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sobre todo, un estudio sobre los afectos de los personajes, suscitados por la constancia de su
pasado en la forma fantasmagórica de sus seres queridos.
Como se dijo anteriormente, la teoría estética de Kant es subjetiva. Así lo dice él en el
primer momento de la “Analítica de lo bello”:
toda relación de las representaciones, aun de las sensaciones, puede, empero, ser objetiva (y
entonces significa ella lo real de una representación empírica); únicamente no lo es la
relación con el sentimiento de placer y de displacer por medio de la cual nada es designado
en el objeto, sino en la cual el sujeto se siente así mismo tal como es afectado por la
representación (CFJ, § 1, p. 121).
En pocas palabras, la relación con el sentimiento de placer y displacer por medio de la cual
el sujeto tiene conciencia de que es afectado es puramente subjetiva y estética siempre
(CFJ, §, 1, p. 122). Esta sería la investigación del juico reflexionante, una que tenga en
cuenta las facultades internas del sujeto. Se podrá objetar, con razón, que no sólo en el
juicio reflexionante se hace uso y se estudia el funcionamiento de dichas facultades. Lo que
no tiene en cuenta esta objeción es que la investigación se hace en condiciones particulares,
a las que nos hemos adscrito desde el principio. En Kant, estas condiciones particulares se
refieren a estados de las facultades en cuestión en el juicio estético, no al objeto como tal.
El caso de en el que estas cualidades aparezcan en el objeto es por una transferencia
ideológica, es decir, una proyección errada de lo que en realidad ocurre en el sujeto. En el
caso de la FE, la teoría kantiana contribuye a entender los efectos a los que se refería
Sterling, esto es, si están relacionados con lo bello o lo sublime dependiendo del estado de
las facultades internas del sujeto.
Por otro lado, Schiller intenta recuperar la autonomía del objeto, en cuanto a que lo
piensa como si estuviera determinado por sí mismo y por lo tanto libre, aunque esa libertad
sea en apariencia (belleza es libertad en apariencia). También en “Sobre lo sublime”
escribe: “en su naturaleza sensible racional [la del hombre], esto es, humana, existe una
tendencia estética a un modo de sentir tal, tendencia que puede ser despertada por ciertos
objetos sensibles” (1795, p. 220). Es importante mencionar esto para el desarrollo posterior.
Por ahora, seguiremos exponiendo las categorías kantianas, que por lo demás influyen
grandemente a Schiller.
Que lo sublime está más relacionado a la FE que lo bello tiene que argumentarse,
entonces, por la disposición de las facultades internas del sujeto. En lo bello hay libre juego
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Así pues, mediante el sentimiento de lo sublime llegamos a saber que el estado de nuestro
espíritu no se rige necesariamente por el estado del sentido, que las leyes de la naturaleza no
necesariamente son también las nuestras, y que tenemos un principio autónomo en nosotros,
que es independiente de todas las emociones (Schiller, 1795, 223).
Cuando habla de independencia de todas las emociones no hay que entenderlas solamente
en un sentido sensible sino también en uno afectivo: según Schiller, en su racionalidad el
hombre supera las aflicciones que la magnitud y el poderío de la naturaleza le causan. Así
pues, la libertad del hombre es el prius ontológico sine qua non de la experiencia estética
de lo sublime, por medio de la cual puede pensarse en una emancipación de la violencia
ejercida por la naturaleza. Es esta libertad la que permite pensar un concepto de cultura
abarcador:
no es solo en su naturaleza racional donde hay una disposición moral, la cual puede
llegar a ser desarrollada por el entendimiento, sino que incluso en su naturaleza
sensible racional, esto es humana, existe una tendencia […] que puede ser
despertada […] y cultivada, mediante purificación de sus sentimientos, en dirección
a este ímpeto del ánimo (Schiller, 1975, p. 220).
En otras palabras, en toda naturaleza humana, independientemente de que pueda ser
desarrollada por el entendimiento, en la medida en el que este aporta conceptos a priori,
existe una tendencia a la libertad que suscita el sentimiento de lo sublime. Requiere
cultivarse, pero a través de la cultura pensada de manera que abarque la pluralidad humana
y que a su vez considere el deseo inherente a todos de emancipación de la violencia causal:
“debe pues, capacitarle para afirmar su voluntad, pues el hombre es el ser que quiere”
(Schiller, 1795, p. 219). La cualidad poética de Schiller para expresar esto es invaluable:
Quién sabe cuánto pensamiento luminoso o cuánta resolución heroica que no
pudieron ser alumbrados en ninguna cela de estudio ni en ningún salón, no nacieron,
durante un paseo, de esta valerosa disputa del ánimo con el magno espíritu de la
naturaleza; quién sabe si ha de imputarse en parte al escaso trato con este gran genio
el hecho de que el carácter de los que viven en la ciudad se incline tan gustoso a lo
mezquino, se deforme y marchite, cuando el sentido del nómada permanece abierto
y libre como el firmamento bajo el que acampa (Schiller, 1795, p. 229).
Esta sería la interpretación de Schiller del primer momento de lo sublime, la resistencia; el
hombre se resiste a ser violentado por la naturaleza. A decir verdad, Schiller no es el único
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que notó la posibilidad de emancipación en esto. El mismo Kant fue consciente de que esta
resistencia podría implicar aun otra connotación de la emancipación como una salida, en
especial de tutelaje político (Martyn, 2016, p. 38). Argüiremos que la verdadera
emancipación no consiste en una salida sino en una resistencia, por supuesto, desde la
misma teoría de Schiller. Por ahora, quede lo anterior registrado en cuanto a ese primer
momento.
La negatividad de lo sublime en Schiller adquiere un carácter radical. El displacer no es
solo secundario del placer sino su condición primaria, además de la condición para su
liberación:
Aunque entre los hombres semejante sensibilidad, por el influjo imperceptible de un gusto
maleable […] ha logrado introducirse […] con la seductora envoltura de lo bello espiritual,
y envenenar allí la santidad de las máximas en su fuente, suele bastar, empero una única
emoción sublime para desgarrar esa trama de engaño, para devolver de una vez al espíritu
encadenado toda su agilidad, para revelarle su verdadera determinación y para hacerle
sentir, al menos por un momento, su dignidad […]. Durante mucho tiempo cree éste rendir
homenaje a una divinidad inmortal, cuando tan solo está en los brazos del placer; pero, de
repente, una impresión sublime se apodera de él […] recuerda entonces que está destinado a
algo mejor, se lanza a las olas y es libre (Schiller, 1795, p. 227).
El fragmento es extenso, pero memorable y relevante. Es la negatividad propia del
sentimiento de lo sublime lo que devela el visillo engañoso del placer; no es ahí en donde el
hombre encuentra su dignidad sino en el sentimiento contrario y este sentido la negatividad
de la sublimidad es fundamental no solo para la experiencia estética sino para la esencia
misma de la experiencia, en tanto que la experiencia estética es fundamental para la
educación del hombre en general, como desarrollará Schiller en sus Cartas para la
educación estética y así lo menciona brevemente al final de este texto (1975, p. 236).
La segunda parte de la cita que comienza desde “durante” es un argumento por analogía
en el que Schiller trae a discusión la literatura clásica. Está refriéndose a Ulises. Menciono
esto porque no es la única vez en la que se referirán al genio de los griegos para hablar de la
esencia de la experiencia; en Verdad y método, en un subcapítulo sobre la experiencia
hermenéutica, Gadamer, después de decir que la experiencia es siempre negativa, referencia
una frase de Esquilo (“aprender del padecer”) como fórmula de la experiencia humana.
Agrega Gadamer: “la verdadera experiencia es aquella en la que el hombre se hace
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Desconozco una influencia directa de Schiller en Hegel, pero vale la pena investigar en otro lugar
sobre este asunto.
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implícitamente, su literatura sería vista acá como una salida especulativa a la violencia
sensual.
Bien se podría terminar este examen acá si no fuera porque Schiller introduce a la
historia como objeto sublime. Lo interesante de esta consideración es que, según él, la
historia excede el poder de la razón:
Ésta [la razón] solo ha podido mostrar su poder mediante excepciones individuales de la ley
natural […]. Si únicamente nos acercamos a la historia con grandes expectativas de luz y de
conocimiento, ¡qué decepcionados quedamos! Todos los bienintencionados intentos de la
filosofía por hacer concordar lo que el mundo moral exige con lo que el mundo real rinde
son refutados por los testimonios de la experiencia, y tan complacientemente se rige o
parece regirse la naturaleza en su reino orgánico […] como indómitamente se suelta de las
riendas en el reino de la libertad, en el que el espíritu especulativo desearía llevarla sujeta
(1795, p. 232).
El objeto sublime de la historia es escurridizo para la razón; en ella, esta última se reconoce
inconforme a su fin. El escenario desesperanzador en el que sume esta suposición a Schiller
se ilustra a la perfección en el pasaje siguiente, que no citaremos por cuestión de espacio,
pero sobre decir que incluso se considera la posibilidad del suicidio (1975, p. 233). La
desconsolación es causada por una negatividad radical, una que no es trascendida. En este
escenario la resistencia es la única forma de emancipación: “¡Dichoso, pues si ha aprendido
a soportar lo que no puede cambiar y a renunciar con dignidad a lo que no puede salvar!”
(1975, p. 233). Por supuesto, de lo que se habla en términos dialécticos es de que en esta
situación la autoconsciencia no es posible; la grandeza del fenómeno histórico, con todas
sus particularidades, excede la posibilidad de salirse de él, es sobrecogedor. Tanto más es la
llamada conciencia histórica una farsa desde este punto de vista, que además descubre su
finalidad de señorío sobre lo otro que es el pasado (Gadamer, 1960, p. 437), cuanto más la
FE se descubre como un género en el que la relación con el otro no se puede controlar, sea
un otro corporal o histórico. En Solaris, por ejemplo, está esa doble otredad en el regreso
fantasmagórico de los seres queridos y en el planeta Solaris. La promesa de investigación
inicial termina por fracasar; hubieran sido dichosos si hubieran “aprendido a soportar lo que
no puede cambiar y a renunciar con dignidad a lo que no puede salvar”. Su aproximación
racional a Solaris fue infructuosa y su intento de salvar a sus seres queridos muertos
también. En saber lo que es, el hombre descubre su dignidad: “la experiencia enseña a
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reconocer lo que es real. Conocer lo que es, es pues, el auténtico resultado de toda
experiencia y de todo querer saber en general. Pero lo que es no es en este caso esto o
aquello, ‹‹sino lo que ya no puede ser revocado››” (Gadamer, 1960, p. 433). Tanto el
pasado histórico como la muerte no pueden ser revocados.
El hecho de que Schiller haya presentado a la historia como una sublimidad no
determinada, es decir, que no se resuelve en el poderío de la razón, puede significar que la
resistencia es simple resignación ante lo que no podemos cambiar. Como los astronautas de
Solaris parece que estamos condenados a aguantar la violencia de la historia. El pesimismo
es explícitamente relacionado con lo fantasmagórico al inicio del “Sobre lo sublime”: “[el
hombre] no puede ser jamás el ser que quiere si se da un solo caso en el que absolutamente
‹‹tenga que›› lo que no quiere. Esto, lo único horrible, con respecto a lo cual ‹‹tiene que›› y
no quiere, le acompañará como un fantasma y […] le entregará como presa a los horrores
ciegos de la fantasía” (1795, p. 219). Lo irónico es que ese único caso suficiente para la
imposibilidad de emancipación lo ofreció él mismo: la historia. Lo fantasmagórico de la
historia es el retorno de lo que no vuelve, el recuerdo de nuestra prepotencia frente su
fenómeno; lo histórico del fantasma es la experiencia de algo de lo que no se puede hablar,
la experiencia de algo que no se puede comprender. Lo fantasmagórico es la representación
negativa indeterminada, lo sublime indeterminado, lo sublime sin lo bello, en su
acogimiento puro de negatividad.
Entre la resistencia y la salida, la última parece que nos otorga libertad. Somos
autoconscientes de la relación dialéctica y nos salimos de ella, pero a riesgo de objetivizar
esa relación y más aún de perder la negatividad inherente en el proceso de educación. Así
que la respuesta reside en la resistencia. El cambio necesario para nuestra salvación es
acogerla por lo que es, es decir, por un acumulado con una grandeza y poderío tal que
nuestros deseos por comprenderla serían insuficientes. En términos de Schiller, lo que hay
que buscar es una familiaridad: “no en la ignorancia de los peligros que nos rodean (pues
ésta tiene que terminar alguna vez), sino solo en la familiaridad con ellos es donde está
nuestra salvación” (1795, p. 234). La autoconciencia (conciencia histórica), se descubre
como ignorancia de sí misma, en tanto que no toma lo sublime de la historia como lo que
es, y hace caso omiso a lo que en su esencia nos puede decir. En escuchar lo que puede
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