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La negación de la existencia histórica de


Ucrania como paso previo a la invasión ordenada por el presidente ruso, Vladimir
Putin. La negación, tres veces antes de que cante el gallo, de los derechos saharauis
sobre el Sahara Occidental por el actual jefe de gobierno español, Pedro Sánchez.
Negar es necesario, parece decir la preparación del zarpazo. Así también, en la
política de cabotaje, este 6 de abril se registró un nuevo episodio parlamentario de
negación de uno de los hilos de la trama difusa de la identidad uruguaya: la
pertinencia de lo charrúa como parte de ese tejido.
Es posible postular, en el borde de la obviedad, que el celebérrimo “venía, no se
sabe de dónde” del poema “El indio”, de Fernán Silva Valdés, mirada
posromántica de aquel 1921, habla menos del charrúa que del habitante
contemporáneo de estas orillas. Tanta indefinición fue haciendo posible un mito
doble. Por un lado, el mito difuso de un pasado heroico extinguido, y por lo
tanto sin ningún filo para herir el presente (con ningún tipo de “molesta”
postergación social o reivindicación territorial, como sí ocurre con las
poblaciones originarias en otras partes del continente). Libres del “problema del
indio” quedaba la “garra charrúa” del deporte y el perfume del indómito como
parte de esa otra matriz histórica que convenía mantener en otra ambigua
nebulosa: el artiguismo. Y por otra parte el mito, también interesado, de que lo
charrúa, lo indígena, se extinguió para siempre y que, como dice el irónico título
del documental de Nicolás Soto, somos “el país sin indios”. La excepcionalidad
fruto de la negación.

A condición de que ya no fuera, se permitía incluso que el charrúa se situara


como víctima en la voz de valedores exógenos. Así, quienes murieron el 11 de
abril de 1831 en la encerrona del arroyo Salsipuedes, provocada a traición por el
primer presidente uruguayo, Fructuoso Rivera –nuestra micro Conquista del
Desierto nace más de la avivada que del fortín–, son el penúltimo eslabón. Parte
de otro collar de historias, como aquellos indios del litoral que se contagiaron de
viruela por requechear unas sábanas contaminadas. Preparación penúltima,
todos ellos, para que los cuatro “ejemplares” que se “exportaron” a Francia
como muestra viva de “tipos humanos” pudieran ser, tranquilizadoramente, “los
últimos charrúas”. Después de eso quedarían, apenas, anécdotas de álbum
familiar para un pasado privado.
Al modo de aquel Tacuabé que logró escapar del cautiverio en París,
perdiéndose su rastro, el charrúa histórico debía esfumarse de cualquier futuro
posible de nación, ya fuera propia o compartida. Es lo que el antropólogo Daniel
Vidart calificó de etnocidio y que, en el caso de los charrúas, “se tradujo en el
reparto de las ‘chinas’ y sus ‘crías’ sobrevivientes [de Salsipuedes], separadas
para siempre las unas de las otras por expresa determinación del Superior
Gobierno, según rezan los documentos de la época”.1

“No existe y no existió nación charrúa”, dijo este 6 de abril el diputado colorado
Conrado Rodríguez: “Los charrúas no eran un pueblo originario de la Banda
Oriental o de lo que terminó siendo el territorio nacional, eran un pueblo
originario de Santa Fe, Argentina”.2 Rodríguez, con su raro mapa construido a
posteriori, estaba reaccionando al debate que se produjo en la Cámara de
Diputados uruguaya con motivo del inminente Día de la Nación Charrúa y la
Identidad Indígena. Aniversario de la matanza del arroyo Salsipuedes, fue
instaurado por la Ley 18.589, de 2009, que surgió de una comisión
parlamentaria en la que participaban los hoy presidente y vicepresidenta de la
República, Luis Lacalle Pou y Beatriz Argimón, y que tuvo como miembro
informante al entonces diputado oficialista Edgardo Ortuño, del Frente Amplio.

Trece años después de aquella ley, otro diputado frenteamplista, Felipe Carballo,
calificó Salsipuedes como “uno de los actos de terrorismo de Estado más cruel e
impune que se haya llevado a cabo en la historia de nuestro país”, y atribuyó su
autoría intelectual al “poder económico” que pretendía “perpetuarse en el uso de
las tierras para sí”. Fustigó, al mismo tiempo, la negación. No sólo del episodio,
sino de la herencia charrúa en su globalidad. Una negación amparada en una
opacidad que permite (por citar un caso mucho más trabajado que la reacción
del diputado Rodríguez) que la historiadora Martha Canessa de Sanguinetti, en
sus hagiografías del caudillo colorado Fructuoso Rivera,3 califique a
Salsipuedes de “combate” y lo sitúe en la incompatibilidad entre “la toldería” y
las garantías del Estado y su fomento de la industria nacional.

La exposición de motivos de la ley de 2009 no se basa, sin embargo, en


nebulosas. Incorpora, por ejemplo, la mirada de los dos principales antropólogos
del siglo XX uruguayo, Daniel Vidart y Renzo Pi Hugarte. El documento
parlamentario parece adelantarse a responder los argumentos limítrofes del
diputado Rodríguez de este 6 de abril, ya que, tomando palabras de Vidart,
refiere al “complejo cultural charrúa” y lo define como “las distintas tribus de
raza pámpida que nomadizaban en la Banda Oriental, la Mesopotamia argentina
y el sur del Brasil”. Los autores de la ley toman esa indefinición geográfica y le
ponen ancla en el proceso formativo de la nacionalidad, que fue la gesta
artiguista, y señalan la integración de centenares de charrúas al ejército de José
Artigas. No eluden el problema real de las contradicciones entre charrúas,
hacendados y pobladores de la campaña por los derechos sobre las tierras en el
país naciente, pero son críticos con la respuesta que las autoridades del
momento dan a ese desafío. Respuesta que califican sin medias tintas: un plan
de exterminio. Venía, ese sí, se sabe de dónde.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique Uruguay.

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