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MARIO MAZZOLENI

EL ARBOL
DE LOS
DESEOS
REFLEXIONES ACERCA DE
LAS ENSEÑANZAS DE SAI BABA

errepar
4

Título original: L’Albero dei Desideri


Traducción: Josefina Landi
Corrección de la traducción: Carlos E. Grosso

© 1993 Mario Mazzoleni

Reservados todos los derechos para la lengua española


ERREPAR S.A.
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ISBN 950-739-450-8

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Impreso y hecho en Argentina


Printed in Argentina

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puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna
ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico,
de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
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“Este antiguo árbol, cuyas raíces crecen hacia arriba y


cuyas ramas penden hacia abajo, es el resplandeciente
Brahman, el inmortal; todos los mundos están
en él contenidos y ninguno lo trasciende.”
(Katha Upanishad II, 6, I)
7

A los verdaderos devotos


de Sai,
a quienes son
amantes y custodios
de la Verdad
Unica y Eterna.
9

Presentación

Hay en el mundo individuos que luchan por la unificación de las


naciones, los pueblos y las religiones. Muchos se dedican a esta activi-
dad; pocos lo hacen con seriedad. Uno de estos genuinos gladiadores
es el doctor Mario Mazzoleni, teólogo, afectado por las sanciones de la
Sagrada Iglesia Romana por haberse alzado y gritado al mundo entero
que Dios es único para todos y que la única religión digna de este
nombre es la del amor.
Así gritándolo Mazzoleni no ha hecho otra cosa que difundir el
mensaje de un gran Maestro de verdades, Sai Baba, quien desde un
poblado de la India del Sur, está transformando al mundo entero.
En la historia del mundo, por fortuna para nosotros, ha habido
siempre investigadores opuestos a la voracidad de ciertos sistemas. Pe-
ro pocos han tenido la fortuna de ver abatido al monstruo de mil ten-
táculos que periódicamente sofoca al planeta y la humanidad. La ma-
yor parte de los gladiadores ha caído por tierra en su sitio de combate
por haber sido fiel a una idea, a la propia búsqueda y a la propia con-
ciencia.
La pugna entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira,
cuenta miles de años, pero los auténticos buscadores de la Verdad no
se desaniman y fortalecidos ahora por la presencia del Maestro de Ver-
dades, se ponen de pie empuñando su estandarte tan largamente de-
rribado.

Mazzoleni se dirige a un público restringido, el de quienes aman


la verdad, más allá de las instrucciones y las propias comodidades; el
de quienes confían en un cambio; el de los valientes que nunca cede-
rán a la vergüenza de la esclavitud.
Mazzoleni invita a los hombres a mirar a través del telescopio de
Galileo. Ya ha propuesto a la Iglesia de Roma que lo haga, cierta vez,
pero la institución rehúsa apuntar el propio telescopio hacia Oriente.
Hubiese sido sencillo situarse en el escenario y lanzar una mirada ho-

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nesta y objetiva al Maestro Sai, que desde hace cincuenta años predica
la verdad, el amor, la rectitud, la paz y la no-violencia, enfocando la
atención del investigador en el único objetivo de la vida: el de la reali-
zación de la propia dignidad primordial, cuyo nombre es Dios.
Tras dos mil años de ritual, de culto y de simbolismo jamás desci-
frados, ha llegado el momento de explicar a la gente lo que hasta ayer
era privilegio exclusivo de los adeptos. De donde encalló ayer la insti-
tución por su incapacidad de descifrar correctamente el simbolismo
sagrado, hoy parte Sai Baba, quien ofrece al indagador la posibilidad
de denotar las distintas realidades y distintos estados de conciencia.
El nombre de este hombrecillo descalzo que vive en la India del Sur,
ha dado ya la vuelta al mundo. Centenares de millones de personas han
comprendido Su realidad y luchan por adecuarse a Su enseñanza. Un
nuevo orden de cosas se perfila en el ámbito de la humanidad.
Libros como el de Mazzoleni sirven al viandante para reflexionar
sobre su miseria humana, invitándolo a dirigir la mirada hacia lo infi-
nito, hacia la búsqueda de la divinidad propia; sirven a los inseguros
para encontrar puerto seguro; al indagador espiritual, para encontrar
el riel apropiado; al materialista, para volver a hallar su vida interior,
y al ateo, para redescubrir la dignidad propia.
El lenguaje sencillo y grato que usa Mazzoleni puede alcanzar a
las más variadas clases. La finalidad del autor es sólo una: lograr que
todos, sin distinción, puedan asir la gran oportunidad de tomar con-
tacto con una realidad sobrenatural. Es éste un evento que tan rara-
mente sucede en la historia de la humanidad, que nosotros, hombres
del dos mil, debemos verdaderamente considerarnos afortunados de te-
ner esta oportunidad. Pero como siempre, es menester aprovechar la
ocasión.
El tren de la salvación pasa una sola vez por la vida de un hom-
bre. Si no subimos a ese tren, muchos milenios transcurrirán antes de
que una locomotora similar se detenga en nuestra estación. Mazzole-
ni quiere decir esto a la gente: “Ustedes que creen en la verdad, uste-
des que aún tienen una pizca de dignidad y creen en el hombre y en
Dios, deténganse a reflexinar. No les pido que se encaramen al techo
de ese tren, sino que se detengan a observarlo. Fíjense en la locomoto-
ra, evalúen su potencia y la fuerza que emana de ella y luego decidan
con plena libertad, sin condicionamiento ni represión. La locomotora
está allí para ustedes y sólo para ustedes”. Es el suyo un pesaroso lla-
mado, típico de quienes aman a los hombres y quisieran compartir la
alegría de la salvación.

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¿Quién es el Maestro de Verdades del cual habla Mazzoleni? Es la


síntesis de nuestras conciencias mismas, la fuerza que irrumpe de
nuestro Supraconsciente, el Sí que brota de un largo sueño. Sai Baba
es la parte más linda y genuina del hombre, una parte purificada por
las pulsiones, por los deseos y por la ilusión. Sai Baba es la Verdad
esencial del humano mismo, el Principio Inteligente que toda persona
alberga y que hace una divinidad de cada hombre.
Si el primer libro de Mazzoleni (Un sacerdote encuentra a Sai
Baba, Ed. Errepar) no le ha costado poco, ha rescatado en cambio mi-
llares de buscadores perdidos y desbandados. Esta segunda labor con-
solidará la fe de esos hombres y llevará a otra gente por el camino de la
búsqueda espiritual, que nada tiene que ver con la religión.
En una primera etapa, Sai Baba indica el camino de los Valores
Humanos, que es el de la purificación: piensa bien, obra bien, cumple
con tu obligación del mejor modo posible, sin pensar en la recompensa
que redituará. La filosofía que propone es la del desprendimiento. En
una segunda etapa, deja a Sus devotos en el laberinto de la metafísica
y aquí se convierte El en Guía y Colaborador. Sai Baba toma al devoto
de la mano y lo conduce hacia el objetivo supremo. Ese objetivo es el
redescubrimiento de la propia Conciencia primordial.

Con esta labor, Mario Mazzoleni introduce al indagador en el ca-


mino de la purificación mental, intelectual y espiritual: proceso indis-
pensable para acceder luego a ese trampolín desde el cual se podrá per-
cibir la propia divinidad.
Hoy el alcance de un plano divino de conciencia es posible sola-
mente a través de la sociedad. Para vivir en el interior de una socie-
dad, no debe implicarse uno en la mundanidad; hay un solo ardid, el
de recordar los Valores del Hombre: la Verdad (Sathya), entendida co-
mo dignidad primordial; el Dharma, entendido como cumplimiento
del deber propio en relación con la especie de pertenencia; la Paz
(Shanti), entendida como tranquilidad de espíritu; el Amor (Prema),
entendido como adquisición de una visión; y, por último, la No-Vio-
lencia (Ahimsa), que corona el desprendimiento de las cosas.

Dr. Giancarlo Rosati

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Prólogo del autor

No ocultaré al lector que, en una época en la que se prefiere


hablar del demonio —quien es visto inclusive donde está el
Amor divino que como tal se expresa—, la decisión de reabrir
un coloquio con la intención de poner en evidencia el interés
que Dios tiene por el mundo y lo humano, hace que me sienta
yo como una mosca blanca.

Las circunstancias en que se encontraron la publicación y la


difusión del primer libro que he escrito sobre Sai Baba —Un sa-
cerdote encuentra a Sai Baba1, obra que, además de su inesperado
éxito, ha suscitado ásperas polémicas en el ambiente católico—,
sin contar la respuesta perentoria de la jerarquía eclesiástica
aplicada al autor, me traen a la memoria un sagaz diálogo de
Pirandello. En su novela El difunto Matías Pascal, el protagonis-
ta, habiendo encontrado un día al padre Eligio —sacerdote que
alterna ciertos trabajos de biblioteca con un bucólico cuidado
de la huerta— entre las verduras, le confía su desconsuelo y de-
silusión de tener que escribir libros y, lamentándose de la litera-
tura contemporánea, exclama: “¡Maldito sea Copérnico!”.
“¡Qué tiene que ver Copérnico!”, reacciona el padre Eligio.
“Tiene que ver, padre Eligio. Porque, cuando la Tierra no gi-
raba…”
“¡Y dale! ¡Pero si ha girado siempre!”
“No es cierto. El hombre no lo sabía; es, pues, como si nunca hu-
biese girado. Para muchos, tampoco gira ahora”.

La generación de quienes maldicen a Copérnico y su descu-


brimiento no se ha extinguido, porque su maldición equivale a
negar la evidencia de una verdad que altera todos los planes, y

1 Publicado en castellano por Ed. Errepar, Buenos Aires, Argentina.

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nutrida es aún la colunna de quienes afirman que Dios no está


ni puede manifestarse, sólo porque no tienen conocimento o
porque, temiendo una conversión revolucionaria, se mantienen
a cautelosa distancia de tal posibilidad.

En verdad, la suerte se presenta irónica a veces: un libro cu-


yo argumento es el mensaje y las enseñanzas de una encarna-
ción divina, puede hasta suscitar indignación entre algunos; los
dejaría, en cambio, tranquilos y satisfechos si en él se hablara
del diablo, sus muchas encarnaciones, obras y moradas. Los re-
gocijaría, incluso si se afirmara que esa Encarnación de Dios es,
por el contrario, encarnación de Satanás. ¿Y no es extraño y,
más aún, sospechoso, que estos últimos se inclinasen a sostener
que el demonio se ha encarnado varias veces, mientras que no
le sería ello factible a Dios —“¡Bondadosos ellos!”— más que
una sola vez en el devenir del Universo y en toda la historia
eterna? ¿No queda claro, acaso, que vivimos en una época en
que el imperio de las tinieblas está en su apogeo?
Obstaculizar el conocimiento de la Verdad, haciendo uso de
la intimidación, no, peor aún, del terrorismo espiritual y profi-
riendo amenazas en lo tocante a la vida futura y, aun más allá,
de condenación, ¿no equivale a negar a Cristo, Camino-Verdad-
Vida y por ende a ser aceptado por el Anticristo?
En los meses sucesivos a la publicación del primer libro, mi
experiencia junto a Sai Baba me ha revelado y sigue revelándo-
me nuevas fronteras, que me apresto a comunicar en la presen-
te obra. Si bien al principio he tenido la intención de dejar al
cuidado de la prensa una suerte de antología del pensamiento
del Swami junto con mi comentario, he llegado a la conclusión
de exponer mis reflexiones sobre algunos asuntos, caros al gran
Maestro y recurrentes en Su enseñanza, y buscar sufragio entre
Sus innumerables enunciaciones.
De cualquier modo me he persuadido cada vez más de que,
hallándome frente a una mina inagotable como la de Sai, lo me-
jor que podría hacer yo, estando Sai de acuerdo, es no perder-
me en incrementar una defensa de las idioteces escritas por
cierto tipo de prensa y no desperdiciar más tiempo, para disfru-
tar al máximo la exuberancia de tal corriente de Verdad zambu-
lléndome cada tanto en el Océano de Beatitud —Su Palabra—,
en beneficio de quienes han abierto a Ella su corazón.
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Espero que esta obra, avalada por el Magistrado Divino de


Sai Baba, no sea juzgada superflua teniendo en cuenta la profu-
sa literatura ya publicada; demasiadas veces he tenido el modo
de advertir que la enseñanza del Avatar asombra por su inson-
dabilidad, por su infinita profundidad: un pozo de sabiduría
cuyo fondo no le es dado tocar al hombre; un cielo abierto so-
bre el Infinito que nunca hallará la navecilla apta para surcarlo
en toda su extensión. Mi única pesadumbre es comprobar la
imposibilidad de profundizar en todos los temas de la enseñan-
za de Sai y advertir que he acariciado apenas la superficie de
Sus frutos. A menudo me tienta la idea de redactar un volumi-
noso tratado de ascética y mística basado en las enseñanzas del
Señor de Verdades, si bien termino preguntándome si Su pala-
bra no es ya obra tan completa. La meditación de la palabra de
Sai y su experimentación práctica son sin duda el modo inme-
diato y correcto de conocer al Avatar.

Este libro no se ha gestado con la rapidez del primero: con


el precedente me he dejado llevar por el afán de anunciar la
“Buena Nueva” de la presencia encarnada de Dios en el planeta
y por el fervor que animaba a mi pluma. En la presente obra,
sosegado por los repentinos cambios de mi vida, veo que com-
parto el sentimiento de Nietzsche, quien en Aurora afirmaba ser
“amigo de lo lento”, “maestro de la lenta lectura” y “no escribir
nada más que no conduzca a la desesperación a la clase de gen-
te que ‘tiene prisa’”.

Consciente de que, como dice Giusti, “escribir un libro es


menos que nada, si el libro escrito no rehace a la gente”, publi-
co esta obra sólo para quienes tienen hambre y sed de Verdad,
para quienes no se sienten satisfechos y esperan el momento sa-
grado en que encontrarán la Fuente del agua viva, que tras ser
bebida quita la sed eternamente: abrigo la certeza —y lo garan-
tizo— de que la tendrán en abundancia. Quede claro que no de
este simple papel impreso, sino de su propio corazón abierto
manará el Manantial infinito que lava toda lágrima, rocía el ári-
do campo de sus corazones cansados y logra el lozano creci-
miento de un jardín que es el verdadero Edén prometido.
Desaconsejo vivamente, en cambio, este libro a quienes
“maldicen a Copérnico”, a quienes aborrecen una Verdad extre-

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madamente perjudicial para sus programas; a quienes juzgan


estar ya completamente satisfechos con las enseñanzas recibi-
das, los que quieren excluir la idea de una tierra en rotación y
se ilusionan con que el pensamiento humano debe ser reprodu-
cido por el método de la fotocopia. Lo desaconsejo a quienes,
tras haber tomado los frutos del árbol de 2.000 años atrás, juz-
gan tener su estómago lleno y no advierten ya la necesidad de
gustar de los infinitos sabores de los mismos frutos que han
madurado en el mismo Arbol, pero en una época distinta: de-
seo que éstos hayan saboreado hasta lo íntimo la dulzura total
y la suavidad de su fruto.
Quien tiene fe absoluta y exclusiva en los hombres, aun es-
tando autorizados ellos mismos, y ha elegido depender en todo
y para todo de juicios subjetivos u oficiales, o bien de interpre-
taciones de personas elegidas por rango de señores expertos
que no consideran la conciencia ajena, no se sentirá atraído por
un libro como éste, que despierta el debate en las mentes ocio-
sas. Cada uno elige un dios propio a quien rendir culto, y es di-
choso quien ha ya producido a este Dios en su corazón.
No obstante, habent sua fata libelli: “Cada libro tiene su desti-
no”. Deseo que el destino de éste sea dar alegría a quien lo lea.
Si en el descubrimiento de lo verdadero hay inmensa alegría, es
incontenible la felicidad de quien tiene éxito en su intento de
comunicarla a sus semejantes, esto es, a los seres humanos que
lo anhelan con el corazón sincero.
No creía yo que la condena por herejía me proporcionaría
mayor sensación de libertad. Lo que voy a decir puede henchir
los pechos de alegría o de indignación, pero es solamente cues-
tión de envase: en efecto, el buen trigo no se vuelve malo en sí
cuando se lo vuelca en un estercolero, sino que es el estercolero
lo que en ese momento lo vuelve poco comestible. No obstante,
con el andar del tiempo será posible comer también ese trigo,
que tras haber crecido en cantidad y calidad, será aún mejor
que el que había sido esparcido. Del mismo modo tendrá que
pasar cierto tiempo para que el “abono” de los hombres mez-
quinos haga justicia a la Verdad.
Ahora, puedo por fin expresar apertis verbis mi gratitud al
Señor Sathya Sai Baba y mi fe en El, a cuyos Pies depongo esta
humilde labor. El es Aquél que ha tomado forma humana para
lograr que los hombres rendidos a la propia, la trasciendan y
vuelvan a reunirse en la Fuente Perenne del Recto Vivir.

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A El, imagen del Semper Vivens —el eternamente vivien-


te—, sea la gloria indefectible.

Santa Croce, 3 de julio de 1993


Fiesta del Gurú Purnima
Mario Mazzoleni

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Capítulo I

El Kalpataru
o el Arbol de los Deseos

U
n árbol, en la semiología de la Naturaleza —esto es:
en todo lo que la Naturaleza expresa a través de se-
ñales y manifestaciones diversas— es símbolo de ex-
traordinaria riqueza y, en el terreno espiritual, indica
la energía vital prodigada por el Creador a cada cosa. Cuando
hablamos de todo lo que halla óptima analogía en la luz, el ca-
lor y la generosidad incondicionada, hacemos referencia al Sol.
Hablamos del Océano y de sus olas cuando queremos exaltar la
inmensidad de lo multiforme y la simplicidad del Uno. En la
forma, el color y el perfume de una flor están contenidos senti-
mientos tales como el amor, la pasión, el perdón, la adoración,
el honor, la inocencia, la pureza…
El árbol se ha convertido en emblema en los más variados
ámbitos: la heráldica, la medicina, la política, la filosofía, la reli-
gión y otras disciplinas han adoptado al árbol como símbolo
que mejor sintetiza varios principios y conceptos. Su simplici-
dad tiene la fuerza de lo unificador, y las muchas formas de las
fases con que se presenta, desde la semilla hasta el fruto, encie-
rran la infinita inteligencia de la creación.
Quisiera ser poeta para cantar el panegírico del árbol: no es
simplemente la matriz donde nacen los frutos, sino, al mismo
tiempo, el fruto y todas sus cualidades. En el árbol hay verdad,
porque expresa exactamente y en su sazón los frutos que pro-
mete; hay imparcialidad, porque no tiene preferencia de perso-
nas y dispensa sus frutos a buenos y malos; hay amor, porque
da sombra y amparo al viandante; hay paz, porque, susurrán-
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dote las dulces melodías del viento, concilia la tranquilidad en


tu mente; hay no-violencia, porque aun cuando lo cortas ema-
nará el aroma de su savia, inundando con su perfume hasta el
hacha asesina. Sus hojas, tras la muerte otoñal, extienden una
sugestiva alfombra roja a los paseantes, como deseosa de ren-
dirles honor.

Más allá de toda diferencia de casta y de religión —dice


Sai Baba— el árbol proclama la igualdad de todos.1

El árbol representa la vida con sus ritmos cíclicos: el naci-


miento de una semilla y luego innumerables renacimientos,
crecimientos, exuberancias, fructuosos veranos, melancólicos
otoños y por último, los silenciosos inviernos. Un árbol se reen-
carna muchas veces a lo largo de su existencia y constituye un
maravilloso emblema de la permanencia en lo impermanente,
del Fenómeno que fluctúa en el inmóvil y eterno espacio de
Noúmeno: lo Incognoscible, que no puede ser alcanzado a tra-
vés de la razón.

La historia de los Grandes Seres, de quienes la humanidad


ha recibido elevadas enseñanzas, se vincula siempre con un ár-
bol o más. En la época del Krishna el Señor ya se hablaba del
Kalpataru, Arbol divino que satisfacía todos los deseos y crecía
en Krishnaloka, esto es: el Paraíso terrenal; cuando el Señor de
Vrindavana entró en la floresta con su hermano mayor Balara-
ma, Se alegró de ver que los árboles cargados de frutos y ramas
nuevas se inclinaban hasta tocar la tierra, para expresar a su
modo el pranam, o bien su postración y el deseo de tocar los
Pies de Loto del Señor. Por lo que transmite el Bhagavata
Purana, Krishna, en la vigilia de Su Ascensión al cielo, meditó
al parecer sobre el ashvattha, árbol conocido por la ciencia bo-
tánica con el nombre de ficus religiosa y sagrado para los hindú-
es por su simbolismo ascético. En el Bhagavata Gita afirma
Krishna: “entre todos los árboles, Yo soy el ashvattha, la higue-
ra sagrada”.2

1 Lluvias de Verano, vol. 5, Ed. Errepar, Buenos Aires, Argentina.


2 Bhagavad Gita, 10,26.

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El Atharva-Veda Samhita refiere que los seres divinos están


sentados bajo un ashvattha y que el hombre que en la tierra se
detiene a su sombra, obtendrá el don de profecía, la capacidad
de recordar sus vidas precedentes y la de comprender el len-
guaje de los animales.3
Buda se transformó en el Iluminado bajo este árbol, definido
por los budistas como árbol de la bodhi, esto es: Arbol del Cono-
cimiento; el Gautama alcanzó la meta suprema tras haberse de-
cidido a permanecer allí hasta haber logrado la comprensión de
lo Divino.
Babaji, el inmortal del Himalaya de quien habla Yogananda,
gustaba de permanecer y manifestarse bajo un árbol copioso y
en Su reciente encarnación, que puede encontrar en 1982, tam-
bién había elegido residir en algunas habitaciones construidas
alrededor de un árbol de copa grande que guarecía a todo el
edificio.
¿Qué puede entonces decirse del Arbol del conocimiento del
bien y del mal o Arbol de la Vida del que se habla en el Génesis? El
árbol bíblico también es árbol de deseos, ya que el conocimien-
to es el más alto deseo de que es capaz el corazón del hombre.
En ese jardín también había árboles cuyo fruto podían arrancar
nuestros antiguos padres, salvo el fruto del árbol del conoci-
miento, por cuanto era ése un árbol que recuerda la Upanishad,
donde se enseña que la acción perfecta que nos vuelve semejan-
tes a Dios es la que supone la renuncia a todo fruto de las accio-
nes llevadas a cabo.
Varias veces tuvo el Señor Jesús oportunidad de servirse de
los árboles para transmitir enseñanzas. La higuera estéril que
Jesús secó en el acto por no haber dado frutos significaba el in-
noble fin de quienes no usan los propios talentos para ponerlos
al servicio de los demás. La analogía del árbol indica con preci-
sión que la bondad de una persona debe ser juzgada por los
frutos de sus obras: “Todo árbol bueno produce frutos bue-
nos”4. Como ya lo había hecho Sri Krishna. También Jesús Se
comparó con un árbol. “Yo soy la verdadera vid”.5 Y varias ve-

3 V. Atharva-VS. 4,3; Cfr. Diccionario del Hinduismo, Ubaldini.


4 Evangelio según San Mateo 7,17.
5 Evangelio según San Juan 15,1 ss.

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ces el Cristo encarnado en Galilea usó la analogía de la semilla


y el árbol para declarar que Su Reino “puede ser comparado
con una semilla de mostaza”, la cual, “aun siendo la más menu-
da entre las semillas”, cuando se desarrolla “es la mayor de las
legumbres y se transforma en árbol hasta el punto de que vie-
nen los pájaros del cielo y anidan entre sus ramas”.6
Los árboles de olivo han sido la arcada protectora de la ca-
tedral donde Jesús elevó al Padre sus últimas plegarias, antes
de ser arrestado, condenado y crucificado. Y fue árbol, por fin,
también el de la Cruz, que sintetizó el mensaje del Maestro de
Galilea: el tronco del Yo es atravesado por los brazos del Amor
extendidos al mundo; en esa coyuntura muere el último vásta-
go de la causa de todo mal —el ego— y de ese punto resurge el
hombre nuevo, el renacido que ya nunca morirá. Con la muerte
del yo se abate una barrera que cierra el camino al reencuentro
con el paraíso perdido, donde quienes han lavado sus vestidu-
ras sucias de egoísmo, “formarán parte del árbol de la vida”.7
En la antigua liturgia de Viernes Santo —simplificada y re-
ducida hoy al olvido hasta en los mejores textos— se consigna
este himno:

Crux fidelis, inter omnes Arbor una nobilis;


Nulla silva talem profert, fronde, flore, germine:
Dulce lignum, dulce clavos, dulce pondus sustinet.

“Oh, Fiel Cruz, eres entre todos el árbol más noble; no


hay floresta que produzca algo similar a ti en copas, flo-
res y frutos: dulce madero, tú sostienes ese Dulce Peso y
dulces clavos.”

“Se cuenta —dice N. Kasturi, biógrafo de Sai Baba— que


Mahavishnu dormía sobre la hoja de baniano cuando la tierra
fue devastada y sumergida por el diluvio. Y al mismo Shiva,
con vestiduras de gurú, se lo describe bajo un baniano por
haber transmitido mentalmente todos sus conocimientos a
Sus discípulos, mientras Mahavishnu vigilaba los tres mundos.

6 Evangelio según San Mateo 13,31 ss.


7 Apocalipsis 22,14.

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El árbol es símbolo del Sanathana Dharma, la Ley Eterna, debi-


do a que sus ramas se extienden en todas direcciones aportan-
do sostén de todo género de fe e iniciativa espiritual.”8

Sai Baba, detrás del templo, exactamente sobre la colina que


lo domina y a los costados de la calle que lleva a los edificios
universitarios y al Museo de las Religiones, ha hecho plantar
hace ya muchos años un baniano, planta reconocida en Oriente
por su carga de simbolismo espiritual. Bajo ese árbol ha sepul-
tado, tras haberla materializado de la arena, una placa de bron-
ce, que representa símbolos místicos con letras y alfabetos co-
nocidos y desconocidos, cuya finalidad es la de favorecer la
concentración y el control de los sentidos.9 Ese árbol es ahora
meta de investigadores y contemplativos que a su sombra se
sacian de la Beatitud que proviene del encuentro con Dios, en el
silencio de la mente.
Actualmente el Kalpataru ha echado nuevamente raíces en
la tierra. En una colina, delante del pueblo de Puttaparti, entre
rocas de basalto pulidas por el tiempo, asoma un árbol de ta-
marindo cuyas frondas, vistas desde cierto ángulo, recuerdan la
abundante cabellera de Sathyanarayana cuando este joven-gu-
rú del pueblo usaba su cabellera partida en dos crenchas.
Mas prefiero ceder la palabra al autorizadísimo biógrafo de
Sai Baba, N. Kasturi.
“El mismo Baba ha dicho muchas veces que en Su vida los
primeros dieciséis años han sido contraseñados especialmente
por los lila (Juegos Divinos), los dieciséis siguientes por los
“milagros” o mahima y los años futuros por la Enseñanza Espi-
ritual, Upadesha. Y ha asegurado que los lila, “milagros” y
“Enseñanza Espiritual” han sido los puntos principales pero
que los primeros dos no han faltado en cada período.
“Fiel a esta declaración, Baba ha concedido varios milagros
a los devotos que frecuentaban los bhajan (cantos piadosos)
nocturnos. Es en ese entonces cuando el árbol del tamarindo,
en la cima de la colina situada a orillas del Chitravati, cerca del
lugar donde la calle encuentra al río, se adjudicó la reputación

8 N. Kasturi: La Vida de Sai Baba (Sathyam Shivam Sundaram), vol. I, Ed. Erre-
par, Buenos Aires, Argentina.
9 Idem nota 8.

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de árbol que satisface los deseos, si bien el nombre de árbol de la


Voluntad Divina sea el apropiado. Baba solía conducir a los de-
votos a la colina y tomar de ese árbol variedad de frutos: ¡man-
zanas de una rama, mangos de otra, naranjas de una tercera,
peras e higos de una cuarta y quinta rama! Por cierto, como Ba-
ba lo afirma, El puede mudar cada árbol, a cada momento, en
árbol de los deseos, por cuanto es El mismo un Arbol que los sa-
tisface”.10
Un milagro increíble, que desafía la observación crítica, pa-
ra simbolizar que de un único árbol provienen los verdaderos
frutos que hacen feliz al hombre, esto es: los valores esenciales
de la vida humana: Verdad, Rectitud, Paz, Amor y No-Violen-
cia. Y ese Arbol es lo Divino, presente ahora a imagen y seme-
janza humanas.

El árbol del Kalpataru está aquí, es Swami. Swami puede


darte cuanto deseas; si quieres algo, aquí está el Arbol.11

Es El, Sathya Sai Baba, el Kalpataru de esta Epoca, la Era de


la Ignorancia o Kali Yuga. El ha venido con la finalidad especí-
fica de satisfacer el deseo del hombre: despacio, sin coacción,
pero infaliblemente; dulce como una madre que otorga y a su
debido tiempo sustrae; pedagogo como padre que parece estar
enfadado al negarte la gracia, pero entre tanto te sostiene a ca-
da momento; generoso como el amor de los padres, que te col-
man de atenciones y de mimos el día en que naces, así como en
los días en que has renacido a nueva vida.
Este Progenitor Supremo tiene una habilidad más respecto
de los terrenos: sabe liberarte hasta del mismísimo deseo de ser
libre.

Yo les daré lo que quieren, para que puedan querer lo


que he venido a darles.12

Una cosa es segura: que El sabe dar solamente, dar y dar, a


diferencia de nosotros que seguimos pidiendo y tratando de

10 Idem nota 8.
11 Coloquios, I,63, Mother Sai Publication, Milán, Italia.
12 Idem nota 8, vol. II.

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obtener. Como bien lo expresa Su nombre —Sai, que significa


“Divina Madre”— es como una mamá.

En un tierno diálogo del celebérrimo film Marcelino pan y vi-


no, el protagonista, tras su encuentro con Jesús, hace a éste la si-
guiente pregunta: “¿Cómo son las mamás y qué hacen?“
Y el Crucificado le responde: “Dan, lo dan todo siempre”.
Anteriormente Jesús le había preguntado al niño: “Marceli-
no, ¿no te doy miedo?”
Y Marcelino: “No”.
“Entonces, sabes quién soy.”
“Sí, eres Dios.”
Ha brotado, pues, de la boca de un niño, la mejor definición
de Dios: un Ser de quien no se puede tener miedo, porque con-
tinúa dando.

¿Qué ha venido a darnos el Señor de Verdades de Putta-


parti? ¿Cuáles frutos deja caer de su Arbol?

Sea lo que fuere, lo que yo hago es para ustedes —dice el


Maestro— y no para Mí. En efecto, ¿qué puedo declarar Mío?
¡Sólo a ustedes!13

De este Arbol hablaremos en el presente libro o, mejor di-


cho, de Sus cinco frutos principales, prodigados milagrosamen-
te al devoto que tiene sed de Verdad y Justicia.

13 Diario Espiritual 2, pág. 215, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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Capítulo II

El deseo

E
s preferible no dar nada a quien no muestra interés por
lo que se le quiere dar. Es odioso hacer una donación
cuando la misma no es apreciada en absoluto, así como
es contraproducente alimentar forzosamente al niño
que lo rechaza. Será pues necesario investigar por qué no tiene
hambre, si quiere uno evitar las lamentables sorpresas de la re-
gurgitación y el empeoramiento de su malestar.
El abúlico, o la persona que no demuestra pulsiones hacia
bien alguno, merece el terrible juicio formulado por el Señor de
la Eternidad, el Principio Divino que se manifestó en la AUM y
del que habla el Apocalipsis: “Así habla el Amén (el Aum, el
Pranava primordial, NdA), el Testigo fiel y veraz, el Principio de
la creación de Dios: ‘Conozco tus obras: tú no eres ni frío ni ca-
liente. ¡Ojalá fueras o frío o caliente! Pero, puesto que eres tibio,
esto es: ni frío ni caliente, estoy por vomitarte de mi boca’.”1
Resulta a buen seguro preferible un pecador empedernido
que uno que no peca por ser incapaz o frustrado: el primero,
cuando haya sonado la hora, volverá hacia el bien toda la ener-
gía que dedicaba en un tiempo al mal; el segundo quedará iner-
te y, no habiendo conocido la aversión por el orden moral ni la
anarquía interior, no sabrá amar la disciplina espiritual, porque
ésta última se sirve de una fuerza análoga y contraria.
Con la finalidad de que el lector no interprete mal mis pala-
bras, quisiera protegerme a la sombra de un Padre de la Iglesia
considerado entre los preclaros: San Agustín, quien afirma en
los Tratados sobre Juan: “Dame uno que ame, y comprenderá lo
que estoy diciendo. Dame uno que arda de deseo; uno que ten-

1 Apocalipsis, 3,15-16.

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ga hambre; uno que se sienta peregrino y sediento en este de-


sierto; uno que suspire ante la fuente de la patria eterna; dame
uno que experimente dentro de sí todo esto y comprenderá mi
afirmación. Si, por el contrario, le hablo yo a un corazón frío e
insensible, no podrá comprender lo que yo digo”.2 Y la afirma-
ción por la que San Agustín tampoco quiere que se lo entienda
en sentido erróneo, la ha sacado él a su vez de Virgilio: “Cada
uno es atraído por el propio placer”.

El tema de la satisfacción de los deseos ha alarmado siem-


pre a los directores espirituales de visión limitada, por cuanto
temen que la libertad de desear degenere en libertinaje. Mien-
tras están dispuestos a demorarse en la reiteración de errores
morales arrastrados desde la niñez o la adolescencia, temen en-
frentar cara a cara al deseo, como lo haría una mangosta con
una cobra, para partirle definitivamente la columna vertebral.
Viene al caso decir, también con respecto al deseo, que, si lo re-
conoces como tal, no te matará.
Ese temor deriva, en mi opinión, de una actitud intransi-
gente de la naturaleza humana, que ha dotado al hombre del
estímulo del deseo y de la falta de discriminación entre los ob-
jetos mortíferos del deseo y los deseos evolutivos.
Nuestra ascética ha combatido siempre toda aspiración del
alma humana tendiente a las cosas del mundo. Y son, a buen
seguro, los atractivos del mundo el enemigo supremo de la vi-
da espiritual: llevan la mirada del hombre a las cosas terrenas
en vez de las supramundanas y, desarrollando una acción ame-
nazante sobre el anhelo innato del hombre, que busca los valo-
res más altos, alarga los tiempos de realización de éstas.
Pero el morbo preocupante, para el que no hay remedio
—salvo el milagro de una saludable y enérgica sacudida— reside
en la ignorancia de la amargura que producen los deseos del
mundo. Dice San Agustín: “¡Cuán infeliz logra ser el género hu-
mano! Los bienes del mundo dejan un amargo sabor y no obstan-
te el hombre los ama. Trata de pensar en qué sucedería si satisfi-
cieren dulcemente el paladar humano sin dejar sabor alguno”.3

2 Trat. 26, 4-6; CCL, 36, 261-263, Breviario Romano, IV, 348.
3 “O infelicitas generis humani! Amarus est mundus, et diligitur. Puta si dulcis es-
set, qualiter amaretur?”. San Agustín, Discursos III, cit. por G.B. Scaramelli,
Directorio Ascético, Trat. III, 342.

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Por cierto, el deseo no se presenta con las credenciales de la


amargura, sino como una promesa de dulzura y de placer, o
por lo menos, con el atractivo de lo incógnito. Desiderare huma-
num est. El aguijón del deseo es innato en el hombre, algo que
lo mantiene vivo. Está tan enraizado en la existencia, que sobre-
vive hasta en los momentos en que todo parece irremediable.

El hombre nace con hambre y sed de alegría. Sabe que


puede obtenerla pero no dónde. Tiene un vago recuerdo
de ser heredero del reino de la Beatitud, pero no sabe a
quién dirigir la petición de su derecho. Algo se subleva
en él. El hombre se siente condenado a sufrir, odiar y mo-
rir, y algo le susurra que es hijo de la inmortalidad, de la
alegría y del amor. Mas hace caso omiso el hombre y, co-
mo quien trueca diamantes por cacharros, corre en busca
de placeres mezquinos y de míseras comodidades.4

La divina pedagogía de Sai Baba muestra un conocimiento


perfecto del alma humana. El sabe perfectamente que exigir a
los hombres una mortificación total con cesación inmediata de
los propios placeres y pedirles penitencias gravosas no surtiría
otro efecto que la explosión de un estrés tenido bajo presión.
Por esto no pide El al principiante la renuncia total, sino que lo
atrapa muy despacio, invitándolo a poner cierto límite a las
propias inclinaciones:

Reduce tus deseos, según tus posibilidades, y elige en-


tre ellos sólo los que puedan darte alegría duradera.5

El Gran Maestro no impone jamás nada. Su estilo es siem-


pre el de una invitación que se torna cada vez más apremiante
a medida que el invitado comprende sus benéficos efectos. A
veces te recuerda las graves consecuencias que resultarán si
transgredes Sus consejos; a veces parece dejarte misericordiosa-
mente libre de vagar, como un sabio preceptor que se abstiene
de pedir demasiado al discípulo y, si ha pedido ya pesadas re-
nunciaciones, le deja pasar —pero sólo por el momento— algu-

4 Diario Espiritual 2, pág. 345, Mother Sai Publications, Milán, Italia.


5 Idem nota 4, pág. 205.

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na debilidad. “Luego —parece que pensase— lo comprenderás


de cualquier modo y, si lo comprendes por ti mismo, la decisión
será tomada con mayor convencimiento aún.”
Todos los devotos saben, por ejemplo, que Swami aborrece
comer carne. Kasturi refiere que, desde niño, el pequeño Sath-
yanarayana se mantenía alejado de las carnicerías y evitaba es-
crupulosamente hasta comer alimentos preparados en ollas en
que se hubiere cocido carne. En Sus exhortaciones, aún hoy, po-
ne a menudo en guardia acerca de lo deletéreo del hábito de es-
ta errada alimentación. No obstante, han ido a visitarlo inclusi-
ve carniceros, quienes han sido tratados con amorosa cordiali-
dad; a Su lado hay a menudo personas que se alimentan con
carne o pescado, mas El los recibe con exquisita amabilidad y
profusión de obsequios.
Esta actitud de Swami me ha hecho reflexionar varias veces.
Mi necesidad de reflexionar derivaba tan sólo de la severidad
con que nosotros los seres humanos tratamos a nuestros seme-
jantes y de la diferencia de pesos y medidas con los que juzga-
mos. Ello sucede porque no tenemos un conocimiento cabal del
alma de quienes nos rodean. Terminamos, pues, considerando
especialmente benditas a las personas que se consumen en aus-
teridad; las vemos cercanas a la realización o ya realizadas, y
por el contrario nos parece justo censurar severamente a quien
no observa las normas elementales indicadas a quienes han em-
prendido un derrotero espiritual.
En verdad, he encontrado a personas de corazón de oro en
el pellejo de devotos que a menudo y gustosamente se entregan
a las drogas de la disciplina alimenticia; y he quedado frecuen-
temente desencantado por la cruel y fría intransigencia de otros
que, rígidamente observantes, se permiten hacer duras alusio-
nes al comensal transgresor. Que no sea presuroso quien lea y
considere esta posición mía como una apología del libertinaje y
una condena dirigida a quien está sujeto a una disciplina. Lo
mejor es, por cierto, ser tolerante y observador a la vez. Mas
cuando no se puede obtener todo ya, es mejor apuntar al pri-
mer valor humano, que es el de la comprensión y el amor in-
condicional. Por ello, siento mayor simpatía por el corazón de
oro del transgresor que por el corazón duro del intransigente.
Hasta en un antiguo pero clásico y eximio Directorio Ascéti-
co, como el de Scaramelli —tratado que enseña a los maestros

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de espíritu cómo orientar a las almas— se exhorta cálidamente


a todo confesor a no “mandar penitencias que no guarden pro-
porción con las fuerzas corporales y espirituales del penitente:
de lo contrario, en vez de quebrar y ablandar sus voluntades, se
las sumirá en grandes angustias”.6

Es mi convicción, sostenida con firmeza también en mi libro


precedente, que los sanos principios de la moral, la teología y la
ascética se han perdido a través de los siglos, oscurecidos por el
andar tenebroso de personas no iluminadas, quienes, en vez de
buscar los caminos prudentes indicados por las Escrituras de
toda época y región del mundo, se han internado en disquisi-
ciones intelectuales con el fin de satisfacer los deseos de una ra-
zón insaciable.
Afirmar que en la Biblia prevalece la figura de un Dios infa-
liblemente severo y castigador, no hace justicia a la verdad: no
falta, en efecto, la imagen de un Señor que “satisface el deseo
de quienes le temen”.7 El Qoélet teje el elogio de la edad juve-
nil; no niega al hombre los placeres de la juventud antes de que
esta se haya ajado y hasta alcanza el límite de una tolerancia vi-
gilada, que tendrá en cualquier caso que saldar cuentas con el
Karma, esto es, con la justicia de Dios: “Sigue pues los caminos
de tu corazón y los deseos de tus ojos”.8 En los proverbios, se
declara abiertamente la bondad del deseo, es más, su inhibición
“hace daño al corazón”; en cambio, “un deseo satisfecho es el
árbol de la vida”.9
Desde luego —puede casi parecer ofensivo recordarlo—
hay deseos buenos e inocuos y los hay perjudiciales. Y es en la
catalogación de los deseos que se ha ido más allá del límite, til-
dando de perversos a deseos que en sí no hacen daño al próji-
mo. De tal modo, los confesionarios se han convertido presta-
mente en tribunales donde se absuelve a eunucos forzosos y
frustrados, incluso por propias elecciones prematuras y presun-
tuosas, pero habituados a envenenar al prójimo con maldades y
murmuraciones, consideradas veniales; confesionarios donde

6 Trat. III, art. VII, cap. IX, § 331.


7 Salmos, 145,19.
8 Eclesiastés o Qohélet 11,9b.
9 Idem nota 8.

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se condena a la madre de familia que declara haberse acercado


al marido rechazando la idea de concebir hijos, pecado éste
considerado “mortal” por la moral católica religiosa tradicio-
nal.

Sai Baba usa de magnanimidad en un comienzo, al dar con-


sejos para una vida disciplinada:

No hay nada malo en comer, pero no se debe derrochar


comida… Coman cuanto quieran, pero no derrochen co-
mida. Derrocharla es pecado… Compren pues lo que
quieran, pero jamás derrochando dinero en cosas que
no les sirven.10

En esta oportunidad desea subrayar el hecho de no incurrir


en derroche; por ello, en el ámbito de este tema concede que los
bienes se usen, pero que no se los despilfarre. En otra oportuni-
dad dirá que el asceta (yogui) come una sola vez al día, el he-
donista (bhogui) dos veces y el enfermo (rogui) tres veces… pe-
ro el corazón del lector se oprimirá pensando en los propios há-
bitos alimenticios.
No se trata de contradicciones en la enseñanza, sino de “ca-
pítulos” distintos, donde se sugieren gradualmente diversos es-
calones para el ascenso a Dios. Son como servicios dispuestos
por un hábil Cocinero. Está sólo la dificultad de la elección, pe-
ro ante todo es necesario tener hambre; en segundo lugar, no se
puede comer más allá de la capacidad del propio estómago y,
en tercer lugar, es necesario digerir lo que se ha comido y tra-
ducirlo en energía vital.
En Su infinita Sabiduría, el Señor Sai sobreentiende que pre-
viamente existe el hambre, esto es, el deseo es más: perfecta-
mente consciente de ello, aprovecha con astucia esta necesidad
para orientarlo hacia los bienes supremos. Después de todo, el
Juego de Dios reside en crear al hombre libre de actuar, y al
mismo tiempo capaz de equivocarse. El deseo es una cualidad
de la naturaleza humana que necesita de un instrumento como
el cuerpo para actuar según él o trascenderlo: si los hombres no
tuvieran deseo alguno, no nacerían siquiera…

10 Discursos 1988/89, XX,43, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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¿Por qué han fracasado todas las campañas contra la porno-


grafía? Porque aun siendo ella excremento ofrecido como ali-
mento, no se ha tenido en cuenta que representa un plato sucu-
lento para muchas personas. De esta reflexión debería deducir-
se que, para reeducar al paladar del hombre, lo mejor es ofre-
cerle platos de comida primeramente discretos, luego buenos y
finalmente refinados. Si un joven se entrega al deporte o la cul-
tura física aun siendo éstas disciplinas que exaltan el cuerpo,
aquél no tendrá tiempo ni fuerzas para dirigir la mirada y el in-
terés hacia imágenes obscenas. Acto seguido, podrá compren-
der que el cuerpo no es el único objetivo de la vida y tenderá a
predisponerse a actividades más elevadas y menos materialis-
tas. Es sabido cómo la pornografía apasiona especialmente a
personas que tienen una actividad de ritmos lentos y de largos
períodos de ocio.

El hombre, nacido a causa del deseo, vive de pensa-


mientos y de deseos y en ellos se destruye.11

A causa del deseo —cualquier deseo, aun el de alcanzar la


meta más alta— es impelido el hombre a nacer, y la repetición
de sus nacimientos depende precisamente de su incesante dese-
ar. Cuando hayamos llegado al último instante de nuestra vida
orgánica, en nuestra mente se acumularán todos los proyectos
que han quedado incompletos o irrealizados: un coacervo de
deseos y de pasiones insatisfechos. La rápida verificación final
se basará en la gama de deseos que hemos cultivado, reprimido
o trascendido.
Los deseos “cultivados”, es decir: favorecidos por amor al
placer que procuran, habrán creado un código de aviso que, en
el límite de una nueva vida, despertará sin hacerse esperar. Tal
es el destino del bhogui, hedonista que se ilusiona con la idea
de transformar su vida en una existencia dominada exclusiva-
mente por el goce. El bhogui se acuesta por las noches con un
programa en su imaginación cuyo tema es: “¿Cómo satisfaré
mis deseos mañana?” y, si ha pasado a mejor vida, despertará
en la nueva acariciando el mismo programa de festejos.

11 Idem nota 10, XL,1.

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Los deseos “reprimidos”, es decir: obstaculizados sin haber-


se comprendido ni aceptado el por qué de la renuncia a ellos,
conservarán un potencial increíble de germinación y, así como
una semilla, alcanzarán un poco de humus para que nuevamen-
te asomen iguales deseos y se ramifiquen, devastando la exis-
tencia. Este es el caso de quien se cree asceta porque oculta de
sí mismo la propia esencia humana, renegando de ella y rehu-
sando comprenderla. Este mismo se acuesta por las noches con
la angustia y el remordimiento de haber tenido ciertas tentacio-
nes; tal vez las ha dominado; tal vez no. Mas en ambos casos,
estará perturbado, y no sabrá amar, porque no se ama a sí mis-
mo. Su despertar a la vida en lo sucesivo estará contraseñado
por improvisas tendencias contra las cuales deberá poner su
temple a prueba. Es posible que sufra aun en el período que
media entre su paso último por la tierra y la vida que lo espera.
Su experiencia post mortem es desgarradora y se asemeja a la del
bronquítico crónico que quiere fumar aunque no sienta placer:
el deseo está en la mente, que conserva aún tras la muerte del
cuerpo su “rastro”. Mas faltará entonces el cuerpo para satisfa-
cerlo. ¿No será esto el infierno?

Los deseos “trascendidos” son, por último, los que empuja-


rán el alma hacia los portales de la Liberación final. El deseo
mismo de liberación, aun siendo el más noble, también deberá
desaparecer, puesto que la Liberación no llega donde aún haya
conflicto; y el anhelo de Liberación, mientras haya anhelo, esta-
rá sometido a la ley de los opuestos conflictuales: deseo y desi-
lusión; atracción y repulsión. El terreno del Liberado es como
un mar de arena, donde falta toda posibilidad de que brote al-
gún tipo de hierba.

La condición primera para tener menor apego a las conse-


cuencias de los deseos cultivados y de los deseos reprimidos es
rehuir todo crédito pretendido por el deseo mismo. Este es peor
que el fisco: se cobra impuesto por cada bien disfrutado. Cuan-
to menores sean los bienes a los que se aspira, tanto menores
serán los impuestos a pagar. Y, para no caer en la represión
frustrante, conformarse con un mínimo. La justicia del karma
es perfecta y, en este tipo de ganancia, no hay evasión fiscal po-
sible. La regla de oro para rehuir a toda herencia que nos lleva-

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ríamos por vidas y vidas, consiste en comprender a fondo el


mecanismo íntimo del deseo, para neutralizarlo con el ojo del
testigo. Cuando un ladrón está por cometer un robo, desistirá
de su empresa si se siente observado.
Ninguna madre ignora que el propio niño no soportaría
una medicina amarga; por tal razón, toda empresa farmacéuti-
ca se ha ocupado bien de edulcorar los remedios de sabor parti-
cularmente desagradable. Así obra lo Divino. Si nos impusiera
el imperativo: “No debes tener deseo alguno, porque, si deseas,
nunca llegarás a Mí”, arrojaríamos lejos tamaña orden como a
un fármaco repugnante. Por el contrario, El dice, con la dulzura
que sólo Dios puede tener para con Sus criaturas: “El deseo no
es en sí malo; es una energía que necesitas para llegar a Mí; pe-
ro te hace daño desear demasiado. Cuando hayas alcanzado al-
gunos objetivos por los que tanto apego tenías, u olvídalos o
pónles un techo. No vayas más allá: te perderías”. Luego, ha-
biendo crecido y dominado muchos deseos, Su petición se vol-
verá más austera, pero no le parecerá tal al discípulo por estar
ahora ejercitado en la renuncia.
El Divino Sai contó un día esta eficaz comparación:

Si continúan arrojando piedras en un lago, ¿cómo podrá


calmarse la superficie del agua? Las piedras, continua-
mente arrojadas, formarán olas, una tras otra, y en ese
lago nunca habrá paz. Del mismo modo, al hombre que
continúa arrojando al lago de la propia mente las pie-
dras de los deseos, le será imposible alcanzar la calma y
la estabilidad mentales.12

El apetito estimulado por el deseo no concluye tras la satis-


facción del deseo. Lleva a la glotonería. Es una característica del
apetito el contener en sí el pedido de nuevo alimento, pero sólo
después de un tiempo de haber comido. El cuerpo consume los
nutrientes que ingiere, pero en el campo psicológico, el meca-
nismo es, en efecto, un tanto más complejo, por cuanto el deseo
nace cuando en la mente han surgido determinados impulsos.
Ignoti nulla cupido, decía Ovidio: “No se siente deseo alguno
de lo que no se conoce”. El deseo es un arma de doble filo: si no

12 Idem nota 10, XXVIII,3.

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sabes, no deseas; mas si has paladeado su realización, el deseo


cobra fácilmente impulso. No obstante, la ausencia de deseo en
quien no conoce su realización, carece de mérito. No hay heroís-
mo en la castidad si vive uno en la floresta; hay en cambio hero-
ísmo en mantener pura la mente mientras viaja uno en subterrá-
neo o por calles atestadas de gente, continuamente bombardea-
dos como lo somos por el sex appeal de los carteles publicitarios,
de la gente acicalada y perfumada para suscitar deseos, y de las
miradas que son un hato de tiburones que merodean con inten-
ción de devorar.
Resumiendo el proceso, sobreviene éste según la sucesión
siguiente: los sentidos, como la vista o el gusto o el oído, ejer-
cen una ilusión vana, llevando la atención del individuo hacia
algún objeto para reflejarlo en la mente. El objeto que cae bajo
la percepción de los sentidos evoca algo agradable (o desagra-
dable); por ende, la percepción sensorial invade el campo de la
memoria. Se registran en ella recuerdos de todo tipo y, cuando
están sujetos a experiencias de placer, la memoria misma trans-
mite a la mente un mensaje de apetito, o rechazo en el caso de
un recuerdo desagradable. Es así como nace el deseo.
El individuo se apresura a satisfacerlo, introduce en el pro-
grama mnemónico nuevos archivos de placer y la cadena se
perpetúa hasta que el sujeto ya no se da cuenta de su depen-
dencia. El proceso funciona también inversamente, con expe-
riencias de disgusto y, obviamente, el deseo será repulsivo en
este caso.

Consideremos sus deseos. Supongamos que tengan


hambre y quieran cierta comida. Tal comida los satisface
por dos horas. Luego, su apetito vuelve a comenzar de
cero; de este modo pasan continuamente de la satisfac-
ción a la insatisfacción, y no hay paz duradera. Mientras
cedan paso a la satisfacción, no tendrán paz.13

Fue éste el sentido en que Jesús, ante el asombro de la Sa-


maritana por el pedido de agua del “Galileo”, deslizándose en
una sagaz metáfora, exclamó: “Si conocieras tú el don de Dios y
quién es el que te dice ‘¡Dame de beber!’, tú misma se la hubie-

13 Idem nota 10, I,8.

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ras pedido y te hubiese dado él agua viva… Quienquiera beba


de esta agua (del pozo) volverá a tener sed; mas quien beba el
agua que yo le daré, nunca más tendrá sed; antes bien, el agua
que yo les daré se volverá manantial de agua que brota para la
vida eterna”.14 El agua de la Sabiduría Divina, tras ser bebida,
satisface para siempre y otorga la Sabiduría que quita a su vez
la sed a muchos otros investigadores.

Un análisis honesto acerca de lo que ocurre en nuestra men-


te al detenernos —por ejemplo— ante la vidriera de una tienda
de productos electrónicos Hi-Fi, nos haría comprobar, como en
el replay, cierta sucesión de sensaciones. Al comienzo, un senti-
miento incipiente de alegría: brillándonos los ojos, querríamos
abarcar en un campo único todo lo que está frente a nosotros.
Luego inquirimos los precios, tocamos la billetera o abrimos la
chequera, y está hecho. Nos llevamos el objeto deseado con una
excitación que altera hasta nuestro modo de conducir el auto.
Continuamos en casa con la ceremonia de la instalación del es-
téreo y una apasionada lectura del manual de instrucciones,
que teje elogios y describe las secretas funciones del aparato. En
ese momento, nadie debe molestarnos. La adquisición será te-
ma en los próximos encuentros con nuestros amigos. Todo ello,
en pocas semanas, caerá bajo la ley de lo ordinario más escuáli-
do; el entusiasmo se irá apagando y aquel ardor del deseo se
apercibirá para lanzar un nuevo ataque; otro deseo dirigido ha-
cia nuevos objetos, o hacia un mismo producto pero más refina-
do y lleno de accesorios nunca vistos.
Esta es la mísera historia de nuestra infelicidad: nunca nos
damos por satisfechos con lo que hemos deseado intensamente.
El fuego del anhelo llamea tras haber soplado nosotros para
apagarlo; tal como el fuego se expande a causa del aire, el de-
seo se torna más vigoroso aún.

En torno al deseo, como rémoras insistentemente adheridas


al tiburón, navegan emociones tales como los celos, la envidia,
la ambición, la rabia y el miedo. Es característica del ávido de-
sear también lo ajeno. Lo poseído por otros aun tratándose de

14 Evangelio según San Juan 4,10-13.

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un mismo objeto, parece que tuviera siempre mejores cualida-


des. De este modo, si el bolsillo no permite competir, se cae en
la envidia de los bienes ajenos y hasta en los celos, esto es: en el
encono por lo que los otros posean. Pero el deseo de cosas ma-
teriales, en su primitivismo, no es tan innoble como el de envi-
diar la índole moral o el carácter ajenos. Envidiar una prenda
de vestir o un lindo auto es, si se quiere, ingenuo y venial; mas
la envidia o los celos por la capacidad intelectual o el buen éxi-
to de un amigo es mísera e imperdonable.

La acción es estimulada por el deseo, que a su vez, es


movido por la envidia, la ambición y el hastío; estos
sentimientos los suscita el ego, hijo de la ignorancia.15

No hay daño en desear lo que querrían tener; lo malo es


tener celos de lo que poseen los demás.16

El miedo representa la síntesis final del proceso del deseo:


miedo de perder lo tantas veces anhelado; miedo de no satisfa-
cer todos los pedidos de la mente; miedo de enfermarse y no
gozar en plenitud lo que se ya ganado; miedo de que en la en-
fermedad se pierda hasta la potencialidad de desear y la apti-
tud física frente al goce.

Puesto que tienen una mente cargada de deseos de todo


tipo, terminan sometidos a la zozobra.17

En estado de miedo pierde el hombre el pleno uso de su po-


tencial intelectivo. Quien está dominado por el miedo no puede
llevar a cabo acciones sabias ni tampoco inteligentes. Es conoci-
do el comportamiento alienado del animal cuando es presa del
miedo. Es un hecho bioquímico; la adrenalina en exceso cumple
su acción devastadora sobre el corazón y los centros nerviosos,
desestabilizando al individuo que la secreta en demasía.
El miedo detiene el proceso de crecimiento, especialmente
en el terreno espiritual. Cuando las personas que orientan el

15 Idem nota 10, V,15.


16 Sanathana Sarathi, 1978, pág. 61.
17 Idem nota 10, XXX,15.

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desarrollo espiritual de los hombres, en vez de indicar caminos


nuevos e invitar a seguirlos con coraje, emiten sentencias y
mandamientos intimidatorios, de buena fe o no, crean una mo-
ralidad fundada en el miedo, cuyo principal objetivo ha sido en
el pasado, y aún hoy, el de entorpecer la libertad de las concien-
cias. Por desdicha, ello ha ofrecido a los más diabólicos la opor-
tunidad de imperar sin estorbos sobre la vida de muchos pue-
blos durante largo tiempo. He aquí una de las razones funda-
mentales del hecho de que la Redención de Cristo, por quien ha
sido prometida la salvación del género humano, no ha surtido
en dos milenios los efectos esperados. Y es ésta una razón por
la cual el Señor puede elegir encarnarse nuevamente.
Entregándose al miedo, se predispone el hombre a la enfer-
medad: ésta se origina siempre en un estado de fragilidad men-
tal. Un sinnúmero de personas comienza su discurso con la ex-
presión “Temo que…” Algunas de ellas son auténticos monu-
mentos al miedo, y en sus rostros presentan ya las señales de
una enfermedad próxima a explotar. De nada sirven los barbi-
túricos ni los somníferos, ni los ansiolíticos. Es más: la acción de
tales fármacos empeora las cosas, por cuanto debilitan ulterior-
mente el sistema nervioso sustituyendo a las defensas naturales
que la psiquis humana reserva para los momentos arduos y el
hábito de estas drogas constituye una verdadera condena.
Concluye, pues, el ciclo del deseo con el miedo. Si el deseo
genera miedo y el miedo genera la enfermedad, el deseo es pa-
dre de la enfermedad y de los sufrimientos orgánicos y morales
de la humanidad. Sai Baba amplía la investigación del dolor
que nace del deseo, extrayendo un cuidadoso diagnóstico:

Deben investigar acerca de las causas del dolor y el su-


frimiento. La primera causa del sufrimiento es el nacer;
del nacer proviene la acción y de la acción, el deseo. El
apego es el responsable del deseo y la principal razón
que origina el apego es la falta de discernimiento, o bien
la idiotez. De la carencia de discernimiento se encarga el
“ego”, que hunde sus raíces en la ignorancia.18

18 Idem nota 10, XXXIII,9.

39
40

Pero ha ocurrido algo aún peor. La mente humana ha lleva-


do los mismos parámetros al ámbito religioso. Cuando el hom-
bre se dirige a Dios con la plegaria, lo hace expresando petulan-
temente ciertos deseos, cuya amplitud varía desde los caprichos
baladíes hasta los elevados anhelos: “Señor, haz que encuentre
casa; Señor, haz que apruebe mi examen; Señor, cúrame”. En po-
cos casos: “Señor, vuelve expedito mi camino hacia Ti”.

No sigan deseando cosas insignificantes ni perdiendo


tiempo pidiendo a Dios que los satisfaga en todos estos
deseos. Van cargados de deseos a hacer peregrinaciones
a lugares santos, donde con prodigalidad de elogios a
Dios querrían que les concediera lo que desean. Mas si
logran alcanzar al mismo Señor, ¿qué les faltará nunca?
Tyagara dijo: “Oh Rama, cuando te tenga yo a Ti y la
plenitud de Tu Gracia, la desdicha no me tocará y hasta
los planetas cumplirán mis órdenes”.19

Dios no ama las vilezas: tratar de obtener con adulaciones


subrepticias ciertas gracias irrita incluso a lo Divino, que prefie-
re en cambio una relación de amistad clara con el devoto. El Se-
ñor está dispuesto, no obstante, a satisfacer hasta el colmo la
trivialidad en nuestros pedidos, cuando proceden del corazón,
pero especialmente cuando junto con el pedido está la voluntad
de seguir las enseñanzas que imparte Dios a fin de que evolu-
cionemos. En todo caso, ya conoce El nuestras necesidades y
este conocimiento debería alterar radicalmente el estilo de
nuestras plegarias. Del mismo modo, El no se deja corromper
por promesas de ofrecimientos; detesta las extorsiones y la re-
sulta enojoso que intenten con El un cambio sobre la base de
objetos materiales. Lo que de nosotros quiere es un corazón lle-
no de amor. Si Le ofreciéramos sinceramente este último tesoro,
por ser el único bien que El aprecia, podría, tal vez, ceder a
nuestras peticiones. El amor es el único sentimiento que logra
“conmover” a Dios.
Jesús definió como “paganos” a “quienes creen que se ha-
rán escuchar a fuerza de palabras. No sean pues como ellos,

19 Idem nota 10, XXXVIII,9.

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41

porque su Padre sabe las cosas que necesitan aun antes de que
se las hayan pedido… Busquen primero el reino de Dios y su
justicia, y todas estas cosas les serán dadas por añadidura”.20 A
Marta, quien se preocupaba excesivamente por las cosas mate-
riales, Jesús le recordó que “una sola cosa es necesaria” y que
María había “elegido la mejor parte”, la de estar acompañada
por lo Divino, aun en perjuicio de las tareas hogareñas.21 Algu-
nos predicadores comentan en la actualidad este episodio con
ironía diciendo que, si Marta no hubiese trajinado, tampoco Je-
sús hubiese encontrado el almuerzo listo. Es la típica reacción
del businessman, que no tolera una acción distinta de la práctica
y manual y olvida que, ante la divina presencia de un Avatar,
todo otro deber como no sea el de contemplarlo pierde signifi-
cado, ya que en ese momento histórico El provee también a las
necesidades materiales de Sus contempladores, como lo demos-
tró Jesús varias veces y como en la actualidad a menudo hace
Baba, multiplicando el alimento y ofreciendo albergue y cobijo.
La búsqueda del Reino Espiritual, sin embargo, no impide a
la suprema Compasión de Dios venir a satisfacer nuestros dese-
os inmediatos y concretos. Encarna Sai Baba, admirablemente,
la generosidad y prodigalidad de lo Divino. El, sí, exhorta a no
pedir lo que tiene programado dar, pero, si pides porque estás
urgentemente impelido a hacerlo, te secundará. Su respuesta,
en definitiva, aun si llega tras pedidos materiales, acelera las
desilusiones que acompañan siempre a la satisfacción de dese-
os efímeros. Su munificencia se traduce en una nueva y amoro-
sa táctica para el devoto: toma a manos llenas… Mientras tus
manos sean pequeñas, tendrás cosas de menor cuantía; cuando
tus manos sean infinitamente grandes como el Amor, me ten-
drás entonces a Mí, que soy el Amor, y no tendrás ya necesidad
de pedir. Tus manos estarán siempre llenas, pero sólo para dar,
como yo lo hago.
He aquí lo que exactamente dice Swami:

Dios es Amor, Misericordia, Bondad y Sabiduría. El les


da lo que piden, así que… ¡cuidado al pedir! Aprendan

20 Evangelio según San Mateo 6,7s.33.


21 Evangelio según San Lucas 10,42.

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a pedir dones verdaderamente benéficos; ¡no vayan al


Arbol de los Deseos para volverse contentos tras haber
pedido un estropajo y haberlo obtenido!22

Lo Divino satisface todos los deseos para que el hombre sa-


tisfecho vea su pobreza y descubra, al final, que en ella está la
máxima riqueza. En efecto, el hombre nunca se sentirá plena-
mente satisfecho mientras no alcance la unión total con el obje-
to del Máximo Deseo: Dios.

Este deseo permanece fuerte y constante hasta que se


haya alcanzado la beatitud trascendental, y aquí el de-
seo cesa.
(Pregunta Swami al Dr. Hislop):
“¿Cuál es el hombre más pobre del mundo?”
(Hislop, incierto, responde): “¿Es el hombre sin Dios?”
“No —le dice Sai—. El hombre más pobre es el que tie-
ne más deseos. Mientras no haya llegado al estado ca-
rente de deseos, estado de pura beatitud, estará en la
miseria.”23

Es como la analogía del árbol usada por Buda: “¿Qué queda


de un árbol —preguntó el Iluminado a los discípulos— luego
de que hayamos comido sus frutos, quitado las hojas, cortado
sus ramas, sacado la corteza y demás? ¡Nada!”
El puro Ser es la Nada que posee el Todo: he aquí la supre-
ma meta de la Omnipotencia divina.

Pero si desear es un bien precioso que caracteriza al impul-


so del hombre hacia lo alto, ¿por qué tanta calamidad? ¿Qué ha
venido a corromper las aspiraciones del hombre, para llevarlo a
una ruina tal? Dios crea primero un hombre que desea: ¿lo de-
jará luego a merced de una innoble degeneración?
A estos interrogantes responde exhaustivamente la Ense-
ñanza, la Palabra del Señor Sai.

22 Idem nota 4, pág. 281.


23 Coloquios, XVII,9-10, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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Capítulo III

Los frutos velados


del Kalpataru

S
i es cierto que a un árbol se lo reconoce por sus frutos,
no se puede negar que el Kalpataru de Puttaparti, el pro-
digioso Arbol de la Vida que ha echado Sus raíces en el
mundo eligiendo por jardín la India, tiene en verdad to-
das las credenciales para ser una planta generosa hasta la pro-
digalidad, noble y fecunda, de exquisitos y benéficos frutos. De
no ser así, quedaría olvidada en un rincón perdido; sus frutos
se secarían en las ramas o caerían para marchitarse en el suelo.
No sería un Arbol Divino, porque Dios no justifica los derro-
ches y Su Economía es sabia y cautelosísima.

Mi palabra es preciosa. Reviste una enorme importancia


para Mí; le atribuyo Yo un gran valor, aunque no lo con-
sideren ustedes del mismo modo. Si alguien no presta
atención a Mi palabra, no quiero desperdiciarla hablan-
do con él.1

Si faltan algunos invitados a una boda, el dueño de casa los


sustituye inmediatamente por otros tomados de la calle. Si un
pueblo rechaza Su Munificencia, El no se impone ni obliga a
creer, y cambia de comarca. Cuida incluso las migas, como
cuando Jesús, a la Cananea que Le imploraba la curación de la
hija, contestó: “No es correcto tomar el pan de los hijos para
arrojarlo a los cachorros”, induciendo a la pobre mujer a una

1 Curso de Verano, 1990, XIII,39, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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respuesta de gran fe, que le procuró lo que pedía: “Es cierto,


Señor, pero los cachorros también se nutren con las migas que
caen de la mesa de sus dueños”.2
Lejos de ser un Arbol negligente y abandonado, este árbol
congrega muchedumbres a Su alrededor: quien para disfrutar
simplemente de su sombra, quien para oír la pacífica música
de su copa, quien para recoger en cada estación frutos diver-
sos. Pero está también quien le tira piedras, lo cual significa
que el Arbol está ofreciendo frutos buenos, porque especial-
mente al árbol que da fruto dulce se le tiran piedras para que
el fruto caiga.
De este Arbol de los deseos nacen frutos de todo tipo: pero
algunos de ellos quedan ocultos, velados por apariencias iluso-
rias. Son menos discernibles “a simple vista”; hace falta un ojo
sensible, experto: el del observador sagaz a quien atento a cual-
quier movimiento de hoja nada pasa inadvertido. Un árbol a
contraluz no deja ver sus pormenores, sólo los contornos de sus
formas, cambiantes por el continuo resplandor de la luz que
penetra con el consentimiento de las hojas y la complicidad de
la brisa. Los otros frutos son los que se ven con facilidad aun
observando perezosamente un árbol en plena sazón.

Aunque en las palabras aparezca como contradicción, es


cierto que la semilla representa el “fruto” más importante de un
árbol, la base de la que nacerá la planta, la síntesis de sus cuali-
dades manifiestas y no manifiestas. En la semilla está, en efecto,
toda la realidad futura del árbol. Es un verdadero milagro, aun-
que los botánicos no lo interpreten como tal: la altura, la consis-
tencia, la corteza, las ramas, las flores y su perfume característi-
co, los frutos y su sabor particular, los colores de las hojas y de
los frutos, las cualidades terapéuticas y farmacéuticas de las ra-
íces, hojas y flores, distintas incluso entre sí; en suma, una infi-
nidad de elementos copresentes en un grano que puede ser tan
voluminoso como la cabeza de un alfiler.
Ningún elemento natural enseña con tanta transparencia,
sencillez y claridad la Unidad del todo y la inmersión de lo
múltiple en el Uno, como lo hace la semilla de un árbol. Quien
quisiera meditar acerca de un árbol, antes aún de sentarse de-

2 Evangelio según San Mateo 15,21-28.

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bajo de él, debería recoger una semilla y contemplarla deteni-


damente, viendo contenida en ella la increíble magia del mun-
do vegetal: reside allí dentro lo Todopoderoso divino en poten-
cia; allí dentro, Brahma está viviendo Su sueño; allí dentro pue-
des oír la Voz del Verbo que da vida a todas las cosas.
La lección de la semilla se extiende también a todo lo dicho
por las Escrituras reveladas a los sabios, cuando ellos nos ha-
blan de Dios; una multitud de figuras y, bajo tantas apariencias,
la Unica Realidad, el Dios Unico, igual para todos. ¿De quíen se
podrá desconfiar como idólatra sino de aquél que lo que más
ama es lo que aleja de Dios? ¿No es tal vez idolatría preferir el
engaño o bien la ceguera de quienes quieren ver la Verdad, en
nombre de la unidad de las formas y con el temor de perder el
poder del plagio que esta uniformidad consiente ejercer sobre
las conciencias?

Por ejemplo, he aquí una semilla de baniano. Es una única


semilla; no obstante, en esta semillita está encerrado un gigan-
tesco árbol, pletórico de ramas y ramitas, flores, frutos y raíces:
todo eso se halla contenido en la semilla. ¿Se dan cuenta? Raí-
ces diferentes, ramas diferentes, flores diferentes, hojas diferen-
tes, frutos diferentes. El enorme árbol está albergado por esa
única semilla, por ese ekam. Unica es la semilla. Al hablar, algu-
nos describen las hojas, otros las ramas, otros mencionan los
frutos y así sucesivamente, pero ese ekam es uno solo y Uno So-
lo es el Maestro.3

Oh quam mirabilia sunt opera tua, Domine:


“¡Qué grandes son Tus obras Señor!”4

Así como una semilla encuentra su razón de existir en


un árbol frutal, así debería encontrar el hombre su ra-
zón de ser en una vida que cobra pleno significado
cuando conduce a la perfección, en la transformación
(samskaram) y en la producción de frutos como la paz, la
seguridad y el amor.5
3 Mother Sai, Boletín bimestral, 6/1992, pág. 8, Mother Sai Publications, Milán,
Italia.
4 Salmos 103,24.
5 Idem nota 1, I,11.

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El primer fruto que da el árbol es él mismo: la robustez del


tronco, la sensación de protección que ofrece su copa, la firme-
za con que las raíces se hunden en el terreno, la simultánea li-
bertad con que éste se desarrolla enviando sus ramas en todas
direcciones e inclinándose sólo ante la potencia del viento, el
encanto de sus hojas perladas por el rocío y la belleza de su
presencia que engalana el ambiente.

También del Arbol “Sai Baba” —que, si se me consiente una


neodefinición botánica, llamaría yo Omnia ferens Arbor, “arbol
que todo lo da”— el primer fruto que brota es Sí mismo. Su
persona, aunque no pasa del metro y medio de estatura, ofrece
a los visitantes una sensación de estabilidad y gran certidum-
bre. Es una impresión compartida por todos los peregrinos que
han estado en Prashanti Nilayam: quien Lo ve, no tiene la sen-
sación de estar frente a un hombre menudo, sino frente a un Ser
poderoso y suave al mismo tiempo. Un sacerdote que me con-
sultó para obtener mayor información acerca de la Persona de
Sai Baba, me confió que Sus Manos, que veía en una foto uni-
das y abiertas con palmas hacia arriba sobre el abdomen, le pa-
recían tan dóciles y omnipotentes a la vez, que lo conmovían,
mientras que Sus Pies ejercían en él una inexplicable atracción.
Sai, a menudo gusta de detenerse bajo la recova del templo
para prolongar Su darshan ante los devotos reunidos. A veces,
durante el canto de los bhajan, ondula el cuerpo, tal cual lo ha-
ría un árbol acariciado por la brisa, y otras veces, incluso sin
ningún canto de acompañamiento. Su túnica anaranjada, que
cae hasta cubrirle los pies, se resuelve en dos mínimas abertu-
ras finales, que hacen que la tela baje lo suficiente para cubrir
también un poco el suelo, como si el atuendo terminara en un
miniarrastre bifronte que le confiere la típica forma que el árbol
en el punto en que las raíces se hunden con una curva parabóli-
ca en el terreno.
La impresión general que uno recibe estando en Su presen-
cia, es la de una Potencia Infinita que atrae todo hacia Sí y da al
mismo tiempo coherencia a todo, como la pajita de una pompa
de jabón que, a la vez que es causa primera de la consistencia
de la esfera de agua irisada donde todo se refleja maravillosa-
mente, la mantiene sujeta a ella y le insufla el hálito que le da
vida. Nos repite el Maestro:

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Los atraigo a Mí, y los reformo y remodelo. Soy un Artí-


fice que restaura herramientas rotas, agujereadas y da-
ñadas, reparo corazones quebrados y mentes frágiles,
intelectos falseados, decisiones débiles y la fe que se
desvanece.6

La visión de la Persona de Sai Baba constituye, incluso para


el recién llegado que no carezca de los “sensores” apropiados,
una enseñanza indefinible con palabras y una Gracia que pene-
tra en el alma. Es obvio que la comprensión de los momentos
transcurridos en presencia de Sai depende en gran medida de
la capacidad del receptor. Yo mismo debo reconocer que, aun-
que en mi primera llegada a Puttaparti haya intuido la inmensi-
dad del Don que estaba recibiendo yo, la recepción de aquel en-
tonces era muy distinta de la que siento actualmente; y estoy
seguro de que sigue en continua y gradual evolución. Estoy se-
guro de que, dentro de algún tiempo —meses o años, si Dios
quiere— comprobaré la falta de madurez de mi actual fe, res-
pecto de la que podré tener entonces.
Ver a Baba con los propios ojos es un beneficio tan halagüe-
ño y el enriquecimiento producido por la Visión de El es tal,
que muchos tienen concedida la gracia de verlo en sueños.
Aun conociendo las afirmaciones de Swami al respecto, se-
gún las cuales nadie puede soñar con El sin que El lo quiera y
sabiendo que todo sueño cuyo protagonista es El es producido
por El mismo, me llevó algún tiempo convencerme. Ha sido
para mí útil tanto la experiencia de muchos devotos, cuanto mi
experiencia personal. Todos los devotos consultados, al contar-
me los sueños en los que se les aparecía Sai Baba, me han ase-
gurado que en los momentos en que deseaban ardientemente
verlo, Su aparición no obedecía en absoluto a ese deseo, y se
presentaba Sai en sus sueños cuando menos lo esperaban ellos.
La escena de los sueños que tienen a Swami de protagonis-
ta, difiere mucho en cada uno, conforme a la necesidad de la
persona que sueña. A menudo es un simple paseo, un verdade-
ro darshan onírico, que deja inmensa paz en el alma. Al princi-
pio de mi acercamiento a Sai Baba, soñaba con El frecuente-
mente y este ritmo, que va disminuyendo con el tiempo se con-

6 Diario Espiritual 2, pág. 291, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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firma también en muchos devotos de vieja data. Lo que me ha


inducido siempre a pensar que no se trataba de un simple sue-
ño; era el ardiente anhelo de alcanzar al Maestro en el cuadro
onírico y un fuerte nudo en la garganta que me aferraba regu-
larmente después de cada darshan nocturno. Despertaba yo, o
tal vez simplemente abría los ojos —en verdad no lo sé—, y por
supuesto sin ver ya el objeto de mi sumo deseo, perduraba el
efecto de la experiencia, incluso durante el día entero y, a veces,
durante los días sucesivos. En mi vida no he experimentado
nunca sueños tan vívidos.
Hay ocasiones en que Su figura aparece en estado onírico
dentro de los esquemas originales que transgreden nuestras
expectativas convencionales respecto de una Persona a la que,
por ser divina, no estamos dispuestos a consentir expresiones
humanas o no conformes a nuestros preconceptos. Y son éstas
las situaciones en que, concluido el sueño, interviene nuestra
razón para censurar: “No puede ser verídico. Ha sido dema-
siado humano, ¡casi trivial para una Divinidad! Tal vez sea mi
fantasía, el condicionamiento de una lectura o la digestión de
una cena pesada…”.
Precisamente a quien escribe le ocurrió un hecho análogo.
Me encontraba yo en Prashanti Nilayam, en Su ashram. Una
mañana, temprano —eran las tres— soñé con El. Entró en mi
habitación y apoyando Su cabeza en mi hombro, con una acti-
tud de gran afecto y amistad pacificadora, me sugirió no preo-
cuparme acerca de un problema que me afligía desde tiempo
atrás. Me hizo comprender que Dios trasciende pasado, presen-
te y futuro, y que nosotros somos a cada instante como una me-
dalla que ha salido flamante de Su fábrica y que nunca ha cir-
culado; ahora debía caminar yo sin mirar hacia atrás y sin preo-
cupación por el futuro. Los muchos sentimientos de culpabili-
dad cultivados durante años de seminario y una moralidad que
tenía la gracia de sofocar todo progreso, insistiendo en la humi-
llación de los errores antes que en el entusiasmo de prosperar,
me cerraban en una prensa de angustia. Cuando desperté, al
contrario de lo que ocurre de ordinario, el contenido del sueño
seguía siendo vívido. Pero el estado de vigilia restableció ense-
guida los prejuicios racionales y las conjeturas de la mente:
“¿No será tal vez mi deseo inconsciente de una solución lo que
ha producido un sueño que tiene la pretensión de dar la solu-

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ción? ¿Habré encontrado una respuesta “fácil” y cómoda? Se


da por descontado ver en sueños, aquí en Prashanti, a Quien
veo todos los días al natural y en actitud tan familiar y ¡benévo-
la, además!” Mis pensamientos estaban demoliendo despacio la
exhortación divina.
Pocas horas después tendríamos el darshan: el de la vigilia,
para ser claros. Se estaba acercando Swami y tuve en ese ins-
tante la intuición de comprobar el hecho personalmente con El.
Cuando hubo llegado a pocos metros, Le dije sumisamente, pe-
ro de modo audible: “¡Gracias, Swami, por lo de esta mañana!”.
En caso de haber sido desatendido yo, esto habría significado
que no Le concernía, que “nada sabía”. Pero Su confirmación
llegó al punto: me miró a los ojos y, asintiendo con toda la coro-
na de cabello, con el índice dirigido hacia Mí sonrió y asumió
una expresión que significaba: “Desde luego fui Yo. ¿Aún du-
das? ¡Cuánto tardas en comprenderlo!”. Me sentí reconfortado
por la respuesta, no tanto porque me complacía, sino porque
confirmaba que es justo mantener una autocrítica moderada y
evitar una desconsiderada exaltación, madre del fanatismo y de
la paranoia religiosa.
Yo no conocía aún este párrafo, que parece que hubiese sido
pronunciado especialmente para quienes continúan teniendo,
como yo, la misma preocupación:

Quiero decirles una cosa. ¿Cuáles sueños son reales? Sí,


son reales los sueños que se refieren a Dios. Me ven en
sueños, les concedo tocarme los pies para hacer el pra-
nam, los bendigo, les concedo la Gracia: esto es cierto y
es debido a Mi Gracia y a su práctica espiritual. Si en
sueños se les aparece el Señor o su gurú, debe ser resul-
tado del Deseo de Dios y no de una de las distintas cau-
sas que producen los sueños. No puede suceder como
resultado de su deseo.7

No obstante, es necesario prestar atención a los sueños irre-


verentes que representan el Señor de modo grotesco: no pue-
den provenir de Dios; forman parte de una psiquis que arroja
imágenes de los bajos fondos del subconsciente. El sueño “que-

7 Idem nota 6, pág. 286.

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rido” por Baba tiene siempre un significado, a veces hermético


en el momento pero, en todo caso, nunca expone a la Divinidad
al ridículo o el vilipendio. Si esto sucediera, sería fruto de una
mente burlona.
Un sueño es lo irreal por excelencia, aunque sea cierto en su
ficción, al igual que una historia de amor representada en el te-
atro y creada por la fantasía del autor, se desarrolla realmente
en un escenario. Pero si en lo irreal se presenta lo Real, ya no
queda sombra de la ficción, como cuando en la escena los dos
que recitan “la fingida historia de amor” terminan por enamo-
rarse de verdad y recitando comunican sentimientos verdade-
ros, por ende absolutamente reales.
Anteriormente, decía yo que hacen falta los sensores apro-
piados para captar la enseñanza de la visión de Sai, pero tam-
bién encontrarán alguno que no está dotado de esos interrup-
tores sensibles; a quien, de un viaje a Puttaparti, les resumirá
las experiencias más negativas, como hacen quienes de una en-
cantadora excursión a la montaña, entre cimas, bosques y pra-
dos en flor, se acordarán obsesivamente de lo único que a ellos
les daba miedo: “¡Hay víboras en la montaña!”, les dicen y los
torturan con ese pensamiento, arruinándoles el placer de la ex-
cursión.
Hace algunos años, en los primeros de mi vida pastoral en
la parroquia, conocí a un joven que llevaba consigo en cada ex-
cursión a la montaña dos ampollas de suero antiofídico. ¡Enco-
miable prudencia! Mas su mayor defecto era pensar en las ví-
boras como si estuviesen acechando detrás de cada piedra, ma-
ta, en todos los arbustos, a la orilla de cada río y sobre cada ra-
ma de árbol. Y de ese modo, con la potencia de aquella fijación
logró ser mordido dos veces, en dos paseos distintos pero cer-
canos en el tiempo. Su obsesión no sirvió para alejarlo del peli-
gro, sino que facilitó la posibilidad de encuentro con el temido
reptil. He aquí, además, una prueba de las energías que puede
mover el pensamiento.
Del mismo modo, aunque sea un caso único y clasificable
entre las anomalías psíquicas, he sabido de quien ha necesitado
un exorcismo para “salvarse” de Sai Baba. Cuando una psicólo-
ga afirma que se debe recurrir al exorcista para curar la propia
“posesión”, estamos en el pináculo del regocijo, y la seriedad
de la Ciencia del alma soporta un grave contragolpe.

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51

Nunca es tan feliz un árbol como en el momento en que ce-


de los propios frutos a quien los busca. Ningún otro elemento
natural, más allá de la Luz del Sol, podría expresar mejor este
concepto, que refulge en la Divina Persona de Sai Baba, cuya
invitación a recoger sus frutos aceptamos gustosos.

Debes venir aquí con las manos vacías, sin siquiera la


ofrenda tradicional de hojas, flores, fruta y agua. Ven
con las manos limpias, manos suplicantes que procla-
men haber renunciado a la afición al dinero; Yo las lle-
naré de Gracia.8

Es otro fruto velado por el árbol: su imparcial hospitalidad,


la sagaz atención suya para con los huéspedes. No rechaza
nunca a viandante alguno que busque reparo a su sombra; sus
ramas ofrecen protección y techo a pájaros de toda especie; sus
frutos son el alimento diario para todos, habiendo madurado
graduamente y en armonía con las necesidades de la estación y
la ubicación geográfica. El invierno hace madurar los frutos con
vitamina C, porque en esa estación estamos sujetos a bronquitis
y resfríos, enfermedades que necesitan notablemente de esa vi-
tamina. En las zonas calurosas hay muchos frutos y especias as-
tringentes, como el higo de tuna, el limón y una gran variedad
de sustancias picantes, porque en un clima tropical es fácil in-
currir en enterocolitis. Y así sucesivamente, analizando las dis-
tintas clases de productos agrícolas, se puede hallar la gran In-
teligencia Creativa de la Naturaleza, que prevé y provee a to-
dos los seres humanos de sabiduría sobrehumana.
Sai Baba da a cada uno el fruto mejor indicado, lo que espe-
cialmente necesita en ese momento. Puede ser incluso algo sim-
ple o al parecer insustancial, como una sonrisa de estímulo, o
bien una ayuda pecuniaria, o hasta el afecto que desde hace
años deseabas. Podría pensarse que la economía divina despil-
farra sus dones, cuando concede bienes tan materiales; pero lo
Divino está en todo y no se derrocha a Sí Mismo, porque el dar
desarrolla el alma en sus posibilidades de anhelar bienes supe-
riores, hasta alcanzar el Bien Supremo:

8 Idem nota 6, pág. 291.

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Debes amar al Señor y a ninguna otra cosa. Ama a


Aquél, medita acerca de Aquél; Aquél debe ser concreti-
zado. Finalmente, toma la decisión de fundirte con
Aquél; es el único deseo intenso que debe tener.9

Algunas veces la atención de Swami para con el huésped es


tal que lo asimila, con una pregunta específica, a algunas figu-
ras del Mahabharata. Le preguntó a Dasharatha Vyasa si quería
la vista para ver la batalla del Kurukshetra, pero el rey ciego lo
rechazó para no ver el estrago de sus hijos; en cambio, la había
pedido ardientemente para tener la visión de Krishna aunque
solo fuese por un instante. También Draupadi pidió la libertad
para los maridos pero nada para sí… Y Karna le preguntó a
Bhishma el secreto del pashupata, el arma invencible, pero no
lo obtuvo porque no sabía que era el hermano de aquellos con-
tra los que la habría usado. Arjuna en cambio lo obtuvo, por-
que toda su confianza estaba depositada en Krishna.

Más de uno —quien escribe está entre ellos— ha recibido


de Sai Baba, durante los coloquios, la pregunta formulada en
tono resuelto, What do you want? (“¿Qué quieres?”). Es una pre-
gunta que te honra y al mismo tiempo tiene el peso de una ad-
vertencia divina. Es, en efecto, una oportunidad, tu gran opor-
tunidad, que tal vez no se repita: de pedir a Dios todo lo que
quieras, pero teniendo además conciencia de lo que pides.
Cuando Dios te hace la pregunta “¿Qué quieres?”, en ese mo-
mento has de saber la consecuencia de tu pedido: es un arma
de doble filo.
Hace años, una señora contestó: “Swami, nunca he tendido
el dinero que deseaba. Te ruego, ¡dame riqueza!”. Al poco tiem-
po de haber vuelto a su patria, ganó la mujer una ingente suma
de dinero. Pero su alegría pronto se vio empañada por las mu-
chas desgracias que le ocurrieron. De modo que, cuando volvió
a ver al Maestro, no pudo hacer más que arrojarse a Sus Pies y
reconocer la lección recibida.
Otra mujer le pidió a Swami Su Gracia. Y El le preguntó de
rebote: “¿Sabes lo que estás pidiendo? ¿Conoces el significado
de tener Mi Gracia?” La mujer quedó atónita, y Swami conti-

9 Coloquios, LI,22, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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nuó: “Mi Gracia conlleva tres pasos importantes en la vida: el


primero consiste en el abandono de los allegados; el segundo es
la pérdida del dinero y la renuncia a los negocios; la tercera
condición es la pérdida de la reputación y la estima ante el
mundo. ¿Aún pides Mi Gracia?”
Continuando con la descripción de los frutos “invisibles a
simple vista”, uno de los dones más queridos que un árbol pue-
da brindar es la sensación de paz que genera su protección y la
beatitud que nunca te hace añorar la soledad. El león olvida in-
cluso su agresividad, cuando se encuentra tranquilo bajo la
sombra de un árbol solitario. Esta cualidad pertenece sólo al ár-
bol maduro y adulto. Un árbol pequeño es presa fácil de anima-
les herbívoros, que roerían ávidamente los brotes. El árbol de
tronco alto, en cambio, ya ha adquirido el arte de estar en el
mundo, pero sus altas frondas son una invitación continua a
mirar hacia arriba, adonde habitualmente no se dirige la mira-
da. Estar tendido bajo un árbol para observar el mundo al re-
vés, respecto del estilo común entre los seres humanos, lleva el
alma al éxtasis.
Es precisamente lo que sucede en Prashanti Nilayam, a la
sombra del divino Kalpataru. Los problemas, incluso los más
angustiantes, se desvanecen. La Presencia del Señor Sai es una
continua danza de Shiva, a Cuyos Pies se destruye todo obstá-
culo para el crecimiento espiritual. La mente detiene su incan-
sable y obsesivo vagabundeo. Se advierte en el corazón una
gran paz, la sensación de que se ha llegado al puerto final
donde todo tiene una razón y donde el raciocinio ya no tiene
nada más.
Algunas veces, puede parecer que sucede lo contrario; un
torrente de pensamientos, incluso blasfemos, alborota la mente.
Una caterva de dudas, críticas y sofismas envuelven el cerebro,
y la paz parece una inalcanzable quimera. Todo se vuelve in-
comprensible y motivo de duros ataques: Baba permite esta po-
breza…, Baba olvida a los enfermos…, Baba recibe siempre a
esa mala persona…, etc. La mente escenifica un auténtico pro-
ceso contra Swami. Por Su parte, El carece de abogados defen-
sores, ni siquiera de oficio; se tiene sólo a Sí Mismo, Su vida, Su
mensaje. Tan sólo los ojos que ven pueden encontrar respuesta
a tales acusaciones. La rebelión mental que a veces sobreviene
de improviso, especialmente en las personas que llegan por pri-

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mera vez a la India y a Prashanti Nilayam, no es más que una


proyección del desasosiego latente en varios compartimientos
cerebrales, y una prueba de la ceguera a la que muchos están
aficionados. Uno de sus grandes milagros reside en curar tal ce-
guera.
“Señor, haz que yo vea”, debería ser nuestra plegaria.
Cuando Jesús fue invitado a Betania y se hallaba a la mesa
con María y Lázaro, a quien había resucitado (la hermana de
María —Marta— como de costumbre servía a los comensales),
y con algunos de Sus apóstoles, Judas Iscariote protestó por el
uso de un precioso “aceite perfumado de nardo verdadero”,
que María había vertido sobre los pies del Señor, y observó que
la venta de ese perfume hubiese producido trescientos dena-
rios, suma considerable que habría quitado el hambre a mu-
chos pobres. El evangelista Juan, testigo del hecho sin duda, es-
cribe un juicio terriblemente severo: “Dijo él esto no porque le
importaran los pobres, sino porque era ladrón y, puesto que te-
nía la caja, tomaba lo que ponían dentro”. Jesús, por Su parte,
asumió la defensa de la mujer que estaba usando en Su cuerpo
toda esa riqueza, no porque Le causase placer, sino para ense-
ñar una lección a los presentes: “A los pobres los tienen siem-
pre con ustedes, pero no siempre me tienen a Mí”.10
Si observan ustedes atentamente, notarán que quienes ex-
presan esas críticas son siempre personas para las que tiene im-
portancia la riqueza y la anhelan ávidamente, u ostentan con
descaro sus posesiones. No están dispuestas a aceptar que el
gesto de recibir como obsequio algo precioso, resuelva en pro-
fundidad el problema de la pobreza en mayor grado que la
evaluación fiscal de ese bien para obtener un beneficio. Cuando
ves a Swami andar primero en un auto económico del tamaño
de un Fiat 126, cargado de material variado y polvoriento, te
quedas sin argumentos si luego lo ves subir a un Mercedes, ya
que te demuestra que para El, que tiene el poder supremo so-
bre todas las cosas, estos autos son sólo instrumentos baladíes
de transporte. Sus modos de gratificar a las personas son ade-
más infinitos y entre ellos está también el de agradecer el obse-
quio de una persona rica. Si alguien se molesta incluso por esta
benevolencia con los ricos, que se cuide del agudo fanatismo

10 Evangelio según San Juan 12,1-8.

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propio y mire en la propia vida: si, guardadas las debidas pro-


porciones, ha tratado de resolver el problema de la pobreza del
mundo del mismo modo en que lo pretende de los demás, que
analice sus derroches, gastos superfluos, caprichos satisfechos,
sin estar, por añadidura, en posesión del privilegio de la omni-
potencia y la omnisciencia, suficiente para disculpar toda acu-
sación arbitraria.
Hay otra razón que hace comprender lo absurdo de la acu-
sación de riqueza de Sai Baba, pero sólo puede ser sostenida
por quienes han comprendido quién es El. Sería, como mínimo,
grotesco que el Director General de la G.M. tuviese que pedir
permiso a sus empleados para andar en un Rolls Royce, o que
Juan Pablo II, en lugar de dar su darshan en una caja de vidrio
a prueba de proyectiles, se presentase en un Fiat 500 descapota-
ble. El Dueño de la fábrica nada tiene que pedir (y nada que te-
mer), pero complace al oferente cuando acepta cualquier obse-
quio, y al dignatario a quien se atribuye el cargo máximo de
“Vicario de Cristo” ya no puede ser tratado como un Fantozzi*,
porque ya no es una simple persona sino un símbolo, y todo lo
que lo rodea ha de respetar y exaltar el sentido arcano y poten-
te de tal símbolo. Estas decisiones acerca de la persona-símbolo
ya no dependen de la voluntad de la persona misma, sino del
pueblo que la rodea. Si se rinden honores a un avatar, no es
porque el Avatar se pondrá caprichoso si no se presta la aten-
ción debida a Su cuerpo, sino porque el condesciende benévo-
lamente a ello y acepta la simbología humana, con el fin de que
sea cada vez más manifiesto el significado de la Realidad que
encarna Su persona.
A la entrada solemne de Jesús en Jerusalén, cuando llegó la
hora de que el Mesias Se manifestara a la jerarquía eclesiástica
de la época y luego de haberse escandalizado algunos fariseos
por los elogios dirigidos a Jesús, pidieron al Maestro que re-
prendiese a la muchedumbre jubilosa de los discípulos y El
contestó: “Os digo que, si estos callaran, gritarían las pie-
dras”.11
* Contador afectado a la administración pública italiana, desprovisto de las
características de otros profesionales de su categoría. Considerado como tí-
tere por someterse al parecer de sus superiores, su fama ha llegado incluso
al cine. (N. del T.)
11 Evangelio según San Lucas 19,40.

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Muchas veces, al recibir a familias que venían a visitarme


con niños, me sentí sorprendido de ver que los pequeños, in-
fantes todavía algunos de ellos, miraban fijamente la imagen de
Sai Baba que tengo colgada en la pared, y me conmovía que le
mandaran besitos, sin que nadie los invitase a hacerlo, en la for-
ma típica de los niños cuando se les ha enseñado a venerar una
efigie sagrada. “Con la boca de los párvulos y de los niños de
pecho afirmas tu potencia”, reza el Salmo 8.
“¿Pueden ayunar acaso los invitados a una boda estando el
esposo con ellos?12, dijo también Jesús a quienes le hacían ob-
servar que Sus discípulos seguían una disciplina más elástica
que la de los fariseos y los discípulos del Bautista.
Pero la paz que Sai promete no se ve comprometida por se-
mejantes rebeliones mentales. Más aún: El, homeópata por ex-
celencia, provoca estos desórdenes con la antigua técnica del si-
milia similibus curentur: para curar una dolencia, hay que provo-
car antes su virulencia, con el fin de destruirla cuando está en
su punto crítico. De este modo, el proceso inicial de aversión
por la India, el ashram, e incluso por Swami, se resuelven final-
mente, cuando sobrevienen la claridad y el conocimiento.
¡Cuántos juicios inclementes y perjudiciales están motivados
sólo por una total ignorancia!

Hay un fruto que sólo el Kalpataru de Puttaparti puede dar:


es el fruto más jugoso y nutritivo de todo el Arbol. Más aún: co-
miendo ese fruto, no se tiene hambre de otra cosa. Es un fruto
recubierto de velos, constituidos por el prejuicio, el miedo, el
orgullo y la presunción. Se lo puede comer gustándolo sólo tras
cierto período; esto es: tras haber desgarrado los velos. No es,
pues, un fruto inmediato ni tampoco completamente gratuito:
requiere compromiso, atención y libertad de espíritu. No es fá-
cil definirlo; intentaré empero, abrir esta puerta al lector me-
diante el lenguaje humano.
Es sabido que Sai Baba ha ofrecido al mundo la presenta-
ción de Sí Mismo más magnificente y solemne que un hombre
pueda concebir: se ha presentado El como un avatar; esto es:
como un descenso del Espíritu Divino a la tierra. la fe de un oc-
cidental alcanza a imaginar que exista sobre la tierra alguien

12 Evangelio según San Marcos 2,19.

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como el Padre Pío o como San Francisco de Asís, pero no logra


llegar más allá: frente a la posibilidad de que Dios pueda de al-
gún modo tomar nuevamente forma humana, se detiene aterra-
da, retrocede y tampoco admite investigación al respecto. Si-
glos de restricciones gravitan en la mente de muchos hombres
que, por esto, han elegido ser hombres de segunda mano. Por
lo mismo, no bien se ha propagado la “Buena Nueva” de la
existencia de Sathya, está el que se ha apresurado a derramar
tinta para enturbiar las aguas, como calamar atormentado por
el temor de ser perseguido. Algunos continúan sirviéndose de
un paternalismo obsoleto y disfrazados de pastor solícito, lan-
zan gritos de alarma por las calles que temen, sin advertir que
con sus gritos llaman la atención hacia lo que muchos estaban
esperando con ansiedad desde hacía tiempo.
Dos pueden ser las reacciones ante un acercamiento a Sai
Baba en la convicción de que sea El Encarnación Divina: o no lo
es y, entonces, tras raudales de palabras sabias, asomará un
“sol” incapaz de confortar con la luz y el calor del ejemplo a
quien a él se exponga; o bien lo es, y se podrá comprobar si lo
es El en verdad, mirándolo, observándolo, imitando Su ejemplo
y tratando de verificar si, en esa imitación, es posible obtener la
felicidad prometida.
Esta última posibilidad ha sido elegida por millones de per-
sonas, que han preferido ver con los propios ojos y el propio co-
razón. Entre estos quiere incluirse también quien escribe; de lo
cual no está para nada arrepentido; más aún, infinitamente
agradecido al Señor: ¡ha sido ésta, sin duda, la Gracia suprema
de su vida!

¿Qué ocurre cuando una persona como Sai Baba se acerca y


se proclama divina? Su figura funciona como espejito reflector
de una Realidad que ninguna dimensión humana podría expre-
sar. El resultado de observar a Sai Baba en Su Plena Divinidad
es un pensamiento dirigido constantemente a Dios durante
muchas horas al día. Ahora bien, si Su persona nos hiciese des-
viarnos de los principios morales y religiosos impartidos por
todas las Sagradas Escrituras, habría motivo para pensar que
dirigir la propia mente a Dios de ese miodo es una perversión
infernal, un engaño diabólico.

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Pero sucede que, pensando en El, en la mente se asocian to-


das Sus observaciones, consejos, advertencias y exhortaciones,
Su vida, transparente como un cristal y luminosa como un as-
tro. Pensar en El significa examinar la propia conciencia 24 ho-
ras al día: “¿Le gustará a El (Dios) esto —nos preguntamos—, o
habrá de disgustarlo? ¿Es correcto lo que estoy por hacer? ¿Ar-
moniza con Su enseñanza, con la Naturaleza, con las exhorta-
ciones de los sabios, de los profetas, de Jesús? ¿Puedo decir que
Lo amo (a Dios) por sobre todas las cosas, o bien sólo me urgen
mis intereses materiales, mis apegos, mis placeres, la satisfac-
ción de mis sentidos?”
Confiar en la protección de una de Sus imágenes a fin de
vislumbrar lo que Ella representa, no es acto de idolatría, por-
que semejante orientación del pensamiento conduce a una exis-
tencia vivida en la verdad y la rectitud; en suma: conduce a
Dios, por reflejo condicionado. Al principio es indispensable
una forma para llegar al Sin Forma. Antes de llegar a Dios, lo
Innombrable, lo Infinito, lo Inefable, algo que lo evoque —un
Nombre, una Forma acabada, un Interlocutor— será, a buen se-
guro, de mucha ayuda para no decir indispensable. Lo dice in-
cluso Santa Teresa de Avila respecto de la devoción de Jesús:
“Lo he confesado y aún veo con claridad que no podemos gus-
tar a Dios y recibir de El grandes gracias, sino de las manos de
la sagradísima humanidad de Cristo, en la cual ha dicho El
complacerse (nótese el dualismo Cristo-Jesús, que es el binomio
Divinidad-Encarnación [nota del autor]). Lo he experimentado
varias veces y el mismo Señor me lo ha dicho. He visto con cla-
ridad que tenemos que pasar por esta puerta, si deseamos que
la suma Majestad nos muestre sus grandes secretos. No se debe
buscar otro camino, aun habiendo alcanzado el pináculo de la
contemplación porque por este camino va uno seguro”.13
Cuando nos enamoramos de una persona agradable, ¿qué
enciende nuestra atracción? ¿Acaso su rostro? ¿Su voz? Es raro
que sean virtudes y dotes originales las que llamen nuestra
atención y nuestro corazón. Las más de las veces es un conjunto
de características que nos recuerdan algo remoto, o tal vez cer-
cano, cualidades que hemos amado en otros y nos arrastran
contra nuestra voluntad hacia la persona que las sintetiza en el

13 Del Opusc. El Libro de la Vida, Cap. XXII, 6-7.

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temperamento propio. ¿Acaso no es cierto que a menudo admi-


timos tener simpatía por alguien que nos remite a otro? “Este
tipo me resulta simpático, porque me recuerda a Beppe Grillo;
esa mujer tiene un encanto particular, porque tiene mucho pa-
recido con Anna Magnani…” Y los jóvenes fans de Elvis Pres-
ley, ¿no se visten como el desaparecido cantante, imitando su
voz, peinado y vestimenta para llevarlo más “dentro de sí”?
Mutatis mutandis, quien mira a un Ser Divino, como Sathya
Sai Baba y ve en él el conjunto de todo lo buscado en la vida, la
alegría, el bienestar, la seguridad, el amor, en suma: Dios, no
deberá adorarlo por el rostro que tiene, por los ademanes que
hace, por Su sonrisa amorosa —¡esto es idolatría!— sino porque
todo lo que El expresa le recuerda lo que ha anhelado desde
siempre: beatitud, amor, paz, protección; en suma, todo lo que
ha imaginado como propio de Dios. El único anhelo de un ver-
dadero devoto de Sai Baba es estar tan cerca de El y verlo tan-
tas veces para imprimir “dentro de sí” todo lo que perpetúe Su
recuerdo. Es entonces una alegría, no sólo verlo en el darshan,
sino verlo también cuando los ojos se cierran, soñarlo, inter-
cambiarlo por una persona que se Le parece tanto, hablar de El
en toda ocasión. Todo lo que nos Lo recuerda se nos hace grato,
hasta que, a fuerza de seguir Su enseñanza de amor universal,
lo que nos disgustaba nos recordará Su habitual advertencia:
“Ama a quien te hace daño. Haz como hago Yo, que no siento
desprecio por nadie, porque todos son Míos, incluso quienes
me odian”.

Lo que me ha ocurrido en estos trece años de observar y ad-


mirar la Figura de Sai Baba, no es mera adoración de Su Perso-
na fisica, aunque sea Ella humanamente adorable incluso como
podría serlo el amigo o la amiga del corazón, sino el conjunto
de cualidades que se nos revelan a medida que se Lo conoce.
Son cualidades divinas; son las virtudes de las que un ser hu-
mano diría: “¡Estaría dispuesto a pagar cualquier precio con tal
de tenerlas!”. El restaurador de objetos de arte no puede volver
a dar una mano de oro, si primeramente no pone sobre la parte
que debe dorar algo que atraiga y fije las laminillas de oro. En
definitiva, la Persona física de Sai Baba es el mordiente divino
que sirve para la fijación del alma en la superficie de Dios, de
modo que los dos se vuelvan indisolublemente una sola cosa.

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San Anastasio resume con pocas preguntas el misterio de


una encarnación divina: “¿Quién, al ver un cuerpo que provie-
ne de una virgen, sin la asistencia del hombre no pensaría que
quien se manifiesta en él es también Creador y Señor de los
otros cuerpos?, ¿quién al ver cambiar la sustancia del agua que
se transforma en vino puede no pensar que el que ha hecho es-
to es Señor y Creador de la sustancia de todas las aguas?”.14
Quien ha conocido a Sai Baba y ha descubierto que puede
pensar en Dios a través de El, puede con justa razón pensar sin
duda alguna que ha recibido tantos y tales beneficios de El que,
si por un chiste de mal gusto —un lila del que no desearía ser
víctima— el Divino Maestro de Puttaparti confidencialmente di-
jese: “Bien, les he enseñado a todos; no es cierto que soy Dios”,
se le podría contestar sin demora (confiando que el estupor y el
escándalo no hayan oscurecido la mente): “No, Swami no es po-
sible. Juega, pues, tu lila, pero el bien que he recibido de Ti hasta
hoy es tan inmenso que no puede ser destruido por ninguna pa-
labra humana. Es obvio que quieres ponerme a prueba; está cla-
ro que quieres hacer una jugada para probarme, ya que no pue-
des borrar todo lo que has pensado, dicho y hecho. Dime pues,
que ha sido un sueño. Es una afirmación creíble; pero ha sido,
por lo demás… ¡el sueño más lindo de mi vida!”.
Representa sin duda, Sai Baba la forma más elevada que lo
Divino puede asumir para volverse accesible al hombre. Como
Forma, está siempre limitada a la misma Naturaleza que El ha
creado; como esencia, es total, plenaria e irreductible. Si la hu-
biésemos alcanzado con nuestra condición humana, nos revela-
ría Ella todo lo que nuestro estatus está en condiciones de reci-
bir, pero no todo lo que Ella es. Esta es la razón por la que el
Avatar sigue recomendándonos no derrochar energías por aspi-
rar a toda costa a comprender Su Realidad, ininteligible por na-
turaleza, sino realizar todo esfuerzo para sumergirnos en ella.
La acusación de idolatría contra quienes veneran a Sai Baba
denota enorme superficialidad. Entre quienes la formulan, mu-
chos no saben que ellos mismos están idolatrando a una figura
desde hace 2.000 años. En efecto, así es, en la mayor parte de
los casos, la relación de devoción entre un cristiano y Jesús,
cuando en la mente del devoto no está la Gran Realidad que se

14 La encarnación del Verbo, IV,18; pág. 70.

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ocultaba detrás de Jesús y cuando cree mantenerse fiel a Dios,


que carece de forma, uniéndose alma y cuerpo con la Forma
que Lo manifestó hace ya 2.000 años o, peor aún, con otra for-
ma de mayor hermetismo, como el pan y el vino. No obstante,
el mismo Maestro de Galilea había anunciado perentoriamente
Su partida del mundo para que el Espíritu de Verdad fuese visi-
ble: “Les digo yo ahora la verdad: es bueno para ustedes que
me vaya yo, porque, si no me voy, no vendrá el Consolador a
ustedes; mas cuando me haya ido, se Lo enviaré… Tengo mu-
chas cosas para decirles aún, pero por ahora no pueden llevar
la carga. Pero cuando haya llegado el Espíritu de Verdad, los
guiará El hacia la verdad completa”.15
La Eucaristía es el rito más grande que el Cristianismo ha
podido mantener; la doctrina católica en particular ha logrado
asociar a las formas del pan y vino “la carne y la sangre de Je-
sús”, otra forma que empero está en la actualidad fuera de la
existencia histórica. Tras intrincados sofismas teológicos, donde
se ha querido sostener que ese pan es el “verdadero cuerpo” de
Jesús, olvidando por completo que el signo físico tiene como fi-
nalidad única llevar a lo Metafísico —es decir: a lo Divino que
no tiene cuerpo— se ha inculcado a mucha gente, junto con
tanta confusión, la ficción de poseer la Divina Realidad. En vez
de aclarar la función física de mordiente de lo que simboliza el
Cuerpo y Sangre de Jesús, y dirigir la atención exclusivamente
a la sustancia divina oscurecida por el pan y que es alcanzada
no comiendo simplemente el pan sino viviendo en la práctica
todo el corpus doctrinal del Cristo, se ha acabado creyendo que
la forma del pan es en realidad la No Forma del Cristo; que es
suficiente confesarse para que actúe la Gracia de la Eucaristía; y
que, en el fondo, el acercarnos aun una sola vez al año, alcanza
para ser un buen cristiano y tener la salvación. Si se entra luego
en el mérito del ayuno eucarístico, reducido a una sola hora, la
concesión, que puede tener valor sólo para enfermos necesita-
dos en verdad, acaba consintiendo una opípara comida acom-
pañada de toda case de bebida alcohólica, con tal que haya una
hora de distancia desde el momento en que se comulga: dismi-
nución de la disciplina que, a mi juicio, ha envilecido el respeto
debido al sacramento.
Sostiene San Agustín que el acto de comer ha de ser espiri-

15 Evangelio según San Juan, 16,7.12-13.

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tual en la comunión eucarística: por comer la hostia, no se frag-


menta el Cristo. Ese pan, confirma San Ambrosio, nutre la sus-
tancia del alma.16

El peligro de la idolatría se supera cuando hemos compren-


dido que todo lo que decimos de Dios no son más que figuras e
imágenes para socorrer a una razón falta de capacidad imagina-
tiva. La intuición real de lo Divino sobreviene cuando se repone
en el carcaj la flecha del raciocinio, se afloja el arco del miedo y,
abandonado al pie del Arbol, se queda uno en la contemplación
de la Voz de Dios que sólo habla al corazón rendido.
La sagrada verdad de la Bhagavad Gita, donde el autor, ins-
pirado pone en labios de lo Divino, dice la frase: “Todos los
nombres y las formas son Míos”, se revela auténtica en el mo-
mento en que se la experimenta. ¿Será idólatra acaso quien, ad-
mirando un cielo estrellado en alta mar, ve allí a Dios hasta sen-
tirse uno con El en un silencio extático? ¿Peca contra el único y
verdadero Dios, quien, oyendo el susurro de las frondas, perci-
be la voz de Dios que le susurra la unidad de todo lo Creado?
Y, si contemplo este Arbol Divino que todo deseo satisface,
¿soy idólatra porque de El obtengo la inspiración para vivir con
el único deseo de ser perfecto, como perfecto es el Padre que es-
tá en los Cielos? Y si todo lo Suyo —tallo, hojas, ramas, nudos,
raíces y rebrotes— me habla del Inmenso e Inefable Dios, ¿peco
contra Aquél que me ha creado sólo porque ahora no es más y
exclusivamente un Olivo de Palestina lo que Lo revela, sino un
Tamarindo de Andhra Pradesh? Y cuando ese Arbol me mani-
fiesta por sobre todo la Divina Paternidad de Dios y no Su des-
cendencia en el Hijo, ¿falto yo a la fidelidad de este último? ¿Es
tan árido el corazón de un hombre para no poder amar a un
progenitor sin olvidar el otro?
¿Cuál debe ser el objeto de nuestra adoración cuando cele-
bramos un culto? ¿Debemos adorar las formas del culto o bien
las realidades que en él se esconden? ¿Adorar el Arbol o sus
frutos recónditos?
Y la adoración más completa, ¿no es acaso la fusión con la
adorada Realidad, para poder trascender lo adorado, el adora-
dor y la adoración?

16 J. De Baciocchi: L’Eucharistie, págs. 40/42, Desclée, 1964.

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Capítulo IV

El terreno en que caen


los frutos

T
iene suma importancia para el jardín del alma humana
comprender el significado global de los frutos escondi-
dos bajo los velos de las pasiones y nuestra ignorancia.
No es éste un hecho de poca monta y depende tanto del
receptor como del recipiente. pero aun si fueren éstos plenamen-
te eficientes en cabida y adhesión, si falta el Arbol y —en espe-
cial— si Este no prodiga Su cariñosa dádiva, será como querer
nacer uno de mujer estéril o sujetar la liebre por sus cuernos.
Cuando el Señor Jesús adujo el ejemplo del agricultor que
había salido a sembrar, dio estadísticas acerca de los distintos
modos de percibir ese don: “una parte de la semilla cayó en el
camino…; otra cayó sobre piedra…; otra cayó en medio de
abrojos y otra parte cayó en tierra buena y, creciendo, dio fruto
centuplicado”.1
Lo mismo está sucediendo con respecto a la realidad Sai Ba-
ba. Hay algunos que, tras haber oído hablar de ella, tachan la
idea de revolucionaria en demasía y no quieren saber más del
asunto: son la semilla que ha caído en el camino y que los pája-
ros picotean al instante. Hay otros que manifiestan un caluroso
entusiasmo inicial, querrían leerlo todo acerca del tema, pro-
yectan ir a Prashanti Nilayam, incluso se conmueven al oír el
Nombre de Baba, pero luego, en pocos instantes, oída la opi-
nión de un colega o la repulsiva opinión de un sacerdote, desis-
ten de la idea o la rechazan sin más ni más. Otros aceptan la no-

1 Evangelio según San Lucas 8,5-8.

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vedad con extremo interés, la cultivan por un tiempo y, cuando


se presentan las dificultades iniciales o bien asoman los prime-
ros engorros de la vida, o no se sienten felices por una gracia
que han perdido, se aplacan y se hunden nuevamente en la pre-
ocupación y la ansiedad. Pocos son los que, frente a una nove-
dad perturbadora y revolucionaria, se dejan fascinar por ella,
estudian atentamente todos sus aspectos —poniendo por enci-
ma de todo otro interés esa investigación—, y se adhieren a ella
para lograr un cambio serio en sus vidas.

En la historia religiosa de la humanidad se repite el tema de


los grandes profetas, santos y avatar que “descienden” con la
norma única de estimular al ser humano en un cambio. Dice el
Rig Veda: “Cuando la propiedad confiere dignidad, la riqueza
llega a ser el único manantial de virtud; la pasión, el único lazo
de unión entre marido y mujer; la falsedad, la fuente del éxito
en la vida; el goce de los sentidos, el único placer y la exteriori-
dad, la única forma de religiosidad; es ésta, pues, una época
que puede denominarse Era de la Ignorancia”.
La del profeta o el santo, desde el punto de vista terrenal, es
labor poco gratificante: en general, la mayor parte de los desti-
natarios del mensaje decreta sentencia de muerte, física o mo-
ral, o bien el exilio, la marginación o la crítica áspera y agresiva
contra aquéllos. Santos y profetas, gozan, empero, de una ale-
gría que el hombre común no puede comprender: la de ser ins-
trumento de redención o de ser su causa directa e íntima, tal co-
mo sucede con una encarnación crística.
El sueño de una conversión general y colectiva del género
humano es tan apasionante que, a fin de gestar su concreción,
nos conduce a exigir una rápida condensación de tiempos: nos
amargamos al ver la “comodidad” con que procede Dios y
comprobar que Sus tiempos son tan eternos. Mas este Dios pa-
rece ser óptimo comediógrafo: sabe dosificar en infinitos capí-
tulos la historia del mundo y no tiene ninguna prisa en concluir
una “cosmonovela” en la que El puede revelar los infinitos as-
pectos que Lo expresan.
No obstante, queda siempre una pregunta: ¿por qué, entre
tantos seres humanos, algunos escuchan, otros no, y otros sí y
no? ¿Por qué hay un Zaqueo que no bien ha visto al Señor, es-
piándolo desde la rama de un árbol, no vacila en aceptar la in-

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vitación del Maestro, quien desea ir a su casa? ¿Por qué hay


una Samaritana que, tras algunas dudas y protestas, corre al
poblado para avisar a gritos a los lugareños que ha visto a uno
que todo lo sabe acerca de su vida? ¿Por qué hay un Nicodemo
que va a visitar a Jesús de noche, para no ser visto por los adep-
tos de la secta que él mismo encabeza? ¿Por qué hay sacerdotes
del templo que no quieren creer en los propios ojos y condenan
al avatar a morir con ignominia en una cruz de palo, a la que
están condenados sólo los delincuentes comunes?
¿Y con qué vara mediremos las increíbles contradicciones
en las que van a encerrarse algunos hombres, en especial los
que debieran ser maestros de espiritualidad? En una revista
clerical, un sacerdote ha definido al autor de este libro como
apóstata y perdido en pos de una secta oriental. Su artículo es
compartido con el de un laico arrogante y sin escrúpulos: no
sólo comparten el espacio gráfico sino también la ineptitud
puesta en evidencia por los errores garrafales y la torpeza que
demuestran acerca del mundo de las religiones orientales, así
como por las críticas manifestadas contra Sai Baba. Todo el diá-
logo está mechado de inexorable violencia y el deseo mal disi-
mulado de eliminar a quien no tiene la misma opinión, tratan-
do de exponerlo de cualquier modo al escarnio de la opinión
pública. No obstante, el número siguiente de la misma revista,
aparece citando y respaldando la carta de otro sacerdote, que
afirma: “¿Será posible que la Historia, maestra de la vida, nun-
ca enseñe nada a las personas religiosas?”; sigue una lista de
hombres, profetas y santos perseguidos por la Iglesia y rehabili-
tados tras la muerte.2
Primero se dispara, sin haber apuntado, hacia un blanco
desconocido; luego, cuando alguien hace presente que debe-
mos ser tolerantes y respetuosos de la opinión ajena, se afirma
con descaro: “¿Qué te decía yo?”.
El Occidente no ha dejado atrás el oscurantismo medieval,
al que relega todo lo que concierne a la religión y disciplinas
que la ponen en práctica. Perdura en teologia lo que en el cam-
po astronómico se denominaba geocentrismo. Mientras se per-
petúa la discusión acerca de la única verdad, que sería posesión

2 Vida Pastoral Nº 8/9, Agosto-Setiembre 1992 y Nº 10, Octubre 1992 (Soc. San
Pablo).

65
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discrecional de los católicos, en la conciencia de cada hombre se


arraiga cada vez más la persuasión de que el universo religioso
está compuesto de infinitas galaxias, con sus sistemas intereste-
lares cada una, unido el todo en el inmenso canto de Alabanza
producido por el Primordial Sonido, el OM, el Fiat del Creador,
el Verbo que se hará carne.

Es muestra de ignorancia —afirma Sai Baba— conside-


rar a una religión superior o inferior a otras y fundar
ciertas diferencias en esta convicción. Las enseñanzas de
toda religión son sagradas. Las doctrinas fundamentales
ahondan sus raíces en la Verdad. La Atmatattva, esto es:
la Verdad del Espíritu, es la esencia de las religiones, está
contenida en el mensaje de todas las Escrituras y es la
base de la Metafísica íntegra. Es deber primordial del ser
humano advertir que los caminos indicados por las reli-
giones pueden ser distintos, pero tienen idéntica meta.3

Cuando entre los exponentes del catolicismo haya alguno


que se encargue de la defensa de las personas con las que com-
parte una opinión; cuando las autoridades eclesiásticas inter-
vengan para reprender a quienes escupen veneno en contra de
otras corrientes religiosas; cuando se les enseñe a los sacerdotes
que no existen sectas, sino buscadores de Dios, que no hay más
paganos que quienes, por amor al dinero, olvidan a propia fe;
la Iglesia será entonces “una, santa, católica y apostólica”.
No obstante, presiento que ha llegado el momento de que el
viejo modelo, imposible de restaurar, muera para dejar su sitio
a la Iglesia verdadera, auténtico Redil que reunirá todas las reli-
giones en un solo templo.

La humanidad puede ser catalogada conforme a tres cate-


gorías de persona. La primera —rari mentes— es la de los que
quieren aprender, desean el saber y están atentos para aprove-
char todo lo que enriquezca su experiencia, espíritus alertas a
lo que pueda acrecentar su conocimiento. La segunda es la de
quienes aprenden las lecciones de la vida sólo tras haber ingeri-
do tragos amargos. La tercera categoría es la de las personas

3 Discurso Divino del 25/12/91, en Mother Sai, Boletín bimestral, 3/1992,


Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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que, aun tras fuertes golpes en la cabeza no aprenden nada y se


ensoberbecen de recaer en los errores de siempre.
De este modo, la vida se asemeja a un gran banco: es como
aquél en que te sientas para rendir exámenes escritos u orales
de licenciatura. Se llega al día de la prueba final tras una serie
de exámenes, preguntas, pruebas hechas en clase… En la vida
de un hombre abundan los estímulos y otras ocasiones de me-
jorar o empeorar. El aula donde se suceden los interrogatorios
simboliza el ambiente al que hemos sido llamados a vivir: la fa-
milia, la oficina, el monasterio u otra cosa. Los profesores que
suceden a otros en el cargo, año tras año, vida tras vida, simbo-
lizan a los profetas y los santos, a tu madre tan llena de virtu-
des, a tu padre que te ama en silencio y al amigo que te ha se-
ñalado la existencia de una vida interior. También hay compa-
ñeros de escuela que te hacen perder todo el entusiasmo del
que sabías estar imbuido.
Cuando se pierde la oportunidad de estudiar, son graves las
consecuencias en la vida social, donde lo que importa es el per-
miso de trabajo, o el título para hacer carrera. Del mismo modo,
si se pierde la ocasión de conocer y encontrar a un profeta, o
por lo menos de asimilar su enseñanza para ponerla a prueba
en la propia vida, se incurre en grave responsabilidad, cuyas
consecuencias se advertirán en esta existencia y en otras, en for-
ma de obstáculos y prohibiciones para conocer la Verdad.
Quien, por miedo o por maldad, ha rehusado la ocasión de en-
contrar al Maestro, no escapará del terrible karma que lo hará
víctima del suplicio de Tántalo: un movimiento hacia el objeto
deseado, seguido por un retroceso de dicho objeto hasta quedar
fuera de su alcance.
Frente a tal llamado, no reviste importancia alguna la dis-
culpa de una Iglesia que no te ha recibido o de sus hombres,
que han puesto sobre tus hombros cargas que ellos no quieren
empujar con un dedo siquiera: de nada sirve echar la culpa a la
familia de origen, a la sociedad, a los sacerdotes; mas lo cierto
es que no existe pecado más grave e imperdonable que el co-
metido contra el Espíritu Santo. En un solo caso Jesús usó de
esta terrible admonición, y fue para recriminar a los Fariseos su
apatía y su negativa a creer en el carácter mesiánico del Maes-
tro. En efecto, después de haberlo acusado Sus adversarios de
expulsar a los demonios con el mismo poder de Belcebú, prínci-

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pe de demonios, demostrando así una dureza y una maldad sin


límites, dijo Jesús: “Todo pecado y blasfemia se perdonará a los
hombres, pero no será perdonada la blasfemia contra el Espíri-
tu… ni en este mundo, ni en el otro”.4 No se trata de una “ven-
ganza” de Dios o de un castigo Suyo, ya que el perdón supone
una relación con la manifestación del Espíritu que la persona
de mala fe ha querido evitar a toda costa; ella ya ha tomado en
cambio la resolución preventiva de rechazar la misericordia di-
vina. Nolite reicere margaritas ad porcos, leemos en Vulgata. ¿Por
qué dar perlas a un cerdo? Las pisotearía y por añadidura, se
volvería contra quien se las ha ofrecido.
Considerando todas las semillas que el Avatar continúa de-
rramando en el terreno a través de Su Palabra y Su Acción, el
no creer en El eliminará toda posibilidad de atenuantes. “Si no
hubiese venido y no hubiese hablado con ellos, no habrían pe-
cado —nos refiere el Evangelista Juan—; mas ahora no tienen
excusa para su pecado… Si no hubiese hecho entre ellos obras
que ningún otro ha hecho nunca, no tendrían ningún pecado;
ahora en cambio han visto y han odiado a Mí y a mi Padre”.5
Cada uno debe responder en forma independiente y por sí
mismo. Cada uno de nosotros, llegada la hora suprema, deberá
rendir cuentas de cada acción realizada con la aprobación de la
propia conciencia.
El papel del terreno que recibe las raíces del árbol consiste
en estar agradecido por esa presencia, en consentir que la co-
rriente subterránea de agua viva y pura le masajee los pies: el
árbol puede vivir en la tierra gracias a esa agua. No necesita de
lloviznas pasajeras que dejan sobre las hojas gotitas que termi-
nen empastándose por obra del polvo del aire.
El Arbol de la Vida, el Kalpataru, nos pide tan sólo que deje-
mos libre el paso a la Gracia Divina, el Agua viva que lo hace
feliz y que con Su Felicidad, beatifica al mundo entero.
“¿No han estrechado nunca en un abrazo a una encina, en
muestra de gratitud?”, nos decía Monseñor Luigi Cortesi, maes-
tro en antropología, durante nuestros años de estudios teológi-
cos.
Si no estamos agradecidos por lo que vemos, ¿cómo podre-
mos estarlo por las Realidades invisibles?

4 Evangelio según San Mateo 12,31s.


5 Evangelio según San Juan 15,22.24.

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Capítulo V

Los frutos manifiestos


del Kalpataru

R
ecibir, obtener y poseer, gozando en todo lo posible de
los demás: ésta es la ley de la selva entre los hombres.
Resulta obvio que, en una época habituada al concepto
unidireccional del amor, en la cual por desdicha se
pretende siempre recibir y no dar jamás, encontrar a una perso-
na cuya única finalidad en la vida sea la de prodigar en toda
ocasión, no sólo nos dejará entre incrédulos y estupefactos, sino
que suscitará incluso alguna sospecha de impostura. Por eso
existen personas malévolas —seres incapaces de amar— que
proyectan luchar contra lo que llaman “mistificación”, encu-
briendo con ello su habitual ineptitud en materia espiritual. De-
dicadas solamente a demoler y alérgicos a toda obra constructi-
vas, son estas personas, a su vez, los mistificadores de la anti-
mistificación.

Aquél que juzga sólo por las apariencias —afirma Sai


Baba— demuestra ser falto de profundidad; es necesa-
rio conocer a Swami antes de juzgar.1

Ni siquiera en la trastienda del cerebro pueden ellos conce-


bir la existencia de personas que se sacrifican exclusivamente
por el bienestar del género humano. No obstante, aquéllos no
hacen más que maldecir la sombra del árbol bajo el que se es-
tán confortando y depositan toda la confianza en el mísero y

1 Coloquios, I,48, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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confundido matorral del nocionismo científico, enrudecido por


la soberbia humana y enmarañado por conocimientos imper-
fectos.
El árbol que reina soberano y aislado en la anchura de esa
explanada reseca, como el gigantesco baobab de las sabanas del
Africa, nada pide para sí: puede sólo dar. Lo que necesita para
vivir lo obtiene bajo tierra o del cielo. A su sombra se reconfor-
tan hombres y animales feroces; en sus ramas van a posarse
buitres y papagayos.

Cada uno de ustedes debe ser salvado, y lo será. Yo no


los abandonaré nunca, aunque se mantengan lejos de
Mí. No abandonaré ni siquiera a los que Me denigran y
Me niegan, porque he venido para todos: también ellos
serán llamados y salvados. No tengan duda: Yo los lla-
maré y les daré Mi bendición.2

El Kalpataru de Puttaparti, el Divino Sai, tiene también re-


servados algunos frutos que no se le ocultan a la mayoría y son
sólo visibles a quien tiene ojos para ver. Hay algunos frutos in-
mediatos, dádivas que El prodiga a la vista de todos. El prime-
ro es, por cierto, la hospitalidad que Sai Baba reserva a los pere-
grinos que visitan Su ashram.
La mayor parte de quienes emprenden el viaje a Puttaparti
—empresa que implica en la actualidad menos esfuerzo que
hace un decenio, aun cuando incómoda— tiene ya en su mente
la lista de cosas que espera obtener. Lo más esperado es, por lo
común, ser recibido. Por ese mal hábito que caracteriza al hom-
bre y lo vuelve cada vez más atento a lo que puede obtener y
raras veces a lo que puede dar, casi todos caemos en el error de
esperar que el día en que lleguemos al ashram, Swami nos mi-
rará y nos eligirá entre millares para concedernos una entrevista.
Pero ocurre que pasan días enteros sin que nos mire siquiera.
Mientras se hace cada vez más espasmódica la exigencia de ob-
tenerlo todo para sí, parecería que hubiese ya adoptado El la
pedagogía de la espera.
“Si nos llamara no bien llegamos —escribe el Dr. Murthy—,
sin esa desagradable espera, dejaríamos Prashanti Nilayam sa-

2 Discurso Divino del 22/11/90.

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tisfechos, mas no santificados. No tomaríamos conciencia de los


valores duraderos, ni del secreto de vivir siempre felices ante la
protectora presencia de Dios. Valoramos mucho más un favor
por el que hemos esperado y penado durante mucho tiempo”.3
Esperar al ser amado es mucho más gratificante y beneficio-
so que el momento del encuentro. Cuando dos personas se en-
cuentran, ya han agotado la fuerza de su atracción. La espera
de un encuentro es, a buen seguro, más mística que el ecuentro
mismo. Esto vale para las relaciones humanas, pero tratemos
de pensar en los alcances de la espera de un Amado Cuyo en-
cuentro definitivo no puede ocurrir mientras estamos en vida y
que por ello deja un anhelo insatisfecho. Incluso si se redujeran
las distancias físicas desde el Señor en persona, queda siempre
la necesidad aguda y frustrada de sumergirse en El.

La posibilidad de entrar en el ashram de Sai Baba es, por lo


tanto, gran regalo y gran fortuna. Hay personas que pueden
atestiguar lo difícil que les ha resultado no sólo llegar a la loca-
lidad de Puttaparti, sino ver el rostro del señor Sathya. Otras,
podrían en cambio confirmar cuán hostiles se sentían ante la
idea de detenerse en esa aldea y cómo su viaje ha sido revelado
y guiado de modo especial desde lo Alto, hasta ser conducidas
a ese Puerto de Paz por una clara Voluntad Divina.

Algunos devotos me han relatado un episodio del cual han


sido testigos.
Un reducido grupo de personas decidió detenerse en Putta-
parti, tras una vacación en cierta isla del Océano Indico. En él
había una mujer que no compartía la elección de esa excursión
espiritual, pero, obligada por la exigencia colectiva, soportó de
mala gana las consecuencias. Cuando llegaron a Puttaparti, los
límites y las incomodidades de esta localidad intensificaron la
aversión de la mujer, quien añoraba en vano el tiempo transcu-
rrido en las blancas playas de la isla. No pasaron muchos días y
el grupo fue recibido por Sai Baba. En la habitación de los colo-
quios, esta mujer, implicada a pesar suyo en el hecho, buscó re-
fugio en un rincón, con el deseo de pasar inadvertida y la espe-

3 M.V.N. Murthy: The Greatest Adventure, publicado en Mother Sai, Boletín Bi-
mestral, 5/1989, págs. 16/20, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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ranza de que todo concluyese cuanto antes. Observó sin interés


alguno la entrada de Swami, quien, habiéndose sentado en su
sillón, pidió al traductor que refiriese a la mujer que en su vida
había habido un período preciso en que ella invocó Su nombre.
La mujer contestó con prontitud: “No es posible, nunca en
mi vida he tratado de encontrarme con una persona como él”.
Hizo Swami un segundo pedido al traductor, y luego un
tercero: “Dile que hace dos años y tres meses Me ha buscado in-
tensamente”. Comenzó a alterarse la mujer y trató de poner fin
al juego de adivinanzas asegurando con nerviosismo al traduc-
tor que no era posible tal cosa por una razón matemática.

“Pregúntale —continuó Swami— si no recuerda la noche en


que llovía a cántaros, el puente, aquel árbol, el río…”
Llegado este punto, la mujer frunció las cejas y palideció;
luego volvió el color a su rostro y ella se estremeció ante el re-
cuerdo. Admitió que había pasado una noche de desesperación
y que en ese triste caso había gritado: “¿Dónde estás, Dios?”. In-
tuyó entonces la mujer quién podía ser Aquél que le estaba des-
cribiendo un pasado que ella misma había echado en el olvido.

Otro fruto disponible a la vista de todos es el vibhuti.


El vibhuti, ceniza sagrada que El crea en cada darshan y en
cada audiencia concedida a los grupos de visitantes es, sin du-
da, uno de los más sólidos en significado. No sólo eso. Por
cuanto gracias al vibhuti un sinnúmero de personas ha obteni-
do curaciones de todo tipo, representa también el elemento que
da mayores pruebas de “fructuosidad” del Arbol.
Cuando ironiza, Dios lo hace con garbo y finura. ¿No es al-
tamente instructivo que el Arbol productor de los frutos más
preciados prefiera que de sus ramas caigan cenizas, además de
joyas? ¡Y qué ceniza! Si fuese médico, yo me deleitaría reunien-
do y catalogando los casos en que el vibhuti ha surtido efecto,
en circunstancias que, de cualquier modo, presagiaban el final
indefectible de un cuerpo y desembocaban en la total termina-
ción de la dolencia. Espero que, entre tantos médicos que han
conocido a Sai Baba, haya alguno que se dedique a la composi-
ción de estas deliciosas “Promesas”.
Las curaciones operadas a través de la ceniza sagrada se
dan en imprevistas circunstancias. La fe en Dios, cualquiera sea

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la forma con que se Lo quiera invocar e independientemente de


los tiempos de respuesta, es el requisito fundamental para obte-
ner la gracia esperada. Si no hay una fe directa e intencional
por parte del enfermo, puede sustituirla la de un amigo o pa-
riente, o bien —¿quién puede saberlo?— una intensa súplica
del mismo enfermo hecha en tiempos remotos y olvidados.
Dios nunca olvida cada uno de nuestros impulsos de amor, a la
vez que destruye tras un espeso manto de olvido nuestras tra-
vesuras infantiles del pasado. Si algunas veces nos las recuerda,
es sólo para evitar que cometamos otras más.
Representa el vibhuti para el enfermo una tabla de salva-
ción, muchas veces en circunstancias extremas: la enseñanza
impartida por ésta es que una vida de fe, vale decir: una vida
espiritual, es a buen seguro, el único remedio verdaderamente
eficaz contra todo mal, inclusive las dolencias físicas.
En la actualidad, la gente tiene su casa llena de medicinas de
todo tipo y para cada ocasión: pastillas para jaquecas y resfríos,
pastillas para dormir, pastillas para digerir cuando ha comido
demasiado, pastillas contra la ansiedad, pastillas para adelgazar
y ser uno atractivo. No existe, en rigor de verdad, la persona sa-
na. Las listas de espera para hospitalizarse o bien someterse a
estudios clínicos dan testimonio de que el hombre actual está
enfermo. Y, cuando está sano, estará enfermo de miedo a enfer-
marse. Una sociedad evolucionada y avanzada en lo tecnológico
debería caracterizarse por la relativa desocupación de la profe-
sión médica. Por el contrario, si pasan ustedes por el corredor
de un hospital, advertirán lo mucho que este sector necesita en
materia de reformas especiales. Quien dispone de dinero en
cantidad, preferirá, en efecto, recurrir a clínicas privadas, agra-
vando con ello el problema de la enfermedad en general: no es
ya cuestión de desorganización sanitaria, sino incluso de dinero.
¡Los gobiernos han permitido a los ricos poner un letrero de
“Propiedad Privada” también para la salud! Los mismos médi-
cos, cuando deben someterse a tratamiento o cirugías, evitan
cuidadosamente la internación en el hospital donde trabajan.
En la medicina ayurvédica, antigua ciencia de la salud que
lentamente está siendo tomada en cuenta también en Occiden-
te, se retribuye a los médicos sobre la base del menor número
de pacientes. En otras palabras, el médico ayurvédico recibe un
sueldo proporcional al número de casos resueltos; podrá enri-

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quecer, pues, mas no gracias al infortunio de sus pacientes, sino


merced a la buena salud de éstos. La merecida recompensa al
médico se transformará en premio por un servicio prestado con
escrupulosa pericia. Dicha modalidad está en armonía con los
deseos de ambos —enfermo y facultativo— por cuanto, además
de demostrar que los conocimientos del área médica han sido
aplicados de excelente manera y con buen éxito, disuade a cual-
quier agente sanitario de considerar la enfermedad como fuen-
te de ingresos e incluso, el provocarla mediante estímulos noci-
vos o su negligencia para con el paciente.
Un cuerpo sano acelera el proceso evolutivo interior. El
cuerpo es estupendo instrumento, templo admirable nacido de
la férvida fantasía de Dios para que captemos lo Divino que
hay en nosotros, para que Lo manifestemos en acciones dignas
de ser definidas como divinas, y Lo adoremos con el incienso
de los buenos pensamientos y el abstenerse de criticar. El cuer-
po ha sido llamado “Templo del Espíritu Santo” por todas las
Escrituras Sagradas. Ningún templo de piedra está tan bien es-
tructurado y decorado como el cuerpo humano. Me asombra
cómo justamente los médicos constituyen una clase sobremane-
ra positivista: frente a la perfección que se adivina en cada célu-
la, debería reconocer el médico, sin ningún titubeo, el Principio
Divino. No creo que pueda ser definido como verdadero cientí-
fico quien no Lo vislumbre. Juzgo que no representa ingenui-
dad, sino probidad científica, el suponer que una Energía Uni-
versal regula como Ley Unificada a los demás teoremas ínsitos
en la Naturaleza.
Si los órganos del cuerpo permanecen en el umbral de la
contaminación, no puede verse en ellos el Espíritu Divino, así
como en Milán no se distingue el azul del cielo cuando el smog
alcanza índices insostenibles. Es una cuestión de Luz:

La luz de la Mente llega a los Sentidos y la luz de los


Sentidos llega al Cuerpo. Lo que los une es el fulgor del
Espíritu.4

Quien busca la Alegría del Espíritu no debe perseguir


las alegrías de los sentidos.5

4 Idem nota 1, LVI,16.


5 Idem nota 1, LV,11.

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Por desdicha, muchos cuidan la salud del cuerpo sólo para


que éste se torne apetecible, con la finalidad de aprovechar sus
potencialidades hasta el extremo. Por cierto, no es esta la aten-
ción que quiere instilar Baba en las personas que acuden a El.
Su vibhuti logra en muchos casos el restablecimiento de la sa-
lud, pero, junto con éste y aún antes, quiere generar la convic-
ción de que esa salud será recuperada con el único fin de alcan-
zar lo Divino. Si se olvida este objetivo, como a menudo suce-
de, no hay ya motivo de que Dios regale salud: sería un derro-
che, y Dios no gusta de despilfarros.
He aquí el significado metafórico de una medicina tan ex-
traña como la ceniza: la abolición de los propios deseos frívolos
y la convicción de ser cuerpo constituye, a buen seguro, la pri-
mera curación, que obtendrá por añadidura la restauración físi-
ca, en caso de que sea útil aquélla para cumplir pasos sucesivos
por el sendero espiritual.
El vibhuti es el motivo dominante de la enseñanza de Sai, y
por esto El la crea en toda ocasión: en cada darshan, en cada en-
trevista, ante los cuadros venerados en los templos o en casas
privadas, sobre el propio cuerpo, como atestiguan Kasturi y un
sinnúmero de personas que han presenciado este fenómeno.
La salud física, que no es devuelta sencillamente como un sal-
do de fin de temporada, sino que debe ser merecida con el propó-
sito de usarla con mejor finalidad de la que ha sido perseguida
hasta el momento, se alcanza al mismo tiempo que la salud inte-
rior o después de ella, siguiendo uno de estos tres caminos:
El primero corresponde al Memento homo quia pulvis es,
“Hombre, recuerda que eres polvo”.

El vibhuti que pones sobre tu frente quiere recordarte la lec-


ción espiritual de base: que todo acabará en ceniza, incluida la
frente sobre la que está puesta.6

El segundo camino resulta consecuencia directa de esta re-


flexión, que va resumida en el Vanitas vanitatum, “Vanidad de
vanidades, todo en el mundo es vanidad”, como leemos en el
Qoelet; lo cual equivale al concepto de ilusión, tratado en las
Upanishads y los escritos Shamkara.

6 Diario Espiritual 2, pág. 327, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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El tercero es la inquebrantable fe en la inmortalidad del al-


ma, como si dijéramos: “Nosotros somos Dios”.
La Imitación de Cristo, obra de elevada ascesis espiritual,
ofrece una admirable síntesis de estas tres fases: “Vano es y bre-
ve todo consuelo humano; santo y puro, el consuelo que la ver-
dad hace sentir desde dentro”.7

Están aún demasiado inmersos en las cosas del mundo.


Mas ellas son como nubes pasajeras: van y vienen. Nada
de este mundo permanece para siempre.8

Quien llega a Puttaparti, luego de haberse sentado sobre la


desnuda tierra del mandir, tiene la posibilidad de disfrutar del
fruto apetecible y jugoso del Arbol Divino: el darshan, es decir:
la vista y el placer de Su Presencia. El occidental no puede com-
prender en profundidad la majestad y nobleza del significado
que trasunta el darshan. Si la belleza de una alhaja expuesta en
un escaparate llama la atención del transeúnte y puede incluso
fascinarlo durante algunos minutos, ¿qué podrá decirse cuan-
do, en la gran vidriera del mandir, se expone la Alhaja mayor
del mundo?
Observando —una tantum, para no desperdiciar la ocasión
de la visión divina— a los devotos sentados con sus piernas
cruzadas en el mandir cuando el Maestro está yendo al dars-
han, el espectáculo que se presenta es el de una oleada de ros-
tros beatos y sonrientes que siguen sus pasos con la mirada, co-
mo cuando la ola del mar llega a la orilla se abandona en la pla-
ya con su espuma blanca y alegre, se degrada rápidamente y
corre a lo largo de la playa como un caballo en libertad.
Pero hay una fuerza invisible que alcanza a los espectado-
res del darshan, y sus efectos se pueden advertir sólo cuando se
ha hecho un buen uso, cuando no se ha empleado energía en
curiosidades, distracciones y pensamientos vanos.

Busquen siempre un rincón tranquilo luego de Mi dar-


shan, donde puedan estar en silencio y recibir el final
de Mi Bendición. Mi energía va de Mí a ustedes cuando
paso por delante. Si se ponen enseguida a conversar, la
7 La Imitación de Cristo, Libro III, Cap. XVI, 2.
8 Discursos 1988/89, I,27, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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Energía se disipa y vuelve a Mí. Les aseguro que cual-


quier cosa que vean Mis ojos, cobra vida y se transfor-
ma. Cambiarán ustedes cada día. No subestimen lo que
se lleva a cabo en el acto del darshan. Mi andar entre us-
tedes es un don deseado por Dios, que les ofrenda des-
de lo más alto de los Cielos. Y aquí reciben esta Beatitud
cada día. La bendición que tienen se manifestará a su
tiempo, perfecta. Pero recuerden también que a quien
mucho se le da, mucho se le pedirá.9

Shakuntala Balu, en un magnífico libro suyo, refiere la ex-


periencia del Prof. Frank Baranowski —investigador de la Uni-
versidad de Arizona y experto en el campo de la bioenergía, ca-
paz de ver el aura de las personas —quien, tras haber ido a ver
a Sai Baba para estudiar el fenómeno, declaró: “Energía y amor
en abundancia manaban de El. El rojo abrazaba a la gente, iba y
venía. El aura se difundía envolviendo la zona como una masa
o nube roja. Era energía en forma de amor que fluía de El. Mu-
cha de esta energía es usada por la gente: simplemente fluye de
El sobre los hombres y ellos la absorben”.10
He visto prorrumpir en llanto a muchas personas ante el
paso de Sai Baba. Incluso yo, la primera vez que Lo vi, he expe-
rimentado un vuelco del corazón, que se transformó de modo
inesperado en llanto. Sucede algo que se asemeja al anhelado
encuentro con un amigo que se ha perdido tiempo atrás y es re-
encontrado ahora, o bien, al momento en que la víctima de un
secuestro vuelve por fin a abrazar a sus seres queridos. Las ra-
zones de la pérdida de ese amigo pueden ser de lo más varia-
das: ya un conflicto con la religión profesada, ya la sensación
de haber recibido ofensa de Dios, ya un vacío doctrinal en la
enseñanza religiosa, ya una serie de intereses que te han sepa-
rado de El. Es un hecho el que tal momento sea como la síntesis
de una infinidad de años enterrados en el olvido, como la ex-
plosión de sentimientos que ocurre cuando te hallas inmerso en
el afecto que creías irremediablemente perdido.

Tanto durante el darshan como durante las entrevistas, pri-


vadas o colectivas, no pocas veces concede Baba al devoto el

9 Extraído de los pensamientos expuestos en Prashanti Nilayam.


10 Sai Baba, la Divinidad viviente, págs. 50/51, Ed. Armenia, Milán, Italia.

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padanamaskaram, acto de genuflexión ante el Señor y devoción


a El expresado en el gesto de veneración ante los Pies de Su
Forma física. En la cultura hindú se describen los Pies de un
Avatar con el nombre poético y profundo, desde el punto de
vista teológico, de “Pies de Loto”.
El loto es una flor similar al nenúfar de los estanques, pero
no igual a ella, cuyo tallo sobresale de las aguas legamosas
abriéndose en un perfumado cáliz de color rosa, la hermosura
del cual está en claro contraste con el universo subyacente en
que hunde sus raíces. La metáfora de la flor de loto sugiere es-
ta traducción: cuando el Señor, Dios, adquiere forma humana,
debe apoyar sus pies en un mundo de miserias y contradiccio-
nes, espirituales y materiales, mas Su Esencia de Verdad, Bon-
dad y Belleza (Sathyam Shivam Sundaram) jamás admite ningu-
na influencia del mundo que Lo rodea. El es integérrimo: Su
perfume no se confunde nunca con los miasmas del agua co-
rrompida.
El acto de “tocar los Pies de Loto del Señor” es un privilegio
que no corresponde a nadie adjudicarse, sino que es el Señor en
Persona quien, tras la súplica del devoto o Su invitación mani-
fiesta, concede al creyente la gracia de inclinarse para apoyar la
frente sobre Sus Pies. Los sevaka del ashram, es decir, los asis-
tentes que mantienen la disciplina interna del ashram, reco-
miendan día tras día el respetar esta norma, advirtiendo siem-
pre a los muchos recién llegados que no es útil forzar la Volun-
tad Divina y que le corresponde a El establecer si es oportuno
que el devoto Le toque los Pies.
Cuando Baba nos faculta a tocarle los Pies, es como si el
Avatar quisiera descender de nuevo a un planeta —el planeta-
hombre— por cuanto Su redención está relegada y, al redimir,
cuida El incluso detalles que escapan de la distraída mente del
hombre. ¿Quién puede atribuirse el derecho de exigir ese des-
censo especial?
Tocar los Pies del Avatar representa un momento de Gracia
enorme, en virtud de la cual el devoto es purificado de los vie-
jos estigmas de su karma, esto es: de sus pecados; en suma, y
para exponerlo en términos católicos, es más que una confesión
general en la que se dispensa la indulgencia plenaria; la dife-
rencia radica en que aquí está El en persona para garantizarte el
resultado positivo de la purificación.

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Empero, existe en este gesto algo más que un simple per-


dón de pecados. Cuando la persona que se beneficia se halla en
estado especial de devoción, cercano al éxtasis, o se encuentra
en intimidad con Dios, ese toque es tan enérgico que puede in-
cluso determinar la entrega del cuerpo, o un sostén físico para
un cuerpo que se ha vuelto en ese momento endeble para tole-
rar Energía tan grande, como si una bombilla de 60 vatios fuese
conectada sin transformadores con una central eléctrica de infi-
nita potencia. Muchos devotos han experimentado una sensa-
ción de mortificación o humillación al ver que Sai Baba se rehu-
sa dulcemente, o incluso en forma brusca, a su voluntad de to-
carle los pies; éstos deben saber que el Avatar, además de im-
partir clases particulares de humildad, nunca hace nada que
dañe al devoto y lo que puede parecer un gesto de descortesía
de Su parte, resulta entonces una atención auténticamente divi-
na para evitar al devoto un final que sería glorioso, desde lue-
go, pero tal vez prematuro.
Kasturi refiere una conmovedora anécdota, donde aparece
clara la influencia energética de ese toque en determinadas cir-
cunstancias. He aquí el párrafo que merece ser referido en su
totalidad: “Baba se encontraba en aquel tiempo en Bangalore;
era un joven que aparentaba dieciséis o diecisiete años de edad,
y usaba por lo general una camisa blanca de mangas cortas y
un dhoti alrededor de su cintura. Krishnamurti era un devoto
puntual y miembro entusiasta del grupo de bhajans que canta-
ban las stotra. Hacía algunos días que observaba atentamente a
Baba y Lo seguía. Cierto día, alrededor de las ocho de la maña-
na, Lo enfrentó y con tono casi airado Le dijo: “Yo sé que Tú
eres Dios. ¡Muéstrame Tu verdadera Forma!”. Trató Baba de
eludirlo, mas no pudo. Le dio entonces una fotografía de Shirdi
Sai Baba, que materializó en ese momento, y le ordenó que me-
ditara sobre ella y la tuviera colgada en la pared. “Mira esta fo-
tografía”, le dijo con tono de mando, y dejó el lugar para ir a
dar el darshan a algunos devotos en sus casas.
“Volvió Baba cuando el reloj marcaba las doce. Mientras
trasponía el umbral, Krishnamurti, desde una habitación inte-
rior, lanzó un grito de alegría y se desmayó. Al volver en sí,
temblaba, estaba sobresaltado y respiraba con dificultad. Man-
tenía los ojos fuertemente cerrados y seguía a Baba de una ha-
bitación a otra, pidiéndole ya en tono lastimoso, ya perentorio:

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“¡Dame Tus Pies! ¡Deja que toque Tus Pies!” Parecía que supie-
se exactamente dónde se encontraba Baba por el sentido del ol-
fato, pues husmeaba el camino que conducía a El. Pero Baba lo
alejaba con suavidad, se escondía o bien tenía los Pies ocultos
mientras estaba sentado, y no se rendía a su insistencia.
“Cuando se le pidió a Krishnamurti que abriera los ojos,
rehusó, diciendo que no deseaba fijar la vista en ninguna otra
cosa: deseaba sólo ver y tocar los Pies de Baba. Su excitación y
alegría continuaron ininterrumpidamente durante días, y Baba
dijo que, si Le hubiese tocado los Pies en ese estado de éxtasis, Krishna-
murti habría muerto. De este modo lo persuadió sosegadamente
para que volviese a casa, diciéndole que le daría Su darshan, y
se dirigió a otra casa situada en un complejo de viviendas parti-
culares. Mas no logró contenerse Krishnamurti; con los ojos aún
cerrados, husmeó de alguna manera el camino, subió a un birlo-
cho e indicó la dirección de la casa en que se encontraba Baba.
No bien hubo llegado, bajó del birlocho y corrió detrás del valla-
do. Deambuló en torno a la casa, luego golpeó justo en la venta-
na de la habitación en que estaba Baba. Siguió Baba hablando
acerca del peligro de muerte de Krishnamurti, por obra de la ex-
cesiva alegría de su experiencia. El hombre fue arrastrado hasta
la casa de los parientes, quienes lo habían seguido. Aún mante-
nía los ojos cerrados e imploraba por los Pies de Baba.
“Lo llevaron al hospital porque se había debilitado por el
ayuno y porque no quería ni siquiera beber el agua. Le mandó
entonces Baba un poco de agua en que habían sido lavados Sus
Pies y, cuando Krishnamurti la hubo bebido, estuvo en condi-
ciones de ser conducido a su casa. Allí pidió a todos que canta-
ran los bhajans, recostado él en una cama pequeña de la misma
habitación. Al concluir los bhajans, sus parientes advirtieron
que Krishnamurti no se levantaba. ¡Había tocado los Pies del
Señor! El río había tocado el Mar”.11

Cuando el buscador ha comprendido el concepto de transi-


toriedad del mundo, el cuerpo y todo lo que en esa esfera gra-
vita, asoma un nuevo fruto que sólo a pocos dispensa Baba. En

11 N. Kasturi: La Vida de Sai Baba (Sathyam Shivam Sundaram), vol. I, Ed. Erre-
par, Buenos Aires, Argentina.

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la cultura religiosa hindú se lo denomina upadesha: es una en-


señanza especial que el Maestro da al discípulo, una especie de
consejo evangélico ad hoc, personalizado. En la tradición orien-
tal, el upadesha también se refiere a un mantra que se le sugiere
al discípulo fiel, tras haber demostrado él seriamente que quie-
re seguir el camino del Espíritu. Mas el Avatar no da mantras
especiales: lo ha dicho el mismo Sai Baba.

Nunca ningún Avatar ha dado los mantra. Estos ense-


ñan que Dios está en todas partes. En la época de un
Avatar, el escucharlo, comprender lo que dice y llevarlo
a la práctica es el mantra por excelencia.12

Es ésta otra de las razones por las que no se puede sostener


que Sai Baba es simplemente un maestro, un gurú: El trascien-
de también este papel.
La lección que Sai Baba brinda a algunos es calibrada con-
forme a tiempos y modos que sólo El conoce. Algunas veces
parece que se trata de consejos bien simples, por lo menos en
apariencia. Tales pueden parecer así a otros; no lo son en reali-
dad para la persona a que están destinados, porque se refieren
a menudo a hábitos o apegos que extirpar, cuyo grado de resis-
tencia sólo puede ser evaluado por el interesado y el Maestro.
Los devotos de Sai que se aventuran en la interpretación de los
misteriosos designios que Baba tiene para determinada perso-
na, caerán fácilmente en craso error e incluso estarán inclinados
a ver un trato favorable hacia algunos y riguroso para con
otros.
A alguien que ama los placeres de la mesa y la cama podría
pedirle Baba que mostrase mayor sobriedad en el modo de ha-
blar y reprender duramente a otro que vive en la austeridad,
por el modo superficial de rezar sus plegarias. Me consta que
ha llamado al orden a mujeres que no cumplían con su Dharma
conyugal, dominadas por la ambición de ser ascetas renuncia-
doras o que creían haber alcanzado ya el nivel del brahmacha-
rin, el célibe para el reino de los Cielos. También sé que ha des-
confiado de algunas personas por dedicarse ellas a técnicas de
meditación que quitaban demasiado tiempo a su verdadero de-

12 Idem nota 1, XL,18.

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ber familiar, o que representaban para su mente una peligrosa


ambición. En definitiva, cuando Baba dispensa Sus consejos, no
existen normas comunes. Prescribe El a cada cual el remedio
apropiado, que puede ser a veces una linda lavada de cabeza.
A cada uno, según una medida gradual que sólo El conoce.

La enseñanza de Swami varía paralelamente al nivel de


la persona… Una madre puede amamantar a un hijo,
dar papilla a otro y decir a la cocinera que sirva al terce-
ro, mientras dice al hijo mayor que se sirva por sí mis-
mo. Aun siendo distinto su modo de tratar a cada hijo,
su amor es el mismo. Puede el hombre encontrarse en
cuatro fases distintas, y a cada uno Dios concede la ayu-
da apropiada. Primeros están los que tienen dificulta-
des; luego los que desean la prosperidad; en tercer lugar
quienes están a la búsqueda de la Verdad y, finalmente,
los sabios.13

Entre los frutos de máxima lozanía ligados al tronco de la


enseñanza moral y teológica, lo que sorprende de extraordina-
ria manera es la profusión de escritos con que cualquiera puede
beneficiarse: muchos de ellos son resúmenes de discursos o
conversaciones de Swami, pero hay una sección surgida de la
pluma de Sai Baba. Escritos de Su puño y letra, se los conoce
con el nombre de Vahini, que literalmente significa “río”, “to-
rrente”: una auténtica inundación de preciosas enseñanzas.
Nos ha enseñado nuestra tradición a respetar y venerar los
escritos proféticos de la Biblia, examinados por hombres inspi-
rados de hombres en especial contacto con lo Divino, antiguos
sabios que, si bien a menudo han declarado su indignidad, es-
taban en condiciones de comunicar a su contemporáneo y el
hombre actual el preciso “Deseo de Dios”, Sus sugerencias, Sus
protestas y Sus declaraciones de amor a la humanidad. Pues
bien, en este momento histórico, está viviendo en el mundo una
Persona que, con Su intervención y Su Palabra, no reseña lo que
ha oído de otros, ni interpreta los murmullos de lo Divino en su
corazón, sino que habla en primera persona para que el hombre
sepa lo que Dios quiere de él. No es un hombre que comienza

13 Idem nota 1, II, 2.

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el discurso con la clásica introducción de sabor bíblico: “Así di-


ce el Señor” y concluye con el conocido sello “Oráculo del Se-
ñor”. Es Dios en Persona quien habla, el Señor Mismo quien di-
rige Su Palabra, sin dar pábulo a controversias o interpretacio-
nes erróneas: Su Palabra es caudalosa como el agua de un río
en crecida, y puede permitirse repetir el mismo argumento un
número indefinido de veces, para que penetre bien en la mente
humana y sin posibilidad de equivocaciones. Todos pueden be-
ber del curso de ese río; no es necesario enviar delegados a sa-
car una cantidad para repartirla; cada uno puede acceder a
cualquier lugar del río para beber en forma directa, sin media-
ciones, sin filtros y sin cuotas de inscripción.
Es ésta, pues, una época sagrada de auténtica Revelación: lo
que hoy dice y escribe el Avatar, será recordado por milenios
con la rúbrica final “Palabra de Dios” o “Palabra del Señor”.
Podrá parecer osada esta afirmación mía al lector no iniciado, y
me disculpo si, a falta de otra cosa, sólo puedo apelar a mis co-
nocimientos teológicos para acreditarla. ¿Cuándo seremos ca-
paces de reconocer las grandes Verdades de que la Energía que
las trae se haya retirado?
No sólo condimenta Sai Baba Sus discursos con profusión
de citas escriturales —desde los Vedas a la Biblia, de la Upanis-
had al Zen Avesta, del Bhagavad Gita a los Evangelios— sino que
los enriquece con Sus explicaciones, mostrando puntos que han
quedado oscuros desde hace siglos e interpretándolos de modo
más seguro y auténtico: sólo la Verdad puede entender y expli-
car la verdad. ¿Y qué puede decirse, además, de todo este Co-
nocimiento Suyo, si uno piensa que a los 14 años dejó la escuela
y no se dedicó más a estudio alguno?

Los frutos más potentes que el Arbol Sai oculta, están místi-
camente ligados a la historia que con El nos une. Un día, reveló
Baba el poder de esos frutos, que consisten en la dimensión his-
tórica de ver, oír y tocar al Avatar, trayendo a colación cierta de-
claración extraída del Vedanta que hará estremecer de emoción
a muchos devotos de Sai Baba:

Ver al Señor destruye todo pecado.


Conversar con el Señor aniquila todo dolor.
Tocar lo divino deshace toda atadura kármica.

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Todo ello implica que nuestros sentidos han sido creados


con este único fin: dirigirse, a través de una Forma, a lo Sin-
Forma. De aquí que se pueda argüir qué tan precioso es el mo-
mento en que se nos ofrece la oportunidad de dialogar, por me-
dio de la vista, el oído y el tacto, con la Forma que mejor expre-
sa la Realidad Divina. Pero, si el devoto se enamorase de una
forma y tratase de fundirse con ella, quedaría trágicamente de-
cepcionado en el momento en que esa forma comenzara a obe-
decer las órdenes impartidas por la madre naturaleza, que no
hace excepciones: todo lo que nace debe morir. Mejor dicho, to-
do lo que llega a existir, sigue la ley de la existencia, que es ley
de mutación. La forma que, abrazada por ti, te enseña a tras-
cender toda manifestación exterior es, por cierto, la que mayor
reconocimiento y adoración merece; a la vez, te enriquecerá ale-
jándote de sí, para colmarte de Aquello que contiene.

Observando a Sai Baba que, a guisa de gran árbol protector,


extiende Sus manos como ramas hacia las manos extendidas de
millares, parece incluso difícil establecer quién está por dar y
quién por recibir. A veces entra El tan bien en el papel humano,
que por un momento te deja la ilusión de que eres tú quien está
dándole, así como deja entrever la conmovedora historia del
rey Bali, quien, aun siendo aconsejado por su director espiri-
tual, no quiso perder la ocasión de llenar la mano tendida de
Vamana, el Avatar enano que se presentó ante el soberano para
pedir. La ocasión de dar algo al Avatar es rara y afortunada. Si
tienes esta admirable oportunidad, serás, en verdad, sólo un ac-
tor que recita ilusoriamente el papel de quien da; en cambio, la
misma oportunidad llega a ti del Director Divino, y ésta es rea-
lidad y no ficción.
Con emoción he asistido a un episodio que me aclaró el sig-
nificado y la dinámica de este dar-recibir. El 23 de noviembre
de 1991, durante la celebración solemne del cumpleaños de Sai
Baba en el vasto estadio, el Avatar de Puttaparti premió a cua-
tro personas, cuyas contribución había sido, y aún es, relevante
para la edificación y gestión del nuevo hospital. Los premiaba
Sai Baba, entregándoles una enorme copa de plata. Nunca ha-
bía visto copas de tanta capacidad. Tenían forma de escudilla,
pero su dimensión era la de una sopera para 12 personas. Pri-
mero hacía Swami el elogio al candidato; presentándole luego
con ambas manos la gran copa, repetía a todos: “Ofrezco esta

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copa que he llenado con Mi Amor y Mi Gracia”. Las palabras


originales que Swami había usado eran Prema biksha, esto es:
“una limosna de amor”.14

Se me ocurrió esta reflexión: sus cuatro personajes son pre-


miados por su generosidad. Uno ha ofrecido dinero y aparatos
para el hospital; otro hace operaciones a corazón abierto sin pe-
dir una rupia; otro ha realizado los trabajos de construcción; y
así sucesivamente. Los premia Sai Baba por reconocimiento,
mas premiándolos les hace entrega de una escudilla llena de Su
Gracia, con actitud de cuestor, en calidad de Bhikshu, es decir: el
monje que hace la colecta. El premio, que tenía la muy noble fi-
nalidad de mostrar el valor del reconocimiento, donde se da un
intercambio de favores muestra, en realidad, al Cuestor como
verdadero Donante, de modo tal que, las dos figuras se confun-
den. Aquél que ha hecho una oferta en dinero recibe a trueque
una copa llena de Gracia y Amor divinos; más aún: bien mira-
do, nada podría haber recibido sin estos obsequios.

La copa ha sido siempre, desde los comienzos de la icono-


grafía arcaica y hasta en los jeroglíficos, el símbolo del corazón.
Por ello, la leyenda del Santo Grial —copa que encierra la pre-
ciosa sangre de Cristo— se levanta como el símbolo del Cora-
zón de Cristo. Swami adopta un simbolismo que muestra “en
toda época, una unión de las más estrechas con el Corazón di-
vino y con el Emmanuel; queremos decir: con la manifestación,
virtual o real conforme a las épocas, pero presente siempre, del
Verbo eterno en el seno de la humanidad terrestre”.15 ¿No será
tal vez éste el motivo de que a menudo Sai Baba gusta de crear
anillos, grandes y pequeños, con la efigie tradicional del Sagra-
do Corazón de Jesús?
De este modo, sobre la plataforma de la escena humana hay
dos figuras, una que da y otra que recibe; pero hay, en efecto,
Uno sólo que da y, cuando recibe… ¡sólo toma de lo suyo! Co-
mo el árbol que absorbe anhídrido carbónico y restituye oxíge-
no que da la vida, así toma Sai de nosotros viejas costumbres y
nos devuelve la vida eterna.

14 Mother Sai, Boletín bimestral, 21/1992, Mother Sai Publications, Milán, Ita-
lia.
15 R. Guénon: Simboli della Scienza Sacra, 1992, pág. 27, Ed. Adelqui, Italia.

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PRIMERA PARTE

LA VERDAD:
EL FRUTO DE TODOS
LOS SABORES
89

Capítulo VI

Necesidad de la Verdad

D
ando una ojeada al mundo en que vivimos y a nues-
tro mundo interior, descubriremos que ambos están,
en esta época, dominados por la confusión y la an-
gustia. La primera origina la segunda: como nos sen-
timos inseguros al elegir, nunca sabemos qué está bien y qué
está mal; de resultas, nace un estado de ansiedad.
Es en dicha situación cuando la índole natural del hombre
—conocer la Verdad— se torna apremiante y la demanda de co-
sas verdaderas, cada vez más aguda. Los valores del hombre
han sido subvertidos: lo verdadero es difundido como falso,
mientras lo falso es dado por verdadero. Quienes han esperado
siempre de los hombres un ejemplo de verdad y justicia, ense-
ñan la intolerancia y la lucha fratricida, tan sólo porque tienen
ideas religiosas distintas.
La nueva doctrina religiosa admite la pena de muerte y pre-
dicando la inferioridad del animal respecto del hombre, sobre-
entiende y declara lícito todo abuso que afecte a sus vidas. Se
les niega a las mujeres el derecho de ejercer el sacerdocio y el
hecho abre un surco aún mas profundo en la separación ya
existente entre dos iglesias. Se ponen de moda ciertos pecados,
como si el alma humana estuviese sujeta a modas; se cuenta en-
tre ellos el delito de corrupción, como si hubiese sido descu-
bierto en el siglo actual, pero son promovidos hombres que han
escandalizado al mundo por su habilidad de administrar o, pe-
or aún, obtener ingentes sumas de dinero mediante malas artes.
Se emiten sentencias condenatorias contra personas que luchan
por la justicia y la defensa de pobres; se castiga a sacerdotes
que se aúnan en la lucha por amparar los derechos de pueblos

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oprimidos; se financia la campaña publicitaria de un partido


que se sirvió de la señal de la Cruz para ganar batallas propi-
cias para el interés personal de determinados políticos. Los ór-
ganos de prensa y TV están sometidos al temor de un poder
que domina la información mediante el espectro de la inviola-
bilidad de lo sagrado.
La revisión de contradicciones que escandalizan al hombre
moderno, puede continuar porque, por desdicha, abundan los
ejemplos de perversión, hipocresía y maldad. Si toca fondo uno,
deseará salir a flote cuanto antes. Entre millones de seres huma-
nos, comienzan algunos a reclamar la verdad, partiendo del
análisis de la propia vida. Es tal vez por obra de esta necesidad
que en la actualidad están apareciendo tantas verdades-escán-
dalo: dinero mal habido, Ustica, Banco Ambrosiano, mafia, arre-
pentidos y pseudoarrepentidos, etc. El deseo de arrojar luz so-
bre los hechos mueve a magistrados y hasta presidentes.

La cáscara de naranja no es muy rica —declara el Maes-


tro—, pero protege al fruto y lo preserva. Para saborear
la dulzura de la naranja será necesario pelarla y tirar la
cáscara. El fruto del árbol de la vida presenta iguales ca-
racterísticas: está, por lo pronto, protegido por una cás-
cara amarga, mas el sabio se cuida de comerla: la toma
en cuenta, se esmera por quitarla y por último saborea
el dulzor del fruto.1

Vino un día a verme una señora de 63 años de edad. Había


leído mi libro anterior y, puesto que vive cerca del pueblo en
que he nacido, deseaba conocerme y hacerme algunas pregun-
tas. Es una mujer simple, pueblerina y, cuando vino, seguía dis-
culpándose de su ignorancia. Le dije que la acusación de igno-
rancia no es aplicable a quien tiene sabiduría, ni debe ser enten-
dida como falta de cultura. En realidad, mostró tener esta mu-
jer tanta agudeza y antigua sabiduría que, sumadas a su humil-
dad, la embellecían. Para introducir el discurso me contó un he-
cho curioso, aunque juzgue yo que de ordinario esto ha ocurri-
do muchas veces a muchos. Hablaba en dialecto bergamasco,
cerrado, lo cual la volvía auténtica a mi juicio.

1 Mensajes de Sathya Sai, vol. I, Ed. Errepar, Buenos Aires, Argentina.

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“Hace un tiempo era yo más religiosa. Iba a misa todos los


domingos y comulgaba a menudo. En el período en que tuve
una niña y la crié, no pude dedicarme tanto a las prácticas reli-
giosas, pero quise reconciliarme con Dios confesándome en
época próxima a la Navidad. Decidí, pues, dirigirme a un con-
fesor. Le conté mi situación y le confesé, además, que evitaba
quedar embarazada. Me preguntó la edad de la niña, y contesté
que sólo tenía siete meses. Me dio un buen sermón y me negó
luego la absolución, por considerarme en pecado mortal. Que-
dé dolida por este rechazo, mas no me di por vencida. Frente a
ese confesionario había otro; llegué hasta él y repetí mi confe-
sión en los mismos términos; le advertí que me había sido ne-
gado recientemente el perdón divino, pero me dio él la absolu-
ción de cualquier modo. Esta decisión me tomó por sorpresa,
aun siendo lo que yo deseaba. Al salir de la iglesia, me sentí in-
quieta: por un confesor de los dos había sido engañada. Levan-
té los ojos al cielo y lancé una maldición… ¿Cuál de los dos ha-
brá tenido razón?, me preguntaba yo. Uno de los dos se ha
equivocado, por cierto, y el otro ha decidido de manera impar-
cial. ¿De qué lado está la verdad?”
El relato fue tan colorido y rico en comentarios que no pude
dejar de sonreír, pero aquella mujer, que se juzgaba ignorante,
había comprendido que los directores de conciencias ajenas no
tienen demasiado claras las ideas y que en el área espiritual, na-
die puede legislar sobre la insondable alma humana, nadie pue-
de interponerse entre una conciencia y Dios, que se refleja en
ella, y nadie tiene el derecho de colonizar la conciencia ajena.
Pero lo más cómico sucedió cuando la mujer volvió a su casa y
le contó al esposo lo ocurrido: “¡Te lo mereces! —le dijo él— ¡He
dicho siempre que no tiene sentido eso de ir a confesarse!”.

La necesidad de verdad nace con la vida humana; parte de


la necesidad de luz producida por el parto, pasa por la fase de
los “¿Porqués?”, que caracteriza al niño en los primeros años de
vida y comienza a apagarse cuando choca el niño con los inte-
reses materiales, hecho progresivo éste, paralelo al desarrollo
de la personalidad. Pronto encuentra la Verdad obstáculos a su
disposición en el camino de la vida humana.
Ante todo, la necesidad de felicidad, que en un principio se
manifiesta como necesidad de verdad y se traduce en la bús-

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queda de cosas, sensaciones o emociones juzgadas verdaderas.


Al problema de la Verdad, cuya solución reside en el interior de
cada uno de nosotros, se lo enfrenta con el cúmulo de conoci-
mientos, esto es: nociones que llenan el cerebro, ocupándolo fir-
memente e ilusionándolo con la idea de haber llegado a la me-
ta: se estima ignorante a quien carece de información, quien no
lee los diarios, quien no es culto y quien no tiene títulos de es-
tudio.
El ámbito total de lo conocible —vale decir: el conjunto de
lo aprehensible —es, en la práctica, infinito como el Universo.
Mas la ley que gobierna el todo es simple, única y no compleja.
Cuando se ha conocido esta ley, ya no existe el límite del saber.
Un historiador erudito, de saber “enciclopédico”, podrá cono-
cer volúmenes enteros de historia de la humanidad, que estará
circunscripta a unos pocos millares de años; nada sabrá acerca
de otras sociedades, si han existido en este planeta antes de que
estuviesen disponibles los medios para registrar la historia. Del
mismo modo, el más amplio conocimiento universitario, no es
más que una mínima parte del total, del cual se ignora casi to-
do. “Sólo sé que no sé nada”, ha dicho un sabio.
El conocimiento es incompleto, por ser limitada la concien-
cia. Esto vale también para las religiones. Se ha tratado de su-
ministrar respuestas a preguntas eternas: mentes distintas han
contestado con soluciones distintas y, cuando era insoluble el
problema, algunas de ellas se han refugiado en la infalibilidad
preconstituida de un axioma o en el carácter de inspiración di-
vina de sus Escrituras. Ha sido fácil sustituir el resultado de
una sugerencia divina por el producto del pensamiento huma-
no y la equivocación nacida de este intercambio ha persistido
durante siglos, dominando a las conciencias medrosas y tardas
debido a las intimaciones de la clase sacerdotal: si no sigues
nuestras órdenes serás un réprobo; si no repites y crees nuestras
verdades, serás anatematizado, es decir: maldito; si piensas de
modo distinto, ya nunca tendrás derecho a nuestra mesa.

Con el andar del tiempo se han perdido los factores sig-


nificativos de la vida espiritual. Los cristianos místicos
comenzaron a practicar la repetición del nombre de
Cristo diecinueve años después de su muerte. El aspec-
to humano ha prevalecido y el divino ha sido olvidado,

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93

con el tiempo. En la época de Krishna ya no existía el


conocimiento espiritual de la época de Rama y cuando
hubo llegado Sai, también se había disipado la enseñan-
za de Krishna. Lo mismo ha sucedido entre los budistas,
joanistas y musulmanes.2

Afirma con solemnidad la Iglesia Católica que la humani-


dad ha recibido de Jesucristo todo lo que necesita para la salva-
ción. La liturgia de la Navidad señala que el descenso del Sal-
vador ha sido promovido por un estado especial de indigencia
espiritual del género humano. Pero pone también en evidencia
que la respuesta de los hombres ha sido decepcionante, no sólo
en la época de Jesús, por cuanto “las tinieblas no Lo recibie-
ron”, sino también en la actualidad, época de profunda deso-
rientación espiritual.
Al buscador espiritual de hoy que hace pública su búsque-
da, se le endosa la acusación de crear desconcierto, pero la ver-
dadera confusión está dada por la incertidumbre, la subjetivi-
dad y el anacronismo de algunas enseñanzas oficiales. ¿Cómo
puede crear confusión un individuo aislado que sólo propone
el fruto de un estudio personal y no tiene autoridad ni carisma
para impartir doctrinas oficiales? Han sido siempre las institu-
ciones públicas, protegidas por el poder de la prensa y los mul-
timedios, los autores de las opiniones dominantes. ¿Por qué de-
berían, pues, temer que alguien hable de un modo que difiera
del de ellas? Si alguien presta oídos y atención a la investiga-
ción de una persona, significa que ella está por decir algo ver-
dadero, por cuanto el hombre de la calle ya no es tan manejable
como en épocas oscurantistas. Si las autoridades religiosas te-
men una búsqueda que nos aleje de su pensamiento, significa
que, de hecho, han perdido credibilidad. En efecto, si fuese tan
transparente y falta de contradicciones su doctrina, se la segui-
ría sin discusión en el orbe entero.

La Navidad recuerda a los cristianos la venida de Cristo en


forma humana y, por consiguiente, el descenso de Dios: “Dios
nos ha salvado por medio de la venida de Cristo. Dios se hace
hombre por nosotros…”, se sigue repitiendo, pero el grave peli-

2 Coloquios, XXIX,6, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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gro que se ha instalado como un cáncer en la conciencia de los


cristianos es el hábito de oír esta verdad y, por añadidura, la
pretensión al beneficio de toda gracia, independientemente de
la actitud que se adopte respecto del Evento de Cristo. En su-
ma, el peligro de las fórmulas litúrgicas es el de ilusionarse con
la idea de que la salvación prometida debe llover por fuerza so-
bre todos los cristianos, sólo sobre ellos e incluso a su pesar, sin
estar abiertos ellos a la novedad del Cristo Encarnado en Jesús.
Para completar el cuadro, los teólogos han pensado con cuida-
do en definir la unicidad de la encarnación de Cristo, trascen-
diendo incluso a Aquél que tiene la libertad absoluta de alterar
los planes del hombre y sus doctrinas.
Pero veamos con mayor detalle dónde se insinúa la presun-
ción de salvación. El ser salvos significa estar libres o liberados
de algo: en nuestro caso, la triste condición humana. En medio
del odio, luchas fratricidas, celos y envidias de los hombres, na-
ce la aspiración de ser liberados. Entendemos por salvación la
libertad completa del dolor, de todo sufrimiento. No obstante,
aun habiéndose manifestado la Divinidad entre los hombres en
la persona de Jesús de Nazareth e incluso habiendo indicado
caminos y modos seguros de liberarse, continúa el sufrimiento
amenazando al hombre. Es más, parece estar yendo —hecho fu-
nesto— en constante aumento.
Es evidente que aún necesitamos ser salvados. ¿Ha fallado
algo en el mensaje de Jesús? Por cierto que no. ¿Qué fracasó de
este proyecto? Las primeras sugerencias del Evangelio fueron
íntegras y puras. No había en ellas legalismos que surgieron
luego para unir a los hombres entre sí; más aún, el Evangelio es
una carta radicalmente antilegalista. Con el andar de los siglos,
han creído los hombres de mayor importancia la observancia
de las leyes eclesiásticas que la de la Palabra del Señor. Se han
ilusionado, de este modo, millones de personas ante la promesa
del paraíso, tan sólo en nombre del bautismo y un sinnúmero
de comuniones y confesiones. Se les ha dicho que el bautizado
es mejor que todos los demás, que quien ha conocido a Cristo
es mejor que los otros, y los otros —¡pobres desgraciados!— de-
berán conformarse con las migajas caídas al suelo, por pura ca-
sualidad, de la mesa del dueño.
De tal modo, los hombres adheridos a esta religión, la han
hecho cómoda y a la medida de la propia naturaleza. “Dedi-

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quémonos, pues, al dinero, al sexo, a la profesión —se han di-


cho— porque luego, la confesión que cancela las deudas o, si
no eso, la Gracia Divina, nos ha de salvar. Dios misericordioso
perdonará.” Arrecia el mal en el mundo: delitos, mafia, corrup-
ción por doquier e incluso parricidios y matricidios. Todos los
imputados que se han visto tras las rejas en los maxi-procesos
que han tenido a la gente pegada a las pantallas de televisión,
han sido bautizados y confirmados, casados por iglesia, y no
falta entre ellos quien reciba cada domingo la comunión o ten-
ga algún obispo entre sus amigos.
Aseguran las Escrituras que incluso en el último instante de
nuestra existencia puede concedernos Dios el perdón de todo
pecado y darnos la liberación total. El acto de amor por parte
de Dios, de tal modo ilimitado que rompe todo esquema, se
permite cualquier excepción. Es cierto: un ladrón de los crucifi-
cados junto a Jesús obtuvo misericordia completa. ¿Pero cuál
fue la actitud de aquél que había sido un criminal? En el mo-
mento de la prueba, que vivió como definitiva, el ladrón reco-
noció el Avatar Jesús.
He aquí, entonces, lo que ha faltado en estos siglos en que
la enseñanza de Cristo ha sido de utilidad para pocos. Cuando
el terreno es pedregoso, la semilla no germina. Cuando el cora-
zón es de piedra, ¿qué puede regar el amor? Lo que ha faltado
y sigue faltando es la apertura del corazón a lo nuevo. Las
grandes revoluciones interiores acontecen sólo tras haber sido
abiertos los portales a la verdad, que es nueva siempre, aun
siendo inmutable: nueva para las mentes que La ven de modo
distinto; inmutable, por ser eterna y no haber nacido nunca.
No cambiará el hombre hasta que no perciba la necesidad
de cambiar.

El aluvión de personas que en la actualidad llega a Putta-


parti de todas partes del mundo, no se moviliza sólo para lo-
grar una curación física o la solución de un problema angus-
tiante. En los rostros de millares de personas que allí se ven,
acurrucadas en silencio en el amplio espacio del mandir, se lee
la sed de verdad, la necesidad de conocerse a sí mismos y en-
contrar la paz después de haber intentado responder a la inter-
minable cadena de preguntas que la mente humana continúa
formulándose.

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Y allí, en medio de ese silencio, el animal feroz que a veces


adopta la forma de un mono loco, otras la de un tigre vengador
e insaciable, y otras la de un cerdo que se revuelca en el barro,
es domado. Algunos, al principio de la búsqueda, declaran no
haber sentido nada especial ante la presencia del Avatar. Tal
vez, cuando algunos extendían el cuello para escamotear un
milagro o un lila, una jocosa materialización, buscaba tal vez su
mente aún cierta distracción, en la ilusión de encontrar un poco
de alivio. Mas si se escuchan a sí mismos, sentirán que un hon-
do silencio se ha apoderado de sus almas en el preciso momen-
to en que Sai Baba paseaba ante ellos. Y es ese el verdadero mi-
lagro: que la mente —la bestia— ha sido domada.
Quien no está preparado para cambiar, quien no tiene sed
de verdad, seguirá usando la propia mente para justificar y ra-
cionalizar. “¡Es sólo sugestión!”, dirá. Nuestro pensamiento
puede crear o destruir cualquier cosa, pero no la Verdad, por-
que ésta brota del corazón, no de la mente. Ahora bien, si el es-
pectador posee un corazón puro y sincero, también tendrá ojos
para ver. Lo extraordinario, en la experiencia Sai Baba, es preci-
samente comprobar que El derriba la barrera de cualquier es-
cepticismo, en los momentos por El queridos y administrados;
incluso quien Lo desafía, termina en algún momento conven-
ciéndose. Quien trata de inhibir toda emotividad y se trueca en
observador vigilante de lo que acontece a su alrededor, puede
irrumpir en incontenible llanto; quien ha venido con espíritu
hostil y amenaza volver a Occidente para propalar habladurías
que demuelan al Avatar, deberá desengañarse y, si no quiere
manifestar simpatía de ninguna especie, al menos callará.
Kasturi, biógrafo de Sai Baba, que vivió al lado del Avatar
durante más de treinta años, habiéndolo comprobado en míni-
mas cosas, palabras, acciones y milagros, relata que la primera
vez que vio a Sai Baba quedó decepcionado porque éste no le
dijo una sola palabra durante los diez minutos del encuentro. Es
más: incluso protestó en Su contra y contra la gente que Lo creía
un Maestro. Pero, Kasturi halló el modo de advertir con el tiem-
po que su sencilla historia familiar no era extraña al Señor de la
Verdad y entró poco a poco en una intimidad tal con el Maestro,
que al fin dedicó el resto de su vida a colaborar en la Misión Sai,
mediante escritos, traducciones, conferencias y la redacción de
Sus discursos. Es útil recordar que Kasturi era un profesor de

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97

historia, versado en letras y filosofía, de formación inglesa,


mentalidad científica y poco propensa a dejarse manejar.
El camino de la Verdad es a veces largo, fatigoso e incluso
intransitable, aunque el recorrerlo es la aventura más divertida
de la vida. Nadie puede realizar nuestro trabajo. El mismo Sai
nos lo confirma:

No cuenten con otros para tener buen éxito en esta lu-


cha, sino sólo con ustedes mismos y con la Gracia de
Dios.3

La necesidad de Verdad confiere vitalidad al hombre. Es és-


ta una experiencia que también está viviendo quien escribe: na-
da ni nadie puede estorbar este anhelo. Lo que me ha sucedido
(por parte de la Iglesia) a raíz de esta búsqueda y especialmente
a raíz del hecho del que he hablado, no ensombrece en lo míni-
mo la atracción que ejerce la Verdad. Por eso, y aun suscitando
asombro, he afirmado y todavía sostengo que me siento feliz de
haber tenido en esta vida el Gran Encuentro. Se puede quitar la
vida a un ser humano, pero no se lo puede privar de la más
honda alegría que tiene en el corazón: zona accesible sólo a
Aquél que habita en todos los corazones.

3 Idem nota 1.

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99

Capítulo VII

Miedo a la Verdad

E
s en verdad extraño el hombre; por una parte anhela lo
verdadero y quiere saberlo todo, pues desea conocer
con lujo de detalles todo lo que le atañe; pero si, por
otra parte, aparecen verdades incómodas o revolucio-
narias en su camino, preferirá dejar de lado el problema y re-
nunciar a su sed de conocimiento.
Su extrema necesidad de verdad proviene de su esencia,
que es Verdad en sí; la renuncia a buscarla surge de su temor a
comprometerse.

El principio Humano o Purusha no tiene comienzo ni


fin, ni tampoco cambio. El Conocimiento, que es de su
misma naturaleza, no cambia nunca y tampoco se recti-
fica a través del tiempo: es Sabiduría Eterna. Su natura-
leza es Luz; no admite un solo punto oscuro.1

No obstante, cuando se formula preguntas acerca de “lo


que es” —acerca de la Realidad—, su mente lo engaña: su reti-
cencia frente a lo nuevo procede del temor de dejar atrás ciertas
seguridades y de la presunción de que constituyen éstas, en
verdad, su refugio inatacable. Un día, preguntó a Swami un de-
voto: “¿Qué es la realidad?”, y el Maestro respondió:

¡Este es es por entero irreal! Tus esfuerzos, tus palabras,


todo es irreal; cuando lo sepas, la realidad se te hará evi-

1 Coloquios, LVII,9, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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dente. Quita de en medio toda idea, opinión y acción


irreal y verás la Verdad oculta.2
El Mundo es una mezcla de lo verdadero y lo falso,
lo real y lo irreal. Tú mismo has nacido en esta amalga-
ma de opuestos.3

La Verdad no está sujeta a relaciones sociales, ni es cosa que


se puede aprehender. La Verdad tiene mil rostros, como son mil
los rostros de Dios, aunque sea única Su Esencia: un solo Dios
único.
El enfermo de cáncer anhela desesperadamente la curación
y recurre a cualquier esperanza de consuelo. Nadie le ha dicho
nada acerca de su enfermedad. El ha comprendido, por la mal
disimulada piedad de los parientes y los visajes de los médicos
o por una forzada animación en su presencia. No obstante, no
quiere oír pronunciar esa maldita palabra. Quiere saber, pero
preferiría no tener que oír.
Surge espontáneamente la pregunta de por qué se coloca la
verdad tras un denso manto de engaño y una conspiración de
silencio. ¿Por qué son los allegados quienes abrigan dudas acer-
ca de su sinceridad? O, para invertir la cuestión, ¿por qué lo ver-
dadero no es estimado ni apetecido por los parientes de uno?
Los Hechos de los Apóstoles refieren un caso bastante cu-
rioso, sucedido durante la predicación evangélica de Pablo y
Bernabé. Dice el escrito que muchos judíos abrazaron la fe en
Jesús; mas cuando estos últimos vieron que una multitud se-
guía a los apóstoles para escuchar las maravillas de la buena
nueva, “por envidia contradecían con blasfemias las afirmacio-
nes de Pablo”.4 De este modo, se vieron obligados Pablo y Ber-
nabé a declarar abiertamente que, por deber y respeto a la tra-
dición, habían tenido que dirigir su prédica en primer lugar a
los judíos, pero como éstos la rechazasen entonces, la palabra
sagrada fue dirigida a los paganos en adelante.

Sólo los impostores se resienten y hacen comentarios


hostiles.5

2 Idem nota 1, LVIII,4.


3 Idem nota 1, LVII,8.
4 Hech. 13,45.
5 Idem nota 1, LXII,13.

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Parece ser, pues, la envidia la raíz de la mala hierba que lle-


va al rechazo de la verdad. Los tiempos cambian, mas los com-
portamientos quedan enraizados en el mismo esquema.
Una gran novedad se ofrece hoy al mundo: la Persona de
Sri Sathya Sai Baba. Está suscitando el interés y el ardiente de-
seo de la gente de remotísimas localidades de la tierra. Bastará
ir a ver Prashanti Nilayam.
Los primeros en acudir han sido los que tenían dificultades,
ya físicas, ya espirituales. Entre los devotos de Baba, muchos
proceden de una vida de ateísmo o del abandono de la práctica
religiosa, y con la firme decisión de arrojar luz sobre los miste-
rios de la vida o bien tras eventos capaces de promover una re-
volución existencial, han dirigido la mirada a Oriente, donde
nace el Sol. Pero, cuando el fenómeno Sai Baba ha comenzado a
hacerse oír también en Occidente, ¿de dónde han llegado las re-
acciones? ¿Quién lo ha denigrado y despreciado? ¿Quién ha ta-
chado a los devotos de Baba de apóstatas o herejes? Una sola
categoría de persona se ha movilizado en su contra. Es la perso-
na dura y reacia a recibir un nuevo mensaje.
Lo que más desconcierta es el rechazo de ver o entender al-
go. El modelo es siempre el mismo. Lamentaba Jesús el ser re-
chazado por la propia gente. Los evangelios refieren que no hi-
zo muchos milagros en su región natal, porque estaba rodeado
de prejuicios y la gente escandalizada se preguntaba: “¿Quién
es? ¿No es el hijo de José, el carpintero?” Dijo el Maestro: “Un
profeta es despreciado en la propia casa y la propia tierra”.6 In-
cluso contó una parábola estimulante, la de los viñadores homi-
cidas, en que a guisa de metáfora, los viñadores representan a
quienes lo han rechazado. La historia concluye amargamente
con la resolución por parte del dueño del viñedo de quitar el
cultivo a esa gente, para arrendarlo a extraños.7 La provocación
de Jesús ante la incredulidad de los lugareños llegó al punto de
preferir a los catalogados como inmorales: “En verdad les digo:
los publicanos y las rameras llegan antes que ustedes al Reino
de Dios. Porque vino Juan a ustedes por el camino de la justicia
y no creyeron en él, mientras que los publicanos y las rameras
creyeron en él”.8
6 Evangelio según San Mateo 13,53ss; Evangelio según San Marcos 6,3s;
Evangelio según San Lucas 4,22-24.
7 Evangelio según San Mateo 21,33-46.
8 Evangelio según San Mateo 21,31s.

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Tienden a subestimar algunos los milagros de Sai Baba, di-


ciendo que no benefician a la fe. En efecto, no son en sí suficien-
tes para despertar la confianza en Dios ni son el único pilar de
sostén. Hace falta Su Gracia y mucha humildad además. Acerca
del milagro se puede decir que es el lenguaje de Dios, pero hay
quien sostiene que es un engaño del demonio o simple magia.
Y es obvio que así sea, porque Dios o Demonio son categorías
de la mente humana y es siempre el ojo de la mente del hombre
el que ve hacia uno más que hacia el otro.
Para quien tiene una mente cerrada, no existe prueba en el
mundo que logre hacerlo cambiar de idea. Sin embargo, tam-
bién Jesús realizó muchos milagros en el intento de llamar la
atención y así convertir, a tal punto que contra las ciudades de
Corazín y Betsaida exclamó: “¡Ay de ti Corazín! ¡Ay de ti, Bet-
saida! Porque si en Tiro y Sidón se hubiesen hecho los milagros
que se han hecho en ustedes, tiempo ha que en sayal y ceniza
se habrían convertido… Si en Sodoma (ciudad notablemente
corrupta) se hubieran hecho los milagros que se han hecho en
ti, ¡aún subsistiría el día de hoy!”9 El miedo a lo nuevo es una
suerte de maldición: cuanto más apego tiene uno a las propias
ideas, tanto más se le negará el descubrimiento de la verdad.
Con estas premisas, la dureza de corazón de algunos hom-
bres de religión y su rechazo “a priori” de las ideas nuevas no
merecen el apelativo de casta meretriz que San Agustín dio a la
Iglesia, por cuanto sería un eufemismo, además de una ofensa
para quien, aun llevando una vida licenciosa tiene, no obstante,
más corazón. Su culpa es más grave aún, si piensa uno en que
tienen a su disposición todos los instrumentos para la obten-
ción del conocimiento apropiado.

Son los celos madre del miedo. Ser celoso significa temer a
un bien mayor que el que se considera tener ya, porque una in-
tensa luz elimina a las menos intensas. Es el miedo el mal más
difundido en la actualidad por el mundo, y quien vive en su
poder pierde incluso lo poco que tiene.
El miedo y su difusión han sido hábilmente aprovechados
por los hombres perversos: en los campos de concentración, el
miedo ha sido siempre la ley que todo lo obtenía de los prisio-

9 Evangelio según San Mateo 11,20-24.

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neros. Todo valor humano pierde significado frente al miedo:


lleva a traicionar al amigo íntimo, quita todo respeto por los
afectos familiares, transforma toda habilidad en arma arrojadi-
za y perturba cualquier elección del corazón, incluso la más
cruel. El miedo reduce al ser humano al nivel de una bestia.
En el poder del miedo confiaron las autoridades religiosas
de los primeros tiempos apostólicos, porque acusaban a los pre-
dicadores de la verdad de haber desatendido la orden de no ha-
blar de Jesús. La misma autoridad que, en ese tiempo, amena-
zaba y destruía a quien hubiere hecho pública la novedad del
Cristo, hoy propone el discurso de Jesús y condena a quien se
aleja de las interpretaciones oficiales. ¿No es extraño esto? Lo
que hoy es normal, era nuevo y escandaloso entonces. Las au-
toridades de otrora son idénticas a las de hoy, aunque las actua-
les no estén de acuerdo en admitirlo. Son, tal vez, las mismas
almas, reencarnadas incluso, que se hallan frente a las mismas
situaciones y pueden repetir sus errores. No es la verdad mono-
polio de alguien, sino del Tiempo.
Suele decirse que no todas las verdades deben ser dichas y
que hay que salvar el orden constituido, sin alborotar las con-
ciencias. Es, a buen seguro, una norma sabia la de evitar verda-
des excelsas a quien no quiere oírlas, pero tampoco debemos
olvidar que la selección de verdades que revelar o callar no co-
rresponde siempre a una autoridad, en especial si se trata de
verdades espirituales y, por ende, íntimas del corazón de cada
cual… “Lo que les digo en la oscuridad, díganlo ustedes a la
luz; y lo que oyen al oído, proclámenlo desde los terrados.”10

En la cantidad de conferencias que he tenido oportunidad


de dar en distintas ciudades de Italia, he advertido que el audi-
torio es más maduro de lo que cree ser. Sus exigencias son refi-
nadas y, ante la descripción de fenómenos exteriores —los mila-
gros de Sai Baba, por ejemplo—, prefiere conocer más a fondo
Su enseñanza.
Los sacerdotes —exceptuando unos pocos excluidos de la
zona gris simbólica de “norma” —han desempeñado un papel
de responsabilidad al obstaculizar el conocimiento y constituir-
se en obstáculo para quien pide luz. “Nos hemos hecho cargo

10 Evangelio según San Mateo 10,27.

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del oficio sacerdotal —dice San Gregorio Magno—, pero no


cumplimos con las obras que el oficio conlleva… La palabra de
los predicadores está limitada por la malicia de ellos… Nos he-
mos enfrascado en hechos terrenales y una cosa es lo que he-
mos asumido con el oficio sacerdotal y otra lo que mostramos
con los hechos.”11
Las ovejas necias no siguen nunca los dictados de la propia
conciencia, sino que gustan de depender de otros, en quienes
han delegado todo poder; las de inteligencia vivaz y activa tie-
nen el coraje de disentir de la opinión de un sacerdote, para vi-
vir en plena libertad e independencia su búsqueda religiosa o
bien para ridiculizarla, algunas veces. ¡Es éste el verdadero es-
cándalo! Si hablar de Sai Baba y Su enseñanza perturba y susci-
ta estupor, no puede ser ello el escándalo de la Verdad, tal co-
mo lo fue el escándalo de la Cruz y el de la vida íntegra de Je-
sús, venido para derribar de sus tronos a los poderosos del
mundo, para irritar hasta la débil razón de sus allegados.

La Verdad escandaliza algunas veces y se sienten tentados


los hombres de acallarla o de condenar a quien la exterioriza. El
motivo que justifica la condena de un demente es plausible,
porque lo que éste sostiene es fruto de su mente enferma. Pero
cuando ha sido uno testigo directo de ciertos hechos, resulta in-
moral callar y el escándalo eventual suscitado por tal verdad no
es un problema que recae en el portador de ella (la verdad) sino
en la cobardía del receptor. Si esto no fuese cierto, habría que
decir que toda predicación cristiana, desde la irrefrenable de Je-
sús hasta la de los apóstoles y mártires, ha sido motivo de es-
cándalo. Hay ciertos escándalos que alejan de la verdad y hay
escándalos que, aun perturbando las conciencias, despiertan a
la verdad a los corazones abiertos para recibirla.

Mi misión no es callar porque no se Me entiende. A los


duros de comprensión repetiré las cosas hasta que ya no
sea necesario.12

11 De las Homilías de los Evangelios, Patrología Latina 76, 1139-1140.


12 Idem nota 1, LII,5.

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No deben confundirse escándalo y estupor, ni sacrificar lo


verdadero, ocultándolo de quien tenga sed de ello, sólo por la
protesta de algunas mentes limitadas. Más grave será la res-
ponsabilidad de callar la verdad ante quien la ha deseado du-
rante años o siglos, que la de atacar a las mentes miserables y
timoratas, cuyo destino es el de sucumbir de cualquier modo.
Lo que en verdad escandaliza es que no se reserva ni una
reprimenda siquiera a quienes faltan a los principios sustenta-
dos por el Magisterio oficial y desobedecen la orden de Jesús de
amar a todos del mismo modo, respetando todo credo. Están
todos habituados ya al grito de la Iglesia contra la inmoralidad
propagada —aborto, droga, criminalidad— pero no se oye un
susurro que deplore la intolerancia de nuevos grupos de bús-
queda religiosa. Más aún, se patrocina a ciertas ligas (como el
GRIS) para combatir a las que “a priori” han sido definidas co-
mo sectas, aun antes de analizar sus contenidos y conducta sin
dar cabida a deducciones distintas. ¿No será tal vez este tácito y
vergonzoso silencio el verdadero escándalo?

El miedo a la Verdad ha hecho honda mella en los medios


de información. Por mi parte, lo he comprobado en el periodis-
mo. Siento estima por los periodistas, en especial cuando son
serios e intentan profundizar en la cuestión investigada y cuan-
do no permiten que los condicione una necesidad mercenaria.
Sabrá el lector disculparme si hago otra vez mención del episo-
dio de mi excomunión: creo que tiene uno el derecho de hablar
sólo cuando se tienen experiencias verdaderas y personales;
tampoco se nos consiente comentar demasiado acerca de he-
chos vividos por otros. Tras la noticia divulgada por el obispo
de Lugano luego de mi transmisión por RSTI en “Temas, tesis y
testimonios”, en que se habló de Sai Baba, recibí llamados de
varios periodistas. No era la primera vez que tenía que vérme-
las con ellos, pero sí era la primera vez que me preguntaban
con tanta avidez sobre los pormenores del hecho.
Lo primero que advertí es que el periodista es un ser huma-
no, dependiente de un empresario a quien ha prometido un
servicio que debe ser eficaz y contar —en cuanto sea posible—
con el consentimiento del lector. Advertí que poco importa al
periodista el sentir de la persona que suministra la noticia, co-
mo parte que es esta última de la vida de ella. No obstante, tu-

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ve también modo de comprobar que tras la máscara profesional


palpita un corazón, con cámara fotográfica, agenda y lapicera
listas para recibir el mínimo soplo emitido por su víctima.
Descubrí también que, entre los periodistas que tomaron
contacto conmigo, los que me entrevistaron y tuvieron pacien-
cia para escuchar y voluntad de entender, ofrecieron una ver-
sión de los hechos próxima a la verdad. Es el caso, por ejem-
plo, de Bergamo Hoy, que dedicó un respetuoso y objetivo artí-
culo al comunicar la noticia. Otros diarios —si bien de tirada
provincial— siguieron su ejemplo. Cuanto más lejos estaba el
periodista del hecho, tanto más superficial fue su reportaje, has-
ta alcanzar el pináculo de la tontería en un diario (La República),
que confundió a Sai Baba, por su túnica anaranjada, con Osho
Rajneesh, el conocido líder de los “Anaranjados”, desaparecido
hace pocos años, cuya vestimenta era casi siempre una túnica
blanca. A menudo recuerdo lo que decía un amigo abogado:
“¡Para querellar a todos los que difunden falsedades haría falta
un pueblo entero de abogados y un sueldo diez veces mayor!”
Ninguno de los diarios católicos —como L’Eco di Bergamo,
L’Avennire, Il Giornale del Popolo (Suiza Ticinense), etc.— se ha
comunicado conmigo y han expuesto la noticia cuidando de
hacer resaltar que la excomunión es un correctivo benigno por
parte de la Iglesia y que, de cualquier modo, es revocable. Han
callado, empero, de modo conveniente la información de que la
excomunión excluye de la vida sacramental: como es sabido, en
la Iglesia se considera forma oportuna de transformar a un cris-
tiano “perdido”, y han pasado en sepulcral silencio el hecho de
que el precio de esa reconversión al catolicismo debía ser mi ab-
juración de los argumentos sostenidos y las decisiones inspira-
das por mi conciencia.
Hubo incluso un enviado (de Il Giornale) que con gentileza
se comunicó conmigo y a quien traté con amistad y cortesía;
luego de una semana, publicó un artículo infame y difamatorio,
con afirmaciones y datos falsos no pronunciados por mí.
Aprendí en tal oportunidad la lección de “no confiar en el lobo
disfrazado de cordero” y me prometí no conceder más entrevis-
tas a menos que fuesen con el concurso de un grabador o de
testigos y previa conformidad del autor de revisar yo el texto
antes de la publicación.

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Decir la verdad y salvaguardarla debería ser la misión de


todo hombre. Ninguna limitación y ningún deber deben tornar-
se obstáculo al cumplimiento de esta noble obligación.
Los Apóstoles fueron testigos de la vida de Jesús y de su re-
aparición tras la crucifixión. ¿Cómo podrían haberse limitado a
enseñar lo que ya estaba escrito en el Antiguo Testamento y có-
mo podría haber nacido el Nuevo sin semejante coraje? En toda
verdad enunciada por milenios hay siempre aspectos nuevos
que la humanidad, en continua mutación, debe reconocer. Los
criterios de hoy no existían tiempo atrás; los instrumentos de
investigación de tiempo ha son inadecuados en la actualidad y
la mente humana debe hallar siempre renovadas fórmulas para
declarar que algo es inmutable, aunque se presente en infinitas
formas.
¿Por qué maldecir a quien ha hablado? ¿Si su casa se in-
cendia y están durmiendo, se enojarán con quien los despier-
te? ¿Por qué no reaccionar contra quienes fomentan su sueño
para administrar sus bienes en beneficio propio, ignorándolo
ustedes?
Alguien podría, de buena fe por cierto, decir que las autori-
dades despliegan especial cuidado en evitar todo lo que pudie-
re perjudicar a su conciencia. ¿Están, con todo, seguros de que
dichas personas gozan de suficiente credibilidad para merecer
tanta confianza? ¿Cuántas veces y en qué ocasiones podrán ase-
gurar que su actividad o competencia los ha salvado?
He aquí lo que Sai Baba escribe respecto de quienes se de-
claran conocedores de la Verdad:

Los Santos decían qué albergaban sus corazones —lo


sentido y experimentado— con exactitud. Observen, en
cambio, a quienes hoy proclaman poseer el Conocimien-
to. ¿No es acaso un hecho que ni siquiera uno en un mi-
llón dice la verdad de lo que lleva en el corazón? Una
vez al año se cumplen los ritos de adoración al Dios de
la Verdad; durante el resto del año, todos los días, se
adora al dios de la Mentira. La necesidad de poseer estu-
dios objetivos surge de esta clase de culto.13

13 La Sabiduría Suprema (Vidya Vahini), Ed. Errepar, Buenos Aires, Argentina.

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La reacción de los sacerdotes que estaban de servicio en el


templo en época de Jesús tenía una sola razón de ser tan agresi-
va y cruel: estaba tan consolidado su poder, y las doctrinas que
profesaban tan vinculadas con ellos en la conciencia de los fie-
les, que una persona como Jesús, carente de toda diplomacia y
pelos en la lengua, avezado en apostrofar a los fariseos como
“raza de víboras”, sepulcros blanqueados, hipócritas, etc., no
podría tener larga vida: la autoridad sacerdotal quedaba en jue-
go y quien la comprometiera era tenido como peligroso candi-
dato, que debía ser eliminado por el bien de la humanidad.
¿Y la gente? ¿Por qué teme la masa mezclarse en el debate?
¿Por qué teme analizar las propias adquisiciones, las propias
creencias? ¿Por qué crucifica primero y luego canoniza? La gen-
te, en sentido colectivo, nunca es sujeto pensante: Senatus mala
bestia, decían los latinos. La masa necesita siempre un adalid,
bueno o malo pero conductor al fin. Ayer era el dictador, antea-
yer el monarca, hoy los partidos o un banco suizo. Y en el área
espiritual, donde no debiera haber liderazgos porque en sus do-
minios la conciencia misma debe reinar absolutamente, se ha
adoptado el mismo esquema: un jefe que gobierne las almas, o
bien varios, y las ovejas seguirán confiadas y contentas.
Los primeros predicadores del Evangelio —pioneros autén-
ticos de la verdad— soportaron el destino que se les había asig-
nado: o el exilio, o la muerte, o la ignominia. Pero, ¿qué interés
puede tener el descubridor de una verdad en arriesgar su vida?
Los Apóstoles que, por cierto, no podían desmentir lo que con
sus ojos habían visto, podían arriesgar serenamente el martirio,
de acuerdo con el lema: “Hay que obedecer a Dios antes que a
los hombres”.14 Arriesgar la vida, en general, no parece nunca
demasiado razonable, pero es cierto que, si alguien usara del
propio poder para obligar a una conciencia a renegar de la ver-
dad, entonces flaquearía todo interés por vivir, si el terreno que
elegir estuviese entre el vivir abjurando y el morir en el amor a
la verdad.
Quien ama la vida hasta el extremo de comprometerse con
un poder con tal de tenerla salva, renegando de la verdad, no

14 Hech. 5,29; también 4,19: “Si ante Dios es justo obedecerlos a ustedes más
que a él, júzguenlo ustedes mismos; nosotros no podemos callar lo que
hemos visto y oído”.

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merece vivir. Quien ha elegido obedecer a los hombres, ha en-


tregado su alma a seres mortales y merece tener todo lo que los
hombres pueden darle: una vida miserable y sin esperanza,
oculta tras efímeras ventajas que ejercen la función de ilusión
vana, verdadera atracción para cegar mediante el engaño a
aquél cuya fantasía vuela.
La Verdad no necesita que se la imponga: sería como obli-
gar a un hombre a amar a cierta persona. La Verdad, como el
Amor, necesita sus espacios, sus tiempos y sus corazones. Al
corazón no se le ordena amar ni odiar. La grandeza de la Ver-
dad es visible por sí misma, así como la luz del Sol no necesita
de explicaciones racionales para ser gozada.
La Verdad autoriza, sin ser autoritaria jamás.

Característica atrayente de Sai Baba es Su Infinita Miseri-


cordia: El nunca impone una ley moral, ni atemoriza a quien la
transgrede. Simplemente expone la doctrina. Su Amor por el
devoto es tal, que se deshace en explicaciones detalladas, con
ejemplos, parábolas y cuentos extraídos de las Sagradas Escri-
turas, ofrecido el todo bajo el signo de la superabundancia. Es
Su boca verdadera cornucopia de fructuosas enseñanzas.
Su obsequio es inmenso y, sólo tras cuidadoso estudio ad-
vertiremos cuán amplio es el Conocimiento que El ofrece y
cuán pequeña nuestra capacidad intelectual. Además, Su ofre-
cimiento es completamente gratuito: nunca se paga el ingreso a
Sus sermones, ni se hacen colectas para el sostén Suyo o de Su
ashram; no hay cuotas de inscripción para Sus mantra ni para
conocer Sus técnicas de disciplina espiritual. Los libros en los
que se publican Sus discursos en la India, tienen precios que
permiten a uno comprarlos al por mayor. Tampoco quiere El
que se lucre en ningún caso.
Continuamente regala palabras de infinita dulzura y ejem-
plos de tierno amor hacia todos, aunque una vez haya advertido
a los estudiantes que no abusen de Su generosidad, porque, dijo:

Mi palabra es preciosa. Reviste enorme importancia pa-


ra Mí; Yo le atribuyo gran valor, aunque no lo conside-
ren ustedes del mismo modo. Si alguien no presta aten-
ción a Mi palabra, no quiero desperdiciarla hablando
con él.15

15 Curso de Verano, 1990, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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La gratitud es nota dominante entre los verdaderos Sabios.


Un precio, en dinero, nunca es adecuado, cuando de Verdad se
trata, porque es Ella el bien más precioso de la vida. El único
precio requerido por la Verdad es el compromiso, la seriedad
y… toda una serie de existencias.

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Capítulo VIII

La lucha contra la Verdad

S
e reserva siempre a lo que se teme un comportamiento
que —puede decirse— reside como programa genético
en cada modelo de vida, a partir de la célula: es el meca-
nismo de defensa que, en las formas de vida evoluciona-
das, es la premisa de una estrategia de ataque. Las más de las
veces, la defensa crea desórdenes y descompensaciones, como
es el caso de un tumor, proliferación celular provocada por
agentes de distinta naturaleza, bio, fisio y psicológicos. Otras
veces, en casos excepcionales, puede incluso crear ciertos pro-
ductos de gran valor (¡para el hombre!), como en el caso de la
perla, cuya formación se debe a un agente “perturbador” (para
el molusco) que se introduce en la concha madre irritándola pa-
ra engendrar de este modo la preciosa creación.
Hemos dicho recientemente que el miedo es la causa directa
del rechazo a una novedad. Si retrocedemos en nuestra investi-
gación, descubriremos que este miedo es causado a su vez por
la necesidad de conservar un statu quo, una condición de vida
considerada ideal y segura.

Bien ha descripto San Pablo el prorrumpir de la Verdad en


el corazón humano como algo que quiebra toda certeza: es el fi-
nal de las seguridades humanas. En un momento tan sagrado
debería prestar el hombre atención vigilante. El distraído no
tendrá su parte del beneficio de tal Verdad, porque dormita, y
lo peor es que intenta luego la justificación del propio letargo.

“Bien saben ustedes que, igual que un ladrón en la noche,


vendrá el día del Señor. Y cuando se diga: ‘paz y seguridad’, de

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improviso serán atacados por la ruina, como los dolores de una


parturienta”.1 Es el mismo caso del tercer siervo de la parábola
de los talentos, quien “por miedo” había ocultado, sin hacerlo
fructificar, el único talento que le había sido concedido.
En el dominio de la naturaleza rige la ley de la conserva-
ción, que sigue a la del nacimiento y precede a la de la muerte.
La conversación de bienes adquiridos consolidada el sentido de
seguridad y el incremento de aquéllos le das alas. La seguridad
corre parejas con el temor a perderla y en consecuencia surge la
reacción al miedo, que siempre es agresiva respecto de quien
amenaza dicha seguridad.
Se teme a una víbora y se la describe como el ser vil por ex-
celencia en la fauna silvestre, pero nótese que su mordedura
sólo está determinada por la falta de atención del hombre, por-
que jamás se le ocurriría a una víbora paralizar a un ser huma-
no para nutrirse. Está tranquila al sol, detrás de una mata,
cuando la mano de un imprudente destruye la seguridad, el
bienestar de que está gozando, o bien rebasa los límites infran-
queables de la protección que la víbora dispensa a su cría.
De este modo, el hombre, desde el punto de vista biológico
y ambiental —en lo físico, o lo psicológico, o lo material—, se
comporta como el animal: busca ternura en un afecto, organizar
su vida en el matrimonio, continuidad en una familia, protec-
ción en la madre o el padre y vida futura según cierto credo.
Cuando ha surgido la amenaza externa o —¿por qué no?—
también la interna, se dispara el mecanismo del miedo y de la
reacción incontrolada. Nace, pues, la lucha.

La primera forma de lucha contra la Verdad se desarrolla


partiendo del embrión de los celos: pasa por la fase del chisme
o la maledicencia y estalla finalmente en el ataque directo.

Hay en el mundo cuatro clases de persona: la que está de


acuerdo con todo lo que ve; segundo, la que llama bueno
a lo que es bueno y malo a lo que es malo. El tercer tipo
es el de quien no juzga para nada; y el cuarto tipo es el
de quien todo lo ve mal: para éste no existe el bien.2

1 I Tesalonicenses 5,2-3.
2 Coloquios, XXIX,18, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

112
113

La madre de la maledicencia tiene antepasados más anti-


guos aún: la presunción de estar en lo cierto y el empleo de la
violencia moral para someter a los demás a un solo credo. Se
habla mal de otros porque se cree conocer, sin sombra de du-
da, el modo apropiado de actuar; se juzga moral el fruto del
propio pensamiento y de la propia investigación. Tal presunción
nace de la ignorancia de la propia naturaleza, la falta de cono-
cimiento de sí mismo. “¿Cómo es que miras la brizna que hay
en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu
ojo?”3 Si cada uno de nosotros tuviese una visión clara y lumi-
nosa de la propia insignificancia humana, nunca más aventu-
raría un juicio respecto de los demás. La murmuración nace de
la ignorancia.
El maldiciente no tiene consideración alguna por el sinnú-
mero de condiciones que desconoce y que pueden comprobarse
en la intimidad de todo ser humano, modelo irrepetible de sen-
timientos e intuiciones. Ciertos comportamientos se originan en
motivaciones del todo distintas de las ordinarias.
María, Madre de Jesús, se encontró grávida sin haber cono-
cido hombre: situación difícil y, en aquel tiempo, fatal. La ma-
dre de Siddharta, futuro Buda, corrió la misma suerte; lo mis-
mo ocurrió con la de Sai Baba. Son acontecimientos que esta-
mos dispuestos a glorificar en siglos venideros, pero, en el mo-
mento en que se verifican, la acogida que reciben son la incre-
dulidad y el escepticismo.
Sin poner por caso acontecimientos históricos y místicos tan
grandes, cada uno de nosotros podrá recordar cuántas veces ha
sido víctima de desaciertos o juicios formulados sobre la base
de lo que resultó de los hechos, sin considerar las motivaciones
interiores.
Mas lo que por lo regular advierto, es una relación extrema
entre el juicio que nos hemos hecho de los demás y las propias
costumbres de pensamiento, palabra y acción. Al ver un niño a
un hombre y una mujer juntos, nunca pensará que su relación
va más allá de una pura amistad. Un adulto malicioso, en cam-
bio, tiene ya en mente una serie de imágenes que contaminan
esa relación de pareja y, cuando los ve juntos, los analiza casi
exclusivamente desde el punto de vista del placer o el deleite

3 Evangelio según San Lucas 6,41.

113
114

que pueden compartir ambos en su presunta unión. Ello no su-


cede porque lo probable es que tal pensamiento dé en el blanco,
sino porque esa persona, la que lo ha formulado, no sabe com-
portarse de modo distinto de lo que ha pensado. Cuanto más
espiritual es una persona, tanto más trasciende las sospechas de
una relación fundada en los sentidos y tanto menos está dis-
puesta a servirse de un pensamiento impuro como criterio para
enjuiciar a otros.
En verdad, omnia munda mundis, “todo es puro para los pu-
ros”. En este campo, nuestro mundo occidental nos ha condi-
cionado hasta el punto de que nos obliga muchas veces a rubo-
rizarnos cuando nos expresamos con términos de uso familiar y
simple ante personas maliciosas, o bien nos obliga al desgaste
de energías para encontrar sinónimos aceptables.
La impureza de los hombres ha manchado el lenguaje de
los puros cubriéndolo con la suciedad del doble sentido.
He dado con personas que saben contar chistes malinten-
cionados con pasmosa naturalidad; en efecto, no conocen éstos
el otro sentido de lo que cuentan, pero quienes oyen el relato —
auditorio menos ingenuo—, quedan alelados o bien sonríen
maliciosamente por la impudicia.
En definitiva, la crítica maldiciente proviene de una consi-
deración incompleta de los demás. De hecho, en una persona
no existe negatividad en absoluto; hay en ella aspectos positi-
vos que, por ser menos obvios, son pasados por alto como ine-
xistentes.

Sabe que incluso la persona más desagradable tiene al


Señor en su corazón. Ten presente este aspecto y en con-
secuencia trátala lo mejor que puedas; con el tiempo te
retribuirá y cambiará su carácter. Vemos buenos o malos
a los demás porque de ellos captamos un solo aspecto y
no todos los restantes.4

Pero, ¿por qué tan común la afición al chisme y la murmu-


ración? Creo que se trata de una forma de inquietud, de ansie-
dad o —peor aún— de necesidad de encontrar los propios pe-
cados en los otros, para sentirse uno aliviado, como lo dice el
viejo refrán “Mal de muchos, consuelo de tontos”.

4 Idem nota 2, XXX,2.

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Hay, además, otra razón que explica el deseo de interferir


en la vida ajena y saber qué hacen o dicen los demás: una men-
te inquisitiva dirigida hacia lo exterior en vez de lo interior; un
uso errado de un capital intelectual precioso. El espíritu de bús-
queda, fundamental en el hallazgo de la Verdad, es parte de la
naturaleza humana, patrimonio exclusivo del homo sapiens. Por
desdicha, se olvida que, para conocer bien al hombre, hay que
apuntar el fusil de la indagación hacia sí y no hacia los otros.
No es posible conocer a los demás si no se ha dedicado antes
pasión suficiente a sí mismo. Ello no excluye que, en algunos
casos, cuando una razón colectiva lo requiere, es lícito hacer
una crítica, siempre que sea respetuosa y no ofensiva.

No es mala la crítica, si se llega a ella cautamente y con


ponderación.5

Aunque estemos convencidos de que la murmuración es


mala costumbre, todos terminamos cayendo en ella, en algún
momento. Usan algunos el chisme como forma de pasatiempo
del que sacan renovadas sensaciones, colocándose en tren de
frivolidad. Es un desperdicio de tiempo increíble, que aleja ca-
da vez más la posibilidad de redención del alma, dejándole a
uno las cenizas de un imperdonable dispendio de energías de-
cisivas para la propia evolución espiritual.

Hay cierta característica de la murmuración que la convier-


te en arma oculta de aniquilamiento, y esto precisamente cuan-
do se torna en maledicencia en sentido estricto; trátase de la
tendencia a prestar oídos a lo peor que se dice de algo o alguien
y desconocer o minimizar el bien que se lleva a cabo, o no creer
que exista. La prensa y los multimedios son por lo común cam-
peones de la maledicencia: recolectan un repertorio de atrocida-
des, miserias, crímenes, delitos y calamidades detrás de la justi-
ficación de que la gente ha de estar bien informada. Figuran en
primera plana las noticias escandalosas y se reservan las últi-
mas páginas a las noticias de actos de honestidad y rectitud. En
Italia son pocos los diarios que no han cedido a la tentación de
asociar el nombre de Sai Baba al de Antonio Craxi, hermano de

5 Idem nota 2, XLIV,9.

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Bettino, sólo porque ambos han conocido la celebridad y en-


contrado al Maestro. Esto ocurrió especialmente tras la caída de
Craxi, el político. Cierta prensa —incluyendo periódicos presti-
giosos— tiene como único objetivo el pescar en aguas turbias y
ensuciarlas cuando están limpias, con tal de vender noticias.
El estilo del chisme y la maledicencia ha debilitado las fun-
ciones del cerebro humano, hasta el punto de reducir hoy el in-
terés a rápidas informaciones acerca de política y religión, pro-
longadas descripciones de crónica sanguinaria, funerales de es-
tado, detalles de la dinámica de un accidente, un proceso por
estupro o parricidio. La alternativa es la de dedicarse al estudio
de la naturaleza, de la historia del pensamiento, el arte y todo lo
que nutre al espíritu humano. En cambio, nuestras pantallas de
televisión están atiborradas de juegos con premio, preguntas y
respuestas, sazonado todo ello con mucho de vulgaridad, obsce-
nidad y frivolidades varias. Es en verdad apropiada las más de
las veces, la definición de “TV basura”. En el sector cinemato-
gráfico no faltan nunca la violencia expresada con cruel realis-
mo, el sexo para relamerse de gusto y la irrealidad de la ciencia
ficción, que crea monstruos y nunca divinidades tutelares. Las
películas en que prevalecen la bondad, la unión familiar y social
y la espiritualidad, son pocas y difíciles de localizar.
He dado con la inmoralidad y descaro de la maledicencia
en una polémica reciente contra Sai Baba: verdadera cruzada, si
bien de exiguo alcance, que ha sido objeto de interés por parte
de cierta prensa, TV y algunas emisiones radiofónicas, cuya
única finalidad ha sido la de enlodar y denigrar la figura del
más grande místico de esta época. Se excluye de modo categó-
rico la posibilidad de enfrentar el argumento con documenta-
ción seria e investigaciones llevadas a cabo por reales conoce-
dores en la materia.
En esta cruzada, algunos soldados (en el sentido etimológi-
co de personas a sueldo) han usado maquiavélicamente armas
desleales. En contraste con los Caballeros del Santo Sepulcro,
los mercenarios no han tenido objetivo sagrado, o entendido
como tal, como el de los combatientes medievales, sino que se
han propuesto como única finalidad la satisfacción de apagar la
luz de una Verdad, obviamente molesta para ellos. Disparar
contra todo lo que se mueve tras una mata, sin cerciorarse pri-
mero de si se trata de una liebre o de un niño: tal es la estrate-

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gia aplicada. Comparado con ellos, un cazador merecerá el pre-


mio Nobel.
Arremetiendo contra Oriente, las filosofías hindúes, santos
y santones, indiscriminadamente denominados así por plumas
superficiales, vulgares e incompetentes —cuyo vocabulario no
se aleja de los términos “secta”, “Satanás” y “sincretismo”
(suerte de menjunje compuesto de distintas religiones)—, tales
señores de la guerra contra la verdad tienen incluso la osadía
de justificarse por no haber estado en India y no tener por ello
la capacidad necesaria en materia de filosofía oriental. Esta pre-
misa, lejos de ser un atenuante de su superficialidad, se vuelve
contra ellos como una accusatio manifesta. En calidad de excusa-
tio non petita, la disculpa no ha sido de utilidad para ellos, des-
de el momento en que, entre las afirmaciones publicadas hay
algunas tan torpes que desacreditan y trivializan su entera la-
bor. A modo de ejemplo, el ver en una flor de loto un símbolo
fálico, como se ha escrito en un libro cuyo propósito es desmiti-
ficar a Sai Baba, respecto del Sarvadharma, puede sólo proce-
der de una ignorancia imperdonable o bien de aversión psico-
patológica que hallará un lugar en un análisis freudiano.
Pero, para que el lector advierta lo presuntuoso de la estima
pretendida por el escritorzuelo sin poseer el conocimiento nece-
sario y, pese a esto, juzgo oportuno citar aquí la explicación que
N. Kasturi ha dado del símbolo en cuestión. Quien la lea, com-
prenderá por qué el autor de idioteces a quien me refiero no
gustaría de su significado oculto.
“En el centro exacto de una serie de círculos concéntricos
hay una columna que representa el yoga, con cierta cantidad de
anillos que indican las etapas de la disciplina yóguica. El yoga
conduce a la apertura del “Loto del Corazón”, cuyos pétalos se
cierran en la cima de la columna. La fase sucesiva —la del fin
de la Devoción y florecimiento consecutivo— es la llama del
Conocimiento, la Iluminación y la Luz, simbolizada por la par-
te final de la columna. Explica Baba que los círculos concéntri-
cos y espacios intermedios —el primero, arenoso e infecundo;
el segundo, un tipo de mata que debe ser podada ocasional-
mente— representan el deseo y la ira que deben ser superados
para poder alcanzar el estado yóguico.
“El primer círculo, el arenoso, es el desierto del deseo, tierra
desolada, carrera sin objeto en pos de cosas evanescentes. El se-

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gundo círculo, el de la mata tupida, representa la ira y el enco-


no, difícil de destruir, porque tan pronto como es podada flore-
ce nuevamente. Hay luego dos umbrales de color rojo —uno
bajo y un poco más alto el otro— que simbolizan el odio, el cual
debe ser superado también por el aspirante a la vida del espíri-
tu. Un tipo de odio apunta cuando se ve uno contrariado en el
esfuerzo de alcanzar el fin apetecido y otro tipo de odio se da
cuando el dolor es causado a alguien por las acciones de otro.
Habiendo superado estos tres obstáculos, se alcanza el espacio
circular cubierto de hierba verde, fresca a los ojos, que recuerda
alegría y prosperidad, símbolos del amor. Es ésta la fase en que
el ánimo del hombre es beatitud plena, debida a la ausencia de
deseo, ira y odio y a la ecuanimidad, que es el fundamento mis-
mo del amor. Pronto avanza el aspirante a las cosas del espíritu
hacia el espacio abierto de Prashanti, donde puede sentarse a su
agrado y gozar de los frutos de la disciplina a que se ha someti-
do. Fructifica el yoga y hace que avance de una altura a otra,
hasta que florece el “Loto del Corazón”, y es concedido, por úl-
timo, el esplendor de la Iluminación. Hay alrededor de la cir-
cunferencia del círculo ocho vasijas decoradas con plantas en
flor, y explica Baba que simbolizan las ocho “facultades sobrena-
turales” (los ocho poderes) que protegen a los yoguis y que se
deben tener a distancia segura, en el borde extremo del círculo.”6

¿Cuánto se pondrá el hombre religioso, aun antes de haber-


se convertido en creyente, en papel de investigador y cesará de
vender la propia conciencia a teólogos improvisados o a “doc-
tores” en ciencias en las cuales no son competentes? ¿Cuándo
pondrá manos a la obra el lector fiel a su condicionamiento co-
tidiano para verificar por sí mismo lo que se le ofrece, tal como
lo haría en el ámbito financiero y administrativo en lo que con-
cierne estrictamente al propio balance?

Jesucristo, a quien se remonta la fundación de la Iglesia,


quería una comunidad apacible, misericordiosa y pacífica. Las
Suyas fueron palabras de consuelo y no de condena: “Biena-
venturados serán cuando los injurien, y los persigan, y digan
con mentiras toda clase de mal contra ustedes por mi causa”.7
6 N. Kasturi: La Vida de Sai Baba (Sathyam Shivam Sundaram), Vol. I, Ed.
Errepar, Buenos Aires, Argentina.
7 Evangelio según San Mateo 5,11.

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Creo que, si la Iglesia (y me refiero siempre a la organización


humana así llamada) quiere sobrevivir, tendrá que someterse al
mismo proceso que ha purificado a la Unión Soviética: transpa-
rencia y honestidad hacia los fieles. Si no ocurre esto, la institu-
ción caerá como cualquier otro poder dictatorial u oligárquico.
Todo lo que la oposición propala en contra de Sai Baba ha si-
do recogido de informaciones que no provienen de la fuente ori-
ginal, sino de fuentes corrompidas a su vez por envidias y rece-
los, tal como el caso citado Familia Cristiana. Por cierto, he la-
mentado que una revista de semejante tirada y que se profesa
católica se haya hecho embaucar de modo tan vulgar, dando
crédito a chismes de domésticas y a la opinión de un presunto
“experto”, quien dice haber descubierto los “trucos” de Sai Ba-
ba. Es ésta, por tanto, la única persona capaz de “ver” la verdad.
El resto —físicos nucleares, premios Nobel, ingenieros, políticos,
médicos, teólogos (incluso los de otras religiones) y millares de
personas que han visto con sus ojos el repetirse de fenómenos
que la ciencia no sabe explicar— son entonces pobres ilusos caí-
dos en la red del engaño. ¡Alabanzas a este “sabio” descubridor!
Si se quiere denigrar a un Grande, sólo una envidia miserable y
desolador recelo explicarán comportamiento tan ruin. Y reitero,
lamento que un diario que se define como cristiano y lleva este
atributo en su portada, haya caído en un juego, en verdad, poco
cristiano, además de escasamente científico.
Del mismo modo, en otras publicaciones de procedencia
cristiana, los mismos soldaditos que han dado la voz de alarma
contra Sai Baba, ingenuamente querrían destruir Su grandeza
espiritual, demostrando el origen diabólico de Su Persona. Me
precio en citar para ellos un paso de San Atanasio (de cuya au-
toridad, espero, no dudarán) y que demuestra su señoritismo:
(El gran Padre de la Iglesia defiende la Divinidad de Jesús,
con argumentos que demuestran cómo la actitud de los adver-
sarios es la misma adoptada contra Sai Baba en la actualidad.)

“Si dicen que es Dios, se acusarán a sí mismos de impiedad


hacia el Señor, por cuanto lo que había anunciado el profeta en
visión, es en verdad lo que el mismo Señor, viniendo, ha reali-
zado (Cf. Lc. 7,21-23). Si, perdiendo todo control, osan decir en
cambio que también éstas (obras) provenían de Belcebú, temo
que, siguiendo un poco más con la impiedad y leyendo: ¿quien
le ha dado la boca al hombre?, ¿quién se ha hecho el sordo y el mudo,

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vidente y ciego? (Es 4,11) y cosas semejantes, en su locura no di-


gan de nuevo que éstas también son obras de Belcebú. En efec-
to, aquél a quien se atribuye la gracia de devolver la vista, a ese
mismo se le debe atribuir la causa del no ver: el texto dice, en
efecto, que es el mismo quien opera ambas cosas.
“En suma, diciendo esto, terminarán creyendo que es Belce-
bú el Creador de la naturaleza humana; es, en efecto, propio del
Creador tener poder sobre las cosas creadas…
“Salvo que, volviendo a cambiar de posición, no digan que
el ser ciego, rengo y (el tener) otras enfermedades, es debido a
un castigo del Creador, y es en cambio su remoción y el benefi-
cio consiguiente a quien la padecía, obra de Belcebú.
“Pero, aun haciendo esta única comparación, es una gran
torpeza. En efecto, tales propósitos necios, acompañados de im-
piedad, son propios de gente loca y sin sentido común; aque-
llos insensatos, en comparación, tampoco dan a Dios lo mejor,
sino a Belcebú. No les importa corromper la Verdad de las Es-
crituras divinas, basta que nieguen la venida de Cristo.”8

Y en otro paso —contra la herejía ariana— el santo Padre de


la Iglesia usa este concepto:

“Aquellos malvados debían, o no despreciar al Señor como


(simple) hombre a causa de su realidad corpórea, o bien reco-
nocerlo evidentemente por sus obras como verdadero Dios.
Ellos han hecho, en cambio, todo lo contrario: al ver (en El) a
un hombre vilipendiado como (simple) hombre y observando
luego las obras divinas, comenzaron a negar la divinidad y re-
currieron al diablo. Creían acaso que con este descaro en lo su-
cesivo poder escapar del juicio del Verbo que habían ultrajado.
…Respecto de ellos, incluso los sodomitas son justos.”9

Si el enemigo de la Verdad estudiara un poco más, buscan-


do noticias incluso en los textos que debería conocer y apreciar,
advertiría lo frágil de su argumentación.
Admito que puede ser considerado polémico mi tono, pero,
también a mí, cansado y afanado en la lucha por la Verdad que
me llama a escena, concédaseme una espada para el duelo sa-

8 Patrología Griega XXVI, 672A; Cittá Nuova, pág. 167.


9 Idem nota 8, pág. 168.

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grado, gozando a la sombra de un nombre autorizado como el


de San Atanasio y respaldándome en su inspiración para prote-
germe de eventuales acusaciones de los presuntos hombres de
bien, quienes ven en la apología de la Verdad los colores de una
pasión poco ascética.
Si la pluma del autor se nota a veces enardecida, no guarda
él rencor a quienes se nutren de odio y de calumnia. El aspira
apenas a combatir el error y la injusticia y no a las personas que
los cometen. La enseñanza del Maestro es, no obstante, la últi-
ma palabra a que quiere referirse y ante cuya magnanimidad
inclina su cabeza.

Respecto de Dios, la maledicencia es tan antigua como el


mundo. La única diferencia está en que cada época fra-
gua historias nuevas. Considera que no tienen quienes la
perpetran otro medio de recordar a Swami. Existen la
evocación con amor y la que abriga odio: ambas son ex-
presión de lo mismo… ¿Por qué quieres que callen? Ya te
has preguntado qué ventaja obtienen, mas ellos no nece-
sitan ventajas: la maledicencia es su costumbre y creen
estar cumpliendo con su deber. Como dice el refrán:
¿Qué le importa a la polilla si el sari es costoso o no?
Carcomer y arruinar está en su naturaleza, tanto si se
trata de un harapo como de una seda. No conoce la larva
el valor de las cosas, y ése es su trabajo (…)
Las palabras de esas personas serán escuchadas sólo
por gente de su ralea; ningún creyente genuino estará
de su parte.10

Nunca ha habido otro ser en el mundo, exceptuando a los


grandes como Jesús o Buda o los avatares, que haya sabido per-
donar y comprender incluso a los propios enemigos, ¡usando
semejantes palabras de perdón!:

Ni siquiera abandonaré a los que me denigran y Me nie-


gan, puesto que he venido para todos: también ellos se-
rán acogidos y salvados. No duden: Yo los llamaré y les
daré Mi bendición.11

10 Idem nota 2, L,5.7.


11 Idem nota 6, vol. II.

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Capítulo IX

¿Quién es la Verdad?

E
l pináculo de la misión dramática de Jesús fue la Cruci-
fixión, mas Su enseñanza encontró la realización máxi-
ma en el histórico alejamiento de Jesús acontecido en
dos etapas, con la Resurrección primero, y luego con la
Ascensión. Creo yo que, para que nos sea suficientemente reve-
lada la oculta y profunda significación de ambos momentos,
tendrá que verificarse una catarsis total de la teología y de la
tradición histórico-religiosa que nos ha trasmitido dichas ver-
dades. No es mi deber profundizar aquí en tal cuestión, delica-
da y compleja; me limito a afirmar que, despojados de su inge-
nua y popular pátina, estos dos “poderosos tiempos” de la en-
señanza crística darían al hombre inteligente y de buena volun-
tad que se sitúa en el sendero de la búsqueda espiritual una su-
blime revelación.
Indudablemente ha caído la teología occidental en un inde-
coroso positivismo, más acentuado incluso que el que sostienen
las llamadas ciencias “profanas” que son, a menudo, de un ca-
riz sacro superior al de dicha teología. Por el contrario, los
hombres de iglesia que sienten un llamado espiritual eluden la
búsqueda académica, para caer a veces en una ingenua mitifi-
cación de las leyendas evangélicas. La época de decadencia en
que vivimos, también ha afectado al teólogo, lo ha contamina-
do y le ha asignado el mismo papel iluminista que hasta hace
poco condenaba en los hombres de ciencia.

Viri Galilei, quid aspicitis in coelum?… “Hombres de Galilea,


¿qué están tratando de ver en el cielo?”1 ¿Por qué continúan

1 Hech. 1,11. Fue la pregunta de dos hombres de vestidura blanca (¿ánge-


les?), quienes habían visto ascender al cielo el Cuerpo de Jesús.

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observando lo que carece de importancia? ¿Por qué detenerse


en el análisis de lo corpóreo, en vez de trascenderlo y ver en él
el sentido arcano? ¿Qué importancia tiene verificar si un cuerpo
ha resucitado o se ha alejado de la tierra para subir al cielo,
dónde y por qué bien no se sabe?
La doble separación de Jesús quiere, a buen seguro, impar-
tir dos enseñanzas: primero, que el nivel máximo de vida espi-
ritual consiste en abandonar por completo los frutos de lo que
se ha sembrado; segundo, que el sostén de la Ley Eterna o
Dharma puede continuar sólo con la colaboración activa de to-
dos los seres humanos.
Pues bien, si quisiéramos pintar con tonalidades fantásticas
y mundanas el advenimiento de Jesucristo, ¿qué mejor golpe
de efecto que el de reivindicarse a sí mismo luego de haber re-
sucitado con todo su poder, y haber ejercido éste en la colectivi-
dad ignorante, que a su vez prefirió eliminarlo? Hasta aquí han
obrado con su maldad —podría haber dicho El—; ahora triun-
faré Yo con todo mi poder, que aplastará su miseria.
Pero no. El Gran Maestro deja todo y a todos, para decirnos:
“Hagan como Yo. Trabajen activamente pero, cuidado, no se
apeguen a sus acciones y tampoco a Mi forma. Habiendo lleva-
do a cabo todo lo que debían, dirán: ‘Siervos inútiles somos”.
Es como una ulterior crucifixión, pero más sutil: una muerte
noble, la renuncia a gozar de un triunfo y el abandono de nues-
tra gloria.
La Verdad de Cristo triunfa, pues, en plenitud en el mo-
mento en que Jesús desaparece de escena. Muere una imagen
para que cobre vida la esencia que de ella emana. Como un dia-
pasón que, no bien destruido, sigue difundiendo el “la” en el
aire. El cristianismo histórico no ha comprendido aún esta su-
blime verdad y sigue adorando el rostro material y físico de Je-
sús, que ha llenado el arte de dos milenios, sin vivir el sonido
melodioso de la enseñanza crística. Por eso resulta imposible a
los cristianos el sospechar siquiera que otras formas que deben
construirse en la imaginación, por otra parte, recreen ese Anti-
guo Sonido; y además se les impide creerlo, fundamental e irre-
ductiblemente apegados —como lo están— a la forma de hace
dos mil años.
Es bueno buscar lo Divino a través de una forma Suya. Si
han elegido los cristianos la forma de Jesús, es absolutamente

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125

importante que piensen en esa forma mientras no se hayan


identificado con la Realidad que ella oculta. Mas la actitud del
buen cristiano debería ser la de respeto para con todas las for-
mas. Krishna o Rama u otros son para los hindúes lo que Jesús
representa para los cristianos; y Buda lo es para los budistas.
Es obvio que, en la adoración y el culto, el hindú no será indu-
cido a pensar en la forma-Jesús; preferirá la de Ganesha, por
ejemplo, que es familiar para él. Pero, si en su mente se presen-
tara la forma del Maestro galileo, no la expulsaría, por cierto,
como un pensamiento perverso o contaminante, ni juzgaría
“paganas” tales imágenes. Sri Ramakrishna Paramahamsa en-
contró al Maestro Jesús, cuando, ya en el pináculo de su reali-
zación espiritual, estaba alcanzando el sentido de la unidad de
todas las religiones.
Por eso, Sai Baba subraya siempre la unicidad de la Esencia
Divina, presente en todas las formas —que representan la multi-
plicidad expresiva del mundo— e insiste en la forma espiritual,
que va más allá de las otras formas para fijarse en el contenido.

Muchos se dedicarán a distintos tipos de disciplina es-


piritual, según su origen religioso y su naturaleza, pero
cualquiera sea la duración de estas prácticas, no notarán
en ellos cambio alguno. Desalentados y frustrados por
los escasos resultados obtenidos, terminarán cambiando
no sólo de nombre, sino inclusive de religión. No obten-
drán la Gracia de Dios por un mero cambio de religión.
Deben cambiar su mente, el modo de pensar.2

La Verdad que una persona deja en un testamento vale mu-


cho más que la persona misma a quien se atribuye tal mensaje.
La enseñanza misma merece el respeto y la veneración que de-
bemos a quien la ha impartido. Confirmación de ello es el he-
cho de que el mundo nunca ha sido cambiado mediante inter-
venciones de los Grandes Espíritus sino que se han limitado a
dar ellos ejemplo de transformación, indicando la manera de
lograrlo y obrando de modo tal que, tras Ellos, el trabajo de pu-
rificación continúe.

2 Discursos 1988/89, XXIV,4, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

125
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No ha buscado Jesús lo que anhela la mayor parte de los


hombres: utilidad de los bienes, éxito mundano y placer para
sí. La fundación misma de la Iglesia es fruto de la mente huma-
na. Y, no obstante la divina y taumatúrgica Presencia de Cristo,
está a la vista lo que ha sucedido en siglos sucesivos: he aquí
un planeta reducido a un acopio de basura, una raza enferma
de ansiedad, violencia y perturbaciones nerviosas. Jesús es de-
nominado el Salvador porque Su acto de salvación de la huma-
nidad es consumado en el momento de Su despedida del mun-
do: El es allí el Camino, la Verdad y la Vida. El camino para lle-
gar al bienestar es la Cruz; la Verdad es lo que queda después
de la Muerte, esto es: la Inmortalidad; la Vida es la entrega total
al Padre, a la Esencia Suprema y Vida de toda vida.
Solamente a la luz de esta Verdad pueden comprenderse
algunas afirmaciones del Maestro, que parecerían paradójicas e
irrealizables de otro modo: “Quien ama a su vida la pierde y
quien odia su vida en este mundo, la conservará para la vida
eterna” 3 ; “Bienaventurados serán cuando los hombres los
odien, cuando los expulsen, los injurien y proscriban su nom-
bre como malo, por causa del Hijo del hombre”.4

Son los Profetas portadores de verdades por excelencia;


ellos mismos son Verdad: todas las Escrituras, la bíblica en es-
pecial, han mostrado lo poco que han sido gratos al pueblo, pe-
ro también a las clases aristocráticas, tales como los sacerdotes.
Por desdicha, es muy cierto que la condena de Jesús aconteció
por sentencia de los sacerdotes del templo, quienes acicatearon
al pueblo a respaldar ese delito. El verdadero escándalo, el tro-
piezo en el camino de la salvación es esta realidad: quienes han
recibido el encargo de conducir al género humano hacia la Ver-
dad, no La saben reconocer en los Santos, en los Sabios y en los
Avatares.
El Querer Divino concede a los profetas un poder que algu-
nos querrían reputar ventajoso: la habilidad de conocer con an-
ticipación muchos acontecimientos. Tal precognición, en lugar
de constituir un punto en su favor, agrava la aversión respecto
al profeta; tiene una finalidad precisa: prevenir ciertos males de

3 Evangelio según San Juan 12,25.


4 Evangelio según San Lucas 6,22.

126
127

la sociedad y en consecuencia guiar al pueblo por el camino


apropiado, antes de que sea demasiado tarde. Las circunstan-
cias en que aciertan a manifestarse las profecías, muestran
siempre el grave estado de inmadurez e ignorancia del hombre,
como lo expone el evangelista Lucas en el capítulo 21, vv. 8-19.
Se encuentra en este párrado la síntesis de lo que sucede cuan-
do se compara la Verdad con la historia del hombre: destruc-
ción del templo, aparición de falsos profetas, división de pue-
blos, hechos terroríficos también en la naturaleza y persecución
de hombres justos, rectos y abiertos a la verdad.
Es posible dar una explicación a la divergencia entre el
hombre común y el Profeta, entre el ser humano ordinario y el
descubridor de la Verdad. El conocimiento del hombre común
es una mínima fracción del todo; tiene, en cambio, el Profeta
una visión general y cuando es de alto nivel, se puede hablar
de una total fusión con el Todo, con la Verdad. Ahora bien, el
conocimiento de una partícula de verdad lleva forzosamente al
error, puesto que un conocimiento parcial perjudica más que la
ignorancia. En efecto, la razón, que elabora datos basándose en
conocimientos erróneos e incompletos, multiplica y propaga el
error mismo. Se puede imaginar lo que debe de haber sucedido
en el magisterio de las iglesias cuando se quiso confiar a la dio-
sa Razón la transmisión de verdad que la misma razón no pue-
de contener, pero —en especial— cuando las elucubraciones te-
ológicas han tratado de desafiar a los siglos; pero no los sucesos
nobles e innobles que a través de los siglos se han desarrollado
y han visto como protagonistas a los sostenedores de teoremas
ideados por ellos mismos.
El más grave delito contra la verdad radica en haber decre-
tado la infalibilidad de las conclusiones emitidas en distintas
épocas, bajo presión de fuerzas políticas y sociales determina-
das siempre y exclusivamente por intereses egoístas. Es así co-
mo los hombres de religión de los tiempos modernos, fortaleci-
dos por una ley promulgada por ellos mismos, se constituyen
en jueces de esta generación y en los Profetas, menores o mayo-
res, que van surgiendo. Para juzgar a un profeta, hay que ser
profeta, como para juzgar a un médico en su disciplina, es ne-
cesario ser versado en el arte médica. Quien juzga en el domi-
nio espiritual, debe ser experto en espiritualidad. El testimonio
de esta especialización no es un hábito, sino un comportamien-
to sostenido.

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La posición justa y profética es, entonces, la de quien presta


seria atención a los acontecimientos y se empeña en liberarse
de todo condicionamiento. Observar con sencillez y humildad
es virtud del hombre espiritual.

Las discusiones no son más que palabras y no llegarás


(a la Meta) sin la práctica espiritual.5

La actitud altanera de quien afirma conocer la verdad toda,


mientras se esfuerza por impedirles pensar a su propio modo,
es diabólica, porque está contra la verdad misma. Nunca podrá
ser recibida la verdad de quien presume tenerla, por cuanto la
Verdad es una fuente que mana siempre, y no hay receptáculo
adecuado para contenerla.
Los hombres que apuntan a imponer la verdad a otros
hombres son servidores del Mal y demonios, por ende, ya que
aspiran a privar de su sabia inocencia al prójimo. El requisito
fundamental para sentir lo verdadero es el de vivir en armonía
con la Verdad. Los frívolos que juzgan de prisa y con presun-
ción, no saben esperar cada mañana la Sabiduría, con ansiedad,
con cuidado, como lo haría el cazador que espera a su presa.
Dice el profeta Malaquías: “Todos los arrogantes y los que co-
meten impiedad serán como paja” (3,10ss.). Han desperdiciado
una preciosa ocasión, trocando por dos centavos un tesoro ines-
timable y perenne.

Los impedimentos de la actualidad son de cuatro clases:


apego al placer de los sentidos, escepticismo cínico, torpe-
za de entendimiento y presunción absurda… La última te
hace sentir erudito, teólogo o asceta y logra que el cuerpo
y los sentidos sean confundidos con el Espíritu.6

Sai Baba, que se propone al mundo con el santo nombre de


Sathya —Verdad— no usa nunca el método de la coacción por
parte de una norma moral. Cierto día, un devoto le pidió la
gracia de que pronto pudiesen alcanzar todos los hombres la
Unión con Dios, pero Swami respondió:

5 Coloquios, I,9, Mother Sai Publications, Milán, Italia.


6 Idem nota 5, LIX,6.

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¡Qué dices! Si concediera esta Gracia, estaría yendo en


contra de la libertad de que los he dotado. Para merecer-
se esta Gracia, continúen con la disciplina ascética pres-
cripta; trabajen. Este es el modo. No es cosa para regalar,
la Gracia. Recuerda que, aun si no sientes el deseo ahora,
temprano o tarde lo sentirás; no puedes evitarlo… ¿Por
qué posponer el día de la alegría y la Liberación? Co-
mienza desde hoy; más aun, desde este instante.7

Insistiendo en la exhortación de vivir en la práctica todo lo


que las Escrituras han enseñado, se torna a Sí mismo Modelo
Supremo de moralidad y verdad. En Sus discursos repite a me-
nudo la frase: “Mi vida es Mi mensaje”. Recientemente, en oca-
sión de Su 67º cumpleaños, el 23 de noviembre de 1992, invirtió
la frase de un modo más elocuente y comprometedor aún: “La
vida de ustedes es mi mensaje: se Me conocerá por cómo uste-
des se comporten”.
El discípulo no es reconocido por la cantidad de plegarias
que sabe recitar, sino por la práctica silenciosa de las enseñan-
zas del maestro.

Tiene dudas el hombre, hasta que conoce la Verdad; lue-


go de haberla experimentado, se desvanecerán tus du-
das. La Verdad es Una y en todo tiempo es verdadera.
En cierta oportunidad eras pequeño, pero has crecido
luego; esta dimensión actual tuya tampoco es verdadera.
¿Dónde está tu cuerpo de los diez años? Se ha transfor-
mado en el tuyo actual. No era ésta la verdad; luego,
cuando la hemos experimentado, conocemos la verdad.8

Cuando niños razonábamos como niños; adultos ya, razo-


namos como adultos. ¿Ha cambiado acaso algo en lo que hay
siempre en nosotros y a nuestro alrededor? Por cierto que no.
Nuestra psiquis, con su residuo de pensamientos, inclinaciones
y deseos, ha experimentado cambios.
Lo mismo sucede cuando se busca una relación estrecha
con Sai Baba: Lo vemos dulce a veces y severo otras; a veces jo-

7 Idem nota 5, LVIII,16-17.


8 Idem nota 5, I,2.

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coso y otras amenazador. El responde exactamente a nuestro


estado de ánimo o bien Su actitud es dictada por una “terapia”
especial que debe usar para curarnos. El nunca cambia. Su espí-
ritu es absolutamente imperturbable: por esto: acercarse a El es
la Paz. Sabe El todo acerca de nosotros, porque El es Verdad, la
Verdad absoluta, sin recovecos de ninguna especie: por eso
puede decírnoslo todo acerca de nosotros, incluso lo que noso-
tros mismos hemos olvidado o lo que no tenemos el coraje de
decir en nuestra intimidad. Ningún ámbito de nuestra mente
está cerrado para El; ningún escondrijo de nuestro corazón es
oscuro para El. Esta omnipotente clarividencia Suya incomoda,
pero, si la utiliza, es sólo para demostrarnos que El está en no-
sotros, que nada debemos temer, que aun sabiendo El todo
acerca de nosotros, nos comprende y ama, o bien nos reprende,
como lo hace nuestra conciencia cuando nos remuerde. El es un
verdadero amigo, benévolamente cómplice de alguna travesura
nuestra, pero sólo para sacarnos del peligro cuanto antes. Co-
noce todos nuestros pecados y virtudes, y señalándonos nues-
tros defectos, calla las virtudes para no alimentar nuestro orgu-
llo, causa principal de muchos otros pecados.
Cerca de la Verdad en Persona, todo se torna verdadero, in-
cluso lo que parece fábula y lo que hemos sofocado porque no
queríamos que fuese verdad.
Parece incluso que nos “mintiera”, a veces: nos dice “¡Cura-
rás!”, o bien “Te veré personalmente”, mas no sucede nada, o se
da lo contrario. Pero no podía en ese momento decirnos El más
que frases humanamente comprensibles, tras las cuales se ocul-
taban verdades superiores, cuya total comprensión hubiera si-
do para nosotros deletérea. Si quisiera un niño beber leche hir-
viendo con avidez, se quemaría; por lo tanto agrega la madre
agua fría para que no se quemen irreparablemente sus labios.
Nuestros caprichos no Lo inquietan: sigue temporizando El
como una madre dulce que soporta los gritos del hijo, al mismo
tiempo que piensa: “Crecerás y comprenderás… Entonces Me
agradecerás”.

¿Qué nos queda por hacer a nosotros, espectadores insatis-


fechos, frente a esta Verdad? ¿Qué otra cosa hacer sino contem-
plarla en devoto silencio expresando nuestro amor y reconoci-
miento sólo con los pobres instrumentos de que disponemos?

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Quien tenga la oportunidad de estar cerca de Sai Baba, aun por


pocos instantes, podrá sólo mirarlo, contemplarlo y meditar
acerca de El: sólo tengo, Señor, una mísera mente que pretende
comprenderte. Tómala y haz que descanse en Ti.

Así, la eterna pregunta acerca de la verdad debería ser for-


mulada en estos términos: “¿Quién es la Verdad?”, y no “¿Qué
es la Verdad?”. Por cuanto, quien vive la Verdad es Verdad, aun
tras haber dejado físicamente el mundo.
La Verdad es el ídolo a quien todo se sacrifica, incluso la vi-
da, puesto que una existencia sin Verdad es una forma de la
muerte.

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133

SEGUNDA PARTE

VIVIR DE VERDAD SIGNIFICA


VIVIR CON RECTITUD
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Capítulo X

Felicidad en el dominio de sí

R
eino de Cristo significa un gobierno en el cual rige el
poder de Aquél que se presenta ante el hombre como
el Cristo, el Ungido, elegido por la Divinidad Supre-
ma para cumplir una Misión. No se puede poner lími-
te a la suma e inescrutable Economía de Dios. Esta destina un
cuerpo elegido entre millares de posibilidades a la nobilísima
finalidad de ir al encuentro del hombre, cuando El lo quiere así.
A pesar del alboroto y el escándalo de algunos ignorantes,
esto es: hombres que no saben —y que quieren ignorar (y es tal
la obstinación en la maldad de que padecen) las inifinitas posi-
bilidades divinas—, no hay nadie en el mundo que pueda im-
pedir, ni física ni mentalmente, una nueva encarnación de lo
Divino.
En mi único coloquio con el cardenal Camillo Ruini, me dijo
el alto prelado: “Tiene usted razón de afirmar que nadie puede
poner límite a la fantasía de Dios y que, si El lo quiere, puede,
por ende, encarnarse otras veces, ¡mas nosotros sabemos que
Dios lo ha hecho una sola vez en la historia de la humanidad!”
Lo que importa, pues, según el parecer de un alto exponente de
la Iglesia, no es lo que puede aún revelarnos con extrema liber-
tad lo Divino que mora en cada uno de nosotros y cuyo Verbo,
incluso siendo único, tiene formas ilimitadas, sino lo que sostie-
nen los hombres en virtud de sus deducciones y conclusiones
veneradas desde hace siglos.

En mi libro precedente he querido, ex profeso, tener esta ac-


tual afirmación mía bajo la égida de una hipótesis, si bien conti-
nuamente avalada por mi clara convicción, para no irritar exce-

135
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sivamente al lector católico y para introducirlo gradualmente


en una verdad fuera de lo común. No ha sido esta cautela mía
de gran utilidad… Ahora que no puedo, por cierto, padecer
una sentencia más severa, tengo la máxima libertad de sostener
con firmeza lo que he pensado siempre, esto es: que la Presen-
cia de Sri Sathya Sai Baba posee todas las características que
permiten definirla como “Plena Encarnación de Dios” o, para
decirlo al modo hindú, es El, a buen seguro y sin duda alguna,
un Purnavatar, el Avatar pleno de esta Era de Ignorancia, el Ka-
li Yuga, el “Imperio de las Tinieblas”, como lo definió Jesús po-
co antes de ser clavado en la cruz.
Para sostener tal convicción mía dispongo sólo de la com-
petencia adquirida yendo muchas veces al lugar; de los estu-
dios de filosofía oriental y de los textos de Sai que continúo ha-
ciendo y que descubro cada vez más insondables; de la felici-
dad que siento por este encuentro, jamás experimentada en mi
vida; del estado de beatitud que confiere el encontrarse ante la
Divina Presencia de Sai Baba; del sentido de unidad y com-
prensión dirigido a todas las ideologías religiosas y todos los
hombres, hostiles, casi siempre, hasta el punto de suscitar (¡no
siempre!) ternura en su firme compromiso de oposición a una
Verdad que nunca podrá ser perdedora.
Creo que estas ventajas son el estado de Gracia que todo
hombre quiere tener y que tiene derecho a tener. Cada hombre
se preocupa por vivir feliz, por la paz y el bienestar. ser feliz no
es un delito: es un derecho sagrado, y todos estamos en el mun-
do para aspirar a ello.

Todo ser viviente desea la felicidad; no busca el dolor.


Algunos desean volverse ricos pues creen que el oro
puede hacerlos felices. Otros amontonan cosas de lujo,
otros coleccionan vehículos y todos se afanan por tener
los objetos que creen que pueden darles alegría. Mas
pocos son los que saben dónde buscar y encontrar la fe-
licidad.1

El más grave error cometido por el hombre reside en creer


que la condición de felicidad es alcanzable con medios contin-

1 La Sabiduría Suprema (Vidya Vahini), Ed. Errepar, Buenos Aires, Argentina.

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gentes, que apuntan hacia lo que no posee valor imperecedero.


Cuando se entrega el hombre al llamado de los deseos, sin po-
seer el control de los sentidos, se prepara para la desilusión y,
por ende, para un estado de sufrimiento. En cambio, cuando
está el hombre en condiciones de disciplinarse y tiene estabili-
dad en la búsqueda de Dios, conserva de modo natural la im-
parcialidad de su mente, aunque actúe en el campo de los senti-
dos y experimente en él.
Este hombre, aun dedicándose con diligencia a las propias
actividades, no se pierde en ellas y mantiene en equilibrio el
sentido de los valores; sabe distinguir entre acciones justas y ac-
ciones equivocadas; está abierto al Reino de Dios, esto es: a un
estado de conciencia en que reina el bienestar total de la perso-
na, interior y exterior.

Respecto de esta última idea, debo contar al lector un episo-


dio particularmente interesante. Cuando yo estaba en Roma vi-
no a verme cierto día un anciano y distinguido caballero, quien
me pidió una entrevista. Era un hombre apuesto y, a pesar de
que estaba próximo a cumplir los 90 años de edad, demostraba
tener 15 ó 20 menos. Fue un encuentro que duró algunas horas,
en el transcurso de las cuales me contó una larga historia que
aquí resumo.
Había sido él coronel de infantería y combatido en la Pri-
mera Guerra Mundial. Durante una feroz batalla en que peligró
su vida sintió la necesidad de elevar una plegaria. Era ateo y
hasta aquel día se había comportado como tal. Pidió a la Madre
de Jesús la gracia de salir incólume de ese conflicto. A trueque
de la gracia, prometió volver a la fe y a la práctica de la reli-
gión.
La batalla fue particularmente cruenta. Gritó el coronel a
sus soldados: “¡Al ataque, por Dios!” Encabezando su brigada,
vio caer a sus soldados uno por uno, quien silenciosamente por
un fatal disparo, quien entre gritos de dolor por amputación o
desgarro muscular. Ante este panorama se sintió muy angustia-
do: la muerte golpeaba a sus muchachos como un rayo; él los
veía irse para siempre en un instante. Tampoco él, coronel, era
indemne a los disparos de fusil, pero increíblemente, un pro-
yectil dio en la hebilla de su cinturón; otro, de refilón en su cha-
queta y otro rebotó en algún objeto que llevaba en el uniforme.

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Su camisa, que conservó como recuerdo histórico, era un ha-


llazgo de guerra ante cuya vista nadie hubiera creído en la su-
pervivencia de quien la había llevado puesta: quedó hecha un
colador.
La guerra llegó a su fin. Los sobrevivientes volvieron a su
patria y, entre ellos, el coronel también. Tornó a abrazar a su fa-
milia, contó su epopeya y todo volvió a la normalidad anterior.
Su esposa siempre le recordaba el milagro de su incolumidad y
a menudo le proponía que la acompañase a Lourdes para agra-
decer a la Virgen. Pero él difería, diciendo: “Sí, algún día ire-
mos”; y lo olvidaba luego.
Los años pasaron de prisa y, frisando el coronel en los
ochenta y cinco, su hijo médico le descubrió un tumor maligno
en el hígado. Le habló con franqueza de la enfermedad y su in-
curable y rápida agresividad. Le quedaban al coronel algunas
semanas o acaso días de vida. Pocos años antes, había perdido a
su esposa, y pensaba en su frecuente invitación, siempre desa-
tendida, de ir a Lourdes a dar gracias. Aunque parecía tarde ya,
decidió ir de cualquier modo a la minúscula ciudad bendecida
por la Virgen, y no por cierto para pedir un milagro inmerecido.
Tal fue su sentir. Y continuando su historia me dijo: “De
cualquier manera me trasladé a Lourdes, tanto para homenajear
a la Virgen María como para reavivar el recuerdo de mi esposa
y, en alguna medida, para gratificarla en el cielo. Cuando hube
llegado al santo lugar de peregrinación, me dirigí a las fuentes,
donde los enfermos se sumergen y beben el agua bendita de la
gruta. Así el vaso de agua y dirigí a Dios, tome nota: a Dios
—subrayó— esta plegaria: ‘Señor, no soy digno de obtener
una curación, ni se me ocurre pedírtela. Me he portado como
un infiel. No he cumplido mis promesas. Quiero ofrecerte mi
vida, que se acerca ahora rápidamente al final, aun por la de
uno solo de estos enfermos. Te ruego, toma mi vida y devuelve
la salud a uno de estos enfermos…’ En profunda meditación,
bebí luego el agua. Sentí de pronto como una descarga eléctri-
ca en mi cuerpo, cierto calor, y luego la sacudida se concentró
en la zona del hígado. Era una fuerza invisible que hacía vibrar
mis entrañas. Después, en apariencia, todo volvió a ser como
antes. De regreso a casa, volví a someterme a un control médi-
co y mi hijo me manifestó, con sorpresa e incredulidad, que los
análisis no revelaban ya la presencia del tumor. Se repitieron

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los estudios, con el mismo resultado. Pero lo que recuerdo con


mayor claridad es el estado de beatitud que sentía yo y que du-
ró por lo menos tres meses. Una beatitud que envolvía a mi ser
psíquico y físico también. Tenía la sensación de que mi cuerpo
experimentaba día y noche todo tipo de placer y mi mente se ha-
llaba sumergida en un estado de paz infinita”.
Me ofreció el coronel el viaje a Lourdes, porque quería dar
de nuevo gracias por mi intermedio, por tanta predilección de-
mostrada por la Virgen. El hecho de que su estado de felicidad,
sobrevenido junto con la curación, no estaba estrechamente li-
gado al área mental sino que se difundía también por su cuer-
po, es lo que de su historia afectaba de modo particular a mi
mente, habituada a juzgar que todo placer gozado por el cuer-
po es impuro y diabólico.
El estado de “Gracia” o de “Conciencia Pura de Beatitud”
no deja espacio al sufrimiento e incluye a cada sector de la exis-
tencia. Pero, ¿cómo obtener tal estado?

Todas las sagradas Escrituras y los ascetas, que las han apli-
cado a sus vidas, subrayan la importancia de frenar la actividad
de los sentidos. De este modo hace Sai Baba uno de sus más va-
lederos caballitos de batalla. Se puede decir que no existe dis-
curso en el cual no exhorte al domnio de la mente y, antes toda-
vía, de los sentidos. Gusta de sintetizar esta enseñanza en la
afirmación que sugiere repetir diariamente: “Yo no soy el cuer-
po”. Es ésta una enseñanza que se remonta a los más antiguos
textos sagrados y que ha llevado a un sinnúmero de rishi, sa-
bios y santos de toda época y región, a la realización espiritual.
Es en Oriente donde mayormente ha sido aceptado este con-
cepto, hasta el punto de ser reducidos los cadáveres a ceniza;
fiel al culto de los muertos, ha conservado empero el Occidente
costumbres que revelan el apego al cuerpo, al que no querría-
mos perder ni siquiera cuando ya ha sido irreparablemente
perdido. Nuestras bóvedas de cemento son un macabro insulto
a la tierra y el aire, además de un grotesco modo de recordar a
los difuntos. Incluso, ha sucedido recientemente que algunos
“expertos” en la mala vida hayan pedido a los deudos de los
difuntos ilustres ingentes sumas por la restitución de sus cuer-
pos. Lúgubre extorsión, ésta, ¡fundada en el conocimiento de
arraigados apegos de Occidente!

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En otros tiempos, cuando los cadáveres eran inhumanos,


pocos años eran suficientes para su descomposición y todo se
desarrollaba de modo natural: las sales, carbohidratos, grasas,
calcio, fósforo, etc., todo se transformaba químicamente y vol-
vía a su fuente —la tierra— que recibía y los reciclaba en la ve-
getación. La conservación de los cuerpos en receptáculos de ce-
mento y ataúdes de zinc, usados en la actualidad y apreciados
por la gente, que así siente que conserva cerca de sí a sus seres
queridos sin temor al proceso natural de descomposición, antes
bien: retardándolo, hace que los gases venenosos de la putre-
facción sean retenidos por demasiado tiempo, se esparzan por
el aire y sean precursores de virus nocivos. Añadir a ello los
gastos extravagantes de preciosa madera en monumentos fúne-
bres y ataúdes será suficiente para advertir lo morboso del ape-
go al cuerpo y la ambición que se ha desarrollado en nosotros
los occidentales.

Se dice que hay libertad de comer cuando se tiene ham-


bre y de beber cuando se tiene sed. Mas, ¿se puede lla-
mar libertad a esto? Están obligados a comer, para no
sentir el aguijonazo del hambre, y a beber para aplacar la
sed. En tal caso estarán tan sólo obedeciendo a leyes na-
turales: no hay libertad alguna. Sólo la felicidad corre pa-
reja con la libertad. ¿Cómo pueden obtener esa felicidad?
¿La obtendrán, acaso del cuerpo o de la mente? ¡Nada de
ello! La felicidad que brota del cuerpo o de la mente es
efímera. No habrán nacido con el objetivo específico de
usufructuar alegrías de esta clase. Llevan puesto un cuer-
po humano para gozar de la felicidad perenne.2

Nunca habla Sai Baba del sexo en forma directa, ni usa tam-
poco términos de condena o de desprecio para ello, pero tras
cada intervención, con la que enseña a refrenar la actividad de
los sentidos, supone continuamente la capacidad de gobernar
los instintos dictados por todo deseo. Si no habla abiertamente
de excesos sexuales, creo que es por una estrategia divina que
consiste en curar una enfermedad evitando hablar de ella, ya
que por el solo hecho de mencionarla se acentuará su virulen-

2 Curso de Verano 1990, XIV,12, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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cia. Sé, no obstante, que en audiencias privadas ha dado ins-


trucciones precisas a ciertas personas, sin dilación ni demasia-
das omisiones.
Puede comprobarse cómo la palabra “sexo”, no bien pro-
nunciada, evoca cierto grado de libido. Recuerdo que, en los
tiempos en que se enseñaba religión en las escuelas secundarias
—corrían los años 70 y los estudiantes romanos estaban agita-
dos de modo particular—, el aula, que se cargaba de murmu-
llos y confusión mientras se trataban temas religiosos, era de
pronto invadida de mortal silencio si se pronunciaba la palabra
“sexo” y todas las miradas iban a converger en el joven profe-
sor de collarín blanco, con la esperanza de que impartiese ex-
plicaciones pormenorizadas. Es indudable que, al hablar de ello
el Avatar en persona, se lo vive como el cuidado que presta la
madre, incluso íntimamente, a tu cuerpo, sin suscitar por ello
pensamientos libidinosos.

Muchas veces, el Evangelio de Jesús reitera la frase: “Con-


vertíos, porque el reino de Dios está cerca”. La palabra “conver-
sión” tiene el significado eminentemente moral de “cambiar de
dirección” o “inversión de marcha”. Cuando advertimos que
hemos tomado una dirección completamente equivodada, no
queda otro remedio que dar media vuelta y desandar camino.
Ahora bien, la dirección emprendida por la mayor parte de
los hombres es la de un goce inmediato, sin importar a qué pre-
cio: más vale pájaro en mano que ciento volando. Mejor, pues,
un poco de placer ya, que un paraíso prometido para cuando
hayan finalizado los sacrificios. Lo trágico es que los hombres
no encuentran tiempo para advertir que la dirección emprendi-
da es la equivocada, por lo cual, llegados al mostrador del co-
bro de impuestos al placer, interés en verdad elevado e incluso
carente del beneficio de ser una tantum, las pocas energías res-
tantes son desperdiciadas en imprecaciones o maldiciones a la
vida o al Creador.
¿Quién nos ayudará a advertir que la dirección emprendida
es la equivocada? Si nos dirigimos a París para ir a Roma, en-
contraremos señales e indicios que nos harán comprender, si no
somos demasiado distraídos, que debemos cambiar de derrote-
ro. Pero, ¿quién o qué cosa nos hará tomar conciencia de nues-
tros errores en la vida? La duda y el sufrimiento son centinelas

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que tratan de dar la alarma. La prueba del dolor (la duda tam-
bién es dolorosa) no siempre es individual sino colectiva y so-
cial a veces.
Sostienen las Escrituras que semejantes daños son conse-
cuencia de malas acciones y comportamientos desviados. ¿Qué
nos impedirá interpretar la actual difusión del HIV como una
señal de abolición de los niveles de vigilancia moral, en la vida
sexual en particular? El HIV es la enfermedad más diabólica ja-
más aparecida en la tierra: es incurable, ningún método de pre-
vención resulta confiable, su incubación es silenciosa y, cuando
se ha propagado, puede ya haber cobrado un sinnúmero de
víctimas y es fatal; en los portadores sanos, el virus puede exis-
tir solapadamente y no ser perceptible de inmediato; una labo-
riosa investigación declara siempre lo remoto de las esperanzas
de encontrar un antídoto. Todo ello se hace más peligroso aún
por la conjuración de silencio de los portadores sanos y a veces
por la perfidia de enfermos que se vengan de la propia desgra-
cia contagiando subrepticiamente a otros. Si alguien hubiese
encargado al diablo la misión de destruir a la humanidad,
¿dónde podría haber atacado éste tan certeramente sino en un
placer ambicionado en grado sumo por los hombres?
Desde los ’60 hasta el día de hoy se ridiculiza la castidad, la
morigeración en los hábitos sexuales y el pudor. Como reacción
a épocas austeras, incluso hipócritas a veces, se ha querido que-
mar en la plaza pública todo lo “tabú”, esto es: la inhibición. El
resultado de esto ha sido una libertad indómita, reclamada por
los jóvenes como derecho y concedida por los adultos como
desquite por los viejos tiempos. Han coronado el cuadro la
prensa y la televisión, ofreciendo material que contribuye a di-
fundir la desinhibición; incluso han aparecido revistas especia-
lizadas en este campo, que han derribado toda barrera de pu-
dor, sentido común y buen gusto.
¿No será el advenimiento del SIDA un índice claro —por no
decir trágico— de que la dirección emprendida estaba comple-
tamente errada? No quisiera parecer moralista en el sentido pe-
yorativo de la palabra —pájaro de mal agüero o infausto profe-
ta— pero, ¿será suficiente refugiarse en investigaciones de labo-
ratorio? ¿No sería oportuno introducir una política de preven-
ción también respecto de lo que asimilan la vista y el oído cuan-
do tienen acceso a todo tipo de espectáculo? ¿No es algo inge-

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nuo frenar una enfermedad contagiosa con el profiláctico, evi-


tando la profilaxis apropiada a los sentidos, que hacen que la
enfermedad se propague, y limitando la educación sexual a
“instrucciones para su uso”?
Ha visto alguien un aspecto positivo en la difusión del HIV:
un aumento de fidelidad conyugal o al compañero sexual o la
concubina. ¡En verdad, meritorio! Un comportamiento moral, si
lo dicta el miedo, no puede ser moral: es sólo una precaución
higiénica. La dificultad atañe también a la difusión del cáncer y
su publicidad, o al monopolio de tabacos.
Debería ser la familia la primera célula habilitada para di-
fundir alegría y prosperidad en la sociedad. Un casamiento es
una ceremonia de gran júbilo: flores, música, arroz arrojado a
los novios, almuerzos, elegancia, viajes alegres, etc. Pero, entre
bambalinas ¡cuántas causas irracionales han fomentado a me-
nudo esas nupcias! La necesidad imperiosa a veces y promovi-
da por los padres, de establecerse: “Tienes un trabajo, una posi-
ción: ¡Debes establecerte y ser independiente!” Existe además,
la puja del sentimiento que, en los años juveniles, predomina
bajo la forma de pasión. Existe una suerte de condicionamiento,
soportado en especial por la mujer y determinado por el con-
cepto que la gente abriga respecto de la soltera o el soltero. No
pocas veces intervienen en el casamiento motivos de interés
económico y financiero: es una boda de negocios. Casi como in-
misericorde sarcasmo, reserva la naturaleza una mayor carga
de amor y una fuerza superior de cohesión a las parejas que no
se casan, o sucede lo contrario, tal vez: ¿reina el amor soberano
donde ha habido sello oficial? ¿Acaso la incertidumbre de la re-
lación la vuelve gratuita y por ende duradera?
Este tipo de relación, en el caso óptimo, es poco menos ele-
vado que una pareja de leones: ¿no es más noble esa familia
que la de un primate? El cuidado deparado a los hijos por los
chimpancés es a veces más escrupuloso que en el caso de una
madre o padre humano. Por esto, con frecuencia repite Baba
que el hombre no cumple con nada especial cuando se detiene
en ataduras terrenas.

¿Cuál es la diferencia entre ustedes y los animales si só-


lo se dejan llevar por los deseos y por comer y dormir?
¿Cuál es su peculiaridad de seres humanos? Los anima-

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les no pueden discriminar…, pero si siguen comportán-


dose como si fuesen animales o pájaros, ¿qué los distin-
guirá de ellos?3

La unión de dos seres que se fundara exclusivamente en


presuposiciones materiales (entiendo por “material” también a
una relación exclusivamente sentimental), está comprometida
desde el primer instante: la pasión se apaga, el dinero va y vie-
ne, los defectos de uno exasperan al otro y viceversa, las difi-
cultades pecuniarias quiebran la armonía y el equilibrio del
afecto que puede ser cultivado con la mente serena, y los nive-
les de tolerancia disminuyen. En estas circunstancias, cada pa-
labra, aun la más dulce, se vuelve instrumento cortante o escu-
do impenetrable; todo intento de comprenderse es traducido en
tal ocasión para desarrollar un proceso de sentencias y sancio-
nes. La relación entre dos es entonces como una botella de vino
espumante en plena fermentación: se destapará con una explo-
sión, incluso si se la trata con guantes.
En plena crisis, puede uno tratar de vigorizar la pasión si-
guiendo un ideal físico con nuevas connotaciones, las incom-
prensiones del cónyuge se aplacan con la comprensión de la
nueva pareja y así sucesivamente, hasta la próxima desilusión.
Muchos matrimonios han naufragado en la ruina total, debida
en particular a la falta de la buena voluntad de reconstruir
cuando el edificio apenas estaba desmantelado en la superficie.
Otros —demasiados— han naufragado, salvando hipócrita-
mente sólo la fachada: viven bajo un mismo techo, se hacen
cumplidos y arrumacos en público, mas están efectivamente se-
parados, sin intereses comunes o con intereses directamente
opuestos, sin diálogo y sin comprensión humana. Incomunica-
ción total. Creo que es preferible una separación civilizada an-
tes que este tormento de imposiciones.
El objetivo de una vida común es el de mejorar el propio ca-
rácter a través de una vida de relación. Es en la vida de relación
con otros, en efecto, donde mejor puede verse uno a sí mismo y
verificar con mayor honestidad y una serie de indagaciones las
metas alcanzadas, las derrotas, los trabajos en curso y las técni-

3 Mother Sai, Boletín bimestral, 6/26 (1992), pág. 34, Mother Sai Publications,
Milán, Italia.

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cas para llevarlos a buen fin con éxito. Todo otro entendimiento
en el matrimonio —físico, material o asistencial —surge por sí
en forma espontánea, cuando la premisa de la unión se funda
en la voluntad de alcanzar el bien común con amor.
En definitiva, los supuestos para un matrimonio estable e
indisoluble radican en la calidad de los intereses compartidos
por los cónyuges: la relación que se basa en motivaciones efí-
meras, será efímera.

La vida familiar, Dharma primero para la mayor parte de la


humanidad, se desarrolla por lo general con hijos. No escapará
al buen observador cómo el carácter de los hijos es el resultado
y la síntesis de la relación vivida por los padres. Donde reina la
armonía, crecerán hijos serenos, dulces y armoniosos. Donde
hay tensiones frecuentes, los hijos serán neuróticos y pletóricos
de dificultades. No obstante, el diagnóstico no siempre es tan
fácil, por cuanto los influjos recibidos por los jóvenes no provie-
nen exclusivamente de su ambiente familiar.
La armonía y la falta de ella son como la música: vibracio-
nes que no se detienen exclusivamente en el oído, sino que lle-
gan al corazón. Escapan ellas del dominio que refrena los senti-
dos, pero dejan una huella en el cuerpo endeble de todo ser. El
aire que se respira en un ambiente en que reinan la tristeza y el
dolor no es cosa que se perciba sólo ante la presencia de quien
emite dichas vibraciones; también se advierte cuando no queda
nadie allí. Es, sin duda, fácil percibir en forma inmediata un
sentimiento de alegría o incomodidad ante la presencia de per-
sonas jocosas o tristes. Quien está “estresado” y neurótico per-
turba el equilibrio de un ambiente y pone incómodos a todos.
¿Nunca les ha sucedido de asistir a una pelea estando sentados
a la mesa? ¿Cuánto apetito les ha restado? ¿Pueden estar senta-
dos a la mesa cerca de alguien que demuestra enfado?
En las familias comunes, la causa de desarmonía es a menu-
do trivial: el aumento del costo de vida y los gastos excesivos.
Es el dinero en gran parte el argumento al que se sacrifica la ar-
monía que podría imperar en una casa. Los hijos se hallan en
medio de las discusiones y para no tener que presenciarlas, aca-
ban pasando buena parte de la jornada fuera de casa, lo cual
trae luego otros trastornos a la familia. Los hijos jamás gustan
de las discusiones de los padres, aun si ellos mismos pelean en-
tre hermanos.

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En otros casos, son conflictos generacionales los que siem-


bran la discordia en una familia. El estilo del peinado o del ves-
tuario constituyen a menudo motivo de acrimonia, pero detrás
de un melenudo puede hallarse un alma buena y generosa, así
como un individuo de cara lavada puede ocultar deshonesti-
dad e hipocresía en su seno.
La mayor parte de los padres se preocupa por brindar a sus
hijos una posición o un título rentable. Todos tratan de adecuar-
los a una sociedad a la que incluso desprecian. En realidad, el
principal deber de un padre-educador debería ser el de orientar
a los hijos hacia una visión global de la vida, a comprender sus
porqués y sus finalidades y a vivir rectamente los principios
que nacen como fruto de la búsqueda de la Verdad. Respecto
de este punto, también tiene Sai Baba conceptos firmes:

El sistema actual de instrucción da importancia al desa-


rrollo del nivel de inteligencia, desconociendo el valor
de las virtudes. ¿De qué les servirán su inteligencia y ca-
pacidad si faltan buenas cualidades? ¿A qué conservar
diez acres de tierra estéril si no pueden cultivarlos? Si,
en vez de poseer tres títulos o cuatro, tuvieran uno solo
que hacen fructificar en la práctica, habrán realizado ya
la mitad de la obra incluso con un terrenito.4

Esto no quita que deba tenerse en cuenta la profesión y la


posicion futura, mas es cierto que por lo general existe en las
familias una monstruosa desproporción entre intereses de or-
den material y necesidades espirituales. Todo intento de con-
ducción de una familia que se aleje de la finalidad primigenia
por la cual la familia se justifica —esto es, vivir conforme a la
verdad y la justicia— hace que la relación con los hijos fracase
tarde o temprano, pese a cualquier cosa que por ellos se haga.
En efecto, no son menos frecuentes las separaciones entre pa-
dres e hijos que las conyugales, y la sed de espiritualidad que
tienen los jóvenes, a menudo no se apaga con los cuidados ex-
teriores de sus padres.
Si bien la religiosidad de los hijos y su madurez espiritual
puede ser influida sobremanera por la actitud de los padres, és-

4 Discursos 1988/89, XXXI,34, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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tos no desempeñan un papel determinante en el cuidado espiri-


tual de la prole. De padres indiferentes o francamente hostiles a
la religión han nacido espíritus como San Agustín, San Francis-
co y Santa Catalina. Y tomando en cuenta estos ejemplos histó-
ricos siento necesidad de ponerme del lado de los progenitores
para desacreditar la frecuente atribución de responsabilidad en
caso de fracaso en la educación de los hijos.
Los hijos no son propiedad de los padres, en sentido relati-
vo ni absoluto. La prole no pertenece a quien la ha procreado,
ni a quien durante años la ha mantenido o educado, puesto que
el nacimiento, crecimiento y mantenimiento de ella son un de-
ber natural y un derecho de quien ha venido al mundo. La edu-
cación no habilita a un padre a jactarse de ejercer todo derecho
sobre el hijo, por cuanto educar significa educere, esto es: sacar a
luz el mejor patrimonio existente en esa alma. Las parejas de
cónyuges a menudo caen en el error de esperar con ansiedad
un hijo, al que quieren tener a su imagen y semejanza; desean,
incluso, determinar su sexo y caracteres somáticos antes del na-
cimiento. Crecido el vástago, los padres lo querrían con el ca-
rácter soñado, dedicado a tal profesión y casado con determina-
da joven. En cambio, tras el permiso inicial dado con la concep-
ción (¿Ha sido en verdad un permiso?), ya no les pertenece: cre-
ce con temperamento propio, innato y heredado de vidas pre-
cedentes y otros progenitores; con naturaleza señalada por
idiosincracias y tendencias buenas y malas. A pesar del afán ex-
travagante de reconocer a toda costa en dichas inclinaciones
una herencia paterna o materna, ese niño es completamente sui
generis. Podrá ironizar el padre acerca de los defectos del hijo,
diciendo: “¡Es igual que su madre!”, y podrá su madre en cier-
tas ocasiones decir lo mismo, mas ese niño es un producto ori-
ginal, que ofrece una proporción limitada de condicionamiento
o presentará, con todo, reacciones insospechadas a los condicio-
namientos que se le han infligido.
Debería ser esta una buena lección de la naturaleza, que en-
seña a ejercer la maternidad y paternidad como si fuesen he-
chos temporarios. Los hijos son otorgados “en préstamo” y
pueden ser “recobrados” en cualquier momento. Nadie puede
reclamar nada cuando la hermana Muerte llama a la puerta pa-
ra retirarlo —dicen los seres humanos— “prematuramente”.
No pocas veces, esas partidas están destinadas a almas madu-
ras ya y listas para iniciar otro ciclo de mayor compromiso.

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Si los padres fueran conscientes de su verdadero papel y tu-


vieran bajo constante dominio el grado de apego que desarro-
llarán a lo largo de la vida, creyendo ser en verdad sólo admi-
nistradores que deben toda lealtad al Dueño, comprenderían
que el único y verdadero deber hacia sus hijos no puede ser
otro que el de instilar los valores fundamentales, con cuya ad-
quisición sus hijos se dirigirán menos arduamente hacia la Vida
“eterna” e ininterrumpida. Comprenderían los padres entonces
el valor de la honestidad, la lealtad, la tolerancia, la separación
de las cosas materiales, el respeto por las ideas ajenas, el amor
universal proyectado en todos los seres vivientes y no vivien-
tes, porque sabrían que son el único patrimonio incorruptible y
duradero que pueden dejar a sus hijos. Por desdicha, el engaño
de los bienes materiales está tan bien ideado, que a menudo se
llega al final de una existencia con la solitaria preocupación de
dejar a los hijos bienes muebles e inmuebles, en el intento de
ser uno un padre memorable.
Cuando un padre enseña a su hijo que para ser adulto es
necesario redimensionar el propio “yo”; que el sentido de
“mío” (muy declamado en las primeras frases de los niños) de-
be desaparecer; que la propiedad tiene valor transitorio; que los
propios horizontes sociales se deben ensanchar; que cada uno
tiene derecho a expresar las propias ideas y que deben ser res-
petadas todas ellas; pues bien, ese padre está cumpliendo un
verdadero acto de culto. Es él religioso en verdad, incluso si no
participa en liturgias públicas y confesionales.
Quien les habla —¡ay de mí!— puede servirse sólo de teorí-
as, y se disculpa si ha cedido a la tentación de tocar una proble-
mática familiar que sólo ha vivido por experiencias indirectas y
no como padre físico de una prole. Quiere el escritor dirigirse
de cualquier modo a ti, querido papá, y a ti, mamá: no te adju-
diques responsabilidades que no tienes. Cuando has hecho to-
do lo que has podido para que tu hijo crezca en virtud, has
cumplido con tu Dharma de padre y has apoyado a la ley mo-
ral que te ha situado en ese papel. Nada mejor has podido ha-
cer. Si los resultados son decepcionantes o bien arrebatadores,
confía en el Señor, porque Suyos son los frutos. Nada ni nadie
es tuyo, ni tu esposa, ni tu esposo, ni tus hijos. Si dejas todo a
Dios, ¡allí hay regocijo perfecto! ¿Te parece este proyecto morti-
ficante?

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¿Quién puede considerarse feliz? Cuando Sai Baba encuen-


tra a alguien que pide ser librado de sufrimientos, aquél dice
tal vez: “Happy, very happy!”: Feliz, muy feliz. No, no es un
chiste de mal gusto hecho por el Avatar. Asegura El que ese es
el camino supremo hacia la felicidad. Cuando la vida se torna
dura, ha llegado el momento de que inicie Dios Su labor y,
cuando Dios pone manos a la obra, el resultado será invariable-
mente de una intensa alegría. ¡Con sólo saborearla deberíamos
ser siempre felices! ¡Pero cuánta miopía en nuestra visión y
cuánto dolor nos acarrea ella!

La alegría es importantísima para alcanzar la santidad;


es uno de los mayores portales a la Divinidad. El no es-
tar contento no sólo es un error, sino que es el más gra-
ve entre todos. Constituye una barrera a la Realización.
En su mayor parte, la gente está descontenta a causa de
insatisfacciones materiales, apegos y goces no vividos y
excesivo interés por el mundo.5

Las bienaventuranzas evangélicas muestran a las claras


cuán opuestos son los criterios de felicidad manifestados por Je-
sús a los enseñados por el mundo. Pocos son quienes en este
mundo juzgarán como buena suerte y bienaventuranza el ser
pobre, afligido por la calamidad, manso, perseguido por la justi-
cia, injuriado, calumniado, etc. Una persona que resumiese en sí
estas condiciones, suscitaría aguda conmiseración. Nadie diría:
“¡Dichoso de él!”, de alguien que gozara por lo menos de una
sola de las ¡“bienaventuranzas”! Por el contrario, en lengua ita-
liana se dice en solfa que es “beato” (feliz) quien sea rico, muje-
riego y pendenciero, cuando alcanza uno de sus objetivos sin
importarle a qué precio, o cuando no permite que lo sometan o
está rodeado de placeres y es honrado y temido por todos.
Realización, en el lenguaje del hombre común, significa
acumulación de bienes sustanciales y satisfacciones y una sóli-
da posición de poder; en el lenguaje del hombre espiritual, rea-
lizarse significa, en cambio, llegar a la consumación del deseo
de Dios. El momento final de la vida distinguirá a ambos: el
primero, como perdedor que es, quiere vivir para gozar de nue-

5 Coloquios, XX,2, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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vas eventualidades y coyunturas, y lamentará morir; el segun-


do acatará el llamado del dios de la Muerte con la satisfacción
de haberse trabado en combate en aras del bien y salido vence-
dor.
El beato del Evangelio elige naturalmente nadar contra la
corriente, sendero arduo, pero también aventura que colma de
alegría, por ser sugestiva y llena de emociones como la excur-
sión a la isla del tesoro. Si no eres feliz con ello, el resto de tu vi-
da será malogrado por la tristeza y el fracaso. En la película La
Historia Infinita hay una escena en que el caballo blanco del jo-
ven explorador de Phantasia se hunde y muere en las aguas le-
gamosas de un estanque a causa del ascendiente que ha tenido
la tristeza sobre él.
Una lección para no olvidar, incluso en la vida real.

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Capítulo XI

El Dharma de la Religión

E
n toda época ha tocado a la religión el deber de regular
las costumbres de los pueblos y sugerirles el mejor mo-
do de vivir con felicidad y alcanzar el objetivo último:
la realización espiritual. Intuyendo los profetas la voz
de Dios y personificando a la misma Divinidad con el uso gra-
matical de la primera persona, han alzado su grito en favor de
los pobres, los necesitados y los sin techo.
La moderación y el comportamiento moral que se han de
demostrar en toda circunstancia, son objeto de un sinfín de po-
esía épica, literatura mística e historias extraídas de diversas es-
crituras sagradas, desde los Vedas hasta el Vedanta, de las Upa-
nishad al Mahabharata, desde el Canon Budista hasta los di-
chos de Confucio, del Talmud hasta la Biblia y el Corán, y así
sucesivamente.
Los Diez Mandamientos encierran, por ejemplo —en nues-
tra opinión—, una enseñanza aún primitiva: un solo Dios, el de
Israel, las fiestas de precepto, no matar, no robar, no desear…
Por desdicha, el hecho de que se trate de mandamientos origi-
narios no nos autoriza a declararlos superados, desde el mo-
mento en que el hombre de hoy sigue afligido en gran medida
por los males denunciados en el Decálogo. Mas lo cierto es que
no sirve recomendar a un ser evolucionado en lo espiritual que
no defraude a su prójimo, que debe recordar a Dios y, menos
aún, que no ha de matar.

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Amor, sacrificio, misericordia, moralidad, integridad, y


cualidades semejantes son elementos comunes a todas
las religiones. Si bien de modo distinto, todas éstas han
tratado de promover la unidad en la diversidad.1

Un episodio evangélico —el del joven rico que, por excesi-


vo apego a los propios bienes, rehúsa la invitación de Jesús a
seguirlo— nos recuerda que, además de la base moral primiti-
va, existe también un camino de perfección que supone la supe-
ración de los Diez Mandamientos. Ese joven, habiendo pregun-
tado qué debia hacer para ganar la vida eterna, obtuvo de Je-
sús, como respuesta, la lista de los Mandamientos mosaicos, in-
tegrados en los dos Mandamientos del Amor: ama a Dios de to-
do corazón… ama a tu prójimo como a ti mismo. “Siempre he
obedecido a estas cosas”, responde el joven rico al Maestro. En-
tonces —nos refiere el evangelista— tras haberlo mirado inten-
samente, Jesús sintió por él inmensa estima y le sugirió que re-
nunciara a todo y Lo siguiera.2
En esta página del Evangelio se advierte con claridad cuál
es el deber de una religión y cuántos los niveles contemplados
por ella. Existe, en efecto, una religión de la masa, constituida
por la simple observancia de una ley natural y algunas reglas y
ritos, pero también existe la religión de quien quiere dar lo má-
ximo y apuntar a la entrega total de sí: tal es el objetivo último
de toda religión.

La enseñanza de Sai Baba tiende a la superación de la me-


diocridad que se ha originado en la conciencia de los indivi-
duos que se conforman con una mínima observancia de los
Diez Mandamientos. Claro testimonio de ello es el hecho mis-
mo de insistir El en la Unidad de la Fe en todas sus formas y en
la realidad básica que diferencia a cada ser y que, por ende, no
justifica las diferencias originadas en las distintas religiones.
Sai Baba declara que “son pocos quienes tratan de com-
prender el sentido profundo de la religión”.3

1 Mother Sai, Boletín bimestral 3/23 (1992), pág. 4, Mother Sai Publications,
Milán, Italia.
2 Evangelio según San Mateo 19,16-22.
3 Idem nota 1.

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Por cierto, no es fácil observar todos los Mandamientos a la


perfección, en especial si se los considera en su significado pro-
fundo. Son muchos quienes continúan creyéndose buenos cris-
tianos porque no han matado a nadie, ni robado de modo escan-
daloso, ni mentido gravemente, ni tampoco faltado a la misa en
fiestas de precepto. Frente a un examen de conciencia sutil, esta
gente podría descubrirse errada, en especial si se cuida de mini-
mizar las faltas cometidas justificándolas como picardías.
“No matarás” no es aclarado y por lo común se interpreta
tácitamente como a “seres humanos”. Pero si, además de seres
humanos se sobreentiende toda clase de vida animal, ¿cuántos
son los que pueden considerarse inocentes? Y… ¿cuántas sus
mentiras dichas, sostenidas y difundidas? ¿Cuántos los actos en
que sustraemos ilícitamente algo de otro, cuántas veces con una
maniobra en una playa de estacionamiento rayamos el coche de
al lado sin sentirnos siquiera en la obligación de dejar por lo
menos una nota para reparar el daño? ¿De cuántos actos de co-
rrupción somos capaces, sin hablar de verdaderas extorsiones?
¿Ser atento con un funcionario de la Dirección General Imposi-
tiva es un simple gesto de cortesía que tendríamos para con
cualquiera, o bien amago de corrupción?
Si nos detuviésemos a analizar la célebre frase evangélica:
“Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”,
la mayor parte de nosotros se sentiría en falta grave tanto con
César cuanto con Dios, porque a uno tratamos de quitarle y
esconderle siempre y al otro no hacemos más que pedirle para
obtener.
Nuestras prácticas morales nos han inducido a considerar
que entre los deberes para con Dios y los deberes para con la
sociedad reina una diferencia abismal. A menudo se oye decir
al hombre común: “Una cosa es la religión y otra, los hechos”.
Esto ha incitado a quienes se consideran buenos cristianos por
su asistencia dominical a la Santa Misa (Comunión incluida), a
perpetrar verdaderos delitos contra la economía del país. Los
partidos politicos han adoptado el sistema de la comisión confi-
dencial como compensación lícita de las necesidades del parti-
do y sus afiliados. Ahora bien, si se juzga normal esta perver-
sión de la ética, no escandalizará el hecho de que el partido que
se define como cristiano y es sustentado por hombres influyen-
tes de la Iglesia, se haya manchado con delitos de esa suerte en
forma generalizada.

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Pero busquemos otro ejemplo, cercano al hombre común.


Incluso las personas más religiosas (en el sentido de ser buenos
concurrentes a la iglesia) consideran normal y legítimo el acto
de defenderse de las imtemperancias de la ley, evadiendo el pa-
go de impuestos. Los italianos, fantasiosos como lo somos, he-
mos hallado muchos sistemas para escapar, por lo menos en
parte, de la trampa de los impuestos: declaraciones de réditos
que son como valijas de doble fondo, facturas con importe fal-
so, registradores de caja homologados, pero provistos de un in-
terruptor para desactivar la grabación, manejo de leyes que
permiten gozar de privilegios especiales sin tener derecho a
ellos, y títulos inmobiliarios a nombre de terceros.
La objeción común parece ser persuasiva en extremo: en un
estado corrupto, si no te defiendes declarando réditos inferiores
a lo real, serás a tu vez agredido y devorado por un fisco que,
habiendo incluido tu astucia en el presupuesto, te incrementará
la recaudación, demostrando no creer para nada en lo que de-
claras. En suma, en los cálculos del legislador está incluido el
fraude del ciudadano, que se da por descontado. De este modo,
el hombre honesto será el menos afortunado. Recuérdese que el
presupuesto de los supermercados incluye en los precios de la
mercadería, una indemnización por el elevado porcentaje de
hurto.
La tentación de adecuarse al estilo del hurto no resuelve
por cierto el problema, sino que lo estimula. Es éste un mínimo
ejemplo de cómo las consecuencias kármicas en una colectivi-
dad pueden ser agravadas o mejoradas por el individuo: si la
mayor parte de los individuos se esfuerza por reaccionar frente
a la moda del birlar, el nivel general mejorará; si los más se de-
salientan y, por no tener un correctivo inmediato, ceden a la
tentación de dárselas de listos, la máquina social tendrá que de-
fenderse aumentando los sistemas de compensación.
Por lo demás, se debe prestar atención al significado de
“dar a Dios”: si Dios está en todo y en todos, ¿no constituye un
robo a El mismo el robar al prójimo? Mas los hombres no tienen
tiempo para pensar en estas “bagatelas”… Lo importante es
santiguarse cada tanto, ir a misa, ponerse de rodillas ante un al-
tar tras haber dejado una limosna en el cepillo o haber encendi-
do una vela a la Virgen, y luego, estando ya fuera… ¡la ley cam-
bia! Allí oiremos o diremos cosas como: “¡Qué asco esta socie-

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dad! ¡Qué vergüenza este gobierno! ¡Todos los gobernantes de-


berían estar entre rejas!”
No advertimos, en cambio, que somos nosotros los verda-
deros imputados, que el gobierno es ladrón porque nosotros so-
mos ladrones, que la sociedad carece de moralidad por ser in-
morales nosotros y que la Iglesia es hipócrita porque nosotros
somos hipócritas.
Podemos decir que, en el código moral primitivo contenido
en los Mandamientos, figura lo mínimo para reprimir los fu-
nestos efectos del egoísmo. Lo máximo depende de la concien-
cia de cada uno, en especial de la sensibilidad de hombres de
autoridad al análisis y el estudio de las enseñanzas morales im-
partidas por las escrituras. Es obvio que la moral que surge de-
las revelaciones divinas no tiene medida idéntica para todos. Si
bien en el mundo son iguales en su fundamento, las religiones
varían en su aplicación, según la cultura y tradición en que es-
tán insertas. Los hindúes consideran violento el modo de ali-
mentarse del carnívoro; los musulmanes juzgan pecaminosa la
consumición de carne de cerdo; los católicos son omnívoros, ex-
cepto los fieles escrupulosos en los días de cuaresma. Permite el
Islam tres esposas; entre los hindúes, hasta poco tiempo atrás,
la fidelidad conyugal requería el heroísmo de la viuda, quien se
debía arrojar a la pira del difunto; los cristianos proponen la
monogamia y confiesan, por consiguiente, sus pecados de adul-
terio, con el propósito, no siempre cumplido, de evitar la próxi-
ma ocasión de pecado.
Todo esto demuestra que tanto las religiones como los indi-
viduos tienen un nivel propio de evolución y la religión católica
no escapa, por cierto, de esta ley; es probable que ni siquiera es-
té entre las de avanzada. Es obvio que “como en lo alto, así en
lo bajo”: señalo que la religión es como un gobierno y refleja
con exactitud el nivel de conciencia de sus adherentes.
La “religión” considerada por lo común como un conjunto
de hábitos y enseñanzas que tienden a inducir al aspirante a
una vida de perfección, refleja la “religiosidad” del pueblo que
la sigue. Por lo general, la religión sigue a la religiosidad, pero
la religiosidad no sigue necesariamente a la religión. Puede, en
efecto, un individuo disociarse de una institución religiosa que
representa la religión de un pueblo, para responder plenamente
a las exhortaciones y mandamientos propuestos por aquélla.

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Para ver mejor una estructura religiosa es a veces necesario to-


mar distancia como ocurre en un territorio en que pueden verse
ciertos surcos de civilización prehistórica y descubrirse allí te-
soros arqueológicos, si se sobrevuela la zona.
Tiene la vida religiosa gradaciones distintas en cada uno de
nosotros, tomados individual y colectivamente: los consejos de
un maestro pueden ser a veces cualitativamente inferiores a las
elecciones del discípulo. Por esto, la religión que quiera ser dig-
na de tal nombre, deberá inducir al hombre a hallar su realiza-
ción en una plena conciencia de la propia Realidad Divina y
una vigilancia total, para alcanzarla; debe lograr que se anhele
lo máximo de cada aspiración y no detenerse en la simple ob-
servancia exterior de las normas. Es propio de una mente mez-
quina el limitarse a la observancia de un código, porque esto re-
vela avaricia en el uso de los propios talentos y deja abierta la
posibilidad de defraudar a la ley mediante subterfugios de toda
índole.
Es finalidad principal de toda religión la de difundir Ver-
dad y Justicia en el hombre.

Deberían progresar en el amor de la nación, el amor de


Dios y el de su Justicia.4 No hay Dharma más elevado
que la Verdad y ninguna verdad es más elevada que el
Dharma. Verdad y Justicia son inseparables e interde-
pendientes.5

El hombre se vuelve religioso cuando nace espontáneamen-


te en su corazón la ley moral, que sólo puede fluir, de modo
perfecto, de la sensibilidad de quien ama su búsqueda. La meta
se alcanza en forma gradual: primero surge el conocimiento de
que algo, en uno mismo y en el mundo, no funciona como es
debido. De la insatisfacción —consecuencia natural de semejan-
te descubrimiento— nace el deseo de una búsqueda en pos de
la solución definitiva. La búsqueda va intensificándose hasta
volverse eficaz y firmemente orientada . De ella brota el conoci-

4 Justicia es, en este contexto, “el conjunto de las virtudes, por el que es bue-
no (justo) quien las tiene”. No han de confundirse esta acepción y la acep-
ción corriente de justicia como “equidad” (N. del T.).
5 Curso de Verano 1990, XIV,23, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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miento de la acción que resultará apropiada para alcanzar su fi-


nalidad.
En toda época, las religiones han enseñado a los hombres a
prestarse ayuda recíproca en momentos de necesidad; todo es-
to, sin olvidar, empero, la propia dimensión espiritual; vale de-
cir, sin faltar al compromiso de ser “la sal de la tierra y la luz
del mundo”.
Durante milenios, el mensaje de las religiones ha sido reci-
bido, aunque parcialmente, por quienes gustan de comprome-
terse a elevar las condiciones físicas del mundo. Sería ello sufi-
ciente para dar también alivio espiritual a la humanidad que
—como dijo Sai Baba de Shirdi— no puede dedicarse a la bús-
queda de Dios con el estómago vacío. Pero gran parte de la
asistencia social y la ayuda prestada a los pueblos indigentes
termina siendo neutralizada por el propósito expansionista de
las naciones que aportan la ayuda, los intereses políticos y eco-
nómicos, en suma: por el devastador egoísmo humano.
De hecho, en las condiciones actuales no ha encontrado aún
el mundo el camino de la paz, la justicia, la equidad, la igual-
dad y el respeto por los necesitados físicos y mentales. Esto in-
dica que el despertar de la conciencia humana tarda en hacerse
notar y el nivel general de la humanidad no resulta superior al
de los animales. Pensemos en el salvamento operado por delfi-
nes o ciertos perros —amaestrados, desde luego— en condicio-
nes de llevarlo a cabo con diligencia y abnegación tales, que no
tienen nada que envidiar al hombre.
Si el hombre, tras tantos siglos de exhortación a cuidar de
los pobres en lo físico tanto como en lo espiritual, a duras penas
ha logrado salir de condiciones burdamente piadosas, y esto
sólo limitadamente, en ciertos países del planeta, y si son de-
masiados aún los pueblos que viven en condiciones de indigen-
cia absoluta, tales hechos significan que el oído prestado a los
consejos evangélicos ha sido sordo y que las religiones no han
tenido el éxito merecido y esperado. ¿Cuál es el motivo de tanta
renuencia al verdadero progreso?
¡El progreso! He aquí una palabra con que muchos se llenan
la boca. En el campo tecnológico y cientifico, el progreso osten-
ta una aureola de gloria, si se descuenta el implícito riesgo de
catástrofe. Si tanto es el progreso, ¿por qué tan modestos son

157
158

los resultados? Diría Horacio: Parturiunt montes: nascetur ridicu-


lus mus: “Parirán los montes y nacerá una ridícula ratita”.
Cuanto realiza el hombre es producto de su pensamiento; y
el pensamiento es, a su vez, producto de su cerebro o, mejor di-
cho, de su mente. De mentes buenas nacen pensamientos bue-
nos, así como “un árbol bueno produce buenos frutos”, y una
mente corrompida dará frutos venenosos o no los dará en abso-
luto. ¿De qué datos puede deducirse la bondad de una mente
sino de su aptitud para resolver los problemas del hombre? No
los miniproblemas, sino el problema principal, el que atañe a la
esencia misma del hombre: esa es la meta de toda elaboración
mental. Cuando la mente logra, tras haberse vaciado del todo,
dilatarse hasta el punto de reflejar la Realidad, entonces tendrá
títulos para resolver cualquier otro problema, en detalle. Es
pues, la escala “gnoseométrica”, la gama de luz que puede
emanar de una mente, lo que determinará el éxito de toda ac-
ción y toda opción, o su fracaso.
El cerebro humano ha tenido un incidente del que no logra
reponerse aún: durante milenios ha sido educado para la mag-
nificación del ego: nacionalismos, racionalismos, educación ba-
sada en la competencia, deportes fundados en la agresión y eli-
minación del adversario, etc. Ciertas corrientes de psicología
han querido explicar este fenómeno como estímulo normal del
aprendizaje y el crecimiento. Pero, de hecho ¡no ha crecido el
hombre con semejantes estímulos! Ha cambiado y refinado los
instrumentos de su poder y de su odio: solía arrojar a los disi-
dentes a una palestra de osos hambrientos, mil años más tarde
a una hoguera y hoy actúa ejerciendo sutil presión moral sobre
las mentes para condicionarlas a una única opinión contra
quien no está de acuerdo con él y aislándolo con el método
siempre eficaz de la calumnia, transformado ahora en única
forma de supervivencia. Una institución que se reduce a calum-
niar o anatematizar para subsistir, a buen seguro ha llegado al
final de su existencia, considerando que la vieja táctica ya ha si-
do desenmascarada y es considerada obsoleta por el hombre de
conciencia.
Antes de aprender la lección de “verse a sí mismo en los de-
más” y de amarlos, el hombre ha aguzado el instinto de “verse
a sí mismo como otro”, distinto de todos. En toda elección, exi-
ge instintivamente la conservación, el crecimiento y la expan-

158
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sión del propio ego. También en el campo religioso tiende el


hombre a que la religión sobreviva y a utilizar a la religión mis-
ma como un medio de expansión del ego. Por esto piensa en la
religión propia como la más justa, la única verdadera e idónea
para ser maestra de las otras.

Todas las religiones han destacado en sus enseñanzas


fundamentales las mismas verdades, pero pocos son
quienes tratan de comprender el sentido profundo de su
religión. Partiendo del sentimiento mezquino de que la
propia es superior e inferiores las creencias ajenas, los
fieles de las distintas religiones se llenan de odio contra
los seguidores de otras y se comportan como demo-
nios… Todos deberían llegar a la idea de que la verdad
esencial es una sola para todas las religiones.6

Los seres humanos responden al llamado religioso de dis-


tintas maneras, conforme a tonos y gradaciones varios en su
valor y contenido. Cuando se dice que en la India hay castas y
que los grandes hombres como Gandhi y otros santos contem-
poráneos han tratado de eliminarlas, no se tiene en cuenta, a
menudo, la confusión que se crea en torno de un lenguaje en
particular. Quiero decir que no cabe hablar de eliminación de
castas en el sentido de que se pueda ver a la sociedad aplanada
a un solo nivel, porque en el mundo esto no ha sucedido aún. Si
en verdad hubiese sucedido, eso habría sido equivalente a la re-
volución total y la conversión del género humano. De hecho, los
hombres se distinguen por clases. La lucha por la eliminación
de castas atañe, por ende, a dejar atrás a un modo discriminato-
rio de seres humanos y colectividades que, por dignidad y me-
tas, son idénticos a quien les da trato de inferioridad. Tal dife-
renciación proviene de la naturaleza y el comportamiento del
discriminador y el discriminado.
El mismo Baba ha declarado que no deben existir distincio-
nes entre las castas, por cuanto el problema de la diferencia na-
tural entre los hombres se debe esencialmente al carácter de las
personas.

6 Idem nota 1, pág. 7.

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160

Ciertos árboles, como el del pan, dan fruto desde la raíz y


hacia arriba hasta la rama más alta. ¿Es acaso el fruto cer-
cano a la tierra distinto del de la cima?, ¿o de distinto sa-
bor? Por cierto, hay entre ellos algunos que son más tier-
nos o menos, más maduros o menos y por esto más o me-
nos dulces: es lógico. Pero jamás se hallará que los de la
base sean amargos, agrios los del medio y dulces los de
la cima; verde, tierno y maduro sólo son tres momentos
de la evolución del fruto, son características transitorias.
De modo análogo se han formado cuatro castas, que son
cuatro características —cuatro cualidades— de los gu-
nas. También los hombres deben ser considerados como
frutos de un mismo árbol, divididos en los cuatro gru-
pos de distintas características; maduros, tiernos y ver-
des, según su grado de desarrollo, que se manifiesta y
es juzgado a través de sus acciones y carácter. Aquéllos
en cuyas acciones y carácter predomina la cualidad sát-
vica son clasificados como brahmanes, que progresan en
el sendero hacia Dios; aquéllos en quienes predomina la
cualidad rajásica son ciertos kshatriyas; estas clasifica-
ciones se han basado en las cualidades del carácter y
ninguna otra cosa. (…) Incluso habiendo uno nacido su-
dra, puede adquirir la cualidad de brahman, a través
del esfuerzo de orientarse hacia Dios y la disciplina es-
piritual; y uno que ha nacido brahman podrá ser un su-
dra si nada hace para acercarse a Dios.7

Para dar ulteriores explicaciones, me trasladaré al interior


del problema con algún detalle. No se puede decir que el egoís-
mo humano sea un fenómeno excepcional; tiene sus manifesta-
ciones, antes de llegar a su desaparición total, ciertos niveles
que se pueden agrupar en cuatro fases.
Existe un primer nivel —el más burdo— y es el de quienes
sólo piensan en sí mismos, en términos individuales y limita-
dos. Es el caso de quienes se dicen: “Cuando estoy bien, mis
problemas han acabado”. Usan estos del propio dinero exclusi-
vamente para sí y del dinero ajeno para poner a otros en difi-

7 La Senda del Conocimiento (Jñana Vahini), Ed. Errepar, Buenos Aires, Argentina.

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cultades financieras. No piensan en las necesidades de la fami-


lia y descartan toda responsabilidad hacia ella. Es el máximo
del egoísmo, donde el único interés está dirigido a la satisfac-
ción de las necesidades y apetencias del propio cuerpo.
Un segundo nivel está constituido por quienes han extendi-
do el propio interés a su núcleo familiar. Hay en ellos un poco
menos de egoísmo, pero es suficiente para que estén concentra-
dos en que todo bien fluya sólo hacia los del propio apellido,
grupo étnico y familia. Por fortuna ya no piensan sólo en la sa-
tisfacción de sí mismos sino también en la de sus allegados; co-
rren, tal vez, el riesgo de identificar y llevar el propio “yo” a los
miembros de la familia, a quienes defienden encarnizadamente.
Están listos a proteger la esencia de su grupo como si el resto
del mundo fuese un enemigo a quien hay que vencer, porque el
bienestar de la familia corre riesgo. Su trabajo, su cuidado y di-
nero no pasan el límite de su vivienda.
El tercer nivel es el de quienes han extendido su interés a la
vida social. Entre éstos pueden mencionarse a gobernantes, ma-
gistrados, empresarios, sindicalistas, médicos, enfermeros y
asistentes sociales, a condición de que su actividad no sea de-
sempeñada sólo para enriquecerse, y en tal caso recaerán en el
primer nivel. Este particular momento histórico no es, por cier-
to, favorable a que se piense bien de un gobernante; mas es un
hecho que el político nace con la vocación de interesarse en la
res publica, dejando a un lado las perversiones que lo arrastran
luego a la decadencia. Cuando el político es bueno, la sociedad
progresa, como en el caso de todos los que han sacrificado la
propia vida por elevar la condición social y la justicia en su tie-
rra. Ocuparse de la sociedad o la nación requiere, a buen segu-
ro, un nivel superior al limitado a sí mismo o a la propia fami-
lia. El buen gobernante, además, mientras atiende a la nación,
no descuida a la familia, célula primera del complejo al que de-
dica su vida.
Un último nivel es el de aquéllos a quienes ya no interesan
las cosas del mundo y sienten natural dedicarse exclusivamente
a una búsqueda espiritual. Tratan de superar éstos su naturale-
za inferior, no van en busca de los placeres de la vida, no tienen
interés en las riquezas en ningún campo que fuere, y actúan en
el mundo con sagacidad y perfección y sienten que pertenecen
al mundo sólo como servidores de la sociedad y de Dios. Están

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en condiciones de enseñar, y especialmente con el ejemplo, a al-


canzar lo Divino. Por ello, su aporte a la sociedad, además de
concreto y material, es espiritual, esto es: sutil. He aquí la casta
de los maestros y los buenos sacerdotes. En esta clase de indivi-
duos ya no existe la ley de la rivalidad, la recomendación para
acomodarse a la derecha o izquierda de alguien, aun tratándose
del mismo Papa. Quien ha descubierto en qué consiste vivir en
Dios, ya no necesita acomodos terrenales ni sostén humano: la
Naturaleza misma lo recompensa dándole siempre “cien veces
más de las cosas de este mundo”.
Es difícil descubrir quién pertenece a una casta u otra: nadie
puede hacerlo por los demás; uno puede llevar a cabo una in-
vestigación sólo para sí mismo y dejarse llevar por un examen
de conciencia honesto. Nadie puede decir que un operario es
un sudra, por cuanto entre quienes pertenecen a esta casta hay
algunos que anhelan a Dios como única meta y, por esta razón,
son sudras y brahmanes al propio tiempo. Nadie puede decir
que un médico es un verdadero kshatriya —la casta de guerre-
ros y de quienes sirven al prójimo— si sólo piensa en acrecentar
el propio patrimonio. Ningún sacerdote puede considerarse un
brahman si sólo alberga en su corazón el dinero y el propio
cuerpo.
He aquí lo que aclara al respecto Sai Baba:

Se dice que todas las castas han sido creadas por Dios.
Se cree que en verdad es El quien ha querido las cuatro
castas. En cambio, éstas dependen exclusivamente de la
naturaleza de las acciones humanas.8

En cada uno de nosotros hay una combinación de las cuatro


castas, que no han de ser entendidas en sentido negativo, como
una suerte de graduación de egoísmo, sino como una fuerza que
progresa paulatinamente hacia la perfección. Prosigue Baba:

No bien ha nacido, está el hombre en la fase de sudra, y


se encuentra en la plenitud de la ignorancia. Un kshatri-
ya está lleno de vehemencia y un brahman es aquél que
nutre pensamientos y sentimientos sagrados. No toda la

8 Discursos 1988/89, XXIX,34, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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gente es estúpida e ignorante. Cada cual es, en lo funda-


mental, encarnación de Dios, aun teniendo cualidades y
actitudes distintas. Cada uno es una auténtica forma de
Dios.9
La moralidad —el Dharma— indica la casta. El honor
de una casta y una religión depende de la vida moral.10

La condición de encontrarnos en niveles distintos no nos au-


toriza, pues, a juzgarnos y tampoco a considerarnos mejores que
los demás. El hecho mismo de ver en el prójimo a alguien infe-
rior, hace que descendamos notablemente de nivel. El hombre
sabio siente estima por todos, sus enemigos inclusive, a los que
no define como tales y considera como verdaderos amigos.
La misma magnanimidad y misericordia usa Baba para con
todos, pero Su modo de hablar cambia conforme a las personas
que tiene delante: usa un discurso genérico de vida moral basa-
do en los ejemplos de las Sagradas Escrituras cuando tiene fren-
te a sí una muchedumbre de origen religioso distinto; con los es-
tudiantes se acerca a lo analítico y sugiere detalles de filosofía
religiosa que un vasto público no comprendería de primera in-
tención; y da a una persona en particular una respuesta adecua-
da a su formación. Si se encuentra frente a un físico nuclear, dis-
curre acerca de átomos y energía atómica; cuando da con un
médico, habla de cirugía y anatomía; si habla con un teólogo o
pandit, habla del Inefable y Eterno Dios Uno y Trino o del Verbo
que se hace carne o del Espíritu Santo cuyo templo es el cuerpo.
Unicuique suum: cada uno recibe la lección en los términos que
en mayor medida lo favorecerán.
Algunas veces nos pide paciencia, por ser pocas las cosas
que puede decir y porque no estaríamos en condiciones de so-
portarlas; pero pronto nos alienta agregando que no podemos
imaginar qué grandes gracias nos esperan y cuáles enormes sa-
tisfacciones espirituales.

9 Idem nota 8, pág. 35. Los sudras representan la cuarta casta o clase social,
que por lo general es considerada la clase de los servidores. Los brahma-
nes representan la primera casta: son quienes se ocupan de Brahman: esto
es, Dios y, por ende, los sacerdotes. Luego siguen los kshatriyas, clase de
los guerreros y gobernantes (también llamada de los rajanyas). Luego es-
tán los vaishyas, agricultores y artesanos.
10 Idem nota 8, pág. 37.

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Jesús no se comportaba de modo diverso: “Mucho tengo to-


davía que decirles, pero ahora no pueden con ello”.11 Y, cuando
dijo estas palabras, parece claro que proféticamente hacía alu-
sión a un Gran Advenimiento. En efecto, añadió: “Cuando ven-
ga él, el Espíritu de la Verdad, los guiará hacia la verdad com-
pleta”.12 No es, por cierto, casualidad que el Advenimiento de
Sai Baba haya dado comienzo a una era conocida como Era de
Sathya (Verdad).

Podemos observar que Jesús también se dirige a Su audito-


rio de modo diverso: ya con palabras, ya con frases enigmáti-
cas, ya con explicaciones detalladas o profecías acerca de la vi-
da del interlocutor. De hecho, no todos están en condiciones de
comprender una misma idea en el mismo momento. Sucede lo
que con los estudiantes de una clase: hay alumnos que com-
prenden antes que el profesor haya terminado, otros que com-
prenden no bien termina, otros que necesitan muchas explica-
ciones y otros que no quieren comprender, por no estar atentos,
y otros aun que no pueden comprender, sin más ni más.
La diferencia de comprensión y de relación con la realidad
espiritual puede ser vista además desde otro ángulo: el estado
de conciencia. Esto es, por cierto, el resultado de un sinnúmero
de vidas anteriores durante las cuales cada uno de nosotros,
atravesando miriadas de experiencias, ha sido llamado a resol-
ver problemas conforme a la elección que debía acercarse en
cuanto fuere posible a la verdad y la justicia. El fracaso en tal
empresa ha provocado la repetición de la experiencia e incluso
muchas veces de una vida. No es en efecto posible alcanzar en
una sola vida la perfección en todas las experiencias que la com-
ponen, si nos referimos a quien apenas ha iniciado el camino.
Definiré el estado de conciencia como la capacidad de rete-
ner las conclusiones de experiencias precedentes y la habilidad
de sacarles provecho. En la vida de un ser existe el estado de vi-
gilia, el de sueño y el de sueño profundo sin sueños. El inexper-
to —vale decir, alguien demasiado joven en vidas para discer-
nir— cae en la trampa de creer verdadero todo lo que ve y sue-
ña. El hombre experimentado en tantas vidas debería estar listo

11 Evangelio según San Juan 16,12.


12 Evangelio según San Juan 16,13.

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para vislumbrar una matriz única tras esos estados y saber


identificarse con Aquél que es Testigo: y este es el Sabio, el No-
nacido que se sabe Inmortal.

Las religiones, surgidas para responder al sinnúmero de in-


terrogantes que se plantea el hombre, deberían conducir al fiel
hacia esta conclusión. La verdadera Felicidad que todos busca-
mos, está en la conciencia de ser todos nosotros actores en una
escena ilusoria, predispuesta por una Mente a la que no es posi-
ble acceder sin haber adiestrado antes la propia y haberla intro-
ducido gradualmente en los secretos del Alma.
Es una beatitud que no muestra todo Su Poder de satisfac-
ción sino tras haber sido adquirida: a los hombres que La bus-
can, para que no La subestimen, se les da un modesto anticipo.
La mayor parte del género humano La busca por el camino ina-
propiado: su estado común de conciencia —aquél en que se
cree verdadero todo lo experimentado a nivel físico y psíqui-
co— y reputa absurdo el dirigir la mirada a los bienes que no se
ven pero son declarados eternos, inmortales y de satisfacción
plena. En cambio, quienes la han gustado, vuelven a ella, aun-
que de manera intermitente, resueltos —con todo— a alcanzar
la Felicidad Suprema.
Para ser más claro en lo que quiero poner en evidencia, con-
siéntame el lector un retroceso a mi niñez. En la escuela prima-
ria, mi hermana me instaba siempre a terminar pronto mi tarea
de las vacaciones. Había en ese entonces un libro entero para
completar y pintar: por una parte, era agradable hacerlo, por
ser un instrumento recreativo; por otra, un poco menos placen-
tero por sentirme obligado en un período en que era preferible
estar al aire libre y jugar. Alentándome con la idea de que, cum-
plida mi obligación, gozaría en paz de mis días de juego, espe-
raba mi hermana inducirme a no posponer siempre la decisión
de resolver problemas y composiciones. Mas la libertad de co-
rretear por el campo con mis camaradas hacía que viera yo co-
mo concreto y tangible el bien inmediato que me ofrecían las
vacaciones. El cúmulo de tarea suscitaba en realidad preocupa-
ción y ansiedad además de desilusión y desgano al ver yo trun-
cos mis juegos y mi libertad; las veces que seguí el consejo de
mi hermana, por el contrario, experimenté alivio por poder de-
dicarme a la diversión sin ninguna obligación de volver tem-

165
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prano a casa. Mi nivel de conciencia era el de un niño que quie-


re disfrutar ya de las posibilidades que se le presentan; el de mi
hermana era, en cambio, el de una joven madura que había
compredido ya las conquistas de la vida. Mi dificultad consistía
en ver un fruto para el que carecía yo del paladar formado y
que sólo fui capaz de apreciar tras reiteradas experiencias.
En definitiva, la vida puede ser comparada con una carrera
de obstáculos, en que son tales los estados ilusorios producidos
por la conciencia y la meta es el final que los trasciende a todos:
el Cuarto Estado, conocido en Oriente como Turiya, condición
que, si bien supone las ilusiones, las supera dispensando am-
pliamente la Beatitud. Es este el estado en que la conciencia se
ha expandido hasta el punto de albergar el máximo de concien-
cia consentido a un ser humano. Cambia con él la visión de las
cosas, los intereses anteriores serán las trivialidades actuales, las
aburridas e inalcanzables metas del Espíritu de ayer son ahora
el único objetivo que se persigue obsesivamente; se desvanece el
miedo a la muerte, y con éste, todos los otros: el miedo al fraca-
so, el de no gustar a la gente o a la opinión común, etc.
Debería ser éste el único verdadero Dharma de la religión.
He ahí el deber de una iglesia: liberar de miedo y sugerir el se-
creto de la felicidad en el respeto de las libertades y de la ale-
gría de todo otro ser.

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Capítulo XII

Libertad y Conciencia
por el Dharma

M
ucho se ha dicho de la Conciencia y de la Libertad
de administrarla, con las consiguientes opciones.
Se puede decir que la humanidad no es más que la
resultante de una acumulación de conciencias: pu-
ras algunas; otras menos y otras, torpes.
La conciencia es el bien más caro que cada uno de nosotros
conserva en su fuero interno. Es nuestra parte auténtica y since-
ra; no podemos mentirle. Podemos obrar de modo distinto del
que nos dicta, más su voz nos censurará o bien aprobará lo que
estamos por hacer. En lo íntimo de nuestra conciencia está el la-
boratorio de nuestras acciones y pensamientos.
Por desdicha, sucede que cuando la conciencia nos envía
luz resplandeciente, nos cubrimos los ojos, o lo que es peor, en-
turbiamos las aguas de la mente o las agitamos. Cuanto más
pura una conciencia, tanto menos acordes con la “normalidad”
serán las acciones que nos sugiere que cumplamos; tanto ma-
yor será, pues, el miedo de ponerlas en práctica, en relación al
grado de sumisión a la conciencia de otros, de cuya pureza te-
nemos motivo de dudar o por lo menos nada sabemos.
Lo más grave es que la mayor parte de las conciencias hu-
manas ha querido adecuarse al proceder consuetudinario y, por
ende, cómodo: sustraerse del conflicto interior en que se en-
cuentra inevitablemente una conciencia pura cuando se compa-
ra con el mundo exterior y alcanzar el beneficio con mayor faci-
lidad y el mínimo esfuerzo.

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Los hombres de conciencia han tenido que luchar siempre


en la vida. Cuanto mayor su pureza, tanto más ardua será su
lucha. Su mérito máximo es el de haber elevado el estado de
conciencia de la humanidad. Su acción semeja la de un enorme
dirigible que sostuviese ingentes moles. La humanidad, ciega al
beneficio que obtiene sin advertirlo siquiera, estará en condicio-
nes de reconocer ese bien sólo tras haber disfrutado por mucho
tiempo de sus benéficos efectos. Es una ley cruel, mas no para
quien está sometido a ella; el sabio no espera que se lo revalori-
ce porque sabe que el objeto de la investigación no es él, sino la
Verdad que lleva.
La historia del pensamiento, por desdicha, está sembrada
de mártires de la Conciencia. La Iglesia Católica, responsable
de muchos de estos martirios, ha canonizado siempre a quienes
derramaron su sangre por la fe; no ha canonizado, empero, a
quienes reconoce haber perseguido injustamente y que han da-
do la vida como auténticos mártires por la Verdad. Unica ex-
cepción es, tal vez, el caso de Juana de Arco, a quien se reservó
primero un proceso con torturas y humillaciones por parte de
obispos y prelados de la Santa Inquisición, luego la hoguera y,
por último, la canonización.
Esto no pretende ser una polémica; ruego al lector que no lo
interprete de tal modo: es sólo una verificación. Así como nun-
ca reconoce la Iglesia la santidad de hombres de otras religio-
nes, tales como Gandhi, Ramakrishna y Yogananda; los aprecia,
pero sotto voce —con la preocupación de que no se difunda ese
buen juicio— y jamás los declarará solemnemente santos, cuan-
do en realidad lo son. La magnitud de esas estrellas es incalcu-
lable. Su grandeza encuentra fundamento en el hecho de que
estos mismos santos han sabido en cambio reconocer lo sagra-
do de otras religiones y la santidad de sus ascetas.
Si fuese uno a investigar minuciosamente en los archivos
vaticanos, allí donde se guardan las actas procesales de los juz-
gados como reos en un tiempo remoto, encontraría nuevas his-
torias de santidad, sepultadas para siempre por el silencio de
hombres carentes de escrúpulos.
¿Qué ocurrió con Gerolamo Savonarola, el monje dominica-
no de heroica fe, de irreprensible piedad, de rígido espíritu de
penitencia y austero ascetismo? Fue “gran hombre de plegaria,
místico, escritor ascético de extraordinario valor, carácter heroi-

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co en su lucha por la Iglesia y la libertad de conciencia cristia-


na”.1
Un Papa había sido elegido simoníacamente, esto es: con el
poder del dinero había comprado el trono pontificio. Savonaro-
la atacó sin miedo a Alejandro VI, el Papa elegido de ese modo.
La crítica irritó al pontífice. Se le prohibió al monje la predica-
ción, y la estabilidad del monasterio del cual era prior se vio
amenazada. Los adversarios políticos de aliaron con los ecle-
siásticos. El monje profeta fue puesto en prisión y, tras la ade-
cuada tortura, le arrancaron deposiciones ambiguas, agravadas
luego con lo falso y, por último, la condena a muerte por here-
jía. En la cárcel, el culto y valiente dominicano se entregó a las
conmovedoras palabras del Miserere e invocó al Padre que tu-
viera misericordia. Le fueron concedidas (¡bondad de sus jue-
ces!) la confesión y la comunión, que un excomulgado no podía
recibir; fue consagrado luego, con el ceremonial de la época,
“apartado de la Iglesia militante” y ahorcado. De este modo se
le ahorró el atroz sufrimiento de la hoguera, tras el ahorcamien-
to. Sus cenizas fueron esparcidas sobre el Arno.
J. Lortz, historiador y conocido apologista alemán de filia-
ción católica, de quien he extraído textualmente estas informa-
ciones, agrega como comentario: “El caso Savonarola es incisi-
vo ejemplo de un problema central del catolicismo moderno: la
definición de la verdadera relación entre oficio, jerarquía e indi-
viduo, Iglesia y conciencia individual”.2

¿Y qué puede decirse de la condena a la hoguera de otro ex


dominicano, Giordano Bruno, detenido durante siete años en
las cárceles de la Inquisición, sin que hayan podido los inquisi-
dores arrancarle la abjuración?
El pensamiento de Bruno está en vigor aún. Sostenía él que
el universo es infinito y, desde el momento en que lo es, no
puede tener un centro: cada uno de sus puntos es al propio
tiempo centro y periferia. Contra Aristóteles y la Escolástica,
afirmó la unidad de todo lo Creado, cuya matriz es única. En su
visión metafísica, llegó Bruno a identificar una Mente Suprema
que trasciende a las otras mentes y a concebir al hombre como

1 J. Lortz: Historia de la Iglesia, Vol. II, pág. 87, Ed. Paoline, Italia.
2 Idem nota 1, pág. 88.

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una entre las múltiples formas universales. La civilización hu-


mana es, según Bruno, la continuidad de un proceso ya mani-
fiesto en la naturaleza. “Giordano Bruno conceptúa a las reli-
giones como traducción alegórica de una verdad racional para
que puedan ser comprendidas por los pueblos retrógrados, que
deben ser gobernados”.3 En el año 1600 enfrentó el martirio en
Roma. Subió al patíbulo con altivez, feliz de no haber retracta-
do su tesis. Silvio Spaventa ha dicho de Bruno que fue “el pri-
mer grito de la naturaleza vuelta libre”.
Las tesis de Giordano Bruno son sostenidas en la actualidad
por todas las corrientes de pensamiento moderno y su filosofía
está en clara sintonía con la propuesta por Oriente.
Lo confirma —por ser demasiados aún quienes no están en
condiciones de comprender la reflexión recientemente citada de
Lortz— el hecho de que la Iglesia haya caído en error, lo cual es
motivo de rencor contra ella, pero decididamente es necesario
terminar con el injusto error: no por ser ella institución humana
deberá ser obedecida servilmente. Si puede errar la Iglesia —¡y
qué errores comete!— el único criterio que puede lograr la libe-
ración del hombre será siempre y solamente el de seguir él la
propia conciencia. El católico puede y debe obedecer a la Iglesia
sólo en cuestiones de orden jurídico y organizativo, pero nunca
en el área que atañe a la propia búsqueda espiritual o su fe en
Dios. En este área debería dejar la Iglesia la mayor libertad de
búsqueda, por cuanto el objeto de estudio, siendo infinito, nun-
ca se agotará: antes bien, es una cuestión siempre abierta que se
adecua plásticamente a la conciencia de cada investigador. La
investigación libre puede sólo expandir nuestra conciencia de
la Verdad buscada y dilatar la comprensión de muchos. Y esto
es válido para cualquier organización religiosa.
Por fortuna, en los últimos años muestra haber comprendi-
do la Iglesia, al menos sobre el papel, la importancia de la con-
ciencia. Páginas bien claras e inequívocas han sido escritas du-
rante el Concilio Vaticano II. He aquí algunos párrafos (el su-
brayado es nuestro):
“Los imperativos de la ley divina los toma el hombre y los
reconoce a través de su conciencia, a la que debe seguir fiel-
mente en toda actividad suya. No se lo puede obligar a actuar

3 Cfr. Grande Enciclopedia, De Agostini.

170
171

contra su conciencia. Tampoco se le puede impedir el actuar de


acuerdo con ella, en el área religiosa.”
“La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa…
Los seres humanos deben ser inmunes a la coerción, en el caso
de cada individuo, de grupos sociales y cualquier potestad huma-
na, de modo que en materia religiosa no se fuerce a nadie a ir contra
su conciencia ni se le impida, dentro de los límites debidos, ac-
tuar conforme a ella.”
“Con motivo de su dignidad, todos los seres humanos, en
cuanto personas —esto es: seres dotados de razón y libre volun-
tad y, por esto, con sentido de responsabilidad— deben por su
misma naturaleza y por obligación, buscar la verdad, y en primer lu-
gar la que concierne a la religión; y también adherirse a la verdad tras
haberla conocido y ordenar la vida conforme a sus exigencias.”4

Son afirmaciones que suenan a solemnidad y estimulan a


muchas reflexiones; quien escribe se sirvió de ellas citándolas,
para recordárselas a sus jueces, cuando le dijeron que respon-
diera al aut-aut de la excomunión.

Puede surgir la duda de que una conciencia haya sido infor-


mada falsamente y pueda tomar caminos perniciosos. ¿Cómo
estar en paz con la propia conciencia? ¿Qué hacer para saber si
ha tomado ella el camino correcto o se ha dejado engañar?
Viene a auxiliarnos el Maestro Sai:

La conciencia es un reflejo. Si el espejo es puro, el reflejo


será claro.5

Si vives y te mantienes en la realidad interior, con pen-


samientos, deseos e intereses divinos y si mantienes tu
vida concentrada en lo divino de la conciencia, se torna-
rá ésta en un espejo recubierto en su otra cara por la
amalgama del mundo sensorial. Sobre la superficie pura
de este espejo, sobre la mente pura y sobre el corazón
puro, se podrá ver reflejada la propia realidad; ésta es la
Realización de Sí mismo.6
4 Dignitatis humanae, 2-3 (passim).
5 Coloquios, XXX,10, Mother Sai Publications, Milán, Italia.
6 Idem nota 4, XXXIV,6.

171
172

La duda de que una conciencia pueda ser entrampada por


el error es argumento ampliamente aprovechado por quienes
no comparten tus elecciones o las desprecian sin más ni más.
“¿No te asalta la duda de estar equivocado?”, te dicen, apun-
tándote con un dedo acusador y tratando de demostrar el nivel
de lo que juzgan presunción o soberbia. Lanzada esa pregunta,
piensan: “¡Quiero ver si de veras tienes el coraje de decir que
estás en lo justo!” Mas, ¿de qué serviría una conciencia que, en
vez de fomentar la decisión, te carcome con la duda de haberse
equivocado de medio a medio? Si, tras haber meditado días y
noches en la búsqueda sincera de la Verdad, has descubierto
por fin que ésa y sólo esa debiera ser tu decisión, habiéndola pa-
sado ahora por el tamiz de numerosas pruebas e interrogantes,
seguir dudando significaría no poner confianza alguna en la
propia conciencia, expresión de lo Divino en nosotros. Por otra
parte, es obvio que se puede y se debe dudar de evaluaciones
sujetas a estados de ánimo o bases culturales distintas, pero ¿se
puede dudar acaso de lo que se ve con claridad meridiana? ¿Se
puede dudar de la luz del sol?
No se trata de eludir un llamado a la humildad. La madre
de Bergamo que eligió no someterse a la quimioterapia para
salvar la vida de la criatura que llevaba en su seno, ¿ha pecado
acaso de orgullo dando su vida por escuchar la voz de la con-
ciencia, que la opinión pública juzgaba cruel? El coraje no es in-
compatible con la humildad. Pero, por desdicha, una herencia
moralista inducirá a sentimientos de culpa a la persona que ha-
ce elecciones serenas en honor a la justicia y la rectitud.
Humildad no significa arrastrarse contra una pared, cu-
briéndose el rostro, y evacuar un puñado de dudas a cada paso.
No es humilde la persona que se desprecia, afirmando que no
sirve para nada y diciendo que se acogerá a la Gracia Divina, la
misma que instantes atrás ha desestimado en sí mismo. No pe-
ca de orgullo quien —tras haberse entregado por completo al
Señor, su verdadero Maestro interior, su Sadgurú— decide có-
mo obrar lanzándose sin freno al objetivo elegido. La verdadera
humildad reside en no fingir ser perfecto y restar importancia a
defectos ajenos, poniendo en la mira los propios. Peca, pues, de
orgullo quien quiere angustiarte diciendo que has hecho una
elección equivocada, por estar examinando tu conducta cuando
debería estar pensando en la suya. A buen seguro te hará un fa-

172
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vor, si tu búsqueda se encuentra en curso; mas no te será de


ayuda alguna si te propone cambiar de derrotero si has llevado
a cabo tu búsqueda con compromiso, seriedad y humildad y
estás resuelto ahora acerca del camino emprendido. Quien co-
mienza con determinación ha arrancado bien. Si es cierto, como
reza el antiguo refrán, que un comienzo equivale a media labor
realizada, la voluntad de hacer resurgir sentimientos de culpa
es un atentado innoble que obstaculiza la labor del hombre de
buena voluntad.
El mismo Jesús daba pábulo a las elecciones difíciles me-
diante diversos pasos: “Pidan y se les dará; busquen y encon-
trarán; golpeen y se les abrirá; porque quien pide, recibe; quien
busca, encuentra, y a quien golpea se le abrirá. ¿Hay entre uste-
des algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide
un pescado? ¿Y si le pide un huevo le dará un escorpión? Si us-
tedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuán-
to más el Padre del Cielo enviará el Espíritu Santo a aquéllos
que se lo piden!”7. Y el Maestro de Galilea prometió ciento por
uno aquí en la tierra a quienes lo siguieran, pero además pro-
metió persecuciones y odio por parte del mundo y la religión
instituida.
¿Cómo discernir la rectitud de una acción realizada a con-
ciencia? La intención que se oculta tras esa elección es el mode-
lo de juicio referente a la acción. Por esto, nadie puede juzgar lo
operado por otro; porque nadie puede abrir juicio respecto de
las intenciones, por ser éstas oscuras e ignotas a la conciencia
de quien no las ha vivido en carne propia.
Cierta vez, un periodista me preguntó a quemarropa: “Us-
ted, afirmando las cosas que dice acerca de Sai Baba, ¿cree estar
en lo justo?” Vacilé, por cuanto, si hubiese dicho: “Sí, estoy en
lo cierto”, habría sido acusado de presunción excesiva. Si hu-
biese contestado “No lo creo”, cualquiera hubiese podido decir-
me: ¿Por qué hablas de ese modo?”. Son esas preguntas tram-
posas que parten de un supuesto que es siempre lugar común:
estar seguro de sí es soberbia. Mas a modo de gracia, si he teni-
do la dicha de descubrir junto con millares de personas una mi-
na inagotable de diamantes y hablo acerca de ello, la pregunta:
“¿Cree usted tener diamantes en la mano?”, carece de sentido,

7 Evangelio según San Lucas 11,9-13.

173
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no así mi respuesta afirmativa, ¿no lo creen? Sería yo un idiota


si dijese: “No, creo haber encontrado piedrecitas”, tras haber
hecho analizar y controlado la procedencia de esa prodigali-
dad. Mi seguridad no proviene, pues, de una presunción, ¡sino
de una certeza de lo que han visto mis ojos, escuchado mis oí-
dos y tocado mis manos!
El único mérito de la conciencia es el de estar en sí y para sí.
Ningún otro puede impugnar esta realidad. Nadie puede decir-
te: tú no eres, tú no existes, tú no sientes. Lo que me dice mi
conciencia será distinto de lo que su conciencia diga a otros,
mas ninguna no puede ser derribada por la duda de ser. Lo que
salva la integridad de la conciencia es, a buen seguro, el saber
que es. Y ese ser es ab aeterno, desde siempre y para siempre; es
la Divinidad que penetra el núcleo íntimo e invisible de un áto-
mo, el gigantesco núcleo de una estrella, o la neurona cerebral
más compleja del hombre.

Yo soy se refiere al Atma, que está siempre y en todo lu-


gar. El Atma es como el león, sin miedo. El “miedo” es
del cuerpo, que está sujeto a depresión, angustia y terror.
El cuerpo es como una oveja, que huye temblorosa de
aquí para allá; busca siempre informaciones, formula
preguntas. El Atma en cambio es como el león, impávido
y lleno de coraje. El Atma es Dios: tú eres Dios. Dios es
omnipresente. Este “Yo” eres tú; tú eres todo.8

¿A quién, por qué y a qué debería temer, pues? Estando así


las cosas, ¿elegir ser oveja es acaso elección de humildad, o será
soberbia elegir ser el león impávido?

No teman a quien les dijere: “Pero, ¿dónde está


Dios?…”. Respóndale valientemente: “Si usted prefiere
estar sin Dios, es usted libre, señor. Yo lo tengo. Si para
usted Dios no existe, puede decirlo, incluso, mas ¿qué
autoridad tiene usted para decir lo contrario de lo que
yo digo, si yo creo en Dios? ¡Mi fe es mía y la suya es
suya! Yo inhalo y exhalo, como por otra parte también
lo hace usted, mas su respiración no es la mía”. ¡Esta es

8 Idem nota 5, XXV,7.

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la verdadera fe! ¿Por qué ir en pos de la fe ajena? ¿Pue-


den acaso cerrar los ojos para depender de otro por la
sencilla razón de tener este último buena vista? Ustedes
habrán de depender de su propia vista, de sus propias
piernas y de su propia fe. ¡El camino seguro es éste!9

Acerca de Sai Baba se han formulado disparatadas hipóte-


sis. Escritores y reporteros Lo han definido de modo contradic-
torio. No es, por cierto, el atribuirle poderes diabólicos lo que
provoca escándalo; antes bien, tranquiliza esto a muchas con-
ciencias apáticas. Por lo común se considera que es la afirma-
ción de Su Divinidad, pronunciada directamente por El o soste-
nida por otros, la causa de perturbación y el motivo de escán-
dalo. Mas lo que en realidad perturba es, ciertamente, Su Reali-
dad probada por los hechos y Su persona. Vale decir: no es mi
culpa si sostengo que tiene Baba todos los atributos divinos pa-
ra ser una auténtica Encarnación de Dios, mas es el Avatar en
persona, quien demuestra con pruebas inatacables su Omnipotencia,
Omnisciencia y Omnipresencia. Sería yo innoble y falso si negara
lo evidente para millones de personas. La responsabilidad de
Su Grandeza no es mía, ¡sino Suya! Y tú, lector amigo, no sabes
qué grato es para mí descargar en El esta “culpa”: ¡la culpa de
ser Avatar!
Lo extraordinario es que gracias al hecho de ser teólogo,
con todas las limitaciones de la ciencia teológica, las nociones
que me han sido impartidas y las verdades que se me han reve-
lado son hoy la cinta reactiva de la verificación, el control y el
descubrimiento de la Divinidad de Baba. Como ya he tenido
ocasión de demostrar en mi libro anterior, no es posible renegar
de Sai Baba sin involucrar en la acusación de lo falso también a
Jesucristo; porque lo dicho para sostener que la pretensión de
Jesucristo de ser de origen divino estaba bien fundada y era le-
gítima, también se puede decir eso de Baba. No se pueden usar
dos pesos y dos medidas.
Además de esto, se debe pensar en lo ilógico de la apología
de Jesús —a quien ninguno de nosotros ha conocido en perso-
na— parangonada con la desconfianza a la obra y palabra de
Baba, a quien todos podemos encontrar, ver, tocar, sentir, recor-

9 Idem nota 5, XXV,15.

175
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dar y establecer que existe, mediante imágenes vivas e indele-


blemente verdaderas.
El hombre es increíblemente obstinado en sus errores: hace
cuatro siglos, cuando Galileo suplicaba a los altos prelados de
la Inquisición que miraran por el telescopio, le respondieron
que jamás habrían accedido a tal invitación, por ser ese trasto
instrumento del Maligno. En la actualidad, los adversarios de
Sathya Sai Baba están mancomunados en la decisión apriorísti-
ca de no utilizar el telescopio del Mandir en Prashanti Nilayam,
donde un Ser Divino está demostrando que nuestras teorías te-
ológicas acerca de la unicidad de la encarnación del Verbo son
sólo una conclusión cerebral y responden a postulados exclusi-
vamente occidentales. ¿Quién podrá jamás poner límite a las
manifestaciones de lo Divino y por qué, desafiándolo en lo que
a esto respecta, pedir a El que repita el esquema de la resurrec-
ción, cuando es sabido que Su Fantasía es original e infinita?
Podría preguntarse el lector: ¿por qué razón arriesgar la ig-
nominia hablando de una realidad tan difícil de creer? Es una
pregunta que también me he hecho yo muchas veces. En ver-
dad, no hay otro beneficio al hablar de Sai Baba que el de com-
partir una inmensa fortuna. No es ya un placer poseer sólo para
sí un tesoro incalculable e imperecedero: la alegría suma reside
en regalar lo que cualquier quita nunca disminuye. Podrá haber
una razón de ahorro sólo en los bienes que se deterioran, mas, si
poseen ustedes oro por toneladas, ¿qué diversión hay en cons-
truirse un castillo de oro sin tocar parte de las existencias?
Por esto, mientras tenga un soplo de vida, será mi deber y
placer enorme hablar de este Tesoro: quien Lo quiera, no tendrá
más que hacer el mínimo esfuerzo de abrir el cofre de su cora-
zón y Lo obtendrá de El en Persona; quien Lo rechace Lo ten-
drá más tarde de cualquier modo, cuando haya hallado la llave
del candado; quien Lo rechace o enlode, no lo privará de Su Es-
plendor en absoluto. El oro, los diamantes y las piedras precio-
sas no pierden su valor, aun estando cubiertas de suciedad.
El tiempo de la Gran Revelación está cerca: pronto, incluso
quienes antes eran escépticos u hostiles también dirán: “Oh,
quam bonum et jucundum habitare fratres in Unum!” “¡Cuán bello
es estar todos juntos como una sola cosa!”.10

10 Salmos 133,1.

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177

TERCERA PARTE

EL FRUTO
QUE TODOS AÑORAN:
LA PAZ
179

Capítulo XIII

La Mente muere postrándose

A
muchos parecerá obvio y descontarán que, incluso
para el hombre común y corriente, nada es más pre-
cioso que la Paz; mas son pocos quienes han descu-
bierto cómo obtenerla.
Comenzaré por el supuesto de que la Paz es un patrimonio
interior, aún antes de serlo, por influjo de condiciones físicas y
exteriores. No analizaré este problema en profundidad por con-
siderar evidente su solución: me limitaré a mencionarlo: es ob-
vio que no podemos considerarnos en paz por la mera ausencia
de guerra o por cierta estabilidad lograda en la relación familiar
o por un acuerdo superficial con colegas de trabajo. En efecto,
aun hallándonos en aparente ausencia de conflicto con los de-
más, a menudo no estamos libres de conflicto interior: nuestra
mente es una fábrica de pensamientos, un enjambre de razona-
mientos y suposiciones, una industria de la preocupación. Y no
se puede negar que esta actividad representa una continua
amenaza a la relación pacífica con el prójimo. Nuestra falta de
serenidad genera disensiones en el ambiente en que nos halla-
mos y la paz que creíamos mantener con todos es sólo aparente
y precaria: la menor sacudida compromete su solidez y, a veces,
es incluso una ruina en cadena, como una vibración sonora o
un trocito de hielo que haya originado un ruinoso alud.
La mayor parte de los fracasos de que somos víctimas se
debe a la falta de serenidad mental y por ende, de claridad.
Nuestra mente es como un espejo de agua: cuanto más lo agita-
mos, menos se ve reflejado el contorno de una imagen. Del mis-
mo modo, cuanto mayor es nuestra inestabilidad mental, tanto
mayor será la confusión en que nos encontraremos. La falta de
claridad es la característica de quien no sabe dominar la agita-
ción y los caprichosos de la propia mente.
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Tal agitación nos induce a obrar superficialmente, porque lo


que logra aprehender de la realidad una mente sacudida por los
vientos de la ansiedad y los miedos, es sólo lo insustancial, la
epidermis. Todo lo que tratamos de llevar a cabo utilizando una
mente tan enferma, está destinado a éxitos efímeros o a fracasos.
El ponerse nervioso y andar de prisa es una costumbre que, en
especial nosotros los occidentales tenemos hondamente arraiga-
da. Hemos sido habituados a analizar los métodos y pensamien-
tos de los demás, a compararnos y a combatir batallas intelec-
tuales. Todo esto, además de hacernos derrochar gran cantidad
de energías, nos impide comprender a fondo al otro y a nosotros
mismos. En efecto, nuestras ideologías acerca de la guerra, la
política, la administración pública y el hombre y la pobreza en
el mundo no nos han otorgado mayor paz. Antes bien, incluso
ha ocurrido lo contrario y las religiones mismas, que deberían
haber sido mediadores y morigerado diatribas y controversias,
han sido ocasión propicia de guerras que tienen, además, la pre-
tensión de ser bendecidas por la mano de Dios.
Advertimos el daño que padece nuestro anhelo de paz cada
vez que tenemos discusiones: perpetúa nuestra mente el maldi-
to altercado durante horas, y horas, algunas veces hasta sema-
nas, meses o años en los casos de personas con patologías como
la paranoia y las manías de persecución. Comprometida la men-
te en un combate en que un dictador denominado Ego quiere la
victoria a toda costa, no se da por vencida ni siquiera de noche.
Adoptando un lenguaje onírico, atormenta al pobre ser que en-
cuentra a la mañana siguiente nuevo material en que alimentar
a la voraz e incansable industria del pensamiento inútil.
Como si esto no fuese suficiente, se añaden a esa agitación
de pensamientos todas las imágenes (registradas por la televi-
sión y los periódicos) de escenas captadas en la calle. La mente
sabe que sólo tendrá paz desde el momento en que haya
aprendido a callar, pero —es triste comprobarlo— teme al si-
lencio. Muchos están persuadidos de que una mente tan silen-
ciosa es inerte e incapaz de producir y ser constructiva, por
tanto. En realidad, la mente calmosa cobra alto vuelo creador.
Las grandes intuiciones sobrevienen cuando, por coincidencia
fatal, detiene la mente su danza. ¿No les ha sucedido nunca
eso de descubrir en un momento de duermevela dónde habían
olvidado un objeto, o comprender genialmente un problema

180
181

que los atormentaba desde tiempo atrás? Ese instante es mági-


co, por estar bendecido por el silencio de una mente que se ha
olvidado a sí misma para servirse de la Dimensión de la Om-
nisciencia.
Suele sentir uno la tentación de abandonarlo todo y retirar-
se a un paraje solitario para gozar de esa tan añorada paz, mas
esto demostraría no haber comprendido nada acerca de la natu-
raleza interior de la paz. Una vez alcanzado dicho paraje, nues-
tra mente comenzará a hacer brotar todas las semillas de deseo
que contiene. ¿Cómo podrá dar paz una mente que lleva consi-
go todo su ruido?

La mente es una telaraña de deseos; la paz de la mente es


la ausencia de deseos, y en tal estado no existe mente.1

Es lícito preguntarse: ¿cómo alcanzar este dominio de la


mente caprichosa? Los caminos ascéticos sugeridos exigen
siempre disciplina, oración y meditación; pero hay algo que se
puede hacer ya con buenos resultados y que requiere humil-
dad, virtud que parece más ardua a veces que la rutina de le-
vantarse a las cuatro de la madrugada para meditar.
Se trata de la reconciliación. Es este un objetivo sin el cual to-
das las prácticas espirituales no tienen valor alguno. Es triste
comprobar que existen personas capaces de sacrificio para en-
frentar disciplinas y penitencias durísimas, tales como ayuno,
vela nocturna, madrugones y hasta la autoimposición de ser cas-
to (tal vez sólo en el cuerpo), incapaces de sonreír, con todo, a los
compañeros que viajan por el mismo camino u hostiles incluso
con otros en quienes sólo ven defectos, errores y omisiones.
La palabra “reconciliación” parece suponer que una rela-
ción ha sido quebrada y que las partes interesadas están al tan-
to de ello, pero yo creo que la ruptura de una relación a veces
sobreviene de una sola parte por impaciencia o intolerancia de-
bida a posiciones no compartidas. Usaré, pues, la palabra re-
conciliación también en el caso de que la fractura haya sido
producida por una sola persona, sin repercusiones.
¿Qué implica la reconciliación? Reconciliarse con una per-
sona o más requiere por lo menos la fuerza de renunciar a las
propias posiciones, la capacidad de cuestionarlo todo de nuevo,
1 Coloquios, XIII,12, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

181
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el coraje de abandonar lo que se sabe acerca de una persona o


cosa, para que seamos “vírgenes” frente a conocimientos nue-
vos, carentes de prejuicios, puros, en una palabra. El hombre
casto y puro, en verdad, no es quien nada sabe acerca del sexo,
sino aquél que te considera con auténtico espíritu de virgini-
dad, libre de toda opinión, no condicionado por el juicio de
otros o el pasado, como si te viese por primera vez.
Quien tiene aunque fuere una mínima experiencia de convi-
vencia, sabe que ninguna relación es posible si no quiere renun-
ciar uno a las propias posiciones. Espero que haya desapareci-
do la generación de padres que obsesionan a sus hijos con la le-
tanía de “En mi época…” ¿Qué logra con sus hijos un padre
que critica con filípicas su proceder y continuas observaciones
gratuitas? Un deseo mal disimulado de modificar su carácter
en detalles y no en contenidos acaba traduciéndose en la reac-
ción violenta de jóvenes que tratan de evadirse de la familia-
cárcel continuamente.
Reconciliarse, he dicho anteriormente, requiere gran humil-
dad, y tanto mayor cuanto mayor sea la edad y el estado de
quien es llamado a la reconciliación. Quien vive una relación de
a dos no debe olvidar, en especial, que las razones de las discor-
dias ordinarias son casi siempre “irracionales” o debidas a fac-
tores y agentes externos, como un espacio personal mal admi-
nistrado, una jaqueca, mal humor inconsciente o bien celos tri-
viales.
Reconciliación es la humildad de quien desciende primero
el peldaño para pedir disculpas, incluso si tiene plena razón; es
la lealtad de quien reconoce los propios defectos en los ajenos,
y por esto ama y comprende a todo así como ama y se com-
prende a sí mismo; es la pureza de quien no juzga el error del
otro antes de haberse examinado por completo acerca de los
propios errores.
Una gran paz llega al corazón cuando descubre uno que la
violencia de los otros es la propia (y se la vuelve a ver como en
una película de antiguas acciones pasadas); de este modo, el or-
gullo, el prejuicio, los celos, la soberbia y la intolerancia que se
ven en el prójimo son la promemoria del mismo esquema vivi-
do en la propia vida. Reconciliación es la paz de quien no tiene
otra elección que perdonar, porque se ve en el otro.

182
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En el intento de comprender algo acerca de Sai Baba, los in-


genuos hombres de ciencia que han querido someter al Avatar
a pruebas de laboratorio, han protestado contra la credibilidad
del “paciente” que no pudieron someter a sus experimentos,
trayendo en consecuencia de regreso a Occidente, junto con la
desilusión, un juicio negativo. Ellos no han comprendido que la
prueba más evidente proviene de la sensación de paz que ema-
na de la Persona Divina de Sai Baba, y que esa Paz no puede
captarla ningún instrumento de laboratorio que no sea el cora-
zón mismo. Por esto, han desperdiciado aquéllos su tiempo y
dinero, con la esperanza de fotografiar o registrar con algún
instrumento electrónico las oscilaciones del Amor Divino.
La experiencia de Sai Baba sólo puede ser directa. No pue-
de ser transferida a otros mediante fórmulas químicas y físico-
matemáticas. Aun pudiendo filmar en cámara lenta las fases de
materialización y si mostrase la película de modo inequívoco la
formación de materia de la nada (tal como han podido atesti-
guar muchos personalmente) tendría otras teorías para oponer
el científico: pronto produciría su mente nueva cantidad de du-
das y su desesperación no hallaría paz nunca. Empero, en el
instante en que ese investigador cediese el paso al otro instru-
mento, no de laboratorio sino el corazón mismo y se dejase con-
quistar por el Amor y la Paz que el Avatar emana, ya no le im-
portarían más los objetos que aparecen en Su Mano de manera
maravillosa. Si en ese momento hiciese nacer Sai Baba una
montaña de la nada, el buen investigador no la vería; querría
empero detener el instante en que disfruta el estado de beatitud
que produce Su Presencia.
Quien vaya a visitar a Sai Baba, hará bien en no pedir más
que esa Paz, y la tendrá. A menudo repite El: “¿Por qué andan
pidiendo cosas triviales del Arbol de los deseos? Pidan a Dios y
con El lo tendrán todo”. De este modo, quien ha conquistado la
Paz, que es una manifestación característica de Dios por exce-
lencia, también obtendrá todo lo demás”. “Busquen el Reino de
Dios y el resto se les dará por añadidura”.

Para comprender lo Metafísico, es necesario que lo Físico


esté incondicionado y abierto: la devoción es el conducto de
apertura.

183
185

Capítulo XIV

Devoción significa vivir en Paz

Y
es! Con este dulce monosílabo, a menudo tranquiliza e
infunde Sai Baba seguridad en sí mismos a sus devo-
tos. Son incalculables las veces que le he oído yo mis-
mo pronunciar esta respuesta; antes bien, varias veces
me ha contestado de ese modo antes de que Le formulara una
pregunta. Su Yes había sido manifestado con un dejo de repro-
che benigno, queriendo decir: “¡Pero, por cierto! ¿No lo has
comprendido aún? ¡No te impacientes! ¡Quédate tranquilo, que
Yo me ocuparé!”
El Señor tiene tiempos que no se ajustan a los nuestros y no-
sotros querríamos que Sus promesas se cumpliesen ya. De este
modo, si El te ha dicho: “Pronto te recibiré”, o bien “Antes de
que partas, te veré”, lo esperamos nosotros en acecho, como si se
tratara de tiempos nuestros, en el orden de días, horas y minu-
tos. Pero los tiempos son Suyos, es más, El es el Tiempo. La espe-
ra en sentido cronológico debería ser traducida en una espera en
sentido teológico: ¡la espera del Tiempo es la espera de El!

El hombre tiene dos ojos; sólo ve el pasado y el presen-


te. Dios tiene tres ojos y son ojos espirituales los Suyos;
ve delante y ve detrás, en lo alto y en lo bajo.1

A menudo interpretamos Su asentimiento o bien una pro-


mesa Suya en sentido puramente humano, expresados en un
vocabulario que varía según nuestra región, cultura y forma-

1 Coloquios, XXIII,10, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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186

ción. En especial, no estamos preparados para recibir Sus pala-


bras acerca del vocabulario de Dios e ignoramos Su significado
recóndito. El Señor que tomó forma en la persona humana de
Jesús dos mil años atrás, también suscitó la hilaridad torpe y la
ironía de los contemporáneos cuando usaba un léxico que ya
no era terrenal; de este modo, dirigiéndose a los parientes de la
niña muerta, dijo: “La niña no está muerta, sino que duerme”.2
Expresión que debió parecer desgraciada a oídos de los presen-
tes, quienes habían constatado de visu el deceso de la pequeña.
Mas, para el Señor, la Muerte es sólo un intervalo del sueño, un
letargo del que uno despierta. Y tal fue la enseñanza de tan es-
candalosas palabras.
Te dice Sai Baba: “¡No temas! Yo te curaré”; o bien: “Te daré
una vida larga y feliz”, o bien se expone con compromisos que
tienen lenguaje humano, pero significado sobrenatural, divino:
“Vendrás a Mí, ¡aquí te daré una casa!” Ilusionados muchos con
Sus metáforas divinas, han esperado en vano que sucediese lo
que había prometido el Avatar con palabras inequívocas y se
cruzaron de brazos para probar si el Señor dice la verdad, o si
en cambio también El miente… De este modo, cuando hace al-
gunos años prometió claramente que iría a Italia, muchos Lo
esperaron haciendo preparativos materiales incluso, mas quedó
claro que Su Presencia no era física, sino altamente espiritual y
diría que para algunos hombres de fe, concreta. Otros, en pos
de la promesa de curación no han pensado en resignarse al De-
seo Divino —sea como fuere y de cualquier modo en que se
manifestare— sino que, para expresarlo así, Lo desafiaron:
“¡Veamos si es cierto!” Y esa promesa de curación —orientada
ante todo a las condiciones espirituales del individuo—, al no
manifestarse en una curación física, arrojó en la zozobra y la
confusión a quienes la esperaban. Tantas lágrimas vertidas por
la muerte de un ser querido, en cuya curación se ha confiado
tanto hasta último momento, han impedido ver la alegría de
esa alma que se unía con el Señor, superando las ataduras de la
existencia terrena: alma dichosa aquella, porque no habría deja-
do el cuerpo con serenidad e incluso frenesí, si no hubiese co-
nocido tan directamente al Libertador de la esclavitud del sam-
sara, la sucesión cíclica de nacimientos y muertes.

2 Evangelio según San Marcos 5,39.

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Es una bienaventuranza que no puede ser comprendida por


quienes tienen como esperanza única la recuperación de la sa-
lud física. Si esas almas, que el instante anterior al de dejar la
prisión del cuerpo, estaban desesperadamente asidas a él, pu-
diesen volver para tranquilizar a sus parientes, dirían: “Queri-
dos míos, el Señor no miente nunca, es veraz: me he curado de
verdad. No creía yo que la promesa de curación se refiriese a
un bienestar pleno; estoy tan bien ahora, que ustedes no pue-
den siquiera imaginarlo”.
Ustedes dirán —y yo puedo entenderlos desde el punto de
vista terreno— que es fácil hablar y que, cuando el dolor te ate-
naza, no deseas estos consuelos; pero no puedo decirles más de
lo que sé verdadero y no otra cosa: en esa entrega total a El, a
Su Deseo tan distinto y a menudo opuesto al nuestro, se hallará
una gran Paz.

Qué más puede hacer el Avatar, que decirnos: “Quédate


tranquilo. Tu esposo, tu hijo, tu madre, etc., está conmigo. No
temas, ¡es feliz!” ¿Podrá transferir acaso la alegría del ser queri-
do que hemos perdido a nosotros, que no sabemos hacer otra
cosa que llorarlo con negro pesimismo? ¿No somos, a veces, al-
go ingratos con el Señor al desdeñar los consuelos que nos da
continuamente y olvidar los frutos de vario dulzor que nos ha
cedido en el pasado? ¿Qué otras palabras podría haber usado el
Señor, sin estar en contradicción con la verdad pero sin causar-
nos desconsuelo? Cuando queremos confortar a una persona,
decimos: “Verás cómo te curas”; no es la nuestra una certeza, si-
no sólo una frase formal que no lleva implícita la idea de cura-
ción espiritual; tampoco podrá alardear de curación física. Por
la solidaridad misma entre lo Divino y lo humano, no podrá ja-
más decirnos Baba: “El ser que amas morirá dentro de pocas
horas”. Lo que El desea es que nosotros no suframos y que, si
existe algo que nos causa dolor, sea comprendido en su pers-
pectiva elevada y consoladora. Dirá pues: “El ser que amas no
morirá (y es verdad, desde el punto de vista estrictamente espi-
ritual); tendrá además, una larga vida conmigo (y también esto
es cierto, por cuanto la muerte física es el único modo de entrar
en completa unión, total y eterna, con lo Divino)”.
¿Qué mayor consuelo podía recibir el ladrón crucificado
con Jesús?: ¿ser liberado del tremendo suplicio? ¿Que cesaran
de inmediato todos los sufrimientos? ¿Que sus crucificadores

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muriesen en el acto? No. Aspiraba al premio supremo de estar


junto a Jesús en un Reino de Gloria, eterno y rico en beatitud.
Exigir a Dios, como no se trate de la propia liberación espi-
ritual, puede traducirse en una provocación arrogante, que ha-
rá marchitar el sinnúmero de frutos ya obtenidos y no saborea-
dos plenamente. ¿Por qué pedir siempre con avidez, cuando no
ha fructificado aún lo que El ha sembrado con tanta generosi-
dad? ¿Por qué, cuando le ofrecemos algo, somos parsimoniosos
y exigentes con El cuando pretendemos Sus cuidados? ¿No es
acaso signo de grave egoísmo éste?

El devoto piensa ante todo en sí mismo y en la propia


labor y, apenas después, en Dios y en Su labor. Por esta
clase de egocentrismo es incapaz el hombre de gozar de
paz y beatitud.3

Tomar conciencia de esto y advertir que ha perdido uno el


ansia de los bienes materiales o de momentos de placer terreno,
y que no existe otro anhelo digno excepto El, es el máximo mi-
lagro que se ha verificado jamás en nosotros. La Paz entra en el
corazón de quien comienza a sentir lo Divino palpitante en su
corazón y que lo llama de continuo con una voz interior: “Soy
Yo, soy Yo, soy Yo… ¡Confía!”
Entregarse a Dios es, a buen seguro, fuente de Paz infinita.
Muchos creen que esto es fe, en el sentido que a menudo se ha
querido dar a esta palabra: un remitirse ciegamente a una vo-
luntad exterior. Pero en verdad no es así. No es, por cierto, cie-
ga la entrega: primeramente El nos da infinitas pruebas de los
cuidados que nos prodiga. Sería suficiente una sola prueba de
esas para tener fe estable y duradera; mas El sabe que somos de
poca memoria y por esto repite una vez y otra Sus gestos de
amor. Luego, de pronto calla. No es, como podría parecer a un
cerebro humano, que El se haya cansado. Desea cambiarnos y,
así como la madre comienza a limitar sus muestras de afecto
exterior para con el hijo que crece a fin de ocuparse de los pe-
queños y favorecer al propio tiempo la maduración del mayor,
así retira el Señor Sus favores exteriores para enseñarnos a ver
con inteligencia a los inferiores y para que apreciemos lo que El

3 Curso de Verano, 1990, XV,14, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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concede íntimamente al alma. Nuestras protestas son sólo un


índice de escasa madurez y, las más de las veces, de grave in-
gratitud.
Si sólo pensásemos en la enorme ventaja que hemos tenido
de conocer a un Ser como Sai Baba a cuya sombra sólo tenemos
frescura, frutos, brisa, solaz y serenidad, comprenderíamos lo
absurdo de nuestro pedido de cuidados materiales por parte
Suya.

El devoto debe estar dispuesto a aceptar todo con ale-


gría como un don de Dios (…) Un diamante de mucho
valor, ¿brillará con todo su esplendor si no se lo somete
a entalladura y así es llevado a su nitidez? Del mismo
modo, cuando es sometido el hombre a pruebas, tribu-
laciones, dificultades, pérdidas y sufrimientos, se evi-
dencia su valor auténtico.4

Casi todos los discursos de Baba tienden a infundir devo-


ción al inquiridor: fe que no pide El para Su Persona Física,
aunque resulte lo más entrañable del mundo. El trata de orien-
tar al discípulo a nutrir una fe en el Sí, vale decir: en la Reali-
dad Divina que mora en el corazón de cada uno (de “sí”) y que
El representa en lo exterior sólo por la necesidad de que los
sentidos humanos se apoyen en algo físico, en el proceso de la
búsqueda de Dios.
En la falta de fe en lo Divino radica la falta de fe en sí mis-
mo. Es esta la enfermedad difundida y grave de la humanidad.
Aunque el hombre actual aparece mucho más seguro de sí has-
ta el punto de ser arrogante, es en realidad muy frágil, porque
deposita su confianza en sus cualidades exteriores y no en las
cualidades divinas que alberga, sin saberlo. Como he dicho, la
humildad no consiste en el desprecio de Sí, sino en el desprecio
de los productos de nuestro ego, el pequeño “Sí”, el sí ignoran-
te de su dimensión divina.
Si no transformamos la confianza en nuestras posesiones
psicológicas por la confianza en el auténtico patrimonio espiri-
tual del Atman —vale decir: el Espíritu Divino, que ha elegido
el cuerpo humano como habitáculo—, la catarsis sobrevendrá

4 Idem nota 3, III,37.

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por un proceso doloroso al que seremos sometidos por el Médi-


co diligente, para curarnos. Su intervención podrá ser dramáti-
camente quirúrgica o bien sutilmente homeopática: podrá
acontecer algo traumático que despertará nuestra conciencia, o
bien los eventos que hemos creado y querido se mudarán en es-
pina que arroja fuera la otra espina, metida bajo la piel.
En la vida de los Santos, este procedimiento catártico siem-
pre ha tenido la tarea de provocar el derrumbe definitivo de la
falsa confianza en sí mismo, para exaltar la confianza justa de-
positada en el Sí. Escribió San Juan de la Cruz: “Las comunica-
ciones que en verdad provienen de Dios, tienen la particulari-
dad de humillar y elevar el alma al propio tiempo: puesto que
en este sendero, el descender es escalar y viceversa”.5

La conclusión del proceso es la aniquilación total del pro-


pio “Yo”, para la exaltación de Dios: del no-sí al Sí, de lo que
no es al “Aquél que es”. La literatura bíblica y litúrgica marca-
da por el desprecio de sí y la petición de misericordia y perdón
tiene la finalidad de instilar en nosotros este pasaje de lo físico
a lo metafísico. Por desdicha, en la historia humana, por que-
rer a toda costa que sobreviva una visión de Dios en sentido
dualista —para que nos entendamos, un “tú” y un “El” separa-
dos e independientes— la aniquilación del sí se ha traducido en
una destrucción total de los valores divinos presentes en noso-
tros, entregando a una bondad caprichosa el hilo de esperanza
de salvación: “Si Dios quiere, me salvaré; si El lo quiere, saldré
de ésta”. A la espera de que El quiera, se abandona el fiel al pe-
simismo, porque al no estar animadas sus acciones por la fuer-
za de la decisión propia, éstas no evolucionarán nunca.
Que quede claro: la Gracia de Dios debe ser invocada; pero
esa invocación tiene la finalidad de despertar en el corazón hu-
mano la Fuerza que ya reside en él. Es como si esa plegaria co-
rrespondiese al promemoria del director en un banco recién
elegido, quien de modesto empleado en su vida precedente, de-
be recordar ahora que tiene obligaciones, así como derechos de
mucho poder. Por ejemplo, ya nunca volverá a estar tras la ven-
tanilla de un banco, como tampoco tendrá que mendigar suge-
rencias acerca de cómo administrar su capital. El dinero y las
estrategias para administrarlo están allí, a su disposición. Debe

5 Notte, II, 18.2.

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poner atención y energía para manejarlos con máxima ventaja


para sus clientes como también la propia, desde luego.
Quien se entrega por completo al Señor, experimenta este
poder, que siempre redunda en provecho propio, incluso cuan-
do ese favor no corresponde a los cánones ordinarios del rédito
humano. En verdad, deberían bastar todas las ocasiones en que
se ha manifestado el poder infinito de la Providencia divina pa-
ra tranquilizar también en los momentos en que los sucesos ya
no corresponden a lo que pide nuestra condición humana. Es el
caso de la multiplicación de los panes y de los peces que realizó
Jesucristo, y es el caso en que repite Baba ese fabuloso milagro
aún en la actualidad, cuando multiplica alimento para centena-
res de millares de peregrinos que a El acuden. La intervención
de Jesús fue como un premio dado a todos cuantos por seguir
Sus pasos y Su palabra, olvidaron traer provisiones consigo.
Nada doblega tanto el Deseo divino a nuestras necesidades co-
mo el descuidarlas por hallarnos concentrados en el Señor: es
un peso que siente sobre sus hombros el Señor y que nunca pa-
sa por alto.
Lo he visto muchas veces en Prashanti Nilayam, cuando,
con ocasión de alguna fiesta grande como la Solemnidad de
Ganesha o el Cumpleaños de Sai, el Avatar en persona dirige y
organiza el modo de ofrecer honrosamente Su casa. Tras un
darshan esperado de modo especial y manifestaciones folklóri-
cas de gran fiesta, quien se queda sentado en el piso desde al-
gunas horas atrás comienza a sentir el borboteo de su estóma-
go y la incomodidad de los huesos y la espalda que ya no tole-
ra tal postura. La idea de seguir esperando puede desalentar,
pero he aquí que aparece Sai Baba con brío y cuidados mater-
nales, acciona extendiendo sus brazos a derecha e izquierda y
apuntando con su dedo para llamar a los sevaka, voluntarios a
Su servicio; llegan luego cantidades de estudiantes trayendo
cestas completas de prasad, confituras magníficas bendecidas
por la Mano Divina que, satisfecha la necesidad de azúcares,
suavizan el espíritu. Es como una comunión, una comida con-
sagrada por la Presencia Divina y da todo Su Amor. Hallo este
momento siempre conmovedor: el Señor se apiada de los mi-
llares de fieles y los nutre en cuerpo y alma con un dessert de
amor.

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Su piedad y misericordia se extienden desde las vastas


asambleas hasta los seres aislados. Su compasión es infinita y
no se limita a los seres humanos. Quien ha asistido al festivo es-
pectáculo de Su Cumpleaños, recordará con cuánto esmero dis-
pensa El en persona comida a las vacas lecheras y a la elefanta
llamada Ghita. Extiende sus delgados brazos para dar de comer
a la elefanta en la boca, mientras acaricia su trompa con amor;
en reconocimiento de ello rodea el paquidermo Su cuello con la
trompa y Le sopla aire en el rostro para refrescarlo. Ghita es un
ejemplo de animal devoto que sólo vive para su Dueño: cuando
es introducida al recinto del mandir, si ve a Baba desde lejos,
corre hacia El como una exaltación y de pronto se detiene ante
El, adorándolo con todas las zalamerías de que es capaz. Lue-
go, cuando Baba se aleja de ella para atender otros asuntos, se
queda Ghita con el cuerpo y la mirada vueltos hacia El, como la
aguja de una brújula que señala siempre el Norte, y se hamaca
con su mole enorme en una danza extática, siguiendo los movi-
mientos de su Dueño. En verdad es un ejemplo increíble de de-
voción, y creo que no por casualidad se sirve Baba de él para
enseñar a propósito de Sí mismo.
La mirada siempre fija y concentrada en la Divinidad crea
en cada uno de nosotros un estado de orden que atrae hacia sí
más orden, como un imán: la armonía que el devoto experi-
menta lo eleva por sobre toda preocupación. Esta armonía se
transforma en paz interior y en la seguridad de no tener ningún
tipo de problema, y en torno de la tranquilidad de espíritu flu-
ye de modo natural lo necesario para la vida, incluso la mate-
rial, del devoto. Verdadero devoto será aquél que ve el resulta-
do positivo de todas las cosas. Devoción es, pues, vivir en el
éxito de todo empeño; bien entendido, el éxito es el referente a
la propia evolución espiritual y no sólo a la material, sin ex-
cluir, no obstante, esta última.

La devoción al Señor puede alcanzar en el área psíquica un


nivel tal que el hombre común definiría como “locura”. En
efecto, los grandes Santos fueron considerados locos, casi siem-
pre. Recuérdese a San Francisco de Asís, quien dejó olímpica-
mente plantados a sus progenitores, desnudándose en la plaza
pública, para que no quedase sobre su cuerpo nada del patri-
monio paterno y poder declararse entonces absolutamente po-

192
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bre. Pensemos en Sri Ramakrishna Paramahansa, quien se re-


volcaba por el suelo desbandándose, porque se consumía en el
deseo de Dios e incluso llegó a blandir la espada, para poner
punto final a su vida, por juzgar hueca una en la que no se ha
realizado lo Divino: escena esta que recuerda el gesto de Abra-
ham, en su premura por sacrificar a su hijo Isaac, cuando el
mandato procede de la voz imperiosa de la Divinidad que habla
en el corazón.
Entre las rarezas de santos que anhelan a Dios con pasión
de enamorado que se destruye por su amada, quisiera recordar
un episodio referido en la época de Krishna y frecuentemente
mencionado por Sai Baba como ejemplo de devoción intrépida.
Lo dejo por entero a la vivacidad del relato del mismo Baba.

Para poner a prueba a algunas personas que tenían ele-


vada opinión de sí, fingió Krishna tener una insufrible
jaqueca, cosa insólita en El, y se vendó la cabeza con
una toalla. Rukmini, Satyabhama y otras mujeres del
hogar, preocupadas, Le hicieron miles de preguntas pa-
ra saber qué le ocurría y acerca de los pormenores de su
malestar, cuál era el remedio adecuado y así sucesiva-
mente. Se limitó a contestar Krishna: “Es tan fuerte este
dolor, que me resulta insoportable. Podría empero libe-
rarme de él aplicándome en la frente polvo de los pies
de un gran devoto”.
En ese instante entró Narada y las mujeres se dirigieron
a él y le rogaron que las ayudara a liberar a Krishna de
tanto sufrimiento. Pero cuando Narada le preguntó a
Krishna qué podía hacer, obtuvo la misma respuesta que
las mujeres: “El polvo de los pies de un gran devoto”.
Narada creyó que Satyabhama era la persona adecuada;
pero la mujer estaba en un gran aprieto: para Krishna
era una simple esposa y habría sido condenada si hu-
biese osado ponerle en la frente el polvo de sus pies.
Adujo Rukmini las mismas razones y ambas dijeron a
Narada: “Para El, nadie es devoto como tú. Curará
Krishna con el polvo de tus pies”. Pero él tampoco se
atrevía a tanto. “Si lo hiciese —respondió—, me conde-
naría amén de perder privilegios adquiridos”. Evidente
es que todos juzgaban sacrílego a un gesto de ese tipo.
Mientras tanto, quejábase Krishna y gritaba a causa del

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dolor intolerable… Narada inquirió: “Swami, dime Tú


dónde puedo encontrar la medicina que pides”. “Ve a
ver a las Gopis: ¡tráeme el polvo de sus pies y el dolor
de cabeza pasará!” Llegó Narada al poblado de Gokula,
en menos tiempo del necesario, recitando el nombre de
Dios. Corrieron las Gopis a su encuentro y preguntaron
ávidamente acerca de Krishna.
“No Lo he visto nunca tan mal. Tiene fortísimo dolor de
cabeza y he venido a buscar aquí alguna medicina con
qué curarlo”. Preguntaron las Gopis si podían preparar-
le una tisana o algo de esa suerte, mas Narada contestó
que Krishna quería el polvo de sus pies. Sin titubeo una
de ellas fue corriendo a casa para traer una sábana, so-
bre la que todas sacudieron el polvo de sus pies, reu-
niendo así bastante cantidad… “Ve corriendo Narada,
¡ve a verlo ya para liberarlo de Su mano!”
Estaba el sabio asombrado y perplejo. “¿Cómo se atreven
estas simplonas? ¿No saben el riesgo que corren? ¡Han de
haber enloquecido!”, pensó para sí, y les advirtió: “¡Con
su audacia se están condenando al infierno!” Pero no se
asustaron las Gopis: “En verdad, no nos interesa saber
que terminaremos en el infierno. Si Krishna está mal, pa-
ra nosotras no hay infierno peor que ése. Mas si nuestro
Gopala (Pastor) se cura, nosotras estaremos bien en cual-
quier parte. Lo importante es que se cure”.
Cuando llevó Narada el polvo a Krishna, Lo encontró
en perfecto estado. Estaba alegre y ya no Lo atormenta-
ba su cabeza. Había pasado la jaqueca en el momento
en que las Gopis se habían sacudido el polvo de sus pies
para ofrendárselo.
Este episodio enseña que hay que saber sacrificar el cul-
to de sí mismo, que se debe ser humilde y entregarse al
deseo divino. Las Gopis dieron prueba de auténtica de-
voción, porque no habían tenido en cuenta el riesgo a
cuyo encuentro iban; no habían pensado en que su ges-
to podía ser considerado sacrilego y que esto les habría
acarreado la condena. Krishna dijo que quien rehúsa
prestar ayuda por temor a que algo desagradable le su-
ceda, no es en absoluto un devoto.6

6 Discursos 1988/89, III,19/20, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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Nuestra cultura nos ha inducido a creer que devoción es ce-


lebrar muchos rituales, frecuentar los sacramentos, ir a misa y
comulgar mucho. Entre los católicos, el uso de comulgar duran-
te los nueve primeros viernes, a trueque de la promesa de la sal-
vación eterna —uso destinado a estimular al creyente a acercar-
se al sacramento— se ha tornado en una suerte de chantaje para
obtener el paraíso. Todo esto puede, por cierto, ser útil para
crear devoción, mas los ritos no son en sí mismos un síntoma de
amor y entrega a Dios. Su celebración puede servir hasta para
incrementar el business que se forma en torno a ellos, inevitable-
mente. Las instituciones religiosas, en efecto, viven de esto; mas
nada de esto interesa a Dios, y la verdadera religión tampoco
tiene nada para compartir con la “administración” de los sacra-
mentos. El sólo quiere un corazón puro y entregado por comple-
to a Su Voluntad. La devoción sobre la base del pedir —activi-
dad innegablemente vinculada con celebraciones de ritos y ple-
garias— se asemeja a un amor mercenario, donde el que dice
amar lo hace en realidad para obtener algo a cambio.
En mi posición actual de excomulgado, en que me ha sido
prohibida toda posibilidad de recibir los sacramentos, he sido
llamado a aprender el amor de Dios con todo mi ser, sin ofren-
das rituales, pero sí ofreciendo todo lo que me ha quedado. Por
esto, a pesar de la grave medida de la Madre Iglesia, hay júbilo
en mi corazón: proviene de la satisfacción interior de sentirme
por una parte libre de cosas exteriores y por otra, inatacable en
mi conciencia y mis sentimientos. No considero como un ultraje
mi “despido”, sino un estímulo para alentarme a la interioridad
y ser así devoto del Señor. Estoy descubriendo en esta nueva
experiencia una fuerza liberadora.

La devoción es como la verdad: libera y otorga paz.

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Capítulo XV

Paz entre Ciencia y Tecnología

E
n la antigüedad la Ciencia gozaba de gran estima entre
los pueblos y la búsqueda de lo Divino en su expresión
específica de ciencia teológica nada tenía que temer de
los descubrimientos del saber científico. Cada una de
ellas cubría un papel propio “en pos de la Verdad” y no había
disputas por la primacía. Era la época en que existían muchos
hombres sabios, la época de los Veda, revelaciones en que el de-
nominado conocimiento profano prestaba en realidad un servi-
cio divino.
Ya en aquella época se hablaba del átomo, pero el descubri-
miento de la partícula infinitesimal era motivo y acicate para
glorificar a Aquél que ha dado impulso de vida y energía cós-
mica al Todo. Se casaba pues la Teología con la Ciencia y su ma-
ridaje fue de lo más exitoso que existió sobre la faz de la Tierra.
Para mayor precisión, deberíamos diferenciar a estos cón-
yuges —las dos disciplinas— en ciencia metafísica y saber ex-
perimental, aunque esta diferenciación —que nace del prurito
de dejar claro que la teología es también una ciencia— se presta
igualmente a algún equívoco. En efecto, considerando como
ciencia metafísica un saber que parte de conclusiones no expe-
rimentables con los sentidos ordinarios, se nos propone una di-
visión del saber profano, mas sólo por el hecho de que este últi-
mo puede llegar a sus conclusiones sólo a través de los cinco
sentidos. Ambas ciencias —la metafísica tanto como la física en
sentido lato— necesitan en realidad, una experiencia que res-
palde sus inferencias.
Para ejemplificar, se llega al descubrimiento del calor del
sol a través de medición ideal, en el sentido de que nadie puede

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subir a la superficie del astro para medir la temperatura allí; no


obstante, para nosotros, también esta medición es propia del
campo empírico, esto es: verificable mediante algún instrumen-
to físico. No se llega al descubrimiento de Dios con los mismos
instrumentos ni las mismas inducciones, sino siempre a través
de la experiencia directa.
Muchos teólogos han creído llegar a la definición de Dios a
través de inferencias metafísicas; en cambio, éstas son sólo índi-
ces de dirección y forman parte de una señalización bien distin-
ta de la instrumentación necesaria para inducirnos al descubri-
miento y conocimiento del átomo. En este último caso son ne-
cesarios complejos equipos de información; en el primer caso
hace falta un corazón humano, abierto, sensible, bueno y puro.
Podrán descubrir ustedes una vacuna antigripal, siendo incluso
agresivos y crueles, pero jamás descubrir a Dios sin un espíritu
moderado, sumiso y noble.

Las organizaciones humanas, que arrastran consigo ambi-


ción, orgullo y jactancia, han inflado, con el andar del tiempo,
el poder de la ciencia metafísica, aislándola del campo científi-
co y contraponiéndola al saber experimental. Ha sido decreta-
da, así, la renuncia a toda investigación de lo espiritual; adoptó-
se por último el argumento de autoridad de las Escrituras y las
deducciones teológicas. De este modo ha muerto la metafísica
como ciencia y pasado a ser dogma. La investigación fue vista
como amenaza a la verdad constituida y a la organización que
se ha creado en torno a ella. Ha perdido vigencia el ansia de
Dios y dejado paso a la presunción de poseer cada uno la ver-
dad in toto.
No pudieron ya vivir de común acuerdo el saber experi-
mental y semejante presunción, y se divorciaron. Muchos cien-
tíficos, por cierto tiempo, se volvieron positivistas ateos y mani-
festaron aversión, cuando no absoluto desprecio, por la actitud
anticientífica de los “guías de almas”.
Se creyó por mucho tiempo que había antagonismo entre
ambas ciencias y que no eran necesarias una para otra. Jactán-
dose cada cual de su primacía, terminaron entrando en compe-
tencia y conflicto, como en el caso Galileo.
No obstante, ambas no son más que una salvación para el
hombre: el saber experimental salva al hombre con su tecnolo-

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gía y le allana la vida; la ciencia metafísica orienta el pensa-


miento humano hacia las realidades divinas. Por cierto, un
hombre que ha podido disfrutar del generoso confort ofrecido
por la tecnología, estará más favorecido en teoría si se decide a
ocuparse luego de las cosas “celestiales”; no ocurre lo mismo con
quien ha alcanzado un saber metafísico: esa es una dimensión
que puede ayudarnos a trascender las necesidades humanas.
No son interdependientes estas ciencias, mas pueden ser de
considerable auxilio recíproco. Y es ésta la razón por la que ha
creado Sai Baba ciertas escuelas universitarias, donde el saber
científico debe casarse con el espiritual:

Los estudiantes del sistema escolástico Sai deberían vol-


verse pioneros, al impregnarse de cultura profana y sa-
grada combinadas entre sí con juicio y armonía y acer-
cándose así al saber científico tanto como al espiritual.1

La actualidad está asistiendo a un renacimiento de las po-


tencialidades implícitas en la ciencia, de las cuales el hombre de
hoy está aprendiendo copiosas lecciones para la vida espiritual.
El mayor obstáculo para la colaboración entre ciencia y teología
es debido en principio a falta de diálogo. Ciertos descubrimien-
tos y postulados científicos nos llevan a rememorar ciertas afir-
maciones védicas.
Para poner un ejemplo: ya atribuyó Kepler un sonido a ca-
da planeta para significar que el Universo entero es una sinfo-
nía ordenada; esta teoría halla consentimiento pleno en los Ve-
das, donde se afirma que Dios, quien se manifiesta en todo el
Cosmos, es primordialmente Sonido; y sintetiza Sai Baba estos
hechos con una frase de infinita profundidad:

El silencio que rodea a los sonidos externos es Dios;


dentro de este silencio está el sonido eterno del OM. De
él nacen todos los otros sonidos.2

Por obra de Kepler y Galileo, la Tierra ha perdido el privile-


gio de ser el centro del Cosmos. Andando los años se supuso

1 Curso de Verano, 1990, V,19, Mother Sai Publications, Milán, Italia.


2 Coloquios, XXVII,1, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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que el Sol ocupaba una posición de preeminencia en el Univer-


so, mas al cabo se halló también que, pese a nuestro afecto por
él, a causa de la relación íntima entre nosotros y su luz y calor,
el sol es apenas un cuerpo celeste entre millares de millones de
estrellas que pueblan el Universo y, por añadidura, está entre
los pequeñuelos. En lo sucesivo se advirtió que incluso nuestra
galaxia es tan sólo una entre tantas. Los dos eminentes astróno-
mos del siglo XV habían formulado ya la hipótesis actual de la
uniformidad y de la isotropía del Universo: hablando claro, no
existen en el Universo puntos preferenciales, sino que todos los
mundos son a la manera de caballeros de la mesa redonda, pa-
rejos entre sí pero en el centro de todo también.
Ahora bien, si a través de los siglos la astronomía ha descu-
bierto que las teorías precedentes caían siempre en error por
miopía, tendiendo a ver siempre un detalle del Todo e inter-
cambiándolo luego por el Todo, ¿por qué dudar de que se corra
el mismo riesgo en Teología? Lo que veían los teólogos de po-
cos siglos atrás es, a buen seguro, fruto de una visión parcial y
no puede quedar entrampada la Ciencia de Dios en unas pocas
teorías fijas e inmutables, así como la astronomía y la física. En
su progreso, estas ciencias están superándose a sí mismas, sin
impedimentos y sin prejuicios. El error principal de toda cien-
cia se basa en estar desligada del resto de los conocimientos
que, sólo por no ser específicos, al parecer no guardan conside-
ración entre sí de una ciencia a otra.

La ciencia es fragmentaria en grado sumo y su aproxi-


mación a la realidad se logra a través de lo ilusorio (ma-
ya), lo cual es un modo muy peligroso de proceder. La
ciencia no conoce siquiera la realidad que hay detrás de
la química y la física; aproximadamente cada diez años
deben ser abandonadas o bien modificadas viejas ver-
dades a causa de los resultados de la investigación. Por
lo tanto, cuando el hombre quiere trazar un parangón
entre el mundo espiritual de Baba y la ciencia, está com-
parando una ciencia cuyos fines no conoce con una ver-
dad espiritual de la cual es parejamente ignorante. La
ciencia ve de los datos de los sentidos hacia abajo; el es-
píritu parte de los sentidos pero va hacia lo alto. Tampo-
co sabe nada la ciencia acerca de los enormes agujeros

200
201

en el sol, a través de los cuales soplan vientos que regu-


lan su temperatura. La ciencia es sólo un acertijo. Para
un verdadero saber, es necesario tener el conocimiento
total y omnicomprensivo de Baba.3

Creo que otra de las causas del pecado de presunción come-


tido por la Teología es el haber querido sustituir a la Fe. La Teo-
logía no es fe; simplemente puede suministrar materia suficien-
te para tener fe. He dicho puede, ¡porque no es infrecuente la
pérdida de la fe por obra de la teología misma!
La fe no puede remediar con sofismas todo lo que la ciencia
o la teología no sabe explicar, ni la teología debiera formular
dogmas que están en clara contradicción con las leyes de la na-
turaleza. Por ejemplo, la resurrección final de los cuerpos es ya
vista por todos con los mismos ojos de conmiseración con que
vemos en la actualidad las llamas del Infierno o el Purgatorio.
La Ascensión de Jesús y la Asunción de María, a pesar de que
en las distintas historias sagradas no es infrecuente hallar la tra-
dición de cuerpos que suben al cielo desapareciendo de la vista
de los asistentes, plantean sin embargo serios problemas tanto a
la física como a la ascética. Se pregunta la primera donde pue-
den estar ahora esos cuerpos, cuánto tiempo sobrevivirán a la
ley del deterioro y qué importancia tendrá el papel que revisten
debido a su sobrenatural salvamento; la segunda se pregunta
por qué, tras una enseñanza basada por completo en la supera-
ción del cuerpo y la trascendencia de los sentidos, de su concu-
piscencia y la materia en general, el destino final de lo que se
ha trascendido con esfuerzo triunfa ahora en todo su esplendor
“físico”, con todo un metabolismo y una potencialidad de senti-
dos y órganos que acaso tienen, apenas, una finalidad orna-
mental.

Estoy convencido de que incluso ciencias amplias como la


astronomía y la física, la biología y las ciencias naturales, o bien
la matemática y la geometría pueden pasar a ser aliadas ópti-
mas del hombre de fe y están en condiciones de avivar muchos
sentimientos divinos. El verdadero hombre de ciencia ha situa-
do su estudio en una visión “holística”; vale decir: universal,

3 Ver nota 2, VIII,4.

201
202

total y omnicomprensiva. Medi, Einstein, Hawking, Capra y


otros no son simplemente físicos y astrónomos, sino teólogos
también, porque no quedan aprisionadas sus visiones en un
manojo de fórmulas, sino que se explayan en todas las modula-
ciones con las que puede sintonizarse toda ciencia.
Fue Einstein auténtico hombre de ciencia que afirmó:
“Quiero saber cómo ha creado Dios este mundo. Quiero cono-
cer Sus pensamientos. El resto son detalles”. Se objetará tal vez
que esta posición sea interpretable como un fideísmo no objeti-
vo, pero ¿cómo es posible estudiar un cuerpo humano sin con-
siderar la psiquis que habita en él? ¿Qué puede hacer un médi-
co si no cuenta con la colaboración interior y espiritual del pa-
ciente? Del mismo modo, ¿de qué sirve estudiar el universo sin
tener buena cuenta del Alma que mora en él?

En tal sentido, considero que la teología dará lo máximo de


sí misma en cuanto vaya asida del brazo con las demás ciencias:
una ciencia que busca a Dios debe cuestionar todas las otras dis-
ciplinas también, no reprobarlas o amenazarlas con que está en
contra de presuntas posiciones de verdad. Las otras ciencias
gustarán, así, de escuchar la opinión de una hermana que está
siguiendo un derrotero superior. Por esto ha instaurado Baba en
Sus escuelas y Sus institutos universitarios un método que abar-
ca los diversos aspectos del conocimiento, desde el profano has-
ta el espiritual; la armonía reina entre ellos.

No es verdad que la persona que ha llegado al pináculo


de la instrucción sea una persona evolucionada que ha
alcanzado además la cumbre de la sabiduría espiritual.
Saber y cultura no están por cierto vinculados como
causa y efecto. Aunque sea uno docto en ciencias profa-
nas, si no cultiva su mente, todo su saber no valdrá más
que menguadas baratijas. El sistema educativo que ins-
tila cultura integral y purifica todo lo que se ha aprendi-
do, imperará entre los sistemas.4

La filosofía oriental opera con su habitual nobleza discrimi-


nativa un distingo léxico entre ciencia del hombre y ciencia de

4 La Sabiduría Suprema (Vidya Vahini), Ed. Errepar, Buenos Aires, Argentina.

202
203

Dios: a ambas se las denomina Vidya, pero a la segunda se la


especifica como Brahma-Vidya, o también Brahma-Jñana. Es in-
teresante advertir cómo Sai Baba las relaciona entre sí.

Existen dos tipos de Vidya o ciencias: la Vidya material


y la Vidya espiritual. Es necesario convencerse de que la
verdadera ciencia es la Ciencia de Dios (Brahma-Vidya)
(…) La Vidya material es en realidad rama de la Brah-
ma-Vidya; cuando se la usa para los hechos del mundo,
proviene no obstante de Dios (Brahman). Así como la
ceniza, que procede del fuego, cubre al mismo fuego, así
la Ciencia que proviene de la Ciencia de Dios (Brahma-
Vidya) cubre a esta última. Así como el velo verde de al-
gas cubre al estanque aun proviniendo del mismo estan-
que; así como la helada que cubre el hielo procede del
mismo hielo; así como las nubes generadas por el sol lo
recubren; del mismo modo la ciencia material (experi-
mental), que se origina en la Ciencia de Dios, cubre a es-
ta última. La Ciencia de Dios se ocupa solamente del Es-
píritu (Atman). Brahma, o Dios, significa Omnipotencia
y también totalidad o plenitud. En esta totalidad, la
Ciencia de Dios incluye el mundo material actual, el
mundo espiritual y todos los aspectos éticos de nuestra
vida. La Ciencia de Dios hace que seamos capaces de ver, ade-
más de todo, la verdadera forma de lo Creado.5

En la teología católica fue mencionada la ciencia entre los


siete dones del Espíritu Santo. Santo Tomás de Aquino atribuye
a la ciencia el cometido específico de “comunicar el recto juicio
acerca de las criaturas”6, con la finalidad precisa de inducir a
aprehender el verdadero valor y hacernos alabar a Dios a través
de ellas.
Quienes dedican su vida al descubrimiento científico y, a
través de esta investigación continua terminan obteniendo ver-
daderas revelaciones acerca de lo metafísico, tienen la misma
oportunidad que debería tener un exégeta que estudia las Sa-
gradas Escrituras. Siempre me sorprende sobremanera el escep-

5 Sanathana Sarathi, revista mensual de Prashanti Nilayam, 1977.


6 Ad scientiam proprie pertinet rectum indicium creaturarum: ST II-II, 9,4.

203
204

ticismo de algunos hombres de ciencia: su frialdad en el campo


religioso deriva acaso de la presunción de estar en condiciones
de obtener ciertas pruebas de laboratorio acerca de lo que no
puede ser sometido al examen objetivo de microscopios y pro-
betas. Falta tal vez al científico la sabiduría que le muestra el
sentido ilusorio de las cosas materiales; el sentido de la oque-
dad que no había pasado inadvertido en cambio para Santa Te-
resa de Avila, cuando definió “juego” como la mundana varietas
que nos rodea; en su biografía la santa afirma: “El mundo es
una ingente mentira por la que caemos arrollados”.
Sin embargo este mundo, que es sólo una puesta en escena,
tiene nobilísima finalidad: instruir a su huésped de mayor mi-
ramiento, el hombre. En efecto, aun cuando la Naturaleza es
ilusoria y cambiante como una cantante de cabaret, deja un
mensaje en cada función. Incluso le atribuye Sai Baba el papel
de Maestra: La Naturaleza es el primer gurú.

No sabe renunciar el hombre a sus ilusiones y a su idea


ilusoria de cuerpo, a pesar de todas las enseñanzas de la
Naturaleza y de Maestros. Es por esto indispensable li-
berarse de las ilusiones del mundo físico. Pierden tiem-
po los hombres, no advirtiendo que nada es de su pro-
piedad. Esta es una realidad que debe ser comprendida
mientras se está en vida. Y la Naturaleza es una excelen-
te Maestra de ello. La primavera que recién se ha ido
volverá. Las estaciones se repiten. La luna se esconde,
sale luego. Enseña el mundo que el agua del río y la ju-
ventud se van para no volver. Se habla de gurú y de
Maestros, mas ¿quién es el verdadero Maestro? ¿No es
acaso la Naturaleza, que suministra tan nobles y gran-
diosas lecciones?7

Los fenómenos que acompañan a la Persona de Sai Baba


desconciertan al científico, que desea captar su secreto. Los lilas
que nos muestran asombrosas transformaciones de la materia
—aparición y desaparición, creación de la nada— son el pro-
ducto de una Mente Total y Omnicomprensiva.
Cuando el Dr. Bhagavantam, Director del Instituto Nacional
de Ciencias de Bangalore, conoció a Sai Baba alrededor de 1960,

7 Discursos 1988/89, XXIX,6-7, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

204
205

dijo en un encuentro público: “Me sentía desorientado, en


aquella época, porque todos los fenómenos que había visto es-
taban en evidente contraste con las leyes de la física… Habien-
do estudiado estas leyes en mi juventud y sostenido durante
años su inviolabilidad en toda situación humana conocible, me
hallé frente a una natural disyuntiva…”8 A este eximio científi-
co materializó Baba en las manos un minúsculo Bhagavad Gita
en telugu partiendo de un puñado de arena.
Es, a propósito, distinta la actitud del científico al que atrae
Baba, porque los hombres son distintos: quien tenga un cerebro
empedernido por teoremas racionales seguirá con su ceguera,
mas quien deje que llegue a su mente un poco de linfa sagrada
del corazón, ése verá.
Muchos se preguntan por qué razón una encarnación divi-
na desperdicia tiempo y energía mostrando tales fenómenos, a
diferencia de Jesús, por ejemplo, que ha sido menos pródigo en
juegos divinos. Por mi parte, creo que el Avatar adapta la pro-
pia energía y personalidad a los tiempos en que se encarna: es
esta la era de la ciencia, pero la de la ignorancia también. Sigue
sin tener noticias de ciertas cosas la Ciencia y así deja escapar el
concepto filosófico de mundo aparente. Los lilas de Baba, tan
abundantes cuanto simpáticos, tienen la finalidad de confundir
al ignorante y hacer pensar al científico serio. Digamos por aña-
didura que, en una época en que ciencia y tecnología creen ha-
ber alcanzado el paraíso, muestra el Avatar cuán lejos está aún
el verdadero paraíso y cómo los “milagros” actuales de la cien-
cia y la técnica pueden ser sustituidos por los secretos que po-
see Dios en cada campo de lo físico. El mundo de nuestros co-
nocimientos respecto de los de Dios se asemeja a la imagen có-
mica de un planeador queriendo competir con una nave espa-
cial de poco tamaño.
No menosprecia Baba el esfuerzo humano; tan cierto es, que
ha querido El mismo un hospital superespecializado y ciertas es-
cuelas de renombre, pero desea recordarnos que el camino por
recorrer es largo aún y, con respecto a éste, la ciencia humana de-
be convivir pacífica y humildemente al lado de la divina.

8 Murphet, Howard: Sai Baba, el Hombre Milagroso, Ed. Errepar, Buenos Ai-
res, Argentina.

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207

CUARTA PARTE

AMOR: EL FRUTO
AL QUE TODOS ASPIRAN
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Capítulo XVI

Amarse a sí mismo

N
o creo que en el mundo exista una palabra, con toda
la realidad que ella evoca, que haya estimulado tan-
to el pensamiento, la literatura y la vida de los hom-
bres como ésta: amor. Esto se debe, acaso, al hecho
de que —como dice Sai Baba— nosotros estamos constituidos
de amor, nuestra íntima naturaleza es amor. Ya si no quisiéra-
mos reconocerlo, ya si nuestra vida estuviera constelada de
eventos tristes y odiosos, ya si nos hubiésemos comprometido a
realizar una misión de odio y atrocidad, el amor seguiría ha-
ciendo pulsar nuestra existencia.
Nuestro interés por el amor es tal que, aun desde puntos de
vista bien distintos entre sí y hasta de matices absurdos, cada
frase de nuestra vida quiere ser contraseña de esta realidad.
Desde el primer instante de su existencia en el vientre materno
quiere ser el niño amado y cuidado, cada ademán del infante es
un llamado al amor y atención maternos y paternos; lucha el
chiquillo para captarse el amor de los padres, que a menudo
debe compartir —celoso— con algún hermano u hermana; el
adolescente comienza con la experiencia de los primeros sabo-
res del amor de a dos, cuando, presa fácil de una atracción irre-
sistible, se implica en las primeras e ingenuas redes afectivas.
Luego la juventud, con la búsqueda del partner adecuado, la vi-
da de pareja con las primeras crisis que, especialmente en pre-
sencia de los hijos, requiere una inversión de aptitud en el pedi-
do de amor y una mayor disponibilidad para dar; la madurez y
la vejez, cuando los más comienzan a volver por donde han ve-
nido, a la fase en que se pide afecto, asistencia, consuelo y
amor.

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En el mundo jamás nadie diría que no quiere ser amado; in-


cluso un masoquista, en su espasmódica búsqueda de hacerse
daño, ama algo que le dé satisfacción y bienestar. Lo que resul-
ta extraño es el hecho de que el mundo esté tan enfermo de ne-
cesidad de amor, y al mismo tiempo, no logre satisfacerlo. In-
merso en el amor, reclama el hombre a gritos su hambre y sed
de amor, agonizando a menudo en las aguas mismas del amor.
¿Por qué vivimos esta terrible contradicción?

Si nos preguntaran “¿Sabes amar?”, cualquiera de nosotros


contestaría afirmativamente y tejería elogios de las propias ha-
zañas por las que quieren ser dignos de mención entre quienes
saben amar. Mas ¿cómo se comportan los hombres, de hecho?
Obsérvenlo ustedes en la vida diaria. ¿Cuántas veces les
han dicho: “Si necesitas algo, ten presente que aquí estoy yo.
¡Pobre de ti si me entero de que no has tenido en cuenta mi
ofrecimiento!”; y cuántos de ustedes luego, en la necesidad
apremiante, tras haber formulado tímidamente un pedido, se
han hallado frente a una cadena de dificultades insuperables
que vuelven imposible la ayuda pedida? ¿Cuántas veces la ne-
cesidad de ustedes ha tropezado con dificultades presuntas o
reales de quien se ha ofrecido a ayudarlos? O bien, quien les ha
prometido una ayuda hace algo de alboroto, agita las aguas y
pide a diestra y siniestra, mas el resultado es negativo, siempre,
porque él no sentía en su corazón el impulso de ayudarlos. O
peor aún —¡y no me digan que no les ha sucedido nunca!— es-
tán jadeando ustedes por algún esfuerzo enorme, físico o mo-
ral, y alguien les pregunta “¿Necesitas ayuda?”, y cuando por
educación o miramiento, no osan ustedes decir “Sí”, el salvador
de ustedes se considera tranquilo con su conciencia, y acaso
piensa: “Bueno, yo, la mano se la he tendido… Si la rechaza es
problema suyo”.
Hay muchas situaciones que podrían ser incluso graciosas y
adecuadas para llenar un libro de chistes. Cuántas veces tras
haber realizado un trabajo físico fatigoso, se me presenta con
toda normalidad una persona que me dice: “Si me lo hubiese
pedido, se lo habría hecho yo. ¿Por qué se esfuerza tanto?” De
este modo, mi conclusión respecto de estos ridículos aconteci-
mientos es que la timidez o el excesivo miramiento echa a per-
der posibilidades de recibir ayuda. Para no mencionar las veces

210
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en que el momento de la necesidad de ayuda y el del ofreci-


miento de ayuda no coinciden, o bien esta última se presenta
pocos instantes después de haber resuelto ustedes su dificultad.
Existen, además, quienes demuestran magnanimidad ofrecien-
do cosas que no podrán dar jamás.
La cosa debe ser vista, desde luego, también por el revés;
¿cuántas veces nosotros también hemos renunciado a insistir
un poco en dar una mano a un tímido, o hemos estado distraí-
dos frente a las exigencias ajenas, o generosos al prometer lo
que no teníamos?

Las religiones de todos los tiempos no han hecho más que


predicar el amor y el servicio al prójimo, lo cual no parece ha-
ber tenido buenos resultados. La primera religión a la que dedi-
ca el hombre toda devoción es pensar en sí mismo para granje-
arse el máximo bienestar, no importa si muchas veces atropella
con tal fin los derechos ajenos. La inclinación a amarse sería sa-
na si no estuviese sujeta a un qui pro quo. Esto es: que pensar en
sí mismo no es falta horrible: todo depende de qué se entiende
por “sí mismo” y qué camino se toma para amarse.
En general se cree, por ejemplo, que el uso de una libertad
absoluta en todo tipo de elección es motivo suficiente para go-
zar de satisfacción completa y vivir felices y contentos. Libertad
es la palabra que seduce a todo hombre y no como palabra sino
como efecto; entusiasma incluso a animales y plantas… y no
quiero dejar de mencionar el reino mineral, por cuanto advierto
que, como a menudo sabe hacerlo, la Naturaleza es Maestra su-
prema, y a Ella cedo el sitial del maestro. En efecto, también en
el mundo mineral vemos que asoman las rocas de las profundi-
dades de los mares para formar bellísimas montañas, que es-
tando ya fuera pierden, empero, su forma originaria e incluso
la consistencia, se resquebrajan a través de los milenios, ruedan
cuesta abajo, en fragmentos puntiagudos primero, luego como
piedras pulidas por los torrentes y por último, arrastradas por
anchos ríos, se reducen a finísima arena que vuelve al mar. Un
solo mineral muestra la máxima riqueza y esplendor. El dia-
mante. Su historia es una enseñanza de gran alcance espiritual:
éste debe su esplendor a una vida rígidamente claustral en las
vísceras de los magmas que, solidificándose, han ejercido infi-
nidad de presiones sobre lo que en un comienzo era simple car-

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bón, algo así como la sencillísima punta de un lápiz. La ense-


ñanza divina de esta historia reside aquí: su primigenia y apa-
rente pérdida de libertad, lo ha transformado de instrumento
endeble en brillante de insuperable dureza, capaz de hacer inci-
siones y quebrar a todo otro elemento. El diamante es el Avatar
del Reino Mineral y al propio tiempo uno de los elevados ejem-
plos por medio de los cuales la Naturaleza, en las esferas más
sólidas y consistentes de Su manifestación, explica la noble ge-
nerosidad con que da de sí.
Acerca del tema del amor hacia sí mismo, surge espontánea-
mente la pregunta de qué trato debemos reservarnos si quere-
mos gozar de libertad máxima. Será imperiosa la tentación de
gozar de una libertad inmediata y fácil, eludiendo la inhibición
de nuestras inclinaciones naturales. Nadie nos impedirá, por
cierto, gozar de la libertad inmediata, comer alimentos que oca-
sionen supremo deleite al paladar; nadie nos frenará si quere-
mos dedicarnos a los vinos exquisitos y los beberemos hasta
embriagarnos; nadie tendrá el derecho de prohibirnos cual-
quier placer que la cama nos ofrezca. Mas, ¿podemos argüir
que es esto señal de amor para con nosotros mismos? Si tal ali-
mento nos produce fiebres y tumores, si tales bebidas nos lle-
van al endurecimiento del cerebro y la diversión sin escrúpulos
deteriora la sangre, ¿es esto índice de un gran amor de sí o, an-
tes bien, de voluntad suicida inconsciente?
Sólo tras este examen podremos comprender el sentido de
la exhortación evangélica: “Ama a tu prójimo como a ti mis-
mo”, por cuanto no es verdadero amor el ofrecer a un hermano
todo tipo de libertad, lo cual lo llevará a la ruina física y espiri-
tual. Si el criterio para amar al prójimo es el amor de sí, antes
de amar al otro habremos de saber cómo amarnos a nosotros
mismos y qué se debe entender por “sí mismo”.
El sufrimiento del mundo se debe principalmente a esta
grave enfermedad: la incapacidad del hombre de amarse a sí
mismo, lo cual, dicho en otros términos, es la desconfianza en sí
mismo. Por eso, una enseñanza básica de la predicación de Sai
Baba radica en devolver confianza a la gente, en reponer las
fuerzas de los desconfiados e infundirles coraje, cuando todo
parece malogrado. “Si no creen en ustedes mismos, que se ven
en existencia, ¿cómo podrán amar a Dios, al que no ven?”, dice
el Gran Maestro de Verdad.

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El primer tratamiento que dar a esta alma inquieta e insatis-


fecha de sí es el sugerido por el profeta Elías, cuando oyó la voz
que le dijo: “Deténte en el monte, ante la presencia del Señor”.1
En aquella oportunidad, esa Presencia no se manifestó como
viento impetuoso, ni terremoto, ni llamarada, sino suavísima
brisa. La mayor parte de los hombres termina perdiendo la con-
fianza en sí y naufraga, por ende, en el desprecio de sí, por la vi-
da caótica que lleva: cada acontecimiento es vivido neurótica-
mente. Para narcotizar los conflictos producidos por un día de
estrés, está el hombre en la búsqueda desesperada de placeres y
sensaciones. El ansía olvidar la tristeza de fondo que alberga en
su corazón y destruir el estado de insatisfacción e infelicidad; él
tiene, en verdad, pleno derecho a esa libertad. Las causas de la
infelicidad pueden ser de lo más variado: una relación matrimo-
nial en decadencia, hijos que comienzan a ocasionar problemas
o la situación política para nada tranquilizadora. La conclusión
es siempre la misma: el hombre no está contento de sí y esto ge-
nera una angustia más devastadora aún. “¿Por qué razón debe-
ría fiarme de mí —piensa— si marcha todo tan mal, si cada uno
de mis deseos deja de realizarse y naufraga?” Lo más grave no
radica en la tristeza y el descontento, sino en la convicción de no
poder remediar nada porque todo anda mal a causa de la propia
ineptitud. En verdad, pasar por alto la suprema potencia que
mora en nuestro fuero interno y que se ofrece a nosotros apenas
la hayamos reconocido, constituye un insigne fracaso.
Tener confianza en sí mismo no significa confiar en a propia
naturaleza heredada, hecha de perspicacia, agudeza intelectual,
belleza y prestancia física, elocuencia, riqueza y patrimonio;
significa amarse a sí mismo en cuanto expresión de lo Divino,
encarnación de Dios, personificación de El, con toda nuestra
fragilidad física o incluso moral. Similar a como lo explicaba
San Pablo: Virtus in infirmitate perfecitur: “Mi potencia —respon-
dió el Señor a los reclamos de Pablo— se manifiesta plenamen-
te en mi debilidad”. Hasta el punto de que el Apóstol de las
Gentes, fortalecido por la promesa de la Gracia Divina, osó glo-
riarse de las propias debilidades y concluir: Cum enim infirmor,
tunc potens sum: “Cuando soy débil, es cuando soy fuerte”.2
1 I Reyes 19,11.
2 II Corintios 12, 9-10.

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He aquí la solución que sugiere Baba:

Con el amor de Dios lograrán llevar a cabo cualquier co-


sa. Por elevado que fuere el grado de cultura o riqueza y
comodidad que un hombre tenga a su disposición, si no
siente confianza en el Sí, será oprimido por el miedo. El
primer requisito es la confianza en sí mismo. Sin ésta, no
tendrán éxito en nada y nada les dará satisfacción.3

El primer nivel de amor se expresa, pues, en el amor hacia


sí. No se trata de un amor que puede ser mal interpretado o to-
mado por una invitación a la presunción; no nace como pro-
ducto de nuestro ego, sino de la Energía Divina que mora den-
tro de nosotros. Quien cree en esta Energía, recibirá de ella todo
poder y será omnipotente como Ella lo es: omnipotencia de la
confianza en Dios, con la diferencia de que, en esta oportuni-
dad, Dios no es visto como algo externo y distante de nosotros,
sino como Realidad viva que puede darnos bienaventuranza y
éxito. Por eso, muchos supuestos ateos, llenos de confianza, op-
timismo y generosidad para con el género humano y toda for-
ma de vida, son más religiosos que los llamados fieles que alar-
dean de una primacía por acercarse a los sacramentos, pero ca-
recen de esperanza y alegría y son destructores de la serenidad
ajena.
Si en el mundo demasiadas personas están enfermas de
desconfianza y son víctimas, por ende, de una serie de circuns-
tancias desdichadas que se repiten, es por una falta de confian-
za en el Atma, el espíritu que mora en nosotros, o bien una con-
fianza equivocada en capacidades humanas que se supone ad-
quirida por méritos propios.

La primera razón (del fracaso) es que no tienes confian-


za en ti mismo, confianza que debería provenir de la
convicción de ser en verdad una forma de lo Divino. La
segunda es confundir lo Divino que hay en el hombre y
la humanidad misma, perdiéndose en la búsqueda de
placeres sensoriales.4

3 Discursos 1988/89, XXX,14, Mother Sai Publications, Milán, Italia.


4 Coloquios, LVI,8, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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Dan ganas de afirmar que Baba se desarma (sería un antro-


pomorfismo inadecuado, empero) por convencernos de que so-
mos divinos, que Dios está en nosotros, que nosotros somos
Dios y que, por esto, nada debemos temer y el éxito puede son-
reírnos. Su enseñanza fundamental es ésta: Tú eres Dios, com-
pórtate, pues, como tal.
El se proclama Dios, no por vanidad o para llamar la aten-
ción y suscitar la adoración del mundo, sino únicamente para
facilitar al hombre la aproximación a lo Divino, tras haber de-
mostrado ampliamente y por todos los medios que a través de
Su cuerpo de hombre está siempre en acción la potencia de
Dios; al devoto que goza de ver en El al Señor del Universo le
repite:

Ya que Yo les guste, ya que no les guste, Yo soy de uste-


des y ustedes son Míos, incluso si Me odian y se quedan
lejos de Mí. ¿Qué necesidad tendría, pues, de atraerlos e
impresionarlos con la exhibición de Mi amor y Miseri-
cordia para que me adoren? Yo estoy en ustedes, y uste-
des están en Mí: no hay diferencias, ni distancias. Aquí
(en Puttaparti) han venido a su casa; ¡esta casa es de us-
tedes, no Mía! Mi casa es su corazón.5

Aun si estamos tentados de proyectar a Dios fuera de noso-


tros y nos viene bien verlo en El, que no desmiente la propia
Divinidad, El nos encarece prestar la mayor atención a la Sus-
tancia que El contiene. Cuando estamos con El en Puttaparti
puede incluso darse una suerte de disminución de fervor hacia
Su Persona; en cambio, cuando estamos en nuestra casa, algu-
nas veces una sola mirada a una foto Suya, instantáneamente
nos pone en contacto profundo con Su Corazón. Puede suceder
que nos conmovamos mirando una imagen Suya a diez mil ki-
lómetros de distancia y no tener ningún sentimiento particular
ante Su Presencia concreta. Sucede esto porque allí, en Putta-
parti, hemos arrancado Su Esencia de nuestro corazón, no po-
demos tenerla ahora dentro de nosotros, pero mirando a El,
hombre de carne y hueso, nos gusta ver a Dios fuera de noso-
tros. Nuestro amor está proyectado todo hacia afuera; de este

5 Diario Espiritual 2, pág. 150, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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modo, mientras recibe esta “ilícita” extrapolación nuestra, apro-


vecha para recordarnos dónde gusta El morar, dónde está Su
Casa y nos recomienda que veamos nuestra casa en El.
Esta es la razón por la que atribuye Sai Baba tanta impor-
tancia al servicio prestado al prójimo: El no necesita ver dirigi-
do nuestro amor a Su Persona, no pide nuestra adoración para
Su Cuerpo. El es Suma Beatitud y nuestro más grande amor na-
da añadiría al Suyo; en cambio, el menor servicio prestado a
nuestros hermanos es un verdadero acto de adoración a El, a Su
Amor.

216
217

Capítulo XVII

Amar significa “querer bien”

A
la mayor parte de los hombres la palabra “amor” no
les suena a algo desagradable. Casi todos están de
acuerdo en considerar que amor es sinónimo de bie-
nestar y deleite pero, en especial, de placer. El rumbo
del placer y los métodos para perseguirlo a través del tiempo
han cambiado las connotaciones del amor y, teniendo en cuenta
que no se puede negar que, donde haya bienestar físico y psí-
quico, el autor primordial de la situación deseable es siempre el
amor —para sí o para otros u otras cosas, no importa—, lo cier-
to es que este Autor de vida, pese al rostro que asuma, no po-
drá ser juzgado mal, nunca.
Existen, en efecto, varios niveles de amor, que sólo el per-
verso manejo de intelectos adiestrados para obedecer a normas
éticas parciales ha mancillado y suscitado juicios morales nega-
tivos. Por ejemplo, la sexofobia, cultivada durante siglos por le-
gisladores ni siquiera observantes del mismo código emitido
para gravitar sobre las conciencias, hace pensar en las severas
advertencias de Jesús, quien acusó de hipocresía a quienes
“Atan pesadas cargas y las echan a las espaldas de la gente, pe-
ro ellos ni con el dedo quieren moverlas”.1
No he citado este aspecto de la vida por el habitual prurito
morboso de que termine el argumento en un tema que se da
por descontado, pero es siempre atrayente. La sexualidad, que
los moralistas cristianos han pintado siempre como expresión
diabólica y exorcizado con anatemas, hasta el punto de consi-
derar la maternidad como efecto colateral —¡por desdicha!—

1 Evangelio según San Mateo 23,4.

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imprescindible de una acción impura, ha sido vuelta a bautizar


por el sentido común del hombre moderno como expresión de
amor, aun con todos los riesgos que esta definición implica.
“Hacer el amor”, se transforma de este modo, en sinónimo de
tener una relación sexual completa y la expresión es usada tran-
quilamente también para indicar las relaciones entre animales.
En efecto, en el “hacer el amor”, hay una búsqueda —consciente
o inconsciente— de placer, vale decir de esa situación de bienes-
tar general de la que, como hemos dicho anteriormente, ningún
ser que pertenece al Reino de la Naturaleza, quiere sustraerse.
Es, por cierto, un primer nivel de amor, ¿mas quién puede
condenar al que se halla en los comienzos de su “Curso de Es-
pecialización” en el Ars Amandi, entendido aquí como verdade-
ro arte de conocer el amor y no como simple técnica de placer?
Puede decirse que en este “Curso” los grados de estudio corres-
ponden a la trayectoria de los siete chakras, vórtices de energía
que encuentra cada hombre en el propio cuerpo en forma sutil:
un movimiento de abajo hacia arriba; los primeros niveles de
materialidad, ascendiendo luego hacia la esfera de las emocio-
nes, de los sentimientos, del corazón hasta el grado excelso, el
del Espíritu. Inmoral sería juzgar pecaminoso a un curso evolu-
tivo. En el supuesto de que quisiera hablar uno de pecado, de-
bería ser reconocible éste en el uso de excesiva complacencia en
una esfera, pasando por alto la enseñanza ya impartida por ella
y evitando el superarla. No peca quien siente placer, sino quien
se entrega a éste invirtiendo todo su patrimonio del corazón,
mente y energías.
Una asignatura repetida con indolencia demasiadas veces
lleva al alumno a un estancamiento y desadaptación general,
así como una lección pasada por alto deja ciertos vacíos que, en
algún momento deben ser encarados nuevamente durante la
trayectoria lectiva. El hombre que se deja subyugar por los
amores del cuerpo, no es mejor que su perro, o que algún gato
de albañal; se arriesga, antes bien, a ser superado en ética por el
animal, puesto que, como es sabido, perros y gatos entran en
celo según determinadas estaciones y carecen de estímulo se-
xual cuando deben dedicarse por completo a la prole; el hom-
bre, en cambio, es capaz de hacer del sexo el fin último de su
vida. El estímulo sexual en el hombre ha trascendido los ritmos
de la naturaleza, a causa del hábito de buscar el placer ex profe-

218
219

so, independientemente de la necesidad de supervivencia de la


especie, a lo cual se añade el innegable papel de armonización
que reviste la sexualidad en la vida de la pareja humana.
De igual modo, si un monje sustituyese su frustrante casti-
dad, o creyese ser superior a sus necesidades físicas por haber-
se alejado de las ocasiones de pecado pero en su mente ardiese
de continuo el deseo, tal monje consumiría su ardor algún día o
bien lo incineraría en el fuego del pensamiento o llevando a ca-
bo su deseo. No es suficiente declararse inmune al miedo de
morir; hay que advertir cuál será la reacción cuando un día di-
cha reacción sea puesta a prueba en ocasión en que se arriesga
morir en verdad.
El afecto hacia una persona, cuando es intenso, puede tras-
cender incluso la necesidad de manifestarse por la sexualidad
y va más allá de la belleza y el agrado físico. Cuando en la pa-
reja enferma uno de sus miembros de un mal que vuelve a la
persona afectada todo lo contrario de apetecible, la prueba de
amor estará dada por un incremento de ternura que el otro de-
sarrolla respecto de la persona enferma. Semejante prueba será
capaz de llevar a niveles elevados el estado de amor entre dos
personas y, vencida la intolerancia hacia el ser minusválido,
puede santificar al conviviente sano hasta un estado de extre-
ma pureza.
Los casos en que el amor se manifiesta son tan diversos co-
mo las situaciones humanas: para cada una de ellas debe usarse
de comprensión y compasión. He aquí por qué los griegos defi-
nían el amor según la esfera en que vibraba: eros para la esfera
sexual, philia para el propio de la amistad, y ágape para el amor
convival y universal. Considero que la mejor definición de amor
se halla en la perífrasis usada a menudo en la lengua italiana pa-
ra decir a alguien: “Te amo”; esto es: “Te quiero bien” (ti voglio
bene). Esta expresión es, a mi criterio, la mejor explicación etimo-
lógica de “amor”. Amar significa “querer el bien” de otra perso-
na o el de otros. Puede parecer trivial este descubrimiento, mas
no lo es, y trataré de demostrarlo sucintamente.
Admitamos que todos quieren estar bien, pero también es
cierto que todos quieren (más aún: pretenden) recibir el bien.
Nadie rehusará ser amado, si este amor lo glorifica y le brinda
todo bienestar. El mundo necesita amor y lo anhela con todas
sus fuerzas. ¿Por qué, pues, si todos anhelan el amor, agoniza el

219
220

mundo por ausencia de él? Si es verdad que nadie se rehusará


al amor y si jadea el género humano por falta de este oxígeno,
tal cosa significa grave falla en el mecanismo de dar amor y re-
cibirlo. Desde luego, todos quieren amor, mas pocos están dis-
puestos a ofrecer el propio. Todo ocurre como si la plaza de un
mercado estuviera llena de gente que quiere adquirir, pero na-
die vende. Se arriesgan variadas excusas para justificar la falta
de gente generosa con el propio amor: porque dar no gratifica;
porque no se gana nada dando; porque no se reconoce el gesto
y porque incluso puede ser castigado uno por ello… ¿Cómo re-
solver el problema? Hay sólo una manera; que comience al-
guien a dar, a amar sin reclamar remuneración, en forma gra-
tuita, digamos. A buen seguro, habrá entonces quien reciba ese
amor y será feliz por ello. La misma persona que ofrece sentirá
la dicha de haber hecho feliz a otro. Un infortunado menos en
el mundo; mejor dicho: dos menos.
Esta es, afirmo, la razón por la que ha hecho Sai Baba del
servicio al prójimo el leit motiv de su predicación: servicio ofre-
cido sin ego; servicio otorgado por el solo hecho que la persona
servida no es otra que Dios en carne y hueso, Dios bajo las ves-
tiduras de un tullido, un anciano, un enfermo o un indigente:
servicio prestado con el convencimiento de entrar en relación
con Dios.

Considerar a los demás como hombres y limitarse a de-


cir: “servirlos es servir a Dios”, eso no es sinceridad; la
mente se movería a lo largo de dos conductos. Debes
aprehender de lleno la Gloria de lo Divino; comprender
que lo Divino mora en cada ser humano; creer que el
servicio al Hombre es sólo servicio a Dios. Unicamente
de este modo tendrás derecho al puesto. ¿A qué título
mayor que éste debiera aspirar uno? Si se efectúa en
cambio el servicio para tener estima, honor y gloria y si
en la mente hay avidez de la recompensa por el bien rea-
lizado, la frase “El servicio al hombre es servicio hecho a
Dios” no tiene significado alguno y tampoco se obtendrá
el resultado apetecido.2

2 Coloquios, LXI,24, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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221

Incluso cuando se entrega el hombre a obras caritativas, es-


tá tentado de realizar sólo lo que gratifica; sacrificará, sí, algo
de lo suyo; lo hace sin embargo, para seguir un capricho: no tie-
ne en cuenta lo que le hace falta; dicho de otro modo: la propia
necesidad. Si amar implica “querer el bienestar” de otra perso-
na, toda atención deberá ser dirigida a respetar los deseos y ne-
cesidades de quien pide ayuda, naturalmente dentro del respe-
to primario a la verdad y la justicia.
Hay quienes creen que, para saldar sus deudas con Dios,
obrarán bien ofreciendo accesorios u objetos preciosos a una
iglesia; el Señor no necesita, con todo, de nuestros ornamentos
y, en verdad, de iglesias tampoco. Como dice San Juan Crisós-
tomo, “el cuerpo de Cristo que está en el altar no necesita abri-
gos, sino almas puras; necesita cuidado en cambio quien está
afuera. Aprendamos pues, a pensar y honrar a Cristo como él
quiere. En efecto, el honor más grato que podemos tributar a
quien veneramos es lo que él mismo quiere, y no lo que noso-
tros escogemos (…) No quiero con esto prohibirles que donen a
la iglesia. No. Pero les suplico prodigar, con estos dones y aún
antes que ellos, la limosna. En efecto, Dios acepta dádivas en su
casa terrenal, pero mucho más agradece la ayuda dada a los po-
bres. En el primer caso obtiene provecho sólo quien ofrece; en
el segundo, quien recibe también. Allí el obsequio podría ser
ocasión de ostentación: en cambio, aquí es limosna y amor”.3

El servicio prestado sin interés personal ni egoísmo es siem-


pre testimonio de entrega. Amar, en el sentido de “querer el
bien de otra persona” es —en nuestra sociedad actual especial-
mente— una verdadera prueba, un desafío. No por casualidad
dijo San Pablo del amor, que es bien tan precioso que las demás
cualidades —poseer don de lenguas, ser generoso hasta dar el
propio cuerpo a las llamas, ser heroico, tener sabiduría, don de
profecía, etc.— no tienen ningún valor sin aquél. Es una prueba
de examen que vale 10, matrícula de honor y beso en la frente.
La escasez de hombres que se dedican con coraje a esta prueba,
debería suscitar mayor empeño en superarla: una osadía orgu-
llosa, que dejaría buenos frutos.

3 De Homilías del Evangelio según Mateo, Patrología Griega, LVIII, págs.


508/509.

221
222

Ser amables con personas que no lo son con nosotros, o más


aún, con quien nos ve y trata como enemigo, es menos fácil que
sacar de la billetera un óbolo para mantener a un niño del Ter-
cer Mundo. Una actitud de afabilidad nos parece incluso con-
traria a la naturaleza respecto de quien nos trata con encono; el
hombre, sin embargo, que no es sólo un mamífero, expresa dig-
namente su naturaleza de ser divino cuando ya no se ve como
individuo separado, ya no se reconoce como un “yo” frente a
un “tú”, sino que vislumbra sólo un “nosotros”.

Cuando se ofrece ayuda a alguien, es cierto que sólo se


puede dar lo que se tiene. Nadie podrá ofrecer cosas o valores
que no posee. Se cree por lo común que lo importante del dar
se manifiesta en acciones materiales, en cambio lo primero que
cada uno de nosotros puede dar es de naturaleza espiritual.
Cuando nos encontramos con una persona, entonces damos y
recibimos. La primera impresión que suscitamos en los demás,
las primeras palabras, el primer gesto o la expresión del rostro
es lo que damos. La impresión que causa nuestra actitud inme-
diata subvierte a menudo el antiguo refrán de que “el hábito no
hace al monje”. Tampoco debe ser pasado por alto el hecho de
que los pensamientos “viajan” como ondas electromagnéticas y
pueden ser recibidos del mismo modo en que una radio recibe
una señal.
Por esto, la reflexión precedente acerca del tema del nemo
dat quod non habet —nadie da lo que no tiene— debería ser mo-
dificada como nemo dat quod non est: nadie da lo que no es. Por-
que para dar es necesario algo más que tener: “ser”; será indis-
pensable orientar nuestra atención hacia lo que tenemos o po-
demos tener interiormente, verdadero indicio para saber quié-
nes somos. La mejor obra de caridad es realizada por quien ha
comprendido que debe ofrecer el propio ejemplo. Un bebedor
no podrá estimular nunca a la templanza, ni logrará un cleptó-
mano persuadir a un oyente de la importancia de respetar la
propiedad ajena. Un fumador nunca podrá elogiar el aire puro
ni sugerir técnicas para dejar de fumar.
Esta es la razón por la que padres, educadores y predicado-
res son útiles sólo cuando viven en sus vidas lo que quieren en-
señar o por lo menos demuestran el esfuerzo de practicar lo en-
señado. Y también ésta es la razón fundamental del fracaso en

222
223

la educación actual, la degradación de la escuela y la decaden-


cia de la Iglesia.

El verdadero devoto es el que pone en práctica lo que


predica y lo que describe como pureza de los tres com-
portamientos: pensamiento, palabra y obra. Grande es
el alma que sabe coordinarlos.4

Quien se profesa devoto de este Maestro o de aquél, de Je-


sús o Buda o de Baba, tiene un solo modo de demostrar la pro-
pia devoción y es el vivir íntimamente y en la práctica la ense-
ñanza aprendida. Ya que esa práctica no puede ser disforme,
siendo la Verdad Una, la unión se alcanzará fácilmente y nadie
podrá jactarse de poseer una mayor cantidad por méritos pro-
pios o del Maestro. Las sectas son un fenómeno actual: cuando
uno quiere defender la propia ideología con intransigencia o in-
tolerancia merece la calificación de sectario, que es sinónimo de
faccioso. ¿Qué necesidad hay de defender una ideología religio-
sa cuando es sabido que en el fondo de cada proposición parti-
cular hay una Universal idéntica para todos? El ejemplo que
puede dar una persona ideal no es nada más que lo que apare-
ce exteriormente, sino lo que corresponde en verdad a un ser.
El cuidado que dedica Sai Baba a la práctica de la verdad es
tal, que El ha adoptado un nombre alusivo —Sathya— y ya en
edad escolar había compuesto una obra teatral cuya finalidad
es demostrar cuán desagradable es la incongruencia de quien
predica bien y obra mal. Dejo la palabra al biógrafo de Baba, N.
Kasturi.

“Vale la pena detenerse en la vida de Sathya y sus activida-


des teatrales en la escuela. Shri Tammi Raju, el docente respon-
sable, pidió una vez a Sathya que escribiera y pusiera en escena
un argumento en telugu; Sathya se sumergió en la tarea con en-
tusiasmo. El drama tuvo buen éxito, no sólo por ser su protago-
nista un jovenzuelo —papel interpretado por el mismo Sath-
ya— sino en particular por ser su argumento el eterno pecado
del hombre, la hipocresía, ‘el no actuar como sientes que debe-

4 Discursos 1988/89, XXXIX,23, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

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224

rías’. El título era Ceppinattu Cesthara? (‘¿Concuerdan las accio-


nes y las palabras?’).
”Comienza la escena mostrando a una señora que lee el
Bhagavatam a otras mujeres, las cuales explican el significado
de los versículos. Ella dice que el deber de la dueña de casa es
ser caritativa con los merecedores, esto es: los minusválidos,
que no pueden ganarse el pan con el sudor de su frente y no
con las personas sanas y vigorosas que llevan una vida ociosa.
Luego, las mujeres se van y la señora queda sola con su hijito,
quien ha escuchado la plática con interés. Llega entonces un
mendigo, alborotando para llamar la atención, pero se lo re-
prende y echa. Poco después llega un mendigo vigoroso, de
vientre inflado, portador de un recipiente de cobre lustrado, lle-
no de cereales, y un tambura ricamente decorado. La madre lo
recibe con respeto, le ofrece arroz y monedas y cae a sus pies
pidiendo las bendiciones. El hijo está desconcertado; pregunta
a su madre por qué no ha hecho lo que ella misma había mani-
festado minutos antes, pero es aniquilado con una seca res-
puesta: Ceppinattu cesthara?, ‘¿Se puede actuar conforme a lo
que se dice?’ Irritada por la impertinencia del hijo que ha osado
impugnar la ética del comportamiento de los adultos, arrastra
la madre al jovenzuelo a la oficina del padre, funcionario in-
merso en el papeleo de una repartición superior de algún mi-
nisterio.
”Este espeta a su hijo un sermón acerca del valor de la edu-
cación, de cómo se debe estudiar y aprobar cada materia y cuá-
les son las dificultades inherentes a ello. Irrumpe entonces un
estudiante y pide apenas una rupia para pagar la cuota de asis-
tencia; de lo contrario, su nombre será borrado de los registros,
no podrá asistir a clase y será reprobado. El padre le dice que
no tiene dinero allí, y lo demuestra exhibiendo su billetera va-
cía. Pocos minutos después, entra un grupo de jóvenes emplea-
dos que solicitan su firma a título de contribución para un al-
muerzo de bienvenida en honor de un funcionario que en bre-
ve asumirá la dirección de esta repartición. Regocijado por la
idea, el padre recomienda que den un banquete de gran gala
para captarse la simpatía del recién llegado y se ofrece a pro-
nunciar el discurso de bienvenida; abriendo luego el cajón de
su escritorio, ¡entrega la enorme suma de 20 rupias!

224
225

”El niño, horrorizado frente a tal comportamiento, pregunta


al padre por qué ha obrado en contra de sus mismas palabras y
mentido al estudiante. Furioso se vuelve el padre hacia el hijo y
le dice: Ceppinattu cesthara?, ‘¿Deben los hechos acomodarse a
las palabras?’. Refunfuñando contra el niño, le ordena marchar
a la escuela sin demora.
”La escena se traslada allí. Sathya —vale decir: el Krishna
del drama— entra en el aula. El profesor aparece alborotado
porque al otro día visitará la escuela el inspector. Alecciona a
los niños para el magno acontecimiento y los previene respecto
a ciertas preguntas que podrán ocurrírsele al inspector: ‘Si el
inspector les preguntara cuántas clases hemos dado, responde-
rán que hemos llegado a la número XXXII, y no a la XXXIII, co-
mo ha sido en realidad. Les explicaré ahora la XXXIII, que ha-
bla de ‘Harishchandra’, de modo que mañana, cuando yo la ex-
plique ante el inspector, tengan listas las respuestas. Que nadie
deje escapar que la lección XXXIII ya ha sido vista en clase… ¡si
no quiere buscarse un severo castigo! Deberá parecer que la es-
toy explicando por primera vez mañana’. Así dice el maestro y
continúa con la enseñanza de los sacrificios de Harischandra…
¡por amor, etc.! al finalizar la clase, salen todos del aula excepto
Krishna, quien se queda en el aula para hacer al profesor la pre-
gunta que ya ha hecho dos veces ese día: ‘¿Por qué no obra Ud.
como aconseja?’. Se repite el rechazo: Ceppinattu cesthara?
‘¿Quieres decir que debería obrar el instructor según lo aconse-
ja?’. ¡Hipocresía, hipocresía por doquier!
”Cambia la escena: ahora estamos en casa de Krishna. Es el
día siguiente y hora de ir a la escuela, pero rehúsa hacerlo el
muchachito. Tira los libros, dice que es pérdida de tiempo con-
currir a la escuela y se obstina en el propósito de no estudiar
más allí. Trastornados, los padres mandan llamar al maestro,
quien acude de inmediato. Exclama entonces Krishna: ‘Si todo
lo que enseñan como madre, padre y gurú es sólo palabras o es-
critos; si todo lo que se aprende es desechable en el momento
de ponerlo en práctica, no comprendo para qué aprender nada’.
Estas palabras hacen recapacitar a los tres adultos presentes y
enaltecen al muchacho como Gurú, y desde ese momento en
adelante deciden decir la verdad y actuar conforme a ella.
”¡Tal es el argumento de la obrita teatral que Sathya escribió
a los doce años de edad! He querido hablar acerca de esto para

225
226

que entienda plenamente el lector la clarividencia y el vivo en-


tusiasmo por la educación del Joven Sai.”5

La alta señal de amor que podemos manifestar al prójimo


es, por tanto, prestar a la humanidad un servicio de verdad,
transformándonos y ofreciéndonos como ejemplos de virtud si-
lenciosa.
“Si tienen amor los unos por los otros, todos sabrán por lo
mismo que son mis discípulos.”6

5 N. Kasturi: La Vida de Sai Baba (Sathyam Shivam Sundaram), Ed. Errepar,


Buenos Aires, Argentina.
6 Evangelio según San Juan 13,35.

226
227

QUINTA PARTE

EL FRUTO SIN SEMILLA:


LA NO VIOLENCIA
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Capítulo XVIII

Dónde nace la violencia

M
uchos de nosotros hemos sucumbido a la idea de
que la violencia en el mundo es componente irre-
nunciable de él y aceptado la consecuencia sin cues-
tionar e investigar sus orígenes y causas. Han lle-
gado a mis oídos risitas irónicas cuando se cita el dicho evangé-
lico del “poner la otra mejilla” y en verdad no he encontrado en
mi vida a muchas personas dispuestas a ofrecerla, ni en la teo-
ría ni en la práctica.

La violencia es un dato de por sí doloroso, verificable a to-


do nivel de la vida, en toda esfera social; ¡incluso suele insi-
nuarse en los recovecos de ideologías pacifistas! En efecto, no
es infrecuente sorprender en actitudes agresivas a personas vol-
cadas a la no-violencia por elección humanitaria o religiosa. Es
obvio que no se puede ejercer coerción o desplazar actitudes re-
presivas para obtener paz y no-violencia. Equivaldría esto a cu-
rar la sordera con música de rock a todo volumen.
Es necesario dedicar un tiempo al análisis de este morbo
que ha afectado ya al planeta entero y la primera pregunta que
surge es la siguiente: si todos los hombres gustan del placer,
¿por qué van en pos de la violencia? En otras palabras, hay
buenos motivos para sospechar que el hombre gusta de la vio-
lencia porque encuentra placer en ella. ¿De qué naturaleza es el
placer que una persona o un grupo siente al abominar de otra
raza? ¿Qué satisfacción halla un espectador en una película en
que corren ríos de sangre y se usan atroces métodos de tortura?
Aunque ninguno de los espectadores querría ser víctima de los
delitos crueles que le gusta ver en la pantalla, me pregunto el
porqué de tal placer. En suma, ¿cuál es la raíz de la violencia?

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230

El deber mismo de las religiones ha sido siempre el de inhi-


bir la conciencia del violento, lograr que las hostilidades cesen
y aclarar lo absurdo de infligir dolor; ellas mismas —¡producto
humano al fin!— han caído a menudo en ideologías de violen-
cia. No por predicar la verdad se han demorado en torturar a
pueblos de distinta convicción religiosa, ni han faltado guerras
de religión o conversiones forzosas bajo presión o por persecu-
ción.
Pueden evitar ustedes el problema por un instante, adu-
ciendo el motivo de que no les compete, de que por constitu-
ción innata son no-violentos y aman la tranquilidad y la paz.
Pero también ustedes, en determinado momento, se verán en-
vueltos en una pelea furiosa con su compañera y saldrán de ca-
sa dando un portazo sólo por no irse a las manos. O bien el hijo
de usted, calmo y bondadoso por naturaleza ha llegado a casa
con moretones que le ha inferido un condiscípulo un tanto aca-
lorado, en la escuela. ¡En ese momento se ven obligados a plan-
tearse el problema!

Se cree, por lo común, que violencia es sólo la acción a tra-


vés de la cual se hiere o se mata. Antes de ello viene la frecuen-
cia con que aparece la violencia en la palabra, el comportamien-
to y los pensamientos. Cuando pensamos en alguien con odio,
estamos siendo violentos. Cuando insultamos a una persona,
estamos siendo violentos. Cuando callamos ex profeso algo que
daría gusto a uno y sólo le hacemos saber lo que mortifica, esta-
mos siendo violentos. Violencia no es simplemente andar con
una sevillana en el bolsillo; existirá cada vez que manifestemos
aversión contra alguien: el improperio dirigido al conductor
imprudente o las maldiciones que lanzamos en el pensamiento
contra quien ha desviado el tránsito, o bien el sentimiento de
venganza, o el propósito de fastidiar y molestar a los animales,
también.
Hay una raíz aún más profunda de la violencia, que reside
en la convicción de ser mejor que otros, de haber nacido en la
mejor religión, en el pueblo más civilizado y en la familia más
evolucionada. Los sentimientos de casta y religión son, a buen
seguro, los peores focos de violencia. Quien se cree mejor, ya no
está dispuesto a tolerar a otros, a quienes considera inferiores y
cada gesto o ademán de tal persona ostentará la huella del des-

230
231

precio de culturas que no conoce, por lo demás. La violencia es


una enfermedad que denota gravísima ignorancia.
El modo común de manifestarse la violencia es, en sus pri-
meras fases, la ira. Quien se encoleriza asume las monstruosas
connotaciones de un asesino potencial: ojos glaciales e inyecta-
dos en sangre, respiración jadeante, temblor de manos y labios,
palabras de fuego y pensamientos catastróficos. Si se llevaran a
cabo tales pensamientos, habría que constituir más cárceles y
manicomios que hospitales.
Varias veces ha sugerido Sai Baba una técnica para evitar lo
peor y contrarrestar el ímpetu fogoso de la rabia: dejar el lugar
en que ha estallado la bomba de la ira; estar en soledad por al-
gún tiempo, bebiendo a sorbos un vaso de agua fresca, mirarse
el rostro en el espejo para verificar sus alteraciones; recostarse
en la cama y respirar profundamente. Esta es una norma higié-
nica; mas hay otra que menciona Baba entre las cuarenta y seis
perlas, que son normas de conducta impartidas al devoto:

Cuando la ira te domina, adopta el silencio o bien re-


cuerda el nombre del Señor. Mejor aún, trata de no traer
a tu mente cosas que te enfurezcan. Es incalculable el
daño que provoca eso.1

Si fuese suficiente formular el propósito: “No quiero ser


violento” para resolver el problema de la violencia, sería senci-
llo y consolador. En cambio, la violencia requiere ser compren-
dida y observada, al igual que el dolor o una enfermedad: si no
se hace el diagnóstico correcto no se encontrará su tratamiento.
¿Cuál es la etiología del morbo “Violencia”? Si hemos com-
prendido la incidencia de nuestro “yo” con su sentimiento de
superioridad, habremos dado ya un paso rumbo a la cura. An-
tes de que haya asumido la violencia formas irrefrenables, debe
ser tenida bajo control, en observación constante. He aquí que
alguien me ataca y estoy a punto de perder la paciencia; estoy
por contestar, agrediendo con palabras y recuerdos desagrada-
bles; quiero ofender para castigar a quien me ofende… Si esta-
mos preparados para este examen instantáneo, lograremos de-

1 Coloquios, LV,34, Mother Sai Publications, Milán, Italia.

231
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tener la máquina a tiempo; pero si dejamos que la adrenalina


llegue al cerebro, ya no estará tan lúcida nuestra mente y lo que
saldrá de la boca carecerá de freno: un auto que baja enloqueci-
do por un camino de montaña ya sin una gota de líquido de
frenos y con el motor apagado.
Esta labor de observación debe hacerse con la mayor humil-
dad. Si comenzamos diciendo “Yo no quiero ser violento”, se
ha encendido ya la mecha del ego, que en algún momento hará
estallar la violencia. En efecto, como lo enseña Baba, las pala-
bras mismas —“yo” y “quiero”— impiden lograr paz y manse-
dumbre, porque ocupan el campo con una actitud de preten-
sión que en sí misma es agresiva y violenta.
Además, creen algunos que la no-violencia se alcanza cons-
truyendo el ideal de la no-violencia y volcándose a él con toda
la fe. También ésta es, empero, solución engañosa: el ideal des-
plaza el problema hacia afuera de nosotros cuando en realidad
éste está dentro. la etapa de la no-violencia se podrá alcanzar
cuando hayamos logrado mirarnos a nosotros mismos como en
un espejo y ver las deformaciones producidas por nuestros
comportamientos de ataque o de defensa, incluso cuando nos
atrincheramos tras el noble propósito de defender un credo. La
violencia que puede expresar un hombre cuando actúa en nom-
bre de una fe es inexpugnable y la más perjudicial entre todas,
porque halla sostén en la causa misma que la mueve. Los deli-
tos más espantosos (e imperdonables) han sido cometidos por
personas que creían actuar por voluntad divina. Citar a Dios
como causa para justificar la propia violencia es atroz traición
de la conciencia y al propio tiempo la raíz de toda la hipocresía,
que distingue a muchos supuestos religiosos. Afirmar que
“Dios así lo quiere”, tras las propias acciones violentas, además
de síntoma de presunción prevaricadora —¿quién puede escru-
tar, en verdad, el Deseo de Dios?— es un atentado imperdona-
ble de la Verdad.

Al afirmar Jesús en la célebre frase: “Ama a tu enemigo;


perdona a quien te hace el mal”, impartió una enseñanza de
magnitud, que todo buen egoísta debería tener en cuenta. Digo,
sí, todo egoísta, ya que en el perdonar a quien te hace mal hay
una ganancia infinitamente mayor que en el vengarse. No sólo
se trata de la ventaja concreta de la paz, sino también de una

232
233

ganancia sutil, oculta. Para comprenderlo referiré una anécdota


verídica sucedida en la India, en el ashram de Shri Maharaj,
gran Gurú que vivió en el siglo pasado en la India del Norte.
Llegó un día al ashram un hombre vestido de sadhu, quien
agredió al Maestro con palabras insultantes. Los monjes y los
brahmachari no pudieron soportar el escarnio y se aprestaron a
alejar al falso sadhu; incluso acudieron a las manos, cuando fue
necesario. Conocidas sus intenciones, Shri Maharaj los reunió y
les dijo:
“Puedo enseñaros cualquier técnica del yoga o el samadhi,
mas la lección de la tolerancia de las ofensas no se puede ense-
ñar. Por gracia del Omnipotente, se ofrece hoy una oportuni-
dad de aprender esta lección. Por eso, éste es el momento de
poner en práctica la tolerancia.”
Uno de los monjes dijo respetuosamente:
“Pido disculpas, pero Manu, el Señor, dice que no deben ser
toleradas las injurias al guru.”
Respondió Maharaj:
“Por cierto. Pero trata de reflexionar: ¿qué perdemos o ga-
namos cuando se nos calumnia? ¿Qué cambia? No hay varia-
ción en las cosas, aun después de las calumnias. No obstante,
las Escrituras sostienen que quien difama alivia el peso de los
pecados de mahatma calumniado. Desde este punto de vista,
los difamadores son colaboradores preciosos en la evolución es-
piritual. Los santos reputan a los calumniadores del mismo mo-
do que a los devotos de alto vuelo. En efecto, los devotos nor-
males logran el poder espiritual por medio de su servicio solíci-
to y veneración; el calumniador no pide nada para sí: antes
bien, con la maledicencia absorbe los pecados ajenos. Por ello,
estas personas desvergonzadas son nuestros devotos de mayor
miramiento, de los cuales obtenemos beneficio continuamente.
Pensemos nosotros en hacer bien nuestra tarea y dejemos que
ellos hagan bien la suya.”
Con estas palabras Shri Maharaj aconsejó a los monjes que
desistieran de todo intento agresivo contra el falso sadhu. Por
otra parte, éste, tras haber vomitado insultos durante una hora,
fue a sentarse exhausto bajo un árbol cercano, para recobrar el
aliento. Se le acercó Shri Maharaj y le habló así:
“Hace bastante rato que te ocupas en dar lecciones de inju-
ria. Has de estar cansado. Reposa ahora.”

233
234

Ordenó luego a los brahmachari que le sirvieran confituras,


fruta y bebida fresca. Pareció contento el calumniador. Al finali-
zar la comida, el Maestro ordenó a los monjes que le dieran dos
rupias para el viaje de regreso.
Pasados algunos días, el calumniador se presentó en el ash-
ram, transformado por una nueva felicidad, y dijo:
“Gloria a su Maestro”. Dirigiéndose luego a Shri Maharaj:
“Perdóneme, Maestro. He cometido un craso error”. Y no deja-
ba de pedir disculpas por su comportamiento de marras.2
De este modo, como bien se puede apreciar en este episo-
dio, no resistirse a la violencia otorga beneficio también desde
el punto de vista kármico, en el sentido de que la calumnia o
las injurias son como esponjas que absorben los deméritos cose-
chados por las malas acciones.

Incluso rodeado por millares de personas siempre cambian-


tes, usa Sai Baba de un arte —que con justa razón puede lla-
marse Divina— para enseñar la lección de la humildad en la
aceptación de insultos, diatribas e injusticias. “La maledicencia
respecto de Dios es tan vieja como el mundo”, dijo a un devoto
un día y en mil ocasiones, aun en viajes recientes, a personas
que lamentaban la inclemencia de la crítica y la polémica áspe-
ra de algunos católicos para con Sai Baba mismo y Sus devotos;
infundió, pues, coraje a todos diciendo que no hay motivo al-
guno para preocuparse, en especial si la maledicencia proviene
del espíritu pendenciero y envidioso.
A Sus estudiantes del college se propuso a Sí mismo como
ejemplo:

Estudiantes, pueden creerme o no, cuando digo: “¡Des-


conozco el dolor, las preocupaciones y la adversidad!”
Puede felicitarme o venerarme alguno, criticarme o di-
famarme algún otro. En ambos casos será por su volun-
tad y por su gusto: el hecho no me da ningún fastidio.
Mi actitud para con quienes me injurian es la siguiente:

2 De Strange facts about a Great Saint, de Raj R.P. Varma, Jaipur (India). El
opúsculo es una biografía breve de Swami Brahmananda Sarasvati Maha-
raj, uno de los más ilustres Shamkaracharya del Jyofir Math en la zona del
Himalaya (Badarikashram).

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si me ofenden o me regañan abiertamente, digo: “Se lo


lleva el viento”; si me insultan en silencio, dentro de sí,
digo: “Perjudícanse sólo a sí mismos, por cuanto sus
pensamientos no me afectan”. De un modo u otro, ¿por
qué debería preocuparme?3

Ante todo, Amor, mientras haya vida. En lo que a Mí res-


pecta, ¡puedo decir que echo más bendiciones sobre quie-
nes Me denigran o difaman que sobre quienes Me vene-
ran y Me adoran! Puesto que quienes difunden mentiras
acerca de Mí sienten alegría, soy feliz de ser la causa de
su regocijo. También ustedes deben adherirse a este mo-
do de pensar y ser felices si alguien los empuja al descré-
dito. No reaccionen difamando a su vez, puesto que los
atará a ambos la cadena del odio arrastrándolos hacia lo
ruin y su vida se trocará en drama.4

Vivir en estado de no-violencia es propio de los grandes


Santos y Sabios. En efecto, sólo ellos, habiendo pasado por va-
rias disciplinas, han dominado la propia naturaleza y consegui-
do que ni un solo pensamiento, palabra o acción sea ofensivo
para algún ser, ya humano, ya animal. La no-violencia es tam-
bién la causa primera de que los indagadores espirituales han
optado por no nutrirse de carne o pescado en lo futuro.
De la no-violencia mana un inmenso amor universal, amor
que se vuelve indistintamente hacia todo ser, visto como expre-
sión única e irrepetible de lo Divino. Muchas veces ha dado Sai
Baba en Su vida ejemplos de mansedumbre y amor, y continúa
dándolos, tratando con especial afabilidad a personas no apre-
ciadas en general por su moralidad. También demuestra El tier-
no amor hacia los animales y la naturaleza que rodean Su ash-
ram. Por la tarde, al canto de los bhajans, se congregan alrede-
dor del templo bandadas de pájaros de distintas especies.
También es de especial relevancia el hecho de que Sai Baba
vive escoltado por algunos centinelas sin armas; son los estu-
diantes que compiten en vigilar durante la noche la puerta del
Templo de Su morada. El atentado del 6 de junio de 1993, en

3 Cursos de Verano, 1990, XIII,36, Mother Sai Publications, Milán, Italia.


4 Sanathana Sarathi, revista mensual de Prashanti Nilayam, VII (1993).

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236

que han perdido la vida dos de Sus fidelísimos seguidores, de-


muestra cuán indefensa está su custodia frente a la desconside-
rada violencia del mundo. Siempre ha existido en la historia del
hombre la oveja dócil que con la propia vida satisface la sed del
violento. Por cierto, quien ha dado la vida por la del Avatar,
merece con justa razón el título de “Mártir”, cuyo significado
etimológico es “Testigo”.
Si se ha dicho que “nadie es capaz de amor más grande que
quien da la vida por el ser que ama”, ¿qué deberá decirse de
aquél que ha dado la vida por amor a la Persona del Señor?

236
237

Capítulo XIX

No-violencia es evitar
el mal padeciéndolo

A
mor, en su perfección máxima, significa voluntad fir-
me e irreductible de no ocasionar daño alguno a nin-
gún ser de los que pueblan este maravilloso univer-
so. Hay en el mundo un solo pueblo que ha com-
prendido esta verdad a fondo: el pueblo hindú. Por eso el terri-
torio hindú ha sido escenario de grandes eventos espirituales y
ha albergado a encarnaciones divinas y santos de envergadura.
Se dice —estudios e investigaciones lo sostienen y un día no le-
jano, estoy seguro, descubrimientos revolucionarios lo confir-
marán— que el mismo Jesús ha vivido largo tiempo en la tierra
de Bharat. La India es como el corazón que da la vida al mun-
do, gracias al infinito patrimonio ascético y místico allí reunido
y transmitido a los siglos venideros desde milenios atrás.
En efecto, la tradición hindú ha habituado a sus hijos al res-
peto máximo por toda vida. Por cierto que la India actual ha
perdido mucho de aquella tradición; también ella padece el
mal que afecta al mundo entero y por esto no tiene asidero la
objeción fácil y descontada de que en ese país se reiteran en la
actualidad episodios de violencia feroz. La historia de un pue-
blo debe ser vista en el conjunto de sus milenios y no en la par-
ticularidad de un siglo. Los reinos de la India de antaño eran
gobernados por rajás de noble sabiduría y los pueblos de aquel
entonces gozaban de un verdadero clima paradisíaco. Fue Occi-
dente quien llevó la prepotencia y el encono a esa tierra y ense-
ñó al pueblo la ley de la selva. La Autobiografía de Gandhi es
claro testimonio de esta realidad.

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238

Ya sea el indio budista o hindú, demuestra por su cultura o


por su crianza respeto y veneración extraordinarios hacia toda
forma de vida. Cada animal, incluso el insignificante insecto,
merece su espacio de vida; flor, hoja o árbol no es cortado si no
es especialmente útil al hombre. Sé de un yogui que solía ali-
mentarse exclusivamente de hierbas secas, para no infligir daño
alguno a las plantas y sé de otros que, aun nutriéndose de ve-
getales, antes de cortarlos se inclinaban respetuosamente ante
ellos, pidiendo el permiso de utilizarlos para la manutención
de la vida. Hay en la India un grupo religioso cuyos miembros
se cubren la boca para impedir que microbios e insectos peque-
ños pierdan la vida entrando por las vías respiratorias.
Estas precauciones parecen demenciales al occidental, mas
atestiguan la consideración que tiene este pueblo para con to-
das las formas de vida. El hindú ve a Dios en cada cosa y ha sa-
bido actuar lo que los occidentales hemos comprendido sólo
con palabras y escrito en tantos versos.
“…Todas las cosas / guardan orden entre sí y esto es mane-
ra / de que el universo se asemeje a Dios”, declara Dante en el
Paraíso (I,103-105). “Toda la realidad es de Dios”, había dicho
Pío XII en su radiomensaje navideño del año 1954. Y San Pablo,
en Romanos 11,36, exclama solemnemente: “Porque de El, por El
y para El son todas las cosas”.
Por desdicha, estos aforismos sagrados han quedado sin
efecto para nosotros: por esto hemos hallado una razón de esta-
do para lanzarnos a la guerra, una razón de legítima defensa
para matar, una razón de subsistencia para criar, viviseccionar
y masacrar animales y una razón de economía para destruir in-
mensos bosques.
En honor a la verdad, se está verificando entre nosotros una
suerte de conversión por el respeto de la vida animal. Se ad-
vierte una rebelión contra quien practica, tolera o sostiene in-
cluso ideológicamente la bidisección; cada vez son más las per-
sonas que tienen un cuidado especial para con los animales do-
mésticos, hasta tratarlos incluso como a personas convivientes;
los entes públicos ponen manos a la obra para el repoblamiento
de la flora y fauna forestales y proteger a las bestezuelas inde-
fensas de la caza indiscriminada. Es un progreso que reconfor-
ta; reconfortaría más aún si se usara el mismo cuidado respecto
de los seres humanos, para no caer en la moral perversa de un

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amor entrañable por el animal, en contraste con un odio feroz


hacia los semejantes.
La gente que contempla con superficialidad el amor que
sienten los hindúes por la naturaleza, no puede comprender la
elevación espiritual de tal veneración, para con la vaca, por
ejemplo, considerada sagrada. Esto no significa que para los
hindúes no sean sagrados los demás animales; sintetiza la vaca
características “maternas”, y por ende divinas, como para me-
recer reconocimiento y respeto.

En definitiva, la Naturaleza entera gravita en un movimien-


to en espiral hacia Dios, del que constituye el Cuerpo. Dios,
aun entendido de manera dualista, no padece de masoquismo;
jamás infligiría ningún daño al “propio Cuerpo” y, siendo el
hombre encarnación de Dios y parte de ese Cuerpo, al propio
tiempo, no debiera suscitar dolor alguno en ese organismo sa-
grado. Santo Tomás de Aquino también ha hablado de este mo-
vimiento circular desde Dios y hacia Dios: “Se verifica cierto
movimiento de tipo circular, por cuanto todas las criaturas
vuelven, como a su fin, allí donde se han originado”.1

No ocasionen daño a nadie; piensen en el hecho de que


Dios está en cada uno de ustedes. Desarrollen el senti-
miento sagrado de que Dios mora tanto en todo ser hu-
mano cuanto en ustedes mismos, en forma de Ser-Con-
ciencia-Beatitud. Amen a todos; no ofendan a nadie.2

Ha dado Sai Baba una definición extremadamente completa


y comprometedora de la no-violencia, ante la cual nadie puede
sentirse inocente:

No-violencia o Ahimsa, significa evitar a cualquier ser


viviente todo daño obrado con el pensamiento, la pala-
bra o la acción.3

1 Attenditur quaedam regiratio vel circulatio: eo quod omnia revertuntur sicut in


finem a quo, sicut a principio, prodiere (I Sent., d.14,2,2).
2 Discursos 1988/89, XVII,13, Mother Sai Publications, Milán, Italia.
3 Idem nota 2, XXXI,3.

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En esta definición no sólo se destaca el hecho de que debe


evitarse todo mal a cualquier ser, sino que se debe evitar tanto
en las acciones, como en las palabras e incluso en los pensa-
mientos. En una cultura donde, para hacer un examen de con-
ciencia, se conformaba uno con verificar que no se violara el V
Mandamiento sólo por no haber quitado la vida a las personas;
en una moral en que el “No matarás” se refiere sólo al extermi-
nio de vidas humanas, la sutileza del programa de no-violen-
cia propuesto por Sai requiere una revisión radical de la propia
vida.
Se puede comprender la sensación de alivio que sentimos al
descubrirnos libres de culpa en que podríamos haber incurrido
ofendiendo con las palabras o usando de violencia física, pero
¿quién ha tratado jamás de verificar si se siente libre de culpas
cometidas en perjuicio de otro con el pensamiento?
Es ésta una época en que el hombre está descubriendo las
fuerzas increíbles del pensamiento, tanto benéficas como malé-
ficas. En la actualidad, cerca del médico que te aconseja buena
lectura y buena música para promover tu curación, se halla el
nigromante en condiciones de efectuar sofisticados sortilegios
en tu favor o en perjuicio de tu víctima escogida.
La magia existe gracias a la debilidad de muchas mentes
humanas. Una mente débil es una brecha siempre abierta a to-
do tipo de influjo que proceda de una más fuerte. Hasta hace
algún tiempo, se creía que se puede hacer daño al prójimo sólo
mediante contactos físicos; en la actualidad es verificable la ac-
ción deletérea de agresores y asesinos ocultos. Muchas perso-
nas atormentadas por la desventura tienen la convicción de ser
víctimas del mal de ojo, y tal convicción suya, por desdicha, no
favorece a sus defensas; antes bien, hace que cada vez más sea
blanco fácil de ulteriores golpes.
Hay un escudo contra el cual no tiene poder alguno ni si-
quiera el arma poderosa de la magia negra, y es la oración
constante, o mejor aún, la repetición del Nombre de Dios. En
efecto, dicho hábito crea un halo protector alrededor de la per-
sona que lo adopta: Aquél que es invocado incesantemente tie-
ne pleno dominio incluso sobre las fuerzas maléficas y las abate
no bien golpean ellas a la puerta de Su protegido.

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241

El Nombre de Dios es más pequeño que lo infinitesimal,


y más grande que lo inmenso. La puerta principal del
cuerpo es la boca, y en la lengua ha de estar siempre el
Nombre; debe acompañarte a cualquier parte, para que
camines seguro a través de la selva de la vida.4

En el comentario al Salmo 115, v. 13 de los Discursos, donde


dice: “Elevaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del
Señor”, San Agustín pregunta: “¿Temes acaso no lograrlo? No,
dice. ¿Y por qué? Porque invocaré el nombre del Señor. ¿Cómo
podrían vencer los mártires, si no venciese en los mártires
Aquél que ha dicho: ‘Regocijaos, porque Yo he vencido al mun-
do’?”5 Si con el nombre de Dios en los labios enfrentan los már-
tires su temor al martirio, ¡imaginemos qué no podrá el Nom-
bre en lo tocante a las armas desleales y no menos sutiles de la
magia!
La Pasión de Jesús y Su Crucifixión son el Misterio central
del Cristianismo: en el Gólgota ha sido consumada la mayor
lección que ha recibido la humanidad: la de la no-violencia, co-
mo acto de aceptación de una agresión, aun poseyendo Jesús
los medios de evitarla y volverla contra quienes se la infligie-
ran. El Hijo del Hombre, que había demostrado ya la amplitud
de sus poderes, no se sirvió de ellos para proteger el propio
cuerpo, incluso cuando los crucificadores Lo ridiculizaron por
su sumisión. De aquí que haya comparado el profeta Isaías la
humilde sujeción del Siervo de Jahveh con la de un manso cor-
dero: “Maltratado, se dejó humillar y se llamó a silencio; era co-
mo borrego conducido al matadero, oveja muda frente a sus es-
quiladores, y nada musitó”.6
La enseñanza principal de Jesús fue precisamente la de una
no-violencia llevada al extremo de la catarsis. Aun no teniendo
El necesidad de purificación, demostró al mundo entero el úni-
co modo de purificarse y cerrar el círculo inclemente del odio y
la venganza: poner la otra mejilla… setenta veces siete, vale de-
cir: siempre.

4 Coloquios, XXXVII,15, Mother Sai Publications, Milán, Italia.


5 Del Discurso 329, en la Navidad de los Mártires: Patrología Latina, XXX-
VIII, 1454-1456.
6 Isaías 53,7.

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“Mientras seamos corderos —dijo San Juan Crisóstomo—


venceremos y, aun rodeados de lobos en buen número, lograre-
mos superarlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos de-
rrotados, porque careceremos de la ayuda del pastor. El no pace
lobos, sino corderos. Por esto se irá él y te dejará solo, porque le
impides manifestar su poder”.7
La de no reaccionar es, a buen seguro, la ardua prueba que
se pide al indagador espiritual, pero es la prueba última, eleva-
da y nobilísima que reclama Dios. “Es una gracia, para quien
conoce a Dios, padecer aflicciones —dice San Pedro— al pade-
cer injusticia; en efecto, ¿cuál será la gloria de soportar el casti-
go si están en falta? Empero, si obrando bien, soportaran el su-
frimiento con paciencia, esto sí será grato ante Dios”.8
El estado del no violento es el de mayor elevación porque,
convencidos de que la técnica del perdón a ultranza es un mé-
todo seguro y eficaz, es preciso gozar de total separación del
propio cuerpo e infinita paciencia. El fruto de la no-violencia
nunca será paladeado por quien lo planta, ya que es fruto sin
semilla, vale decir: carente de posibilidades de generar respues-
tas a la ofensa. Una mandarina sin semillas, tan codiciada en la
actualidad por nuestros paladares antojadizos, ya no dará vida
a otra mandarina. Y es perfecta la ley que impide al no violento
gozar del fruto de su actitud de “no-reacción”, puesto que si,
por excepción del fruto sin semilla, esperara él su crecimiento,
desarrollo y degustación, terminaría recayendo en la misma
trama de esperanzas, fe, y por ende, pretensiones que todos los
demás. La espera y la pretensión de obtener un fruto del árbol
sin semilla es la primera etapa de la violencia. En una palabra,
la prueba de la no-violencia consiste en el coraje de cerrar defi-
nitivamente una polémica dualista. Ofrecer la otra mejilla, lejos
de significar un desafío provocador, es por el contrario la decla-
ración de paz sin condiciones proclamada por una de las par-
tes. Muchas veces no será inmediatamente resolutiva; el odio
seguirá fermentando en el corazón del agresor, pero también
sucederá que dentro de éste, en algún momento, la mansedum-
bre de quien considera adversario al otro se traduzca en un in-
terrogante crítico, apto para crear una transformación ideal. Tal
es el momento del Espíritu.
7 De Homilías sobre el Evangelio de Mateo, XXXIII,1; Patrología Griega,
LVII,389.
8 I Carta de Pedro 2,19-20.

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En la liturgia cristiana la infusión del Espíritu Santo, recor-


daba con la solemnidad de Pentecostés, sobreviene como con-
clusión de un proceso largo y paciente de purificación, que la
Iglesia sintetiza especialmente en la trilogía crística de la Pa-
sión, Muerte y Resurrección. Bien mirado, el emplazamiento
cronológico de esta fiesta es muy apropiado, por cuanto el Es-
píritu Santo, entendido como momento de iluminación y cono-
cimiento divino, es infundido sólo tras haber llevado a cabo es-
crupulosamente la labor de refinamiento del alma.
La trilogía crística es un símbolo del camino a seguir para
llegar cada uno a la perfección: la Pasión es el momento del su-
frimiento y la No-violencia, la Muerte es la disolución del ego y
la Resurrección es el estado de beatitud alcanzado merced a las
etapas precedentes.

En la creación de vibhuti, varias veces al día y con especial


predilección por las mujeres que recibe Sai Baba en los grupos
de visitantes, está implícito el significado profundo de la no-
violencia: quema todo sentido de ego, destruye y reduce a ceni-
zas cada pasión tuya: sé humilde como la ceniza que es arroja-
da al viento, pero nunca muere. Hemos hablado bastante de es-
to en los primeros capítulos. Si vuelvo al tema es porque, ade-
más de los objetos preciosos que salen de esa Mano Divina, la
creación que más carga de energía tiene, junto con el lingam es,
a mi parecer, el vibhuti. Lo primero es símbolo de lo Creado,
del Universo, del momento en que tuvo origen Aquél y del acto
de Creación operado por Brahma, Dios, el Padre; la segunda es
la panacea para alcanzar la morada de Aquél que crea: materia
destruida, lo operado por Shiva, la Tercera Persona de la Tri-
murti que lo disuelve todo en el Amor, el Espíritu Santo a cuyo
calor se esfuma todo rigor invernal. Quien recibe como obse-
quio un lingam no debe considerarlo como un objeto decorati-
vo cualquiera: esa forma de lo Sin-Forma es un objeto que me-
rece veneración y respeto, como cáliz que contiene la especie
consagrada y merece que se lo guarde en un sancta sanctorum,
un tabernáculo. Quien recibe además el vibhuti de Baba, no só-
lo tiene el Fármaco por excelencia que da la inmortalidad, sim-
bolizada algunas veces —a modo de anticipo— en una cura-
ción, sino la receta verdadera del Médico Supremo que en esa
pizca de polvo le suministra el código para alcanzar prestamen-
te lo Divino.

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244

Y quien no tiene ni lo uno ni lo otro, gozando de la inmensa


fortuna de asistir a esos acontecimientos, debe aprender a sen-
tirse feliz con quien es feliz, bendecido con los bendecidos y
predilecto con los predilectos.

244
245

Conclusión

H
oc erat in votis. Esto es lo que he deseado: escribir un
segundo libro, concentrado en lo que el Divino Ma-
estro Sai Baba ha dejado en mi corazón en estos años.
Anhelo que este deseo, satisfecho, sea tomado ade-
más por fruto del mismo Arbol que es protagonista del libro.
En esta oportunidad, he relegado a segundo plano mi expe-
riencia personal. Sólo me he permitido alguna mención aquí y
allá, ¡puesto que una excomunión no es cosa de todos los días!
Mi verdadero propósito, ahora que han sobrevenido los hechos,
no es defenderme —¿con qué finalidad?— sino acercar, por me-
dio de la reflexión y el reconocimiento de la palabra de Baba,
cada vez más personas a Su Misterio Divino.
Muchos no tienen acceso al conocimiento de la Verdad, por
una suerte de terror que se ha despertado en ellos: terror de fal-
tar a las enseñanzas, miedo de ser considerados fuera de la
Iglesia y no —¡esto es lo terrible!— el de estar efectivamente
fuera.
Quien vive de miedos nunca progresará y quien teme per-
der una iglesia terrenal perderá en cambio la eterna, mística y
universal. En efecto, incluso una Iglesia no es más que la mani-
festación histórica de la Iglesia, la cual —según un autor cristia-
no del siglo II— “no se ha originado en este tiempo, sino que es
desde siempre, por ser espiritual, así como nuestro Jesús (…)
Esa Iglesia espiritual fue creada antes aún que el sol y la luna”.1
Comprendo que siglos de prejuicios religiosos y teológicos
—meras construcciones intelectuales— constituyen un filtro
notable para el mínimo acercamiento a ese Misterio: tampoco

1 De la Homilía de un autor del siglo II: cfr. Breviario Romano, ed. italiana,
vol. IV, págs. 466-467.

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246

quiero repetir aquí lo que ya he expuesto de modo exhaustivo


en mi primer libro acerca de la aproximación entre Jesús y Sai
Baba.
Si se habla de Cristo como de Aquél que es “imagen del
Dios invisible, generado antes que toda criatura… por medio
del cual han sido creadas todas las cosas… visibles e invisi-
bles…” y si se afirma que “Tronos, Dominaciones, Principados,
Potestades… y todas las cosas que subsisten en El”2, es obvio
que la figura del Jesús histórico, que tuvo un nacimiento y una
muerte, será redimensionada respecto de los límites de espacio
y temporalidad. Es posible, y se debe, olvidar un cuerpo, no la
realidad que representa en vida.
Son Jesús y Sai Baba dos Personas divinas de distinta dimen-
sión, tanto histórica cuanto expresiva, que llevan en Sí, no obs-
tante, la misma Realidad. Así como la dulzura se expresa tanto
en la miel como en una fruta, y esto no depende de la cantidad
de miel o de fruta, del mismo modo son ellos dos momentos
distintos del mismo Verbo que se hace carne; son la misma dul-
zura que se expresa, ayer de un modo, hoy de otro y mañana
de otro aún.
Estoy firmemente convencido de estas afirmaciones mías y
no puede imaginar el lector mi alegría de declararlas ahora tan
abiertamente. Si esto es una locura, soy feliz de compartirla con
millones de personas, pertenecientes a diversas razas y religio-
nes. Si esto es un sueño del que he sido víctima, aguardo un
salvador que me despierte y me pregunto con curiosidad desa-
fiante si ese despertar me dará una alegría mayor de la que
siento soñando ahora. Lo cierto es que, si duermo, mi sueño no
hará daño alguno a nadie; si estoy despierto, son muchos aún
quienes duermen y a ellos sí hará daño el sueño, porque mien-
tras duermen, soportan a ignaros: una gran pérdida.

2 II Colosenses 1,15 ss.

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247

Indice

Presentación (Dr. Giancarlo Rosati) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9


Prólogo del autor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Capítulo II - El Kalpataru o el Arbol de los Deseos . . . . . . . 19


Capítulo II - El deseo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
Capítulo III - Los frutos velados del Kalpataru . . . . . . . . . . . 43
Capítulo IV - El terreno en que caen los frutos . . . . . . . . . . 63
Capítulo V - Los frutos manifiestos del Kalpataru . . . . . . . . 69

Primera Parte: La Verdad: el fruto de todos los sabores

Capítulo VI - Necesidad de la Verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89


Capítulo VII - Miedo a la Verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
Capítulo VIII - La lucha contra la Verdad . . . . . . . . . . . . . . . 111
Capítulo IX - ¿Quién es la Verdad? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

Segunda Parte: Vivir de Verdad significa vivir con Rectitud

Capítulo X - Felicidad en el dominio de sí . . . . . . . . . . . . . . 135


Capítulo XI - El Dharma de la Religión . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
Capítulo XII - Libertad y Conciencia por el Dharma . . . . . . 167

Tercera Parte: El fruto que todos añoran: la Paz

Capítulo XIII - La mente muere postrándose . . . . . . . . . . . . 179


Capítulo XIV - Devoción significa vivir en paz . . . . . . . . . . 185
Capítulo XV - Paz entre Ciencia y Tecnología . . . . . . . . . . . 197

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Cuarta Parte: Amor: el fruto al que todos aspiran

Capítulo XVI - Amarse a sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209


Capítulo XVII - Amar significa “querer bien” . . . . . . . . . . . 217

Quinta Parte: El fruto sin semilla: la no-violencia

Capítulo XVIII - Dónde nace la violencia . . . . . . . . . . . . . . . 229


Capítulo XIX - No-violencia es evitar el mal padeciéndolo 237

Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245

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