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Texto: “Los Primeros Cristianos”

Aut.: Marcel Simon

LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Marcel Simon

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
Aut.: Marcel Simon

INTRODUCCIÓN

Es posible dudar acerca de los límites cronológicos de un estudio sobre


los primeros cristianos. Etimológicamente, los cristianos son los
discípulos de Cristo.

Entendido así, los primeros cristianos son, pues, aquellos que Jesús
agrupó en torno de sí. Pero, históricamente, los cristianos son también
los miembros de una sociedad religiosa original que es la Iglesia. Con
este sentido, no hubo cristianos hasta después de la muerte de Cristo. Ni
Jesús ni —con mayor razón— el pequeño grupo de sus seguidores
tuvieron el sentimiento o el deseo de romper con el judaísmo. Tanto es
así que la tradición cristiana ha fijado el de Pentecostés, como el día del
nacimiento de la Iglesia. En cuanto a la palabra "cristiano", sabemos que
fue empleada por primera vez en Antioquía, probablemente varios años
después de la Crucifixión (Hechos, 11, 26).

¿Quiere decir que éste es el punto de partida que buscamos? Yo no lo


creo. La denominación de cristianos, creada por los gentiles,
simplemente prueba que tanto los fieles como el mundo pagano habían
tomado conciencia de su originalidad en relación con el judaísmo. Lo que
significa que, por lo menos en ciertos medios, la separación era ya
entonces un hecho advertible hasta desde fuera. Donde no se había
realizado aún, existía por lo menos un sentimiento de diferencia que, en
el interior del judaísmo, distinguía, y oponía cada vez más, a los llamados
judeocristianos y a los judíos no cristianos.

Los que seguían a Jesús en vida de éste, no se distinguían


fundamentalmente de la masa de los judíos más de lo que se distinguían
los seguidores de los otros movimientos mesiánicos, que tanto
abundaban en aquel entonces. Seguir a un Mesías era cosa común.
Menos común era seguir reconociéndole como tal después del suplicio
infamante, deseado y provocado por las autoridades religiosas de la
nación, y proclamar que la muerte del crucificado no era definitiva, que
había resucitado y después subido al cielo, donde se había sentado a la
diestra del Padre, antes de volver gloriosamente para juzgar al mundo e

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instaurar el Reino. Como veremos más adelante, estas afirmaciones no


supusieron la ruptura inmediata con el judaísmo. Pero por lo menos
bastaron para conferir al grupo cristiano de Israel una originalidad
indudable que más adelante había de provocar el cisma.

En definitiva, el acta de nacimiento de la Iglesia cristiana no lo constituye,


pues, ni la aparición del nombre de cristianos, ni la prédica de Jesús. El
cristianismo nace con lo que M. Goguel llama "la creación de un nuevo
objeto religioso": Jesús resucitado y glorificado. Nació de la fe de
Pascuas. Nuestra exposición encuentra, pues, su punto de partida más
normal en los acontecimientos que tuvieron lugar al día siguiente del
drama del Calvario.

En cuanto a su conclusión, he preferido emplear el término `primeros´ en


el más preciso de sus sentidos; me limitaré, en consecuencia, a la
generación cristiana inicial y a lo que suele llamarse época apostólica.
Puede considerarse que ésta termina en el año 70, con la destrucción de
Jerusalén por el ejército romano. La muerte de Jesús se sitúa hacia el
año 30 (tal vez el 28 o el 29). Esta exposición abarcará, pues, solamente
unos cuarenta años.

Es un período corto, pero decisivo, porque es entonces cuando se fija el


sino del cristianismo. Lo que al principio no era más que una oscura
secta palestina, se convierte en ese intervalo en una religión original,
universalista tanto por su espíritu como por la gente que recoge en su
seno; a partir de ese momento se lanza a la conquista del mundo
civilizado. ¿Cómo se operó esta transición? ¿Cuáles son las etapas de
esta emancipación? Tal es el problema que nos hemos planteado.

Para dilucidarlo, disponemos de una documentación muy reducida y de


un manejo singularmente delicado. Por el lado pagano, está reducida a
dos o tres breves indicaciones de Suetonio y de Tácito. En las pocas
líneas que el historiador judío Flavio Josefo, contemporáneo de los
sucesos, dedica a los primeros cristianos en varios pasajes de sus
Antigüedades judías, los retoques y las interpolaciones cristianos son tan
evidentes que no nos sirven de mucho. Así es que, prácticamente,
quedamos reducidos a las fuentes cristianas, es decir, a los escritos del
Nuevo Testamento.

Dado nuestro punto de vista actual, esas fuentes tienen un interés muy
desigual. Los cuatro Evangelios relatan lo que puede llamarse la

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prehistoria de la Iglesia y nos ofrecen la imagen que los primeros fieles


se formaban de la persona, de la vida y del mensaje de su Maestro. Su
cronología ha sido muy discutida. Parece ser que, en su forma actual, los
cuatro fueron redactados después del año 70. Así es que ni por la fecha
ni por el tema interesan directamente al período que nos ocupa. Pero los
elementos de la tradición, inicialmente oral, que ellos aportan son sin
duda muy anteriores al año 70. Interpretados con prudencia, pueden
darnos, de manera indirecta, ciertos datos acerca de las comunidades de
donde surgieron y cuyos pensamientos, preocupaciones e instituciones
reflejan.

Esta misma observación es válida para el Apocalipsis, representante


cristiano o cristianizado de un género literario particularmente favorecido
por el judaísmo de aquellos tiempos. Según lo conocemos actualmente,
es también posterior al año 70. En la brillante descripción que hace del
fin del mundo, no podemos menos que descubrir algunas características
tomadas de la realidad política y religiosa del momento actual.

La autenticidad de las epístolas llamadas católicas, atribuidas a Santiago,


Pedro, Juan y Judas, todos ellos discípulos de los primeros momentos,
no está, ni mucho menos, confirmada y admitida unánimemente por los
críticos. Y resulta evidente que si su interés es considerable en el caso
de provenir de plumas apostólicas, lo es mucho menos en el caso
contrario. Pero de una manera o de la otra, para la historia de la primera
generación cristiana no son más que fuentes secundarias.

Lo esencial de nuestra documentación lo constituyen, por una parte, los


Hechos de los Apóstoles y, por, la otra, las Epístolas paulinas. Los
Hechos de los Apóstoles ofrecen una relato continuo —o que como tal se
presenta— de los orígenes del cristianismo, desde la ascensión de Cristo
hasta la llegada de San Pablo a Roma en una fecha que resulta
imposible establecer con entera precisión, pero que debe situarse hacia
el año 60. Esta obra es de la misma persona que escribió el tercer
Evangelio, el de Lucas, del que es una continuación. Pero es posible que
el texto inicial haya sido retocado por uno o por varios redactores; la
composición, la integridad y, como consecuencia, el valor histórico del
libro plantean una serie de problemas extremadamente delicados que
solo puedo señalar. En su forma actual, que indudablemente no es
anterior al final del siglo I, parece que ha utilizado, no solo la tradición
oral sino, también, algunas fuentes escritas, contemporáneas de los
hechos que relata; así ocurre en varios pasajes en que la narración pasa

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bruscamente de la tercera persona a la primera del plural. Además, es


probable que el redactor no sea un testigo ocular. Tenemos buenas
razones para creer que su relato no es de los más fieles. Pueden haberlo
deformado, en particular, dos factores: en distintas partes el autor ha
proyectado, inconscientemente, en los orígenes de la Iglesia la situación
eclesiástica en que él vivía; o, en función de esta situación, ha
interpretado erróneamente algunos hechos que ya no comprendía.
Además, el relato, armonioso a simple vista, da una imagen ideal de la
cristiandad primitiva que no corresponde en todos sus puntos con la
realidad. Exige, pues, una lectura prudente y crítica.

Y particularmente exige una confrontación minuciosa con las Epístolas


de San Pablo, los únicos escritos del Nuevo Testamento que, sin duda
alguna, pertenecen al período en cuestión. Pero en lo que se llama
Corpus paulinuvz también deben establecerse ciertas distinciones.

Ya nadie atribuye seriamente a Pablo (como lo ha hecho la tradición


eclesiástica, aun con muchas dudas) la Epístola a los hebreos, que en el
Nuevo Testamento figura como escrito anónimo. De las trece Epístolas
que explícitamente se atribuyen a Pablo podemos eliminar, por
inauténticas, seguramente, las tres Pastorales (I y II a Timoteo, y a Tito)
que, sin duda, están en la línea paulina, pero que no han sido escritas
por la mano del apóstol. Junto con ellas, algunos críticos incluyen en la
categoría de los escritos deuteropaulinos la Epístola a los efesios. Pero,
por el contrario, exceptuando a algunos `radicales', casi todos admiten de
manera unánime como sustancialmente auténticas, ya que no en los
detalles menores, las otras nueve, de las cuales, A los romanos, I y II a
los corintios, A los platas, A los tesalonicenses, A los filipenses y A
Filemón, con seguridad; y con algunas dudas: A los colosenses y II a los
tesalonicenses. En definitiva, es poco; pero, si tomamos en cuenta la
pobreza de nuestra información, es mucho; sobre todo si consideramos
que se trata de documentos de primera mano, redactados por uno de los
personajes mayores de la historia cristiana primitiva que ha vivido lo que
relata.

Pero esta situación no ofrece solo ventajas. En las epístolas paulinas no


tenemos un relato histórico continuo de los acontecimientos. Dan por
conocidos muchos hechos que desconocemos casi totalmente. A menudo
provienen de alusiones que nosotros desentrañamos con dificultad.
Pero esencialmente tienen la huella de una personalidad excepcional.
El enfoque del apóstol no es el de un historiador para quien el
testimonio —espontáneo sin duda, pero también apasionado, parcial, tal
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vez tendencioso, sin la objetiva serenidad de una crónica— plantea aún


más problemas de los que le resuelve.

Entre las Epístolas de Pablo y el libro de los Hechos hay, en más de un


punto, contradicciones evidentes. En general, nos inclinamos a seguir a
Pablo, que fue un testigo directo. Pero no es seguro que toda la verdad
esté siempre del mismo lado. A veces puede no estar ni del uno ni del
otro. Hecho con tales elementos, el cuadro que podemos esbozar de los
orígenes del cristianismo va a ser en muchos aspectos aproximado y
conjetural. Tiene muchas lagunas. El trabajo del historiador moderno,
complicado muchas veces por preconceptos confesionales o filosóficos
más o menos conscientes, en uno u otro sentido, nunca es tan delicado
como en este caso. A veces no podremos obrar con certidumbre. En
muchos casos deberemos contentarnos con la verosimilitud. Además,
dados los límites de este trabajo, no podemos hacer más que mostrar lo
esencial de la cuestión o, al menos, lo que al autor le ha parecido como
tal.

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CAPITULO 1

El Marco Histórico

Nacido en Palestina, de la predicación de un judío cuyos primeros


discípulos fueron también judíos que, a su vez, se dirigieron a otros
contemporáneos de igual procedencia, el cristianismo proviene en línea
directa del judaísmo. Pero trasciende rápidamente del ámbito israelita en
que se mantuvo al principio. Después de la primera generación, el
mensaje cristiano es predicado a los gentiles y éstos lo acogen, de
entrada, con mayor entusiasmo que en Israel. Bien pronto, y de más en
más son los paganos quienes lo adoptan: en el mundo grecorromano es
donde la nueva religión avanza y se concreta realmente. En la Iglesia
naciente, a este doble aporte corresponde una dualidad de tendencias
que a veces llega hasta el conflicto abierto. El cristianismo es, sin duda,
mucho más que la simple suma o la mezcla de las influencias y de los
elementos judíos y griegos; es una creación original. Pero si no nos
ocupáramos del substrato del cual nació y del contexto cultural y religioso
en el cual se desarrolló y del cual, aunque lo repudiase, se alimentó,
estaríamos totalmente incapacitados para comprenderlo.

Cuando aparece el cristianismo, Palestina, salvo algunos breves


intervalos, está sometida desde hace varios siglos al dominio extranjero,
iniciado con el cautiverio de Babilonia. Sucesivamente conquistada y
ocupada por los caldeos, los persas, las dinastías helenistas de los
Lágidas de Egipto y de los Seléucidas de Siria, conoce después de la
insurrección nacional de los Macabeos algunos períodos sucesivos de
autonomía relativa, bajo el dominio de los reyes de Antioquía, y de
independencia casi total. En el año 63 a. C., Pompeyo la convierte en
estado vasallo bajo la tutela romana. Gracias a la energía y a la habilidad
política de Herodes el Grande (374 a. C.), rey por la gracia de Roma con
el título de aliado y amigo del pueblo romano, Palestina brilla con un
último resplandor. El reparto del reino entre los tres hijos de Herodes
inaugura el último período del Estado de Palestina. Reunidos brevemente

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los territorios que lo componían, bajo el cetro de su nieto, Herodes Agripa


(41-44 d. C.), quedaron después sometidos definitivamente a la autoridad
directa de Roma. Judea lo estaba desde el año 6 d. C.; el resto —Galilea,
Samaria y los países transjordanios de Perca— fueron dominados por
Roma después de la muerte de Herodes Agripa. Con la única excepción
de Decápolis, región más griega que judía, situada al este del lago
Tiberíades y que después formó una monarquía vasalla, formaron la
provincia de Judea.

La gobernaba un procurador cuya residencia habitual no estaba en


Jerusalén —para no herir las susceptibilidades religiosas de los judíos—,
sino en Cesárea, ciudad creada por Herodes en la costa del
Mediterráneo. Dirigía la administración financiera y la justicia, en nombre
de Roma, y mandaba las tropas estacionadas en la provincia. Pero a su
lado subsistía la autoridad judía del Sanedrín, corte suprema de justicia
para todos los casos atinentes a la ley mosaica, que regía la vida
individual y colectiva de los judíos. Desempeñaba la presidencia un gran
sacerdote en ejercicio. Aunque en determinadas situaciones aparecía
como jefe de Estado y como jefe religioso, al mismo tiempo, no tenía el
prestigio ni la autoridad de la monarquía difunta. Y la influencia del
sacerdocio, cuyos miembros pertenecían tradicionalmente a las grandes
familias, chocaba en el Sanedrín y más frecuentemente en el resto del
país, con la de los doctores de la Ley, los rabinos, que asumían y
asumirían cada vez más la dirección espiritual del pueblo. La rivalidad de
los dos elementos tendía a confundirse con la de dos partidos religiosos:
los saduceos y los fariseos.

Más que un partido o, con mayor razón, más que una escuela, los
saduceos eran una casta. Sus miembros pertenecían a las grandes
familias de la aristocracia sacerdotal. Su vida religiosa gravitaba en los
alrededores del Templo en el cual servían. Su piedad no estaba exenta
del conformismo de las gentes vinculadas con el elemento oficial. Se les
reprochaba la tibieza, que mostraban, el espíritu de compromiso respecto
de la autoridad romana. Eran conservadores por temperamento y
desconfiaban de toda forma de mesianismo, porque siempre puede
engendrar un brote revolucionario y trastornar el orden establecido.
Según parece, desempeñaron un papel decisivo en la condena de Jesús.
En cuanto a la doctrina y a la práctica religiosas, seguían al pie de la letra
las Escrituras y la Torá, y rechazaban todas las nuevas creencias que
habían implantado en Israel las influencias extranjeras, particularmente
persas, después del exilio; no creían en la inmortalidad personal ni en los

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ángeles ni en el demonio; en todos estos aspectos y en muchos otros


estaban en pugna con los fariseos.

No debemos apresurarnos a juzgar a éstos según la imagen que de ellos


nos da el Evangelio. Lo más seguro es que no sea falsa, pero solo
mantiene un aspecto de la realidad: aísla los defectos, tan aparentes, de
la religiosidad farisea y olvida las cualidades positivas. La noción farisea
de la tradición oral, que completa y precisa a la Ley escrita, es un
principio indiscutiblemente fecundo. Enriquece la especulación y la vida
religiosa y las adapta a circunstancias no previstas por el legislador. En
su conjunto, el esfuerzo de los fariseos tendía hacia una religión más viva
y personal que fuera a la vez conocimiento profundo y práctica
escrupulosa de la Ley y de todos los ritos tradicionales. Ocupaban un
lugar preponderante el estudio del texto sagrado y de los comentarios
hechos por los rabinos que más adelante serian codificados en el
Talmud. Los yerros que el Evangelio reprocha a los fariseos son la
pedantería, un formalismo menudo, una casuística estéril, el desprecio
que el doctor, orgulloso de su saber, mostraba por la masa ignorante y
pecadora. Pero confundían muchas veces, sin duda, lo esencial y lo que
no lo es, poniendo en un mismo plano los imperativos de la ley moral y
las prescripciones de la pureza ritual llevada hasta la manía. Sin
embargo, con respecto a la religión estancada de los saduceos, los
fariseos representaban un elemento de vida y de progreso. El judaísmo
les debe el haber sobrevivido al desastre del 70, porque, junto con las
solemnes liturgias del Templo, habían creado y difundido una forma
original de vida religiosa centrada en la sinagoga, lugar, al mismo tiempo,
de estudio y de oración. Gracias a ella el judaísmo pudo superar la
catástrofe; en lo sucesivo se confundiría con el fariseísmo. En la época
de Cristo, los fariseos ejercían ya una influencia preponderante porque
no estaban unidos a una clase social, como los saduceos, ni a la Ciudad
Santa únicamente. Jesús los encontraba en su camino constantemente.
La misión cristiana habría de chocar en Israel con la resistencia del
fariseísmo.

Pero la vida religiosa del judaísmo no se reduce a la rivalidad entre los


dos grupos. Nuestro principal informador en la matera, Josefo, describe
una tercera `escuela', la de los esenios. Estos viven al margen, lejos de
Jerusalén y de las controversias oficiales. Su centro principal está en el
Mar Muerto, pero tienen filiales en todo el país. Se trata de una secta, o
más bien de una orden religiosa, con novicios y monjes sujetos al
celibato y dedicados al estudio y al cultivo de la tierra. Los esenios tienen

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sus ceremonias de iniciación, prohibidas para el vulgo, y prácticas


propias, en las que las abluciones ocupan un lugar considerable,
relacionadas con su preocupación fundamental de pureza ritual y moral.
Repudian los sacrificios sangrientos y profesan unas doctrinas muy
particulares sobre los ángeles y sobre el destino del alma después de la
muerte, doctrinas que están inspiradas en una amplia literatura secreta;
contribuyen a explicar estas particularidades las influencias extranjeras,
especialmente las pitagóricas y las iranias. El espíritu de los esenios,
llevado al máximo, es el del judaísmo fariseo, al cual posiblemente le une
un origen común. La influencia del esenismo, menos aparente que la del
fariseísmo, parece, sin embargo, haber sido mucho más considerable de
lo que podría suponerse por la modestia de sus efectivos. A pesar de su
carácter esotérico, parece que sus escritos y sus doctrinas influyeron en
toda la vida judía de la época y particularmente en las creencias
escatológicas.

Por lo demás, el esenismo no es más que una secta entre tantas. Otra es
el cristianismo naciente, como también el grupo fiel a San Juan Bautista y
los diversos grupos bautistas que abundan por los alrededores del
Jordán. La clasificación tripartita que nos propone Josefo es demasiado
esquemática. A medida que progresa nuestro conocimiento del judaísmo,
vemos cada vez más claramente su extrema complejidad. Si los
saduceos parecen casi no tener matices, el fariseísmo, por el contrario,
es multiforme y el esenismo se ramifica; pero la mayoría de los israelitas,
y particularmente los campesinos, no se unen a ninguno de esos grupos,
aun cuando sufran, en distinto grado, la influencia de uno u otro. Son
judíos, simplemente, con mayor o menor fervor y sin una calificación
especial. Además, más allá de los rótulos oficiales, podemos entrever
una multitud de conventículos acerca de los cuales da una luz difusa, a
veces, alguna alusión del Talmud, algún Padre de la Iglesia o un
fragmento de un nuevo manuscrito. Los aspectos fundamentales del
judaísmo, afirmación monoteísta y práctica de la Ley mosaica, podían
enriquecerse y agilizarse de una manera tan múltiple que ninguna
autoridad doctrinal cíe las reconocidas universalmente habría podido
reglamentar. Se desarrolla de esta manera toda una vida sectaria que
escapa más o menos del control del sacerdocio y de los doctores.
Alcanza y a veces supera los límites entre los cuales se sitúa el judaísmo
oficial y que puede llamarse ortodoxo. La observancia aumenta a veces y
a veces se reduce; y el rigor monoteísta también se ablanda de vez en
cuando. El judaísmo, considerado en sus formas clásicas, aparece, ante
el paganismo que lo rodea, como un bloque impenetrable y sin ninguna

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grieta; pero, sin embargo, sufre su influencia a través de los grupos


disidentes, más o menos heterodoxos, y también a través de la
Dispersión.

Porque en aquellos tiempos Palestina está lejos de poseer toda la


población judía. En el curso de los siglos que preceden a la era cristiana,
las vicisitudes de una historia llena de acontecimientos determinaron la
formación de una amplia emigración, unas veces forzada y otras
espontánea, que se dirigió hacia Mesopotamia y, sobre todo, hacia las
regiones mediterráneas unificadas bajo el Imperio romano. Así queda
constituida la Diáspora, o Dispersión, cuya población es ampliamente
superior a la de la pequeña Palestina. Existen colonias judías en todo el
derredor del Mediterráneo y especialmente en los grandes centros. Son,
en particular, importantes en Antioquía, Roma y Cartago, y en Alejandría
que, si solo consideramos los números, es más metrópoli de Israel que
Jerusalén. El judaísmo está oficialmente reconocido y protegido por
Roma tanto dentro como fuera de Palestina: es una religio licita, de la
misma manera que los cultos paganos. Lo que no impide el estallido, a
veces violento, del antisemitismo.

Esta situación de Palestina y del judaísmo, al principio de la era cristiana,


tiene dos consecuencias mayores que debemos destacar. Por una parte,
las torpezas políticas y la ocupación exasperan el sentimiento nacional
judío. En el Estado teocrático que es Israel, este sentimiento tiende a
confundirse con el religioso, o, por lo menos, a nutrirse de él. En contacto
cotidiano con los goyim impuros, los judíos piadosos se encierran en una
práctica escrupulosa de la Ley y multiplican las barreras rituales que los
aíslan del exterior. Soportan con disgusto el dominio de la tierra santa por
los paganos —con frecuencia tan chismosos e hirientes— y desean su
caída. Esperan ansiosamente el restablecimiento de la independencia
nacional y con ella la instauración del reino de Dios por el Mesías, hijo de
David. Florece la literatura apocalíptica y deja entrever, en un día que
parece próximo, el Día del Juicio, terrible para los impíos y radiante para
el pueblo elegido, para el que supondrá una gloriosa recompensa.

Indudablemente esas disposiciones no se manifiestan con la misma


acuidad en toda la población. Los saduceos desconfían. Los esenios
condenan el oficio de las armas y solo confían en Dios para ver
instaurado su Reino. Por el contrario, los fanáticos celotes, extremistas
del fariseísmo, consideran un deber apresurar su llegada por medio de la
violencia. En cuanto al fariseísmo medio, aun detestando el dominio

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extranjero, en los hechos, lo tolera con tal de que la libre práctica de la


Ley quede salvaguardada. Entregado a la idea mesiánica, desconfía, sin
embargo, de los agitadores y de los Mesías que aparecen
periódicamente y cuya influencia sobre las masas en general se ejerce
en perjuicio de la suya propia. El núcleo de sus preocupaciones es la Ley
y no el Mesías.

Pero ocurre que, de manera más o. menos aguda, existe el problema que
supone la presencia de los romanos para todo judío. Y la fiebre
mesiánica adquiere carácter crónico en Palestina. Se manifiesta a veces
en violentos estallidos, algunos de los cuales llegan hasta la Diáspora.
Su resultado final fue el gran levantamiento de 66-70. El cristianismo
nace y se desarrolla en esta atmósfera de crisis, en este fondo de
remolinos mesiánicos. Como también él es, un movimiento mesiánico, no
deja de sentir las contradicciones de semejante situación.

Pero por otra parte, por mucho que el judaísmo quiera aislarse del
mundo exterior, no logra impedir el contacto. En Palestina, y aún más en
la Diáspora, se establecen relaciones no siempre hostiles. Las influencias
se ejercen en ambos sentidos: el judaísmo, al recordar el mensaje
universalista de los profetas, trata de convertir a los gentiles a la idea de
un Dios único. Alrededor de cada sinagoga, una propaganda misionera
activa hace que se reúna un grupo de paganos simpatizantes, los
`temerosos de Dios' que, junto con la fe monoteísta y la ley moral, acepta
un rudimento de obligaciones rituales. Algunos llegan a la conversión
integral consagrada por la circuncisión: son los prosélitos. Por lo
contrario, el judaísmo se muestra sensible a su vez a los valores y a las
bellezas de la cultura helénica. El griego es la lengua usual y hasta
litúrgica de las comunidades dispersas. Los judíos más cultos de la
Diáspora leen a los filósofos griegos. Y no hay duda de que les gusta
encontrar en sus escritos el eco de la revelación bíblica haciendo de ellos
los discípulos, más o menos conscientes, de Moisés. Pero al mismo
tiempo, esas doctrinas penetran en ellos, que vuelven a pensar en su
judaísmo en función de los nuevos datos adquiridos. Se elabora así una
cultura judeo-helénica, cuyo foco principal está en Alejandría y cuyo más
notable representante es Filón, contemporáneo de Cristo y de San Pablo.
Se traduce la Biblia al griego. La versión llamada de los Setenta, que
data del siglo II a. C., refleja fielmente el estado de espíritu de los judíos
helenizados. Estaba destinada al mismo tiempo para uso litúrgico de las
comunidades judías de lengua griega y para propaganda entre los
paganos. Cuando empiece a extenderse el cristianismo por el Imperio,

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seguirá de una manera natural la senda abierta por el, judaísmo


helenizado y misionero. Recogerá su espíritu y, en buena parte, su
clientela. La versión de los Setenta se convertirá en la Biblia oficial de la
Iglesia. Sin la labor de preparación realizada por las sinagogas de la
Diáspora, los rápidos progresos del cristianismo serían inconcebibles.

A través de ellas llega también el cristianismo a los medios paganos, y de


ellos recibe, en buena parte y por ese conducto, su influjo. El Imperio
Romano es un ámbito que se ofrece para su expansión: es en sus límites
donde se ejerce la primera acción misionera de la nueva Iglesia.

En Europa, en África y en Asia, todos los países ribereños del


Mediterráneo, sin excepción, están sometidos a la autoridad romana que
se extiende, además, hasta la Mancha y Gran Bretaña, hasta el Rhin, el
Danubio y el Eufrates. En aquellos tiempos, las fronteras disfrutan en
toda su extensión de una tranquilidad relativa. En ninguna parte está
seriamente amenazada todavía la integridad del Imperio. Al terminar las
guerras civiles, Augusto le dio una estabilidad política que se mantuvo sin
muchas dificultades durante el medio siglo que siguió a su muerte (año
14 d. C.). La vejez recelosa y cruel de Tiberio (14-37) y las rarezas de
Claudio (4144) no bastaron para clasificarlos entre los malos
emperadores. Aparte del breve reinado de Caligula (37-41), asesinado
—víctima de su locura—, y del de Nerón, que empezó de una manera
eufórica y terminó, tras una serie de sangrientas tragedias, con el
asesinato del emperador y abrió en la historia del Principado la primera
crisis grave de sucesión, la dinastía juli-claudina aseguró en los
inmensos territorios que estaban a su cargo una calma y una prosperidad
notables. Es cierto que la paz romana sirvió mucho al cristianismo
durante los Antoninos en el siglo y más aún en el u. Sus primeros pasos
se dirigieron naturalmente a lo largo de las grandes rutas comerciales,
terrestres o marítimas, y hacia los principales centros del Imperio. Facilitó
su propagación una unificación lingüística bastante avanzada por medio
del latín en Occidente y del griego en Oriente, que se superponían a los
idiomas locales como lenguas empleadas en las transacciones
comerciales, la administración y la cultura. Esa propagación se produjo
desde el principio en griego, lengua familiar a los judíos de la Diáspora.

Esta unificación política y cultural se acompañaría de la unificación


religiosa, cuya primera etapa se había producido con las conquistas de
Alejandro. No es que se hubiesen suprimido los cultos de los países que
integraban el Imperio. Por el contrario, subsistían con toda su fuerza y

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daban a la vida de las provincias una complejidad y una variedad


realmente notables. Pero, yuxtapuestos o identificados con las
divinidades del paganismo oficial, los dioses indígenas fueron
romanizados. El panteón grecorromano sigue nutriéndose a medida que
se extienden las conquistas, y la fisonomía de las divinidades
tradicionales se enriquece con nuevos rasgos que varían según las
provincias. Hay tantos Júpiter como mitologías locales, y la similitud del
nombre disimula mal la diversidad de dioses que supone. Esta
interpenetración de las figuras divinas, de sus mitos y de los ritos
celebrados en su honor, representa el hecho más importante de la
historia del paganismo declinante: es el sincretismo. Solo queda al
margen el judaísmo, gracias a un privilegio que se le ha reconocido
oficialmente, negándose a todo compromiso. Lo mismo hará el
cristianismo, y ésa será la causa principal de las persecuciones.

En este movimiento de intercambios, el papel de Roma es, ante todo,


receptivo. Las debilidades de su religión tradicional son todavía más
aparentes cuando está en contacto con otros cultos. Es una religión
esencialmente cívica, cuyos sacerdotes son magistrados, que no tiene
más que ritos, sin doctrina y sin ética, cuidadosa del formalismo, pero
que ofrece muy poco alimento a la vida espiritual. Ahora bien, si en
algunos medios triunfan el escepticismo y la indiferencia, combinados
con la práctica escrupulosa de los ritos que figura entre los deberes del
buen ciudadano y de todo hombre bien educado, muchas almas sienten
claramente la necesidad religiosa. Quieren tener la certeza de la
salvación y la seguridad de una segunda vida bienaventurada.

Algunos buscan esto en la filosofía. Pero los grandes sistemas filosóficos


responden de una manera muy imperfecta a esta búsqueda. El
epicureísmo es arreligioso, inclusive irreligioso. El estoicismo que
practican los romanos tiende antes que nada a convertirse —como el
cinismo— en una moral, separándose de todo el aparato cosmológico de
que, en sus orígenes, estaba acompañada. Se abandona la especulación
ontológica. Sólo sigue preocupándose por ella la tradición platónica, a
veces mezclada con el pitagorismo, aunque se desvía cada vez más en
un sentido religioso. Pero, por lo demás, estos sistemas apenas si se
dirigen a una élite de gentes cultivadas que, en general, desprecian a las
gentes del vulgo y se preocupan muy poco por conseguir adeptos entre
éstas. Pero la necesidad religiosa está en todas partes. Para satisfacerse
plenamente, busca por otras partes y recurre a Oriente, gran proveedor
de religiones.

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
Aut.: Marcel Simon

El culto a Roma y a Augusto, que se rinde al genio de la ciudad imperial y


a la persona del príncipe reinante, proviene de Oriente. Procede en línea
recta del culto a los soberanos tal y como lo practicaban las monarquías
helenas surgidas del Imperio de Alejandro y, antes que ellas, de los
grandes Estados del Cercano Oriente. Fomentado y utilizado por
Augusto y sus sucesores, supera a la persistente variedad de cultos
locales, más o menos coordinados y fundidos, y sirve de base para
cimentar la unidad moral del Imperio. El éxito logrado da la medida de la
lealtad de los súbditos. El emperador, imagen y encarnación de los
dioses celestes, en la terminología oriental que poco a poco se extiende
por Occidente, es Señor y Salvador, Kyrios y Soter. En el culto que se le
rinde hay algo más que servilismo cortesano.

Pero muchos, sobre todo entre la gente humilde, tienen para este
hombre divino que vuelve próxima y tangible a la benefactora
Providencia de los Inmortales, un fervor auténticamente religioso. Valdrá
la pena tenerlo en cuenta cuando se quiera comprender la difusión del
cristianismo. Pero, claro, esta Providencia solo se ejerce aquí abajo, en
lo inmediato. Y lo que preocupa a estas almas es el más allá. En los
cultos orientales, y en particular en los cultos de los misterios, encuentran
la respuesta que necesitan para las preguntas que se plantean.

En la época romana los cultos con misterios han perdido el carácter


estrictamente nacional que tenían las religiones de las cuales surgieron
en Egipto, Siria, Asia Menor y Persia. En lo sucesivo se dirigirán cada
vez más a todos, sin distinción de origen geográfico o social: son
individualistas y universalistas a la vez. Tienen otros rasgos en común. A
lo largo de una iniciación progresiva y secreta, y tras unas pruebas más o
menos largas, comunican a sus fieles una doctrina del destino humano
que profesan todos. A los iniciados, el conocimiento de esta doctrina, y
sobre todo el cumplimiento de ciertos ritos que en su conjunto
constituyen el misterio, les procura la seguridad de una inmortalidad feliz.
El ambiente general en que se desenvuelven estas liturgias místicas es
bastante confuso, sensual y a veces francamente inmoral: sin embargo,
algunos de esos cultos, y particularmente el del dios persa Mitra, se
preocupan por el esfuerzo moral y exigen de sus fieles una disciplina que
linda con el ascetismo.

En el centro de la enseñanza esotérica se encuentra el mito del dios. Con


la única excepción de Mitra, son dioses sufrientes; en sus comienzos son
una imagen de la vegetación, que muere en otoño y vuelve a renacer en

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primavera. Osiris el egipcio, Atis el frigio, Adonis el sirio, mueren y


resucitan luego para entrar en la inmortalidad. La iniciación consiste en
reproducir simbólicamente la pasión, la muerte y la resurrección de su
dios, en el creyente, convirtiéndole así en participante de su destino y
dándole a su vez acceso a la inmortalidad. Divinidades dolientes, estos
dioses son, asimismo —y Mitra, el único que no tiene asociada una
compañera divina, también lo es, pero en otro sentido—, dioses
salvadores, después de haber sido salvados ellos mismos y por haberlo
sido. Estamos lejos del frío paganismo romano y se comprende
fácilmente el éxito que encontraron estos cultos en todos los sitios en que
se instalaron. El período de su mayor difusión en el Imperio se sitúa en
los siglos II y III. Pero ya al principio de la era cristiana están en pleno
auge, no solo en sus países de origen, sino también en los principales
centros de Oriente y, la mayor parte de ellos, en Occidente, por lo menos
en los sitios más importantes.

Es decir, que su difusión es contemporánea de la del cristianismo, con el


cual su doctrina y algunos de los ritos tienen una semejanza que llamó la
atención aun de los primeros escritores cristianos. Para el historiador
moderno plantean la cuestión de una posible influencia acerca de la que
hablaremos más adelante. Algunos historiadores, impresionados
justamente por esas semejanzas, pero desconociendo diferencias no
menos notables, han considerado que el cristianismo no pasaba de ser
un culto con misterios, con una estructura y un espíritu idénticos a los de
los demás, y que Cristo, dios salvador, no era, como en los otros, más
que una figura mítica nacida de la imaginación mística de un grupo de
judíos iluminados. M. Couchoud, entre otros historiadores, ha sostenido
en Francia esta tesis mitológica.

M. Couchoud y sus discípulos parten del hecho siguiente: las Epístolas


de Pablo, en las que el `misterio cristiano' centrado en el Cristo divino se
expresa con toda claridad, son los escritos más antiguos del cristianismo
y, en particular, bastante más antiguos que los. Evangelios —que, por lo
demás, los sostenedores de esta tesis sitúan en un siglo si muy
avanzado—; M. Couchoud y sus discípulos consideran que esta
cronología neotestamentaria muestra fielmente dos etapas sucesivas en
la elaboración de la fe cristiana: la figura del Cristo-dios habría precedido,
en efecto, a "la leyenda del hombre Jesús".

No entro a discutir aquí, de manera detallada, esta tesis en la que, junto


a datos de lo más pertinentes hay razonamientos de lo más engañosos y

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
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construcciones totalmente paradójicas. Plumas autorizadas la han


refutado en varias ocasiones, a mi parecer de manera definitiva. Sin
hablar de algunas inverosimilitudes enormes, descuida toda la
elaboración oral de la tradición evangélica, que precedió, y condicionó la
redacción de los Evangelios. Pero por lo menos nos permite entrever el
desarrollo de una manera suficientemente clara como para que no nos
quede la menor duda. Nos permite también remontarnos, de hecho-en
hecho, hasta una fecha anterior a las Epístolas paulinas y hasta `el
hombre Jesús' mismo. Puede, pues, tenerse como hecho debidamente
establecido que Jesús, personaje histórico, murió en Jerusalén hacia el
año 30, durante el reinado de Tiberio y siendo Poncio Pilatos procurador
de Judea.

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
Aut.: Marcel Simon

CAPÍTULO II

LA COMUNIDAD DE JERUSALEN

El trágico fin de Jesús desconcertó, al principio, a sus discípulos que le


habían acompañado a Jerusalén con la esperanza de ver instaurada allí
su mesiánica realeza. Alguna razón hay al pensar que en su mayor parte
ni siquiera esperaron a conocer el fin del proceso para dispersarse y
volver, desesperados, a su Galilea natal. Los términos de desengaño que
pone Lucas en boca de los discípulos de Emaús nos muestran de
manera bastante exacta el estado de ánimo de la pequeña comunidad
inmediatamente después del drama: "Jesús Nazareno, el cual fue varón
profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el
pueblo... Le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros
príncipes a condenación de muerte, y lo crucificaron. Mas nosotros
esperábamos que él era el que había de redimir a Israel: y ahora sobre
todo esto, hoy es el tercer día que esto ha acontecido" (LUCAS, 24, 19).

En eso habrían terminado las cosas, y no habría tenido consecuencias el


`movimiento' de Jesús, fracasando, como tantos otros, en la historia del
mesianismo judío, si no hubiese ocurrido un acontecimiento conmovedor:
la resurrección. No vamos a intentar aquí una explicación de este hecho;
el historiador no puede establecer ni invalidar la realidad; tanto la
afirmación como la negación están más allá del plano de la historia; y el
testimonio de los textos sobre la tumba vacía solo puede convencer a los
que admiten por adelantado la posibilidad del milagro. Todo lo que puede
y debe notar y afirmar el historiador es que ocurrió algo sin lo cual no
tendría razón de ser todo el desarrollo ulterior del cristianismo. Que ese
algo tenga una realidad objetiva o que, por el contrario, sea de orden
puramente subjetivo, no es cosa que para él tenga una importancia
capital. Lo que la tiene, más que et hecho de la resurrección corporal, es
la fe de los discípulos, la fe de Pascuas: "Fue sepultado y resucitó al
tercer día, conforme a las Escrituras; y apareció a Cefas y después a los
Doce. Después apareció a más de quinientos hermanos juntos; de los

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cuales muchos viven aún y otros son muertos. Después apareció a


Jacobo; después a todos los apóstoles. Y el postrero de todos, como a
un abortivo, me apareció a mí" (I Cor., 15, 4-8). En este testimonio, el
más antiguo que conocemos, la fe de Pascuas se expresa en su forma
más simple. No se menciona en ella, en efecto, la Ascensión que, en los
Hechos, está incluida entre las visiones de los primeros discípulos y la de
Pablo, estableciendo entre ellas una diferencia bien clara, ni la tumba
vacía, que es un elemento secundario de la tradición, y sí solamente las
apariciones que disipan la desesperación, reaniman los corazones y
fundan verdaderamente el cristianismo.

Observan nuestros textos una discreta reserva sobre los


desfallecimientos de los discípulos, y no resulta fácil restablecer la
realidad de los hechos a través de los profundos arreglos que la tradición
evangélica les impuso. Pero se puede, por lo menos, tener por seguro
que las primeras apariciones ocurrieron en Galilea (MARCOS, 16, 7). Su
efecto fue que los discípulos volviesen a Jerusalén para esperar allí el
segundo advenimiento del Maestro —la Parusía—, la instauración del
Reino de Dios. El jubiloso mensaje que en adelante proclaman es la
resurrección de Jesús y su próxima vuelta. Así queda expresado en los
discursos que los Hechos atribuyen a Pedro y que seguramente reflejan
con fidelidad el pensamiento de la Iglesia de Jerusalén: "Jesús Nazareno,
varón aprobado de Dios entre vosotros en maravillas y prodigios y
señales..., que prendisteis y matasteis por manos de los inicuos,
crucificándole; al cual Dios levantó... Sepa pues certísimamente toda la
casa de Israel, que a este Jesús que vosotros crucificasteis, Dios ha
hecho Señor y Cristo (Hechos, 2, 22-23 y 36) ... Así que, arrepentíos y
convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; pues que vendrán
los tiempos del refrigerio de la presencia del Señor, y enviará a
Jesucristo, que os fue antes anunciado: al cual de cierto es menester que
el cielo tenga hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas" (3,
19-21).

Pero el infamante suplicio sufrido por Jesús planteaba un doble y grave


problema a los judíos, empezando por los discípulos. ¿Cómo habían
podido hacerse culpables de semejante crimen en la persona del Mesías
las autoridades de Israel? Y si Jesús era el Mesías, ¿cómo había muerto
en la cruz sin que Dios hiciese nada? A través de los escritos del Nuevo
Testamento, asistimos a las indagaciones del pensamiento cristiano en
búsqueda de una solución. Sobre el primer punto, nuestros Evangelios,
en los que se expresa el punto de vista de la generación posapostólica

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
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—poniendo tal vez aparte a Mateo— y de la Iglesia de los gentiles,


disminuyen la responsabilidad de Pilatos e insisten en la de Israel; pero
puede admitirse con legítimas razones que los discípulos de Palestina no
veían las cosas exactamente de la misma manera. Sin embargo, el papel
desempeñado por el Sanedrín en el proceso de Jesús fue tan evidente y
decisivo como para que pueda negarse pura y simplemente. Podrían por
lo menos concedérsele algunas circunstancias atenuantes. Es lo que
Pedro hace en uno de sus discursos: "Mas ahora, hermanos, sé que por
ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros príncipes". Y da a la
vez la respuesta de la Iglesia primitiva al segundo de los puntos: "Dios ha
cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus
profetas, que su Cristo había de padecer". (Hechos, 3, 17-18.) Para llegar
a ser el Metías glorioso, Jesús tenía que ser primero el Mesías del dolor.

Nos estamos alejando mucho de los puntos de vista ordinarios de la


escatología judía, para los cuales la elección mesiánica se manifiesta de
repente por el poder victorioso que, en una Palestina desembarazada por
fin de paganos impíos, indica el comienzo simultáneo del dominio de
Israel sobre las naciones y del reino de Dios en la tierra. Para arrancar a
los discípulos de esos marcos tradicionales, fue necesaria la brutal
realidad del Calvario. Pero seguramente recordaron las palabras que el
Maestro mismo les había dirigido.

No puede dudarse de que Jesús tenía conciencia de ser el Mesías. Al


nombrarse habitualmente como el Hijo del Hombre, reivindica, muy
aparentemente, la prerrogativa mesiánica. Pero su función de Mesías
parece que la concibió conforme a otra figura bíblica: la de Siervo
sufriente (Isaías, 40-55), todo humildad y sumisión total a la voluntad
divina, en una vida de sacrificio y de abnegación. Y si al principio creyó
que la inminente instauración del Reino sería también su propia
glorificación, no permaneció firme en esta idea optimista. No veo ninguna
razón decisiva para que pueda sospecharse de la autenticidad sustancial
de los pasajes en que habla de las pruebas que le esperan e
imputárselas íntegramente a la pluma de los autores evangélicos,
empeñados en mostrar que el Maestro había previsto todo, inclusive la
crucifixión; lo que no excluye que los evangelistas hayan exagerado al
transcribir lo dicho por Jesús. Tampoco es necesario que hagamos
intervenir a priori teológicos. Estamos en el plano de la historia. Su
ministerio se vuelve inexplicable si nos negamos a admitir que Jesús
contempló y aceptó la eventualidad de sus sufrimientos, de la humillación
y seguramente hasta de la muerte; me parece evidente que, al ascender

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
Aut.: Marcel Simon

a Jerusalén, asumió los riesgos que implicaba su decisión, aunque


posiblemente no descartase de manera absoluta la posibilidad de una
intervención victoriosa de Dios. Si, para resolver el enigma de su muerte,
los cristianos han buscado después en la Biblia las imágenes del
Maestro, ¿por qué no habría de haber hecho él lo mismo, sobre todo al
ver cómo crecía en su derredor la hostilidad de los medios dirigentes? Es
en su espíritu donde se formó la imagen del Mesías sufriente y no
simplemente en el pensamiento de las generaciones posteriores.

Ahora bien, esta concepción tal vez estuviese por entonces menos
ausente del judaísmo de lo que se ha admitido durante mucho tiempo.
Estaba ausente del judaísmo oficial. Seguros de ello, muchos críticos han
considerado que en el pensamiento judío representaba una aparición
tardía, seguramente debida a las influencias cristianas y que nunca había
arraigado. Actualmente somos menos categóricos. Con la figura del
Siervo, ofrecía la Escritura un punto de apoyo para formar la idea de un
Mesías que fuese doloroso primero y glorioso después, hasta glorificado
a causa de sus sufrimientos. No parecía, hasta ahora, que esta figura
hubiese logrado mucho éxito fuera del cristianismo y antes que él. Pero
se han encontrado nuevos documentos, escritos al margen de la
ortodoxia de Jerusalén, que revelan perspectivas insospechadas.

Los manuscritos descubiertos hace poco cerca del Mar Muerto, casi
seguramente anteriores a la era cristiana, nos proporcionan la biblioteca
de una secta judía, llamada de la Nueva Alianza, que todo induce a
considerar como una rama de la cofradía esenia descrita por Filón,
Josefo y Plinio el Viejo. Junto con los más antiguos manuscritos de que
pueda disponerse hoy, de diversos libros canónicos o apócrifos, figura un
comentario del libro de Habacuc, interpretado con tanto saber como
sagacidad por M. Dupont-Sommer, profesor de la Sorbona. Revela que el
jefe de la secta, el misterioso "Maestro de Justicia", estuvo sujeto a la
sevicia de los sacerdotes de Jerusalén, muy probablemente hacia la
mitad del siglo i de nuestra era. Muerto en circunstancias poco claras,
ascendió al cielo, según creían sus discípulos. Contaban éstos
firmemente con su regreso para obtener una gloriosa victoria al final de
los tiempos y, al parecer, la fe en el Maestro era la condición para la
salvación y el ingreso al Reino.

Falta mucho para elucidar enteramente todos los problemas que este
descubrimiento plantea. Pero sabemos lo bastante como para advertir
que esta secta ofrece analogías exactas con ciertos puntos del

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cristianismo primitivo. Como Jesús, el Maestro de Justicia es, primero,


heraldo y después artesano del Reino, y al mismo tiempo es objeto de
devoción y de especulación teológica. Para él también las vicisitudes de
su vida terrestre suponen la seguridad de su exaltación y de su glorioso
retorno. Quedan por precisar la naturaleza exacta y las influencias
posibles. Si parece dudoso que entre la secta y la Iglesia naciente haya
una filiación directa, no podemos dejar de advertir que reina en ambas
una atmósfera muy semejante. No está dicha la última palabra con la
desaparición del Maestro, ni para los fieles de la Nueva Alianza ni para
los cristianos. Unos y otros se vuelven hacia el porvenir: la esperanza
cristiana prolonga en cierta forma a la de la secta.

Además, la idea del Mesías sufriente fue aceptada por los primeros
cristianos, pero no sin esfuerzo. Mesías, lo fue para todos en seguida.
Por mucho que nos remontemos, el título de Cristo —Christos, el Ungido,
equivalente griego del Maschiah hebreo— se une a su nombre como un
segundo nombre propio; y la confesión de Pedro, "Tú eres el Cristo"
(Marcos, 8, 29), parece reflejar claramente el pensamiento de sus
discípulos cuando aún vivía. Pero les cuesta resignarse a que en su
tránsito haya un lugar para el sufrimiento, .y la idea, afirmada por San
Pablo, del valor redentor de la cruz, es posible que no los haya
iluminado, tan fuerte era la influencia de las concepciones tradicionales
del judaísmo oficial. Esa influencia se ejerce también sobre otros puntos;
los primeros discípulos no tuvieron ni el sentimiento ni la voluntad de salir
del judaísmo.

Tenemos poca información sobre los progresos de la comunidad de


Jerusalén, y nos ha costado bastante separar en los primeros capítulos
de los Hechos, lo que es verdaderamente histórico, como, por ejemplo, lo
que encubre exactamente el episodio de Pentecostés. Pero por lo menos
se puede deducir lo siguiente: el mensaje cristiano primitivo se dirige con
prioridad, y al principio de manera exclusiva, a los judíos, israelitas de
nacimiento o prosélitos provenientes del paganismo. Las grandes fiestas
judías, que llevaban a Jerusalén una cantidad considerable de
peregrinos, dieron a los apóstoles la feliz ocasión de transmitirlo ante
amplios auditorios. Es dudoso que tres mil hombres se convirtieran en un
solo día por obra de su palabra (Hechos, 2, 41): puede sospecharse que
el autor ha reunido en un episodio único y espectacular el resultado
progresivo de esfuerzos mantenidos durante algún tiempo.

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El núcleo de la comunidad está constituido por los discípulos de Galilea:


los Doce que, según los Evangelios, fueron los más antiguos
compañeros del Maestro; algunas mujeres que le siguieron cuando vivía
y, finalmente, sus parientes más próximos, como su madre y sus
hermanos. Estos últimos, que al parecer se mantuvieron hostiles durante
el tránsito terrenal de Jesús, no se convirtieron seguramente hasta
después de su muerte, en circunstancias que desconocemos. Este
pequeño grupo, desprovisto de nexos firmes con Jerusalén, cuyas
reuniones se celebraban en "el aposento alto" (Hechos, 1, 13), que la
tradición ha identificado con el lugar en que se celebró la última Cena,
parece que llevó una vida de comunidad. El régimen colectivista descrito
en los Hechos (2, 44-45), probablemente es el de este grupo, y no el de
la Iglesia ampliada. Si a esta pequeña colonia de galileos añadimos los
discípulos atraídos por Jesús en Jerusalén, el número de ciento veinte
personas que se nos da como grupo inicial (Hechos, 1, 15) está dentro
de los límites de lo verosímil.

En cabeza del grupo está el equipo apostólico y, más especialmente, un


triunvirato compuesto por Pedro, Juan y Santiago, hermano del Señor, a
quienes Pablo llama "las columnas" (Gálatas, 2, 9). También los Hechos
atribuyen a estos tres hombres un lugar particularmente importante.
Pedro y Juan forman parte de los que comúnmente llamamos, imitando a
los Evangelios (Mateo, 10, 2), los Apóstoles. Al principio, según nos dice
San Pablo, el título de apóstoles, aunque englobaba a los Doce, tenía un
sentido más amplio: Pablo lo reivindica con insistencia para sí mismo y lo
aplica, además, en sus comunidades, a una categoría especial de fieles
y, en la comunidad primitiva, a Santiago, hermano del Señor, que no
forma parte de los Doce como su homónimo, el hermano de Juan
(Gálatas, 1, 19, cf. I Corintios, 15, 5-7). Para Pablo, apóstoles son, de la
misma manera que él, todos los que partieron a difundir el Evangelio, ya
en Israel, ya en el exterior. Es decir, que entiende este término en su
sentido etimológico de enviado —de Cristo—. Si los Evangelios
especializaron después el título, y lo restringieron a los Doce, es para
designar a éstos como los apóstoles por excelencia, iniciadores de la
predicación a los gentiles y jefes de la Iglesia universal, según el solemne
mandato que Cristo resucitado les confirió en el momento de
abandonarlos, definitivamente (Marcos, 16, 15 y sigs.; Mateo, 28, 16 y
sigs.). Semejante transposición no responde fielmente a la realidad
porque, como veremos, cabe pensar que si algunos de los Doce
efectivamente participaron de manera muy activa en la misión en tierras
paganas, no lo hicieron en seguida, y además la iniciativa no fue de ellos.

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Esencialmente, son los jefes espirituales —sedentarios al principio— de


la Iglesia de Jerusalén y de las filiales que se fundaron inmediatamente
en Palestina (Gálatas, 1, 22; Hechos, 9, 31). Su autoridad, y a través de
ellos la de la Iglesia-madre, se ejerce no solamente sobre los judíos
conversos, sino, además, como dicen las Epístolas de Pablo, sobre los
cristianos de la gentilidad. El que habla en nombre de los Doce y de la
comunidad es unas veces.; Pedro y otras Santiago. Juan, al parecer,
tiene una posición subalterna en cuanto a ellos dos. Al lado de los Doce,
los Hechos mencionan a los Ancianos (14, 4 y sigs). Cómo se repartían
las tareas entre los dos grupos, es cosa que no sabemos exactamente.
Pero por lo menos es evidente que el segundo estaba subordinado al
primero; su autoridad seguramente era nada más que local y
administrativa. En aquella época existían el nombre y la función en la
organización de las sinagogas, de la cual lo tomó sin duda el cristianismo
naciente. El mismo origen tiene el término de apóstol: según la
costumbre judía, apóstoles eran los enviados por el Sanedrín a las
comunidades de la Diáspora. Por sus componentes, su organización y su
espíritu, la Iglesia primitiva aparece, pues, como una secta judía entre
tantas otras. La mayor diferencia que hay entre ella y la ortodoxia oficial
es el hecho de que los cristianos dan un nombre al Mesías anónimo que
espera Israel. Pero no basta para crear un cisma.

La fe en Cristo Jesús y la esperanza de su próximo retorno no es


seguramente la única originalidad de estos judíos cristianos. Tienen
también ritos que les son propios y por medio de los cuales se afirman
como grupo; un rito preliminar de admisión; el bautismo, y, a veces, la
oración colectiva y la comida fraternal, el rito eucarístico de la partición
del pan. En la costumbre cristiana una y otra adquieren un significado
particular, que se definirá, poco a poco y a la que volveremos a
referirnos. Pero ambas preexisten en los oficios judíos. Desde el punto
de vista judío, la organización cristiana no parece anormal y excepcional
si tenemos en cuenta la flexibilidad y la complejidad que tenía el
judaísmo en aquellos tiempos. Comparados con los esenios —que eran
verdaderamente una orden monástica que ofrecía un carácter netamente
esotérico con sus doctrinas y sus ritos secretos y que se abstenía de
participar en el culto de los sacrificios de Jerusalén—, por ejemplo, los
primeros cristianos, en muchos sentidos, están mucho más cerca del
judaísmo común. Su cristología no se opone todavía al estricto
monoteísmo israelita, porque si tienen por su Maestro una veneración
que lo sitúa por encima de la condición humana, están lejos aún de
identificarlo con Dios. Además, según la Ley, se comportan comos judíos

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
Aut.: Marcel Simon

ejemplares. Sus reuniones culturales y sus ritos no hacen sino sumarse a


las manifestaciones normales de la religión judía: "Perseveraban
unánimes cada día en el Templo... y tenían gracia con todo el pueblo"
(Hechos, 2, 46-47).

Se comprende que en tales condiciones la predicación cristiana captase


inclusive a algunos fariseos y que los demás la vieran con relativa
complacencia. Los Evangelios los muestran como irreductibles
adversarios de Jesús. Esta manera de presentar las cosas refleja, por un
lado, el antagonismo que opone a la segunda generación de la iglesia
formada, cada vez más, exclusivamente por conversos paganos, y al
judaísmo, confundido prácticamente, con el fariseísmo una vez
desaparecido el Templo y el partido saduceo. Los trabajos recientes de
investigadores judíos y cristianos han revelado más de una semejanza
entre la enseñanza de Cristo y la de los fariseos. Los escritos rabínicos
ofrecen más de un paralelo con las sentencias del Sermón de la
Montaña. La moral de Jesús procede en línea recta de la gran tradición
profética, que proclama la primacía del espíritu sobre la letra, de la
pureza de corazón sobre la pureza ritual, de la piedad interior y de las
obras de justicia sobre los holocaustos. Aunque por vías diferentes y
menos perceptibles, también el fariseísmo está unido a la tradición
profética. La idea de la paternidad divina y la, ley del amor, que en la
predicación de Jesús logran un relieve y una fuerza inigualados aún, se
encuentran también entre los rabinos. La diferencia consiste en que
mientras éstos llevan los grandes imperativos proféticos a un lenguaje de
legistas y de casuistas, Jesús restituye al mensaje de los profetas toda la
vigorosa espontaneidad que tenía. El espíritu es fundamentalmente
distinto en ambos lados, y el conflicto que pintan los Evangelios es algo
más que una simple anticipación.

A pesar de algunas afinidades muy evidentes, Jesús y los fariseos


chocaron particularmente porque tenían concepciones totalmente
irreductibles sobre la Ley. Para los fariseos, esa Ley, oral o escrita, ritual
o moral, es igualmente santa e intangible en todas sus prescripciones, y
su práctica escrupulosa es la condición de toda verdadera religión. Por el
contrario, Jesús, por muy respetuoso que fuera en tantas ocasiones del
mandamiento y de la observancia, no dudaba a veces en hacer lo
contrario. Para él, las disposiciones del corazón son determinantes. Si
mantiene la autodad imperativa de la Ley moral y, en algunos casos,
inclusive insiste en su rigor, en materia de observancia ritual, en cambio,
critica libremente las costumbres consagradas por siglos de tradición

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religiosa y, de ser necesario, se exime y exime de ellas a sus discípulos.


Para los fariseos, aparece, pues, como un escandaloso revolucionario
que opone su autoridad personal a la de generaciones de doctores,
llegando a corregir hasta la Torá.

Sobre este punto, los primeros discípulos tampoco comprendieron


perfectamente ni siguieron con fidelidad el mensaje y el ejemplo del
Maestro. La disciplina de estricta observancia, personificada por
Santiago, cuya importancia no dejó de crecer en la comunidad, planteará
un tremendo problema cuando el cristianismo se dirija a los paganos. Por
de pronto, sirve para que la Iglesia goce de una paz casi total como secta
del judaísmo.

Es característico que las primeras dificultades —sin ninguna gravedad—


que tuvieron que vencer los Doce fuesen causadas por los saduceos, y,
como nos dicen los Hechos (4, 1 y 5, 17 y sigs.), porque anunciaban en
Jesús la resurrección de los muertos" y porque hacían milagros en
nombre de Cristo. El temor a un despertar del mesianismo político
explicaría, junto con la oposición doctrinal, la reacción del partido
sacerdotal. La intervencipn de Gamaliel, ilustre doctor fariseo, en favor de
los cristianos (5, 34 y sigs.) sin duda no tuvo realidad histórica. Pero no
deja de ser verosímil, porque la religión de los fariseos está más cerca de
la de los judeo-cristianos, en muchos aspectos, que de la de los
saduceos.

De hecho, el cristianismo naciente no encontró la unánime oposición de


las autoridades y de la opinión judía hasta que empezó a poner en tela
de juicio algunos puntos fundamentales e intocables de la Ley. El sermón
de Esteban contra el Templo significó su lapidación. Pero la persecución
consiguiente se limita al grupo de los griegos, sus discípulos. Cuando los
Hechos nos dicen que dispersaron entonces a toda la Iglesia de
Jerusalén, excepto a los apóstoles (8, 1), no podemos creerlo. Si
hubiesen querido atacar a toda la comunidad, ¿por qué extraña
aberración habrían dejado a un lado precisamente a sus jefes? En
realidad, el resto del relato expresa claramente que solo el grupo griego
fue perseguido: no la Iglesia, sino un partido dentro de la Iglesia, que no
parece haber tenido por ella un sentimiento de solidaridad incondicional.

La única persecución verdadera dirigida contra el conjunto de la Iglesia


de Jerusalén es la de Herodes Agripa (44). Padecieron martirio Santiago
Apóstol, hermano de Juan (Hechos, 12, 1 y sigs.), y tal vez Juan mismo.

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A Pedro lo detuvieron; pero, según los Hechos fue milagrosamente


liberado. Esta vez la persecución fue contra los jefes. ¿Por qué tuvo lugar
esta súbita tempestad? Los Hechos cuentan que fue antes del primer
viaje misionero de Pablo y de la conferencia apostólica de Jerusalén.
Para restablecer los hechos de una manera cronológicamente exacta, tal
vez habría que invertirlos, suponiendo que la persecución fue después y
no antes de la conferencia, y que fue motivada por las sustanciales
concesiones que —como veremos— los fieles de Jerusalén hicieron a
Pablo, que se negaba a imponer a los paganos convertidos la carga de
las observancias judías.

Es significativo que Santiago, el hermano del Señor, fuese el único jefe


de la Iglesia a quien no molestaron en aquella ocasión. No fue por
casualidad seguramente, porque en, la Iglesia representaba el grupo más
estrictamente legalista. Si las autoridades le dejaron tranquilo, lo más
probable es que lo hicieron con conocimiento de causa. Su situación se
consolidó considerablemente con estos sucesos. En cuanto salió de la
cárcel, Pedro desapareció de Jerusalén, y se fue a otro lugar, Antioquía
tal vez, donde aparecerá algo más tarde (Gálatas, 2, 11). Y después
perdemos su huella. Hasta entonces, Pedro había disputado a Santiago
el primer lugar en la Iglesia. De ahora en adelante el jefe indiscutible es
Santiago. Igual que el Islam, que, al morir Mahoma, elige a los califas
entre los miembros de la familia del profeta, aquel "cristianismo dinástico"
—según la feliz expresión de M. Goguel— encuentra normal que la
autoridad espiritual se confiera siguiendo los lazos de la sangre. Si
hubiese sido definitiva, esta orientación nueva, con su rigor legalista,
habría tenido muy graves consecuencias: se habría terminado la
autonomía del cristianismo y su porvenir. Pero estaban actuando las
fuerzas de la emancipación.

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
Aut.: Marcel Simon

Capitulo III

Esteban y los griegos

El relato de los Hechos, que en este caso no es perfectamente seguro,


cuenta cómo, "creciendo el número de los discípulos, hubo murmuración
de los griegos contra los hebreos, de que sus viudas eran
menospreciadas en el ministerio cotidiano" (Hechos, 6, 1) . Los dos
nombres que acaban de mencionarse están introducidos ex abrupto, sin
ninguna explicación, como si al lector le fueran familiares. Al parecer se
refieren, uno, a los discípulos de Palestina de lengua hebraica —o
aramea—, y el otro a los discípulos originarios de la Diáspora que se
mantuvieron fieles a las costumbres griegas aunque hubiesen vuelto á
Jerusalén. Las diferencias lingüísticas que separaban a los dos grupos
se veían reforzadas seguramente por otras divergencias más profundas,
que llegaban más allá de la simple querella alimentaria que se menciona
en nuestro texto. No es mucho suponer —cosa que por lo demás el texto
confirma más adelante— que el espíritu no fuese el mismo en ambas
partes. Los Doce, árbitros del debate, decidieron, según los Hechos,
liberarse enteramente de los asuntos materiales para dedicarse de
manera exclusiva al ministerio de la palabra. Siguiendo sus
proposiciones, la comunidad eligió a siete hombres "para servir a las
mesas"; los consagró en sus funciones mediante la imposición de las
manos. Los siete tienen nombres griegos. Uno de ellos, Nicolás, es un
prosélito de Antioquía. El primer nombrado es Esteban, "varón lleno de fe
y del Espíritu Santo".

Más de un punto de este relato es de carácter dudoso. A mi parecer, el


número siete es admisible; el hecho de que tenga un valor simbólico,
igual que el doce, no excluye que haya existido realmente. Pero, por el
contrario, resulta curioso que en esta elección, destinada a liberar a los
Doce de las delicadas funciones de la intendencia y también a poner
término a los debates, todos los sufragios de la comunidad fuesen
exclusivamente en favor de los griegos. Más garantías de imparcialidad
habría dado una comisión mixta que representase a las dos partes.

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
Aut.: Marcel Simon

Además, en cuanto los eligieron los Siete comenzaron a predicar


también, sumando a su "ministerio de las mesas" el de la palabra,
aunque ninguno de los dos se vio disminuido por el otro. Puede pensarse
que el redactor ha trasladado a los orígenes de la comunidad cristiana,
de manera un tanto artificial, la institución del diaconado, dedicado
efectivamente a los problemas materiales que surgían en las Iglesias y
particularmente a la organización de las cenas colectivas y a las obras de
caridad, tal como él lo veía desempeñarse en sus tiempos. Puede
admitirse además que los Siete representan para los griegos lo que los
Doce para los hebreos; es decir que son los jefes espirituales del grupo.
Yo me inclino a pensar que, o bien su elección es en su totalidad ficticia,
o bien se llevó a cabo tan solo en el seno del grupo griego y,
posiblemente, con anterioridad al conflicto que, en forma vaga, nos
describe el redactor. Podría tratarse también de una sinagoga de judíos
de la Diáspora instalados en Jerusalén en circunstancias aún
desconocidas y que posiblemente estaban organizados, aun antes de
convertirse al cristianismo, sobre la base de una tradición original y con
algunas particularidades en los ritos o en las creencias. Es algo que sin
duda no era excepcional en el judaísmo. Los judíos de la Diáspora que
volvían a radicarse en Jerusalén solían mantener su propia organización,
la que les era necesaria por el simple hecho de la diferencia de lenguas.
Los Siete llevan su mensaje e introducen la contradicción en
comunidades de ese tipo, en la sinagoga llamada de los libertinos, la de
los cireneos y la de los alejandrinos, según nos dicen los Hechos. Si esto
es así, la imposición de las manos conferida por los Doce no habría
hecho sino confirmar una autoridad que ya los Siete tenían en su grupo,
pero no les concedió una nueva. Según el redactor, esa autoridad afirma
la unión de la comunidad de Jerusalén.

De una manera o de otra, la intervención del grupo de los griegos da a la


actividad del cristianismo naciente una nueva dirección. Esteban figura
como jefe. Su predicación en Jerusalén le ocasiona conflictos con ciertos
judíos también procedentes de la Diáspora. Es llevado ante el Sanedrín y
"testigos falsos" lo acusan de blafesmar contra el santo lugar y contra la
Ley, "diciendo que Jesús destruirá este lugar y mudará las ordenanzas
que nos dio Moisés" (Hechos, 6, 14). Por lo que veremos después, estas
palabras no eran puras calumnias.

En efecto, Esteban pronuncia entonces un discurso, al que el redactor,


sin duda, ha dado la forma, pero que por no avenirse con la inspiración
general del libro tiene todas las posibilidades de ser sustancialmente

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Texto: “Los Primeros Cristianos”
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auténtico. El discurso constituye una verdadera requisitoria. Recuerda las


principales etapas de la historia de Israel, a partir de Abrahán, e insiste
en los constantes yerros del pueblo elegido que culminan con la
adoración del becerro de oro, la construcción del Templo, los ataques
contra los profetas y la muerte de Jesús. Esteban no hace más que
recoger en algunos puntos, ampliándolas, las acusaciones formuladas
por los profetas contra Israel. Pero la originalidad de su pensamiento
reside en la condenación radical del santuario y del culto de Jerusalén,
que pone en el mismo plano que la idolatría.

Según los Evangelios, individuos igualmente calificados de testigos


falsos habrían acusado a Jesús, en el momento del proceso, de haber
pretendido destruir el Templo (Marcos, 14, 58; Mateo, 26, 61). El tercer
Evangelio es el único, entre los Sinópticos, en mantener este agravio en
silencio y la omisión resulta aún más curiosa si consideramos cómo a su
autor —que es también el de los Hechos— le preocupa sobremanera
destacar el paralelismo existente entre el martirio de Esteban y la pasión
de Cristo. Las últimas palabras de Esteban, "Señor Jesús, recibe mi
espíritu" y "Señor, no les imputes este pecado" (Hechos, 7, 59-60), son
un eco de las que Lucas, también aquí el único de los tres Sinópticos,
pone en boca de Jesús moribundo (Lucas, 23, 34 y 46), con la diferencia
de que Jesús se dirige al Padre y Esteban a Cristo. Es difícil, pues, saber
si lo hizo efectivamente o si esta oración nos indica el lugar que Jesús
tenía en el culto cristiano en los tiempos del redactor. Además, la visión
extática de Esteban al final de su discurso, tan brutalmente interrumpido
por el auditorio, no hace más que ilustrar otra promesa que Jesús
pronunció durante su proceso: "Y veréis al Hijo del Hombre sentado a la
diestra de la potencia de Dios, y viniendo en las nubes del cielo" (Marcos,
14, 62; Mateo, 26, 64; Lucas, 22, 69). La pasión del discípulo reproduce
así algunos rasgos de la del Maestro; es el primer ejemplo de la imitatio
Christi que habría de inspirar gran cantidad de relatos de martirios en la
literatura hagiográfica cristiana.

¿Implica este paralelismo una analogía más profunda en el pensamiento


de ambos mártires? No es imposible que, en el caso de Jesús, el
testimonio de los testigos falsos haya tenido, en verdad, cierto
fundamento. M. Goguel cree que Jesús, "al final de su ministerio,
desesperando ya de la conversión de Israel, llegó a contemplar la
realización del Reino de Dios con los paganos, y no ya con los judíos, y
anunció que cuando volviese como Mesías Hijo del Hombre, destruiría el
Templo y lo reconstruiría después, es decir, que modificaría la economía

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religiosa de Israel" (Naissance das christianisme, pág. 496). Si esta


interpretación, para mí plausible, queda admitida, Esteban representaría
un aspecto auténtico, aunque desconocido por los primeros discípulos,
del pensamiento de Cristo.

Pero se une también, mucho antes de Cristo, con una tradición del
pensamiento mucho más antigua en el judaísmo. Las fuentes
escriturarias de las ideas de Esteban están en el episodio de la profecía
de Natán (II Samuel, 7), que Esteban, evidentemente, interpreta como un
repudio puro y simple que el Eterno hace de todo santuario construido lo
que, en efecto, era en su forma primera; el texto actual ha alterado el
sentido primitivo y representa la tradición oficial del judaísmo. En la
perspectiva original, que Esteban vuelve a tomar, el único santuario
auténtico y legítimo es el antiguo tabernáculo de los hebreos nómadas,
cuyo modelo comunicó Dios mismo a Moisés en el monte santo (Éxodo,
25, 9). Una oposición vigorosa se presenta así entre David, "que
encontró gracia ante Jehová y pidió un lugar de reposo para el Dios de
Jacob" —se trata de la colina de Sión, donde fue instalada el arca santa,
después de la conquista de la ciudad (II Samuel, 6, 17)— y Salomón, que
construyó una mansión al Eterna. La construcción del Templo procede de
las mismas malas tendencias que la fabricación del becerro de oro. Tanto
lo uno como lo otro, según dice Esteban, son "obras de mano (del
hombre) "; ahora bien, "el Altísimo no habita en templos hechos de
mano" (Hechos, 7, 48, cf. 7, 41). Una cita profética (Isaías, 66, 1) nos
corrobora el pensamiento de Esteban que, sin embargo, llega mucho
más lejos que los profetas al condenar el culto de Jerusalén. Lleva hasta
sus últimas consecuencias las críticas que ellos habían formulado,
colocándose así al margen de los esquemas y de las instituciones del
judaísmo oficial.

Históricamente, sigue a aquellos que, como los recabitas, se habían


mantenido fieles a los viejos ideales nómadas en plena época
monárquica, y hostiles a todas las formas de la civilización sedentaria
mancilladas, según ellos, por las influencias cananeas. Pero resulta
evidente que los motivos de Esteban no pueden ser los suyos
exactamente. Para él no puede ya tratarse de volver atrás y de restaurar
el antiguo tabernáculo, que apenas si es ya algo más que un símbolo. Su
protesta es la de una religión más espiritualizada, cuya existencia
remonta, sin duda, hasta los orígenes de la historia israelita, y de la cual
Moisés había sido el heraldo en tiempos pasados, aunque represente en
realidad las aspiraciones de algunos judíos instruidos de la Diáspora. A

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este respecto, esa religión muestra cierta analogía con la de la Reforma


del siglo XVI, que también pretende restablecer al cristianismo en toda su
pureza inicial; pero como lo ejercían hombres que después de todo eran
de su tiempo, no dejaron de sentir la influencia, más o menos profunda y
más o menos consciente, del clima intelectual creado por el
Renacimiento.

La actitud de Esteban supone cierta interpretación de la historia de Israel


que, a partir de la Alianza, se desenvuelve como un proceso de
degradación y de adulteración progresivas, por ser ese pueblo pecador y
relapso, "hombres duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de
oídos" y que siempre "resisten al Espíritu Santo" (Hechos, 7, 51). Estas
apostasías sucesivas, iniciadas ya en el desierto, se aceleran y se
agravan al radicarse en Palestina, para culminar finalmente con la
construcción del Templo y la muerte de Cristo. El espíritu auténtico de la
religión atávica se perpetúa en la Diáspora. Para encontrar algún paralelo
con el pensamiento de Esteban, hay que buscarlo en algunos
documentos del judaísmo griego y, particularmente, en algunos pasajes
de los llamados Oráculos sibilinos. Al igual que Esteban, extienden hasta
el culto de Jerusalén las críticas que formulaba la filosofía griega contra
los ritos del paganismo condenando, particularmente, los sacrificios
dondequiera que se practicasen. Como las difundió con un espíritu de
ardiente proselitismo y con una virulencia agresiva, en Jerusalén y hasta
ante el Sanedrín, semejantes ideas tenían que causar la perdición de
Esteban: murió lapidado, sin que haya sido posible establecer con
certeza si lo fue tras una condena regular y con un proceso debidamente
instruido, o si lo fue debido a la violencia popular.

La condenación del Templo representa solamente un aspecto de la


predicación de Esteban. Constaba, además, sin duda de un mensaje
más positivo y más específicamente cristiano: una interpretación de la
persona y de la misión de Jesús. Desgraciadamente, nos resulta muy
difícil captarlo a través de las raras alusiones de los Hechos. Entrevemos
las grandes líneas de una cristología, algunas de cuyas características
están tomadas de la comunidad primitiva, pero que ofrece otras que son
originales. Para Esteban, Jesús es un profeta, el más grande después de
Moisés, quien lo había anunciado con estos términos: "Profeta os
levantará el Señor Dios vuestro de vuestros hermanos, como yo"
(Hechos, 7,37). Esta eminente dignidad se expresa con la denominación
de Justo (7, 52). Al ser el Justo por excelencia, Jesús, en cuanto a su
vida terrestre y de dolor, no es aún sino el primero entre los hombres.

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Pero el suplicio lo eleva a un lugar infinitamente más alto: es desde ahora


el „Hijo del Hombre, situado —el término no debe causar ninguna
ilusión— más allá de la simple humanidad: está sentado a la diestra de
Dios y espera su retorno glorioso como justiciero soberano. El término de
Hijo del Hombre es corriente en los Evangelios donde, sin embargo, está
siempre puesto en labios del mismo Jesús. En todo el resto del Nuevo
Testamento, figura sólo con su sentido específico, y destacado en griego
por el artículo, en este pasaje de los Hechos. Y esta calificación no le ha
sido atribuida por casualidad seguramente. Al hacerla suya, Esteban se
enlazaba en forma directa, según parece, con el pensamiento de Jesús y
con una corriente de pensamiento escatológico del judaísmo de la época.
La figura celestial y misteriosa del Hijo del Hombre aparece por primera
vez en el libro de Daniel (7, 13) y, luego, con un relieve muy particular, en
el de Enoc. Han contribuido a definir sus contornos algunas influencias
extranjeras, iranias particularmente. La denominación de Hijo del
Hombre, de sentido indudablemente mesiánico, aplicada a Jesús,
equivale a hacer de él el instrumento futuro de la justicia divina y el
instaurador del nuevo orden.

Este estará caracterizado en particular por la abolición del culto


jerosolimitano; aun cuando Esteban no lo expresa claramente, ello surge
de sus palabras. Hay una oposición irreductible entre la economía
presente, centrada en torno del Templo, y aquélla de los tiempos
mesiánicos. De este modo parecen haberlo comprendido quienes lo
escuchan, pues la sola mención del Hijo del Hombre los enfurece: se
diría que la expresión tenía para ellos según: el uso que él le asignaba,
un significado muy preciso y muy subersivo. Si la invocación finar al
Señor Jesús pertenece realmente a Esteban, ésta subraya aún más el
lugar que Cristo ocupaba en su devoción así como en su pensamiento
teológico.

La condenación formulada por el jefe de los griegos no pretende


alcanzar, a mi parecer, a toda la tradición religiosa de Israel, sino
simplemente, al judaísmo degenerado del Templo. La vuelta de Cristo, tal
como la concibe Esteban, no tendría por efecto anular la Ley mosaica, o
cambiarla —y cuando tal le atribuyen los testigos del proceso no son sino
falsos testimonios—, sino, por el contrario, el de restablecerla en su
original pureza, porque los judíos "han recibido la Ley, pero no la han
guardado" (Hechos, 7, 53 ). Por encima de los siglos de apostasía, Jesús
se une con la tradición del desierto y con Moisés, que lo anunció y
anticipadamente reconoció en su persona a aquel que había de

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completar su obra, o mejor aún, que la restauraría: "Un profeta como yo";
esta cita se atribuye también a Pedro (Hechos, 3, 22) y destaca la
continuidad que, tanto para el uno como para el otro, une a la obra del
legislador con la del Cristo que tendrá que llegar. Pero, aparentemente,
esta continuidad no se ha roto para Pedro en el intervalo; su asiduidad al
Templo prueba que acepta como legítimas todas las etapas de la
evolución religiosa de Israel. Según Esteban, debe rechazarse, por el
contrario, toda una etapa de esta evolución. Cristo será el artesano de un
judaísmo reformado. Con esta perspectiva, la vida terrestre de Jesús no
es más que un preludio dramático y una advertencia. No parece que
haya en Esteban una teología de la cruz. Sus miradas, como las de los
primeros discípulos, contemplan la Parusia, que supondrá la realización
del plan divino. Lo esencial no ha sido hecho todavía.

El mensaje de Esteban así caracterizado no significa por sí mismo el


advenimiento del universalismo cristiano. A los gentiles no les interesa su
crítica de las instituciones religiosas del judaísmo, sino de manera muy
indirecta. Su cristología sigue siendo muy judaica. En todo concepto, y a
pesar de la violencia de una requisitoria que podría tomarse como
condenación inapelable de todo el pueblo elegido, Esteban piensa
también en las normas judías, y es a Israel a quien se dirige si no
exclusivamente, al menos en los primeros tiempos. Nada indica que haya
anunciado explícitamente el rechazo de Israel ni el traspaso de la Alianza
en beneficio de los gentiles. Tal como él lo concibe, el cristianismo es un
judaísmo depurado por suponer su vuelta al espíritu auténtico de la
tradición. ¿Resulta excesivo pensar que, en él, el elemento
específicamente cristiano solo es secundario? Yo creo que ya había
adoptado su posición en las cuestiones esenciales, antes de convertirse
al cristianismo. El principal resultado de su conversión es que, en
adelante, puede dar un nombre a la figura que, hasta entonces, era
anónima, de ese Hijo del Hombre de quien esperaba la renovación de
Israel. Confluyen aquí dos corrientes distintas: el cristianismo de los
comienzos y el movimiento judaico reformista al cual Esteban pertenecía
ya antes. Quien se preocupe por encontrar a los hijos espirituales del
diácono, tendrá que buscarlos por el lado de Israel y no por el de los
gentiles. Su pensamiento tiene analogías tan precisas con el de cierto
judeo-cristianismo, que se expresa a través de la literatura llamada
seudoclementina, que nos inducen a ver en él a su auténtica
descendencia: encontramos la misma condenación de las instituciones
rituales —sacrificios y Templo—, la misma concepción, sostenida por la
cita bíblica (Deuterononzio, 18, 15) de un Cristo que es heredero y que

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es también casi reencarnación de Moisés, cuya obra, desfigurada y


adulterada por siglos de historia israelita, tiene que restaurar.

Y sin embargo, está comúnmente admitido que el verdadero iniciador de


las misiones entre los gentiles fue Esteban o, por lo menos, después de
su muerte, el grupo de griegos del cual él era el jefe. Su nombre nos lleva
a pensar que así fue: parece natural que esos hombres, criados en
medio de los paganos y que hablaban su lengua, y que sin duda
simpatizaban con algunos aspectos del espíritu griego, pensaran en
convertir a los gentiles. Los Hechos nos muestran que, en efecto, los
miembros del grupo, que se habían dispersado al morir su jefe, llevaron
el Evangelio no solo a Samaria (Hechos, 8, 4 y sigs.), sino también a
Fenicia, a Chipre y a Antioquía (11, 19). Su mensaje, al sacudir el yugo
de la Ley ritual y separar al cristianismo del culto de Jerusalén, creaba
las condiciones favorables que necesitaban para alcanzar influencia
universal. Pero, en este sentido, ¿va su mensaje mucho más allá que el
de algunos profetas? Los Hechos nos enseñan también que los griegos
dispersos anunciaron la palabra únicamente a los judíos, salvo algunos,
originarios de Chipre y de Cirene, que también la anunciaron a los
gentiles en Antioquía (Hechos, 11, 19). Se sospecha aquí, al minimizarse
su papel, la preocupación por reservar a los Doce, y particularmente a
Pedro, la iniciativa de la misión entre los paganos; conviene no entender,
algunos, en un sentido demasiado estrecho. Además, de manera
general, las cosas pudieron ocurrir como nos dice el redactor. Porque el
mensaje de reforma radical del judaísmo se dirigía, una vez más,
primordialmente a los judíos, y al ofrecerlo a los paganos no significaba
aún más que una invitación a que se convirtiesen al judaísmo renovado;
nada nos dice, por ejemplo, que Esteban preconizase la abolición de la
circuncisión.

Por lo demás, cualquiera que haya sido la amplitud de la predicación de


los griegos entre los gentiles, los acontecimientos hicieron que muy
pronto se volviera caduca. La ruina del Templo fue, sin duda, una
confirmación —aunque solo parcial, puesto que no se debió a la vuelta
gloriosa de Cristo y no instaura su Reino— del mensaje de Esteban. Pero
otra consecuencia fue que ya no tenía objeto: su cínico interés era
retrospectivo; los ebionitas., de entre los seudoclementinos que lo
recogieron —aunque no sabemos cómo—, se han mantenido en
posiciones arcaicas. Y antes de la catástrofe el mensaje de Esteban
había quedado superado ya debido a otra concepción de las relaciones
entre el cristianismo y la Ley judía: la que predica San Pablo, el apóstol

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de los gentiles. Parece seguro que la comunidad de Antioquía, donde se


había elaborado ya un cristianismo de lengua y de espíritu griegos y con
adeptos tanto paganos como judíos, aún antes de la intervención de San
Pablo, debe su fundación, en efecto, a los discípulos de Esteban. A pesar
de todo, éste representa, pues, un importante eslabón en el desarrollo
del cristianismo primitivo.

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Capitulo IV

San Pablo

Sabemos muy poco de la vida de San Pablo, anterior a su conversión.


Nació probablemente en los primeros años del siglo t, en la Diáspora, en
Tarso (Cilicia), importante centro comercial y cultural. Según parece,
conocía el arameo y el hebreo. Pero su lengua materna era la griega, y
leyó la Biblia en la traducción de los Setenta. A su nombre hebraico,
Saulo, une el cognomen romano de Paulus. Sufrió una influencia
posiblemente profunda del medio en que creció y su cristianismo tiene la
huella de la religiosidad griega. Pero parece haber sido bastante
superficial su cultura profana. No le tienta, como a su contemporáneo
Filón, la síntesis de la revelación bíblica y de la filosofía griega. Su familia
seguramente gozaba de una situación acomodada, puesto que tenía el
derecho de ciudadanía romana; lo que no le impidió, siguiendo una
costumbre bastante corriente por entonces en las familias judías, y sobre
todo entre los rabinos, que aprendiese un oficio manual: los Hechos nos
dicen que fabricaba tiendas de campaña, es decir que, probablemente,
era tejedor o guarnicionero.

Es posible que hubiese cursado estudios rabínicos. Si damos fe a los


Hechos, al menos una parte de su educación la recibió en Jerusalén, “a
los pies de Gamaliel”, uno de los más ilustres doctores de su tiempo; y
seguramente asistió a la lapidación de San Esteban. En todo caso,
estaba orgulloso de su raza y de sus convicciones de judío rigorista. "Del
linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; cuanto a la
Ley, fariseo; cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; cuanto a la justicia
que es en la Ley, irreprensible" (Filipenses, 3, 5; cf. Gál., 1, 13; Rom., 11,
1). Tanto sus Epístolas como los Hechos nos dicen del odio con que
perseguía al cristianismo naciente, en Jerusalén y en otros lugares. Se
ha supuesto, de una manera muy verosímil, que lo hacía cumpliendo un
mandato oficial; tal vez fuera un apóstol judío; esto es, un enlace entre el
Sanedrín y las comunidades de la Diáspora. Pero una conversión

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aparentemente repentina, aunque preparada sin duda por una lenta


transformación interior, hizo de él el Apóstol de Cristo (Hechos, 9, 3 y
sigs.), quien se le apareció en el camino de Damasco.

Apóstol, lo fue con toda la fuerza que el lenguaje cristiano ha conferido a


este término. Al servicio del apostolado —que en lo sucesivo se
confundirá con su vida misma— pone Pablo todas las posibilidades de
una personalidad excepcional: un temperamento apasionado y
combativo; una sensibilidad vibrante, suspicaz, siempre viva, que le lleva
sucesivamente a proferir vehementes invectivas o que se desahoga
mediante efusiones de caridad fraternal o de piedad extática; una
voluntad tensa, sujeta a pasajeros desalientos, en constante lucha con
una salud un tanto débil, sobre la que logra triunfar; una dialéctica en la
que se mezclan los métodos y las sutilezas de las discusiones rabínicas
y las técnicas de la diatriba, popularizadas en el mundo griego por los
predicadores ambulantes de todas las religiones; un pensamiento difícil,
tortuoso a veces, desconcertante si lo juzgamos por las normas de la
lógica cartesiana, paradójico, duro como la elocuencia con que se
expresa, pero arrebatador como ella porque el hombre se entrega
totalmente; una fe ardiente, mística, en Cristo Señor, y en su propia
vocación, que le predestina, desde el seno de su madre, a convertir a los
gentiles.

Los Hechos nos cuentan los viajes misioneros de Pablo en un relato de


precisión desigual y de desigual seguridad, según los capítulos. En
cuanto al tenor de su mensaje tendremos que buscarlo en sus cartas, de
las cuales solamente una parte ha llegado hasta nosotros. Se escalonan
entre 50 aproximadamente (I a los Tesalonicenses) y 60-62 (Epístolas
llamadas de la cautividad: Filipenses (?), Efesios, Colosenses, Filemón).
Jalonan estas cartas sus itinerarios y extienden su predicación.

De Damasco, donde existía ya una comunidad cristiana, el nuevo


converso se fue a Arabia —entendamos, según todas las apariencias, el
país de los nabateos—, al sudeste de Damasco. ¿Meditación en soledad
o viaje de predicación? Posiblemente, ambas cosas a la vez. Al volver a
Damasco, tres años después de su conversión, Pablo fue a Jerusalén;
sólo se quedó allí quince días, y estableció contacto únicamente con
Pedro y con Santiago, hermano del Señor (Gil., 1, 18-19); si insiste sobre
lo largo que fue el lapso anterior a su llegada, y lo breve de su
permanencia, es para indicar que no tenía cuentas que rendir ni órdenes
que recibir de nadie, ni siquiera de los Doce. Tenemos aquí una de las

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características fundamentales del Evangelio paulino: a Pablo no le


interesa en absoluto conocer a Jesús tal y como lo habían visto los
primeros discípulos y como lo conservaban en el recuerdo. Su
pensamiento ferviente se centraba más en la muerte y en la resurrección
que en la carrera y el mensaje del Maestro. Y es acerca del Cristo
crucificado y resucitado, acerca del Señor glorioso que se le había
aparecido y que había hecho de él un apóstol, sobre lo que predica.

Fortalecido con su visita a Jerusalén, Pablo, viajó de nuevo. El primer


viaje le llevó a Antioquía, en compañía de Bernabé, que fue posiblemente
uno de los fundadores de la comunidad local, célula primera de la Iglesia
de los gentiles; luego a Chipre y a través del Asia Menor, donde los dos
misioneros predicaron y fundaron iglesias en Antioquía de Pisidia, Iconio,
Listra y Derbe. Desde entonces, la táctica de Pablo está ya fijada. En
todos los sitios adonde va, se presenta en la sinagoga cuando hay una
reunión de la comunidad, el sábado u otro día cualquiera. Como la
lectura y el comentario de la Biblia ocupan un lugar esencial en el culto
de la sinagoga, y cualquiera que tenga algo que decir sobre la cuestión
puede hacerlo, Pablo toma la palabra y demuestra por las Escrituras que
Jesús es el Mesías esperado por Israel. Llega así al mismo tiempo a sus
hermanos de raza y a los prosélitos provenientes del paganismo, y
también a todo el público de los semiprosélitos o temerosos de Dios, que
se acercan a la sinagoga, recogen su enseñanza y adoptan en parte los
usos judíos aunque no estén convertidos. La manera de acogerle varía
mucho de uno a otro lugar. Unas veces, encuentra Pablo una audiencia
favorable, convence con su mensaje a los miembros influyentes de la
comunidad judía y gracias a ello puede continuar su predicación sin que
le moleste nadie. Pero otras, suscita, por el contrario, la hostilidad y a
veces medidas de violencia. A disgusto entonces, y sin renunciar a
enseñar a los israelitas, ya que el Evangelio es primero para los judíos y
después para los gentiles, se enfrenta con los paganos y habla en la
plaza pública a quien quiera oírle, adaptando su mensaje a este nuevo
auditorio a quien hay que revelar la existencia del Dios único antes de
anunciarle la de Cristo.

Al volver de Siria a Antioquía, Pablo encuentra resistencia, por primera


vez según parece, pero no en los judíos, sino en los judeo-cristianos, que
pretenden imponer la circuncisión a los paganos convertidos. Pablo y
Bernabé vuelven entonces a Jerusalén para que los Apóstoles hagan de
árbitros en el conflicto (volveré más adelante sobre este episodio que
relatan de muy distinta manera los Hechos .y la Epístola a los Gálatas).

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Según él dice, logró que su punto de vista quedase aprobado sin ninguna
reserva y emprendió un nuevo viaje, esta vez en compañía de Silas y
luego de Timoteo. Visitó las iglesias de Asia, que había fundado
anteriormente, y viajó después hacia el Norte, a través de Frigia y del
país de los gálatas, llegó a la costa occidental de Asia Menor y se
embarcó a Macedonia. Predicó, con resultados desiguales, en Filipos,
Tesalónica, donde fundó iglesias, y en Berea, de donde pronto le
expulsaron. Fue después a Grecia propiamente dicha y llegó a Atenas. El
dicurso que según los Hechos (17, 22-31), pronunció en el Areópago, y
cuya presentación resulta un tanto sospechosa, no reproduce
ciertamente palabras auténticas de Pablo. Pero nos ofrece, al menos, un
eco fiel de los temas fundamentales de la apologética monoteísta, judía o
cristiana, que enseñaban a los paganos. En este respecto tiene valor de
documento, aunque menos sobre Pablo que sobre los medios de los
cuales surgieron los Hechos. No deja, además, de ofrecer cierto
paralelismo con algunos pasajes de las Epístolas, a pesar de la ausencia
de toda nota cristológica y hasta específicamente cristiana. En definitiva,
no sería imposible que, al abordar a un público que desconocía tanto el
cristianismo como el judaísmo, le hablase Pablo, en general, de esta
manera.

El resultado fue decepcionante: aunque Grecia estaba en decadencia,


mantenía aún la tradición de su pensamiento, que se mostró
impermeable al mensaje de Pablo. Este, sin insistir, se fue a Corinto. La
población de este gran puerto estaba muy mezclada, y contaba con una
fuerte proporción de orientales que estaban más preparados que los
griegos puros para comprenderle. Estuvo allí dieciocho meses,
coincidiendo en parte con el procónsul Galeón, mencionado en los
Hechos; se conoce la fecha por una inscripción de Delfos (51-52); su
éxito fue grande. La corintia sería en adelante una de las comunidades
paulinas más importantes. Tras una corta escala en Éfeso, y una visita,
aún más breve, a Jerusalén, Pablo volvió a su cuartel general de
Antioquía.

Emprendió entonces el tercer viaje; visitó nuevamente Galacia y Frigia, y


fue después a Éfeso, donde sus predicaciones y algunas curas
milagrosas que realizó suscitaron muchas conversiones. Pero encontró
también grandes obstáculos: declara que tuvo que combatir con las
bestias (I Cor., 15, 32), sin que nos sea posible precisar las
circunstancias de esta prueba temible sobre la que nada dicen los
Hechos. Por lo demás, no era la única vez que su persona debía pagar

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duro tributo. Frente a los falsos apóstoles, enumera con cierto orgullo los
males sufridos: "Ministro de Cristo (soy), yo más (que ellos): en trabajos
más abundantes; en azotes sin medida; en cárceles más; en muertes,
muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes
menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado;
tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado en lo
profundo de la mar" (II Cor., 11, 23-25). Todo eso —añade— lo ha
padecido por causa de los de su nación, de los gentiles o de los falsos
hermanos. Más adelante trataremos de aclarar este testimonio.

Desde Éfeso hace un viaje rápido, al parecer, por Grecia y Macedonia.


Después, acompañado por algunos fieles, entre los cuales está Timoteo,
se embarca en Filipos para Tróade y de aquí va a Mileto. En la
comunidad de Éfeso comunica sus presentimientos a los Ancianos, que
habían acudido expresamente para oírle: sabe por revelación divina que
le esperan las cadenas y las persecuciones, y que lobos perversos
enseñarán, en las comunidades, doctrinas perversas. Va después por
mar a Tiro, donde encuentra a Felipe, uno de los Siete del grupo de
Esteban, Apóstol de Samaria y de Fenicia; y, finalmente, escoltado por
algunos discípulos de Cesárea, sube a Jerusalén.

Va allí para entregar a la comunidad de Jerusalén el producto de la


colecta hecha para ellos entre las comunidades del exterior y, sin duda,
también para confrontar una vez más su Evangelio con el de ellos y para
confirmar el acuerdo Ilevado a cabo en su anterior visita. Su intención es
irse de nuevo hacia otros países, porque "desde Jerusalén y por los
alrededores hasta Ilírico, he llenado todo del evangelio de Cristo. Y de
esta manera me esforcé a predicar el evangelio no donde antes Cristo
fuese nombrado, por no edificar sobre ajeno fundamento" (Rom., 15, 19-
20). Piensa, pues, en Occidente; anuncia a los cristianos de Roma su
deseo de visitarles, para ir después a España dónde los campos de la
misión están intactos aún.

Pero los hechos se mostraron adversos a sus proyectos, y se justificaron


ampliamente los temores expresados. Aunque hay muchos detalles poco
seguros en los últimos capítulos de los Hechos, al parecer puede
reconstituirse así lo esencial de lo ocurrido.

Al llegar a Jerusalén, Pablo, cediendo a los ruegos de Santiago y para


aseverar su lealtad respecto de la Ley, consintió en asociarse en el
Templo a los votos de algunos judeocristianos. Reconocido por los judíos

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de Asia Menor fue acusado de introducir a un pagano en el santuario. La


ley judía preveía para ese sacrilegio la pena de muerte. De hecho, fue al
parecer la presencia de Pablo la que desencadenó la furia de la gente,
por ser considerado como un apóstata del judaísmo. Iban a lincharlo
cuando apareció el tribuno de la cohorte de Jerusalén, con un
destacamento de soldados, quien lo apresó al confundirlo con un
agitador egipcio buscado por la policía. A Pablo no le costó mucho
sacarlos del error, y les hizo ver su condición de ciudadano romano, cosa
que les confundió un tanto. Al final, a pesar de los ruegos de los judíos
para que les entregasen el prisionero, el tribuno le condujo a Cesárea
para que decidiese sobre su suerte el procurador Félix. Éste, que no
quería entregarlo a los judíos, ni liberarlo, ni pronunciar por su parte una
sentencia que no sabía cómo justificar, dejó que el asunto se fuese
arrastrando durante dos años. Volvió a surgir cuando Félix fue
remplazado por Festo en la jefatura de la provincia. El nuevo gobernador
parecía dispuesto a entregarlo al Sanedrín, pero Pablo se negó y pidió,
como ciudadano que era, el derecho de comparecer ante un tribunal del
Emperador, cosa que le fue concedida. Lo llevaron, muy protegido y en
una travesía muy movida, de Cesárea a Sidón y a Creta, y tras un
naufragio en las costas de Malta, fue a Puteolos, y de allí pasó a Roma,
donde fue recibido, a lo largo de la ruta, por los cristianos de la capital.
Pasó allí dos años, en libertad vigilada; lo que prueba que la justicia
imperial tenía tantas dudas como el procurador. No dice más el relato de
los Hechos, que se interrumpe aquí. Quedamos limitados a las hipótesis
en cuanto al proceso de Pablo, así como en cuanto a las circunstancias y
a la fecha del martirio que sufrió en Roma, hacia los años 62-64.

Si Pablo provoca de esta manera el odio de Israel, en un período en que


los cristianos de Jerusalén vivían casi tranquilos, y si éstos, al parecer,
no mostraron por él una simpatía total, debe buscarse la causa en el
Evangelio de Pablo mismo. Tenemos, pues, que ver cuáles son los
rasgos esenciales de lo que suele llamarse el paulismo. El término no
está adaptado perfectamente y la tarea no es de lo más fácil, porque la
teología de Pablo no tiene nada de sistema rigurosamente construido por
la razón y por la lógica. Ninguna de sus Epístolas es, verdaderamente,
un tratado; son, por el contrario, escritos circunstanciales que responden
a una situación determinada y a necesidades particulares de la
comunidad a la que están dirigidas. No desarrollan obligatoriamente sus
temas en función de su importancia intrínseca, sino en relación con las
necesidades del momento. Además, excluyendo la Epístola a los
romanos, se dirigen a iglesias fundadas por Pablo y que están ya

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familiarizadas con su Evangelio, cuyas bases resulta, por consiguiente,


inútil volver a exponer; las ideas fundamentales apenas se tocan, faltan
eslabones esenciales; se encuentran contradicciones, aparentes o
reales. Añadamos, además, que el pensamiento de Pablo no tomó en
seguida su forma definitiva, sino que se fue precisando progresivamente.
No debemos olvidar todo lo dicho cuando nos dediquemos a restituir y a
organizar los datos esenciales en un conjunto coherente. Hay que
recordar también que su teología no es puramente especulativa, sino
que, en primer lugar, es conocimiento con vistas a la salvación: el
Evangelio "es potencia de Dios para salud a todo aquel que cree; al judío
primeramente y también al griego" (Rom., 1, 16). No lo recibió Pablo por
las vías de la sabiduría humana, sino por las del Espíritu, es decir, por
medio de la revelación directa y personal de Cristo (I Cor., 2, 6-16; cf.
Gál. 1, 11-12): en el origen de su teología hay una experiencia mística.

Pero previamente a esta experiencia hay también una larga y dolorosa


meditación sobre la imposibilidad que tienen los humanos de lograrla
salvación por sí mismos. Dios ha dada a todos los hombres el medio de
conocerle o al menos de que conozcan su existencia, para glorificarle:
"Las cosas invisibles de él, su eterna potencia y divinidad, se echan de
ver desde la creación del mundo, siendo entendidas por las cosas que
son hechas" (Rom., 1,20). Pero los gentiles, insensibles ante la
revelación natural, se entregan a la idolatría, que supone la perversión
moral (Rose., 25-32). La humanidad y la creación entera son siervos,
pues, de los "rudimentos del mundo" (Gál., 4, 3), es decir, de las
potencias demoníacas, más o menos identificadas con los astros. Por un
privilegio insigne que Pablo, movido por reacciones atávicas, subraya
complacientemente, Israel es el único pueblo que escapa de la impiedad,
haciéndose depositario de la revelación escrita que es la Ley. Pero vista
de cerca, la situación de los judíos no es más envidiable que la de los
paganos. También ellos son pecadores, y no solamente porque
participan de la naturaleza humana, viciada desde la caída de Adán, sino
por que la Ley "entró para que el pecado creciese" (Rose., 5, 20); "yo no
conocí el pecado sino por la Ley: porque tampoco conociera la
concupiscencia si la Ley no dijera: no codiciarás" (Rom., 7, 7). Tal como
es la Ley, ningún hombre hay que pueda observarla íntegramente. Pero
está escrito: "Maldito sea aquel que no permaneciere en todas las cosas
que están escritas en el libro de la Ley para hacerlas" (Gil., 3, 10). La Ley
es, pues, incapaz de asegurar la justificación; el camino que parece abrir
hacia el ciclo no tiene salida. Y si Pablo persiste afirmando el origen
divino y puede proclamar que "el mandamiento es santo, y justo y bueno"

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(Rom., 7, 12), reconoce al menos que su promulgación atestigua los


alcances universales del mal, procediendo de él más bien que
remediándolo, A veces, se inclina a atribuírselo a otros que no sean Dios,
como los ángeles (Gál., 3, 19-20). Su pensamiento no está totalmente
seguro en este punto. Pero una cosa es cierta por lo menos: "estar
debajo de la Ley" prácticamente equivale a "ser siervo bajo los
rudimentos del mundo" (Gen., 4, 3 y sigs.). Y la salvación que el hombre,
judío o griego, es incapaz de lograr por sus propias obras y sus méritos,
no puede provenir sino de un don gratuito de la misericordia divina, por
una redención que le libera a la vez del pecado, de la muerte, que es una
consecuencia del pecado, de "la maldición de la Ley" (Gál., 3, 13) y con
toda la creación, de la tiranía de las potencias demoníacas. Pero esta
redención, de alcances cósmicos, está adquirida ya gracias a Cristo.

La justicia divina exigía reparación por todos los pecados acumulados a


través de los siglos. Como los hombres son incapaces de asegurarla,
tenía que venir de lo alto. Es la razón de que se operase por medio del
sacrificio de un ser celestial, el propio Hijo de Dios, el Cristo que,
convertido en hombre en la persona de Jesús, tomó sobre sí, víctima
sustitutiva y libre de toda falta, los pecados de la raza humana. Esta
manifestación simultánea de la justicia y del amor divino reconcilian con
Dios a la humanidad y al universo. El imperio de las potencias del mal
queda conmovido: crucificado por ellas (I Cor., 2, 8), el Cristo triunfa
sobre ellas por medio de la cruz (Col., 2, 15). Porque el pecado muere
con él; y la muerte, vencida, no puede conservar su presa: el Cristo
resucita y engrandecido por el sacrificio ocupa, al lado del Padre, un
lugar más eminente aún que antes de su encarnación.

Tal es el misterio exaltador, hasta entonces escondido, que Pablo tiene la


misión de proclamar. El drama del calvario, que para los primeros
discípulos plantea un problema tan difícil, para él responde a una
necesidad absoluta: es la encrucijada de la historia del mundo, el
cumplimiento del plan providencial. De todo el tránsito terrestre de Jesús,
sólo conserva Pablo este último episodio, que sitúa en el centro de su
predicación: "Nosotros predicamos a Cristo crucificado, a los judíos
ciertamente tropezadero, y a los gentiles locura; empero a los llamados,
así judíos como griegos, Cristo potencia de Dios y sabiduría de Dios" (I
Cor., 1, 23).

No quedarán plenamente realizados los frutos de esta redención hasta el


fin de los tiempos, con la Parusía, por la resurrección universal, cuando

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los elegidos tomen a su vez ese cuerpo espiritual que ya es el de Cristo


glorificado. Pero a partir de entonces, los fieles salvados-por la gracia
divina y por la fe, es decir, por el abandono total y confiado en la virtud
redentora de Cristo, toman parte en la vida eterna en la medida en que
toman parte en Cristo, en que viven en Cristo. El cristiano, en comunión
mística con Cristo Espíritu, se libera como él y por él, de la tiranía de la
carne, mata el pecado y se eleva así a la cualidad de espiritual: se
convierte en miembro de Cristo por su integración a la Iglesia, que es su
cuerpo (Col., 1, 18, 24). Porque la mística paulina no es individualista,
sino eclesiástica y —como veremos— sacramental.

La más clara consecuencia práctica de esta teología es el rechazo de la


Ley. Hubo un tiempo en que ésta no existía; ha llegado el momento en
que vuelva a no existir. Lo mismo antes que después, en la época de los
patriarcas bíblicos como en la de la Iglesia, la única vía de salvación es la
fe que en adelante y de manera explícita será la fe en Cristo, "fin de la
Ley, para justicia a todo aquel que cree" (Rom., 10, 4). También quedan
definitivamente liberados los judíos, porque en el plano divino la Ley
nunca ha sido más que nuestro "ayo para llevarnos a Cristo" (Gál., 3,
241. Queda así la Ley rechazada en su totalidad, incluidos los preceptos
morales. Lo que no significa que Pablo predique el amoralismo profesado
ulteriormente por algunas sectas gnósticas para las cuales los elegidos,
al haber sido librados del pecado, no podían ser culpables, ni aun cuando
sus actos tuvieran todas las apariencias de serlo si se juzgaban según
los criterios habituales. Las instrucciones morales desarrolladas en cada
una de las Epístolas nos dicen que no es así. La redención libera al
hombre de todos los lazos que le impidan vivir según la voluntad de Dios,
y la Ley es uno de esos lazos. Pero si el cristiano muere por la Ley,
muere también por el pecado; el pecado sigue vivo, con una vida casi
personal; y la existencia del cristiano es un combate perpetuo del
`espíritu' contra la `carne', que no es el cuerpo simplemente, sino el
principio de todo real, de la misma manera que el espíritu es el principio
de todo bien. Donde triunfe el espíritu, la conducta de los fieles estará
conforme con la ley moral, expresión de la voluntad divina, sin estar
sujeta a esa ley, "para que sirvamos en novedad de espíritu, y no en
vejez de letras" (Rom., 7, 6).

En cuanto a. las observancias rituales, no puede caber duda de que


quedan totalmente condenadas. En esta condenación está el origen de
las graves dificultades que encontró Pablo con los judíos, cristianos o no.
Y, junto con el desarrollo de una cristología incompatible con el

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monoteísmo tradicional, fue causa también de que la conversión al


cristianismo se terminase en seguida en Israel.

Junto con la Ley, queda condenada la idea del pueblo elegido. O más
bien, traspuesta. El Israel de Dios, la verdadera descendencia de
Abrahán, son los creyentes, vengan de donde vinieren. En ese momento,
y cada vez más, lo son los gentiles. En cuanto al pueblo judío, Pablo, que
lo ama con todas las fibras de su ser, no se resigna a creerlo
definitivamente enceguecido: se convertirá con el fin de los tiempos. Y la
Biblia, memorial de las promesas divinas, guarda para la Iglesia, Israel
espiritual, todo su valor: es la carta del universalismo cristiano por el cual
"no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita,
siervo ni libre; mas Cristo es el todo, y en todos" (Col., 3, 11) .

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Capitulo V

El conflicto de las observancias

La oposición entre los discípulos de Jerusalén, fieles observantes de la


Ley judía, y San Pablo, que la proclamaba superada y caduca, no solo
tenía un carácter doctrinal. Tocaba también el problema práctico de la
misión con los gentiles. Pablo podía admitir que un judío de nacimiento,
por razones sentimentales o por simple debilidad, siguiese aceptando las
prescripciones rituales. El mismo lo hizo algunas veces, cuando el
apostolado parecía exigírselo: "Heme hecho a los judíos como judío, por
ganar a los judíos; a los que están sujetos a la Ley (aunque yo no sea
sujeto a la Ley) como sujeto a la Ley, por ganar a los que están sujetos a
la Ley" (I Cor., 9, 20). Pero por el contrario, no podía aceptar que se
impusiese a los gentiles conversos, como condición sine qua non de su
admisión en la Iglesia, la observancia judía, para lo cual debían hacerse
judíos al mismo tiempo que cristianos. Pero así es como lo entendían en
Jerusalén.

La actividad misionera se aisló estrictamente en Israel al principio, y todo


hace suponer que, para empezar, ni siquiera pensaron en la posibilidad
de hacer propaganda entre los gentiles. La consigna que Mateo (10, 5-6)
—el único entre los cuatro evangelistas— adjudica a Jesús, parece
expresar la línea de conducta adoptada por la comunidad primitiva: "Por
el camino de los gentiles no iréis, y en ciudad de samaritanos no entréis;
mas id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel". El episodio de la
sirio-fenicia (Marcos, 7, 24-30; Mateo, 15, 21-28), en el cual Jesús duda
en curar a la hija porque "no es bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a
los perrillos", pero cuya fe acabó por vencer sus dudas, ilustra la misma
tendencia. Puede inferirse legítimamente que los jerosolimitanos
entendían no admitir a los paganos más que de manera excepcional, por
medidas individuales, y con las condiciones normalmente previstas para
el acceso al judaísmo de los prosélitos. El episodio de la conversión de
Cornelio, en el que Pedro mismo defiende el punto de vista que será el

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de Pablo y hace que lo admitan todos en Jerusalén, es de lo más


dudoso: trata de atribuir al jefe de los Doce una medida de importancia
capital para el porvenir del cristianismo; y al mismo tiempo atribuye a los
dos apóstoles una identidad de ideas que no fue tan perfecta ni mucho
menos.

De hecho, los primeros no-judíos convertidos al cristianismo lo fueron,


según los Hechos, por griegos discípulos de Esteban. Aquí, y no en el
episodio de Cornelio, tan torpemente intercalado entre dos menciones
del apostolado de los griegos (8, 4 y 11, 19), es donde tiene que verse el
principio de la misión entre los paganos. Los Doce no tienen nada que
ver. Están ante un hecho consumado. Puede pensarse que si los griegos
dispensaban a sus conversos de la observancia de la Ley ritual, lo hacían
por razones prácticas de eficacia. Con San Pablo, el problema se eleva
al plano de los principios y de la doctrina: "porque si por la Ley fuese la
justicia, entonces por demás murió Cristo" (Gál., 2, 21). Desde entonces
el conflicto era fatal.

Tenemos que interrogar a Pablo mismo. Su testimonio, que además tiene


el valor del juramento, contradice y permite corregir al de los Hechos
(Gál., 1, 20).

Después de haber afirmado que no podría haber más que un Evangelio,


el que él mismo había predicado a los gálatas y que poseía directamente
de Jesucristo, sin intermediario humano alguno, dice Pablo que después
de su conversión tardó tres años en ponerse en contacto en Jerusalén
con Pedro y con Santiago. Y después no volvió hasta pasados catorce
años —desde el momento de su conversión—, acompañado por Bernabé
y por Tito, pagano convertido pero no circunciso. A pesar de los ardides
de los `falsos hermanos', Pablo se negó a hacer la menor concesión en
sentido judaizante; y —añade él mismo— los notables', es decir,
Santiago, Pedro y Juan, no le impusieron ninguna: "Vieron que el
evangelio de la incircuncisión me era encargado, como a Pedro el de la
circuncisión... , nos dieron las diestras de compañía a mí y a Bernabé,
para que nosotros fuésemos a los gentiles, y ellos a la circuncisión" (Gál.,
2, 7-10).

Pablo recibe, pues, una firma en blanco para la predicación entre los
paganos. Los jerosolimitanos se mantienen, como en el pasado, en la
misión en Israel. El problema parece así resuelto con una distribución de
dominios. Pero en la realidad no lo está. Vuelve a surgir en seguida, por

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causa de una visita de Pedro a Antioquía. Los conversos del judaísmo,


mezclados con sus hermanos gentiles, encuentran natural librarse
también de la Ley ritual y, particularmente, de las prescripciones
alimentarias. Era el precio de la vida de la comunidad. Porque tener
prohibido comer con antiguos paganos suponía hacer imposible hasta la
celebración de la eucaristía, asociada generalmente a una comida
fraternal. Era crear un cisma en la joven cristiandad. Al principio, aceptó
Pedro, sin dificultad, la costumbre local y comió con los gentiles. Pero
después de la llegada de emisarios que Pablo designa explícitamente
como de Santiago, "se retraía y apartaba, teniendo miedo de los que
eran de la circuncisión", y su ejemplo arastró a los otros cristianos
israelitas, y aun a Bernabé. Pablo reaccionó con vigor: "le resistí en la
cara, porque era de condenar".

La diferencia esbozada en los Hechos tiene una perspectiva muy distinta.


En el capítulo 15 nos enteramos que unos cristianos anónimos, llegado a
Antioquía, de Judea, pretendían obligar a los paganos convertidos a que
se circuncidasen. Entonces, Pablo, Bernabé y otros, mandados por la
comunidad, fueron a Jerusalén a consultar con los Apóstoles. Dieron
cuenta de su acción misionera ante los hermanos reunidos. Unos
fariseos convertidos proclaman la necesidad de imponer a los nuevos
gentiles adeptos la circuncisión y toda la Ley. Pero Pedro, invocando su
propio apostolado entre los gentiles —se trata, evidentemente, de la
conversión de Cornelio—, proclama, en un discurso de espíritu muy
paulino, la inutilidad de la Ley y la salvación por la gracia de Cristo, tanto
para los judíos como para los gentiles. Interviene Santiago, a su vez, y
propone una solución intermedia: no se impondrá a los paganos
convertidos "ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os
abstengáis de cosas sacrificadas a ídolos, y de sangre, y de ahogado, y
de fornicación" (Hechos, 15, 28-29). Todas estas prescripciones tienen
carácter ritual, pero no moral. La prohibición de la sangre concierne a la
carne de animales sacrificados de manera distinta a la indicada por las
reglas mosaicas; y la fornicación no se refiere a la desvergüenza sexual,
sino al matrimonio entre parientes de un grado prohibido por Ley judía.

El texto de los Hechos y el de Pablo, al parecer, se refieren-a un mismo


episodio, que a veces las historias eclesiásticas llaman, con un término
un poco ambicioso, el concilio de Jerusalén. Pero hay entre los dos
algunas contradicciones evidentes. Los Hechos callan el incidente de
Antioquía y la palinodia de Pedro. A este último le otorgan, junto con el
título de Apóstol de los gentiles, que nunca dejó de reivindicar de manera

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exclusiva Pablo, una actitud invariablemente favorable a la admisión


incondicional de los gentiles, haciendo de él el primer campeón de la
libertad cristiana en cuanto a la Ley se refiere. Santiago, a quien Pablo
denuncia, de manera apenas velada, como instigador de los ardides
judaizantes en Antioquía, aparece aquí como partidario del apostolado
entre los gentiles y como negándose a imponerles la circuncisión como
querrían los extremistas. Pero la contradicción mayor es que según
Pablo no se había puesto ninguna condición a este apostolado salvo
"recordar a los pobres", es decir, llevar a Jerusalén la ayuda financiera de
las comunidades del exterior, mientras que en los Hechos se le fijan
condiciones muy precisas y de carácter ritual que, contra todas las
apariencias, Pablo habría aceptado.

Con otras palabras, los Hechos reducen el conflicto, cargando las


maniobras judaizantes a un grupo de fariseos convertidos,
desautorizados por los jefes de la Iglesia de manera unánime. Como los
intransigentes pretendían imponer la circuncisión, el decreto apostólico
parece, por contraste, una victoria de Pablo. Pero la realidad es otra: sin
negarse a sí mismo, Pablo nunca habría podido suscribir tal documento.
El conflicto real es mucho más grave: rompe esa hermosa unidad del
frente eclesiástico que nos describen los Hechos. Entre Pablo, decidido
campeón de la libertad cristiana, y Santiago, convencido de la necesidad
de las observancias no solamente para los hermanos de raza, sino
también para los paganos, aunque las reduzca a lo esencial; es decir, en
definitiva, entre dos concepciones del cristianismo, Pedro duda y no
acaba de decidirse.

Pretender la solución de estas contradicciones y la concordancia de los


datos de los Hechos con los de la Epístola a los gálatas, sería inútil. En
caso de elegir, no se dudará en seguir a Pedro, testigo ocular, más bien
que al autor de los Hechos. Pero hay que tratar de explicar estas
discordancia. Porque nada hay que nos autorice a relegar a la categoría
de mito el decreto apostólico de que nos hablan los Hechos.

La explicación más plausible es que las decisiones codificadas por el


decreto, lo fueron, no en el momento en que tuvo lugar la conferencia de
Jerusalén, y en presencia de Pablo, sino después de su marcha, en un
momento que no se puede fijar con exactitud. ¿Cuál es la razón del
cambio? Seguramente, los jerosolimitanos se dieron cuenta, después de
irse él, que en la entrevista con Pablo no habían visto todos los aspectos
del problema. Solo habían contemplado la existencia de comunidades

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uniformes, judías, por un lado —y para éstas seguía manteniéndose la


Ley—, o paganas, por el otro —y a éstas se les dispensaba de toda
observancia—. Explícitamente no habíais previsto el caso de las
comunidades mixtas. Pablo las asimiló espontáneamente a los grupos
pagano-cristianos. En Jerusalén, por el contrario, decretaron después por
una decisión unilateral, que tenían que aceptar una parte de la Ley al
menos.

Es probable que haya una relación entre el decreto apostólico así


explicado y el incidente de Antioquía, ya sea que haya que reconocer en
"las gentes llegadas de parte de Santiago" a los portadores de la carta
—y serían en tal caso la causa del incidente—, ya sea mas
probablemente, que fuese la carta provocada por el incidente y que así
se previniese su repetición. Pero en todo caso hay una cosa que parece
cierta: lejos de haber estado presente cuando la redactaron, Pablo sólo la
conoció oficialmente al final de su carrera; durante su última visita a
Jerusalén, según los Hechos, Santiago le informa de una novedad que
visiblemente ignora: "cuanto a los que de los gentiles han creído,
nosotros hemos escrito haberse acordado que no guarden nada de esto;
solamente que se abstengan de lo que fuere sacrificado a los ídolos, y de
sangre, y de ahogado, y de fornicación" (21, 25).

Si el autor de los Hechos, aunque mal informado de las circunstancia de


su promulgación, ha conservado el texto, al menos de manera
aproximada, puede tenérselo por auténtico. Importa, pues, medir
exactamente su significado y todo su alcance.

El mínimo de observancias rituales codificado en el decreto se identifica,


en lo esencial, con los mandamientos llamados noéticos, es decir,
revelados a Noé, padre de las razas humanas y destinados así a todos
los hombres (Gén., 9, 1 y sigs.); en las costumbres rabínicas eran los
estatutos de los paganos judaizantes que, sin llegar a la conversión total,
sellada por la circuncisión, aceptaban la fe monoteísta y la moral del
decálogo. Imponer este código a los cristianos provenientes del
paganismo equivalía a hacer también de ellos unos "temerosos de Dios"
o semiprosélitos; de la Iglesia de los gentiles, una simple prolongación de
Israel; de sus miembros, fieles de una segunda zona en relación con los
judeo-cristianos de observancia total; y de su cristianismo, una especie
de judaísmo rebajado.

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Para el autor de los Hechos no hay duda de que el decreto, aceptado por
Pablo —él mismo, escoltado por dos fieles de Jerusalén, lo lleva a
Antioquía—, fue aplicado en todas partes. Se puede inferir que en sus
tiempos estaba en vigor en la mayor parte de las iglesias, incluidas las
fundadas por Pablo. Sabemos, en realidad, por testimonios muy
precisos, que mucho después de la época apostólica, y en regiones que
no fueron alcanzadas por la primera ola misionera, seguían
observándolo. A las acusaciones de antropofagia que la malignidad
pagana hacía contra los cristianos, los apologistas (Minucio Félix,
Octavius, 30, 6; Tertuliano, Apologética, 9), y también los mártires de la
persecución de Lyon de 177 (Eusebio, Historia Eccl. 5, 1) contestan:
"Cómo podríamos comer carne humana si nos está prohibido consumir
hasta la sangre de los animales" y, precisa Tertuliano, "la carne de
animales ahogados o reventados"? Y el mismo Tertuliano añade que uno
de los procedimientos de los paganos para tratar de que los cristianos
incurrieran en apostasía, era el de ofrecerles morcillas. Se trata de
testimonios relativos a la Iglesia de Occidente, donde el decreto
apostólico cayó en desuso, aunque muy lentamente, porque San
Agustín, a fines del siglo IV, ironiza a propósito de los fieles que se creen
con la obligación de observarlo. Por el contrario, en la Iglesia Oriental,
varios concilios provinciales estiman necesario en los siglos V y VI que
se recuerden las prohibiciones apostólicas en materia de alimentos, que
conservan su fuerza de ley. Su significado seguramente ya no es
exactamente el mismo que en sus orígenes. Si nos mantenemos en la
época apostólica, veremos que muestran una huella singularmente fuerte
de las normas judaicas, planteando así el problema de la importancia
relativa del cristianismo paulino en la Iglesia naciente.

El lugar que Pablo ocupa en los Hechos, de cuyos 28 capítulos, 15 le


están dedicados, y el que ocupan sus Epístolas en el Nuevo Testamento,
llevarían a pensar que la historia de la primera misión se identifica con la
de su apostolado, y que la cristiandad griega se confunde con la
cristiandad paulina. No queda ninguna duda de que haya desempeñado
un papel capital en la génesis de la Iglesia y que, particularmente, sea
obra suya la autonomía cristiana. Si se considera la historia del
cristianismo en su conjunto, la figura de Pablo es de primerísima
importancia. No pueden concebirse sin él los desarrollos posteriores ele
la teología cristiana: no podría comprenderse ni a San Agustín ni a la
Reforma, ni las más recientes manifestaciones del pensamiento católico
o protestante si hacemos abstracción de Pablo. Pero si solo
contemplamos la primera generación y sus resultados inmediatos, es

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indispensable precaverse contra un error de apreciación posible, debido


al carácter tan unilateral de nuestra documentación.

Al menos por comparación, tenemos bastantes noticias de Pablo; pero


tenemos pocas de sus émulos. Si el autor de los Hechos le otorga tanto
espacio es porque, sin duda, quedó sorprendido por la amplitud de sus
actos. Pero puede suponerse también que no sabía mucho de los otros
misioneros. Si hubiesen dejado éstos cartas capaces de rivalizar con las
de Pablo, seguramente se iluminarían las cosas con una luz muy distinta.
Resulta característico que en comparación con las Epístolas paulinas, el
Nuevo Testamento no haya conservado más que cartas de alcances
teológicos mucho más modestos y, en general, apócrifas casi
seguramente, aunque imputadas a los grandes nombres de la
generación apostólica. Podría admitirse que no hubo en las cercanías de
Pablo ninguna personalidad de una magnitud comparable con la suya.
Sería muy aventurado admitir a la vez que hizo a imagen suya toda la
Iglesia de los gentiles.

El dominio propio de Pablo es Asia Menor y Grecia. Pero aquí, aún


cuando él vivía, fueron enérgica y, a veces, victoriosamente combatidas
sus ideas. Para convencerse basta con leer sus epístolas y
particularmente las dirigidas a los corintios y a los gálatas que permiten
apreciar todo el alcance del conflicto de las observancias. Pablo combate
con vigor la elección de misioneros anónimos que, recién llegados de sus
sedes, corrigen sus enseñanzas, predican otro evangelio que corrompe
el de Cristo, y a otro Jesús (Gal., 1, 617; II Cor., 11, 4). El contexto aclara
las alusiones, a las cuales sirven de eco las palabras que atribuyen a
Pablo los Hechos en el discurso de adiós a los Ancianos de la Iglesia de
Éfeso (Hechos, 20, 29-30).

No todos los errores y los abusos que denuncia Pablo en Corinto son de
carácter judaizante. Algunos traducen la supervivencia de mentalidad y
concepciones paganas, por ejemplo, a propósito de la resurrección de los
muertos y en materia moral. Pero cuando Pablo, aun considerando una
vana observancia el hecho de abstenerse de comer las carnes inmoladas
a los ídolos, admite, sin embargo, que tal vez sea necesario acatarla para
no escandalizar a los débiles y a los retrasados, tenemos una concesión
manifiesta según el punto de vista judeo-cristiano, tal como se expresa
en el decreto apostólico (I Cor., 9). En cuanto a los gálatas, la situación
es aún mucho más clara: la crisis de las iglesias de esta región se debe a
maniobras judaizantes. A los paganos convertidos no se pretende

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imponerles solamente las prescripciones alimentarias, sino la totalidad de


la Ley, y particularmente la circuncisión y la observancia de las fiestas
judías (Gál., 4, 10; 5, 2 y sigs.).

No denuncia Pablo por sus nombres a los iniciadores de este


movimiento. Sin embargo, no hay duda sobre su identidad. Hay en
Corinto un partido de Cefas, es decir, de Pedro (I Cor., 1, 12), como hay
un partido de Apolo. Pero en tanto que Pablo considera a Apolo como su
hijo espiritual y se indigna de que alguien pueda oponérsele (I Cor., 2, 3 y
sigs.), observa un silencio elocuente sobre sus propias relaciones con
Cefas. No es necesario suponer que Pablo fuese personalmente a
Corinto. Basta con que otros, de manera más o menos legítima, hayan
sido sus representantes. Las cartas de recomendación que algunos
exhiben para garantizar su apostolado (II Cor., 3, 1) no podían provenir
sino de una autoridad indiscutible, es decir, de los Doce, o de uno de
ellos, de Santiago. Así se explican los esfuerzos hechos por Pablo para
demostrar que su apostolado no es inferior al de los de Jerusalén. Y
cuando habla, con amargura e ironía, de los `sumos apóstoles' (II Cor.,
11, 5; 12, 11), se trata evidentemente de Pedro y de Santiago, a quienes
en otras partes se les llama las columnas' (Gal., 2, 6-9).

Ignoramos cómo se resolvieron estas crisis. Pero podemos pensar que


no lo fue precisamente por una victoria indiscutible de Pablo. Las
epístolas citadas nos muestran su inquietud. Cuando volvió Pablo a
Jerusalén hacia el año 58, un tanto intranquilo por la recepción que le
observaban, seguramente fue para evitar una ruptura profunda y para
que le confirmaran de nuevo la legitimidad de su apostolado. Santiago
obtuvo de Pablo que se comportase como un buen israelita, asociándose
a los votos hechos en el Templo por cuatro judíos piadosos, y justifica así
su petición: "todos entiendan que no hay nada de lo que fueron
informados acerca de ti; sino que tú también andas guardando la Ley"
(Hechos, 21, 23 y siguientes).

El testimonio de los Hechos induce a pensar que el decreto apostólico y


el judeo-cristiano mitigado que aquél codifica, fueron aceptados y
practicados por el conjunto de la cristiandad naciente; es decir, no solo
en las regiones a las que Pablo aún no había ido, sino también en las
comunidades fundadas o visitadas por él. Y es posible que algunas de
esas iglesias siguiesen, como las de los gálatas, por las vías de la
observancia judía, más allá de ese mínimo impuesto. Pero al mismo
tiempo que la Ley ritual, los cristianos jerosolimitanos proponían a los

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fieles una doctrina y, sobre todo, una cristología muy distintas de las de
Pablo. Entre los que comprendieron realmente el pensamiento del
Apóstol, ¿cuántos fueron capaces de defenderlo contra "otro evangelio",
más accesible para las inteligencias medias? Los consecutivos avances
de la teología cristiana primitiva inducen a pensar que no fueron muchos.

Con este propósito se suele hablar de un eclipse del paulismo durante la


segunda generación cristiana. Lo que supone admitir tácitamente que la
primera, sin discusión posible, estuvo dominada por él, en el sector de
los gentiles por lo menos. En realidad, mientras él vivió es posible que la
autoridad del Apóstol no fuese sino precaria y poco segura. Si así es, el
cristianismo moralizante y el nuevo legalisino característicos de fines del
siglo s y de principios del si se unen en línea recta, sin interrupción, con
el jadeo-cristianismo mitigado del decreto apostólico'. No es, pues,
necesario insertar entre el período de los orígenes de la comunidad de
Jerusalén y el de los epígonos otro período propiamente paulino. Más
que de eclipse, en la segunda generación, de lo que habría que hablar es
de rehabilitación. Porque si las Epístolas pastorales solo representan un
paulismo algo degradado, si los escritores de comienzos del siglo II, a
quienes llamamos Padres apostólicos, muestran un conocimiento y una
inteligencia algo parciales de los temas fundamentales, el Evangelio de
Juan, por lo menos, que pertenece al mismo período, representa la línea
de Pablo, en la medida en que el pensamiento poderoso y creador de su
autor puede ser explicado por el de un antecesor. En los otros
Evangelios reaparecen también los elementos paulinos con una claridad
desigual. Si, dejando aparte el cuarto Evangelio, en estos escritos no lo
encontramos de manera más aparente, la causa no es hostilidad de
principio, sino, simplemente, la dificultad intrínseca que presenta un
pensamiento difícilmente accesible y poco propicio para la vulgarización.

Hay que situar en la misma época la constitución y la difusión del Corpus


paulino Las Epístolas, poco conocidas hasta entonces según parece,
fuera de las comunidades a las que fueron destinadas, se han convertido
en patrimonio de la Iglesia universal. Es el signo más claro del
semidesquite póstumo del Apóstol. La causa mayor debe buscarse en los
acontecimientos del año 70, cuyas considerables consecuencias para el
porvenir del cristianismo veremos más adelante.

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Capitulo VI

La vida de la Iglesia

El historiador que se esfuerce por reconstruir las primeras comunidades


cristianas en sus instituciones, sus ritos, sus creencias, se encontrará un
tanto incómodo ante la disparidad de la documentación: las cartas del
Apóstol nos informan con precisión suficiente sobre las iglesias de tipo
paulino; pero no disponemos, por el contrario, de ningún texto que nos
venga directamente de la Iglesia de Jerusalén, o de sus filiales, que solo
conocemos en forma indirecta; y, en los Hechos, nos es difícil separar del
relato lo que es realidad original y los elementos secundarios con que el
autor enriqueció su cuadro, proyectando sobre el período apostólico lo
que existía en sus tiempos. Pero podemos comprobar dos hechos por lo
menos: los antagonismos, de principios o de personas, por muy violentos
que fuesen a veces, no llegaron a romper la unidad fundamental del
cristianismo primitivo. Pablo quería estar seguro de su total autonomía,
pero le preocupaba también mantener su Evangelio concordante con el
de Jerusalén, y reforzar el acuerdo allí donde existía: "un Señor, una fe,
un bautismo" (Efesios, 4, 5). Pero esta unidad está lejos de ser
uniformidad también: el contenido preciso de la fe, la idea del Señor o del
bautismo difieren en Corinto y en Jerusalén. Sin hablar de la cuestión de
las observancias, sobre la cual se oponen de manera irreductible Pablo y
Santiago, los dos tipos de cristianismo que personifican están muy lejos
de coincidir perfectamente. Los textos ilustran esta dualidad. Pero puede
hablarse, con fundamento, de pluralidad. Porque entre estas dos formas
extremas hay lugar para muchos matices, revelados o entrevistos a
través de los escritos del Nuevo Testamento. Adopta diversas
interpretaciones la catequesis evangélica común, como son diversos los
ministerios y las formas del culto del cristianismo naciente.

Por mucho que nos remontemos, nos aparece éste realizado en una
sociedad religiosa cuya organización ha ido precisándose y
uniformándose. Tenemos los elementos desde el principio; aunque a

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veces se haya dicho, no son incompatibles, en absoluto, con la espera de


la Parusía inminente. Aparentemente, el colegio apostólico, esqueleto de
la primera comunidad, tenía también que constituir en el pensamiento de
los Doce los marcos del Reino: "Cuando se sentará el Hijo del Hombre
en el trono de su gloria, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos,
para juzgar a las doce tribus de Israel" (Mateo, 19, 28).

Mientras esperan esa misión escatológica, presiden los destinos de la


Iglesia de Palestina. Si puede decirse, su autoridad tiene un carácter
histórico: fueron los íntimos de Jesús y él los eligió; y fueron los primeros
en ver a Jesús después de su resurrección. Ignoramos casi todo de sus
personas y de la función por ellos desempeñada en la misión,
exceptuando al trío evangélico Pedro, Juan y Santiago llamado el Mayor,
a quien sustituye después su homónimo, Santiago llamado el Justo, al
cual pone en plano de igualdad con los Doce el prestigio que le confiere
ser hermano del Señor, y que acaba por ocupar la cabeza de la Iglesia
de Jerusalén. Ésta, tanto en el estadio apostólico como en el 'dinástico'
se nos presenta con una sólida estructura. Las visitas de inspección de
Pedro y de Juan por Judea y Samaria, después de la misión de los
griegos (Hechos, 8-9), los viajes de Pedro a Antioquía y a otros lugares,
la contra propaganda judaizante, sistemática y metódicamente hecha por
donde Pablo pasaba, muestran la voluntad de la Iglesia-madre —muy
reservada, al principio, en cuanto a la misión entre los paganos— de
colocar bajo su autoridad a la cristiandad naciente y de modelarla a su
propia imagen.

La organización de las comunidades paulinas es, por el contrario, mucho


menos rígida. En tanto que los Doce trataban de concentrar en sus
manos cuanto era esencial para las funciones espirituales, vemos aquí
una diferenciación especializada. La autoridad es de orden carismático;
lo que califica para desempeñar los ministerios eclesiásticos, tan diversos
como las formas de efusión espiritual, no es la familiaridad o el
parentesco con Cristo 'según la carne', sino el llamado del Espíritu. Los
hay, hombres o mujeres, que han recibido el don de curar o de hacer
milagros; otros, el de 'hablar lenguas'; es decir, proferir palabras
misteriosas bajo el efecto de la inspiración que, para hacerse inteligibles
por los fieles en general, necesitan serles traducidas por los que tienen el
don de interpretar. En el milagro de Pentecostés —"oyó cada uno hablar
a los Apóstoles en su propia lengua"— sin duda hay que ver uno de esos
casos de glosolalia que el autor, que escribía en una época en que ya no
se producían, interpreta con un sentido distinto.

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La multiplicidad de esos dones carismáticos, que sin cesar se producían


en las comunidades, podía dar un aspecto caótico y turbio á las
asambleas cristianas. Es posible que con el pretexto de la inspiración
tuviesen lugar algunas escenas poco edificantes de vaticinios histéricos.
A Pablo le preocupaba neutralizar ese fermento anárquico y da directivas
prácticas para el buen uso de los dones (I Cor., 14). Establece una
jerarquía entre ellos, según el beneficio espiritual que procuren a la
sociedad. Trata de limitar el papel de las mujeres en el culto. Por encima
de la diversidad inestable de los dones que pueden llamarse ocasionales,
destaca con un vigoroso relieve la tríada de las funciones mayores que,
aunque también sean carismáticas en su principio, tienen un carácter de
permanencia y de estabilidad del que depende la vida de la Iglesia: "Dios
puso en la Iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero
doctores" (I Cor., 12, 28). Profeta no es única ni necesariamente el que
predice el provenir, sino más bien el que habla de una manera inteligible
—por oposición con el glosólalo—, inspirado, por el Espíritu y para
edificación de sus hermanos. El doctor, equivalente cristiano del rabino
judío, tiene funciones de enseñanza. Interpreta la Escritura, catequiza a
los neófitos, sostiene la controversia con judíos y paganos. En cuanto al
apóstol, si está nombrado el primero es porque es el heraldo del
Evangelio, el que habla en nombre de Cristo. La función de los profetas y
de los doctores está centrada en la comunidad; el apóstol actúa afuera
también: es el elemento de choque. Su función, en cierta forma, resume
y engloba a las otras dos y las amplía a las dimensiones del campo
misionero.

En el caso de Pablo, la primacía del apóstol es muy efectiva: ejerce


autoridad sobre todas las comunidades que considera suyas; tiene con
ellas el papel que los Doce o Santiago desempeñan en Palestina y le
disputan en otros sitios. Así, gracias a los lazos personales, se introduce
en la aparente anarquía de las comunidades paulinas un principio de
estabilidad. Durante la segunda generación, se precisará con un sentido
estrictamente institucional. Ya en la época apostólica, los obispos o
vigilantes, y los diáconos mencionados por Pablo (Fil., 1, 1), los
presbíteros o ancianos nombrados en los Hechos varias veces,
representan funciones eclesiásticas, administrativas sobre todo, según
parece, a las cuales se accedía no por una orden directa llegada desde
arriba, sino por elección de la comunidad. Su importancia crecerá
después. Se asiste a una transposición ya indicada en las Epístolas
pastorales. Desaparecen los ministerios carismáticos. Pero sus

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atribuciones se concentran en los ministerios institucionales, cuyos


titulares tienen calidad para transmitir a su sucesor el carisma del cual
ellos mismos están investidos de manera exclusiva. Toma así forma el
sistema jerarquizado del catolicismo. La ordenación en que descansa se
enuncia en la época apostólica con el rito de la imposición de manos. Lo
practican los que poseen un carisma y en su propio nombre o, más
frecuentemente, en nombre de la comunidad, y confiere al que lo recibe
la autoridad que va unida a un ministerio. El rito se practica también con
los enfermos para curarlos. Pronto acompañará también al bautizo. En
todos los casos es el signo y el vehículo de la gracia. La Iglesia lo ha
tomado de las costumbres judías.

También se inspiran en el judaísmo las primeras reuniones culturales.


Existió sin duda una gran diversidad en la materia, particularmente donde
dominaban los ministerios; carismáticos: no es comparable en absoluto
con el riguroso canon de una misa católica; pueden encontrarse
paralelos más bien en los conventículos de las sectas anglosajonas y de
sus asambleas de `despertar'. Es muy posible, sin embargo, que algunas
iglesias por lo menos adoptasen y adaptasen los elementos
fundamentales del culto de las sinagogas: oración, lectura e
interpretación de la Biblia, predicación, canto de los salmos. Pero se
desarrolla poco a poco una liturgia propiamente cristiana, cuyos primeros
lineamientos pueden percibirse desde el principio: el "Padre Nuestro" con
su doble origen (Mateo, 6, 9-13; Lucas, 11, 2-4) y los cánticos que Lucas
pone en boca de distintos personajes evangélicos (1, 46-55, 68-79; 2, 29-
32), son algunas muestras que han sido conservadas para nosotros. El
acento es aún auténticamente judío. Pero la esperanza de que hablan es
la que se tiene en el Cristo Jesús. Está de pronto en el centro del culto
cristiano, renueva el sentido de las formas consagradas y de los viejos
ritos, y hace nacer otros nuevos.

La comunidad de Jerusalén, como hemos visto, distribuía su vida cultual


entre el Templo y las reuniones a domicilio, teniendo éstas función de
asamblea de la sinagoga. Sigue observando los preceptos rituales, el
sábado y el ciclo de las fiestas anuales. Pero el domingo, día de la
Resurrección, se añade ya al sábado; y la dualidad de esta fecha
semanal indica la doble fisonomía de esta iglesia, que es judía y cristiana
a la vez. Entre los gentiles, los hábitos judíos se practican aunque en
forma mucho menos tiránica. Poco a poco nacerá del calendario judío el
calendario cristiano: se conmemorará, en el momento de la Pascua, la
pasión de Cristo y, en Pentecostés, el descendimiento del Espíritu Santo.

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El descanso sabático se observó en algunas regiones hasta una fecha


bastante avanzada. Pero el día sagrado por excelencia es, en todas
partes, el domingo, `día del Señor', que conmemora, cada semana, la
Resurrección.

La liturgia dominical culmina, desde el principio, con la Cena, que en los


Hechos se llama la partición del pan. Sus orígenes han dado lugar a
muchas controversias. Y si aún subsisten algunos puntos oscuros, se ha
establecido al menos que sus orígenes son judíos. En la forma, el rito
procede directamente de la liturgia doméstica judía y, con más precisión,
tal vez de las comidas de las cofradías, donde la manducación de un
mismo pan y la participación de una misma copa de vino, previamente
bendecidos, simbolizaban y cimentaban la unión fraternal de los
participantes. Al parecer, Jesús practicó el rito, con predilección, con sus
discípulos. Al hacer la última comida —fuese o no fuese una comida
pascual, ya que sobre este punto se contradicen los Sinópticos y el
Cuarto Evangelio—, la relacionó de manera misteriosa con su muerte
inminente, haciendo del pan partido el símbolo de su cuerpo que iba a
ser entregado y castigado. Además de otras ocasiones, el Resucitado se
aparece a sus discípulos cuando están celebrando las comidas en
común (Hechos, 10, 41), y los discípulos de Emaús le reconocen al partir
el pan (Lucas, 24, 30-31). Después, cada vez que repiten el gesto
familiar, los cristianos sienten, de manera particularmente intensa, la
invisible presencia de su Maestro. Se explica así la atmósfera de
ferviente alegría que rodea a ese rito (Hechos, 2, 46), rito de acción de
gracias, `eucaristía'. Porque, junto con la última Cena que tuvo lugar
antes de la Pasión, nos recuerda todas las comidas hechas con Jesús, y
también, posiblemente con más importancia aún, una anticipación del
banquete mesiánico del que participarán los discípulos junto con él,
llenos de alegría en el Reino, que desean fervientemente: "Maranatha,
ven nuestro Señor" (I Cor., 16, 22; cf. Apoc., 22, 20).

De la Cena, que se celebra cuando se hace una comida de la


comunidad, participan solo los miembros regulares de la Iglesia; es decir,
excluidos los catecúmenos, todos aquellos que han recibido el bautismo.
Aun es más difícil aclarar los orígenes del bautismo que los de la
eucaristía. La tradición cristiana atribuye su institución a Cristo. Pero no
puede confiarse en las últimas palabras de Mateo, cuando dice que
Jesús ordenó a sus discípulos que bautizasen en todos los países "en
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo". La verdad es que la
generación apostólica ignoraba totalmente esta fórmula trinitaria, tan

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inesperada en su boca. Pero si ninguna otra cosa nos permite pensar


que Jesús bautizase, el bautismo se practicó de todas formas desde los
comienzos de la Iglesia. No es, sin embargo, una creación original del
cristianismo, de la misma manera que tampoco lo es la partición del pan.
El bautismo acompañaba normalmente a la circuncisión de los prosélitos,
sin hablar de las abluciones rituales practicadas por el judaísmo común.
Lo practicaban también muchas sectas judías, entre otras las de Juan,
llamado el Bautista, que anunciaba la llegada del Reino y que predicaba
"el bautismo del arrepentimiento para remisión de pecados" (Marcos, 1,
4). Ya que también Jesús fue bautizado por Juan, tenemos que buscar
los antecedentes del rito cristiano en el bautismo practicado por él y
también en el de los prosélitos. Con el primero queda emparentado por
su significación penitencial y escatológica: ya que no instrumento del
perdón, es signo del arrepentimiento para alcanzar el Reino. Y recuerda
tanto al segundo como al primero por su carácter de rito de aceptación:
es el sello de la fe y separa a los elegidos de los infieles, judíos o
paganos.

Pero tiene dos aspectos que le confieren originalidad propia: está


administrado en nombre de Cristo y llega consigo la efusión del Espíritu:
"Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de
Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu
Santo" (Hechos, 2, 35). ¿Son estos aspectos los primitivos, o solo
aparecieron después, en los medios del paulismo griego? Resulta difícil
pronunciarse, porque los textos aún un tanto oscuros en este punto.
Oponen a veces el bautismo de agua practicado por Juan y el bautismo
de Espíritu que es el de los cristianos. En los Hechos (19, 1 y sigs.) se
cita el caso de unos discípulos que habían recibido el bautismo de Juan y
fueron bautizados de nuevo por Pablo " en el nombre del' Señor Jesús".
En este caso, son, indudablemente, miembros de la secta bautista, y
resulta curioso que el autor los califique de discípulos. Tal vez haya que
reconocer en ellos a fieles del tipo judeo-cristiano más arcaico y admitir
que el bautismo de la primera comunidad no se diferenciaba en absoluto
del de Juan. Debe notarse, además, que la efusión del Espíritu es
consecutiva al bautismo, pero no provocada por él: se opera por la
imposición de manos. Los dos ritos se asocian frecuentemente, ya que
no siempre van juntos: a veces los separa un largo lapso. Pero los textos
no están de acuerdo ni con el orden de la sucesión ni con los efectos
respectivos: la precedencia la tiene tanto el uno como el otro, y el don del
Espíritu no está estrictamente unido al uno ni al otro. En la doctrina y en
la práctica de la Iglesia primitiva se ven, pues, muchos tanteos antes de

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que, como complemento del bautismo, acabe por tomar cuerpo el


sacramento de la confirmación.

El bautismo, administrado en nombre de Jesús, establece una estrecha


unión entre el creyente y Cristo. Esta idea adquiere en Pablo una fuerza
y significación muy particulares, como nos dice la fórmula `bautizados
para Cristo' o `en Cristo' (eis Christon, Gil., 3, 27; Rom., 6, 3); no se trata
ya, pues, solo de pertenencia, sino de unión, de asimilación del creyente
al Cristo. ¿Cómo debe entenderse esto? Encontramos la respuesta en la
Epístola a los romanos (6, 2 y sigs.), donde Pablo escribe: "Porque los
que somos muertos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿O no sabéis
que todos los que somos bautizados en Cristo Jesús, somos bautizados
en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él a muerte por
el bautismo; para que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria
del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida. Porque si
fuimos plantados juntamente en él a la semejanza de su muerte, así
también lo seremos a la de su resurrección. Sabiendo esto, que nuestro
viejo hombre juntamente fue crucificado con él, para que el cuerpo del
pecado sea deshecho, a fin de que no sirvamos más al pecado ... Y si
morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo
que Cristo, habiendo resucitado de entre los muertos, ya no muere: la
muerte ya no se enseñoreará más de él." El bautismo se halla así en
relación con la muerte y la resurrección de Cristo. Las reproduce
simbólicamente en la persona del creyente: "Sepultados juntamente con
él en el bautismo, en el cual también resucitasteis con él, por la fe de la
operación de Dios que se levantó de los muertos" (Col., 2, 12). El
descendimiento al baptisterio representa la muerte y el emerger
representa la resurrección. Pero se más que una imagen y un símbolo: el
bautizado, de manera muy real, queda asociado con la acción salvadora
de Cristo; se convierte en "una criatura nueva" (II Cor., 5, 17), "está
vestido de Cristo" (Gil., 3, 27), y en adelante puede decir: "Y vivo no ya
yo, mas vive Cristo en mí" (Gil., 2, 20).

La eucaristía acentúa y refuerza los efectos del bautismo. Según San


Pablo, la eucaristía, en relación con lo que podemos tomar de la Cena
primitiva, ofrece varias características originales. Para la comunidad de
Jerusalén, es un rito alegre y, según la concepción paulina debe
conmemorar la última comida que Jesús hizo con sus discípulos. Jesús
la instituyó explícitamente en ese momento, al dar a los suyos la orden
de repetir el rito "en memoria mía". Como el gesto del Maestro guarda
relación con su muerte inminente, como una especie de anticipación de

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su sacrificio redentor, representa, pues, a la muerte, de la misma manera


que se anunciaba con el sacrificio del cordero pascual, en el que la
tradición cristiana ha visto, a la vez, la imagen de la Cena y la del
Calvario: "nuestra pascua, que es Cristo, fue sacrificada por nosotros" (I
Cor., 5, 7). "Porque todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis
esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga" (Ibíd., 11, 26).

Pero en todo esto hay algo más que un recuerdo y un símbolo. La


eucaristía no solo es un signo, sino también el instrumento de la
comunión mística de los fieles entre ellos y con Cristo. De la misma
manera que el bautismo, pero de manera aún más sorprendente, ya que
se trata de un rito colectivo del que participa toda la asamblea, integra a
los creyentes en la Iglesia, que es cuerpo de Cristo: "Porque un pan, es
que muchos somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel un pan"
(I Cor., 10, 17). Y también: "La copa de bendición que bendecimos, ¿no
es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la
comunión del cuerpo de Cristo?" (Ibíd., 10, 16). Al consumir las especies
eucarísticas, el fiel no solo cimenta su unión con los hermanos en el
`cuerpo místico' de Cristo, que es la Iglesia, sino que además asimila la
sustancia espiritual de Cristo glorificado: "De manera que cualquiera que
comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será
culpado del cuerpo y de la sangre del Señor... Porque el que come y
bebe indignamente, juicio come y bebe para sí, no discerniendo el cuerpo
del Señor" (I Cor., 11, 27-29). No duda Pablo en imputar a esas
comuniones sacrílegas los casos de enfermedad y de muerte que se
producen en la Iglesia. Las reglas que formula, referentes a las comidas
comunitarias, refleja su preocupación por evitar excesos siempre
lamentables: "Cada uno toma antes para comer su propia cena; y el uno
tiene hambre, y el otro está embriagado." Pero reflejan, sobre todo, el
convencimiento de que "la comida del Señor" se distingue,
fundamentalmente e inclusive, de los ágapes culturales en los cuales se
injerta; y Pablo no está lejos de prescribir que esté separada de ellos:
"Pues que, ¿no tenéis casas en que comáis y bebáis? ... Si alguno
tuviere hambre, coma en su casa, porque no os juntéis para juicio" (I
Cor., 11, 21-22, 34).

La admisión al bautismo, y con más razón aún la participación en la


Cena, suponen la fe. La fe cristiana, en su esencia, es abandono
confiado en Cristo y en su poder salvador; en primer lugar, es una
experiencia religiosa. Pero asume en seguida un contenido doctrinario,
cuyos ritos son la expresión concreta, y que va precisándose a medida

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que se difunden por el cristianismo naciente propagandas e ideas que se


juzgan como peligrosas: preparan el camino a las nociones de sana
doctrina, o de ortodoxia, y de herejía, que serán fundamentales en la
teología ulterior, las polémicas de Pablo contra los judaizantes, por una
parte, y contra el contagio ritual, doctrinario y moral de una gnosis
sincretista, por la otra (Col. y Efesios). Y, desde la época apostólica, la
catequesis desempeña en la vida de las iglesias un papel considerable.

Repercute a la vez en la conducta y en la doctrina, inculca a los fieles el


`camino' (odos) y les revela el conocimiento (gnosis). La enseñanza
moral de la Iglesia primitiva parece derivarse en línea recta de la que la
sinagoga griega daba a sus prosélitos. En cuanto al mensaje doctrinal, se
resume desde la época apostólica en fórmulas de fe. Su recitado por un
neófito precedía al bautismo; seguramente se convirtió pronto en parte
integrante de la liturgia de la comunidad; vuelve a encontrarse aquí el
ejemplo de la sinagoga, donde los oficios estaban puntuados con el
recitado del Esquema (Dent., 6, 4), afirmando la unicidad del Dios de
Israel. Las primeras fórmulas de fe cristianas son, como en el Esquema
judío, muy breves. Pero, yendo de suyo la fe en el Dios único, insisten en
lo que de específico aporta el cristianismo en relación con el judaísmo:
Cristo. Como por otra parte `el Espíritu' no está individualizado todavía en
una `persona' divina, en el sentido en que lo entiende la teología trinitaria
de Nicea, sino que a veces está identificado con Cristo (II Cor., 3, 17), las
más antiguas confesiones de fe son binarias —"un Dios, el Padre, del
cual son todas las cosas, y nosotros en él: y un Señor Jesucristo, por el
cual son todas las cosas, y nosotros por él" (I Cor., 8, 6) o, con más
frecuencia, puramente cristológicas —"mas el mismo Señor es (Jesús)" (I
Cor., 12, 5)—. Se afirma así con fuerza el carácter cristocéntrico del
pensamiento y de la de oción cristianos primitivos.

El título de Señor, Kyrios, aplicado a Cristo, está cargado de significado.


Mientras vivía Jesús, los que le seguían le llamaban `maestro': rabbi,
didascalos, es el maestro que enseña. El término Mar, o, con el sufijo
posesivo, Maranos, conservado en una fórmula litúrgica citada por Pablo
(I Cor., 16, 22), representa sin duda la denominación de culto usada en
las comunidades de lengua aramea, empezando por la de Jerusalén;
indica las disposiciones humildemente sometidas del inferior respecto de
su superior, del servidor respecto de su maestro. Tal es, también, el
significado de Kyrios, en el uso griego común. Pero tanto el uno como el
otro tienen, además, una acepción particular y propiamente religiosa. En
el uso rabínico, Mar se aplica a veces a Dios; y Kyrios, en la versión de

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los Setenta, es por excelencia el título del Eterno: traduce el tetragrama


inefable, el nombre divino que ningún judío debe pronunciar, y que
habitualmente transcribimos: Jehová; también traduce Mar en los pasajes
arameos de Daniel (2, 47; 5, 23) en los que esta palabra significa Dios. Si
recordamos, además, que en los usos paganos Kyrios era un título
cultual conferido a muchos dioses y a los emperadores divinizados,
comprenderemos sin dificultad que, transpuesto a Cristo, tiene
resonancias particularmente ricas: para el creyente de origen judío evoca
el Dios de la Biblia, para el converso del paganismo, las figuras de la
teología clásica, oriental o imperial; sitúa a Jesús fuera de la humanidad
normal.

Para los jerosolitnitanos, éste es el caso, aunque su cristología, vista a


través de los discursos de Pedro según los Hechos, es mucho menos
rica que la de Pablo. Para ellos, la eminente dignidad de Jesús no está
dada por toda la eternidad, sino que resulta de una elección particular,
manifestada durante y sobre todo al final de su vida. Jesús es el `santo
servidor' de Dios, marcado por la unción divina (Hechos, 4, 27). Al
considerar sus méritos y su pasión, Dios lo resucitó y luego "le ensalzó a
su diestra por Príncipe y Salvador" (5, 31); y lo hizo "Señor y Cristo" (2,
36). Las etapas esenciales que elevan a Jesús de la condición humana,
a la que pertenece al principio, a esta situación única que nos da el
término de Señor, son bautismo, crucifixión, resurrección y ascensión.
Jesús es así superior a todas las grandezas de la Antigua Alianza. Y
aunque, para sus discípulos, guarde algunos rasgos, es también algo
más que el Mesías, soberano humano de escatología corriente: es el Hijo
del Hombre glorificado.

Con esta perspectiva, que es la de una cristología de adopción, el


tránsito de Jesús comprende solamente dos períodos, separados entre sí
por la muerte. Uno es el de su ministerio terrestre: la tradición oral
recuerda los más importantes episodios; conserva también las palabras
del Maestro que, en la época apostólica, seguramente se trató de fijar por
escrito; los milagros y las sentencias se comentan en las reuniones
culturales, en espera de que los Evangelios les den la forma. El otro es el
de su exaltación hasta el día venidero de la Parusía. A esos dos
períodos, Pablo añade un tercero, el de la encarnación. Para la
comunidad de Jerusalén, el hombre Jesús, hijo de David, se convierte en
"hijo de Dios" por adopción; pero, para Pablo, Cristo hijo de Dios, se
convierte en hijo de David por un nacimiento al cual no parece dar el
apóstol el carácter milagroso de un nacimiento virginal. Con otros

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términos, Cristo existe desde que hay eternidad, si es que no preexiste.


Antes de cumplir en este mundo su función de redentor, participa en la
actividad creadora del Padre: "Porque por él fueron criadas todas las
cosas que están en los cielos y que están en la tierra... todo fue criado
por él y para él" (Col., 1, 16). Hay como un nexo orgánico entre la
creación y la redención: la redención es una especie de segunda
creación, que restaura el orden primordial roto por la caída, y reconcilia el
universo con Dios. "Primogénito de toda criatura", y órgano de la
creación, Cristo, en los comienzos de los tiempos nuevos también es el
"primogénito de los muertos"; e incluso "por él todas las cosas subsisten"
(Col., 1, 15 y sigs.): es salvador, pero también, y previamente,
conservador; impide que todas las cosas vuelvan al caos.

Como ser celestial, Cristo está mucho más cerca de Dios que de la
humanidad. Está, sin embargo, subordinado a él: es "la imagen del Dios
invisible" (Col., 1, 15). Aunque tenga `forma de Dios', es decir, aunque de
alguna manera participe de la condición divina, no creyó tener que
reivindicar la igualdad con Dios, al contrario de. Satán, el ángel caído. A
la inversa, se desprende de su forma divina para asumir la de siervo o
tomando el aspecto de un hombre, "se humilló a sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le
ensalzó a lo sumo, y dióle un nombre que es sobre todo nombre; para
que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los
cielos, y de los que en la tierra, y de los que debajo de la tierra; y toda
lengua confiese que Jesucristo es el Señor, a la gloria de Dilos Padre"
(Fil., 2, 8-11). No es, pues, congénito el título de Señor, sino recompensa
por su sacrificio libremente consentido, y le ensalza más arriba aún, que
en su condición primera. Dios, desde entonces, "ha puesto todo a sus
pies". Pero en el drama cósmico del que es héroe, su resurrección y su
exaltación no representan aún más que el gaje y las primicias de la
victoria: los poderes demoníacos no están enteramente subyugados. La
lucha que Cristo hace por medio de su Iglesia solo estará acabada con el
fin de los tiempos. "Cuando habrá quitado todo imperio, y toda potencia y
potestad ... , el postrer enemigo que será deshecho será la muerte ...
Mas luego que todas las cosas le fueren sujetas, entonces también el
mismo Hijo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que
Dios sea todas las cosas en todos" (I Cor., 15, 24-28).

El cristianismo paulino, forma primera del cristianismo griego, desde todo


punto de vista ofrece, en relación con el de Jerusalén, una originalidad
vigorosa. ¿Debe verse en él un comienzo absoluto? O si no, ¿de dónde

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le vienen sus elementos? ¿De qué influencias procede? No puede


tratarse aquí a fondo el importante problema de las fuentes del
pensamiento de Pablo; lo único que puedo hacer es indicar la dirección
en la cual pueden encontrarse las soluciones.

Pablo es judío y conoce muy bien la Biblia. Su cristianismo descansa en


la Biblia, en primer lugar. Los esquemas del pensamiento judío, aunque
adaptados en función de los hechos cristianos, siguen imponiéndose a él
en más de un punto, por ejemplo, en el problema de la justificación y,
más aún, en las cuestiones de la escatología. La de una víctima
sustitutiva que cargue con pecados de los que es inocente, es una de las
ideas familiares de Israel: el sacrificio de Cristo, tal como Pablo lo ve,
prefigurado en el cordero pascual, lo es en su significación por el rito del
chivo emisario. Si, por otra parte, Pablo insiste tanto acerca del carácter
comunitario, eclesiástico, de la experiencia religiosa, es porque
continuamente tiene ante sí al pueblo elegido, que es una anticipación de
la iglesia. Si separáramos a Pablo de sus raíces judías estaríamos
imposibilitados de comprenderle.

Pero Pablo es un judío de la Diáspora. Lee la Biblia en griego. Se dirige a


un público, judío o pagano, de lengua griega y en un medio griego. Si se
quiere encontrar antecedentes o paralelos de su cristología, habrá que
buscarlos en el pensamiento judío, fuertemente influido por el helenismo.
El Cristo cósmico de Pablo se parece, en más de un aspecto, a la
Sabiduría, atributo divino personificado, órgano de la revelación; pero
asociado también con la obra de creación, presentada por la literatura
sapiencial, que agrupa los escritos más recientes del Antiguo Testamento
(Proverbios, el Libro de la Sabiduría, llamado `de Salomón' y el
Eclesiastés). No deja de presentar analogías, aunque difieran en mucho,
con el Logos de Filón. El término mismo de Logos, introducido en la
teología cristiana, en el prólogo del Cuarto Evangelio, no es paulino. Pero
si la terminología difiere, en los pensamientos no están tan alejados el
uno del otro. Pablo y Filón son contemporáneos. Vivieron, en Tarso y en
Alejandría, en ambientes culturales un tanto análogos. Si a Pablo no le
tentó, como a Filón, hacer una síntesis sistemática de los datos bíblicos y
de la filosofía griega, por lo menos sufrió también, de manera más o
menos consciente, la influencia de su medio. La teología judía, en caso
de necesidad, basta para explicar su pensamiento especulativo, pero la
piedad judía no ofrece ningún paralelo preciso con la mística paulina.

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Los historiadores de la escuela comparatista han encontrado en las


religiones con misterios y en los sistemas gnósticos, la fuente más real
del paulismo. Y, sin duda, hay analogías que no son solo de vocabulario.
La concepción paulina de la muerte y de la resurrección de Cristo, y la
mística sacramental que contienen, recuerdan mucho a la teología de los
misterios, en la que los iniciados encuentran la salvación asimilándose
ritualmente a un dios que muere para renacer después a la vida eterna.
Cuesta creer que sea fortuito el paralelo. Llamó la atención a los
primeros cristianos: al presentar los misterios como una anticipación
demoníaca de las doctrinas y de los ritos de la Iglesia, mostraron que no
estaban equivocados en cuanto al orden de sucesión de los hechos, y
admitieron la anterioridad de los misterios. Pablo mismo hizo el paralelo
de la Cena cristiana con las comidas culturales del paganismo: "No
podéis beber la copa del Señor y la copa de los demonios, no podéis ser
partícipes de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios", que para
sus fieles son tan señores como para Pablo lo es Cristo (I Cor., 10, 20, cf.
8, 5). Y el `misterio' cristiano que proclama tiene que oponerse
evidentemente a los misterios paganos con un lenguaje que sea
accesible a los gentiles.

Una vez admitida la realidad de una influencia, hay que precisar su


naturaleza y su alcance. Sería absurdo ver en Pablo un producto puro del
helenismo, y en el cristianismo paulino una copia deliberada de uno o
varios prototipos paganos. No puede tratarse de filiación directa, sino
solamente de una inspiración general emparentada, de una identidad de
atmósfera y de perspectiva. Hay dos factores que oponen límites
precisos a las infiltraciones paganas: la tradición bíblica (a la que, como
decía más arriba, tanto debe Pablo) y el hecho histórico de Cristo.

Aunque siempre se negase a todo compromiso, no pudo el judaísmo, ni


en Palestina siquiera, mantenerse totalmente impermeable a las
influencias exteriores. Y a través del judaísmo se ejerce sobre Pablo.
Actualmente no es posible ya enfrentar como dos fuerzas irreductibles al
judaísmo y al helenismo. La secta de la Nueva Alianza, por ejemplo, nos
ha revelado aspectos totalmente insospechados del judaísmo que,
confrontados con el cristianismo primitivo, nos eximen de recurrir, como
principio de explicación de varios puntos, a las influencias directas del
helenismo pagano. Además, la síntesis que trató de hacer Filón no fue
sino imperfecta, y no podía ser de otro modo si el judaísmo no renegaba
de sí mismo. Esta es la imposibilidad que presentan ciertas antinomias
del pensamiento paulino, que yuxtapone, más que amalgama,

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concepciones judías y nociones helenistas. La oposición radical que


Pablo introduce entre `la carne' y `el espíritu' es tan extraña al
pensamiento judío auténtico, como lo es su visión de un universo viciado
enteramente por la caída y sometido, por eso mismo, al imperio de
Satán. Pero si así se inclina Pablo al dualismo gnóstico, no puede ceder
a él, sin embargo, por su judaísmo fundamental. Sigue, pues, afirmando
la soberanía total y actual de Dios, por encima de la de los `elementos'.
Sigue proclamando también la resurrección de los cuerpos, que
inaugurará los últimos tiempos. Le cuesta trabajo hacer que la admitan
sus discípulos griegos y él mismo es incapaz de concebir otra vida
totalmente desencarnada: el alma necesita un envoltorio que no será sin
duda ya carnal, sino `espiritual'. Identifica resurrección corporal e
inmortalidad, y considera que negar una supone necesariamente negar la
otra (I Cor., 13). También en este aspecto se mantiene
fundamentalmente judío y fariseo. Su originalidad esencial, en relación
con la teología judía, consiste en identificar dos figuras hasta entonces
completamente distintas, el Mesías y la Sabiduría, Cristo es la sabiduría
hecha Hombre.

En relación con los primeros discípulos, la novedad del mensaje de Pablo


reside en su mística cristocéntrica; y consiste también en interpretar con
términos inteligibles para los paganos, ampliamente inspirado en su
vocabulario y en su ideología religiosa, datos, creencias y prácticas
rituales que no le provee el medio griego, pagano, sino la Iglesia de
Jerusalén. La amplitud de la transposición no debe hacernos perder de
vista que, en definitiva, es el Jesús de la historia, por muy esfumado que
su rostro aparezca aquí, quien condiciona toda la teología y la piedad
paulinas. Si a Pablo le preocupan muy poco los detalles de su tránsito
terrenal, sí le preocupa, por el contrario, que en su mensaje estén los
hechos que en este tránsito son esenciales para él: muerte y
resurrección. Cuando Pablo da de su enseñanza fundamental una visión
poco más desarrollada que la simple proclamación de Cristo Señor, es
significativo que no la dedique a la misión cósmica del Maestro —de éste
se trata en unos versículos con resonancia litúrgica—, sino a los hechos
históricos; significativo es también que esta enseñanza hable entonces,
no de una revelación divina, sino de la tradición, concebida como lo
hacían los doctores fariseos; es decir, de una transmisión humana que,
en este caso, pasa por los Doce: "Os he enseñado lo mismo que recibí:
que Cristo fue muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y
que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;
y que apareció a Cefas, y después a los Doce" (I Cor., 15, 3-5). Insiste

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sobre esta continuidad que, por mucho que le interese su propia


autonomía, da fe sin embargo, de su Evangelio: "Porque o sea yo o sean
ellos, así predicamos, y así habéis creído" (Ibíd., 15, 11). Y, por encima
de la diversidad' de formas y de antagonismos, esto es también lo que no
hay que negar ni despreciar, lo que hace la unidad fundamental del
cristianismo primitivo y, más allá de la dispersión de las iglesias locales,
la de la Iglesia.

El mismo término (ecclesia) designa en el Nuevo Testamento a las


comunidades particulares y a la sociedad universal de los creyentes. En
el sentido amplio, los Evangelios sólo lo emplean una vez, en un pasaje
(Mateo, 16, 18) cuya autenticidad como palabra de Jesús no es nada
segura. Por el contrario, en Pablo es muy frecuente. En la traducción de
los Setenta, designa a Israel como comunidad religiosa y cultural; es, sin
duda, de ahí de donde el Apóstol lo tomó, más bien que del griego
profano. Transpuesto a los cristianos, indica a la vez la conciencia de su
autonomía del judaísmo y la solidaridad que les une a todos en el
espacio, sin distinción de razas, lenguas o condición social. Como
realidad trascendente, la Iglesia tiene que tomar cuerpo poco a poco. No
estará terminada hasta el fin de los tiempos. La noción paulina de la
Iglesia, actual y escatológica a la vez, concuerda así con la del Reino
predicado por Jesús. Ambas acentúan el carácter eminentemente
comunitario del pensamiento y de la devoción cristianos.

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Capitulo VII

La iglesia y el mundo romano

Estamos imperfectamente informados sobre las etapas y las


circunstancias precisas de la expansión cristiana. Los Hechos de los
apóstoles la trazan hasta los alrededores del 60; pero, por faltarles
noticias completas, o de manera deliberada, solo se ocupan de una parte
de la misión: los griegos del grupo de Esteban, los Doce y, sobre todo,
Pedro, en la primera parte, tratada brevemente; y Pablo, en la segunda,
aparecen como los protagonistas y casi los únicos artesanos de la
empresa. Es posible que el papel de los griegos fuese más importante de
lo que dicen los Hechos, preocupados visiblemente de dejar a la
autoridad religiosa, representada por Pedro, la iniciativa de una gestión
tan cargada de consecuencias. Al lado de unos y otros, sospechamos la
existencia de una multitud de predicadores anónimos cuya acción, tal
vez, fue igualmente eficaz e importante.

La comunidad de Roma, por ejemplo, no fue fundada ni por Pedro ni por


Pablo. En este punto estamos reducidos a las hipótesis: la más plausible
es la que ve una creación de misioneros judeo-cristianos. El mismo
misterio envuelve a cuanto concierne a Alejandría. Si tenemos en cuenta
la importancia de esta ciudad, nos sorprenderá que no haya figurado
entre los primeros objetivos de la misión. El silencio de los textos acerca
de los comienzos de la comunidad alejandrina tal vez signifique que el
cristianismo adoptó allí, al principio, formas que la Iglesia consideró
heréticas y, como consecuencia, los documentos han preferido no
señalarlo. Es lo que podría indicar la breve noticia consagrada por los
Hechos a Apolo.

"Llegó entonces a Éfeso, un judío llamado Apolo, natural de Alejandría,


varón elocuente, poderoso en las Escrituras. Este era instruido en el
camino del Señor; y ferviente de espíritu, hablaba y enseñaba
diligentemente las cosas que son del Señor, enseñando solamente en el
bautizo de Juan. Y comenzó a hablar confiadamente en la sinagoga: al
cual como oyeron Priscila y Águila, le tomaron, y le declararon más

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particularmente el camino de Dios". (Hechos, 18, 24-26.) Este dato


curioso parece indicar que el personaje en cuestión, aunque cristianó,
representa un tipo de cristianismo que, según Pablo, de quien son
discípulos Águila y Priscila, o según el redactor, es imperfecto y exige un
complemento de Catequesis; se ha pensado, no sin cierta razón, en una
forma de judeo-cristianismo. Apolo„ iniciado completamente en el
Evangelio según Pablo, va después a Acaya donde, según los Hechos,
hace un excelente trabajo. En efecto, lo encontramos en Corinto (I Cor.,
1, 12): uno de los partidos en que se divide entonces la Iglesia local
declara estar con él, lo que implica que todavía no seguía del todo las
normas paulinas. Estos detalles, al mismo tiempo que vierten una débil
luz sobre el cristianismo alejandrino, nos hacen tener en cuenta la gran
variedad de matices de la primera misión; porque Apolo, seguramente
convertido en su ciudad natal, se puso en camino para predicar el
Evangelio que había recibido no sabemos de quién, visiblemente por su
propia iniciativa y sin contacto alguno con Jerusalén o con Pablo.

Al final del período apostólico han sido visitadas la mayoría de las


ciudades importantes de Oriente: Jerusalén, Cesárea, Antioquía, Éfeso;
los otros centros de Asia Menor, Filipos, Tesalónica, Atenas, Corinto
tienen comunidades cuya importancia ignoramos. En Occidente, la red es
menos firme y se constituye más tarde: No hay seguridad de que hasta el
siglo II hubiese iglesias en grandes centros provinciales como Lyon o
Cartago. Es posible que se evangelizara en algunos puntos de las Galias
o de España en la época apostólica. Pero las tradiciones locales que
atribuyen el origen de tal iglesia a un Apóstol o a un personaje de la
historia evangélica —Santiago el Mayor en España, Lázaro y sus
hermanas en las Galias—son pura leyenda.

En definitiva, si el cristianismo está ya sólidamente instalado en Oriente


hacia el 70, en Occidente sólo dispone de algunos puntos de apoyo. En
todas partes se mantiene como un fenómeno casi exclusivamente
urbano, y, sobre todo, costero. Excluyendo a Palestina y a Asia Menor,
solo mucho más tarde penetra en el interior, a lo largo de los valles y de
las carreteras romanas.

Son un poco más precisas nuestras noticias en cuanto se refiere a la


formación social del cristianismo primitivo. El mensaje de Jesús y el de
sus discípulos despierta ecos, sobre todo entre la gente modesta, los
desheredados: pescadores de Galilea, campesinos de Palestina. El
nombre de `pobres' (ebionim), que al parecer se dieron ellos mismos,

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escrito por los autores eclesiásticos ha acabado por convertirse en un


término peyorativo que señala la indigencia intelectual y doctrinaria de la
secta judeo-cristiana de los ebionitas. Pero debe ser entendido, en
principio, en su sentido propio. También fuera de Israel tiene el
cristianismo un éxito considerable entre los humildes; el ejemplo de
Jesús, la exaltación del sufrimiento como camino de salvación, la
esperanza del reino cercano y de sus alegrías y el mensaje cristiano de
fraternidad universal, suponen un consuelo y una fuerza que en vano se
buscarían en el paganismo.

Sería erróneo no ver en el cristianismo sino la religión de los pobres, una


expresión de la conciencia colectiva del proletariado antiguo. La gente
del campo fue de todas las clases de la sociedad, la más recalcitrante al
cristianismo. Al contrario, en las ciudades, que fueron influidas desde un
comienzo por la propaganda cristiana, ésta trasciende ampliamente de
los barrios populares. En tiempo de Nerón había ya, al parecer,
simpatizantes del cristianismo entre los aristócratas romanos; lo confirma
el hecho de la persecución de Domiciano al final del siglo. Aquila y
Priscila disponen de los suficientes medios como para poseer una casa
en Roma y otra en Leso, y éstas lo bastante amplias para acoger a la
Iglesia local (Rom., 18, 5; I, Cor., 16, 19). En los comienzos del siglo n la
carta de Plinio a Trajano indica que en las filas de la cristiandad hay
"muchas personas de todas las edades, de toda condición y de uno y
otro sexo". La proporción de mujeres parece haber sido más grande, sin
embargo, que la de hombres: es un aspecto que Flavio Josefo anotaba
también a propósito del judaísmo misionero. Y los fieIes de origen
oriental fueron, al principio, también más abundantes, inclusive en las
iglesias de Occidente; se explica así que el griego se mantuviese como
lengua litúrgica, inclusive en Roma, hasta finales del siglo II. Es otra
característica común entre el cristianismo primitivo y el judaísmo
misionero.

Sin embargo, en cuanto a su eficacia, el mensaje cristiano tiene sobre el


de la sinagoga una ventaja enorme: posee desde un principio ese
carácter universal que la religión rival sólo alcanzó imperfectamente.
Convertirse al judaísmo suponía al mismo tiempo agregarse a un pueblo.
Y los israelitas de nacimiento mantienen sobre sus prosélitos la
superioridad de ser verdaderamente hijos de Abraham. Por el contrario,
el cristianismo, al menos en su forma paulina, al romper con la sinagoga
no tiene ya ninguna característica de religión nacional ni hace ninguna
diferencia entre los conversos de distintos orígenes. Al estar

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desembarazado de la ley ritual, está mejor armado que su rival para la


lucha; lógicamente, es más fácil una conversión al cristianismo, en estas
condiciones que una conversión al judaísmo, sancionada con la
circuncisión.

Pero desde otro punto de vista, es más difícil. El judaísmo goza del
estatuto legal de religio lícita. Y lo debe precisamente a su carácter de
religión nacional y a la antigüedad de su tradición. El derecho a la
propaganda no figura de manera explícita entre los privilegios
reconocidos a los judíos, pero si el proselitismo no estaba debidamente
autorizado, tampoco parece que le pusieran muchos obstáculos en la
época que nos interesa. Además; el estatuto del judaísmo le garantiza,
en principio, la protección de las autoridades frente a los movimientos de
hostilidad popular. Los cristianos, por el contrario, no tienen a quien
recurrir, porque están en la ilegalidad. En los ámbitos del Imperio no hay
lugar para ese tertium genus rechazado por los judíos, que se niegan a
someterse a su Ley, y que pretenden, sin embargo, sustraerse de las
manifestaciones religiosas de lealtad cívica de la que solo ellos están
dispensados, y que viven como ellos, aunque sin autorización al margen
de la sociedad pagana y de sus normas.

Pero, analizándola mejor, esta desigualdad, tan real y tan temible para
los cristianos en los siglos siguientes, en la época apostólica era un tanto
teórica. El cristianismo, aun en su forma paulina, para el mundo pagano
no pasaba de ser una secta judía. La misión cristiana, cuyo primer equipo
está constituido por judíos, toma del proselitismo judío sus métodos;
comienza la predicación en las sinagogas y es a través de ellas como
llega hasta el mundo pagano; necesita la Biblia también como ella y
proclama en alta voz ser el nuevo Israel; como la misión judaizante
compite activamente con la de Pablo, resulta normal que, tanto la
autoridad como la opinión, poco preocupadas las dos por la teología,
tardasen en distinguir claramente las diferencias entre ambas religiones.
Así es que, al principio, los cristianos quedaron englobados en la
tolerancia que se concedía a los judíos. Pero también quedaron
englobados, al mismo tiempo, en la impopularidad que recae sobre los
judíos, las primeras manifestaciones anticristianas no tienen ningún
carácter específico en relación con las manifestaciones antisemitas de
los paganos, que las autoridades no siempre se preocupaban por
reprimir. Muy poco a poco fue dándose cuenta el gobierno imperial de la
originalidad y del peligro del movimiento cristiano, y fue tomando
medidas para contenerlo.

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Furiosos contra Pablo, los judíos ayudaron al gobierno esforzándose


para denunciar al cristianismo como extraño a la auténtica religión de
Israel y como elemento de subversión contra el orden establecido, con el
fin de que le retirasen los beneficios de la tolerancia de que ellos mismos
gozaban. Al principio, por lo menos, parece que los cristianos, no se
dieron mucha prisa por deshacer el equívoco. Pronto se esforzaron, a su
vez, por demostrar que merecían la benevolencia de la autoridad.

Debe hacerse notar que la lealtad del cristianismo hacia Roma no


procede, sin embargo, ni de manera exclusiva, ni primordial siquiera, de
consideraciones oportunistas. Está dictada por motivos esencialmente
religiosos: "Toda alma se someta a las potestades superiores; porque no
hay potestad sino de Dios... Así que el que se opone a la potestad, a la
ordenación de Dios resiste" (Roen., 13, 1-2). Pero por sincera que fuera,
pudo servir a veces para fines utilitarios. Debe notarse, a este respecto,
la actitud filorromana que reflejan los relatos evangélicos de la Pasión.
Está bien claro que los evangelistas se preocuparon por atenuar en lo
posible la responsabilidad de Pilatos en el proceso de Jesús; la condena
de un acusado a quien se sabe inocente, literalmente se la arrancan los
judíos, sobre quienes recae todo el peso del crimen. La realidad es
distinta. No hay ni el menor asomo de duda de que la sentencia de
muerte pronunciada contra Jesús fuese deseada y saludada alegremente
por los dirigentes judíos. Pero la pronunció Pilatos, en un proceso que él
instruyó y que terminó con una pena, la de la cruz, de tipo romano, y que
fue ejecutada por soldados romanos. La responsabilidad les pertenece,
pues, a ambos. Si la tradición cristiana tuvo el cuidado de desplazarla, tal
vez sea, entre otras razones, por las necesidades del apostolado entre
los gentiles. Su civismo podía asustarse de ese suplicio infamante,
infligido por el representante de la autoridad imperial al Salvador que les
predicaba. Menor era el escándalo si Pilatos, juguete de los judíos y casi
víctima suya, sólo había pecado aquella vez por exceso de debilidad. El
cristianismo y el Imperio podían entenderse si las influencias judías
capaces de impedir este acuerdo eran neutralizadas. No debe
descartarse la posibilidad de que en determinado momento los cristianos
acariciaran la esperanza de recoger para ellos, único Israel auténtico, el
beneficio del estatuto concedido a ese pueblo eternamente rebelde, en
los días que siguieron a la gran rebelión judía. Podría explicarse así, en
parte, la insistencia de los Hechos al repetir la continuidad que une al
cristianismo con la tradición bíblica y el judaísmo.

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Pero por mucho que se esfuercen, el artificio literario y la apologética no


nos explican todo. Si el autor de los Hechos, haciendo un contraste muy
señalado, opone la hostilidad agresiva de los judíos y la benévola
neutralidad de los poderes romanos en cuanto a los primeros cristianos,
hay buenas razones para pensar que efectivamente así ocurrieron las
cosas en sus grandes lineamientos. En efecto, las querellas religiosas no
interesan de por sí a la autoridad romana. Esta parece tener por
principio, y en todas sus escalas, el no intervenir sino en la medida en
que puedan perturbar el orden público. El papel de Pilatos en el proceso
de Jesús se explica así, al igual que la ausencia total de reacciones
posteriores en la administración del procurador respecto de la primera
comunidad. Una vez desaparecido el que era considerado como un
agitador inquietante, poco importa que un puñado de discípulos se
mantenga fiel a su recuerdo: la sombra de los muertos es impotente para
fomentar una revolución. Son los judíos quienes tienen que tomar, en el
plano religioso, las medidas que les parezcan útiles; para la autoridad
romana, el asunto está archivado.

Cuando, en el futuro, los magistrados romanos, fuera de Palestina, se


vuelquen sobre el cristianismo naciente, en general se deberá e la
instigación de los judíos, y para llegar finalmente a un sobreseimiento. El
autor de los Hechos insiste, con visible complacencia, sobre hechos que
se producen en el sentido que sostiene su tesis. Ha podido adornarlos,
pero no puede creerse que los haya inventado totalmente. Pablo y sus
compañeros fueron azotados con varas, encerrados en la cárcel y
liberados al día siguiente con una sentencia de expulsión; todo por haber
sido denunciados en Filipos de Macedonia a las autoridades municipales
por propaganda judía —y no cristiana— de carácter ilícito (Hechos, 16,
20-21); es un simple recuerdo de la aplicación estricta del estatuto judío
que, observado con exactitud, excluye las conversiones de ciudadanos
romanos. En Tesalónica, donde conjugan sus quejas paganos y judíos, la
acusación de mesianismo político —"dicen que hay otro rey (basileus),
Jesús"— (Hechos, 17, 7) no basta para decidir a los magistrados a que
los traten con medidas rigurosas.

Aún es más característica la actitud con Pablo de Galión, procónsul de


Acaya. Los judíos acusan al Apóstol "de persuadir a los hombres de
honrar a Dios contra la Ley", y él les contesta: "Si fuera algún agravio o
algún crimen enorme, oh judíos, conforme a derecho yo os tolerara: mas
si son cuestiones de palabras, y de nombres, y de vuestra ley, vedlo
vosotros; porque yo no quiero ser juez de esas cosas" (Hechos, 11, 14-

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15). La misma actitud vemos cuando detienen por última vez a Pablo en
Jerusalén, con el tribuno que manda las tropas romanas, y luego, tras la
investigación, con el procurador Festos (Hechos, 24, 26; 25, 15 y sigs.).
Sin duda el autor ha presentado los hechos exponiéndolos
favorablemente; pero no creo que los haya falseado en su totalidad.

Es interesante confrontar, en este punto, los datos de los Hechos con


una de las raras indicaciones que los autores profanos dan de la primera
difusión del cristianismo. El historiador Suetonio nos enseña, en su
biografía del emperador Claudio, que el príncipe "expulsó de Roma a los
judíos, a quienes las excitaciones de Cresto llevaban a una agitación
constante" (judaeos impulsores Chresto assidue tuticristianas Roma
expulit) (Claudio, 25). Es casi seguro que el Cresto en cuestión no fuese
otro que Cristo, a quien Suetonio parece tomar por un agitador romano, a
la sazón vivo. Se trata, pues, de los comienzos de la propaganda
cristiana en la comunidad judía de Roma: estamos seguramente en el
año 49. Los tumultos que provoca son lo bastante considerables como
para que se den cuenta las autoridades y tengan que tomar medidas
enérgicas para restablecer la calma. Notemos que a la policía imperial no
le preocupa hacer discriminaciones: es la comunidad judía en su
conjunto, y no solo los miembros conquistados por la propaganda
cristiana, la que soporta las consecuencias. El caso está confirmado en
los Hechos: Águila y Priscila, a los que encuentra Pablo en Corinto,
"porque Claudio había mandado que todos los judíos saliesen de Roma"
(Hechos, 18, 2). El `todos' tal vez sea un poco excesivo: se trataría
entonces de decenas de millares de individuos; seguramente se limitaron
a tomar medidas ejemplares con algunos notables.

Se ha aproximado, a veces, al texto de Suetonio, un documento


papirológico publicado en 1924: la carta de Claudio a los alejandrinos.
Entre otras cosas contiene una amonestación enérgica a los judíos de la
ciudad: el emperador les prohíbe que hagan llegar a otros judíos de Siria
y de Egipto, porque lo incitaría a concebir graves sospechas y a
castigarlos "como si fomentasen una peste que infestase al universo
entero". Algunos críticos han reconocido en estas palabras una alusión
—la primera— a la propaganda cristiana, apoyándose particularmente en
un pasaje de los Hechos en el que Pablo es denunciado por los judíos al
procurador como "pestilencial y levantador de sediciones entre todos los
judíos por todo el mundo" (Hechos, 24, 5). El acercamiento, aunque
sugestivo, no es convincente, porque a unos cuantos siglos de distancia,
San Juan Crisóstomo llama también al judaísmo "una peste común a

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todo el universo". No hay en estas palabras, al parecer, más que un


slogan del antisemitismo antiguo, recogido por los judíos contra Pablo
para llevar contra sus rivales la animosidad de los paganos. Resulta
dudoso que la carta de Claudio contenga una alusión consciente al
cristianismo. Pero los disturbios de que habla, de la misma manera que
los ocurridos en Roma y mencionados por Suetonio, es posible que
tengan relación con la predicación cristiana, aunque el emperador no lo
vea de una manera perfectamente clara. Pero de todos modos, la
cuestión es que tanto en Roma como en Alejandría lo que le interesa a
Claudio es el mantenimiento del orden y no los conflictos de doctrina de
la sinagoga. Las amenazas y las medidas tienen carácter global y no
causan aún la discriminación que deseaban los judíos.

Pero se efectúa abiertamente, unos años más tarde, en el reino siguiente


—el de Nerón— primero con San Pablo y luego con la juventud cristiana
de Roma. Los Hechos interrumpen bruscamente su relato después de la
llegada del Apóstol a Roma, donde, como se nos dice, "quedó dos años
enteros en su casa de alquiler... enseñando lo que es del Señor
Jesucristo con toda libertad, sin impedimento" (Hechos, 28, 30-31). Es
posible que el relato se suspenda en este punto voluntariamente: tal vez
no quisiese el autor hablar de hechos que dismintiesen su pintura
optimista de las relaciones entre el Imperio y la Iglesia naciente. La última
frase suena como una protesta: sólo un monstruo como Nerón podía
violentar la tradición de benévolo liberalismo, ilustrado por toda la carrera
de Pablo, que es la auténtica tradición del Imperio y que Nerón mismo
respetó en sus comienzos.

Las circunstancias de la muerte del Apóstol siguen siendo misteriosas.


Murió, indudablemente, como mártir, en Roma; pero ignoramos el lugar y
las circunstancias. ¿Padeció dos cautiverios separados por un nuevo
período de actividad misionera, y dos procesos, terminando el uno con
un sobreseimiento y el otro con la pena capital? No es imposible; pero
tampoco parece que sea cierto. La hipótesis se apoya principalmente en
el testimonio de las Epístolas pastorales; pierde mucha fuerza si como
parece, no son de Pablo. Es más plausible la de un proceso único.
También ignoramos en qué se fundaba la condena. Los caracteres
originales de la predicación paulina, en relación con el judaísmo, al hacer
la investigación fueron juzgados suficientemente peligrosos como para
justificar una medida brutal, destinada a servir de ejemplo. Es muy
posible que fuese condenado a la pena de muerte por decapitación como
"molitor rerum novarum", autor de novedades inquietantes, lo más

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pronto, al parecer, el año 62, y lo más tarde el 64.

Seguramente había muerto ya al estallar lo que se llama la persecución


de Nerón. La condena de Pablo todavía tiene un carácter individual:
alcanza a uno de los principales propagadores de la nueva religión. La
persecución del año 64 representa la primera medida colectiva, que
alcanza a la masa al mismo tiempo que a los jefes.

Son de sobra conocidos los hechos relatados por Tácito (Anales, 15, 44).
Estalló un incendio en Roma en julio del año 64 que, pasando de uno a
otro, destruyó diez de los catorce barrios de la capital. Según los
rumores, el emperador lo había ordenado. Para cambiar la dirección de
las sospechas, Nerón denunció a los cristianos como culpables. Sufrieron
detenciones en masa. Tras una investigación muy breve, según parece,
los inculpados fueron condenados a muerte y perecieron en medio de
suplicios de una crueldad refinada, echados a los animales feroces o
quemados vivos en los jardines del emperador mismo. Una tradición de
autoridad discutible pone a Pedro entre las víctimas. No es seguro que
estuviera en Roma alguna vez; las excavaciones hechas para encontrar
su tumba bajo la basílica que se le ha consagrado no han dado ningún
resultado decisivo. En cuanto a la tradición que hace de Pablo su
compañero de martirio, es todavía más frágil; responde visiblemente al
deseo de reconciliar en la muerte a dos hombres entre los cuales la
concordia más bien no fue perfecta en vida. Aunque el martirio de Pablo
no fuese anterior a las matanzas del 64, no tiene relación directa con
ellas: para establecerlo basta su localización, en la carretera de Ostia,
mientras que las otras víctimas murieron en el Vaticano.

Tácito, que se inclina a admitir la culpabilidad de Nerón, no cree en la de


los cristianos, convencidos, dice, "menos del crimen del incendio que del
odio al género humano" y, como tales, dignos de los más fuertes rigores.
Suetonio, por su parte, que relata también la persecución, aunque sin
relacionarla con el incendio, del que acusa explícitamente a Nerón,
define a los cristianos como "una raza entregada a una superstición
nueva y perniciosa". El odio al género humano es una acusación de que
la opinión pagana se servirá más de una vez contra los cristianos. De
esta acusación fundamental de `misantropía', sumada a la de ateísmo, se
derivan todas las demás que la calumnia ha ido fabricando: antropofagia,
infanticidio, orgías rituales, incesto. Muestran la hostilidad de la sociedad
antigua contra un grupo aislado con su fe, cuya presencia se siente como
la de un cuerpo extraño, y que por más que proteste de su lealtad al

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Estado, se niega a manifestarla según las normas habituales y,


particularmente, la del culto al emperador.

Algunos historiadores parten de una frase de Tácito que dice que


detuvieron primero a "los que confesaban" —pero ¿qué confesaban?
¿Su culpa o su cristianismo?—, y han pensado que algunos iluminados
que vivían en una atmósfera de Apocalipsis, vieron en el cataclismo que
destruyó a Roma el anuncio del fin de los tiempos, y manifestaron su
alegría públicamente, o hasta ayudaron a propagar la plaga enviada por
Dios. No es absurda la hipótesis. Pero no se necesita para explicar la
matanza ordenada por Nerón. Éste, al descargar sobre los cristianos las
sospechas que iban contra él, tuvo una inspiración tan genial como
diabólica, porque seguía el sentido de las reacciones instintivas de las
masas.

Ha habido quien se ha extrañado de que no molestasen a los judíos en


aquella ocasión. En realidad, ellos mismos habían sido ya acusados
muchas veces del odio al género humano que esta vez se imputaba a los
cristianos. La acusación, lo mismo que otras acusaciones anticristianas,
formaba parte del arsenal tradicional del antisemitismo de la antigüedad.
Pero mientras unos años las medidas policíacas de Claudio alcanzaban
indistintamente a judíos y cristianos, en tiempos de Nerón la 'autoridad
imperial distingue claramente entre las dos religiones. Lo hace de
manera pasajera, porque treinta años después las llamadas
persecuciones de Domiciano se lanzarán de nuevo simultáneamente
contra los cristianos y los prosélitos judíos. Parece que, en el año 64, se
dieron algunos factores muy precisos. Puede suponerse de manera
plausible que las influencias judías que se ejercían entre sus
acompañantes ilustraron a Nerón sobre la originalidad del movimiento
cristiano: Popea, su amante, era conocida por sus simpatías judías.
Podría pensarse que para ella fue una satisfacción hacer al mismo
tiempo un favor al emperador, enseñándole algunas cosas, y a la religión
de la cual según parece practicaba algunos ritos.

¿Obedecieron las matanzas ordenadas por Nerón a alguna ley que se


dictó especialmente contra los cristianos? Una tradición eclesiástica, que
tiene sus orígenes en Tertuliano, asegura la existencia de un institntum
Neronianum así redactado: "Non licet esse Christianos", prohibido ser
cristiano. La cuestión ha sido muy discutida; pero, en definitiva, no ha
sido formulado ningún argumento verdaderamente decisivo que
establezca la existencia de una legislación anticristiana en aquellos

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tiempos. Hace pensar en lo contrario el desarrollo posterior de las


relaciones entre la Iglesia y el Estado. Particularmente, si Plinio el Joven,
gobernador entonces de Bitinia, al enfrentarse con el problema cristiano,
se cree obligado a pedir instrucciones a Trajano, y si Trajano le contesta
que sobre esta cuestión solo hay casos particulares, que no hay ninguna
regla general, pero que de todas formas no conviene buscar a los
cristianos, es que aparentemente no hay todavía ninguna ley que les
impida existir; es decir que el institutum Neronianum no sobrevivió a su
autor. De hecho, el año 64 a los cristianos se les ataca como criminales
de derecho común, pero no como tales cristianos. Mueren víctimas, no
de la ley, sino del sangriento sadismo de un tirano acorralado. La
persecución, como la causa de la cual nació, se limitó a la capital
estrictamente. Y ni allí mismo prosigue: la comunidad romana se
reconstituye rápidamente. Ofrece, pues, un carácter ocasional muy
particular.

Si se entiende la palabra `persecuciones' en el sentido técnico del


término, que designa "medidas oficiales, legales, judiciales o
administrativas que tengan por Objeto obstruir el desarrollo del
cristianismo e inclusive destruirlo" (Goguel), y esto realizado de manera
sistemática en todos los puntos del Imperio, tendremos que esperar
hasta el siglo In para verlas ejecutadas. Los años transcurridos,
entretanto, suelen ser de paz. La persecución de Nerón es un primer
aviso nada más. Pero el aviso está dado. Los cristianos, que ya
tropezaban con la hostilidad de las sospechas y de las calumnias de la
muchedumbre pagana, que eran perseguidos y a veces denunciados por
la animosidad judía, ahora estarán vigilados por la policía y la autoridad.
No están `fuera de la ley', propiamente dicho, pero tampoco gozan de
una legalidad estricta. Ningún edicto prohíbe su existencia; pero tampoco
hay ninguna ley que la garantice. En cualquier momento, sin que sea
necesario un texto nuevo, puede caer el cristianismo bajo el efecto de las
viejas leyes, o más exactamente aún, bajo el del derecho
consuetudinario, que considera como ilícita toda superstitio externa; es
decir, todo culto extranjero no integrado en la religión oficial. Por esta
razón, los fieles pueden ser sometidos a la jurisdicción del poder de
coercitio del Imperio y de sus magistrados, y susceptibles de ser
perseguidos, ya como autores de novedades peligrosas —como a veces
lo fue, en los comienzos de su expansión oriental, la parroquia de los
cultos orientales—, ya y cada vez más, por crimen de lesa majestad
manifestado por la negativa a rendir el culto imperial. La persecución de
Nerón no crea las bases jurídicas para las siguiente: persecuciones; pero

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la existencia de los cristianos a partir de entonces es inestable y precaria,


y queda a la "merced de una arremetida hostil de la opinión pública; a un
capricho de los gobernantes, o a mil circunstancias. Las matanzas del
año 64 indican claramente una encrucijada de la historia del cristianismo
de la antigüedad: queda insaigurado el tiempo de la inquietud.

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Conclusión

"El tiempo es cumplido, y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y


creed al Evangelio". Resumido por Marcos (1, 15), tal es el mensaje de
Jesús. Es también el que los primeros discípulos anuncian en Israel. En
los días que siguieron a la muerte del Maestro, el cristianismo naciente
no fue sino una humilde secta judía. Algunos años más tarde, proclama
orgullosamente por boca de Pablo su autonomía y su misión universal.
El pensamiento del Apóstol, como el de Jerusalén, queda orientado hacia
el futuro: la esperanza cristiana y la espera de la Parusía son
fundamentalmente las mismas en uno y otros. Pero el acento es muy
distinto. El Mesías de los primeros discípulos, es fundamentalmente, para
Pablo, el. Salvador; y su obra redentora, ampliada hasta las dimensiones
de un drama cósmico, puede ser —Pablo lo vislumbra— una obra de
largo aliento: "No os mováis fácilmente de vuestro sentimiento, ni os
conturbéis ni por espíritu ni por palabra, ni por carta como nuestra, como
que el día del Señor está cerca" (II Tes., 2, 2). Entre la resurrección, que
la inaugura, y la Parusía, que la terminará, hay lugar para el tiempo de la
Iglesia, el camino hacia el Reino. De una manera natural, la Iglesia se
organiza para durar.

En la época apostólica su historia está dominada por una tensión interna.


Porque la autonomía del judaísmo, que Pablo proclama y se esfuerza por
realizar, otros la objetan y la rechazan. El problema central es el
problema de la Ley. Pero está implicado también, aunque de manera
menos aparente, el de la doctrina: el antilegalismo de Pablo y su
cristología son indisolublemente solidarios. Lo que está decidiéndose es
el porvenir mismo del cristianismo como religión original.

El poder de su personalidad, la amplitud de su acción y la tenacidad de


su esfuerzo, no impidieron a Pablo sufrir algunos fracasos cuyas
consecuencias a veces nos cuesta trabajo medir. A partir del decreto
apostólico del año 44 vemos desarrollarse una amplia campaña
antipaulina que triunfa con cierta frecuencia. La detención y la cárcel de
Pablo dejan libre el campo a sus adversarios. En adelante, los
protagonistas son Pedro y Santiago. Adivinamos el papel, considerable
sin duda, del primero en un cristianismo imperfectamente separado de
las normas israelitas y que, fuera de Palestina, se dirigía con prioridad o
de manera exclusiva a los judíos. El segundo encarna el

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judeocristianismo y controla la misión desde Jerusalén, núcleo de la


Iglesia. Este giro habría podido hacer que el cristianismo se redujera de
una vez por todas a las proporciones de un movimiento mesiánico judío,
pero otros hechos, más decisivos todavía, cambiaron la situación poco
después.

El triunfo de Santiago duró poco. Murió martirizado el año 62, casi al


mismo tiempo que Pablo, y aún tal vez antes que él. Según Josefo, lo
lapidaron, con el pretexto de haber faltado a la Ley, por orden del gran
sacerdote Hannán, que estaba celoso de su ascendiente sobre la gente,
y este acto de brutal arbitrariedad fue vivamente censurado por la opinión
farisea. Según el historiador cristiano Egesipo, la responsabilidad de su
muerte incumbe, por el contrario, al pueblo judío, que se volvió contra
Santiago, furioso porque se le había escapado Pablo. La verdad está en
lo dicho por Josefo. Pero no hay que excluir que algunas razones
propiamente religiosas facilitasen la acción de Hannán, y que la
solidaridad un tanto involuntaria con su rival Pablo contribuye a la pérdida
de Santiago.

Unos años más tarde, en 66, estalla una rebelión judía de gran magnitud.
En esta fecha, la comunidad cristiana de Jerusalén, ya fuera porque,
advertida por la muerte de Santiago, quiso escapar de una persecución
posible, ya porque sencillamente huyó, al empezar la guerra, del teatro
de las operaciones, la cuestión es que había abandonado la ciudad.
Emigró a Pella, ciudad pagana de Transjordania.

La rebelión fue un desastre. En el año 70, la destrucción de Jerusalén,


del Templo y del Estado judío fueron para el judeocristianismo un golpe
fatal. ¡Esteban, que' condenaba el Santuario, y Pablo, que anunciaba el
fin de la Ley y el traslado de la Alianza en beneficio de los gentiles,
tenían razón! En la catástrofe de Palestina, la joven cristiandad pudo ver
por un instante el preludio de la Parusía. Pero como tardaba en
realizarse, vio, sobre todo, que la mano de Dios caía sobre Israel. El
prestigio de la Iglesia-madre y su fórmula del cristianismo judío estaban
terminados. Los judeocristianos de Pella, auténticos herederos del grupo
apostólico, pero separados de las grandes vías misioneras y de las
grandes corrientes espirituales, aislados por la geografía y por su
legalismo, dejan de pesar. Se colocarán al margen de una Iglesia que se
convierte, cada día más decididamente, en la de los gentiles, y quedarán
rebajados a la categoría de una oscura secta de herejes llamada
ebionitas o nazarenos.

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La autonomía cristiana está ahora adquirida y es ya indiscutible. Sin


embargo, el desquite póstumo de Pablo, como hemos dicho antes, solo es
parcial. La Iglesia emancipada lleva la marca de sus orígenes. El
cristianismo institucional y moralizante de la segunda generación, que
insiste en la noción de mérito y en las `obras' y que en las formas, y a veces
en el espíritu, practica una observancia vecina de la observancia judía,
refleja y prolonga al de los Doce. Los Evangelios, que aparecen entonces,
representan sobre algunas cuestiones una reacción contra la mística
paulina y su Salvador cósmico, dadas los esfuerzos que hacen para
restituir, hasta en los detalles de sus dichos y de sus gestos, la verdadera
figura del Jesús de la historia, y por presentar de ella una interpretación
teológica de forma narrativa., En definitiva, el cristianismo eclesiástico del
siglo u procede de una síntesis de elementos paulinos y de Jerusalén, forma
inicial del catolicismo. Pero sin la catástrofe del año 70, esta síntesis
seguramente habría sido imposible y el pensamiento de Pablo habría
quedado un tanto comprometido. Tenemos, pues, que reconocer, junto con
el historiador inglés S. G. F. Brandon, que el acontecimiento más decisivo
en la vida de la Iglesia, después de las apariciones del Resucitado, ha sido
esta catástrofe.

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BIBLIOGRAFIA SUMARIA

I. FUENTES

Le Bible, trad. franc., en 1 volumen, de GRAMPON (católico) o de SECANO


(protestante).

Le Nouveau Testament, solo, trad., con introducciones y notas, bajo la


dirección de M. Gocuaa. H. MONNIER, París, 1929 (prot.).

La biblia, trad. esp. de REINA-VALERA (prof.) o de NÁCAR-COLUNGA


(Cat.).]

II. PRINCIPALES OBRAS RECIENTES :SOBRE EL PERIODO

JOH, WEISS Das Urchristentum, Gotinga, 1917 (prot. liberal).

J. LEBRETON y J. ZEILLER, L'Église primitive (Histoire de l'Église,


publicada bajo la dirección de A. FLICHE y V. MARTIN, t. I), París, 1934
(cat.). [Hay trad. española.]

H. LIETZMANN, Histoire de l'Église ancienne, t. I (trad. del alemán), París,


1936 (prot. liberal).

L. CERFAUX, La communauté apostolique, París, 1943 (cat.).

CH. GUIGNEBERT, Le Christ (Bibliothéque de Synthése Historique,


"L'Évolution de l'Humanicé"), París, 1943 (independiente).

M. GOGUEL, La naissance du christianisme, París, 1946 (protestante


liberal).

S. G. F. BRANDON, The Fall of Jerusalem and the Christian Church,


Londres, 1951 (modernista anglicano).

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