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La iluminación de manuscritos.
Formas, funciones, estilos.
Sandra Szir y Verónica Tell
Adaptación y traducción sobre textos de
Michel Melot y Helene Toubert.
Material de cátedra
La iluminación de manuscritos.
Formas, funciones, estilos.
Adaptación y traducción de Sandra Szir y Verónica Tell
sobre textos de Michel Melot y Helene Toubert.
Las miniaturas medievales han ofrecido desde largo tiempo a los historiadores
del arte, gracias a su presencia ininterrumpida durante diez siglos, los medios
de paliar las lagunas debido a la desaparición de los frescos muy frágiles.
La iluminación –que designa tanto un humilde ornamento como las más
bellas “historias” pintadas- no debe ser estudiada solamente por ella misma, o
en simple relación con la historia de la pintura, ni por la masa de referencias que
puede librar sobre la vida material cotidiana de la época considerada. Es
necesario analizarla también, en principio, en sus relaciones con el manuscrito
para el cual ha sido concebida. La iluminación es, en efecto, uno de los
elementos fundamentales de ese producto complejo que resulta de la
contribución de muchas técnicas, materiales e intelectuales: la decoración juega
un rol esencial en la elaboración técnica y estética del manuscrito y, como medio
de transmisión del contenido intelectual del texto escrito. La decoración es a la
vez un elemento importante del manuscrito en tanto que producto –en
particular, como producto de lujo- y en tanto que instrumento de comunicación
de ideas. Es decir, la iluminación asegura dos funciones principales, de
ornamentación y de ilustración del texto, aunque a veces es muy difícil
discriminarlas.
Esas dos funciones principales actúan en el manuscrito desde la
introducción de la decoración más mínima. Una inicial simplemente
ornamentada no es solamente un elemento decorativo, contribuye a la
organización lógica y a la presentación del texto. Le señala al lector una
articulación; también, en un grado mínimo, pero ya presente, un elemento
significante del contenido. Si las formas tomadas por la iluminación dependen,
por una parte, del texto, y por la otra, de los hábitos de la escuela o del taller, de
la formación o de las iniciativas de un artista, dependen también, y a menudo
antes que nada, del uso. Más que el texto, podría decirse, la decoración es
concebida en función del lector, ya se trate de letras ornamentadas previstas
para servirle de puntos de referencia, o de imágenes hechas para informarlo,
conmover su imaginación o su gusto. El hecho es evidente cuando se trata de un
mecenas o de un comitente capaz de dar sus directivas sobre las formas y el
contenido de la ilustración. Es evidente que no hay nada en común entre los
salterios góticos reservados a las devociones íntimas de las nobles damas y los
evangeliarios románicos de carácter litúrgico. Uno es un objeto de lectura
cotidiana y silenciosa, el otro, objeto monumental. Ciertos usos de la ilustración
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devienen más explícitos, como el caso de los antifonarios, que deben
necesariamente ser descifrados de lejos y “a coro”, posados sobre un atril.
El estudio de la iluminación pone así al historiador en contacto con una
documentación impregnada de la mentalidad de un grupo, limitada ciertamente
y, donde los contornos cambian con el tiempo, pero que definen los rasgos que
la identifican, en cada periodo, con la clase cultivada, o dirigente, de la sociedad.
Si las formas de iluminación informan sobre las técnicas de los artesanos y de
los artistas, sobre la organización de la producción y del comercio del libro,
aportan también su lote de información sobre las ideas, las preocupaciones, las
creencias y los gustos estéticos de los clientes, ya sea el libro un objeto de
piedad, de edificación, de reflexión, de información científica o de distracción.
La ornamentación.
Al contrario de la ilustración del texto, la ornamentación estaba ausente en los
rollos. La decoración comienza seriamente con el triunfo del codex y la Edad
Media. Carl Nordenfalk ve dos razones a ese fenómeno: por una parte, una
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utilización nueva del texto que no era más solamente declamado y escuchado
como en la Antigüedad, sino que, en adelante era leído; por otro lado, el hecho
de que el poseedor de un libro devenía igualmente en lector, refuerza el deseo de
embellecer el objeto portador del texto.
Si se pone aparte el caso de algunos manuscritos lujosos, paleocristianos
o de la Alta Edad Media, enriquecidos pro páginas teñidas de púrpura o por
páginas-tapiz cubiertas de motivos decorativos, se puede decir que el ornamento
se liga, en principio, sobre todo al texto en sí mismo, es decir, a las letras y,
particularmente a la letra inicial del texto y de sus divisiones. En un segundo
tiempo, el ornamento gana el soporte, es decir, la página y, en particular, la
parte no escrita, es decir , el margen. La importancia dada al embellecimiento de
los márgenes tuvo como corolario una mayor simplicidad de la inicial.
Naturaleza de la imagen.
Las obras científicas fueron dotadas de una ilustración que apuntaba a
visualizar exactamente el texto cuya comprensión facilitaba. Esas imágenes
hicieron cuerpo de tal manera con el texto que, a lo largo de la tradición de este
último, ellas mismas fueron también fielmente copiadas, variando únicamente
en razón de la evolución estilística. Algunos ciclos ilustrados tienen por lo tanto
una larga historia: el herbario de Crateas (1er siglo A.C.) del que se sabe por
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Plinio que él mismo estableció los dibujos, fue utilizado por Dioscórides (II siglo
D.C.) y reproducido posteriormente hasta las ediciones impresas en Roma en
1481.
La búsqueda de la más fiel transcripción visual de una palabra o de un
pasaje a una imagen no fue exclusiva de las obras científicas. Ésta explica la
literalidad naïve de ciertas imágenes que acompañan, por ejemplo, a los
proverbios y que ponen es escena la observación moral o didáctica sin buscar la
interpretación ni insistir sobre la pedagogía de la historia. Sin embargo, de un
modo general, la correspondencia entre texto e imagen es a menudo vaga. En
primer lugar, en razón de la polisemia de las imágenes que va a la par de la
pobreza relativa del repertorio iconográfico en relación con la riqueza del
vocabulario textual -esto a pesar de la herencia de los signos antiguos y de la
fecunda creación de formas en ciertos periodos de la Edad Media-. Sean cuales
fueren las causas de la falta de adecuación de las palabras y las imágenes –que
derivan en buena medida de las condiciones de copia de modelos y de la
migración de imágenes provenientes de textos diversos o del repertorio
monumental- la ilustración de un texto oscila entre dos polos. Por un lado,
reduce el texto del cual sólo puede dar cuenta de manera parcial al seguir una
selección obligada de fragmentos y de palabras destinadas a ser ilustradas. La
construcción de fórmulas iconográficas que pretendían mostrar el máximo de
hechos en una única imagen según una visión simultánea de acontecimientos no
fue un buen paliativo para hacer frente a esta dificultad. Otras veces, por el
contrario, el esquema era reducido a una estructura tan simple que se hacía
ambiguo y sólo adquiría sentido preciso al recurrirse al texto adjunto o al
agregarse una inscripción: retratos intercambiables de profetas o de soberanos,
escenas de nacimiento o de batalla idénticas e indeterminadas, etc.
Sin embargo, en el caso de las imágenes muy conocidas, reducidas a los
motivos significativos, la elección de éstos a menudo bastaba para identificar la
imagen. En las biblias góticas por ejemplo, al inicio del libro de Job, la figura del
pobre Job con su cuerpo leproso lleno de pústulas indicaba el principio del libro
y cumplía una función de señalización. También podía evocar toda la historia de
Job en sus diferentes episodios no representados pero traídos a la memoria por
la sola potencia de esa imagen-signo. Más allá de la evocación del relato de Job,
la imagen también podía cumplir, dependiendo de la cultura del lector, una
función moralizadora y edificante por rememorar los comentarios desarrollados
respecto de Job: imagen del Justo sometido a Dios y finalmente recompensado
por su inquebrantable fe.
Así pues, incluso siendo esquemática al nivel de la fórmula iconográfica,
la imagen amplifica el texto que ilustra al nivel de la significación. De hecho, hay
casos donde la imagen debe decir más que el texto en la medida en que debe
mostrar concretamente los hechos y los personajes. La Biblia dice que Caín
mató a Abel pero no precisa el instrumento del que se sirvió.
Independientemente incluso de los textos exégetas que se detuvieron sobre el
problema y sugirieron soluciones, el artista habría estado forzado a poner algún
instrumento concreto y definido en las manos de Caín. Cuando al fin de la Edad
Media el empuje del espíritu realista permitió a la pintura minuciosa la
inclusión de realidades de la vida cotidiana, las escenas se sobrecargaron de
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detalles concretos que podían agregar datos a la descripción y/o a la
interpretación simbólica del texto.
La originalidad de la ilustración medieval se desplegó en la traducción
visual de nociones abstractas y en sus intentos por mostrar lo invisible. Uno de
los mejores ejemplos se encuentra en las imágenes de la Clavis Physicae de
Honorius de Autun (siglo XII) donde figuras alegóricas y el dibujo tetramorfo de
la materia informis explican la organización del Cosmos a partir de los Cuatro
Elementos, según los postulados de la física neoplatónica y estoica retomados
por los cristianos. La imagen del Mundo se compone pues de motivos sugeridos
por otros comentarios e incluso por ideas si no heterodoxas, sí, en todo caso,
combatidas. Así, la imagen también pudo servir de vehículo para nociones cuya
clara exposición ‘textual’ era un peligro, y además, por ciertas razones,
introducía la presencia de un texto diferente que aquel que debía ilustrar.
Pocas veces semejantes imágenes fueron creadas íntegra y directamente
para el texto que acompañaban sino que suelen ser el resultado de una
recomposición realizada a partir de esquemas anteriores y provienen a menudo
de una ilustración concebida para otros textos. En tanto las migraciones de
imágenes de un texto a otro se convirtieron en un fenómeno frecuente, la
ilustración desbordó a menudo al texto respectivo. Aunque con frecuencia fuera
involuntaria, esta capacidad de la ilustración de construir un discurso paralelo o
complementario al texto ilustrado fue muchas veces sistemáticamente
aprovechada. Esas imágenes comentadoras del texto constituyen uno de los
rasgos más interesantes de la iconografía de manuscritos. Puede tratarse de una
imagen que, al menos a primera vista, carece de una relación aparente con el
texto. Un salterio realizado en Amiens hacia 1290 por Yolanda de Soissons lleva
una imagen sacada del Roman de Barlaam et Joasaph: un hombre de pie sobre
un árbol recoge la miel de la vida sin hacer caso a dos ratones –uno blanco y el
otro negro, haciendo referencia al Día y la Noche- que roen el tronco sin cesar.
La historia, originaria de Asia central y transmitida por una traducción griega,
era entonces muy popular: aunque derivado, existe un vínculo con el Oficio de
los Muertos que era evidente para el lector. No obstante, el comentario del texto
por la ilustración se hacía a menudo de manera sistemática y continua a lo largo
de un manuscrito y a veces por medio de un ciclo íntegramente concebido sobre
esta base. El sistema tipológico fue el principio más fecundo para este tipo de
ilustraciones. Ya expresado en el Evangelio y en San Pablo, éste ponía en
evidencia la correspondencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, donde los
personajes y los episodios realizaban lo que el primero había dejado solamente
prefigurado. Según esta interpretación de las Escrituras, la ilustración de la
Pasión de Cristo podía vincularse, por ejemplo, con la escena de Abraham
preparando el sacrificio de su hijo Isaac.
A veces, la desviación de la ilustración respecto del texto es de tal
magnitud que el sentido de la imagen está para nosotros perdido. Se convirtió
en un enigma que a veces conseguimos desentrañar gracias a la lectura de otros
textos o al conocimiento de los usos de aquel tiempo. Es el caso frecuente de las
drôleries que a menudo cumplen una función de orden decorativo pero donde
se puede descubrir a veces una relación intelectual justificando su presencia.
Por ejemplo, bajo la Anunciación de Las Horas de Jeanne de Évreux, Jean
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Pucelle (figura 6) ha representado en grisalla (técnica de creciente éxito) un
juego de gallinita ciega que parece estar allí con el único fin de acompañar con
su gracia aquella de la reina representada en la inicial y también la de la Virgen.
Pero los comentaristas –Tomás de Aquino incluido- vinculan este juego al Cristo
escarnecido: su representación bajo la Anunciación y enfrentada al arresto de
Cristo que ocupa el folio opuesto, anuncian de este modo los sombríos
acontecimientos futuros.
Además de recurrir a los textos medievales, tanto el conocimiento del
repertorio de las formas que estaban entonces en uso como el análisis
semiológico permiten reencontrar los sentidos implicados en la imagen y
agregados al texto. Se sabe de este modo por ejemplo que en la representación
de perfil se sitúa a menudo un valor peyorativo. Es interesante notar que los
esclavos y también a veces las mujeres representados en un manuscrito de las
Comedias de Terencio se encuentran de perfil y que en ciertas escenas esto sirve
para distinguirlos de sus amos.
La imagen comenta entonces el texto y puede orientar su lectura. Su
fuerza es de tal magnitud que, en una inversión del orden habitual, puede
conducir incluso a una modificación del texto en una posterior edición. Una
nueva iconografía que efectuaba una metáfora del universo a partir de un
hallazgo tecnológico reciente - la alegoría de la Templanza accionando un reloj
– fue empleada en una primera edición de la Epístola de Othea de Cristina de
Pisa. El texto, en cambio, no describía ningún reloj. Decididamente conquistada
por la imagen, en una segunda edición Cristina modificó su texto para incluir la
mención del instrumento y una rúbrica explicando la imagen.
Esta anécdota pone en evidencia la existencia de un lenguaje iconográfico
autónomo respecto del texto. Y aun más: con el correr de los siglos, a través del
mecanismo de copias y préstamos, las imágenes se engendraron unas a otras,
forjando una tradición iconográfica al punto tal que para comprender la
ilustración de un manuscrito debemos tomar en consideración no sólo el texto
adjunto sino también el estudio del ciclo de imágenes y de sus antecedentes.
Esta autonomía de la imagen respecto del texto puede llegar incluso hasta la
independencia total cuando ésta no es creada para un escrito determinado sino
que es debida a la libertad de invención de un artista que halla una ocasión para
insertarla y enlazarla al texto a veces incluso con una tenue ligazón: es el caso
por ejemplo de una imagen que expresa las preocupaciones de su tiempo en una
procesión de los flagelantes -cuya práctica se inició tras la peste de 1348 y
retornaba ante cada amenaza de peligro- incluida por los Limburgo en Las
Ricas Horas del Duque de Berry.
Tradiciones e innovaciones.
Las copias más fieles han sido realizadas a partir de textos de la Antigüedad,
tales como las Comedias de Terencio, la Psycomachia de Prudencio u obras
científicas. Esto no quiere decir que las ilustraciones reproducidas fueran
idénticas a las originales puesto que toda copia difiere en mayor o menor grado
de su modelo, pero en esos casos la primera intención era restituir lo mejor
posible la fuente utilizada. De hecho, se puede observar por ejemplo en el
terreno de la imaginería cristiana la existencia de un repertorio de imágenes
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relativamente estable e incluso, en algunos casos, la de un número bastante
reducido de tipos. Sin embargo, a pesar de que el respeto por los textos e
imágenes religiosas comprometía a una reproducción fiel, se realizaron
mutaciones y creaciones iconográficas favorecidas por la multiplicidad de los
centros de copia y de los manuscritos mismos. Los ilustradores –que en algunos
casos eran los autores mismos o estaban guiados por ellos- adaptaron o crearon
ciclos de imágenes para la ilustración de los textos contemporáneos a partir de
un ir y venir entre el vocabulario iconográfico y el texto a ilustrar. De los tres
casos que hemos mencionado hasta ahora (tradición de la ilustración bíblica y
de manuscritos litúrgicos, elaboración de una ilustración para obras profanas y
copia de textos antiguos) nos detendremos en los dos primeros.
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Ilustraciones nuevas para textos profanos.
Antes de mediados del siglo XIII la ilustración de los textos profanos era casi
exclusiva de los tratados científicos, enciclopedias y obras jurídicas y sus
programas retomaban a menudo una tradición antigua. Si bien a partir del siglo
XII florecieron en Francia grandes ciclos de canciones de gesta y del ciclo de
Arturo o los romances de Troya y de Tebas que ponían en escena a antiguos
héroes, éstos no fueron dotados de ilustraciones sino hasta un siglo más tarde.
Recién a mediados del siglo XIII, suscitadas por la misma inclinación que
se observa en la imaginería religiosa y aprovechando (especialmente al inicio) la
experiencia allí adquirida, se multiplicaron las ediciones ilustradas de este tipo
textos. Esta producción se vio promovida, sostenida y orientada por el
mecenazgo del rey y de los príncipes. Las iniciativas de Carlos V fueron decisivas
y los más de mil libros en su biblioteca dan testimonio de su constancia de
coleccionista. Las disposiciones que tomó en lo concerniente a su conservación
en Vincennes y en la Torre del Louvre y para sus sucesores evidencian una
actitud nueva respecto de un conjunto de manuscritos entendidos como
instrumento orgánico de cultura y de reflexión. Al lado de los libros litúrgicos
que había heredado o recibido como obsequio estaban los manuscritos que él
mismo había encargado a juristas o a teólogos, en su mayoría obras de historia y
de ciencias o traducciones de textos antiguos o patrísticos para los que había
que concebir una ilustración. Más allá de la orientación particular que los
distintos gobernantes dieron a sus bibliotecas, es un hecho que el mecenazgo de
los príncipes, brillantemente continuado hasta el siglo XV con los duques de
Borgoña y otros como Réné de Anjou, fue decisivo para el desarrollo del arte de
ilustrar los textos, para la creación de una iconografía variada y para la
evolución de las formas de la iluminación.
Los estrechos vínculos que los patrones establecieron con los autores y
con los artistas representan uno de los rasgos más reveladores de la situación
creada por el rol de los mecenas. Conociendo las inclinaciones de los príncipes,
los autores mismos se han ido interesando por la ilustración de sus obras. Es
fácil adivinar las exigencias a las que estaban sometidas las habilidades y las
competencias de los ilustradores, tanto por parte de los autores como de los
patronos. Si algunos de ellos, como Carlos V, parecen haber sido relativamente
fieles a un taller o a un artista, otros, como Jean de Berry en su afán por la
novedad, estimulaban los cambios. También había que asegurar la abundante
producción de manuscritos que estaban de moda. La competencia y el fuerte
crecimiento que se vivieron a lo largo del siglo XV explican la movilidad de los
artistas, la rápida circulación de nuevos esquemas y el recurso a modelos
extranjeros (sobre todo italianos para iconografía religiosa, aunque también
flamencos).
Las búsquedas estilísticas jugaron un rol decisivo en esta carrera hacia la
innovación que corre paralela a la práctica tradicional de reproducción de
modelos. El estilo gótico internacional marcado por los hallazgos del Trecento
italiano y luego, en los años 1420, el “estilo nuevo”, introdujeron maneras cada
vez más verosímiles de dar vida a los rostros y, al mostrar las emociones
experimentadas por sus expresiones, de narrar las peripecias de la acción.
Además, los ensayos con la perspectiva –aunque no se tratara aún de la de
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Masaccio y de Bruneslleschi- llegaron a crear un espacio que impulsó una
reacomodación de las fórmulas iconográficas tradicionales y facilitaron también
la creación de nuevas composiciones, en primer lugar en la iconografía religiosa.
Esta nueva concepción del espacio fue favorable, evidentemente, para la
representación de paisajes, que eran por entonces escenario de algunos de los
mayores placeres (la caza y los deleites cortesanos y lúdicos de los jardines).
También fue beneficiosa para la figuración de las arquitecturas y de las escenas
de interior. Con el gusto por los detalles realistas, como la precisión en la
representación de los géneros y los ropajes, de los muebles y de los utensilios
–un gusto ya iniciado a principios del XIII pero que en el XV se satisfacía con
una factura cada más realista- la ilustración halló los medios para renovar la
iconografía religiosa. Y al mismo tiempo, encontró la capacidad de restituir
mejor la realidad de los textos profanos.
–––
Bibliografía
Melot, Michel, “La iluminación del texto”, en L´illustration, Ginebra, Skira, 1984
–17–
Figura 1
Sacramentario de Gellone
Siglo VIII
Biblioteca Nacional de París
Figura 2
Virgilio
Siglos IV - V
Biblioteca Vaticana
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Figura 3
Evangeliario de Aachen
Siglo VIII
Aache, Domschatzkammer.
Figura 4
Roman de la Rose
Siglo XIV
Ginebra, Biblioteca Pública y Universitaria.
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Figura 5
De laudibus Sanctae Crucis de Raban Maur
Siglo IX
Figura 6
Las Horas de Jeanne d´Évreux.
folios 15v – 16r
Principios del siglo XIV
New York, The Metropolitan Museum of Art, THe Cloisters Collection.
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Figura 7
Très Riches Heures del Duque de Berry
Principios del sigloXV
Chantilly, Musée Condé
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