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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña

FUENTE: Bertrando, P. (2014). Il terapeuta e le emozioni. Milán: Raffaello Cortina Editore

II

SISTEMAS EMOCIONALES

Federica y Mauro, profesores, ambos de cincuenta años, están casados desde hace veintitrés
años y tienen un único hijo de diecisiete años, Daniel. Su situación me fue consignada por el
servicio de neuropsiquiatría infantil. Daniel había estado en ese servicio desde los siete años
de edad, cuando le fue diagnosticado un trastorno conductual; sucesivamente, a los trece
inició psicoterapia por un “trastorno de naturaleza pre-psicótica en cognición reducida”
(terapia interrumpida después de un año). A los dieciséis años, habían emergido, según los
colegas, “dificultad en las relaciones familiares y académicas, agresividad verbal con los
coetáneos”. En la prueba WAIS tenía un resultado de 71.

Los veo en un contexto de formación, en la escuela de especialización, con espejo


unidireccional y detrás del espejo hay un equipo de terapeutas en formación. Es la primera
sesión. Después de las cortesías habituales, la definición del problema.

Dice Mauro: “Tenemos unos pocos problemas con el chiquillo de aquí, de varios tipos.
Aquello que nos ha traído aquí son episodios repetidos de violencia en casa, de parte suya en
nuestros encuentros y dificultades suyas en general, en el ámbito relacional, académico y
después familiares en particular”. Después de un diálogo al respecto, que se centra sobre todo
en la rabia y en la violencia que el hijo muestra hacia ellos, los padres empiezan a contar el
vía crucis de Daniel, entre una escuela y otra, llena de fracasos y dificultades para estar con
sus compañeros. Es aquí que la conversación toma un giro (para mí) más interesante.

“Él tiene estos compañeros que se burlan de él”, dice Federica, “y cada mañana hay una
excusa para no ir a la escuela. Ahora hay algunas mañanas que va a la escuela y dice que
vomita y entonces regresa…”.

“… el vómito, según yo, me viene también por los nervios”, interrumpe Daniel.

“¿Te angustia?”, pregunto yo, “¿Qué efecto te causan estos que se burlan?”.

“Me da… como salir de la escuela. En el sentido que estos comienzan a decirme groserías,
insultos, cosas así, pero pesadas”.

“Ellos te hacen estar mal, más que hacerte enojar”

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“Sí”.

“Mientras que tus padres te hacen más enojar que estar mal, me parece. Es diferente”.

He identificado algo en particular: el enojo, la emoción que más caracteriza a Daniel, no es,
para él, indiscriminada. Es fuerte en casa, mucho menos afuera. Apuntando de nuevo a la
relación con la mamá: “Te quería preguntar una cosa, ¿qué cosa hace la mamá que te hace
enojar tanto?”.

“Estamos juntos hablando y ella hace preguntas, preguntas, preguntas y no lo deja de hacer.
Hace demasiadas preguntas. Además es impulsiva.” Responde él un poco críptico.
Profundizo: “¿Qué hace?, trata de ayudarme a entender cómo es desde tu punto de vista”.

“Es impulsiva, hace demasiadas preguntas, hace peticiones muy impulsivas”.

“¿Qué quiere decir? Pregunta Federica, a su vez perpleja.

“Yo estoy haciendo una cosa y debo hacer también aquella otra y después, también la otra.”

“¿Te sientes acorralado por ella? Retomo.

“No, acorralado no.”

“¿Aplastado? Hay siempre un demasiado, pide demasiado, quiere demasiado, quiero


entender cómo lo sientes tú.”

“Así”

Interviene mi coterapeuta, a echarme una mano: “Te sientes un poco perseguido, como algo
que te está siempre detrás”. Y yo retomo: “A un cierto punto no puedes más y ahí explotas,
de alguna manera.”

“Sí”

“En ese momento no te controlas, ¿tú tienes la intención de hacerle mal o no?”.

No. No pienso más en aquel momento pero no tengo la intención de hacer el mal.

“Pero pierdes el control”

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“Pierdo el control”

En este punto me dirijo ahora a los padres: “¿Qué efecto tiene en ustedes cuando sucede
una cosa de este tipo?, ¿Cómo se sienten?”.

“Desestabilizados”, responde Federica. “Porque no… como si otra parte de su cabeza saliera
en una situación de aquel tipo. No sé, como decir, diferente. Parece otro hombre, una especie
de hijo que no te pertenece… no entiendes, mucho menos, por qué está sucediendo esta cosa.
Yo…casi parece que no es parte de tu vida aquel pedazo de ahí, tal vez, no quisieras
simplemente.”

Hablamos de esta extraña duplicidad de Daniel, que por una parte parece lleno de vergüenza
y miedo, y por otra de agresividad. Personifico, hay dos Daniel: un Daniel tranquilo, amable,
colaborativo, el que yo veo aquí en sesión. Y un Daniel enojón, incontrolable, aquel del que
cuentan los padres. Al final, pasamos a las preguntas. ¿Qué quieren de la terapia? Federica
quiere tener consejos, instrucciones de cómo comportarse con el hijo; Mauro quisiera
entender “qué tiene Daniel”, también entender dónde se ha equivocado en el pasado. Pero es
Daniel a quien quisiera involucrar.

“En cambio, tú ¿qué nos pedirías a nosotros?” le pregunto.

“No lo sé”

Temo que para él, como para tantos adolescentes, la idea misma de la terapia sea insensata,
así que insisto: “¿Te parece una pérdida de tiempo venir aquí?”.

“Absolutamente no una pérdida de tiempo, pero sí trabajar con ustedes, pero también yo debo
poner de mi parte, de otra forma, según yo, no concluimos nada”.

“¿Pero también ellos deben poner de su parte?”.

“Según yo sí, la están también metiendo, soy yo el que arruina todo, soy yo que provoco…”

Juego con el desdoblamiento: “Espera, éste es el Daniel tranquilo, el enojado ¿qué diría?”

“El Daniel enojado diría que no le interesa nada y que…”

“Entonces debemos encontrar un modo para involucrar al enojado. De otra forma, hablamos
sólo con el razonable, pero ese ya es razonable…”.

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En resumen: Logramos encontrar un sentido al enojo de Daniel, logramos al menos


provisionalmente, meterlo en su contexto, a leerlo (al menos en parte) como una respuesta a
otras emociones que vienen de los padres: preocupación, miedo, aún enojo (pero que ellos lo
sienten justificado). Y todo esto ha sido posible en primer lugar porque nos centramos en las
interacciones emotivas, además porque hemos elegido separar una emoción importante, el
enojo y darle un nombre. Hemos en cierto sentido, cosificado el enojo, pero a través de esto
le hemos restituido sentido. En dos palabras, hemos elegido ver a esta familia como un
sistema emotivo.

EMOCIONES DOMINANTES, EMOCIONES TÁCITAS

Hasta aquí mi discurso ha permanecido un tanto general. Todo este hablar de emociones sin
especificar mucho tiene el riesgo de volverse de terminar en una serie de tautologías, como
afirmar que las emociones son importantes para las personas (idea que no requiere de un libro
para ser dicha). Trataré entonces de ser más analítico y al mismo tiempo más profundo.

Carol Magai y Janet Haviland-Jones (2002) han escrito un libro sobre la interacción entre
emociones y personalidad, usando como ejemplo tres psicoterapeutas ilustres del pasado:
Carl Rogers, Albert Ellis y Fritz Perls. Regresaremos a ello más de una vez. Ahora quisiera
referirme a una interesante serie de metáforas que estos autores traen de la teoría de los
sistemas dinámicos (Gleick, 1987), en particular aquella de atractores y repulsores y de
naturaleza fractal de las emociones. Estos conceptos utilizados por ellos en el estudio de la
personalidad, en un ámbito individual, me han parecido utilísimos (con alguna modificación)
para el trabajo clínico, sea individual o familiar. Me tomaré algunas páginas para profundizar
en ellos.

El panorama de un sistema está poblado de atractores y repulsores,


regiones en las cuales el sistema es atraído o de las cuales es alejado. Que
evolucionan en el tiempo, en respuesta a fluctuaciones internas, como
también a perturbaciones del exterior y a la tendencia a la auto-
organización inherente al sistema. (Magai y Haviland-Jones, 2002, p.45)

En la teoría matemática del espacio de fase (phase space), un atractor es el estado de


equilibrio a través de cuyo valor tiende un sistema dinámico. La atracción no puede ser
determinada a priori, porque emerge de la auto-organización espontánea del sistema. Pero
los atractores pueden tener diversas naturalezas: algunos de ellos son estables, otros cíclicos,
otros los llamados “atractores extraños”, prevén que el sistema tienda a oscilar en torno a

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ciertos valores, pero sin regresar, ni una sola vez, a las mismas condiciones (Ruelle, 1980;
Gleick, 1987). Eso de atractor es entonces, un concepto matemático, y su aplicación clínica
tiene la naturaleza de una metáfora1. El punto interesante de tal metáfora es que consiente de
concebir el rol de las emociones en un sistema humano (uni o pluripersonal)
independientemente de las intenciones conscientes de las personas involucradas, que
frecuentemente, por su parte, viven las propias emociones como algo experimentado más que
deliberadamente buscado2.

En esta clave de lectura, determinadas emociones actúan para algunas personalidades como
atractores; es decir, organizan la personalidad, o al menos algunas partes de ella, alrededor
de sí mismas, mientras otras se vuelven repulsoras, empujando no sólo a sí mismas sino
también a las ideas y las estructuras cognitivas conectadas a sí mismas, hacia el fondo,
constituyendo áreas escondidas. Las emociones son obviamente concebibles como atractores
extraños, en el sentido que para cada uno de nosotros, los estados y las interacciones emotivas
no se repiten perfectamente idénticos jamás; sin embargo, en el tiempo, muestran semejanzas
inconfundibles, creando una tendencia, por cuanto imperfecta, una regularidad. Para usar el
ejemplo de uno de los terapeutas que Magai y Haviland-Jones analizan en su libro, Carl
Rogers era caracterizado por una prevalencia de emociones positivas, entre las cuales
sobretodo alegría, interés y conexión con el otro, mientras tendía a mantener oculto el enojo
y el desprecio, tanto que no les veía en sí mismo y frecuentemente, mucho menos en el otro.

Las emociones son potentes atractores incluso en los sistemas interpersonales.


Frecuentemente las emociones positivas funcionan como atractores (pero no siempre:
piénsese cuando la alegría puede ser un repulsor en caso de depresión), mientras en general
emociones como el sufrimiento o la tristeza son repulsores. El enojo puede actuar sea como
atractor o como repulsor, según el contexto de las personas involucradas, de las situaciones
de partida, y del mismo modo la vergüenza. Algunas personas cuya emotividad está
organizada en torno a la vergüenza pueden ser atraídas por personas despreciativas, etc. Así,

1
Los Mismos Magai y Haviland-Jones describen el propio recurso a la teoría de los sistemas dinámicos como
una metáfora, en la teoría de los sistemas dinámicos, sean los atractores (véase Gleick, 1987), sean los fractales
(véase Mandelbrott, 1977) son descritos a través de ecuaciones matemáticas. Sin embargo, Lewis y Douglas
(1997) han usado más literalmente esta teoría, incluso formalismos matemáticos, en la psicología de la
personalidad, Esther Thelen (Thelen y Smith, 1994) en la psicología de la edad evolutiva y Cesare Maffei (2008)
en los trastornos de la personalidad.
2
Conceptos como estos eran familiares a los fundadores de la terapia sistémica. Bateson amaba pensar a las
características de los sistemas humanos como emergentes espontáneamente de las interacciones, entre otros, lo
testimonia el artículo “Redundancia y codificación” (Bateson, 1968a). Pero terapeutas seguidores suyos,
formados en teorías más cercanas a la psicología y sociología, sustituyeron sus intuiciones cibernéticas con
conceptos tal como “el quid pro quo” (Jackson, 1965), el poder (Haley, 1963), la sociología parsoniana
(Minuchin, 1974), introduciendo en la práctica clínica sistémica un énfasis en la intencionalidad consciente que
permanece hasta ahora dominante.

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atractores y repulsores se organizan en la historia evolutiva tanto de los individuos como de


los sistemas suprapersonales (Saarni, 2000). Cada sistema emotivo específico tendrá sus
atractores y repulsores, y el terapeuta lo deberá tener bien presente.

(A veces pueden ser los pacientes quienes describen las emociones en un modo que recuerda
irresistiblemente el concepto de atractor. Tatiana durante una sesión de pareja junto al esposo
Bruno, habla de las crisis de enojo en las cuales se ven atrapados frecuentemente, ásperas
peleas que les han conducido a terapia: “Es como si estuviera presa en un vórtice con todo
este enojo y no quisiera encontrarme dentro, pero cuando me doy cuenta de ello es demasiado
tarde. Tengo que luchar para no dejarme poseer por aquel enojo, pero no lo logro, es como
luchar contra la corriente…”.)

Sin embargo, la metáfora de los atractores y los repulsores no está privada de defectos, sobre
todo si es aplicada a la terapia en vez de la investigación. Reenvía a un mundo matemático,
impersonal, mientras la clínica está hecha de interacciones vivas entre personas. Prefiero
mantener el sentido de las ideas de Magai y Haviland-Jones, abandonando su lenguaje. Que,
por otra parte, pierde su sentido si es traducido del inglés, en particular, la palabra “repulsor”
implica en italiano un sentido de disgusto que está ausente en el inglés repellor. Entonces,
hablaré de “emociones dominantes” en lugar de “atractores” y de “emociones tácitas” (con
un pequeño homenaje a Michael Polanyi) en lugar de “repulsoras”3.

Atención: Una emoción dominante no es (necesariamente) una emoción sentida como


placentera, así como una emoción tácita no es una emoción displacentera o desagradable. La
emoción dominante tiende a dominar a la persona o al sistema, mientras aquella tácita no
aparece en el campo de conciencia. Si una persona está mal porque se avergüenza demasiado,
o una pareja sufre de frecuentes enojos recíprocos, eso no significa que vergüenza o enojo
sean emociones tácitas. Son emociones dominantes (pero negativas). Así, para quien sufre
de fobia, el miedo no es una emoción tácita. El miedo para el fóbico, es una emoción
dominante negativa, en el sentido que toda su vida estará permeada de la vigilancia al miedo,
y de los intentos de evitar cada posible situación conectada a los estímulos fóbicos,
exactamente por esto, el miedo se volverá central en la organización de su personalidad y de
sus relaciones. En cambio, hay personas juzgadas temerarias, que se involucran fácilmente
en riesgos, incluso de vida, sin sentir jamás aquel miedo que casi todos los otros sentirían en
su lugar. Para ellos, el miedo es una emoción tácita.

3
Polanyi ha introducido el concepto de “conocimiento tácito” (tacit knowing), que tiene una similitud con aquel
de emoción tácita: “Yo reconsideraré el conocimiento humano partiendo del hecho que nosotros logramos saber
más de cuanto logramos decir” (Polanyi, 1966, p.4 cursivas del autor). Análogamente una emoción tácita es
una emoción que de alguna manera está, pero no logra ser dicha.

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La otra idea clave de Magai y Haviland-Jones es la fractalidad de las emociones. Los fractales
de Mandelbrot (1977) son formas que se repiten idénticas en diversos órdenes de
dimensiones. Aunque Mandelbrot ha construido sus famosas imágenes fractales usando una
computadora, los fractales existen también en la naturaleza. El ejemplo clásico es aquel de
una línea costera, que en diversos niveles de resolución ofrece siempre el mismo grado de
irregularidad, aparentemente desordenada y sin embargo, misteriosamente constante. Magai
y Haviland-Jones afirman que las emociones tienen un comportamiento similar en las
personas.

Aquello que podemos llamar el estilo emotivo de una persona o la cualidad típica de un
sistema emotivo interpersonal, es un cierto patrón, hecho de emociones dominantes y tácitas,
que se repite, que tiene una regularidad suya y que se ha constituido en un tiempo que pudo
haber sido también muy largo. Sin embargo, es de cualquier forma visible en detalles
mínimos de comportamiento. En el libro de Magai y Haviland-Jones, un análisis cuidadoso
de las interacciones verbales y no verbales en media hora de sesión llevada con cada uno de
los tres terapeutas, con una única paciente, Gloria (regresaremos a ello con más detalles,
adelante), muestra la misma organización emotiva visible en un análisis textual de los
principales trabajos teóricos y autobiográficos, producidos en el arco de una vida. Como en
los fractales de Mandelbrot, los mismos patrones se repiten en una dimensión tanto
macroscópica como microscópica, así en un sistema emotivo encontraremos las mismas
emociones dominantes y tácitas en diversas escalas de tiempo, pocos minutos de una sesión
pueden ser suficientes para dar una buena impresión de como aquel sistema emotivo ha
estado en periodos de meses o años – si no olvido que mi presencia lo influye en modo
decisivo y entonces, lo que debo tener en cuenta siempre en las hipótesis que hago4.

(También aquellas aquí descritas, son de cualquier forma elecciones epistemológicas, hechas
porque me permiten un mejor trabajo en terapia. No sé hasta qué punto sea formalmente
apropiado concebir las emociones como dominantes y tácitas, pero hacerlo produce hipótesis
que me parecen más interesantes. Y el sistema emotivo emergente en una sesión podría ser
no necesariamente fractal, está condicionado por factores de larga duración, pero también
contingentes y únicos. Yo soy como soy en esta sesión porque soy yo, pero también por una
constelación emotiva que depende de la situación actual. Y también, respeto a los pacientes,
puede siempre darse que yo vea a estas personas en un momento así atípico de sus vidas que

4
La metáfora es aceptable porque en efecto, los fractales jamás se repiten idénticos a sí mismos. En un set de
Mandelbrot, la repetición produce formas siempre similares, pero jamás idénticas, preservando así la diferencia
tanto como la semejanza (véase Peitgen y Richter, 1986).

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dibuja una idea completamente equivocada. Entonces, siempre, mi uso de estas y otras ideas
implica un grande “como sí”.)

UN CATÁLOGO DE EMOCIONES

Cada emoción tiene características particulares, en cuanto a su posibilidad de actuar como


emoción dominante o tácita. Se trata entonces, de darle un nombre. La dificultad de la tarea
es notable, cualquier hecho de la vida es (también) emotivo, entonces la lista de las emociones
es virtualmente infinita. Elegí limitarme a considerar las verdaderas emociones, entonces
excluiré aquel estado afectivo, tan importante en psicopatología que es el humor. En cuanto
a la elección de las emociones a considerar, la mía – como cualquier otra – es ampliamente
discutible, contiene sobre todo emociones que me parecen relevantes en mi trabajo clínico,
filtradas entonces, por mi práctica, mis preferencias, mi persona (mis emociones personales
dominantes y tácitas, si queremos usar esta terminología). Por esto algunas emociones tienen
mayor preeminencia de cuánto lo tendrían en cuenta otros terapeutas, mientras otras ni
siquiera aparecen. Por ejemplo, no he tomado en consideración la compasión, como me ha
sido señalado en el curso de un seminario en Colombia; mucho menos la esperanza, de la
cual Carmel Flaskas (2007) ha escrito algunas de sus páginas más interesantes. Con todo
esto, provisoria y arbitraria como es, creo que la lista tenga al menos el sentido de estimular
la atención hacia lo particular, emociones definidas – y también, eventualmente, a considerar
emociones que no aparecen.

Llamar a cada emoción por su nombre tiene sus ventajas, sobre todo la posibilidad de escapar
de la vaguedad de una emotividad genérica. Pero tiene también sus desventajas, en particular
el riesgo de volverles objetos, cuando no son objetos. Reificar las emociones significa verlas
como “cosas”, entidades discretas que puedo meter o quitar a voluntad dentro de mis
relaciones; y también considerarles mucho mejor definibles y separables una de la otra de
cuanto son, frecuentemente nuestra percepción de las emociones es mixta y confusa (Orange,
1995). Pero de los riesgos me ocuparé más adelante. De cualquier forma, cada vez que hago
referencia (por ejemplo) a la vergüenza, significa no que piense a una “cosa” llamada
vergüenza, sino que estoy usando un atajo para indicar un proceso, alguien se avergüenza,
algún otro observa y reacciona a esa vergüenza, y así sucesivamente. Esto debe tenerse
presente en la lectura de las páginas que siguen.

Una nota, sobre la distinción entre emociones positivas y negativas, que tiene su relevancia
en la literatura. Silvan Tomkins, por ejemplo, hace un amplio uso de ellas, tanto como para
dedicar incluso volúmenes diferentes de su obra maestra a emociones positivas y negativas
(Tomkins, 1962, 1963). Pero, hay para Tomkins un motivo teórico, son emociones positivas
aquellas que disminuyen una tensión, negativas aquellas que la incrementan. Desde el punto

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de vista clínico, la distinción tiene poco sentido. También, emociones que Tomkins (1991)
considera sin duda negativas, como el enojo, pueden ser fácilmente experimentadas como
positivas, depende de las circunstancias.

Existen diversos modos de discriminar emociones “positivas” y “negativas” – o también


“buenas” o “malas” – ninguno de los cuales es plenamente satisfactorio (Tappolet, et al.,
2011). Entonces me abstendré de la distinción, pero dispondré de cualquier forma de las
emociones en el catálogo partiendo de aquellas consideradas unánimemente como
agradables, para llegar a aquellas generalmente consideradas desagradables.

Alegría, disfrute (enjoyment). Expresados, ambos, a través de la sonrisa, según Tomkins


derivan de la reducción de intensidad de otro afecto prolongado en el tiempo, sea positivo o
negativo. Tomkins reconduce la alegría a una experiencia de “comunión”, cuyo primer
ejemplo está en la comunión intensísima de la relación madre-neonato, en la cual la sonrisa
social de la madre, se refleja en aquello inicialmente innato e incondicionado del niño. “La
sonrisa crea una felicidad a deux similar, pero también diferente de aquella creada del disfrute
de la relación sexual” (Tomkins, 1995, p.83). Por cuanto la alegría y el disfrute puedan
derivar de estímulos incondicionados, como saciar hambre o sed, o ser abrazado por alguno,
pueden también derivar – y con igual intensidad - de situaciones aprendidas como leer un
libro, escuchar música, tener una conversación interesante, etcétera.

De cualquier forma, desde esta visión, la alegría está ligada a la comunión con el otro o con
los otros. No debe pasarse por alto que, si inicialmente estos otros les encontramos siempre
en la familia, el mismo placer de comunión puede venir del grupo de los pares, como sucede
a la mayor parte de los adolescentes, después en la iglesia, asociaciones, lugares de trabajo,
equipos deportivos, etc. Este sentido de disfrute se vuelve esencial para aquella importante
variable sistémica (y también social) que es la pertenencia (ver Boscolo y Bertrando, 1996).

Alegría y disfrute tienden a ser emociones dominantes y sobre todo favorecen la apertura sea
de la persona, sea del sistema supra personal, especialmente si hay aceptación de la sorpresa,
pero que a su vez requiere de una pequeña dosis de miedo y ansiedad. El problema es que en
terapia generalmente, se ve poca alegría y mucho menos disfrute, por motivos fácilmente
intuibles. Es más fácil encontrar situaciones en las cuales la alegría es una emoción tácita.

Marina, de veinticinco años, se transfirió de su país natal a Italia para estudiar ciencias de la
alimentación en una prestigiosa universidad privada. Ha dejado en su país de origen a su
padre (que describe como alcohólico y violento) y dos hermanos. En Italia ha reencontrado
a su madre, que había abandonado la familia cuando ella tenía cinco años y que no había
vuelto a ver. Describe a la madre como una persona que vive a costa de su nueva pareja, sin

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intereses en la vida, y a sí misma como llena de vida y de intereses: el estudio, las personas,
el voluntariado, y todas las tareas relacionadas al estudio, que tienen mucho que ver con el
degustar y apreciar muchos productos gastronómicos.

Al mismo tiempo, está siempre cansada, fatigada y obsesionada con el peso y el cuerpo, debe
estar siempre impecable y delgada, parece obtener de la comida una gratificación más
intelectual que corporal. Tiene una relación con un chico que siente, se aprovecha de ella y
de su disponibilidad económica pero no puede dejarlo.

Podría parecer que para ella el disfrute (sino la alegría, que no prueba casi nunca) sea
dominante. Sin embargo, probablemente aquello que aparece como disfrute, es en realidad
interés, mientras el disfrute parece para ella más una emoción tácita, ausente, quizá por la
situación familiar. Son bastante dominantes, además del interés por el cual tiene una fuerte
propensión, la fatiga y la sorpresa, visto que logró con éxito cambiar ambiente e incluso
nación sin mucha dificultad. Otra emoción tácita parece residir sobre el eje enojo/hostilidad,
parece nunca enojarse por nada, ni siquiera por la madre que siente tan rechazante. Es como
si el enojo fuese sustituido o escondido por la fatiga.

Interés, excitación. Expresan la capacidad de concentrar la atención en un objetivo y se


hacen visibles a través de la focalización de la mirada y una postura de concentración y
escucha. Son a su vez, fácilmente dominantes, aun cuando la excitación puede sentirse muy
fuerte y volverse tácita.

Para Diana hay una separación neta entre un interés dirigido, constructivo, caracterizado por
la seriedad de su profesión, a la cual se dedica con profundidad, y un lado caracterizado por
una excitación casi sin una motivación aparente, casi de adolescente: “mi lado loco”, dice.
El problema es que si su vida está caracterizada por la profesión, da lo mismo, para ella es
esencialmente aburrida, elección que ha hecho sobre todo para hacer feliz al padre, “el
hombre más importante de mi vida”. Se deduce algo exasperante, donde continuamente
busca hombres excitantes pero que considera superficiales e incultos, que busca después
“mejorar” y acercar a sus propios estándares, para quedarse invariablemente desilusionada.
Las parejas que forma sí son excitantes, pero siempre carentes, con ella en la posición de
moralista que busca alejar al hombre de pasatiempos superficiales o de dependencias
peligrosas, hasta que llegan al rompimiento. La excitación es para ella una emoción
dominante, pero caótica e inestable (un atractor extraño), que vuelve fácilmente precarias sus
relaciones interpersonales.

Amor (afiliación, deseo). El amor es uno de los argumentos principales de la psicoterapia,


ya sea en la versión de felicidad o infelicidad. Hatfield y Rapson (2000) distinguen el amor

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pasional del amor asociativo (traduzco así su compañerismo, porque “amor amigable” o “de
compañeros” tendría poco sentido). Si lo consideramos fundado sobre las relaciones de
apego, el primero estaría fundado en la relación neonato-madre, el segundo en las relaciones
de los padres. El primero tiene la urgencia, la tempestuosidad, el carácter de absoluta
necesidad de las emociones infantiles, que lleva al niño a no poder hacer nada sin la madre,
el segundo tiene la tranquilidad conectada al vínculo y a la actividad parental. Ambos tienden,
naturalmente, a volverse emociones dominantes (si son tácitas, su ausencia es percibida como
una grave carencia).

Pero, las vicisitudes más interesantes para mí son aquellas del deseo, el deseo insatisfecho de
tantas terapias individuales, aquel que está disminuido o ausente en tantas terapias de pareja.
Incluso la carencia o falta de deseo se vuelve el argumento principal de las terapias sexuales
de pareja, sustituyendo el antiguo énfasis sobre la ansiedad del rendimiento (Clement, 2004).

Diana, de nuevo ella, se siente perseguida por el deseo hacia Nicolás, pero cada vez que lo
ve se desilusiona (Nicolás no es y no podrá jamás ser como el inigualable padre de ella,
comento para mí mismo). Para Diana y para las relaciones que constituye, el deseo es la otra
cara de la excitación; lo uno conduce a lo otro, hasta la insatisfacción final. Aquí las
emociones dominantes son dos, deseo más excitación, deriva en una emoción dominante
cíclica, cuyo resultado último es una vez más, caótico.

Sorpresa. Representa la reacción a lo nuevo, al cambio improvisado que produce un


aumento de tensión –que por sí mismo no es ni placentero, ni displacentero. Silvan Tomkins
lo denomina resetting emotion (emoción de reajuste), la emoción que si es aceptada,
consciente de reprogramar la propia actitud emotiva global. Si es dominante, denota apertura
al externo. Se liga a la posibilidad de aceptar las novedades que emerjan. Por varias razones,
es difícil que una persona llegando a terapia, esté muy abierta a la sorpresa. Incluso con
personalidades que a primera vista, parecen centradas en la sorpresa y novedad – como
sucede por ejemplo a quienes tienen el diagnóstico de borderline – que de cualquier forma
responden con una cierta previsibilidad como ha observado Maffei (2008) en algunos
estudios experimentales, la persona borderline sigue en general su propia orientación interna
con una cierta constancia. Aquello que la vuelve (para el observador externo) imprevisible
es el poco cumplimiento en las relaciones con los otros.

Es mucho más fácil en terapia que la sorpresa sea una emoción completamente tácita.
Beniamino viene a terapia de pareja con su compañero Mirko. Para él la sorpresa parece
intolerable, tanto como para no admitirla ni siquiera conscientemente, sobre todo en la
interacción terapéutica. Cada vez que mi coterapeuta y yo ofrecemos, de aquello que la pareja
nos trae, una lectura apenas diferente de la suya, Beniamino debe intervenir, diciendo más o

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menos: “Cierto, es una cosa muy interesante. Tanto es verdad, que ya lo había pensado…”,
y proponiendo rápidamente una interpretación personal de aquello que apenas hemos dicho.
Naturalmente, la ausencia de esta emoción (asociada a una alta propensión al control de las
relaciones) es evidente también, en muchas otras áreas de su vida. En general, el control es
casi siempre inversamente proporcional a la sorpresa; podríamos además, leerlo como un
modo de minimizar la (amenazante) novedad, que viene con aquella emoción.

Para Milena, la sorpresa es en cambio dominante, aunque de una manera negativa. Busca
evitar las sorpresas y maximizar la previsibilidad de aquello que le sucede. Busca seguir los
mismos recorridos, ver a las mismas personas, porque la familiaridad con ellos le permite
evitar la fuerte sensación de vergüenza que siente hacia el (posible) juicio de cualquiera. En
su vida, vergüenza y sorpresa son ambas, dominantes y negativas, pero evitar la sorpresa
impide que cualquier situación nueva, que la exponga a miradas incontrolables y
amenazantes, le haga experimentar toda su vergüenza. Para ella vivir es indudablemente
mucho más difícil de lo que es para Beniamino.

Respecto a mis pacientes, se repite para la sorpresa lo observado para la alegría, disfrute,
amor, deseo, interés, brillan casi siempre por su ausencia. Todas estas emociones, en
compensación, son necesarias para mí como terapeuta. Si no siento gusto de hacer mi trabajo,
si no tengo interés (tal vez compromiso) con las personas que veo, si estoy cerrado a la
sorpresa estoy ya en burnout; tengo el riesgo de inclinarme a tomar control de la sesión y
desalentar las libres iniciativas de los pacientes.

Sufrimiento (distress), angustia. Entiendo aquí el sufrimiento como una manifestación


emotiva primitiva, caracterizada esencialmente por el llanto y un sentido general de malestar.
Tomkins la diferencia de la ansiedad y sobretodo de la angustia, que considera según la
antigua lección de Freud de Inhibición, síntoma y angustia (Freud, 1925) una señal de alarma
conectada al miedo, intensa e inmediata; mientras el sufrimiento es una emoción de
intensidad más baja, que puede tener una duración más larga sin asumir necesariamente un
significado patológico.

El sufrimiento es importante según Tomkins, porque puede ser colocada como origen de las
emociones tácitas. Según su teoría (que tiene una evidente influencia conductual), cada
emoción que sea en la infancia regularmente castigada, se asocia al sufrimiento. Rápidamente
el niño aprende a evitar aquella emoción, que de esa manera se vuelve tácita; en cambio si la
emoción continúa a ser percibida, permanece de cualquier forma ligada al sufrimiento,
volviéndose así dominante y negativa. El vínculo con el sufrimiento puede explicar por qué
algunos de nosotros reaccionamos con tanta fuerza a emociones que a otras personas dejan

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
FUENTE: Bertrando, P. (2014). Il terapeuta e le emozioni. Milán: Raffaello Cortina Editore

indiferentes, y también por qué emociones placenteras son vividas por algunos como
negativas.

Como se ha visto, Milena no solo rehúye la sorpresa, también le cuesta trabajo probar la
alegría y el disfrute, excepto cuando controla la perfección a sí misma, a través del cuidado
exasperante de sí, del peso, de la forma física, de la ropa, etc. Si falta el control, emerge
inmediatamente el sufrimiento asociado a la vergüenza.

Puede parecer en este punto que el sufrimiento sea siempre y de cualquier forma una emoción
tácita o por lo menos evitada. De hecho no es así, como muestra, los seres humanos muestran
un talento considerable para complicarse la vida, a veces se puede envolver un cierto disfrute
en el sufrimiento. Un gran escritor victoriano Anthony Trollope (1867), ha dado una puntual
y convincente descripción a través del personaje del reverendo Crawley en su libro Ultime
cronache del Barset. El reverendo se resguarda en su amargura, creándose, con aquello que
parece un celo fuera de lugar, situaciones infinitas de malestar, para después meditar solitario
sobre la malevolencia de la naturaleza humana.

La relación entre sufrimiento y otras emociones puede ser extremadamente compleja. Si en


la infancia el sufrimiento ha encontrado respuestas de vergüenza y desprecio (si por decir,
los padres muestran invariable desprecio hacia las lágrimas del hijo), el binomio sufrimiento-
vergüenza se volverá fuertemente dominante y la persona tenderá a entrar en un ciclo de
vergüenza y sufrimiento, cada vez que se encuentre en dificultad, tanto que la vergüenza le
parecerá insuperable. En cambio si uno de los padres ha castigado el llanto con el desprecio
y el otro lo ha premiado con un consuelo, la persona superará fácilmente las dificultades,
pero encontrándolas muy grandes para ser superadas con facilidad, por ejemplo un luto,
entrará en una fase de sufrimiento muy fuerte, tanto que eventualmente llegará a un episodio
depresivo.

Puede darse también, que sea necesario un largo periodo para integrar el sufrimiento en la
personalidad, tanto que a muchos de nosotros llega relativamente tarde en la vida. La
integración faltante explica la singular carencia de empatía que algunos muestran ante el
sufrimiento de otros, aun cuando son animados por las mejores intenciones (por ejemplo,
cuando la respuesta a un momento de malestar es “Yo, una situación similar la he superado
comportándome así y así, y ¡tú deberías hacer lo mismo!”).

Enojo. Es una emoción que puede ser indiferentemente dominante o tácita, según el
contexto. Si es verdad que todas las emociones tienen un receptor universal, en el sentido que
son causadas por una relación definida, pero directas indiscriminadamente a cualquiera que

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
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le pueda percibir, el enojo es la que más inmediata y fuertemente golpea a todos los
espectadores, como observa Tomkins:

“Mi miedo, mi sufrimiento y mi vergüenza son antes que todo mis problemas. No
necesariamente se vuelven tus problemas, aunque puede suceder. Pero mi enojo y sobre todo
mi furia, amenazan con violencia a ustedes, a su familia, a sus amigos y sobre todo a nuestra
sociedad. De todos los afectos negativos, es la que tiene menos probabilidad de permanecer
bajo la piel de quien la siente y, por ello, precisamente este afecto es el que todas las
sociedades tratan con más fuerza de contenerlo bajo la piel, de desviar contra los desviados
dentro de la sociedad o contra los bárbaros que están fuera de ella” (Tomkins, 1995, p.197).

Tomkins define el enojo como una emoción “abstracta y general”, justo porque emerge en
una serie casi infinita de situaciones diversas y no se asocia necesariamente a características
específicas de alguna situación. Yo me puedo enojar por un pensamiento, pero también
reclutar pensamientos porque ya estoy enojado, o tal vez, simplemente reaccionar al enojo
del otro, mi enojo de base será siempre el mismo, aun cuando después concluya en modos
diferentes. De esta generalidad deriva también aquella que Tomkins llama la ambigüedad del
enojo.

Se puede saber al menos con quién o con qué se está enojado. El enojo puede como cualquier
otro afecto, ser fluctuante o sin objeto, si, por ejemplo, ha sido tácito o evitado, y regresa
después de un tiempo. Se puede saber con quién se está enojado pero no por qué, o por qué
se está así tan enojado. Un cierto enojo puede parecer justificado, pero la persona enojada
puede sentir que está más enojada de cuanto debería, que su enojo es desproporcionado en
intensidad o duración (ibídem, p. 200).

Análogamente al sufrimiento, entonces, el enojo puede emerger ante cualquier situación,


tanto que frecuentemente mi experiencia personal puede probar un enojo absolutamente
inmotivado. También, un estado de activación muy acentuado puede predisponer a enojarse
con facilidad, reaccionando a mensajes que en otros casos serían perfectamente inocuos.

Por estas características, el enojo puede fácilmente volverse una emoción dominante, sea
para los individuos (aquellos habitualmente descritos como temperamentos coléricos), como
para los sistemas supraindividuales (parejas o familias en las cuales circula continuamente el
enojo). En muchos casos tiene un efecto protector (o estabilizante) en el sistema, cuando el
enojo se manifiesta es más difícil percibir otras emociones, especialmente si se caracterizan
por un sentido de fragilidad y vulnerabilidad. El miedo, la angustia por las posibles heridas,
la ansiedad, el dolor de la pérdida real o imaginaria o posible, terminan por ser negadas sin
aparecer nunca en el horizonte del sistema.

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
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La pareja feliz que venía a terapia de pareja para resolver sus frecuentes y fuertísimas peleas,
mostraba el enojo como emoción máximamente dominante. Frecuentemente mínimos
desacuerdos se amplificaban conduciendo a peleas furiosas y (verbalmente) violentas que
mostraban todas las señales de una escalada irrefrenable. Una vez que partían, la escalada
exaltaba el enojo reciproco hasta alcanzar picos de intensidad absoluta, en otras ocasiones
más, las peleas se dieron también en sesión, conduciendo primero a uno, después al otro a
salir dando el portazo (para después llamar al siguiente día y disculparse, al menos con los
terapeutas). Aquello que calmaba el enojo y hacía la vida de pareja aún posible después de
muchos años era la presencia de otras emociones dominantes, entre las cuales, el amor,
interés y la reciproca excitación, que tomaban ventaja la mayor parte del tiempo en su vida
cotidiana.

En cambio si el enojo resulta tácito, eso no significa que la persona o el sistema humano
interesado sean inmunes a la agresividad. Simplemente la agresividad será jugada en otro
modo. Muchas personas de la categoría “que nunca se enoja”, reaccionan fácilmente de
manera agresiva, pero sin darse cuenta y sobre todo sin expresar nunca enojo. Caen en otras
palabras, en la categoría de agresivos – pasivos. El enojo en estos casos, no sale del todo del
sistema, es vivido, exhibido y actuado con los otros; aquellos que experimentan la
agresividad pasiva de quien vive un enojo tácito y frecuentemente muestra a su vez,
extrañeza, incredulidad, cuando ha hecho presente con más o menos resentimiento, el efecto
de su agresividad.

De cualquier forma el enojo no necesariamente lleva a acciones agresivas, tampoco significa


que externar agresividad, en vez de contener o esconder el propio enojo, tenga efectos
terapéuticos, como expresa quien sostiene la “libre expresión” de las emociones. El enojo
tiende fácilmente a auto perpetuarse, y es mucho más fácil que al dejarlo libre lleve a un
incremento en lugar de una disminución. Reevaluar el propio enojo y hacerse más consciente
puede ser más eficaz (Tomkins, 1992).

Vergüenza, embarazo, humillación. Según Tomkins (1963), timidez, embarazo,


vergüenza, humillación y culpa, comparten el mismo afecto fundamental, aún si el simple
embarazo, la vergüenza por mi inadecuación, la humillación por mi total incapacidad y el
sentido de culpa por haber hecho alguna cosa moralmente condenable tienen niveles diversos
de complejidad. Todos forman parte de aquello que Lewis define como “emociones
autoconscientes” (self-conscious), en el sentido que exigen al sujeto ser consciente de la
emoción y de su interacción en una red de relaciones. Aquello que tienen en común (y que le
diferencia de otras emociones autoconscientes, como el orgullo o el desprecio) es una
reacción que disminuye el contacto con el otro y me lleva a encerrarme en mí mismo,

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reduciendo o bloqueando la comunicación. En este sentido, la vergüenza por un lado es quizá


la más social entre las emociones primarias, por otro es aquella que más me hace consciente
de mí mismo: me vuelvo demasiado consciente de mi cara y de la expresión de mis
emociones, tanto que mis reacciones de vergüenza (por ejemplo, el sonrojarse) incrementan
mi vergüenza.

Para avergonzarme de otro primero debo estar interesado en ese otro, lo que hace a la
vergüenza una emoción intrínsecamente ambivalente, me avergüenzo, me distancio del otro
y al mismo tiempo quiero que se interese en mí, como sucede con los niños que se cubren la
cara con las manos mientras miran de lado para observar lo que está haciendo el padre.

La vergüenza no se identifica con el desprecio de sí, si me avergüenzo de otro, de cualquier


forma tengo una relación positiva de base con él, cuento con que el eventual desprecio que
me muestra sea recuperable; si llego a despreciarme, bajo la presión del desprecio que siento
que me llega del otro, quiere decir que esa relación es negativa, es de opresión más que de
identificación.

La vergüenza puede ser unilateral o recíproca. Por decir, si yo te deseo y tú me rechazas, me


avergüenzo (y tú puedes o no despreciarme, según lo que pienses de mí); en cambio, si ambos
nos deseamos pero tenemos la necesidad que sea el otro, el primero a mostrar interés, la
vergüenza es perfectamente recíproca y produce aquellas interesantes suposiciones entre
enamorados que han originado tanta literatura. Para que la vergüenza sea recíproca,
naturalmente es necesario que haya recíproco interés y también, un cierto grado de recíproca
identificación.

Nadia, una profesionista de veintisiete que viene del sur, me cuenta de la madre que se
avergonzaba del padre y al mismo tiempo, en su recuerdo, pedía a la hija que actuara como
madre. Nadia se avergüenza de ambos padres, incluso el padre ahora muerto (“Mi padre era
un animal, sucio, descuidado; mi madre parece ahora una niña, una adolescente que me pide
la haga de tutora…”); al mismo tiempo los desprecia (y extiende el desprecio del padre a
todo el género masculino: “Todos los hombres son descuidados, desordenados, poco
limpios…”).

En ella la vergüenza prevalece sobre cualquier otra emoción, junto al desprecio y el enojo,
llega a explosiones de ira, sea hacia la madre o hacia cualquiera que la avergüence; y a
abismos de tristeza, “Todos me dicen que estoy siempre triste y yo respondo: sí, yo no soy
como ustedes, ¡yo soy triste!”. En su vida hay para su fortuna otra emoción dominante, el
interés, que la ha llevado en varias ocasiones, en que ha escapado de su vergüenza (de su país
natal, de su región, hoy quisiera además huir de Italia), a buscarse metas que le abrieran un

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horizonte. En cambio, parece que la alegría y el disfrute, sean para ella completamente
tácitas, tanto que cuando sale con el prometido y los amigos padece de aquello que define
como “crisis de narcolepsia”. Probar alegría o verdadero disfrute de cualquier cosa, le es casi
imposible.

Aún si frecuentemente se insiste en la relación entre culpa y abuso sexual, hay también una
estrecha relación entre vergüenza y abuso (Jenkins, 2006; Lewis, 1992), como también entre
vergüenza y maltrato (Alessandri y Lewis, 1996). Ser abusado produce en las víctimas un
sentido de profunda vergüenza, que permanece en el tiempo y da forma a toda su vida, y que
debe ser uno de los primeros objetivos de la terapia. A su vez, hay en los perpetradores un
sentido de violento desprecio hacia las víctimas, que naturalmente se transforma en
vergüenza cuando son descubiertos. No sorprende que una emoción social como la vergüenza
tenga más usos sociales de cuanto parece a primera vista. La filósofa Martha Nussbaum
(2004) ha analizado cuidadosamente el uso de la vergüenza y el desprecio en sistemas
políticos totalitarios como el nazismo; y la vergüenza es un componente esencial del estigma
observado por Ervin Goffman (1963) en los pacientes psiquiátricos y en los discapacitados.

A veces se avergüenza de avergonzarse. Valga aquí el ejemplo de Blanca, consultante de


cincuenta años. Con una relación tormentosa con el padre (tiránico) y con la madre
(desconfirmante). Refiere un momento (actual) de intensa vergüenza, que relaciona a un
evento infantil en el cual fue avergonzada en el mar por los padres, obligada a estar desnuda
bajo la sombrilla en el mar cuando ya era muy grande. Desde entonces, dice, no recuerda ser
más avergonzada. Reflexionando, es como si se avergonzara de avergonzarse y entonces, la
vergüenza se volviera para ella completamente tácita, aún si al mismo tiempo desde el
exterior todos le hacen notar que se avergüenza. En el lenguaje de Magai y Haviland-Jones,
esto sería un atractor extraño; Blanca no siente la vergüenza pero al mismo tiempo sabe que
existe. Podríamos definirlo un caso de meta-emoción (una emoción causada por la misma
emoción); y podríamos encontrar otras, enojarse porque se está enojado, tener miedo del
propio miedo, etc.

Desprecio y disgusto. El disgusto es universalmente reconocido como emoción


fundamental, que me lleva a alejarme de objetos potencialmente nocivos; el desprecio es
leído por Tomkins (1963) como la misma emoción pero directa en los seres humanos. Ambas
pueden ser emociones sea tácitas o dominantes, especialmente si el desprecio funciona
neutralizando o limitando la vergüenza, a la cual está estrechamente ligado. En muchos
aspectos, de hecho, el desprecio es recíproco a la vergüenza, si me avergüenzo, soy muy
consciente de mí mismo y reacciono buscando esconderme; si desprecio a algún otro o estoy
disgustado, estoy concentrado en el otro más que en mí desprecio y quisiera que se

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
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avergonzara. Si mi vergüenza es tácita, el desprecio me permite no sentirla, buscando


sobretodo suscitarla en el otro. Magai y Haviland -Jones (2002), observan como Fritz Perls
hizo de su capacidad para mostrar desprecio, que a su vez se relacionaba con la negación de
la propia vergüenza, un eficaz instrumento de terapia. La paciente Gloria, un caso retomado
de su libro, refería estar muy enojada con Perls, en respuesta a sus comentarios despreciativos
en sesión, pero también que la actitud del terapeuta había tenido un profundo efecto sobre
ella, empujándola a observar su propio modo de ponerse en la relación.

Para Mónica, una mujer de treinta y cinco años que viene a terapia con el marido Giovanni,
la emoción dominante individual es la vergüenza. Pero su vergüenza emerge en la relación
de pareja en respuesta a la devaluación que siente de parte de Giovanni, que parece
despreciarla como esposa, madre y mujer. Mónica reacciona a la propia vergüenza,
desarrollando a su vez desprecio hacia el marido. Así en la sesión de terapia el desprecio
recíproco es al menos al inicio la emoción más evidente. Pero a diferencia de Giovanni,
Mónica vive la misma dinámica emotiva, también en el trabajo, donde se siente avergonzada
y despreciada por los colegas y reacciona a su vez con desprecio, generando una atmósfera
de constante tensión.

Orgullo. Si el desprecio es el recíproco de la vergüenza. El orgullo es su opuesto. Si me


avergüenzo quisiera esconderme, desaparecer de la vista de los otros y al mismo tiempo
busco controlar a los otros, entender de dónde viene su (presunto) desprecio hacia mí. Me
escondo de sus miradas y controlo. Si soy orgulloso, la mirada de los otros es igualmente
importante y entonces lo tomo en cuenta, pero para estar seguro de ser visto. Si soy orgulloso,
mi deseo es ser visto y apreciado.

Para Lewis (2000), es posible una distinción entre aquella que define hybris y el orgullo, la
base emotiva es la misma, una sensación de éxito al exhibir al otro (el orgullo es una emoción
tanto autoconsciente como social); en el primer caso, la sensación es general, en el segundo
particular. Así la hybris es un orgullo total e incondicionado, no necesariamente negativo
como la hybris de la tragedia griega (y aquella del grupo de Milán, que tomó el concepto de
las tragedias griegas, véase Selvini Palazzoli et al., 1975), pero que fácilmente puede
desfogarse en exceso de narcisismo y sobrevaloración de sí; mientras el orgullo verdadero y
propio, es la tendencia a mostrarse al otro por haber alcanzado una meta específica. (Según
Lewis, una relación análoga existiría entre vergüenza y culpa, la persona referiría hybris y
vergüenza globalmente de sí, orgullo y culpa por cualquier cosa que ha hecho).

Emilio un profesionista de cuarenta y cinco años que me ha consultado por problemas, sobre
todo conectados a su situación de trabajo, muestra una peculiar mezcla de orgullo y timidez.
Sabe que vale, es consciente de ello (orgullo), pero tiene la constante necesidad de hacérselo

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confirmar (timidez). Por lo cual pone todo en la performance, y está constantemente sujeto a
crisis de vergüenza si la confirmación del otro no llega. Trabajando en ello, descubrimos que
estas emociones están muy relacionadas a la relación con su padre, definido a su vez como
un hombre orgulloso y abiertamente despreciativo, que frecuentemente lo avergonzaba en
público, comparándolo con el hermano que era abiertamente el preferido. Y en aquel punto
descubro también, que en un último episodio en el cual el hermano había sido el preferido (y
Emilio se había sentido despreciado) que había sucedido poco antes de nuestro primer
encuentro.

Responsabilidad y culpa. La culpa está en relación muy estrecha con la responsabilidad.


La culpa es reconocida como emoción, la responsabilidad no, pero (desde el punto de vista
clínico) culpa y responsabilidad están juntas, porque en conjunto la persona siente que lo que
hace o no hace, lo que hizo o no hizo, influye su estado emotivo. Se podría decir que la culpa
es la consecuencia de una responsabilidad traicionada, o que la responsabilidad es aquello
que hace actuar para evitar desarrollar un sentido de culpa, o que la responsabilidad y la culpa
giran en torno a la vergüenza, la primera dirigiéndose al futuro y la segunda al pasado. Otras
emociones también pueden entrar en juego, a la culpa se acompaña fácilmente tristeza (juntas
hacen parte del conjunto sintomático de la depresión), a la responsabilidad, la ansiedad.
Veremos más adelante las complejas interacciones que giran en torno a la responsabilidad.

Un pequeño ejemplo personal. Hace tiempo, mientras me encontraba sobre un avión de dos
motores que tenía poco de haber despegado, uno de los dos motores se incendió y se bloqueó.
Aunque la tripulación recurrió a las usuales formas de aseguramiento, nosotros los pasajeros
no estábamos muy tranquilos. El regreso desde el aeropuerto para la partida duró poco más
de quince minutos, pero sin lugar a dudas fueron quince minutos muy largos. Sin embargo,
yo estaba menos ansioso de cuanto me esperaba, casi nada. Reflexionando me di cuenta que
había algunos motivos, por un lado, viajaba solo (si hubiera estado con mi familia me habría
sentido responsable de haberles hecho venir), por otro, no podía hacer nada. En otras
palabras, no tenía responsabilidad alguna, entonces no había motivos de sentirse en culpa ni
de tener ansiedad. Para mi sorpresa, me di cuenta que mi sentir correspondía en un modo un
tanto primitivo, al pensamiento “Podremos caer, de cualquier forma no será mi culpa”.

La responsabilidad puede ser frecuentemente dominante, pero la culpa es fácilmente tácita.


Por ejemplo, Susana, joven profesionista de treinta y un años, vive aún con sus padres y no
ha logrado irse de casa porque se siente responsable del bienestar de ellos (una pareja
fuertemente conflictual, que tiende a reclutarla como mediadora): “Me sentiría con culpa si
los dejo, como si no pudieran estar juntos sin mí, y me sentiría responsable de su malestar”.
Momento crucial, un verano en el cual dejada sola con la amiga, con quien debía irse de

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
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vacaciones, resiste a la oferta de los padres de ir con ellos y decide irse por su cuenta. Por un
lado se siente con más confianza en sí misma, por el otro, logra por primera vez no
preocuparse por ellos y no sentirse ni responsable ni culpable.

Tristeza y luto. La tristeza es una de las emociones fundamentales. Y quizá entre ellas, es
probablemente la menos indagada, quizá porque su propia naturaleza es poco clara (Barr –
Zisowigtz, 2000). Para Paul Ekman (Ekman y Friesen, 1975) y Silvan Tomkins (1963), es
una variante menos acentuada y más prolongada que el sufrimiento. Kleinman y Good
(1985), la enfocan a la depresión, ya sea entendida como estado del humor o como síndrome
clínico. Y toda la literatura que se refiere a John Bowlby (1980) la asocia al luto. Sin embargo,
no es necesario ni estar sufriendo, ni ser depresivo, ni estar de luto para estar triste. Se puede
decir, en todo caso, que la tristeza es una emoción donde falta el logro de un objetivo, o
pérdida de un objeto de interés, en la cual la reacción no es de culpa (porque no me siento
responsable), ni de enojo (porque no puedo aventarle la responsabilidad a otro), ni de miedo
(porque me focalizo más sobre el pasado que sobre las eventualidades futuras).

La tristeza que asocia su típica apariencia a ralentización, disminución de la comunicación,


disminución del tono de voz y reducción de la mímica, me lleva a encerrarme en mí mismo.
Respecto a la vergüenza, el aislamiento es más completo, sin un abierto interés en el otro,
aun cuando frecuentemente termina por producir un reclamo de la atención de los otros
(Ellsworth y Smith, 1980). Complejamente es una emoción de múltiples facetas. Puede
fácilmente ser dominante, especialmente en su forma endulzada que es la melancolía. Barr –
Zisowitz (2000) menciona también diversas culturas en las cuales la tristeza o una emoción
análoga, es considerada positiva y hasta deseable5. La tristeza se vuelve una emoción tácita
si se niega un luto.

Un buen ejemplo son Giovanna y Enrico. Ambos son profesionistas alrededor de los cuarenta
años, con dos hijos, de ocho y seis años. Llegan a terapia de pareja por el sufrimiento referido
por Giovanna, que se siente extraña a la familia, busca relaciones sentimentales aunque poco
gratificantes en otros lados y en general muestra un malestar y una inquietud que parecen
insensatas a Enrico, un hombre tranquilo, centrado en la familia y el trabajo.

Descubro que se había conocido en la Universidad, cuando Giovanna estaba viviendo una
grave crisis en su familia de origen. Los padres, ambos médicos, fueron contagiados de VIH,

5
A este propósito son interesantes las observaciones de Ethan Waters (2010) sobre aquello que define el
“marketing de la depresión en Japón”, en la cultura japonesa donde la melancolía, severidad e incluso
meditación en el suicidio tienen un valor social positivo, y la sola depresión mayor es considerada digna de
tratamiento, las casas farmacéuticas propagaron la idea de la depresión leve como patología para lograr vender
sus antidepresivos.

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
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en un periodo en el cual aquella enfermedad era casi desconocida en la pequeña ciudad


provinciana donde vivían. Murieron, siendo atendidos por ella y su hermana, sin nombrar
jamás (se presume por vergüenza) la enfermedad que los había matado. Giovanna continuó
su vida casándose con Enrico y yéndose a vivir a la vieja casa de los padres, convirtiéndose
en una trabajadora y madre, efectiva y enérgica, construyendo un hogar del cual la tristeza y
el luto formaban parte. Fue fácil relacionar aquel luto no elaborado con su inquietud y con el
progresivo extrañarse de Enrico. Pero el trabajo se hizo difícil por la dificultad de hacer
florecer la tristeza y el luto en las sesiones, fuese en pareja o individual con ella. En cada
encuentro aparecen claras las emociones dominantes: interés, conexión, afiliación, también
enojo, mientras junto a la tristeza es excluida la vergüenza.

Sin embargo, justo tristeza y vergüenza son las emociones centrales en la historia de la pareja
(y sobretodo de Giovanna). Su vida actual emotiva, en compensación, se caracteriza por un
singular embotamiento, como si fuese difícil para ellos sentir cualquier cosa, como si las
emociones calladas, tristeza y vergüenza, se llevaran también con ellas cada señal de vida,
impidiéndoles a ellos sentir aquellas emociones que mencionan son esenciales en su relación.

La diferencia entre ellos es que Enrico se ha adaptado, viviendo los afectos sobre todo con
las hijas y el trabajo, mientras que para Giovanna que había estado más expuesta al luto y a
la vergüenza, pero para quien esta estrategia existencial ya no es aceptable. El sentido de la
terapia ahora está en llevar a la luz las emociones tácitas y con ellas también las otras
emociones de la pareja.

Miedo y ansia. Como la sorpresa, son emociones que señalan la necesidad de una
reorganización del campo de atención, pero como el sufrimiento y la tristeza, tienen una
cualidad afectiva desagradable. Freud (1925) puso a la ansiedad en la base de toda su
concepción de las defensas, Tomkins (1963) está convencido que Freud y el pensamiento
psicoanalítico han condensado bajo el nombre de ansiedad todas las emociones negativas,
incluido el sufrimiento, el enojo, etc. Por lo general se cree que la principal diferencia entre
miedo y ansiedad, sea que la primera tiene un objeto definido y la segunda no; la cualidad
emotiva es de cualquier forma la misma para ambas.

Natalia es una profesionista de treinta y siete años, titulada, que por varios años tuvo un
trabajo estable. Sin embargo, jamás ha vivido sola. Siempre ha vivido con la madre, salvo un
par de años atrás, experiencia para ella muy difícil que la indujo a pasar después de pocas
semanas a una convivencia con un hombre, revelándose desastrosa muy rápidamente. El
hecho es que Natalia no tolera estar sola, especialmente de noche. Es asaltada por miedos y
terrores: que alguno le pueda hacer algún mal, que puedan sucederle todo tipo de cosas. Tanto
que cuando la madre se aleja, debe pedir al padre (divorciado) o a la tía que vengan a estar

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
FUENTE: Bertrando, P. (2014). Il terapeuta e le emozioni. Milán: Raffaello Cortina Editore

con ella. No muestra ansiedad en su carácter, el miedo es la nota dominante de su vida. No


en el sentido que la busque, sino en el sentido que pasa mucho de su tiempo en protegerse de
ella. “Me es difícil tener una relación con un hombre”, dice, “porque siempre temo que me
pueda hacer algún daño”.

Para Giuseppina, en cambio, el miedo mientras tenga una posición similar de dominio, asume
una naturaleza diferente. No es demandante ni violenta, es casi delicada, pero al mismo
tiempo gobierna. Giuseppina perdió al padre, muy amado, diez años atrás. Desde entonces
lleva una vida productiva (tiene un trabajo que la satisface) es socialmente vivaz, pero
siempre con un fondo de sutil indiferencia. Ha tenido varias relaciones, pero les ha sentido
frías, como si no lograra involucrarse de verdad. Trabaja bien pero siempre está como
separada.

Conforme hablamos, surge que evita casi automáticamente cada experiencia que podría
involucrarla en profundidad. Y dice: “Es como si viviese en el constante miedo que aquello
que amo o deseo me pudiese ser quitado, como sucedió con mi padre. Entonces es inevitable
que tenga distancia, que evite estar dentro de verdad”. Es un miedo constante, cuyo objeto es
muy claro, pero que no por esto es menos penetrante.

Envidia y celos. Podemos definir la envidia como un resentimiento generado por el deseo
de poseer las cosas, las relaciones, o las cualidades del otro, asociado al deseo de castigarlo
o mejor, destruirlo por esto. Ha sido extensamente indagada sobre todo por los psicoanalistas,
tanto que lo dicho a propósito es todavía aquello propuesto por Melanie Klein (1957), y
retomado con pocas variaciones por Otto Kernberg (1986), que la envidia es la expresión
más o menos inmediata de pulsiones destructivas esencialmente internas e innatas, directas
a las destrucción del objeto (del otro). Eso generaría a su vez, angustia persecutoria y una
pérdida de esperanza general. Pero ésta no es la única concepción posible. La psicología del
Yo (Kohut, 1971; Miller, 1986) ve en cambio, la envidia como reacción a un sentido de
inadecuación y vergüenza, muy fuerte para ser soportado. El envidioso en este caso, sustituye
al propio sentido de anular el enojo envidioso hacia el otro, sentido como él o ella que lo
priva de cuánto podría tener de bueno.

Una psicoanalista relacional com0 Donna Orange (1995) ha hecho bien en leer la envidia
como producto de un clima relacional, en el cual cada error de la persona ha sido notado y
subrayado, generando sufrimiento y vergüenza, relacionadas por ejemplo, a la comparación
con otro capaz de mayor éxito, hasta que el alivio de la vergüenza no se relaciona a la
destrucción de aquel otro. También aquí, se trata para el terapeuta de ver y elaborar
propiamente aquella vergüenza más que afrontar directamente la envidia (Orange observa
agudamente que las expresiones de envidia hacia el terapeuta pueden deberse no tanto a

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experiencias de persecución, cuanto a una verdadera dificultad de este último en percibir el


sentido de inadecuación y fracaso de su paciente, generando ulterior vergüenza).

Diferente al discurso sobre los celos. Por cuanto frecuentemente los dos términos son usados
como sinónimos, tanto en el lenguaje cotidiano como en el profesional, en los celos el deseo
de posesión no se dirige tanto a la cualidad del otro, sino hacia el otro como persona amada,
el enojo y la destructividad van dirigidas sea hacia el otro, sea hacia el tercero que
(aparentemente) se lo lleva (Bryson, 19991). Entonces, los celos pueden ser vistos como la
reacción a una amenaza – verdadera o presunta – a un vínculo de parte de una tercera persona,
con una pérdida de estima y sentido de sí; de aquí la presencia frecuente de otras emociones,
como enojo, impotencia, pérdida y disgusto (Guerrero et al., 2004).

Aburrimiento. Es fácil ver apatía y aburrimiento como causa de la falta de actividad, que
psiquiatras y psicoanalistas observan en las personas deprimidas, el tedio tan bien descrito
por Baudelaire. Aquel sentido de vacío, de inutilidad bien explicaría su inercia. Pero también
puede ser al contrario, que sea la inmovilidad la que genere el aburrimiento. Greenson (1953)
ha observado un estado de apatía y aburrimiento en aquellos que un tiempo fueron definidos
con neurosis de guerra. Soldados que hacían el mínimo posible y no participaban en las
actividades, sin recibir alguna ventaja ni pedir un cambio de sus funciones. Este
“aburrimiento de guerra” se adhería más frecuentemente a soldados con tareas repetitivas,
menos frecuentemente en la aeronáutica que en el ejército, más fácilmente en el personal de
tierra que entre los pilotos. La repetitividad de una tarea vacía de significado llevaba a la
apatía. Se puede decir que el hacer nada generaba la apatía, más que el contrario. El
aburrimiento de la neurosis de guerra desaparecía junto al estado de apatía cuando los
soldados se encontraban en un sistema emotivo en el cual la apatía tenía menos sentido, en
los casos simples eran ya suficientes un ambiente cálido, un trato humano y buena comida.
Para los casos más graves la única esperanza era que el ejército los regresara a casa.

En una primera aproximación podríamos definir el aburrimiento como ausencia de actividad,


como Foucault (1961) ha definido la locura “ausencia de trabajo”. No basta pero a veces aun
sin hacer nada, no se aburre uno. Hay una cosa más en el aburrimiento: la sensación que,
cualquier cosa que se pueda hacer será estéril o inútil. El aburrimiento se vuelve entonces, la
falta de la posibilidad misma de hacer (cualquier cosa significativa). La imposibilidad de
generar una diferencia que haga la diferencia, según la lección de Bateson. Más que ausencia
de actividad, es la ausencia de la posibilidad de ser activos, de aquella que los anglosajones
llaman agencia. Afrontaré más adelante el aburrimiento que para mí es más significativa, la
que toca al terapeuta.

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
FUENTE: Bertrando, P. (2014). Il terapeuta e le emozioni. Milán: Raffaello Cortina Editore

ADVERTENCIA

Este mínimo catálogo no es exhaustivo, ni podría, de todos los posibles estados emotivos que
entran en terapia. Solo intenta dar alguna indicación de las emociones que más
frecuentemente encuentro y de cómo pueden volverse dominantes o tácitas. Pero hay algunas
cautelas que observar al respecto, que quisiera recordar brevemente.

Antes que todo no hay correspondencia entre evaluación de las emociones en un sistema y
evaluación psicopatológica, ni entre este tipo de evaluación y algunas formas de diagnóstico
estructural, como aquellas psicoanalíticas. Por ejemplo, fobias, ataques de pánico, fobias
sociales y trastorno de personalidad por evitación son clasificados en psiquiatría, entre los
trastornos de ansiedad y los trastornos de personalidad de tipo ansioso (cluster C del DSM),
incluso desde el punto de vista de un diagnóstico estructural psicoanalítico (y con mayor
razón), la ansiedad es considerada un determinante central. En cambio, desde el punto de
vista de mi evaluación emotiva, el eje ansiedad / miedo es ciertamente la emoción dominante
en fobias y ataques de pánico, mientras para la fobia social y el trastorno evitante la emoción
dominante es la vergüenza. Vergüenza que entre otros elementos, también es componente
emotivo de cuadros psicopatológicos, que en una visión psiquiátrica son completamente
diferentes como ciertas formas de psicosis, sobretodo en fase inicial. Bumke (1929), por
ejemplo, consideraba la “personalidad sensitiva – insegura” en cuya estructura emocional la
vergüenza jugaba un rol central, como una de las personalidades pre-mórbidas de la paranoia.
Lo que naturalmente no disminuye en modo alguno ni la validez ni el interés de esos sistemas
diagnósticos. Simplemente, aquí estamos en una dimensión diferente.

Segundo punto: la idea más atrayente para el terapeuta es obviamente andar a la búsqueda de
las emociones dominantes, como si ellas fuesen la llave del sistema emotivo. Pero por
importantes que sean, no son suficientes. Cada vez que en un sistema emotivo emerge una
emoción dominante, debemos también preguntarnos cuáles pueden ser las correspondientes
emociones tácitas. Por ejemplo, un sistema emotivo dominado por el desprecio puede tener
como emoción tácita la vergüenza, que es la emoción complementaria al desprecio, o el
miedo del cual el desprecio ofrece como sea protección. El significado de las dos
organizaciones es profundamente diferente. Un sistema dominado por la alegría y el interés
puede tener como emoción tácita el enojo pero también la tristeza. Hacer hipótesis a propósito
de las emociones tácitas puede ser esencial para una comprensión profunda del sistema, pero
es más complejo, porque las emociones tácitas no solo son escondidas, sino que también
representan áreas ciegas para quien sea parte del sistema.

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TRADUCCIÓN: Sheila Ortiz Peña
FUENTE: Bertrando, P. (2014). Il terapeuta e le emozioni. Milán: Raffaello Cortina Editore

Tercer punto, concebir las emociones como entidades discretas, según la lección de Tomkins,
es útil para propósitos descriptivos, pero también puede favorecer un pensamiento muy
categórico. De hecho, no sólo no hay puntos de vista idénticos sobre cuáles sean
efectivamente las diferentes emociones, sino que tampoco hay certeza de la manera en
nosotros les experimentemos de modo muy distinto. A veces si me siento, por ejemplo, triste,
me es imposible dividir la tristeza de la vergüenza, o del enojo, o del miedo, o del sufrimiento.
Aquello que experimento fácilmente es una mezcla en la que están presentes y juntas,
emociones (consideradas como) diferentes, en la cual trazar confines es imposible.

En fin, no debo jamás olvidar que el paciente, la familia, la pareja que tengo enfrente no es
más aquella persona, familia o pareja así como es o como aparenta. Es la persona, la familia,
la pareja como es en la interacción conmigo terapeuta. Debo entender cuál es mi contribución
en el hacer emerger propiamente aquellas emociones y no otras. Cada terapeuta, cada sesión,
lleva al descubierto ciertas emociones pero también deja escondidas otras. Cada emoción que
me parece descubrir en terapia es necesariamente una de mis hipótesis y en cuanto tal
provisoria (Bertrando y Toffanetti, 2003).

Regresamos una vez más a las emociones dominantes y tácitas, identificar las emociones
dominantes ya es más que tratar de hacer ciencia exacta, e implica un grado notable de
arbitrariedad mía. Las emociones dominantes que encuentro son por un lado, aquellas que yo
juzgo tales, segundo mi sensibilidad y mis prejuicios, y por otro aquellas que mi presencia
permite o suscita (y podrían resultar otras en presencia de otro terapeuta). Pero pasar a las
emociones tácitas es muy arduo. El único modo que tengo de imaginarlas es preguntarme si,
en aquellas circunstancias, otros demostrarían emociones que ahí no se ven. Lo que
frecuentemente se traduce en juzgar tácitas aquellas emociones que no veo, pero sé que yo
sentiría en aquella situación, en este punto la arbitrariedad se vuelve máxima.

Debo ser consciente de mi rol, por un lado, de cuánto las emociones que percibo en los otros
son facilitadas o condicionadas por mí; por otro, de cómo yo sentiré algunas emociones más
fácilmente que otras y algunas me serán excluidas. Debo preguntarme cuáles son mis
emociones dominantes personales y cómo interactúan con aquellas de los pacientes. Además,
me debo preguntar también cuáles pueden ser mis emociones tácitas, porque son para mí
verdaderas áreas ciegas.

Entonces, casi ha llegado el momento de pasar a la descripción de los sistemas emotivos, a


la dinámica de aquel particular sistema emotivo que es la terapia y también de ocuparse del
rol que en esta dinámica tiene la persona del terapeuta. Pero antes es necesario detenerse aún
en los procesos que al interior de un sistema permiten la comunicación y la significación
emotiva.

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