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SAN MARCOS Y LA CULTURA PERUANA

MITO, TRADICIÓN E HISTORIA DEL PERÚ


ISBN: 978-9972-46-426-3
Hecho el Depósito Legal en la
Biblioteca Nacional del Perú N.º: 2010-05775

© Dr. Félix Alvárez Brun


Instituto Raúl Porras Barrenechea
© Fondo Editorial de la UNMSM
Lima, abril de 2010

Tiraje: 500 ejemplares

La universidad es lo que publica

Centro de Producción Fondo Editorial


Universidad Nacional Mayor de San Marcos
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Impreso en Lima-Perú
El Fondo Editorial de la UNMSM es una entidad sin fines de lucro,
cuyos textos son empleados como materiales de enseñanza.
PRÓLOGO

Por feliz iniciativa del Director del Fondo Editorial


de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Dr.
Gustavo Delgado Matallana, se reedita esta notable
conferencia del maestro Raúl Porras Barrenechea,
sustentada en el salón de actos de nuestra antigua
Facultad de Letras, la Capilla de Nuestra Señora de
Loreto, con motivo del IV centenario de la fundación
de la universidad, el 17 de mayo de 1951. Largamente
agotada, la obra podrá volver a manos de profesores,
estudiantes y público en general como la mejor sinop-
sis no sólo de la vida de San Marcos sino de toda de
nuestra historia patria en sus diversas etapas.
He aquí un epítome de la sabiduría histórica de
Porras, suma y compendio de sus vastas investigacio-
nes, que esta vez se ofrecen siguiendo el precepto de
Gracián: lo bueno, si breve, dos veces bueno… La esencia
de su nutrida obra está en las páginas de este discurso
que sintetiza trabajos ya cumplidos o anticipa otros que
tenía en preparación, demostrando, por otro lado, la
apreciación de Basadre sobre la vocación peruanista de
Porras que “irradió sobre todas las épocas de la histo-
ria nacional y no fue fruto de vacilaciones frívolas ni de
versatilidad de diletante sino expresión de fecundidad,

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de vigor y de constancia para trabajar, de aptitud para
producir y de indeclinable y predestinado ligamen a la
difícil y lenta tarea que le atrajo y le subyugó. Inclusive
sobre la época incaica, sus trabajos sobre la literatura,
los mitos, las leyendas y el idioma quechua”. Éste es
precisamente el tema del segundo capítulo que trasun-
ta la exhaustividad de sus indagaciones prehispánicas
que muchos desconocen y que han dado origen al
primer volumen de sus obras completas (Indagaciones
peruanas), titulado El legado quechua. El capítulo tercero
condensa sus investigaciones acerca de la que será una
de sus obras magnas: Cronistas del Perú, los “forjadores
de la cultura mestiza y original del Perú”. La Historia
en los siglos XVII y XVIII es el tema del capítulo cuarto
que versa acerca de la época que llamara la edad media
peruana. El capítulo final concluye afirmando que toda
la historia del Perú, en conjunto, “no es sino una dra-
mática y angustiosa lucha del Espíritu contra la Natu-
raleza, en un afán de fusión y de síntesis: La Historia
debiera desarrollarse dentro de ese cauce tradicional,
lejos de toda tendencia laudatoria circunstancial, con
hondo sentido humano, para ser, según el deseo de los
filósofos, a la vez que una hazaña de la libertad, una de
las formas más nobles de la simpatía humana”.

Jorge Puccinelli

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I
LA UNIVERSIDAD Y LA CULTURA
PERUANA

No podía dejarse de oír en el cuarto centenario de


San Marcos, una de las más trascendentes conmemo-
raciones históricas de nuestro siglo, la voz del Instituto
de Historia de la Universidad, depositario espiritual de
la tradición de esta casa de estudios. Como Director de
él, no obstante mi voluntad de retraimiento, he acepta-
do el encargo honroso de esta conferencia, por respeto
a las constituciones del claustro y por mi devoción al
pasado que perdura dentro de estos muros históricos.
Es deber de todos, en estos días de conmemoración, de-
cretados por el tiempo, revivir con sentido gratulatorio
el recuerdo de los que estudiaron y trabajaron dentro
de este recinto, en la obra silente de la cultura, y alen-
taron el mismo ideal nuestro de superar los contrastes
de la realidad con el culto, incapaz de desaliento, de las
tareas del espíritu.
Ningún sitio más propicio para enmarcar esta
conmemoración que esta capilla del antiguo Noviciado

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jesuita, dedicada a Nuestra Señora de Loreto, y en
cuyo artesonado parecen reflorecer, engarzadas en
oro, las frases matinales de la letanía, que recitaban los
colegiales de San Carlos antes de ingresar a la cátedra
de Prima, para enfrascarse en la monótona lectura de
las Decretales o del Digesto o debatir las doctrinas
del Doctor Angélico o del maestro de las Sentencias.
Aquella Universidad, encarnada en el siglo XVII, en
sus colegios mayores, tuvo como la de ahora, sus días
de quietud y de trabajo en las aulas saturadas del
ergotismo y de latín, pero dejó también espacios para la
alegría saludable en sus días de fiesta; en los grados y
paseos del Rector y de los estudiantes, entre la algazara
ciudadana, desde la Universidad a la capilla de la
Antigua de la Catedral; en las fiestas del patrono San
Marcos y de San Bernardo; en las burlas joviales del
vejamen, en que revivía la más jacarandosa tradición
salmantina, y, particularmente, en el recibimiento
solemne de los virreyes, en que la Universidad
desplegaba su boato de maceros, estandartes, togas
y bonetes, espuelas doradas, espadas simbólicas y
guantes doctorales, e inundaba la sala el incienso del
panegírico al Virrey, “nuevo héroe de la fama”, ante
el cual, sin embargo, tenían el derecho de permanecer
cubiertos, como símbolo de los fueros de la inteligencia,
los doctores graduados en San Marcos.
Y la evocación, que propicia el claustro colonial, se
completa con la implantación en ella de la vieja tribuna
de la Universidad, desde la que el criollo Baquíjano y

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Carrillo cambiara por primera vez la voz de la lisonja
virreinal por el sereno alegato contra la injusticia, y la
reprimida emoción de la libertad. Desde esta misma
tribuna, la Universidad siguió el ritmo palpitante de
las horas más decisivas de nuestra historia escuchando
desde ella el último panegírico hinchado en honor de
los virreyes Abascal y Pezuela, y el elogio, todavía
redundante y cortesano, pero henchido de esperanza,
de Figuerola, de Larriva y de Pedemonte para San
Martín y Bolívar, hasta que se oyó vibrar en ella, en
el recinto del Congreso Constituyente, la palabra de
Sánchez Carrión, proclamando las bases intangibles
de la República y exigiendo la virtud como el más
auténtico atributo del régimen democrático. Desde
ella resonaron también las nobles palabras del adiós
de San Martín al Perú, que contienen la más noble
lección que haya recibido nuestra democracia. Entre
estos claustros de naranjos y de jazmines, oreados de
latín y de sabiduría, discurrieron los maestros y los
estudiantes que ennoblecen la historia de la acción y
del pensamiento durante el siglo XIX. Por ellos debió
cruzar, seguido del respeto y la admiración de los
escolares, largo y escuálido, achacoso y curvado por
los años, pero joven por el espíritu, bajo su manto
raído, el viejo Rector don Toribio Rodríguez de
Mendoza, el representante de la Ilustración en el Perú
y reformador de los métodos de enseñanza, quien, ante
las inquisiciones de los visitadores alarmados por el
espíritu de renovación que circulaba por los claustros,
proclamaba que había enseñado durante treinta años

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a varias generaciones no solo del Perú sino de otras
regiones de América, infundiéndoles el espíritu de
los tiempos y desterrando restricciones y métodos
inútiles. En las celdas de este colegio que daban al
patio vivieron, bajo aquel insigne rectorado, aquellos
estudiantes de la época revolucionaria que, a semejanza
de sus hermanos de América, con los dedos manchados
de tinta y el alma nutrida con leche del Contrato social,
atemperados sus hervores por la ecuanimidad de los
clásicos y el rigor de la Escolástica, dormían sobre
colchones de libros prohibidos o redactaban panfletos
que se imprimían en Chile y en Buenos Aires. En los
libros de matrícula y de actos, figuran los nombres
de todos ellos, anónimos o gloriosos, pero poseídos
de un espíritu colectivo de los que hacen patria,
llamáranse Francisco Javier Mariátegui, el primer
Secretario de Congreso Constituyente y que fue más
tarde figura patricia de nuestro republicanismo; José
Faustino Sánchez Carrión, el audaz impugnador de la
monarquía en la carta del Solitario de Sayán; Manuel
Pérez de Tudela, que habría de redactar el Acta de la
Independencia; Justo Figuerola, que encarnaría los
principios civiles en nuestra historia republicana y
arrojaría la banda presidencial por un balcón, o José
Joaquín Olmedo, que componía odas conforme a la
retórica clásica, en honor de las infantas difuntas, para
prepararse a cantar la gloria de Junín y volvería más
tarde a Lima, a palpar, casi ciego, las paredes de su celda
de estudiante donde había preparado disertaciones
filosóficas y matemáticas, rezado la letanía lauretana

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en esta capilla, y cruzado sobre el pecho, según sus
propios versos, la banda azul de los colegiales de San
Carlos, que es “insignia de honor en mi colegio”.
Son estas convocaciones, caras al espíritu univer-
sitario y nacional, las que inspiran este homenaje cen-
tenario. Tenemos conciencia los profesores actuales de
San Marcos, al margen de todo egoísmo o vana pala-
brería, de que nuestra Universidad ha cumplido, frente
a las contingencias de la realidad de todos los tiempos,
sus labores esenciales en la transmisión de la cultura
occidental, en la investigación de la realidad peruana,
en la búsqueda anhelosa de una cultura propia y en la
formación de una conciencia de la nacionalidad. No se
limitó ella exclusivamente a copiar o repetir lo extraño,
a trasplantar la cultura europea humanista, sino que,
en determinados momentos de su vida, removidas las
aguas estancadas del saber rutinario por un soplo de
renovación, acertó a hallar debajo de la cultura impor-
tada, los gérmenes vitales de una cultura propia que
era imposible lograr de un golpe, ni diferenciar tam-
poco, en un minúsculo empeño cantonal, de la unidad
indivisible de la cultura universal.
Es, precisamente, en esta hora de serena contem-
plación histórica, en la que cabe redimir tanto a la
Universidad colonial como a la republicana, de estas
acusaciones simplistas e improvisadas. Si es cierto
que la universidad de los siglos XVI y XVII vivió bajo
el yugo de la Escolástica y de Aristóteles, y trabajó
sometida al imperio del magíster dixit, no cabe negar

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que en el ambiente claustral de los conventos y colegios
se fueron formando lentamente, en una quietud de
tiempo medioeval, profunda y severa, los cauces por
donde debía correr la savia de una cultura propia. Es
nota distintiva del carácter hispánico, como lo ha hecho
notar con su sabia ecuanimidad don Ramón Menéndez
Pidal, la sobriedad frente a lo nuevo y novedoso, y
la adhesión a lo antiguo, dentro de un estilo de vida
parco de apetencias y amante, en especial de las
disciplinas necesarias. Prohibiciones y restricciones
no embargaron nunca la libertad incoercible del
pueblo español que, como ha dicho Renan, supo
hallar siempre, aun en los períodos más duros del
absolutismo, el camino de su libertad interior en las
mazmorras y en las celdas, y hablar por labios de sus
místicos o de los inmortales personajes de sus novelas.
Las prohibiciones externas sobre el tráfico intelectual
de libros o sobre la pureza dogmática no ahogaron en
la universidad colonial el espíritu de investigación en
las ramas desinteresadas de la cultura. Desde el siglo
XVI, la Universidad, urgida por el medio, abordó y
llevó a cabo la tarea de descubrir y estudiar las lenguas
indígenas. Fray Domingo de Santo Tomás descubrió
los secretos de la estructura gramatical del quechua y
los tesoros culturales del Incario, encerrados para la
etnografía futura en su Léxico, publicado en Valladolid,
hacia 1560. La labor quechuista realizada por los
dominicos, por los jesuitas Torres Rubio y González
Holguín, y por los catedráticos de lengua general
de la Universidad de San Marcos, con sus artes y

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vocabularios constantes de los siglos XVI y XVII, es una
tarea científica de primer orden, que sienta las bases de
la cultura peruana y que no ha sido quizás superada
hasta ahora. La Universidad colonial tuvo durante
doscientos años una cátedra de quechua que no se
dictó en la Universidad republicana, sino desde hace
dos lustros. El esfuerzo lingüístico de la Universidad
limeña abarcó el aymará, el puquina, el araucano; y un
limeño, alumno del Colegio de San Martín, el jesuita
Antonio Ruiz Montoya, descubrió los secretos del
guaraní y publicó el primer Arte y Vocabulario de esa
lengua en 1640. La Universidad de San Marcos fue
así, en el siglo XVII, el foco principal de estudio de las
lenguas sudamericanas, a las que prestó colaboración
esencial, y pudo, desde su lejanía geográfica, ufanarse
de ser una Alcalá de Henares indiana.
En el orden jurídico, la Universidad y los cole-
gios no solo difundieron enseñanzas universales del
derecho romano y encarnaron en nuestra legislación
el noble hálito moral del derecho castellano y de las
Partidas, sino que, a través de los juristas que vivie-
ron en Lima y respiraron el aire de nuestra cultura, se
hallaron y definieron, con excelsitud doctrinaria, las
líneas esenciales del nuevo derecho hispano-indígena,
que se plasmó en las obras de León Pinelo, de Escalo-
na y Agüero, y de Hevia Bolaños, y culminaron en la
arquitectura vigorosa y libre de la Política Indiana, de
Juan de Solórzano y Pereyra, escrita en Lima en días
de completo absolutismo.

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Tardía, pero eficazmente, la Universidad impulsó
en el siglo XVIII los estudios geográficos sobre el Perú,
que comprendía entonces toda la América austral, a
excepción del Brasil, y asumía en los mapas ingenuos
y rudimentarios de la época, la forma de un corazón.
La geografía había sido en el siglo XVI una tarea
peninsular encomendada a la Casa de Contratación de
Sevilla, que fue como una universidad ultramarina de
navegaciones y cartografía, una escuela de pilotaje, y la
depositaria de cartas de los argonautas, de las relaciones
de viajes y de las descripciones geográficas de la época
de Felipe II. En 1657, se instaló en Lima una Academia
Naútica, bajo la dirección del primer catedrático de
Matemáticas de San Marcos, Francisco Ruiz Lozano,
que inició las tareas del cargo de Cosmógrafo, el que
recayó más tarde en catedráticos de la Universidad,
como Peralta, Cosme Bueno y Unanue. Estos nombres
son por sí solos expresivos del desarrollo de la ciencia
geográfica colonial. Peralta ayudó al Padre Feuillée en
observaciones astronómicas. Cosme Bueno escribió
la primera Geografía del Perú, y Unanue definió por
primera vez la influencia del clima sobre el carácter
peruano, con originalidad y suficiencia.
En el orden de las ciencias, a pesar de la estrechez
de las cátedras y de los programas de enseñanza de
entonces, hubo en los estudiosos coloniales, herederos
de la tradición científica de los padres Acosta y Cobo,
una inquietud constante por los estudios botánicos y
de historia natural, que reflorecen en el siglo XVIII con

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el llamado a la ciencia experimental de Rodríguez de
Mendoza, y con el aporte externo que representan las
investigaciones científicas de Antonio de Ulloa, el for-
midable ejemplo de la Flora Peruviana y Chilensis, de
Ruiz y Pavón, y la exploración del Obispo Martínez
Compañón. En el campo de la Medicina, el atraso y el
emprirismo que fustigó Caviedes, se desvanecen con
la fundación del Colegio de Medicina de San Fernan-
do, presidido por Unanue, quien inicia los estudios
prácticos de Anatomía, e incorpora esa noble rama de
la ciencia entre los institutos básicos de nuestra Uni-
versidad.
Si la universidad colonial cumplió su labor do-
cente y humana al enseñar el pensamiento clásico y
escolástico al difundir las ideas de la Ilustración y al
recibir en su seno a estudiantes venidos de todas par-
tes de América, con un sentido continental inherente
a toda nuestra historia, la Universidad republicana,
obstruida muchas veces en su tarea por la anarquía o
el autoritarismo externos, ensanchó y renovó los estu-
dios tradicionales, incorporando disciplinas, cátedras
e institutos nuevos, y recibiendo el aporte de todas
las corrientes intelectuales europeas y americanas, sin
restricción alguna. En el siglo XIX, florecen especial-
mente las disciplinas jurídicas con un sentido liberal
y nacional al mismo tiempo, que se exterioriza en la
obra ciclópea de García Calderón, en las lecciones de
Derecho Civil de Pacheco, en los estudios de Derecho
Constitucional Peruano de Fuentes y Villarán, y en los

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tratados de Derecho Internacional de Herrera, Silva
Santisteban y Ribeyro. La universidad republicana no
es tampoco una entidad hueca y formularia, sino que
trasfunde su espíritu a la política y a la acción, y son
los jurisconsultos egresados de San Marcos quienes
llevan la doctrina al parlamento, al ministerio y a las
leyes en los períodos ilustrados del caudillismo, y cu-
yos nombres fulguran al pie de los decretos de aboli-
ción de la esclavitud, de promulgación de los códigos,
de declaración de la instrucción pública obligatoria, de
implantación de las leyes de trabajo, o al pie de las no-
tas diplomáticas que preconizan la defensa de la juris-
dicción y, frente a las amenazas de los imperialismos
europeos, el arbitraje y la solidaridad continental.

***

El tema que se me ha señalado para esta confe-


rencia es el de la Universidad y la Historia. Interpre-
tado literalmente sería un tema limitado y de muy
escasa comprensión. La historia, que es forjadora de
patria, no se enseñó en la Universidad colonial. Los
estudios históricos no tenían cabida tampoco en las
antiguas universidades, porque la historia no había
adquirido categoría de ciencia y se consideraban los
relatos históricos como una forma de la elocuencia
que se exhibía en las cátedras de Retórica. Los estu-
dios históricos orgánicos, aplicados al Perú, comien-
zan, en realidad, a mediados del siglo XIX, pero la
verdadera investigación científica en nuestra historia

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es tarea de los últimos cincuenta años. Reducir a este
circuito el cuadro de la historiografía peruana sería
disminuirlo intelectualmente y en su proyección na-
cional, prescindiendo de períodos fundamentales en
la evolución del concepto histórico peruano y de los
elementos cardinales de nuestra historia. Ello impli-
caría prescindir de la tradición histórica de los incas,
de sus instituciones y costumbres perpetuadoras del
pasado, que fueron mucho más intensas y eficaces
que muchas de las instituciones coloniales y del pre-
sente, y nos obligaría a suprimir, también, todo el
sustancial aporte de las crónicas de la conquista so-
bre la aventura española y sobre el pasado indígena,
con sus revelaciones fundamentales sobre la tierra y
los secretos de la naturaleza recogidos por soldados y
por frailes fundadores de esta Universidad. No puede
olvidarse que la conquista lleva in vívito un germen
de cultura, que se trasvasa y brota inmediatamente
con la implantación del lenguaje y la catequesis, ni
que el contrato para la conquista del Perú está suscri-
to por los soldados que no sabían firmar y un “maes-
trescuela”, o sea uno de esos profesores de gramática
y de cánones, de canto llano y de latín, que fueron
tanto en Europa como en Indias los precursores de la
enseñanza universitaria.
La tarea de la Universidad es la de recoger todas
las palpitaciones de la vida nacional y las diversas
contribuciones autóctonas e importadas que enrique-
cen nuestra cultura, con afán de unidad y de síntesis.

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Por eso quisiera hablar, con un sentido integral pro-
pio de la Universidad, de los estudios históricos en el
Perú, empezando por donde comienzan estos en nues-
tra realidad histórica, o sea por la historia de los incas.
Trataré, en seguida, de juzgar en forma panorámica el
aporte de las crónicas castellanas, indias y mestizas, y
el proceso de la historiografía peruana hasta el siglo
XX, prescindiendo, en lo que se refiere a los historia-
dores vivos, de cualquier juicio individual a que no
me autorizan mis méritos, ni la falta de una perspecti-
va histórica adecuada.
La aparición de la Historia es apreciada como un
índice de civilización. Hegel consideraba que los pue-
blos que carecieron de Historia y que poseyeron única-
mente leyendas o cantares populares, fueron pueblos
de conciencia turbia y deben quedar excluidos de la
historia universal. Shotwell considera que la Historia
empieza con la escritura y que solo donde hay inscrip-
ción hay historia. El pasado preinscripcional o preli-
terario es vaguedad y leyenda, imposible de verificar
por la posteridad. Ateniéndonos a estas premisas, los
incas habrían carecido de civilización y de espíritu na-
cional, y las huellas dejadas por ellos serían insuficien-
tes para atestiguar su pasado. La realidad histórica,
siempre móvil y variable, hace escapar, sin embargo, a
los Incas, el rigor de estas clasificaciones.

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II
MITO Y ÉPICA INCAICOS

La tradición, la arqueología y los primeros docu-


mentos escritos del siglo XVI, y el propio testimonio
etnográfico actual, revelan que el indio peruano, tan-
to de la costa como de la sierra, y, particularmente, el
súbdito de los incas, tuvo como característica esencial,
un tradicional instinto, un sentimiento de adhesión
a las formas adquiridas, un horror a la mutación y al
cambio, un afán de perennidad y de perpetuación del
pasado, que se manifiesta en todos sus actos y cos-
tumbres, y que encarna en instituciones y prácticas de
carácter recordatorio, que reemplazan, muchas veces,
en la función histórica, a los usos gráficos y fonéticos
occidentales. Este sentimiento se demuestra particu-
larmente en el culto de la pacarina o lugar de aparición
–cerro, peña, lago o manantial–, del que se supone ha
surgido el antecesor familiar, o en el culto de los muer-
tos o malquis, de la momia tratada como ser viviente y
de la huaca o adoratorio familiar. Ningún pueblo como

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el incaico, salvo los chinos, sintió más hondamente la
seducción del pasado y el anhelo de retener el tiempo
fugaz. Todos sus ritos y costumbres familiares y esta-
tales, están llenos de este sentido recordatorio y pro-
piciador del pasado. Cada inca que muere en el Cuzco
es embalsamado y conservado en su propio palacio,
rodeado de todos los objetos que le pertenecieron, de
sus armas y de su vajilla, servido en la muerte por sus
mujeres e hijos, los que portan la momia a la gran pla-
za del Cuzco, en las grandes ceremonias, y conservan
la tradición de sus hechos en recitados métricos que
transmiten a sus descendientes. La panaca, o descen-
dencia de un Inca, equivale a las instituciones nobilia-
rias europeas, encargadas de mantener la legitimidad
de los títulos y la pureza de la sangre. Es una orden de
Santiago, con padrones de nudos y el mismo horror a
la bastardía o la extrañeza de sangre. El indio de las se-
rranías, según los extirpadores de idolatrías, se resistía
a abandonar los lugares abruptos en que vivía, porque
ahí estaba su pacarina, y guardaba reverencialmente
en su hogar las figurillas de piedra y de bronce que
representaban a sus lares. En la costa, nos refiere el
Padre las Casas, se realizaban los funerales de los je-
fes en las plazas públicas y los túmulos eran rodeados
por coros de mujeres o endechaderas, que lloraban y
cantaban relatando las hazañas y virtudes del muerto.
En todos estos actos hay un instinto o apetencia de his-
toria, que cristaliza también en el amor por los mitos,
cuentos y leyendas, y más tarde en las formas oficiales
de la historia que planifica el Estado incaico.

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El mito y el cuento popular anteceden, según los
sociólogos, a la historia. El pueblo incaico fue especial-
mente propenso a contar fábulas y leyendas. Garcila-
so recordaba que había oído, en su juventud, “fábulas
breves y compendiosas”, en las que los indios guar-
daban leyendas religiosas o hechos famosos de sus
reyes y caudillos, las que encerraban generalmente
una doctrina moral. El testimonio de Garcilaso y las
leyendas recogidas por los cronistas postoledanos y
extirpadores de idolatrías, confirman esta vocación
narrativa. Los incas amaron particularmente el arte de
contar. Puede hallarse una confirmación del aserto de
Garcilaso en el lenguaje incaico, en el que abundan las
palabras expresivas de los diversos matices de la fun-
ción de narrar. Así, revisando el ilustre Vocabulario de
González Holguín, hallamos palabras especiales para
significar el relato de un simple suceso, el relato de
fábulas de pasatiempo (sauca hahua ricuycuna), contar
fábulas o vejeces (hahua ricuni), contar cuentos de ad-
miración fabulosos (hahuari cuy simi), referir un ejem-
plo temeroso (huc manchay runap cascanta hucca ripus
caiqui), y por último, un vocablo para expresar el canto
o relato de lo que ha pasado y contar ejemplos en alta
voz a muchos (huccaripuni). Al contador de fábulas se
le llamaba hahuaricuk.
Hay una edad mitopéyica o creadora de mitos en
los pueblos, según Max Müller, que algunos identifican
con la creación poética, que otros consideran como un
período de temporal insanía, y a la que otros otorgan

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valor histórico. Sin incurrir en las afirmaciones
extremas del evemerismo, hay que reconocer el valor
que los mitos tienen para reconstruir el espíritu de
un pueblo primitivo. Aunque se haya dicho que
los mitos son la expresión de un pasado que nunca
tuvo presente o que son el resultado de confusiones
del lenguaje, es fácil descubrir en ellos rastros de la
sicología y de la historia del pueblo creador. Es cierto
que el mito confunde, en una vaguedad e incoherencia
de misterio, el pasado, el presente y el futuro, y que la
acción de ellos trascurre principalmente en el tiempo
mítico, que es tiempo eterno, mas la prueba de que
contienen elementos reales y alusiones a hechos
ciertos está en que los relatos míticos coinciden con
otras manifestaciones anímicas desaparecidas del
mismo pueblo y son muchas veces confirmados por
la arqueología. En el mito es posible hallar, como lo
sugiere Cassirer, un orden cronológico de las cosas
y de los acontecimientos, para una cosmología y una
genealogía de los dioses y de los hombres.
En la poesía mítica de los incas se mezclan, sin
duda, como en los demás pueblos, hechos reales
e imaginarios, los que trascurren, por lo general,
en el reino del azar y de lo maravilloso. Pero todos
ofrecen indicios históricos, porque está presente en
ellos el espíritu del pueblo creador. En casi todos los
mitos incaicos, a pesar de algunos relatos terroríficos
de destrucción hay recreación de los hombres, cabe
observar un ánimo menos patético y dramático que

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en las demás naciones indígenas de América, en las
que, como observa Picón Salas, se concibe la vida
como fatalidad y catástrofe. Predomina también en la
mitología peruana un burlón y sonriente optimismo
de la vida. El origen del mundo, la guerra entre los
dioses Con y Pachacámac, la creación del hombre por
Viracocha, que modeló en el Collao la figura de los
trajes de los pobladores de cada una de las tribus
primitivas, o la aparición de personajes legendarios
que siguen el camino de las montañas al mar, como
Naymlap, Quitumbe, Tonapa o Manco Cápac, tienen
un fresco sentido de aventura juvenil. En la ingenua
e infantil alegoría del alma primitiva, los cerros o
los islotes marinos son dioses petrificados, o seres
legendarios castigados por su soberbia o su pasión
amorosa. El trueno es el golpe de un dios irritado sobre
el cántaro de agua de una doncella astral que produce
la lluvia; la Venus o chasca de enredada cabellera es el
paje favorito del Sol, que unas veces va delante y otras
después de él; los eclipses son luchas de gigantes, leones
y serpientes, y, otras veces, la unión carnal del Sol con
la Luna, cuyos espasmos producen la oscuridad. La
Vía Láctea es un río luminoso: las estrellas se imaginan
como animales totémicos, o como granos de quinua
o maíz, desparramados en los festines celestes, y los
sacacas o cometas pasan deslumbrantes con sus alas de
fuego, a refugiarse en las nieves más altas. La Luna o
quilla suscita dulces y sonrientes consejas de celos y
amor. Algunas veces es la esposa del Sol; otras, el Sol,
envidioso de la blancura de su luz, le echa a la cara

– 27 –
un puñado de ceniza que la embadurna para siempre,
aunque también se asegura que las manchas lunares
son la figura de un zorro enamorado de la Luna, que
trepó hasta ella para raptarla y se quedó adherido al
disco luminoso.
He aquí una cosmología sonriente. El propio dra-
ma universal del diluvio, resulta amenguado por una
sonrisa. El único hombre y la única mujer que se sal-
van de las aguas, sobreviven encima de la caja de un
tambor. La serpiente que se arrastra ondulando por el
suelo, se transforma inusitadamente en el zig-zag del
relámpago. El zorro trepa la luna por dos sogas que le
tienden desde arriba. Los hombres nacen de tres hue-
vos, de oro, de plata y de cobre, que dan lugar a los
curacas, a las ñustas y a los indios comunes, y, en una
cinematográfica versión del diluvio, los pastores refu-
giados en los cerros más altos, ven con azorada alegría
que el cerro va creciendo cuando suben las aguas, y
que baja cuando éstas descienden. Todas estas crea-
ciones son la expresión de un alma joven, plena de
gracia y de benévola alegría. El terror de los relatos
primitivos ha desaparecido para dar paso a la fe en los
destinos del hombre y de la raza.
En sus orígenes fue el pueblo incaico predominan-
temente agrícola y dedicado a la vida rural. En su apo-
geo, aunque no perdiera su sentimiento bucólico, se
transformó en un pueblo guerrero y dominador, guia-
do por una casta aristocrática y por una moral gue-
rrera. Las leyendas primitivas de los héroes civiliza-

– 28 –
dores exaltarán por esto, principalmente, los triunfos
del hombre sobre la tierra yerma, y los milagros de la
siembra y el cultivo. Viracocha es un dios benefactor
y civilizador, que encarna la fecundidad de la vida y
el triunfo sobre la naturaleza. La mujer que baja del
cielo y se cobija en el árbol de coca, trae también un
mensaje consolador, pues desde entonces las hojas del
árbol dañino mitigan el hambre y hacen olvidar las pe-
nas. Pero los mitos más genuinos son los que exaltan
la siembra, la semilla y las escenas del trabajo rural.
Las parejas simbólicas de los cuatro hermanos Ayar,
que parten de la posada de la aurora o Pacaritampu,
con sus alabardas resplandecientes y sus hondas que
derriban cerros, van a buscar la tierra predestinada
para implantar en ella el maíz y la papa, nutricios de
la grandeza del imperio. Ellos mismos simbolizan, se-
gún Valcárcel, el hallazgo de algunas especies alimen-
ticias: Ayar Cachi, la sal; Ayar Uchu, el ají; Ayar Auca,
el maíz tostado. Cuando el dios Viracocha envía a sus
hijos Manco Cápac y Mama Ocllo, a fundar un impe-
rio, la mágica barreta de oro que llevan se hunde en
el tierra más fértil, para simbolizar el destino agrario
de los Incas y el peor castigo que sobreviene, en las
leyendas incaicas, a los que faltan las leyes divina y
humana, es siempre el de verse convertidos en piedra,
que es el símbolo mayor de la esterilidad.
El mito, la leyenda y el cuento fueron las formas
populares y poéticas anunciadoras de la historia. Pero
hubo otras formas oficiales del sentimiento histórico,

– 29 –
dueñas de un carácter que podría decirse estatal u ofi-
cial. Estas formas fueron: el haylli o canto de la victoria
o loa de la batalla, el cantar histórico recitado en alta
voz en la plaza pública, durante las grandes solemni-
dades, y el purucalla, o representación mímica de los
hechos de los Incas y de sus triunfos guerreros. A esta
forma de tradición oral se sumaban los procedimien-
tos nemotécnicos, que eran ya un conato de escritura,
y que fueron los quipus o cordones de nudos, las quil-
cas o quelcas –que debió ser un sistema de pictografía–,
los bastones o báculos rayados, y los tablones pintados
y las telas de cumbe representando hechos históricos.
El haylli, como el pean griego, era un canto colecti-
vo de alegría y de victoria, destinado a exaltar los sen-
timientos de la casta aristocrática y guerrera. Pero el
haylli incaico no era sólo himno de triunfo bélico, sino,
como expresión de un pueblo agrícola y militar, una
canción gozosa que loaba las hazañas del trabajo y el
término venturoso de las jornadas agrícolas. El haylli,
dice una antigua gramática quechua, la de González
Holguín, de 1608, es “un canto regocijado de guerra
o chacras bien acabadas y vencidas”. Haychacta haylli-
ni es “cantar la gloria de la victoria o de la chacra”.
Hayllinccomichacracta es “acabar las chacras vencidas”,
y hayllircco puni aucacta es “concluir la victoria o rema-
tarla con canciones”. Aucacta hayllik es el triunfador.
Hayllini equivale a celebrar triunfos con cantos y bai-
les. Así, el pueblo incaico encerró en una sola palabra
jubilar su doble índole guerrera y campesina.

– 30 –
El haylli era cantado cuando el ejército entraba
victorioso al Cuzco, entre las aclamaciones de la mul-
titud. Garcilaso, Sarmiento de Gamboa y Montesinos,
han descrito la entrada de los incas, vencedores de los
Chancas, los Andahuaylas o los Collas, llevando los
despojos de los vencidos, convertidos en atambores,
y seguidos de los indios orejones, con sus ornamen-
tos de oro y de plumas, y de doncellas principales que
entonaban el haylli, “canto de la victoria y sucesos de
la batalla, ánimo y valor del rey vencedor”. Estas can-
ciones eran acompañadas de música, pero “no las ta-
ñían, dice Garcilaso, porque no eran cosas de damas”;
y Santa Cruz Pachacutic habla de “un fuerte cantar
con ocho tambores y caxas temerarias”. Los cantares,
unidos siempre a las manifestaciones coreográficas, se
repetían luego en las fiestas principales por conjuntos
de hombres y mujeres asidos de las manos, según re-
fiere Cieza, los que andaban a la redonda al son de un
atambor, recordando en sus cantares y endechas las
cosas pasadas, como los españoles en sus romances y
villancicos, y siempre bebiendo hasta quedar muy em-
briagados. Era el taqui semejante al “areito” antillano o
azteca, poseído de ardor báquico. El corifeo o taquicta
hucaric decía la copla y la multitud respondía con el
estribillo o retruécano, estridente y jubiloso: ¡haravayo,
haravayo; o yaha, ya ha, ya ha ha ha! En cada reinado, o
a raíz de un nuevo triunfo incaico, se inventaban nue-
vos taquis o hayllis, con diversos vestidos, ceremonias
e instrumentos, ya fuesen las succas, o cabezas de ve-
nado, o los horadados caracoles de mar, denominados

– 31 –
hayllac o quipac, o trompetas del triunfo, o atabales de
oro engastados en pedrería. Según una tradición ver-
nácula, los bardos que componían los hayllis eran de la
tribu de los Collaguas.
La verdadera historia oficial era cultivada por los
quipucamayocs, pertenecientes a la descendencia o pa-
naca de cada uno de los Incas. Estos se hallaban obli-
gados, desde la época de Pachacutec, a hacer cantares
históricos relativos a las hazañas de cada Inca y esta-
ban obligados todos los ayllus imperiales, desde el de
Manco Cápac, a componer el cantar correspondiente
al reinado del Inca fundador de la panaca. A la muerte
de cada inca se llamaba a los quipucamayoc y se investi-
gaba si debía quedar fama de aquél por haber vencido
en alguna batalla, por su valentía o buen gobierno y
sólo se permitía hacer cantares sobre los reyes que no
hubieran perdido alguna provincia de las que recibie-
ran de su padre, que no hubiesen usado de bajezas ni
poquedades, y “si entre los reyes alguno salía remiso,
cobarde, amigo de holgar y dado a vicios, sin acrecen-
tar el señorío de su imperio, mandaban que destos
oviese poca memoria o casi ninguna” (Cieza).
Después de que tres o cuatro ancianos juzgasen
el derecho a la fama póstuma del Inca, el cantar era
compuesto por “los retóricos abundantes de palabras
que supieran contar los hechos en buen orden”. Esta
historia oficial y dirigida, erudita en cierto modo, que
encarnaba las ideas morales y políticas de la casta diri-
gente, tenía un alto sentido moralizador: excluía de la

– 32 –
recordación histórica a los malos gobernantes y a los
que vulneraban las leyes o el honor. De ahí que la his-
toria incaica ofrezca únicamente las biografías de doce
o catorce incas impecables, y que no haya uniformidad
sobre el número de éstos, a los que algunos cronistas,
como Montesinos, hacen llegar a más de noventa. La
historia pierde en fidelidad, pero gana en moralidad.
El quipucamayoc o historiador tenía una grave respon-
sabilidad, que afectaba a la colectividad y al espíritu
nacional. Debía conservar intacta la memoria de los
grandes reyes por el recitado métrico del cantar, ayu-
dado por el instrumento nemotécnico de los quipus;
en caso de olvidarse, como los alcohuas de México,
sufría pena de muerte. Eran ellos como un colegio de
historiadores, cuya disciplina, al igual que la de otros
organismos del estado inca, era inflexible.
Esta historia épica, que sólo se ocupaba de los hé-
roes, era “cantada a voces grandes” en el Aucaypata,
delante del Inca y de la multitud. En los grandes días
de fiesta, en el del Inti Raymi, en los días de nacimien-
to, de boda o de casamiento, y, particularmente, en las
exequias de los incas, se sacaba a todas las momias
imperiales conservadas en sus palacios, y los mayor-
domos y mamaconas de cada uno de ellos, cantaban
delante del Inca reinante, el relato histórico corres-
pondiente a su monarca “por orden y concierto”, dice
Betanzos, “comenzando primero el tal cantar e histo-
ria o loa por los de Manco Cápac y siguiéndoles los
servidores de los otros reyes que le habían sucedido”.

– 33 –
Al aparecer en la plaza los quipucamayocs, con su aire
grave y hierático, la multitud se aprestaba a escuchar
los hechos históricos de los Incas y adoptaba una ac-
titud religiosa, cuando el juglar incaico empezaba su
relato con la frase sacramental ñaupa pacha, que quiere
decir, según González Holguín “antiguamente o en
tiempos pasados”. La multitud reconocía inmediata-
mente la esencia histórica del relato, por cierto “toni-
llo y ponderación” que daba el recitante al pronunciar
las palabras ñaupa pacha, semejante a la entonación
que los narradores de cuentos infantiles dan a la frase
castellana: “En aquellos tiempos….”. Y el pueblo escu-
chaba, entonces prosternado y extático, la leyenda de
los hermano Ayar venidos desde la posada de Pacari-
tampu, la aparición de Manco Cápac, las hazañas de
Viracocha contra los Chancas, la huída del Inca viejo
y de su hijo Urco, el cantar de Uscovilca y la misterio-
sa ayuda de los Pururaucas, que enardecían la fe en
la invicta fortuna del imperio. En medio del estruen-
do de los huáncares y el agudo silbar de los pututos,
de la alharaca guerrera que hacía caer a las aturdidas
aves, el Villac Umu, y su teoría de sacerdotes, alzaban
las manos al cielo e imploraban: “Oh dios Viracocha,
Supremo Hacedor de la tierra, haz que los Incas sean
siempre jóvenes y triunfadores y que nadie detenga el
paso de los despojadores de toda la tierra”.
Hay huella, también, en el lenguaje y en los
cronistas, de la existencia de cantos épicos mimados,
en que se representaban los hechos de los Incas y las

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batallas ganadas por éstos. Sarmiento de Gamboa
refiere que Pachacutec, al triunfar sobre los Chancas,
mandó hacer grandes fiestas y representaciones de la
vida de cada Inca, y que a estas fiestas se les llamó
purucalla. Tales representaciones hacíanse por las calles
del pueblo, en el desfile guerrero hacia el templo del
Sol, y también se representaban antes de las batallas
para animar a los combatientes. Es posible que este rito
coreográfico adquiriese más tarde un sentido fúnebre
y elegíaco, principalmente en las exequias de los incas,
donde tendrían el carácter de una melopeya. Sarmiento
de Gamboa cuenta que al morir Pachacutec, éste dijo
a Tupac Inca Yupanqui: “Cuando yo sea muerto,
curarás de mi cuerpo y ponerlo has en mis casas de
Patallacta. Harás mi bulto de oro en la casa del Sol y en
todas las provincias a mi subjetas harás los sacrificios
solemnes y al fin de la fiesta de purucalla para que
vaya a descansar”. Esta alusión es confirmada por el
Vocabulario de González Holguín, donde se dice que
la palabra purucayan significa “un llanto común por la
muerte del Inca, llevando su vestido y su estandarte
real, mostrándolo para mover a llanto, caymi saminchic
caymi marcanchic ñispa”.
Todavía años después de la conquista, un cronista
cuzqueño vio desenvolverse en Vilcabamba, a la
muerte de Titu Cusi, la ceremonia que los Incas usaban
en sus entierros y cabos de año, “que ellos llaman en
su lengua purucalla que quiere decir honras”. Era
aquel paseo de la insignias reales: el tumi, el chuqui, la

– 35 –
chipana, el llauto, la jacolla, el uncuy, la huallcanca, las
ojotas, el duho, la mascapaicha, el huantuy, el achigua,
los que eran llevados por señores cubiertos de luto, con
atambores roncos y grandes gemidos y sollozos. La
ceremonia del purucalla era imitada, en tono menor,
por las “endechaderas” de que hablan Garcilaso, Cobo
y el Padre las Casas, en la exequias de los curacas y de
los grandes señores.
La ausencia de una escritura fonética fue reem-
plazada entre los Incas por dos imperfectos sistemas
nemotécnicos, que he estudiado detenidamente en mi
ensayo “Quipu y Quilca”. Quilca, según los primeros
vocabularios, quiere decir pintura, y quilcacamayoc,
pintor. Más tarde, por el proceso ineludible de la tras-
culturación, se tradujo quilca por escritura. Quilca era
el nombre de las pictografías simbólicas usadas por
los Incas y acaso de las propias pinturas históricas de
los hechos de los monarcas. Los indios, por analogía,
aplicaron dicho nombre después de la conquista, a los
papeles, cartas y libros de los españoles. Los cronistas
indios hablan de que los españoles leían en quilcas; de
ahí se ha derivado la discusión sobre la existencia de
una escritura preincaica, la que cuenta con el apoyo
del fantaseador clérigo Montesinos, quien propugnó
la versión de que la escritura fue conocida por los an-
tecesores de los incas, hasta que llegaron gentes fero-
císimas desde los andes y desde el Brasil, “y con ellas
se perdieron las letras”. Antes de esta catástrofe, ha-
bía una universidad en el Cuzco, donde se enseñaba

– 36 –
la escritura en pergaminos y hojas de árboles. En la
época de Tupac Cauri Pachacuti, imaginario Inca de
la dinastía montesiniana, intentóse restablecer la es-
critura, pero el dios Viracocha reveló que las letras
habían sido la causa de una desoladora peste, por lo
que se dictó una ley prohibiendo que ninguno usase
de quilcas o letras. Cabe identificar las quilcas con las
pictografías o petroglifos, o inscripciones jeroglíficas
lapidarias que aparecen en diversas regiones del Perú.
Es significativo, por lo menos, que el lugar donde se
hallan los importantes petroglifos de la Caldera, cerca
de Arequipa, llevase antiguamente el nombre revela-
dor de Quilcasca.
El más importante sistema recordativo de los Incas
fue el de los quipus o cordones de nudos, que tuvie-
ron, inicialmente, una función de contabilidad y esta-
dística, pero que fueron adaptados posteriormente a la
rememoración histórica. Garcilaso dice, con razón que
“el quipu o el ñudo dice el número mas no la palabra”.
Pero un sistema ingenioso de colores y de pequeños
objetos –piedrecillas, carbones o pedazos de madera,
atados a los cordones–, contribuía a despertar los re-
cuerdos del quipucamayoc. Hubo quipus destinados a
guardar el recuerdo de los reinados de los Incas, otros
destinados a las batallas, a las leyes, al calendario, a
los cambios de población y a otros hechos. Los colores
designaban, según Calancha, la época histórica a que
pertenecía el quipu. Los hilos de lana color pajizo, co-
rrespondían a la época de behetría, anterior a los Incas;

– 37 –
el color morado denunciaba la época de los caciques,
el carmesí era señal de la incaica. En los quipus de ba-
tallas, los quipus verdes denotaban a los vencidos y el
hilo del color de los auquénidos a los vencedores. El
blanco era indicador de plata; el amarillo, de oro; el
rojo, de guerra; y el negro, de tiempo.
Las cifras numéricas del quipu no podían trasmitir
más que las proporciones o la época del hecho, pero
no el relato de las circunstancias ni la trasmisión de las
palabras, ni los razonamientos. Esto se remediaba por
las pequeñas señales adheridas a los quipus, y sobre
todo, por versos breves y compendiosos, aprendidos
por el quipucamayoc, y que advenían a su memoria
por el llamado nemotécnico de aquéllos. El quipuca-
mayoc cogía el quipu y, teniéndolo en la mano, reci-
taba los trozos métricos breves, como fábula “con el
favor de los cuentos y de la poesía”. Es la asociación
quipu-cantar, en la que el principal ingrediente es la
memoria del recitador. Por esto, los quipucamayoc de
una escuela no podían leer ni entender las señales, pu-
ramente nemotécnicas, de las otras, y si el historiador
se olvidaba del cantar perdíase la historia, por lo que
se le aplicaba la pena de muerte.
Las crónicas de Cristóbal de Molina y de Sarmiento
de Gamboa revelan que en la época de Pachacutec se
inició un nuevo sistema de perpetuación de los recuer-
dos históricos. El Inca mandó averiguar las antigüeda-
des y cosas notables del pasado, tanto del Cuzco como
de las provincias, y ordenó pintarlas por su orden en

– 38 –
“tablones” grandes, en las casas del Sol, donde se co-
locaron éstos guarnecidos de oro y se nombró doctores
que supiesen entenderlos y declararlos. “Y no podrían
entrar en donde esas tablas estaban sino el inga y los
historiadores sin expresa licencia del inga”. Molina ha-
bla de que esos tablones pintados sobre la vida de cada
uno de los ingas, sobre las tierras que conquistó y sobre
su origen, se hallaban en una casa del Sol llamada Pu-
quincancha, junto al Cuzco, y que era lugar de adoración
para los Incas. De estos tablones se sacó una historia
dibujada en tapicería de cumbe que fue enviada al Rey
de España por el Virrey Toledo.
Los cronistas hablan, aún, de bastones y “palos
pintados” en los que se inscribirían disposiciones tes-
tamentarias, cortas instrucciones a los visitadores o
noticias llevadas por los chasquis. Cabello Balboa re-
fiere que Huayna Cápac señaló en un bastón, con di-
bujos y rayas de diversos colores, su última voluntad.
En los símbolos y estilizaciones geométricas usadas en
los vasos y esculturas indígenas, y en las escenas gue-
rreras que reproducen los huacos de la región Chimú,
acaso haya un reflejo de aquellas pinturas históricas o
signos convencionales anunciadores de la escritura.
La historia cultivada por los incas no es la simple
tradición oral de los pueblos primitivos, sujeta a con-
tinuas variaciones y al desgaste de la memoria. La tra-
dición oral estaba en el pueblo incaico resguardada,
en primer término, por su propia forma métrica que
balanceaba la memoria, y por la vigilancia de escuelas

– 39 –
rígidamente conservadoras. Los quipus y las pinturas
aumentaban la proporción de fidelidad de los rela-
tos y la memoria popular era el fiscal constante de su
exactitud.
La historia incaica, es sin embargo de su difusión y
aprendizaje por el pueblo, una disciplina aristocrática.
Ensalza únicamente a los Incas y está destinada a
mantener la moral y la fama de la casta guerrera. Es
una historia de clan o de ayllus familiares, que sirve a
los intereses de la dinastía reinante de los Yupanquis,
así como la historia romana fue patrimonio de las
familias patricias, de los Fabios y de los Escipiones.
Esto recorta naturalmente el horizonte humano de
aquella visión histórica. No es la historia del pueblo
incaico, sino las biografías de doce o catorce Incas
supérstites de la calificación póstuma. Los relatos están
hechos también con un sentido laudatorio y cortesano.
Es una historia áulica que sólo consigna hazañas y
hecho beneméritos. En contraposición con la historia
occidental, afecta más bien a recoger las huellas de
dolor y de infortunio, la historia incaica sigue una
trayectoria de optimismo y de triunfo.
Los incas, como los romanos con los pueblos bár-
baros, no guardaron memoria del pasado de las tribus
conquistadas. Se apoderaron de sus hallazgos cultu-
rales y velaron con una niebla de incomprensión y de
olvido todo el acaecer de los pueblos preincaicos. Gar-
cilaso recogió esta versión imperial, afirmando que los
pueblos anteriores a los Incas eran behetrías, sin orden

– 40 –
ni ley, y sus aglomeraciones humanas “como recogedero
de bestias”. En el lenguaje incaico se llamó a esa época
lejana e imprecisa, con el nombre de purunpacha, que
significa tiempo de las poblaciones desiertas o bárba-
ras. Purun pacha equivale, en la terminología incaica, al
concepto vago y penumbroso que damos en la época
moderna a los tiempos prehistóricos.
La historia de los Incas, a pesar de su carácter aris-
tocrático, de sus restricciones informativas de la par-
cialidad y contradicción irresoluble entre las versiones
de los diferentes ayllus, de su tendencia épica y pane-
girista, de su asociación todavía rudimentaria al baile y
a la música, tiene, sin embargo, mayores características
de autenticidad que la tradición oral de otros pueblos
primitivos. La historia fue un sacerdocio investido de
una alta autoridad moral, que utilizó todos los recur-
sos a su alcance para resguardar la verdad del pasado
y que estuvo animada de un espíritu de justicia y de
sanción moral para la obra de los gobernantes, que
puede servir de norma para una historia más austera
y estimulante que no sea simple acopio memorístico
de hechos y de nombres. Su eficacia está demostrada
en que, mientras en otros pueblos la tradición oral sólo
alcanzó a recordar hechos de 150 años atrás, la historia
incaica pudo guardar noticia relativamente cierta de
los nombres y los hechos de dos dinastías, en un espa-
cio seguramente mayor de cuatrocientos años.

– 41 –
III
LOS CRONISTAS

La crónica es, por naturaleza, un género vernáculo


que brota de la tierra y de la historia. Al trasplantarse a
América tenía una esencia propia y una larga tradición.
En Europa, y particularmente en España, la crónica
había surgido como una rama del árbol épico. La
crónica castellana se nutrió de la vieja cepa popular de
los cantares de gesta. Alfonso XI y sus colaboradores
de la Crónica General prosificaron en sus relatos de la
primera historia general de España, los cantares épicos
del pueblo español, en los que se siente vibrar aún el
sonido de bronce de los viejos alejandrinos. Pero la
crónica castellana tenía, sobre todo, como característica
propia, una tendencia ascética y moralizadora. Aunque
nacida para escribir la alabanza del príncipe y con una
voluntad de lisonja proveniente del encargo real, se
penetra inmediatamente del espíritu ético español y
busca ser advertencia y consejo de buenos gobernantes,
espejo de verdad y ejemplo de doctrina. “El oficio de

– 43 –
cronista –dice Gonzalo Fernández de Oviedo– es de
evangelista y conviene que esté en persona que tema
a Dios”.
La crónica medioeval tuvo, como característica
formal, ser narración pura, objetividad ajena a toda
opinión o juicio reflexivo. Los cronistas repiten inva-
riablemente la misma sucesión de hechos y batallas,
con las mismas palabras. No pretenden juzgar ni en-
contrar una idea general, ni una explicación reflexiva
sobre las causas. Las crónicas primitivas son puro re-
lato. Los cronistas viven en el espíritu de los aconteci-
mientos que narran y pertenecen a él. Se jactan de los
que vieron o de lo que oyeron decir y de ello deriva su
jerarquía en la credibilidad de las fuentes. Pero su cro-
nología y su geografía son deficientes, y tienen toda la
vaguedad de las tradiciones populares. Si la crónica se
escribe generalmente en España, en loor del príncipe,
al trasplantarse a América se populariza y reclamará,
por boca de Bernal Díaz del Castillo, contra la gloria
exclusiva del capitán, pidiendo que se incluya en la
gesta los nombres de los soldados al lado del jefe de la
hueste. La crónica indiana trasciende, pues, un espíri-
tu individualista y democrático.
Se puede decir que la crónica se traslada a Indias
por mandato real. Las ordenanzas sobre conquistas y
descubrimientos, cada vez más humanas y previsoras,
prescriben que los aventureros que van a su costa y mi-
sión en busca de nuevas tierras, lleven consigo un Vee-
dor que haga “la discrición de la tierra”, de las riquezas

– 44 –
de ésta y de los usos y costumbres de sus habitantes. De
ese encargo y de la espontaneidad natural de los solda-
dos, brotan inmediatamente relaciones, cartas, crónicas
y coplas.
En la cátedra de esta Universidad y en sucesivos
ensayos y libros publicados y por publicar, me he ocu-
pado, extensamente, de la evolución y características
de las crónicas de la conquista. Como el tema es exce-
sivamente amplio y como me he referido tantas veces
a él, quiero abreviar algo de los antes he dicho, a riesgo
de caer en la vana repetición.
La crónica soldadesca se caracteriza por su sobrie-
dad, rudeza y ascetismo guerrero. El cronista-soldado
sólo quiere apuntar escuetamente los hechos, sin co-
mentario ni reflexión alguna. No le interesan las causas
de los sucesos, que se explican por sí mismos, y, ampa-
rado en un sano providencialismo, apenas si extrae, a
veces, el jugo de una reflexión o práctica para la vida
inmediata. La lealtad al Rey, la repulsión al demonio,
la invencibilidad de los españoles o la mendicidad de
los indios, el castigo divino de los que ofenden a Dios,
son los tópicos más audaces en las parvas digresiones
de los cronistas. Para no ser prolijos, que en el lenguaje
de la época equivale a importunos, eluden describir el
paisaje o narrar las incidencias cotidianas. Evaden los
nombres propios y las acciones individuales. Sin tiem-
po para adaptarse a la compleja toponimia india, se
contentan con decir “un valle”, “un río”, “un pueblo
cercano”, y, con relación a los héroes de la gesta, “un

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mensajero”, “un capitán”, “un cacique”. Igualmente
sobrio y ascético es su lenguaje enclaustrado en unas
cuantas palabras que encierran, sin embargo, su mun-
do. Sus impresiones sobre el paisaje son rápidas y su-
marias. Todo su primor literario para reflejar la belleza
natural se reduce a secas fórmulas como “el valle era
rico”, o “el valle era poblado y abundoso”. Pero, en
estas fórmulas breves se acumula, a veces, un recuer-
do terrorífico, como el que, en boca de los cronistas
del primer viaje, encerraba el término “ la región de
los manglares”, con odas sus plagas malditas, o como
el de los “pasos nevados” para los soldados que fue-
ron con Almagro a Chile. El paisaje que ellos no han
querido describir impone sin embargo en las crónicas
su invencible fuerza telúrica. La “montaña agra”, “el
llano”, “la ladera”, “el río con su puente de criznejas”,
“el puerto nevado”, “el mal paso”, surgen en los rela-
tos escuetos con dramaticidad de seres humanos. Su
concepto moral y su filosofía senequista de la vida se
descubre en sus mismas escasas y secas palabras como
cuando Xerez dice que la tierra del Chira era “viciosa
de bastimentos”. En la dureza y la sobriedad de la vida
del conquistador, tras de su odisea por selvas, desier-
tos, cordilleras o pantanos, la simple feracidad de la
tierra y el tener el diario alimento cerca de las manos,
les parece un “vicio”. En cambio, al vicio o al pecado
el conquistador del siglo XVI lo llama suciedad, de-
mostrando su desprecio por los placeres de la vida. La
abundancia es vicio, el vicio es suciedad.

– 46 –
Se ha imputado a las crónicas primitivas una inten-
ción denigrativa para los indios. Pero si se comparan
los documentos e informaciones de los conquistadores
de esta misma época con los relatos de las crónicas, se
comprueba que la crónica oficial tuvo la doble consigna
de disminuir los vejámenes y crueldades del conquis-
tador, y las demostraciones de barbarie de los indios.
La crónica oficial afirmaba, por boca de Xerez, que los
indios del Perú eran los de “más policía y razón” y de
“mejor manera y figura” que los de toda la América
descubierta. Había, sobre esto, una competencia entre
los conquistadores de las diversas regiones y cada uno
quería demostrar la superioridad de su hallazgo. Xe-
rez se refirió sólo una vez, al pasar por Motupe, a los
ídolos pintados con sangre humana, pero se inhibió de
hablar del vaso-trofeo y del tambor humano de Ata-
hualpa, y Pedro Pizarro refirió, en su vejez, cuando se
habían disipado los intereses del momento, los inaudi-
tos actos de crueldad de Chalcuchimac en Huamachu-
co. En realidad, los cronistas primitivos enaltecieron
al pueblo vencido, al punto de merecer, por alguna de
sus exageraciones sobre la magnificencia de las cosas
indígenas, las censuras de Robertson.
En lo que sí es parca la crónica soldadesca es en
la percepción de las costumbres y de las instituciones
de los Incas. Da la impresión al leerlas de que pres-
cindieran por completo de toda referencia etnográfica.
Efectivamente, la intención del cronista fue únicamen-
te narrar los hechos de la empresa castellana. Pero el

– 47 –
ambiente se desliza en la crónica dejando en ella sus
casi imperceptibles huellas. Analizando las crónicas
de Xerez, de Sancho y de Estete, se hallan inespera-
damente indicios sobre las instituciones y costumbres
jurídicas, políticas o religiosas, de sumo valor por la
fecha en que fueron recogidos.
La extrañeza de la vida india se va lentamente des-
vaneciendo, a medida que se verifica la fusión de los
elementos originarios e importados, contrapuestos por
la conquista. Durante las guerras civiles la atención de
los cronistas está todavía pendiente principalmente de
las peripecias de la contienda bélica. Mientras la gue-
rra se refleja en las páginas coloreadas de refranes y
de coplas del Palentino, en el relato grave y clásico del
contador Zárate, y en los cuadros llenos de colorido
y animación del mestizo Gutiérrez de Santa Clara, se
inicia en la crónica la simbiosis espiritual de los dos
pueblos. La crónica es en nuestra cultura el primer
género mestizo. Pasado el estruendo bélico de la con-
quista o de la guerra civil entre españoles, el cronista
castellano se inclina a recoger las tradiciones del pa-
sado indio, a reconstruir la historia de sus príncipes y
dinastías, de sus leyes e instituciones, y a rastrear por
el interés de la evangelización, sus creencias religio-
sas, sus ritos, ceremonias y supersticiones gentílicas.
La transculturación es palpable sobre todo en el len-
guaje castellano que recibe el aporte cotidiano de las
lenguas indígenas. La toponimia americana, con sus
resonancias exóticas, irrumpe poco a poco en la clara

– 48 –
y sonora prosodia castellana. Las palabras indígenas,
escasas y mal transcritas en las primeras crónicas, van
aumentando, visiblemente, hasta alcanzar una pro-
porción apreciable en las crónicas de escritores como
Cieza, Gutiérrez de Santa Clara, Sarmiento, Murúa y
Garcilaso, y ocupar, por último, trozos enteros, oracio-
nes, himnos, hayllis o cantos de triunfo, en las crónicas
de Cristóbal de Molina o de Juan Santa Cruz Pacha-
cutic, indio españolizado y espiritualmente mestizo,
hasta llegar a la crónica bilingüe de Huamán Poma de
Ayala.
La tradición oral incaica de los cantares y de los
quipus, empieza a vertirse entonces en la crónica cas-
tellana, en la misma forma en que los cantares de gesta
medioevales se fundieron con las crónicas. La trasfu-
sión se verifica por mandato oficial, interrogándose a
los quipucamayocs y recogiendo notarialmente sus
versiones en las llamadas Informaciones de la Gasca,
de Cañete, y, posteriormente, de Toledo. Por más que
se discute el mérito y la imparcialidad de estas Infor-
maciones, ellas constituyen la única base subsistente
de la historia incaica. Depuradas fácilmente de su in-
tencionalidad política, son irremplazables en lo que se
refiere a la sucesión de los Incas, a la extensión geo-
gráfica de sus conquistas, a sus luchas y rivalidades
con los pueblos vecinos, a sus instituciones políticas y
jurídicas. Cada una de estas Informaciones dio origen
a crónicas fundamentales sobre el Incario. Las de Gas-
ca a la crónica de Cieza, las de Cañete a la de Betanzos,

– 49 –
y las de Toledo a la Historia índica, de Pedro Sarmiento
de Gamboa, y a los Ritos y fábulas de los incas, de Cris-
tóbal de Molina.
La crónica, más aún si es castellana, tiene siempre
“una opinión divergente que habla en alta voz”. En la
época de la Gasca y de la debelación de la revolución
de Gonzalo Pizarro, la crónica, inspirada por el
Pacificador, es contraria a la obra y al predominio de
los primeros conquistadores, trata de arrebatar a éstos
sus encomiendas, y, con este fin, acentúa la crueldad
de la conquista, atenúa la barbarie de los indios y
contagiada de ímpetu lascasista sostiene la tesis de
la “despoblación” del Perú. El representante más
cabal de la crónica pretoledana es la figura humana,
comprensiva y tolerante del mayor de los cronistas
de la conquista: Pedro Cieza de León. Su descripción
del territorio y de los caminos de “la sierra” y de “los
llanos” que atravesaban el Imperio, y de las ciudades y
pueblos que los bordeaban, con los ritos, costumbres,
fiestas y vestidos de sus habitantes, y de sus plantas
y alimentos, lo califican como el primer viajero y
etnógrafo en tierra peruana. Como el de Pausanias
para Grecia, su relato es el punto de partida de nuestra
geografía y de nuestra arqueología. Con su segunda
parte de La Crónica del Perú titulada el Señorío de
los incas, surge adulta la primera historia incaica. Su
versión del Incario es la más completa y ecuánime,
porque sabe colocarse sin prejuicios ni suspicacias
mentales, dentro del espíritu mismo de la gentilidad,

– 50 –
disminuir la rudeza de algunos testimonios, y adoptar
una posición intermedia pero llena de comprensión y
simpatía para los indios, sin coacción moral alguna y
con un aliento profundo de verdad.
La posición de Cieza es netamente contraria a
los conquistadores y equilibrada para juzgar a los
indios. El individualismo español permite, a diferencia
de la rígida uniformidad incaica, que el cronista
exprese su opinión adversa a sus compatriotas. De
los conquistadores españoles a los que llama, con
cierta predisposición, “la gente del Perú”, declara
que “sus conciencias de todos ellos estaban ganadas
e no miraban por otra cosa que por allegar grandes
tesoros”. La veleidad y codicia de los hombres que él
conoció en las guerras civiles, promueven su protesta
y honradas exclamaciones: “Oh Dios mío y cuantas
muertes, cuantos robos, desvergüenzas, insultos”, y
otra vez: “Oh gente del Perú cuanta gracia y merced
le hace Dios al Visorrey, gobernadores, capitanes que
pudiesen vivir sin tener necesidad de vuestras personas
tan inconstantes, pues jamás guardastes mucho tiempo
fidelidad”. En cuanto a la índole del imperio incaico,
Cieza acepta que cuando había motín, tramas o juntas,
hubo algunos Incas que castigaron sin templanza
y con gran crueldad, y que cuando murió Huayna
Cápac el imperio se hallaba tan pacífico que “no se
halló en tierra tan grande quien osase alzar la cabeza
para mover guerra ni dejar de obedecer”. Esto no es la
implacable tiranía que Sarmiento refiere de los últimos

– 51 –
Incas, pero tampoco se parece a la versión rosada de
Garcilaso. Cieza reconoce el papel civilizador de los
Incas, declarando que “como gente de gran razón
y que tenían tantas y justas costumbres y leyes,
suprimieron la antropofagia de los pueblos primitivos,
pero fueron crueles en la guerra, como lo mostraban
los campos llenos de huesos del Huarco y de Ambato
y los escarmientos implacables con los vencidos. En
punto a la costumbre de los sacrificios humanos,
Cieza atestigua repetidas veces que, aparte de los
entierros o suicidios colectivos de mujeres o de niños,
en las exequias de los Incas y de los grandes señores,
sacrificaban hombres, mujeres y niños en determinadas
ocasiones y lugares, como en Vilcas, en Coropuna,
en la isla de la Plata y en el cerro de Huanacaure, en
que inmolaban víctimas humanas para aplacar a sus
dioses. Pero el cronista recoge tales informaciones,
con la cautela comprensiva del historiador, movido de
simpatía hacia el pueblo analizado y comprensivo de
su ambiente histórico y social, al punto de suprimir,
según propia confesión, algunos rasgos aislados de
barbarie, porque los consideraba como propios de
“su ceguedad” o “gentilidad”, sin que empañasen la
índole humana y justiciera del Imperio.
Las aserciones de los cronistas pretoledanos –visión
de síntesis del Incario de Cieza, estudios sobre las ins-
tituciones jurídicas y religiosas de Santillán, Molina, la
Bandera, y de algunos frailes anónimos–, se verifican
más tarde, minuciosa y empeñosamente, en la época

– 52 –
del Virrey Toledo. El conocimiento más profundo de
la lengua, allanado por la publicación de las prime-
ras gramáticas y vocabularios, y los informes de los
visitadores enviados a distintas partes del territorio
preparan la nueva indagación. La interrogación a los
quipucamayoc se extiende, en la época de Toledo, a
diversas regiones –Jauja, Vilcas, Cuzco, Yucay–, e inci-
de sobre la historia externa de los Incas, el curso de sus
conquistas, las costumbres de los pueblos dominados,
las instituciones jurídicas, las creencias religiosas y el
origen de los Incas. El interrogatorio recoge, además,
con deliberado pensamiento político, versiones sobre
actos tiránicos de los monarcas, rebelión de los pueblos
vencidos, bárbaras costumbres guerreras, penalidades
crueles y el tema polémico de los sacrificios humanos.
La versión de las Informaciones de Toledo, destinadas
a probar la tiranía de los Incas para justificar la pérdi-
da del señorío de éstos, conforme a las teorías de Vito-
ria, revela un aspecto de la vida del Incario, velado por
los cronistas pretoledanos en su afán de desmedrar la
obra de los conquistadores: el de la sangrienta dureza
de las conquistas incaicas. Este testimonio inspira la
crónica de Pedro Sarmiento de Gamboa.
La versión de Sarmiento parece, a todas luces, la
traslación directa, aunque algo sombreada de terror
y despotismo, de los antiguos cantares de los incas.
Se siente en ella el hálito multitudinario de los hay-
llis aclamando a los Incas vencedores, se escuchan las
frases paternales de éstos a su pueblo, las oraciones y

– 53 –
los himnos guerreros, la agorería de las “calpas” para
desentrañar la suerte de los ejércitos incaicos, y la pu-
janza del poderío inca después del triunfo sobre los
Chancas. Alguna vez he dicho que la versión de Sar-
miento de Gamboa, ruda, vital, plena de barbarie y de
fuerza, en contraposición a la de Garcilaso, creador de
un imperio manso e idílico, era la auténtica rapsodia
de los tiempos heroicos. La de Garcilaso es la versión
de las ñustas vencidas y de los parientes seniles y pla-
ñideros después de la conquista; la de Sarmiento es la
versión masculina del imperio incaico, con una moral
de vencedores.
La crónica toledana también suele ser injusta para
juzgar la aptitud del indio peruano. Cieza y Santillán,
cronistas pretoledanos, habían elogiado la capacidad,
la moderación, la sobriedad y el espíritu disciplinado
de los indios. Santillán, que anota su pusilanimidad y su
tendencia al ocio, atribuye su rebajamiento espiritual a
los tributos y trabajos que les oprimen, y declara que no
había en el mundo gente tan trabajada ni tan humilde
y bien mandada. Pero los cronistas toledanos tienen
una idea depresiva sobre el indio. Es el propio Virrey
Toledo el que encabeza esta opinión adversa, en cartas
al Rey, en las que dice que los indios eran nulos en
el sentimiento de la ambición y “gente con quien era
menester no hacer más asiento que dalles la comida
y la manta con que se cubren”. El licenciado Juan de
Matienzo dice que son pusilánimes, tímidos, que no
piensan que merecen bien ni honra, ni la procuran,

– 54 –
que son más recios que los españoles y sufren más que
ellos, pero que cuanta más fuerza tienen en el cuerpo
menos tienen en el entendimiento Para ellos, dice
refiriéndose a su indolencia y falta de ambición, “no
hay mañana”. Son enemigos del trabajo, amigos de
la ociosidad y de beber y emborracharse, tienen poca
caridad con su prójimo, no se ayudan unos a otros,
no curan de los enfermos ni de los viejos, aunque
sean sus padres, y son mentirosos. Su único destino
es obedecer a Incas o a españoles. Pero quien agota la
intolerancia en este ensayo de etnografía hostil, es el
Racionero Villarreal, quien tiene, en su crónica inédita,
seguramente el más acusado concepto peyorativo del
indio, entre todos los cronistas. Este dice:
“los indios son la hez y la escoria de la generación
humana… no tienen ningún género de honra ni
saben qué cosa es… no cumplen cosa que prometen,
no saben qué cosa es verdad ni decirla ni oírla…
no tienen ninguna vergüenza ni saben qué cosa es
hombres ni mujeres, no tienen caridad unos con otros
ni la usan, ni tienen conocimiento ni agradecimiento
de ningún bien que se les haga”.

Frente a tales denuestos, se yerguen en la época de


Toledo la voz sabia y ecuánime del jesuita Acosta, que
se sitúa en el mismo eje de imparcialidad que Cieza, al
decir que “los Incas tenían muchas cosas de bárbaros y
sin fundamento, pero había también otras muchas co-
sas dignas de admiración”, y que el gobierno de los In-
cas era “tan notable y próbido” que no consentían que

– 55 –
nadie fuera agraviado, ni nadie se atrevía a tomar una
mazorca de maíz de su vecino, y que “guardaban sin
ser religiosos ni cristianos, aquella tan alta perfección
de no tener cosa propia”. El elogio de la sobriedad india
bien podría empalmarse con el de la estoica sobriedad
de Castilla, y abre una rica veta etnográfica. Son , dice
el jesuita que convivió con ellos en el Cuzco y el sur del
Perú, “gente poco codiciosa ni regalada” y “tienen har-
to aparejo para recibir la doctrina del evangelio que tan
enemiga es de la soberbia, codicia y regalo”.
Las averiguaciones de Toledo dejaron en claro la
lista de los Incas, la sucesión de los reinados y las con-
quistas, la historia militar y el tono bélico de la vida
incaica. Una nueva generación de cronistas, en la que
aparecen ya algunos criollos y mestizos, reacciona,
por natural simpatía y reclamo de la sangre, contra
las exageraciones de la tesis toledana. Aunque las in-
formaciones levantadas e 1583 por el Virrey Enríquez,
sostengan todavía las afirmaciones de dureza y cruel-
dad de los Incas, contenidas en la encuesta de Toledo,
la tendencia de los cronistas postoledanos, a excepción
de Cabello Balboa que copia a Sarmiento y a Molina,
es la de poetizar la vida incaica, rodeándola de un halo
de bienestar y de fausto. Agotada la reserva épica de
los cantares incaicos, trascritos casi literalmente por
Betanzos y Sarmiento, los nuevos cronistas inician el
ciclo novelesco, que es la decadencia de lo épico, y se
echan a buscar leyendas míticas o romancescas, como
las que llenan las crónicas de Cabello Balboa, Murúa,

– 56 –
Montesinos, Anello Oliva y un descendiente de los an-
tiguos collaguas o bardos del ejército, Juan Santa Cruz
Pachacutic, que trae la última cosecha épica del inca-
rio, invadido de esencias líricas.
El intérprete más cabal de este proceso de fusión
de las dos razas y culturas, es el Inca Garcilaso de la
Vega. Nacido en el Cuzco en 1539, hijo de un capitán
español y de una ñusta incaica, educado en el Cuzco
“entre armas y caballos”, recogió en su niñez, en los
conciliábulos de sus parientes indios las antiguas
tradiciones incaicas, los hechos y batallas de sus reyes
y la magnanimidad de éstos, acrecidas por el dolor y
la añoranza. Más tarde fue a España, a reclamar los
derechos de su padre el conquistador y, decepcionado
de su posición en la vida española, se refugió en
Córdoba, donde volvió a llamarse Inga como en el
Cuzco y donde escribió los Comentarios reales, que
son, a la vez, exaltación del imperio incaico y dolorida
justificación de la conquista española.
Garcilaso escribe los Comentarios reales casi a los se-
senta años, venciendo su timidez nativa y su complejo
de inferioridad social, utilizando para la reconstruc-
ción de la vida incaica, los recuerdos de sus parientes
maternos, las cartas de sus amigos y compañeros del
Perú, y las crónicas ya publicadas de Gómara, de Zá-
rate, de Acosta y del Palentino. Educado en lecturas
clásicas, escoge el humilde título de “Comentarios”,
que es un género menor, en una mezcla de timidez
y de orgullo, porque afirma que quiere, únicamente,

– 57 –
añadir algunas cosas, que bebió en la leche materna,
a las versiones de los cronistas españoles, pero da, en
realidad, bajo ese mínimo nombre, la más grande y
honda de las historias del Perú.
Durante el siglo XIX se tachó la versión de Gar-
cilaso de utópica y de novelesca. Algunos cronistas
le habían tildado de desmemoriado y olvidado del
quechua. Pero la crítica certera y contundente de Riva
Agüero, rehabilitó, en un sagaz análisis, la autentici-
dad de las noticias del Inca, sus errores incidentales
y la verdad general del cuadro. Sin aceptar los carac-
teres idílicos de la autocracia incaica, ni el carácter
blando y suplicante de sus conquistas, lo que queda
de Garcilaso es su amorosa descripción del aspecto pa-
ternal y justiciero del imperio, de sus leyes benéficas,
de la eglógica sencillez de sus costumbres en la paz, de
las bellezas naturales de la tierra, de la riqueza y opu-
lencia de la gran ciudad del Cuzco, que fue el Nuevo
Mundo “como otra Roma” en el Antiguo.
Garcilaso recoge los legados de la tradición indíge-
na y española: la timidez india fundida con el orgullo
español, la tendencia nostálgica y evocativa, el profun-
do tradicionalismo de ambas razas, y, como atávico
don, el gusto sabroso de las anécdotas y la maestría
en el contar.
La crónica de la conquista, es pues, crisol en el que,
por obra del impulso misionero y humanitario de la
metrópoli, se funden esencias de los dos pueblos, bajo

– 58 –
el signo cristiano y español. El hombre educado en la
cultura occidental concibe y vuelve a pensar la historia
inaprehensible del alma primitiva, conforme a las nor-
mas de su propia e insólita experiencia. En sus manos el
Imperio Incaico se occidentaliza, inconscientemente, en
tanto que el cronista se indianiza, a menudo, y prende
en amor por las cosas de la tierra. Fundidas las dos razas
y las dos culturas, con ideas y sentimientos disímiles, el
cronista, que las acepta y las incorpora a su sentimiento
nuevo del Perú, es ya mestizo espiritual y pronto lo será
por sangre y nacimiento. Blas Valera y Garcilaso lleva-
rán a la crónica, a fines del siglo XVI, con el primer con-
tingente de sangre india, la íntima emoción de la tierra
nativa y con ella la promesa de una nacionalidad.
El servicio más trascendente prestado por la cró-
nica castellana a nuestra cultura naciente, es haber
salvado nuestra historia incaica de perecer por obra
del tiempo y falta de escritura, como pereció la cultu-
ra de los pueblos preincaicos que los Incas ahogaron y
sumergieron en su propia cultura, borrando todos los
rastros de su contribución, y atribuyéndose, por voz
de Garcilaso y la tradición imperial cuzqueña, todos
sus esfuerzos y trofeos culturales, que ahora va res-
taurando el testimonio mudo de la arqueología. En su
haber hay que agregar que los cronistas, juristas y li-
cenciados de la segunda generación, descubrieron, con
honda preocupación humana, las instituciones socia-
les de los Incas y la organización económica y política, y
nos dieron el cuadro admirable del más perfecto imperio

– 59 –
aborigen. En ellos están esbozadas las notas sobre el ca-
rácter del indio, que pueden servir de punto de partida a
nuestra antropología cultural. Los catequistas y extirpa-
dores de idolatrías, con su celo adverso a las gentilidades
de los indios, nos descubrieron la riqueza anímica de las
creencias religiosas de los Inca, de sus mitos y supersti-
ciones, y salvaron la poesía perecedera de las leyendas
entregadas a la tradición. Los quechuistas descubrieron
la estructura de la lengua indígena, su urdiembre moral,
su riqueza alegórica, sus proverbios y sus adelantos téc-
nicos y culturales. También los cronistas-soldados, como
Cieza y Estete, no obstante la premura de sus primitivos
apuntes, y los frailes pacientes y humanistas, como Acos-
ta y Cobo, descubrieron geográficamente el Perú, su di-
visión en zonas naturales, los contrastes de su paisaje y la
riqueza de su fauna y de su flora. El padre Bernabé Cobo
inventarió la fauna y la flora del Perú, anticipando cla-
sificaciones científicas de plantas y la técnica de las mo-
dernas descripciones de frutos y de flores. Y José Acosta
fue el primero que coordinó las leyes físicas del Nuevo
Mundo, intuyendo el sistema de las cordilleras y el de
las corrientes marítimas y los efectos del clima sobre la
biología del hombre peruano, con un sentido universal
que lo equipara a Humboldt.
Historia, Geografía, Ciencia de la Naturaleza, len-
guaje y alma del primitivo Perú, hay que aprenderlos,
pues, en las obras de los cronistas del siglo XVI. Ellos
son los verdaderos forjadores de la cultura mestiza y
original del Perú.

– 60 –
IV
LA HISTORIA EN LOS SIGLOS XVII Y XVIII

En los primeros años del siglo XVII se escriben las


últimas crónicas que traen el reflejo bélico de la con-
quista y los postreros recuerdos del Incario, recogidos
de presuntos descendientes de los quipucamayoc, o
del folklore tradicional indio que tan abigarrada y des-
cosidamente reproduce la Nueva corónica y buen gobier-
no, del indio Felipe Huamán Poma de Ayala. Este fir-
ma su crónica en Lima, en 1615, casi al mismo tiempo
que Garcilaso publicaba en Córdoba sus Comentarios
reales. La crónica va a dejar de ser de acciones guerre-
ras y de hálito colectivo, para sumirse en la penumbra
y en la calma meditativa y reclusa de los conventos.
Dormirán el sueño imperial los cantares incaicos, los
quipus enigmáticos y las crónicas de la conquista. Las
formas nuevas de la historia serán más pacientes y
minuciosas, más reposadas y lentas, oreadas de paz
civil y conventual. El personaje o héroe de la historia
no será ya el inca ni el arrogante conquistador, sino el

– 61 –
fraile, ejemplo de santidad y de ascetismo, el Virrey
o el magnate ilustrado, y, en la ausencia de persona-
jes heroicos para los poemas, el pirata. La historia de la
ciudad con su fausto naciente y sus conmemoraciones
domésticas de duelo o de júbilo, o la historia del con-
vento, con sus varones modelos de piedad o con sus
monjas extáticas, acapararán toda la atención histórica,
bendita o pueril. La historia se hará erudita y minucio-
sa, fragmentaria y curiosa, retórica y cortesana, y con
una artificiosa tendencia panegírica. La forma más tí-
pica de la curiosidad histórica de esta época, cogida de
fragmentarismo, son las misceláneas, diálogos o retazos
históricos, amenos e ingeniosos, a la manera humanís-
tica de la Silva de Varia Lección de Mexía, en los que
se intensifica el interés por lo raro, lo exótico, lo curio-
so y lo “peregrino”. Es el caso de la Miscelánea austral,
de Diego Dávalos y Figueroa, escrita en 44 coloquios,
en los que se mezclan los temas más diversos, tanto
europeos como americanos, recayendo siempre en las
rarezas y prodigios, virtuales extrañas de las yerbas y
de las piedras o de fuentes y manantiales salutíferos,
o imágenes milagrosas y noticias sobre los Incas del
Perú, con tendencia pintoresquista. Es la misma tóni-
ca que predomina en el Paraíso en el nuevo mundo, de
León Pinelo, enciclopedia de erudición patrística y de
estrafalaria información sobre rarezas anatómicas de
enanos y gigantes, serpientes con alas, manantiales de
agua que se convierten en piedra, fuentes de Juvencio
o árboles maléficos, animales, plantas y “cosas pere-
grinas” de las Indias. En casi todos los cronistas de la

– 62 –
época predomina el amor por la curiosidad y la leyen-
da, la afición a lo maravilloso, la credibilidad fácil, la
imaginación lista para evadirse en conjeturas por los
caminos de la dialéctica o de la filología. Lo ficticio, el
amor de las cosas raras predomina sobre el gusto de lo
real y común. La leyenda es preferida a la historia. Es
la tendencia de Montesinos pretendiendo probar que
el Ofir estuvo en el Perú, de Dávalos y Figueroa colec-
cionando casos raros y curiosos, de Calancha, relatan-
do milagros y maravillas, de Garcilaso idealizando el
Imperio Incaico; de Murúa, vistiendo de esplendores
orientales la corte de los indios cuzqueños, de León
Pinelo, trasladando el Paraíso al Amazonas.
El convento es el centro de la vida colonial y los
frailes ejercen el magisterio de la cultura. Dirigen los
centros de enseñanza y son los depositarios de manus-
critos, crónicas y libros famosos. La emulación entre
las órdenes religiosas hace concebir a frailes eruditos,
la idea de probar que su Orden es la más antigua y la
que mayores servicios ha prestado. Los frailes colec-
cionan principalmente hechos edificantes sobre la vida
de los más beatíficos siervos de su Orden, florecillas
piadosas, milagros y manifestaciones de santidad.
Conciben la historia del Perú o de los Incas, como
un preámbulo de su historia conventual, y los ritos
y supersticiones de los Indios, como manifestaciones
demoníacas. La crónica conventual es, por exceso de
minuciosidad, pesada y farragosa, y por gusto de
época, generalmente retórica e hinchada de metáforas

– 63 –
culteranas. El cronista conventual no se preocupa mucho
de la fidelidad histórica, relata las cosas edificantes
y honrosas de su orden, y no los yerros, pecados y
relajaciones; es crédulo y propenso a la milagrería,
y su finalidad principal es edificar o moralizar. Por
esto el cronista conventual más representativo es Fray
Antonio de la Calancha, autor de la famosa Corónica
moralizada de la Orden de San Agustín, quien se
distrae recogiendo noticias geográficas y de historia
natural, observaciones de sicología colectiva, con
influencias astrológicas, y particularmente, noticias
sobre las costumbres y supersticiones de los indios, y
hechicerías indígenas. Al lado suyo destaca el cronista
domínico Fray Juan Meléndez, con sus Tesoros
verdaderos de las Indias, publicados en Roma en 1681,
y que reflejan la magnificencia del culto limeño en el
siglo XVII, en una barroca descripción de la ciudad,
de sus corporaciones, edificios, conventos y varones
célebres. Pero el cronista conventual más auténtico es
el franciscano Fray Diego de Córdoba y Salinas, que
escribe con la ingenuidad característica de los frailes
menores, relaciones de milagros sorprendentes, de
curaciones maravillosas, de éxtasis o transportes
celestiales, de músicas y resplandores divinos que
surgían de las celdas de los frailes penitentes, exaltando
con sentido humilde de la historia, antagónico de las
crónicas, la piedad de los más humildes legos y la fe
de los apóstoles más sencillos. La crónica conventual,
inspirada en el milagro y dirigida a “moralizar” o
edificar las almas, borra de su historial, a semejanza

– 64 –
de la tradición imperial incaica, toda referencia a
los desórdenes y rivalidades conventuales, y a la
relajación de los hábitos monásticos que algunas veces
flagelaron la orden seráfica.
Otra expresión característica de la pueril minucio-
sidad de la época son los manuscritos de los diaristas
y analistas, cronistas ignorados y periodistas inéditos,
cuyas obras han sido exhumadas más tarde. En el si-
glo XVII destacan los diaristas Suardo y Mugaburu,
y, entre los analistas, el clérigo Montesinos, el Dean
Esquivel y Navia y Arzanz y Vela, el nutrido y ameno
autor de los Anales de la Villa de Potosí. El Diario de Mu-
gaburu es quizás el más expresivo en el ámbito limeño,
de esa forma de periodismo retrospectivo. A través de
sus apuntaciones someras e ingenuas, se puede calar
el ambiente religioso de la Lima del siglo XVII. Predo-
minan en el Diario de Mugaburu reseñas de novenas,
procesiones, capítulos de frailes, profesiones religio-
sas y, al mismo tiempo, los sucesos políticos y socia-
les más notables: entradas de Virreyes, elecciones de
Cabildo, bandos, desafíos, fiestas de cañas y sortijas,
grados universitarios, temblores, comedias y corridas
de toros. La única vez en que la multitud irrumpe en
este escenario piadoso y burocrático, es con motivo de
las discusiones alrededor del dogma de la Inmaculada
Concepción, en que se realizaron en Lima manifesta-
ciones populares para obligar a los domínicos a reco-
nocer el dogma, al grito por las calles de “Sin pecado
concebida, sin pecado original”.

– 65 –
Otra aparatosa forma de crónica o relación con-
temporánea, son en esta época las relaciones de fiestas
reales, pompas o aclamaciones por la exaltación de un
nuevo monarca, o exequias a su muerte, o de festejos a
la llegada de los Virreyes o a la beatificación o canoni-
zación de un santo vinculado al Perú. Las descripcio-
nes de estas fiestas contienen prolijas enumeraciones
sobre las diversiones públicas, ceremonias, danzas,
vestidos, historia de las instituciones que compartían
el homenaje, versos u oraciones culteranas, y biogra-
fías de frailes, obispos y magnates de la época. Entre
las más notables de ellas están, principalmente, el Sol
del nuevo mundo, de Montalvo, La estrella de Lima con-
vertida en sol sobre sus tres coronas, de Echave y Assu, y
El Sol y año feliz del Perú, de Rodríguez Guillén. Entre
el espeso follaje retórico de esta literatura ditirámbica,
se hallan abundantes noticias y sugestiones históricas
para caracterizar el ambiente social de la época.
Al lado de la crónica conventual, y quizás por en-
cima de ella, en el ambiente engolado de la corte colo-
nial, florecen la disertación jurídica y los tratados sobre
política indiana que, no obstante su enjundia jurídica,
tienen vinculación con la historia, porque tratan de le-
gitimar sus tesis doctrinarias sobre la posesión de la
tierra, los derechos sobreaños del monarca, los privile-
gios de los encomenderos, y particularmente, sobre la
posición legal el indio, con argumentos y ejemplos his-
tóricos. Tal es la traza de la monumental obra de don
Juan de Solórzano y Pereyra, la Política Indiana, escrita

– 66 –
y pensada en Lima, y en cuya contextura se revelan
claramente los antecedentes peruanos que sirven de
base a su concepción imperial del derecho.
El siglo XVIII no se liberta, en gran parte, del par-
ticularismo, la tendencia a la erudición y la cortesanía
de la historia seiscentista. Los historiadores o cronis-
tas siguen siendo compiladores de hechos, sin ningu-
na originalidad ni vibración. La curiosidad histórica,
desprovista de grandes objetos y de amor a lo propio,
dirige su atención a motivos lejanos en el espacio y en
el tiempo,. La obra más característica del siglo XVIII es
la Historia de España vindicada, de don Pedro de Peral-
ta y Barnuevo, autor también de un poema histórico,
Lima fundada, en cuyas notas se descubre la vocación
historicista del autor y sobrepujan en interés a los ver-
sos elípticos y culteranos. Riva Agüero anotó, ya, que
el poema, por su falta de invención y versificación de-
ficiente, es más historia que poesía y que, por sus no-
tas eruditas que aclaran el logogrifo de sus octavas, se
puede estimar como un compendio histórico y hasta
como un diccionario biográfico.
La transformación que se operó en los estudios
históricos con las ideas de la Ilustración, no alcanzó a
Perú durante gran parte del siglo XVIII. No variaron
el contenido ni el método de las obras históricas. Tam-
poco parece que hubiesen tenido un eco inmediato las
interpretaciones sobre la conquista del Perú o sobre el
indio americano, de los naturalistas y filósofos france-
ses del siglo XVIII, ni las historias relativas a América,

– 67 –
de Robertson y de Raynal. Al margen de ellas y por
efecto de la política ilustrada de Carlos III, se desarro-
lla el interés por los estudios de Geografía y de Histo-
ria Natural, y por los problemas económicos.
La polémica despertada en el mundo por los jui-
cios de Raynal y de Robertson, y, sobre todo, de Buffon
y del abate de Paw, sobre la debilidad del hombre
americano y la influencia enervante del clima, no tuvo
repercusión en el Perú, ni los impugnadores sagaces y
solventes que en otras partes. Robertson asentó, entre
otras cosas, la debilidad de constitución del hombre
peruano y su extrema indolencia para obtener su liber-
tad, su poca sensibilidad para la belleza y el amor, la
limitación de sus facultades intelectuales, su aversión
al trabajo y, aún, la existencia de rezagos de antropo-
fagia entre los habitantes más apacibles del Perú. En lo
que respecta a la historia de Chile, fue rebatido por el
abate Ignacio Molina, y en México por la fundamental
Historia de Clavigero. En el Perú no tuvo contendores
inmediatos. No puede estimarse como una adecuada
respuesta peruana la “Historia de Quito”, del padre
Velasco, tan llena de inexactitudes y fantasías. El je-
suita quiteño refutó, sin embargo, algunas de las más
gruesas afirmaciones de Robertson sobre la falta de
animales domésticos, escasez de ciudades, indiferen-
ciación de las artes, etc. Velasco atribuyó a Robertson
“ciega pasión y empeño de opacar las cosas america-
nas”, y calificó su método histórico diciendo que “los
defectos que atribuyen a la América y a sus artes los

– 68 –
filósofos no son sino defecto de su cabeza y de sus sis-
temas y mucha ignorancia de las cosas de este mun-
do”. En su entusiasmo por la civilización indígena del
Perú, Velasco declara a Robertson que cree en la su-
perioridad de la cultura europea del siglo XVI sobre
la indígena, pero que “los peruanos antiguos son más
dignos de admiración y alabanza que los europeos del
presente siglo”.
La verdadera respuesta del Perú a la comedida,
pero mal informada Historia de Robertson, que tuvo
todos los defectos característicos de la historia de la
Ilustración –particularmente, el de la generalización
fácil y la documentación escasa–, fue la que dio con
sus doce tomos de exaltación de los valores peruanos,
tanto históricos como naturales, el Mercurio peruano
de 1791. El principal objeto de la publicación de este
papel periódico, dijo el artículo inicial de esta publi-
cación “es hacer más conocido el País que habitamos,
este País contra el qual los Autores extranjeros han
publicado tantos paralogismos”. El Mercurio se ufana
de la ilustración del país, “la agudeza y penetración
de sus habitantes nativos, su adhesión al estudio, el
prestigio de la Universidad de San Marcos, y el buen
gusto, la urbanidad y el dulce trato, que son prendas
hereditarias de todos los peruanos”.
De acuerdo con esta intención el Mercurio rebate en
diversas partes a los enciclopedistas, demostrándoles sus
errores de información sobre el imperio de los Incas y
rastreando, por primera vez, temas de historia indígena,

– 69 –
como el de la música, la poesía y los caminos. En artícu-
los biográficos exalta la memoria de los primeros perua-
nos o criollos ilustrados. Para los redactores del Mercurio
peruano, la historia era una cátedra de nacionalismo.

– 70 –
V
LA HISTORIA EN EL SIGLO XIX

La guerra de la Emancipación y los primeros años


de anarquía subsiguientes a la Independencia, impi-
den el desarrollo de los estudios históricos. La Historia
en estos días no se escribe, sino que se hace y se vive. Se
pergeña impensadamente en la proclama, en el diario,
en el parte de batalla y en los libros de memorias, que
serán más tarde el trasunto de esta época. Pero aun el
género autobiográfico, tan característico de las épocas
de lucha y transición, escasea en el Perú. Abundan las
Memorias de los generales y auxiliares extranjeros,
que vinieron al Perú a luchar por la Independencia,
como Cochrane, Miller O`Leary, Arenales, Brandsen,
O’Connor, López, Guido, Heres y otros. Pero la contri-
bución peruana es mínima. Sólo puede hallarse prácti-
camente en dos libros de memorias sobre la Indepen-
dencia: el de Riva Agüero, publicado bajo el seudóni-
mo de Pruvonena, y el de Francisco Javier Mariátegui,
escrito ocasionalmente para refutar a Paz Soldán. El

– 71 –
primero es un libro amargo, rencoroso y recriminato-
rio, pero que hay que leer para conocer las pasiones de
la época. Es indispensable, sobre todo, para establecer
el punto de vista peruano frente a los intereses extran-
jeros que influyeron en la independencia del Perú.
En cuanto al folleto de Mariátegui, antiguo luchador
por la independencia, secretario del primer Congreso
Constituyente liberal irreductible, compañero de Vigil
y de Laso en campañas de verdadera ortodoxia de-
mocrática, aunque se halla escrito con la aspereza, la
concisión y la acritud características de su espíritu, es
singularmente útil para aclarar la acción revoluciona-
ria del grupo peruano, de los carolinos y fernandinos,
frente a los forasteros, en la época de Abascal. Entre
los memorialistas regionales merece citarse a don Ni-
colás Rebaza, autor de unos Anales del departamento de
la Libertad en la guerra de la independencia.
La inquietud por la Historia se manifiesta más bien
débil y negativamente. La primera reacción del criollo
emancipado, es renegar de España y de sus años de
dominación en América. En versos, en proclamas
y en discursos, en las estrofas del propio himno
nacional, se habla de los “tres siglos de horror” de la
colonización española. Se niega la obra civilizadora
de España y se trata de borrar, nominalmente, todos
los aportes espirituales de ésta. Como los filósofos de
la Ilustración abominaron de la Edad Media, como
período inexistente, los hombres de la revolución
quisieron considerar el período colonial como un

– 72 –
paréntesis en la vida social y política de América. Se
consideró la etapa colonial como una Edad Media
americana, de oscurantismo y fanatismo. Junto con la
condenación de la conquista y la negación de la obra
civilizadora española, los hombres de la revolución
volvieron los ojos hacia la historia incaica y se trató de
soldar ambas épocas distantes. Los Incas estuvieron
de moda en las canciones patrióticas y en las arengas
revolucionarias. En el Canto a Junín, Olmedo hace
aparecer al inca Huayna Cápac, quien predice el
triunfo a Bolívar. Esta misma soldadura se presenta
en la arenga de Choquehuanca a Bolívar, salutación
que tiene el énfasis y el rendimiento cortesano de los
penegíricos coloniales. Se habla también aquí de los
“tres siglos de expiación” que sufrió por sus pecados
la raza incaica con la conquista española. Surge en la
mente de los criollos descendientes de españoles, la
idea, que se vuelve tópico, de que la Independencia
es una “venganza” de los indios vencidos en la
conquista. Los estudios históricos, en todo caso, no
pueden prosperar, porque todo el pasado espiritual
de los criollos era colonial y español, y aun las propias
fuentes para estudiar la historia incaica se hallaban en
España. En la realidad política y social perduraban las
leyes, las costumbres, los gustos, los vestidos y el estilo
de vida españoles. Hasta 1851 rigieron en el Perú las
relaciones familiares y los actos civiles, las leyes de las
Partidas, el Fuero Juzgo y la Novísima Recopilación. En
el orden intelectual los poetas románticos increpaban a
España en odas quintanescas, o imitaban las canciones

– 73 –
de Trueba, las leyendas de Zorrilla y los romances del
Duque de Rivas.
Entre tanto, se realizan esporádicamente algunas
experiencias favorables a la historia. En 1816 el maes-
tro Rodríguez de Mendoza clamaba en un informe al
Virrey sobre el Colegio de San Carlos: “¿Y qué razón
hay para ignorar la Geografía e Historia del suelo que
pisamos?”.
Desde principios del siglo XIX, los estudios histó-
ricos habían comenzado a incorporarse a la enseñanza
superior. En el Seminario Conciliar de San Jerónimo,
de Arequipa, el Obispo Chaves de la Rosa redacta
unas notables constituciones y métodos, de estudios,
en 1802, en los que, a la vez que el estudio de Salustio,
de Tito Livio y de Plutarco, se señala, para la lectura
del mediodía en el refectorio, la Historia Eclesiástica
de Du-Creux, la Historia General de España y las del
Perú y México, por Garcilaso y Solís, lo que demuestra
el poco caso que se hizo de la prohibición de los Comen-
tarios reales. Es probable que disposiciones semejantes
se adoptasen en el Colegio de San Carlos, de Lima, cu-
yos numerosos programas y carteles de certamen se
perdieron en el incendio de la Biblioteca limeña.
En la síntesis histórica no aparecen todavía las
nuevas corrientes de indagación, ni sus normas her-
menéuticas. La Historia sigue siendo simple compila-
ción de hechos, sin prestar atención al estudio de las
instituciones, ni a la evolución social. Ni siquiera se

– 74 –
siguió la deficiente lección de Robertson. Los únicos
conatos de esta época son los de pacientes colectores
de fechas y de hechos, analistas como Córdoba y Urru-
tia en sus Tres épocas, tan citadas y útiles en su tiem-
po, y tan huérfanas de verdadero espíritu histórico; La
Floresta Hispano-Americana, de Pagador, que es simple
glosa de otros autores, o reproducción documental, y
la Estadística de Lima, de Manuel Atanasio Fuentes, que
recoge datos útiles para la cronología limeña, para la
historia institucional, y algunos apuntes de sociología
y folclore contemporáneos.
También se inicia la labor de acopiar fuentes, pero
con menos vigor que en otros países americanos de
historia menos densa. En 1862 se publica en un volumen,
el Album de Ayacucho, colección de documentos sobre
la guerra de la Independencia, y posteriormente,
la Colección de documentos históricos y literarios, de
Odriozola, confusa y desordenada, que reproduce
crónicas antiguas, poemas históricos, libros de versos,
y una serie algo más sistemática de documentos
oficiales sobre la época republicana. Se coleccionan
también las leyes por Quirós y Oviedo, los tratados
por Aranda, los Anales Parlamentarios por Dancuart.
La más importante exhumación de documentos fue,
sin embargo, la publicación de las Memorias de los
virreyes, por Manuel Atanasio Fuentes, en 1859, en
seis volúmenes, y más tarde, una nueva colección de
éstas publicadas por Lorente, en tres tomos, en 1867.
Pero todo este material resulta, en realidad, raquítico

– 75 –
para abarcar la vastedad histórica del Virreinato y la
urdimbre continental de la emancipación peruana.
Entre tanto, se va modificando el sentimiento de
hostilidad hacia la obra de España en América. El
primer gesto en este sentido lo representa el Sermón
de Herrera, de 1846, en que el célebre maestro sostuvo
la soberanía de la inteligencia, y en cuyas notas
desarrolló una teoría mucho más audaz de la que
había sostenido en el púlpito, llegando a una negación
de todas las opiniones adversas a España, expresadas
a raíz de la Independencia, sin que se produjera, sin
embargo, reacción polémica alguna. Herrera sostuvo
que el Perú de ahora no era el de los incas, porque la
fusión racial operada en el coloniaje había dado lugar
a un pueblo enteramente nuevo, que era el “Perú
español y cristiano, no conquistado, sino creado por la
conquista”. Consideraba como un movimiento poético
o una locura propia de la época revolucionaria, el que
se hubiese identificado la independencia del Perú con
la restauración del Imperio de los Incas. Reconocía que
los conquistadores buscaban el oro, pero se atrevía
a afirmar que los impulsaba, también, un deseo de
gloria y un empeño misionero de propagar la religión.
La conquista estaba justificada, en su concepto, por la
necesidad de civilizar a los pueblos menos cultos, lo
que consideraba como un mandato de la Providencia.
Los Incas eran un pueblo civilizado respecto de
los araucanos, pero bárbaro respecto de España.
Condenaba la codicia y los extravíos deplorables de

– 76 –
los conquistadores, pero consideraba que la obra que
llevaron a cabo, “es de las más grandes obras que el
Altísimo haya hecho con la mano del hombre”. En
su concepto, no hubo usurpación ni tiranía de parte
de los españoles al dominar a América, porque el
gobierno español contaba con la obediencia pacífica
de sus súbditos, y trataba a sus colonias con más
liberalidad que otros pueblos de Europa. La enemistad
hacia España la consideraba contraria a la doctrina
evangélica, porque predicaba un odio, “y no un odio
cualquiera, sino un odio brutal, espantoso, inexcusable,
como es el odio a nuestros padres”.
La posición de Herrera es asumida también me-
nos categóricamente por los redactores de la Revista
de Lima, principalmente por el aristócrata don José
Antonio de Lavalle, quien sostiene teorías semejantes
en sus pulcros y documentados ensayos biográficos
sobre personajes de la época colonial, en los que se
unen a la galanura del estilo una técnica histórica más
sagaz y depurada y un mayor dominio de las fuentes
documentales.
Ninguno de estos esfuerzos realiza, sin embargo,
el propósito de una gran historia, de un gran esfuerzo
de síntesis, que abarcase toda la historia del Perú,
como el que se llevó a cabo en otros países americanos
por esta época. El empeño lo realiza un español
radicado en el Perú, don Sebastián Lorente. Él publica,
entre 1860 y 1879, una serie de volúmenes sobre la
historia incaica, la conquista, el Perú bajo la dinastía

– 77 –
austriaca y la borbónica, y los primeros años de la
República. Lorente, profesor universitario, fundador
del Colegio de Guadalupe y de la Facultad de Letras,
espíritu liberal unido al movimiento ideológico de la
revolución de 1855, era el personaje capacitado para
concertar los diversos legados históricos que forman la
trama de la Historia del Perú. Era hombre de espíritu
filosófico, de condiciones oratorias y literarias, de
imaginación romántica y de espíritu ecuánime y
equilibrado. Se objetó a Lorente el haber usado una
escasa documentación, ser un simple vulgarizador
ameno y sintético, pero superficial, sin vocación erudita
y sin comprobaciones ni referencias documentales
que atestigüen sus afirmaciones. Riva Agüero le tachó
injustamente, de acuerdo con la reacción de su época,
contra todo lo romántico, de declamador de mal gusto
y de usar de ciertas flores de retórica barata. Este
juicio es demasiado severo, como todos los de sus
contemporáneos inmediatos. Es cierto que la primitiva
Historia de Lorente sobre los Incas, calcada en Garcilaso,
o su Historia de la conquista, ceñida a Prescott, Quintana
y Robertson, no tuvieron gran originalidad. Pero en
su Historia de la civilización peruana, relativa a los incas,
publicada en 1879, demostró sus aptitudes para la
crítica y la síntesis históricas. Tomó por primera vez
en cuenta las culturas preincaicas y los aportes todavía
rudimentarios de la arqueología y de la lingüística,
concediendo atención preferente a las instituciones
sociales y a la Historia de la cultura. Dividió el tiempo
prehispánico, por primera vez, en el período de los

– 78 –
curacas y en el de los Incas. Historiador liberal, alabó
como Prescott, la tendencia paternal de los Incas, pero
rechazó, al mismo tiempo, la falta de libertad que
lleva a los pueblos a la muerte por la degradación y la
debilidad. Consideraba imperfecto el socialismo de los
incas, porque subordinaba la familia a la comunidad, y
comprimía el libre albedrío y la personalidad humana.
Pero la justificaba porque había echado las bases de la
unidad del Perú.
En su historia colonial, si bien es cierto que tuvo
como base las memorias de los virreyes, no dejó de
consultar otras fuentes impresas y manuscritas, aunque
no exhaustivamente, porque su temperamento no le
llevaba a los vericuetos de la erudición. Imperfecta
desde el punto de vista de la documentación, la historia
colonial de Lorente ofrece algunos cuadros interesantes
sobre diversos estados anímicos y transformaciones
espirituales de esa época, que le acreditan como un
auténtico y comprensivo historiador. Tuvo, además,
dones para la exposición histórica, oral y escrita,
y animó su Historia con semblanzas y retratos de
algunos personajes representativos.
Lorente fue, en buena cuenta, quien trasmitió
a la historia peruana, con algún retraso, el mensaje
histórico de la Ilustración, reforzado por su ideología
liberal del siglo XIX. Tanto en su historia incaica como
en su historia colonial, trató de hallar, siguiendo a
Buckle, la ecuación entre el clima y las instituciones.
Halló en los elementos telúricos una predisposición

– 79 –
para el desarrollo de una raza fuerte y vigorosa, y
sostuvo que el clima predispone a los peruanos para
ser un pueblo humano y apacible. Estudió, también,
con amor y simpatía, el proceso de transformación y
de mutua adaptación entre las dos razas, sosteniendo
que fue la religión el principal elemento catalizador
que fusionó los elementos hostiles, cohesionando la
nacionalidad por la fuerza suprema de las creencias.
En todos sus juicios se revelan la posición ecuánime y
algo ecléctica del historiador liberal y cristiano que trata
de conciliar la fuerza del Progreso con los designios de
la Providencia. Es uno de los historiadores que más
se preocupó en su tiempo, de la evolución social y
de la génesis de la nacionalidad; poseído siempre de
un empeño conciliador y de una fe estimulante en la
grandeza geográfica y tradicional del Perú. Español
aclimatado en el Perú y vinculado a él por los lazos
de la sangre, no renunció a su nacionalidad de origen,
aun en momentos difíciles, pero supo, como Garcilaso,
ser fiel a los reclamos de las dos patrias de su espíritu.
Es, como todos los grandes historiadores del Perú, un
espíritu de armonía y de síntesis.
No obstante las declamaciones indianistas de la
Independencia y la tendencia romántica a llevar a
los indios al drama y la leyenda poética, los estudios
sobre la época prehispánica tienen pocos cultivadores
en los primeros lustros de la independencia. En 1848,
había aparecido en Boston, la Historia de la conquista
del Perú, de William Prescott, con su magnífica visión

– 80 –
panorámica del Imperio Incaico, sus magistrales dones
de animación histórica y el pleno dominio de todas las
fuentes documentales de la época. Pero el ejemplo de
Prescott no fructifica inmediatamente en el Perú, ni
en los estudios de la conquista, ni en los del Incario.
La arqueología es, entonces, una ciencia incipiente
entregada a la ignorancia de los huaqueros y expuesta
a los asaltos del bandolerismo. El único ilustrado cultor
de la incipiente ciencia arqueológica peruana fue don
Mariano Eduardo de Rivero, el entusiasta autor de a
Antigüedades peruanas, publicadas en Viena en 1851.
En tanto, a pesar de las declamaciones contrarias al
régimen español en América, la historia colonial resulta
la más estudiada por los investigadores peruanos. Al
pasado colonial se refieren la mayoría de los ensayos
de los colaboradores de la Revista de Lima, en la que se
publican las tradiciones de Lavalle, de Camacho y de
Palma, y el libro de este último, Anales de la Inquisición
de Lima.
En la década de 1860, aparecen dos obras funda-
mentales para la historia y la nacionalidad: el Diccio-
nario Histórico-Bibiográfico del General peruano don
Manuel de Mendiburu, y las Tradiciones de Palma.
Ambas en numerosos volúmenes que recogen, frag-
mentariamente, la realidad histórica colonial de con-
formidad con el espíritu histórico peruano, amante del
detalle significativo y de la anécdota ejemplar, y poco
propenso a la generalización y a la síntesis, quizás por
indisciplina, por timidez o por innato escepticismo.

– 81 –
La crítica de la obra de Mendiburu ha sido hecha ex-
haustivamente por Riva Agüero, en su Historia en el
Perú. El mérito fundamental del Diccionario es el de la
enorme acumulación de datos que contiene sobre la
historia colonial. Sin él, dice Riva Agüero, ignoraría-
mos la historia de esa época. El Diccionario representa
un trabajo a la vez ciclópeo y benedictino. Es una obra
de proporciones inmensas y de perseverancia y minu-
ciosidad infatigables. Mendiburu registró los archivos
coloniales, públicos y familiares, obsedido por la ta-
rea biográfica, extractando expedientes administrati-
vos, antiguos pleitos judiciales, títulos de propiedad
urbanas y de tierras, documentos conventuales y de
los cabildos, y, además, toda la enorme bibliografía
colonial de crónicas, memorias de virreyes y capita-
nías, relaciones geográficas de entradas y de viajeros,
relaciones de fiestas y sucesos locales, y toda la biblio-
grafía literaria, política y jurídica de la época. La obra
de Mendiburu, por este respaldo, después de las catás-
trofes y depredaciones ocurridas en la Biblioteca Na-
cional y repositorios documentales del Perú, y dada la
ejemplar rectitud y probidad del historiador, tiene hoy
el valor de una fuente primaria y hace las veces del
mejor archivo colonial peruano.
Don Ricardo Palma “cabalga” entre la literatura
y la historia. Hay quienes niegan toda autenticidad y
veracidad a sus relatos, en los que ha estereotipado,
en dos o tres pinceladas, episodios característicos de la
Colonia y de la República, y personajes que, animados

– 82 –
por la gracia de su pluma, se quedan viviendo en la
imaginación popular. La tradición es, sin duda, el
género más apto para llegar al alma peruana y para
encarnar en ella toda nuestra leyenda. No hay historia
grave, severa y rica de documentos –declaraba don
Juan Valera– que venza a las tradiciones en dar idea
clara del Perú y presentarnos su fiel retrato. Es la gran
historia, realizada con la técnica fragmentaria y liviana
de un pintor de azulejos.
Sin proponérselo, Palma, hombre del pueblo, pe-
gado a los pechos de la República, liberal y anticlerical
convicto y confeso, ha trazado intuitivamente la mejor
historia colonial. Para escribirla tuvo que leer las viejas
crónicas de la conquista, los cronicones conventuales,
los procesos de la Inquisición y otros manuscritos cier-
tos o imaginarios, a los que alude con fruición. Al es-
tudiar las fuentes de que se sirvió, se comprueba que
es cierto el hecho típico que recoge, aunque no respete
la cronología, cambie los nombres y aderece y retoque
el manuscrito original.
Garcilaso y Palma son dos figuras representativas
del espíritu histórico del Perú. Garcilaso, hombre de la
Colonia, recoge todo el legado indígena y lo funde con
el espíritu español de la conquista. Palma, hombre de
la República, rastrea el medioevo peruano colonial en
el que se funden ya elementos indígenas y españoles,
y lo trasmite a través de su espíritu romántico y
republicano. Los comentarios reales de los incas y las

– 83 –
Tradiciones peruanas son fragmentos de una sola
historia, la del espíritu peruano, que se desenvuelve
primero en el Cuzco de los incas y luego en la Ciudad
de los Virreyes. Garcilaso y Palma se identifican por
el culto de la tradición y de la anécdota significativa,
el don de narrar, la amenidad del estilo y su poder
artístico para recoger todas las esencias de una época.
Ambos han enseñado la manera de escribir historia en
el Perú, haciendo surgir lo trascendente de lo venial
y efímero, buscando la verdad en la vida más que en
el documento, e incorporando a la historia el arte de
narrar del cuento o de la novela.
En todos los países americanos se emprende hacia
mediados del siglo la tarea de hacer la historia de
la Emancipación. Entre nosotros, la recopilación de
fuentes, como ya lo hemos señalado, se hizo en forma
desordenada e insuficiente. La historia de nuestra
Independencia, que fue el resultado de una acción
continental, se escribió, desde ángulos de observación
diversos, por argentinos, chilenos y colombianos. El
primero en iniciar en el Perú un rastreo histórico directo,
interrogando a los testigos sobrevivientes de la etapa
revolucionaria, fue el historiador chileno don Benjamín
Vicuña Mackenna, en su Historia de la independencia del
Perú, en la que sirvió tan paladinamente nuestro interés
histórico. Vicuña Mackenna reanimó para la historia
futura todo el oscuro proceso de las conspiraciones
peruanas de la época de Abascal y de Pezuela, y dio
derroteros y luces sobre sucesos y personajes que

– 84 –
tendrán que investigarse cuando se haga la historia de
nuestra emancipación.
En el Perú, asumió la tarea de historiar la revo-
lución de la Independencia, don Mariano Felipe Paz
Soldán: erudito, gran investigador y coleccionista de
libros, cartas y papeles antiguos referentes al Perú;
geógrafo y colaborador político de los gobiernos de
Balta y de Prado. Paz Soldán dispuso del más com-
pleto bagaje bibliográfico de periódicos y folletos, y
el caudal manuscrito de los archivos de Luna Pizarro,
Gamarra y La Fuente. Se puede decir que lo vio todo,
lo leyó todo y lo fichó todo. Pero le faltó espíritu crea-
dor e imaginación para animar sus relatos y sus perso-
najes. Es un narrador frío, seco y burocrático. Carece
de dotes filosóficas y elude, por lo general, enjuiciar
los grandes acontecimientos históricos. Es apasionado
en sus odios y en sus simpatías. Gran admirador de
San Martín y de Monteagudo, y poco entusiasta de
Bolívar, representa fríamente la tendencia nacionalista
de la historia peruana. Le faltaron penetración y estilo
para describir las zozobras de los conspiradores pe-
ruanos, el ambiente de inquietud y de fronda ameri-
cana de la Lima de Abascal, las luchas doctrinarias del
Congreso Constituyente, la dramática pugna de repu-
blicanos y monárquicos, o la jadeante marcha de Bolí-
var por los Andes del Perú. Es un mero apuntador de
hechos, con una circunspecta fidelidad que es su me-
jor título como historiador. Riva Agüero le tacha por
no haber valorizado los esfuerzos peruanos a favor de

– 85 –
la Independencia, en las épocas de Abascal y Pezuela,
y haber pasado casi por alto las revoluciones de Túpac
Amaru y de Pumacahua. También desdeñó el esfuer-
zo de los guerrilleros peruanos, y no supo, en general,
reflejar las transformaciones psicológicas y emocio-
nales del pueblo en los días de la Independencia. La
introducción de su Historia, sobre el estado social del
Perú al terminar el régimen colonial, es demostrativa
de su poco vuelo para las generalizaciones. Le digni-
fican, en cambio, como historiador, su diligencia, su
honestidad y su patriotismo.
Paz Soldán propició, además, alrededor suyo, un
movimiento historiográfico interesante que se refle-
jó en las páginas de la Revista peruana, en 1879, en
la que colaboraron juntos la mayor parte de los co-
lonialistas de la época: Mendiburu, Palma, Lorente,
Coronel Zegarra, González de la Rosa, Torres Salda-
mando y otros. Por la misma época, trabaja afanosa-
mente en estudios lingüísticos, un grupo de hombres
esforzados y eminentes, como Barranca, que traduce
el Ollantay; Pacheco Zegarra, que es uno de los más
versados conocedores de la lengua quechua; los mé-
dicos Patrón y Villar, curiosos de la lengua indígena,
y el sabio matemático Villarreal, que cultivó por ra-
zones nativas la lengua muchik. Dos eruditos frus-
trados, que consumieron la vida en la investigación
y no pudieron cosechar los frutos de su esfuerzo por
diversos obstáculos, fueron José Toribio Polo, que
criticó acerbamente las omisiones de Mendiburu, y

– 86 –
Manuel González de la Rosa, colombista despojado de
sus hallazgos y descubridor de las crónicas de Cieza,
Cobo y Murúa. Don Pablo Patrón, filólogo exotista,
excursionó en los campos de la historia colonial, con
un estudio sobre las costumbres sociales de la época
virreinal que tituló Lima antigua.
Al finalizar el siglo XIX, en la ceremonia de
apertura de la Universidad, del año 1894, pronunció
Javier Prado y Ugarteche un discurso titulado “Estado
social del Perú durante la dominación española”, que
significó una revisión de las instituciones sociales del
Virreinato a la luz de las nuevas corrientes históricas
y sociológicas. Prado se basa en las mejores fuentes
documentales de su época, en los últimos aportes de
los eruditos de la Revista peruana, y en la influencia de
historiadores y sociólogos como Taine, Buckle, Le Bon y
Spencer. Prado enjuició el sistema de gobierno español,
su política económica, la influencia religiosa del clero,
e hizo el análisis de la condición de cada una de las
clases sociales y de las castas que formaban la sociedad
colonial. El estudio de Prado vale principalmente
por los temas y problemas que removió, iniciando la
corriente sociológica en la historia peruana, anunciada
antes discretamente por Lorente. Pero su opinión, no
obstante la serenidad y ecuanimidad de su juicio, y la
ponderación de sus sentimientos privados, en los que
dominó una nota de religiosidad y tradicionalismo,
se presenta en el discurso, contaminada por todos los
tópicos radicales y positivistas de la época. En el fondo,

– 87 –
a pesar de su severidad estudiosa y su circunspección
personal, hay en el discurso del joven político y
profesor de entonces, algo de demagogia académica.
El discurso de Prado podría constituir el reverso de
las notas de Herrera al Sermón de 1846. Nada hubo de
bueno en el régimen colonial que salvajizó al indio,
atrofió la inteligencia del criollo, hizo de la política
un arte de intriga y de denuncia secreta, practicó en el
orden económico una nefasta política de exclusivismo,
y, en el orden moral, fue causante de la “perversión
de las costumbres”. La síntesis del pensamiento de
Prado sobre la nación colonizadora es que fue una
“raza privilegiada, sin espíritu civilizador, ignorante y
codiciosa”. La Emancipación fue la obra de disolución
de un organismo tarado, en cuya dolencia tuvieron
influjo las “razas inferiores” que se mezclaron con la
española. Sin embargo, de estas opiniones extremas, el
análisis de las leyes y de las costumbres españolas del
Virreinato está hecho con criterio y rica información.
El estudio de Prado fue, y es aún, punto de partida
de los estudios sobre sociología colonial y etnografía
peruana; de Prado fueron algunos espíritus de altas
dotes que pudieron llevar a cabo una ejemplar tarea
histórica pero vieron frustrados sus propósitos
por circunstancias adversas, Eugenio Larrabure y
Unanue, quien demostró sagacidad crítica y dominio
de las fuentes, vio perecer su obra histórica en una
lamentable contienda civil. Germán Leguía y Martínez,
de temperamento romántico de jacobino y de radical
injertado en un humanista, cultivó el Derecho, la

– 88 –
Geografía y la Historia, emprendió vastos proyectos,
iniciados con vigor y solvencia, e interrumpidos por
las pasiones políticas, y dejó truncos sus diccionarios
geográfico y jurídico, su Historia de Arequipa y su
Historia de San Martín. Luis Ulloa, gran investigador
de la traza de Medina, pero con más garra y estilo que el
chileno, gastó su talento en la búsqueda de documentos
para nuestras controversias internacionales de límites,
dilapidó sus conocimientos históricos en polémicas, y
dejó pruebas de su nítida visión y aguda dialéctica en
su compendio de historia de América y sobre todo en
sus pugnaces obras sobre la nacionalidad de Colón y
el predescubrimiento de América.

– 89 –
VI
LA HISTORIA EN EL SIGLO XX

La influencia del discurso de Prado se ejerció


seguramente en los principales representativos de
la generación de 1908, que encabezó intelectual y
políticamente José de la Riva Agüero, y que decidió
uno de los más profundos y decisivos movimientos
nacionalistas de la cultura peruana. La tendencia radical
encarnada en la prédica fustigadora de González
Pada y la corriente positivista, habían producido en
la generación radical un hondo pesimismo sobre las
fuerzas espirituales, y la convicción de que el Perú
se hallaba enfermo de lacras morales incurables, en
estado de postración o de crisis. Dentro de las directivas
científicas de la época se producen dos estudios
históricos de tendencia sociológica, inspirados en
Spencer y en los sociólogos contemporáneos. Uno de
visión general de nuestra evolución histórica, que fue
El Perú contemporáneo, de Francisco García Calderón,
y otro de Víctor Andrés Belaúnde, aplicación de
las nuevas teorías y experiencias sociológicas a las

– 91 –
instituciones del Imperio Incaico: El Perú antiguo y los
modernos sociólogos.
Contemporáneo de Prado y colaborador de este en
la Facultad de Letras, fue don Carlos Wiesse, diplo-
mático, internacionalista, sociólogo y geógrafo, pero
sobre todo, maestro, alejado de las posiciones decora-
tivas y solemnes, y que trató de acercar los resultados
de la investigación erudita a la mente de los niños y
de los jóvenes, sin alarde y sin retórica, con un noble y
sobrio sentido de lo elemental y de lo verdadero que
rayaba en ascético.
Wiesse realizó en sus textos escolares el anhelo de
una historia pura y objetiva, en la que hablaban princi-
palmente los hechos, y acaso porque sus libros no he-
rían ni ensalzaban a nadie, fueron los libros de todos,
libros nacionales por excelencia, por todos aprendidos
y leídos, guardados avaramente como textos de con-
sejo e información sobre las cosas patrias, y forjadores
constantes de unidad nacional.
Sus dos contribuciones universitarias más nota-
bles, fueron Las civilizaciones primitivas del Perú, docta
síntesis de los hallazgos más recientes entonces de ar-
queología, sociología y etnografía sobre el Perú preco-
lombino e incaico (Lima, 1913), y sus Apuntes de histo-
ria crítica para la época colonial (Lima, 1909).
Por entonces, emprende también su vasta obra
histórica, don Nemesio Vargas, tipo de humanista

– 92 –
algo huraño y excéntrico, traductor de Shakespeare y
autor en sus años maduros de una Historia del Perú in-
dependiente, que alcanza a nueve volúmenes. Vargas es
desordenado, confuso, pero veraz, original y valiente
en sus opiniones.
La renovación trascendental de los estudios his-
tóricos conforme a las directivas de la historiografía
moderna, correspondió señeramente a José de la Riva
Agüero, quien surgió en esta Universidad y en este
salón de actos, en 1904, con un estudio fundamental
sobre nuestra cultura, presentado como tesis de bachi-
ller, que tituló Carácter de la literatura del Perú indepen-
diente, y que fue la primera historia literaria, completa
y cabal, del Perú republicano. En 1910, Riva Agüero
optó el grado de doctor con otra tesis igualmente sus-
tantiva y renovadora, que fue La historia en el Perú, pri-
mera obra de crítica historiográfica escrita en nuestro
medio y que significó una revisión completa de la His-
toria del Perú.
Después de estas dos obras fundamentales, Riva
Agüero, que tenía todas las calidades y la preparación
humanística de primer orden para escribir la historia
general del Perú, se perdió en ensayos fragmentarios
de honda erudición y solvencia crítica, pero que le ale-
jaron de su tarea mayor. Estos ensayos fueron colec-
cionados en 1937 y 1938, en dos gruesos volúmenes a
los que hay que añadir El Perú histórico y artístico, pu-
blicado en Santander, en 1921, y una nueva obra capi-
tal para la historia del Perú, que fueron sus Lecciones

– 93 –
sobre la Civilización Incaica, dictadas primitivamente
en San Marcos y posteriormente, en su forma defini-
tiva en la Universidad Católica, en 1938. Es también
pieza gallardísima de la producción de Riva Agüero,
su Elogio de Garcilaso, pronunciado en el General de
San Marcos, en 1916, y que es la más limpia reivindi-
cación de la veracidad del Inca historiador.
Riva Agüero realizó una verdadera renovación en
los estudios históricos, siguiendo los métodos de la his-
toriografía moderna encarnados en Fustel de Coulan-
ges y en Ranke, de basar la construcción histórica en
el estudio estrictamente científico de las fuentes. En La
Historia en el Perú estudió magistralmente a Garcilaso,
a los cronistas conventuales, a Peralta, Mendiburu y
Paz Soldán. En este estudio crítico y biográfico, Riva
Agüero desplegó su amplia mentalidad de historia-
dor, trazando a propósito de Garcilaso un completo
panorama de la historia incaica y la fisonomía gene-
ral del Imperio: a través de los cronistas conventuales,
la vida cortesana y religiosa del siglo XVII; siguiendo
paso a paso a Mendiburu en los callejones biográficos
de su Diccionario, toda la historia colonial, y bregando
contra la frialdad y el rutinarismo de Paz Soldán, un
vigoroso análisis de las fuerzas que se debatieron en
nuestra primera historia republicana.
Entre los más sustanciales aportes de Riva Agüero,
estuvieron sus diversos estudios sobre el Imperio
Incaico, a partir del examen crítico de la primera
parte de Los comentarios reales, hecho en 1910. En sus

– 94 –
primeras obras, cuando aún no se habían publicado
las Informaciones de Toledo y la crónica de Sarmiento,
hallada en 1906, Riva Agüero se inclinó hacia la tesis
garcilasista del imperio blando y persuasivo. Pero, en
sus escritos posteriores, fue rindiéndose a la evidencia
del imperio guerrero y dominador, hasta tildar a
Garcilaso de historiador literario y afirmar que su
infidelidad no era la de los hechos concretos, sino la
del colorido y el tono general de una historia que diluía
en plata y azul “lo que en las demás fuentes históricas
brilla con fulgor sombrío y rutilante de rojo y oro”.
“Los relatos de Garcilaso de la vida de los Incas –dice–
no parecen de época bárbara, sino vidas legendarias
y monásticas de santos”. En su versión final, a pesar
de que mantiene sus reservas contra las informaciones
toledanas, se apoya en otras fuentes para describir un
imperio incaico semejante al de Sarmiento de Gamboa,
en el que trascurren con vigor dramático, tiranías
sangrientas, sublevaciones, matanzas, usurpaciones, y
al final, intrigas de serrallo, corrupción y decadencia
cortesanas.
Fue airón de su revisión incanista, su profunda
simpatía por el alma quechua, hasta el punto de depo-
ner muchas de sus objeciones contra el sistema opresi-
vo de la libertad individual de los incas, considerando
que la organización autocrática de estos se adaptaba
naturalmente a la dócil raza quechua, a la que definía
como dulce, grave, tierna y melancólica. En su obsti-
nada admiración por los quechuas, afirmó y sostuvo

– 95 –
con habilísima confrontación de textos, testimonios
lingüísticos y arqueológicos, y lógica contundente, el
quechuismo de los pobladores primitivos del imperio,
contra las apologías aymaristas de Uhle. Fue también
el primero en caracterizar los dos claros períodos de la
historia incaica, el uno de confederación o liga quechua
capitaneada por los incas, pero con cierta autonomía
feudal de los asociados; y el segundo, el verdadero pe-
ríodo imperial de la centralización, las conquistas y la
unificación cultural.
Una de las más altas calidades de Riva Agüero
para ejercer el magisterio histórico, fue su inmensa
capacidad receptiva, su inagotable curiosidad, el hu-
manismo ingénito de su inteligencia, que se interesaba
por todos los aspectos de la cultura universal y que lo
convirtió en un verdadero maestro de historia com-
parada. El estudio de la civilización incaica sobresale
particularmente por su documentación sobre las for-
mas sociológicas y culturales de los diversos pueblos,
y las analogías y comparaciones que hace de la evo-
lución del pueblo incaico y de sus instituciones, con
las de otros pueblos primitivos, como los caldeos, los
egipcios, los romanos, los chinos y los demás pueblos
dice, con pleno dominio de las fuentes más saneadas y
de los últimos hallazgos y comprobaciones. “Conocer
–dijo una vez, resumiendo su técnica histórica– es en
el fondo comparar”.
La posición adoptada por Riva Agüero en todos sus
estudios históricos fue la de un peruanismo integral.

– 96 –
No obstante que era dueño de la más profunda erudi-
ción y capacidad de discriminación histórica, se decla-
ró partidario, a la vez, de las éticas de la historia, del
elemento poético que es necesario en esta para animar
los datos con la fuerza de la intuición evocadora que
reconstruye las edades muertas; y trata de restaurar
las líneas capitales desvaídas de una cultura o de una
época. “Prefiero –dijo en su “Elogio a Garcilaso”– a los
historiadores con alma de poetas que se equivocan y
yerran en lo accesorio, pero que salvan y traducen lo
esencial”.
Por último, fue inspiración cardinal de su obra,
su concepción del Perú como un país de sincretismo
y de síntesis, en el que las regiones físicas se compe-
netran, en que hay un maridaje constante del mar y de
los Andes, y una tendencia histórica a la armonía y a
la fusión. Concibió al Perú en toda su obra como a un
país mestizo, constituido no solo por la coexistencia,
sino por la fusión de las dos razas esenciales. “Aun los
puros blancos, dijo, sin ninguna excepción, tenemos
en el Perú una mentalidad de mestizaje derivada del
ambiente, de las tradiciones y de nuestra propia y re-
flexiva voluntad de asimilación”.
Durante la primera mitad del siglo XX, adquiere in-
dividualidad científica y se afirma como rama disidente
de la historia pero sirviendo a la reconstrucción del pa-
sado que es la esencia del menester histórico, la ciencia
arqueológica, con métodos y técnicas propias. La ar-
queología, que tuvo sus precursores y sus anuncios en

– 97 –
la descripción de monumentos de algunos cronistas
como Cieza y Garcilaso, en la obra minuciosa de in-
ventariar los objetos idolátricos de los extirpadores de
idolatrías, en las clandestinas excavaciones de los hua-
queros, aparece, científicamente, en las exploraciones
y viajes de Squier, Wiener, Reiss y Stübel, y particu-
larmente de Max Uhle, registrador de todo el subsuelo
preincaico peruano articulador de una primera crono-
logía. La orientación arqueológica peruana se encarna,
a partir de 1913, en el profesor peruano Julio C. Tello,
nacido en la serranía de Huarochirí, educado en Lima y
nutrido de antropología y técnica arqueológica en Har-
vard y en Berlín. En el fervor místico y apasionamiento
científico de Tello se funden intempestivamente la un-
ción hierática del tarpuntae o sacerdote indio, el ardor
descriptivo de los extirpadores de idolatrías, la audacia
y la intuición telúrica de los huaqueros violadores de
entierros y la técnica científica norteamericana adiestra-
da en las prácticas industriales primitivas y los secretos
estratigráficos. Tello renovó fundamentalmente la con-
cepción de los tiempos prehistóricos, el origen y la cro-
nología de las culturas con vivo sentimiento nativista
e intuición científica. Registró el Perú, longitudinal y
latitudinalmente en la costa, la sierra y el declive ama-
zónico, estableciendo nuevas hipótesis sobre la marcha
de las corrientes culturales. En continuas y jadeantes
expediciones, en espectaculares hallazgos, descubre
centros arqueológicos fundamentales como Paracas,
Nepeña, Sechin, restos de acueductos en Cajamarca,
ruinas megalíticas en Chachapoyas, los yacimientos

– 98 –
del Urubamba y del Mantaro o del Callejón de Hua-
ylas y redescubre Chavín. Con estos elementos, revisa
sucesivamente el horizonte prehistórico peruano en
sus libros Introducción a la historia del Perú; Antiguo
Perú y Origen y desarrollo de las civilizaciones prehis-
tóricas andinas, publicado en 1942, cinco años antes
de su muerte, en que asienta sus convicciones sobre
la cronología de las distintas culturas primitivas y
afirma con la mayor antigüedad del estrato Chavín,
el origen florestal de la cultura peruana, confirmado
por la lingüística y los mitos. Tello fundó a lo largo
de su vida los mejores museos arqueológicos que ha
tenido el Perú, legó a la Universidad sus ingentes
libretas de apuntes de excavaciones y libros póstu-
mos decisivos sobre Chavín y Paracas, y ha creado
él solo, con su tesón titánico, la Arqueología cientí-
fica peruana. Es junto con Riva Agüero, su amigo y
correligionario político juvenil, uno de los penates
tutelares de la investigación histórica y de la Uni-
versidad de San Marcos.

***

El recorrido hecho a través de estas figuras repre-


sentativas, a pesar de lo extenso de esta conferencia,
no ha sido suficiente sino para reflejar los principales
momentos de nuestra evolución histórica, excluyendo
el examen de los esfuerzos hechos en las ciencias co-
nexas a la historia y la contribución reciente de nues-
tros más logrados historiadores.

– 99 –
La primera observación que ofrece nuestro pano-
rama histórico es la riqueza del pasado peruano y, en
contraposición, la penuria de la investigación y la ca-
rencia de obras de síntesis que abarquen el contenido
de nuestra historia. No hay una sola historia general del
Perú que comprenda las tres grandes épocas de nues-
tro pasado con una visión panorámica. El sino histórico
peruano parece ser, desde los tiempos prehispánicos,
la falta de una fuerte cohesión y el fragmentarismo.
La historia incaica, no obstante su carácter estatal y la
uniformidad de su espíritu laudatorio, es una parcial
historia de ayllus, muchas veces contradictoria y sin
trabazón externa, y en la que se adjudican los mismos
hechos a diversos incas. La historia colonial inmediata,
como también el cuadro fragmentado de los anales, los
diarios y las misceláneas de hechos curiosos, se detuvo
ante la gran historia, como en el caso de Peralta, sin al-
canzar una plena realización. El mismo genial defecto
ofrecen el Diccionario histórico-biográfico y las Tradiciones
peruanas. El Diccionario es un monumento hecho con
el método de la albañilería incaica, de pequeños ado-
bes que integran al cabo, por superposición paciente y
monótona, una considerable fábrica. Las Tradiciones
utilizan el método de pequeños dibujos coloridos que
sugiere la comparación con la técnica de los pintores de
azulejos. En otras expresiones de la historia predomina
el gusto por el ensayo, la biografía, la monografía in-
tensiva. La persistencia de estas formas, salvo algunos
casos de voluntad tesonera y espíritu filosófico o acaso
un irónico escepticismo para el querer colectivo.

– 100 –
Riva Agüero, Vargas Ugarte, Lohmann y Tauro,
analizadores de nuestra producción historiográfica,
reconocen la escasez de ella en comparación con la de
otros países americanos de menos historia que el Perú,
el que ha atraído en cambio a investigadores extranje-
ros que han plasmado el estudio de diversas épocas en
obras definitivas, como Markham y Baudin sobre los
incas, Prescott sobre la conquista, y los historiadores
chilenos y argentinos Vicuña Mackenna, Bulnes y Mi-
tre sobre nuestra Emancipación. A este resultado de la
riqueza y la opulencia del Perú, y nuestra posición en
América, de país de encrucijada y con destino centrali-
zador de núcleo. A la diversidad y fraccionamiento de
su territorio, y a la confluencia en él de todas las vías de
comunicación del continente, se ha debido la conver-
gencia de las inmigraciones prehispánicas del sur y del
centro, y los préstamos culturales que culminaron en
el aglutinamiento de tribus de la confederación incaica
y en el nacimiento de la vocación continental del Perú.
Esta misión de coordinación la cumplió el Perú en di-
versas épocas, venciendo su propia incomunicación
y abrupta separación dentro de su mismo territorio;
y Lima se convirtió, durante el Virreinato, en la capi-
tal política y cultural de América; y en la época de la
Emancipación, en nudo de las corrientes libertadoras
que acudieron a su seno, desde el norte y el sur, para
ganar la batalla continental y decisiva en el campo fra-
terno de Ayacucho. Todo esto influyó espiritualmente
sobre el peruano, configurando su sicología, en la cual
la hospitalidad para el extranjero y la sensibilidad para

– 101 –
los ajenos dolores e injusticias fue impulso tradicional,
abierto y generoso. Ello explica la intervención cons-
tante de los historiadores de otros países americanos
en nuestra historia y la anotación de Riva Agüero de
que, particularmente en lo que se refiere a la historia
de la Emancipación, tenemos en el Perú la tendencia a
aceptar la imposición del criterio forastero.
Cabe observar que por obra de este fragmentaris-
mo y abandono de nuestra historia en manos amigas
aunque extrañas, y por la falta de investigación sis-
temática, a pesar de la contribución orgánica que re-
presentan las obras recientes de Basadre, Valcárcel y
Vargas Ugarte, hay períodos de nuestra historia que
yacen abandonados, huérfanos de investigación y de
una interpretación peruana indispensable, como son
los de la Conquista, el siglo XVIII y la Emancipación.
En lo relativo a la Conquista, la Historia de Prescott, a
pesar de haber cumplido cien años y de los hallazgos
documentales decisivos de crónicas e informaciones,
constituye todavía la última palabra; y en la historia
de la Independencia, prevalecen las interpretaciones
de Mitre, O’Leary y Bulnes.
La investigación histórica en el Perú tiene por esto
todavía ardua tarea delante de sí. Urge desenterrar las
fuentes abandonadas y ocultas, y discriminar científi-
camente su verosimilitud, autenticidad e importan-
cia. No debe perderse de vista el apotegma histórico
de que sin documentos no hay historia y, sin esclare-
cimiento de los hechos, no caben interpretaciones ni

– 102 –
síntesis. Para esto es necesario acendrar la prepara-
ción heurística y bibliográfica de nuestros estudiosos,
y vencer la propensión a la inexactitud, vaguedad o
descuido de las referencias, las trasgresiones orto-
gráficas e interpretativas, el vicio, en buena cuenta,
de la improvisación y la ligereza, que en la historia
británica lleva el nombre de froudismo, por el gran
historiador Froude, maestro de todos los trasgresores
e improvisadores criollos de nuestra incipiente his-
toriografía. Pero la labor cardinal es la de unificar el
criterio de nuestros historiadores en la interpretación
del pasado peruano, haciendo desaparecer de ella to-
das las tendencias disociadoras que impliquen parcia-
lidad o exclusivismo, con un amplio sentido de com-
prensión y de tolerancia, de aceptación de todos los
legados anímicos y culturales de nuestra historia, sin
prevenciones ni resentimientos, sin espíritu cantonal,
con ese sentido unitario que preside toda la historia
del Perú desde la época incaica, en que los dioses de
los pueblos vencidos eran incorporados y venerados
en el Templo del Sol, en el Cuzco, o en el de la época
hispánica, en que la voz cristiana de los teólogos de
Salamanca pregonó el derecho de gentes y la igualdad
de todos los hombres y naciones, y con el sentido con-
tinental de nuestra vida republicana, ansiosa de soli-
daridad y de armonía. Entonces, se verá que toda la
Historia del Perú, disgregada por la geografía y diver-
sificada por las disímiles irrupciones etnográficas, no
es sino una dramática y angustiosa lucha del espíritu
contra la naturaleza, en un incesante afán de fusión y

– 103 –
de síntesis. La historia debiera desarrollarse, dentro de
ese cauce tradicional, lejos de toda tendencia laudato-
ria circunstancial, con un hondo sentido humano, para
ser, según el deseo de los filósofos, a la vez que una
hazaña de la libertad, una de las formas más nobles de
la simpatía humana.

– 104 –
ÍNDICE

Prólogo de Jorge Pucinelli 8


La universidad y la cultura peruana 11
Mito y épica incaicos 23
Los cronistas 43
La historia en los siglos XVII y XVIII 61
La historia en el siglo XIX 71
La historia en el siglo XX 91
CEPREDIM

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