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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

ELABORACIÓN HISTÓRICA DEL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN.

La palabra “constitución” proviene del verbo latino “constituere”, que


significa ordenar, formar, integrar, configurar. De ella deriva la locución
“constitutio”; arreglo, disposición, organización. Por esta razón, no debe
extrañar, entonces, que en el lenguaje corriente, el vocablo constitución, se
emplee para significar el modo de ser y de estar de las cosas en general.
En tal sentido se habla de la constitución física de una persona (débil o
robusta), de la constitución química de cierta combinación (simple o
compleja), etc. En las disciplinas políticas el vocablo alude a los caracteres
de la unidad política (polis, imperium, estado); a su modo de ser y a las
normas o reglas que le dan su fisonomía. En síntesis, se comprende por
constitución del Estado el conjunto de normas y reglas -escritas o no
escritas, codificadas o dispersas- que forman y rigen su vida política. Es
éste el alcance que Aristóteles atribuía a la locución “politeia”, cuando
expresaba que es “el principio según el cual están ordenadas las
autoridades públicas”.

Ahora bien, “como no se concibe ninguna unidad política, ningún


Estado, sin alguna manera de organización en su ser y en su gobierno, se
deduce fácilmente que toda unidad política tiene su constitución y que,
bajo ese aspecto, todo Estado es constitucional”. Como dice Bidart, “toda
formación política, por precaria que haya sido, ha tenido alguna estructura
constitucional, y en su medida, alguna constitución como norma básica y
como realidad. El constitucionalismo es tan viejo como la humanidad,
porque creemos que desde su origen, el hombre actualizó, necesariamente,
su apetito de vida política; y todas esas organizaciones, aun
rudimentarias, han tenido “su” constitución, su orden y su modo de ser.

En el mismo sentido, anota Carro, “los grupos sociales no pueden


vivir sin que sus miembros mantengan un mínimo de relaciones; pero
desde el momento en que estas relaciones entre las personas que
constituyen el grupo se repiten a través del tiempo y con la misma
intensidad, estas relaciones dan lugar a la aparición de los órganos e
instituciones que también mantienen vinculaciones entre sí. Todo este
entramado de relaciones viene a ser la constitución de ese grupo político.
La constitución, pues, es la organización fundamental de las relaciones de
poder del Estado.

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Este concepto amplio de constitución, al cual, como ya hemos dicho,


los griegos denominaban con el vocablo “politeia”, pasó a Roma con la
expresión “Rem publican constituere”, o sea, constitución de la
“Respública”. En la Edad Media, el término constitución se reserva para el
ámbito de la Iglesia: constituciones monacales, constituciones pontificias.
En el terreno temporal, son otras las expresiones utilizadas: Cartas,
Fueros, Leyes fundamentales. Es evidente que en estas manifestaciones de
la idea constitucional se encuentra el propósito de limitar y organizar un
poder, en principio absoluto e ilimitado del monarca. Se considera a estas
leyes fundamentales como el eje de una larga y secular evolución, durante
la cual, lenta y gradualmente, iba cambiando el concepto que se tenía de la
esencia y titularidad de la soberanía; iba transformándose el contenido y
alcance de las mismas leyes fundamentales e iban igualmente variando los
trámites y exigencias de su formación. Partíase, a los comienzos, de la idea
que la soberanía, aunque fraccionada entre grupos sociales y señores,
radicaba, como en su supremo grado y en última instancia, en el Rey. Y
fueron los grandes señores (eclesiásticos y seculares) y el Rey quienes, al
impulso de las circunstancias y de conveniencias propias, concedían a los
pueblos y ciudades Cartas de fundación, Fueros y privilegios por los que se
gobernaban; especies que, en términos modernos, llamaríamos Cartas
otorgadas. Y esas Cartas y Fueros iban adquiriendo cierta estabilidad
jurídica e inviolabilidad, garantizados como estaban por el juramento del
Príncipe que los concedía, y por la persuasión que se fortificaba en los
pueblos mismos, considerándolos como propios. Llegó el tiempo en que no
sólo la nobleza y el clero, sino también el estado llano de pueblos y
ciudades tomaba asiento en las Cortes y participaba -como el Rey- en la
elaboración de las leyes o de todas o de algunas que se refiriesen a asuntos
graves de la nación: nuevos impuestos, guerra, juramento de Príncipes,
etc. Con ello, Leyes, Fueros y Cartas formaban un cuerpo legal de
categoría especial, cuerpo que se imponía al respeto de reyes, señores y
ciudadanos y en cuya observancia se cifraban la estabilidad de la vida
ciudadana y la paz del reino: eran las Leyes fundamentales.

Así nacía la dualidad del Rey y del Reino, ligados por una especie de
contrato -cuyas condiciones constaban en las leyes fundamentales- que no
podía modificarse sin mutuo consentimiento. A fortalecer esta concepción
política contribuía la ideología proveniente de la Edad Media y que iba
prevaleciendo en la mente y escritos de los sabios y se infiltraba en el
ambiente social: la soberanía, proveniente en último término de Dios,
radica originariamente en la sociedad, que para su ejercicio puede

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transmitirla a determinados gobernantes condicionada con determinadas


limitaciones que se traducían en una especie de contrato fundamental.

Así se modelaba y perfeccionaba la figura del contrato entre el Rey y


el Reino, entre el Rey y los brazos sociales que, reunidos en Cortes,
elaboraban las leyes a las que todos debían acatamiento.

No tardaron en aparecer las doctrinas iusnaturalistas, Hobbes,


Locke y Rousseau, y al contrato entre el Rey y la sociedad, lo sustituyó el
mero contrato social. El Rey se va esfumando, y es la sociedad misma la
que entre sus miembros concibe y realiza el contrato. No es que se elimine
totalmente al Rey. Pero el Rey es parte, un órgano en el engranaje político
social, un funcionario, aunque de la más alta categoría. Pero el autor del
régimen político, de las leyes fundamentales, de la Constitución, es la
sociedad. La revolución francesa vino a poner el sello a estos principios
infundiéndoles, además, el espíritu enciclopedista y laico. Destruida la
antigua contextura social y política con la abolición de los gremios, y
suprimidos el clero y la nobleza como cuerpos representativos de la
nación, quedaba le tiers Etat, el Estado llano, como único representante de
la sociedad.

Pocos años antes, y al otro lado del Atlántico, los nuevos Estados
norteamericanos, al constituirse como naciones independientes y al
redactar su Constitución, introducen, junto a la organización de los
poderes, una tabla de Derechos Humanos como base de su gobierno. Con
esto están ya configurados todos los elementos para formular el concepto y
tipo especial de Constitución, característico de la época constitucionalista
que, comenzando a fines del siglo XVIII, aún perdura en nuestros días.

PRINCIPIOS DEL CONSTITUCIONALISMO CLÁSICO.

El concepto de constitución que va a emerger en la época moderna


representa, en cierta forma, una síntesis de la evolución reseñada y da
origen al movimiento que se conoce como Constitucionalismo Clásico. Se
trata de un concepto cualificado de constitución, ya que esta calificación
no se otorga a cualquier complejo normativo del poder político, sino que
sólo a aquel que se configura de acuerdo a ciertas pautas más o menos
rígidas.

¿Cuáles son estos principios fundamentales que postula el


constitucionalismo clásico? En forma sucinta se pueden enunciar los
siguientes:

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1) Supremacía de la Constitución; 2) Derechos fundamentales y sus


garantías; 3) Separación de funciones, y 4) Titularidad del poder
constituyente en el pueblo o en la nación.

1) Supremacía de la Constitución y su tutela.

Esto significa que en el orden jurídico establecido por la


Constitución, las normas tienen distinto valor y jerarquía: la Constitución
misma, las leyes ordinarias, los decretos, etc., de donde nacen una
graduación jerárquica y el principio que se denomina “supremacía de la
Constitución”. La Constitución establece un orden jurídico-político, de
donde brota la autoridad del Estado dentro del marco que la misma
determina; comprende y abarca toda la vida jurídica del Estado. Por ello:
“la sola existencia de una Constitución basta para afirmar que el Estado
de Derecho, creado por ella, excluye todo el derecho que no nazca de ella,
explícita o implícitamente, porque ninguna manifestación de voluntad
colectiva o personal, de autoridad o de libertad, es apta para crear un
derecho que, de una o de otra manera, no tenga origen en la voluntad
constituyente, expresada mediante la Constitución”. Como explica Sánchez
Agesta, la Constitución determina y fundamenta el orden jurídico,
unificándolo a través de dos vías. Por la primera establece una serie
jerárquica de competencias, instituyendo los órganos a quienes
corresponde sancionar el derecho, legislar, reglamentar, administrar y
juzgar, pero sin determinar el contenido concreto de estas diversas formas
de actuación del poder; de esta manera, la Constitución funda la unidad
del ordenamiento jurídico desde el punto de vista formal, mediante la
coordinación y unificación del poder del Estado. La unidad resulta, pues,
únicamente de la jerarquía de competencias en que cada órgano inferior
queda sujeto y determinado por el órgano que ejerce una competencia de
rango superior.

Por la otra vía, la Constitución determina el contenido a través de su


fin. La unificación jurídica, concretada por la primera vía, carece de
sentido si no se le da un contenido concreto y material. “A la jerarquía
formal se suma una jerarquía material de fines y valores que determinan
la definición, interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico; esto es,
que realizan la unidad estática y dinámica sobre la base de la
Constitución”. El principio de la supremacía de la Constitución representa
uno de los pilares básicos del constitucionalismo. Ahora bien, ¿cómo
obtener que se cumpla en la práctica? ¿Cómo lograr que él no represente
sino una mera formulación doctrinaria? Se trata de asegurar que los

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poderes creados por la Constitución se desenvuelvan dentro de los límites


que ésta les ha designado: si una norma es inferior debe conformarse con
la superior. “Se persigue que toda ley, en sentido lato, toda regla jurídica
general, sancionada por la autoridad pública y obligatoria para el pueblo,
respete el valor jerárquico que la Constitución establece. En definitiva, se
trata de garantizar el orden jurídico constitucionalizado y la supremacía
formal y material de la Constitución”.

En tal sentido, una de las primeras medidas de protección, se


encuentra en los propios textos constitucionales, ya que la generalidad de
ellos, en forma explícita o implícita, hacen referencia a la superlegalidad y,
como corolario, se manifiesta que ninguna norma o precepto legal, decreto
o tratado, puede prevalecer frente a las disposiciones expresas de la
Constitución. Otras formas de protección y garantía del orden
constitucional se manifiestan también en el “juramento” o “promesa” de
cumplir y hacer cumplir la Constitución, que los ocupantes de los cargos o
roles de mando deben prestar al entrar en funciones, con las
responsabilidades inherentes a su quebrantamiento. Con todo, el
constitucionalismo concibió mecanismos y técnicas de mayor envergadura
con miras a la preservación del principio de la supremacía. Son los que
pasamos a desarrollar.

a) Rigidez constitucional. El principio de la supremacía


constitucional queda reforzado y reafirmado cuando se establece
que las disposiciones contenidas en la Constitución no pueden
ser modificadas ni derogadas en los mismos términos que las
leyes ordinarias. Se estima entonces que se está en presencia de
una Constitución rígida.

Si la Constitución y sus disposiciones son susceptibles de derogarse


o modificarse por el órgano legislativo, valiéndose del procedimiento
ordinario, se entiende que la Constitución es flexible. La filosofía de las
constituciones flexibles aparece expresada en la Constitución de la
República Jacobina francesa de 1793, que en su artículo 28 disponía el
“derecho a revisar, reformar y cambiar la Constitución, puesto que una
generación no puede someter a su voluntad a la generación futura”.
Inglaterra posee una ordenación constitucional propiamente flexible. Sobre
la base del “derecho consuetudinario” (common law), que no es escrito,
descansa en una pequeña sección escrita llamada “leyes estatutarias”
(statute law), y que puede ser reformada en cualquier momento por el
Parlamento, sin llenar formalidad complementaria alguna. Por tanto, desde

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un punto de vista meramente formal, la legalidad constitucional y la


ordinaria se encuentran en un mismo nivel.

Los países de la Commonwealth, en cierta medida, se mantienen


dentro del esquema de constituciones flexibles. La Constitución de Nueva
Zelanda, por ejemplo, declara en su primer artículo: “Será legal que el
Parlamento de Nueva Zelanda, mediante Acta o Actas, altere en cualquier
momento todas o algunas de las disposiciones de la Constitución de 1852
(reformada en 1947)”.

Como ya se ha expresado, para el constitucionalismo clásico, sólo


las constituciones rígidas dan suficiente garantía al principio de la
supremacía y son consideradas, por lo mismo, como constituciones
propiamente tales. Cabe puntualizar que la exigencia de la rigidez no
implica que las constituciones sean irreformables o pétreas. Este punto de
vista, sostenido por el racionalismo (una Constitución válida para todo
Estado y para todos los tiempos), se encuentra desde hace mucho tiempo
superado, ya que es un punto pacífico en doctrina, que las disposiciones
del texto constitucional deben adaptarse -como toda institución- a los
requerimientos de las necesidades originadas en el seno social donde ella
se aplica. El desfase que puede originarse entre el ordenamiento
fundamental y la realidad social, puede, sin duda, precipitar un quiebre
constitucional. A fin de no producir el inmovilismo que origina una
Constitución excesivamente rígida, ni la inestabilidad a que puede
conducir una Constitución extremadamente flexible, se han ideado
diversos procedimientos que procuran mantener un adecuado equilibrio en
el proceso de reforma o revisión de la Constitución. Lo anterior no obsta a
que algunas constituciones declaren irreformables ciertas disposiciones -
denominadas por ello, cláusulas pétreas- en atención a que su contenido
tiende a preservar valores que se consideran esenciales para la
comunidad. Por ejemplo, la Constitución italiana de 1947 prohíbe cambiar
la forma republicana de gobierno; la alemana de 1949, la forma de estado
federal. La Constitución francesa de 1958, prohíbe procedimientos
reformistas “cuando la integridad del territorio está en peligro” (art. 89).

Los tres sistemas más generalizados son:

La revisión se efectúa por el órgano legislativo, pero con sujeción


a quórum y formalidades especiales. En los Estados Unidos, por ejemplo,
la reforma puede ser efectuada por una convención especialmente elegida
o por el Congreso, con mayoría de dos tercios. En la práctica se ha

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empleado siempre este último procedimiento. Más de un estudioso de la


Constitución norteamericana se ha preguntado si, de haber sido más
viable el procedimiento de enmienda, hubiera podido evitarse la Guerra de
Secesión. En efecto, de tiempo en tiempo y en los años que precedieron al
estallido de esa guerra civil, se intentaron algunas enmiendas a la
Constitución que hubieran podido satisfacer al norte y al sur, pero
ninguna de estas propuestas obtuvo el suficiente apoyo.

En la Constitución chilena de 1925, el procedimiento de reforma


suponía la intervención de ambas cámaras por separado; del Congreso
Pleno; del Presidente de la República; y, eventualmente, de la ciudadanía a
través de una consulta plebiscitaria convocada por el Ejecutivo.

La revisión por una asamblea especialmente elegida para


aprobar la reforma. La Constitución chilena de 1828 constituye un
ejemplo expresivo de este sistema: su artículo 133 prescribía que en 1836
debería elegirse una gran convención constituyente con el único objeto de
estudiar la posible reforma o adición de la Constitución.

La intervención del pueblo por la vía del referéndum. En este


caso se estima que el cuerpo electoral tiene algo que decir antes de decidir
si una enmienda debe o no efectuarse. Este procedimiento se establece,
por ejemplo, en las constituciones de Irlanda, Dinamarca, Australia y en la
Constitución de cada uno de los cincuenta estados norteamericanos. Cabe
señalar que en algunos ordenamientos se considera que corresponde al
cuerpo electoral la oportunidad de tomar la iniciativa y adelantar
propuestas de enmienda constitucional. Suiza es la patria de este uso
llamado “iniciativa popular”. Está en la mano de 50.000 ciudadanos con
derecho a voto el iniciar el proceso de enmienda constitucional, ya sea en
forma de términos generales ya en forma de proyecto concreto.

b) Constitución escrita. La rigidez de la Constitución encuentra su


complemento en la forma escrita. Por motivos de seguridad y de
claridad se estima que las normas fundamentales deben estar
contenidas en un documento único, orgánico y solemne.

Es preciso enfatizar el carácter de único y orgánico o sistemático que


debe presentar el texto constitucional. En la historia de todos los pueblos
se pueden encontrar ciertos documentos que se refieren a la organización
política, sin que por ello puedan comprenderse dentro del esquema propio
del constitucionalismo clásico, desde el momento en que carecen de la
unidad orgánica indispensable. La idea de la Constitución escrita

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codificada es típica de los pensadores del siglo XVIII, ya que, a través de


ella, se pretendía plasmar por escrito las limitaciones a que habría de estar
sometido el Rey, que hasta entonces había sido absoluto. A partir de la
Constitución norteamericana de 1787, el hecho de tener un documento
escrito sistematizado se generalizó y la palabra constitución adquiere ese
significado. En nuestros días la gran excepción está representada por Gran
Bretaña, que carece de un texto fundamental único y donde las
convenciones, costumbres y tradiciones desempeñan el rol más importante
de su organización política.

c) Control de constitucionalidad de las leyes. Bajo esta locución


se engloba a diversos mecanismos ideados a través del tiempo
para salvaguardar la supremacía constitucional frente a posibles
vulneraciones emanadas por parte del órgano legislativo.

Según la naturaleza del órgano llamado a ejercer la tutela, se


distingue entre control político, control jurisdiccional y control mixto.

Control político. En este caso es el órgano legislativo el que tiene a


su cargo un verdadero autocontrol de su actividad normativa. Su
fundamento doctrinario radica en que, “siendo las cámaras legislativas la
representación más acabada del pueblo, son ellas las que tienen mayor
autoridad, por ejercer la función de control”. Adopción de este sistema la
encontramos en las constituciones de Bélgica, Holanda, Suecia,
Dinamarca. En cierta forma era ése también el sistema que seguía nuestra
Constitución de 1833. También se incluye dentro de este sistema el control
operado por un órgano político diferente de las asambleas legislativas. Se
cita como ejemplo el caso de los senados guardianes de la Constitución,
durante los dos períodos napoleónicos: Constituciones del año VIII y de
1852. “En realidad, estos cuerpos nunca han controlado seriamente la
constitucionalidad de las leyes. Pero es cierto que habían sido
domesticados por el Gobierno y, que, bajo un régimen de tipo dictatorial,
ningún sistema de control de la Constitucionalidad puede dar buenos
resultados”, comenta André Hauriou.

Control jurisdiccional. En principio parece una solución óptima y


consecuente entregar a los tribunales y, en particular, a los superiores, el
control de la constitucionalidad de las leyes, ya que ¿cuál órgano puede
ofrecer mayor competencia técnica, independencia e imparcialidad? Pero
no faltan los autores que expresen reticencias al sistema: se estimula la
ambición política de los jueces. Por otra parte, se agrega, los tribunales

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son eminentemente conservadores y, por lo general, no están capacitados


para comprender los diferentes aspectos de la realidad política.
Habitualmente la eficacia de este control se circunscribe al caso de
inconstitucionalidad planteada. Como se ha enunciado, éste es el sistema
adoptado en Estados Unidos y, con diversas variantes, por la mayoría de
las constituciones sudamericanas. El artículo 86, inciso 2° de nuestra
Constitución de 1925 lo consagra expresamente.

Control mixto. A fin de obviar los inconvenientes de los controles


políticos y los jurisdiccionales, en algunos textos constitucionales se opta
por crear un órgano mixto de control. Se trata de los comúnmente
denominados “tribunales constitucionales”. Estos tribunales especiales
tienen su origen en 1920 con la Constitución austríaca que creó un
tribunal de garantías constitucionales. un tribunal similar aparece en la
Constitución checoslovaca del mismo año. La Constitución española de
1931 y la mayor parte de las Constituciones de la postguerra consultan
tribunales especiales constitucionales. Ejemplos: la Constitución italiana
de 1947 reconoce la Corte Constitucional compuesta por quince jueces. En
Alemania Federal existe, aparte del Tribunal de Garantías Constitucionales
de los respectivos “Lander”, el Tribunal de la Federación. En Francia, la
Constitución de 1958 consulta el Comité nacional o Consejo
constitucional. Los tres miembros son nombrados por el Presidente de la
República, tres por la Asamblea y tres por el Presidente del Senado. En
Chile, la Reforma Constitucional de 1970 creó un tribunal constitucional,
que también ejercía control preventivo, y la de 1980 lo mantiene, aunque
con otra integración y atribuciones. Atendiendo a la oportunidad en que
puede operar el mecanismo de control, se distingue entre control
preventivo o a priori y control represivo o a posteriori. El primero se hace
presente durante la tramitación de los proyectos legislativos y el segundo
actúa cuando el texto legal ya se encuentra en vigencia. El sistema de
nuestro país, que consulta ambas posibilidades, constituye un ejemplo
expresivo de la forma en que operan estos controles. Con anterioridad a la
reforma constitucional de 2005, el control represivo de la
constitucionalidad de las leyes se encontraba radicado en la Corte
Suprema y el preventivo en el Tribunal Constitucional. A partir de la
vigencia de la precitada enmienda, ambos controles quedaron radicados en
el Tribunal Constitucional. De acuerdo al N° 6 del artículo 93 de la
Constitución, la Magistratura Constitucional puede declarar la
“inaplicabilidad” de un precepto legal para un caso concreto. En virtud de
las facultades que le otorga el N° 7 del señalado precepto, el Tribunal

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puede, bajo ciertos supuestos, declarar la “inconstitucionalidad” de un


precepto legal, lo que implica su eliminación del ordenamiento jurídico
nacional, pero sin efecto retroactivo.

2) Derechos Fundamentales y Garantías Constitucionales.

Con frecuencia los autores e incluso los mismos textos positivos de


rango constitucional, emplean en forma bastante confusa y ligera los
vocablos “declaraciones”, “derechos” y “garantías’”. Anotemos,
sucintamente, que la significación técnica de estos términos es diferente.
Las “declaraciones” representan la proclamación de principios superiores
sobre organización y fines del Estado. Los “derechos” son las facultades
morales e inviolables que competen al hombre para realizar ciertos actos.
Las “garantías” son los medios para proteger estos derechos. Aun cuando
en los textos de las constituciones que inician la era del constitucionalismo
clásico, no aparecen incorporadas las declaraciones de derechos,
posteriormente, tanto el reconocimiento como la protección de los derechos
fundamentales, pasan a formar un capítulo importante de los textos
modernos. En efecto, se acostumbra designar esta sección como parte
“dogmática” de la Constitución. Cuando el control se encarga a un solo
órgano se denomina “concentrado”, en oposición al control difuso que
corresponde a todos los jueces. Si bien los antiguos no desconocieron las
declaraciones de derechos, en lo que toca al constitucionalismo clásico, el
antecedente inmediato en esta materia, se encuentra representado por la
“Declaración de Independencia” de los Estados Unidos de 1776: “Tenemos
como verdades evidentes por sí mismas: que todos los hombres han sido
creados iguales; que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos
inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la obtención de la
felicidad; que los gobiernos fueron instituidos entre los hombres para
asegurar esos derechos, derivándose sus poderes justos del
consentimiento de los gobernados; que si cualquier clase de gobierno se
convirtiere en destructor de esos fines, el pueblo tiene derecho a
modificarlo o abolirlo e instituir otro nuevo”. El aporte francés se
encuentra representado por la célebre “Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano” aprobada por la Asamblea Nacional
Constituyente en agosto de 1789; y que proclamó: “Los derechos
naturales, inalienables y sagrados del hombre”, expresando: “Artículo 19.
Los hombres nacen y quedan libres e iguales en derechos. Las distinciones
sociales no pueden fundarse más que en la utilidad común. Artículo 2°. El
objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos

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naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la


propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión... Artículo 16. Toda
sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni
determinada la separación de los poderes, carece de constitución”. Sobre el
origen doctrinario de las declaraciones, se sostienen diversos puntos de
vista. Para Esmein, por ejemplo. Son un producto directo de la filosofía del
siglo XVIII y del movimiento espiritual que produjo. Son los principales
axiomas deducidos por los filósofos y publicistas de una organización
política justa y racional, que proclamaron solemnemente los autores de las
nuevas constituciones destinadas a aplicarlas. Jellinek, en cambio, estima
que la raíz de las declaraciones es religiosa. Ese fundamento es el de la
libertad religiosa que algunos grupos colonizadores ingleses de
Norteamérica (perseguidos por ideas religiosas dentro de la escisión
protestante) llevaron consigo en su huída de Europa. Existiría, por lo
tanto, un origen protestante y calvinista de las Declaraciones de Derechos.
Izaga acepta este punto de vista, pero puntualiza que este origen cristiano
es mucho más lejano y profundo: en toda la Edad Media se encuentra la
idea de que el individuo tiene derechos innatos e indestructibles.
Anotemos que para otros autores, al margen de lo que las declaraciones
postulen, es el Estado la única fuente de los derechos del hombre. El
hombre no tiene más derechos que los que el Estado le adjudica, ni ha
tenido nunca otros, ni los tendrá, pese a todas las filosofías del Derecho y
a todas las bibliotecas del Derecho natural.

En esta perspectiva, nos parece de interés la posición “dualista” de


Peces-Barba, quien reconoce por una parte la existencia de derechos
fundamentales que el hombre posee por el hecho de ser hombre, por su
propia naturaleza, derechos que le son inherentes y que, lejos de nacer de
una concesión de la sociedad política, han de ser por ésta consagrados y
garantizados. Sin embargo, agrega, es evidente que mientras una sociedad
política no reconoce unos determinados derechos recibiéndolos en su
Derecho positivo interno, o adhiriéndose a una convención internacional
que los proteja, no se puede hablar de éstos en un sentido estrictamente
jurídico, ni se pueden alegar ante los tribunales competentes en caso de
infracción. El catálogo de los derechos del hombre se ha ido ampliando en
el devenir histórico. Al enunciado de corte marcadamente individualista
que caracterizó a las declaraciones de fines del siglo XVIII (libertades,
igualdades, propiedad), se ha sumado en el presente siglo otro conjunto de
derechos en que se enfatiza una connotación social, como expresa André
Hauriou, en la visión estrictamente liberal e individualista, que es la de la

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Revolución francesa: las libertades aparecen sobre todo como


posibilidades, como virtualidades, como rutas abiertas ante la
independencia y la iniciativa de los individuos. Estas observaciones toman
todo su valor cuando se reflexiona al propio tiempo sobre el contenido de
la idea de igualdad, tal como fue proclamada a fines del siglo XVIII. Es una
igualdad de derecho, es decir, una igualdad política y jurídica. Pero la
igualdad de derecho está ampliamente condicionada por la igualdad de
hecho. Ahora bien, factores económicos, políticos y sociales obligan a
profundizar en la idea de igualdad, que va ligada estrechamente a todas
las libertades públicas. En esta forma la lista de las libertades se ha
completado con derechos que se denominan “derechos sociales” y que
tienen un carácter muy diferente de las libertades tradicionales. Se trata
del derecho al trabajo (antes sólo se mencionaba la “libertad de trabajo”),
del derecho a la educación gratuita, del derecho a la salud, a la seguridad
material, al descanso, al tiempo libre, a la asistencia en caso de invalidez,
etc. En esta nueva perspectiva, los derechos o libertades no constituyen ya
para los individuos unos poderes de actuar, sino facultades de reclamar
determinadas prestaciones de parte del Estado: instrucción, trabajo,
asistencia, etc. La inclusión de estos derechos en los textos
constitucionales origina no pocos problemas para la estabilidad del
régimen, por cuanto no siempre el Estado puede dar satisfacción a las
prestaciones que ellos implican. Por otra parte, a menudo la
materialización de los derechos sociales representa en cierta medida la
necesaria restricción de las libertades clásicas, lo que naturalmente
agudiza el conflicto. Debemos anticipar que al descrédito del
constitucionalismo escrito ha contribuido en no poca medida la abismal
distancia que existe frecuentemente entre las prescripciones
constitucionales en materia de derechos sociales y lo que se cumple en la
realidad.

Al ser incorporadas las declaraciones de derechos a los textos


constitucionales, se hizo evidente la necesidad de otorgar a los derechos
reconocidos la debida protección a fin de evitar que ellos fueren
impunemente vulnerados, ya sea por los gobernantes o por los simples
particulares. Las garantías representan por consiguiente los diversos
mecanismos jurídicos ideados por los ordenamientos constitucionales para
proteger el adecuado ejercicio de los derechos fundamentales.
Lamentablemente, por falta de pulcritud técnica, corrientemente aparecen
confundidos en los textos positivos con los derechos a los cuales prestan
protección. Cronológicamente, la garantía más efectiva de la libertad

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personal se halla representada por el recurso de amparo (hábeas corpus).


En términos generales, este recurso procede contra las detenciones o
prisiones ilegales o arbitrarias. Su interposición se sujeta a formalidades
mínimas y su tramitación es sumaria atendida la naturaleza del derecho
cautelado. En algunas legislaciones, por ejemplo en el art. 21 de la
Constitución de 1980, el amparo tutela la libertad personal, no sólo
cuando existe privación de ella, sino que también cuando ella se encuentra
ilegal o arbitrariamente amenazada o perturbada. Asimismo, el recurso de
protección consagrado en el artículo 20 otorga eficaz tutela a la mayoría de
los derechos reconocidos en el capítulo III.

Entre otras garantías consultadas casi universalmente por los


ordenamientos positivos de rango constitucional, podemos mencionar:
juicio legal previo (nadie puede ser penado sin este requisito);
irretroactividad de la ley penal (la figura delictiva debe estar contenida en
ley anterior al hecho del proceso); tribunales establecidos por ley (se
excluyen las “comisiones especiales”); libertad bajo fianza (derecho que
asiste al sujeto a prisión preventiva no condenado); inviolabilidad de la
defensa en juicio (comprende la persona y sus derechos); nadie puede ser
obligado a declarar contra sí mismo y se prohíbe toda coacción física o
psíquica. Junto a estas garantías fundamentales procesales, hay que
mencionar otras que sin revestir este carácter contribuyen también a
reforzar la seguridad personal: la inviolabilidad del domicilio y de la
correspondencia, obviamente esta garantía tiene igualmente relación con el
reconocimiento del derecho de propiedad en sus diversas formas.

Suelen omitirse, al señalar las garantías que protegen los derechos


fundamentales, los recursos y acciones que contemplan los ordenamientos
fundamentales, para velar por la constitucionalidad de las leyes. Sin
embargo, son ellos instrumentos valiosos para la defensa de los derechos,
por cuanto permiten invalidar o declarar inaplicables. Lamentablemente,
durante los estados de excepción constitucional, el amparo queda muy
restringido. otro tanto ocurre con el recurso de protección.

Al terminar este esquemático análisis de los derechos fundamentales


y sus garantías, parece imprescindible puntualizar que, al margen del
antecedente doctrinario que les sirve de fundamento, es un hecho
incontestable que ellos no pueden ser caracterizados como “derechos
absolutos”. En efecto, como bien dice Izaga, “ello equivaldría a decir que
son ilimitados e incapaces de normas que, de alguna manera, regulen o
coarten su ejercicio. Y eso es totalmente falso. Porque todo lo creado es

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

limitado en su ser, en sus fines, en sus aplicaciones y tendencias. Además,


toda actividad que se desarrolla y vive en sociedad ha de ser susceptible de
regulación. Porque sin ella no sería posible la actuación simultánea y
armónica de los derechos y libertades similares de los demás miembros de
la sociedad, entrelazándose en una mutua y común cooperación de todos.
Eso no es posible sin que cada uno sacrifique, en el ejercicio de su
derecho, aquella parte que sea necesaria para lograr esa armónica y
mutua cooperación, como es evidente”.

En síntesis, aun cuando se considere que los derechos del hombre


son inalienables e innatos, ellos son legislables en su ejercicio, y deben ser
regulados por la ley que, respetándolos en su esencia y garantizándolos en
su ejercicio normal, acomode su desarrollo práctico a las exigencias de la
vida social, variadísima en circunstancias. Nada hay de arbitrario en su
regulación, que está dirigida, no por la voluntad libre del legislador, sino
por la exigencia natural del derecho y por la realidad social en que debe
aplicarse.

3) Separación de funciones:

Esta exigencia es otro de los postulados del constitucionalismo


clásico y, junto a la garantía de los derechos individuales, fue elevada a la
categoría de verdadero dogma político: “toda sociedad en la cual la
garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los poderes
determinada, carece de constitución”, expresa el artículo 16 de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

Titularidad del poder constituyente: el pueblo o la nación.

El Poder constituyente se define como aquel que tiene capacidad o


facultad para establecer o dictar la Constitución. Ahora bien, existen dos
casos principales en que procede el establecimiento de una nueva
Constitución: Cuando nace un nuevo Estado y cuando cae un régimen
político como consecuencia de un quiebre institucional. En ambos casos se
plantea inevitablemente el problema de determinar la titularidad del poder
constituyente. Las diversas etapas históricas resultan ilustrativas sobre el
particular. En la Edad Media, la residencia del poder constituyente no
aparece decantada. Ni el Rey, ni la Iglesia, ni los señores feudales podían
atribuirse en forma prioritaria la titularidad de dicho poder. La existencia
de estos diversos factores de poder explica el nacimiento de los “pactos o
compromisos” entre los estamentos del mundo medieval. Sin duda, el más
comentado por los autores es el celebrado en 1215, entre los barones y el

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

Rey Juan Sin Tierra de Inglaterra, pacto conocido más tarde con la
denominación de Carta Magna. A partir del Renacimiento, la titularidad
del poder constituyente queda radicada en el Rey. Las Constituciones de
esta época son la emanación directa de la voluntad del Monarca absoluto.
“El Estado soy yo”, llegan a decir aquellos monarcas. Por lo tanto, la
Constitución del Estado se identifica con la voluntad del Monarca, y no
existe otro poder constituyente que el que se radica en su persona.
Doctrinariamente, esta posición del poder constituyente fue defendida por
Bodino y, más acabadamente, por Hobbes. Cierto es que este poder
absoluto, soberano, este poder constituyente, titularizado en el Rey, tuvo
algunas limitaciones ultratemporales, que se pusieron de manifiesto a
través de las guerras de religión; y algunas limitaciones procedentes del
mundo político, como eran las llamadas leyes fundamentales, a las que
Montesquieu denominaba “cuerpos intermedios”.

El pueblo como nuevo titular del poder constituyente aparecerá en


Inglaterra a fines del siglo XVII y con caracteres aún más nítidos en la
Declaración de Virginia de 1776 y en la Constitución norteamericana de
1787. Con la irrupción del constitucionalismo clásico la titularidad del
poder constituyente se desplaza al “pueblo o a la nación”. Es así como en
1787 los norteamericanos declararon: “Nosotros, el pueblo de los Estados
Unidos... disponemos y establecemos esta Constitución para los Estados
Unidos de América”. En el continente europeo, durante la Revolución
francesa, se difunde en las asambleas y en los documentos la teoría del
poder constituyente popular. En la terminología del derecho político, las
constituciones que se establecen reconociendo la titularidad del pueblo o
la nación en el ejercicio del poder constituyente, se designan como
“democráticas”. En Francia la doctrina de la titularidad popular del poder
constituyente fue formulada por el abate Sieyès (“¿Qué es el tercer
Estado?”), a quien corresponde por lo demás haber divulgado la expresión
“poder constituyente”. En el período de la Revolución, los documentos
consagran explícitamente el principio. Thomas Paine condensa en estos
términos el espíritu de la época: “Una constitución no es el acto de un
gobierno, sino de un pueblo que constituye su gobierno, y un gobierno sin
una constitución es un poder sin derecho”.

Efectivamente, en la época moderna no se concibe ningún poder


constituyente que no se encuentre radicado en el pueblo o en la nación.
Por ejemplo, en todos nuestros ordenamientos constitucionales se hace
referencia explícita al pueblo como fuente originaria del poder

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

constituyente. “Mi objeto en la formación de este Proyecto de Constitución


provisoria -dice O’Higgins en la proclama de 1818- no ha sido el de
presentarla a los pueblos como una ley constitucional, sino como un
proyecto que debe ser aprobado o rechazado por la voluntad general. Si la
pluralidad de los votos de los chilenos libres lo quisiere, este proyecto se
guardará como una Constitución provisoria; y si aquella pluralidad fuere
contraria, no tendrá la Constitución valor alguno. Jamás se dirá de Chile
que, al formar las bases de su gobierno, rompió los justos límites de la
equidad; que puso sus cimientos sobre la injusticia, ni que se procuró
constituir sobre los agravios de una mitad de sus habitantes. Por cuanto la
voluntad soberana de la Nación, solemnemente manifestada en el
plebiscito verificado el 30 de agosto último, ha acordado.” expresa el texto
promulgatorio de la Constitución de 1925. La actual Constitución también
hace referencias al plebiscito efectuado el 11 de septiembre de 1980, en el
cual “La voluntad soberana nacional mayoritariamente manifestada en un
acto libre, secreto e informado, se pronunció aprobando la Carta
Fundamental que le fuera propuesta”.

Ahora bien, partiendo del supuesto que el poder constituyente reside


en el pueblo o en la Nación, ¿cómo se manifiesta o expresa su ejercicio en
el momento de establecer una nueva Constitución? Una de las técnicas
que tiene mayor aceptación en doctrina es la que propone la función
constituyente a una Asamblea o Convención integrada por representantes
elegidos por la ciudadanía especialmente para tal efecto. Este cuerpo
colegiado desaparece una vez que cumple su objetivo.

Otra fórmula propuesta consiste en someter a consulta popular un


proyecto elaborado por el detentador del poder. Para muchos autores, en
este caso, quien ejerce realmente el poder constituyente es el gobernante
que prepara el texto fundamental. Recordemos que en la génesis de la que
habría de ser nuestra Constitución de 1925 se postuló en un principio por
una Asamblea Nacional Constituyente, para optar en definitiva por el
procedimiento de la Consulta plebiscitaria, tomando como base el proyecto
elaborado por la Comisión Consultiva designada por el Presidente
Alessandri. Por ser el poder constituyente el que establece o dicta la
Constitución, se sigue de ello que él debe ser anterior, distinto y superior a
los órganos que en el código fundamental se establecen y a los cuales se
los faculta generalmente para modificar o reformar la Constitución. Desde
los tiempos de Sieyès se denomina al poder que establece la Constitución
“poder constituyente originario” y a los órganos a los cuales el

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

ordenamiento faculta para efectuar la revisión constitucional se los


denomina “poder constituyente derivado o constituido”.

Como ya se ha explicado, para el constitucionalismo clásico la


supremacía del poder constituyente originario respecto a los poderes
constituidos es de la esencia del sistema. Actúan, por lo demás, con
diferencias de tiempo y de funciones. Cronológicamente el originario
precede a los poderes constituidos, pero una vez que ha elaborado la
Constitución desaparece del escenario jurídico -aun cuando permanece
latente-, para ser substituido por los órganos creados. Desde el punto de
vista de las funciones, la diferencia es igualmente clara: el poder
constituyente originario no gobierna, sino sólo expide la normatividad
fundamental de los órganos constituidos; éstos, por su parte, deben actuar
en los términos y límites señalados por la ley emanada del constituyente y
sólo podrán modificar la Constitución cumpliendo y ateniéndose al
procedimiento previsto por el mismo texto fundamental. Precisando la
diversa naturaleza del poder constituyente originario y derivado, expresa
Carro, “el primero es metajurídico y se suele manifestar en momentos de
revolución, en momentos en que sobre un caos o un desorden se hace
necesario crear un nuevo orden o Constitución política. El poder
constituyente originario no trae causa de las normas constitucionales ni de
actuación política anterior. El poder constituyente originario crea ‘ex novo’
el orden político. El poder constituyente derivativo, en cambio, trae sus
causas de las relaciones u orden político existente con anterioridad; se
suele manifestar a través de alguno de los procedimientos de reforma
constitucional que se regulan dentro de las constituciones. De todas
formas el poder constituyente esencial, el poder constituyente tal y como
suele ser reconocido por la doctrina, es el poder constituyente originario.
Este es el poder constituyente que verdaderamente se contrapone a los
poderes constituidos dentro del Estado. El poder constituyente es el que
crea el orden bajo el que va a vivir el Estado. Todo ejercicio del poder
ulterior va a ser a través de los poderes constituidos por este poder
constituyente”.

¿Tiene límites el ejercicio del poder constituyente? Nuevamente hay


que distinguir entre el poder originario y el derivado o constituido. En
relación con el primero, la doctrina coincide en que en principio él carece
de limitaciones y de actividad. Sin embargo, con mayor análisis se admiten
ciertas limitaciones: a) debe reconocer los derechos fundamentales; b) debe
admitir límites impuestos por el orden o convivencia internacional, y c) no

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

puede negar su propia titularidad (no podría por ej., traspasarlo a un


grupo o a un hombre).

En lo que atañe al poder derivado o constituido, las limitaciones son


más netas:

En primer término, toda reforma de la Constitución debe sujetarse al


procedimiento en ella previsto, única posibilidad de que ella tenga validez.
Luego, si el texto constitucional consulta la irreformabilidad de ciertas
materias, no es posible la revisión constitucional de ellas (por ejemplo,
reemplazar la forma de gobierno republicano por una monarquía). Una
tercera limitación al ejercicio del poder constituyente derivado que puede
aparecer muy sutil pero que es de extraordinaria relevancia, concierne al
respeto que debe tener al espíritu general de la Constitución. Para
pensarlo así debe recordarse que una Constitución representa un todo
normativo orgánico que traduce los valores dominantes en la sociedad. Si
las reformas no atienden a este factor, se suscita el fenómeno que Burdeau
denomina fraude a la Constitución. Cabe puntualizar, finalmente, que las
constituciones, junto con señalar a los órganos capacitados para efectuar
su reforma, indican el procedimiento a que éstos deben ceñirse. Como se
vio al estudiar el principio de rigidez constitucional, los sistemas ideados
son diversos y complejos. En algunos debe elegirse una convención o
asamblea para que se aboque a la tarea (caso de la Constitución chilena de
1828); en otras, debe existir una ratificación ciudadana (p. ej., Suiza); o
bien se encomienda la reforma al mismo órgano legislativo, pero exigiendo
quórum y procedimientos especiales.

EVOLUCIÓN DEL CONSTITUCIONALISMO.

Las profundas transformaciones originadas en el ámbito político,


económico y social, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial,
impactarán notoriamente la doctrina constitucional. Ello se advierte
claramente en las constituciones del período de postguerra (alemana de
Weimar, austríaca, húngara, polaca, checoslovaca, turca, así como las de
la URSS y la española de 1931).

Neoconstitucionalismo.

Bajo esta locución se engloban las tendencias doctrinarias que se


manifiestan en el aludido período histórico, las cuales, más que rectificar
en su esencia los principios y técnicas del constitucionalismo clásico,
vienen a complementar y a dar adecuación histórica a los mismos. En este

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

orden de ideas cabe hacer mención a los siguientes aportes de esta nueva
tendencia:

a) Vigorización del ejecutivo. Varios son los factores que provocan la


preeminencia del órgano ejecutivo sobre el legislativo.
Destacamos dos de ellos.

En primer lugar la complejidad de los problemas que plantea la


sociedad contemporánea precisa, en la mayoría de los casos, soluciones
rápidas e inmediatas. órganos colegiados y deliberantes, como son los
congresos y parlamentos, aparecen poco idóneos para tales efectos. Por
otra parte, la sociedad de masa, típica expresión del mundo
contemporáneo, busca líderes carismáticos a los cuales entregar su apoyo
emocional. Los ocupantes de los órganos unipersonales, presidentes,
primeros ministros, resultan más atractivos que un órgano colegiado, para
cumplir ese rol. La vigorización del ejecutivo, “ejecutivo fuerte”, se expresa
principalmente a través de las siguientes manifestaciones: posibilidad de
legislar por la vía de la delegación de facultades (decretos con fuerza de ley,
en nuestro país); participación activa en el proceso legislativo (iniciativa
exclusiva para presentar proyectos de ley, urgencia para la tramitación de
los mismos, derecho a veto, etc.); atribuciones para decretar estados de
excepción constitucional, quedando premunido de facultades casi
omnímodas para restringir y suspender derechos, manejo de las relaciones
internacionales, etc.

b) Incorporación de derechos de contenido económico-social. La


presión social y el auge de los partidos socialistas en el mundo
contribuyeron en forma determinante a que en las diversas
constituciones promulgadas en este período se incorporaran,
junto a los tradicionales derechos de carácter individual, los de
contenido económico-social (derecho al trabajo, a la educación,
derecho a la seguridad social y derecho de propiedad con
referencia a su “función social”).

Generalmente se menciona a la Constitución de Weimar (1919) como


la primera que incorporó al catálogo de derechos tradicionales los de
contenido social. Cabe, sin embargo, mencionar que la mexicana de 1917
ya había prestado este reconocimiento en forma explícita.

c) Ampliación del cuerpo electoral. Aun cuando la generalidad de las


constituciones de corte clásico consagraban el principio de la
soberanía nacional o popular, otorgando a los ciudadanos la

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

participación activa en el proceso político a través del sufragio, en


la práctica ello tenía un carácter retórico o nominal, por cuanto
los cuerpos electorales eran extremadamente restringidos. En
efecto, los requisitos habilitantes, por razones de edad, sexo,
instrucción y particularmente por capacidad económica, eran
excesivos.

Las constituciones de este período tienden a la ampliación del


espectro electoral y el sufragio pierde su carácter censitario prácticamente
en todos los países del mundo.

d) Reconocimiento legal de los partidos políticos. Estas fuerzas


políticas nacen y se expresan en un principio como una
necesidad del sistema democrático representativo y al margen de
todo reconocimiento constitucional o legal. La importancia que
paulatinamente van adquiriendo y que los convierte en factores
inherentes de la democracia, obliga a su reconocimiento en las
leyes electorales.

e) Coordinación de poderes. El principio de separación de poderes,


no obstante su validez en cuanto a constituir un factor de
contención contra los abusos de poder, origina en la práctica
problemas para el buen funcionamiento del régimen político.

Las nuevas tendencias constitucionales propician, más que una


separación de poderes, una coordinación de los mismos. En tal sentido la
mayoría de los países europeos adopta el tipo de gobierno parlamentario,
más acorde con ese propósito que el tipo presidencial.

Tendencias constitucionales en la actualidad.

Nuevamente podemos tomar como referencia para percibir estas


manifestaciones un hecho bélico: la Segunda Guerra Mundial.
Obviamente, un fenómeno de tanta trascendencia histórica
necesariamente trastoca el orden preexistente en forma manifiesta. El
mundo del constitucionalismo es permeable a tales estímulos y ello se deja
traslucir en las nuevas constituciones. Siempre con carácter esquemático,
reseñamos los aspectos más relevantes:

a) Atribuciones del Ejecutivo. Continúa en las constituciones la


tendencia a vigorizar al Ejecutivo, ampliando incluso sus atribuciones. Por
ejemplo: se incorporan las denominadas “leyes marcos”, destinadas a

Profesor: Abogado Rodrigo Henríquez Narváez/ Universidad de Magallanes. Año 2013. Página 20
Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

regular en forma general ciertas materias, entregando al Ejecutivo la tarea


de desarrollarlas en detalle. (Constitución francesa de 1958.) En general,
se propende a ampliar la llamada potestad reglamentaria de los ejecutivos.

b) Derechos fundamentales. En esta materia el reconocimiento de los


derechos fundamentales, individuales y sociales no sólo se concreta al
marco constitucional interno, sino que se proyecta al ámbito internacional,
tales como los establecen la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948; la Declaración americana del mismo año; la
Convención Europea de 1950; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos de 1966 y el Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales de 1969, ambos promulgados en Chile en 1989; y la
Convención Americana sobre Derechos Humanos o “Pacto de San José de
Costa Rica” de 1969, promulgado en Chile en 1991.

c) Sufragio universal. Del sufragio general o amplio, de la etapa del


neoconstitucionalismo, llegamos a la del sufragio universal. En efecto, los
requisitos para tener el derecho a elegir y poder participar en el proceso
político se reducen al mínimo: 18 años de edad y nacionalidad. Junto con
rebajarse la edad, se han eliminado las exigencias de instrucción y se ha
reconocido el sufragio femenino.

d)Reconocimiento constitucional de los partidos políticos.


Consecuencia del rol creciente que en la vida institucional democrática
tienen los partidos políticos, es su reconocimiento, esta vez no sólo a nivel
legal, sino con rango constitucional. Tal ocurre en la Constitución italiana
de 1947; alemana de 1949, española de 1978 y otras. En algunos países se
los reconoce como personas de derecho público y se les acuerda
financiamiento fiscal para sus actividades electorales.

e) Relación de poderes. Diversas constituciones modernas (Francia,


Austria, Irlanda, Portugal, entre otras) han establecido sistemas de
gobierno que se apartan de los modelos clásicos -presidencial y
parlamentario- para configurar tipos mixtos. Ello, como se ha visto, con el
objeto de superar los conflictos entre ejecutivo y legislativo, evitando lo que
se califica de “bloqueo entre poderes”.

f) Nuevos órganos estatales y gubernamentales. A los tradicionales


órganos legislativo, ejecutivo y judicial, se agregan otros llamados a
cumplir importantes funciones específicas: Tribunales Constitucionales,
Consejos Económicos, Órganos Contralores, Financieros, de Defensa y
Tribunales Calificadores de Elecciones, etc.

Profesor: Abogado Rodrigo Henríquez Narváez/ Universidad de Magallanes. Año 2013. Página 21
Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

Ello deja de manifiesto que, al margen de lo que pueden sostener las


diversas doctrinas políticas, el Estado asume cada día mayores funciones
en la vida contemporánea.

g) Manifestaciones del regionalismo. Finalmente mencionemos, como


otra de las tendencias del constitucionalismo actual, la presencia del
concepto región como nueva unidad territorial.

CLASIFICACIÓN Y TIPOLOGÍA DE LAS CONSTITUCIONES.

Descritos los principios que informan la escuela del


constitucionalismo clásico, estamos en condiciones de comprender la
distinción entre Constitución material y Constitución formal. Constitución
en sentido material es el sistema de normas -escritas o no escritas;
codificadas o dispersas- que se refieren a la organización fundamental del
Estado. El concepto material de Constitución se define, por consiguiente,
por su objeto o materia. El sentido material no hace relación ninguna a la
categoría formal del origen del precepto, sino a que el objeto o materia
reglado sea de importancia fundamental. “La Constitución -dice Jellinek-
abarca los principios jurídicos que designan los órganos supremos del
Estado, los modos de su creación, sus relaciones mutuas, fija el círculo de
su acción y, por último, la situación de cada uno de ellos respecto al poder
estatal”. Crear y estructurar los órganos supremos del poder estatal,
dotándolos de competencia, es, por lo tanto, el contenido mínimo y
esencial de toda Constitución. En tal sentido, todo Estado está constituido
de una manera determinada, específica y concreta; tiene una manera de
ser, un modo de disposición de sus elementos, una estructura en cuanto
todo. La Constitución en sentido material coincide con el concepto genérico
o amplio de Constitución enunciado. La Constitución en el sentido formal
es el sistema de normas referidas a la estructura del poder estatal, en cuya
elaboración y mantenimiento se han observado las formalidades que
prescribe el constitucionalismo clásico.

Se atiende, por consiguiente, a las formas y efectos que reviste la


técnica jurídica. “Sabemos que el constitucionalismo moderno ha
codificado generalmente las normas jurídicas fundamentales del Estado,
para conferir la inmutabilidad y permanencia; el texto escrito y rígido ha
sido equiparado a una superley, a una ley de garantías. La Constitución
adquiere, con eso, un carácter eminentemente formal; se distingue de la
ley ordinaria, no sólo por su objeto ni por el género de las cuestiones que
trata, por su forma de elaboración”.

Profesor: Abogado Rodrigo Henríquez Narváez/ Universidad de Magallanes. Año 2013. Página 22
Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

Planteada en estos términos la distinción, se puede concluir que


todo Estado tiene Constitución en sentido material, pero no todos la tienen
en sentido formal. La clasificación puede explicitarse tomando como
referencia las constituciones de Inglaterra y de los Estados Unidos de
Norteamérica. Inglaterra tiene una Constitución material, porque se rige
por leyes y convenciones constitucionales que se refieren a la organización
fundamental del Estado, como la ley que mutiló atribuciones de la Cámara
de los Lores (1911) y la que otorgó el sufragio universal (1918), y varias
convenciones constitucionales que dan a su sistema político el carácter de
parlamentario. En cambio, no tiene Constitución formal, porque al carecer
de un poder constituyente no existe diferencia entre esas leyes
constitucionales y las ordinarias. Por otra parte, no existe un texto escrito
único y de naturaleza orgánica. La Constitución norteamericana, en
cambio, presenta los caracteres de Constitución tanto en sentido material
como formal. En efecto, la Constitución de 1778-89, con las diez primeras
enmiendas, contiene el fondo de la Constitución con su tabla de derechos
humanos y la reglamentación de los poderes. El artículo V de la misma
Constitución propone los trámites necesarios para su reforma, trámites
complejos que no son necesarios para la formación ni modificación de las
leyes ordinarias. Consta, además, en un documento escrito, solemnemente
promulgada por el pueblo y es la base de todo el ordenamiento jurídico
norteamericano.

Otras clasificaciones que habitualmente aparecen en los textos -y a


las cuales nos hemos referido incidentalmente- carecen, a nuestro
entender, de relevancia. En efecto, para el constitucionalismo la
Constitución debe ser necesariamente escrita, rígida y establecida por el
poder constituyente, cuya titularidad de ejercicio reside en el pueblo o
nación. Las constituciones no escritas, flexibles y otorgadas sólo podrán
ser consideradas como tales desde el punto de vista material. Conserva
interés la clasificación que se hace entre constituciones breves o sumarias
y constituciones desarrolladas. El problema no es meramente cuantitativo
como parecen entender algunos autores. No se trata del mayor o menor
número de capítulos o artículos que tiene el texto constitucional, sino del
aspecto cualitativo, del alcance de las normas. La Constitución breve o
sumaria se limita a regular los aspectos esenciales de las instituciones que
establece y encomienda a la ley ordinaria su reglamentación o
complementación. Por el contrario, las constituciones desarrolladas
pormenorizan materias propias de ley ordinaria. Las constituciones
chilenas -con la excepción de la de 1823, “moralista” de Egaña- han sido

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

breves o sumarias. La doctrina se inclina preferentemente por la


Constitución breve o sumaria. Estimamos que la clasificación entre
Constitución escrita y Constitución real es perfectamente válida en su
contenido, pero resulta equívoca en cuanto a la terminología empleada. La
alusión a constituciones escritas como uno de los factores de la
contraposición, excluye a cierto tipo de normas fundamentales, respecto a
las cuales también puede originarse la antinomia que se procura
evidenciar. Por tal motivo, estimamos más esclarecedora la distinción entre
Constitución y régimen político. La premisa fundamental de esta
clasificación se traduce en el siguiente enunciado: la verdadera
configuración política de un pueblo no es siempre lo que aparece en los
textos constitucionales. La Constitución tiende a desfigurarse en su
aplicación práctica. “La puesta en marcha de la Constitución produce un
cierto orden, el orden constitucional, que tal vez se separe un poco -o
mucho- de la imagen de orden concebida por los constituyentes, o de la
deducida por los exégetas del texto (en el caso de Constitución escrita)”.
Las causas que pueden provocar este desfase entre lo que dice el texto
constitucional y la realidad son complejas y, para su adecuada
comprensión, es preciso conocer el rol que en la vida estatal desempeñan
las fuerzas políticas. Intertanto, debemos adelantar que la vida política se
nos presenta como un constante fluir que no puede quedar paralizado por
un texto constitucional. De ahí que surja la idea de régimen como un
continuo fluir vital de las situaciones concretas del poder. Se trata, en
síntesis, de visualizar el proceso dialéctico que se origina entre vida y
organización, devenir y estructura.

Desde esta perspectiva, Jiménez de Parga define la Constitución


como “un sistema de normas jurídicas, escritas o no, que pretende regular
los aspectos fundamentales de la vida política de un pueblo”. El régimen
político -según, el mismo autor es “la solución que se da de hecho a los
problemas políticos de un pueblo”. Como tal solución es efectiva, el
régimen puede o no coincidir con el sistema de soluciones establecido por
la Constitución. Lamentablemente la mayoría de las veces esta
coincidencia está muy lejos de producirse.

Tipología de Manuel García-Pelayo.

Una de las tipologías de mayor difusión es la que corresponde a


Manuel García-Pelayo, quien toma como referencia el distinto sentido
metodológico con que se ha elaborado una constitución, la que, a su vez,

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

es expresión de una posición filosófica en concordancia con una doctrina


política.

a) Concepto racional normativo: concibe la Constitución como un


sistema de normas capaz de planificar la vida política. Sólo la
razón puede poner orden. La Constitución no sólo es la expresión
del orden, es la creadora de ese orden. De esta suerte la realidad
política está en la ley que la establece.

Característica del concepto racional normativo de la Constitución es


la de ser un documento escrito, establecido de una sola vez y para
siempre. Sólo el derecho escrito ofrece garantías de racionalidad; sólo él
permite un orden objetivo y permanente. Históricamente, el contenido de
estas fórmulas constitucionales corresponde al auge de la doctrina liberal,
tanto en su expresión política como económica.

b) Concepto histórico tradicional: surge esta corriente en el siglo


XIX, como reacción a la posición anterior. Conforme a ella la
Constitución es el resultado de una lenta transformación
histórica. En cada comunidad concurren especiales
circunstancias, no todas dependientes de la voluntad humana ni
de la razón. Frente a la indigencia de la norma jurídica, ganan
importancia los usos y prácticas políticas. Por eso debe decirse
con propiedad de la Constitución de un pueblo, no de la
constitución a secas, como estructura de orden válida para
cualquier lugar. Una constitución consuetudinaria tiene mayor
vigor que una escrita.

Si bien es correcto vincular esta concepción tradicional con la


doctrina conservadora, no debe olvidarse -como anota Tagle- que también
existe una corriente historicista con sentido revolucionario, en la cual
algunos incluyen al mismo Karl Marx.

c) Concepción sociológica: postula que la Constitución es el modo


de ser de un pueblo con todo el complejo de sus riquezas,
carácter, cultura, etc. Por consiguiente, no interesa tanto el orden
descrito por los textos fundamentales como el orden vivido por
cada pueblo.

A la posición racional-normativa la corriente sociológica contesta que


la Constitución es “una forma de ser y no de deber ser”; a la histórico-
tradicional, le recuerda que la Constitución no es el resultado del pasado,

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

sino que se basa en estructuras del presente. En síntesis, mientras la


concepción racional hace girar el derecho sobre la validez y lo histórico
sobre la legitimidad, la sociológica la hace sobre la vigencia.

Adhieren a esta corriente conservadores, como Lorenz von Stein,


pero sin duda el mayor vigor dimana del pensamiento de un socialista,
Ferdinando Lassalle: “Los problemas constitucionales no son
primariamente problemas de derecho, sino de poder; la verdadera
Constitución de un país sólo reside en los factores reales que en este país
rigen”.

Tipología de Karl Loewenstein.

Karl Loewenstein en su ordenamiento tipológico de las


constituciones, otorga singular relevancia al factor eficacia. ¿Se cumple lo
ordenado por la Constitución? Al contestar esta interrogante, abre un
espectro de posibilidades:

a) Constituciones normativas. En este tipo de constituciones


existe una efectiva y real coincidencia entre lo que dice el texto
escrito y el orden político-social. Titulares y destinatarios del
poder hacen de la Constitución una práctica, la viven
efectivamente. El ambiente nacional y social es favorable para su
realización. La Constitución tiene una eficacia de ciento por
ciento. La Constitución es un traje a la medida.

Según Loewenstein, este tipo de constituciones se encontraría en los


países europeos occidentales y en Estados Unidos de Norteamérica.

b) Constituciones nominales. En este caso el grado de eficacia de la


Constitución es relativo. Puede ser jurídicamente válida, pero el
proceso político no se adapta del todo a sus normas. El desajuste
se origina por falta de desarrollo de la realidad político-social. La
norma vale jurídicamente, pero no tiene existencia histórica; es
una pretensión sincera y quizá llegue a configurar de modo
efectivo la realidad sociopolítica. Puede llegar a ser plenamente
eficaz. El traje debe colgar durante cierto tiempo en el armario y
será usado cuando el cuerpo haya crecido.

Este tipo de constituciones se daría en los países subdesarrollados.

c) Constituciones semánticas. La Constitución es plenamente


aplicada, pero no es más que una formulación del poder político

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

existente, en beneficio exclusivo de los detentadores del mismo.


La Constitución es efectivamente aplicada, pero no cumple su
verdadero rol de ser un medio para contener el poder estatal. Si
no existiera la Constitución, el desarrollo táctico del proceso del
poder no sería notablemente diferente. La Constitución es
entonces un puro instrumento de camuflaje. En el símil
desarrollado, el traje no es en absoluto un traje, sino un disfraz.

¿Dónde encontramos las constituciones semánticas? Loewenstein,


en forma prudente, contesta: “no parece tener ningún campo específico.
Pueden surgir por doquier”. Sin embargo, señala como “tipo ideal” la
Constitución de Cuba proclamada por el dictador Fulgencio Batista en
1952, tras su golpe de Estado. Por otra parte agrega, “la Constitución
semántica en la forma de tipo archidemocrático de gobierno de asamblea
se ha convertido en práctica corriente dentro del ámbito soviético”. Como
anota Torcuato Fernández Miranda, el esquema de Loewenstein representa
un realismo metódico que desplaza el método jurídico hacia un
planteamiento sociológico del Derecho constitucional.

Casos Críticos.

El Estado, como cuerpo político, está expuesto, lo mismo que el


hombre, a enfrentarse con diversas enfermedades. A lo largo de su vida, el
Estado sufre contratiempos, vive momentos excepcionales y crisis de
diversa índole. Los ordenamientos fundamentales de los diversos Estados
no han estado ajenos a estas situaciones y, en consecuencia, la mayoría de
las constituciones prevén algunas enfermedades del cuerpo político y
prescriben diversos remedios. En efecto, frente a ciertas anormalidades o
alteraciones, y según sea su gravedad, se contemplan ciertos
procedimientos, como son los llamados regímenes de emergencia o estados
de excepción constitucional. Estas situaciones de anormalidad, que
permiten declarar los estados de emergencia, pueden originarse por
factores externos (guerra o invasión), por causas internas (conmoción o
graves alteraciones del orden público) o por fenómenos de la naturaleza
(sismos, inundaciones, etc.). Declarado el estado de excepción por la
autoridad correspondiente y con los requisitos que el ordenamiento
constitucional señale, la autoridad ejecutiva puede suspender o restringir
el ejercicio de determinados derechos (libertad personal, derecho de
reunión, de asociación, de opinión y otros). En general, los estados de
emergencia tienen por finalidad restablecer la normalidad y son de
duración limitada. Como podemos apreciar, frente a cada alteración o

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enfermedad del cuerpo político se contempla una institución como remedio


adecuado a la circunstancia.

Sin embargo, suele darse el caso de alteraciones de mayor gravedad


que constituyen verdaderos estados patológicos dentro del orden político y
que, por su misma naturaleza, no pueden estar previstos en la
Constitución Política. Esto último resulta evidente, ya que toda
Constitución tiende a asegurar la estabilidad institucional y la continuidad
jurídica y, en consecuencia, no puede institucionalizar actos contra las
normas jurídicas establecidas o al margen de ellas (golpes de Estado,
revoluciones, etc.) y que significan abrir una brecha en el orden jurídico.
La revolución no es un acto jurídico susceptible de ser constitucionalizado.
Los instrumentos constitucionales no prevén las revoluciones como actos
jurídicos lícitos ni los efectos que los hechos de esa clase pueden producir
luego. Desde el punto de vista jurídico son consideradas como crisis del
derecho o como rupturas de la legalidad. “La Constitución que establece el
derecho a ser violada no sería en rigor una Constitución”, dice Schmitt.

Tradicionalmente, el Derecho Político se despreocupaba del estudio


de estos casos críticos o estados patológicos. Cuando uno de estos
fenómenos se presentaba, el diagnóstico quedaba agotado con la simple
certificación de un hecho: se ha producido la ruptura de la continuidad
constitucional. Carré de Malberg, representativo expositor de esta
tendencia, expresa: “No hay sitio en la ciencia del Derecho Público para un
capítulo sobre la teoría jurídica de los golpes de Estado, de las
revoluciones y de sus efectos”. Sin embargo, esta postura en el Derecho
Político ha ido cambiando. Con Jean Blondell nos encontramos ante una
nueva tendencia para enfrentar estos fenómenos: “Pese a la supremacía de
las constituciones, los juristas siempre han reconocido, con un claro
concepto de la realidad, que una revolución que consigue triunfar significa
el final de la Constitución antes vigente y que los nuevos gobernantes
pueden empezar a trabajar en una tabla rasa”.

Se aceptan las perturbaciones del orden político como una realidad


susceptible de estudio y análisis, ya que las más de las veces supone un
quiebre constitucional y la generación de un nuevo orden. Son muchas las
manifestaciones del hecho revolucionario. La continuidad jurídica y la
estabilidad constitucional pueden verse alteradas por múltiples fenómenos
y común es, aun cuando tarea nada fácil, hacer un distingo entre todos
ellos, conceptualizándolos según las características que asumen.

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Apunte N° 6 Derecho Político “Teoría de la Constitución”.

Revolución y golpe de Estado.

Aunque en estricto rigor no se puede decir que los griegos


conocieron el moderno concepto de revolución, es de suma importancia
hacer notar cómo ellos distinguieron entre lo que hoy en día denominamos
“revolución” y “golpe de Estado”. “Unas veces los ciudadanos se alzan
contra el gobierno -dice Aristóteles en La Política- para imponer un
cambio de Constitución, para cambiar la que exista, sea cual fuere, es
decir, para trocar la democracia en oligarquía o la oligarquía en
democracia, o ésta en república y en aristocracia o viceversa. Otras veces
el alzamiento no va contra la forma de gobierno establecida, sino que se
consiente en dejar que subsista, pues lo que quieren los descontentos es
gobernar ellos mismos”. La clasificación aristotélica hizo fortuna y hasta el
presente los autores siguen repitiendo que existe revolución cuando los
insurrectos con su acción pretenden cambiar el orden jurídico-
institucional; por el contrario, se está en presencia de un golpe de Estado
cuando el propósito se circunscribe a un simple cambio de gobernantes.
Sobre el particular, estimamos que debe necesariamente hacerse una
puntualización. Tanto en el caso de la revolución como en el caso del golpe
de Estado, se produce una ruptura del ordenamiento constitucional, ya
que los nuevos gobernantes acceden al poder por vía diferente que la
señalada en el ordenamiento preexistente.

La caducidad de la Constitución, desde un punto de vista jurídico,


resulta inevitable. Partiendo del supuesto que el hecho revolucionario se
produzca en un Estado regido por una Constitución de corte
constitucionalista, ella queda abrogada en forma orgánica, sea cual fuere
la justificación ética y la legitimidad del movimiento triunfante. La razón
de que ello ocurra así, es simple: la respuesta que el ordenamiento
fundamental daba a la interrogante ¿quién ejerce el poder? ya no es válida,
no corresponde a la realidad. La generación del gobierno ha sido otra, que
no se compadece con la fórmula que establecía el ordenamiento normativo
-aun cuando cuente con la aprobación tácita o expresa de los gobernados-.
Y, siendo la Constitución, ante todo “organización fundamental de las
relaciones de poder del Estado”, mal podría sobrevivir si ha sido
vulnerada, precisamente, en ese aspecto de su esencia, no obstante que
ello pueda aparecer impuesto por las circunstancias. La Constitución
escrita no representa un conjunto de disposiciones yuxtapuestas e
inorgánicas; implica, por el contrario, una totalidad unitaria y acabada que
sólo se hace inteligible en función del todo, por cuanto expresa una

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determinada idea de derecho y la opción por un régimen político, también


típico.

Es por eso que su revisión o enmienda sólo puede efectuarse por los
canales que ella misma previene. El hecho revolucionario puede ser moral,
si encuadra con las leyes éticas; puede ser legítimo si descansa en la
juridicidad; pero no es nunca legal por discordar con el derecho positivo.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando el propio gobernante revolucionario
atribuye vigencia a la Constitución preexistente? Se trata, por cierto, de un
hecho de extraordinaria significación, por cuanto revela la decisión del
detentador de hecho para gobernar conforme a derecho. Sin embargo, ello
no hace revivir el estatuto fundamental abrogado; solamente el contenido
de sus disposiciones puede cobrar eficacia; pero no ha cambiado el
fundamento de su validez. La fuerza normativa ya no arranca de una
manifestación del poder constituyente, sino de la decisión del gobernante.
La Constitución formal ha muerto; emerge la Constitución material: reglas
y prácticas para el ejercicio del poder. Obviamente, ese mismo Estado
podrá volver a regularse por una Constitución formal -en los términos del
constitucionalismo- cuando en su establecimiento se respeten los
principios que ya recordáramos. Cabe reiterar, igualmente, que para que
ello ocurra basta un apego nominal a los principios clásicos. Es preciso
que el nuevo estatuto sea reflejo del pensamiento y el querer políticos
comunes. Admitido que la consolidación del triunfo de los insurrectos
produce como efecto inmediato la abrogación del ordenamiento
constitucional, es posible entrar a distinguir en cuanto a sus efectos
mediatos.

Es dentro de este ámbito cuando tiene aplicación la tipología de


Aristóteles, pero referida no tan sólo a los aspectos meramente jurídicos,
sino que principalmente a la configuración global de la sociedad. Cuando
como consecuencia de la acción de los gobernantes “de facto” se produce
una transformación radical y profunda en el ordenamiento jurídico y en
las estructuras económico-sociales, estamos en presencia de una
revolución. Cuando, por el contrario, los cambios sólo se circunscriben a lo
político-institucional, sin tocar las estructuras económico-sociales, o sólo
lo hacen tangencialmente, estamos en presencia de un golpe de Estado.

Se citan como ejemplos clásicos de revolución: la Francesa de 1789;


la Rusa (bolchevique) de 1917; la China de 1949; la Cubana de 1959.

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En materia de golpes de Estado, Latinoamérica ofrece un espectro


variado: Bolivia, Venezuela, Argentina, los más destacados. Por el
contrario, Chile y Uruguay se presentaban como ejemplos de estabilidad
en el siglo XX.

Dentro del tipo golpe de Estado se suele distinguir el


pronunciamiento militar de los cuartelazos. Lo que cualifica al
pronunciamiento militar es la acción cohesiva de las Fuerzas Armadas. No
se trata de un movimiento dirigido por una fracción de una de sus ramas,
ni de un acto de caudillaje, sino de un movimiento institucional de las
mismas. Generalmente se invoca como finalidad la defensa de las
instituciones y la integridad nacional. Los cuartelazos, y otros movimientos
insurreccionales carecen de esa cobertura institucional y representan sólo
fracciones de las Fuerzas Armadas.

El derecho de resistencia a la opresión.

Los distintos actos que hemos descrito son, por lo general, producto
-como lo señaláramos en su oportunidad- de una reacción de los
gobernados en contra de la comisión de ciertos “abusos” o mantenimiento
de ciertos “usos” por parte de los gobernantes. Se producen en el cuerpo
político ciertas “enfermedades” que no tienen remedio jurídico y por ende
se recurre a remedios extrajurídicos (revolución, golpe de Estado, etc.). El
problema, entonces, consiste en acordar a esos actos la justificación que
jurídicamente no tienen; en legitimarlos sobre la base de justificaciones
extrajurídicas. El derecho de resistencia a la opresión cumple la función de
justificar ciertos actos de los gobernados frente a determinadas situaciones
que implican arbitrariedad por parte de los gobernantes. También
denominado derecho de rebelión, “es el derecho que tiene toda sociedad de
hombres dignos y libres para defenderse contra el despotismo e incluso
destruirlo”. La concepción de este derecho es de antigua data y su
desarrollo ofrece diversas variantes a lo largo de la historia del
pensamiento político y en los diferentes regímenes políticos.

Aun cuando no faltan antecedentes tanto en los griegos -que


manifestaban un acentuado aborrecimiento por el gobierno ilegítimo
(“impuro”)- como en la Patrística, podemos afirmar que las primeras
exposiciones orgánicas relativas al derecho de resistencia a la opresión
comenzaron a tener lugar a partir del siglo XII con Juan de Salisbury,
quien en su obra Polycraticus presenta la primera defensa explícita del
tiranicidio que se encuentra en la literatura política medieval. “Quien

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usurpa la espada merece morir por la espada”. Un siglo más tarde, Santo
Tomás de Aquino en su obra Del régimen de los príncipes, repudia el
tiranicidio, pero sienta las bases de la resistencia a la opresión, como acto
público de todo un pueblo. Justifica la resistencia a la tiranía siempre y
cuando quienes resistan se aseguren que su acción será menos nociva
para el bien común que el mal o abuso que tratan de eliminar.
Posteriormente, Marsilio de Padua en su obra Defensor pacis (1324)
expone el derecho de resistencia a la opresión enlazándolo con el principio
de la soberanía del pueblo. Al iniciarse la Edad Moderna (siglo XVI) cobran
relieve las defensas que de este derecho hicieron los teólogos españoles
Suárez, en el Tratado de las Leyes, y Mariana, en Del rey y de la
institución real.

Sin embargo, el verdadero realce del derecho de resistencia a la


opresión tiene lugar con John Locke en su Segundo ensayo sobre el
gobierno civil, obra publicada en 1690. No sin razón se ha definido a Locke
como el teórico de la revolución inglesa de 1688. En efecto, en el prefacio
del Ensayo justifica a los ingleses que, a su juicio, obraron en defensa de
sus legítimos derechos, los que les habían sido arrebatados por el
usurpador Jacobo II. “Siempre que los legisladores intentan arrebatar o
suprimir la propiedad del pueblo o reducir a los miembros de éste a la
esclavitud de un poder arbitrario, se colocan en estado de guerra con el
pueblo, y éste queda libre de seguir obedeciéndole, no quedándole
entonces a ese pueblo sino el recurso común que Dios otorgó a todos los
hombres contra la fuerza y la violencia... Este pueblo tiene derecho a
readquirir su libertad primitiva y ante el establecimiento de un nuevo
poder legislativo (el que crea más conveniente) provea a su propia
salvaguardia y seguridad, es decir, a la finalidad para cuya consecución
están en sociedad”.

Mucho se ha discutido en doctrina política si el derecho a la rebelión


es o no un derecho a la revolución. Si nos atenemos a lo expresado por
John Locke en su obra no podemos más que entenderlo como el derecho
que tiene el pueblo a recuperar los derechos que le han sido vulnerados.
Cuando el gobernante se excede en sus atribuciones, sobrepasa sus
derechos y quebranta la misión que le ha sido confiada, el pueblo tiene el
deber de ejercer el derecho de resistencia y liberarse de la opresión a que
ha sido sometido. En consecuencia, este derecho no tiene por finalidad la
promoción de una sociedad mejor, no pretende un cambio institucional,
sino la recuperación de los antiguos derechos que han sido conculcados;

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es un derecho contra los gobernantes, pero no contra las instituciones, por


lo que -a lo menos en su sentido original- no se identifica con el derecho a
la revolución propiamente dicha, aun cuando en ciertas circunstancias
puede adquirir tal alcance y trascendencia.

El derecho de resistencia a la opresión no sólo ha existido en la


doctrina de los pensadores, sino que, además, ha habido reiterados
intentos de institucionalizarlo. La declaración de los derechos del hombre y
el ciudadano lo incluye entre los derechos naturales e imprescriptibles,
juntamente con la libertad, la propiedad y la seguridad (art. 2°). Sin
embargo, su institucionalización, es decir, su reconocimiento por el
derecho positivo, ha significado un problema para el constitucionalismo. El
Estado de Derecho, producto del constitucionalismo clásico, implica la
existencia de una serie de técnicas jurídicas (separación de funciones,
supremacía constitucional, elecciones libres, etc.), destinadas a excluir la
posibilidad teórica de opresión y, en consecuencia, la necesidad de
remedios extrajurídicos.

En otras palabras, “en el derecho positivo, dentro de las manos del


Estado de Derecho, el derecho de resistencia a la opresión no tiene razón
de existir, porque el constitucionalismo implica la imposibilidad jurídica de
la opresión y la posibilidad jurídica de impedir o reparar los abusos”.
Además, el ejercicio de la rebelión implica el empleo de la fuerza y ésta es,
por naturaleza, lo opuesto al Derecho. Después de la Segunda Guerra
Mundial las constituciones dictadas en Europa no consagran este derecho
debido a la dificultad en encontrar fórmulas adecuadas para su
institucionalización; sin embargo, el espíritu de derecho de rebelión emana
claramente de cada una de las constituciones del mundo occidental.

Gobierno de facto.

No obstante las situaciones de anormalidad constitucional que


puede sufrir un Estado (revoluciones, golpes de Estado, etc.), éste debe
seguir funcionando. Y esto, en virtud del principio de la “continuidad del
Estado”. Un Estado no puede saber de pausas ni interrupciones y exige
que en todo momento haya un gobierno rigiéndolo y mandándolo. Siempre
debe haber un gobierno que lo dirija, que asegure su funcionamiento para
evitar caer en el caos o la anarquía, aun cuando ese gobierno no se haya
constituido de acuerdo con las normas jurídicas vigentes. Por esta razón
ha surgido la doctrina del gobierno de facto o de hecho en oposición al
gobierno de jure o de derecho. Se caracteriza, porque “el acceso a los

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cargos o roles de gobierno por parte de los nuevos ocupantes se efectúa


contrariando normas jurídicas, o por lo menos, al margen de ellas”.

Así el gobierno será de facto hasta que se produzca la instauración


de un nuevo orden constitucional mediante el ejercicio del poder
constituyente, y el gobierno se convierte en de jure, ya que estará
encuadrado dentro del nuevo ordenamiento jurídico. Pero no sólo el
gobierno instaurado al margen de las normas constitucionales y legales
constituye gobierno de facto. Existen otros criterios para determinarlo. El
profesor Montaño observa “que el hecho apreciable para la determinación
del carácter de un gobierno no es solamente el modo como ha llegado al
poder. Un gobierno regularmente constituido, es decir, elegido de acuerdo
a la Constitución y a la ley, puede devenir en gobierno de hecho, por
apartarse de aquélla o de ésta, ora en el ejercicio de sus atribuciones
propias, ora por haber sobrevenido un vicio que hace irregular su
permanencia en el poder”. Podemos determinar, entonces, que estamos en
presencia de un gobierno de facto cuando el conjunto de órganos y de
individuos que dirigen el Estado se apartan de las normas de derecho
vigentes, ya sea porque se genera con prescindencia del procedimiento
establecido en la Constitución y en las leyes para la renovación de los
titulares de los órganos gubernamentales, y en forma generalmente
violenta, o porque en la organización de las instituciones del Estado, un
poder vulnera los principios de derecho y, en especial, el de la separación
de los poderes y se arroga, además de sus funciones propias, otras
facultades que han sido entregadas por la ley a un poder distinto o, por
último, cuando al ejercer sus funciones atropella abiertamente los
derechos y garantías que la ley concede a sus ciudadanos.

Según este criterio se puede distinguir entre los gobiernos que nacen
de facto y aquellos que nacen de jure, pero que devienen de facto por actos
posteriores. Todo gobierno de facto pretende legitimarse, ser aceptado y
reconocido no sólo en el plano interno, sino también internacionalmente.
Internamente, un gobierno de facto puede legitimarse y, además,
convertirse en gobierno de jure al instaurar un nuevo orden constitucional
o mediante el reconocimiento del ordenamiento jurídico vigente y el
encuadramiento de sus actos a éste. También puede legitimarse por
cualquier medio que signifique la expresión de la opinión ciudadana con
respecto al régimen de facto y que le permite confirmar en el poder a los
gobernantes que han llegado a él por vías extralegales, como el plebiscito,
por ejemplo. En el plano internacional el gobierno de facto busca

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primordialmente y con verdadero carácter de necesidad el reconocimiento


por parte de los demás Estados. Es decir, un pronunciamiento oficial de la
comunidad internacional, considerando que el gobierno de facto
representa legalmente al Estado y que es capaz de obligar en materia
internacional. Las estrechas relaciones que mantienen los Estados en
materia económica, técnica, comercial y cultural, entre otras, explican la
importancia fundamental que el reconocimiento internacional tiene para
los gobiernos de facto.

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