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ÉTICA Y CULTURA DE LA LEGALIDAD

CONCEPTOS BÁSICOS

ÉTICA
Es una disciplina filosófica que trata de reflexionar en un nivel distinto al de la moral, no inventa la moral, sino que
intenta aclarar en qué consiste la moralidad.

Es una norma dentro de una disciplina situada en un módulo de valores y que ofrece la convivencia pacífica entre los
grupos diferentes gracias a la libertad responsable, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y la actitud de diálogo

ÉTICA CÍVICA
Es una aplicación de la ética de carácter modular; es un módulo de valores "entre los que se encuentran: la libertad
responsable, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y la actitud de diálogo.

LEGALIDAD
Es el sistema de normas que rigen en una sociedad que tenga algún tipo de estructura política; en este contexto, es lo
vigente, tanto si se le considera legítimo como si no.

JUSTICIA. Como una noción moral toma varias formas superpuestas: sustantiva (los derechos reales),
procedimental (el proceso de toma de decisiones) y distributiva (asignación de beneficios y cargas)

AUTONOMÍA. ¿El principio reconoce el valor y la dignidad de otras personas y, por lo tanto, reconoce el derecho de
todas las personas a "tener opiniones, tomar decisiones y tomar acciones basadas en valores y creencias
personales"?

Es el principio en el que debemos evitar actuar de manera que pueda dañar a otros. Actuar para evitar daños;
Equilibrar los riesgos y la gravedad de los daños potenciales (malos, malos) con los beneficios potenciales.

BENEFICENCIA. Es el principio en el que debemos actuar para prevenir o eliminar el daño, así como tomar
acciones positivas para hacer el bien a los demás.

Actuar para beneficiar a otros

Equilibra los buenos resultados con los daños potenciales (bueno, bueno).

NO MALEFICENCIA. Es el principio cuando nos referimos a actuar de manera justa y apropiada, y que distribuirá
los “bienes” sociales de acuerdo con procedimientos justos, dependiendo de lo que una persona merezca o necesite.

NORMAS

RELIGIOSA. Es una norma dentro de una disciplina que puede ofrecer sentido a la vida, una promesa de plenitud y
felicidad, un don de vitalidad y alegría.

JURÍDICA. Es una norma dentro de una disciplina que puede ser legítima y justa desde un punto de vista ético, si se
atiene a ciertos criterios que no es fácil formular en términos que todo el mundo acepte.

SOCIAL. Es una norma considerada solo de alcance grupal, que comprende cuestiones de buenos modales, de
cortesía y de protocolo de convivencia.
CARACTERÍSTICAS Y/O PRINCIPIOS DE LOS CONCEPTOS ESTADO DE DERECHO
Y CULTURA DE LA LEGALIDAD:

1.Estado de Derecho
 Democracia en la elaboración de leyes.
 Protección a los derechos humanos.
 Aplicación de las leyes por igual a todos los individuos.
 Se sanciona el incumplimiento de las leyes.
 Es una creencia compartida por la mayoría de los miembros
 Es una sociedad de acuerdo a la cual consideran que el Estado de derecho ofrece la mejor posibilidad a largo
plazo de que sus derechos sean garantizados y sus objetivos sean alcanzados.
 Ayuda a proteger a las sociedades contra amenazas mayores para la democracia como: el crimen organizado,
la corrupción, el extremismo, la violencia política, el autoritarismo, y el fatalismo público

2. Cultura de la Legalidad
CUATRO CRITERIOS QUE CONSTITUYEN EL ESTADO DE DERECHO:
 Las leyes se establecen de manera democrática.
 Las leyes se aplican a todos.
 Las leyes se hacen cumplir por igual.
 Las leyes protegen los derechos individuales.

COMPONENTES QUE CONSTITUYEN UNA CULTURA DE LA LEGALIDAD:


 La mayoría de las personas entiende las leyes y sus derechos individuales.
 La mayoría de las personas aceptan y están dispuestas a cumplir con la ley.
 La mayoría de las personas rechaza el comportamiento ilegal.
 La mayoría de las personas apoya a las instituciones.

OTRAS DEFINICIONES DE ÉTICA


a. “Diccionario de ciencias y técnicas de comunicación.” Ética es la ciencia filosófico-normativa y teórico-
práctica que estudia los aspectos individuales y sociales de la persona a temor de la moralidad de los actos
humanos, bajo el prisma de la razón humana, la honestidad teniendo siempre como fin el bien honesto, la
honestidad.

b. Aristóteles: Dio la primera versión sistemática de la ética. "es el compromiso efectivo del ser humano que lo
debe llevar a su perfeccionamiento personal. "es el compromiso que se adquiere con uno mismo de ser
siempre más persona. Se refiere a una decisión interna y libre que no representa una simple aceptación de lo
que otros piensan, dicen y hacen.

c. Ética es una rama de la filosofía dedicada a las cuestiones morales. La palabra ética proviene del latín
ethĭcus, y este del griego antiguo ἠθικός (êthicos), derivada de êthos, que significa 'carácter' o 'perteneciente
al carácter'. Referida al ámbito laboral, se habla de ética profesional y que puede aparecer recogida en los
códigos deontológicos que regulan una actividad profesional

d. La ética, es una de las tantas ramas de la filosofía. Es aquella ciencia, ya que estudia las cosas por sus
causas, de lo universal y necesario, que se dedica al estudio de los actos humanos. Pero aquellos que se
realizan tanto por la voluntad y libertad absoluta, de la persona. Todo acto humano que no se realice por
medio de la voluntad de la persona y que esté ausente de libertad, no ingresan en el estudio o campo de la
ética.
e. Una enciclopedia define ética del siguiente modo: “Ética (del griego ethika, de ethos, ‘comportamiento’,
‘costumbre’), principios o pautas de la conducta humana, a menudo y de forma impropia llamada moral (del
latín mores, ‘costumbre’) y por extensión, los estudios de esos principios a veces son llamados filosofía moral.

f. La ética proviene del griego "Ethikos" cuyo significado es "carácter". Tiene como objeto de estudio la
moral y la acción humana. Su estudio se remonta a los orígenes de la filosofía moral en Grecia y su desarrollo
histórico ha sido diverso.

OTRAS DEFINICIONES DE CULTURA DE LA LEGALIDAD

 Lo primero que vamos a hacer antes de entrar de lleno en la definición del término cultura de la legalidad es el
establecimiento del origen etimológico de las dos principales palabras que le dan forma. Dos palabras que
emanan del latín:
a. Cultura procede de “cultura” que, a su vez, deriva de “cultus” que puede traducirse como “cultivo”.
b. Legalidad procede de la suma de tres componentes latinos: el sustantivo “lex”, que puede traducirse
como “ley”; el vocablo “-al”, que indica “relativo a”; y el sufijo “-dad”, que se usa como sinónimo de
“cualidad”.
c. Cultura es un concepto que puede entenderse de diversas formas. El término suele referirse al
entramado construido a nivel social y formado por los ritos, los usos, las tradiciones y los discursos
compartidos por los integrantes de una comunidad.
d. La legalidad, por otra parte, es la propiedad de lo legal, es decir, de aquello que cumple con la ley y que
está de acuerdo con la legislación en vigencia.
 La noción de cultura de la legalidad, por lo tanto, está vinculada a los principios que las personas tienen
respecto a la ley y a los organismos encargados de ejecutarla.
Dichos valores se traducen en la conducta de la gente, que puede estar apegada o no a lo establecido por el
orden jurídico.
 Hay que establecer que los hombres y mujeres que viven en una sociedad donde se lleva a buen puerto la
cultura de la legalidad apuestan por desarrollar las siguientes acciones:
a. Se encargan de respetar las normas.
b. Cuentan con responsabilidad tanto para respetar el conjunto de leyes como para cooperar las
autoridades.
c. Proceden a condenar y rechazar los actos que se consideran ilegales.
d. Conocen las normas que regulan la sociedad.
e. No menos importante es el hecho de que colaboran con las instituciones y las dependencias que se
encargan de velar por la justicia.

 El concepto de cultura de legalidad es un concepto que se utiliza para hacer referencia a la actitud que una
sociedad o comunidad tiene respecto de su grupo de normas, leyes y reglas. La cultura de legalidad es el
nivel de adaptación o cumplimiento que los miembros de esa comunidad tienen para con las leyes y que
hacen, por lo tanto, que la comunidad toda tome un perfil mayor o menormente cercano a la legalidad.
 Cuando se habla de legalidad se hace referencia a todo el sistema de leyes y normas que ha sido
establecido de manera explícita pero también implícita en una sociedad para organizar la vida cotidiana y
reglamentar diferentes situaciones. La cultura de legalidad es, entonces, el conjunto de tradiciones, valores,
actitudes y formas que caracteriza a una sociedad y que la hace más cercana o no al cumplimiento de
aquellas leyes. La cultura de legalidad de una comunidad puede variar con el tiempo dependiendo de
diferentes hechos o eventos que sucedan dentro o fuera del grupo social. Por ejemplo, es común pensar que
la cultura de legalidad de las primeras décadas del siglo XX era mucho más fuerte que la de las décadas
finales del mismo siglo en muchas comunidades.
 La legalidad es una condición que remite a una situación que se encuadra dentro de los postulados de la ley.
Por lo general, el término se aplica a situaciones en donde exista una clara circunstancia que se libre de
cualquier objeción al respecto. En efecto, si algo es legal se considera que se desenvuelve conforme a los
derechos que concede un sistema jurídico determinado. Esta circunstancia dista de excluir, no obstante, que
existan diversos límites a los existentes derechos, límites que de excederse podrían invocar una circunstancia
de ilegalidad. En cualquier caso, es la ley la que define los alcances y límites de cada garantía.

 La cultura de la legalidad «es un conjunto de valores, percepciones y actitudes que el individuo tiene hacia
las leyes y las instituciones que lo ejecutan», y un conjunto de pensamientos críticos.

¿Qué es Legalidad?: Es una condición o acto realizado dentro del marco normativo de un Estado.

Principio de legalidad
 Es todo acto emanado de los Poderes Públicos deben de estar regidos por el ordenamiento jurídico del
Estado y no por la voluntad de los individuos. El principio de legalidad emerge del Derecho Administrativo ya
que limita el Estado en virtud de que sus actuaciones deben estar sometidas en el marco legal, es decir, la ley
debe prevalecer sobre el interés individual, arbitrariedad del Poder Ejecutivo y Poder Judicial, abuso de poder
e inseguridad jurídica.
 Se determina jurídicamente por la ocurrencia de 4 condiciones; delimita el espacio donde puede intervenir la
ley, asegura el orden prelativo de las normas subordinadas a la ley, selecciona la norma precisa que debe de
aplicarse al caso concreto y mide los poderes que la norma confiere a la administración.
 Es una condición esencial del Estado de Derecho ya que ambos buscan limitar el actuar del Estado con el fin
de garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos.

Ética, moral y usos sociales


El primer problema cuando hablamos de Ética es que el término tiene una carga enorme de ambigüedad y arrastra un pesado
lastre de utilizaciones interesadas que lo han pervertido de mil maneras.
Es probable que algunos lectores de estas líneas hayan sonreído condescendientemente al leer el título y hayan pensado: “Ya
tenemos aquí a otro predicador que vive de decirnos a los demás lo que debemos hacer.
¿De dónde se supone que ha sacado alguna clase de autoridad para pontificar sobre cuestiones que en realidad corresponden a la
conciencia de cada uno?
¿Acaso puede este señor, o cualquier otra persona, decirnos a los demás lo que está bien y mal en la vida ciudadana?”
Ante todo, mi respuesta a este tipo de actitudes es aclarar que no hay por mi parte, ni por parte de un buen número de filósofos de
la moral, ninguna pretensión de sermonear a nadie, ni de dar recetas sobre comportamientos buenos y malos, ni de sentar cátedra
sobre qué se debería hacer en tal o cual situación de la vida cotidiana.
El filósofo puede prestar un servicio de estímulo al pensamiento crítico y creativo de quienes le rodean, para favorecer que
finalmente cada cual, en conciencia, encuentre el camino de su propia vida, de la vida buena que no dejamos de buscar mientras
estamos en este mundo.
No pretendo en absoluto pontificar sobre el bien y el mal, sino únicamente compartir modestamente algunas reflexiones que la
tradición filosófica ha ido desgranando a lo largo de los siglos, con la esperanza de que esas reflexiones filosóficas tal vez puedan
ayudar a algunas personas a aclarar sus propios pensamientos.

Un dilema ético es una situación en la que se hace presente un aparente conflicto operativo entre dos imperativos éticos en forma
tal que la obediencia a uno de ellos implica la transgresión del otro
En el conflicto ético se trata de Juzgar sobre los actos de perversión, es decir, si son buenos o humanos, sobre su bondad o malos,
justos o injustos.
En un sentido amplio, un problema ético es un acontecimiento en el que se plantea una situación posible en el ámbito de la
realidad, pero conflictiva a nivel moral.
La reflexión ética es una competencia filosófica que implica la observación, la abstracción, la interpretación, la argumentación y la
emisión de juicios de valor sobre: la justificación de la conducta moral, social, política, religiosa, entre otras; la diferencia entre
actuar por convencimiento y actuar por imposición
Dilema es el razonamiento en que una premisa contiene una alternativa de dos términos y las otras premisas muestran que los dos
casos de la alternativa conducen a la misma conclusión.
Un conflicto es una lucha o disputa entre dos o más partes. También puede significar pelea, enfrentamiento armado o guerra.
Reflexión pensamiento o consideración de algo con atención y detenimiento para estudiarlo o comprenderlo.

Quiero luchar por una sociedad con cara humana, donde la violencia sea una enfermedad; también en los medios masivos de
matatiempo, donde el lugar de honor sea para los débiles y los ancianos; donde se escuche a los extraños y a las minorías, donde
uno pueda crecer, trabajar y pensar lo suyo; quiero una sociedad con derechos. FRANS LIMPENS

Debemos arrojar a los océanos del tiempo una botella de náufragos siderales, para que el universo sepa de nosotros lo que no han
de contar las cucarachas que nos sobrevivirán: que aquí existió un mundo donde prevaleció el sufrimiento y la injusticia, pero
donde conocimos el amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

En la pedagogía de la ternura se rechaza todo aquello que hiere a las personas […] Esta pedagogía no es caer
en el desorden, caos o indisciplina, por el contrario, promueve la construcción de normas de manera
colectiva, que parta de las propias convicciones y responsabilidades de los educandos. ROSA MARÍA
MUJICA

Si quieres cambiar al mundo, cámbiate a ti mismo. MAHATMA GANDHI


La Construcción de Valores Comunes Por Norbert Bilbeny

He intentado justificar hasta ahora que una sociedad de cultura compartida, sin la cual no son posibles las políticas de
reconocimiento y protección de la diversidad cultural, es una sociedad basada tanto en principios contractuales para la
convivencia como en principios precontractuales con el mismo objetivo. Estos últimos son los que he propuesto
identificar con una ética común a todas las culturas, o ética intercultural.

No hay ética sin valores


Una ética, expliqué también, no es lo mismo que una moral. Pero difícilmente puede haber una ética sin moral, pues si
hace honor a su significado práctico no puede desentenderse de la clase de conducta que trata, como ética, de
defender y razonar.
La ética es forma, pero remite a contenidos. Ello corresponde también a una ética intercultural. Presupone o demanda
«valores» —creencias y hábitos de conducta— que le dan contenido moral, aunque sea mínimo, para no interferir más
de lo necesario con los valores particulares de cada cultura.
En otras palabras, una ética intercultural no tendría sentido si no se acompañara de unos valores comunes o
compartidos, bien porque haya, de hecho, un fondo moral común a las culturas, bien porque exista el propósito de ir a
la búsqueda de estos valores.1
Mientras, no es verdad que todas las culturas «evolucionan» hacia un mismo paradigma ético, como piensan algunos
optimistas de la moral, y menos si este paradigma resulta ser el más parecido a la moralidad occidental, con su
insistencia en los valores individuales y la visión juridicista de la sociedad y sus instituciones. Occidente da la primacía
al individuo sobre la colectividad, otras culturas hacen al revés, y aún otras difuminan la diferencia entre ambos
extremos.

Los pictogramas de la lengua china no distinguen entre lo colectivo y lo individual.


A la vista de todo ello, la tesis de la convergencia de valores, incluso a favor de los Derechos Humanos —
impregnados de mentalidad occidental—, no deja de ser una declaración de fe. Sin embargo, nada obsta, contra las
discrepancias existentes, para que podamos y debamos pensar, siguiendo el mismo ejemplo, que individuo y grupo
sean preeminentes a la vez, ya que el individuo sin el grupo es una ficción, y éste sin aquél una amputación.
Si bien la frontera entre uno y otro valor es difícil que llegue a ser clara y definitiva, pueden y deben encontrarse
coincidencias de hecho o de principio entre, por ejemplo, la cultura occidental, constituida por «comunidades
individualistas», y las culturas no occidentales, integradas por «individuos comunitarios». En sus caminos divergentes
hay intersecciones explícitas o veladas que una ética intercultural no puede ignorar.

Puede y debe haber valores compartidos. Del «debe» ya he hablado en todas las páginas que preceden. Del «puede»
lo voy a hacer a continuación desde una perspectiva biológica, en primer lugar, y desde un punto de vista cultural,
después. En ambos casos me baso en el terreno de lo empírico: en hechos, no en aspiraciones morales ni meros
principios abstractos. En todo caso, la posibilidad de justificar unos valores compartidos valiéndome de criterios más
teóricos y menos experimentales la reservo para otro libro.

Valores en clave biológica


La humanidad comparte «valores» en la medida en que, como especie, aplica estrategias iguales —no distintas según
las culturas— a la hora de resolver los conflictos que se les plantean a todos sus individuos.
Estas estrategias son el resultado de la evolución humana y pueden ser interpretadas como reglas de interacción
entre los individuos, cada una simbolizable, a su vez, en una forma prototípica de comportamiento a la que puede lla-
marse, en lenguaje moral convencional, «valor».

Habrá, pues, tantos valores comunes a la humanidad como estrategias de este tipo existan. Tomemos, para empezar,
el valor de la «igualdad». En términos evolutivos corresponde a aquella situación en que dos individuos se encuentran
en equilibrio entre sí: ninguno de los dos pierde ni gana en la relación.

Este sería el grado cero, por así decir, de la interacción humana, que es «igualitaria» porque nadie se beneficia ni se
perjudica a causa de los demás.

El valor de la «tolerancia» ya refleja otra cosa: indica una relación de aceptación, por la cual alguien hace que otro
incremente sus recursos o aptitudes de vida, sin que él o ella se beneficie o perjudique con ello. Un valor contrario, la
«intolerancia», expresa la relación de rechazo: hacemos que el otro pierda sin ganar nosotros nada.

Pensemos, además, en el altruismo. Aquí, a diferencia de la tolerancia, el hecho de hacer que otro incremente sus
oportunidades va en detrimento de las nuestras.

El altruismo es la manera de designar que ha habido una transmisión de beneficios a los demás a expensas de uno
mismo. Así ocurre en las acciones que calificamos como «veraces», «nobles» y «heroicas».

Para Darwin el altruismo es el instinto social por excelencia. No hay valor superior a este de dirigir favores a extraños.
Justo lo contrario, el «egoísmo» simboliza la conducta de actuar en provecho propio. Incrementamos nuestras
oportunidades a costa de las ajenas.

Numerosas faltas morales indican esta desproporción: por ejemplo, el «robo», la «perversidad», la «prevaricación», el
«nepotismo». La lista sería muy larga. Pero sigamos con otros valores.

La «rectitud» expresa, por su parte, una estrategia de ajustamiento del individuo al grupo, por la cual uno debe
sacrificar algo para que todo siga igual. Es la base del aprendizaje social y la educación. Siempre se busca la óptima
combinación del individuo con el resto.

Tal deseado ajustamiento es llamado, también, «honradez», «integridad», «corrección» en el actuar. Los grandes
líderes de la religión y la ejemplaridad moral insisten, en diferentes versiones, sobre la conveniencia de esta estrategia
social, que tiene su opuesto en las conductas del «honor», una estrategia a favor de la distinción social y el
mantenimiento de las diferencias de rango dentro del grupo.

El honor, como la «respetabilidad» y la «realeza», representan estrategias de desajuste: uno gana o cree ganar algo,
sin que, de hecho, el resto se beneficie o perjudique por esta conducta tan autodistintiva como falta de funcionalidad
social.

Entre otros valores básicos compartidos está la «cooperación», un término para expresar las estrategias de
vinculación social o mutualismo. La «ayuda mutua» y la «solidaridad», entre otras formas de acción, se incluyen en la
misma modalidad de relación, por la que todos salen beneficiados y ninguno pierde.

Frente a lo cual se opone el contravalor de la «guerra», el nombre por antonomasia de las estrategias de conflicto, en
que al final todos pierden y ninguno gana. Bien diferente es, y para acabar esta selección de valores ligados a la
evolución de nuestra especie, el valor del «compromiso», aquel que viene a resumir las estrategias de competencia
social, donde para que todos ganen, todos han de perder también un poco.
En el total de estos valores mencionados hay unos —fácil es deducirlo— que consideramos «éticos» y otros que no.
Los primeros favorecen la evolución; los otros la colapsan o suprimen.

Ética y evolución
El destacado biólogo Edward O. Wilson vincula los valores morales con la evolución natural de nuestra especie. Sus
consideraciones merecen una particular atención por todos quienes defendemos una ética intercultural, aunque el
fondo de aquéllas sea la biología.

Para Wilson la emoción es la guía y el estímulo básico de la actividad mental. El miedo y la repugnancia, el placer y la
cólera, son, con sus numerosas variantes, las emociones más arraigadas. Todas ellas hunden sus raíces en la
fisiología corporal, igual para toda la especie humana. Habrá, pues, puros teoremas matemáticos, o puras formas de
poesía, por ejemplo, pero no «puros pensamientos» que descubran lo que son una cosa y otra.

La mente racional, las opciones conscientes de vida —continúa Wilson—, no flotan sobre lo irracional ni se prefieren y
consiguen al margen de la orientación emocional. Ser racional no es la «decisión» de ser racional, porque no
disponemos de una razón que elija a la razón.

La emoción, que es universal, precede a la razón, la cual emerge de continuos intercambios entre el cuerpo y la
mente.

La razón satisface las demandas emocionales, al paso que crea y clasifica, con sus procedimientos propios, los
escenarios estratégicamente más adecuados para todas las necesidades vitales. La racionalidad no se puede separar
del resto de la mente: no es un «mando a distancia». La relación entre ella y las estructuras fisiológicas y perceptivo—
emocionales del individuo tiene unas características compartidas por la humanidad.

Un aspecto básico de la vida social, como es el hecho de establecer acuerdos de mutuo interés, no sería posible sin la
mente racional y su conexión con estas estructuras biológicas3.
Los acuerdos para la supervivencia y el bienestar son más que compromisos egoístas y sujetos a cálculo. Son más,
incluso —al parecer de Wilson—, que un «principio universal» de la cultura. Son una característica de la especie
humana, antes que nada, como lo son, también, el lenguaje y la capacidad para comprender la realidad en términos
más o menos abstractos.

En el caso de la conducta determinada por acuerdos, se combina la inteligencia compleja con el instinto. Así,
poseemos una facultad instintiva para detectar el fraude y el engaño en nuestros congéneres, lo que sirve, junto con
otras capacidades instintivas, para algo tan aparentemente convencional y «racional» como actuar por acuerdos.

Un caso aún más claro de conducta social en que lo cultural y lo biológico muestran su íntima conexión es la evitación
del incesto. El cerebro humano está ya programado para seguir esta regla de conducta.

No es un tabú que haya incorporado nuestra especie, sino, al revés, una regla epigenética — consecutiva a la
evolución biológica — que se ha transformado en tabú y principio de la moralidad en todas las culturas.

En general, pues, los contenidos valorativos y los procesos de decisión tienen, para un autor darwinista como Wilson,
una base psicobiológica y están justificados por su contribución a los fines evolutivos. 4 No son previos a estos. Al
contrario, los presuponen, de modo que la vida social humana, a diferencia de la socialidad de otras especies, está
basada en la propensión genética a obrar por acuerdos a largo plazo —a ser, por así decir, contractualistas por
naturaleza—, un proceder que adopta la forma, en cada cultura, de leyes jurídicas y preceptos morales.
Y puesto que genes y valores, o biología y cultura, evolucionan interconectados en nuestra especie, cabe concluir que
«la ética está en todas partes».

Sobre todos estos supuestos se asume como un hecho la existencia de códigos morales universales. Existe una
moralidad universal —viene a decirnos Wilson— y ésta depende de la naturaleza humana. Las virtudes y los deberes
son el producto de un proceso material. No tienen una existencia autónoma, pero pertenecen a toda la especie
humana, en tanto que son maneras de designar predisposiciones hereditarias a la conducta social.

La «moralidad» es el conjunto de todas ellas y su expresión evidente y fundamental son los llamados «sentimientos
morales». Estos tienen su fuente en reglas epigenéticas o evolutivas del comportamiento, y en ciertos rasgos
hereditarios del desarrollo mental, usualmente influidos por la emoción. En este sentido, se encuentran unidos a la
relación dinámica que se establece entre las tendencias cooperativas y los impulsos egoístas de nuestra especie.

Unas y otros nos ayudan a sobrevivir y a reproducirnos mejor; por eso se han ido transformando en sentimientos
morales y «valores», al final. Ahí están, por ejemplo, los sentimientos de «conciencia», «remordimiento»,
«vergüenza», «humildad», «autoestima», «desprecio», «empatía». De éstos y otros derivamos creencias o valores
morales como el altruismo, el honor, la justicia, la compasión, la piedad o el patriotismo. No hay duda, pues, de que
existen códigos morales universales.

Con base en la cultura real y, antes, en la naturaleza psicobiológica de nuestra especie, tales códigos incluyen
principios verificables y nos permiten hacer más eficaz y predictible el comportamiento humano.

No hay otra clave para interpretarlos que la evolutiva, la cual nos demuestra su condición de ser compartidos por
todos los humanos.

Una ética naturalista como la acabada de resumir nos ayuda a explicarnos todos los valores, pero no «del todo». Con
ella no acabamos de comprender por qué unas culturas subrayan más unos valores que otros.

 ¿Cómo se explicaría en términos evolutivos el derecho liberal a llevar armas?


 ¿Es más «natural» este derecho que la ley que prohíbe semejante uso?

La visión naturalista de la ética no acierta a dar razón, en una palabra, del pluralismo moral. Lo describe bien como un
hecho, pero no nos explica la jerarquía y disputa de valores.

Tampoco, en segundo lugar, nos explica por qué ante un mismo conflicto los individuos pueden decidir ateniéndose a
valores distintos. Frente a una misma oportunidad, unos decidirán mantenerse fieles a su pareja y otros harán lo
contrario.

¿Cuál de las dos opciones es más «evolutiva»? La segunda puede que contribuya mejor a la reproducción de la
especie, pero la primera refuerza la unidad y continuidad del grupo, otro valor evolutivo. En una palabra, también, lo
que ahora queda por explicar es el problema de la libertad.

Todo ello lleva a pensar que una ética evolucionista es necesaria, pero no suficiente. Da la debida y conveniente
información sobre la clave natural de nuestra conducta, pero no tiene argumentos naturales para dar cuenta de por
qué se adoptan unos valores naturales en lugar de otros, y en definitiva por qué se adoptan.

Del «es» de la naturaleza no se puede concluir, sin más, el «debe» de la cultura. Lo fáctico aclara lo ético, pero no lo
justifica. Con una ética como la propuesta por Edward Wilson continuamos cometiendo la «falacia naturalista»: pensar
que lo natural es por sí mismo imperativo o portador de valores.
Valores en clave cultural
Hay que contar también con la clave cultural. Es ella la que nos hace comprender el paso del «es» al «debe» o
simplemente al «vale». Los códigos de conducta humana con carácter universal pueden igualmente deducirse del
estudio de la cultura, y no sólo de la biología de nuestra especie. 6

Algunos científicos son reacios a admitir esta universalidad de las pautas morales, pero es evidente que muchas
actividades humanas se encuentran presentes desde muy pronto en todas las culturas, como la tecnología, el juego,
la narración, el calendario, las reglas de parentesco, la comunicación oral y gestual, la danza, la música, la transacción
y el comercio, el regalo, el cortejo, los rituales funerarios, la cocina, la vida en grupo, el gobierno, la crianza, la
clasificación de las cosas, la existencia de tabúes, la religión y la magia, el pensamiento lógico...

También se admiten como universales la adopción de roles, el altruismo, la institución del prometer, la reciprocidad, el
honor, la dualidad nosotros/ellos, la prohibición del incesto, la sanción, el rechazo del asesinato y la dicotomía entre el
bien y el mal, para no alargar la lista7. Incluso se ha incluido el complejo de Edipo entre todos estos «universales
culturales».8

¿Pero no son parte ya de lo que se entiende por conducta moral? Lo raro no es que haya modos de creer y de hacer
coincidentes o afines en la especie humana, sino que no los haya: esto último es, por lo menos, mucho más difícil de
probar.
Las culturas han estado siempre en contacto entre sí. 9 La que parece al margen y autosuficiente tiene sus propias
digresiones o «culturas» interiores. Luego lo difícil de demostrar es que en el contacto —y quizás antes de él— no se
revelen ciertas afinidades o concomitancias en la valoración de la persona, la comunidad y el mundo.

El comercio y el matrimonio interétnico han contribuido a ello; también la emigración, e incluso la guerra. Sea del tipo
que sea, el contacto, que puede generar prejuicios y odio, también puede alimentar coinci dencias o, sin más, ponerlas
al descubierto. La globalización económica y comunicacional supone, en nuestra época, un incentivo extraordinario
para el descubrimiento de los más que probables «universales culturales» de la especie humana en lo tocante a la
moralidad.

Lo habitual, y no sin una base real, es sostener que la religión es lo que mejor nos muestra el fondo moral compartido
de la humanidad. Según este parecer dominante —casi siempre teñido de etnocentrismo, para defender la religión
propia—, son más numerosas y esenciales las cosas que unen a los distintos cultos que aquellas que los separan.

Por ejemplo, y entre las primeras: la fundamental unidad de la «familia humana», el carácter sagrado de la «persona»,
el valor de la «comunidad», la «imperfección» del poder, la dignificación de los «oprimidos», la preferencia del «amor»
sobre el odio, la esperanza de que el «bien» prevalecerá sobre el mal. 10

Pero impulsar valores morales comunes desde la religión es todavía un factor de discordia y no de unidad, pues la
experiencia religiosa no es igual en todas partes y no toda la gente es religiosa. La alternativa es la búsqueda de
valores comunes desde una ética laica válida para creyentes e increyentes. Filósofos y líderes sociales se han
prestado a ello en las modernas civilizaciones.

En Occidente se ha hecho desde la Ilustración, y en la actualidad bajo el reclamo de los Derechos Humanos o con la
propuesta de valores éticos globalistas. 11 De forma parecida a otras instituciones, el Institute for Global Ethics sostiene
el carácter transcultural de determinados valores (cross-cultural core values): amor, veracidad, equidad, libertad,
unidad, tolerancia, responsabilidad y respeto a la vida. 12 De modo más sucinto, la Comission on Global Governance
propone: respeto a la vida; libertad, equidad y justicia; respeto mutuo; cuidado e integridad.13

Las aportaciones de autores individuales o colectivos se han incrementado desde los años noventa del siglo pasado,
pero casi siempre con un sesgo de cultura liberal que las relativiza. Insistir en la «libertad», la «tolerancia» o la
«justicia procedimental» es demasiado occidentalista. El «respeto a la vida» resulta ambiguo, y la llamada a la
«responsabilidad» o al «amor» resultan de una incomprometida vaguedad. Otros valores son directamente
provocativos para las culturas no occidentales: la nación, el individuo, el progreso, la racionalidad, el laicismo.

Valores interculturales estadísticos


Los valores son creencias, y éstas son representaciones —ideas o ideales— asociadas a un hábito que interesa crear
o conservar. A su vez, los hábitos son actividades que está en nuestro interés introducir o mantener. Los valores son,
pues, el resultado indirecto de las prácticas culturales vigentes, y efecto, a la vez que incentivo, de los hábitos que
aseguran la existencia de estas actividades.

Así, y a mi modo de ver, los valores compartidos básicos son los que tienen que ver antes que nada con el «origen»
de las prácticas humanas: la vida, de un lado, el valor más inmediato al individuo, y la amistad, de otro lado, más
externo al sujeto, por decirlo así, ya que sin la reciprocidad voluntaria no se puede hacer nada en común.

Otros valores universales son los ligados a las «condiciones» indispensables para que se produzcan dichas prácticas:
la salud, de la parte individual, y la paz, del lado colectivo. Existen también los valores que ayudan a la «acción» con
que habrán de desplegarse las actividades humanas: el valor del conocimiento, en la dimensión más reservada al
individuo, y la compasión, en la más abierta a los otros.

Y es claro, además, que las prácticas humanas necesitan de un «florecimiento» o plenitud para alcanzar sus
propósitos: de ahí los valores de la dignidad (y sus sinónimos y metáforas: el «recto camino», el «caminar erguido», el
«respeto a la persona» ...) y de la comunidad, que viene a expresar el «recto crecimiento» del individuo con su grupo.
Si hay comunidad es que éste funciona, no es un mero agrupamiento. Las tareas, los proyectos, pueden llevarse bien
a término.

Y, por último, están los valores que justifican el «fin» mismo de las actividades. Si de valores compartidos hablamos,
éstos son, en definitiva, la felicidad y la justicia, de significado personal y colectivo, respectivamente. ¿Qué otros
valores más universales que estos dos están relacionados con la finalidad de las actividades humanas? 15

Los valores que he propuesto son universales en el sentido estadístico —son los más aclamados, de hecho, entre
todas las culturas— y también en el filosófico: muchos otros valores pueden verse reflejados en ellos. En su conjunto
se diría que tratan de facilitar, dicho en breve, que los miembros de la especie humana sobrevivan y mejoren sus
condiciones de vida, lo que en términos morales diríase «hacer nuestras vidas más pacíficas y ordenadas».

También, en su globalidad, parecen presuponer ciertas disposiciones cognitivas y anímicas —o perceptivo—


emocionales, esto último—, que nada impide pensar que puedan ser propias de toda la especie humana, sin grandes
diferencias culturales. Se trata de la cualidad personal de actuar y pensar por sí mismo, de la capacidad para obrar
con reciprocidad respecto a los otros, y de la disposición a reflexionar sobre la propia conducta, que es como decidir y
hacer de acuerdo con uno mismo. Pero de estas «disposiciones» espero tratar, como ya dije, en otro ensayo. 16

De la tolerancia a la aceptación
El presente ensayo trata de razonar sobre la necesidad de mantener una causa común de índole moral para que la
convivencia en la diversidad cultural siga siendo o sea de una vez posible, por lo cual, las cosas dichas hasta aquí nos
permiten deducir al menos dos valores interculturales básicos que sirven para dicho fin de la convivencia: la
aceptación del otro y el respeto mutuo.
Sólo con que se aplicaran estos dos principios de conducta desaparecerían en gran parte los obstáculos para el
entendimiento social, o por lo menos conseguiríamos domesticarlos.

Hablo de «aceptación» y no de «tolerancia», la cual constituye un valor insuficiente para la convivencia multicultural.
Tolerar es «soportar» al otro, que en términos morales es descargarse, en realidad, de él. Consiento sus cosas, su
persona, pero él o ella no me interesan. Ahí está el primer límite del valor de la tolerancia: puede girarse del revés,
porque la condescendencia frente al otro amaga sólo nuestra indiferencia.

Y tiene otros límites. ¿Qué hacer con los que son ellos mismos into lerantes? Si los toleramos, la tolerancia tiene sus
días contados. Habría que ser intolerantes con los enemigos de la tolerancia. No es una contra dicción para la
tolerancia —se procedería así para salvarla—, pero sí un límite evidente para ella.

Por otra parte, no todas las culturas y personas, aunque no nos den signos manifiestos de intolerancia, deben
permanecer igual que las demás ante nuestros ojos si sus valores se contradicen con la tolerancia y los derechos
básicos. Consentirlas, sin más (groundless tolerance, se ha dicho de esto), acaba poniendo también en entredicho el
valor que invocamos para hacerlo y a la vez pasa por alto las contradicciones de estas personas o culturas.

La tolerancia puede ser irresponsable por ingenuidad y paternalismo frente a lo desconocido, o que ya se conoce,
pero que no nos tomamos la molestia de interrogarlo y, si cabe, de discutir con él. 17 Pues no todas las identidades son
indiscutibles, incluso la del tolerante.

Por último, otro límite de la tolerancia es su frecuente identificación con los valores occidentales del liberalismo, y así
se la asocia con la visión individualista y secularizada de la sociedad, si no, a veces, con los propios valores
cristianos.18 En el Reino Unido, por ejemplo, existen leyes contra la blasfemia, pero sólo mencionan las ofensas a la
religión cristiana. Y en Estados Unidos los modelos de personas e instituciones que represen tan el valor de la
tolerancia casi siempre coinciden con los de su historia nacional y los de la población blanca. Ya la sola insistencia
liberal en «tolerar todas las culturas» es inherentemente jerárquica y de equívoco significado liberal. 20

Mejor, entonces, que la tolerancia, es la aceptación del otro. En la primera no hay interés por él; en la segunda ya
existe una actitud abierta y activa.21

Aceptar al otro no es estar necesariamente de acuerdo con él. Es, como indica el verbo del que proviene la palabra
(del latín capere, captar, llevar consigo), acercarse a su realidad y tratar de comprenderla, antes de decidir si la
compartimos o no. El que tolera está en una posición de superioridad; el que acepta se pone en el mismo nivel del
extraño, con independencia de que participe o no de su identidad o pretensiones.

Tolerar es muchas veces una forma de evitar tener que acercarse al otro y preguntarle. De esta inhibición tan poco
social se ha hecho una virtud casi inapelable. Estaría bien que así fuera si tolerar significara también aceptar la
realidad del otro y no ignorarla.

Algunos propósitos, incluso de buena voluntad, a favor de una ética intercultural, acaban chocando contra la realidad
cultural al imprimir a la idea de tolerancia un timbre de superioridad e indiferencia individualista. El tolerante de ver dad,
no de forma acomodaticia, ni preso dogmáticamente del relativismo, acepta la realidad y la legítima expresión de los
intereses del otro, aunque no coincida con el contenido de éstos.

En términos interculturales pueden existir reparos contra la tolerancia, pero no frente al valor de la aceptación del otro,
que incluye lo que piden los tolerantes y sus críticos. Aunque por motivos y con maneras diferentes, «tolerantes» y
«fundamentalistas» coinciden de palabra en la conveniencia de aceptar al otro.

Y es que no hay creencias ni argumentos contra esta aceptación que no se perjudiquen de alguna forma a sí mismos.
Una religión perdería adeptos; una ideología, simpatizantes.
De lo que se trata es de llenar la tolerancia y la aceptación de contenidos y de formas interculturales, para hacer que
sean los primeros valores básicos compartidos en la sociedad pluricultural. De este modo entramos ya en lo que
significa el respeto mutuo, el otro gran valor —y no insistiré en más— para la convivencia en la diversidad cultural. De
ello trata el siguiente capítulo.

Notas:
1. J. Raz, «Multiculturalism: a Liberal Prespective» pág. 79.
2. E. O. Wilson, Consilience. The Unity of Knowledge. págs. 112—113.
3. Ibíd., pág. 168ss.
4. Ibíd., pág 251 ss.
5. Ibíd., pág. 297 ss.
6. E. B. Tylor, Anthropology. An Introduction to the Study of Man and Civilization, caps. 2 y 8.
7. El primer libro, conservado hasta hoy, sobre la conducta moral, el Rag Veda (2500 a.C.) hace referencia a valores que
perduran hasta hoy en distintas culturas.
8. D. E. Brown, Human Universals cap. 6.
9. Sólo un estudio a título de ejemplo: M. Bernal, Black Athena. The Afroasiatic Roots of Classical Civilization. Véase también
el ya clásico: B. Malinowski, Argonauts of the Wester Pacífic, Introducción.
10. H.A. Jack (ed.), Religion for Peace. Proceedings of the Kyoto Conference on Religion and Peace, pág. IX. Véase, por
ejemplo, S. Book, Common Values, pág. 16ss., pág. 57.
11. R.M. Kidder, Shared Values for a Troubled World.
12. The Cornission on Global Governance, Our Global Neighborhood, pág. 55.
13. El departamento de Educación de la provincia de Ontario (Canadá)elaboró una lista de valores básicos a impulsar en el
currículum de los escolares, pero algunos de estos valores ya no son asumibles hoy, por etnocéntricos, en Canadá
multicultural (Ontario Ministry of Education, Personal and Societal Values, 1983).
14. Los valores actuales en el Magreb, por ejemplo, incluyen la mayoría dolos mencionados hasta aquí. Véase A. Bouhdiba,
Quétes sociologiques. Continiuités et ruputres en Maghreh.
15. Véase mientras tanto: N. Bilhcnv, La revolución de la Ética. Hábitos y creencias en la sociedad digital, pág. 168 ss.
16. J. Rawls, A Theory of Justice. S 39.
17. Véase J, Locke, Carta sobre la tolerancia; Ensayo sobre el gobierno civil, II, 6.
18. M. Walzer, On Toleration. págs. 71—72.
19. Ibíd. pág. 27; H.—L. Cates, Loose Cannons. Notes on the Culture Wars, pág. 105 ss.
20. J. Raz, Multiculturalism: A Liberal Perspectiv’, donde defiende una, multicultural toleration. También: A. Sen, The Threats
to Secular India, New York Review of Books. 8 de abril 1993, págs. 26-32

Fuente:
21. Bilbeny, N. Por una causa común. Ética para la diversidad, Barcelona, Gedisa, 2002 (pp. 127-140)
Emilio MARTÍNEZ NAVARRO
La ética cívica como núcleo de la educación moral

La “Ética” de la que voy a tratar aquí es la Filosofía Moral, una disciplina de segundo orden que trata de reflexionar sobre un
fenómeno humano de primer orden al que llamamos moral o moralidad.
La moral es, en principio, un conjunto de creencias y de prácticas que se generan en cualquier sociedad humana con objeto de
mantener la supervivencia del grupo y de orientar la acción de sus miembros. La moral es algo absolutamente necesario en la vida
de las personas y de los pueblos.
Sin alguna moral, por rara y extraña que nos pareciera a nosotros, no puede vivir pueblo alguno.
Si un grupo humano carece de unas reglas de vida y convivencia, o deja de tomarlas en serio, se desmorona como grupo y
desaparece como tal.
Gracias a esas creencias y prácticas socialmente compartidas, los humanos sabemos a qué atenernos los unos con respecto a los
otros y adoptamos un patrón de comportamiento para orientar la propia vida. Si nadie nos transmitiera una moral desde la infancia,
envuelta en el aprendizaje de la lengua materna y de las costumbres del grupo, no podríamos crecer como seres humanos.
Porque, a diferencia de otras especies animales, los genes de nuestra especie no tienen programado un patrón de comportamiento
para la supervivencia del individuo, sino que más bien nos impulsan a aprender de los demás, del entorno social que nos acoge, lo
que se necesita para sobrevivir y para llevar una vida “normal”.
Lo que el grupo considera “normal” en cada momento histórico es un conjunto de creencias y de prácticas que incluyen lo que
llamamos “la moral de ese grupo”, y que unidas a los usos y costumbres comúnmente aceptados, constituyen el acervo cultural del
grupo.
Tenemos, pues, que la moral, en el sentido más general del término, es un fenómeno universal y absolutamente necesario para la
supervivencia de los pueblos y de las personas individuales.
Cada pueblo, cada grupo cultural, a lo largo de los siglos, ha tenido siempre un código moral más o menos fijo que ha permitido al
grupo sobrevivir, convivir en un clima de cooperación y en algunos casos expandirse y evolucionar.
En este sentido ha habido, y en parte sigue habiendo, una inmensa variedad de códigos morales diferentes, ligados a los
diferentes grupos culturales que hay en el mundo.
El código moral de los indios yanomami del Amazonas es distinto del que tienen los esquimales de Alaska, pero cumple la misma
función: orientar la vida individual y grupal.
Ahora bien, cada código moral no es en modo alguno un sistema fijo e inamovible, sino más bien abierto al devenir, abierto a
paulatinos cambios, forzosamente histórico.
Los sistemas de creencias y prácticas sociales se ven obligados a adaptarse a las situaciones nuevas.
Por eso, al hablar de códigos morales concretos, es necesario aclarar a qué momento histórico nos estamos refiriendo. Por
ejemplo, el código moral de los antiguos romanos evolucionó considerablemente a lo largo de los siglos, hasta el punto de que
apenas hay semejanza entre la moral de la Roma republicana inicial y la del Imperio romano tardío.
No tendría, pues, mucho sentido, hablar del código moral romano en general.
Del estudio de los códigos morales se ocupa la Historia de la moral y la Antropología cultural, pero no es asunto de la Ética, a
pesar de que los estudiosos de la Ética deban contar con conocimientos sobre los códigos morales que han estado vigentes y los
que todavía lo están.
Pero la Ética es una disciplina filosófica que trata de reflexionar en un nivel distinto al de la moral. La Ética, como Filosofía moral,
no inventa la moral, sino que intenta:
1) aclarar en qué consiste la moralidad,
2) fundamentar o dar razón de sus pretensiones normativas, y
3) aplicar los conocimientos obtenidos en las dos fases anteriores a los dilemas morales que preocupan a las personas y a
las sociedades.
El término Ética será usado aquí con ese otro significado distinto al de moral, a pesar de que en la vida cotidiana se vienen usando
como sinónimos referidos a lo que podríamos denominar “el código moral vigente”.
Por ejemplo, cuando alguien afirma que tal o cual comportamiento “no es ético”, o que tal o cual actitud “carece de ética” lo que
está diciendo es que el comportamiento aludido no se ajusta al código moral propio de una sociedad concreta en un momento
histórico determinado.
Pero la Ética, en el sentido filosófico del término, no es lo mismo que la ética como código de comportamiento moral concreto.
La Ética como Filosofía moral intenta estudiar el sentido general que tiene la existencia de códigos morales, y desde ahí tratará de
alumbrar criterios que permitan revisar críticamente los diferentes códigos vigentes.
El resultado puede ser, si la Ética tiene éxito, que se pueda examinar racionalmente un código moral cualquiera y se pueda mejorar
su estructura. Por ejemplo, despojándolo de tabúes obsoletos, o añadiéndole principios y valores nuevos que se estiman
racionalmente necesarios para afrontar los retos de las nuevas situaciones históricas.
Los códigos morales concretos, vigentes en sociedades y épocas determinadas, suelen ser el producto de un precipitado histórico
en el que intervienen las tradiciones religiosas, las idiosincrasias locales, las influencias culturales de pueblos históricamente
vinculados, los conocimientos científicos y técnicos, etc.
La propia Filosofía, la tradición filosófica occidental, ha sido uno de los elementos que ha contribuido a configurar los códigos
morales que están hoy vigentes en los países de esta parte del mundo.
Pero ese dato no nos autoriza a confundir la Ética filosófica con la moral.
La pretensión de la Ética es mantener una perspectiva reflexiva que permita llevar a cabo un juicio crítico acerca de cualquier
código moral concreto.
Por otra parte, los códigos morales no incluyen todo el conjunto de usos sociales de un grupo humano.
Algunas costumbres se consideran ligadas a la moral, mientras que otras son consideradas como cuestiones de buenos modales,
de cortesía y de protocolo social, pero no estrictamente como asuntos morales.
Los usos sociales pueden ser, en algunos casos, moralmente relevantes, pero en general son asuntos de menor calado e interés
social, puesto que normalmente no nos va en ello la vida buena ni la convivencia, mientras que en los asuntos que consideramos
morales nos jugamos mucho más, tanto en la dimensión individual como en la colectiva.

Ética y legalidad
Una vez delimitados los conceptos de Ética, moral y usos sociales, podemos preguntarnos por la relación entre éstos y la
legalidad. Entiendo aquí por legalidad el sistema de leyes jurídicas que rigen en una sociedad que tenga algún tipo de estructura
política.
La legalidad, en este contexto, es lo jurídicamente vigente, tanto si se lo considera legítimo como si no.
Puedo considerar, por ejemplo, que muchas de las leyes de los nazis o de la dictadura franquista fueron ilegítimas desde el punto
de vista ético, pero no cabe duda de que constituyeron la legalidad vigente.
Y, desgraciadamente, tampoco cabe duda de que tal legalidad gozó de cierto apoyo popular por parte de muchas personas que
llegaron a tener como propio un código moral que muchos consideramos ilegítimo, erróneo e inhumano, pero que también estuvo
vigente en un momento histórico determinado.
Así pues, la legalidad es un conjunto de reglas del juego social que se proclaman como vinculantes bajo amenaza de coacción por
parte de la autoridad

La ética cívica como núcleo de la educación moral política.


Las leyes jurídicas, a diferencia de las normas morales, siempre cuentan con el respaldo del poder coercitivo del aparato del poder
político.
La legalidad, entonces, puede que a veces no encaje bien con la moral vigente, y en esos casos es el propio pueblo que se ve
violentado a cumplirla el que la considera ilegítima.
Pero en otros casos puede que la legalidad encaje bien con la moral vigente, pero en cambio no resista un análisis serio desde la
Ética filosófica, de modo que ésta podría considerar que, tanto el sistema jurídico, como el sistema moral, están simultáneamente
corrompidos.
Esta posibilidad muestra que podemos dar un paso más en las distinciones que se precisan para evitar malentendidos en estas
cuestiones: la moralidad, la legalidad y la reflexión ética son tres ámbitos distintos, por más que existan relaciones y conexiones
entre ellos.
La legalidad puede ser legítima y justa desde un punto de vista ético si se atiene a ciertos criterios que no es fácil formular en
términos que todo el mundo acepte.
Históricamente existe una gran controversia filosófica acerca del Derecho en su conjunto, dada la gran cantidad de abusos que han
sido cometidos al amparo de las leyes.
Sin embargo, es difícil imaginar cómo podríamos prescindir del sistema jurídico y del aparato político –el Estado- encargado de
garantizar el cumplimiento de las normas jurídicas.
Puede que la legalidad y el Estado no sean en absoluto la expresión de la utopía de una sociedad ideal, pero sin duda constituyen
un mal menor en comparación con lo que sería este mundo si no hubiera leyes ni Estado.

Ética y religión
La religión es un fenómeno humano distinto al fenómeno moral.
En el caso de la religión, las personas abrazan una fe en la divinidad y en algún tipo de salvación que trasciende a la muerte,
mientras que la moral puede aparecer en ocasiones vinculada a alguna religión, pero no necesariamente.
La religión puede ofrecer un sentido a la vida, una promesa de plenitud y felicidad, un don de vitalidad y alegría.
Y junto a ese ofrecimiento, toda religión propone un modelo de vida moral, un patrón de conducta recta que sus seguidores han de
observar para ponerse en el camino de la salvación.
Pero no todo código moral exige la adhesión a unas creencias religiosas determinadas.
No tiene sentido el famoso dicho de Dostoievski según el cual “Si Dios no existe, todo está permitido”, puesto que, de hecho, un
gran número de sociedades humanas han podido sobrevivir y prosperar teniendo una moral que no exige la creencia religiosa,
pero tampoco permite todo.
Es cierto que, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la moral concreta de las sociedades conocidas ha sido un
precipitado de creencias religiosas y de tradiciones populares.
Pero la historia también ha mostrado que la presencia de la religión en el código moral de una sociedad no es una garantía de
eliminación de los desmanes y las injusticias.
Desgraciadamente, a menudo se han ofrecido justificaciones de carácter religioso para cometer atrocidades que desde el punto de
vista netamente moral nunca son justificables, aunque también es cierto que, en general, la práctica de la religión es considerada
como un elemento de refuerzo del código moral vigente en la mayor parte de las sociedades.
Por otra parte, la religión es también un fenómeno plural, como lo es la moral.
En ambos casos, la diversidad no se manifiesta únicamente en la existencia de una variedad de religiones y de códigos morales,
sino también en la diversidad interna de puntos de vista en el seno de cada religión y de cada código moral particulares.
Por eso, el que una persona sea miembro de una determinada religión, o que pertenezca a un grupo cultural que sostiene
determinado código moral, no es suficiente para saber qué opiniones tendrá esa persona en todos los temas o qué
comportamientos adoptará en su vida cotidiana.
Esto es así por regla general. Pero también hay casos, sobre todo aquellos en los que no se trata propiamente de la pertenencia a
una religión ni a un código moral propiamente dicho, sino de la pertenencia a alguna secta, en los que se observa una mayor
facilidad para predecir las opiniones y comportamientos de quien se adhiere a ella.
Las sectas no son un fenómeno exclusivamente religioso, puesto que el sectarismo puede aparecer en cualquier grupo humano
con cualquier excusa ideológica.
La Ética filosófica es también un ámbito plural, de modo que, en realidad, hemos de hablar de distintas éticas, cada una de las
cuales adopta su propia y peculiar actitud ante el hecho religioso.
Así, por ejemplo, mientras que la ética aristotélica y la kantiana se muestran bastante abiertas a la religión, la ética nietzscheana y
sartreana adoptan una posición explícitamente atea y beligerantemente contraria a la religión.
Esto nos lleva a reconocer que la complejidad de las relaciones entre la Ética y la Religión es bastante mayor de lo que
habitualmente se cree.
De modo que no tiene mucho sentido plantear esta relación únicamente en términos generales, sino que lo sensato es
preguntarse, en cada caso, si tal o cual ética filosófica concreta está en tal o cual relación con tal o cual religión determinada.
En este sentido, en la actualidad existen diversas éticas de gran impacto académico y social que mantienen una actitud de respeto
y apertura a las religiones, particularmente a las religiones que manifiestan una mayor tolerancia y apertura al diálogo.
Y viceversa, dichas religiones se muestran abiertas a los argumentos procedentes de las principales éticas contemporáneas y
asumen como propios ciertos elementos conceptuales elaborados por los filósofos de la moral.
Algunas religiones han elaborado toda una teología moral, esto es, un discurso religioso y filosófico a la vez en el que se insta a los
creyentes a asumir determinados esquemas de filosofía moral como fundamentación teórica de los contenidos morales que se
consideran vinculados a unas creencias religiosas concretas.
De este modo, además de códigos morales vinculados a religiones concretas, existen también algunas éticas de inspiración
religiosa que intentan arropar un determinado código religioso-moral con argumentos basados en consideraciones filosóficas y
religiosas entremezcladas.
En resumen, en el mundo contemporáneo hemos de distinguir dos grandes ámbitos en relación con la moralidad.
Por una parte, lo que Aranguren llamaba moral vivida, que corresponde a los códigos morales vigentes en las sociedades o países,
códigos que a menudo contienen elementos religiosos.
Y por otra parte, lo que también Aranguren llamaba moral pensada, que corresponde a las propuestas de ética filosófica que se
utilizan en muchas sociedades modernas para fundamentar y reforzar determinados códigos morales.
También en este caso, algunas propuestas éticas pueden contener elementos religiosos explícitos.
En el apartado siguiente vamos reflexionar brevemente acerca de las propuestas éticas que rivalizan en las sociedades modernas
y sobre el modo en que puede comprenderse la relación entre ellas.

Éticas comprensivas y ética cívica básica

En la reflexión ética contemporánea se ha abierto paso una importante distinción entre dos tipos de propuestas éticas: las éticas
comprensivas y la posibilidad de una ética cívica compartida.
Esta distinción pretende mostrar que las distintas ofertas de ética filosófica, tanto si contienen elementos religiosos explícitos como
si se muestran independientes de toda religión, son propuestas globales de vida buena.
Cada ética es un discurso completo acerca del sentido de la vida humana, y pretende abarcar en su seno todos los aspectos
relevantes de la misma, con objeto de orientar las decisiones de las personas en todos los campos de actuación, tanto pública
como privada, tanto individual como social.
Cada ética es, en este sentido, una ética comprensiva. Por ejemplo, la ética aristotélico-tomista, estrechamente conectada con la
teología moral católica de los últimos siglos, es sin duda una ética comprensiva en el sentido mencionado, puesto que lleva
consigo una visión del lugar que ocupa el ser humano en el mundo, el sentido de la vida, lo permitido y lo prohibido, lo bueno y lo
malo en cualquier ámbito de la vida humana.
Lo mismo podría decirse de la ética utilitarista clásica, representada por autores como J. Bentham y J.S. Mill: también en este caso
hay una visión más o menos completa de la vida humana y de su sentido, aunque esta visión difiere en muchos puntos de la que
tienen los pensadores aristotélico-tomistas.
En efecto, mientras los aristotélico-tomistas considerarán que las creencias religiosas han de ser colocadas en el centro de la vida
individual y social, los utilitaristas pensarán que es el bienestar general de la sociedad lo que ha de tener prioridad sobre cualquier
otra cosa, incluso sobre las creencias religiosas.
Naturalmente, en algunos puntos puede haber acuerdo entre ambas éticas. Por ejemplo, ambas valoran muy positivamente el
saber y la investigación como actividades humanas de muy alto rango.
Pensemos por un momento en el hecho de que las sociedades modernas son éticamente pluralistas, puesto que en ellas conviven,
a menudo con ciertas tensiones, una variedad de propuestas éticas comprensivas. Sin embargo, no toda ética se considera
públicamente razonable ni aceptable.
Las distintas éticas comprensivas presentes en la vida social de las sociedades modernas suelen compartir una serie de principios
y valores básicos que les permiten convivir con las demás opciones sin llegar a la ruptura.
La clave de la convivencia en las sociedades complejas y masificadas en las que vivimos está en que los distintos grupos
ideológicos, a pesar de inspirarse cada uno de ellos en una ética parcialmente diferente, puedan coincidir en unos valores
compartidos que cada grupo acepta desde su propio punto de vista.
He expuesto de modo actualizado las ideas de este filósofo en Martínez Navarro, E.: Solidaridad liberal. La propuesta de John
Rawls, Granada, Comares, 1999.
No se trata de que las éticas comprensivas presentes en la sociedad renuncien a sus propios puntos de vista para no tener que
llegar al enfrentamiento total con las otras éticas comprensivas, sino más bien de que todas ellas sostienen como propios algunos
valores muy básicos que también sostienen las demás.
En cierto modo, es como si cada ética comprensiva, a pesar de partir de premisas diferentes, llegara a ciertas conclusiones
idénticas a las de las demás.
Por ejemplo, imaginemos que todas ellas están de acuerdo en el valor del respeto a las diferencias: aunque cada ética llegue a esa
valoración positiva de la diversidad desde unos planteamientos diferentes, lo interesante es que comparten ese valor que es
necesario para una convivencia pacífica.
Ahora estamos en condiciones de completar la distinción que nos ocupa en este apartado. Mientras que las éticas comprensivas
son modelos alternativos de vida buena que se ofrecen como respuesta completa y omniabarcante a las demandas de sentido y de
comprensión global que todo ser humano necesita, al mismo tiempo se hace necesaria para la convivencia una ética cívica
compartida que aglutine unos valores básicos respetados por todos.
Esta ética básica no ha de entenderse como el resultado de una renuncia de cada ética comprensiva a sus propios principios, sino
más bien como el espacio común que resulta de la coincidencia de diversas éticas comprensivas en unos valores que aceptaba
cada de ellas desde el principio.
De este modo, se comprende que la ética cívica no es una ética global y completa, sino modular; es un módulo de valores que no
pertenece en exclusiva a ninguna de las éticas comprensivas, sino que aparece como una parte de cada una de ellas que se
repite, con estilo propio, en todas ellas.
En el gráfico que reproducimos a continuación se esquematiza el caso hipotético de una sociedad pluralista en la que conviven
cuatro grupos con éticas comprensivas parcialmente distintas: A, B, C y D. Los puntos no compartidos representan los valores
específicos, diferenciales de cada grupo, mientras que los puntos que aparecen en la intersección de los cuatro diagramas
representan los valores que, siendo propios de cada grupo, son, además, valores compartidos.
¿Puede ocurrir que una sociedad como la nuestra refleje en alguna medida la situación de convivencia entre diversas éticas
comprensivas, de modo que, pese a sus divergencias, coincidan en afirmar los valores propios de una ética cívica?
Esta es la cuestión que nos va a ocupar en el próximo apartado.

Posibilidades de una ética cívica compartida.

Los valores de la ética cívica

Si nos preguntamos qué condiciones podrían hacer viable una situación social de convivencia pacífica y de cooperación leal y
perdurable en una sociedad formada por grupos ideológicos heterogéneos y en gran medida rivales, la respuesta obvia es que tal
convivencia sólo es posible si todos los grupos aceptan de buen grado ciertos valores y principios.
El más obvio de ellos es el reconocimiento de que los otros grupos tienen derecho a existir y a mantener sus propias creencias
mientras las encuentren convincentes.
Llamemos a esta primera condición el principio de respeto cívico. Si no hay un compromiso serio con este principio, es imposible
que los grupos rivales lleguen a tener un mínimo de confianza en los otros.
Porque sabrán que, a la menor oportunidad, cualquiera de los otros tratará de eliminar a los demás, y de ese modo la convivencia
fracasaría en una suerte de guerra civil total.
En este punto sigo la propuesta elaborada por la profesora Adela Cortina en los últimos años, publicada en obras como Ética de la
sociedad civil, Anaya, Madrid, 1994; Ciudadanos del mundo.
Esta condición se viene haciendo realidad paulatinamente en muchos países en los que se ha instaurado la tolerancia de diversas
religiones y creencias en pie de igualdad.
Sin discriminaciones arbitrarias ni privilegios para ninguna de las éticas comprensivas rivales.
Ciertamente, esa tolerancia no está exenta de tensiones, puesto que cada grupo ideológico se puede sentir tentado por la idea de
eliminar a los demás grupos competidores e imponer sus creencias a toda la sociedad.
Sin embargo, los grupos saben que esa imposición totalitaria sería contraria a sus respectivos principios y valores propios.
Además, son conscientes de que la historia ha mostrado repetidas veces que de nada sirve la mera represión de las ideas del
adversario: la única victoria de una ética comprensiva sobre las otras sería que llegase a atraer, por convicción propia, a quienes
no comparten todavía las preciadas creencias del grupo.
La tolerancia no significa en este contexto que todo esté permitido, puesto que el propio sistema tolerante exige que todos sus
miembros lo sean para que el clima de tolerancia no sea eliminado por algún grupo intolerante. Así pues, la tolerancia como
respeto cívico es una condición de posibilidad de la convivencia pluralista.
Una segunda condición necesaria para la convivencia en una sociedad plural sería el establecimiento de un marco de libertades
cívicas para todos. Porque, dada la existencia de grupos ideológicos rivales, cada uno de ellos reclama para sí la libertad necesaria
para mantener sus creencias y valores propios, y también para tratar de extender esas creencias a nuevos prosélitos que pudieran
sentirse inclinados a abandonar sus antiguas creencias para adherirse a las del grupo.
Como esta libertad la reclaman todos y cada uno de los grupos rivales, el resultado es la aceptación de común acuerdo de un
conjunto de libertades civiles y políticas que incluyen, por ejemplo, la libertad de conciencia, de pensamiento y de culto religioso, la
libertad de expresión y de prensa, la libertad de movimientos y de residencia, la libertad de asociación y las garantías procesales,
etc. Naturalmente, ninguna de las libertades básicas es ilimitada.
Madrid, Anaya, 1997; Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Madrid, Taurus, 1998; y
Los ciudadanos como protagonistas, Barcelona, Círculo de lectores, 1999.

Por el contrario, para que cada grupo y cada persona pueda ejercer realmente su libertad, es preciso evitar que algunos puedan
abusar de sus libertades haciendo daño a los demás.
Esto exige que el marco de libertades cívicas esté debidamente ajustado y que existan reglas vinculantes y autoridades
encargadas de hacer que las reglas se cumplan.
Sin reglamentos ni árbitros no puede haber juego libre, porque sencillamente no habría juego. Por estas razones, la libertad como
valor básico es una libertad responsable.
Una tercera condición que se precisa para mantener una convivencia pluralista es cierto grado de igualdad cívica. No se trata de
un igualitarismo rígido por el cual todo el mundo tuviera que vestir de uniforme, cobrar lo mismo en todos los empleos y consumir
exactamente los mismos productos.
Se trata más bien de hacer posible que todas las personas y grupos puedan gozar de veras de las libertades básicas anteriormente
aludidas. La igualdad básica que se precisa es la igualdad de libertades reales.
Para ello es preciso, ante todo, la igualdad ante la ley, para que nadie pueda abusar impunemente de su libertad a costa de la
libertad de los demás. Al mismo tiempo, se necesita también una cierta igualdad de oportunidades, para garantizar que cualquier
persona pueda tener la posibilidad de realizar los proyectos y alcanzar los puestos que su capacidad y su esfuerzo le permitan.
Y para ello es necesario que la sociedad disponga los medios de infraestructuras, de medidas educativas, de políticas sanitarias,
etc. que sean pertinentes en cada caso.
De lo contrario, las libertades mencionadas anteriormente serán papel mojado, puesto que las diferencias en el punto de partida de
cada cual (unos con facilidades económicas familiares y otros sin ellas), tenderán a mantenerse y a agrandarse.
Si la igualdad de oportunidades no se toma suficientemente en serio, el resultado será que muchos ciudadanos se sentirán
marginados y excluidos, con el consiguiente deterioro de las libertades y de la convivencia en general.
Por otra parte, la igualdad implica también una misma posibilidad de acceso de los ciudadanos al empleo y a las prestaciones
sociales básicas.
La igualdad de acceso es una implicación de la propia igualdad de oportunidades, pero también es un tipo de igualdad específico
en la medida en que con ella no se trata sólo de garantizar la igualdad de oportunidades, sino también de reconocer que, incluso
en los casos en los que un ciudadano estuviera completamente incapacitado para cooperar con los demás en el florecimiento de la
sociedad, todavía se le reconocería la igual dignidad de ser humano, y en consecuencia se le reconocería el mismo derecho que
los demás a acceder a prestaciones sociales que a menudo son imprescindibles para la supervivencia.
En cuarto lugar, la convivencia entre grupos diferentes no sería posible sin cultivar el valor de la solidaridad cívica universalista. La
solidaridad va más allá de la mera cooperación, porque ésta normalmente es un “toma y daca” en el que cada uno coopera con
otros sabiendo que los demás van a cooperar con él, para finalmente obtener un beneficio mutuo.
En cambio, la solidaridad es una suerte de altruismo a fondo perdido. La actitud solidaria es ayuda gratis, sin esperar nada a
cambio. Y ha de ser universalista, esto es, abierta a todos sin discriminaciones arbitrarias. Pues de lo contrario se convierte en
corporativismo excluyente.
La solidaridad cívica universalista se muestra necesaria para que la igualdad, la libertad responsable y el respeto a los que nos
hemos referido anteriormente se puedan realizar sin exclusiones. La solidaridad cívica universalista se puede ejercer de muchas
maneras, tanto individual como socialmente.
Y tanto desde la administración pública como desde las múltiples organizaciones solidarias, mal llamadas ONGs, que la iniciativa
ciudadana ha puesto en marcha con objeto de ayudar a las personas en apuros. Lo esencial, en cualquier caso, es que se ponga
atención a que se ejerza de modo altruista y universalista, pues de lo contrario se estará cultivando otra cosa distinta a la
solidaridad.
En quinto y último lugar, la convivencia pacífica entre los grupos diferentes exige diálogo cívico, exige el compromiso de resolver
los conflictos a través del diálogo, y no por medio de la violencia. La violencia desata una espiral de resentimientos y venganzas
que destruye la convivencia.
Y, puesto que los conflictos de intereses y los malentendidos son inevitables en la vida cotidiana, el diálogo se convierte en el
instrumento idóneo para llevar a cabo el proceso de restauración de la convivencia pacífica. Para ello, el diálogo ha de ser abierto
a todos los afectados por el conflicto en cuestión, o por las decisiones que se vayan a tomar.
Y en el transcurso del mismo se deberían respetar las reglas de juego del diálogo serio, de modo que todos los dialogantes
tuviesen las mismas oportunidades de exponer su punto de vista.
En resumen, una convivencia que merezca ese nombre no puede existir si no se toman en serio, como mínimo, los valores propios
de la ética cívica básica: la libertad responsable, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y la actitud de diálogo. Esos valores
básicos forman en conjunto una peculiar idea del valor justicia.
La justicia social puede entenderse como el valor resultante del compromiso con esos otros valores más básicos, de manera que la
sociedad será más o menos justa en la medida en que no descuide ninguno de tales valores, sino que los refuerce en la práctica
cotidiana.
La gestión del pluralismo exige que el propio pluralismo pueda mantenerse a lo largo del tiempo y no sea eliminado por las
amenazas totalitarias procedentes de cualquier grupo ideológico que pueda caer en la tentación de imponerse por la fuerza a toda
la sociedad.
Por esa razón, no puede mantenerse el pluralismo si quienes forman parte de él no se comprometen seriamente con los valores de
una ética cívica compartida. Tal ética cívica compartida no es una ética comprensiva, global y completa, sino más bien un núcleo
de valores que son patrimonio de todos y no son propiedad exclusiva de nadie.
Pero, precisamente porque la ética cívica básica no es una ética completa, el único modo en que puede subsistir la ética cívica
consiste en que los grupos que sostienen cada una de las éticas comprensivas se comprometan a potenciarla desde su propio
punto de vista.
Los grupos ideológicos rivales deberían ser conscientes de lo importante que es la tarea de mantener y desarrollar el propio marco
de convivencia pacífica plural en el que se mueven.
En consecuencia, si cada grupo descuida el compromiso interno con los valores que hacen posible el pluralismo, la ética cívica
languidece y corre el riesgo de desaparecer, puesto que su único soporte es el que le puedan aportar las éticas comprensivas.
La ética cívica es laica, pero no laicista Conforme a lo expuesto, el núcleo de valores compartidos que configuran la ética cívica
puede ser considerado como el precipitado ético en el que coinciden diversas éticas comprensivas que aceptan convivir
pacíficamente, a pesar de su rivalidad, en una misma sociedad pluralista.
Por tanto, una característica que corresponde a ese núcleo de valores es el respeto a las diversas creencias, tanto religiosas como
agnósticas y ateas, siempre que tales creencias se expresen pacíficamente en el marco de libertades de la propia ética cívica.
Ahora bien, eso implica que la propia ética cívica no debe ser considerada una ética creyente, pero tampoco contraria a la religión.
La ética cívica es una ética laica, puesto que no favorece a ningún credo metafísico –creyente o no creyente- en particular.
Pero no es una ética laicista, esto es, no aboga por la eliminación de las religiones, no es en absoluto contraria a la libre y pública
expresión de las creencias religiosas. Sólo es contraria a la imposición de cualesquiera creencias –religiosas o filosóficas- y a su
difusión por medios ilícitos, manipuladores y sectarios.
La ética cívica no lleva consigo una total privatización de las creencias religiosas o filosóficas de las personas y grupos que
conforman la sociedad pluralista. De hecho, la libertad de culto y la libertad de expresión forman parte del núcleo central de la
propia ética cívica, de modo que cualquier persona o grupo puede difundir libremente su credo y tratar de atraer a las demás
personas a que lo compartan.
Pero el marco de ética cívica compartida exige que las instituciones sociales compartidas, como el Estado, la Escuela o los
Tribunales de Justicia, sean instituciones no confesionales. Eso no significa que sean laicistas, es decir, hostiles a la religión.
Significa, sencillamente, que tales instituciones se comprometen a operar con criterios que resultan razonablemente aceptables
para toda la población, con independencia de las creencias concretas que tenga cada grupo social particular.

Ética profesional y ética cívica

La ética cívica compartida es, como se ha dicho, una ética incompleta pero necesaria para la gestión del pluralismo en las
sociedades modernas.
El compromiso común en torno a los valores básicos de convivencia pacífica se manifiesta en que todos los grupos ideológicos
presentes en la sociedad se toman en serio dichos valores.
En consecuencia, también desde las diversas profesiones, como instituciones sociales que prestan sus respectivos servicios a la
sociedad, se han de tomar en serio los valores de la ética cívica.
El ejercicio de una profesión es un compromiso con el público en general, y no con un grupo ideológico en particular.
Un profesional de la enseñanza, o de la medicina, o de la judicatura, etc., puede pertenecer a uno de los diversos grupos sociales
que tienen como propia una ética comprensiva determinada, pero eso no le autoriza a ejercer la profesión como si todos los
beneficiarios de la misma –alumnos, pacientes, procesados, etc.- fuesen también miembros del mismo grupo ideológico.
En una sociedad plural, las profesiones han de ser ejercidas con cierta imparcialidad ideológica, ateniéndose al marco general de
valores expresados por la ética cívica compartida.
Porque, de lo contrario, el ejercicio de la profesión se convertiría en un mecanismo de proselitismo o de manipulación, contrario a
las libertades y al respeto que hemos mencionado como elementos esenciales de la ética compartida.
Naturalmente, el profesional podrá expresar sus creencias particulares y hacer públicas sus convicciones éticas no compartidas en
multitud de foros y de ocasiones, pero la profesión misma y su ejercicio cotidiano debería ser acorde a los valores comúnmente
compartidos.
Por ejemplo, el profesor creyente no tiene por qué ocultar su condición de creyente y de miembro activo de una Iglesia que
promueve valores religiosos muy respetables, pero no debería aprovechar el ejercicio de su profesión docente para imponer sus
creencias o para hacer proselitismo explícito en favor del grupo al que pertenece.
Otra cosa es que su ejemplo y su comportamiento no sectario provoque en sus alumnos el interés por conocer el credo y la
organización que inspiran buena parte de las actitudes del profesor en cuestión; en ese caso, basta con que esos alumnos sean
informados de qué otros lugares y ocasiones ajenos a la clase son los idóneos para tomar contacto y profundizar en la opción
ideológica representada por el profesor.
Pero sería contrario a la ética cívica la utilización de la propia escuela y de la propia hora de clase para llevar a cabo ese tipo de
actividades proselitistas, por otra parte legítimas y necesarias.
Ahora bien, los profesionales en la sociedad pluralista no se han de fijar únicamente en qué tipo de comportamientos han de ser
evitados para no atacar los valores básicos, sino que han de ejercer su profesión inspirándose positivamente en tales valores.
Porque las profesiones constituyen un elemento esencial de la vida social, y si queremos que la vida social esté basada en el
respeto a los valores de libertad responsable, igualdad, solidaridad, tolerancia activa y actitud de diálogo, las profesiones tendrían
que asumir el reto de incluir estos valores en sus respectivos códigos deontológicos y de promoverlos a través de las actividades
profesionales mismas.
En otras palabras, los profesionales pueden aportar mucho en la construcción y mantenimiento de una sociedad justa, con tal que
sepan asumir los valores básicos desde el interior del ejercicio mismo de la profesión.
Eso implica un doble compromiso: por un lado, mantenerse lo más neutrales posible con respecto a los valores no compartidos, y
simultáneamente tratar de realizar explícitamente los valores básicos de la ética cívica.
De ese modo se puede generar una gran confianza en las profesiones como instituciones que prestan un servicio extraordinario a
la causa de la convivencia justa y plural.

Educar en los valores de la ética cívica

Valores básicos, antivalores y valores diferenciales

Ya hemos comentado cuáles son los valores que consideramos básicos en cuanto necesarios para construir y mantener una
convivencia pacífica y justa.
Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos considerar que ese objetivo supremo de vivir en una sociedad pluralista y justa sólo puede
lograrse a través del compromiso con valores como la libertad responsable, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y el
diálogo.
Esto significa que la educación en una sociedad plural ha de respetar y promover esos valores de la ética cívica. En consecuencia,
la educación deberá ser beligerante en la opción por estos valores básicos compartidos, y beligerante también en el rechazo de los
valores contrarios, a los que podemos llamar “antivalores”: por ejemplo, la represión arbitraria de las libertades, la discriminación
negativa, la insolidaridad, la intolerancia injustificada y la cerrazón al diálogo.
Educar es una tarea compleja en la que los educadores –padres, maestros, monitores, entrenadores, etc.- tratan de ayudar a los
educandos a que alcancen cierto grado de desarrollo que se considera deseable para las personas, y en esa tarea intervienen,
necesariamente, opciones de valor.
Por eso no es descabellado sugerir que, si la tarea educativa ha de promover el establecimiento de una sociedad plural y justa,
ciertos valores han de tener prioridad, y sus contrarios han de ser rechazados tajantemente. Porque la educación no es una tarea
desconectada del objetivo social que se pretende lograr, sino todo lo contrario: para una sociedad pluralista y abierta, es necesario
que la educación refuerce los valores que van a permitir la convivencia pluralista y abierta y trate de eliminar las actitudes
contrarias a dicha convivencia.
Pero, además de los valores básicos a fomentar y de los antivalores a rechazar, hemos visto que existe también un amplio
conjunto de valores no compartidos, pero legítimos, que conforman la oferta específica de cada una de las éticas comprensivas.
Podemos llamarlos “valores diferenciales”, pues así se subraya el carácter de diversidad y riqueza que representan.
Con respecto a este tipo de valores, la actitud del educador tendría que acercarse, en la medida de lo posible, a la imparcialidad o
neutralidad. No porque tales valores no sean relevantes, sino porque constituyen opciones que el alumno o alumna tienen a su
disposición para asumir de un modo autónomo.
De modo que, en lo que concierne a tales “valores diferenciales”, la actitud más respetuosa del educador con respecto a su
alumnado sería, ante todo, la de poner unas bases sólidas para que sea el propio educando quien elija.
Si ponemos el énfasis en el desarrollo de las capacidades de pensamiento crítico y creativo, en el estudio serio y detallado de las
opciones éticas e ideológicas rivales, y en la práctica del análisis de casos reales en los que aparezcan involucradas personas que
sostienen valores y creencias contrapuestos, el resultado puede ser esperanzador.
En este punto sigo de cerca los puntos de vista que sostienen R. Buxarrais y otros: La educación moral en primaria y en secundaria, Zaragoza,
Edelvives, 1995. También, en un tono similar, J.Mª Puig Rovira: La educación moral en la enseñanza obligatoria, Barcelona, Horsori, 1995.

La idea es formar personas que piensen por sí mismas y sean capaces de elegir por sí mismas los valores con los que dar sentido
a sus vidas. No se trata, como veremos a continuación, de indoctrinar, sino de educar.

Indoctrinación versus Educación

En coherencia con lo que hemos dicho hasta ahora, una actitud indoctrinadora sería aquella en la que el profesor o profesora tiene
como objetivo transmitir a su alumnado una sola concepción ética comprensiva, y con ella la convicción de que no es necesario
conocer siquiera otras concepciones rivales alternativas.
La actitud indoctrinadora trata de conducir al alumnado a una moral cerrada, centrada en una sola concepción filosófica -y en
consecuencia, también ética- que se da por supuesta como indiscutiblemente verdadera.
Es, en consecuencia, una actitud rechazable desde el punto de vista de la ética cívica, puesto que incurre en el tipo de proselitismo
ilegítimo que hemos criticado anteriormente.
Lo rechazable, recordemos, no es que el educador tenga unas creencias más o menos firmes que encajan en alguna de las éticas
comprensivas, sino que aproveche su privilegiada posición profesional respecto al alumno, en el espacio de la institución escolar –
un espacio de todos los ciudadanos que ha de estar abierto al pluralismo social- para difundir explícitamente su opción como si
fuera la única posible.
Véase la magnífica reflexión en esta línea del profesor Matthew Lipman: Pensamiento complejo y educación, Madrid, De la Torre, 1997.
También, de M. Lipman y otros: Filosofía en el aula, Madrid, De la Torre, 1992. 8 La distinción entre indoctrinación y educación está bien
establecida desde la obra de R. Hare. Véase A. Cortina: El quehacer ético. Guía para la educación moral, Madrid, Santillana, 1996 .

En cambio, la actitud sencillamente educadora consiste, por una parte, en mostrar honestamente que vivimos en un mundo plural,
en el que hay diversas concepciones éticas comprensivas que rivalizan por ganar adeptos entre la población; y, por otra parte, la
actitud educadora consiste en tratar de desarrollar al máximo las capacidades del alumnado para que llegue a estar en condiciones
de elegir con conocimiento de causa entre las diversas opciones posibles.
Todo ello sin olvidar que los valores de la ética cívica no son valores “diferenciales” o exclusivos de alguna ética comprensiva
particular, sino valores básicos para la convivencia plural, y por lo tanto, han de formar parte de la tarea educadora sin que la
insistencia en ellos pueda considerarse indoctrinación.
Porque al insistir en ellos, el educador no está tratando de evitar que el alumno conozca otros valores y ya no piense, ni desee
estar abierto a nuevos valores, sino todo lo contrario: al tratar de que el alumnado asimile los valores básicos y rechace los
antivalores, el educador abre al alumno al pluralismo y al respeto de las diferencias, y desde ahí el propio alumno podrá apreciar la
rica diversidad de posiciones rivales y llegar a optar por sí mismo entre ellas.
Un malentendido frecuente en este punto es el de aquellos educadores que tienen muchos escrúpulos y reparos para corregir los
comportamientos de los educandos, y parecen estar esperando que surjan espontáneamente los comportamientos y actitudes
congruentes con los valores básicos.
Les parece a estos educadores que, aunque se trate de niños y niñas muy pequeños, no deberían señalarles explícitamente los
comportamientos adecuados al respeto, la igualdad, la solidaridad, etc., porque supuestamente eso sería incurrir en indoctrinación.
Tampoco les parece a estos educadores que sea correcto levantar la voz o sujetar con energía al alumno que se dispone a atacar
a otro, sino que todos los actos del educador habrían de ser meramente persuasivos y exentos de cualquier atisbo de violencia.
En realidad, ese tipo de actitudes son una exageración y en cierta medida un error. Porque, para empezar, toda persona de corta
edad necesita una moral básica de la misma manera que necesita aprender una lengua.
Sería absurdo dejar de transmitirle al educando los valores que permiten la convivencia pacífica alegando que son una opción
entre otras muchas, y que por tanto habría que esperar a que la persona crezca y elija por sí misma entre los sistemas alternativos
de valores.
Este modo de pensar es tan disparatado como el de unos padres que no enseñaran a hablar a su hijo alegando que, dado que hay
muchas lenguas, ya elegirá de mayor aprender la que más le guste.
En efecto, si seguimos con este símil nos damos cuenta de que la única manera que tiene el educando de llegar a elegir un idioma
es a partir del conocimiento de alguna lengua materna, y de modo similar, la única manera que tiene una persona de llegar a
forjarse autónomamente un sistema de valores es a partir de la asimilación de algunos valores básicos que, como mínimo, le
permitan abrirse paso en la vida de un modo pacífico y respetuoso con los demás.
En síntesis, la indoctrinación no reside en abstenerse de trasmitir valores, sino en hacerlo de tal modo que se pretenda cerrar al
educando toda posibilidad de pensar por sí mismo y de indagar nuevas perspectivas, sobre todo en los valores que hemos llamado
“diferenciales”, que no son compartidos por los grupos ideológicos que conforman las sociedades pluralistas.
Por el contrario, la educación no indoctrinadora es la que se plantea en serio la meta de la autonomía del educando, y para ello va
poniendo los medios más adecuados según la edad y las capacidades que los alumnos van desarrollando. Pero difícilmente
podemos forjar la autonomía de los alumnos y ayudar a desarrollar sus capacidades si no creamos un clima de auténtico respeto,
de libertad responsable, de igualdad, de solidaridad y de diálogo.
Por ello, la insistencia en los valores básicos de la ética cívica no es indoctrinación, sino establecimiento del marco de convivencia
pacífica que es condición de posibilidad de cualquier apertura posterior del alumno a las distintas alternativas axiológicas entre las
que podrá elegir con cierto grado de autonomía.

Actitudes a desarrollar en el alumnado

En consonancia con lo que llevamos expuesto, la ética del ciudadano se concreta en una serie de actitudes muy elementales que
no son patrimonio exclusivo de ninguna ética comprensiva en particular y que son necesarias para una convivencia pacífica y justa.
Podemos expresar de nuevo esas actitudes básicas que conforman la ética cívica del modo siguiente:
• Libertad responsable,
• Reconocimiento de la igualdad de todo ser humano en dignidad y derechos básicos,
• Solidaridad compasiva o altruista,
• Respeto activo y
• Predisposición al diálogo.
Si convenimos en que estas son las metas u objetivos a conseguir como educadores, los medios que dispongamos para lograr
estas metas habrán de ser todo lo congruentes con ellas que sea posible.
Es obvio que, si hemos de separar a dos alumnos que se están pegando, o nos toca la ingrata labor de corregir actitudes racistas o
sexistas, etc., no siempre tendremos las condiciones más idóneas para hacerlo de tal modo que se puedan eliminar por completo
los medios que llevan consigo algún grado de violencia.
Ser educador supone en cierta medida ser árbitro, juez y policía de menores, aunque no nos guste desempeñar ese tipo de
papeles.
Pero lo importante es mantener la conciencia clara de que hemos de lograr un clima propicio para el desarrollo integral de todos y
cada uno de nuestros alumnos, y que no puede lograrse ese clima si no somos capaces de instaurar en el Centro un compromiso
firme y compartido en torno a los valores de la ética cívica.
Hay otras muchas actitudes morales que son necesarias para alcanzar una vida plena, pero todas ellas se pueden desarrollar en el
marco de buen clima que se crea con el compromiso en torno a las actitudes de la ética cívica.
Una vez creado ese clima positivo, la educación ha de abrirse a las propuestas de diferentes tradiciones filosóficas y religiosas que
enriquecen el patrimonio de la humanidad. En ellas encontramos contenidos morales que van a configurar actitudes legítimamente
diversas ante la vida y su sentido último.
El conocimiento más o menos detallado de esa variedad de tradiciones puede permitir que cada cual encuentre la que mejor
encaja en su personalidad e intereses. Y una vez que el educando se identifica con una ética comprensiva particular, de rebote se
refuerzan aquellas actitudes de la ética cívica que normalmente forman parte constitutiva de cada una de las éticas comprensivas.
Por ejemplo, puede que una persona opte por conducir su vida conforme a una ética comprensiva particular como pueda ser la que
se denomina “ética comunitarista”, y que desde ella no sólo encuentre un sistema completo de pensamiento y de actitudes para la
acción, sino que también comprenda desde un nuevo punto de vista la necesidad de mantener y fomentar los valores básicos
compartidos.

Algunas pistas sobre cómo promover el desarrollo moral en nuestro entorno: las
comunidades de investigación y el compromiso con el desarrollo human o

Finalmente, la ética del ciudadano que vive en un mundo pluralista nos conduce a practicar un tipo de educación abierta y
dialogante en un clima de respeto, de libertad responsable y de solidaridad universalista.
Pero, ¿cómo podemos los educadores abordar semejante objetivo?
En esta ocasión sólo puedo apuntar brevemente unas pocas pistas.
En primer lugar, podemos organizar nuestras clases y muchos otros foros de encuentro educativo –reuniones de catequesis,
encuentros de movimientos sociales, tertulias, grupos de estudio y debate, reuniones familiares, asambleas, etc.- al modo de lo
que se ha dado en llamar comunidades de investigación.
En tanto que comunidad, el grupo nos proporciona el apoyo y el estímulo que todos necesitamos, siendo como somos seres
vulnerables y con limitaciones, y en tanto que investigadora nos asegura un clima de razonabilidad, de indagación por métodos
lógicos y equitativos, un clima de cooperación en el que se respetan las libertades personales.
Porque una comunidad de investigación es todo lo contrario que una secta: mientras que ésta última es un grupo cerrado,
jerárquico, dogmático y enemigo de la crítica interna, las comunidades de investigación son abiertas, igualitarias, deliberativas y
estimuladoras de la autocrítica.
Las instituciones que asumen los presupuestos y los métodos de una comunidad de investigación son más humanizadoras, más
éticas, mejores para las personas y para el entorno natural que aquellas otras que los pisotean o los ignoran.
Las comunidades de investigación son grupos humanos que se comprometen activamente con los valores que hasta el momento
han mostrado ser indispensables para una convivencia justa entre personas que se consideran iguales en dignidad y derechos.
¿Qué tipo de procedimientos se siguen en una comunidad de investigación?
Básicamente se trata de respetar las reglas de juego del diálogo argumentativo.
El diálogo es un juego lingüístico en el que dos o más participantes intercambian mensajes o actos de habla.
Hay varios tipos o contextos de diálogo pero cada uno de ellos tiene su finalidad y, para que ésta se cumpla, es necesaria la
cooperación de los participantes.
Son condiciones de un diálogo racional que cada participante trate de que se cumpla su propio objetivo en el diálogo y que además
coopere con los otros para que éstos consigan también el cumplimiento de su objetivo.
Un argumento puede ser considerado un mal argumento, o una falacia informal, si se aparta de una de estas obligaciones.
En el juego del diálogo argumentativo propio de una comunidad de investigación, los participantes se embarcan en una búsqueda
cooperativa de la verdad, partiendo de algunos supuestos admitidos por todos, o de algún problema inicial.
En las clases, los estudiantes y el profesor o profesora se dedican con frecuencia a investigar juntos soluciones para diversos tipos
de problemas: lógicos, científicos, morales, estéticos...
Los puntos de vista de cada uno de los participantes en estas investigaciones se van modificando en la medida en que los demás
van probando sus propias tesis.
Un buen diálogo argumentativo ha de respetar estas tres reglas:
• Regla de relevancia: Obliga a no apartarse del tema sujeto a discusión.
• Regla de cooperación: Obliga a responder a las preguntas cooperativamente.
• Regla de información: Obliga a proporcionar la información suficiente para convencer a los interlocutores, pero no más
información de la necesaria.
En definitiva, las comunidades de investigación son un medio idóneo para llevar adelante los objetivos de una ética cívica, puesto
que favorecen la razonabilidad frente al fanatismo y al escepticismo.
En segundo lugar, el compromiso con el desarrollo humano es la idea de centrar la educación moral en torno a la noción que está
resultando más universalmente aceptada: la noción de un modelo de desarrollo humano equitativo y sostenible.
Para avanzar en la educación ética del alumnado podemos plantear, en las pequeñas comunidades de investigación en las que
participamos, la pregunta por el modo en que estamos promoviendo el desarrollo humano desde el nivel personal hasta el nivel
mundial, pasando por el nivel de la propia sociedad, y sin olvidar la vertiente ecológica.
Véase E. Martínez Navarro: Ética para el desarrollo de los pueblos, Madrid, Trotta, 2000. Es muy recomendable la obra del premio
Nobel de Economía de 1998, Amartya Sen: Desarrollo y libertad, Barcelona, Planeta, 2000.
Al centrar la investigación en torno a un objetivo múltiple y complejo, pero a la vez central en el escaso consenso mundial acerca
de cuestiones morales, podemos señalar desde ahí los conflictos y las posibles soluciones, las teorías y los datos, los medios y los
fines.
A través de la investigación sobre el desarrollo humano podemos compaginar el necesario refuerzo de los valores que hacen
posible la convivencia pacífica con el también necesario respeto a las diferencias culturales, religiosas, filosóficas y políticas que
presentan los grupos humanos.
En el ámbito internacional también se va abriendo paso una ética cívica, pero de momento es una ética centrada en el imperativo
del desarrollo humano para todos, y no para unos pocos.
El reto de la humanidad, en este siglo que comienza es que se pueda llevar a cabo un modelo de desarrollo que restaure el
equilibrio ecológico deteriorado y construya una convivencia pacífica justa entre todos los pueblos de la Tierra.
Está en juego la propia supervivencia de la especie humana.
Ejemplos prácticos de ética profesional

La ética profesional es el conjunto de normas y principios que las personas aplican en el día a día en
el ejercicio de su actividad profesional.
Puede estar recogida en un código deontológico o profesional, o puede estar constituida por un conjunto de
normas ajustadas a la moral y al correcto proceder de una sociedad determinada.
La ética profesional es especialmente importante cuando surgen conflictos entre el desarrollo de un trabajo
o actividad, los intereses propios o de terceros, y la conciencia ética personal del individuo.

Competencia profesional

Éticamente, es fundamental en una persona que hace ejercicio de su profesión tener las competencias
necesarias para el cargo o función que desempeña. Un profesional no debe postularse ni asumir encargos
o tareas para las cuales no tenga ni el conocimiento, la experiencia o la debida preparación. Un psicólogo,
por ejemplo, no puede ejercer de abogado.

Manejo responsable de la información


La información a la que se tiene acceso en razón del cargo o la función que se desempeña debe ser
manejada con suma discreción por el profesional, bien ante el personal de la empresa, bien frente a todos
aquellos individuos externos a esta.
En ocasiones, hay información confidencial que puede afectar o dañar los intereses de la propia empresa,
por eso, un buen profesional será discreto y actuará de acuerdo a las responsabilidades de su función.

Secreto profesional

La información que llega a manejar una persona por razones del ejercicio de su profesión debe ser
guardada con celo y cautela, pues está amparada y protegida por la ley dentro de lo que se conoce como
secreto profesional. Ejemplo de ello lo constituyen los médicos, psicólogos o abogados.

Respeto entre colegas


El respeto entre colegas es fundamental en el ejercicio de cualquier profesión. Un buen profesional no debe
desacreditar, insultar, molestar o engañar a sus propios colegas o a otros profesionales. Al expresarse
sobre estos debe hacerlo con respeto y consideración.

La inclusión como práctica cotidiana

En el ejercicio de nuestra profesión debemos tratar con todo tipo de personas (empleados, jefes, colegas,
inversores, clientes, etc.), de diferente origen étnico o social, de distintas edades y grados de formación,
con variadas creencias religiosas u opciones personales. Debemos asegurarnos, por lo tanto, de que
nuestras acciones y decisiones de índole profesional no estén sujetas a ningún tipo de prejuicio de este tipo
(discriminación, segregación, exclusión, etc.) que pueda menoscabar la dignidad humana de una persona.

Ética financiera

La información financiera de una empresa, negocio o transacción, y su manejo responsable son


primordiales en un profesional. El falseo de datos financieros, tanto a la alta como a la baja, así como el
uso de información confidencial para obtener beneficios en el mercado son todas conductas penadas que
deben evitarse.

Comportamiento honesto
En el ejercicio de nuestras funciones siempre tendremos acceso a información, contactos, influencias o
recursos. La utilización antiética de cualquiera de estos medios puede derivar en comportamientos
corruptos o deshonestos, como el manejo de dinero ajeno, la manipulación de personas, informaciones o
datos, el robo y el fraude, comportamientos, todos ellos, con graves consecuencias legales.

Responsabilidad social

Un profesional debe rechazar cualquier tarea o prestación de servicios cuando tenga conocimiento de que
estos puedan ser empleados de manera perjudicial a los intereses de otras personas, grupos, instituciones
o comunidades. Es más, las operaciones de una empresa pueden afectar negativamente la vida de una
comunidad. En estos casos, lo más conveniente es rechazar y, de ser posible, denunciar este tipo de
actividades.

Cuidado del medio ambiente


Toda actividad económica, ya sea industrial o empresarial, tiene impacto en el medio ambiente y en las
comunidades: ruidos, emisiones de gases, consumo energético, contaminación del agua, producción de
desechos. Evitar a toda costa causar daños medioambientales debe ser la única opción ética en toda
actividad profesional.
Fecha de actualización: 30/08/2017.
Cómo citar: "9 ejemplos prácticos de ética profesional". En: Significados.com.
Disponible en: https://www.significados.com/9-ejemplos-practicos-de-etica-profesional/

La ética es la parte de la filosofía que reflexiona sobre el hecho moral, es decir, sobre lo que está bien
o está mal. Así, pues, en nuestro día a día, nos ajustamos a ciertos principios o normas que guían u
orientan nuestra conducta. De este modo, podemos distinguir lo que es bueno de lo que no lo es, lo
correcto de lo incorrecto.
La ética puede ser observada en nuestra vida cotidiana en todos los actos, decisiones y
comportamientos con los que nos conducimos, bien sea en el trabajo o la escuela, en la forma en que
nos relacionamos con nuestros seres queridos o con las demás personas, así como con el medio ambiente.
Es gracias al respeto de todos estos principios y reglas que creamos las condiciones adecuadas para
convivir en sociedad. Por eso, a continuación, te comentamos siete ejemplos de ética en distintos ámbitos
de nuestra vida cotidiana.

1. Ética personal
La ética puede aplicarse a la vida personal de alguien, que contempla no solo sus relaciones con la familia,
los amigos y la pareja, sino también su relación consigo mismo y la forma en que actúa y toma decisiones
en función de sus valores morales fundamentales.
Así, la ética en la vida personal está también atravesada por los sentimientos, las emociones, las
sensaciones, los sueños, las ideas y las opiniones de una persona, que son, en definitiva, los que
determinan su forma de ser y comportarse en la vida íntima.

2. Ética en la vida profesional

En el ámbito laboral, la ética profesional está contenida en los códigos deontológicos que regulan la
actividad profesional, es decir, el conjunto de normas y principios que obligatoriamente deben cumplirse en
la práctica de una profesión.
El comportamiento ético, además, dota al profesional de prestigio y reputación, lo hace confiable y
demuestra sus capacidades no solo en el plano de la ejecución de sus tareas, sino en la forma de hacerlas,
con sujeción a las normas morales.

3. Ética en la escuela
Cuando asistimos a una institución educativa, vamos para formarnos como ciudadanos, en los valores
sociales y con los conocimientos de nuestro tiempo.
Por eso, la escuela o la universidad son lugares donde, al relacionarnos con los demás, también
aprendemos a comportarnos de manera ética: siendo honestos, respetuosos y leales con nuestros
compañeros, reconociendo la autoridad del profesor, y cumpliendo con nuestros deberes escolares.

4. Ética social

La ética aplicada a la vida social en general se demuestra en valores como el respeto, la tolerancia, la
honestidad, la inclusión y la igualdad. Así, la ética social aparece en todas las relaciones que mantenemos
con los otros por distintas razones, que pueden ser económicas, políticas, laborales, ciudadanas o, incluso,
circunstanciales.

5. Ética ciudadana
Practicamos ética ciudadana al relacionarnos con respeto y responsabilidad con el otro y con el espacio en
que vivimos y que compartimos con otras personas, como la ciudad, el barrio, la calle, incluso nuestra
residencia o nuestro piso.
La ética ciudadana observa un conjunto de reglas relacionadas con la forma adecuada de comportarnos en
los espacios públicos, no solo respetando los derechos del otro, sino siendo amables y bondadosos con
quien los demás.

6. Ética medioambiental

La manera en que nos relacionamos con el medio ambiente implica ciertas normas éticas, que se basan en
el respeto y cuidado de la naturaleza, los animales, los recursos y el equilibrio ecológico de un lugar.
La ética medioambiental está también en la forma en que tratamos los desperdicios que producimos y en la
utilización consciente y responsable de los recursos que pone la naturaleza a nuestra disposición.

7. Ética económica
La ética también se manifiesta en la forma en que manejamos nuestros recursos económicos, evitando
derrochar, aprovechando de ahorrar, e invirtiendo nuestro dinero en negocios rentables de probidad moral.
La ética en la economía también implica evitar el dinero sucio, proveniente de actividades inmorales como
el narcotráfico o la venta de armas, o beneficiarnos de las dificultades de los otros, como quienes practican
la usura.

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