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La ciudad, la arena

Ángel Hoyos Calderón


Sólo arena alrededor.
Llevamos medio día de caminata y todo lo
que nos rodea es desierto.
No hay indicios de fauna o vegetación
alguna. Ni siquiera las aves se animan a
volar hasta acá. Todo se siente muerto,
desolado…
La única pista de que en este lugar existió
una ciudad alguna vez, son las puntas de una
que otra antena transmisora de radio,
asomando entre las dunas.
A estas horas del día el sol se refleja con más
fuerza sobre la arena blanca, creando una
luminosidad fantasmagórica.
¡Tantos kilómetros de desierto! Da la
impresión de que todas las arenas del mundo
hubiesen venido a dar aquí.

El guía, unos metros delante de mí, me dice


que debemos detenernos.
–Espera un rato –dice, casi ordenándolo–.
Quisiera adelantarme para comprobar siel
suelo es firme.

Le hago un gesto positivo y se aleja,


despacio, hasta desaparecer detrás de
algunas dunas. Al fin podré descansar un
poco. Me bajo la mascarilla para poder
secarme el sudor del rostro y respirar con
libertad; tener todo el tiempo esa cosa
encima sólo aumenta la sensación de
calor. Además de lo agotador que es
caminar por seis horas, más aún eshacerlo
sobre arena. Las piernas me están matando.
Busco un lugar el en suelo y me siento.
Aprovecharé para grabar alguna toma más
que pueda servirme como apertura del
documental.

Piura, 26 de marzo del 2013. Lo que fuera


alguna vez la ciudad del eterno calor ha
quedado, casi de un día para otro, sepultada
bajo toneladas de arena; montañas colosales
que hoy ya no permiten que ésta se distinga de
cualquier otro desierto...

Bien, bien; mi intención es conmover al


público con esa perspectiva. Habrá que
alternar en la edición imágenes de la
ciudad anteriores de la catástrofe. Sí, eso
será suficiente para poner el toque de
nostalgia en los sobrevivientes. Los
sobrevivientes...

–Estás respirando puro yucún –dice el


guía mientras camina hacia mí, desde
atrás– Cuando menos lo esperes tendrás
los pulmones llenos de barro.

–Ah, lo siento; me pondré de nuevo la


mascarilla –respondo, sorprendido de no
haberlo visto llegar–. ¿Falta mucho aún?

–No, una media hora, a lo mucho. No


estamos lejos de lo que fue la plaza de
armas, lo complicado será atravesar esa
duna, la que se formó sobre el edificio
Atlas.

Mi vista se dirige hacia donde su mano


señala. Una pared de arena se levanta a lo
lejos, monumental, cordilleresca.
Tendremos que escalarla, con todo lo
truculento que resulta escalar paredes de
arena. Pobres piernas. Me pongo de pie
sintiéndome un poco más pesado que
cuando me senté.

–Apura flaco, la tormenta de arena pronto


nos alcanzará.

Claro, la tormenta de arena. Cómo no


olvidarla. Según los cálculos de los
meteorólogos, esta nueva tormenta
cubriría, ya para siempre, los pocos
rezagos que quedaban de la ciudad, antes
de que terminase el día. Ésta sería mi única
oportunidad de capturar la imagen
perfecta. La cruz de la catedral, antes de
quedar cubierta poco a poco, hasta
desaparecer para siempre. Perfecto.

El guía termina de ajustar los arneses y,


unidos por una soga, siempre detrás de él,
empezamos a escalar a duras penas la duna
Atlas, de más de sesenta metros de altura.

La civilización como cimiento de una obra de


la naturaleza...

Más de media hora después habíamos


conseguido atravesarla del todo.
Estábamos fatigados, pero demoramosmás
de lo esperado y no había tiempo que
perder. Teníamos aún quince minutos para
llegar hasta lo que fue la Plaza de Armas,
ubicar el equipo y filmar una escena
maestra. Caminamos, pues, al máximo de
nuestra capacidad. La tarde avanzaba con
rapidez y la arena en el aire se iba haciendo
más espesa, retrasando
nuestro paso y dificultando la visibilidad.
Finalmente llegamos a tiempo hasta las
ruinas del edificio del banco de Crédito. La
única torre de la Catedral que aún se
mantenía en pie estaba exactamente frente
a nosotros, cubierta por el desierto casi en
su totalidad.

La plaza de armas aparecía como una gran


hondonada y no observaba el mismo
volumen de arena que había visto en otras
partes de la ciudad. Las dunas no cubrían
la cúpula más alta de la catedral. Muchos
pisos del edificio del banco quedaban al
descubierto aún, pero no era esa la imagen
que me interesaba capturar. Quería obtener
la imagen de la iglesia hundiéndose. Una
catedral es como el corazón de la ciudad y
una vez muerto el corazón se ve que ya no
hay más remedio. Era lo que necesitaba
para conmover a mi público. El fin de un
pueblo.
Aún faltaban algunos minutos hasta que
la tormenta se desatase. Trepando por los
montículos de arena alcanzamos una de
las ventanas del banco. La rompimos y
entramos a descansar un momento.
Luego colocaríamos los instrumentos.
El guía suspira un poco. Se baja la
mascarilla.

–¿Sabes? Yo vivía a unas cuadras de acá.


Y fui uno de los primeros en darme cuenta
de que la ciudad se empezaba a perder. –
Su voz, rasposa y gutural, eracomo la de un
viejo con tos.– Durantevarios años el aire
empezó a llenarse de polvo por las tardes y
parecía que unaneblina amarilla envolvía
el ambiente. Ya desde ahí empecé a tomar
precauciones.

Cabizbajo aún, destapa su cantimplora y


bebe un poco, lo suficiente para humedecer
sus labios resecos y partidos. Sube
nuevamente su mascarilla y se cubre hasta
la nariz.
–Como te dije: si no fuera por las
máscaras estaríamos respirando arena –
reitera–. Cuando la arena recién cubría
las casas en la periferia de la ciudad, la
gente de esta zona ya tenía los pulmones
llenos de fango; ya estaban muertos y no
se habían dado cuenta.

–Vaya. No tenía idea de que estaba con


un sobreviviente de la catástrofe. Tu
testimonio sería valiosísimo para mi
trabajo, quisiera hacerte algunas preguntas
¿A dónde se fue todo el mundo? Digo,
eran cerca trescientos mil habitantes ¿Qué
fue de ellos?

–Bueno –reflexionó–, unos cuantos


murieron, desprevenidos. La mayoría
logró huir. Los muy cobardes. Dejaronque
el desierto les arrebatara sus casas. Pero yo
no, yo me quedé por aquí; mis padres
siempre me enseñaron a defender lo que es
mío. Mi vieja dio ejemplo hasta
el final quedándose en su casa. Batallaba,
día tras día, contra la arena. Cuando esto
empezó, barría cada mañana lo acumulado,
lo que entraba por las puertas y ventanas.
Luego, tras los primeros días, cuando la
gente ya había empezado a preocuparse y
a migrar, y los primeros muertos fueron
encontrados; mi madre colocó toallas
debajo de las puertas y en las rendijas de
las ventanas. Pobre mi vieja, ya no nos
quería ni abrir porque se le metía toda la
arena. La última vez que estuve allá, su piel
se veía plomiza y reseca. Se movía con
torpeza. ¡Y el aire! Era distinto, cargado.
Pero no intenté convencerla de abandonar.
Esa tarde nos la pasamos conversando,
sentados en la mesa bebiendo un té rancio.
Recordando viejos tiempos. Y al final ya
sólo callados, cada uno absorto en sus
propios pensamientos. Al llegar la noche
me levanté para irme; la vieja me hizo
agachar para darme un beso en la frente,
como cuando niño, y nos despedimos
sabiendo que sería la última vez que nos
veríamos.
Su mirada, fija en el vacío, vuelve en sí.
Recae en algo y se levanta casi de unsalto.

–Sigamos –ordena–, tenemos pocotiempo


antes de que...

–Sí, lo sé. Saldré a acomodar la cámara.

Me pongo de pie a duras penas, el peso de


la mochila de por sí hace la labor difícil,
pero no es sólo eso. En los pocos minutos
que estuvimos sentados, la arena había ido
asentándose sobre nosotros. Consigo
sacudirme más de tres kilos de polvo y
emprendemos la marcha.

–Yo creo que fue castigo de Dios, ¿sabes?


–me comenta, mientras ubico la cámara–.
Como con el Diluvio, sólo que esta vez en
vez de purificarnos con agua decidió
enterrarnos. Ésta fue su manera de
demostrar nuestra insignificancia, lo poca
cosa que somos frente a él.

El guía sigue divagando y sólo atino a


pensar: pobre iluso. No tiene idea. A veces
me gustaría no ser tan escéptico y ver las
cosas con la ingenuidad de estas personas.
No me molestaré en explicarle lo del
calentamiento terrestre, las variaciones de
presión atmosférica, la creciente presencia
de tormentas de arena en China, Arabia,
Chile... no, de qué serviría. ¡Ja!, a lo mejor
hasta tenga razón y es todo parte de un plan
de Dios para desaparecernos de la faz de la
tierra. Sí, quizá deba hacerme creyente.
Volteo a ver al guía y sonrío, incrédulo.

Termino de montar el equipo en un trípode.


Utilizo algunas fundas de plástico para
que la arena no pueda entrar en la cámara
y dañarla, dejando el espacio necesario
para que pueda filmar sin problemas.
La tormenta arrecia. Las partículas de
polvo en el aire hacen fricción generando
descargas eléctricas. Los eventuales
relámpagos añaden la espectacularidad
necesaria para darle a mi toma la
ambientación ideal.

Un cielo oscurecido, el aullido del viento y la


ferocidad con que la arena se desplaza,
cubriéndolo todo. Nada se salva. La furia de
la naturaleza no perdona los últimos
resquicios de humanidad en éste, su territorio.
La cruz de la Catedral, el último símbolo del
corazón del pueblo piurano, va
desapareciendo, poco a poco, para no dejar
rastro.

En la toma apenas si consigo visualizar


nada. El guía me grita algo, pero apenas
lo escucho. El ruido del viento y la arena
son demasiado fuertes. Viene corriendo
hacía mí y me toma del brazo.
–¡Vamos ya! ¡Debemos refugiarnos en el
banco! ¡Mientras más alto mejor!

–¡Pero aún no termina de desaparecer! –


refuto, inútilmente. Al final recojo la
cámara y continúo grabando, no quieroque
se pierda ningún detalle de nuestrahuida.

La cruz queda cubierta por la arena. El cielo


sobre nosotros es de un marrón oscuro y ya no
se puede ver más allá de mis manos. Me
muevo erráticamente, sin saber a dónde
dirigirme hasta que tropiezo. Tirado en el
suelo, siento la arena sepultarme vivo. Pero
no soltaré la cámara, al menos quedará este
testimonio para el mundo. Siento la arena
entrar por mi nariz y su sabor en mi
garganta. Algo me arrastra, me ha tomado
de los pies y me arrastra unos metros. Es el
guía, me ayuda a sentarme y me indica hacía
dónde debemos ir. Cuando todo parecía
perdido este hombre me demuestra que la
humanidad aún no ha sido extirpada del
todo de este lugar.

Nos acercamos al banco, entramos por la


misma ventana rota por donde habíamos
entrado antes. Dentro, la arena ha llenado
más de la mitad de la habitación y casi
alcanza el techo. Mierda. La única manera
de llegar al piso superior sería que uno
levantase al otro. El guía se ha ofrecido a
elevarme, luego yo lo jalaré desde arriba.
Pongo mis pies en sus hombros y me agarro
del borde del siguiente piso. El movimiento se
complica debido a que no puedo soltar la
cámara.

Al fin.
He logrado subir.

Estiro mis brazos para ayudar al guía a


subir, pero no alcanza. La arena debajo de él
empieza a cubrirlo y a succionarlo. Se me
ocurre que puedo usar la cámara y su correa
para alcanzarlo. Tomo con firmeza la
cámara y le acerco un extremo de la correa.
La ha tomado. Intento jalar con todas mis
fuerzas pero es inútil. Parece que mientras
más jalo, más es succionado. Ya no puedo
hacer nada por él. ¡Pero no quiere soltar la
cámara! Suelta, suéltala carajo. Forcejea un
rato hasta que corto la correa para evitar que
arrastre la cámara consigo. Busco el rincón
más apartado y filmo el paisaje desde ahí.
Afuera, la tormenta está en su máxima
potencia. Oigo, abajo, los ruegos de mi guía,
sus gritos amenazantes y luego sus súplicas
desesperadas. Luego silencio. Me tiro de
espaldas al suelo. Apago la cámara para
conservar el poco de batería que queda.

Apenas puedo respirar. No veo nada.


Intento mantenerme despierto.

Han pasado ocho horas desde que la Catedral


quedara sepultada. Ahora, ya lejana, la
tormenta va dispersando su oscuridad a varios
kilómetros de aquí.
La ciudad entera, finalmente, ha desaparecido
bajo una inmensa nube de polvo. Los potentes
rayos solares que en otro tiempo la azotaran, hoy
son apenas tímidos haces de luz, por aquí y por
allá, atravesando la espesa capa de arena que flota
en el aire.

Bajo del edificio y procuro orientarme


alrededor. Desierto.
Me esperan horas de caminata de regreso hasta
la ciudad más próxima.
Y mientras emprendo el camino de vuelta sólo
una cosa ocupa mi mente: este documental será
la bomba. Vea usted al último piurano siendo
devorado por la arena. Perfecto.

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