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“Bases fundamentales del contrato” por Gunther Gonzales Barrón

1. Libertad económica y contrato

La persona humana es un ser económico desde el principio de los tiempos, pues, la necesidad
de subsistencia le impone acudir a su entorno para apropiarse de las cosas y de sus distintas
utilidades. La satisfacción de ese interés se traslada al plano normativo de la religión, de la moral,
y, finalmente, del derecho, por lo que el concepto de propiedad, sea individual, familiar o
comunal, con el objeto de asegurar el disfrute pacífico de las cosas. En las sociedades primitivas,
la economía se basa en el autoconsumo, por tanto, las familias, o grupos sociales reducidos,
producen todos los bienes que necesitan, por lo que el grupo social, solo se preocupa en
proteger la propiedad, que es el único derecho patrimonial que se requiere para mantener el
orden en la tribu u organización política de la que se trate.

Sin embargo, más tarde o más temprano, toda sociedad comienza un lento periodo de mayor
complejidad, que surge desde el nacimiento de las clases sociales: gobernantes, religiosos y
productores, que básicamente cumple el fin de mantener el orden de la sociedad, por lo cual, el
grupo político privilegiado supera el autoconsumo, con la consiguiente demanda de nuevos
bienes en el interior de su entorno, o fuera de él, que origina el comercio exterior. Por su parte,
los adelantos tecnológicos originan excedentes, sin perjuicio de los sujetos más hábiles o fuertes,
que logran acumular excedentes, con la consiguiente separación entre los miembros de la
sociedad por riqueza o pobreza, con la consiguiente capacidad de satisfacer más complejas o
suntuarias necesidades.

La demanda de bienes siempre conlleva la oferta de los mismos, por lo que surge una nueva
situación que modifica la estructura de la sociedad. El autoconsumo deja de ser la única fórmula
económica; por el contrario, empieza a ganar importancia creciente el intercambio de bienes, el
comercio, y, con ello, la producción se hace para concurrir en el mercado, esto es, dirigido a
terceros. Nuevamente, los cambios sociales arrastran al derecho, pues, surgen reglas para el
intercambio de bienes. En tal contexto, el concepto de propiedad no es suficiente para enfrentar
las nuevas necesidades, por lo que nacen las ideas de “vínculo”, “obligación” y “contrato”, como
mecanismos jurídicos que explican el intercambio económico.

La producción especializada, es decir, la situación por la que cada agente produce un tipo
específico de bien, por tanto, lo hace con mayor eficiencia, productividad y calidad, trae como
consecuencia la necesidad de intercambio a través del comercio, desde el ámbito económico;
pero también origina las nociones de obligación y contrato, desde el ámbito del derecho. No es
casualidad que, en Roma, el contrato de compraventa se tipifica a partir del derecho de gentes,
es decir, por efecto del comercio internacional. La economía de mercado surge propiamente
cuando se generalizan la libertad económica, la división del trabajo, la especialización de cada
agente en la producción, y la intervención estatal en condición de árbitro, pero no en la creación
de riqueza, aunque su intervención, por diversos factores, es cada vez de mayor relevancia en
la actualidad.

El sustento teórico de la economía de mercado, además del respeto por la libertad, se encuentra
en el bienestar general que logra mediante la liberación de las fuerzas productivas, de la
innovación, de la creatividad y de la apropiación del esfuerzo por el sujeto protagonista de la
acción. En tal sentido, los individuos cuentan con libertad de producir, de comerciar, de
contratar, de trabajar, así como la libertad en el uso, disfrute y disposición de la propiedad.
El mercado es el lugar abstracto en el que confluye la oferta y la demanda, los vendedores y los
compradores, pero ello requiere una figura técnica que vincule ambos intereses contrapuestos:
“el contrato”, así como del derecho que sea objeto del intercambio: “la propiedad”. En forma
genial, el profesor italiano Emilio Betti había advertido con claridad que la propiedad se sustenta
en la idea primitiva de “apropiación exclusiva”, sin relevancia de la alteridad (el otro); mientras
el contrato se basa en la idea de “colaboración” entre dos sujetos, pues, ambos se necesitan
mutuamente, lo que, a diferencia de la propiedad, presupone la alteridad (el otro).

2. Libertad jurídica y contrato

La libertad individual implica que la persona cuenta con una amplia esfera de actuación en la
vida personal y social, lo que exige en forma recíproca que el Estado se abstiene de interferir o
entrometerse en esa área privilegiada. Pues bien, una de las manifestaciones de la libertad
individual la constituye la denominada “autonomía privada”, por cuya virtud, la persona tiene
soberanía para gobernar su esfera jurídica, mediante el establecimiento de reglas vinculantes,
especialmente “en el campo de las relaciones económicas-sociales”.

La autonomía privada cumple dos funciones: poder de constitución de relaciones jurídicas


(libertad de conclusión), y poder de reglamentación del contenido de esas relaciones jurídicas
(libertad de configuración interna).

No obstante, el principio de autonomía privada nunca ha sido absoluto, ni siquiera en el


momento cumbre del liberalismo. En este sentido, la autonomía privada, como fenómeno social,
tiene como base el contexto en que se desenvuelve, por lo sus límites dependen de los tiempos
y de las concepciones imperantes en la sociedad. Por tanto, si la autonomía privada tiene límites
inmanentes, mayores o menores, entonces bien puede decirse que no está en crisis la propia
autonomía privada, sino más bien el modo en que se concebía sobre la base de los postulados
liberales. Por tanto, “más que un problema de libertad, es un problema de sus límites. El dogma
de la autonomía da la voluntad puede proclamarse y repetirse a condición de que se subraye
que prácticamente hoy como lo fue ayer y como lo será mañana, es un problema de medida”.

Los límites tradicionales de la autonomía privada son las normas imperativas, el orden público y
las buenas costumbres (arts. V, 1354 CC), con lo que se busca controlar la vigencia de las normas
de derecho público y la moralidad social. Este modelo individualista se plasmó en los primeros
Códigos, pero ello ha cambiado dramáticamente desde la aparición y desarrollo del fenómeno
de la contratación masificada, en donde -de hecho- la configuración del programa de los
derechos y obligaciones se produce de forma unilateral, con el riesgo de que una parte se
coloque en situación contractual intolerablemente superior frente a la otra. Este problema hizo
intervenir a la jurisprudencia y al legislador, con miras en la protección de la parte más débil de
la relación jurídica, por lo que se busca equilibrar el poder de negociación de ambos
contratantes, lo que opera específicamente en el ámbito de las relaciones con los consumidores
(art. 65 Const.), y que antes operó en el contrato de trabajo, cuya importancia como hecho
regulador fue decreciendo para dotar de mayor relevancia a las normas heterónomas. El
contrato laboral dejó de pertenecer al derecho civil, hasta el punto que esa materia se convirtió
en una disciplina jurídica autónoma: el derecho del trabajo.

3. Principios base del contrato

El contrato cumple el objetivo de canalizar el intercambio y asignación de bienes o servicios en


la sociedad, mediante el reconocimiento de ciertos principios que permiten su funcionalidad:
a) libertad, pues se trata de acto de autonomía;

b) igualdad, en tanto ello garantiza la tutela de la operación;

c) patrimonialidad, pues se trata de una operación económica que sirve para la satisfacción de
intereses individuales y sociales;

d) normativa, en tanto el acuerdo es vinculante, por lo que crea normas privadas, lo que genera
seguridad jurídica, pilar de cualquier sistema económico que incentiva la creación de riqueza.

Los principios base son los que fundamentan la noción misma del contrato, entre los que se
encuentra el “normativo”, pues el contrato tiene la función de crear normas para asegurar las
relaciones económicas. El famoso pacta sunt servanda constituye una frase que resume la
finalidad normativa del contrato, emparentada con la seguridad jurídica.

4. La obligatoriedad de los contratos

La fuerza obligatoria (normativa) de los negocios jurídicos, y en especial del contrato, se funda
en la Constitución, que consagra la libertad contractual como derecho fundamental (art. 2, inciso
14), pero, desde una perspectiva pragmática, se basa en las necesidades del tráfico, puesto que
la economía se desarrolla, fundamentalmente, por obra de la iniciativa privada, que entre otras
cosas requiere economía de mercado, propiedad y libertad contractual. En tal contexto, los
contratos se constituyen en el principal medio del que se valen los hombres para tejer entre
ellos la urdimbre de sus relaciones jurídicas, por lo que se trata del instrumento esencial para la
vida económica y la promoción de la riqueza. Conviene recordar que la autonomía privada, antes
que un fenómeno jurídico, es un fenómeno social. Por ello, “el reconocimiento de la autonomía
privada es una exigencia que lleva consigo la misma persona humana, por eso es inadmisible
considerarla como simple ocasión para que actúe la máquina del Estado (concepción
normativista). También es inexacto decir que se trata de algo que, como de cosas suyas, sólo a
los interesados importa”. Esta afirmación es cierta en el plano sociológica, pero no en el jurídico,
pues, efectivamente, el contrato crea normas.

El art. 1361, primer párrafo del Código Civil, establece en forma terminante: “Los contratos son
obligatorios en cuanto se haya expresado en ellos”, lo que da lugar a una serie de
consideraciones.

En primer lugar, el contrato es un acto jurídico que crea normas particulares, pero vinculantes
para sus autores: “son obligatorios”, por tanto, no cabe desistirse o retractarse de los
compromisos ya asumidos.

En segundo lugar, el contrato es un acto jurídico de alcance social, no intimista o psicológico,


por tanto, la obligatoriedad de sus normas deriva de lo que: “se haya expresado en ellos”, es
decir, el contrato es fenómeno expresivo, comunicativo, de manifestación frente al mundo, y no
queda reducido al estrecho límite del pensamiento o de la voluntad interna, que nada expresan
a los demás.

En tercer lugar, si el contrato es un hecho expresivo (“en cuanto se haya expresado en ellos”),
entonces la validez del acto se encuentra relacionado con la coincidencia de las manifestaciones
comunicativas entre las dos partes, por tanto, mientras lo declarado por ambos contratantes
sea concordante en una misma expresión, entonces el contrato quedará perfeccionado por “el
consentimiento de las partes” (art. 1352 CC).

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