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La marca de los Zorros

A cincuenta años de la publicación del último libro de Arguedas . Lee la


columna de Renato Cisneros

Todo ha
quedado para siempre trunco, inconcluso, inacabado. Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Kelly
Villarreal / Somos

En 2011, el gobierno de Alan García rechazó la propuesta de


denominar aquel año “Año del centenario del nacimiento
de José María Arguedas” y prefirió bautizarlo “Año del
centenario de Machu Picchu para el mundo”.
La comunidad intelectual protestó de inmediato ante lo que era un claro acto de
mezquindad. El arqueólogo Luis Guillermo Lumbreras dijo que “en vez de rendir homenaje
a un peruano muy ilustre, estamos homenajeando a un estadounidense”, en referencia a
Hiram Bingham, ‘descubridor’ oficial de la ciudadela inca. El antropólogo Rodrigo Montoya
explicó el desatino aprista advirtiendo que “el APRA siempre detestó a Arguedas. Nunca
hubo una relación entre ambos de manera ni siquiera saludable”. Por su parte, el historiador
Nelson Manrique opinó que “a Alan García la conmemoración de Arguedas no le rinde
mayores réditos políticos”, mientras el escritor Oswaldo Reynoso sostuvo que la
denominación elegida iba “en contra de la naturaleza propia de los peruanos. El recordar en
este año el descubrimiento de Machu Picchu es tener una mentalidad colonial. Quiere decir
que nuestros indígenas eran unas bestias”.
Aunque esas denominaciones anuales suelen verse como meros gestos
burocráticos, lo cierto es que comprometen al Estado en hacer visible un tema y
poner énfasis en su divulgación. De haberle dado a Arguedas en aquel momento
la notoriedad que merecía (y merece), se habría podido invertir recursos en
ampliar la difusión de su obra, una obra que –con hitos como Los ríos
profundos, Todas las sangres o La agonía de Rasu Ñiti– interpreta como pocas,
de forma genuina, las múltiples grietas sociales que definen la identidad
peruana (el crítico Antonio Cornejo Polar calificaba al andahuaylino de “héroe
cultural”, considerándolo “la conciencia portadora de la conciencia de todo un
pueblo”).
Diez años más tarde de aquella controversia, el destino pone las cosas en su
sitio. El pasado 18 de enero –tres días después de que el APRA retirara su
candidatura presidencial (corriendo el riesgo de perder su inscripción electoral
por primera vez en casi un siglo de existencia)–, miles de peruanos celebramos
el aniversario 110 del nacimiento de Arguedas y, de paso, los 50 años de su libro
póstumo, El Zorro de arriba y el Zorro de abajo (Editorial Losada, Buenos Aires,
1971), cuya lectura general debería ser uno de los objetivos del Plan
Bicentenario, pues en esa novela, mejor que en muchos textos históricos o
antropológicos, son retratadas las complejidades que explican por qué reina la
desintegración entre peruanos.
En ese “lisiado y desigual relato”, como afirma Arguedas en la dedicatoria, se
nos cuenta una historia que tiene como fondo el pacífico puerto pesquero de
Chimbote, cuya tranquilidad, a mediados de los años cincuenta, se ve
soliviantada por la presencia de una enorme industria de harina de pescado, que
impone un sistema productivo que trastoca la vida y los valores de la
comunidad.
En un gesto audaz o moderno, transgrediendo las barreras de la ficción que
imponía el boom latinoamericano, Arguedas intercala esa trama social con sus
diarios personales; en ellos, agotado por tormentos físicos, mentales y
espirituales, reconoce su deseo de quitarse la vida “molestando lo menos
posible”. También habla de sus amigos, sus colegas (es notable su admiración
por Rulfo) y arremete contra los “escritores profesionales”, pero sobre todo
aborda la muerte, dando cuenta de sus intentos de suicidio fallidos y tratando de
hallar la forma más efectiva de desaparecer. Entre la historia chimbotana y sus
confesiones, entre las tensiones lingüísticas del español y el quechua, irrumpen
los dos Zorros, el de arriba y el de abajo, criaturas míticas que con sus diálogos y
observaciones aportan a la novela una tercera dimensión, acaso más onírica,
desde la cual pareciéramos oír la voz del subconsciente del narrador.
La amenaza de la extinción recae, entonces, sobre los pescadores de Chimbote, y
a la vez sobre Arguedas. Sin él, el drama de aquellos ya no podrá contarse ni
desenterrarse. El lector acepta ese desenlace, acompaña las palabras postreras,
escritas sin amargura pero con desgarro, y permanece exaltado hasta la última
línea con la sensación de que todo, la historia, el libro, la vida y hasta el propio
país, todo, ha quedado para siempre trunco, inconcluso, inacabado. //

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