Está en la página 1de 56

Michel Bernanos

–Sí –dijo Toine con un toque de reticencia en su voz.


El atardecer nos sorprendió a pocos kilómetros de la
costa. La noche, para mí, prometía ser eufórica. Desde ha-
cía mucho tiempo no me encontraba tan feliz. Pero Toine
no parecía sentir lo mismo. En varias ocasiones le oí mur-
murar:
–Un mundo patas arriba. Sí, es un mundo patas arriba.
Nada más caer dormido tuve la sensación de que el viejo
lobo de mar estaba rezando por primera vez desde que le
conocía.

SEGFUNDA PARTE

Capítulo VII

De nuevo aquella extraña luz escarlata precedió la salida


del sol. En esos momentos el mástil se deslizaba a lo largo de
una costa repleta de pequeñas calas. La diminuta bahía, pro-
tegida por suaves escollos, se abría a una minúscula playa de
arenas rojizas. Fui el primero en poner el pie en tierra.
¿Cómo describir la alegría que sentí al encontrarme de nue-
vo en suelo firme? Brinqué, canté, reí. Pero Toine no parecía
compartir mi entusiasmo. En cierta manera, aparentaba es-
tar inequívocamente abatido.
–¿No te alegras? –le espeté–. Esta vez creo que sí que
estamos salvados.
–Claro, chico, por supuesto que estoy feliz –me respon-
dió en un tono falsamente alegre. Me di cuenta de que

[372]
Al otro lado de la montaña

intentaba ordenar sus pensamientos y no le insistí, reacio a


perder el goce que me invadía en aquellos momentos.
Las rocas seguían teniendo aquel matiz rojizo que estaba
omnipresente por todas partes en aquellos extraños parajes.
La arena que pisábamos era extraordinariamente fina, como
un tenue polvillo. Tomé un puñado en la mano. Podría decir-
se que resultaba casi impalpable, y resbaló rápidamente entre
mis dedos. Lancé de un soplido al mar lo poco que quedó en
la palma de mi mano. En un instante, la zona en la que habían
caído los restos se tornó de un color rojo sangre. Desconcerta-
do, me volví hacia Toine. La expresión de su rostro me aterro-
rizó. Permanecimos en silencio durante un rato al lado de la
mancha rojiza, que ahora empezaba a disolverse. Acto segui-
do, Toine se dio la vuelta, encogiéndose de hombros.
–Será mejor que hagamos algo útil y que exploremos los
alrededores antes de que caiga la noche.
–Lo más importante es encontrar algo para comer –le
contesté.
Tardamos casi una hora en escalar las rocas que nos
rodeaban, ya que, aunque no eran demasiado altas, resulta-
ban en extremo quebradizas y blandas. Por cada metro que
avanzábamos retrocedíamos dos o tres hacia abajo, y encima
envueltos en medio de un polvillo rojizo que nos nublaba la
vista y nos sofocaba la respiración.
En cuanto llegamos arriba pudimos contemplar la formi-
dable cadena de montañas que tanto nos había agobiado el
día anterior. Se hallaba a unos treinta y cinco kilómetros de
distancia. Podíamos distinguir unas manchas oscuras –segu-
ramente bosques– repartidas a los pies de las montañas, como
si sus sombras les sirvieran de abono. Para llegar hasta allí an-
tes tendríamos que atravesar un desierto rojizo y árido.

[373]
Michel Bernanos

–Será mejor que antes busquemos algo para transportar


agua –dijo Toine.
–Pero ¿el qué? –gruñí–. No tenemos más que nuestras
manos y unos jirones de ropa.
–Exacto. Por eso tenemos que encontrar algo. Si no so-
mos capaces de protegernos del calor, entonces estamos per-
didos.
Volvimos a bajar a la orilla del mar, pero esta vez elegi-
mos una playa distinta. Allí, al contrario que en la diminuta
bahía en la que habíamos hecho pie al principio, todo era
grandioso y vasto. La playa consistía en un anillo gigantesco
de arenas rojizas, tan finas como los polvos de talco, cercado
por una espesa pared roja que se alzaba sobre el cielo. Majes-
tuosa, mostraba la erosión producida por el discurrir del
tiempo; los profundos cortes, como muecas doloridas, se
asemejaban a gigantes solidificados y petrificados por el
devenir de incontables centurias. No había vegetación. La
atmósfera resultaba sepulcral, pero tampoco olía a moho,
como si no quedase ningún resto orgánico que pudiera des-
componerse.
Empezamos a bordear este paredón natural. Estaba
cubierto de grietas en varios lugares, como la que habíamos
utilizado para bajar hasta la playa. No hablamos, ya que nos
sentíamos sobrecogidos por tan terrible belleza.
Cuando llegamos al otro extremo no habíamos encon-
trado nada que pudiera servirnos para transportar agua. Y
ahora, el hambre volvía a acuciarnos dolorosamente. Toine
maldecía sin parar entre dientes. De esa manera aplacaba un
tanto sus sufrimientos. Tuvimos que bordear el pequeño
acantilado que se adentraba en el mar y nos impedía seguir
andando. No se nos ocurrió retroceder sobre nuestros pasos

[374]
Al otro lado de la montaña

ya que sabíamos que no había nada en aquella playa. Toine


entró el primero en al agua a regañadientes. Fui detrás de él,
pero perdí pie casi al instante. Toine me agarró del cabello y
me dijo con amabilidad:
–Perdona, muchacho, había olvidado que no sabías na-
dar. Sujétate a las rocas del acantilado y quédate cerca de mí.
No es muy peligroso.
Yo no compartía su opinión. La pared rocosa se desmo-
ronaba con suma facilidad y todas las aristas a las que me
asía se deshacían entre mis dedos, mientras los restos con-
vertidos en polvillo caían al mar. Como ya había ocurrido
unas horas antes, cuando la arena entró en contacto con el
agua, esta adquiría al instante una tonalidad rojiza. Al final
terminamos nadando en un mar de sangre.
–¡Qué asco! –exclamó Toine, mientras me sujetaba
cuando perdí pie por segunda vez. A partir de entonces tuve
que ir escupiendo toda el agua que había tragado. Creo que
lo que más miedo me daba no era ahogarme, sino tragar
aquella agua nauseabunda que tanto me repugnaba.
Por fin pudimos bordear el saliente rocoso. Descubrimos
otra playa exactamente igual a la que acabábamos de aban-
donar. Toine contuvo su rabia y dijo:
–¡Esto empieza a ser muy monótono!
–¡Mira! Veo algo allí –grité, señalando un área alargada y
oscura a los pies de la muralla rojiza.
Estuvo estudiando durante un rato la zona que le había
indicado y luego dijo:
–Son grutas. Quizás al fin hemos encontrado algo dife-
rente. Vamos.
Mientras nos acercábamos, las cuevas fueron haciéndose
más grandes. Pronto empezaron a parecerse a unas fauces

[375]
Michel Bernanos

enormes, abismales y negras que parecían querer devorar al


mismo acantilado en el que se abrían. Tardamos más de dos
horas en llegar a la primera gruta. Sus dimensiones eran fan-
tásticas. En comparación, nosotros no éramos más grandes
que uno de los diminutos granos de la arena que teníamos
bajo nuestros pies. Las paredes caían a pique cientos de me-
tros desde la media bóveda que las coronaba. Su profundidad
resultaba incalculable desde el lugar en el que nos encontrá-
bamos, y parecía perderse en los abismos de la noche.
Debo confesar que no me sentía del todo cuerdo cuando
entré en aquella caverna colosal al lado de Toine. En reali-
dad, estaba a punto de echar a correr. Mi compañero debió
darse cuenta, ya que me agarró del brazo con firmeza y dijo:
–Vamos, chico, no pierdas el temple.
Al instante su voz fue atrapada por las paredes de la gruta
y el eco resonó durante varios minutos interminables a lo
largo de la inmensa y tenebrosa bóveda, como si un coro de
orantes estuvieran rezando en voz alta durante la Semana
Santa.
Nuestros ojos, aún deslumbrados por la luminosidad del
exterior, se fueron ajustando con dificultad a las tinieblas rei-
nantes, y al principio avanzamos prácticamente a ciegas. Bajo
nuestros pies, la arena había sido sustituida por un suelo arci-
lloso tan duro como el cemento, y tan frío y húmedo como
una tumba empapada por la lluvia invernal. Nuestros gestos,
nuestra respiración incluso, tomada por el eco, se mezclaban
con las sombras en un ritmo fantástico. Enfurecido, Toine
empezó a lanzar juramentos. La caverna se estremeció; de
repente, y desde una gran distancia, nos llegó un terrible
estruendo de rocas desmoronándose. Luego siguió una
explosión. Luego silencio. Pero no se trataba de un silencio

[376]
Al otro lado de la montaña

absoluto. Podíamos oír un extraño suspiro, como el de una


respiración contenida, acompañado por otro sonido que se
asemejaba enormemente al sordo latir de un corazón. Resul-
taba aterrador; nos quedamos petrificados, sin atrevernos a
decir nada. Por fin el suspiro fue disminuyendo hasta cesar
por completo. Al mismo tiempo, nuestros ojos, ya acostum-
brados a la oscuridad, pudieron vislumbrar las increíbles
paredes de aquellos extraordinarios pasillos subterráneos.
¡Ojalá que nunca hubiéramos dirigido nuestra mirada a
aquellos murallones! Nos habríamos evitado la visión de
pesadilla que se dibujó ante nosotros.
Unas estatuas fueron emergiendo de las sombras por to-
dos los rincones. Había muchísimas, y cada una tenía una
pose distinta. Sus expresiones denotaban espanto, tortura,
angustia, como si el escultor hubiera querido plasmar en
ellas un sufrimiento único e infinito, como si el artista tan
sólo buscara mostrar el momento de una muerte terrible
producida por el miedo. Sus cuerpos eran espeluznantes.
Hombres y mujeres, todos como una disposición distintiva,
elegante o vulgar, sobresalían en relieve, como si hubieran
sido esculpidos a partir de una misma piedra. Podíamos dis-
tinguir a madres con los hijos en brazos, y en sus rostros pé-
treos, pegados al de los pequeños, se apreciaba una sonrisa
casi imperceptible y maternal. Y entre todas estas estatuas
que representaban formas humanas había otras muchas:
figuras de animales y pájaros, de entre las cuales el albatros,
con las alas completamente extendidas, era la más numero-
sa. Unos utensilios curiosos y primitivos estaban desperdi-
gados por los alrededores de aquel museo alucinante; tam-
bién algunos huesos. Unos manchones negros sobre el
suelo, diseminados por varios sitios, indicaban dónde se

[377]
Michel Bernanos

habían encendido fogatas. Nos hicimos precipitadamente


con varios recipientes de terracota que tenían forma de ánfo-
ra. Retrocedimos sobre nuestros pasos sin querer volver a mi-
rar la obra de aquel escultor, tan hábil como Dios mismo,
pero carente de Su gracia, de Su piedad y de Su armonía.
Tremendamente aliviados, volvimos a salir a la brillante
luz que resplandecía en el exterior. Quedamos deslumbra-
dos durante unos instantes.
–¡Qué lugar más extraño! –exclamó Toine, después de
un buen rato. Tras aquel descubrimiento no habíamos
intercambiado ni una sola palabra. Luego, mirando una de
las ánforas que había cogido, siguió:
–Mira, chico. Quienquiera que haya hecho esas estatuas
tan perfectas no es capaz de moldear correctamente un obje-
to tan simple como este. Qué raro, ¿verdad?
–¡Es cierto! –grité–. ¡No se me había ocurrido!
–De todas formas –continuó Toine, asintiendo con la
cabeza–, lo más importante es que la sed no volverá a ator-
mentarnos. Ya tenemos un recipiente en el que almacenar el
agua necesaria hasta alcanzar tierras más fértiles. En cuanto
lleguemos allí, seguro que encontraremos algo para comer.
Yo no compartía su optimismo, y me preguntaba con
ansiedad cómo diablos iba a apañármelas sin ninguna clase
de alimento hasta entonces.
Regresamos a la playa y recogimos una buena reserva de
agua, luego volvimos a escalar la pared rojiza por una de sus
grietas, tal y como ya habíamos hecho antes. La fisura no
resultaba demasiado ancha y se iba estrechando poco a poco
según ascendía, de tal forma que al final, justo antes de coro-
nar la pared, nos vimos obligados a avanzar de costado,
como los cangrejos. Mientras escalábamos, pudimos escu-

[378]
Al otro lado de la montaña

char de nuevo aquel latido sordo que tanto nos había afecta-
do mientras estábamos en la gruta; la palpitación, como ya
sucediera antes, parecía provenir de muy lejos.
Empezamos a atravesar aquel desierto de minúsculas are-
nas que una suave brisa levantaba en ondulantes remolinos. A
lo lejos, la zona de color más oscuro que se extendía a los pies
de las gigantescas montañas, las cuales se difuminaban en el
profundo color rojizo del cielo, parecía cada vez más irreal se-
gún declinaba la tarde. Albergábamos la absurda esperanza de
llegar a las montañas recién caída la noche. Mientras tanto,
mi hambre era tan intensa que empecé a marearme. Toine
tuvo que sostenerme varias veces para evitar que me cayera.
Aunque él padecía los mismos sufrimientos, se las arregló
para lanzarme palabras de ánimo de cuando en cuando.
Nuestro avance se veía considerablemente retrasado por cul-
pa del agotamiento. El sol, en su declive crepuscular, ya estaba
muy bajo en el horizonte y hacía que brillase como una enor-
me espada de acero al rojo vivo. El cielo, invadido poco a
poco por la oscuridad de la noche, adoptó un matiz violáceo.
En ningún momento del día pudimos vislumbrar la más leve
tonalidad azul. Por fin, un manto de oscuridad cayó sobre el
mundo y las estrellas desconocidas fueron apareciendo en sus
lugares correspondientes.
–Paremos aquí –dijo Toine–. Si seguimos es posible que
acabemos caminando en círculos, y eso sería aún peor.
Nos tumbamos en la arena. Resultaba tan suave como el
terciopelo. La brisa, que seguía soplando suavemente,
empujó algo de arena sobre nuestros rostros, y parecía como
una especie de caricia infantil.
No hablamos. Pero, en medio de las sombras, supuse que
Toine, al igual que yo, estaba observando aquellos cielos des-

[379]
Michel Bernanos

conocidos y extraños. ¿Acaso era aquel el lugar del que me


hablaban mis maestros cuando era niño? Si no recuerdo mal,
lo llamaban el Olimpo. Los antiguos griegos creían que era la
morada de los dioses. Durante un rato estuve tentado de ha-
blar con Toine acerca de esto, pero me dije a mí mismo que
estaba divagando y rechacé la idea. Cerré los ojos; sólo tenía
un pensamiento que se superponía a todo lo demás: dormir.
Poco a poco caí en el sueño. Pero eso no me ayudó a des-
prenderme del miedo que había sido mi íntimo y fiel com-
pañero durante los últimos días. El corazón me latía de una
forma extraña. La voz de Toine hizo que pegara un brinco.
–¿No oyes nada, chico?
–No –respondí perezosamente, medio dormido–. Tan
sólo notaba como si mi corazón latiese con demasiada fuerza.
Toine siguió hablando, pero yo creía escucharle como en
un sueño.
–Te equivocas, chico, no es tu corazón lo que oyes. Se
trata del mismo sonido que escuchamos en la gruta de la
quebrada. Creo que procede del interior de la tierra. Acerca
el oído a la arena.
Pero nada podía arrancarme de la profunda soñolencia
que me invadía.

Capítulo VIII

Me desperté aquejado de unos terribles calambres en el


estómago. Apenas había luz y el sol aún estaba oculto detrás
de aquellas montañas enormes y misteriosas que se iban
tiñendo de rojo. Toine se removió a mi lado.

[380]
Al otro lado de la montaña

–¿Qué tal, chico? ¿Has dormido bien?


–¡Sí, pero tengo hambre! –le contesté mientras me lleva-
ba las manos a mi dolorido estómago.
Toine hizo un gesto de impotencia.
–Bueno, será mejor que no pienses en eso de momento.
Se sentó, tomo un ánfora y me la entregó.
–Vamos, bebe un poco de agua. Te ayudará.
Di unos cuantos sorbos sin demasiada convicción. Casi
al instante los calambres dejaron de molestarme tanto. Toi-
ne observaba las montañas con su rostro viejo y arrugado.
–Chico –dijo en un tono de voz que casi resultaba solem-
ne–, fui incapaz de cerrar los ojos la pasada noche. He tenido
un montón de tiempo para pensar. Bueno, lo que me pregun-
to es si aún nos hallamos en nuestro propio planeta. Ya ves en
qué lugar estamos, con esta luz y esas estrellas totalmente des-
conocidas... Honestamente, jamás he oído hablar de un sitio
como este en toda mi perra vida –se quedó mirándome con
sus pequeños ojos negros–. ¿Qué piensas tú?
Hice un gesto que delataba mi absoluta ignorancia sobre
la pregunta. Toine se encogió de hombros.
–Claro, ¿cómo vas a saberlo? Es tu primer viaje. No
conoces el mundo. Vamos, muchacho –añadió mientras se
incorporaba–, es hora de seguir nuestro camino.
La zona más oscura que se extendía al pie de las monta-
ñas comenzó a verse con mayor claridad. A pesar de que aún
estábamos lejos, sus colores verdosos nos convencieron de
que en verdad se trataba de un bosque. Según nos aproximá-
bamos, el lugar fue haciéndose más nítido. El sol era abrasa-
dor, y hacía que nuestra fatiga resultara aún más insoporta-
ble. Para remate, cuando nos detuvimos a descansar un
poco y beber unos tragos de agua, nos encontramos con una

[381]
Michel Bernanos

desagradable sorpresa. El precioso líquido había perdido su


límpida transparencia y ahora tenía un color rojo brillante.
Pero no había elección. Teníamos que beber. Estaba calien-
te, lo cual hizo que se intensificara la sensación de estar
bebiendo sangre.
Reemprendimos la marcha. A la caída de la tarde, por fin
empezamos a descubrir los primeros signos de vida vegetal:
el terreno resultaba más sólido y el polvo fue desaparecien-
do. Una hierba fina y rala brotaba aquí y allá. Teníamos tan-
ta hambre que nos abalanzamos sobre ella, devorándola sin
tomarnos el tiempo necesario para arrancarla antes con las
manos. ¿Se trataba de nuestra imaginación o en verdad
aquellos hierbajos tenían poderes nutritivos? De cualquier
forma, los dolorosos calambres cesaron. Aquella noche
incluso dormimos aún mejor.
A la mañana siguiente, muy temprano, y después de be-
ber un poco de nuestra repugnante agua, abandonamos el
lugar. Unas pocas horas después alcanzamos al fin las lindes
del bosque.
Unos árboles inmensos de copas altas entremezclaban
sus tonos verdosos con el rojo del cielo. Sus enormes troncos
estaban invadidos por unas curiosas plantas trepadoras que
tenían el espesor de un brazo. Toine se acercó a uno de los
árboles e intentó separar una de aquellas plantas. Como no
podía él solo, me hizo señas para que le ayudase. Pero todos
nuestros esfuerzos resultaron vanos. Sólo la fina corteza de
la enredadera cedió. Al quedar la planta desnuda, nuestros
dedos se impregnaron de una savia pringosa y rojiza.
–Necesitamos un objeto cortante –dijo Toine, mirando
por el suelo.
Encontró una piedra plana, seguramente alguna vieja

[382]
Al otro lado de la montaña

reliquia de una erupción volcánica, y consideró que estaba


lo suficientemente afilada como para cortar el tallo. Me pre-
guntaba por qué quería seccionar la planta con tanta insis-
tencia. Estaba seguro de que no era para comérsela, pero
sentí que no era el momento adecuado para preguntárselo y
me quedé mirando cómo intentaba cortar el tallo friccio-
nando con la piedra de arriba abajo. De repente soltó una
exclamación y arrojó la piedra lejos.
–¡Por Dios! ¡Se mueve!
Al principio yo también creí estar sufriendo alucinacio-
nes. Pero enseguida se despejaron mis dudas: muy lenta-
mente, como una boa constrictor gigantesca, la enredadera
empezó a contraerse, espiral tras espiral. Se estremecía como
un ser vivo. Al mismo tiempo se produjo un sonido extraño,
como una especie de jadeo, que parecía salir del tronco al
que estaba abrazada la planta, mientras la savia, de un color
rubí, manaba de incontables y diminutas fisuras abiertas en
la corteza de madera. Toine se dio la vuelta y me miró des-
concertado.
–¿Me he vuelto loco?
Pero al ver mi propia expresión supo que yo había con-
templado lo mismo.
–Vamos, muchacho –dijo, asiéndome del brazo–. Salga-
mos de aquí, este lugar está maldito.
–¿Y adónde vamos? –le pregunté desesperado.
–La montaña. A lo mejor la otra vertiente es distinta.
Pero antes tenemos que encontrar algo para comer.
Pero cuanto más nos adentrábamos en aquel bosque
impresionante más remota parecía la posibilidad de encon-
trar otro alimento que no fuera la extraña hierba que había-
mos devorado al principio. En el estado de extrema debilidad

[383]
Michel Bernanos

en el que nos encontrábamos, aquel sucedáneo de comida,


aunque nos había calmado los calambres producidos por el
hambre, apenas podía darnos las energías necesarias para se-
guir avanzando. Durante varias horas caminamos por debajo
de aquel tapiz lujurioso e impresionante. De cuando en cuan-
do me dejaba caer al suelo, negándome a seguir hacia delante.
Si no hubiera sido por el empeño amistoso, aunque enérgico,
de Toine seguramente me habría dejado morir allí mismo,
incapaz de seguir luchando por aquella existencia miserable.
Casi era de noche cuando llegamos a un claro en el que
había numerosas chozas en un estado lamentable de conser-
vación. El silencio era imponente y jamás se nos habría ocu-
rrido que allí pudiera existir la vida. Entramos en la primera
cabaña. Descubrimos varias de esas extrañas estatuas que ya
habíamos visto en la gruta. En el suelo había un bulto gran-
de de un material indefinible y medio corroído por el tiem-
po del que sobresalían unos retoños verdosos. Toine se pre-
cipitó sobre él gritando:
–¡Patatas!
No se equivocaba, se trataba de patatas jóvenes que esta-
ban empezando a germinar. Las devoramos con regocijo.
Una vez saciados, como hacía tiempo que no lo estába-
mos, nos dedicamos a explorar la pequeña aldea. No nos lle-
vó mucho tiempo. En todas las chozas había las mismas
estatuas de hombres o animales de varias especies. Sólo las
poses eran diferentes. Sus expresiones reflejaban invariable-
mente el dolor, con excepción de las de los niños, que eran
relativamente normales. En todos aquellos misteriosos mu-
seos siempre había varios objetos diseminados por el suelo,
unos objetos de madera, de piedra o de hueso, tallados tos-
camente. Ni Toine ni yo sabíamos lo suficiente de arte como

[384]
Al otro lado de la montaña

para poder determinar su procedencia, pero a ambos nos


sorprendía mucho las increíbles diferencias entre los utensi-
lios y las figuras. Dentro de cada choza, el lugar reservado
para el fuego solía estar lleno de cenizas y en el suelo descan-
saban unos recipientes que contenían una especie de comi-
da disecada, como si una desgracia hubiera sorprendido
inesperadamente a sus pobladores. Y sin embargo, no existía
ningún signo de lucha ni restos de una erupción volcánica.
Toine no paraba de repetir:
–¡No es posible! Es como si se hubieran quedado petrifi-
cados y, al mismo tiempo, se dieran cuenta de lo que estaba
sucediendo.
Por fin me atreví a preguntarle qué quería decir con eso,
y él me explicó:
–¿Te acuerdas de la piedra que cogí esta mañana para cor-
tar la enredadera? Parecía vitrificada. Seguramente a causa de
la acción del calor producido por una erupción volcánica.
–Entonces –le contesté–, es muy probable que sea eso
mismo lo que ha pasado en esta aldea.
–No. Aunque parezca lo mismo es imposible. Puedes es-
tar completamente seguro de que, si se hubiera producido
una avalancha de lava en este lugar, jamás habría vuelto a
crecer ninguna clase de vegetación. Y si hubiera sido así
–continuó– sólo el viento podría haber sido capaz de trans-
portar el polen y las semillas tan lejos.
Yo no sabía absolutamente nada sobre cómo se reprodu-
cía la vida vegetal en los parajes aislados por el océano. Tam-
poco Toine hizo ningún esfuerzo por explicármelo. Simple-
mente puso su mano en mi hombro y esbozó una sonrisa
casi cómica que se dibujó en todas y cada una de las arrugas
de su rostro. Mientras el horizonte se oscurecía, tomó dos

[385]
Michel Bernanos

extrañas piedras y empezó a frotarlas entre sí con vigor. Se


produjo una lluvia de chispas. Sin dejar de raspar las piedras,
Toine se acercó a la cesta que contenía las patatas y, tras un
rato de paciente espera, consiguió que el fuego prendiera en
ella. Recorrimos todas las chozas en busca de cualquier cosa
que sirviera para alimentar el fuego. Pronto las llamas toma-
ron fuerza. En la profunda oscuridad de la choza, las luces
que arrojaba la hoguera hicieron que las estatuas que se er-
guían a nuestro alrededor resultaran aún más grotescas.
Parecían estar moviéndose en medio de las sombras.
Nos tumbamos en el suelo, cerca del fuego. Una vez más,
entre los chisporroteos de las brasas, pudimos escuchar
aquel latido sordo y monótono que parecía surgir del centro
de la tierra.
Hicimos turnos de guardia para mantener el fuego
encendido. No queríamos que se apagara en toda la noche,
más por la luz que arrojaba que por el calor. Por fin caí en un
profundo sueño.

Capítulo IX

Me desperté envuelto por la luz del día. Los rayos del sol
se introducían entre las rendijas de las ramas con las que
estaba construida la choza, reflejándose en el suelo. Toine
había salido. Completamente solo, empecé a fantasear. Me
había despertado con una sensación de bienestar como ha-
cía mucho que no sentía. ¿Acaso era una consecuencia de las
patatas que había cenado la pasada noche? ¿Me habían ayu-
dado a recobrar mis antiguas energías? Por desgracia, al mi-

[386]
Al otro lado de la montaña

rar alrededor, mis ojos se toparon con las estatuas, y toda la


angustia de antaño volvió a adueñarse de mi espíritu, con
mayor fuerza si cabe. Tuve un presentimiento extraño y
enseguida me puse a pensar en Toine. Ojalá que no le haya
ocurrido nada malo, me dije a mí mismo. Me levanté rápi-
damente y salí fuera.
Bajo aquella luz roja y brillante, la silenciosa aldea era
todo un espectáculo. Busqué a Toine. No le encontré por
ningún sitio. Recorrí todas las chozas, pero no hallé rastro
de él en ninguna. Resolví que se habría internado en el bos-
que. Me dirigí hacia allí sin perder tiempo, con la esperanza
también de aplacar el hambre, que de nuevo volvía a hacer
presa en mi estómago. Mientras caminaba, vi muchos árbo-
les cargados de atrayentes frutos; por desgracia, las ramas
eran demasiado altas y yo no podía alcanzarlas. Por fin, deci-
dí probar con los tallos de las enredaderas. Acababa de to-
mar uno, y estaba a punto de llevarme a la boca su parte más
tierna, cuando, horrorizado, sentí que se movía en mi
mano. El tallo se retorció sobre sí mismo, como una serpien-
te, aunque sus movimientos eran infinitamente comedidos.
En vez de arrojarlo lejos me quedé mirándolo perplejo. Pero
cuando se enroscó alrededor de mi muñeca, recuperé la ra-
zón e intenté desprenderme de la planta, terriblemente
asqueado. Pero parecía haberse quedado adherida a la piel.
Para quitármela de encima tuve literalmente que arrancarla.
Imaginad mi sorpresa al descubrir unos hilillos de sangre
que manaban de la muñeca a la que se había adherido la
enredadera. Al examinar las heridas con mayor atención,
también detecté unas ligeras señales de succión. Abrumado
por aquel descubrimiento, intenté alejar de mi mente la sen-
sación de que ese mundo vegetal, además de extravagante,

[387]
Michel Bernanos

era también carnívoro. Mientras, la enredadera seguía retor-


ciéndose sobre el suelo como una serpiente.
Seguí buscando a Toine bajo aquel tapiz verde, comple-
tamente aterrorizado. A través de las pocas rendijas que se
abrían entre las copas de los árboles, el cielo parecía espiar-
me con un montón de ojos rojizos. La cálida brisa que agita-
ba las ramas me transmitió la desagradable sensación de que
aquellos ojos se estaban mofando de mí. Además, aparte del
inquietante efecto que producía aquel extraño bosque, tam-
poco pude descubrir ninguna clase de animal o pájaro, ni
tan siquiera de los insectos que suelen convertir una brizna
de hierba en un diminuto mundo aparte. Voceaba el nom-
bre de Toine de cuando en cuando. Pero no obtuve ningún
resultado. Mi nerviosismo se incrementaba a cada paso. Por
fin llegué al río. El agua era dulce y fresca. Bebí un buen tra-
go y después, sin saber exactamente qué dirección seguir,
decidí caminar a lo largo de la ribera. El sonido cristalino de
una cascada atrajo mi atención y me dejé llevar por el impul-
so de encontrar su procedencia. En mi soledad, la presencia
de aquel sonido natural de agua fluyendo me resultaba
familiar y, para mi sorpresa, de repente empecé a sentir una
especie de cariño hacia él, como si se tratara de un hermano.
La cascada estaba bastante más lejos de lo que había
pensado al principio, pero cuando al fin la encontré no me
arrepentí de haber llegado hasta ella, aunque nada parecía
indicar que Toine hubiera seguido el mismo camino. El
espectáculo que se mostraba ante mis ojos era impresionan-
te. Las aguas tumultuosas caían en cascada desde el centro
de un farallón rocoso, tan liso y enorme como una pared
gigantesca, formando una catarata de blanca espuma que se
esparcía y centelleaba bajo la luz del sol como una riada de

[388]
Al otro lado de la montaña

diamantes. El agua caía al vacío desde una altura de más de


cien metros. Las orillas, regadas por el líquido elemento,
estaban repletas de unas flores enormes de tonos azulados.
Las más pequeñas duplicaban mi tamaño. La hierba era
abundante y de un hermoso color verde. Me acerqué a una
de las flores, cuya especie desconocía por completo. Era de
color blanco con extraños tonos azul lavanda y rematada
por una corola amarilla. Según fui acercándome, la flor se
cerró sobre sí misma. Aterrorizado, me aparté rápidamente.
Actué justo a tiempo. La planta volvió a abrirse bruscamen-
te, se inclinó hacia delante y luego, como si de una red de
pescar se tratara, se precipitó sobre el suelo justo en el lugar
en el que yo había estado unos segundos antes. Se produjo
un terrorífico sonido de succión, después la flor volvió a
cerrarse y retornó lentamente a su antigua posición. Sólo
quedó un trozo de tierra desnuda y baldía en la zona que ha-
bía estado cubierta por sus gigantescos pétalos. Delante de
mis aterrorizados ojos, la flor había succionado toda la hier-
ba y los arbustos del lugar, de la misma manera que hubiese
hecho conmigo de no haberme retirado a tiempo. Un sudor
frío resbaló por mi espina dorsal mientras contemplaba
cómo el enorme tallo transparente empezaba a digerir su
presa. Me quedé mirando la escena hipnotizado y petrifica-
do por el terror. Por fin pude apartar la vista de aquel espec-
táculo horripilante y salir corriendo. La extraordinaria belle-
za del lugar, que en un principio me había fascinado, hacía
ahora que me estremeciera lleno de repugnancia. Y digo
repugnancia porque el miedo ya no tenía cabida en mi ser.
Estaba empezando a comprender por qué las almas conde-
nadas a las regiones del Hades no sienten temor. ¿Acaso no
es la repugnancia y el disgusto el comienzo de la aceptación?

[389]
Michel Bernanos

Si la aceptación es algo inevitable entre los seres vivos, segu-


ramente también es lógica para los que permanecen sordos a
las premisas que podrían salvarles.
Con toda probabilidad, jamás sabré cómo pude arreglár-
melas para atravesar aquellos bosques y regresar a la aldea.
Lo único que recuerdo es que, de repente, vi que estaba de
nuevo en medio de las chozas cuyos habitantes eran unas
estatuas de piedra. Al mismo tiempo, oí que alguien gritaba
mi nombre, pero me sentía tan aturdido por todo lo que ha-
bía sucedido que no se me ocurrió responder. Un sonido
sordo a mi espalda hizo que recobrara el sentido. Toine esta-
ba a mi lado, llevando un montón de frutas extrañas en los
brazos. Me las ofreció. Tomé varias y las devoré con avidez.
Apenas sabían a nada, pero eso no me importó mucho, ya
que lo único que quería era saciar mi hambre. Después de
comer le narré a Toine todo lo que me había sucedido. Él me
escuchaba con atención, asintiendo de cuando en cuando
con la cabeza. Cuando le pregunté si creía mi historia, Toine
debió adivinar mis pensamientos, pues enseguida dijo:
–Tranquilo, muchacho, yo también he visto cosas extra-
ñas esta mañana. En verdad nos hallamos en un lugar mal-
dito. Tenemos que irnos de aquí, sea como sea. Pero no lo
conseguiremos si pierdes la razón, como te ha sucedido
unos minutos antes.
Mientras hablábamos nos fuimos acercando a la choza
que nos había servido de refugio la noche anterior. Nos sen-
tamos en el suelo y permanecimos en silencio durante un
rato mientras nuestros grotescos anfitriones nos espiaban
desde las sombras. Empezamos a comer la fruta de nuevo, y
entonces me di cuenta de que el trozo que estaba mastican-
do era de un color carnoso, pero con un tono rojizo bastante

[390]
Al otro lado de la montaña

corriente, como el jugo que a veces mana de las naranjas. Te-


nía un sabor muy agradable y era del tamaño de una sandía.
Le pregunté a Toine cómo se las había ingeniado para reco-
lectar toda aquella fruta. Me respondió:
–Lo único que tuve que hacer fue inclinarme y arrancar-
la de las ramas.
Al ver mi gesto de sorpresa siguió hablando:
–No, chico, todavía no estoy loco, aunque no sé exacta-
mente el porqué. Escucha, te contaré lo que ha sucedido.
Salí por la mañana temprano. La luz rojiza del día estaba a
punto de aparecer por el horizonte y las estrellas parecían
aguardar su llegada. Tú estabas tan profundamente dormi-
do que no quise despertarte. No tardé mucho en alcanzar el
centro del bosque. Pero –y esto me resultó bastante curioso–
aún podía ver las estrellas, que generalmente suelen estar
tapadas por las ramas de los árboles. Te diré el porqué. Todo
a mi alrededor, los troncos gigantescos de los árboles yacían
sobre el suelo, como si un leñador los hubiera cortado
durante la noche. Yo estaba muy hambriento y, al principio,
en lo único en lo que me fijé fue en la fruta que ahora tenía al
alcance de la mano. ¡Era una especie de milagro! Comí tanta
como mi barriga pudo admitir. ¿Te lo imaginas? Lo único
que tenía que hacer era agacharme un poco y coger la que
quisiera.
»Luego me hice con un buen montón para traerlo a la al-
dea. Pero, cuando ya no tuve que pensar en llenar la panza,
empecé a preguntarme otras cosas. Tenía que existir una ra-
zón por la cual todos aquellos árboles gigantescos estaban
caídos en el suelo, con las copas apuntando a la enorme
cadena de montañas que se divisaba a lo lejos.
»Al principio no estaba demasiado inquieto. Entonces,

[391]
Michel Bernanos

los rayos rojizos y sangrientos del sol comenzaron a brillar


por encima de las cumbres de aquella muralla que tapaba el
horizonte. Mi tranquilidad no duró mucho. ¿Te lo imaginas?
De repente se produjeron un montón de crujidos como de
madera, y todos los árboles del bosque comenzaron a levan-
tarse al unísono. ¡Sí, muchacho! No pienses que estoy loco y
que digo cosas sin sentido. Ni un solo tronco quedó tumba-
do en el suelo. Todos estaban de nuevo erguidos. ¿Quieres
saber lo que pensé en esos momentos? Bien, pensé que todo
el bosque, desde el más pequeño de los árboles hasta el más
gigantesco, se había inclinado en adoración hacia la cadena
de montañas. Pensé que estaba soñando, créeme. El bosque
orante, todos esos árboles inclinados que luego habían vuel-
to a recuperar su posición erguida, como si hubieran estado
arrodillados. Juro que si la tierra hubiera empezado a hablar-
me no me habría sentido más aturdido de lo que ya lo estaba.
Miré a Toine asombrado y, a pesar de lo que me había di-
cho, no pude dejar de pensar que había perdido la razón.
Toine descubrió en la expresión de mi rostro lo que estaba
pensando.
–¿Crees que estoy loco? Te aseguro que no lo estoy, no
más que tú.
Nos quedamos en silencio. Sin embargo, me di cuenta
de que Toine quería decir algo más. Tras dudar un poco, pre-
guntó:
–¿No has oído nada esta noche?
–No, he dormido profundamente. Ni tan siquiera
recuerdo haber soñado nada.
–Bueno, entonces a lo mejor estoy equivocado. Escucha
el final de mi relato. Mientras el bosque estaba arrodillado
escuché, muy lejos en dirección a las montañas, algo parecido

[392]
Al otro lado de la montaña

a una especie de canto. Se asemejaba mucho al silbido del


viento sobre las drizas de un barco. Luego, procedente de la
tierra, volvió a producirse ese latido rítmico que hemos
escuchado tantas veces. Pero esta vez sonaba mucho más
alto e incluso el suelo debajo de mis pies retumbaba fuerte-
mente, como si se removieran sus tripas.
Quedó en silencio de repente, con la mirada fija en las
sombras grotescas de las estatuas. Se le había ocurrido algo.
Después de un rato, prosiguió:
–Muchacho, estoy empezando a preguntarme, después
de todo, no tiene por qué ser imposible tratándose de un lu-
gar como este, si ese latido no provendrá del corazón de to-
das las estatuas que palpitan al unísono bajo la tierra. No
puedo seguir creyendo que esas figuras están modeladas por
alguna especie de artista demente. Y tampoco que son obra
de Dios, que se supone es un ente bondadoso. Así que sólo
queda una posibilidad: nos encontramos en las puertas del
infierno. Quizás es el fuego de las almas perdidas el que ilu-
mina estos cielos. Pero esta naturaleza corrompida no puede
entender el sufrimiento de los hombres. Ni Dios ni el Dia-
blo podrían disfrutar de semejante comedia.
No entendía del todo lo que Toine intentaba decirme,
pero estaba seguro de algo: si no encontrábamos un medio
de escapar rápidamente de aquel lugar una terrible desgracia
caería sobre nosotros.
–¿Qué hacemos ahora? –pregunté.
Toine me miró perdido en sus pensamientos, como si
nunca me hubiera visto antes; luego dijo:
–Lo primero de todo es volver al río. Necesitamos agua.
Después nos dirigiremos hacia las montañas. Estoy seguro
que la clave del misterio se encuentra allí.

[393]
Michel Bernanos

La posibilidad de volver a aquel lugar repugnante del que


había escapado aterrorizado tan sólo unos pocos minutos
antes me hizo estremecer. Pero no dije nada y ayudé a Toine
a buscar más recipientes a parte del ánfora, que era demasia-
do pequeña para nuestras necesidades.
–Ven, échame una mano, chico, creo que he encontrado
lo que buscábamos.
Toine llevaba a rastras un objeto oscuro y voluminoso.
Cuando me acerqué a él, descubrí que se trataba de una
especie de garrafa de terracota. Estaba pegada a varias de las
estatuas de piedra y tuvimos que separarla de ellas. Con
enormes precauciones y, tengo que confesarlo, con cierto te-
mor supersticioso, empezamos a desplazar las estatuas. De
repente, una de ellas se balanceó un poco y cayó antes de
que nos diera tiempo de evitarlo. La figura aterrizó en el sue-
lo en medio de una nube de polvo y la cabeza, que se había
separado del tronco, rodó unos cuantos metros por el suelo
como si se tratara de una pelota.
Nos quedamos mirando asombrados los pedazos resul-
tantes.
–¡Es imposible! –exclamó Toine–. ¿Qué hace un esquele-
to en el interior de una estatua?
Era cierto. Allí, delante de nuestros ojos, había un esquele-
to completo esparcido por el suelo, con la única diferencia de
que no estaba compuesto de huesos sino de la misma tierra
petrificada con la que se había modelado el exterior de las
estatuas.
Sin decir una palabra, Toine volvió a la tarea y siguió des-
pegando la garrafa. En cuanto a mí, me resultaba imposible
quitar la mirada de aquel pedazo de piedra del que sobresa-
lían unas costillas y su correspondiente espina dorsal, rota

[394]
Al otro lado de la montaña

ahora por la mitad, y que parecían tan espantosamente rea-


les. Pero esta similitud era una simple apariencia de vida; y,
sin embargo, resultaba tan corpórea, tan natural, que uno
casi sentía la necesidad de acariciar aquellos restos.
–Déjalo –dijo Toine al fin–. Siento lo mismo que tú; es
como si fueran nuestros hermanos, pero me aterra mirarlos.
Venga, tenemos que proveernos de una buena reserva de
agua. Disfrutemos de la vida, pues creo que no nos queda
mucho tiempo.
Se echó la garrafa al hombro y abandonamos la choza sin
mirar atrás.
En el exterior se había levantado una suave brisa que ha-
cía susurrar a las ramas de los árboles de aquel mundo verde
y vegetal. La floresta se estremecía, vibraba, ondulaba alre-
dedor de los troncos llenos de rajaduras por las que mana-
ban unas lágrimas rojizas, como las que resbalan por las
mejillas de un niño triste. Yo no podía dejar de pensar que
nos hallábamos en un mundo lleno de vida que estaba
rodeado por la muerte.
Toine, que caminaba unos metros por delante de mí, se
paró de repente, dejó la garrafa en el suelo y se volvió un
poco, gritando:
–¡Ven rápido, chico! ¡Estoy seguro de que esto sabe deli-
cioso!
Cuando descubrí lo que estaba ocurriendo, me arrojé so-
bre él con un aullido.
–¡No, no lo toques!
Pero ya le había echado la mano a una enredadera al me-
nos tres veces más grande que la que yo había visto unas ho-
ras antes y de la que tanto me había costado escapar. Como
estaba tan anonadado por lo que me había ocurrido en la

[395]
Michel Bernanos

cascada, se me había olvidado contarle aquella aventura a


Toine, de manera que este no estaba sobre aviso.
A pesar de que me lancé a toda velocidad en su ayuda, el
espantoso tallo ya se había enroscado alrededor de su cuello,
como por la mañana lo había hecho alrededor de mi muñe-
ca. Poco a poco le estaba estrangulando. Aunque tiré con to-
das mis fuerzas el tallo no cedió ni un ápice. Desesperado, vi
cómo el rostro de Toine se iba poniendo de un terrible color
grisáceo. Estaba ahogándose. Los ojos empezaban a salirse
de sus órbitas. Sin saber realmente qué más podía hacer,
comencé a mordisquear el tallo de la enredadera con furia,
seccionando poco a poco la corteza con mis dientes. Y
entonces, cuando ya casi había perdido toda esperanza,
aquel zarcillo viviente relajó su abrazo. Apenas tuve tiempo
de saltar a un lado para evitar ser su siguiente víctima. Dejé
que el tallo ondulara locamente sobre la tierra y me arrodillé
al lado de Toine. Estaba tirado sobre el suelo y no se movía.
Sin embargo, no había perdido la consciencia y me miraba
con ojos desorbitados. Nada más recuperar el aliento dijo:
–Gracias, muchacho, me has salvado de una muerte
horrible.
Se frotó la garganta, en la que comenzaban a aparecer
unas enormes marcas azules, y siguió:
–Me quito el sombrero ante ti. ¡Has sido un valiente!
¿No tenías miedo?
Le conté lo que me había pasado por la mañana.
–Vaya, ahora sé por qué reaccionaste de esa manera. Ya
habías pasado antes por la misma experiencia. Así que has
podido salvarme.
–Sí y no –le contesté–. Si te lo hubiera contado antes ha-
brías tenido más cuidado.

[396]
Al otro lado de la montaña

Tomé la garrafa y me la puse al hombro; enseguida reem-


prendimos la marcha sobre aquella tierra maldita.
Progresamos lentamente. De cuando en cuando Toine se
llevaba la mano al cuello, pero no se quejó ni una sola vez. La
sonrisa había desaparecido de su ajado rostro, siendo reem-
plazada por una mueca de asombro, aunque no de miedo. Al
darse cuenta de que le observaba furtivamente, dijo:
–De verdad que lo siento, chico, que sólo me tengas a mí
para abrirnos paso en medio de esta pesadilla. Pero será me-
jor que pienses que, si perdemos la cabeza, entonces tendre-
mos que luchar contra nosotros mismos. En este lugar todo
es extraño. No esperes encontrar respuestas. La muerte ron-
da por todas partes, igual que en cualquier otro sitio; aun-
que, quizás, aquí un poco más.
Lo dijo para tranquilizarme. Pero mientras hablaba sentí
que me embargaba una soledad enorme y llena de tristeza.
Toine, me daba perfecta cuenta, seguía, carente ya de mie-
dos, la senda de la aceptación. Y sin embargo, me pregunta-
ba si el asombro que leía en su rostro no era el de una perso-
na que se sorprendía de seguir aún con vida. El viejo corazón
de mi compañero estaba agotado, y yo sabía que continuaba
latiendo para poder cuidar de su joven amigo.
No hablamos más. Seguimos andando bajo la verde flo-
resta de aquel mundo misterioso. Sabía que Toine jamás vol-
vería a ser el mismo. Por fin pudimos oír el canturreo de la
cascada y descubrí un brillo de interés en sus ojos. Recuperé la
esperanza y pensé que, a lo mejor, no todo estaba perdido.
Nos tumbamos bocabajo sobre la suave alfombra verde
de la ribera y bebimos de aquel agua cristalina. Después de
saciar la sed, permanecimos tumbados, disfrutando en
silencio de esa sensación de bienestar que ya conocíamos y

[397]
Michel Bernanos

que era totalmente ilusoria, pero deseábamos liberarnos,


aunque sólo fuera por breves momentos, de toda la angustia
que nos atenazaba.
Las sombras habían vuelto a tomar posesión de los
inmutables cielos. La noche aún no había caído, pero las
estrellas estaban a punto de aparecer. Era un momento de
espera, el único momento del día en aquel monstruoso lu-
gar que se asemejaba un poco al de cualquier otro sitio
corriente. El silencio tan sólo era quebrado por el distante
murmullo de aquella cascada vigilada celosamente por un
ejército de gigantescas flores carnívoras. Al fin la negra no-
che cayó sobre la fría comunión de dos seres humanos que
aún tenían esperanzas, y las estrellas innombrables, una por
una, fueron apareciendo en una desconocida bóveda celes-
te. Permanecí en silencio mientras Toine hablaba en la
oscuridad:
–Deberíamos haber traído algo para encender un fuego.
En este lugar jamás encontraremos leña seca. Todo es de un
moribundo color verde pálido.

Capítulo X

Como ya me había pasado antes con frecuencia, caí dor-


mido sin apenas darme cuenta. De pronto creí oír las pisa-
das de Toine a mi lado y cómo le rechinaban los dientes con
impaciencia, seguramente porque no me había despertado
con la suficiente rapidez. Me incorporé sobre uno de mis co-
dos medio enfadado y gruñí:
–Está bien, está bien, ya me levanto.

[398]
Al otro lado de la montaña

Pero mis malos modos desaparecieron en el acto al ver


que Toine, o mejor dicho su sombra, se inclinaba sobre mí y
me susurraba:
–¡Quédate quieto, chico, y mira!
Su tono de voz, un tono que sólo le había oído cuando
anunciaba algo bueno aunque también sorprendente, me
impactó más que una patada en la espinilla. Además, no
resultaba muy habitual que Toine se admirase fácilmente
por algo. Así que me levanté y susurré en respuesta:
–¿Qué pasa?
Al mirar al frente no descubrí otra cosa que aquel inmen-
so bosque, ahora de un color plateado por la proximidad de
la aurora. Me volví hacia Toine.
–Bueno, ¿cuál es el misterio? Tan sólo se trata de la luz de
un nuevo día.
–¿En medio de la noche? ¿Has visto alguna vez la luz del
amanecer en plena noche? ¿Y en un lugar como este, en el
que jamás ha salido la luna? Además, deberías saber que aquí
la luz del día es de color rojo.
Era cierto. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Pero enton-
ces, ¿qué nuevo prodigio iba a tener lugar ahora? Sentí que
la sangre se me congelaba en las venas cuando escuché el
estampido de unos pasos furiosos, que antes había confun-
dido con los de Toine, resonando sobre la tierra. Me acerqué
a mi compañero.
–¿Los oyes? –le pregunté en voz baja.
–Sí, chico –me contestó con una extraña calma–, pare-
cen los latidos de un corazón gigantesco que estuviese bajo
nuestros pies.
De nuevo volvieron a escucharse una especie de chirri-
dos, acompañados por el mismo sonido que produce un

[399]
Michel Bernanos

árbol cuando su tronco ha sido cortado casi por completo y


comienza a doblarse hasta caer sobre el suelo. Al mismo
tiempo, aquella luminosidad fría y densa, que parecía ase-
mejarse al mercurio esparciéndose por un agua oscura,
comenzó a brillar con más fuerza. El bosque al completo se
hizo visible. Arqueándose lentamente, los troncos de los
árboles crujían como la madera al romperse. Recordé lo que
me había contado Toine. ¿Estaba ocurriendo de nuevo aquel
extraño fenómeno? Ya no tenía dudas: aquel bosque inmen-
so volvía a postrarse en su increíble saludo. Se inclinaba ante
algún misterio. Como los monjes que se descubrían la cabe-
za, el bosque tocó la tierra con su frente verdosa. Los crujidos
me ponían los nervios de punta, ya de por sí bastante casti-
gados. Los troncos de los árboles tenían tal inclinación que
esperaba que fueran a quebrarse en cualquier momento. Las
hojas que nacían en las ramas tocaban la cubierta vegetal del
bosque bajo. Y entonces las ramas se desplegaron como si
fueran brazos extendidos, y los penachos verdosos se arquea-
ron sobre el terreno, mostrando los pálidos colores de sus
recientes retoños. Mi mirada se dirigió a la más alta de las
montañas que se erguían en la lejanía. Era tan roja como una
fragua ardiente. Y el latido, que por breves momentos había
menguado, volvió a resonar con repentina y diabólica vio-
lencia. Se produjo un largo suspiro, y luego la pálida luz
comenzó a oscurecerse y los árboles retornaron a sus posicio-
nes habituales, irguiéndose de nuevo lentamente sobre los
cielos sombríos. El silencio volvió a reinar en el bosque. Tan
sólo la montaña, que parecía inclinarse sobre las sombras,
continuó reluciendo durante un rato, hasta que poco a poco
su fulgor fue decreciendo, como si cayera dormida. Las des-
conocidas estrellas volvieron a titilar en el cielo.

[400]
Al otro lado de la montaña

–¡Se acabó! –dijo Toine.


Se tumbó de nuevo sobre la tierra. Me quedé a su lado
mientras seguía hablando:
–Ahora podemos dormir. Ya no volverá a moverse. Me
he quedado despierto a propósito para confirmar que lo que
había visto la noche anterior iba a volver a producirse.
Entonces le pregunté algo que me bullía en la cabeza.
–¿Cómo tuviste el coraje suficiente para atreverte a coger
la fruta?
–Pues, en primer lugar, cuando llegué al bosque los árbo-
les ya estaban en el suelo. Tenía tanta hambre que sólo me
fijé en la fruta y no se me ocurrió hacerme más preguntas.
Además, esa luz que tú creías que anunciaba la aurora tam-
poco brillaba entonces. Tengo que admitir que, de haber
sido así, jamás me habría atrevido a acercarme a los árboles
por nada del mundo. ¿No tuviste la sensación de ser obser-
vado a través de una mortaja que rodeara nuestros cuerpos
extintos?
El cansancio se superponía a nuestras emociones, ya no
teníamos el control sobre nuestros propios actos. Nos hun-
dimos en un sueño que se asemejaba más a un oscuro desva-
necimiento.

Cuando nuestros sentidos volvieron a entrar en contacto


con la realidad (pero, ¿cuál era la verdadera realidad?) la luz
rojiza de un nuevo día brillaba en el cielo. Los dos permane-
cimos recostados sobre el suelo, escuchando los murmullos
cantarines de la cercana cascada que eran acompañados por
el susurro de una suave brisa que se deslizaba entre las hojas
del renacido bosque. De repente, Toine rompió el silencio:
–¿Qué tal si nos damos un baño, chico?

[401]
Michel Bernanos

Le miré sorprendido. Sonrió y su rostro rugoso pareció


iluminarse.
–¿Y por qué no? Nos hará bastante bien –añadió.
Se incorporó y empezó a desvestirse. Luego se metió
dentro del río. Al rato vi su cabeza sobresaliendo en medio
de la corriente.
–Vamos, ven; aquí no te cubre.
Pero nada más acabar de decir la frase desapareció repen-
tinamente. Mas enseguida volvió a aparecer sobre la superfi-
cie del agua. Luego empezó a nadar de vuelta a la orilla.
Cuando salió del agua se tumbó boca arriba sobre la hierba
sin decir una sola palabra. Intrigado, me acerqué hasta don-
de estaba. Su cuerpo delgado y vigoroso, increíblemente jo-
ven para sus años, se estremecía lleno de escalofríos.
–¿Pero qué diablos te pasa para comportante de esa
manera? –le pregunté.
Transcurrieron varios minutos antes de que me contesta-
ra. Luego se volvió hacia mí con una expresión extraña en
sus ojos y dijo con suavidad:
–Muchacho, estoy empezando a dudar de lo que acabo
de ver. En el preciso momento en el que te decía que me
acompañaras, noté que la arenilla que había bajo mis pies
desaparecía repentinamente y sentí como si algo me succio-
nara hacia abajo. Al principio pensé que me hallaba sobre
un banco de arenas movedizas y hundí la cabeza para ver
cómo podía librarme de ellas. Y entonces descubrí que una
buena parte de mi pierna había desaparecido en medio de
una especie de agujero con forma de boca, ¡y que este se esta-
ba moviendo! ¡Chico, tuve que separar dos labios de arena
para poder escapar!
Una sonrisa triste se dibujó en su rostro.

[402]
Al otro lado de la montaña

–Pensarás que estoy loco, claro.


–Desde luego que no –le contesté en un tono de voz que
esperaba fuera lo suficientemente tranquilizador. Después
de todo lo que nos había sucedido jamás se me habría ocu-
rrido dudar de lo que dijera mi compañero. A pesar del ho-
rror que iba adueñándose de mí, le miré directamente a los
ojos y proseguí:
–Fuera lo que fuera ya no importa. ¿Acaso no me has di-
cho cientos de veces que, si queremos salir de este lugar, no
debemos permitir que cunda el desánimo entre nosotros?
Así que será mejor que nos centremos en un solo objetivo:
encontrar una salida.
Mientras hablaba vi que el rostro de mi compañero se
tranquilizaba y que un brillo débil volvía a aparecer en las
profundidades de sus ojos negros. Cuando terminé de ha-
blar, lanzó un silbido y exclamó lleno de admiración:
–¡Bien, hagámosle caso a mis palabras! ¡Ya somos hom-
bres de nuevo! ¡Hombres de verdad! Ya no existe ninguna ra-
zón en el mundo por la cual no podamos salir de este enre-
do. ¡Palabra de honor del viejo Toine!
Esas palabras, viniendo de él, me causaron una profunda
alegría. Tenía razón. Ahora me sentía capaz de cualquier
cosa, capaz incluso de superar la más adversa de las situacio-
nes. Mi angustia aún no había desaparecido, pero al fin me
estaba acostumbrando a ella. Valor, pensé, no se trata más
que de eso.

[403]
Michel Bernanos

Capítulo XI

Seguimos la orilla del río hasta la cascada. Hacía muchí-


simo calor. La fresca brisa de la mañana se había extinguido
con un último suspiro. Pronto llegamos a la cascada en cu-
yos alrededores nacían las gigantescas flores. Cuando volví a
verlas no pude evitar que un escalofrío recorriera mi espina
dorsal. Incluso me dio la sensación de que habían crecido,
de que los brotes se habían multiplicado desde mi anterior
visita. ¿Era eso posible en tan breve espacio de tiempo? Toi-
ne, que las observaba con sumo interés, murmuró para sus
adentros:
–Hay algo extraño en estas plantas devoradoras de carne.
Yo no sabía a qué se refería. Tengo que confesar que no
tenía ninguna intención de hacer futuras indagaciones so-
bre el asunto. La simple contemplación de aquellos vegeta-
les monstruosos bastaba para aterrorizarme. Para evitar
mirarlos me dediqué a contemplar los reflejos que la luz
rojiza del sol dibujaba sobre la espuma de la cascada.
La voz de Toine me hizo dar un respingo.
–Muchacho –dijo–, en vez de soñar despierto deberías
ayudarme a descubrir cómo es posible que unas plantas que
sólo se alimentan de carne puedan arreglárselas para vivir en
un lugar en el que no hay más que minerales y vegetales.
El comentario de Toine me sorprendió al principio. Te-
nía razón. ¿Cómo era posible que este mundo del revés
pudiera existir por sí mismo si no parecía contener ningún
tipo de vida animal, ya fuera en el mar, el río, la tierra o el
aire? Excepto aquellas estatuas con formas humanas y de
animales, no había ninguna otra prueba de que existiera al-

[404]
Al otro lado de la montaña

gún tipo de vida carnal. Y sin embargo, nuestra presencia en


el lugar atestiguaba que los seres humanos podían ser capa-
ces de vivir en semejantes parajes.
–Mira, chico, cualquiera diría que este es un mundo he-
cho de silencios –dijo Toine, casi contestando a mis pensa-
mientos.
–No, no exactamente –le respondí–. La cascada emite
los mismos sonidos que cualquier otra cascada del mundo
normal, la noche pasada los árboles crujieron ruidosamente,
y también están esos latidos interminables que parecen sur-
gir del interior de la tierra.
–Es cierto, pero no creo que todos esos sonidos pertenez-
can a un mundo normal y corriente, tal y como el que noso-
tros conocemos. Incluso las frutas de los árboles me resultan
desconocidas. A lo mejor vas a decirme que eso es natural,
que las cosas cambian según la región en la que nos encon-
tremos. Pero yo te digo que he recorrido todos los rincones
del mundo y que jamás he visto nada igual. Lo mismo ocu-
rre con los árboles. Reconozco que existe una gran variedad
de especies diferentes, pero las de aquí son demasiado dife-
rentes, y eso es del todo imposible. ¡Mi viejo cerebro no es
capaz de entenderlo! Tengo demasiados años para confun-
dir la realidad con los sueños. Además, no quiero asustarte,
pero ¿no es verdad que esta mañana he estado a punto de ser
devorado por un banco de arena en el fondo del río?
Me estremecí al pensar en ello. Llenamos la garrafa con
las frescas aguas de la cascada, luego nos internamos en el
bosque de camino a la montaña.
La marcha fue muy cómoda al principio. Los árboles
estaban bastante separados entre sí, el sotobosque no difi-
cultaba nuestra progresión y caminábamos fácilmente, sin

[405]
Michel Bernanos

apenas hacer ruido, sobre una alfombra de musgo, evitando


las enredaderas que colgaban de las ramas inmutables,
aunque vigilantes, de los árboles. Pero, ¡ay!, justo cuando
empezábamos a congratularnos por la facilidad de nuestro
avance, nos dimos cuenta de repente de que los árboles
comenzaban a ser más numerosos y que de las enredaderas
más bajas sobresalían un conjunto de zarcillos que confor-
maban una especie de bosque en miniatura. Y por si esto no
fuera lo suficientemente descorazonador, el día empezó a
declinar.
Hacía tiempo que el sol, cuyos rayos se colaban ocasio-
nalmente entre el follaje, se había oscurecido, y pronto nos
vimos atrapados en medio de la oscuridad de aquella cortina
verdosa. Como nos repugnaba hacer noche en el bosque,
seguimos avanzando con la esperanza de encontrar algún
claro. Continuamente nos veíamos obligados a apartar las
enredaderas que colgaban de las ramas. Sus tallos fibrosos se
retorcían como serpientes a nuestro alrededor. Hicimos tur-
nos para llevar la pesada garrafa, pero esta dificultaba terri-
blemente nuestra progresión. Sin embargo, no podíamos
deshacernos de ella.
Toine fue el primero en parar.
–No podemos seguir avanzando, chico. Ni tan siquiera
sabemos si andamos en la dirección adecuada. Tenemos que
hacer noche aquí. Sí, ya sé que no es un lugar demasiado
agradable, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Ya no pode-
mos guiarnos por la luz del día.
Nos recostamos el uno al lado del otro sobre la tierra de
un pequeño claro libre de enredaderas. Pero, ¿cómo podía-
mos conciliar el sueño con los nervios en tensión? Por enci-
ma de nosotros, sobre las ramas más altas, comenzó a soplar

[406]
Al otro lado de la montaña

una suave brisa, produciendo un sonido similar al maullido


de un tigre o de un gato, mientras que de abajo, del interior
de la tierra, volvió a surgir aquella especie de latido sordo; a
nuestro alrededor, las enredaderas, al arrastrarse, producían
un bisbiseo de reptil.
No pronunciamos ni una sola palabra. ¿De qué servía
dar rienda suelta a nuestros miedos? Ambos sabíamos que
los dos estábamos pensando lo mismo. Según fue pasando el
tiempo comencé a albergar la esperanza, muy a pesar mío,
de que la noche transcurriría sin mayores contratiempos.
Estaba casi dormido, al borde de esa línea fronteriza que
separa el sueño de la vigilia.
De repente me incorporé de golpe y así el brazo de Toine.
–¿Oyes eso? –grité, completamente aterrorizado.
De nuevo se escuchaba aquel infernal sonido que ya nos
resultaba tan familiar. El bosque al completo vibraba y se
estremecía, y los árboles volvían a crujir mientras comenza-
ban a reclinarse sobre el suelo. Pero aquella vez resultaba
infinitamente más aterradora ya que nos encontrábamos en
el centro de un fenómeno que podía llegar a aplastarnos.
Toine empezó a gritar también, y nuestras voces se mezcla-
ron grotescamente con los crujidos de los árboles. Nos pusi-
mos en pie, intentando protegernos con los brazos de las
masas enormes de ramas que parecían a punto de descender
sobre nosotros.
–Tenemos que situarnos en la base del tronco más cercano
para evitar ser aplastados –dijo Toine, tras recobrar el juicio.
Seguí su consejo, aunque estaba sorprendido de que un
hombre como Toine pudiera albergar la esperanza de escapar
de aquellos monstruos vegetales que nos rodeaban. Me situé
en la base de uno de los árboles, pero descubrí que Toine no se

[407]
Michel Bernanos

hallaba conmigo. Presa del pánico, me había alejado sin dar-


me cuenta. Le llamé a voces, pero, en medio de aquella confu-
sión de gruñidos, gritos y chasquidos, era imposible escuchar
nada. Al fin me di por vencido y trepé a mi tronco de la mis-
ma manera que un náufrago a los restos de un naufragio. Po-
día sentir la vida palpitar en el interior del árbol. La savia
comenzó a gotear sobre mi cuerpo. Lágrimas de sangre, pensé
horrorizado. Cuando noté que las ramas rozaban la tierra creí
que todo había terminado. Cerré los ojos como un niño, en
un gesto inútil de autoprotección.
El estruendo espantoso producido por el roce de las ra-
mas contra el suelo fue seguido por un silencio sepulcral. Un
martilleo continuo volvió a emerger de las profundidades de
la tierra, y pronto se hizo ensordecedor. Finalmente, este
sonido también cesó y pude oír a Toine que me llamaba.
Aún seguía con los ojos cerrados, como en espera de la
muerte, y me sentía incapaz de dar una explicación válida.
No hay nada que hacer, me decía, sólo un milagro puede sal-
varnos. Pero los gritos de Toine se hicieron más insistentes y
al fin me decidí a abrir los ojos. El bosque recuperaba su
estado normal y permanecía bañado por una luz indefini-
ble. En medio de aquella fosforescencia de ultratumba pude
ver que los árboles volvían a enderezarse. También vi a Toi-
ne, envuelto en la misma luminosidad, a unos cuantos me-
tros de donde yo estaba. De repente descubrí que volvía a es-
tar erguido.
–Aquí, Toine. Estoy aquí.
Se volvió para mirarme y luego empezó a acercarse con
una nota de asombro en los ojos.
–¿Sabes que brillas con la misma fosforescencia de los
árboles del bosque? –dijo nada más ponerse a mi lado.

[408]
Al otro lado de la montaña

–Tú también.
Toine se miró.
–En ese caso, chico, es que nosotros también estamos
malditos, como el propio bosque.
Me sentía tan contento por seguir aún con vida que esta-
llé en carcajadas. Eso hizo que Toine se enojara. Pero pronto
se calmó y puso una mano en mi hombro.
–Perdona, chico, creo que, con todos estos extraños
sucesos, estoy perdiendo mi sentido del humor.
Le sonreí. Al verle en aquel curioso estado, empecé a pen-
sar que quizás no andaba muy descaminado al decir que está-
bamos malditos. Por fin la inquietante luz comenzó a desva-
necerse y la noche volvió a recuperar su antigua serenidad.
Al igual que ya sucediera antes, ambos nos sumergimos
en un profundo sueño. Algo que no era la angustia ni el can-
sancio –o, al menos, así me lo parecía a mí– nos hacía
sumergirnos en una especie de sopor casi cataléptico. Cuan-
do salimos de él, los rayos rojizos del sol se colaban entre el
verde follaje del bosque. Mi compañero –ya lo había notado
antes– siempre despertaba de este letargo considerablemen-
te más envejecido y amargado. De repente me dio por pen-
sar que a lo mejor me estaba ocultando algo de toda aquella
pesadilla. Deseaba con todas mis fuerzas creer que nuestra
salvación se encontraba más allá de aquellas montañas.
–¿Tienes hambre, chico? –preguntó Toine mientras se
incorporaba con gran esfuerzo.
–Sí que la tengo –respondí con ansiedad–. Pero eso no
cambiará las cosas, ya que no hay nada que comer.
–Bueno, ya veremos.
Toine desapareció tras un arbusto y le vi regresar casi al
instante con los brazos cargados de fruta. Estaba asombrado.

[409]
Michel Bernanos

¡Qué gran fuerza de voluntad para atreverse a coger los fru-


tos de las ramas recién caídas sobre el suelo!
–¿Es que nada te asusta?
–Claro que sí –respondió, dejando que la fruta cayera a
mis pies–. El hambre.
Ya estaba devorando la carnosa pulpa de una fruta enor-
me. Pronto seguí su ejemplo.
Comimos en silencio durante un rato. Toine se sació
mucho antes que yo. Su apetito era menos acuciante que el
mío, seguramente por la diferencia de edad entre ambos.
Una vez satisfechos por la comida, y tras saciar nuestra sed
con el agua de la garrafa, volvimos a retomar la senda mati-
zada de tonos rojizos y verdes.
Progresamos con lentitud. El bosque era ahora casi
impenetrable y los arbustos espinosos nos arañaban con
crueldad. Las vigorosas enredaderas no nos daban ni un
momento de respiro y con frecuencia nos veíamos obligados
a alterar nuestro rumbo. Aunque la cubierta vegetal se iba
haciendo cada vez más intrincada, fuimos incapaces de ver
cualquier tipo de animal, ni tan siquiera esos insectos tan
comunes que suelen revolotear entre los arbustos. Estába-
mos como atrapados en medio de un mundo mineral y
vegetal.
En esta extraña región, la única vida presente tenía lugar
por la interrelación entre ambos mundos, como si Dios no
hubiera pensado en otro tipo de existencias.
Por fin llegamos a las lindes de un claro. ¿Era prudente
seguir más allá? La hierba que crecía en aquel terreno era
anormalmente verde y estaba cubierto de esas flores, delica-
das y de colores violeta, que resultaban tan sorprendentes
por su tamaño gigantesco. Aunque no se parecían en nada a

[410]
Al otro lado de la montaña

las flores de la cascada, tampoco existía ninguna razón para


pensar que no fueran carnívoras.
–Chico –dijo Toine, con voz firme–, tenemos que atra-
vesarlo. No hay elección.
Fue el primero en cruzar el claro. Nuestro asombro fue
mayúsculo al ver que las flores retrocedían según íbamos
avanzando, retirándose con la misma gracia y delicadeza que
mostraban sus figuras. Tremendamente sorprendidos ante lo
que veíamos, y pensando que nos habíamos vuelto locos,
dejamos de caminar. Las flores se detuvieron al instante.
Toine suspiró:
–¡Esto no tiene sentido!
Tras unos minutos de silencio añadió:
–A lo mejor se trata de una pesadilla, pero no me negarás
que es muy hermosa.
En verdad, nadie podría permanecer indiferente ante la
contemplación de aquel inmenso océano verde por el que
desfilaban con gracia unas flores enormes y tan elegantes
como las del mundo real. Todo el lugar se llenó de un
extraordinario perfume. Al fondo, muy lejos, podíamos ver
las formidables montañas, cuyas crestas se perdían entre el
rojo del cielo.
Fuimos detrás de las flores hasta que nos percatamos de
que nos llevaban a un terreno pantanoso. Para evitar las cié-
nagas tuvimos que regresar a las lindes del bosque.
Resultaba imposible atravesar la espesura, de manera
que nuestro camino se hizo mucho más largo. Pero al menos
podíamos andar normalmente y no era preciso apartar las
enredaderas ni exponerse a los arbustos espinosos. Contem-
plé con cierta aprensión cómo las sombras nocturnas iban
cayendo poco a poco sobre nosotros. La posibilidad de dor-

[411]
Michel Bernanos

mir al lado de aquellas flores no me atraía demasiado. Se lo


hice saber a Toine.
–No te preocupes demasiado, chico –me respondió–.
Nada puede ser peor que ese bosque al postrarse. ¿Qué daño
van a hacernos?
–Te olvidas de las flores de la cascada. Recuerda que me
atacaron.
–Es cierto. Pero estas huyen cuando nos acercamos. Así
que, a lo mejor, no hay por qué temerlas.
Esperamos a que la noche cayera por completo antes de
detenernos. Luego nos tumbamos sobre la hierba fresca. Un
profundo silencio se abatió sobre nosotros, interrumpido de
cuando en cuando por los susurros sigilosos que producían
las flores al moverse. Cuando la inmensidad del cielo se cu-
brió de estrellas, Toine exclamó de repente:
–Como buen marino, estoy acostumbrado a fijarme en
la posición de las estrellas. Pues bien, esta noche ya no se
encuentran en el mismo lugar. ¿Quiénes han cambiado,
ellas o nosotros?
Al ver que no entendía lo que estaba tratando de decir-
me, Toine me explicó pacientemente:
–Atiende. No es muy complicado. Si te diriges al norte,
verás que el cielo está lleno de estrellas, desde el norte hacia
el sur. Y al revés. Pero esas estrellas siempre serán las mismas,
no importa dónde te encuentres. Simplemente las verás más
cerca o más lejos sobre el horizonte. Pero aquí no sucede
nada de eso, en el cielo que vemos todas las noches desde
que nos encontramos en este lugar. Es decir que, o bien las
estrellas se desplazan en el firmamento, o somos nosotros los
que nos desplazamos con respecto a él. En cualquier caso,
nada me resulta familiar en este universo. Jamás he visto an-

[412]
Al otro lado de la montaña

tes ni una sola de esas estrellas. Estoy empezando a pensar


que nos hallamos bajo un cielo completamente diferente al
nuestro.
El razonamiento de Toine era bastante lógico. Y sin
embargo, yo no podía admitir que nos encontráramos en
cualquier otro lugar que no fuera nuestra buena y vieja Tie-
rra. ¿Qué sería de nosotros si lo que decía Toine resultaba
cierto?

Sentí que alguien me sacudía, pero estaba tan profunda-


mente dormido que me negaba a abrir los ojos. Quería per-
manecer en soledad, envuelto en una noche eterna. Pero
Toine no era de los que se dan por vencidos. Siguió sacu-
diéndome.
–Levántate, jovencito.
Por fin abrí los ojos. El cielo estaba tan negro como un
pozo sin fondo.
–¿Por qué me has despertado? –suspiré adormilado–.
¡Estaba completamente dormido!
–¡Por todos los diablos! ¿Es que no lo ves? ¡Mira al claro!
Volví la cabeza. El terreno estaba completamente ilumi-
nado por la luz fosforescente del bosque virginal que de nue-
vo había empezado a resplandecer plateado. Pero había algo
aún más extraordinario –y yo me incorporé sobre los hom-
bros para poder contemplarlo mejor–: las flores ejecutaban
una especie de danza diabólica, y sus pétalos brillaban bajo
aquella luz fantasmal como las hojas de un lirio medio sumer-
gido en el agua. Sobre las crestas de las montañas, el horizonte
era tan rojo como las ascuas de un fuego gigantesco, y la tierra
vibraba a ráfagas, como los latidos de un corazón desenfrena-
do. Mis ojos no podían apartarse de aquel espectáculo. Y me

[413]
Michel Bernanos

pregunté asombrado por qué no podía dejar de mirar cuando


las sombras, que poco a poco volvían a tomar posesión del
claro, terminaron por borrar toda señal del drama.
No podía volver a dormirme. Tampoco Toine. Pasamos
las últimas horas antes del amanecer contemplando aquel
universo ominoso. Pero nada volvió a moverse.
El inmenso claro se hizo visible de nuevo bajo las primeras
luces de la aurora. Las flores habían desaparecido. Sólo algu-
nos pétalos –como náufragos en un océano verde– quedaron
dispersos para convencernos de que no lo habíamos soñado.
Antes de retomar nuestro camino, devoramos un poco
de hierba para aplacar el hambre. Por primera vez me di
cuenta de que nuestra piel cada vez parecía más áspera y
rugosa, como si la cubriera una capa de barro seco. Se lo
comenté a Toine y él me respondió cansinamente:
–Nos daremos un baño cuando encontremos algún río.
No es más que mugre.
No volvimos a hablar de ello.
Bordeamos el inmenso claro viviente, pero pronto
empezamos a sentir que estábamos caminando en círculos y
que nunca nos dirigíamos hacia delante. Sin embargo, a me-
dia tarde, llegamos al fin a los límites exteriores de lo que
creíamos una región sin límites. Abajo, en un nivel inferior,
se abría un desfiladero, un verdadero abismo que tendría-
mos que cruzar si queríamos llegar a las montañas que se er-
guían, majestuosas, sobre el horizonte.
–No sé cómo vamos a cruzarlo –dije.
Toine se encogió de hombros.
–No veo otro camino para llegar a nuestra meta. El desfi-
ladero se pierde a derecha e izquierda. Es como una línea
divisoria.

[414]
Al otro lado de la montaña

La rabia, casi odio, creció en mi corazón.


–¡Pero es totalmente absurdo! ¿Por qué tenemos que
esforzarnos tanto para alcanzar esas montañas? Después de
todo, no hay ninguna razón para creer que estaremos a salvo
cuando alcancemos sus cumbres. Es más, seguramente
moriremos de sed y de hambre.
–Lo sé –respondió Toine con calma infinita–. ¿Pero de
verdad piensas que podremos subsistir aquí, en medio de es-
tos condenados bosques, con todas esas flores carnívoras y
demás? No, esta región no está hecha para el hombre. A lo
mejor, al otro lado de las montañas tenemos la oportunidad
de regresar al mundo que nos es familiar. Así pues, mucha-
cho, da igual morir aquí que allí, lo importante es seguir
luchando. Estoy tan cansado como tú de todo esto. Si no
quieres continuar, seguiré solo. Y si lo consigo, volveré a por
ti. A ningún hombre que se respete a sí mismo se le ocurriría
abandonar a un amigo.
Las palabras de Toine, que expresaban tanto amargura
como una determinación inquebrantable, lograron disipar
mi rabia.
–Si uno de nosotros está dispuesto a seguir, el otro le
acompañará –dije–. Pero ¿cómo vamos a cruzar el abismo?
–Yendo hasta allí –dijo Toine, señalando con el dedo.
Mi mirada se centró en el brazo extendido de Toine. La
extraña costra que Toine atribuía a la mugre se había hecho
más espesa, y también sus piernas y espalda, que ahora exa-
minaba con atención, estaban cubiertas de la misma sustan-
cia. Acosado por un terrible presentimiento, empecé a ras-
carme frenéticamente. Pero la costra estaba tan adherida a
mi piel como el cemento a una roca.
–¿Estás seguro de que tan sólo se trata de mugre? –le pre-

[415]
Michel Bernanos

gunté desesperado–. Me ocultas algo. ¡Estoy seguro! ¡Por fa-


vor, te lo ruego, dime qué está pasando!
Me respondió con el mismo tono de voz, cansino y triste:
–Escucha, chico, no estás herido, ¿cierto? Entonces, no te
preocupes por nada. Puede ser debido a este calor infernal.
Sabía que estaba intentando tranquilizarme, que, en el
fondo, no se creía ni una sola palabra de lo que decía. No
obstante, ya no volví a mencionar el asunto y dediqué todas
mis fuerzas a superar aquel nuevo temor que lenta, aunque
inexorablemente, iba invadiendo mi cerebro.
Toine marchaba en cabeza, dirigiéndose al lugar que
consideraba más propicio para afrontar el descenso del des-
filadero. Empezamos a bajar. En esos momentos me tocaba
acarrear con la garrafa y resultaba un verdadero martirio car-
gar con ella. Entonces sentí que estaba a punto de resbalar y
tuve que soltarla para poder asirme a la tierra. La garrafa
empezó a rodar por la pendiente hasta desaparecer de nues-
tra vista.
–No te preocupes –dijo Toine, al darse cuenta de mi
desesperación–. Me sorprendería mucho que no encontrá-
ramos agua allá abajo. De todas formas, es mejor que haya
sido la garrafa la que ha caído y no tú.
La voz de Toine me sonó extraña, como si en realidad no
le diera importancia a nada. Mas no supe decir si era por
causa de que tenía esperanzas de encontrar vida al otro lado
de la montaña, o... no, no, ¡prefería no pensar en la otra
posibilidad!
Tras un descenso largo y doloroso nuestros pies tocaron
roca viva. Era un peñasco inmenso que sobresalía por enci-
ma del abismo. Nos tumbamos bocabajo y fuimos arras-
trándonos hasta que pudimos contemplar el fondo del

[416]
Al otro lado de la montaña

barranco. Varios fuegos ardían en la base y pudimos com-


probar su extraordinaria profundidad.
–¿Tienes alguna idea de lo que significa todo eso? –pre-
gunté.
Toine miraba fijamente el resplandor azulado cuyas
sombras parecían animar la muerta superficie del desfilade-
ro. Estábamos rodeados por dos paredes rocosas. Una espesa
nube de un humo, que olía de manera repugnante, flotaba
sobre nuestras cabezas y la temperatura cada vez resultaba
más cálida. La luz rojiza del sol declinaba rápidamente.
Pronto sólo pudimos guiarnos por el resplandor de aquellos
fuegos azulados. El sudor rezumaba a través de la costra que
cubría nuestra piel, y era de un color amarillo y tan denso
como el pus. Al mismo tiempo, y esto resultó bastante sor-
prendente, desapareció la fatiga que nos invadía. ¿Era por
causa de aquellas misteriosas fumarolas? No tenía ni idea.
Pero una cosa sí era cierta: llegamos al fondo en un estado
que casi podríamos calificar de eufórico. Toine sonreía de
nuevo y tenía el rostro surcado de arrugas que eran rápida-
mente cubiertas por aquella costra. Los fuegos estaban mu-
cho más lejos de lo que habíamos imaginado cuando los vi-
mos desde arriba. Emitían un suave siseo mientras surgían
de la tierra a través de unos pequeños cráteres. No tuvimos
ninguna dificultad para evitarlos.
Ahora teníamos que subir al otro lado. Nuestras fuerzas se
habían quintuplicado por algún motivo misterioso; nos pre-
paramos para escalar la pared. De tanto en tanto encontrába-
mos puntos de apoyo y pudimos progresar con relativa facili-
dad. Tuvimos mucha suerte, pues ya habíamos escalado la
mitad de la pendiente cuando el terrorífico latido empezó a
resonar con violencia, haciendo que las paredes del abismo se

[417]
Michel Bernanos

estremecieran. Al mismo tiempo, unas llamaradas gigantes-


cas surgieron de la tierra y casi nos abrasaron, calentando el
aire de una manera insoportable. Estaba a punto de soltarme
de la pared cuando, repentinamente, todo volvió a la norma-
lidad. El silencio nocturno cayó sobre nosotros sin otra luz
que la de aquellas estrellas desconocidas.
Como era imposible retroceder o seguir hacia delante
decidimos permanecer allí, colgados en el abismo, hasta que
llegara la aurora. El cansancio volvió a envolvernos y, si la
pendiente no se hubiera suavizado un poco, seguramente
habríamos caído al abismo, estrellándonos contra el fondo.
La pared parecía no acabar nunca. Abajo, el primer fuego
empezó de nuevo a arder. Al rato fue seguido por otro y,
enseguida, por un tercero. Un instante después, el abismo al
completo parecía en llamas. De nuevo experimentamos
aquella maravillosa sensación de fuerza y bienestar que
habíamos sentido el día anterior. Pero, cuando al fin pude
distinguir las facciones de Toine, comprobé horrorizado que
la repugnante costra se había extendido de manera alarman-
te. En los ojos de mi compañero vi que mi rostro también
había sufrido la misma transformación. Reemprendimos el
ascenso sin intercambiar ni una sola palabra.
Mientras escalábamos la fatiga volvió a hacer presa en
nosotros. Observé a Toine furtivamente. Su rostro se parecía
cada vez más a una máscara, y también yo, como reaccio-
nando a la tensión de aquel difícil ascenso, sentía que mis
facciones se endurecían. Salimos de aquella cavidad enorme
justo cuando el sol empezaba a lucir, tiñendo de violeta los
cielos en los que aún se demoraba la noche. Las cumbres de
la imponente cadena de montañas seguían ocultas bajo las
sombras. Ya no quedaba mucho para llegar a ellas. Tan sólo

[418]
Al otro lado de la montaña

nos separaba una corta llanura desértica que, a primera vis-


ta, parecía bastante practicable. Pero sólo se trataba de una
ilusión: en cuanto pusimos el pie sobre aquel terreno nos
hundimos hasta las rodillas. Nos resultaba tremendamente
difícil avanzar. Y, cuando la noche se disipó y el sol rojizo y
sangriento ocupó su lugar, descubrimos que estábamos
rodeados por todas partes de un polvo rojo, un recordatorio
de la sangre seca y coagulada en la que pensamos que se ha-
bía convertido. Todo eso debería habernos parecido horri-
ble y atroz, pero, en lugar de ello, daba la sensación de que
ya no nos importaba ni lo repugnante ni lo monstruoso. El
cansancio volvió a desaparecer y pudimos seguir escalando
sin detenernos ni un momento a descansar cuando llegamos
al pie de la montaña más alta. Pero, a pesar de la curiosa
tranquilidad que se había asentado sobre nosotros tan mis-
teriosamente mientras ascendíamos, no pude evitar volver
la vista hacia el rostro de Toine y descubrir, con gran repug-
nancia, que, literalmente, se estaba convirtiendo en barro.

Capítulo XII

La montaña estaba compuesta por una especie de léga-


mo que a veces se encuentra en las rocas del fondo de los
océanos, rocas tan porosas que parecen esponjas. Pero, al
contrario que las esponjas, la montaña resultaba áspera y
abrasiva como la piedra pómez.
Apenas habíamos avanzado cien metros cuando descu-
brimos, para nuestro asombro, un gran número de aquellas
estatuas con formas humanas y de animales que ya nos

[419]
Michel Bernanos

resultaban tan familiares. Estaban adheridas a la montaña.


Aunque suena extraño, experimenté una especie de cariño
fraternal por esas figuras terrosas, a pesar de que por las
otras, las que había en la gruta y en la aldea, no había sentido
nada parecido. Cuanto más progresábamos a través de aquel
terreno vitrificado, más grande era el número de figuras fan-
tasmales unidas por la espalda a la ladera de la montaña. Sus
picos, sus bocas o sus hocicos mostraban una única expre-
sión: miedo.
Seguimos ascendiendo sin descanso durante todo el día,
hablando lo menos posible porque las palabras nos provoca-
ban un fuerte dolor físico. Con frecuencia intercambiába-
mos la mirada, y en nuestros ojos se reflejaba el espanto que
sentíamos. Poco a poco, mientras la costra que nos cubría se
iba haciendo más densa, notamos que nos convertíamos en
algo mineral. Al fin, el enorme disco rojizo se hundió bajo
un lejano horizonte en el que seguramente sólo existía una
inmensa vacuidad.
Un ejército de seres minerales nos rodeaba en aquella luz
crepuscular, irradiando suaves reflejos púrpura sobre las som-
bras. El latido monótono volvió a comenzar. Cuando la no-
che se hizo dueña de los cielos, la llanura y los bosques bulle-
ron de vida bajo la pálida luminiscencia que tan bien
conocíamos. Un murmullo, similar a los susurros de alguien
que está orando, se elevó a nuestro alrededor. Estábamos
tumbados sobre la ladera de la montaña, como las estatuas,
mirando fijamente hacia el bosque, las espaldas pegadas a la
piedra. El miedo engendra miedo. Los que nunca han senti-
do algo así no saben lo que es el espanto. Cuando, como un
estertor de muerte, comenzó aquella especie de gruñido, sen-
tí, debo confesarlo, que me estaba convirtiendo en esas cosas

[420]
Al otro lado de la montaña

de tierra que nos rodeaban por doquier. Me las arreglé para


abrir mi boca contrahecha y expresar en voz alta mis pensa-
mientos. Esperaba que Toine pudiera oírme, y así fue. Segu-
ramente él también estaba experimentando la misma angus-
tia que yo, pero se las apañó para emitir una sonrisa grotesca.
Era un hombre extraordinariamente valeroso y seguiría
intentando tranquilizar a su joven compañero hasta el fin.
Retornamos a nuestra silenciosa contemplación. El bos-
que se hizo claramente visible. Los troncos y las ramas de los
árboles brillaban con aquella luminosidad plateada y el lati-
do que surgía del centro de la montaña se hizo más y más
violento, alumbrando las sombras que nos rodeaban. Todo
resultaba tan extraño que, en mi locura, esperé que tan sólo
se tratara de una pesadilla, y que pronto despertaría y me
encontraría en el mundo real. La mano que Toine acababa
de poner en mi brazo hizo desaparecer aquella ilusión.
–¡Mira! –exclamó.
Su mano, casi convertida en barro, señaló al bosque en el
que los árboles brillaban con resplandores metálicos. Me
separé bruscamente de la ladera de la montaña con un extra-
ño sonido. Sentí cierta humedad en mi mano cubierta de
fango y examiné el lugar en el que había estado tumbado.
Un líquido denso y oscuro manaba de la piedra esponjosa.
Me sentí derrotado.
Pero Toine siguió señalando el bosque. Las estrellas titila-
ban fríamente sobre la bóveda celeste. La montaña estaba
completamente iluminada. Unas llamas azules surgían del
abismo que acabábamos de atravesar.
Lentamente, más allá del desierto de polvo rojo, más allá
del desfiladero y del claro, el bosque al completo se inclina-
ba en reverencia. Esta especie de adoración de la naturaleza

[421]
Michel Bernanos

nos cautivaba. Mientras tanto, la montaña había empezado


a estremecerse con violencia. Acto seguido, como ocurría
todas las noches, las estrellas se difuminaron y fueron desa-
pareciendo una tras otra. Y luego, todo ese misterio de la
naturaleza dejó de ser visible, la noche lo había ocultado de
nuestros ojos enfermos. Y también nosotros acabamos
engullidos por una profunda oscuridad. No sentimos nin-
guna otra cosa, no fuimos nada. Las sombras del olvido nos
envolvieron como un caparazón. Y ya no éramos más que
un par de almas entumecidas.

No volví a tener contacto con ese mundo, envuelto aún


en las sombras, hasta que de pronto me descubrí escalando
lentamente una especie de pared infinita. Al otro lado del
horizonte, una luminosidad rosa presagiaba la llegada del
nuevo día. Pero de momento, los cielos, aún vacíos, se rego-
cijaban en su soledad. Oculta tras el manto nocturno, la lla-
nura era un abismo de negrura, tan muda como un pozo sin
fondo. Abrí mis labios cubiertos de lodo e intenté llamar a
Toine, pero no pude oír mi propia voz. ¿Me había imagina-
do que le llamaba? ¿O simplemente estaba sordo? Quedé en
el suspenso de una agonía sin esperanzas, cerré los ojos y
empecé a rezar las oraciones del rosario.
Un sonido que reconocí al instante me hizo saber que
Toine seguía abriéndose paso entre las rocas. El silencio vol-
vió a caer sobre nosotros.
Poco a poco, mientras el cielo estaba a punto de ilumi-
narse de un vivo color rojo, se fueron perfilando unas som-
bras vagas a nuestro alrededor. Al fin, la cumbre de la gigan-
tesca montaña, que se recortaba contra los rojizos cielos,
apareció delante de nosotros en todo su esplendor.

[422]
Al otro lado de la montaña

Se erguía como una aguja irregular sobre el espantoso


abismo. Figuras de formas incontables se arracimaban en la
ladera de la montaña, como si fueran a continuar su ascenso
por toda la eternidad.
Me volví hacia Toine para preguntarle si debíamos seguir
subiendo, pero las palabras quedaron prisioneras tras mis la-
bios terrosos. ¡Resultaba horrible mirarle! La máscara de ba-
rro se había solidificado, pero sus facciones, tan lodosas que
no parecían las suyas, le daban un aspecto totalmente distin-
to. El único resto de vida que quedaba en su viejo rostro pro-
venía del brillo de sus ojos. Su expresión al mirarme no me
dejaba ninguna duda de mi propio aspecto. Aquello podría
haber trastornado mi mente, pero, en lugar de eso, me vi
invadido por una extraña calma. ¿Se trataba del primer acto
de renuncia?
Toine intentaba hablarme. Pero de su boca medio abier-
ta sólo salían sonidos ininteligibles. No me di cuenta de que
quería que prosiguiéramos nuestra ascensión hasta que
observé cómo intentaba levantarse con sumo esfuerzo.
¿Pensaba aún que la salvación se hallaba al otro lado de la
montaña? En cuanto a mí, ya no lo creía. Accedí a sus de-
seos, aunque no los compartía.
Moverse resultaba doloroso. Teníamos la sensación de
estar encerrados en una especie de armadura ajustada y
gruesa. Con frecuencia teníamos que asirnos a las estatuas
de piedra para ayudarnos en la escalada. Si se despegasen de
la montaña, caerían ladera abajo hasta aterrizar sobre la lla-
nura. Aunque la posición del sol indicaba que habíamos
estado subiendo durante varias horas, la cumbre de la mon-
taña parecía tan lejana como siempre. Afortunadamente, y
exceptuando esa sensación de extrema pesadez, ya no nos

[423]
Michel Bernanos

sentíamos fatigados, ni teníamos sed o hambre. Pero respi-


rábamos con gran dificultad debido al enrarecido aire de las
alturas. Para respirar adecuadamente nos veíamos obligados
a abrir la boca todo lo posible, y en nuestras caras se dibuja-
ba una mueca muy parecida a la de los rostros de todas aque-
llas estatuas de piedra.
La pared se hizo más empinada, casi perpendicular. Pero
no nos importaba. Nos adheríamos a la roca como si nues-
tras manos y pies tuvieran una especie de poder de succión.
Poco a poco nos aproximamos a la cima, tan llena de prome-
sas y esperanzas. Al mismo tiempo, la metamorfosis que
experimentábamos fue haciéndose más clara y repugnante.
Teníamos las manos y los dedos completamente extendidos y
cubiertos de pegotes de tierra. Resultaba imposible cerrar-
los. Nuestros miembros, privados de toda flexibilidad, te-
nían la apariencia y el peso de unas estatuas en movimiento.
A lo lejos, más allá de la llanura desértica y del bosque,
podíamos ver el mar. El sol brillaba sobre las aguas, como si
se contemplara a sí mismo. Un inmenso silencio reinaba por
todas partes. Cuando, al fin, coronamos la cima, estábamos
completamente exhaustos, pero felices y esperanzados. Des-
cansamos largo rato tumbados sobre la tierra. Debíamos
parecer dos montones de barro. Había llegado el gran
momento. Tras superar todas las etapas de nuestro viaje,
habíamos alcanzado el objetivo en el que siempre deposita-
mos nuestras esperanzas de salvación. Tras haber llegado allí
con éxito, ¿qué descubriríamos al otro lado de la montaña?
Nos daba miedo levantarnos y descubrir si había vida al
otro lado de la cima. Aún recostados, miramos la enorme
extensión de roca que cubría la superficie de la cumbre. En
contraste con la ladera de la montaña, aquella piedra era tan

[424]
Al otro lado de la montaña

suave como las losas de las casas antiguas que han sido acari-
ciadas por incontables pasos. En el centro de la cima, sobre-
saliendo como una especie de cuenco, había un cráter enor-
me, un pozo inmenso de bordes redondeados cuyo orificio
resultaba algo más alargado en la punta. Toine se incorporó.
Parecía haber recobrado sus fuerzas. Me quedé sorprendido
al mirarle y descubrir que estaba buscando algo. Yo también
me levanté. Lo entendí todo cuando vi que en aquella plata-
forma no había ni una sola estatua, que todas se habían que-
dado varadas a unos metros de la cumbre. A no ser que estu-
vieran huyendo de allí, pensé lleno de angustia. El miedo
–ese viejo conocido– volvió a hacer presa en nosotros
mientras cruzábamos, al fin, aquella extraordinaria expla-
nada. Andábamos hacia delante como autómatas, bor-
deando el cráter, que resultaba tan alto como una montaña
en miniatura. Los cielos distantes y rojizos parecían espiar-
nos. Nos aproximamos a la línea que separaba lo que consi-
derábamos nuestro derecho a la vida de una muerte segura.
Nuestros cuerpos se estremecían de angustia bajo la costra
espesa que los cubría. Nada había cambiado sobre la bóve-
da celeste. El ominoso silencio seguía dueño del mundo.
Unos cuantos metros más adelante descubrí otras cum-
bres similares a la que nos encontrábamos. Y cuanto más
avanzábamos más crecían en número. Entonces comprendí
que al otro lado de la montaña no había bosques ni llanuras
sino más cumbres innumerables que se erguían sobre los
cielos rojizos. En este mundo de silencio no existía la espe-
ranza. El bloque de piedra que había bajo nuestros pies
comenzó a vibrar y entonces supimos que nos hallábamos
muy cerca de aquel corazón batiente. Nuestros propios
corazones empezaron a latir en solitaria hermandad. Ya no

[425]
Michel Bernanos

había nada en lo que tener esperanza, ya no nos importaba


seguir con vida. Incluso el cráter, que creíamos era la causa
principal de todas nuestras angustias, ejercía una extraña
fascinación sobre nosotros. Toine fue el primero en escalar el
borde rocoso que lo circundaba. Yo iba justo detrás. En
cuanto tocamos la piedra sentimos que la fatiga nos abando-
naba como por arte de magia, pero no sucedió lo mismo con
la angustia que nos embargaba. Todo lo contrario, alimenta-
da por el instinto que nos advertía de alguna clase de peli-
gro, no dejaba de repetirnos que huyéramos cuanto antes.
Pero aun así, llegamos a la altura del cráter. La atracción que
nos produjo el mirar dentro de aquel pozo fue mayor que el
miedo que nos atenazaba. Un reborde de piedra, lo suficien-
temente ancho para poder caminar sobre él, rodeaba la bos-
tezante boca del volcán que, indudablemente, estaba ador-
mecido.
El vértigo que nos producía aquel abismo infinito que
teníamos tan cerca hizo que casi perdiéramos el equilibrio.
Cuando nos asomamos al borde del precipicio mis piernas
temblaban de espanto. Deslumbrados por el resplandor del
día, mis ojos apenas pudieron distinguir nada entre las som-
bras de la sima. Pero el sonido de una respiración llegaba cla-
ramente hasta nosotros desde las profundidades y el rítmico
latido creció en intensidad. Toine permanecía de pie, con la
cabeza inclinada y la mirada perdida en el abismo. En su ros-
tro ya no había ningún rasgo humano. No era más que un
fiel reflejo de mí mismo, pues en él contemplaba la imagen
en la que yo también me había convertido.
De repente los hombros de mi compañero se desploma-
ron como bajo el impacto de un peso enorme, y fue enton-
ces cuando descubrí, en el fondo de aquel cráter inmenso,

[426]
Al otro lado de la montaña

una cosa aterradora que casi me hizo caer de cabeza en las


entrañas del pozo maldito.
Flotando en medio de un lago de sangre, un ojo azulado
en el que brillaba una descomunal pupila negra nos observa-
ba. Toine se puso a gritar y una parte de la máscara se cuar-
teó por el esfuerzo, desfigurando para toda la eternidad sus
facciones modeladas en barro.
Dejé que me llevara sin ofrecer la menor resistencia.
Cuando llegamos al borde exterior del cráter Toine me
empujó y rodé unos cuantos metros hasta caer de nuevo so-
bre la piedra lisa que tapizaba la cumbre. Al instante, la
enorme fatiga que nos embargaba antes de llegar a la altura
del cráter volvió a adueñarse de nosotros. Nos arrastramos
un poco más hasta el reborde de la plataforma y luego nos
dejamos caer por la ladera de la montaña. Al principio des-
cendimos a una velocidad vertiginosa, chocando en nuestro
camino con las estatuas que se asemejaban a nosotros mis-
mos. Éramos como una masa pétrea que resbalaba por la
ladera de la montaña maldita. De repente paramos, como si
una mano misteriosa nos hubiese detenido, y nuestras
espaldas quedaron adheridas a la roca, incapaces de separar-
se de la montaña por siempre jamás.

El único recuerdo que aún conservo en el devenir de los


siglos de mi pétrea existencia, es la suave caricia de las lágri-
mas resbalando por el rostro de un hombre.

[427]

También podría gustarte