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Introducción
Entre finales del siglo XVI y principios del siglo XVII el lenguaje político sufrió una
transformación tan radical que bien se puede hablar de una «revolución de la
política», aunque la palabra «revolución» tenga connotaciones algo dramáticas.
Por otro lado, la «revolución» también supuso cierta pérdida de prestigio. Tras tres
siglos de haber ostentado el estatus de la más noble de las ciencias humanas, la
política emergió de las convulsiones revolucionarias como una actividad innoble,
depravada y sórdida. Ya no se la consideraba un instrumento fundamental con el
que combatir la corrupción, sino el arte de adaptarse a ella, cuando no de
perpetuarla.
La «razón» que forma parte del concepto de política es una razón ciceroniana, la
recta ratio, que nos enseña los principios universales de la equidad que deben
presidir nuestras decisiones a la hora de legislar, deliberar, gobernar y administrar
justicia. En el caso de la razón de Estado, «razón» adquiere connotaciones
instrumentales, se refiere a la capacidad de calcular los medios adecuados para
conservar el Estado.
Pero virolli dirá que aun tratándose de un problema de palabras, como esas
palabras se utilizaban para legitimar, defender o condenar prácticas políticas, al
final se produjo un profundo cambio en la forma de valorar e interpretar la política.
Cuando una república ejercía dominio se convertía en un Estado ante los demás
Estados y ante sus súbditos. Es lo que ocurría, por ejemplo, en Florencia.
Además, también se puede decir que una república es un Estado en el sentido de
que se trata de una estructura de poder superpuesta a todo un aparato coercitivo.
Al tratar con otros Estados, sometidos o rebeldes, es más que probable que los
representantes de la república se vieran ante la «necesidad» (como solían decir)
de aplicar las reglas del arte del Estado: luchar en una guerra injusta recurriendo a
medios injustos, tratar a los súbditos con dureza, reprimir una rebelión con
crueldad, etcétera.
El príncipe de Maquiavelo, hay que decir que es una obra que versa sobre el arte
del Estado y no sobre la política, no al menos, sobre lo que el autor entendía que
era la política.
Sólo a partir del siglo XIII se empiezan a reunir los restos dispersos de la
sabiduría ateniense y romana para formar con ellos un lenguaje político coherente
y compartido; un arte del buen gobierno de la ciudad que ofreciera una
imagen, en la que el hombre pudiera reconocerse como animal político.
«Las ciudades italianas», «aman tanto la libertad y temen tanto la insolencia de los
gobernantes que se gobiernan a sí mismas a través de cónsules, en vez de contar
con reyes o príncipes. También se señala que imitaban a los antiguos romanos a
la hora de administrar sus ciudades y conservar sus repúblicas.
Entre la segunda mitad del siglo XIII y finales del XVI, principados más o menos
tolerantes derrocaron a los gobiernos republicanos de las ciudades del norte y
centro de Italia. A pesar de que solo dura un periodo relativamente corto, la época
de las Ciudades-Estados fue de una gran relevancia intelectual y política. Los
teóricos del regimiento de la ciudad del siglo XIII redefinieron la imagen del político
ideal y construyeron la noción de la política entendida como arte del buen gobierno
de la ciudad; dos temas que seguirían constituyendo el núcleo del discurso político
hegemónico hasta el siglo XVI.
Macrobio recurre a que podrían ser políticas purgativas purificadoras del alma y al
finalmente ejemplares. Son virtudes políticas las que el hombre ejerce en su
calidad de animal social. Macrobio pasa a detallar las virtudes propias del político.
La prudencia de un político (politici) se expresa en su capacidad de actuar de
acuerdo con la razón, en su voluntad de querer o hacer sólo lo correcto.
Siendo las virtudes políticas similares a las demás, conducen a la felicidad. Las
virtudes políticas acercan al hombre a Dios porque son principios de orden y
belleza que finjan límites y dan medida a nuestras pasiones y deseos. Y la filosofía
moral se resume en la exhortación a perseguir la virtud y amar a la patria, la ética
política república es la idea de que los fundadores de las ciudades y los buenos
gobernantes merecen un estatus quasi divino. La tradición de las virtudes políticas
tuvo un gran éxito en la edad media
Según Petrarca, consagran el esquema senequiano de las cuatro virtudes:
prudencia, magnanimidad, contingencia y justicia.
En opinión de Alano de Lille, las virtudes políticas no son simples virtudes, son una
categoría aparte en el sentido de que son virtudes de la polis y dependen de los
usos de las ciudades. En otros textos del mismo periodo no se habla de dos tipos
de virtudes diferentes (políticas y católicas) sino de tres: naturales, políticas y
católicas; se entendía que las virtudes políticas son un intermedio entre las
virtudes naturales y las teológicas.
Para Rigaldus y los demás teólogos, polis significa simplemente multitud, mientras
que Buenaventura considera que la polis es una comunidad de seres humanos
que viven de una forma ordenada y virtuosa.
El ejercicio del gobierno consiste sobre todo en reprimir y moderar a los hombres
para protegerlos de sus propios excesos. Como muy bien consta en el juramento
que el nuevo podestá presta solemnemente ante la ciudadanía su deber es regir,
dirigir, gobernar, mantener y preservar a la ciudad y sus habitantes; tanto a los
nobles como a los ciudadanos corrientes, prestando especial atención a las
viudas, los niños, los huérfanos y otros necesitados.
Villani expresa que Latini merecía una mención especial por haber sido el primero
en enseñar a los florentinos a hablar bien, dirigir y gobernar su república de
acuerdo con los principios de la ciencia política.
Esta descripción que hace Latini de la política como la más noble y elevada de las
artes deriva de un pasaje de la Ética nicomaquea en el que Aristóteles consagra la
famosa acepción de la política como arte arquitectónico. El núcleo de su definición
de la idea de que la política es la ciencia del gobierno de acuerdo con la razón y
justicia, es reelaboración de una de las ideas centrales de la tratadística sobre el
gobierno de las ciudades y no procede de la ética nicomaquea. Como hemos
tenido ocasión de ver, la formula gobernar la ciudad con justicia, era un lugar
común en los tratados sobre el gobierno del podestá, como también lo era la idea
de gobernar siguiendo los dictados de la razón.
Latini siguiendo a Aristóteles afirma que la política engloba todas las artes
necesarias para la vida de la polis y es por lo tanto la más noble de las artes
humanas solo analiza lo relacionado con la persona y los deberes del gobernante.
Latini no entra en pormenores sobre las signore vitalicias, como las de los reyes o
emperadores. Tampoco menciona las magistraturas temporales que existen en
Francia, donde un rey solía vender el gobierno de las ciudades sin tener en cuenta
las virtudes del comprador o los intereses de los ciudadanos. Su definición de la
política y los comentarios subsiguientes se refieren exclusivamente de las
ciudades-estados en las que los ciudadanos eligen a su podestá o Signour: el
hombre al que consideran más apto para garantizar el bien común de la ciudad y
los ciudadanos.
Siguiendo a Viverbo las ciudades se habrían instituido para que todos pudieran
protegerse de los arrogantes que movidos por su ambición intentaban esclavizar a
los demás. En realidad la ciudad es un grupo de gente que vive en un mismo lugar
sometida a la misma ley.
Siguiendo a Ciceron una vez más Latini afirma que el lenguaje es un prerrequisito
necesario para el surgimiento de las ciudades y la vida cívica. Sin lenguaje no
cabe la justicia, ni la amistad, ni por lo demás puede haber comunidad humana
alguna. A través del lenguaje los hombres no solo no expresan dolor o placer,
como los animales, también pueden debatir, conversando con sus congéneres
sobre lo que es justo o injusto. Por lo tanto cicerón tenía razón cuando afirmaba
que la retórica es el elemento más noble y más importante de la ciencia del
gobierno de la ciudad.
El lenguaje es lo que en último término da origen a las ciudades. Los fundadores
de las repúblicas eran, ante todo, hombres sabios que sabían hablar y persuadir a
sus conciudadanos de la necesidad de abandonar sus vidas salvajes y pasar a
formar parte de una sociedad que les permitiera vivir de acuerdo con la justicia y la
razón. A través de la sabiduría y la persuasión lograron rescatar al mundo del
desorden y crear una sociedad civil. Merecen por tanto, que se les considere
semidioses. Esa combinación de las ciudades, también resulta especial para su
conservación. La retórica, desprovista de sabiduría puede destruir la vida cívica o
hacer prevalecer los intereses de ciertas facciones porque tiende a excitar
pasiones no a moderarlas.
Por otro lado, un mal gobernante fomenta las divisiones y la guerra y en ultimo
termino, la ruina de la ciudad, desafortunadamente dice Latini los ciudades-estado
italianas suelen hacen gala de escasa sabiduría al elegir a sus gobernantes. Como
parecen tener en cuenta sobre todo el linaje y el poder en vez de la virtud, acaban
atrayendo la ruina sobre si mismas. Latini, al igual que los trataditas anteriores que
escribirían sobre el buen gobierno, dedica especial atención a los deberes y
cualidades del gobernante. Considera que la libertad y la paz de la ciudad
dependen más de las habilidades de quien gobierna que de las disposiciones
constitucionales.
El renacimiento aristotélico
Aquino expresa que a vida cívica es el destino natural del hombre. La naturaleza
ha dotado a los seres humanos de capacidad de habla, no sólo de voz. Por lo
tanto, es la propia naturaleza de los hombres la que les lleva a la vida familiar y
política. En palabras de Aristóteles, la ciudad es la comunidad perfecta, puesto
que garantiza la autarquía. Además, la vida cívica lleva a los hombres a
conducirse de acuerdo con la justicia y la virtud.
Primero hay que hablar del gobierno de uno mismo (ética), después del gobierno
de la familia (economía) y, finalmente, del gobierno de la ciudad (política). Éste es
el orden racional, porque antes de saber gobernar una ciudad hay que aprender a
gobernarse a sí mismo y a la propia familia.
Al igual que un buen podestá, el príncipe sólo merece gobernar si posee prudencia
y el resto de las virtudes morales. Quien carece de virtud no merece ser más que
un siervo. Sólo quien es capaz de subordinar sus apetitos y pasiones al gobierno
de la razón puede mantener a un reino unido y en paz.
Gil engrosa mucho la lista de las virtudes que debe poseer el príncipe. Además de
hablar de la justicia y la prudencia, también se refiere a la fortaleza, la templanza,
la magnanimidad, la liberalidad, la humildad, la veracidad, la afabilidad y la
amabilidad. Recalca especialmente la importancia de la devoción a Dios y la
calidad, dos cualidades que no estaban incluidas en la lista original de las virtudes
políticas. Mientras el buen gobernante ciceroniano sólo tenía que desplegar las
virtudes políticas para obtener acceso tanto al cielo como a la felicidad eterna, el
príncipe escolástico debe ser asimismo devoto si quiere ser perfecto y lograr una
felicidad absoluta.
Aun considerando a la prudencia la más perfecta de las virtudes políticas, Gil no
analiza toda la discusión de la Ética nicomaquea sobre el nexo entre prudencia y
política, ni se explaya tanto en torno al concepto de prudencia política como lo
hiciera su maestro Aquino.
Como es la prudencia del príncipe la que dirige a los súbditos hacia el bien, el
gobernante que carezca de ella hará que el régimen degenere en una tiranía. Un
gobernante imprudente concede mayor importancia a bienes materiales como las
riquezas o placeres sensuales y es capaz de expoliar y oprimir a sus súbditos para
satisfacer sus caprichos. Así, la falta de prudencia política por parte del
gobernante acaba atrayendo la ruina sobre la ciudad. La prudencia política es
especialmente importante para quienes viven en comunidades políticas (civitates),
porque les educa en el respeto a las leyes y al soberano y les enseña a vivir una
vida justa entre sus conciudadanos.
Los hombres pueden vivir tres tipos de vidas: la vida de las pasiones, la vida cívica
y una vida dedicada a la contemplación. La primera es propia de las bestias, la
segunda de los hombres y la tercera de los ángeles.
Gil rechaza la tesis de que el autogobierno republicano sea el medio ideal para
preservarla. Utilizando un vocabulario aristotélico, Gil se refiere a la civitas con el
nombre de «vida política» y califica al régimen republicano de «régimen
político». Su tesis principal, expresada en sus propias palabras, podría resumirse
diciendo que para lograr una vida auténticamente política no se precisa un
régimen político, sino una monarquía hereditaria.
La civitas, traducida como vivere politicum, adquiere un rango aún más noble
gracias a un lenguaje aristotélico que dota a la imagen ciceroniana de una fuerte
connotación moral. Gil le interesa mucho más resaltar la idea de que la ciudad es
condición necesaria para poder llevar una vida virtuosa.
La comunidad política que quiera ser perfecta ha de estar bien ordenada. Y, como
dijera Agustín citando a Cicerón, el orden es la disposición de las cosas en el lugar
adecuado. Si todos y cada uno de los elementos que componen la ciudad tienen
su sitio y se mantienen en su lugar, la república gozará de estabilidad y armonía;
será una auténtica comunidad política, en la que los hombres pueden llevar una
vida feliz y perfecta. Según Tolomeo de Lucca, no es ya que el régimen político
sea compatible con la existencia de la civitas, sino que, de hecho, es el único que
puede garantizar la más perfecta de las felicidades políticas, la que proviene de la
virtud.
La Ética nicomaquea sobre la mayor excelencia del bien común respecto del
provecho particular, en el que se llega a la conclusión de que, puesto que el bien
de todos ha de estar por encima del individual, debemos preferir el bien común al
privado. También afirma que, como dijera Aristóteles muy correctamente, toda
virtud y arte que busque el bien común es la más excelente y arquitectónica.
Marsilio desarrolla el tema del imperio de la ley como base de una buena
comunidad política y defiende una noción de política que entronca con el arte de la
legislación. Parte de una muy concienzuda lectura de Aristóteles y, como la
mayoría de sus homólogos escolásticos, fundamenta sus argumentos en la noción
aristotélica de polis entendida como una comunidad instituida para preservar no
sólo la vida, sino también la vida buena. Pasa de ahí a las formas de gobierno,
comparando las ventajas de las monarquías electivas y las no electivas. En su
opinión, si bien ambos tipos de monarcas gobiernan a quienes son
voluntariamente sus súbditos, los reyes no elegidos rigen sobre gentes menos
inclinadas a la obediencia, con ayuda de leyes menos políticas y menos
orientadas a la preservación del bien común. Los reyes electos gobiernan más
políticamente y en sus leyes se tiene en cuenta el bien común. Marsilio llega así a
la conclusión de que aquellos reyes que han sido elegidos gobiernan más en
consonancia con la vida propiamente política.
En opinión de Marsilio, la prudencia política está por encima del arte de hacer
buenas leyes y de la capacidad de distribuir adecuadamente cargos y honores. En
último término, la prudencia política vela por la paz, la meta suprema de la civitas.
Si las leyes son justas y los gobernantes se someten a ellas, no habrá rebeliones
ni sediciones en la ciudad, ya que éstas son consecuencia de la injusticia.
Además, cuando el gobernante distribuye honores y cargos de manera adecuada
y el legislador define sabiamente qué artes y disciplinas deben cultivar los diversos
tipos de ciudadanos, todo elemento de la ciudad estará en su justo sitio. El
resultado será una comunidad saneada y tranquila.
Tras una atenta lectura de Aristóteles, Marsilio elabora una noción de política que
sería el arte de crear una comunidad de hombres libres e iguales conviviendo bajo
el imperio de la ley. Al referirse a la política como arte de la legislación, refuerza la
identificación entre política y civitas, otorgando de nuevo a la política el rango de la
más excelente de las artes creadas por los hombres. Es lógico que ocupe tan alto
rango en el saber una prudencia política que es el único arte ca paz de garantizar
la libertad y una vida humana plena.
Los hombres que deseen llevar una vida moral y políticamente adecuada deben
ser capaces de distinguir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto y saber
actuar en consecuencia. La ciencia del derecho y la moral son herramientas
necesarias para la vida moral y política porque ofrecen el aprendizaje preciso.
Además, lo que se persigue con toda reflexión moral y política es el bien común,
un bien sagrado precisamente por ser común. Puesto que la excelencia y
perfección del objetivo de una ciencia revierte sobre la ciencia que lo persigue, la
política, siempre y cuando se la entienda como la ciencia del buen gobierno de la
ciudad y persiga el bien común, merece ocupar el más alto rango entre las
disciplinas estudiadas por los humanos.
Según Lucas de Penna, todo acto del rey debe basarse en la equidad. Ostenta la
tutela y la administración de la república. Al igual que el alma da vida y salud al
cuerpo, el príncipe y el rey son dadores de vida y preservan la salud del cuerpo
político cuando gobiernan rectamente y no ejercen una opresión severa o brutal.
Los bienes de los súbditos y de la república no le pertenecen. Es un apoderado
que debe protegerlos sin poder disponer de ellos. Y lo mismo cabe decir de las
personas de los súbditos; el príncipe lleva la espada para castigar a los malvados
pero no está legitimado para castigar a buenos y malos indistintamente. De hecho,
Dios ha instaurado el poder del príncipe para que los malos se abstengan de
hacer daño y los buenos hombres puedan vivir en paz.
Cuando se acaba con la justicia y el bien común, se acaba con la república misma.
El matrimonio ya no es moral y político y la esposa, la república, pierde su libertad
y su dote. Lo que caracteriza al tirano son las confiscaciones y la recaudación
injusta de impuestos con el único fin de satisfacer su egoísmo. En opinión de
Lucas, donde do mina un tirano no hay sociedad. La restauración de la república
exige el derrocamiento del tirano. Puesto que éste es un enemigo público, el
tiranicidio no sólo está justificado, sino que es digno de elogio.
Pero el príncipe al que Lucas atribuye las cualidades del príncipe romano es un
gobernante absoluto, cuando no el mismo emperador. Sin ser tan sublime como el
símil establecido con el cuerpo místico de la Iglesia, el atributo de «político»
entendido en sentido aristotélico, y enriquecido con las cualidades del príncipe de
Roma, distaba mucho de ser insignificante.
Por otra parte, el adjetivo «político» implica que el rey tiene menos poder que un
rey no político, ya que está sometido a un control que limita dicho poder. Es
claramente la etiqueta de «político» lo que diferencia a un príncipe de un tirano,
asemejándole al gobernante republicano. Cuando los defensores del gobierno
monárquico hicieron suya la palabra «político», siempre intentaron atribuir a la
imagen del monarca ciertas connotaciones que procedían del vocabulario propio
de la respublica. el imperio de la ley, el compromiso de respetar la justicia y tender
hacia el bien común, la moderación, la elegibilidad y varias combinaciones entre
estos conceptos.
Por otro lado, el imperio se parece, asimismo, al régimen monárquico porque el
emperador goza de jurisdicción plena, ostenta el derecho a recaudar impuestos y
legislar. Se corona tanto a reyes como a emperadores, pues la corona es el
símbolo de las regalías que ostentan. Pero, en último término, los emperadores
ejercen un poder arbitrario sobre sus súbditos, lo que les diferencia de cónsules o
gobernantes políticos.
Como hemos tenido ocasión de ver, el regimen politicum es, en palabras del
propio Aquino, un tipo de régimen en el que la ciudadanía elige a sus magistrados
para que ejerzan el poder durante un tiempo limitado y gobiernen con justicia
ateniéndose a las leyes de la ciudad. Dejando al margen el elemento del
autogobierno (que, evidentemente, está ausente en toda aplicación del atributo
«político» a los regímenes monárquicos o imperiales), resulta algo forzado calificar
a un régimen de «político» cuando el soberano ostenta poderes arbitrarios sobre
sus súbditos (arbitraria potestas).
Un régimen político puede ser mucho más que todo esto. De la traducción que
Bartolo hiciera del término aristotélico política parecía desprenderse que se trataba
de un régimen popular, es decir, de un régimen en el que el poder soberano
estaba en manos de la ciudadanía. Lo que no puede es ser menos. Si bien los
juristas ampliaron el ámbito de aplicación del adjetivo «político», éste, en ningún
caso, podía abarcar la tiranía. La vida política era un bien preciado que convenía
conservar con el mayor cuidado a través del arte de hacer y aplicar las leyes.
Hacia finales del Trecento los civilistas habían elaborado el marco de lo que era
una disciplina cívica y elevado su estatus. Al afirmar que el arte del derecho era la
disciplina política par excellence, trasladaban a la política la importancia de la que
estaban revestidas las leyes y el arte de la legislación. Los juristas del siglo XIV
siguieron trabajando en tomo a la tradición de las virtudes políticas y el
aristotelismo, enriqueciendo el legado del saber cívico romano y creando, así, el
trasfondo intelectual necesario para esa loa a la política tan propia de los
humanistas.