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De la política a la razón de Estado Maurizio Virolli

Introducción
Entre finales del siglo XVI y principios del siglo XVII el lenguaje político sufrió una
transformación tan radical que bien se puede hablar de una «revolución de la
política», aunque la palabra «revolución» tenga connotaciones algo dramáticas.

Por otro lado, la «revolución» también supuso cierta pérdida de prestigio. Tras tres
siglos de haber ostentado el estatus de la más noble de las ciencias humanas, la
política emergió de las convulsiones revolucionarias como una actividad innoble,
depravada y sórdida. Ya no se la consideraba un instrumento fundamental con el
que combatir la corrupción, sino el arte de adaptarse a ella, cuando no de
perpetuarla.

Todo comienza en el siglo XIII, cuando volvemos a encontrar en Italia un lenguaje


político compartido, y acaba en el siglo XVII, cuando el término «política» ya sólo
se entiende como sinónimo de razón de Estado. Por ejemplo, podríamos partir de
la distinción que hiciera Platón entre el buen político y el tirano para, a partir de
ahí, reconstruir las polémicas habidas, hasta el día de hoy, entre los defensores de
la Realpolitik y los que no quieren prescindir de la ética en política.

Tres siglos después los miembros de la comunidad académica tuvieron que


reconocer que se había operado un gran cambio. Para alegría de algunos y
desesperación de otros, la política (parafraseando la famosa definición de Brunetto
Latini) ya no era ese arte de gobernar las repúblicas con arreglo a los principios de
la justicia y la razón, sino mera razón de Estado, es decir, el arte del manejo de los
medios que permitían conservar el dominio ejercido sobre las gentes. En este libro
quiero plasmar la génesis de un tipo de lenguaje político muy concreto: el que
parte de las tradiciones de la virtud política, el derecho civil y el aristotelismo.

La política no se limitaba a ser una forma de legislar, gobernar e impartir justicia.


En la historia que intento reconstruir se hace una clara distinción entre la política
como el arte de conservar la respublica (entendida como una comunidad de
individuos que comparten una idea de justicia) y la política considerada como el
arte de conservar el Estado. La diferenciación entre el Estado de alguien y la
república era uno de los elementos esenciales del lenguaje político de la Italia
renacentista.

Fue Latini el que elaboró la definición de política que acabó constituyendo el


núcleo del discurso político convencional hasta el siglo XVI. Pero Botero forjó la
definición de razón de Estado que acabaría convirtiéndose en el corazón de un
nuevo lenguaje político. El objeto de la política es la república, el de la razón de
Estado el Estado, al margen de sus orígenes o su legitimidad.; y es ahí donde la
política intenta conservar mediante la justicia y la razón, la razón de Estado admite
cualquier medio que resulte útil para lograr sus fines.

La «razón» que forma parte del concepto de política es una razón ciceroniana, la
recta ratio, que nos enseña los principios universales de la equidad que deben
presidir nuestras decisiones a la hora de legislar, deliberar, gobernar y administrar
justicia. En el caso de la razón de Estado, «razón» adquiere connotaciones
instrumentales, se refiere a la capacidad de calcular los medios adecuados para
conservar el Estado.

La prudencia era la virtud básica de un gobernante. Sin embargo, si bien los


primeros entendían que la prudencia era recta ratio in agibilium y que, por lo tanto,
siempre mantenía estrechos vínculos con la justicia, para los segundos la
prudencia era la capacidad de decidir lo más apropiado para la conservación del
Estado.

Pero virolli dirá que aun tratándose de un problema de palabras, como esas
palabras se utilizaban para legitimar, defender o condenar prácticas políticas, al
final se produjo un profundo cambio en la forma de valorar e interpretar la política.

Sin embargo, no se debe olvidar que los teóricos de la razón de Estado


pretendían, al igual que los retóricos humanistas, legitimar, defender y recomendar
formas específicas de acción política. Por lo tanto, nos estaríamos llamando a
engaño si nos limitáramos a decir que lo que diferencia a la política de la razón de
Estado es el carácter persuasivo de la primera frente al realismo de la segunda.
Históricamente, ambas ideologías han legitimado ciertas prácticas políticas y
condenado otras. Pensemos en un ejemplo obvio: todos los partidarios de la razón
de Estado justificaban y, de hecho, recomendaban la política de distribuir cargos y
prebendas entre los amigos del príncipe. Algo que condenaban todos los
defensores de la política, por considerarla una de las prácticas más corruptas.

Cuando una república ejercía dominio se convertía en un Estado ante los demás
Estados y ante sus súbditos. Es lo que ocurría, por ejemplo, en Florencia.
Además, también se puede decir que una república es un Estado en el sentido de
que se trata de una estructura de poder superpuesta a todo un aparato coercitivo.
Al tratar con otros Estados, sometidos o rebeldes, es más que probable que los
representantes de la república se vieran ante la «necesidad» (como solían decir)
de aplicar las reglas del arte del Estado: luchar en una guerra injusta recurriendo a
medios injustos, tratar a los súbditos con dureza, reprimir una rebelión con
crueldad, etcétera.

Los teóricos más destacados de la Italia renacentista, Maquiavelo y Guicciardini,


expresaron claramente la necesidad de que el gobernante estuviera preparado
tanto para recurrir al arte del buen gobierno, como para hacer lo necesario con el
fin de conservar los Estados. En Italia acabó siendo el Estado de alguien.

Las Ciudades-Estado libres se convirtieron en principados o tiranías, y el lenguaje


propio de la política mutó en el discurso de la razón de Estado. La transición
acabó en una derrota por agotamiento: el lenguaje de la política clásica
simplemente se quedó obsoleto. A finales del siglo XVI, el arte del Estado,
originalmente considerado un arte menor, desempeñaba un papel importante. Se
le empezó a denominar «nueva política», para, posteriormente, pasar a ser
simplemente la «política».

Maquiavelo, al no recurrir al adjetivo político cuando se refería al arte de conservar


el Estado y utilizarlo sólo para hablar del arte del gobierno de la república,
contribuyó a preservar el significado republicano convencional del término
«política».
Dante, amplió el concepto de política definida como el arte del gobierno justo
hasta convertirla en el arte de fundar y conservar constituciones políticas
correctas, plasmando, así, una de las principales innovaciones a las que había
dado lugar el redescubrimiento de la Política de Aristóteles.

El príncipe de Maquiavelo, hay que decir que es una obra que versa sobre el arte
del Estado y no sobre la política, no al menos, sobre lo que el autor entendía que
era la política.

Una vez completada la transición, el lenguaje de la filosofía cívica había dejado de


ser el lenguaje convencional para referirse a la política. Se había convertido en el
discurso de la nostalgia o la utopía, apto para soñar con las repúblicas del pasado
o describir otras futuras. Mientras tanto, el lenguaje de la razón de Estado fue
escalando posiciones hasta hacerse hegemónico. Se convirtió en parte
importante de los espejos de príncipes y asumió el respetable nombre de razón de
Estado. Posteriormente «razón de Estado» acabó siendo sinónimo de la
mismísima prudencia política. Pero, al contrario era una prudencia que se ejercía
al margen de la ley y la justicia. El concepto de política que había nacido de la
experiencia de las Ciudades-Estado era un fruto intelectual del derecho y la ética.
La política de la época de los principados y las tiranías repudió todo vínculo tanto
con uno como con la otra.

La adquisición de un lenguaje político

Sólo a partir del siglo XIII se empiezan a reunir los restos dispersos de la
sabiduría ateniense y romana para formar con ellos un lenguaje político coherente
y compartido; un arte del buen gobierno de la ciudad que ofreciera una
imagen, en la que el hombre pudiera reconocerse como animal político.

El lenguaje político convencional del siglo XIII no reflejaba exclusivamente la


ideología republicana o la de los gobiernos populares, pero lo cierto es que el reto
político que impulsó su renacer fue la institución de las ciudades libres y la
necesidad de preservarlas de las amenazas de la tiranía.
Para esta labor de reconstrucción del lenguaje político se recurrió a tres grandes
tradiciones intelectuales: la tradición de las virtudes política el aristotelismo y el
derecho romano.

La tradición de las virtudes políticas

«Las ciudades italianas», «aman tanto la libertad y temen tanto la insolencia de los
gobernantes que se gobiernan a sí mismas a través de cónsules, en vez de contar
con reyes o príncipes. También se señala que imitaban a los antiguos romanos a
la hora de administrar sus ciudades y conservar sus repúblicas.

Los elementos fundamentales de la ideología de las ciudades-Estado italianas


eran el derecho romano (civilis sapientia) y la tradición ciceroniana de las «virtudes
políticas». Se ha señalado que lo que más interesaba en este tipo de tratados era
la figura podestá o potestá, el más alto magistrado de la ciudad, investido del
poder supremo. De hecho, ejercía poderes judiciales militares y administrativos
representaba a la ciudad en política exterior. Sin embargo, a pesar de este cúmulo
de poderes, su estatus no era el de un rey, sino el de un representante electo que
tenía el deber de respetar las leyes de la ciudad.

Entre la segunda mitad del siglo XIII y finales del XVI, principados más o menos
tolerantes derrocaron a los gobiernos republicanos de las ciudades del norte y
centro de Italia. A pesar de que solo dura un periodo relativamente corto, la época
de las Ciudades-Estados fue de una gran relevancia intelectual y política. Los
teóricos del regimiento de la ciudad del siglo XIII redefinieron la imagen del político
ideal y construyeron la noción de la política entendida como arte del buen gobierno
de la ciudad; dos temas que seguirían constituyendo el núcleo del discurso político
hegemónico hasta el siglo XVI.

Se prestó mayor atención a la imagen del político ideal que a la noción de la


política como arte. En parte porque urgía definir un modelo político e ideológico del
buen podestá y en parte porque la tradición romana nunca se había centrado en la
elaboración de un concepto general de ciencia o arte política. Los autores
romanos solo hablaban de la razón cívica y ciencia cívica.

Las virtudes políticas clásicas: prudencia, fortaleza, templanza y justicia; en


opinión de Cicerón, ostentar esas virtudes y ser capaz de ejercerlas era lo que
hacía que un político fuera capaz de gobernar a una comunidad de hombres a los
que unían ciertos principios de justicia.

Macrobio fue un importante puente intelectual entre la filosofía política romana y el


pensamiento republicano bajo medieval. Lo fundamental para llegar a entender
adecuadamente el texto de Cicerón es la conexión que este establece entre la
virtud política y felicidad, la polémica gira en su opinión de que solo pueden ser
virtuosos quieres se dedican a la contemplación filosófica, siendo así que todos los
demás, incluidos los gobernantes nunca podrían alcanzar la verdadera felicidad.

Macrobio recurre a que podrían ser políticas purgativas purificadoras del alma y al
finalmente ejemplares. Son virtudes políticas las que el hombre ejerce en su
calidad de animal social. Macrobio pasa a detallar las virtudes propias del político.
La prudencia de un político (politici) se expresa en su capacidad de actuar de
acuerdo con la razón, en su voluntad de querer o hacer sólo lo correcto.

La fortaleza, lo que significa temer sólo a la desgracia, no al peligro, mantenerse


firme ante la fortuna adversa y mostrar un equilibrio adecuado en tiempos de
prosperidad. La templanza del político es la capacidad de mantener deseos y
pasiones bajo el control de la razón. Por último, debe ser justo, dando a cada cual
lo que le corresponde.

Siendo las virtudes políticas similares a las demás, conducen a la felicidad. Las
virtudes políticas acercan al hombre a Dios porque son principios de orden y
belleza que finjan límites y dan medida a nuestras pasiones y deseos. Y la filosofía
moral se resume en la exhortación a perseguir la virtud y amar a la patria, la ética
política república es la idea de que los fundadores de las ciudades y los buenos
gobernantes merecen un estatus quasi divino. La tradición de las virtudes políticas
tuvo un gran éxito en la edad media
Según Petrarca, consagran el esquema senequiano de las cuatro virtudes:
prudencia, magnanimidad, contingencia y justicia.

El cuerpo principal del texto también se reitera el principio ciceroniano de la


prioridad de lo honestu. Para vivir una vida realmente honesta debemos poseer las
cuatro virtudes: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La prudencia ocupa el
primer lugar porque implica la responsabilidad de elegir correctamente y la
deliberación precede a la acción. En segundo lugar está la justicia, virtud que
preserva la sociedad humana y la vida de la república, cuando viven en sociedad
los hombres tienen distintos tipos de propiedades. Si la justicia no asegurara a
cada cual lo que le corresponde, la comunidad se disolvería debido a la envidia y
la sedición.

La justicia debe hacer frente a los enemigos igualmente insidiosos: la crueldad y la


negligencia. La primera es la voluntad de ofender y dañar a otros por miedo,
avaricia o ambición, la segunda consiste en tolerar ofensas o daños perpetrados
contra otros cuando tenemos la posibilidad de evitarlo. Resulta fácil reconocer al
tirano en la crueldad, mientras que la negligencia se atribuye claramente al
gobernante pusilánime y a los ciudadanos que carecen de virtud cívica. La tercera
de las virtudes, la fortaleza nos enseña a mantenernos firmes ante la fortuna
adversa, y por último la templanza es la capacidad de someter nuestras pasiones
y emociones al dictado de la razón.

El ciudadano privado y el político que gobierna la república deben observar las


mismas conductas y ser igual de virtuosos. El tema de las virtudes políticas
también fue objeto de extensos debates por parte de los teólogos de los siglos XII
y XIII. Sin embargo, en sus obras la noción de virtud política no se relaciona con
los gobernantes.

En opinión de Alano de Lille, las virtudes políticas no son simples virtudes, son una
categoría aparte en el sentido de que son virtudes de la polis y dependen de los
usos de las ciudades. En otros textos del mismo periodo no se habla de dos tipos
de virtudes diferentes (políticas y católicas) sino de tres: naturales, políticas y
católicas; se entendía que las virtudes políticas son un intermedio entre las
virtudes naturales y las teológicas.

Para Rigaldus y los demás teólogos, polis significa simplemente multitud, mientras
que Buenaventura considera que la polis es una comunidad de seres humanos
que viven de una forma ordenada y virtuosa.

El buen gobernante de una ciudad ha de poseer estas cuatro virtudes, pero la


justicia siempre tiene prioridad. En el modelo de discurso pronunciado por el
nuevo podestá de una ciudad en tiempos de paz, leemos que el primer y más
destacado deber del gobernante es dedicar todo su esfuerzo y diligencia a
preservar la justicia con fe pura y lealtad inalterable.

El De regimine civitatum, empieza con una definición de régimen en la que se


especifican los objetivos que ha de perseguir el gobernante. Régimen, escribe, es
el timón gracias al cual se gobierna y es gobernada la ciudad, la ciudad es como
una nave que precisa de un marino que le pilote utilizando la vela y el timón y por
tanto debe regirla un podestá, gobernador o jefe con ayuda de la ley y la justicia.

El ejercicio del gobierno consiste sobre todo en reprimir y moderar a los hombres
para protegerlos de sus propios excesos. Como muy bien consta en el juramento
que el nuevo podestá presta solemnemente ante la ciudadanía su deber es regir,
dirigir, gobernar, mantener y preservar a la ciudad y sus habitantes; tanto a los
nobles como a los ciudadanos corrientes, prestando especial atención a las
viudas, los niños, los huérfanos y otros necesitados.

Tras explicar el concepto de gobierno, introduce la idea de ciudad a la que define


como libertad de los ciudadanos o inmunidad de los habitantes, recalcando que
como decía cicerón, las repúblicas se fundaron con vistas a asegurar el libre
disfrute de las propiedades y como decía Platón para gozar de la vida buena.

El exceso de prudencia deviene astucia, quien va más allá de los límites de la


magnanimidad adecuada se convierte en un salvaje amenazador e incansable.

La ciudadanía debe encontrar un hombre capaz de gobernar la ciudad en justicia y


equidad. Debe poseer una inteligencia firme y sutil, amar la verdad, la fortaleza y
magnanimidad. No ha de aspirar a la vanagloria o la pompa, ni rodearse de
aduladores y riquezas. Cuando cesa en su cargo, el buen gobernante debe irse
satisfecho y mientras ejerce su mandato ser inmune a la ambición el miedo o la
ira, el gobernante que no ejerce las virtudes políticas no colma las expectativas y
esperanzas que la ciudad ha depositado en él.

La ciudad espera de su podestá es que gobierne con virilidad y fuerza, en justicia


e igualdad, que respete y obedezca las leyes y estatutos de la ciudad en su
totalidad, que la mantenga en paz y tranquila, castigando y expulsando a
malhechores y ladrones. Con la justicia y las leyes a modo de riendas se puede
gobernar pacíficamente, enriqueciendo a la ciudad y haciéndola florecer. Pero si
los ciudadanos invisten a un gobernante que carece de virtudes, considera Juan
de Viterbo que se esfumarán todos los efectos beneficiosos del buen gobierno. El
crimen, la discordia y la miseria sustituirán a la seguridad, la paz y la prosperidad.

El político ideal descrito en la tratadística sobre el buen gobierno de las ciudades


es, básicamente un magistrado investido político supremo: jurisdicción, autoridad
legislativa y mando policial militar.

Al aceptar su cargo, el podestá se compromete a actuar como representante o


encamación de la ciudad. Es el magistrado supremo y, al mismo tiempo, un
servidor de la ciudad. No suele permanecer en el cargo más allá de un .año. Al
cesar debe rendir cuentas a un comité de síndicos. Tampoco ha de pensar en su
propio patrimonio o gloria. Si permite que las pasiones e intereses, privados
interfieran con sus deberes, dejará de ser una persona pública y se convertirá en
un mero individuo que ostenta un gran poder. Se le exige poseer y cultivar las
virtudes políticas, porque solo desplegando estas virtudes puede convertirse en
una persona pública y ser un servidor del bien común y la justicia.

Autores romanos los teóricos y defensores del buen gobierno de la ciudad


construyeron una imagen del político que era una combinación de dos elementos
básicos: la noción de persona pública y la posesión de las virtudes. Los tratadistas
políticos del siglo XIII formularon una descripción del político ideal que sirvió de
modelo a los gobernantes y magistrados de las Ciudades-Estado libres. Tampoco
llegaron a formular un concepto de lo político. Para un concepto del arte de la
política, habrá que esperar hasta la década de 1260.

Villani expresa que Latini merecía una mención especial por haber sido el primero
en enseñar a los florentinos a hablar bien, dirigir y gobernar su república de
acuerdo con los principios de la ciencia política.

Uno de los rasgos distintivos de la experiencia de las ciudades-estado italianas fue


el revival del autogobierno y por lo tanto de la práctica de la oratoria pública. El
tresor recogía las reflexiones sobre la retórica y la política haciendo hincapié en si
interrelación.

También se debe a Latini una definición general de la ciencia política, en la


descripción que hace de los tres elementos de la filosofía práctica, tras definir la
ética y la economía afirma que la ciencia política es la más elevada de las ciencias
humanas y las noche actividad a la que pueda dedicarse un hombre porque su
objetivo es enseñar como gobernar a los habitantes de un reino y una ciudad, al
pueblo y a la comuna, tanto en tiempos de paz como de guerra de acuerdo con la
razón y la justicia. La ciencia política prosigue Latini parafraseando a Aristóteles
que impone un orden al conocimiento y las artes que han de cultivarse en la
ciudad, puesto que preservan el orden cívico a través del lenguaje, las ciencias
que nos enseñan a hablar correctamente, gramática, dialéctica y retorica son
componentes esenciales de la políticas.

Esta descripción que hace Latini de la política como la más noble y elevada de las
artes deriva de un pasaje de la Ética nicomaquea en el que Aristóteles consagra la
famosa acepción de la política como arte arquitectónico. El núcleo de su definición
de la idea de que la política es la ciencia del gobierno de acuerdo con la razón y
justicia, es reelaboración de una de las ideas centrales de la tratadística sobre el
gobierno de las ciudades y no procede de la ética nicomaquea. Como hemos
tenido ocasión de ver, la formula gobernar la ciudad con justicia, era un lugar
común en los tratados sobre el gobierno del podestá, como también lo era la idea
de gobernar siguiendo los dictados de la razón.
Latini siguiendo a Aristóteles afirma que la política engloba todas las artes
necesarias para la vida de la polis y es por lo tanto la más noble de las artes
humanas solo analiza lo relacionado con la persona y los deberes del gobernante.
Latini no entra en pormenores sobre las signore vitalicias, como las de los reyes o
emperadores. Tampoco menciona las magistraturas temporales que existen en
Francia, donde un rey solía vender el gobierno de las ciudades sin tener en cuenta
las virtudes del comprador o los intereses de los ciudadanos. Su definición de la
política y los comentarios subsiguientes se refieren exclusivamente de las
ciudades-estados en las que los ciudadanos eligen a su podestá o Signour: el
hombre al que consideran más apto para garantizar el bien común de la ciudad y
los ciudadanos.

Para Latini, política es el gobierno de acuerdo con la razón y la justicia, ejercido


por un signor electo sobre los ciudadanos de una ciudad libre. Su modelo del
político no difiere gran cosa del que habían esbozados tratadistas anteriores en
sus obras sobre el regimiento de las ciudades. Basándose en la ética nicomaquea
ennobleció del arte del podestá elevándolo a la dignidad de la más noble de todas
las ciencias prácticas.

Siguiendo a Viverbo las ciudades se habrían instituido para que todos pudieran
protegerse de los arrogantes que movidos por su ambición intentaban esclavizar a
los demás. En realidad la ciudad es un grupo de gente que vive en un mismo lugar
sometida a la misma ley.

Siguiendo a Ciceron una vez más Latini afirma que el lenguaje es un prerrequisito
necesario para el surgimiento de las ciudades y la vida cívica. Sin lenguaje no
cabe la justicia, ni la amistad, ni por lo demás puede haber comunidad humana
alguna. A través del lenguaje los hombres no solo no expresan dolor o placer,
como los animales, también pueden debatir, conversando con sus congéneres
sobre lo que es justo o injusto. Por lo tanto cicerón tenía razón cuando afirmaba
que la retórica es el elemento más noble y más importante de la ciencia del
gobierno de la ciudad.
El lenguaje es lo que en último término da origen a las ciudades. Los fundadores
de las repúblicas eran, ante todo, hombres sabios que sabían hablar y persuadir a
sus conciudadanos de la necesidad de abandonar sus vidas salvajes y pasar a
formar parte de una sociedad que les permitiera vivir de acuerdo con la justicia y la
razón. A través de la sabiduría y la persuasión lograron rescatar al mundo del
desorden y crear una sociedad civil. Merecen por tanto, que se les considere
semidioses. Esa combinación de las ciudades, también resulta especial para su
conservación. La retórica, desprovista de sabiduría puede destruir la vida cívica o
hacer prevalecer los intereses de ciertas facciones porque tiende a excitar
pasiones no a moderarlas.

En la vida cívica, el litigio y el conflicto han de resolverse por medio de la


persuasión para evitar la guerra civil. Por eso el gobernante debe dominar el arte
de la retórica para ser capaz de convencer a los ciudadanos de que, para
preservar la amistad y la concordia deben moderar sus exigencias personales,
familiares o grupales.

Para salvaguardar apropiadamente los tres pilares de la república: justicia,


reverencia y amor, el gobernante de Latini debe ser como ciceroniano un buen
hombre y un hábil orador, debe tener a la justicia firmemente arraigada en su
corazón para dar a cada cual lo que le corresponde sin favorecer nunca a un
miembro de la comunidad a costa de los demás.

El ciudadano ha de amar a su signour de todo corazón y prestarle toda la ayuda


necesaria para que pueda desempeñar su oneroso cargo. En opinión de Latini el
cargo de podestá de una ciudad-estado es el mayor honor que puede recaer sobre
un hombre en su vida terrena.

Por otro lado, un mal gobernante fomenta las divisiones y la guerra y en ultimo
termino, la ruina de la ciudad, desafortunadamente dice Latini los ciudades-estado
italianas suelen hacen gala de escasa sabiduría al elegir a sus gobernantes. Como
parecen tener en cuenta sobre todo el linaje y el poder en vez de la virtud, acaban
atrayendo la ruina sobre si mismas. Latini, al igual que los trataditas anteriores que
escribirían sobre el buen gobierno, dedica especial atención a los deberes y
cualidades del gobernante. Considera que la libertad y la paz de la ciudad
dependen más de las habilidades de quien gobierna que de las disposiciones
constitucionales.

Aunó en una única definición general los valores convencionales y toda la


sabiduría acumulada sobre el buen gobierno de las ciudades, trasplantando el
lenguaje aristotélico al corazón del vocabulario romano de la sabiduría cívica.

El renacimiento aristotélico

Existe un sinónimo de «político», que es «público» y se contrapone tanto a privado


(prívate) como a individual. La filosofía moral individual enseña a buscar las
virtudes y lograr la felicidad; la privada informa sobre cómo gobernar en el ámbito
doméstico y la pública es una guía para el gobierno de las repúblicas que implica
ocuparse del bienestar de todos con la ayuda de la prudencia, la medida de la
justicia, la firmeza de la fortaleza y la paciencia de la templanza. Así como la
filosofía moral solitaria es cosa del individuo y la privada del cabeza de familia, la
pública, civil o política es la sabiduría propia de los regidores de las ciudades.

El redescubrimiento de la Política contribuyó a que los estudiantes empezaran a


considerar que la política no era sólo el arte de gobernar una ciudad de acuerdo
con la razón y la justicia, sino la ciencia de la ciudad en general. El discurso
político dejó de centrarse en el gobernante para analizar la constitución y la vida
colectiva de la ciudad. Los tratados ya no eran meras descripciones de los
deberes y cualidades del político y se empezó a exponer en ellos los méritos
comparados de diversos regímenes políticos. En los tratados de los filósofos
escolásticos de los siglos XII y XVI se consagra una concepción mucho más
amplia de la política.

Aquino centra su comentario en el concepto de régimen político y aclara la


diferencia que existe entre el gobierno político, el económico y el monárquico. En
el régimen monárquico el gobernante ejerce un poder pleno, mientras que el poder
del gobernante de un régimen político se ve limitado por las leyes de la ciudad. La
diferencia no es sólo cuantitativa: es cualitativa. En el primero se da un ejercicio
ilimitado del poder; en el segundo, el gobernante debe ejercer el poder supremo
de acuerdo con las leyes que resultan de la disciplina política, es decir, las leyes
diseñadas para conservar la ciudad. El gobierno político se compara con el
dominio de la inteligencia sobre los apetitos, el despótico con el del alma sobre el
cuerpo. El cuerpo no puede resistirse a los mandatos del alma, mientras que la
inteligencia puede imponerse a los dictados de los apetitos. Es algo similar a lo
que ocurre en el caso del gobierno político sobre hombres libres, en el que los
ciudadanos a menudo pueden y, de hecho, con frecuencia se resisten a cumplir
los mandatos del gobernante. Los esclavos, en cambio, no pueden negarse a
obedecer, igual que las manos no pueden desoír las órdenes de la mente.

En un régimen político los ciudadanos gobiernan por tumos, según Aquino, la


alternancia entre gobernantes y gobernados es consecuencia de su igualdad
natural, aunque, evidentemente, los magistrados ostentan un estatus superior y
están autorizados a llevar distintivos honoríficos. Por último, afirma que el régimen
político se instaura por el bien común de los súbditos, no por el del gobernante.
Por lo tanto, en el mismo momento en que un tirano oprime a la ciudadanía, o las
facciones y sectas rompen la concordia y luchan por el control de la ciudad, el
régimen político se disuelve.

Aquino expresa que a vida cívica es el destino natural del hombre. La naturaleza
ha dotado a los seres humanos de capacidad de habla, no sólo de voz. Por lo
tanto, es la propia naturaleza de los hombres la que les lleva a la vida familiar y
política. En palabras de Aristóteles, la ciudad es la comunidad perfecta, puesto
que garantiza la autarquía. Además, la vida cívica lleva a los hombres a
conducirse de acuerdo con la justicia y la virtud.

La única referencia relevante a las virtudes del político es un comentario a un


famoso pasaje del libro III, en el que Aristóteles debate sobre si el buen hombre es
también un buen ciudadano. Según Aquino, Aristóteles afirma que un buen
ciudadano debe ejercer las mismas virtudes que un buen hombre. No se puede
decir que alguien es un buen príncipe si no posee las virtudes morales,
concretamente la de la prudencia. Puesto que la política es parte de la prudencia,
el político, es decir, el gobernante de la ciudad, debe ser prudente. Por lo tanto,
concluye Aquino, ha de ser bueno, ya que la prudencia es la capacidad de elegir
bien, siendo así que la elección correcta conduce al bien.

También tiene razón Aristóteles cuando afirma, al final de la Ética nicomaquea,


que la política es la perfección de la filosofía moral, pues se ocupa del orden
humano, es decir, de la constitución de la ciudad. Por lo tanto, la política, el arte de
la ciudad, merece el mayor rango entre las ciencias prácticas.

En opinión de Aquino, Aristóteles tiene razón cuando distingue entre política y


prudencia. Hablando con propiedad, la prudencia es el arte de gobernarse a sí
mismo, mientras que la política se ocupa del gobierno de muchos. La política
misma debería dividirse en el arte de legislar, es decir, la prudencia a la hora de
confeccionar las leyes, y la prudencia en la ejecución de esas leyes.

Primero hay que hablar del gobierno de uno mismo (ética), después del gobierno
de la familia (economía) y, finalmente, del gobierno de la ciudad (política). Éste es
el orden racional, porque antes de saber gobernar una ciudad hay que aprender a
gobernarse a sí mismo y a la propia familia.

Al igual que un buen podestá, el príncipe sólo merece gobernar si posee prudencia
y el resto de las virtudes morales. Quien carece de virtud no merece ser más que
un siervo. Sólo quien es capaz de subordinar sus apetitos y pasiones al gobierno
de la razón puede mantener a un reino unido y en paz.

Gil engrosa mucho la lista de las virtudes que debe poseer el príncipe. Además de
hablar de la justicia y la prudencia, también se refiere a la fortaleza, la templanza,
la magnanimidad, la liberalidad, la humildad, la veracidad, la afabilidad y la
amabilidad. Recalca especialmente la importancia de la devoción a Dios y la
calidad, dos cualidades que no estaban incluidas en la lista original de las virtudes
políticas. Mientras el buen gobernante ciceroniano sólo tenía que desplegar las
virtudes políticas para obtener acceso tanto al cielo como a la felicidad eterna, el
príncipe escolástico debe ser asimismo devoto si quiere ser perfecto y lograr una
felicidad absoluta.
Aun considerando a la prudencia la más perfecta de las virtudes políticas, Gil no
analiza toda la discusión de la Ética nicomaquea sobre el nexo entre prudencia y
política, ni se explaya tanto en torno al concepto de prudencia política como lo
hiciera su maestro Aquino.

Decía Aquino que Aristóteles distinguía entre dos aspectos o elementos de la


política: la prudencia legislativa y la «ciencia de la deliberación». La prudencia
legislativa es la ciencia suprema, rectora y arquitectónica, porque define lo que
han de hacer los demás. En cambio, la política ejecutiva (política executiva)
consiste en deliberar, es decir, en aplicar las normas universales descubiertas por
la prudencia política a las circunstancias concretas.

La prudencia política consiste, por lo tanto, en dar consejo a los cuerpos


legislativos y en deliberar sobre temas concretos, buscando siempre el bien de
la ciudad. Apunta al bien común, que siempre está por encima del individual, y, por
eso, hay que anteponer la prudencia política a la prudencia económica o la
individual. Por último, de los dos elementos de la prudencia política, la legislación
tiene prioridad sobre el gobierno y la administración y es, de hecho, la actividad
humana más excelente. Lo único que Gil toma de Aristóteles y Aquino es la idea
de que la prudencia política es la virtud política más perfecta.

Como es la prudencia del príncipe la que dirige a los súbditos hacia el bien, el
gobernante que carezca de ella hará que el régimen degenere en una tiranía. Un
gobernante imprudente concede mayor importancia a bienes materiales como las
riquezas o placeres sensuales y es capaz de expoliar y oprimir a sus súbditos para
satisfacer sus caprichos. Así, la falta de prudencia política por parte del
gobernante acaba atrayendo la ruina sobre la ciudad. La prudencia política es
especialmente importante para quienes viven en comunidades políticas (civitates),
porque les educa en el respeto a las leyes y al soberano y les enseña a vivir una
vida justa entre sus conciudadanos.

Los magistrados deben ser conscientes de que su persona pública representa a la


civitas. Por lo tanto, es su deber preservar su honor y dignidad, hacer cumplir las
leyes y garantizar a todos sus derechos. Los ciudadanos privados han de vivir en
igualdad y justicia con sus conciudadanos, sin desplegar servilismo ni arrogancia y
trabajando a favor de la paz de la república. Los extranjeros deben ocuparse de
sus propios asuntos y no entrometerse en la vida política.

El buque insignia de la prudencia política es la correcta ordenación de los deberes


que deben ejercer los distintos tipos de ciudadanos para, a partir de la diversidad,
hacer posible una dulce armonía.

Henricus llega a la conclusión de que la prudencia política es básicamente ese


saber del político que impone y mantiene un orden adecuado en la república,
definiendo los deberes de todos y cada uno de sus elementos, aplicando la justicia
y la clemencia para que los ciudadanos puedan cumplir con su deber.

La prudencia política en un tono marcadamente republicano, combinando temas


típicamente aristotélicos con la idea ciceroniana del político como moderador y un
concepto de prudencia política como virtud que lleva al ciudadano individual a
comportarse en consonancia con el bien común.

Como gobernante no deja de ser un ministro que se limita a hacer de forma


imperfecta lo que Dios realiza de forma perfecta. Como Dios, debe ser capaz de
velar por el bien común, el mejor y más divino de los bienes. Y si, en último
término, la felicidad reside en Dios, debe cultivar aquellas virtudes que conducen a
Él; no sólo la prudencia, la reina de la virtud política, sino también la caridad. Para
unirse a Dios ha de gobernar con justicia y caridad.

Los hombres pueden vivir tres tipos de vidas: la vida de las pasiones, la vida cívica
y una vida dedicada a la contemplación. La primera es propia de las bestias, la
segunda de los hombres y la tercera de los ángeles.

El príncipe aristotélico y cristiano conserva el estatus divino del político


ciceroniano. La felicidad eterna es su justa recompensa, al igual que lo era para su
homólogo pagano. Sin embargo, el rector ciceroniano adquiría la felicidad eterna
gracias, exclusivamente, a su virtud política. Mientras que al príncipe escolástico
también se le exige que sea devoto y caritativo.
La idea de que el autogobierno republicano resultaba ser la forma de gobierno
más apta para conservar la ciudad (civitas). Para asegurarse de que se velaba
adecuadamente por la justicia y el bien común (los dos rasgos distintivos de la
civitas ciceroniana), los ciudadanos debían confiar los poderes supremos a un
magistrado temporal electo que fuera respetuoso con las leyes y los estatutos de
la ciudad.

Gil rechaza la tesis de que el autogobierno republicano sea el medio ideal para
preservarla. Utilizando un vocabulario aristotélico, Gil se refiere a la civitas con el
nombre de «vida política» y califica al régimen republicano de «régimen
político». Su tesis principal, expresada en sus propias palabras, podría resumirse
diciendo que para lograr una vida auténticamente política no se precisa un
régimen político, sino una monarquía hereditaria.

Dice Gil, es el destino natural de la humanidad. El mero hecho de que el hombre


sea el único animal capaz de comunicarse por medio del lenguaje prueba su
disposición natural a vivir en sociedad. La comunidad política no sólo es una
condición necesaria para la vida, sino también para la vida buena. A los hombres
no les basta con ver cubiertas sus necesidades materiales si su conservación no
va unida a una vida buena, a una vida virtuosa. Los dos fundamentos de la
auténtica vida política, la ley y la justicia, se instituyeron para hacer que los
hombres vivieran de acuerdo con la virtud.

La civitas, traducida como vivere politicum, adquiere un rango aún más noble
gracias a un lenguaje aristotélico que dota a la imagen ciceroniana de una fuerte
connotación moral. Gil le interesa mucho más resaltar la idea de que la ciudad es
condición necesaria para poder llevar una vida virtuosa.

Al revés de lo que ocurre en un régimen monárquico en el que el rey gobierna sin


límite alguno, en un régimen político los magistrados deben atenerse a cierto
número de convenciones. Puesto que los eligen los ciudadanos (por ejemplo, en
las ciudades-Estado italianas la ciudadanía elige al podesta), son éstos los que
aprueban las normas y pueden incluso castigar al gobernante cuando éste
transgrede las leyes de la ciudad.
Roma era un régimen político sin ser una ciudad-Estado. Otras provincias
italianas contaban, asimismo, con gobiernos políticos. De hecho, el régimen
político es el único posible para pueblos que confían en su propia inteligencia,
poseen mentes viriles y osados corazones. Por otro lado, los regímenes
despóticos son más apropiados para pueblos con hábitos serviles. En un régimen
político perfecto los hombres pueden alcanzar la felicidad política (política
felicitas). Un gobernante político (rector politicus) rige, de hecho, con la virtud y es
su propia vultuosidad la que da vida a la de la ciudadanía. Como señalara Agustín
en La ciudad de Dios, una civitas es un conjunto de hombres unidos por aquellos
vínculos sociales que generan una virtud auténtica cuyo ejercicio les hace felices.
Tolomeo especifica que la felicidad de la civitas depende básicamente de la labor
del gobernante que gobierna políticamente y cuya virtud fomenta las virtudes del
conjunto de la ciudad.

La comunidad política que quiera ser perfecta ha de estar bien ordenada. Y, como
dijera Agustín citando a Cicerón, el orden es la disposición de las cosas en el lugar
adecuado. Si todos y cada uno de los elementos que componen la ciudad tienen
su sitio y se mantienen en su lugar, la república gozará de estabilidad y armonía;
será una auténtica comunidad política, en la que los hombres pueden llevar una
vida feliz y perfecta. Según Tolomeo de Lucca, no es ya que el régimen político
sea compatible con la existencia de la civitas, sino que, de hecho, es el único que
puede garantizar la más perfecta de las felicidades políticas, la que proviene de la
virtud.

La Ética nicomaquea sobre la mayor excelencia del bien común respecto del
provecho particular, en el que se llega a la conclusión de que, puesto que el bien
de todos ha de estar por encima del individual, debemos preferir el bien común al
privado. También afirma que, como dijera Aristóteles muy correctamente, toda
virtud y arte que busque el bien común es la más excelente y arquitectónica.

El elemento esencial de su razonamiento es que el amor al bien común es un tipo


de amor racional. Si la comunidad se corrompe, la vida de los individuos se
empobrece. Y una vez destruida la ciudad, los ciudadanos no pueden seguir
cultivando las únicas virtudes que les convierten en auténticos ciudadanos.

Es imposible que un ciudadano extraiga placer alguno de una corrupción de su


ciudad que atenta contra sus intereses. Todo lo contrario, puesto que lo semejante
ama a lo semejante por naturaleza, los ciudadanos deberían amarse mutuamente.
Si amaran a sus conciudadanos y al bien común, siempre reinaría la tranquilidad
en una ciudad que estaría a salvo. De hecho, el amor conduce a la unidad, la
generosidad, el éxtasis, la diligencia y todas aquellas cualidades que hacen
fuertes y tranquilas a las repúblicas.

Esta interpretación que hace Remigio de la noción de virtud política, formulándola


en términos de amor hacia la república, fue una importantísima contribución al
lenguaje político republicano. Desde su punto de vista, la virtud política es una
cualidad que ha de ostentar todo ciudadano y no sólo (o no
fundamentalmente) el gobernante, como ocurría en las versiones originales de
Macrobio y Cicerón. Mientras los teóricos del buen gobierno del siglo XIII se
habían centrado más en las virtudes del buen gobernante, Remigio se centra en la
virtud política colectiva de la ciudadanía, y afirma que es un requisito
imprescindible para lograr que en la república reinen la paz y prosperidad.

Dante se muestra totalmente de acuerdo con sus fuentes escolásticas al afirmar


que la vida política, que supone vivir y juzgar de acuerdo con la razón, es el
fundamento de la auténtica libertad. Comentando in pasaje de la Política de
Aristóteles en el que éste afirmaba que vivir de acuerdo con una buena
constitución política implica seguridad y esclavitud, Aquino había afirmado que
vivir de acuerdo con las re alas recogidas en una constitución política significaba
vivir en libertad y seguridad. Al añadir la idea de libertad a la de seguridad no
dejaba de respetar el pensamiento de un Aristóteles que había afirmado que ser
un hombre libre significaba ser causa sui, un hombre es causa sui cuando actúa
de acuerdo con la razón para lograr el bien. Ya que vivir políticamente implica
plegarse a las leyes adicionales diseñadas precisamente para lograr el bien
común, debemos incluir que es vida política aquella que se vive observando los
dietarios de la razón; el tipo de vida que viven los hombres cuando no son
esclavos de su propia voluntad o de las pasiones de otros hombres.

A su vez, Dante afirma que un hombre es libre cuando es capaz de gobernarse a


sí mismo siguiendo los dictados de la razón. Es un esclavo cuando no puede
sobreponerse a sus propias pasiones o está sometido a la voluntad de otros
hombres. Y mientras que los regímenes corruptos reducen a los hombres a la
servidumbre, los justos les hacen libres animándoles a ser, a la vez, hombres
buenos y virtuosos ciudadanos. De hecho, el fin de la monarquía universal es,
precisamente, lograr que los hombres vivan políticamente para que puedan ser
libres. En opinión de Dante, la política es fuente y principio informador del gobierno
justo, lo que la convierte, por lo tanto, en el fundamento de la libertad.

Así, la función principal del monarca es la de comprobar que to das las


comunidades que están bajo su jurisdicción se gobiernan poli ticamente. El
monarca universal no debe imponer sus normas, sino dilucidar las normas de la
razón a efectos de preservar la vida política Cuando los hombres se someten a un
monarca que garantiza la vi política en todas las comunidades, se están
sometiendo, en realidad, imperio de la razón y son libres.

La Monarquía contribuyó de forma importante a fomentar la idea de que la política


era el arte de crear una buena constitución política y, por tanto, el arte de la
libertad. La concepción de la política como el arte de la libertad entroncaba, sin
duda, con la tratadística escolástica y las obras sobre el autogobierno comunal.
Sin embargo, el tema se hace explícito, por primera vez, en la Monarquía.

Marsilio desarrolla el tema del imperio de la ley como base de una buena
comunidad política y defiende una noción de política que entronca con el arte de la
legislación. Parte de una muy concienzuda lectura de Aristóteles y, como la
mayoría de sus homólogos escolásticos, fundamenta sus argumentos en la noción
aristotélica de polis entendida como una comunidad instituida para preservar no
sólo la vida, sino también la vida buena. Pasa de ahí a las formas de gobierno,
comparando las ventajas de las monarquías electivas y las no electivas. En su
opinión, si bien ambos tipos de monarcas gobiernan a quienes son
voluntariamente sus súbditos, los reyes no elegidos rigen sobre gentes menos
inclinadas a la obediencia, con ayuda de leyes menos políticas y menos
orientadas a la preservación del bien común. Los reyes electos gobiernan más
políticamente y en sus leyes se tiene en cuenta el bien común. Marsilio llega así a
la conclusión de que aquellos reyes que han sido elegidos gobiernan más en
consonancia con la vida propiamente política.

Para lograrlo se debe confiar el poder legislativo a quienes puedan confeccionar


mejores leyes. La postura que adopta Marsilio en este punto da a su concepto
de política un aire decididamente republicano. Algunos pensadores escolásticos
anteriores, como Tolomeo, habían señalado que lo distintivo de un régimen
político era el imperio de la ley y las magistraturas electivas. Marsilio recalcará que
el poder legislativo debe estar en manos de la ciudadanía. El conjunto de los
ciudadanos, o la mayor parte de ellos, tiene una mejor percepción del interés
común y puede dictar leyes que lo fomenten. Además, puesto que nadie se daña a
sí mismo deliberadamente, parece poco probable que el cuerpo de ciudadanos
dicte leyes injustas. Por último, deben hacer las leyes quienes ofrezcan las
mejores garantías de ir a obedecerlas. Si todos los ciudadanos, y no sólo unos
pocos, aprueban las leyes, se mostrarán más dispuestos a acatarlas.

En opinión de Marsilio, la prudencia política está por encima del arte de hacer
buenas leyes y de la capacidad de distribuir adecuadamente cargos y honores. En
último término, la prudencia política vela por la paz, la meta suprema de la civitas.
Si las leyes son justas y los gobernantes se someten a ellas, no habrá rebeliones
ni sediciones en la ciudad, ya que éstas son consecuencia de la injusticia.
Además, cuando el gobernante distribuye honores y cargos de manera adecuada
y el legislador define sabiamente qué artes y disciplinas deben cultivar los diversos
tipos de ciudadanos, todo elemento de la ciudad estará en su justo sitio. El
resultado será una comunidad saneada y tranquila.

Al preguntarse por la forma más adecuada de preservar la paz Marsilio


amplió la noción de política como, arte de la legislación; un idea que procedía del
saber cívico romano. Partiendo de esta base, Marsilio señala que toda la
ciudadanía, no sólo el gobernante y lo legisladores, han de desplegar prudencia
política. En una buena comunidad política que aspira a la paz, son todos los
ciudadanos lo que tienen la última palabra a la hora de aprobar las leyes y elegir
gobernante. Ambas tareas requieren de prudencia política y resulta decisivas para
el buen orden de la ciudad.

Tras una atenta lectura de Aristóteles, Marsilio elabora una noción de política que
sería el arte de crear una comunidad de hombres libres e iguales conviviendo bajo
el imperio de la ley. Al referirse a la política como arte de la legislación, refuerza la
identificación entre política y civitas, otorgando de nuevo a la política el rango de la
más excelente de las artes creadas por los hombres. Es lógico que ocupe tan alto
rango en el saber una prudencia política que es el único arte ca paz de garantizar
la libertad y una vida humana plena.

El lenguaje aristotélico se iba consolidando, pero, aunque ya tenía peso propio y


un ámbito de aplicación, aún no era lo Suficientemente sistemático ni preciso. Se
recurría al adjetivo «político» tanto para referirse al gobierno de un príncipe justo y
moderado, como a un régimen republicano. Nunca tenía connotaciones de tiranía
o despotismo ni se lo usaba para describir a un príncipe que no se sometiera a las
leyes y reglamentaciones o considerase que la república era propiedad privada
suya. Aunque había diversidad de opiniones sobre las ventajas del régimen
monárquico sobre el republicano, la difusión del aristotelismo reforzó la noción de
política como el arte de crear y conservar una comunidad de individuos que vivían
bajo el imperio de la ley. La política tendía, decididamente, a convertirse en una
filosofía cívica.

Derecho civil y política

Cuando hacían alusión al arte de gobernar la república utilizaban la expresión


latina civilis. Para refinar el lenguaje político, Baldo recurre a un vocabulario tanto
aristotélico como ciceroniano. Por ejemplo, en un gran comentario que hace al
Codex Iustinianus, utiliza el concepto aristotélico de política señalando que cabe
considerar al ser humano desde la preeminencia o la «congregación».
Comentando la definición de populus que se da en el Codex Iustinianus, aclara
que se puede considerar a un hombre desde tres puntos de vista diferentes. En
tanto que individuo que consta, por naturaleza, de cuerpo y alma; como unidad
económica, es decir, en tanto que cabeza de familia (paterfamilias) o abad de un
monasterio; y en tanto que persona civil o política, como es el caso del obispo de
una ciudad y el podestá. Afirma Baldo que, en este último caso, lo relevante es
que ocupa una posición preeminente. Aplicado a un obispo o un podestá, el
adjetivo «político» denota el hecho de que ostentan una personalidad pública o
colectiva. En el caso del obispo, encama a la comunidad de fieles; en el del
podestá, a la de ciudadanos. Pueden hablar y actuar como si fueran la ciudad.
Además, cuando Baldo divide en tres (ética, economía y política) la ciencia moral
para demostrar que la ciencia del derecho se ocupa de las tres ramas, está
reelaborando análisis aristotélicos.

Los hombres que deseen llevar una vida moral y políticamente adecuada deben
ser capaces de distinguir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto y saber
actuar en consecuencia. La ciencia del derecho y la moral son herramientas
necesarias para la vida moral y política porque ofrecen el aprendizaje preciso.
Además, lo que se persigue con toda reflexión moral y política es el bien común,
un bien sagrado precisamente por ser común. Puesto que la excelencia y
perfección del objetivo de una ciencia revierte sobre la ciencia que lo persigue, la
política, siempre y cuando se la entienda como la ciencia del buen gobierno de la
ciudad y persiga el bien común, merece ocupar el más alto rango entre las
disciplinas estudiadas por los humanos.

En toda la obra de Baldo la política está firmemente anclada en el marco de la


respublica y se la identifica con la persecución del bien común. Aunque en alguna
ocasión hable de la política en el sentido de participación activa de los ciudadanos
en el gobierno de la república. En general no considera que el atributo «político»
deba emplearse exclusivamente en el ámbito del gobierno republicano.

Lo que Lucas de Penna intentaba explicar por medio de la metáfora del


matrimonio es que el príncipe (su personificación pública) encama a la totalidad
de la república y actúa como su cabeza. Al mismo tiempo, la república alcanza su
plenitud en el príncipe.

Lucas de Penna expresa que la imagen del matrimonio no sólo evoca


subordinación y personificación, sino también la idea de que la república tiene una
vida independiente y bienes propios. Al describir la relación entre el príncipe y la
república en términos de marido y mujer, Lucas de Penna quiere hacer hincapié
en el principio de la inalienabilidad del fisco. El fisco es la dote de la respublica. Al
casarse con la república, el príncipe adquiere el derecho de uso de la dote, pero
no pueda enajenarla. En el momento de su consagración promete solemnemente
proteger a la república y no enajenar las propiedades del fisco, un voto similar al
que hace el obispo en relación a los bienes de la Iglesia.

Cuando Lucas añade los adjetivos «moral» y «político» complementa la idea,


pues parece que el príncipe debe respetar los principios de la justicia en el
ejercicio de sus funciones de gobierno y tender siempre al logro del bien común.
Es precisamente el respeto a la justicia y la persecución del bien común lo que
convierte a la unión entre el príncipe y la república en algo más que un mero
matrimonio: en un matrimonio moral y político. Es moral porque la justicia hace
virtuosos a los hombres; es político porque, según Aristóteles, la búsqueda del
bien común es el rasgo definitorio de una comunidad política. Al añadir los
adjetivos «moral» y «político» a la metáfora del matrimonio, Lucas realza dos
ideas interrelacionadas: la preeminencia del príncipe y su deber de gobernar con
justicia sin perder nunca de vista el bien común.

Lo fundamental, al margen del tema de las fuentes, es el importante giro que se


percibe entre el politicus et legislator de Aristóteles y Aquino y el reges et legum
latores de Lucas, al poner «rey» en lugar de hombre cívico o político, Lucas
soslaya las connotaciones aristotélicas que tiene el adjetivo «político», es decir,
toda referencia a una comunidad que se autogobiema, dejando muy claro que el
único que puede garantizar la vida y buena salud del cuerpo político es un rey: un
cambio sustancial en la noción aristotélica de política.
La ciudad no puede existir sin un príncipe. Sólo él garantiza el buen orden que
hace posible la vida en una ciudad. Las necesidades encontradas y los deseos de
los ciudadanos requieren de una autoridad superior que los armonice y modere.

A partir de ciertas reelaboraciones de los textos de Aristóteles y de Aquino, Lucas


altera el significado del término «político», al eliminar del adjetivo sus
connotaciones republicanas originales. En la Política, Aristóteles distinguía entre
la ciencia del gobierno doméstico, al que calificaba de despótico (potestad sobre
esclavos), paternal (potestad sobre los hijos) y conyugal (potestad sobre la
esposa). Habla de la potestad paterna como de una autoridad regia y unitiva y la
califica de «política». Aquino aclara que la preeminencia de un hombre sobre su
esposa es tan política como la del rector de la república que ejerce su autoridad
sobre los ciudadanos con arreglo a las leyes de la ciudad.

La autoridad del marido sobre su esposa difiere de la autoridad política en un


aspecto importante, y es que no se tiene en cuenta la posibilidad de un cambio de
potestad. La esposa permanece bajo la potestad de su marido debido a su
inferioridad natural, a menos que se trate de un matrimonio contra natura y el
hombre sea, de hecho, un afeminado. Pero, al margen de esta diferencia, se
puede decir que la preeminencia del marido sobre su mujer es «política» en el
sentido de que es moderada y se ve limitada por las leyes, cosa que no ocurre en
el caso del gobierno despótico.

Según Lucas de Penna, todo acto del rey debe basarse en la equidad. Ostenta la
tutela y la administración de la república. Al igual que el alma da vida y salud al
cuerpo, el príncipe y el rey son dadores de vida y preservan la salud del cuerpo
político cuando gobiernan rectamente y no ejercen una opresión severa o brutal.
Los bienes de los súbditos y de la república no le pertenecen. Es un apoderado
que debe protegerlos sin poder disponer de ellos. Y lo mismo cabe decir de las
personas de los súbditos; el príncipe lleva la espada para castigar a los malvados
pero no está legitimado para castigar a buenos y malos indistintamente. De hecho,
Dios ha instaurado el poder del príncipe para que los malos se abstengan de
hacer daño y los buenos hombres puedan vivir en paz.
Cuando se acaba con la justicia y el bien común, se acaba con la república misma.
El matrimonio ya no es moral y político y la esposa, la república, pierde su libertad
y su dote. Lo que caracteriza al tirano son las confiscaciones y la recaudación
injusta de impuestos con el único fin de satisfacer su egoísmo. En opinión de
Lucas, donde do mina un tirano no hay sociedad. La restauración de la república
exige el derrocamiento del tirano. Puesto que éste es un enemigo público, el
tiranicidio no sólo está justificado, sino que es digno de elogio.

Sin embargo, la noción de matrimonio moral y político parece proceder


también de otro préstamo que, esta vez, no está relacionado con las armas
elaboradas por la Iglesia, sino con la tradición republicana. La fuente parece ser
Aristóteles, vía unos comentarios de Aquino muy reelaborados. Lucas partió de las
ideas aristotélicas sobre el gobierno político del marido sobre la esposa y del
paralelismo entre el hombre político y el médico para crear una bonita imagen
del gobierno moderado del príncipe. Evidentemente, se imponían las
reelaboraciones necesarias para poder defender la superioridad del gobierno
monárquico.

Pero el príncipe al que Lucas atribuye las cualidades del príncipe romano es un
gobernante absoluto, cuando no el mismo emperador. Sin ser tan sublime como el
símil establecido con el cuerpo místico de la Iglesia, el atributo de «político»
entendido en sentido aristotélico, y enriquecido con las cualidades del príncipe de
Roma, distaba mucho de ser insignificante.

Por otra parte, el adjetivo «político» implica que el rey tiene menos poder que un
rey no político, ya que está sometido a un control que limita dicho poder. Es
claramente la etiqueta de «político» lo que diferencia a un príncipe de un tirano,
asemejándole al gobernante republicano. Cuando los defensores del gobierno
monárquico hicieron suya la palabra «político», siempre intentaron atribuir a la
imagen del monarca ciertas connotaciones que procedían del vocabulario propio
de la respublica. el imperio de la ley, el compromiso de respetar la justicia y tender
hacia el bien común, la moderación, la elegibilidad y varias combinaciones entre
estos conceptos.
Por otro lado, el imperio se parece, asimismo, al régimen monárquico porque el
emperador goza de jurisdicción plena, ostenta el derecho a recaudar impuestos y
legislar. Se corona tanto a reyes como a emperadores, pues la corona es el
símbolo de las regalías que ostentan. Pero, en último término, los emperadores
ejercen un poder arbitrario sobre sus súbditos, lo que les diferencia de cónsules o
gobernantes políticos.

Como hemos tenido ocasión de ver, el regimen politicum es, en palabras del
propio Aquino, un tipo de régimen en el que la ciudadanía elige a sus magistrados
para que ejerzan el poder durante un tiempo limitado y gobiernen con justicia
ateniéndose a las leyes de la ciudad. Dejando al margen el elemento del
autogobierno (que, evidentemente, está ausente en toda aplicación del atributo
«político» a los regímenes monárquicos o imperiales), resulta algo forzado calificar
a un régimen de «político» cuando el soberano ostenta poderes arbitrarios sobre
sus súbditos (arbitraria potestas).

Incluso quienes defienden la monarquía han de reconocer que, para que un


régimen merezca la cualificación de «político», debe cumplir una serie de
requisitos básicos: imperio de la ley, consentimiento de los gobernados, búsqueda
del bien común. Hemos visto cómo, en manos de los diversos autores, todos
estos elementos, así como las combinaciones entre ellos, variaban mucho. Pero
cuando un régimen carecía de un mínimo sometimiento al imperio de la ley, del
consentimiento de los gobernados o del compromiso con el bien común, se le
consideraba tiránico, no político.

Un régimen político puede ser mucho más que todo esto. De la traducción que
Bartolo hiciera del término aristotélico política parecía desprenderse que se trataba
de un régimen popular, es decir, de un régimen en el que el poder soberano
estaba en manos de la ciudadanía. Lo que no puede es ser menos. Si bien los
juristas ampliaron el ámbito de aplicación del adjetivo «político», éste, en ningún
caso, podía abarcar la tiranía. La vida política era un bien preciado que convenía
conservar con el mayor cuidado a través del arte de hacer y aplicar las leyes.
Hacia finales del Trecento los civilistas habían elaborado el marco de lo que era
una disciplina cívica y elevado su estatus. Al afirmar que el arte del derecho era la
disciplina política par excellence, trasladaban a la política la importancia de la que
estaban revestidas las leyes y el arte de la legislación. Los juristas del siglo XIV
siguieron trabajando en tomo a la tradición de las virtudes políticas y el
aristotelismo, enriqueciendo el legado del saber cívico romano y creando, así, el
trasfondo intelectual necesario para esa loa a la política tan propia de los
humanistas.

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