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(Borrador inédito)
Mi interés en estas cuestiones tiene que ver con la idea de poner a prueba con un
material distinto una hipótesis que Foucault hizo popular a partir de un curso muy
celebrado sobre la hermenéutica del sujeto que impartió en el College de France en
1982.
La idea básica es que las prácticas, técnicas y discursos psi surgen justamente en la
tensión entre nuestra vocación de conocernos (conócete a ti mismo: gnóthi seautón) y
nuestra vocación de perfeccionarnos (ocúpate de ti mismo, epimeleia heautou).
Para entonces Foucault ya conocía los trabajos de Hadot y de su esposa sobre los EE,
aunque no los citase. Para simplificar diré que la perspectiva que sobre la espiritualidad
ofrece la consideración conjunta de dos intelectuales tan distintos gana aun más
profundidad si se la considera a la luz de las ideas sobre la vida como ejercicio y la
función de las antropotécnicas de Sloterdijk.
“el pasadizo entre la naturaleza y la cultura, y viceversa, se ha encontrado, desde
siempre, completamente abierto. Va a través de un puente fácil de cruzar: la vida
como ejercicio. Los hombres se han comprometido en su construcción, desde sus
inicios o, mejor dicho, sólo hay seres humanos desde que se emplean en la
construcción de ese puente…”
Hadot propone que este modelo quedó cancelado con la aparición de las universidades,
que no ven ya necesaria la transformación del sujeto como condición para acceder a la
verdad, y mucho menos para transmitirla. Los filósofos se convierten entonces en
profesores de filosofía.
Nosotros creemos que Hadot exagera un poco. Pensamos, de hecho, que el modelo
puede ser proyectado más allá del siglo XIII y de la escolástica, para entender mejor
otras formas de relación con la verdad sobre uno mismo y nuestra voluntad de
transformación.
Veámoslo en un caso concreto, el caso del rey invisible. Vamos a ver a través de este
caso cómo podría operar este modelo antropológico en el mundo contrarreformado.
El rey invisible
Los santos eremitas, encabezados por San Antonio Abad y seguidos por San
Jerónimo, eran modelo excelso de aquel grado de fortaleza que «resplandeció
grandemente en la persona del Rey Philippo..., porque el vencerse a sí mismo
consiste en... rendir los apetitos desordenados al yugo de la razón. [...] Tanto que
si en alguna persona ha parecido verificarse la opinión de los Estoycos, los quales
dezían que el verdadero sabio ha de carecer de passiones, fue en nuestro
sapientíssimo Rey».
El texto que acabamos de leer es un fragmento de un sermón que Fray Diego Murillo,
un prestigioso predicador franciscano, compuso para las honras fúnebres de Felipe II
en Zaragoza. En este fragmento Murillo vincula directamente el estilo de vida y la
disposición espiritual de Felipe II con la tradición estoica, añadiendo a la idea tan
popular de un rey-sacerdote, la idea de un rey-sabio. Ambas posiciones tendrían en
común el ideal de una vida de ejercicio disciplinado de evitación y control de las
pasiones, tanto las bajas, o sensuales, como las vinculadas a la ostentación, el poder o
la fama. El fin de esta vida de ejercicio sería en ambos casos alcanzar la verdad, es
decir, contemplar el lugar que el ejercitante ocupa en la naturaleza, en la obra de
Dios.
Proponemos que la vida de Felipe II, como vida expresada, pero también como vida
representada, puede ser mejor entendida bajo la lógica de la conversión propia de la
tradición estoica. Nuestro modelo propone que el tránsito entre la ignorancia y la
verdad llevaría desde ejercicios espirituales como el diálogo o la escucha, en los que el
aprendiz se deja conducir heterónomamente por el criterio del maestro, hasta los
ejercicios que se llevan a cabo autónomamente en lo que Hadot llamó la “ciudadela
interior”, como la rememoración, la meditación y, finalmente, la contemplación,
cuyo núcleo y culminación estaría en el ejercicio que Aguilar llamaría “el vuelo del
alma”.
Ellos [«los filósofos helenos y los que no lo son»] anhelan una vida sin conflictos
y en paz; son excelentes observadores de la naturaleza y de cuanto hay en ella
[…]. Con sus cuerpos asentados aquí abajo sobre la tierra, ponen alas a sus
almas para poder atravesar la región etérea y contemplar con detención las
potencias allí residentes, como corresponde a quienes han llegado a ser
verdaderos ciudadanos del mundo; y consideran que el mundo es un estado,
cuyos ciudadanos son los que cultivan la sabiduría [...]
Plenos de nobleza de espíritu, habituados a desdeñar los males del cuerpo y los
que proceden de las cosas exteriores, ejercitados en mirar con indiferencia lo
indiferente, prestos para el combate contra los placeres y concupiscencias […] e
indoblegables ante los embates de la suerte por haber calculado con
anticipación sus ataques […] en esas condiciones es natural que tales hombres,
regocijados por sus virtudes, vivan toda la vida como una fiesta (Filón, s/f, p.
179).
No resulta difícil entender el modo en que este modelo general pudo haber operado
en Felipe II, un rey que quiso ser invisible y al que le cupo gobernar, sin embargo, el
imperio más poderoso de su época. Podríamos decir de hecho que en la vida de Felipe
II culmina, y con ella entra en crisis, el proyecto de una realización católica del ideal
estoico.
Ahora bien, conviene recordar que el ideal estoico funcionaba no sólo como una
estética de la existencia, sino también como una retórica de la existencia. Es decir, no
sólo como una forma de obrar (poieo) sobre uno mismo y transformarse, sino también
como una forma de mostrarse ante uno mismo y ante los demás, como una forma de
argumentar la vida de acuerdo con intereses no sólo morales sino pragmáticos
(políticos, económicos). Esta retórica de la existencia exige, obviamente, una
dramaturgia general, escenario, actores, fines, que le dé sentido. La Corona y su
aparato político sacan adelante esta dramaturgia del rey invisible como una forma de
apuntalar su poder. El rey es invisible, pero, como el mismo Dios, puede verlo todo. (Lo
fingido verdadero).
Desde entonces Felipe II se convierte en un rey invisible y decide vivir una vida de
oración y ascesis, apoyándose en el consejo de sus maestros, confesores y guías
espirituales, entre los que se encontraba Diego de Yepes, pero también, y con especial
ascendencia sobre él, Fray Luis de Granada que acudió en numerosas ocasiones a la
llamada del rey, y cuyos textos piadosos, especialmente el Libro de la Oración y
Meditación, acompañaron al rey hasta sus últimos momentos y apuntalaron
técnicamente su vida cotidiana. Conviene recordar que Fray Luis de Granada era un
seguidor ferviente del estoicismo de Séneca. Además, Felipe II heredó el libro de horas
de su padre, que le permitiría estructurar su devoción, siguiendo el calendario litúrgico
anual y la lógica de las horas canónicas.
Poco a poco van tomando conciencia, cada vez con menos tapujos, de la necesidad de
que a las palabras, les acompañen los gestos y las imágenes.
“Cogidos de repente, los gritos y amenazas divinas les llenan de pavor y temor,
les penetran, hieren y suelen darse a discreccion, y el crucifixo, luces, campanilla,
la noche, el silencio de los que van entrando y siguiendo compunge, penetra y
hiere, juntamente con las voces, a varios que salen a las puertas, balcones y
ventanas… Hacen que imaginen figuras horribles, y aun a los mismos espiritus
malos, inmutando la imaginacion, e infundiendo pavor y miedo en el apetito.
Unas veces imaginan ya dormidos, ya despiertos, que oyen la campanilla con que
les invocamos por las calles, como nos lo han asegurado varios; otros, que oyeron
y vieron a los misioneros predicar de noche, hasta afirmar que con los ojos del
cuerpo los vieron” (Pedro de Calatayud, Misiones y sermones)
Bajo este horizonte fenomenológico, cobra sentido una de las técnicas más decisivas
en el desarrollo de la subjetividad católica: la confesión, una técnica con un largo
pasado, que Constanza promueve y Trento regula e impone a la conciencia de los
católicos.
Los penitentes por no ser confesos, aunque no fuesen excomulgados, debían, durante
años, hacer ayunos, vestir con andrajos, descuidar su higiene y alejarse
manifiestamente de la comunidad, sometiéndose constantemente al escarnio público
y la difamación. Resulta fácil imaginar hasta qué punto confesarse se convirtió en una
cuestión vital. Valga como ejemplo que los excomulgados no eran aceptados en
muchos hospitales. Ser castigado con una dura penitencia o ser excomulgado
obligaba a un auténtico y dramático cambio de vida, irreversible y a menudo trágico.
Después volveremos sobre el ars moriendi. Pero ahora permítanme añadir algo,
siquiera un apunte, sobre otro dispositivo devocional decisivo en el desarrollo de la
subjetividad contrarreformada: el rosario. Mientras que los libros de horas eran
usados por personas con dinero y que podían leer, el rosario se convierte en el
dispositivo devocional de los pobres y de los que no pueden leer con facilidad. El
rosario es un desarrollo técnico del salterio bíblico, los 150 salmos de la tradición
judía, que constituía el dispositivo devocional básico de la vida cristiana. Como los
pobres generalmente no leían y resultaba complicadísimo aprenderse de memoria los
150 salmos, éstos fueron sustituidos por tres ciclos de cincuenta avemarías. Con el
tiempo este Salterio de la Virgen se hibrida con el Salterio de Jesús (tres ciclos de 50
padrenuestros), dando lugar al rosario tradicional. Cada ciclo se divide en 5 decenas de
avemarías, durante las cuales el ejercitante medita sobre un misterio de la vida de
Cristo o de la Virgen. La angustia derivada de la amenaza de la condenación se encierra
así, literalmente, en un círculo de cuentas no sólo simbólico, sino eventualmente
físico: la corona del rosario o camándula.
No iremos más lejos ahora, pero conviene subrayar ahora que, junto con los libros de
horas y los breviarios, el rosario aparece como un recurso devocional que permite
llevar la oración fuera de los ámbitos sagrados (el monasterio o la iglesia) y ponerlos
al servicio de la salvación individual. En particular el rosario se convierte en una forma
de acumular garantías (créditos) para no pasar demasiado tiempo en el purgatorio.
Los que carecen de dinero para pagar misas por su alma tienen que encontrar su
propia fuente de indulgencias. La creación de la confraternidad del rosario en
Alemania permite aumentar estas garantías, al permitir que otros recen por el alma
propia cuando uno se muere. Los excesos que se siguieron de este uso del rosario
fueron el motivo de su rechazo desde las posiciones reformistas.
En cualquier caso, bajo esta lógica, no resulta ya tan bizarro que Felipe II dejase
pagadas 25.000 misas, varios centenares de ellas en Roma, que eran más caras, pero
también más valiosas en la dinámica de esta economía espiritual.
Tampoco que en el año natural de 1764 se dijesen en un convento franciscano de
Sevilla cerca de 20.000 misas, lo que arroja una media de 55 misas diarias y más de 2
misas por hora, amén de la asistencia a entierros, responsos, sermones, etc. La
imposibilidad de decir todas las misas hizo que el convento gozara, cómo no, de una
bula papal que le permitía agrupar varias misas en una sola.
El núcleo de esta técnica de la buena muerte es una alegoría que representa una justa
retórica entre el demonio y el ángel por el alma del moribundo o moriens que tendría
lugar en el escenario de su conciencia. El demonio tienta de diversas maneras al moriens
(por ejemplo, haciéndole dudar sobre la existencia de Dios o sobre las verdaderas
intenciones de sus familiares que lloran desconsoladamente a los pies de la cama) y el
ángel le proporciona ayuda (inspiraciones, es el término que se usa en estos textos) para
resistirse a estas tentaciones. La victoria del demonio implicaría la condenación eterna,
por morir en pecado mortal, y la del ángel la posible salvación del alma del moribundo,
que quedaría pendiente sólo de la cancelación de la deuda consignada en el libro de la
vida.
La automatización por repetición permite afrontar con más seguridad una situación en
la que la angustia puede bloquear las defensas del moriens y sumirlo en el caos moral,
una situación de la que el demonio puede sacar fácilmente partido, con sus artimañas
retóricas, dejando al moriens desarmado, con un pie en el abismo de la condenación
eterna.
El peso de la justa retórica recae sobre el ángel, cuyo discurso puede ser considerado
como un caso de “retórica antirretórica”, es decir, una retórica cuya eficacia radica en
convencer a la audiencia (el Yo agente del moriens, en este caso) de que los argumentos
del contrincante (es decir, del diablo) son “puramente retóricos”, es decir, sutilmente
engañosos y falaces. Pero, dado que el diablo recurre él mismo a una retórica que
intenta neutralizar la retórica antirretórica del ángel (aduciendo, por ejemplo, que la
palabra de Dios es ambigua e interpretable, que Dios carece de lo que predica, piedad
ante el sufrimiento, que él siempre dice lo que otros no se atreverían a decir), resistirse
a él exige una musculatura moral bien tonificada, porque los argumentos del diablo son
altamente verosímiles (ver Diapositiva), tanto que pueden parecer buenos. La verdad y
la mentira pugnan a ambos lados de la superficie del espejo. No es casual que el
anticristo tenga, según la tradición apocalíptica, tan decisiva en la predicación de la
época, el mismo aspecto que el cristo (es de hecho un cristo literalmente manipulado,
como una marioneta, por el demonio). (ver diapositiva). Por eso distinguir la verdad de
la mentira exige disciplina, destreza y precisión en el escrutinio.
El ars bene moriendi fue poco a poco desplazado por la idea humanista y neoclásica
(Erasmo) del ars vivendi, que defendía que para morir bien y merecerse la gloria no
bastaba con aprender a morir, sino que era necesario aprender a vivir una vida
virtuosa y honesta.
Para cerrar este sucinto y algo pretencioso recorrido, conviene recordar un asunto
fundamental en relación con la naturaleza de los dispositivos técnicos que organizan la
subjetividad bajomedieval y renacentista: casi todos se recogen ya en libros. Y en
libros de uso preferentemente individual. Este es el caso, como hemos visto, de los
libros de horas, de los manuales de confesión o de predicación, o de los artes bene
moriendi. Se trata de dispositivos en cuya misma naturaleza está ya la idea de una
relación con uno mismo mediada por la lectura privada e individual. El libro se
convierte así en un factor de individualización de la subjetividad, pero también, y al
mismo tiempo, en un factor de homologación fundamental en el proceso de
universalización de la vida cristiana, en la medida que propone técnicas y reglas de
relación con uno mismo y con los demás comunes para todos los posibles lectores. La
orientación espiritual del pueblo seglar sale de la difusa arbitrariedad de la relación
pública, contingente, unilateral y autoritaria, para instalarse en el espacio privado de
la conciencia individual, donde como saben muy bien, ya todo puede pasar.
Por último, y en relación con la hipótesis de Foucault de la que partíamos parece que
el tipo de espiritualidad que hemos estado revisando podría ser entendida como una
tecnología del poder, de sometimiento o de sujeción, pero que sólo puede ser
administrada por el propio sujeto sometido o sujetado. De esta forma, el sujeto
escribe la historia de su propia esclavitud, investida ya como una historia de
liberación y de autoconocimiento. Una ambigüedad moral y política que nos coloca
ya en el umbral de la modernidad, y con ella de la propia psicología y de las demás
ciencias sociales.