidad, ese profundo estupor respecto al
valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, buena nueva» (n.
10).

Pero, ¿cuál es la «verdad del hombre» para los no creyentes, para las
inteligencias no iluminadas aún por la fe? Como he dicho hace poco, la respuesta
a esta apremiante pregunta –por parte de la filosofía de las ciencias biológicas–
conlleva graves y decisivas consecuencias para el futuro no sólo de la libertad y
de la democracia, sino también de la humanidad entera. Por eso, precisamente
acerca de esta cuestión primaria resulta más urgente –como Juan Pablo II deseaba
en su encíclica Fides et ratio– el diálogo sereno y constructivo entre la filosofía y
la Revelación, entre Atenas y Jerusalén, entre la razón y la fe.

«La Revelación –dijo el Papa– propone claramente algunas verdades que, aun no
siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca
descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola» (Fides et ratio, 76). Por eso, a
propósito de la expresión «circularidad entre fe y filosofía» que aparece en la
encíclica (cf. ib., 73), el cardenal Ratzinger comentó que se entiende en el sentido
de que la teología parte de la palabra de Dios, «pero, dado que esta palabra es
verdad, la colocará siempre en relación con la búsqueda humana de la verdad,
con el compromiso de la razón por la verdad»; a su vez, también la filosofía «del
mismo modo que debe estar a la escucha de los descubrimientos empíricos, que
se realizan en las diversas ciencias, así debería también tomar en consideración la
sagrada tradición de las religiones y sobre todo el mensaje de la Biblia»
(Conferencia sobre la encíclica «Fides et ratio», 17 XI. 98).

En este horizonte de la «circularidad entre fe y filosofía», de su diálogo, es decir,


en la búsqueda humana de la verdad, se sitúa ciertamente la cuestión primaria de
la «verdad sobre el hombre», sobre la persona humana. Lo recordó expresamente
Juan Pablo II: «Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una
originalidad peculiar de la fe. El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad
y de la libertad de los hombres ha influido ciertamente en la reflexión filosófica
que los modernos han llevado a cabo» (Fides et ratio, 76).

Pensando en la necesidad de desarrollar aún más esta reflexión filosófica –


metafísica– en diálogo constructivo con el mensaje bíblico sobre la dignidad del
ser persona, pero también estando atentos a los descubrimientos aportados por las
ciencias biológicas y genéticas sobre el origen y el desarrollo del ser humano, me
parece que se plantea en primer lugar un desafío: superar precisamente los
prejuicios. Sin este requisito metodológico primario, el diálogo «circular» y
constructivo entre fe y filosofía, entre biología y metafísica, no sería posible. Sin
embargo, debe ser posible. Porque –conviene repetirlo– la noción de persona
humana, la «verdad sobre el hombre» no es una cuestión meramente académica,
sino un profundo problema existencial, sin cuya solución –en el ámbito de la
razón– no sería posible recuperar el sentido y el valor de la ética y del derecho: es
decir, «la estructura moral de la libertad».

Este es el desafío que plantea tenazmente el magisterio profético de Juan Pablo


II: la esperanza fundada de un futuro de bien –más justo y pacífico– para la
humanidad reside en el redescubrimiento ético y en la defensa jurídica del íntimo
vínculo que existe entre estos dos términos inseparables: «libertad» y «verdad».
Él mismo ha dicho: «Una cultura sin verdad no es una garantía, sino más bien un
peligro para la libertad» (Discurso a los participantes en el encuentro mundial de
profesores universitarios, 15 IX. 2000).

Juan Pablo II nos impulsa a tener la valentía de la verdad mediante un serio y


clarividente diálogo «circular» que comprometa simultáneamente y sin prejuicios
la razón y la fe. Sin esta valentía no podrá haber nunca una verdadera cultura de
la libertad: de la libertad natural, que se funda en la misma dignidad de la
naturaleza creada del hombre, y de la otra libertad más alta –la libertad de los
hijos de Dios, contra la esclavitud del pecado y de la muerte–, que Cristo
Redentor nos conquistó en la cruz.

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