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El poder y la revolución de la
imagen
Introducción
Cuando en 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial, nadie podía imaginar lo cruenta que iba a ser
una guerra mecanizada. La confianza en el progreso y en el futuro con la que había nacido la
modernidad quedó truncada tras estos años. Toda una generación de jóvenes estuvo marcada por
esta contienda, y buena parte de esta generación perdió la vida en el campo de batalla.
Curiosamente, los líderes europeos habían vendido la guerra con un lenguaje manido y retórico
propio del siglo XIX: patria, honor, sacrificio, como una guerra destinada a acabar con todas las
guerras. La propaganda y la censura contribuyeron a idealizar la contienda, aunque como es sabido
la realidad fue bien distinta.
Una de las consecuencias de esta guerra fue la abertura de una brecha generacional entre los que
habían luchado y sus mayores civiles. La vida de las imágenes en el arte también quedó afectada, los
artistas se inclinaron por una mayor implicación en la construcción de una nueva sociedad, es decir,
de posicionarse políticamente. El artista tenía una responsabilidad con la realidad circundante. De
esta forma, el arte se convirtió en una herramienta de denuncia y cambio, dada la confianza en el
poder transformador del arte.
Contamos con una serie de propuestas en las que la creencia en el poder de la imagen para
transformar la realidad es clave. Son propuestas en las que sobre todo vamos a observar la voluntad
del artista de abandonar cualquier posicionamiento individualista. Se trata de indagar en la relación
del individuo con las condiciones del entorno, realizando un arte válido para el pueblo.
Proclamar la libertad frente al papel era proclamar la libertad absoluta del mundo. y esta dimensión
ética es la que conducía al movimiento hacia un compromiso político de izquierdas en los años
siguientes. Sin embargo, esta relación política no fue siempre fácil. A diferencia de lo que creía el
partido comunista, para el surrealismo la revolución política tenía que ser una consecuencia de la
transformación de la vida, y no al revés.
Desde la aparición del primer numero de la revolución surrealista en 1924, los textos estuvieron
acompañados de imágenes. Lógicamente, la pintura surrealista no podía ser realista, pero el rechazo
a esta imitación no significaba reducir al arte abstracto. Por tanto, el surrealismo no abandonará la
representación, sino que buscará en la pintura una alternativa al ojo físico, buscar un ojo mental, en
estado salvaje con el que socavar las experiencias mentales. Para ello se utilizará el sistema de
representación figurativa, acompañado de composiciones repletas de imágenes inesperadas.
Un buen ejemplo es la obra de Max Ernst, cuyo uso del collage fue interpretado como la más
fidedigna trasposición del poder poético de la escritura automática a la pintura. El método de trabajo,
entre el collage y fotomontaje, generaba imágenes cercanas a la construcción onírica, teniendo los
fragmentos una significación alejada de la lógica, generando un universo de interpretaciones
polisémicas, propio de los sueños. Más particularmente
podríamos traer a colación La chanson de la chair u le chien
qui chie (1920) o Celebes (1921).
La polémica sobre la pintura surrealista estaba servida: Existía una contradicción entre la traducción
de las imágenes del inconsciente y la utilización para este fin de una técnica que requería del uso más
estricto de la conciencia. Al coger un lápiz y ponernos a representar el inconsciente, en realidad se
está perdiendo la espontaneidad que en el ámbito de la escritura podía tener la escritura automática.
Esto fue precisamente lo que Salvador Dalí podía ofrecer a través de su método paranoico-crítico.
Con el empleo de la paranoia como una forma de aproximación a la realidad, el surrealismo
encontraba la solución perfecta a la brecha que tenía que salvar. Mediante el método de Dalí, los
objetos cotidianos pasaban a relacionarse de una forma inesperada, abriendo las puertas del acceso
a lo maravilloso. De esta forma, Dalí demostraba la
posibilidad de investigar en ese gran banco de imágenes que
era el inconsciente. Así, tendremos obras como Le Jeu
lugubre (1929) o El gran masturbador (1929).
Otra aportación de Dalí va a ser el impulso que daría al objeto surrealista a partir de la formulación
de esos objetos de funcionamiento simbólico. Con estas dos aportaciones: método paranoico-crítico
y esta reivindicación de los objetos de funcionamiento simbólico, el surrealismo se embarcó de nuevo
en la misión de encontrar la manifestación surrealista por excelencia, aquella que podía escapar de
las contradicciones. Así pues, fueron los objetos los que ocuparon este lugar.
Así pues, durante la década de los años 30, el surrealismo iba a reivindicar estos objetos como
catalizadores para la materialización del deseo. Tenemos tres tipos de objetos: objetos encontrados,
objetos fabricados y objetos-poema.
• “El objeto, tal y como se revela en el experimento surrealista” Salvador Dalí (1931)
Este radicalismo político cristalizó en las artes plásticas en torno al conocido Grupo de Noviembre,
un grupo que corresponde a la iniciativa que acogió a la mayor parte de los artistas expresionistas y
a la plana mayor de los arquitectos de los años 20. Se consideraban a sí mismos “artistas radicales”,
un término entendido a la luz del movimiento obrero. La premisa común de estos artistas era su
vínculo con la Revolución de Noviembre y su creencia en la utopía de un hombre nuevo. Como
oposición a este grupo que entendía que lo radical y lo progresista no se podía cifrar en lo puramente
estético, sino que también tenía que estar plasmado en lo político: Grosz, Höch, Hausmann, Dix,
Schlichter, Hausmann formaron este
grupo que fue el germen de la Nueva
Objetividad, un término consagrado
en 1925 con motivo de la Exposición
de Manheim.
En cambio, ellos apuestan por una revolución artística que se posicione al lado del proletariado que
abogue por una igualdad, el valor al trabajo y la liberación de la explotación burguesa. Pretenden ser
eco de las necesidades de las masas y ser parte activa en la construcción de una nueva sociedad.
De lo que se trataba era de una confrontación entre dos formas de entender el arte: por un lado, una
forma burguesa individualista y burguesa en la que el artista se situaba en un plano distinto a la
realidad, como un creador de nuevas realidades y contenidos profundos; por otro lado, aquellos
artistas que creían en un arte implicado en la realidad, una realidad que era fea, manchándose de
sangre y barro en la construcción de un nuevo orden social.
Aquí tenemos algunas de las imágenes de Otto Dix, donde presenta todo este ambiente republicano
en obras como Los mutilados de guerra jugando a las cartas (1920), o el tríptico de La gran ciudad
(1927-28), donde se denuncia los males de esta sociedad, donde también encontramos estos
ambientes despreocupados e hipócritas que ponen de manifiesto la bajeza moral de la época. Otro
ejemplo sería la del propio John Heartfield, con Adolfo, el Superhombre, traga oro y escupe basura
(1932), del que también podemos meter en la misma línea.
• Manifiesto del Grupo Rojo (1924)
Grosz, Karl Witte y John Heartfield, que siguen haciendo fotomontajes políticos cargados de fuerza,
fundan en 1924 el Grupo Rojo, una asociación de pintores y dibujantes comunistas, que se presenta
en el Manifiesto como grupo nuclear para una organización cada vez más amplia de todos los artistas
revolucionarios proletarios de Alemania.
Defiende un arte no individualista y denuncia la situación del arte de su momento vinculado a la élite
y a la clase burguesa. Considera al arte expresionista individualista e inmerso en un mercado
capitalista, pero vacío de contenido y de compromiso.
Igualmente alude a otros estilos y gustos tanto academicistas (pone el ejemplo de Makart, pintor
academicista austriaco del siglo XIX) como vanguardistas para definir una realidad artística que
rechaza.
El punto de partida de esta implicación lo situamos en la Ashcan School, una especie de academia
que dirigía Robert Henri. Desde su escuela y sus estudios, este mostraría un rechazo hacia el
academicismo y a los ecos de las escuelas de Barbizon y Dusseldorf que aparecían en los cuadros de
quienes habían estudiado en el extranjero. Entre estos artistas se encontraban nombres como los de
George Luks (Hester Street, 1905), Everett Shin (Crowded Street, 1910), John Sloan (McSorley’s Bar,
1912), incluso Edward Hopper (Macomb’s Dam Bridge, 1935), alumno de Henri.
Muchos de estos artistas formaban parte del equipo artístico de los periódicos de Filadelfia, y estaban
convencido de que la vida de las calles en la ciudad constituían el estímulo del arte más vivo. También
de Edward Hopper destacamos Drug Store (1927), donde observamos este interés por la calle, por el
entorno, en definitiva, por el propio contexto en el que los artistas norteamericanos estaban
viviendo.
Robert Henri preconizaba que el arte dependía de una intención social, que la verdad era más
importante que la belleza y que la vida era más importante que el arte. Para él, la realidad se
encontraba en el día a día, en los sucesos cotidianos de la gran ciudad y en los problemas sociales
resultantes de la rápida urbanización de Estados Unidos, lo que se observa perfectamente en algunas
de sus obras, como es el caso de Street Scene with snow (1902), o Gypsy Girl (1915).
Tenemos que tener en cuenta también que la Exposición Internacional de Arte Moderno en 1913,
“Armory Show”, supuso un momento decisivo en la evolución del gusto artístico norteamericano.
Tras la I Guerra Mundial muchos artistas pasaron temporadas en Europa, y sobre todo en París, donde
pudieron ver el triunfo del cubismo. Así, en la década de los 30, la Gran Depresión, muchos de los
artistas reaccionaron a la crisis en un plano de lucha intelectual. En este sentido, fueron muy
importantes algunos puntos de encuentros en el país como fue el Congreso de Artistas
Norteamericanos de 1935, que se preocupó por la acción política y el bienestar económico de
artistas; la Administración para el Progreso del Trabajo, una agencia gubernamental fundada en
1933; o el Proyecto Artístico Federal. Todas iniciativas que sirvieron para unir más a los artistas y para
dotarles de un sentido de identidad como clase.
El texto trata el tema de la existencia de un arte nacional en Norteamérica. Lo que ocurre es que un
arte nacional no se limita a poseer una temática o una técnica concretas, sino que entran en juego
una serie de condiciones fundamentales propias de un país, y por ende, de las relaciones entre esas
condiciones y el individuo.
Para definir el arte estadounidense primero habría que hacer una apreciación de las grandes ideas
originadas en el país, y luego conseguir la libertad para expresarlas. De esta manera, ello unido a una
técnica fluida que responda a la inspiración y entusiasmo, se obtendrá un arte característicamente
norteamericano, represente el tema que represente. El artista conseguirá expresar su propia actitud
ante la vida, e inconscientemente, estará testificando su nacionalidad con cualquier expresión
artística que lleve a cabo. Se distingue a un artista que imita del que no cuando este alcanza el poder
de manifestar sus propias ideas, y así es.
En el texto también se comenta que no es posible crear un arte norteamericano desde fuera del país,
no basta con comprender el valor de su expresión, porque el arte es demasiado emocional como
para responder simplemente a una disciplina. Se trata de que el artista sienta en su interior la
necesidad de expresar las ideas de su patria. Reivindicar la belleza de su propio entorno, así es como
el artista norteamericano desarrolla su arte.
Henri se niega a acoger la idea de que todo lo que se espera de Estados Unidos en materia artística
se resume en los conceptos de novedad y destreza. Novedad de descubrir las ideas de otro, destreza
para presentarlas y después, la novedad de encontrar algo pintoresco en el país junto con la destreza
para presentarlo. ¿Acaso depende el desarrollo del arte norteamericano de la destreza o del valor de
lo que se presenta? Como idea final y resolutiva de la cuestión del arte nacional en Estados Unidos,
Henri establece que lo único que se requiere para el progreso artístico es la destreza para mostrar
públicamente las ideas que se gestan y desarrollan en esta nación.
Este artículo trata de la situación artística, social y económica del artista norteamericano en el campo
de las Bellas Artes. Davis expone de manera precisa la situación en que ha vivido el artista tanto en
tiempos del pasado inmediato como en su presente. La explotación ha sido permanente, pues
primero ha sido explotado por un mercado dominado por la burguesía, marchantes y galerías, y
después ha pasado a ser explotado por el Estado.
Hablamos de iniciativas estatales de la administración Roosevelt como el Federal Art Project que
intentaba asegurar un lugar al artista en la sociedad como uno de los medios para reactivar la
economía después del Crack de 29, y decorar los edificios públicos con obras de arte, generalmente
pinturas murales y esculturas (participaron, entre otros, Thomas Hart Benton o los mexicanos
Siqueiros, Orozco y Rivera).
Davis dice que esa protección por parte de la administración no es más que una pantalla, puesto que
en el fondo los poderes públicos siguen sirviendo a los intereses privados y que las promesas no se
han cumplido en su totalidad. Es cierto que la situación de los artistas mejoró algo después de los
años veinte, pero lo cierto es que mucha de esa mejora fue debido a que los propios artistas se
asociaron creando la Unión de Artistas de Nueva York, con la finalidad de defender sus intereses,
reclamar sus derechos como trabajadores.
En el texto también reclama la independencia del arte al margen del poder y de la política
argumentando que todo arte que no se realiza en libertad es fascismo (por ejemplo, Alemania), y cita
como ejemplo la destrucción de un mural realizado por Diego Rivera para el millonario Rockefeller
(“El hombre controlador del universo”).
Estamos ante una carta de réplica de Stuart Davis hacia el crítico Henry J. McBride, en la que, en la
entradilla ya nos revela las claves de su escrito. Davis primero agradece su favorable crítica hacia sus
obras expuestas en las Whitney Galleries, pero le reprocha un detalle: Habiéndole catalogado como
pintor norteamericano, sostiene que su estilo pictórico se adhiere al francés, algo con lo que, sin
duda, Davis no está de acuerdo.
La segunda parte del texto se centra en explicar esos motivos por los cuales no está de acuerdo con
esos detalles de la crítica de McBride. Afirmar la oposición entre el arte francés y el estadounidense,
demuestra que el segundo existe, pero lo cierto es que no. No ha habido ningún pintor que, desunido
de los modelos europeos, haya creado un estilo único, tras lo que procede a enumerar a pintores
estadounidenses cuya producción artística siempre ha tenido algo que ver con el arte gestado en
Europa. Seguidamente, lanza otra pregunta cuya respuesta, de nuevo, es negativa: ¿Acaso la pintura
estadounidense, visto lo visto, podría llegar a exponerse junto a obras de arte europeas, de una
manera totalmente aislada y diferenciada? A fin de cuentas, es inevitable que terminemos aceptando
y asumiendo las influencias que Europa puede aportar al arte norteamericano, situando a Picasso
como ejemplo ilustrativo de las influencias.
Por tanto, Davis va demarcando el proceso de aprendizaje por el que ha de pasar un pintor antes de
ser capaz de desarrollar un estilo y un arte propio y único: Primero ha de buscar influencias e
inspiración en otros artistas, en otras escuelas. Davis rechaza los dos extremos, es decir, el rechazo
hacia artistas que prefieren inspirarse en Picasso, en vez de en Rembrandt o Renoir, y la negación a
aceptar cualquier influencia.
Para cerrar el escrito, Davis concluye con la idea de que, pese a que su obra tiene influencias
extranjeras, él nunca dejará de ser norteamericano, ya que vive allí, y pinta allí.
A la Escuela de Robert Henri, Stuart Davis la sitúa como la responsable de eliminar del arte las
connotaciones academicistas e insertarlo en la vida social actual. Sí es cierto que se le atribuye una
tendencia hacia el individualismo anárquico, ya que no permitía la entrada a su esfera artística de
ideas relacionadas con superioridades raciales, nacionales o clasistas.
Esta escuela permitió que sus alumnos se empaparan de los valores sociales y desarrollaran un
sentido crítico. En ellos infundió una confianza para creer en sus propias concepciones, lo cual dotó
a la escuela de gran franqueza y personalidad propia.
Fue el tema “antiartístico” en torno al que giró el proyecto de Henri, pues, como bien hemos dicho
anteriormente, si las reglas académicas se eliminan, lo correcto sería que se establecieran otras
acordes a los nuevos objetivos. Es decir, demasiada importancia a la temática frente a la técnica, que
quedó descuidada. De ahí a que la confianza en la vitalidad del tema para salvaguardar el interés del
público impidió una apreciación objetiva de la dinámica de las relaciones entre el color y el espacio,
según establece Davis al final de este fragmento.
En este nuevo estado mexicano obrero y anticolonial el arte va a ocupar un arte preferente, y es que
además desde las propias estancias oficiales se impulsó un arte popular que habría de servir para
exaltar los ideales revolucionarios y divulgarlos entre las masas, que mayoritariamente, eran
analfabetas. De ahí la expansión del muralismo mexicano en estos años, a través de las cuales se
explica cómo el arte va a asumir este papel propagandístico en el Nuevo México. Contamos con
imágenes del propio Diego Rivera que serán representativas de lo comentado, tales como La vida en
los tiempos Aztecas (1929-35) o El hombre en la encrucijada (1934), así como de David Siqueiros
(Del porfirismo a la Revolución, 1957-66) o José Orozco (Zapatistas, 1931).
• Manifiesto del Sindicato de Trabajadores Técnicos, Pintores y Escultores, Ciudad de México
(1922)
Este texto se entiende como una declaración social, política y estética que va dirigida a todas aquellas
personas que se han sentido atrapadas en un sistema anticuado e inhumano que solo beneficia al
pudiente y al poderoso en detrimento del obrero y del campesino. En concreto, hace referencia a los
trabajadores de la tierra, a los obreros de la ciudad, incluso a los indígenas.
Tras esa demostración de apoyo a estos sectores de la población, habla el texto sobre el arte del
pueblo mexicano, caracterizándolo como la mayor expresión espiritual de la tradición e historia del
pueblo. Una historia colectiva con la que se pretende acabar con el individualismo burgués y su arte
de caballete, pues todo arte que proceda de intelectuales es aristocrático, y por tanto, se rechaza.
En su lugar, en el texto se aboga por la expresión monumental del arte, entiendo, a través del
muralismo, porque tal se considera de propiedad pública. Aquí es cuando se inicia la transición social
hacia un orden artístico nuevo, dentro del cual los artistas han de esforzarse por crear un arte
aceptado por el pueblo, porque el propósito principal de este sindicato es la creación de un arte para
todos, que, a su vez, anime la lucha de los obreros.
Por otra parte, sus ideales comunistas y el arte como producción colectiva quedan bien reflejados y
son la aspiración que le movieron en todas las iniciativas (por ejemplo, creación de un sindicato de
pintores y escultores).