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El caso del rey invisible. Técnicas del espíritu entre Constanza y Trento.

(Borrador inédito)

Conferencia impartida en la UNED. Enero de 2018.

Para no perder la costumbre voy a empezar mi intervención declarando un objetivo que


no voy a ser capaz de cumplir: la idea es intentar revisar algunos de los dispositivos
técnicos más decisivos en la configuración de la subjetividad occidental normativa,
religiosa, entre los concilios de Constanza (1414-1418) y Trento (1545-1563),
especialmente en el mundo católico. Nos referiremos en particular a los sermones, la
confesión, los libros de horas y el Ars bene moriendi.

Mi interés en estas cuestiones tiene que ver con la idea de poner a prueba con un
material distinto una hipótesis que Foucault hizo popular a partir de un curso muy
celebrado sobre la hermenéutica del sujeto que impartió en el College de France en
1982.

La idea básica es que las prácticas, técnicas y discursos psi surgen justamente en la
tensión entre nuestra vocación de conocernos (conócete a ti mismo: gnóthi seautón) y
nuestra vocación de perfeccionarnos (ocúpate de ti mismo, epimeleia heautou).

Como saben, Foucault toma como banco de pruebas la espiritualidad clásica,


especialmente la helenística y, preferentemente, la filosofía práctica de estoicos y
epicúreos. F. encuentra en el modo de conducirse de estos filósofos un ejemplo de
tecnología del yo, una estrategia de relación con uno mismo, que no puede ser
entendida exclusivamente desde la lógica del control y del poder, sino justamente
como un ejercicio de libertad y resistencia. Un intento de que el sujeto tome las
riendas y asuma su responsabilidad.

Para entonces Foucault ya conocía los trabajos de Hadot y de su esposa sobre los EE,
aunque no los citase. Para simplificar diré que la perspectiva que sobre la espiritualidad
ofrece la consideración conjunta de dos intelectuales tan distintos gana aun más
profundidad si se la considera a la luz de las ideas sobre la vida como ejercicio y la
función de las antropotécnicas de Sloterdijk.
“el pasadizo entre la naturaleza y la cultura, y viceversa, se ha encontrado, desde
siempre, completamente abierto. Va a través de un puente fácil de cruzar: la vida
como ejercicio. Los hombres se han comprometido en su construcción, desde sus
inicios o, mejor dicho, sólo hay seres humanos desde que se emplean en la
construcción de ese puente…”

“Defino como ejercicio cualquier operación mediante la cual se obtiene o se mejora


la cualificación del que actúa para la siguiente ejecución de la misma operación,
independientemente de que se declare o no se declare a ésta como un ejercicio”
(Sloterdijk)

Cuando esta idea de la vida como ejercicio se proyecta sobre la esfera de la


espiritualidad, tiene algunas consecuencias, que Foucault advierte:

1. La verdad (el horizonte de la sabiduría) tiene un precio: el sujeto debe


transformarse a sí mismo para acceder a ella.

2. Esta transformación exige que el sujeto trabaje sobre sí mismo, se ejercite, en un


movimiento de askesis permanente.

3. El acceso a la verdad reobra sobre el sujeto, lo ilumina y le permite contemplar su


lugar en la naturaleza. Se puede decir que la verdad es siempre, bajo este régimen,
la verdad sobre uno mismo. La verdad sobre uno mismo es también la libertad y la
autarquía. La verdad te pone al margen de la causalidad y te libera de la tiranía de
las pasiones.

Hadot propone que este modelo quedó cancelado con la aparición de las universidades,
que no ven ya necesaria la transformación del sujeto como condición para acceder a la
verdad, y mucho menos para transmitirla. Los filósofos se convierten entonces en
profesores de filosofía.

Nosotros creemos que Hadot exagera un poco. Pensamos, de hecho, que el modelo
puede ser proyectado más allá del siglo XIII y de la escolástica, para entender mejor
otras formas de relación con la verdad sobre uno mismo y nuestra voluntad de
transformación.
Veámoslo en un caso concreto, el caso del rey invisible. Vamos a ver a través de este
caso cómo podría operar este modelo antropológico en el mundo contrarreformado.

El rey invisible

Los santos eremitas, encabezados por San Antonio Abad y seguidos por San
Jerónimo, eran modelo excelso de aquel grado de fortaleza que «resplandeció
grandemente en la persona del Rey Philippo..., porque el vencerse a sí mismo
consiste en... rendir los apetitos desordenados al yugo de la razón. [...] Tanto que
si en alguna persona ha parecido verificarse la opinión de los Estoycos, los quales
dezían que el verdadero sabio ha de carecer de passiones, fue en nuestro
sapientíssimo Rey».

El texto que acabamos de leer es un fragmento de un sermón que Fray Diego Murillo,
un prestigioso predicador franciscano, compuso para las honras fúnebres de Felipe II
en Zaragoza. En este fragmento Murillo vincula directamente el estilo de vida y la
disposición espiritual de Felipe II con la tradición estoica, añadiendo a la idea tan
popular de un rey-sacerdote, la idea de un rey-sabio. Ambas posiciones tendrían en
común el ideal de una vida de ejercicio disciplinado de evitación y control de las
pasiones, tanto las bajas, o sensuales, como las vinculadas a la ostentación, el poder o
la fama. El fin de esta vida de ejercicio sería en ambos casos alcanzar la verdad, es
decir, contemplar el lugar que el ejercitante ocupa en la naturaleza, en la obra de
Dios.

Proponemos que la vida de Felipe II, como vida expresada, pero también como vida
representada, puede ser mejor entendida bajo la lógica de la conversión propia de la
tradición estoica. Nuestro modelo propone que el tránsito entre la ignorancia y la
verdad llevaría desde ejercicios espirituales como el diálogo o la escucha, en los que el
aprendiz se deja conducir heterónomamente por el criterio del maestro, hasta los
ejercicios que se llevan a cabo autónomamente en lo que Hadot llamó la “ciudadela
interior”, como la rememoración, la meditación y, finalmente, la contemplación,
cuyo núcleo y culminación estaría en el ejercicio que Aguilar llamaría “el vuelo del
alma”.

Ellos [«los filósofos helenos y los que no lo son»] anhelan una vida sin conflictos
y en paz; son excelentes observadores de la naturaleza y de cuanto hay en ella
[…]. Con sus cuerpos asentados aquí abajo sobre la tierra, ponen alas a sus
almas para poder atravesar la región etérea y contemplar con detención las
potencias allí residentes, como corresponde a quienes han llegado a ser
verdaderos ciudadanos del mundo; y consideran que el mundo es un estado,
cuyos ciudadanos son los que cultivan la sabiduría [...]

Plenos de nobleza de espíritu, habituados a desdeñar los males del cuerpo y los
que proceden de las cosas exteriores, ejercitados en mirar con indiferencia lo
indiferente, prestos para el combate contra los placeres y concupiscencias […] e
indoblegables ante los embates de la suerte por haber calculado con
anticipación sus ataques […] en esas condiciones es natural que tales hombres,
regocijados por sus virtudes, vivan toda la vida como una fiesta (Filón, s/f, p.
179).

Con la contemplación del espacio del hombre en la naturaleza culmina el proceso de


transformación existencial del filósofo. El círculo de la vida filosófica se cierra cuando
el filósofo se pone al servicio de la ciudad, guiado por las virtudes morales derivadas
de su transformación.

No resulta difícil entender el modo en que este modelo general pudo haber operado
en Felipe II, un rey que quiso ser invisible y al que le cupo gobernar, sin embargo, el
imperio más poderoso de su época. Podríamos decir de hecho que en la vida de Felipe
II culmina, y con ella entra en crisis, el proyecto de una realización católica del ideal
estoico.

Ahora bien, conviene recordar que el ideal estoico funcionaba no sólo como una
estética de la existencia, sino también como una retórica de la existencia. Es decir, no
sólo como una forma de obrar (poieo) sobre uno mismo y transformarse, sino también
como una forma de mostrarse ante uno mismo y ante los demás, como una forma de
argumentar la vida de acuerdo con intereses no sólo morales sino pragmáticos
(políticos, económicos). Esta retórica de la existencia exige, obviamente, una
dramaturgia general, escenario, actores, fines, que le dé sentido. La Corona y su
aparato político sacan adelante esta dramaturgia del rey invisible como una forma de
apuntalar su poder. El rey es invisible, pero, como el mismo Dios, puede verlo todo. (Lo
fingido verdadero).

El proceso de conversión llevó al rey desde el bullicio de los ejercicios caballerescos


de su juventud (justas, torneos, caza, galanteo…) hasta los ejercicios espirituales. El
punto de inflexión entre estas dos formas de ejercitación está seguramente alrededor
de 1568, cuando, de forma muy notoria, el rey se ausentó de todos los actos fúnebres
que por orden suya se hicieron en Madrid tras la muerte de don Carlos, y, de nuevo,
pocos meses después, tras la muerte de la reina, Isabel de Valois.

Desde entonces Felipe II se convierte en un rey invisible y decide vivir una vida de
oración y ascesis, apoyándose en el consejo de sus maestros, confesores y guías
espirituales, entre los que se encontraba Diego de Yepes, pero también, y con especial
ascendencia sobre él, Fray Luis de Granada que acudió en numerosas ocasiones a la
llamada del rey, y cuyos textos piadosos, especialmente el Libro de la Oración y
Meditación, acompañaron al rey hasta sus últimos momentos y apuntalaron
técnicamente su vida cotidiana. Conviene recordar que Fray Luis de Granada era un
seguidor ferviente del estoicismo de Séneca. Además, Felipe II heredó el libro de horas
de su padre, que le permitiría estructurar su devoción, siguiendo el calendario litúrgico
anual y la lógica de las horas canónicas.

El Rey, así sacralizado, se convertía en “vicario” de Dios mismo, encargado de


garantizar la unidad cristiana de su reino y de preservar la ortodoxia. Felipe II estaba
convencido de que tenía la misión divina de gobernar a sus súbditos como un rey justo
y prudente y de mantener la pureza de la fe católica.
El escenario definitivo de esta dramaturgia fue El Escorial, un trasunto arquitectónico
de su reino político-religioso, un microestado que gobernó como una teocracia o, por
utilizar la terminología de Tommaso Campanella en su De Monarchia hispanica (c.
1600), como una “hierocracia o gobierno sacerdotal”.

(COLOCAR AQUÍ PLANO DE EL ESCORIAL)

Su misma arquitectura revela este carácter hierocrático, de palacio sacerdotal, en el


que el rey sacerdote busca las condiciones ideales para su camino de ascesis y
transformación, que es también, como veremos, una preparación para una buena
muerte, el colofón de una buena vida. Por eso El Escorial se construye lejos de la
corte. Por eso también la basílica se construye alrededor del eje del edificio, dejando
en los laterales el monasterio, el palacio exterior y las otras dependencias (biblioteca,
hospital, laboratorios…). Al edificio se accede por su cuerpo central y el camino hacia el
altar mayor se convierte en una suerte de vía sacra que culmina para el rey en su
oratorio que está justo detrás, oculto y amparado por el altar. Los oratorios privados
son también una expresión técnica y arquitectónica de esta hipótesis de una
realización individual de un ideal colectivo.

El Escorial es, en efecto, el escenario en el que se desarrolla la postrera escena de esta


comedia, la buena muerte del Rey. Felipe II quiere morir como ha vivido, lúcido,
prudente e inalterable, a pesar del terrible sufrimiento que le provocan sus múltiples
enfermedades, entre ellas la gota, que lo tuvo prácticamente prostrado durante los
últimos diez años de su vida. Por eso sigue los preceptos del ars bene moriendi y
escenifica ante sí mismo y ante los ojos de su pueblo el último acto de una vida
consagrada a Dios y a España.

Felipe II, y su muerte ejemplar, representan, como decíamos, la culminación en el


mundo contrarreformado de un proceso que se abre con el Concilio de Constanza. En
efecto, ante la profunda crisis de una iglesia divida y amenazada por las herejías que
anticipaban ya la ruptura definitiva, se convoca un concilio ecuménico del que sale la
propuesta de una nueva didáctica de la fe que saque las prácticas religiosas de los
lugares sagrados y las lleve al corazón y a la vida cotidiana de la gente. De Constanza
sale, por tanto, una nueva tecnología de la subjetividad occidental con efectos
paradójicos.

A saber, la idea de llevar la fe a la vida de la gente tiene tres efectos distintos:

(1) fortalecer los vínculos con la autoridad papal,


(2) fomentar una forma común de organización cultural de la conciencia, y, sin
embargo,
(3) facilitar la intuición de una relación individual y no mediada con Dios, al estilo
del humanismo cristiano de la devotio moderna.

En cualquier caso, se le encomendó a las órdenes mendicantes, franciscanos y


dominicos, la tarea de llevar a la gente las prácticas cristianas, que se irían convirtiendo
poco a poco en la estructura técnica que sostenía las relaciones del sujeto consigo
mismo y también con los otros y con el poder.

El instrumento básico de las órdenes mendicantes fue la predicación. Y el contenido


básico de su mensaje, la idea de que a los padecimientos de la muerte le pueden
seguir las torturas eternas en el infierno y que la salvación sólo es posible a través
del ejercicio cotidiano de la oración por las almas, la meditación, el examen de
conciencia, la confesión y la preparación para la muerte, en el marco de una vida
sacramentalizada.

La fuerza persuasiva y la eficacia de este mensaje aumentan con los cambios en la


escatología, el discurso sobre lo que pasa después de la muerte, las postrimerías. A los
dogmas novísimos se añade en el siglo XIII la idea de un purgatorio de almas, un
infierno provisional del que tu alma puede salir si los vivos rezan lo suficiente por ti a
Dios o a sus intercesores (la Virgen y los santos). Pero también si tú mismo acumulas
indulgencias a través de la oración y/o las obras de caridad antes de morir. Felipe II,
que tal vez no confiaba excesivamente en los méritos que había acumulado en su larga
vida de oración y lucha contra los impíos, dejó pagadas 25.000 misas por su alma.
Batallones de predicadores entrenados en las aulas de las nuevas universidades o en la
lectura atenta y tutelada de los cientos de artes praedicandi, sermonarios o
colecciones de exempla van creando un imaginario en el que a la visión de la brutal
fantasía de la condenación se contraponen los ejemplos de las vidas virtuosas de
santos y personajes bíblicos.

El esfuerzo de la iglesia en esta nueva didáctica acaba por convertir la predicación en


un oficio extremadamente sofisticado. Los predicadores se convierten en “anfibios
culturales” que consiguen llevar las propuestas de la teología a la gente común, y para
ello utilizan técnicas retóricas de organización del discurso, además de recursos o
tropos como los exempla, las similitudines, las reiteraciones, los proverbios o las rimas
como forma de facilitar la comprensión y la retención de sus mensajes.

Poco a poco van tomando conciencia, cada vez con menos tapujos, de la necesidad de
que a las palabras, les acompañen los gestos y las imágenes.

“Cogidos de repente, los gritos y amenazas divinas les llenan de pavor y temor,
les penetran, hieren y suelen darse a discreccion, y el crucifixo, luces, campanilla,
la noche, el silencio de los que van entrando y siguiendo compunge, penetra y
hiere, juntamente con las voces, a varios que salen a las puertas, balcones y
ventanas… Hacen que imaginen figuras horribles, y aun a los mismos espiritus
malos, inmutando la imaginacion, e infundiendo pavor y miedo en el apetito.
Unas veces imaginan ya dormidos, ya despiertos, que oyen la campanilla con que
les invocamos por las calles, como nos lo han asegurado varios; otros, que oyeron
y vieron a los misioneros predicar de noche, hasta afirmar que con los ojos del
cuerpo los vieron” (Pedro de Calatayud, Misiones y sermones)

La predicación sagrada se va teatralizando poco a poco, un proceso que alcanza su


culminación en la idea barroca de la iglesia como un espacio de representación
dramatúrgica, en el que cada creyente da forma, conjura o sublima la angustia de la
condenación eterna.
(COLOCAR AQUÍ TECHO DEL IESU)

Bajo este horizonte fenomenológico, cobra sentido una de las técnicas más decisivas
en el desarrollo de la subjetividad católica: la confesión, una técnica con un largo
pasado, que Constanza promueve y Trento regula e impone a la conciencia de los
católicos.

(COLOCAR AQUÍ ESQUEMA EVOLUCIÓN DE LA CONFESIÓN)

La regulación de las técnicas de confesión se convierte a partir de Constanza en una


obsesión, multiplicándose la edición de manuales de confesión en todas las lenguas
vernáculas. A través de estos manuales la confesión se convierte también en un
dispositivo esencial para el control moral y político de las colonias.

La confesión como técnica de la conciencia desarrolla una maquinaria sutil y poderosa


de autocontrol tutelado, una maquinaria que reproduce el problema (la angustia
derivada de la culpa y del miedo a la condenación eterna bajo el influjo de la
predicación) que ella misma se propone resolver.

El examen de conciencia (básicamente un repaso de los diez mandamientos y de los


pecados capitales) lleva el poder de la confesión a la vida interior del creyente, al
espacio privado de su conciencia, donde los conflictos morales se sofistican y se
convierten poco a poco en conflictos psicológicos.

El creyente define la estructura de su conciencia en el autoescrutinio cotidiano para


saber si ha obrado bien o mal, pero también si ha pensado, imaginado o soñado bien o
mal. Incluso si debajo de sus pensamientos conscientes más puros pudieran ocultarse
imágenes o ideas inadecuadas. La conciencia se vuelve sobre sí misma y se vuelve
también objeto de sospecha y de análisis.

(COLOCAR AQUÍ ESQUEMA LÓGICA INTERNA DE LA CONFESIÓN)


El poder de la confesión es apuntalado por una incardinación radical con el poder
seglar, que se hace especialmente visible en los desarrollos y ajustes del Concilio de
Trento que se disponen en las Sinodales de Sevilla.

(COLOCAR AQUÍ LÓGICA EXTERNA DE LA CONFESIÓN)

Los penitentes por no ser confesos, aunque no fuesen excomulgados, debían, durante
años, hacer ayunos, vestir con andrajos, descuidar su higiene y alejarse
manifiestamente de la comunidad, sometiéndose constantemente al escarnio público
y la difamación. Resulta fácil imaginar hasta qué punto confesarse se convirtió en una
cuestión vital. Valga como ejemplo que los excomulgados no eran aceptados en
muchos hospitales. Ser castigado con una dura penitencia o ser excomulgado
obligaba a un auténtico y dramático cambio de vida, irreversible y a menudo trágico.

(COLOCAR AQUÍ RITUAL DE EXCOMUNIÓN)

La oración, la salvaguarda de esta conciencia constantemente amenazada por el


pecado, la penitencia y el miedo a la condenación, sale, después de Constanza, de los
espacios sagrados y entra en las casas de los creyentes, a través, sobre todo, de los
libros de horas, que son la versión laica y simplificada de los diurnales y breviarios que
usaban los religiosos. Un libro de horas es esencialmente una especie de manual de
oración de uso personal, que le recordaba al creyente las oraciones que tenía que
hacer a lo largo del día. Había ocho horas u oraciones canónicas diarias (maitines,
laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas). Además, el libro de horas se
solía abrir con un calendario de festividades religiosas, e incluía algunos oficios, como
el de difuntos.

Cada oración de las que componen el LH está a menudo acompañada de una


estructura paratextual, que incluye indicaciones sobre su autor, el título, el modo de
ejecución, sus efectos y algún ejemplo probatorio. Se acompañaban además de
imágenes que ayudaban a canalizar la atención durante la oración y la hacían más
intensa.

Los libros de horas fueron un dispositivo fundamental en el desarrollo de una


espiritualidad individualizada, privada, pero también altamente normalizada y
extendida, que operaba en todas las escalas temporales.

1. El calendario de festividades se convierte en la estructura que organiza


técnicamente la espiritualidad del creyente en la escala del año natural, que es
ya un año religioso. El calendario dispone la estructura del año litúrgico
siguiendo el modelo de la vida de Cristo.
2. Por otro lado, la organización horal de las oraciones define el despliegue de
dicha espiritualidad en la escala de la jornada diaria.
3. Por último, el desarrollo de la sacramentalidad permitirá desplegar
técnicamente la espiritualidad cristiana en ejercicios que se disponen en cada
una de las etapas del ciclo vital. Cada sacramento, desde el bautizo a la
extremaunción, se convierte en el dispositivo técnico que articula el destino
biográfico de un hombre que es visto ya como un viajero, el homo viator, que
va superando con la ayuda de Dios y de la ejercitación los obstáculos de la vida,
mientras se prepara para el viaje más difícil, el viaje que le obligará a superar
la prueba más dura y en el que deberá mostrar su verdadera valía.

Después volveremos sobre el ars moriendi. Pero ahora permítanme añadir algo,
siquiera un apunte, sobre otro dispositivo devocional decisivo en el desarrollo de la
subjetividad contrarreformada: el rosario. Mientras que los libros de horas eran
usados por personas con dinero y que podían leer, el rosario se convierte en el
dispositivo devocional de los pobres y de los que no pueden leer con facilidad. El
rosario es un desarrollo técnico del salterio bíblico, los 150 salmos de la tradición
judía, que constituía el dispositivo devocional básico de la vida cristiana. Como los
pobres generalmente no leían y resultaba complicadísimo aprenderse de memoria los
150 salmos, éstos fueron sustituidos por tres ciclos de cincuenta avemarías. Con el
tiempo este Salterio de la Virgen se hibrida con el Salterio de Jesús (tres ciclos de 50
padrenuestros), dando lugar al rosario tradicional. Cada ciclo se divide en 5 decenas de
avemarías, durante las cuales el ejercitante medita sobre un misterio de la vida de
Cristo o de la Virgen. La angustia derivada de la amenaza de la condenación se encierra
así, literalmente, en un círculo de cuentas no sólo simbólico, sino eventualmente
físico: la corona del rosario o camándula.

No iremos más lejos ahora, pero conviene subrayar ahora que, junto con los libros de
horas y los breviarios, el rosario aparece como un recurso devocional que permite
llevar la oración fuera de los ámbitos sagrados (el monasterio o la iglesia) y ponerlos
al servicio de la salvación individual. En particular el rosario se convierte en una forma
de acumular garantías (créditos) para no pasar demasiado tiempo en el purgatorio.
Los que carecen de dinero para pagar misas por su alma tienen que encontrar su
propia fuente de indulgencias. La creación de la confraternidad del rosario en
Alemania permite aumentar estas garantías, al permitir que otros recen por el alma
propia cuando uno se muere. Los excesos que se siguieron de este uso del rosario
fueron el motivo de su rechazo desde las posiciones reformistas.

En cualquier caso, el éxito del rosario expresa su perfecto encaje en la economía


espiritual “a lo divino” que apuntala el purgatorio. Mientras que el pecado mortal
exige arrepentimiento (contricción), confesión formal y cumplimiento de la penitencia,
los pecados veniales sólo exigen arrepentimiento y pago de la deuda espiritual
contraída. El creyente podía hacer lo necesario para no morir en pecado mortal, lo que
inhabilitaría cualquier procedimiento de cancelación de la deuda. Pero el purgatorio
hace que aparezca una intriga en el relato biográfico del creyente, que nunca puede
estar del todo seguro de haber saldado su deuda espiritual acumulada por sus
pecados veniales. Los ricos se podían permitir pagar misas, obras pías e indulgencias.
El rezo compulsivo del rosario se convierte en el procedimiento de pago de los
pobres, que además crean fraternidades para acumular crédito y pagar unos por
otros por el principio de la comunión de los santos.

En cualquier caso, bajo esta lógica, no resulta ya tan bizarro que Felipe II dejase
pagadas 25.000 misas, varios centenares de ellas en Roma, que eran más caras, pero
también más valiosas en la dinámica de esta economía espiritual.
Tampoco que en el año natural de 1764 se dijesen en un convento franciscano de
Sevilla cerca de 20.000 misas, lo que arroja una media de 55 misas diarias y más de 2
misas por hora, amén de la asistencia a entierros, responsos, sermones, etc. La
imposibilidad de decir todas las misas hizo que el convento gozara, cómo no, de una
bula papal que le permitía agrupar varias misas en una sola.

Como anticipábamos más arriba, el dispositivo sociotécnico para no morir en pecado


mortal, es a partir del siglo XV el ars bene moriendi, la técnica cuyo ejercicio anticipado
y repetido permitirá superar los obstáculos, las tentaciones, que el demonio ha
dispuesto para ganar la dura batalla por el alma del moribundo durante la agonía.

El núcleo de esta técnica de la buena muerte es una alegoría que representa una justa
retórica entre el demonio y el ángel por el alma del moribundo o moriens que tendría
lugar en el escenario de su conciencia. El demonio tienta de diversas maneras al moriens
(por ejemplo, haciéndole dudar sobre la existencia de Dios o sobre las verdaderas
intenciones de sus familiares que lloran desconsoladamente a los pies de la cama) y el
ángel le proporciona ayuda (inspiraciones, es el término que se usa en estos textos) para
resistirse a estas tentaciones. La victoria del demonio implicaría la condenación eterna,
por morir en pecado mortal, y la del ángel la posible salvación del alma del moribundo,
que quedaría pendiente sólo de la cancelación de la deuda consignada en el libro de la
vida.

El texto serviría como una guía práctica para ejercitarse en el afrontamiento de la


muerte antes incluso de estar enfermo. Es decir, proponemos que el AM es un
dispositivo proléptico o anticipatorio, un tipo de ejercicio muy habitual en el
estoicismo clásico. El ars moriendi constituiría entonces una técnica de meditación
(meleté) que permitiría preparar la situación real de la agonía (gymnasia) y, con ello,
vivir una vida moralmente consciente de sus fines, algo que entonces resaltaría el
espesor de cada biografía individual entendida como totalidad poiética, constructiva.

La automatización por repetición permite afrontar con más seguridad una situación en
la que la angustia puede bloquear las defensas del moriens y sumirlo en el caos moral,
una situación de la que el demonio puede sacar fácilmente partido, con sus artimañas
retóricas, dejando al moriens desarmado, con un pie en el abismo de la condenación
eterna.

El peso de la justa retórica recae sobre el ángel, cuyo discurso puede ser considerado
como un caso de “retórica antirretórica”, es decir, una retórica cuya eficacia radica en
convencer a la audiencia (el Yo agente del moriens, en este caso) de que los argumentos
del contrincante (es decir, del diablo) son “puramente retóricos”, es decir, sutilmente
engañosos y falaces. Pero, dado que el diablo recurre él mismo a una retórica que
intenta neutralizar la retórica antirretórica del ángel (aduciendo, por ejemplo, que la
palabra de Dios es ambigua e interpretable, que Dios carece de lo que predica, piedad
ante el sufrimiento, que él siempre dice lo que otros no se atreverían a decir), resistirse
a él exige una musculatura moral bien tonificada, porque los argumentos del diablo son
altamente verosímiles (ver Diapositiva), tanto que pueden parecer buenos. La verdad y
la mentira pugnan a ambos lados de la superficie del espejo. No es casual que el
anticristo tenga, según la tradición apocalíptica, tan decisiva en la predicación de la
época, el mismo aspecto que el cristo (es de hecho un cristo literalmente manipulado,
como una marioneta, por el demonio). (ver diapositiva). Por eso distinguir la verdad de
la mentira exige disciplina, destreza y precisión en el escrutinio.

El ars bene moriendi fue poco a poco desplazado por la idea humanista y neoclásica
(Erasmo) del ars vivendi, que defendía que para morir bien y merecerse la gloria no
bastaba con aprender a morir, sino que era necesario aprender a vivir una vida
virtuosa y honesta.

Para cerrar este sucinto y algo pretencioso recorrido, conviene recordar un asunto
fundamental en relación con la naturaleza de los dispositivos técnicos que organizan la
subjetividad bajomedieval y renacentista: casi todos se recogen ya en libros. Y en
libros de uso preferentemente individual. Este es el caso, como hemos visto, de los
libros de horas, de los manuales de confesión o de predicación, o de los artes bene
moriendi. Se trata de dispositivos en cuya misma naturaleza está ya la idea de una
relación con uno mismo mediada por la lectura privada e individual. El libro se
convierte así en un factor de individualización de la subjetividad, pero también, y al
mismo tiempo, en un factor de homologación fundamental en el proceso de
universalización de la vida cristiana, en la medida que propone técnicas y reglas de
relación con uno mismo y con los demás comunes para todos los posibles lectores. La
orientación espiritual del pueblo seglar sale de la difusa arbitrariedad de la relación
pública, contingente, unilateral y autoritaria, para instalarse en el espacio privado de
la conciencia individual, donde como saben muy bien, ya todo puede pasar.

Por último, y en relación con la hipótesis de Foucault de la que partíamos parece que
el tipo de espiritualidad que hemos estado revisando podría ser entendida como una
tecnología del poder, de sometimiento o de sujeción, pero que sólo puede ser
administrada por el propio sujeto sometido o sujetado. De esta forma, el sujeto
escribe la historia de su propia esclavitud, investida ya como una historia de
liberación y de autoconocimiento. Una ambigüedad moral y política que nos coloca
ya en el umbral de la modernidad, y con ella de la propia psicología y de las demás
ciencias sociales.

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