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Cristiano
(Año 2001)
José M. Martínez
Pablo Martínez Vila
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Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila es médico psiquiatra en ejercicio desde 1979. Realiza además un valorado
ministerio como conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado al mundo
universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años. Actualmente es
miembro del Consejo Directivo de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos y presidente de la
Alianza Evangélica Española.
Los libros de José M. Martínez se pueden obtener en la mayoría de las librerías cristianas. Para encontrar
una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Amarillas Cristianas en internet en la
dirección http://www.paginasamarillascristianas.com.
Índice
Abril 2001 - La cruz de Cristo en su perspectiva bíblica................................................................................3
Mayo 2001 - ¿Una imagen nueva para Jesús?.............................................................................................7
Junio 2001 - ¿Retrocedemos al tiempo de los jueces?.................................................................................9
Julio 2001 - Aborrecidos de todos por causa de su nombre........................................................................12
Agosto 2001 - Fe y razón...........................................................................................................................15
Septiembre / Noviembre 2001 - Pilares de mi fe cristiana...........................................................................18
Octubre 2001 - Cuando el mundo entero tiembla........................................................................................24
Diciembre 2001 - ¿«...Y en la tierra paz?...................................................................................................27
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Pocos objetos han sido tan desfigurados y mal interpretados como la cruz del Calvario.
Para los judíos contemporáneos de Jesús fue skándalon, «piedra de tropiezo»; para los
griegos, imbuidos de ideas filosóficas, morías, «locura». Parecía el colmo de los absurdos
pensar que la salvación de la humanidad dependiera de la muerte de un crucificado, con
todo lo que de repulsivo tenía tal forma de ejecución.
Al llegar la llamada Semana Santa, cada año vuelven a verse en muchos lugares
manifestaciones religiosas que evidencian el escaso conocimiento que del significado de
la cruz tienen aún gran número de personas. Apena ver cómo las escenas más patéticas
de la pasión y muerte del Salvador se reproducen teatralmente en impresionantes
procesiones. En el menos deplorable de los casos, las imágenes conmueven los
sentimientos de algunos espectadores; pero por lo general todo queda reducido a mero
espectáculo Como parte de éste suele verse algún penitente que participa de la procesión
cargado con una voluminosa cruz de madera. Cree el hombre que con ese sacrificio
contribuye a la expiación de sus pecados, con lo que evidencia su ignorancia respecto a
una de las verdades fundamentales del Evangelio: sólo «la sangre de Jesucristo nos
limpia de todo pecado» (1 Jn. 1:7).
No sólo en Semana Santa, sino a lo largo de todo el año, muchas personas llevan
colgada del cuello una crucecita de oro. Es difícil saber si ello obedece a un sentimiento
religioso íntimo, a la tendencia a exhibir ornamentos o a superstición (en ese objeto suele
verse un talisman protector). Esta última interpretación estaría en consonancia con la
secular práctica del santiguarse; se piensa que hacer la señal de la cruz aleja toda clase
de males, físicos y morales. Así, en el fondo, la cruz queda emparentada con la magia.
La amplia difusión de estos y otros errores hace necesaria una exposición del tema de
la cruz. La amplitud del mismo nos obliga a presentarla muy resumidamente, casi sólo en
forma de bosquejo.
Cuando el Credo Apostólico afirma que Jesucristo «padeció bajo el poder de Poncio
Pilatos» está destacando un evento histórico, lo que es altamente significativo. El
cristianismo no descansa sobre ideas; no es mera teología. Se fundamenta en
acontecimientos históricamente demostrables relativos a la vida y obra de Cristo: su
nacimiento, su ministerio, su muerte, su resurrección. De todo ello nos dan cuenta los
evangelistas en sus composiciones literarias (evangelios). Tales composiciones no son
simple fruto del fervor de los autores, como algunos críticos han pensado. Es innegable
que los evangelistas escribieron con corazones enardecidos por el recuerdo de Cristo,
avivado por la acción del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que lo hicieron con la
objetividad de testigos oculares (Mateo, Marcos y Juan) o con espíritu de investigador
serio (Lucas, Lc. 1:1-3).
Sus narraciones nos presentan los hechos con gran realismo, particularmente los
relativos a la pasión y muerte de Jesús. El juicio, la sentencia condenatoria y la ejecución
se llevaron a efecto de acuerdo con las disposiciones jurídicas de Roma que conocemos
por los historiadores. Aunque Jesús fue entregado al gobernador romano por las
autoridades judías, fue Pilato quien tuvo la palabra final en el proceso. El factor
determinante de su resolución fue la insistencia del Sanedrín en que Jesús era una
amenaza para la estabilidad política del país: «Solivianta al pueblo, enseñando por toda
Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí» (Lc. 23:5). Esta desfiguración
malintencionada podía hacer pensar que tal vez Jesus era uno de los cabecillas del grupo
subversivo de los zelotes (uno de los apóstoles había militado en sus filas -Mt. 10:4- y
probablemente el Iscariote también). Además había dado a entender que él era el
Mesías, el Rey de los judíos, y había recomendado la evasión fiscal del impuesto
destinado a la hacienda del imperio. Ante estas insinuaciones, pese a sus dudas y a su
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vacilación, Pilato finalmente «lo entregó a ellos para que fuese crucificado» (Jn. 19:16).
Todos los detalles cuadran perfectamente con el marco histórico de aquella época. No
debe haber, pues, dudas en cuanto a la veracidad de los evangelistas. La única dificultad
acerca de lo relatado por ellos no es la relativa a su historicidad. Sería -y es- la
interpretación del hecho histórico. ¿Qué significa la muerte de Cristo?
No disponemos de datos que nos permitan deducir cuándo empezó Jesús a ser
consciente de su identidad divina y de su misón en el mundo, aunque hubo de ser a edad
muy temprana, pues ya a los doce años declaraba su necesidad de estar ocupado en los
asuntos de su Padre (Lc. 2:41-49). Sí sabemos que pronto en los años de su ministerio
público vio con claridad el final cruento de su vida (Mt. 16:21). La predicción de su muerte
se repite, abierta o veladamente, en varias ocasiones (Mr. 10:38; Mt. 20:18; Lc. 12:50). A
medida que se aproxima el desenlace de la pugna con los judíos incrédulos, Jesús habla
de su «hora» (Jn. 12:23, 16:32), y poco antes de su detención en Getsemaní, declara:
«La hora ha llegado» (Jn. 17:1), palabras que confirma tras su agonía en el huerto,
cuando sus apresadores están a punto de aprehenderlo (Mt. 26:45; Mr. 14:41). Diríase
que, más que cualquier otro hombre, Jesús nació para morir. Su vida entera discurrió bajo
la sombra ominosa de la cruz.
Muchas personas alcanzan la edad madura y aún no saben qué sentido tiene su
existencia. Y todas ignoran cuál será su futuro. El Señor Jesucristo tuvo una idea muy
clara de su identidad y de su obra. No había venido a la tierra primordialmente para
enseñar o para sanar enfermos; tampoco para impresionar al mundo con sus milagros.
Había nacido para «morir». Todo lo demás en su vida fue accesorio. En su caso la muerte
no fue el fin; fue la cumbre de su vida. En la cruz iba a consumarse la obra de Dios para
la salvación de los hombres. De lo acontecido en el Gólgota dependería la reparación de
las ruinas causadas por el pecado y la rehabilitación del ser humano, rebelde en su
naturaleza caída, para la reconciliación con Dios y la participación en la gloria de su
Reino.
El propio Señor Jesús fue muy consciente de que su muerte no sería un amargo
fracaso, una tragedia irreparable que existinguiría las huellas de du paso por la historia.
Siempre, detrás de la cruz, veía su resurrección (Mt. 16:21), el triunfo de una vida
indestructible. Para él la cruz era la culminación de lo revelado en las Escrituras acerca
del Mesías (Lc. 24:45-47). Sabía que era el Antitipo de numerosos tipos contenidos en el
Antiguo Testamento: templo, fiestas, sacrificios, sacerdotes, reyes. Sobre todo, se veía a
sí mismo como el Ebed Yahveh, el Siervo sufriente descrito en Is. 52 y 53 que había de
«poner su vida en expiación por el pecado» (Is. 53:10). Jesús probablemente recordaba
este texto cuando declaró que no había venido para ser servido, sino «para servir y dar su
vida en rescate por muchos» (Mt. 20:28).
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La universalidad del propósito salvífico de Dios. A lo largo de toda la Biblia se hace
notar el carácter universalista del plan divino . En los albores del periodo patriarcal, Dios
dice a Abraham: «En ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn. 12:3). En el
Nuevo Testamento se confirma esa promesa. Jesús confesó que tenía otras ovejas fuera
del rebaño judío, a las que atraería para que oyeran su voz y se integraran en su redil.
(Jn. 10:16). Ante unos griegos que deseaban verle, hace, en clara alusión a su muerte,
una significativa revelación: «Si yo fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí
mismo (esto dijo dando a entender de qué muerte iba a morir)» (Jn. 12:32). Una de sus
últimas declaraciones fue: «Así está escrito y así era necesario, que el Cristo padeciese y
resucitase de los muertos; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el
perdón de pecados a todas las naciones.» (Lc. 24:46-47). Pablo ratifica la universalidad
del Evangelio (Gá. 3:28). Y Juan, en sus visiones apocalípticas ve, en compañía de
Cristo, «el que nos amó y nos liberó de nuestros pecados con su muerte» (Ap. 1:5) «una
multitud inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de
pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y palmas en sus
manos.» (Ap. 7:9).
Paralelamente a la concepción universalista de la redención, nos descubre Pablo la
dimensión cósmica de la obra reconciliadora de Cristo en su muerte (Col. 1:19-20). El
propósito eterno de Dios era «restaurar todas las cosas en Cristo en la dispensación del
cumplimiento de los tiempos» (Ef. 1:9-10) en el marco de una nueva creación. Sólo de
este modo podían verse en su plenitud los efectos de lo acaecido en el Calvario.
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El apóstol Pablo se nutrió siempre espiritualmente del mensaje de la cruz. Se extasió
ante su grandiosidad y lo vivió en riquísima experiencia. No es de extrañar que
exclamara: «¡Lejos sea de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por
quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.» (Gá. 6:14). ¿Podemos afirmar lo
mismo nosotros? Sólo así podremos celebrar la Semana Santa dignamente.
José M. Martínez
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¿Una imagen nueva para Jesús?
Expuesta la noticia, nuestro comentario inicial es bien simple: la imagen del rostro de
Jesús nos tiene sin cuidado, pues lo que importa no es su apariencia física, sino su
persona, su carácter y su obra. Una excesiva atención a lo corporal podría nublar su
naturaleza divina y aminorar el componente espiritual de su obra redentora consumada
en la cruz. Sin embargo, puestos a pensar en la posible cara del Salvador, saldremos
beneficiados si la consideramos a la luz de los datos bíblicos, aunque no lleguemos
nunca a obtener un retrato auténtico, ni siquiera aproximado.
Jesucristo, según los evangelios, fue el único hombre perfecto que ha habido en el
mundo, totalmente exento de pecado. Esto nos permite pensar que en su rostro no podía
haber ninguna de las señales de disipación que suelen verse en los de personas que han
vivido sumidas en el vicio. Es verdad que las apariencias pueden engañar, pero
generalmente se da por cierta la afirmación de que «la cara es el espejo del alma». En el
caso de Jesús parece lógico pensar que su expresión facial había de mostrar las virtudes
de su carácter, reflejo del de Dios. El apóstol Pablo decía que la gloria de Dios
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resplandeció «en la faz de Jesucristo» (2 Co. 4:6). Consecuentemente, la expresión de la
cara de Jesús revelaría la justa indignación que sintió al ver la «dureza de corazón» de
sus incrédulos adversarios (Mr. 3:5) o el sacrilegio cometido por los mercaderes que en el
templo habían convertido la casa de Dios en «cueva de ladrones» (Mt. 21:12-13). Pero
igualmente nos sentimos movidos a ver a Cristo con cara de bondad inefable cuando
invitaba a que los niños fueran a él, cuando perdonaba al paralítico o a la mujer pecadora,
cuando sanaba a los enfermos, cuando restauraba a un Pedro apóstata arrepentido. A
esto debe añadirse lo difícil que resulta imaginarse a Aquel que se veía a sí mismo como
«manso y humilde de corazón» con expresión arrogante. Es más lógico pensar que su
semblante acreditaba sus exhortaciones a la humildad. También parece innegable que el
semblante de Cristo irradiaba serenidad. Aun en los momentos más difíciles de su vida no
perdió la calma. Siempre reaccionó con sosiego, infundiendo tranquilidad y confianza a su
alrededor. Así se puso de manifiesto cuando una tempestad hacía temer el naufragio de
la barca en que viajaban él y sus apóstoles (Mt. 8:23-27). También en Getsemaní
asombró su imperturbabilidad cuando se acercaba a él la cuadrilla que iba a prenderle
(Mt. 26:47-56). ¿Y cuál no sería su semblante cuando pocas horas antes de su
apresamiento dijo a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed
también en mí» (Jn. 14:1) y «La paz os dejo, mi paz os doy... no se turbe vuestro corazón
ni tenga miedo» (Jn. 14:27).
Parte esencial de la cara de una persona son los ojos. ¿Qué diremos de los de Jesús?
¿Eran azules, verdes, castaños? No importa el color. Lo importante es descubrir en ellos
el poder de su mirada amorosa, poder que conmovió el ánimo del joven rico, incapaz de
seguir al Maestro por el peso de sus riquezas (Mr. 10:17-22). Fue la mirada de Jesús lo
que atravesó la conciencia de Pedro, que le había negado tres veces (Lc. 22:61-62). Para
mí lo más impresionante es que el rostro de Cristo más de una vez fue regado con
lágrimas: a la vista de Jerusalén, la ciudad rebelde contra el Enviado de Dios (Lc. 19:41),
y ante la tumba de Lázaro (Jn. 11:35). En el primer caso lloraba por lo trágico que resulta
oponerse a la verdad divina encarnada en Cristo. En el segundo, por el dolor humano
experimentado ante la muerte. También lloró en Getsemaní (He. 5:7), abrumado por el
peso del pecado humano que había de llevar sobre sí a la cruz.
Con eso tengo suficiente. Al fin y al cabo, «por fe andamos, no por vista» (2 Co. 5:7).
Pero al mismo tiempo, por fe, contemplo con gozo el día en que veré a Cristo «tal como
es» (1 Jn. 3:2), pues en los cielos nuevos, «sus siervos le servirán, y verán su rostro»
(Ap. 22:3-4), sin duda tan resplandeciente y glorioso como el que tres apóstoles vieron en
el monte de la transfiguración (Mt. 17:2). En esa esperanza vivo y procuro servir a mi
Señor.
José M. Martínez
¿Retrocedemos al tiempo de los jueces?
La autoridad bíblica frente a la ética permisiva
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Un texto sombrío que aparece reiteradamente en el libro de los Jueces (Antiguo
Testamento) describe magistralmente la situación político-social y religiosa en la época
transcurrida desde la muerte de Josué hasta el establecimiento de la monarquía hebrea:
«En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que le parecía recto» (Jue. 17:6;
Jue. 18:1; Jue. 21:25).
Durante el liderazgo de Moisés y Josué se reconocía la autoridad de éstos como
representantes de Dios, por lo que su palabra tenía fuerza de ley. Desaparecidos ambos
líderes del escenario histórico, sobrevino la anarquía. Cada israelita creía bastarse a sí
mismo para determinar lo bueno y ordenar su conducta . Su opinión personal era su
norma de vida. No tardó Israel en caer en las más variadas aberraciones y en formas
inusitadas de perversión. El texto sagrado ha recogido algunos ejemplos: la idolatría
(Jue. 2:11-12), la violencia política, puesta de manifiesto en la conducta de Abimelec
(Jue. cap. 9), la religiosidad deshumanizada (Jue. 11:19-40), la intemperancia (ejemplo de
Sansón, Jue. cap. 14-16), perversión sexual extrema (Jue. cap. 19), conductas fratricidas
(Jue. cap. 20).
Muchos dirán que aquellos tiempos distan mucho de nosotros. Vivimos en el siglo XXI
y la humanidad disfruta de los beneficios de una civilización avanzada. Pero tal afirmación
no puede hacerse sin grandes reservas. El siglo XX ha visto ciertamente grandes avances
científicos y tecnológicos, fuente de mayor bienestar; pero también ha registrado los
episodios más estremecedores de la historia: dos guerras mundiales con millones de
muertos, campos de concentración y exterminio, genocidios, a lo que todavía hoy puede
añadirse la conculcación de los derechos humanos más fundamentales en muchos
países . Moralmente la humanidad no ha progresado. Más bien parece que retrocede
hacia la selva. El individualismo egoísta busca por encima de todo el goce y el beneficio
propios, sin reparar en la licitud moral de los medios que se emplean para lograrlos.
Ese individualismo va de la mano con la autoafirmación de la persona y un concepto
de libertad equivocado. Se pretende vivir con todos los derechos y con muy pocas
obligaciones. La norma de conducta es la dictada por el criterio personal de cada
individuo, dominado por una corriente impetuosa de permisividad. De ello se derivan la
mayoría de anomalías sociales como la ruptura del vínculo matrimonial por motivos leves,
el conflicto entre padres e hijos, la hostilidad de alumnos frente al profesor, la colisión de
empresa y empleados, la lucha de todos contra todos para alcanzar una mejor situación.
La competitividad se ha extendido a todos los niveles y el lema más generalizado en la
sociedad actual es «triunfar, sea como sea». No importa que el triunfo se obtenga
perjudicando a otros menos dotados. Así prevalece la ley del más fuerte, que es la ley de
la selva.
Un análisis del comportamiento social a lo largo de los siglos nos muestra que la
sociedad de hoy no es en el fondo muy diferente de la de tiempos pasados. La tendencia
a la autonomía individualista y a la permisividad es tan antigua como la raza humana. El
libro del Génesis nos revela que Dios creó al hombre a su imagen, aunque sometido al
orden sabio y benéfico que debía mantenerse entre criatura y Creador. Sin embargo,
Adán rechazó la soberanía divina. No tenía suficiente con ser semejante a Dios. Él mismo
quería ser Dios. Y se rebeló contra Aquel a quien debía la existencia. Desde entonces el
hombre, en su naturaleza caída, ha ignorado la autoridad de Dios, ha menospreciado sus
leyes y ha tratado de imponer las suyas propias («autonomía» en el sentido etimológico,
de autós, propio, mismo, y nómos, ley). A falta de una autoridad objetiva superior, el
legislador humano no se rige generalmente por criterios éticos claros, sino que suele
ceder a las presiones de la masa social. En los países democráticos no puede dejar de
pensar en las próximas elecciones. La gran preocupación en muchos casos no es legislar
lo justo, sino complacer al mayor número posible de electores, especialmente a los más
ruidosos. Así han sido y van siendo aprobadas por diferentes parlamentos occidentales
leyes que autorizan el aborto (primeramente de modo restringido, en determinados
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supuestos; después, prácticamente «libre»), el reconocimiento de las parejas de hecho
(incluidas las de homosexuales), la eutanasia activa. Masivamente la sociedad ha
aprobado una permisividad sexual casi sin límites. Hablar hoy de castidad, de santidad
del matrimonio o de cosas por el estilo es en opinión de la mayoría, una ridiculez. Y
conceptos como respeto, autodisciplina o responsabilidad en el modo de vivir la
sexualidad son fósiles residuales del nacionalcatolicismo.
No cabe en el limitado espacio de este artículo considerar los males derivados de la
permisividad sin freno. Sólo a modo de ejemplo puede mencionarse el de los embarazos
no deseados de mujeres solteras, generalmente compelidas a abortar. Muchos hoy creen
ver resuelto el problema con la controvertida «píldora del día después», que, en opinión
de muchos especialistas, no deja de ser la destrucción de una vida humana en su
génesis, es decir, un aborto. No parece que sean más recomendables las posturas
«progresistas» respecto a las cuestiones arriba mencionadas. Los efectos a medio plazo
de la ética permisiva actual sólo el tiempo los revelará.
Frente a la situación descrita, la Iglesia tiene el deber de hacer oír su voz profética
proclamando a oídos del mundo la buena nueva y las leyes del reino de Dios. Pero tiene
otra responsabilidad no menos urgente: la de instruir a sus miembros en el conocimiento
de la ética cristiana. Teóricamente sabemos que la Iglesia es pueblo de Dios, a cuya
autoridad ha de estar sometida. También sabemos que la voluntad de Dios está revelada
en su Palabra y que la autenticidad de la fe cristiana se evidencia por la obediencia a sus
enseñanzas. Jesús dijo: «El que me ama, mi palabra guardará» (Jn. 14:23). Y como la
palabra de Cristo, palabra de Dios, llega a nosotros a través de la Sagrada Escritura, los
criterios sobre cuestiones éticas deben establecerse siguiendo la enseñanza bíblica.
Reconocer la autoridad de Dios implíca un reconocimiento de la autoridad de la Biblia,
fuente inmediata de la revelación. Esta ha sido la creencia tradicional de las iglesias
protestantes desde la Reforma del siglo XVI (Sola Scriptura).
Sin embargo, hoy, en el seno de iglesias protestantes, no pocos de sus miembros
prescinden de la orientación bíblica y asumen los mismos criterios éticos que predominan
en la sociedad secularizada del mundo occidental, ampliamente difundidos por los medios
de comunicación. Según una encuesta de la Alianza Evangélica inglesa, publicada por
Religion Today e ICPress, «el 33 por ciento de los jóvenes evangélicos de Gran Bretaña
acepta como correcta la convivencia prematrimonial. El 10 por ciento considera aceptable
el hurto de artículos pequeños, y la tercera parte declara que a veces es necesario el uso
de la mentira.» Probablemente algo parecido, aunque con variaciones en los porcentajes,
podría decirse respecto a los jóvenes evangélicos en Alemania y otros países europeos
(cabe pensar que entre esos países también está España). Análoga tolerancia permisiva
-o dudas serias- se observa en los temas del aborto, de la homosexualidad e incluso de la
eutanasia activa.
Los datos son hondamente inquietantes, pues si prescindimos de la autoridad de la
Biblia en cuestiones de ética, y actuamos siguiendo nuestro propio criterio, estamos
imitando a aquellos israelitas contemporáneos de los jueces cuando «cada uno hacía lo
que le parecía recto» y exponiéndonos a los males de una autonomía que suele
degenerar en formas de comportamiento antinaturales. Las razones que apoyan la
autoridad de la Escritura no son sólo teológicas; fundamentalmente coinciden con motivos
de orden natural. Y no se diga que la Biblia fue escrita por hombres que vivieron un una
época arcaica, en circunstancias del todo diferentes de las nuestras; que, por
consiguiente, las normas éticas de aquel entonces no pueden aplicarse al hombre del
siglo XXI. En el fondo, la sociedad de nuestros días, desde el punto de vista moral, se
diferencia muy poco de la de tiempos bíblicos: las mismas ambiciones, semejante
agresividad (sin duda más destructiva), la misma intemperancia frente a los apetitos
sensuales, análoga indiferencia hacia las necesidades y los derechos del prójimo.
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Pero existe otro peligro cuando privamos a la Biblia de autoridad para decidir
cuestiones morales. En tal caso, y en buena lógica, no hay motivos para reconocerle
autoridad en ninguna otra cuestión. Si se rechazan, por ejemplo, el decálogo, el sermón
de la montaña y las restantes normas éticas del Nuevo Testamento, ¿se puede
consistentemente dar por válidas las enseñanzas relativas a la gracia de Dios, a la obra
redentora de Cristo y la salvación? Queramos o no; nos guste o no nos guste, la
suplantación de la ética de la Escritura por criterios nacidos del secularismo y la
permisividad equivale a socavar los cimientos de la fe cristiana. Un creyente que quiera
ser fiel a la Palabra de Dios no puede permitirse tal licencia.
Por otro lado, en nuestras iglesias evangélicas se sobreentiende que todos sus
miembros han ingresado por convicción y decisión propia y que se comprometen a no
sólo a respetar sino también a asumir su declaración de fe y las normas de conducta que
tal iglesia reconoce como derivadas de la Palabra de Dios. Si en algún momento uno de
ellos está en desacuerdo con esa confesión de fe y con esas normas y actúa en
conformidad con sus ideas particulares, lo coherente no es limitarse a proclamar su
discrepancia, sino revisarla a fondo con ayuda pastoral a fin de superarla, y, en caso de
seguir manteniéndola, salir noblemente de la comunidad de modo tan voluntario como
cuando entró.
Ni hoy ni nunca puede haber un cristiano que piense y obre como si no hubiese «rey
en Israel». ¡Lo hay! Es el Rey de reyes. Y «su palabra permanece para siempre»
(1 P. 1:23).
José M. Martínez
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Aborrecidos de todos por causa de su nombre
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Lo más grave es que esa corriente de pensamiento, a modo de quinta columna, se ha
introducido en la Iglesia cristiana. En no pocos lugares ésta ha adoptado las «formas» de
este mundo, contrariamente a la recomendación apostólica (Ro. 12:2). No es de extrañar
que en vez de ver una Iglesia renovada se vea a menudo una Iglesia envejecida y
arrugada. La claudicación de muchos cristianos ante las presiones ideológicas de la
sociedad, avasalladoramente aumentadas por los medios de comunicación, ¿no será
debida a un instinto que nos lleva a huir del reproche y la humillación? No es fácil soportar
el vituperio por causa de Cristo. No lo ha sido nunca. Pero la capacidad de aguante
muestra la calidad de nuestra fe.
Tenía razón Lutero cuando presentaba el Evangelio en la perspectiva de una theologia
crucis, teología de la cruz, en contraste con la theologia gloriae, teología de la gloria, tan
acariciada por quienes tienen una visión triunfalista de la Iglesia. En su día Moisés
renunció a la gloria de la corte faraónica y escogió «ser maltratado con el pueblo de Dios»
prefiriendo el sufrimiento al honor y el placer que su encumbrada posición en Egipto le
proporcionaba (He. 11:24-27). El señor Jesucristo no dejó lugar a dudas. No sólo dijo:
«Seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre». Añadió sentenciosamente: «El
que no toma su cruz y sigue en pos de mí no es digno de mí.» (Mt. 10:38).
Apéndice informativo
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parte de lo que se conoce como «Iglesia subterránea», no registrada oficialmente. Las
«registradas» son pocas, y el gobierno las usa para su propaganda en el mundo exterior.
Incluso, a fin de ofrecer una cara amable, las autoridades suelen invitar a sus cultos a los
líderes eclesiásticos occidentales que visitan la capital. También se ha reabierto un
seminario con 12 estudiantes. El edificio es toda una alegoría. Al entrar, puede verse un
cuadro con la imagen de Jesús a un lado. En frente, en el lugar más prominente, se ven
los retratos obligatorios de Kim Il Sung y Kin Jonh Il. Se nos ocurre una pregunta: ¿quién
dirige la formación religiosa de los estudiantes, Jesús o los líderes comunistas?
Se calcula que unos 6.000 cristianos, a causa de su fe, están recluidos en cárceles
norcoreanas, con pocas esperanzas de liberación.
José M. Martínez
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Fe y razón
La razón
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tanto a razonamientos equilibrados como a modas de pensamiento o a motivos morales.
La mayoría de personas no rechazan el Evangelio porque sea irrazonable, sino porque
les disgustan las implicaciones de su mensaje. Aceptarlo pondría fin al «vive como
quieras» que ha presidido su conducta.
Resumiendo lo concerniente a la razón: es una facultad preciosa que toda persona
debe usar. No es sensato minusvalorarla alegando una superior espiritualidad. John Stott
acuñó una frase luminosa: «Creer es también pensar». Pero, por otro lado, la razón,
magnífica sierva, no puede convertirse en señora que domine absolutistamente todas las
áreas del pensamiento. En el plano religioso no puede prescindir desdeñosamente de la
fe, que también tiene mucho de razonable. Posiblemente sobre la razonabilidad de la fe
cristiana escribiré en algún artículo próximo si Dios lo permite. Ahora me limitaré a
completar el presente «tema» con el elemento que nos queda por considerar:
La fe
Se dice que nadie puede vivir sin fe de algún tipo. Cierto. Si subo a un avión para
deplazarme a un determinado lugar es porque CREO que la perfección técnica del
aparato y la pericia del piloto hacen que el vuelo, con muchas probabilidades, se realizará
normalmente. Si estoy enfermo y me pongo en manos de un médico es porque CREO
que sus conocimientos pueden contribuir a mi curación. Pero el verbo «creer» -al menos
en el léxico cristiano- tiene un sentido más profundo. Es expresión no sólo de una
creencia, sino de una experiencia religiosa. Es fe en Dios, en Cristo, en su Palabra.
Determina mis ideas, pero también mis sentimientos, mis actitudes, mi comportamiento en
una acción integradora de todos los elementos de mi personalidad.
Esencialmente la fe cristiana es conocimiento, asentimiento, confianza y entrega:
conocimiento de la verdad revelada y transmitida por la Palabra escrita; adhesión mental
a su contenido; confianza en que la Palabra de Dios es la verdad y, sobre todo, confianza
en Dios mismo y en su fidelidad para cumplir sus promesas. La manifestación final de la
fe es la entrega del creyente a Cristo, su Salvador y Señor, para servirle con gratitud.
Todo ello no es resultado de razonamientos por parte del creyente. Proviene de la
Palabra de Dios (Ro. 10:17) oída, creída y aceptada. En ese proceso la actuación del
Espíritu Santo es decisiva. Sin embargo, esa acción no excluye la reflexión de la mente a
medida que la Palabra la ilumina. De lo contrario sólo tendríamos la «fe del carbonero»;
llegaríamos a creer sin saber concretamente qué ni por qué. No obstante, conviene estar
prevenidos contra al peligro de caer en el dogmatismo. La fe debiera estar siempre
abierta a una comprensión más amplia y profunda de la verdad.
¿Puede considerarse esta fe compatible con la razón? Indudablemente, siempre que
se recuerde el carácter de la una y de la otra, así como las limitaciones de la última. La fe
generada por la Palabra de Dios trasciende lo natural, lo visible y lo temporal para
introducirnos en lo sobrenatural, lo invisible y lo eterno. Según la carta a los Hebreos, «la
fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (He. 11:1), y como
ejemplo, la misma epístola menciona a Moisés, quien «por la fe se mantuvo firme como
viendo al invisible» (He. 11:27). Pero dentro de este orden sobrenatural la fe no anula la
razón; simplemente la supera; instruida por la Palabra, llega adonde la razón no puede
llegar. Por tal motivo, la razón debe respetar el plus de conocimiento otorgado a la fe, del
mismo modo que la fe ha de honrar a la razón y beneficiarse de los apoyos que en
algunos momentos puede prestarle. La apologética cristiana, mayoritariamente, así lo ha
entendido, como se ve en la historia de la Iglesia. Aunque autores como Tertuliano,
preconizaron un divorcio total entre la fe y la filosofía, muchos otros han aplaudido la fides
quaerens intellectum, la fe que busca entender, aun reconociendo que la fe es una fuente
inestimable de conocimiento. Anselmo de Canterbury confesaba: Credo ut intelligam, creo
para comprender. Y a esta máxima añadía: «Deseo, Señor, comprender tu verdad que mi
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corazón cree y ama. Porque no busco entender para poder creer, sin que creo para poder
entender». Sin duda, se hacía eco de la fórmula de Agustín: Intellige ut credas, crede ut
intelligas, entiende para creer y cree para entender.
Y si alguien persiste en un racionalismo excluyente, resistiéndose a creer lo que no ve
o entiende, hará bien en reflexionar sobre las palabras de Jesús al incrédulo Tomás.
«Porque me has visto, Tomás, has creído. Dichosos los que no han visto y, sin embargo,
creen» (Jn. 20:29).
José M. Martínez
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Pilares de mi fe cristiana
I. La iglesia
Son muchos los creyentes que, como yo, han conocido el Evangelio en una
congregación cristiana. En su seno han crecido espiritualmente; han aprendido más y
más de la Palabra de Dios predicada en los cultos; se han gozado en la comunión con los
hermanos y han encontrado estimulantes oportunidades de servicio. La iglesia es para
ellos una familia acogedora, una auténtica bendición que enriquece espiritualmente y
vigoriza la fe. Con todo, no me sorprendería que en el rostro de más de un lector se
dibujase una mueca irónica de escepticismo. ¿La Iglesia, con sus muchas debilidades,
apoyo de mi fe? ¿Acaso no ha sido la Iglesia cristiana protagonista de episodios nada
edificantes en el curso de la historia? En algunos momentos ¿no se ha prostituido con los
poderes temporales de este mundo y ha caído con ellos en toda clase de injusticias? La
conducta de muchos de sus miembros, incluso de algunos de sus líderes, ¿no ha sido
tristemente escandalosa?
A fuer de sinceros, hemos de decir que sí, que todo eso es verdad. Pero yo veo en
esta Iglesia una iglesia nominal, una institución de corte humano que no corresponde a la
realidad de la Iglesia como comunidad de creyentes en Cristo que de todo corazón aman
a Dios y andan en el camino del Evangelio. Los miembros de esta Iglesia, espiritual,
están esparcidos por todo el mundo, encuadrados en comunidades de diferentes
denominaciones, dando testimonio de su fe y de su vida nueva en Cristo, irradiando la luz
de la verdad y del amor en favor de una humanidad desdichada. Es cierto que tampoco
ellos son perfectos; están expuestos a flaquezas e inconsistencias; pero globalmente su
vida es un ejemplo inspirador. ¡Cuantos de ellos han asombrado al mundo con su pureza
de costumbres, su altruismo, su fervor cristiano, su abnegación y entrega al servicio de
Cristo, que ha sido también servicio al prójimo! Poco tiempo después de mi conversión al
Evangelio, llegó a mis manos el libro «Héroes y mártires de la obra misionera», de Juan
C.Varetto. Su lectura me impactó profundamente. A medida que leía, más y más quedaba
fascinado por aquellos héroes de la fe. Y mi propia fe se robustecía.
Pero no han sido únicamente las biografías que he llegado a leer las que me han
ayudado espiritualmente. Mi relación personal con pastores fieles y miembros sencillos de
iglesia, amantes de su Salvador, han contribuido igualmente al fortalecimiento de mi fe.
No puedo olvidar la impresión que produjo en mí el modo como vivía su devoción privada
el hombre que por primera vez me habló del Evangelio. Obrero en una fábrica de
neumáticos, trabajaba en el turno de la mañana que comenzaba a las 6. Él se levantaba a
las 4 de la madrugada para poder leer sin prisas un capítulo de la Biblia y la página diaria
correspondiente del «Libro de Cheques del Banco de la Fe», de C.H. Spurgeon.
Concluido su tiempo devocional, tomaba un ligero desayuno y salía en bicicleta hacia la
fábrica, distante unos cuatro kilómetros. Ya en el exterior, su trabajo y sus relaciones
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humanas indicaban que «había estado con Jesús». Más de una vez, al recordar su
ejemplo, me he sentido un tanto avergonzado, convencido de que yo, en su lugar y
circunstancias, seguramente habría recortado la hora dedicada a la lectura de la Biblia y
la oración. Pero todavía, años después de su partida, me hace bien su modo de vivir la fe.
No es menor el beneficio que he recibido de algunos compañeros en el ministerio,
pastores, teólogos y escritores de diferentes países que, con la lucidez de sus ideas y la
coherencia de su vida, me han sido de gran estímulo.
Lo dicho no significa que todo en la auténtica Iglesia del Señor es hermoso y
edificante. En ella también se viven experiencias dolorosas, descorazonadoras. Son las
espinas que acompañan, pero no ocultan, a las rosas. Yo procuro no pincharme, pero no
me aparto del rosal. Y bendigo a Dios por la Iglesia en cuyo seno mi fe crece. Veo en la
iglesia, en su existencia, en su supervivencia y crecimiento un milagro de la gracia de
Dios. Sin ese milagro, hace siglos que la Iglesia habría dejado de existir; nuestras
torpezas y nuestra carnalidad ya la habrían destruido. Por todo ello, la Iglesia es pilar de
mi fe.
II. La biblia
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bloque sólido, grandioso, digno de credibilidad. Me maravilla la revelación que hace de
Dios. Me sobrecoge la descripción del hombre, en su grandeza y en su miseria. Me
entristece su cuadro del pecado, en el que sobresale la inveterada tendencia del ser
humano a independizarse de Dios para vivir a su antojo. Me conmueven las trágicas
consecuencias del pecado que tan vívidamente se ven en innumerables textos bíblicos,
corroborados por la historia. Sobre todo me asombra y fascina el amor de Dios, en
perfecto equilibrio con su justicia, siempre en acción con miras a la salvación de los
humanos. Me impresiona la progresión coherente de la revelación especial de Dios en el
Antiguo Testamento, paralela a la historia de la salvación, y su apoteósica consumación
en Cristo. La revelación divina, tal como se nos presenta en la Biblia, es semejante a un
gran río; de escaso caudal en su nacimiento, va creciendo a medida que avanza con las
aguas de sus afluentes, ganando anchura y profundidad hasta que desemboca en la
inmensidad del mar. Dios comenzó a revelarse a los patriarcas, para continuar haciéndolo
mediante los profetas. La revelación del plan salvífico de Dios va adquiriendo amplitud y
claridad crecientes y finalmente culmina con el anuncio y advenimiento del Mesías
Redentor.
No menos asombroso es el hecho de que la Biblia, escrita por hombres de épocas
distintas, en diferentes contextos circunstanciales y sociales, presenta una unidad
sorprendente, como si hubiese tenido un solo autor. La Biblia misma explica el fenómeno:
los autores humanos escribieron bajo la inspiración del Espíritu de Dios (2 P. 1:21;
2 Ti. 3:16). La teología cristiana ha deducido de estos y otros textos la doctrina de la
inspiración de la Escritura y la autoridad de la misma como norma normans, determinate
de la fe y la conducta del cristiano.
En mis reflexiones llego al convencimiento de que la Biblia es mucho más rica, más
profunda y convincente que cualquier especulación humana, superior a todas las
doctrinas filosóficas y a toda idea política, social o religiosa. Y la acepto como Palabra de
Dios viva que día a día vivifica mi fe.
III. Cristo
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de éstos habría sido un verdadero milagro, muy poco creíble en hombres sencillos,
escasos de comprensión, de mentalidad terrena (Mr. 8:14-21), mucho más dados a la
duda y la incredulidad que al ensalzamiento romántico de un ser amado. Sería creer lo
increíble pensar que los seguidores del hombre más puro y amante de la verdad,
hubiesen desfigurado la imagen de Jesús, y que en defensa de su testimonio adulterado
hubiesen arriesgado -y en algunos casos dado- su propia vida. Resultaría, además, que
un falsedad tuvo una fuerza moral y espiritual que ha transformado a millones de seres
humanos. ¡Un prodigio inconcebible! Es mucho más razonable creer en la veracidad de
los primeros testigos y en sus palabras. He aquí lo declarado por los apóstoles Pedro y
Juan: «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor
Jesucristo siguiendo fábulas ingeniosamente inventadas, sino como habiendo visto con
nuestros propios ojos su majestad.» (2 P. 1:16). «Lo que hemos oído, lo que hemos visto
con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos acerca del
Verbo de vida... lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos» (1 Jn. 1:1-3).
Si nos atenemos a lo escrito en los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento, pronto
nos percatamos de la grandeza humana y sobrehumana de Cristo. Los discípulos obraron
milagros en el nombre de Jesús, pero él los realizó por el poder que encarnaba en su
persona. Sus enseñanzas, recibidas del Padre, las impartía con su autoridad personal
(«oísteis que fue dicho... mas yo os digo...», Mt. 5:21-22, 27-28, 31-32). Para el hombre
en su estado de perdición sólo ve un remedio: un nuevo nacimiento por obra del Espíritu
mediante la fe (Jn. 3:3, 5-6, 16). Descubrimos asimismo lo extraordinario de sus palabras
y de su obra. Su mensaje es «buena nueva». Proclama la salvación y la incorporación al
Reino de Dios. A través de sus enseñanzas revela la grandiosidad de Dios, de su justicia
y su amor. Ahonda en los abismos de la naturaleza humana, creada «en el principio» a
imagen de Dios, pero desfigurada, corrompida y ensuciada por el pecado. Presenta su
obra redentora como la meta de su vida en la tierra («El Hijo del hombre vino a salvar lo
que se había perdido», Mt. 18:11). En cuanto a sus enseñanzas morales, a cuya altura
vivió él siempre, nadie jamás ha podido igualarlas, mucho menos superarlas. En sus
máximas y en su conducta fue el ejemplo perfecto de lo que debe ser todo ser humano.
Aun hombres no cristianos como Gandhi han hallado en el Sermón del Monte las normas
éticas más elevadas que ha conocido la humanidad.
Entre todas estas facetas del mensaje tienen especial relieve algunas pretensiones de
Jesucristo que en cualquier otro hombre serían absurdas, hilarantes, síntoma de
megalomanía paranoica. Un ejemplo: su plena identificación con Dios («El Padre y yo
somos una sola cosa», Jn. 10:30). Fue sin duda este concepto de su identidad lo que le
llevó a hacer de sí mismo la clave de la revelación divina y de la salvación humana. Los
fundadores de las grandes religiones han basado su mensaje en unas doctrinas
determinadas. Jesús lo basó en su propia persona, a la que dio atributos inauditos. Él
dijo: «Yo soy el pan de vida» (Jn. 6:35), «el que beba del agua que yo le daré no tendrá
sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente de
agua que salte para vida eterna» (Jn. 4:14), «yo soy la luz del mundo, el que me sigue no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn. 8:12). Nunca dijo: «El que cree
en mi doctrina se salvará», sino «el que cree en mí tiene vida eterna» (Jn. 3:16).
Otra prerrogativa divina que Jesús se atribuyó fue la facultad de perdonar pecados.
Tenían razón los fariseos cuando dijeron que nadie puede hacer tal cosa sino sólo Dios;
pero Jesús dijo al paralítico: «Tus pecados te son perdonados»; y sin ambages, para
demostrar que poseía tal facultad, lo sanó.
La pretensión de divinidad se puso asimismo de manifiesto al aceptar ser objeto de
adoración. Él, que había rechazado al diablo citando un texto áureo del Antiguo
Testamento («Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo servirás», Mt. 4:10), permitió la
adoración fervorosa de la mujer hemorroísa (Mt. 15:25), del endemoniado gadareno
(Mr. 5:6) y de sus propios discípulos (Mt. 14:33, 28:9, 17). En todos estos casos o estaba
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usurpando un honor correspondiente sólo a la Divinidad o realmente, además de hombre,
era Dios. ¿Era todo fruto de una fantasía incontrolada? Si así hubiese sido nos
hallaríamos ante lo más insólito: un hombre víctima de un grave desorden mental habría
originado el movimiento espiritual más poderoso que ha conmovido el mundo y se habría
convertido en fuente de paz, certidumbre y esperanza para millones de hombres y
mujeres en todos los países a lo largo de los siglos. En el transcurso del tiempo se han
desmoronado y han desaparecido sucesivos imperios. Se han debilitado y desvanecido
poderosas ideologías que en su tiempo parecían destinadas a imponerse en toda la tierra.
Pero el reinado de Cristo perdura aún en la vida de millones de sus seguidores. Tenía
razón Napoleón cuando, preso en la isla de Santa Elena, declaró:
Y Renan, renombrado filósofo y teólogo francés del siglo XIX, pese a su rechazo del
elemento sobrenatural en la vida de Cristo, se vio forzado a afirmar que, «sea lo que sea
que el futuro nos depare, Jesús nunca será superado».
Yo hago míos esos testimonios y los de muchos más hombres ilustres que han
reconocido la grandiosidad inigualable de Jesús, y los suscribo con un fervoroso «Amén»,
un amén que significa no «así sea», sino «así es ». En los inicios de la experiencia
religiosa que me llevó a la conversión la lectura de los evangelios fue para mí decisiva. La
figura del Hijo del hombre se me hacía cada vez más fascinante. Y más cautivadora.
Quedé «prendado y prendido de Jesucristo». Desde entonces, él ha sido el soporte más
sólido de mi fe.
- 23 -
cosas cooperan para bien de los que aman a Dios» (Ro. 8:28). También en la Escritura
descubro que, como en los casos de Jeremías (Jer. 1:5) y Pablo (Gá. 1:15), aun antes de
mi nacimiento mi destino estaba en las manos de Dios, y puedo decir con el salmista: «Mi
embrión lo veían tus ojos, mis días estaban previstos, escritos todos en tu libro, sin faltar
uno» (Sal. 139:16). Veo clarísimamente que un día Dios empezó una buena obra en mí, y
su Palabra me asegura que «el que empezó la buena obra» (en mí) «la perfeccionará
hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1:6).
A lo largo de mi existencia he vivido experiencias de todo tipo. Sin duda, en el plan
divino para mí no entraba un camino inacabable de rosas. Muchas veces el camino se ha
hecho difícil, árido, penoso. He experimentado la pobreza, el hambre, el frío, la
enfermedad (delicadas operaciones quirúrgicas incluidas), la humillación de la intolerancia
religiosa. Por la senda de mi vida ha transitado a menudo, muy cerca de mí, el maligno
con insidiosas tentaciones. Y no siempre he salido totalmente indemne de sus ataques.
He conocido el límite de mis fuerzas, y mis debilidades. También las de otros compañeros
de viaje. He vivido horas de bajamar espiritual. He sufrido, he orado, a veces
agónicamente, y no he sido ajeno a la experiencia del desfallecimiento y de la sequía
espiritual. Momentos ha habido en que espiritualmente todo se volvía oscuro. Todo
parecía tambalearse. Pero siempre ha habido una recuperación. Ha vuelto a lucir el sol.
La conmoción ha cesado. En algunos trechos del camino he vivido experiencias que
parecían auténticos milagros. La mano bondadosa del Señor se veía claramente.
Resultado final: una fe confirmada que me permite decir con el apóstol: «Yo sé a quién he
creído y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día (el día
de Jesucristo)» (2 Ti. 1:12). De hecho mi confianza, en realidad, descansa mucho más en
el poder de Dios que en el valor de mi experiencia.
Más de una vez he pensado -y sigo pensando- que a estas alturas de mi vida, dada la
solidez de los pilares de mi fe, me resulta imposible renunciar a ella. Como Jefté, aunque
en un contexto muy diferente del suyo, digo: «He dado palabra al Señor y no puedo
volverme atrás» (Jue. 11:35).
José M. Martínez
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«Tema especial»
Dada la honda impresión que los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001
en los Estados Unidos han tenido en el mundo entero, hemos optado por una reflexión
sobre este acontecimiento en el "Tema del Mes" correspondiente a octubre.
Veinte días después del horrible suceso, todavía resuenan los ecos de las
explosiones, de los derrumbamientos, de los ayes angustiosos de las víctimas, del clamor
del mundo contra los agentes y los dirigentes del terrorismo... La fecha del 11 de
septiembre de 2001 quedará en los anales de la historia como una de las más macabras
y estremecedoras. Las famosas «torres gemelas» de Manhattan (Nueva York) y otros
edificios colindantes, así como una parte del Pentágono en Washington, quedaron
completamente destruidos. Montones ingentes de escombros. Más de seis mil
desaparecidos, en su mayoría sepultados entre las ruinas. El mundo financiero
peligrosamente sacudido. Y un pánico generalizado en la población de los Estados
Unidos y de otros países occidentales no sólo ante la posibilidad de nuevos atentados de
gran magnitud, sino por la perspectiva casi inevitable de una recesión económica global
que sumiría a miles de familias en el paro y quizá en el desamparo. Se teme asimismo
con inquietud la reacción que los atentados han producido ya. Nada más funesto que un
proceso de acción-reacción en el que lo uno y lo otro se sucedieran en una espiral de
límites impredecibles. Sería comparable a una erupción del mismísimo infierno. Menos
mal que el presidente Bush ha renunciado al título de su operación de represalia,
«Justicia infinita», y lo ha sustituido por el de «Libertad perdurable», mucho más en
consonancia con los principios cristianos que él mismo propugna. Ni Dios mismo en su
Palabra califica su justicia como infinita. Sí se nos presenta como infinita su misericordia
(1 Cr. 16:34; Esd. 3:11; Sal. 106:1).
Mucho se está especulando sobre las causas del terrorismo. En el caso de los actos
cometidos el 11 de septiembre la horrenda masacre se atribuye al fanatismo religioso de
musulmanes imbuidos de odio al «occidente cristiano», especialmente a los Estados
Unidos. La tensión parece agravada por el conflicto árabe-israelí, que incesantemente
gotea sangre y lágrimas. Otros comentaristas ven en el fondo de la cuestión el
descontento amargo de unos pueblos que se sienten humillados, marginados y
explotados por los países ricos. Podría ser un fenómeno parejo al movimiento
antiglobalización, de proporciones crecientes y crecientemente agresivo. Se piensa, no
sin razón, que lo acaecido y lo que puede suceder aún en el propósito de acabar con el
terrorismo debiera mover a los estadistas del mundo a reflexionar sin hipocresía sobre la
pobreza y las grandes desigualdades económicas entre las diversas naciones. Algo va
mal si, mientras grandes multinacionales obtienen beneficios anuales que rayan en lo
escandaloso, millones de seres humanos desfavorecidos perecen víctimas del hambre o
la enfermedad. ¿Por qué no convocar una gran conferencia mundial en la que los
expertos y los políticos más influyentes, con menos apego a sus propios interese y más
espíritu solidario, estudiaran las causas de la situación que tanto odio y violencia genera?
Algunos analistas cristianos ven en la hecatombe causada por el terrorismo un juicio
indirecto de Dios sobre un mundo que le da la espalda, inmerso en el secularismo y en
formas diversas de ateísmo.
No es el terrorismo islámico el único que atormenta al mundo. En menor escala,
determinados movimientos nacionalistas de vía estrecha optan por la violencia como vía
para imponer sus ideas y aspiraciones, perdiendo de vista que uno de los factores más
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importantes de progreso hoy es la integración, no la fragmentación. Se observa asimismo
un espíritu de intolerancia en no pocos «profetas» que arremeten contra otras creencias,
especialmente contra las más tradicionales (entre ellas el cristianismo), y, aunque
pacíficas físicamente, siembran las semillas de un enfrentamiento que puede ser
demoledor.
Dejamos para los especialistas el análisis político, económico, cultural o religioso de la
agresividad en cualquiera de sus formas. Por nuestra parte, en el marco propio de
«Pensamiento Cristiano», nos limitaremos a algunas breves consideraciones derivadas
del testimonio bíblico.
Es significativo que muy pronto, tras la rebelión del hombre contra Dios, en las
relaciones humanas aparece la violencia homicida con todo su horror. Caín no puede
sufrir que la ofrenda de su hermano Abel sea más aceptable a ojos del Creador que la
suya. Así nace en él la envidia, y con la envidia el odio. El hermano se ha convertido en
contrincante molesto. Hay que aniquilarlo. «Y aconteció que estando ellos en el campo,
Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató.» (Gn. 4:8). En el fondo del fondo, la
causa de la primera muerte violenta en el mundo se debió al amor propio herido de un
hombre. Su YO había sido insufriblemente lesionado. Se imponía la venganza. El
egocentrismo, que había perdido a Adán, perdió a Caín, y sigue perdiendo a la
humanidad. El egoísmo incontrolado engendra ambición, con ansias irrefrenables de
posesión, poder y placer. En ese afán, algunos seres humanos son encumbrados a cimas
de prosperidad y honor, mientras que otros, menos favorecidos, se entregan al
resentimiento, a la hostilidad, a la ferocidad salvaje. Esta disparidad de destinos se da
igualmente entre pueblos. De ahí las guerras, abiertas o solapadas. Y el terrorismo.
Algunos pensadores optimistas han cantado las excelencias del hombre y su
capacidad para el progreso, lo que le llevará finalmente a acabar con la agresividad y
establecer relaciones de concordia y prosperidad en una Arcadia venturosa. No parece
que esta idea llegue algún día a convertirse en realidad. Los dirigentes de los Estados
han tratado repetidas veces de desterrar definitivamente los conflictos bélicos y han
firmado acuerdos, tratados de paz, etc. que las más de las veces han tenido efectos
efímeros. En el siglo XX se crearon asociaciones internacionales como la Sociedad de
Naciones a raíz de la la Guerra Mundial y la ONU tras la segunda. Pero ya vimos lo
limitado de su acción pacificadora. A la segunda Guerra Mundial, la más encarnizada y
devastadora de la historia, siguió la guerra fría entre los Estados Unidos y la Unión
Soviética, controlada sólo por el fantasma de la bomba atómica. Más recientemente han
ido proliferando movimientos terroristas de diversa índole que siembran pánico,
destrucción y muerte en los lugares más insospechados de la tierra. ¿Es que no hay
solución a tal problema? Al parecer, no, al menos mientras no se produzca en los seres
humanos un cambio radical, el cambio que el Evangelio llama «nuevo nacimiento» por la
fe en Jesucristo. Sólo de este modo podrá verse un día hecho realidad el anuncio
profético escogido por las Naciones Unidas para esculpirlo a modo de lema en el muro
frontal de su edificio en Nueva York: «Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el
cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño
los pastoreará. Is. 11:6».
Desde la perspectiva humana, no hay solución. La historia lo demuestra. Por eso el
mundo hoy tiembla. Pero en la perspectiva divina se avistan «cielos nuevos y tierra nueva
en los que mora la justicia» (Is. 65:17; Is. 66:22; 2 P. 3:13; Ap. 21:1). En esa nueva
creación culminará la manifestación del Reino de Dios, que es «justicia, paz y gozo en el
Espíritu Santo» (Ro. 14:17). De ese Reino será excluida radicalmente todo forma de
injusticia, de inmoralidad y de violencia (Ap. 21:8). La manifestación del Reino de Dios ha
empezado a verse en los seguidores de Cristo ya ahora, aunque borrosamente a causa
de las imperfecciones y debilidades de ellos y de que los reinos de este mundo todavía
están bajo el dominio del maligno (Ef. 2:2; Ef. 6:12). Pero cuando Cristo retorne en su
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segunda venida, el reino será visto en la plenitud de su perfección y gloria. Por algo el
Señor Jesucristo incluyó en la oración del Padrenuestro el ruego «Venga tu Reino» y la
Iglesia cristiana de todos los tiempos ha clamado: «Ven, Señor Jesús» (Ap. 22:20). Pero
al mismo tiempo, mientras espera a su Señor, la Iglesia ha de ser luz del mundo y sal de
la tierra, sembradora de amor, de concordia, de reconciliación. El día que los hombres
entiendan y acepten el Evangelio ya no habrá lugar para el terrorismo con toda su carga
de horror y muerte. Y en el día de Cristo tampoco lo habrá para las restantes secuelas del
pecado. Ni muerte; ni llanto, ni clamor, ni dolor. Todo habrá sido cambiado por Aquel que
dice: «He aquí yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21:4-5).
José M. Martínez
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¿«...Y en la tierra paz»?
Los pastores debieron de quedar anonadados aquella noche en los campos de Belén.
La oscuridad, el silencio y el sosiego se vieron interrumpidos por un acontecimiento
espectacular. Súbitamente, un resplandor glorioso. Y la voz de un ángel que anunciaba la
noticia más sensacional de cuantas han llegado al oído humano: «Os ha nacido un
Salvador». Seguidamente una multitud de seres celestiales prorrumpiendo en un cántico
inspirador: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz...» (Lc. 2:14). ¿Estaba
amaneciendo un día nuevo en el que los hombres disfrutarían de apacibilidad, ajenos al
tumulto, la devastación y la muerte causados por las guerras?
El anuncio y la historia
Etiología de la guerra
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corazón, los humanos sólo reconocerían como forma de gobierno la autonomía más
absoluta. El trono vacío sería ocupado por el yo de cada individuo. Las normas de
conducta no estarían determinadas por lo justo, lo noble, lo amable, lo benéfico. Se
actuaría defendiendo cada uno sus propios intereses, aunque para lograrlo hubiera de
recurrir a la violencia. Recordemos lo escrito en el «tema del mes» de octubre acerca de
Caín. Este hombre vio amenazado su prestigio cuando la ofrenda de su hermano Abel fue
preferida por Dios. La herida inferida a su amor propio le resultaba intolerable. Y con
crueldad violenta asesinó a su hermano. Poco tiempo después Lamec superó en
agresividad al primer fratricida con un anuncio tremebundo: «Si siete veces será vengado
Caín, Lamec en verdad lo será setenta veces siete» (Gn. 4:24). La ira de Caín y la
soberbia de Lamec vinieron a ser semillas infernales que brotarían con fuerza en sus
descendientes y darían lugar a la trágica cosecha de conflictos violentos que ha conocido
la humanidad. A lo largo de los siglos, la envidia, el odio, la altivez, el afán de gloria o de
dominio, la política arrogante de algunos estados, la oposición violenta de minorías
subversivas, etc. han encendido las contiendas cruentas de todos los tiempos. Y no
parece que esta cosecha esté próxima a concluir. Hay todavía demasiada injusticia en el
mundo, demasiada ambición, demasiada desigualdad. Son demasiados los pueblos en
vías de desarrollo cuyos habitantes en su mayoría sufren hambre o incluso sucumben
bajo el azote de la enfermedad, mientras unos pocos opulentos, carentes de solidaridad,
viven en una abundancia indignante. No, no hay paz en el mundo. Ni la habrá si han de
ser los hombres quienes la instauren.
Consecuencia de la pecaminosidad humana es también el conflicto del hombre
consigo mismo, precursor de todos los demás conflictos. A menos que seamos narcisistas
ególatras, en exceso tolerantes al juzgarnos, o que tengamos cauterizada la conciencia,
descubriremos aspectos de nuestra personalidad y de nuestra vida que nos desagradan;
nos gustaría vernos libres de ellos y ver sustituidos nuestros defectos por virtudes. No nos
sorprende la sincera confesión del poeta inglés Tennyson: «¡Ojalá en mí surgiera un
hombre tal que el hombre que soy no fuera!» El apóstol Pablo, describió ese conflicto
interno con un realismo patético: «No comprendo mi proceder, pues no pongo por obra lo
que quiero, sino que lo que aborrezco, eso es lo que hago... Yo sé que en mí no mora el
bien, porque el querer el bien lo tengo a mi alcance, pero no el hacerlo; no hago el bien
que quiero, sino que obro el mal que no quiero.» (Ro. 7:15-19). Y tan derrotado se ve que
exclama: «¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?»
(Ro. 7:24). Para tal hombre, escindido en lo más hondo de su personalidad, no hay paz. Y
de su colisión interior se derivan los conflictos en las restantes esferas de su vida. Es en
la naturaleza caída del hombre donde hemos de buscar la raíz de todas las rivalidades en
las relaciones humanas. Repárese el interior de cada individuo y se habrá salvado la
sociedad. ¿Esperanza ilusoria?
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tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Ro. 5:1). Hay paz en
la esfera en que se desenvuelve nuestra vida (hogar, iglesia, lugar de trabajo profesional,
vecindario, etc.). Hay paz entre los pueblos. En días apostólicos judíos y gentiles,
distanciados y enemistados, fueron reconciliados y hechos un solo pueblo en la comunión
de la Iglesia cristiana (Ef. 2:11-15). Y somos llamados a promover la paz por doquier. Si la
humanidad se volviera a Dios y siguiera de veras a Jesucristo, de inmediato cesarían
todas las contiendas.
En la perspectiva bíblica no se vislumbra una conversión masiva de pueblos y
naciones. Más bien se nos advierte de que el mundo irá de mal en peor hasta el retorno
de Cristo (Mt. 24:37-39; Lc. 17:28-29), lógica consecuencia del endurecimiento de las
masas en posiciones de ateísmo, de materialismo o de indiferencia religiosa. Prevalece el
espíritu de rebeldía contra Dios. Como indicara el salmista, gentes y gobernantes
juntamente conspiran contra el Señor y claman: «Rompamos sus ligaduras y sacudamos
de nosotros su yugo» (Sal. 2:1-3). Las ideas de Nietzsche siguen encandilando a muchos.
Pese a todo, la paz es una realidad en la experiencia de innumerables creyentes,
quienes no sólo disfrutan de la paz con Dios, sino también de la paz de Dios, la que él da
a cuantos confían en sus promesas. Esta bendición se expresa en el Antiguo testamento
con la palabra shalom, que no es simplemente ausencia de guerra; es un estado de
sosiego y bienestar en el que se desvanecen el temor y la ansiedad. Pablo recoge este
pensamiento y escribe en su carta a los Filipenses: «Por nada os inquietéis; antes bien,
presentad a Dios vuestras peticiones... y la paz de Dios que supera todo conocimiento
guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.» (Fil. 4:6-7). En el
Nuevo testamento la paz de Dios es la paz de Cristo, la que él concedió a sus discípulos
cuando poco antes de su detención, pasión y muerte, les dijo: «La paz os dejo, mi paz os
doy» (Jn. 14:27). Era su propia paz en medio de la turbación que le producía hallarse
frente a la tragedia inminente (Jn. 12:27). Era serenidad cuando más arreciaba el peligro.
Era luz en medio de las tinieblas, esperanza a pesar de las olas de sufrimiento que iban a
abatirse sobre él. Esa paz es la que nos concede también a nosotros aun en las horas de
mayor prueba si estamos cerca de él.
En lo que atañe al mundo, también la revelación divina nos ofrece una perspectiva
esperanzadora, la de un futuro en el que se pondrá de manifiesto lo dicho en otro de los
Salmos: Dios «hace cesar las guerras hasta los confines de la tierra» (Sal. 46:9).
Actualmente el Reino de Dios, que es «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo»
(Ro. 14:17), tiene una manifestación imperfecta y limitada. Pero vendrá un día cuando el
Reino será consumado de modo perfecto, cuando ante Cristo «se doblará toda rodilla y
confesará que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:10-11) Entonces la
paz, fundamentada en la justicia y la soberanía de Dios, llenará la tierra. Se cumplirá lo
profetizado por Isaías con metáforas sugerentes: «Morará el lobo con el cordero y el
leopardo con el cabrito se acostará; el becerro, el león y la bestia doméstica andarán
juntos y un niño los pastoreará... porque la tierra será llena del conocimiento del Señor»
(Is. 11:6-9). En esa época los pueblos «volverán sus espadas en rejas de arado y sus
lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la
guerra» (Is. 2:4). Ante tal perspectiva nos sentimos movidos a rogar: «Padre nuestro que
estás en los cielos... venga tu Reino».
Pero entretanto esperamos su plena manifestación podemos disfrutar de un anticipo
de la misma, a la par que difundimos paz a nuestro alrededor. La Iglesia tiene una
responsabilidad social que ha de asumir con fidelidad si ha de ser «sal de la tierra y luz
del mundo» (Mt. 5:13-14). Cada cristiano habría de hacer suya -y vivir en consonancia
con ella- la conocida oración de Francisco de Asís:
- 30 -
donde haya discordia que yo ponga la unión,
donde haya error que yo ponga la verdad...
Donde haya desesperación que yo ponga la esperanza,
donde haya tinieblas que yo ponga la luz...
En esta primera Navidad del siglo XXI, cuando aún soplan aires de guerra en el
mundo, urge captar y transmitir el eco de la aclamación que los ángeles hicieron oír
aquella noche en los campos de Belén.
José M. Martínez
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Libros de José M. Martínez
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Los cristianos en el mundo de hoy, Editorial CLIE y AEE, 1987, ISBN: 84-7645-244-6
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Creer o no creer, ésa es la cuestión, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
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Pensamiento
Cristiano
(Año 2002)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
Actualmente es presidente de la Alianza Evangélica Española, y vicepresidente de la Comunidad
Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la mayoría de las librerías
cristianas. Para encontrar una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Arco Iris
Cristianas en internet en la dirección http://www.paginasarcoiriscristianas.com.
Índice
Enero 2002 – Voces de aliento al inicio de un año nuevo.............................................................................3
Febrero 2002 – Iglesia, quo vadis?..............................................................................................................7
Marzo 2002 – Llamados a perseverar........................................................................................................10
Abril 2002 – Alabanza y adoración.............................................................................................................14
Mayo 2002 – Espíritu Santo, ¿creyentes santos?.......................................................................................18
Junio 2002 – El misterio del sufrimiento.....................................................................................................21
Julio 2002 – La amarga prueba de la sequía espiritual...............................................................................25
Septiembre 2002 – El secreto del contentamiento......................................................................................28
Octubre 2002 – GRACIA, ¡qué gran pablabra!...........................................................................................31
Noviembre 2002 – Familia, sociedad y fe cristiana....................................................................................34
Diciembre 2002 – Los cinco regalos de la Navidad....................................................................................38
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
La voz de la esperanza
«VOZ que clama: En el desierto preparad camino al Señor... Todo valle sea alzado y
bájese todo monte y collado... ¡Que lo torcido se enderece y lo áspero se allane!
Entonces se manifestará la gloria del Señor» (Is. 40:3-5).
decepción? Los muros de la ciudad, derruidos; el templo, hecho una ruina; las calles y
las casas que todavía permanecían en pie, ennegrecidas después de largos años
transcurridos desde que fueron incendiadas por el ejército de Nabucodonosor. Y como si
esto fuera poco, a su alrededor acechaban pueblos y gobernantes implacables
fieramente opuestos a los judíos. No es de extrañar que muchos de los liberados del
cautiverio se sintiesen invadidos por el espíritu del desierto y cayeran en el desaliento.
Pero no tenían por qué temer si confiaban en su Dios y andaban en su santo temor. Pero
esto sí era indispensable. Toda actitud de autoensalzamiento («todo monte y collado»)
debía ser abandonada, y, por el contrario, «todo valle» (toda forma de duda o depresión)
debía ser alzado. Además, lo torcido (conductas contrarias a la Palabra de Dios) debía
ser enderezado y lo áspero (lo que hiere o molesta) allanado. En una palabra, el pueblo
que había recobrado su libertad había de vivir conforme al estándar espiritual fijado por
Dios en su ley. Esto obligaba a un arrepentimiento sincero y a una auténtica conversión.
Los judíos provenientes del exilio necesitaban no sólo la reconstrucción de la Jerusalén
material. Necesitaban sobre todo una restauración espiritual. Sólo de este modo podría
manifestarse «la gloria del Señor» (Is. 40:5).
A la luz de esta gloria, todo se vería diferente. Los judíos no mirarían a las ruinas, ni a
la miseria, ni al caos. Mirarían al Todopoderoso. Y con esa mirada verían la gloria de su
majestad poderosa en el ejercicio de su soberanía y la gloria de su amor compasivo.
Verían que Dios cambia las situaciones más penosas en experiencias de bendición. Es la
visión que el pueblo de Dios y cada creyente necesitamos en todos los tiempos (también
en el siglo XXI). El fulgor de esa manifestación de la gloria divina desvanecerá toda
sombra y, ahuyentando ansiedades y temor, inflamará la esperanza. Él siempre tiene
cosas nuevas, regocijadoras, para nuestro futuro. Si sabemos avistarlas mediante los
ojos de la fe, podremos decir como el Salmista: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿de
quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿de quién (o de qué) he de
atemorizarme?» (Sal. 27:1) y «el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi
vida». (Sal. 23:6).
En este pasaje la voz llama la atención sobre la existencia humana.El perdón divino
no garantiza una vida gloriosa sobre la tierra. La Palabra de Dios siempre es realista. En
el texto que consideramos se enfatiza la importancia de esta verdad. La voz divina dice al
profeta: «Da voces». Dilo bien alto para que todos se enteren y reflexionen.
Esta vida es breve, por más que la ciencia hoy muchas veces la prolongue. También
hoy puede decirse con razón que el hombre es «corto de días y hastiado de sinsabores,
brota como una flor y es cortado, huye como una sombra y no permanece» (Job 14:1-2).
Sus años están «contados» (Job 16:22) y pronto habrán llegado a su fin. Entonces,
demasiado tarde, muchos reconocerán que su vida en la tierra ha sido «vanidad de
vanidades, todo vanidad» (Ec. 1:2).
No obstante, aunque el hombre perece, hay algo que perdura: «La palabra del Dios
nuestro permanece para siempre.» Permanece su palabra de juicio, pues juicio es la
mortalidad humana: «La hierba se seca y la flor se marchita porque el viento del Señor
sopla en ella.» (Is. 40:7). Pero igualmente permanecen las palabras de perdón y las
múltiples promesas de bendición que Dios ha dado a cuantos de corazón se vuelven a él.
Mi vida se va consumiendo; mi vigor me va dejando; veo en torno mío peligros y duras
pruebas, todo lo cual quizás aumentará a lo largo del año. Pero la palabra de Dios me
dice: «No temas, porque yo te redimí... Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y
si por los ríos, no te anegarán; cuando pases por el fuego, no te quemarás y la llama no
arderá en ti» (Is. 43:1-2). Es que Dios, fiel, no permite que su hijos sean probados más
de lo que son capaces de soportar, sino que juntamente con la prueba da la salida para
que puedan resistir (1 Co. 10:13). Si esto es así -y lo es- todo creyente puede decir: «En
Dios he confiado. No temeré» (Sal. 56:3, Sal. 56:11). Mientras experimenta las
variopintas vivencias existenciales que la vida conlleva, por encima de toda otra súplica,
clamará: ¡HABLA, SEÑOR!. Cuando su voz llega a mí, mi alma revive, porque su Palabra
permanece para siempre. Siempre ilumina, siempre vigoriza, siempre salva.
«Súbete sobre un monte alto, anunciadora de Sión; levanta con fuerza tu voz... Di a
las ciudades de Judá: ¡Ved aquí al Dios vuestro!» (Is. 40:9). A partir de este versículo se
hace una descripción admirable de algunas características de Dios, probablemente las
más alentadoras.
Lo que la voz proclama en este versículo tiene un carácter profético. Apunta al día de
la plena restauración de Israel; pero más allá del retorno del pueblo judío a su tierra,
proclama el hecho paradójico de la encarnación del Salvador. Es verdad que Cristo vino
a esta tierra con una apariencia de debilidad, en calidad de siervo. Era una venida de
humillación (Fil. 2:8). La cruz era expresión de impotencia. Había mucho de realismo en
las palabras de algunos que contemplaron la crucifixión de Jesús: «A otros salvó; a sí
mismo no se puede salvar» (Mt. 27:42). Pero una vez cumplido el propósito de la cruz (la
expiación del pecado) la debilidad del crucificado, tras la resurrección, daría lugar al
poder sin límites del Hijo de Dios. Y ahora, «aunque fue crucificado en debilidad, vive por
el poder de Dios» (2 Co. 13:4), «Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre
que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla» (Fil.
2:9-10). Ello explica que antes de su ascensión al cielo el Señor Jesucristo dijera: «Toda
potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt. 28:18).
Con su poder el Señor, a lo largo de los años, controla la historia del mundo,
especialmente la de su pueblo, y la de cada uno de sus redimidos. Cualesquiera que
sean las circunstancias de su futuro, el cristiano puede decir con Pablo: «Todo lo puedo
en Cristo que me fortalece». (Fil. 4:13).
Pocas metáforas son tan expresivas del carácter y la acción de Dios como la del
pastor. Ya en días del Antiguo Testamento se invocaba a Dios como el «Pastor de Israel»
(Sal. 80:1). Y en el Nuevo Testamento hallamos la figura admirable del Buen Pastor, el
bendito Hijo de Dios. A la luz de Juan 10, vemos que Cristo conoce a sus ovejas (Jn.
10:14), con todos sus defectos y torpezas; las guía (Jn. 10:4; es hondamente sugestiva la
expresión «va delante de ellas»). Al principio de un año no sabemos lo que éste nos
traerá. Pero sabemos que en el transcurso del tiempo, el Señor va delante. Él nos
despejará el camino. Como a Josué, nos dice: «Yo estaré contigo por dondequiera que
vayas» (Jos. 1:9). Asimismo el Buen Pastor a su poder une su solicitud y ternura (Jn.
10:11). Es comprensible; él dio su vida por sus ovejas (Jn. 10:11). Le somos carísimos.
Por otros textos de la Escritura sabemos que el Dios que un día «creó los cielos y la
tierra» (Gn. 1:1), que un día creará «cielos nuevos y tierra nueva» (Ap. 21:1, Ap. 21:5), y
que ahora hace una nueva creación de cada creyente en Cristo (2 Co. 5:17), también es
poderoso para transformar las situaciones más difíciles y penosas de nuestra vida. Él
convierte en oasis el desierto , la oscuridad en luz, la angostura en liberación. También lo
hará en este año que comienza.
Los judíos cautivos en Babilonia habían caído en el desaliento (el arma favorita del
diablo). Veían el futuro con pesimismo, Pero este pesimismo era infundado. Su futuro
estaba iluminado por promesas divinas de restauración.
Con esas fuerzas renovadas avancemos a lo largo del nuevo año, dispuestos a
«correr con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús»
(He. 12:1-2).
José M. Martínez
Es un motivo de gozo saber que el testimonio del pueblo cristiano está llevando a
muchas personas al conocimiento de Cristo. Miles se convierten y las iglesias locales se
multiplican, especialmente en Hispanoamérica, en Asia y en algunos países de África.
También en el llamado mundo occidental hay lugares en los que el Evangelio fructifica
esperanzadoramente. Sin embargo, el cuadro global también genera inquietud.
Muchos creyentes piadosos viven hoy preocupados por la situación de la Iglesia y por
sus perspectivas de futuro. Saben que el porvenir está garantizado por Aquel que dijo:
«...Yo edificaré mi Iglesia y las fuerzas de la muerte no prevalecerán contra ella» (Mt.
16:18). Son conscientes de que cuando Dios comienza una buena obra, la continúa y
perfecciona para al día de Jesucristo (Fil. 1:6). Y no dudan de que el Espíritu Santo
puede avivarla poderosamente como lo ha hecho en diferentes momentos del pasado.
Están, además, convencidos de que todavía hay miles de creyentes ejemplares en las
diferentes confesiones cristianas. Pero les inquieta el panorama que numerosas iglesias
cristianas presentan a nuestros ojos en no pocos países. Lo que se ve no son iglesias
espiritualmente robustas, santas, fieles al Evangelio, auténtica «luz del mundo». En vez
de influir sanamente en el mundo, se mundanalizan. Dan la impresión de que hacen una
interpretación aviesa de Jer. 15:19 y entienden el mensaje divino como si dijera:
«Conviértete tú a ellos y ellos no se conviertan a ti», exactamente todo lo contrario de lo
que el texto dice. Con demasiada frecuencia hallamos creyentes que parecen abogar por
una «conversión» de los cristianos a las creencias, opiniones y prácticas del
neopaganismo que impera en la sociedad actual. «Debemos -se dice- cortar el ancla que
nos ha atado a un pasado insostenible y, rompiendo con un conservadurismo rancio,
adaptarnos a un presente nuevo. Necesitamos "modernizarnos"».
Esa pérdida del ancla asida de la Palabra de Dios (vieja pero siempre nueva, siempre
actual y válida) deja a muchas naves eclesiales a la deriva. En su doctrina, su culto, sus
criterios éticos, su organización y sus costumbres, es llevada por las corrientes culturales
del momento. Algunos de sus miembros más reflexivos se marean con los vaivenes que
tales corrientes producen. Y en más de un caso su fe se tambalea. Aunque esto en
ningún caso se justifica, sí se explica, pues la situación en no pocas iglesias apenas
puede ser más generadora de dudas y desánimo. Quizás alguien dirá que la Iglesia de
todos los tiempos ha sufrido duros embates: persecuciones, herejías, inmoralidad,
tibieza... Cierto; pero en nuestros días los embates del posmodernismo, de la crítica
bíblica, de la ética permisiva y de la intolerancia respecto a la fe cristiana tienen una
intensidad antes desconocida. ¿Será ello signo de proximidad de la «gran apostasía» a
la que alude Pablo en 2 Ts. 2:3 ss? Tal vez la situación justifica la pregunta del Señor
Jesucristo: «Cuando el Hijo del hombre venga ¿hallará fe en la tierra?» (Lc. 18:8).
También la predicación misma parece estar sufriendo en algunas iglesias una grave
atonía. Muchos mensajes son o superficiales o dulzones, en ambos casos carentes de
efectividad. El predicador parece desprovisto del nervio del profeta. Da la impresión de
que busca más agradar a la congregación que proclamar el mensaje que ésta necesita. A
veces incluso el menosprecio con que la sociedad suele hoy reaccionar ante ciertos
temas condiciona la predicación. Algunos predicadores, tal vez sin percatarse de ello,
raramente presentan temas de la Biblia tan capitales como la santidad, la soberanía y el
juicio de Dios, el pecado, la expiación, la necesidad del arrepentimiento (de creyentes y
de no creyentes), la santidad «sin la cual nadie verá al Señor» o la esperanza del retorno
de Cristo, con las implicaciones prácticas de todos ellos.
Entretanto, es deber de todos los cristianos genuinos orar para que Dios envíe a su
pueblo espíritu de autoexamen a la luz de Aquel que dijo: «Yo conozco tus obras...» (Ap.
2:2,9,13,19; Ap. 3:1,8,15). Con esa luz quizá descubriremos que también nosotros hemos
dejado nuestro «primer amor» (iglesia de Éfeso), que hemos permanecido insensibles
ante la infiltración de doctrinas erróneas (iglesia de Pérgamo), que hemos cedido ante el
empuje de una ética permisiva (iglesia de Tiatira), que sólo tenemos apariencia de que
vivimos en Cristo cuando en realidad estamos muertos (iglesia de Sardis) o que nos
hemos enorgullecido creyéndonos ricos, autosuficientes, cuando a ojos de Cristo somos
unos «desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos», destinados a ser
«vomitados» de la boca del Señor a causa de nuestra tibieza (iglesia de Laodicea). Si
este es nuestro caso, el Señor mismo nos muestra el camino a seguir: «Arrepiéntete»
(Ap. 2:5,16, Ap. 3:3,19). El arrepentimiento conducirá a una consagración plena a Cristo
y su causa. Y la iglesia responderá positiva y fervorosamente al mandato divino:
«Levántate, resplandece, porque ha venido tu luz y la gloria del Señor ha amanecido
sobre ti.» (Is. 60:1). Entonces no sentirá necesidad de tomar prestado del entorno
mundano ideas, criterios y prácticas que acaban empobreciendo la fe y anulando el
testimonio.
José M. Martínez
Llamados a perseverar
Perseverancia en la fe
Los tiempos actuales no son muy propicios a la fe. El creyente ha de hacer frente a
corrientes de pensamiento profundamente antagónicas al credo cristiano. Desde los días
del Renacimiento hasta hoy han ido ganando terreno el humanismo y el racionalismo. El
hombre es «la medida de todas las cosas», idea que se ha acrecido con los avances
científicos y tecnológicos. Y es el hombre quien, guiado por su razón y por la luz de las
ciencias naturales, ha de definir la verdad con todos sus contenidos (doctrinales o éticos)
. Para los defensores más radicales de esta filosofía, toda creencia religiosa es una
rémora para el progreso. Desde la existencia de Dios hasta la resurrección de Jesucristo,
todo es negado o puesto en tela de juicio. De ahí la proliferación de ateos y agnósticos,
muchos de los cuales ridiculizan las doctrinas esenciales del cristianismo y presionan por
todos los medios a la sociedad para imponer sus opiniones.
Si a esto se añaden las dudas que, independientemente del entorno, suelen asaltar al
creyente, o las inconsistencias que éste descubre en su propia vida y en la de otros
cristianos, se comprenderá que necesita una elevada dosis de conocimiento y poder
espiritual para perseverar en la fe.
Perseverancia en la oración
Es tan bello como ejemplar lo que en el libro de los Hechos leemos sobre la primitiva
iglesia de Jerusalén: sus miembros «perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la
comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones... Y perseverando
unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casa, comían juntos con
alegría y sencillez de corazón.» (Hch. 2:42, Hch. 2:46).
Ese testimonio merece un comentario más extenso que el permitido por lo limitado de
este espacio. Destaquemos lo esencial. En aquella iglesia, sus primeros miembros y los
Este fenómeno puede ser uno más de los efectos del secularismo. Muchos creyentes
viven hoy fuertemente influenciados por el estilo de vida de quienes no lo son. La vida
resulta demasiado ajetreada, estresante. Consecuentemente, tras una semana de trabajo
(normalmente ahora, cinco días), se piensa que el ocio, con la desvinculación de toda
clase de actividades, es una necesidad de primer orden para no sucumbir en el género
de vida que se han creado, ¡como si no lo hubiese sido también el de nuestros
antepasados en la fe, agobiados por trabajos mucho más fatigosos! En las iglesias hay
dos clases de miembros: los comprometidos y los visitantes; muchos de estos últimos
parecen pensar que es suficiente asistir a la iglesia una vez al mes o cada dos meses, lo
indispensable para que los dirigentes de la iglesia no los llamen al orden a fin de regular
su vida eclesial. Dicen que, en último término, no necesitan la iglesia para mantener su
fe. Puro sofisma. Demasiadas veces se ha visto que el creyente que empieza alejándose
de su iglesia acaba perdiendo su fe.
Perseverancia en el servicio
«Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra
del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano.» (1 Co.
15:58). Estas palabras del apóstol Pablo son otro llamamiento a la perseverancia, esta
vez referida al servicio cristiano.
Numerosos textos de la Palabra de Dios tienen por objeto evitar que caigamos en
semejante situación o sacarnos de ella si ya hemos caído (He. 10:35-39; He. 12:12; Gá.
6:9, entre muchos otros) . Todos ellos se resumen en el versículo señalado al principio
de este «tema» (1 Co. 15:58). Y todos nos animan a perseverar activos en el servicio del
Señor.
Tenga la palabra final Cristo mismo: «Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona
de la vida.» (Ap. 2:10).
José M. Martínez
Alabanza y adoración
Ambos actos son propios del creyente que reconoce la grandeza de Dios. Ambos son
distintivos de la vida piadosa y fuente de enriquecimiento espiritual. Un cristiano vivo
alaba y adora a Aquel a quien ama y sirve.
La alabanza
Cristo», pero el Señor mismo estuvo «muy triste» en un momento crucial de su vida (Mt.
26:38). Ese tipo de alarde triunfalista se observa también en himnarios más «clásicos».
Viene a mi mente una de las estrofas del conocido himno Firmes y adelante, que en su
versión castellana comienza con las siguientes palabras: «Muévese potente la iglesia de
Dios». ¿De veras es así? La verdad en la mayoría de los casos ¿no es más bien todo lo
contrario? En alguna ocasión he sugerido que se cante «Muévase» (no «Muévese»)
potente la Iglesia de Dios». Hay mucha diferencia entre el indicativo y el imperativo, entre
lo real y lo ideal.
Gracias a Dios, y pese a los defectos que puedan observarse en algunos cánticos,
todavía son muchos los cantados en nuestras iglesias que transmiten estímulo espiritual.
Ensalzan a Dios en lo excelso de su esencia, de sus atributos, de sus obras; exaltan a su
Hijo como el Salvador perfecto, y su obra como la mayor maravilla de la historia; honran
su Palabra y su fidelidad, lo maravilloso de su gracia... en una palabra, dan relieve a los
cimientos de nuestra fe. Lo que sucede es que con demasiada frecuencia cantamos
distraídos, sin sopesar reflexivamente lo que cantamos. Cuando alabamos al Señor
concentrados, si el texto de nuestro cántico ha nacido de las entrañas del Evangelio, más
de una vez nuestra alma se verá bañada en luz celestial. ¡Bendición inefable! Que nada
venga a privarnos de ella cuando, en comunión con hermanos nuestros, loamos a
nuestro Dios. Lo que acabamos de indicar debería ser la experiencia de todo cristiano,
especialmente la de aquellos (si los hay) que dirigen a la iglesia en el canto. Este servicio
es sagrado, incompatible con cualquier forma de frivolidad. La finalidad de la alabanza es
glorificar a Dios, no exhibirnos a nosotros mismos. Con profunda devoción hemos de
hacer nuestras las palabras del salmista: «Alaba, oh alma mía, al Señor. Alabaré al
Señor en mi vida, cantaré salmos a mi Dios mientras viva» (Sal. 146:1-2).
La adoración
resurrección. En estos casos es relativamente fácil adorar al Señor. Pero hay otras
situaciones en las que la adoración parece fuera de lugar o incluso imposible. Sin
embargo, el cristiano debe ser un adorador perenne. Veamos algunas de las
circunstancias en que debe reconocer con espíritu sumiso la presencia y la intervención
de Dios:
José M. Martínez
En el curso de este mes de mayo muchas iglesias celebrarán de algún modo dos
acontecimientos de la máxima trascendencia: la ascensión del Señor Jesucristo a la
diestra de Dios Padre y la venida del Espíritu Santo sobre la comunidad cristiana
naciente. Es sobre este segundo hecho que centraremos nuestra atención,
particularmente sobre su persona y su obra en el creyente.
La obra del Espíritu en el creyente individual es tan importante como amplia. A ella se
debe la experiencia cristiana de principio a fin. De manera sucinta mencionaremos las
facetas más destacables de esa obra bajo los calificativos o títulos que , a la luz del
Nuevo Testamento, pueden atribuirse al Espíritu Santo:
Regenerador
La vida nueva del cristiano comienza con su «nuevo nacimiento» o regeneración, que
es obra del Espíritu (Jn. 3:6-8). Es él quien «redarguye al mundo de pecado, de justicia y
de juicio» (Jn. 16:8-11), moviendo así al arrepentimiento y la fe, «para que todo aquel
que cree en él (Cristo) no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:14-15).
Revelador
De él dijo Jesús: «Os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he
dicho» (Jn. 14:26). Y «cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad,
porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo cuanto oiga» (del Padre y
del Hijo) (Jn. 16:13).
Consolador
Con este término se refirió el Señor varias veces al Espíritu Santo (Jn. 14:16; Jn.
14:26; Jn. 15:26; Jn. 16:7). En su sentido original el nombre (parácletos) está asociado a
la acción (parakaléo), que significa no sólo consolar, sino también alentar, confortar,
estimular; literalmente: estar junto a alguien para ayudarle.
Mientras Jesús estuvo en la tierra, durante su ministerio público, siempre estuvo junto
a sus discípulos, y siempre les ayudó, cualquiera que fuese la necesidad de ellos. Pero
con su ascensión ¿no se produciría un gran vacío? Sus fieles seguidores ¿no quedarían
huérfanos? En modo alguno; el vacío sería llenado por el Espíritu Santo (Jn. 14:16-18).
En la experiencia del creyente puede haber muchos altibajos, pero nunca le falta la
asistencia del Espíritu, por más que con frecuencia no seamos conscientes de ello.
¿Acaso no hemos percibido una y otra vez que, tras un periodo de debilidad espiritual, se
ha producido un cambio profundo en nosotros; que nuestra fe, combatida por múltiples
dudas, ha sido inesperadamente robustecida, y nuestro ánimo reavivado? El fenómeno
no es humanamente inexplicable; se debe a la acción del Espíritu Santo, con el cual
estamos sellados (Ef. 1:13). Él nos ha iluminado, nos ha reconfortado y nos ha guiado
conforme al plan que Dios tiene para la vida de cada uno de sus hijos.
Intercesor
Nos infunde aliento saber que Cristo, a la diestra del Padre, intercede por nosotros
(Ro. 8:34; He. 7:25). Pero la Sagrada Escritura nos enseña algo más: también el Espíritu
Santo actúa como intercesor a favor nuestro (Ro. 8:26-27). Él suplementa y perfecciona
nuestras oraciones. ¡Cómo necesitamos esa acción, pues «qué hemos de pedir como
conviene no lo sabemos»! Más de una vez pedimos mal, animados de apetencias
demasiado carnales. A esas oraciones Dios no puede responder positivamente (Stg. 4:3).
Pero lo que nosotros no logramos lo consigue el Espíritu Santo, «porque conforme a la
voluntad de Dios intercede por los santos» (Ro. 8:27). De este modo, la protección del
creyente en el camino de la fe perseverate queda doblemente garantizada.
Santificador
ojos de Dios como santo porque está santificado en Cristo (1 Co. 1:2). Eso sería una
santificación meramente jurídica. Pero es necesario que la santidad se haga visible en la
conducta. Ha de evidenciarse que el cristiano es una nueva creación, que «las cosas
viejas pasaron y todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Pablo, escribiendo a los
corintios, menciona tipos de personas que no heredarán el reino de Dios (fornicarios,
idólatras, ladrones, estafadores, entre otros). Y a renglón seguido añade: «Y esto erais
algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido
justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios.» (1 Co. 6:9-
11). Este lenguaje es claro. Los creyentes corintios ya no eran lo que habían sido antes
de su conversión a Cristo. En ellos se manifestaba el poder transformador del Espíritu.
Sin embargo, su santificación no había sido completa. En muchos de ellos quedaban
escandalosas manifestaciones de la «carne»: celos, contiendas, disensiones (1 Co. 3:3),
y la iglesia en su conjunto había adoptado una actitud pasiva en el caso del incestuoso
descrito en 1 Co. 5. ¿Cómo se explica que un cristiano, santificado, pueda caer en tales
formas de pecado?
No sólo en Corinto se dio tal inconsistencia. En la Iglesia de todos los tiempos se han
visto no pocos errores y debilidades, actos pecaminosos que han puesto en entredicho la
autenticidad de la profesión de fe cristiana. En la lucha del espíritu contra la carne (Gá.
4:17), con frecuencia ha sido ésta la que ha obtenido la victoria. Y si tenemos en cuenta
que tras el espíritu del creyente actúa el Espíritu de Dios, ¿deduciremos que, en último
término, es el Espíritu Santo el derrotado? En este problema hay mucho de misterioso,
como lo hay en el ser humano y en su comportamiento. Sin caer en un determinismo
mecanicista radical, ¿no habremos de admitir que en nuestra conducta hay poderosos
factores condicionantes que el Espíritu Santo no elimina? ¿Significa esto que no somos
responsables de nuestros actos? En modo alguno. Esos factores (genéticos,
temperamentales, circunstanciales) pueden no ser eliminados, pero sí superados cuando
estamos llenos del Espíritu, plenamente abiertos a su influencia. De ahí la necesidad de
no apagarlo (1 Ts. 5:19) ni entristecerlo (Ef. 4:30) con nuestras resistencias y nuestra
complacencia en licencias pecaminosas. El verbo usado en Ef. 4:30 (lypéo, contristar)
tiene un paralelo en Mt. 26:38: «Mi alma está muy triste (peri-lypos) hasta la muerte»,
patética declaración del Señor Jesús en Getsemaní. ¿Acaso el Espíritu Santo tiene su
propio Getsemaní cuando nosotros le contristamos? El Hijo de Dios pasó por
experiencias de humillación en su encarnación, su pasión y su muerte (su kenosis).
¿Estará teniendo el Espíritu Santo experiencias semejantes al autolimitarse en el
ejercicio de su ministerio santificador? Probablemente. Con todo, lo que ahora es
incompleto y defectuoso en nuestra santificación será un día pleno y perfecto (Fil. 1:6; 1
Jn. 3:2-3). Entretanto llega ese día, el Espíritu no cesará da ayudarnos a pesar de
nuestra debilidad (Ro. 8:26).
Al gozarnos en esa esperanza, alabamos a Dios por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado (Ro. 5:5), porque él no es solamente nuestro Santificador, sino también, como
hemos visto, nuestro Guía, nuestro Intercesor y el Consolador que nos estimula y alienta,
permaneciendo siempre cerca, «con nosotros y en nosotros» (Jn. 14:16-17) para
ayudarnos pese a las oscilaciones de nuestra fe y de nuestro ánimo. ¡Bendito sea!
José M. Martínez
Reflexión y oración
Reflexión
Según reza el adagio castellano, no todos los ojos lloran en un día, pero todos lloran
algún día. Gran verdad. Vivimos en un mundo de sufrimiento y nadie puede evitarlo por
completo. Constantemente nos amenazan el dolor físico causado por enfermedad o por
accidente y la angustia no menos dolorosa causada por quebrantos materiales o pérdida
de seres queridos, por problemas familiares, por el abandono o la soledad, el desamor, el
temor a un futuro incierto, ofensas recibidas, dardos de malevolencia, complejos
torturadores, grandes frustraciones, o la inquietud que genera la situación del mundo,
atormentado por la violencia y corroído por la injusticia y la ambición. Con razón dijo el
Señor: «En el mundo tendréis aflicción...» (Jn. 16:33).
Tan penosa realidad ha suscitado infinidad de veces la pregunta: «¿Por qué? Si Dios
es Todopoderoso y un Dios de amor, ¿por qué permite tanto sufrimiento?» El problema
resulta tan angustioso como inexplicable, especialmente cuando la persona que sufre no
merece tal padecimiento. Eso fue lo peor del tormento de Job. Es desconcertante ver
cómo los justos son azotados por la aflicción mientras que los impíos disfrutan
plácidamente de bienestar (Sal. 73:3-7, Sal. 73:12). No debe extrañar que cuando un
creyente fiel se ve azotado por el vendaval del sufrimiento se pregunte tan perplejo como
dolorido: ¿Por qué a mí? ¿Qué sentido tiene esta experiencia?
Hemos de reconocer que nos hallamos ante un misterio. Misterio son muchas
manifestaciones de la providencia de Dios. Haremos, pues, bien en no precipitarnos a
dar respuestas fáciles a los grandes interrogantes que la teodicea nos plantea. Sin
embargo, la Palabra del Señor nos ayuda a entender algo de lo que puede significar el
sufrimiento. En algunos casos puede ser un medio del que Dios se vale para nuestra
corrección y perfeccionamiento (Sal. 94:12-13; He. 12:6). Otras veces, como en la
experiencia de Pablo, puede tener por objeto hacer patente nuestra debilidad, la
necesidad de humildad y lo maravilloso de la gracia de Dios (2 Co. 12:7-9). Pero
probablemente las más de las veces el sufrimiento tiene como finalidad la purificación y
robustecimiento de nuestra fe (1 P. 1:6-7), así como la maduración espiritual (Stg. 1:2-4;
Ro. 5:3-5). Por otro lado la tribulación nos capacita para consolar y ayudar a quienes
también están atribulados (2 Co. 1:3-4), que no son pocos. De este modo, en un mundo
tan atormentado por el dolor, el creyente puede ser canal por el que fluya hacia otros la
consolación divina y el coraje para superar la punzada de las pruebas. No menos
iluminador es el hecho de que, como alguien ha dicho, «Dios usa la aflicción como
preludio a la exaltación del creyente». No olvidemos el texto ya mencionado de 1 P. 1:7.
Pablo es igualmente explícito cuando afirma que «esta leve tribulación momentánea
produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» ( 2 Co. 4:17),
«pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la
gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» (Ro. 8:18).
Junto a todas estas consideraciones, y por encima de ellas, hay un hecho singular
que ilumina el misterio del sufrimiento: la humillación y los padecimientos de Cristo.
Empezaron éstos con su encarnación. Durante su ministerio público fue objeto de
ultrajes, de menosprecio, de rechazamiento, de abandono, de soledad. Y en la hora
cumbre de su vida: la cruz con todo su horror físico y moral. Todo lo soportó. Todo lo
superó. Tenía razón el profeta: «Despreciado y desechado entre los hombres, varón de
dolores, experimentado en quebranto... fue menospreciado y no lo estimamos» (Is. 53:3).
Pero todo concluyó con el triunfo de su resurrección. Entonces lo que había sido
sufrimiento se trocó en reivindicación y gloria.
De ese triunfo y de esa gloria quiere hacer partícipes a sus redimidos. Con él y por él
podemos experimentar que el sufrimiento entraña bendición, y que finalmente a la
tristeza le sucede el gozo (Jn. 16:20; Sal. 29:5). Bien podemos hacer nuestras las
palabras de Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o
persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?... Antes en todas estas cosas
somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro
de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni
lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del
amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro.» (Ro. 8:35-39).
Oración
(El poema que sigue fue escrito por el que suscribe con motivo de una delicada
operación de hernia discal en abril de 1980)
José M. Martínez
El salmista afirmó que el creyente es «como árbol plantado junto a arroyo de aguas,
que da su fruto a su tiempo y su hoja no cae» (Sal. 1:3); y los profetas lo confirmaron
(Jer. 17:8; Ez. 47:1, 7, 12; Zac. 14:8). El Señor Jesucristo, refiriéndose a sus seguidores,
dijo: «El que cree en mí..., de su interior correrán ríos de agua viva» (Jn. 7:38). Y en el
último libro de la Escritura se nos presenta la nueva Jerusalén regada por «un río limpio
de agua de vida... en medio de la calle de la ciudad, a uno y otro lado del río, estaba el
árbol de la vida... y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones» (Ap. 22:1-
2).
Todo nos da a entender que la fe nos une a Dios en comunión vivificante. Y en esa
comunión hallamos paz, gozo, esperanza, vigor y una invitación a su servicio que da
sentido pleno a nuestra vida. Cuando vivimos esta experiencia entendemos el significado
espiritual del agua y damos gracias a Dios por sus efectos.
I. Cómo se manifiesta
Lee la Biblia, pero ésta no le dice nada; la encuentra árida (¿proyección de su propia
aridez interior?), carente de mensaje para su alma.
La comunión con los hermanos más bien le molesta. Aunque le amen, él sólo ve sus
defectos; a veces los tiene a todos por hipócritas. No se siente a gusto a su lado.
1. Espirituales
Otras veces la causa puede ser el pecado. David, después de haber cometido su
doble pecado de adulterio y homicidio, confesó: «Se volvió mi verdor en sequedades de
estío» (Sal. 32:4). A menos que tras la comisión del pecado nos volvamos arrepentidos a
Dios implorando su perdón, nuestra sensibilidad espiritual se secará inevitablemente; y,
con la sensibilidad, el vigor de la fe.
2. Existenciales
3. Psíquicas
Cuando sobreviene la sequía del alma la reacción puede ser muy negativa, pero
también puede ser saludablemente positiva. En el primer caso se corre el peligro de
1. Confianza en Dios
Pablo nos asegura que «el que comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará
hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1:6). No menos inspiradoras son las palabras de
Jeremías: «Bendito el varón que confía en el Señor, porque será como el árbol plantado
junto a las aguas... y no teme la venida del calor, sino que su follaje está frondoso, y en
el año de sequía no se inquietará ni dejará de dar fruto» (Jer. 17:7-8). ¡Promesa
reconfortante! - Difícil de creer, quizá pensarán algunos. ¿Cómo es posible que se
cumpla en plena aridez del espíritu?
Debemos discernir entre nuestra apreciación subjetiva de una situación (lo que yo
pienso, lo que siento) y la realidad objetiva que sólo Dios conoce de modo perfecto.
Nosotros a menudo vemos, como Don Quijote, gigantes donde sólo hay molinos de
viento. Haríamos bien en recordar el principio señalado por el apóstol: «Por fe andamos,
no por vista» (2 Co. 5:7). Ni por sentimientos. La fe se apoya no en sensaciones sino en
la realidad de todo lo que Dios es y hace. Mi sequía no agota los depósitos de la gracia
de Dios. Ni su amor. Ni su poder renovador. «Él transforma el desierto en estanques de
aguas, y la tierra seca en manantiales» (Sal. 107:35).
A la par que resistimos, haremos bien en unirnos al canto de aquel bello himno:
«Tentado, no cedas; ceder es pecar. Te será más fácil luchando triunfar». Y esto sin
hacer demasiado caso de los periodos de sequía. Si amamos al señor, PASARÁN. Y
volverán los días en que diremos con Isaías: «He aquí Dios es mi salvación; confiaré y no
temeré, porque mi fortaleza y mi canción es el Señor, quien ha venido a ser mi
salvación» (Is. 12:2). Si es así, «con gozo sacaremos aguas de las fuentes de la
salvación» (Is. 12:3).
José M. Martínez
En el fondo, podemos resumir en dos las actitudes de las personas ante las circunstancias:
por un lado, los que viven siempre insatisfechos, siempre con la queja en la boca y que acaban
«bañados» de amargura. El filósofo rumano francés Emil Cioran es un ejemplo notable de esta
postura vital. En su libro «En las cimas de la desesperación» dice: «Todo me deja insatisfecho; si
pudiera, me rompería a mí mismo en mil pedazos, me haría estallar». Por el contrario, en el otro
polo encontramos la persona cuya reacción ante las circunstancias y los problemas es el
contentamiento. Esta diferente forma de reaccionar constituye algo así como una radiografía
rápida de nuestra madurez cristiana. Casi podríamos parafrasear el refrán español y afirmar:
«dime cómo reaccionas ante una circunstancia difícil y te diré qué tipo de creyente eres». Así
pues, estamos ante un excelente test para medir la «calidad» de nuestra fe.
El pasaje que nos sirve de cabecera para esta reflexión es Fil. 4:10-13. Observemos con
detalle las palabras que el apóstol Pablo utiliza: no habla de creyentes «contentos», sino
contentados. Lo opuesto a la amargura no es la alegría -estar contento- sino el contentamiento:
«he aprendido a contentarme cualquiera que sea mi situación» (Fil. 4:11). Enseguida nos surge
la pregunta: ¿cuál es la clave para llegar a «aprender contentamiento» y reaccionar como el
apóstol? Pablo escribió estas palabras, no lo olvidemos, desde la cárcel de Roma y en peligro
franco de muerte; no escribe desde una posición de tranquila comodidad, sino desde la angustia
de una situación profundamente turbadora. ¿Cómo podía el apóstol tener esta admirable
actitud?
El secreto del contentamiento de Pablo se encuentra en dos frases que describen sendas
experiencias espirituales de gran calado y trascendencia. La primera, aprender a adaptarse a y
aceptar cualquier situación: «Sé vivir humildemente y sé tener abundancia; en todo y por todo
estoy enseñado...» (Fil. 4:12). Y, luego, experimentar la realidad descrita de forma majestuosa
en Fil. 4:13: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece». El creyente que llega a hacer suyas
estas dos realidades pasará de la insatisfacción o la amargura al contentamiento. Consideremos
estas dos experiencias.
¿Qué quería decir Pablo al afirmar «he aprendido a contentarme»?. La palabra original
-autarkeia- nos da mucha luz sobre su significado: implica no depender de, estar por encima de
las circunstancias; su énfasis está en la autonomía, en no quedar ligado a los acontecimientos o
problemas. Pablo nos dice que estar contentado significa estar por encima de los eventos que
nos ocurren sin quedar atrapados por ellos. Si hacemos depender nuestro ánimo por completo
de las circunstancias diarias, nuestra vida se convertirá en un auténtico tiovivo con bruscas
oscilaciones desde la euforia a la oscuridad más cerrada. Porque como diría el médico suizo
Paul Tournier, «lo que nos hace felices o desdichados no son las circunstancias, sino nuestra
actitud ante ellas».
El contentamiento bíblico no es estoicismo. Pablo está muy lejos de Séneca cuya filosofía
ensalzaba la autosuficiencia del individuo, pero de un modo próximo al cinismo. Tampoco es el
«nirvana» del budismo, estado supremo «por encima del bien y del mal», en el que desaparece
el dolor y que se aprende por un entrenamiento sistemático. Tampoco se trata de «desconectar»
para lograr una relajación psíquica cercana a la impasibilidad, en la que «nada me afecta» como
enseñan la meditación trascendental y otras religiones orientales. Todas estas técnicas (en el
fondo son una técnica) están muy en boga hoy cuando la gente vive abrumada por el stress y
necesita formas de relajación mental para vivir más «feliz».
Esta amplia riqueza de matices del contentamiento queda resumida magistralmente en las
palabras del patriarca José cuando exclama ante sus hermanos: « Vosotros pensasteis mal
contra mí, mas Dios lo encaminó para bien» (Gn. 50:20). El contentamiento es inseparable de la
confianza en un Dios personal que dirige cada paso de mi vida con un sentido y un propósito. Y
esto conlleva una serenidad profunda en toda situación; es la serenidad que le permitió
pronunciar al Señor Jesús, en medio de «gran clamor y lágrimas» (He. 5:7), su célebre oración
de aceptación: «Padre, si es posible que pase esa copa de mí, mas no se haga mi voluntad, sino
la tuya».
No hay ninguna duda que Pablo tardó en vivir el contentamiento. El mismo usa dos verbos
referidos a la docencia: «he aprendido» (Fil. 4:11) y «estoy enseñado» (Fil. 4:12). Si el
contentamiento es mirar la vida desde una perspectiva divina, ello va a requerir tiempo. Será un
proceso de aprendizaje en el que pueden aparecer los altibajos y los fallos propios del aprendiz.
No importa. Lo fundamental es avanzar en esta asignatura esencial para vivir de forma
sosegada, aprendiendo a «no mirar las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas
que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Co. 4:18). Poco a poco Dios
nos irá dando unas «gafas nuevas». No suele haber cursos acelerados en la «universidad de
Dios»!
Hasta aquí hemos explicado en qué consiste; veamos ahora dónde se origina esta actitud. Si
no es una técnica psicológica en la que uno se puede ejercitar, ¿cómo conseguirla? Ahí está su
meollo: es una experiencia espiritual sobrenatural. El contentamiento se origina en Cristo. Ello
nos lleva a la segunda experiencia de Pablo: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece». Los
versículos Fil. 4:11 y Fil. 4:13 forman un todo inseparable. No hay verdadero contentamiento sin
Cristo. En realidad, esta es la clave no sólo de este pasaje, sino de toda la vida cristiana.
Observemos la preposición que Pablo utiliza: «todo lo puedo en Cristo». No dice «con» o
«por» Cristo. Esto es así porque se trata de un estado vital, una situación existencial. No es una
experiencia esporádica, por intensa que sea, sino una relación permanente. No es un encuentro
ocasional como el de un paciente con su psicólogo o consejero que le permite «salir animado de
la consulta». Jesús nos da la misma idea en Jn. 15:1-17 con la metáfora de la vid: «Permaneced
en mí y yo en vosotros... separados de mí nada podéis hacer». Estar en Cristo es imprescindible
La explicación a esta realidad espiritual la vemos en la frase siguiente: «... en Cristo que me
fortalece». La palabra original, «dinamis», alude a una fuerza enorme. No es sólo la fuerza de un
ejemplo histórico, sino la energía espiritual de un hombre vivo. Un personaje famoso me puede
estimular por la vía del ejemplo. El poder de Cristo va mucho más allá de una mera inspiración;
es una transformación que me dinamiza por dentro y me capacita para enfrentar cualquier
situación. Cristo me fortalece porque está vivo hoy y me transmite su poder como el tronco de la
vid da la savia al pámpano.
El apóstol afirma con claridad que en Cristo puedo afrontar y superar cualquier circunstancia
por dura y difícil que sea. Es como un pulso, una lucha en la que yo soy más fuerte porque tengo
el poder de Cristo. Ninguna circunstancia podrá derrotarme. El eco más cercano a esta idea es el
pasaje excelso de Ro. 8:35-39: «... nada nos podrá separar del amor de Cristo», o lo que es lo
mismo, ninguna cosa podrá derrotarnos, «porque en todas estas cosa somos más que
vencedores por medio de aquel que nos amó» (Ro. 8:37).
Dos formas de reaccionar ante la vida y sus problemas: la amargura de Emil Cioran, «todo
me deja insatisfecho» o la aceptación confiada del apóstol, «he aprendido a contentarme en
toda situación... porque todo lo puedo en Cristo que me fortalece». ¿Hacia qué polo me dirijo yo?
¿Qué circunstancias estoy afrontando ahora mismo? ¿Lo hago en Cristo? Si es así, la fuerza
para hacerles frente y la victoria están aseguradas.
Pocos vocablos tienen una variedad de significados tan amplia como el término
«gracia». El Diccionario de la Real Academia de la Lengua nos da quince acepciones.
Pero nuestro propósito no es analizar el sentido de las mismas, sino ahondar en el
significado de la gracia de Dios tal como aparece en el término kharis del Nuevo
Testamento. Nada más profundo, ni más enriquecedor.
Entresacamos algunos de los aspectos del tema que más pueden contribuir a nuestra
edificación.
Pablo expresó magistralmente esta verdad: «Por gracia sois salvos, por medio de la
fe» (Ef. 2:8). ¿A qué salvación se refiere esa afirmación? Una respuesta adecuada sólo
es posible si se parte de la condición humana en su situación actual. El pecado ha hecho
de los hombres reos de condenación ante la justicia de Dios («por cuanto todos
pecaron», Ro. 3:23). Aun viviendo en el sentido biológico, todos por naturaleza estamos
«muertos en nuestros delitos y pecados» (Ef. 2:1). «Pero Dios, que es rico en
misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en
pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)» (Ef. 2:4-5). En
virtud de la obra expiatoria de Cristo, Dios nos otorga una perfecta justificación, con lo
que los efectos de nuestra pecaminosidad desaparecen (Ro. 3:23-26). «Ahora, pues,
ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1).
Nada hay más digno y hermoso que una vida dedicada al servicio de Cristo; no sólo
la de grandes misioneros y predicadores, sino la de todo creyente, pues al alcance de
todo cristiano hay algún modo de servir al Señor y algún talento que a tal fin se puede
usar. El servicio auténtico debe ser respuesta al llamamiento de Dios, y la capacidad
para el mismo es también gracia suya. Pablo era muy consciente de este hecho cuando,
refiriéndose a la obra que había realizado, declaraba: «Por la gracia de Dios soy lo que
soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos
ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Co. 15:10). En la labor
del siervo de Cristo no hay lugar para la jactancia; sólo caben la humildad, la gratitud, y
la oración en demanda de fidelidad.
El apóstol Pablo, por lo colosal de su obra, aparece a nuestros ojos como un gigante
espiritual, dotado de un poder moral y espiritual codiciables. Pocos han alcanzado las
alturas de espiritualidad a que él llegó. Pero no fue un «supersanto» o un héroe de
leyenda. Como hombre, estuvo sujeto a debilidades de las que por sí mismo no se pudo
librar. Su testimonio en 2 Co. 12:1-10 es sumamente aleccionador. No sabemos a ciencia
cierta en qué consistía el aguijón que le atormentaba, pero sí que Satanás lo usaba para
humillarlo haciéndole muy consciente de su debilidad. Esta experiencia, al parecer, tenía
efectos muy negativos en él, por lo que insistentemente había pedido al Señor que lo
librara de tan horrible prueba. La respuesta del Señor no podía ser más alentadora:
«Bástate mi gracia, porque mi poder en la debilidad se perfecciona» (2 Co. 12:9). Una
vez más, ¡la gracia! Mediante ella el creyente puede superar sus limitaciones y sus
debilidades; éstas no le serán un obstáculo en el camino de la santificación y del
servicio. Más bien darán lugar a la manifestación de la misericordia y el poder o de Dios
para que se cumplan sus propósitos en la vida de cada uno de sus hijos.
José M. Martínez
Entre todas las instituciones humanas, la familia ha sido considerada como la más
fundamental. Para la mayoría de personas el término apenas necesita definición, pese a la
diversidad de formas que la familia ha mostrado a lo largo de la historia. Casi la totalidad de
seres humanos que vivimos en el mundo nacimos en el seno de una entidad familiar y
entendemos qué es sin necesidad de explicaciones.
Sin embargo, la evolución sociológica de las últimas décadas plantea en muchos países
cuestiones nuevas que afectan a la familia hasta el punto de configurar modelos nuevos de la
misma. En opinión de muchos, una ampliación del concepto equivale a una adulteración del
mismo. De ahí la conveniencia de aclarar lo que entendemos por familia.
En cualquier caso el grupo familiar es, como decía Aristóteles, «una convivencia querida por
la naturaleza misma para los actos de la vida cotidiana». Por un lado responde a exigencias
biológicas (instinto sexual, de procreación y de conservación) y psicológicas (necesidad de amar
y sentirse amado, creatividad, etc.). Por otro es decisivo para una integración positiva en el seno
de la sociedad. Familias sanas contribuyen singularmente a la creación de una sociedad sana.
Familias rotas o en conflicto fomentan la agresividad dentro de la comunidad social. Se ha dicho,
con razón, que las especies animales que no tienen familia carecen también de sociedad.
Podemos dividirlos en internos y externos. Los primeros son los que tienen su origen en la
propia familia. Los segundos son propios del estilo de vida de la sociedad en cada momento
histórico: sus valores, sus gustos, sus aspiraciones. Los peligros internos probablemente son
inevitables. Los seres humanos, sin excepción, somos imperfectos, y la imperfección puede
deteriorar seriamente las relaciones familiares, tanto las conyugales como las paternofiliales. Los
defectos de la pareja pueden disimularse más o menos antes del matrimonio, pero no después
de haberse contraído. Todos poseemos rasgos displicentes, aristas de carácter que hieren o
molestan; a la larga pueden parecer insoportables a quien los sufre. Cuando no hay la suficiente
Otro peligro es el que nace de un egoísmo radical, no sólo en lo que concierne al orden
laboral o económico, sino en la concepción misma del matrimonio, que no es visto como la unión
integral de hombre y mujer («serán los dos una sola carne», Gn. 2:24), sino como la simple
convivencia bajo el mismo techo de dos personas que paralelamente viven con independencia
su vida profesional y de relación exterior. Se aspira a mantener a todo costa la autonomía
individual que permita una plena «realización» (palabra de moda) de la persona, sin cortapisas
tradicionales más o menos cercenadoras de la libertad de cada uno.
En algunos casos, la amenaza surge de una concepción hedonista del matrimonio, no sólo
en lo que concierne a la experiencia sexual, sino también en la propensión al consumismo.
Cuando se considera insuficiente la satisfacción de las necesidades básicas de tipo biológico o
doméstico y se suspira ávidamente por cosas más modernas, más vistosas, más sofisticadas,
más caras, más generadoras de ilusión, frecuentemente se cae en la trampa de convertir lo
material en un ídolo al que se sacrifican los valores más dignificantes del ser humano. Este error,
si no se corrige a tiempo, suele tener consecuencias funestas. Lo fundamental para el bienestar
de la familia no es lo que tenemos, sino lo que somos.
Al considerar toda esta problemática se puede tener en cuenta que los gobiernos de algunos
países, conscientes de ella, han tratado de aminorar sus efectos mediante subvenciones y
ventajas fiscales, y con facilidades de horario para la mujer. Pero tales medidas son a todas
luces insuficientes, pues no atajan el mal en su raíz. Algunos padres creen resolver el problema
enviando sus hijos a guarderías y colegios casi desde que nacen. Cuantas más horas del día y
más días del año estén en esos lugares, más tranquilos y descansados se sienten ellos. Una vez
más, puro egoísmo. No se preguntan si en esos centros de acogida y enseñanza rigen criterios
pedagógicos inteligentes. Por otro lado, no comprenden que son ellos mismos lo que el niño
necesita y quiere, que nada ni nadie puede sustituirlos. Privar a los niños del refugio paterno-
materno durante todo el día es, con excesiva frecuencia, dejarlos a la intemperie social,
expuestos a influencias de dudoso signo. A nadie debe sorprender que esos niños, llegados a la
adolescencia, se inicien en formas de comportamiento antisociales o autodestructivas (uso y
abuso de bebidas alcohólicas, tabaquismo, drogadicción, delincuencia juvenil).
Cualesquiera que sean las circunstancias familiares, los esposos deben plantearse muy
seriamente su orden de prioridades, si deben proseguir con el mismo que tienen establecido
(independencia y autorrealización de los cónyuges por encima de toda otra consideración) o si a
nivel humano han de dar el primer lugar al cultivo de su propia relación matrimonial y al
desempeño de sus funciones como padres. Es preferible afrontar una nueva etapa con mayor
escasez económica que ver cómo aumenta el distanciamiento entre marido y mujer y/o cómo los
hijos van presentando de día en día problemas nuevos, tan inesperados como complicados.
También es necesario ponerse en guardia contra los peligros del exterior. Las corrientes de
pensamiento y las pautas de comportamiento actuales en la mayoría de países occidentales
tienen efectos nefastos en las masas. Algunos medios de comunicación -la televisión
particularmente- no se distinguen por una labor instructiva que promueva la cultura y exalte
valores éticos sanos. Más bien fomentan la pasividad, el aborregamiento, el consumismo, la
competencia salvaje, la violencia, la utopía amorosa presentada por las revistas del corazón, etc.
Esa influencia somete a la familia a la acción de una poderosísima fuerza centrífuga que tiende a
arruinar su cohesión. A ella debe oponerse la fuerza centrípeta de principios sólidos y actitudes
constructivas.
se impone la exhortación del apóstol: «No se ponga el sol sobre vuestro enojo» (Ef. 4:26). Habrá
tensiones, pero si hay también sabiduría y madurez cristiana por parte de ambos, prevalecerá el
espíritu de perdón y reconciliación. Ejemplo de ese espíritu lo tenemos en Dios mismo, quien, a
pesar de nuestros muchos pecados y torpezas, nos perdonó y reconcilió consigo en Cristo (2 Co.
5:18). ¿Haremos nosotros menos cuando nos irritamos por el carácter y la conducta de nuestro
consorte? Recordemos la parábola de los dos deudores (Mt. 18:23-35). En la relación entre
padres e hijos, habrá autoridad (no autoritarismo), disciplina sensata, comprensión, paciencia... y
amor, mucho amor. Los hijos, por su parte, obedecerán a sus padres sin sentirse humillados o
desalentados.
Ese amor que imita al de Cristo convierte el hogar en un santuario donde Dios es alabado,
su Palabra es leída, creída, obedecida y convertida en centro de testimonio del Evangelio. En
días apostólicos algunas casas fueron auténticas iglesias (Ro. 16:5; Col. 4:15). Sin duda, el
ejemplo de las familias cristianas fue uno de los factores que impactaron con más fuerza a la
sociedad grecorromana de la época. ¡Qué bendición si hoy viéramos un impacto semejante en
nuestra sociedad neopagana del siglo XXI!
Obligado es decir que no siempre la familia cristiana se ajusta al patrón bíblico. Demasiadas
veces se deja influir por las corrientes de pensamiento predominantes y cae en los mismos
errores que los no cristianos. El verdadero amor se trivializa; el egocentrismo se impone y, con la
misma facilidad con que lo hacen los no creyentes, deciden iniciar el proceso de separación,
alegando que cada uno tiene derecho a rehacer su vida. ¿Es un derecho cristiano?
El pueblo de Dios tiene una gran responsabilidad social. Y la solidez de la familia es
fundamental para la salud de la sociedad. Como se declaraba en un informe del Consejo de
Países Nórdicos, «sin familias cohesionadas y fuertes no hay bienestar en un país. La familia es
el primer bastión de la solidaridad». Ello nos obliga a defenderla según los principios cristianos,
de palabra y mediante el ejemplo.
José M. Martínez
«Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se
llamará su nombre: Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.» (Is. 9:6)
Son cinco los nombres que se le dan a Jesús: Admirable, Consejero, Dios fuerte,
Padre eterno, Príncipe de paz. A pesar de esta diversidad, nos sorprende que el profeta
utiliza el singular -«llamarás su nombre»- no el plural, «sus nombres». ¿Por qué? Los
atributos que definen el nombre de Cristo forman un todo inseparable e interdependiente
como los eslabones de una cadena: no podemos coger aisladamente uno de ellos y
rechazar los demás. En otras palabras, no podemos hacernos un «Jesús a la carta».
Jesús es todas estas cinco realidades a la vez. Recordemos que para los hebreos el
nombre tenía mucho significado porque revelaba alguna faceta especial del carácter de
la persona. Por ello, con Cristo hemos de aplicar el principio de «todo o nada».
Además, estos nombres siguen un desarrollo progresivo. Es como una ventana que
se va abriendo poco a poco y cada vez entra más luz, hasta el clímax final cuando se
describe como el Príncipe de paz. Esta fue la razón última de la venida de Cristo al
mundo y esta es la esencia de la Navidad: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra
paz». Es una realidad frecuente y triste que muchas personas abren la ventana sólo a
medias: para ellos Jesús fue «Admirable» o un sabio «Consejero-Maestro»; pero no
dejan que entre toda la luz de la identidad de Cristo, la rechazan, y se quedan en la
penumbra existencial, viviendo sin la plenitud del que afirmó ser «la luz del mundo».
Admirable
Admirable fue su vida. Jesús vivió constantemente para hacer el bien: ayudó a los
necesitados, consoló a los afligidos, sanó a los enfermos, se entregó sin reservas a los
demás. Su compasión y empatía no conocían límites. Es significativa la síntesis que
Pedro hace de su vida en Hch. 10:38: «...cómo Jesús anduvo haciendo bienes y sanando
a todos los oprimidos».
Pero algunos hechos singulares de su vida -a primera vista, extraños- van más alla
de lo humanamente maravilloso. La forma milagrosa cómo salvó su vida escapando in
extremis a la feroz persecución que Herodes desencadenó precisamente para matar a
este recién nacido. Su muerte contradictoria como un malhechor cuando había vivido
como un santo. El testimonio del centurión junto a la cruz, habituado a docenas de
ejecuciones, quien observó durante su larga agonía aspectos nada «normales» y que le
llevaron a exclamar: «Verdaderamente este hombre era justo» (Lc. 23:47). Y qué diremos
del relato de los Evangelios sobre su resurrección, sus apariciones posteriores y su
ascensión final al cielo.
Así pues, Jesús fue admirable no sólo por su biografía, su carácter o sus
enseñanzas, sino también por estos hechos singulares que escapan a la mera
explicación natural y nos estimulan a abrir más la ventana y dejar que la luz de sus
nombres nos permita profundizar en su identidad.
Consejero
Hoy también, en pleno siglo XXI, la gente busca con ahínco orientación, algún tipo de
guía que mitigue su soledad y su inseguridad. Para ello gastan mucho dinero en
adivinos, echadores de cartas, médiums. Desean conocer su futuro, necesitan un
fundamento para su vida. En este paisaje de niebla vital, Jesús se nos presenta como el
Príncipe de los Consejeros: «Venid a mí todos los trabajados y cargados y yo os daré
descanso»; «yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas».
de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor del Señor» (Is. 11:2). Jesús
es un extraordinario consejero porque, además de hombre excepcional, el Espíritu mismo
de Dios está con él. Ello nos conduce de forma natural al tercer nombre.
Dios fuerte
Muchas personas cierran aquí «la ventana» y se quedan con un Jesús admirable y un
maestro-consejero excepcional. Un gran hombre; nada más. Pero el nombre de Cristo
tiene otros atributos que nos trasladan a una dimensión superior. La manifestación
progresiva de su identidad nos revela que no fue sólo un hombre. «Dios fuerte» es el
siguiente paso en nuestro conocimiento del Jesús de la Navidad.
Jesús era Dios y como tal es poderoso, fuerte. Así lo demostró en vida: fue poderoso
para curar a los enfermos, para acallar la tempestad, para dar vida a los muertos, para
dominar las fuerzas diabólicas. Y sobre todo fue fuerte para levantarse de la tumba y
dejar el sepulcro vacío. El Jesús que nació en debilidad -la Navidad sola sería una
historia de humillación y persecución- acabó venciendo a las fuerzas más poderosas de
este mundo: la muerte, el pecado y el Diablo.
Padre eterno
Este es un punto crucial de la fe cristiana. Dar el paso del tercer nombre «Dios
fuerte» al cuarto «Padre eterno» es la esencia de la experiencia de conversión: Jesús
deja de ser sólo el Dios todopoderoso que creó el universo para llegar a ser como un
Padre. Es el paso de ser religioso a ser creyente nacido de nuevo. Dios -Jesús- deja de
ser un concepto para ser un «tú» con el que tengo una relación viva, personal.
Príncipe de paz
Es una paz en tres niveles. Ante todo, paz con Dios: «salvará a su pueblo de sus
pecados» (Mt. 1:21) porque su tarea central como Salvador es reconciliar al hombre con
Dios. También paz entre los hombres. En un mundo sangrante, con una violencia sin
límites, Jesús es el único que puede derribar los muros llenos de alambradas que
separan familias, pueblos, razas, porque él es fuente de perdón y reconciliación. Y, por
último, paz interior, con uno mismo, porque él prometió «mi paz os dejo, la paz os doy».
La paz y la pacificación son inherentes a la persona de Cristo y, por tanto, privilegio y
responsabilidad de sus seguidores el vivirla y proclamarla.
Este Jesús es el mejor regalo de Navidad. Es el regalo que Dios mismo nos dio y el
que nosotros podemos compartir con otros. Que viva y que vibre en nuestro corazón el
Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno y Príncipe de paz.
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Los cristianos en el mundo de hoy, Editorial CLIE y AEE, 1987, ISBN: 84-7645-244-6
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Creer o no creer, ésa es la cuestión, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2003)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
Actualmente es presidente de la Alianza Evangélica Española, y vicepresidente de la Comunidad
Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la mayoría de las librerías
cristianas. Para encontrar una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Arco Iris
Cristianas en internet en la dirección http://www.paginasarcoiriscristianas.com.
Índice
Enero 2003 – Confiando en Dios, Roca de los siglos...................................................................................3
Febrero 2003 – Luces y sombras de la ancianidad.......................................................................................6
Marzo 2003 – Sobre el enamoramiento, el amor y la amistad....................................................................10
Abril 2003 – Nuestro pasado, ¿enemigo o aliado?.....................................................................................14
Mayo 2003 – El cristiano y la televisión.....................................................................................................17
Junio 2003 – Tengo dudas... ¿soy realmente cristiano?.............................................................................21
Julio 2003 – Buscar y ser modelos.............................................................................................................25
Septiembre 2003 – La gratitud, una virtud olvidada...................................................................................27
Octubre 2003 – Los silencios de Dios........................................................................................................30
Noviembre 2003 – ¿Hojas caducas u hojas perennes?..............................................................................33
Diciembre 2003 – Pese a todo... ¡Emanuel!...............................................................................................35
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
(Is. 26:1-9)
II. Bendiciones que se hallan en la ciudad de Dios (Is. 26:1, Is. 26:3)
allí nadie podía haber entrado sin deshacer la telaraña; y se alejaron para continuar
buscando. Es una gran verdad que sin Dios un castillo es como una tela de araña; y con
Dios, una tela de araña es como un castillo.
Por supuesto no siempre Dios obra ese tipo de maravillas. Ni siquiera libra a los
suyos del sufrimiento o de la misma muerte, como Félix de Nola vio más tarde (murió
mártir). El Señor libró a Pedro sobrenaturalmente de la cárcel para que no corriera la
misma trágica suerte que Jacobo, pero no había evitado que éste fuera «matado a
espada» (Hch. 12:1-2). Dios, en su soberanía, decide obrar de un modo u otro como
mejor conviene a la realización de sus propósitos, mucho más amplios que nuestra visión
de la vida, y siempre infinitamente justos, sabios y buenos.
Pero la Biblia, al referirse a la salvación, incluye más que la liberación de peligros
físicos. Entraña la salvación del pecado y de la condenación, así como la posesión, por la
fe, de la vida eterna. Aquí entra también el proceso de nuestra santificación, que no es
ausencia total de pecado en la conducta, sino una actitud radical, nueva, del creyente.
Yo, antes de mi conversión a Cristo, corría hacia el pecado; ahora procuro correr
huyendo del pecado. Todo por la gracia de Dios y la obra de su Espíritu.
Confianza
eternidad. Bien podemos confiar en Él y poner en sus manos el nuevo año que
comenzamos.
Pensamiento centrado en Él
Dios guarda «en completa paz» a aquel cuyo pensamiento en Él persevera (Is. 26:3).
A menudo nuestra paz se ve turbada porque multitud de pensamientos generan en
nuestra mente duda, desconfianza, temor. Pero cuando Dios y sus promesas están en el
centro de nuestro pensar la duda se convierte en certidumbre; la desconfianza, en
seguridad, y el temor, en paz gozosa (Fil. 4:6-8). Esta debería ser nuestra experiencia, y
no de modo esporádico, sino constante. La perseverancia va de la mano con la confianza
en Dios. Se persevera porque se confía (Is. 26:3). Es lo que Dios nos pide.
Concluyo con el texto de un bello poema anónimo que recibí hace unos meses de
una editorial religiosa:
Oh Señor,
ve delante de nosotros
para guiarnos,
ve detrás de nosotros
para impulsarnos,
ve debajo de nosotros para levantarnos,
ve sobre nosotros
para bendecirnos,
ve alrededor de nosotros
para protegernos,
ve dentro de nosotros
para que,
en cuerpo y alma,
te sirvamos
para gloria de tu nombre.
José M. Martínez
Para los jóvenes el tema puede parecer de escaso o nulo interés. ¡Ven ellos tan lejos
el día de su jubilación! Tienen ellos la impresión de que aún les queda un siglo por
delante. Sin embargo, a menos que una muerte prematura lo impida, la vejez llegará. Y
cuando llegue parecerá que los años transcurridos entre la juventud y la senectud han
sido pocos y raudos.
Por ser la etapa final de la vida y por sus achaques, la vejez es mirada con poca
simpatía. Se contempla a través del prisma de Eclesiastés 12 y se ve un cuadro de
insatisfacción (Ec. 12:1), de debilitamiento progresivo (Ec. 12:2-4), de riesgos
aumentados (Ec. 12:5), todo ello anunciador de la inevitable quiebra final (Ec. 12:6-7).
Hay mucho de realismo en esa descripción. Y podrían añadirse otros aspectos no menos
deprimentes: sufrimiento causado por alguna enfermedad crónica, penuria económica,
soledad, indiferencia de familiares y amigos en muchos casos, discapacidad mental en
mayor o menor grado, ser objeto de olvido e ingratitud, falta de ideales y de actividad,
desasosiego producido por la sombra de la muerte, cada vez más prolongada en el
ocaso de la vida. En resumen: tristeza, depresión, desesperanza.
A pesar de todo, a menos que la discapacidad sea muy acusada, la ancianidad,
comparable a una moneda, tiene un anverso y un reverso. Puede ser luminosa o
sombría. Lo uno y lo otro viene determinado en gran medida por nuestro carácter y por
nuestras creencias, por el concepto que tengamos de la vida y su significado; sobre todo,
por lo que haya sido y sea nuestra relación con Dios. De todo ello depende que la vejez
sea bella o que se tiña de tonos sombríos, que destile gozo o rezume amargura.
Experiencia enriquecedora
Los años de la juventud y la edad madura han abundado en aciertos, pero también en
errores; en éxitos y en fracasos, en esperanzas realizadas y en frustraciones, en
relaciones humanas enriquecedoras y en amargos desengaños, en alegrías intensas y
en punzantes sufrimientos. Todo ello es pródigo en lecciones saludables. Todo se
convierte en fuente de sabiduría. Con razón se dice que el diablo es más sabio por viejo
que por diablo. El anciano posee la sabiduría de la vida en toda su complejidad.
Curiosamente en el Antiguo Testamento se usa el término ben (hijo de) referido a la edad
avanzada. El texto de Gn. 5:32, traducido literalmente, diría: «Y era Noé hijo de
quinientos años». En efecto, el anciano es «hijo» de los años que ha vivido, en gran
medida producto de sus experiencias. Por tal razón, sus opiniones y sus consejos suelen
ser sumamente valiosos. Por ello antiguamente los ancianos eran los jueces y las
autoridades indiscutidas de muchos pueblos. Todavía hoy la sociedad puede
beneficiarse de la experiencia de los viejos si se tiene la cordura de tomar en
consideración sus opiniones. Si el rey Roboam hubiese atendido al consejo dado por los
ancianos de Israel que ya habían sido consejeros de Salomón, su padre, habría evitado
la ruptura de su reino (1 R. 12:1-16).
Los años han ido templando su temperamento. En contraste con las reacciones
propias de la juventud, vehementes, por lo general poco reflexivas, poco tolerantes, más
bien imperativas, los rasgos caracterológicos se han ido suavizando. El anciano se torna
más juicioso. Se entusiasma poco con los dogmatismos. Raramente adopta posturas
extremas que conduzcan a enfrentamientos dialécticos. Más comprensivo, prefiere la
tolerancia, la síntesis armonizadora. Esta característica hace especialmente estimables
las aportaciones que el anciano puede hacer en la discusión de una cuestión delicada.
Pero el anciano no necesariamente está condenado a ese modo de vivir la etapa final
de su existencia. Después de su jubilación, aún puede hallar formas de actividad que
mantengan -e incluso incrementen- su capacidad productiva en trabajos adecuados a sus
posibilidades. No son pocos los hombres y mujeres que, jubilados, dedican buena parte
de su tiempo al cultivo de alguna de las artes, a participar en actividades culturales
(sabemos de personas que incluso cursan estudios universitarios), artísticas o de
promoción social. Actualmente un buen número de iglesias se ven beneficiadas con la
colaboración de jubilados que de diversos modos coadyuvan eficazmente a la realización
de importantes funciones. En ellos se cumple lo dicho por el salmista: «Aun en la vejez
fructificarán; estarán vigorosos y verdes» (Sal. 92:14). Y en el fruto de su ancianidad
encuentran satisfacción y renovado sentido para su vida. Con razón pensaba el eminente
médico español Ramón y Cajal que «la edad no es más que una apariencia cronológica,
y que lo que importa es el sentimiento y el amor hacia lo que nos rodea». Cicerón, en su
obra De senectude (sobre la vejez), señala que al escribirla no sólo «se le han quitado
todas las molestias de la vejez, sino que se le ha vuelto dulce y agradable». Así es
normalmente en muchos otros casos.
Influencia bienhechora
Las cualidades positivas de la persona anciana son una bendición para generaciones
aún jóvenes. Su integridad esencial, mantenida a lo largo de los años, es un ejemplo
estimulante. Vivir es navegar en un mar peligroso en el que abundan los escollos, los
vientos contrarios y las corrientes desviadoras. Es muy fácil naufragar. Por ello, la
perseverancia en una vida ejemplar hasta la llegada al puerto de destino es un bien
inestimable para quienes la contemplan. ¡Dichosos aquellos que en la vejez así
fructifican!
amarguras, desengaños, dudas de todo tipo. Nada más propicio para actitudes y
reacciones poco dignificantes. Veamos algunas de ellas:
El escepticismo
Permisividad desmedida
Temor
A medida que avanza en años, el anciano suele pensar en los problemas que de
modo natural se le plantearán: agotamiento de las fuerzas que ya han empezado a
disminuir, posible falta de asistencia en una situación de soledad, deterioro grave de las
facultades mentales... El creyente puede temer que en su ancianidad llegue a caer en los
Conclusión
Que nuestra ancianidad irradie luz o que se vea envuelta en sombras depende en
último término de nuestra relación con Dios, de la autenticidad de nuestra fe. Sin
embargo, damos gracias a Dios porque El puede seguir usando a los ancianos no sólo a
pesar de su vejez, sino a través de ella. Esto es así porque el poder del Señor se hace
perfecto en nuestras debilidades. Por la fe viva en Él, el anciano experimenta que el
hombre interior se renueva de día en día, aguardando que El cumpla su propósito para
cada día de su vida.
José M. Martínez
Una de las áreas donde más se manifiesta la tensión del joven creyente con los
principios del mundo es en el amor, la amistad y el sexo. Por ello, quisiera en este
artículo responder a algunas de las preguntas que con más frecuencia me hacen los
jóvenes con relación a estos temas.
a nadie a conclusiones erróneas ni, por supuesto, a querer legitimar con ello la defunción
de la relación.
En esta línea, cuando un chico y una chica salen juntos, la meta primera no debe ser
pensar ya en el matrimonio, sino conocerse mucho y disfrutar de la relación en sí. Antes
que novios, deben aprender a ser amigos. Muchas parejas hoy pasan de ser simples
«conocidos» a novios, saltándose la etapa intermedia de amigos. Este es un error
importante porque desaprovechan un medio insustituible de crecer como personas y
desarrollar este aspecto relacional de la imagen de Dios en nuestra personalidad.
Entender y respetar la progresión de estas tres etapas le quita mucha presión a la
relación.. El matrimonio es un resultado posible, pero no imprescindible, del noviazgo.
Más vale un noviazgo roto que un matrimonio deshecho.
Ahora bien, ¿cómo esperar hasta que Dios me muestre la persona adecuada? ¿Qué
actitudes son las correctas? La Biblia tiene mucho que enseñarnos en cuanto a cómo
actuar en períodos de espera y de búsqueda de la voluntad divina. En hebreo, la palabra
«esperar» implica tres actitudes, a cuál más importante:
Confianza
Es la certeza de que Dios conoce y dirige mis pasos, en este caso mi búsqueda (Sal.
37:23-24). Este pensamiento nos infunde tranquilidad de espíritu, paz, y nos libra de la
ansiedad tal como la describe Jesús en Mt. 6:31-32. En este sentido, la oración posee un
efecto insuperable: «Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones
delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios...
guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:6-7).
Actividad
Buscar con diligencia las posibles evidencias de la guía del Señor. En algunos
pasajes incluso se menciona la palabra «inquirir», investigar. Esta fue la actitud del
profeta Habacuc después de exponerle su queja a Dios (Hab. 2:1). Esperar la respuesta
de Dios excluye la pasividad. Uno no puede quedarse de brazos cruzados pensando que
Dios lo hará todo.
Paciencia
Esta pregunta nos lleva a otro aspecto clave: tener novio/a no es la solución mágica e
instantánea al problema de la soledad. Muchas personas tienen una visión idealizada del
matrimonio. Piensan que es el antídoto por excelencia para todos los problemas
emocionales, en especial para la soledad. Esta idea refleja un concepto equivocado de
amor porque pone un énfasis excesivo en «lo que voy a recibir y lo bien que voy a estar».
¡Algunos se acercan al matrimonio como si fuera un viaje a «disneylandia»! ¡Cuántos
hombres y mujeres casados se sienten solos! «Nunca me había sentido tan sola como
ahora que estoy casada» me confesaba una joven con lágrimas en los ojos en la
intimidad de la consulta. Esto sucede porque la soledad no se arregla simplemente
teniendo a alguien a tu lado. En realidad, la peor soledad es la que se siente cuando un
muro te separa de la persona que tienes junto a ti.
El presente artículo es una adaptación del capítulo dos del libro «Psicología de la
Oración» realizada por el propio autor.
Una de las claves para una vida cristiana madura radica en tener actitudes correctas
hacia nuestro pasado. Muchos creyentes no progresan adecuadamente en su fe porque
están en lucha con su vida pasada. Aún sin darse cuenta, viven frenados o incluso
paralizados porque no logran olvidar «lo que queda atrás» (expresión del apóstol Pablo
en Fil. 3:13). Ello es así porque, junto con el temperamento, la historia personal de cada
uno influye en la vivencia espiritual y en la oración en particular. Nuestra biografía, tanto
lo que recordamos como lo que ya olvidamos –el subconsciente-, actuará como fuerza
poderosa en nuestra relación con Dios y con los hermanos. Por supuesto que no nos
influye hasta anular nuestra responsabilidad, pero tampoco podemos caer en la ilusión
triunfalista de pensar que no nos afecta en absoluto. Si el temperamento es la parte más
genética de la personalidad, la «materia prima» con la que venimos a este mundo, la
biografía es el depósito donde se almacenan los recuerdos; es el resultado de lo que
hemos hecho y de lo que nos han hecho, sea agradable o doloroso. Por ilustrarlo
gráficamente, es la «maleta» con la que todos viajamos por esta vida y que se va
llenando de vivencias y experiencias.
Sin duda las palabras del apóstol Pablo son ciertas: «Si alguno está en Cristo nueva
criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17).
Pero este versículo no podemos interpretarlo a nuestro antojo. ¿Significa que Dios nos
cambiará el color de los ojos o la talla al convertirnos? Esta pretensión, obviamente
impensable, no la sostiene ningún creyente. Y lo mismo podemos decir del temperamento
o de los recuerdos. Cristo nos da una vida nueva en el sentido de que pone en nosotros
una nueva naturaleza, somos engendrados «del Espíritu» (Jn. 3:6). A su vez esto
conlleva cambios radicales: actitudes diferentes, una perspectiva distinta ante la vida,
una dignidad nueva, un sólido sentido de la identidad personal, la esperanza de un futuro
diferente y así podríamos seguir la lista de «cosas nuevas». Ciertamente Dios nos da
nuevos recursos y nuevas «salidas» (1 Co. 10:13) para sobrellevar los aspectos de
nuestra «maleta» que más nos pesan. La fe es un poderoso instrumento de cambio de
actitudes; pero ello no significa la eliminación de nuestro pasado y de nuestros «pesos»
aquí en la tierra.
Sin duda llegará el día cuando todos nuestras limitaciones y aguijones van a
desaparecer, pero esto no ocurrirá hasta que estemos en el cielo nuevo y la tierra nueva,
donde «las primeras cosas pasaron» (Ap. 21:4). Mientras tanto nos toca vivir en una
situación de tensión. La fe es una tensión constante entre dos estados: ya no somos
como antes, pero tampoco somos todavía lo que Dios y nosotros mismos queremos ser.
Esta tensión entre el tiempo pasado y el tiempo futuro nos acompañará durante toda la
vida cristiana. Nuestra meta aquí como discípulos de Cristo no es «estar cada vez
mejor», vivir sin tensión o sin problemas. Esta sería la meta de un budista. Nosotros
somos llamados a crecer más y más cada día, a la espera de aquel futuro glorioso
cuando «el primer cielo y la primera tierra habrán pasado» (Ap. 21:1) y ya no existirá
ningún tipo de dolor. Mientras tanto, tenemos la seguridad de que Dios nos utiliza no sólo
a pesar de nuestro pasado sino a través de él. Esto lo podemos comprobar en la vida de
los patriarcas y de muchos héroes de la fe.
...los entregaba en la cárcel» (Hch. 8:3). Sin embargo, un tiempo después afirmó con
énfasis: «una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, me extiendo a lo que
está delante» (Fil. 3:13). Sin duda, había experimentado que «a los que aman a Dios,
todas las cosas ayudan a bien», o como traduce una versión inglesa (New International
Version), «en todas las cosas Dios obra para el bien de los que le aman». Por tanto, en
vez de luchar contra nuestro pasado, confiemos en que Dios lo va a usar para bien.
El cristiano y la televisión
Se dice que es más fácil encontrar una casa en la que falte el pan que una casa sin
televisor. Esta afirmación no se puede tomar al pie de la letra, pero refleja bien la escala
de valores de muchas familias: prefieren antes comer peor que prescindir del televisor.
La televisión se ha convertido en elemento imprescindible para el «funcionamiento»
familiar. El extraño silencio que deja una televisión averiada en la casa produce
incomodidad, como si estuviera ausente un elemento vivo de la familia. Protagonista
destacado a la hora de comer, «invitado especial» todas las noches, compañero
imprescindible los fines de semana, su ausencia llega a crear verdaderos síndromes de
abstinencia, como si de una droga se tratara.
¿Droga? Sí, ahí está la clave de nuestro tema. El problema no es el uso sino el abuso
de la televisión. El enfoque correcto no debe ser: «¿la televisión es buena o mala?»
Como muchos otros instrumentos técnicos, la televisión en sí misma no es ni buena ni
mala, sino que depende de cómo se use. Un mal uso puede tener consecuencias muy
negativas para la salud de la persona, y no solamente de los niños. El profesor Alonso
Fernández, destacado psiquiatra español, decía en una conferencia titulada «Televisión
y salud mental»: «Todo plan nacional de salud mental debe incluir el adecuado
funcionamiento del ente televisivo como una de sus prioridades absolutas». Casi todos
habremos experimentado alguna vez la dificultad para levantarnos del sillón cuando
estamos enfrente del televisor. Es como si nos «enganchara». Los expertos hablan de un
estado de anestesia o hipnosis televisiva que no permite al sujeto alejarse de la pantalla.
Sólo ciertas personas con fuerza de voluntad se liberan de esta experiencia de
enganche. Así que, el problema no es la televisión, el medio en sí, sino lo que hacemos
con ella.
viniendo de alguien que conoce a fondo la capacidad de influencia del medio televisivo.
Rico, autora del libro «El buen espectador» (Espasa Calpe, 1994) afirma de modo
concluyente: «La televisión es el medio más manipulador y más manipulable».
Consideremos, ante todo, los valores positivos. En primer lugar, la televisión puede
ser un buen instrumento de información. Las capacidades técnicas de nuestros días son
tan impresionantes que se ha hecho plena realidad la idea del sociólogo Mac Luhan del
mundo como una «aldea global». Para el creyente esto tiene una dimensión muy buena.
Si queremos «examinarlo todo y retener lo bueno», tal como nos exhortaba el apóstol
Pablo, necesitamos información. El cristiano no puede vivir encerrado en la seguridad de
su iglesia local, aislado del mundo Necesitamos conocer y auscultar bien las realidades
que nos rodean. Si queremos que nuestro mensaje sea relevante para el mundo, hemos
de ser capaces de tener un ojo en el periódico y otro en la Biblia como apuntaba el
teólogo Kart Barth. Nosotros parafraseamos su frase y la aplicamos a la televisión:
hemos de saber ver lo que ocurre en nuestro mundo. Y necesitamos interpretar estas
realidades con los ojos y la mente de Cristo.
Algo parecido podríamos decir, en segundo lugar, del potencial pedagógico e incluso
terapéutico de la televisión. Este potencial ha aumentado en la medida que la televisión
vía satélite proporciona un abanico de posibilidades aun más amplio. Los programas
documentales pueden ser un instrumento de formación adecuado. El beneficio cultural de
ciertos contenidos es enriquecedor. En este sentido, el vídeo constituye un elemento
imprescindible en cualquier institución docente, ¡incluidos los seminarios teológicos!
Igualmente, en un hogar de ancianos el televisor puede ser un medio de apoyo
psicológico excelente. Podríamos mencionar también su valor como instrumento sano de
distracción. A veces ciertos programas sirven para desconectar de la tensión diaria
cuando se llega a casa. Para algunas personas tiene una función de relax, es como un
lavado de cerebro que les ayuda a olvidar los problemas del día. ¡Algunos incluso lo
utilizan como somnífero! Hay, por tanto, aspectos positivos que hemos de potenciar. En
este sentido podríamos comparar la televisión con un antibiótico: administrado a las dosis
adecuadas, por la vía adecuada, y en el momento adecuado puede ser de gran beneficio.
El abuso de tiempo delante del televisor nos plantea tres graves consecuencias tanto
para el niño como para el adulto. En primer lugar, es una forma pasiva de ocio que
reprime la creatividad y la imaginación. La televisión implica muy poca participación, a
diferencia, por ejemplo, de la lectura. No estimula la creatividad, una facultad
indispensable para los niños y terapéutica para los adultos. Esto es vital porque el ser
humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, ha nacido para crear. La atrofia
progresiva de la creatividad humana lleva a una generación de personas sin criterio,
despersonalizadas. Hay algunas formas de ocio -la lectura, la música- que promueven la
imaginación. Cuando éramos niños y leíamos «El gato con botas», o «Robinson Crusoe»
en la adolescencia, podíamos dar rienda suelta a nuestra imaginación y ello fomenta la
creatividad. Este elemento le falta al televisor. La participación es pasiva. En la televisión
es difícil ser actor y espectador a la vez. Éste es uno de los grandes riesgos de una
sociedad tan centrada en la imagen: perder la imaginación creativa, la fantasía.
Este efecto de hipnosis puede llegar a convertir la televisión un una forma de huida,
un instrumento para no pensar, un verdadero lavado de cerebro. Ya hemos hablado
alguna vez de un fenómeno preocupante: la introducción de aparatos de televisión en
hospitales. La enfermedad es probablemente el último reducto que le queda al hombre
hoy para pensar y encontrarse consigo mismo. La televisión en la habitación del enfermo
entorpece una de las oportunidades más fecundas de reflexión como es el sufrimiento.
Cuando la distracción anula la reflexión, la persona y la vida se trivializan, haciéndose
cada vez más superficiales.
Éstos son sólo algunos de los peligros. A modo de reflexión, preguntémonos con
sinceridad: ¿Cuántas horas al día dedico a la televisión? ¿Cómo ha alterado esto mi vida
familiar? ¿Me es fácil levantarme y apagar la televisión o me quedo «enganchado» con
facilidad? ¿En mi casa es la televisión sólo un mueble o se ha convertido en la tirana de
la familia? Todas estas preguntas pueden ser un pequeño test para valorar si nuestra
relación con la televisión es de uso o de abuso.
Miremos, pues, la televisión con la mente de Cristo. Cada vez que encendemos
nuestro receptor, a los creyentes se nos brinda una oportunidad para comprobar si de
veras tenemos esta mente de Cristo. En la práctica, ello requiere saber interpretar la
información recibida de acuerdo con los valores del Evangelio. En otras palabras, para
ver correctamente la televisión el creyente ha de usar unas gafas correctoras, que
podríamos llamar la cosmovisión cristiana. No luchemos contra la televisión, luchemos a
favor de una cosmovisión cristiana de la vida. Nuestros esfuerzos no han de ir
encaminados tanto a reprimir -dejar de ver- como a promover -enseñar a ver-. Estas
«gafas correctoras» nos permitirán captar los mensajes que hay detrás de cada película,
detrás de cada anuncio publicitario o de cada debate. Esta actitud crítica nos permitirá
una transformación de la información. Éste es el mensaje básico de Ro. 12:1-2, mensaje
que hemos de aplicar a la vida diaria. Ponernos a mirar un programa sin «gafas» nos
deja expuestos al mimetismo, a la manipulación y, en último término, a la secularización.
Significado de la duda
Dos son los verbos que se traducen por «dudar»: diakrino y distazo. El primero, en el
Nuevo Testamento, significa generalmente «vacilar», el segundo, «estar dividido».
Ambos sugieren la idea de oscilar entre dos pensamientos. Esa oscilación impele a una
reflexión crítica, a un análisis o juicio (ése es otro de los significados de diakrino en el
griego clásico) de las alternativas que la duda plantea. Es demasiado torturador vivir
siempre en el crepúsculo de la incertidumbre. Pero ese conflicto no es en sí un mal, y
menos un pecado. Es normal en el ser humano, dotado de capacidad mental para
discernir entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo. Se ha dicho con razón
que la duda acompaña al pensamiento como la sombra al cuerpo. Si esto es así -y
creemos que lo es- puedo adelantarme a Descartes y decir: «Dudo, luego pienso»; y acto
seguido añadir con él: «Pienso, luego existo». Ambas afirmaciones son ciertas. Y su
correcta interpretación puede ser la clave del progreso en todos los ámbitos del
pensamiento humano, el pensamiento cristiano incluido.
Todos estos ejemplos nos muestran que ningún cristiano está completa y
definitivamente libre del conflicto entre el creer y el no creer, entre aceptar sin titubeos la
palabra de Dios y admitirla a medias, con reservas, al menos provisionalmente. Esta
experiencia en sí puede no tener nada de pecaminoso; pero encierra el peligro de que, si
se prolonga, acabe debilitando nuestras convicciones y nuestra voluntad, con peligro de
caer en la incredulidad y la desobediencia a Dios. No olvidemos que el primer pecado en
el mundo tuvo su origen en una duda: la de Eva cuando la serpiente le sugirió la
posibilidad de que no fuese verdad lo que Dios había dicho (Gn. 3:1).
Resumiendo, podemos decir que la duda, en su sentido neutro, es una actitud mental
de incertidumbre ante un concepto, una palabra, un hecho o una persona. Esa actitud
puede resolverse con un afianzamiento en lo que se cree o con una inclinación al
escepticismo, incluso a la negación de aquello que antes se ha dado por cierto. Cuando
se trata de cuestiones espirituales, la duda puede tener un carácter de prueba que acaba
con el robustecimiento de la fe. Pero también puede ser una tentación maligna; ceder a
ella siempre tiene efectos desastrosos.
En el primer punto de este artículo hemos incluido a Juan el Bautista entre los
personajes bíblicos que en algún momento de su vida se vieron asaltados por la duda.
Juan se hallaba preso en la fortaleza de Maqueronte mientras Jesús anunciaba el
advenimiento del Reino de Dios y obraba maravillas. Pero si Jesús asombraba al mundo
con su predicación y sus actos poderosos, ¿por qué no ponía fin a la injusticia de su
encarcelamiento? El precursor empieza a dudar. ¿Era Jesús realmente el Mesías que él
mismo (Juan) había presentado (Jn. 1:19-23; Jn. 1:26-27) o se había equivocado al
hacerlo y debían «esperar a otro»? Juan hizo lo más sensato para poner fin a ese
interrogante torturador: llevó su duda a Jesús por medio de dos de sus discípulos (Mt.
11:2-3). Y Jesús no le defraudó. No contestó con un «sí» o un «no». Simplemente pidió a
los dos enviados que contaran al acongojado preso los prodigios que estaba obrando
Jesús (Mt. 11:4-6). Pero sin duda esto era suficiente. Aunque él, Juan, no acabara de
entender el porqué de su encarcelamiento, si Jesús realmente estaba haciendo tan
grandes milagros, no cabía la duda; era el Cristo Salvador.
Lo mismo debe hacer todo creyente cuando sufre a causa de sus dudas: llevarlas al
Señor, lo que es factible mediante la oración. Él puede, por medio de su Espíritu y a
través de su Palabra, iluminar nuestro entendimiento y tranquilizar nuestro espíritu de tal
modo que las dudas desaparezcan o por lo menos queden arrinconadas y adormecidas
en algún sótano de nuestra mente. En algunos casos el problema quizá no se resolverá
de ese modo, directamente. Entonces puede resultar eficaz la mediación humana, como
en el caso de Juan. La exposición de nuestra duda -o dudas- a una persona
espiritualmente madura, experimentada (un buen pastor puede ser la más indicada),
suele ser muy iluminadora. La luz de la conversación puede disipar la niebla de la
incertidumbre. Puede darnos razones convincentes para afirmar nuestra fe sobre los
fundamentos cristianos más sólidos y, sobre esos fundamentos, ir consolidando la
estructura de nuestras creencias. Pese a su escepticismo, Alberto Camus tenía razón
cuando decía que «al que busca le basta una certeza. Se trata solamente de sacar de
ella todas las consecuencias». Algunos ejemplos: si acepto la fiabilidad y la autoridad de
la Biblia en su conjunto, no me turbará demasiado el problema que halle en alguno de
sus pasajes. Si doy por cierto que Dios es justo y misericordioso, no me inquietarán los
misterios de su providencia. Si considero probada la resurrección de Cristo, ¿por qué
dudar de mi resurrección en el día de su segunda venida? Si estoy seguro del valor
expiatorio de la muerte de Cristo, no dudaré de que «su sangre me limpia de todo
pecado», con lo que desaparecerá la tortura de los sentimientos de culpa. De este modo
se robustece la fe y se debilitan las vacilaciones.
A esta sólida certidumbre debe aspirar todo creyente. Y a ella puede llegar si sigue el
camino que hemos indicado , por más que, aun después de alcanzada, todavía alguna
vez revoloteen dudas en torno a su mente. Como decía Spurgeon, no podemos evitar
que los pájaros vuelen sobre nuestra cabeza, pero podemos evitar que hagan su nido en
ella.
José M. Martínez
Prácticamente todo ser humano tiende a idealizar a algún otro al que, por sus características,
admira. Ve en él –o en ella- el tipo de persona que a él le gustaría ser. Las preferencias varían
según la idiosincrasia y los gustos o inclinaciones de cada uno. Para el adolescente aficionado al
fútbol su modelo, al que desearía parecerse un día, será un Ronaldo, un Raúl, un Beckham.
Quienes admiran estrellas que refulgen en el mundo de la canción, el cine, el teatro o la
televisión hacen de sus figuras famosas un ídolo, y en algunos casos intentan iniciar la misma
carrera. Multitud de amantes de alguna de las bellas artes, iniciados en ella, tienen su principal
fuente de inspiración en las obras de los grandes maestros que les han precedido. Otro campo
de modelos -muy extenso en nuestros días- es el de la estética relativa al cuerpo y a su
indumentaria, como puede verse en la nutrida concurrencia de curiosos que acuden a ver figuras
esbeltas, femeninas o masculinas, desfilando por una pasarela. Con frecuencia las prendas
exhibidas por los modelos vienen a ser poco después las prendas de moda («modelo» y «moda»
pertenecen a la misma familia etimológica), por más que en algunos casos la moda resulte
extravagante o indecorosa.
Tipos de modelos
Los hay de todas clases. Hay modelos físicos, como los ya mencionados, y modelos
morales. En muchos de los primeros se da preferencia a la robustez. Su prototipo es el atleta; lo
que suele promover el culto al cuerpo. Pero también tiene multitud de seguidores el hombre o la
mujer que ofrece a los ojos un mayor atractivo sensual. Sansón sería ejemplo del tipo atlético;
los mitológicos Adonis y Afrodita lo serían del carnal. Del tipo atlético podemos emitir un juicio
favorable con reservas, pues el ejercicio físico vigoriza el organismo si se mantiene dentro de
unos límites; pero es nocivo si en vez de fortalecer razonablemente el cuerpo, lo castiga y
desgasta prematuramente. En cuanto al tipo sensual lo más destacable es su capacidad no sólo
de causar admiración, sino de seducción, con todo lo que ésta conlleva. Dalila o Cleopatra son
ejemplos, tan elocuentes como poco ejemplares, de tal modelo.
Los de tipo moral no siempre son loables. Caracteres y comportamientos como los de un
Nerón o un Judas no tienen nada de modélico. Pero también ha habido incontables personas
que se han distinguido por sus virtudes y su influencia bienhechora, por su probidad, su
dedicación abnegada a causas nobles, su capacidad de sufrimiento en defensa de elevados
ideales, su perseverancia infatigable en el trabajo propio de su vocación. Entre tales personas se
encuentran los filántropos, los educadores, los defensores de la dignidad humana, los
reformadores de los sistemas políticos y sociales, empeñados en avanzar hacia la meta de un
mundo más justo, más solidario, más amable; por consiguiente, más feliz. Y, aunque pueda
parecer presuntuoso por nuestra parte, en ese campo sobresalen las grandes figuras de la
Iglesia cristiana: apóstoles, mártires, misioneros, pastores, maestros, fundadores de entidades
benéficas y una pléyade de cristianos humildes que, sin haber llegado a ser héroes o haber
realizado grandes obras, sin ser un David Livingstone, un Enrique Dunant (fundador de la Cruz
Roja) o un Martin Luther King, en su sencillez y en la oscuridad del anonimato, han brillado por la
solidez de su fe, por su fervor espiritual y por la coherencia de su vida, dechado de cristianismo
práctico. Estas características han hecho de ellos canales de bendición y estímulo para otros.
Los modelos cristianos a la luz de la Escritura
Entre todos, sobresale el único perfecto que ha existido en el mundo: nuestro Señor
Jesucristo En su carácter y en su conducta él fue sin mancha (He. 4:15). Nadie pudo acusarle de
pecado (Jn. 8:46). Tal como aparece en los Evangelios, fue ejemplo incomparable de humildad,
de integridad, de fortaleza moral, de amor sin límites, de abnegación. Sin permitirse jamás una
falsa modestia, fue consciente de su perfección, que no ocultó. Por eso instó a sus discípulos a
ver en él el modelo por excelencia que debían imitar (Jn. 13:15; Mt. 11:29).
Sucede, sin embargo, que la perfección de Jesús nos anonada. Como modelo es
insuperable; pero nosotros somos tan imperfectos que nunca podremos ser como él. Tampoco
se nos pide eso. No somos llamados a ser pequeños cristos. Lo que de nosotros se espera es
que seamos semejantes a él, «transformados a la misma imagen» (2 Co. 3:18); que, a pesar de
nuestros defectos y debilidades, se vean en nosotros claramente, con suficiente relieve, los
rasgos característicos del Maestro; que también de nosotros pueda decirse lo que un día se dijo
de los primeros discípulos: «Se ve que han estado con Jesús» (Hch. 4:13). En la comunión con
él, hemos de quedar impregnados de su fragancia moral, fragancia que, a través de nosotros, ha
de ser percibida por cuantos nos rodean. Esto sí es posible. Y cuando tal maravilla se produce,
el cristiano también viene a ser un modelo para otros. El apóstol Pablo dijo: «Sed imitadores de
mí, así como yo lo soy de Cristo» (1 Co. 11:1; 1 Co. 4:16; Fil. 3:17; Fil. 4:9). El término más
frecuente en el Nuevo Testamento traducido por »modelo» o «ejemplo» es typos, que
originalmente significaba la marca producida por el golpe de un objeto sobre otro. Pablo se
convirtió en modelo a causa del fuerte impacto espiritual que Cristo produjo en él. Podríamos
decir que nuestra calidad de modelos es proporcional a la fuerza con que el Señor nos «golpea»
mediante la grandiosidad de su persona y su obra.
A juzgar por sus escritos, Pablo puso el máximo empeño en ser un modelo digno de su
Señor, de modo que otros vinieran a ser igualmente modelos. De ahí la prioridad que dio en su
ministerio a la formación de otros (2 Ti. 2:2). Las enseñanzas que impartía no eran sólo luz para
la mente. Eran cincel que labraba la personalidad de futuros guías de las iglesias para reproducir
en ellos la imagen moral de Cristo. De este modo los modelos se iban formando en cadena y con
rapidez. Ya en días de la iglesia apostólica había numerosos líderes que, por su ejemplaridad,
debían ser imitados (He. 13:7). Y la «cadena» se ha prolongado hasta nuestros días. Muchos de
nosotros nos sentimos deudores respecto a siervos de Dios y creyentes maduros, aunque
imperfectos, que nos han precedido en el pasado. Lo que ellos fueron, lo que hicieron, el modo
como vieron su fe y sirvieron a Cristo es un reto poderoso para nuestra conciencia. Constituyen
un llamamiento a andar en sus pasos. La mejor forma de pagar nuestra deuda para con nuestros
modelos humanos es la imitación. Pero teniendo en cuenta que imitar no es copiar. Yo no puedo
ser una copia -y menos un clon- de mi modelo. Debo seguir siendo yo, con las características
propias de mi identidad. Imitar es, con la ayuda de Dios, reproducir las virtudes, no las
peculiaridades particulares, intransferibles, de la persona -o personas- escogida/s para modelar
mi fe y mi modo de vivir.
Ese mimetismo debe ser aspiración de todo cristiano, de modo tal que él mismo venga a ser
un buen modelo. De hecho, aun sin proponérnoslo, todos somos ejemplos para quienes nos
rodean. Ejemplos edificantes o ejemplos perniciosos. Podemos serlo de fidelidad, de celo en el
servicio cristiano, de paciencia, de longanimidad, de amor, de entrega abnegada. Pero también
de superficialidad espiritual, de tibieza, de incoherencia, de egocentrismo, en una palabra, de
desobediencia Señor (He. 4:11), con lo que fácilmente nos convertimos en piedras de tropiezo
para los débiles. Sólo en el primer caso se es verdaderamente modelo cristiano. A ello somos
llamados. Urge remediar la escasez de buenos modelos que se observa en la Iglesia de hoy.
Reiteremos en conclusión: debemos buscar modelos dignos que nos ayuden a ser modelos
influyentes para bendición de muchos.
José M. Martínez
¿Por qué esa resistencia a reconocer en Dios y su amor la causa de nuestros momentos
felices, la fuente de innumerables bienes? El hijo pródigo descrito por el poeta Rilke es
un hombre que no quería ser amado porque ese don le exigía agradecimiento, lo cual le
parecía una forma de esclavitud insufrible. Y no quería amar a otros para no forzarlos a
tener que estarle agradecidos. ¿Podría pensarse en un egocentrismo antisocial más
refinado?
Los textos citados nos muestran que el agradecimiento debe distinguir al cristiano en
sus relaciones humanas, pero también -y sobre todo- en su relación con Dios. Es la mejor
evidencia de que hemos entendido el significado y el alcance del amor divino, pues,
como alguien ha dicho, «la gratitud es una actitud del corazón». «Amamos a Dios porque
él nos amó primero» (1 Jn. 4:19).
A lo largo de toda la Escritura, vemos los muchos bienes que Dios nos concede en
Cristo, por los cuales debemos estarle agradecidos. Todos fluyen de su gracia
(curiosamente gracia -gratia- y gratitud están emparentadas etimológicamente). Y todas
corresponden al propósito eterno de Dios de bendecirnos «con toda bendición espiritual
en lugares celestiales en Cristo» (Ef. 1:3). En el griego del Nuevo Testamento la kharis
(gracia) da lugar a la eukharistía (acción de gracias), derivada del verbo eukharistéo
(agradecer).
alabanza. Detrás y por encima de las causas más próximas, a Dios debemos la vida,
pues «él nos hizo y no nosotros a nosotros mismos» (Sal. 100:3). A Dios se debe la
preservación de esa vida, pues «en él vivimos, nos movemos y somos» (Hch. 17:28). Él
es el dador del «don inefable» (2 Co. 9:15), su Hijo, por el cual tenemos vida eterna. A
Dios debemos su Palabra y su Espíritu, que nos guían en el camino de la verdad y la
santidad (Jn. 14:26; Jn. 16:13; Ro. 8:2); sus promesas de vida eterna, que iluminan
nuestra vida en la tierra; su providencia siempre benéfica, aunque a veces misteriosa
(Ro. 8:28); las pruebas a que a veces nos somete para nuestra corrección o para la
purificación de nuestra fe (He. 12:5-11; 1 P. 1:6-8).
Un piadoso israelita se preguntó un día: «¿Qué pagaré al Señor por todos sus
beneficios para conmigo?», y él mismo dio la respuesta: «»Alzaré la copa de salvación e
invocaré el nombre del Señor» (Sal. 116:12-13), lo cual en Israel era un rito de acción de
gracias. Y nosotros, ¿qué pagaremos por el don de «una salvación tan grande» (He.
2:3)? Volvámonos al camino del leproso agradecido y vayamos con él al encuentro de
Jesús para decirle: «¡Gracias, Señor, mil gracias!
José M. Martínez
El problema, en otro contexto y con matices distintos, sigue inquietando a muchos espíritus,
desconcertados por lo que aparentemente es una incongruencia inconcebible: un Dios santo,
justo, poderoso y bueno que calla inmóvil frente a graves males desencadenados por la
perversidad humana. Todavía producen un estremecimiento de horror los solos nombres de
Auschwitz, Hiroshima, Bosnia, Ruanda. Y ¿qué decir de la indignación que nos invade cuando
vemos la suerte del mundo en manos de los poderosos, cegados por la ambición, carentes de
escrúpulos, manipuladores de una globalización que hace mucho más ricos a los dirigentes de
empresas multinacionales y deja en una mayor pobreza a los más desfavorecidos, que son
millones?
El profeta, impresionado por el mensaje recibido, ora con una súplica preciosa que todo
creyente debería hacer suya (Hab. 3:2). Y la oración se convierte en visión arrobadora: la
majestad de Dios y de sus obras proclaman su magnificencia y su soberanía (Hab. 3:3-16).
Habacuc tiene bastante. Ya no le importa lo que pueda suceder, ni lo que de inexplicable pueda
ver. Ahora descansa en Dios y aun en las circunstancias más adversas puede decir: «Con todo,
yo me alegraré en Jehová; me alegraré en el Dios de mi salvación; Jehová el Señor es mi
fortaleza; él me da pies como de ciervas y me hace caminar por las alturas.» (Hab. 3:18-19). Lo
mismo puede decir todo creyente que, por encima de dudas y misterios de la providencia, confía
plenamente en Dios.
Porque Dios no destruye de modo inmediato y fulminante a los malvados, muchos piensan
que es indiferente a la conducta humana. No hace nada. No dice nada. Su palabra y sus actos
pueden ser temibles; pero ¿quién temerá su silencio? Si pecados graves quedan impunes, ¿por
qué no seguir pecando? Quienes así piensan no necesariamente son ateos declarados. Pueden,
a su manera, creer en Dios con una mezcla de impiedad y religiosidad, pero su Dios es un Dios
mudo. ¿Cómo reacciona ante la maldad de los hombres? ¡Calla!. Quizá está tan lejos en el cielo
que no se entera de lo que acontece en la tierra. Los más inicuos pueden delinquir con
frecuencia impunemente... y no pasa nada. Dios calla. Su silencio se prolonga...
Pero no siempre callará. Llegará el momento del juicio, cuando Dios dirá al impío: «Estas
cosas hacías y yo he callado. ¿Pensabas que de cierto sería yo como tú? Pero te redargüiré y
las pondré delante de tus ojos» (Sal. 50:21). En algunos casos el juicio de Dios es inmediato,
como nos recuerda la muerte de Ananías y Safira (Hch. 5:1-11). Pero generalmente el ajuste de
cuentas se reserva para el juicio final, «por cuanto (Dios) ha establecido un día en el cual va a
juzgar al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, acreditándolo ante todos al
haberlo levantado de los muertos» (Hch. 17:31). En aquel día quienes enmudecerán confusos y
atemorizados serán los que ahora viven a su antojo conculcando las leyes del soberano Dios.
Esta patética invocación brota del corazón de un pueblo abrumado por el peso de una
convicción de pecado profunda. Ese pueblo, escogido por Dios para gloriosos destinos, ha sido
extraordinariamente favorecido (Is. 64:3-5): amado, protegido, bendecido para ser bendición a
los restantes pueblos de la tierra. Pero, lejos de mantenerse a la altura de la vocación con que
Dios lo había llamado, Israel (Judá) ha provocado el enojo de Dios con sus pecados (Is. 64:5-7),
lo que le acarrea destrucción, ruina, deportación, desastre total (Is. 64:10-12). Toda esta aflicción
era merecida. Pero ¿se prolongaría indefinidamente? ¿Acaso el pecado del pueblo era mayor
que la misericordia de Dios? Una oración ferviente sube a los cielos: «No te enojes
sobremanera, Señor, no tengas perpetua memoria de la iniquidad» (Is. 64:9). ¿Habrá respuesta
favorable a esta súplica? Durante un tiempo todo sigue igual, lo que promueve la duda y suscita
el lamento de Is. 64:12 que encabeza este apartado.
Una vez más la aparente inacción de Dios y su silencio turban la fe y nublan la esperanza.
Tal es la experiencia de innumerables creyentes que se ven inmersos en aguas profundas de
tribulación. Unas veces porque, como en el caso de Israel y Judá, la acción disciplinaria del
Padre celestial así lo exige (He. 12:5-11). Otras porque la fe ha de ser probada mediante el
sufrimiento (1 P. 1:6-8). En algunos casos, incluso, a causa de nuestros errores y torpezas. Pero
en todos los casos se puede tener la certidumbre de que el silencio y la aparente pasividad de
Dios no durarán indefinidamente. Él puede permitir que pruebas de diverso tipo nos aflijan, pero
no más de lo que podamos soportar (1 Co. 10:13). En el momento oportuno intervendrá para
convertir la turbación en paz, el dolor en gozo, la duda en plena certidumbre de fe.
Siempre actúa Dios así. Desde los acontecimientos históricos más trascendentales hasta los
más insignificantes, todo está perfectamente engarzado en los designios sabios y amorosos de
Dios. Todo avanza hacia una nueva era en la que resplandecerán su gloria, su sabiduría y su
poder en la realización de su plan de salvación. El creyente, instruido por lo que Dios ha
revelado en su Palabra, conoce esa verdad y sabe que su presente y su futuro está en las
manos del Padre Eterno. Pese a ello, en su experiencia personal, subjetiva, la oscuridad de una
situación existencial penosa extiende el velo sobre su mente. Entonces, perplejo y abatido, no ve
nada más que situaciones y hechos que comprometen la perfección de Dios. Pero el soberano
Señor, a pesar de sus silencios y su inmovilidad aparentes, cumplirá sus propósitos, siempre
sabios y henchidos de bondad. Así su pueblo verá reconfortado mutaciones maravillosas en su
situación. La derrota se trueca en victoria; la humillación, en ensalzamiento; el sufrimiento, en
gozo, «las tinieblas en luz» (Is. 42:16).
¿Por qué no alegrarnos ya hoy, sea cual sea nuestra circunstancia presente, aceptando
anticipadamente lo que Dios determine para nuestra vida? ¿Por qué no alabarle gozosos con la
visión de la fe? Recordemos de nuevo lo dicho a Habacuc: «Aunque la visión tarde en cumplirse,
se cumplirá en su tiempo; no faltará. Aunque tarde, espérala, porque sin duda -y sin retraso-
vendrá».
José M. Martínez
El mes de noviembre nos introduce raudo en las entrañas del otoño. Días más breves.
Noches largas. Nieblas frías, persistentes. Todo parece conjurado para sumirnos en la
melancolía. La naturaleza toda proclama un mensaje deprimente. Aun la bella explosión de
colores en las copas de muchos árboles tiene un matiz sombrío. Su derroche policromo no es
signo de mayor vitalidad, sino de todo lo contrario; esa belleza es anunciadora de decadencia,
de muerte; cada hoja debe su nuevo color a un proceso de descomposición que ya ha
comenzado. Pronto el más suave soplo de una brisa la arrancará de la rama y, caída sobre el
suelo, en él hallará su sepultura.
Puede suceder, con todo, que en la experiencia cristiana -aun en la de los jóvenes- el declive
aparezca precisamente en ese «hombre interior», en la vida espiritual, mucho antes incluso de
que sobrevenga el debilitamiento físico. También en la vida espiritual, incluso en la de los
jóvenes, puede producirse un fenómeno de deterioro y descomposición. Las tribulaciones, las
dudas, los desengaños, la influencia de las corrientes de pensamiento y las costumbres o modas
del mundo, las ansias de placer sin cortapisas, la inmoralidad más descarada instalada en los
medios de comunicación, la negligencia en el uso de los recursos para el robustecimiento de la
vida en Cristo pueden fácilmente ocasionar una corrosión interior tan deplorable como peligrosa.
Exteriormente puede verse aún el colorido de algunas prácticas religiosas, pero interiormente la
vida está próxima a extinguirse.
En esa situación cualquier viento puede arrancar las hojas de la profesión de fe cristiana.
Pocas cosas hay más tristes que esta desgracia. Como dijera el poeta, «hojas del árbol caídas,
juguetes del viento son». Y juguetes de viento demoniaco han parecido no pocos creyentes que
en el tiempo de su decadencia han perdido las hojas de sagrados ideales defendidos con pasión
anteriormente, las de fe vigorosa, de abnegación y compromiso generoso. En todo ello se había
gozado en los días de su espiritualidad lozana.
Apena ver con cierta frecuencia a creyentes que son conscientes de su decadencia en el
otoño espiritual de su vida y, a pesar de ello, no hacen nada para cambiar su situación. Dan la
impresión de que la amarillez de su testimonio es normal al cabo de un tiempo. Al fin y al cabo,
no aspiran a ser supersantos, ni héroes, ni modelos de piedad. Además piensan que el residuo
de fe que les queda es suficiente para asegurar su entrada en la gloria eterna. ¡Craso error! Aun
admitiendo la seguridad de la salvación de todo creyente sincero por la gracia de Cristo, tiene
muy poco de glorioso ese modo de salvación en el último día. Ese creyente «será salvo, aunque
así como por fuego» (1 Co. 3:14-15), un fuego que, si no lo destruye a él, destruirá la obra de su
vida. En aquel día lo que soplará no será una brisa acariciadora. Será un vendaval que arrancará
todas las hojas amarillentas, rojizas o parduscas, pues todas ellas, debilitadas, habrán llegado ya
al final del proceso de descomposición. Y sólo quedará lo que deje la gracia de Dios. ¡Cuánto
mejor es aspirar a que, en vez de entrar como escapando del fuego, nos sea «otorgada amplia
entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 1:12). La amplitud de
esa entrada será proporcional a la seriedad y fidelidad con que cumplamos la exhortación del
apóstol: «Por lo cual, hermanos, sed tanto más diligentes en afianzad vuestro llamamiento y
vuestra elección; porque haciendo estas cosas no caeréis jamás» (2 P. 1:10).
¿Cómo se puede vivir esa experiencia? ¿Cómo evitar encontrarnos cargados de hojas
caducas próximas a su caída y destrucción? ¿Cómo mantenernos siempre verdes y fructíferos,
con hojas perennes? En el Salmo 1, al que nos hemos referido, se nos da la respuesta:
1. el creyente debe oponerse tenazmente a la influencia nociva de quienes inducen al mal (Sal.
1:1).
2. hacer de la Palabra de Dios objeto preferente de lectura y meditación a fin de que su vida sea
un caminar con Dios y un modo de servirle en gozosa sumisión a sus preceptos.
Una pregunta para concluir: ¿Pueden las hojas caducas convertirse en hojas perennes? En
la naturaleza obviamente no. Nunca hemos visto ese milagro cuando contemplamos el bosque a
últimos de octubre y primeros de noviembre. Pero en el orden espiritual la transformación sí es
posible. El cristiano puede usar el árbol provechosamente como metáfora, pero no es un árbol.
Éste ni puede trasladarse con sus raíces a otro suelo ni puede modificar la naturaleza de sus
hojas, predeterminada genéticamente. Pero una persona, que no es un árbol, sí puede introducir
cambios en su vida. Sus rasgos característicos, sus gustos y aficiones, sus tendencias pueden
ser alterados. Esto es lo que nos enseña las doctrinas bíblicas de la conversión y la santificación.
El pecador se convierte en santo; el carnal, en espiritual; el permisivo, en disciplinado; el
soberbio, en manso y humilde; el egoísta en generoso. En palabras de Pablo: «Si alguno está en
Cristo, una nueva creación es; las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17).
Las hojas coloreadas, en vías de alteración y caída, se transforman en hojas perennes de un
verde lustroso
Admito que en la práctica de la vida cristiana la cosa no es tan simple. La transformación del
creyente no se lleva a cabo en un instante; dura toda la vida. Y nunca se alcanza la perfección
absoluta. Nunca en este mundo se llega a la meta. Vivir cristianamente es vivir en lucha
constante. La carne combate contra el Espíritu y el Espíritu contra la carne (Gá. 5:17-24). Pero
hay una exigencia insoslayable: el creyente en Cristo ha de tener un carácter y un
comportamiento cristianos. Y su cristianismo ha de ser perenne; ha de superar victoriosamente
todo tipo de cansancio, todo desaliento, toda tentación a arrojar la toalla. Su fe no puede ser
caduca; ha de mantenerse perseverantemente «fiel hasta la muerte». Es el precio de «la corona
de la vida» (Ap. 2:10).
José M. Martínez
«Por tanto, el Señor mismo os dará una señal: He aquí que la virgen concebirá, y
dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel.» (Is. 7:14)
La razón de esa noticia regocijante la expresó con toda claridad el ángel: «Os ha
nacido hoy un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lc. 2:11). Y en el mensaje angélico
dado a José antes del nacimiento de Jesús se indica otro motivo de gozo, el nombre con
que el niño había de ser conocido: «Emanuel», que significa «Dios está con nosotros»
(Mt. 1:23). Ese nombre revelaría la característica más preciosa de Dios: no está sobre o
contra nosotros, sino con nosotros, a nuestro lado y a nuestro favor. El nombre significa
una verdad alentadora, pero no siempre es tal verdad fácil de entender, y menos de
aceptar. ¿Dios con nosotros en un mundo en el que la injusticia y la maldad se han
desbordado? ¿Dios con nosotros cuando sufrimos golpes de adversidad implacable?
¿Dios con nosotros cuando toda esperanza se trueca en frustración? ¿No habríamos de
decir más bien: «Dios lejos de nosotros»?
Si queremos acabar con las dudas y la incertidumbre, nada mejor que ahondar en el
contexto histórico del término Emanuel, que Mateo ha encontrado en una profecía de
Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre
Emanuel» (Is. 7:14). Que este anuncio tiene una proyección mesiánica es evidente a la
luz de Is. 9:1-2 y 6-7. Pero en su sentido primario era un mensaje oportunísimo para los
contemporáneos del profeta en días de Acaz, rey de Judá.
El contexto amplio que precede en el libro de Isaías nos presenta un cuadro espiritual
desolador. La fe del pueblo es mera religiosidad externa, con ausencia total de verdadera
piedad (Is. 1:10-16). El pueblo y sus príncipes se han corrompido (Is. 1:21-23). Como
consecuencia, el juicio contra Judá y Jerusalén es inevitable (Is. 3). Judá, al igual que
Israel, ha sido desleal y rebelde, como se indica en la dramática parábola de la viña (Is.
5:1-7). Sobre Israel se cierne el juicio divino. Los ayes que brotan de labios del profeta
son estremecedores (Is. 5:8-23). Uno a uno son desgranados y denunciados los pecados
cometidos en el pueblo: la ambición materialista (Is. 5:8), la intemperancia (Is. 5:11) y la
lujuria (Is. 5:12), la hipocresía (Is. 5:18), la provocación al Altísimo (Is. 5:19), la
perversión de los principios morales (Is. 5:20, 23). Tal es el nivel de impiedad que ha
alcanzado la vida de los compatriotas de Isaías que el propio profeta, a la luz de la
santidad y la gloria de Dios, siente toda la repulsión de su propia miseria humana, y los
ayes pronunciados por él contra sus correligionarios se transforman en un ay
autoinculpatorio: «Ay de mí» (Is. 6:5).
En el libro, al mensaje profético de los primeros capítulos sigue una sección en la que
se entrelaza lo admonitorio con lo histórico. El juicio de Dios ha de recaer sobre los
rebeldes, pero al final resplandecerá su misericordia a favor del «remanente fiel». En
días del rey de Judá, Acaz, los reyes de Siria y del reino israelita septentrional (Efraím)
se alían para combatir contra Jerusalén (Is. 7:1). El Señor envía un mensaje a Acaz:
«Manténte alerta, pero ten calma» (Is. 7:4). Al cabo de algunos años el poder de Siria y
el de Israel habría sido quebrantado (Is. 7:7-9). Probablemente Acaz escuchó el mensaje
con cara de desconfianza. El anuncio profético parecía demasiado hermoso. ¿Podría
llegar a cumplirse?. Dios, por respuesta le da una señal: «He aquí que la virgen
concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel» (Is. 7:14). Quién sería
aquella virgen no se indica, pero posiblemente pertenecería al círculo de la realeza (¿o
tal vez al de los profetas?). Lo importante era que antes de que el niño llegara a la edad
del discernimiento moral la tierra de los dos reyes del Norte sería abandonada. En efecto,
al cabo de tres años Damasco había caído en poder de los asirios y catorce años más
tarde las mismas fuerzas asirias se apoderaron de Samaria y deportaron a muchos de
sus habitantes. A raíz de estas convulsiones políticas, muchos israelitas tenían
humanamente motivos para temer y para no creer. Les había sobrevenido una gran
catástrofe nacional. ¿Qué podían esperar? ¿Cómo creer que Dios estaba con ellos?
Ignoraban que aun en medio de las mayores calamidades Dios está con su pueblo y que
su propósito final es de salvación.
La experiencia de Judá
Una experiencia parecida a la de Israel tuvo el reino sureño de Judá ante el poder de
Babilonia. Pero los habitantes de Jerusalén que temían a Yahvéh, el resto fiel,
recordarían lo prometido por el profeta, y repetirían para sus adentros: «Emanuel -Dios
con nosotros-». A pesar de todas las razones para pensar lo contrario. Y pronto Dios iría
aclarando las oscuridades. Su profeta transmitiría un mensaje de esperanza..Hablaría de
otro niño cuyo nombre sería «Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe
de paz» (Is. 9:6) y, sentado sobre el trono de David, reinaría eternamente (Is. 9:7).
También Judá -Jesusalén incluida- sufrirían los males de una cruel invasión: humillación,
destrucción, deportación, muerte. ¿Estaba Dios con sus habitantes? Más bien podía
pensarse que estaba contra ellos. Pero el curso posterior de la historia muestra que Dios
no los había abandonado. Los juzgó y castigó, pero no los desechó para siempre. Nunca
permitió una destrucción total de su pueblo. Y «en el cumplimiento del tiempo» envió a su
Hijo, el «sol de justicia en cuyas alas traería salvación» (Mal. 4:2), el Príncipe glorioso de
cuyo reinado no habría fin. Con el advenimiento de Cristo se ponía de manifiesto que
Dios «vino en socorro de Israel, su siervo, acordándose de su misericordia», como
declaró María en su precioso Magnificat (Lc. 1:54). Y no sólo esto. En Cristo, y por él, se
abrirían las puertas de la salvación a todos los pueblos. Ahora todo el pueblo de Dios,
judíos y gentiles, podría alabar a Jesucristo como Emanuel. Dios no está lejos. Está con
nosotros. He ahí el meollo de la Navidad.
Sin embargo, cuando Jesús nació también hubo dificultades para creer en el «Dios
con nosotros». Precisamente el nacimiento del niño provocó la ira de Herodes con la
consiguiente muerte de numerosos niños inocentes. La historia de la Iglesia cristiana es
una historia de padecimientos. También lo es la historia del mundo, con sus guerras y
miserias. Y la de muchos individuos, creyentes y no creyentes. ¿Estaba Dios con las
Sí. Pese a todo, Dios está con nosotros. Somos nosotros los que muchas veces nos
mantenemos lejos de él. Algunos a causa de una incredulidad atea. Otros por su
incomprensión de la providencia divina o por su impaciencia. En lugar de someterse a los
sabios designios del Altísimo, pretenden que Dios se someta a ellos. Creen que debería
actuar de modo inmediato. Pero mientras Dios sea Dios será su voluntad, siempre justa y
benéfica, la que prevalecerá, y «a su debido tiempo», con su poder salvador se pondrá
de manifiesto que «el fin del Señor es muy misericordioso y compasivo» (Stg. 5:11). Así
lo experimentó Job. Y así lo ve todo creyente que vive en plena certidumbre de fe. A esa
plenitud llegó Abraham cuando «creyó en esperanza contra esperanza» (Ro. 4:18-21),
cuando las circunstancias parecían frustrar el plan de Dios de hacer de él «padre de
muchas gentes».
José M. Martínez
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Los cristianos en el mundo de hoy, Editorial CLIE y AEE, 1987, ISBN: 84-7645-244-6
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Creer o no creer, ésa es la cuestión, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2004)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
Actualmente es presidente de la Alianza Evangélica Española, y vicepresidente de la Comunidad
Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la mayoría de las librerías
cristianas. Para encontrar una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Arco Iris
Cristianas en internet en la dirección http://www.paginasarcoiriscristianas.com.
Índice
Enero 2004 – «Fiel es Dios»... ¿Lo somos nosotros?...................................................................................3
Febrero 2004 – Ser y estar en la iglesia.......................................................................................................7
Marzo 2004 – No siento a Dios cerca.........................................................................................................10
Abril 2004 – El poder de su resurrección....................................................................................................14
Mayo 2004 – Caminante, SÍ hay camino....................................................................................................16
Junio 2004 – Los creyentes también lloran.................................................................................................18
Julio 2004 – Levántate, resplandece..........................................................................................................21
Septiembre 2004 – En la noche oscura de la depresión.............................................................................23
Octubre 2004 – Sobre el pecado, la culpa y el perdón...............................................................................27
Noviembre 2004 – La muerte y el más allá................................................................................................30
Diciembre 2004 – Las maravillas de la Navidad.........................................................................................34
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
Pocos temas podrían ser más inspiradores para el pueblo cristiano al principio de un
nuevo año.
«Fiel es Dios, que no os dejará ser probados más de lo que podáis resistir, sino que
proveerá también, juntamente con la tentación, la vía de escape para que podáis
soportar» (1 Co. 10:13). De las palabras de Pablo se deduce que, por la fidelidad de
Dios, toda tentación o prueba tiene una salida, un camino de escape y que lo que el
cristiano tiene que hacer es seguir las instrucciones dadas por Dios en su Palabra (es lo
que los corintios debían hacer frente a los pecados expuestos en 1 Co. 10:1-12). Esto,
por supuesto, no significa que el cristiano, con absoluta certeza, saldrá triunfante de toda
tentación («el que piensa estar firme, mire que no caiga», 1 Co. 10:12), sino más bien
que Dios no le abandonará en la prueba.
Quizás alguien se preguntará: ¿Qué sentido tiene el texto que estamos comentando
(1 Co. 10:13) en el caso del creyente que cae cuando es tentado? ¿Cabe dudar del
auxilio del Señor? Conviene recordar que la promesa se hace después de una
aseveración importante: «No os ha sobrevenido una tentación que no sea humana» (1
Co. 10:13) y que esa «humanidad» de la tentación sugiere la posibilidad de caer. Pero
aun después de la caída, Dios puede actuar de modo que se produzca un levantamiento,
una restauración. Pedro cayó negando tres veces al Señor; pero después, en el momento
oportuno, fue restaurado por el Cristo resucitado. «Si confesamos nuestros pecados, él
es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn.
1:9). «Si somos infieles, él permanece fiel; no puede negarse a sí mismo» (2 Ti. 2:13).
Una de las prioridades en el desarrollo del cristiano debe ser la santificación total
(«para que todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la
venida de nuestro Señor Jesucristo» - 1 Ts. 5:23). Esta meta sería inalcanzable si
hubiésemos de llegar a ella por nuestras propias fuerzas. Pero la santificación, al igual
que la justificación, es obra de Dios. Por eso el Señor Jesucristo pidió al Padre:
«Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Jn. 17:17). Dios, mediante la acción
del Espíritu Santo, nos va transformando más y más a semejanza de su Hijo (2 Co. 3:18)
por el poder modelador de su Palabra.
25:21; Lc. 12:35-48; Lc. 16:10; Lc. 19:17). Y tanto las Escrituras como la historia de la
Iglesia nos ofrecen ejemplos estimulantes de siervos fieles. Nos impresionan figuras tan
admirables como Jeremías o Juan el Bautista. El primero sufrió encarcelamiento, burlas y
rechazo. El segundo, una muerte ignominiosa. Suerte parecida corrieron Esteban,
Jacobo, Pablo y Pedro. Asimismo la historia de la Iglesia nos da a conocer la fidelidad
heroica de miles de mártires que prefirieron perderlo todo, la vida incluida, antes que
negar a Jesucristo como su único Señor. Todavía en nuestro tiempo multitud de
cristianos en diferentes países están sufriendo diversas formas de persecución; pero
perseveran fieles en su testimonio cristiano.
Sin duda, grande es el precio del discipulado, aunque no siempre haya de ser sellado
con la tortura o la muerte. ¿Qué cristiano puede escapar de la prueba de sus propias
debilidades así como del menosprecio, las burlas o la oposición malévola de quienes no
comparten su fe? Pero igualmente cierto es que la fidelidad del creyente no perderá su
recompensa. Cristo mismo dijo: «Sé fiel hasta la muerte y yo te dará la corona de la vida»
(Ap. 2:10). Y en su día dirá a cada uno de quienes le han sido leales: «Bien, buen siervo
y fiel... entra en el gozo de tu Señor» (Mt. 25:21).
José M. Martínez
Pocos conceptos han sido tan desvirtuados a lo largo de los siglos como el de
«iglesia». Lo que originalmente significaba la comunidad de fieles que creían y seguían a
Jesucristo, unidos entre sí por la comunión en el Espíritu Santo y la fuerza aglutinante de
la Palabra; lo que constituía una gran familia espiritual; lo que era un rebaño que
escuchaba la voz del Buen Pastor y le seguía, pronto se convirtió en una gran institución
jerarquizada, encorsetada en un riguroso sistema ritual y sacramental, regida por un
espíritu de autoridad más que por la fuerza del ejemplo y el amor. Al mismo tiempo,
aunque paulatinamente, la comunidad cristiana se vio afectada por la introducción de
errores y pecados graves en su seno. Algunos todavía subsisten. Y hoy, después de
veinte siglos, la Iglesia suele despertar pocas simpatías, tanto si es católica como si es
protestante u ortodoxa. Muchos de quienes asisten a sus cultos lo hacen irregularmente,
por tradición o convencionalismo social, con una fe más bien débil y superficial.
Este fenómeno se observa aun entre creyentes evangélicos de quienes cabría
esperar una mayor consistencia espiritual. Esto se debe en parte a la idea que tienen de
la iglesia y de lo que debe ser su relación con ella.
Creo que fue Agustín de Hipona quien por primera vez usó la frase «Ser y estar en la
Iglesia», con lo que certeramente dio a entender la verdadera naturaleza de la
comunidad eclesial. Deplorablemente la frase no tardó en interpretarse mal. Estar en la
Iglesia significaba aceptar sumisamente todas sus doctrinas y someterse a la autoridad
jerárquica de sus ministros, tanto en el orden doctrinal como en el moral y el espiritual.
Se empezaba a estar en la Iglesia en el momento del bautismo y se permanecía en ella
por la eficacia de los restantes sacramentos. Los conceptos neotestamentarios de fe
personal, conversión, nuevo nacimiento, prácticamente habían desaparecido. La Iglesia
vino de este modo a ser -por medio de sus obispos y sacerdotes- la dispensadora de la
gracia de Dios. De ahí la conclusión dogmática «fuera de la Iglesia no hay salvación». No
era posible una corrupción más grave del Evangelio, pues con esa locución la Iglesia
venía a usurpar el lugar y la función de Cristo. Plugo a Dios, no obstante, que la Reforma
del siglo XVI repusiera la doctrina de la salvación mediante «sólo Cristo» y «solo por la
fe», con lo que «estar en la Iglesia» adquiere un significado distinto al predicado por
algunos durante siglos.
Estar en la Iglesia es formar parte esencial de la misma, de modo análogo a como la
piedra usada para construir una catedral forma parte de la misma. Así nos lo sugiere
Pedro en su primera carta (1 P. 2:4-5). Sin embargo, la restitución de la salvación en y
por Cristo como doctrina fundamental de la fe cristiana no libró a las iglesias surgidas de
la Reforma de peligrosas incongruencias en la práctica. Todavía hoy, en el campo
evangélico, se observa cierta superficialidad cuando se piensa en la relación del cristiano
con la Iglesia (tanto en el sentido más amplio de Iglesia universal como en el de iglesia
local). Con relativa frecuencia se oye decir: «Voy a la iglesia» (como si se dijera: «Voy al
teatro»). La frase en sí ya denota una dicotomía peligrosa; hay una relación, pero no una
identificación. Se ve la iglesia como algo adonde hay que ir. No se está en ella. La iglesia
es una cosa; yo soy otra. Aquí radica el mal, porque esa alienación permite vivir de modo
totalmente autónomo. Mi fe tiene su satisfacción en el culto el domingo, quizá incluso en
otros momentos de la semana; pero las restantes parcelas de mi vida son cosa mía. Una
cosa es la iglesia; otra, mi vida. Error fatal. La Iglesia es el cuerpo de Cristo (Ef. 1:22-23;
1 Co. 12:13). Ambos son inseparables. Si yo por la fe estoy en Cristo, estoy también en
la Iglesia; soy iglesia, lo que ineludiblemente condiciona mi modo de pensar y de obrar.
¿Qué es la Iglesia? ¿Qué somos los cristianos según el plan de Dios? «Linaje escogido,
real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las virtudes de aquel que
os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 P. 2:9).
La Iglesia, los cristianos, tú, yo, debemos ser en la práctica lo que ya somos en el
propósito de Dios: hombres y mujeres que viven de acuerdo con los principios del
Evangelio, que se gozan en su mensaje y lo anuncian por todos los medios a su alcance.
Estamos moralmente obligados a vivir vidas ejemplares. Y a evangelizar. Esta tarea no
es exclusivamente propia de pastores o evangelistas especialmente dotados para la
misma. Es misión de todos los creyentes. En la evangelización del mundo del primer siglo
tan importante como la predicación de los apóstoles fue la de miles de convertidos a la fe
de Cristo. Ser cristiano es ser Iglesia, lo que implica identificarse con su esencia y sus
fines, participar en su culto, comprometerse en su sostenimiento e involucrarse en su
labor de testimonio en el seno de la sociedad.
Causa dolorosa preocupación ver cuántos creyentes, miembros de una iglesia,
asisten con irregularidad al culto dominical. Especialmente en los países occidentales se
está perdiendo el carácter sagrado del día del Señor. El motivo más nimio puede ser
suficiente para quedarse en casa o para pasar el domingo disfrutando de formas de
asueto menos espirituales. Igualmente apena observar el escaso interés en compartir la
comunión con los hermanos que muestran algunos. Al parecer, más y más se está
perdiendo «lo bueno y delicioso» que es «habitar los hermanos juntos en armonía» (Sal.
133:1).
Vital es asimismo que todo miembro de una iglesia local se comprometa seriamente
delante del Señor a participar con generosidad en la ofrenda para su sostenimiento y
para el desarrollo de su obra (2 Co. 9:6-8) y que coopere activamente en ella.
Esta obra no tiene límite en sus dimensiones, tanto en el área de la evangelización
como en el de la instrucción bíblica y el de ayuda a los necesitados. En estos campos
hay trabajo para todos, bien asumiendo responsabilidades especiales, bien colaborando
con quienes las tienen. La obra de Dios no es cosa de especialistas (pastores, maestros,
diáconos, líderes de jóvenes, etc.) solamente. Cada miembro debe contribuir a la labor
del conjunto con los dones y la capacidad que Dios ha concedido a cada uno. Nadie ha
de considerarse tan poco dotado que no pueda hacer nada en el servicio del Señor.
Recuérdese lo enseñado por Pablo en su primera carta a los Corintios, donde enfatiza la
multiplicidad, la dignidad y la utilidad de todos los miembros (aun los aparentemente
menos importantes) en el cuerpo eclesial (1 Co. 12:14-22).
José M. Martínez
«Parece que esté hablando solo», «es como si le orara a la pared», «Dios me parece
muy lejano». Esta dificultad para sentir a Dios es una de las quejas más frecuentes en la
vida cristiana y terreno propicio para las dudas e incluso las crisis de fe si no se entiende
bien el problema. Todos hemos sentido a Dios lejos en algún momento. A algunos les
ocurre en la conversión, cuando esperan un sentimiento intenso de la presencia de Dios
y se sienten frustrados «porque no me ha ocurrido nada especial». Por cierto, esta
sensación es frecuente en los hijos de creyentes porque su conversión es progresiva, un
proceso en el tiempo que hace más improbable la espectacularidad de una conversión
repentina como la de Saulo en el camino de Damasco o la del ladrón en la cruz. Por esta
razón, algunos jóvenes llegan a «convertirse» hasta media docena de veces (¡esta fue mi
propia experiencia siendo adolescente!) buscando la seguridad de su salvación en unos
sentimientos que no llegan. De ahí la importancia de clarificar el papel y la naturaleza de
los sentimientos en la vida cristiana, en especial para los jóvenes en la fe.
Otras veces nos ocurre en el período devocional cuando buscamos la comunión con
el Señor o incluso estando en la iglesia. Descubrimos como una frialdad, como si la
oración fuera un monólogo con uno mismo o como si estuviéramos totalmente solos.
Empecemos por decir que esta experiencia es universal, afecta a todos los creyentes,
incluso a los más maduros y santos. Por ejemplo, los salmistas nos han dejado escrito el
testimonio de momentos espirituales cuando Dios les parece un ser lejano e irreal. Al
estudiar los Salmos sorprende las veces en las que aparece el adverbio «lejos» referido
a Dios. «Por qué estás lejos, oh Jehová, y te escondes en el tiempo de la tribulación?»
(Sal. 10:1). «¿Hasta cuándo, Señor, me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo
esconderás tu rostro de mí?», inquiere David en el Sal. 13:1. Un estudio detallado de los
salmos es un filón para conocer los altibajos espirituales de grandes hombres de Dios, en
especial del rey David. En los salmos encontramos como un diario íntimo de su lucha por
sentir a Dios cerca y experimentar la misericordia y la presencia del Señor. Por ello este
libro de la Biblia se ha convertido en un libro de vigencia permanente para todos los
creyentes, porque en él vemos, como en un espejo, nuestras propias luchas espirituales.
En estas ocasiones cuando Dios parece muy distante la causa del problema no está,
desde luego, en él. Su proximidad a nosotros no depende de si lo sentimos o no. La
sencilla ilustración del sol y la nube es muy útil para entender esta realidad. ¿Brilla el sol
en un día nublado? La respuesta es sí. El sol está brillando, pero por encima de las
nubes. Se ha interpuesto una nube que me impide verlo y sentirlo, pero la distancia entre
el sol y nosotros no ha variado un ápice. La realidad subjetiva, tal como la veo yo, es que
el sol ha dejado de brillar. La realidad objetiva, no obstante, es que el sol sigue brillando
exactamente igual que siempre. Si pudiéramos remontarnos hacia arriba, por encima de
las nubes, nuestra visión subjetiva cambiaría por completo.
¿Cuáles son estas nubes? ¿Qué causas producen la dificultad para sentir? A veces
son causas pasajeras, duran unas pocas horas o días y, luego, desaparecen. Entre
«Cuando levantaba mi voz a Dios, sentía como mis propias palabras chocaban
en el techo, rebotaban, y se volvían contra mí, aplastándome... ¿Con quién estás
hablando? ¿A quién te diriges? ¿No ves que eres hipócrita? ¿No ves que no
sientes nada de lo que dices? Eres falsa. Mi voz no podía llegar hasta él. Había
como un cristal que me separaba de Dios; yo sabía que él era real, que estaba
ahí, pero, sin embargo, me era imposible sentirle, me sentía muerta. Dios era
para mí un ser lejano, distante, un Dios ausente, imposible de alcanzar, estaba
perdiendo la fe, a la vez que me sentía rebelde contra Dios».
La fe es una experiencia global: «con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu
mente»
En primer lugar, la vida espiritual, la fe, implica a toda la personalidad humana, no a
una sola de sus dimensiones: la voluntad, que se manifiesta en decisiones; la mente,
que se manifiesta en pensamientos, y el corazón o las emociones que se expresan en
sentimientos. Estas tres partes deben guardar un equilibrio armónico porque ninguna de
ellas es mejor o superior a las demás. La fe debe tener sentimientos; no puede consistir
en un ejercicio frío, intelectual. Pero no puede ser sólo emocional porque ello sería como
espuma que se desvanece y no permanece. Lo mismo podríamos decir de la mente y de
la voluntad. En la vida de fe equilibrada toda la personalidad está en acción y no sólo
una parte de ella. Debemos acercarnos a Dios de la misma forma que se nos pide que le
amemos: «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt. 22:37).
Evitando la hipocondría espiritual
En segundo lugar, la fe en general y la la oración en particular no es algo que ocurra
sólo dentro de nosotros. No ocurre dentro ni tampoco fuera. Ocurre entre. Es una
relación entre Dios y nosotros. Ello debe librarnos de centrar nuestra preocupación sobre
el estado interior: «¿qué siento?, ¿cómo estoy?». La mirada debe fijarse en Dios.
Cuando dejamos de mirar al Señor para fijarnos en nosotros mismos quedamos
expuestos a una tentación sutil de Satanás: la hipocondría espiritual, es decir una
preocupación excesiva por mi «salud» espiritual. Un poco de introspección es buena
porque puede proporcionar luz; pero demasiada introspección nos puede convertir en
cristianos neuróticos, más pendientes de nosotros mismos que de Cristo. La exhortación
de He. 12:2, «puestos los ojos en Jesús», es fuente de salud espiritual porque nos libra
de caer en un auto-examen excesivo que conduce a la parálisis. C.S. Lewis escribió en
su libro «Cartas a un diablo novato»: «Mantén la mente de tu paciente concentrada en su
vida interior... que su atención se enfoque principalmente sobre sus propios estados
mentales». Este es el consejo que el diablo le da a su aprendiz a fin de hacer fracasar la
vida de oración del creyente recién convertido.
(Este artículo es una adaptación y revisión realizada por el propio autor del capítulo 2 de su libro
Psicología de la oración.)
El poder de su resurrección
En otro texto, el que encabeza este tema, el apóstol relaciona la resurrección del
Señor con el ministerio cristiano. Timoteo, colaborador suyo, como fiel soldado de
Jesucristo, había de sufrir penalidades a semejanza del propio apóstol (2 Ti. 2:3-9). Las
circunstancias en que su milicia había de discurrir eran duras, una tentación al temor, al
enfriamiento espiritual, a la deserción. Pues bien, hay un antídoto eficaz para el
desánimo y la deslealtad, el dado por Pablo a su hijo espiritual, Timoteo: «Acuérdate de
Jesucristo levantado de entre los muertos» (2 Ti. 2:8). Con este milagro se ponía de
manifiesto su poder sobre todas las fuerzas de destrucción, incluida la misma muerte. No
es posible hallar mayor fuente de estímulo y confianza. Su asunción personal ante
cualquier tipo de peligro, duda o sufrimiento puede ayudarnos a salir indemnes de toda
tentación:
Emaús, primeramente tristes y desconcertados por la muerte del Maestro, pero después
radiantes de gozo y pletóricos de energía espiritual al comprobar que su Señor,
resucitado, era el Cristo, vivo y glorificado.
¡ACUÉRDATE...!
José M. Martínez
Los bien conocidos versos de Antonio Machado «Caminante no hay camino, se hace
camino al andar» admiten una interpretación humanista que exprese la necesidad de
esfuerzo por parte del hombre para abrirse paso en la vida. Pero en un sentido más
trascendente, el camino no hay que hacerlo, ya está hecho. Lo hizo Dios conforme a
propósitos tan amorosos como sabios. Cuando Samuel, Jeremías, Saulo de Tarso o el
propio Señor Jesucristo se hallaron en el cauce de la vida no tuvieron que bregar para
pensar o labrar su destino. Dios lo tenía trazado de antemano según sus «caminos» y
sus «pensamientos» (Is. 55:8-9) y dirigió el curso de los acontecimientos para que su
plan divino se cumpliera. Lo mismo puede decirse de la vida de cada uno de sus hijos.
Yo lo veo claramente, paso a paso, en el curso de mi propia vida.
El camino de Dios para cada uno de sus hijos es personal, diferente del reservado
para otros. El del apóstol Juan no fue el de Pedro, ni el de Esteban el de Pablo. Pero
pese a las diferencias, hay mucho de común en lo que Dios tiene reservado para cada
uno de sus redimidos. De todos puede decir lo que dijo a Jeremías acerca de los judíos
deportados a Babilonia: «Yo sé los pensamientos que tengo para vosotros: pensamientos
de paz y no de mal» (Jer. 29:11). Siempre «todas las cosas cooperan para bien de
aquellos que aman a Dios» (Ro. 8:28). Esta declaración, sin embargo, no significa que la
vida de todo creyente es un camino de rosas. Tampoco es una amplia avenida;
generalmente es un camino estrecho en el que no faltan asperezas, cuestas fatigosas,
curvas y rodeos desconcertantes, bordes que dan a precipicios. Por él hay que avanzar
siempre sin desfallecer. Pero si en algún momento sobreviene el desmayo, poder hay en
Dios para «dar vigor al cansado y acrecentar la energía al que no tiene fuerzas» (Is.
40:29). Así lo han experimentado infinidad de creyentes que, conforme a la promesa
divina, desde su agotamiento recobraron la energía necesaria para correr sin cansarse y
caminar sin fatigarse (Is. 40:31).
El camino preparado por Dios es además un camino protegido. «No habrá allí león,
ni subirá ninguna fiera por él; no se hallarán allí, para que caminen los redimidos» (Is.
35:9). Los judíos piadosos que desde lugares lejanos peregrinaban a Jerusalén para
adorar a Dios en el templo habían de andar largas distancias expuestos a no pocos
peligros, especialmente a los de fieras y salteadores; pero se confortaban unos a otros
cantando: «El Señor es tu guardian, tu sombra a tu mano derecha (...). El Señor te
guardará de todo mal, guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre» (Sal.
121:5-8).
Y es un camino sin fin. Nos conforta esta característica de la vía diseñada por Dios
para cada uno de nosotros; en ningún punto o momento se corta, pues cuando tiene fin
en la tierra continúa en el cielo. Es eterna, porque eterna es la vida que Dios nos da en
Cristo (Jn. 10:28). Yo por mi sendero voy avanzando hacia el final, que es un principio
nuevo, glorioso. La muerte no me aterra; es el vehículo que me trasladará a la esfera
celestial si Cristo no vuelve antes. Ante esta perspectiva, hago mía la petición del
salmista: «Sustenta mis pies en tus caminos para que mis pies no resbalen» (Sal. 17:5).
José M. Martínez
«Tampoco queremos, hermanos, que... os entristezcáis como los otros que no tienen
esperanza» (1 Ts. 4:13)
«¿Puede llorar un creyente? ¿No es ello expresión de una fe pobre? ¿Cuál es la reacción
correcta de un cristiano durante el luto?» Estas preguntas, muy frecuentes, reflejan la confusión
existente en un tema que tiene muchas repercusiones prácticas en la vida de fe. Por ello
necesitamos conocer qué dice la Palabra de Dios al respecto.
Cuando el creyente pierde a un ser querido, tiene muchos motivos de consuelo. Sabe que
Cristo ha cambiado el sentido de la muerte, que ya no es el final de todo sino la transición a una
vida «mucho mejor» (en palabras de Pablo). Sabe que la resurrección de Cristo nos da una
esperanza firme de que volveremos a encontrarnos en «cielos nuevos y tierra nueva». Son
muchas las promesas que mitigan la desesperación del creyente en los momentos de luto.
Sin embargo, a pesar de los numerosos motivos de esperanza y del consuelo de la fe, ni aun
el más fuerte de los santos puede evitar el dolor de la separación cuando pierde a un ser
querido. Esta fue la experiencia del mismo Señor cuando, ante la tumba de Lázaro, lloró
abiertamente. Las lágrimas de Jesús por la muerte de su amigo son altamente reveladoras. Nos
enseñan varias lecciones esenciales para entender el proceso del duelo y «llorar con los que
lloran» de forma adecuada:
El apóstol Pablo, en el pasaje que encabeza este escrito, alude a estas dos formas distintas
de llorar: con o sin esperanza. Ahí radica la clave para un duelo adecuado, propio de un
creyente, un duelo que, en palabras de J. Packer, «santifique a Dios». Porque podemos
santificar a Dios en todas nuestras actitudes y experiencias, desde las más gozosas hasta las
más tristes.
Vamos, por tanto, a analizar seguidamente de qué maneras prácticas podemos expresar
este duelo con esperanza. ¿Cómo conseguir el equilibrio entre el dolor natural y la serenidad de
la fe? Para ello consideraremos un ejemplo bíblico, Esteban, el primer mártir de la Iglesia
Primitiva. Aunque no se trate de un caso de duelo en sentido estricto, la forma como afrontó la
muerte este gran hombre de fe nos marca el camino a seguir. Lo hemos escogido como modelo
porque en su martirio Esteban llevó a su máxima expresión tres actitudes que todo creyente
debería manifestar ante la muerte:
Sin amargura. Esteban tenía muchas razones para sentir odio hacia los que le apedreaban
de manera tan brutal como injusta. Podía haber muerto maldiciendo a sus enemigos o incluso
acusando a Dios con amargura por su «silencio» y su lejanía en la hora de la muerte. Esta
reacción habría sido perfectamente comprensible ante una multitud de personas que «se
enfurecían en sus corazones y crujían sus dientes contra él» (Hch. 7:54). Lejos de ello,
reparemos en las últimas palabras de Esteban momentos antes de expirar: «Y puesto de rodillas,
clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta su pecado. Y habiendo dicho esto, durmió»
(Hch. 7:60).
Con paz. «Entonces todos los que estaban sentados en el concilio, al fijar los ojos en él,
vieron su rostro como el rostro de un ángel» (Hch. 6:15). Le acababan de acusar con calumnias
graves (Hch. 6:11-12) que implicaban una muerte segura. Este complot para quitarle la vida se
originó en la intensa envidia de los supuestos líderes religiosos del momento: «Pero no podían
resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (Hch. 6:10). Sin embargo, aun en medio de
esta turba malvada y sin escrúpulos, Esteban mostró tal serenidad y sosiego de espíritu que la
gente alrededor descubrió algo singular, excepcional en este varón de Dios: su rostro era como
el rostro de un ángel. La pregunta es inevitable: ¿cómo puede un hombre en estas trágicas
circunstancias tener una paz tan profunda? La respuesta está en la fe.
Con fe. En tiempos de aflicción, la fe nos hace alzar la vista al cielo: «Pero Esteban, lleno
del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la
diestra de Dios. Y dijo: He aquí veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra
de Dios» (Hch. 7:55-56). Si Esteban hubiese centrado su atención en los que le calumniaban y
en la injusticia tremenda que sufría, casi seguro que habría reaccionado de modo diferente. Pero
había aprendido una lección que es vital en momentos de tribulación y en especial a la hora de
afrontar la muerte: la fe mira hacia arriba, no hacia abajo. Esta fue la experiencia de Moisés,
quien por la fe «se sostuvo como viendo al Invisible» (He. 11:27). Uno de los peores enemigos
en el sufrimiento es la autocompasión. La autocompasión suele ser el resultado de un exceso de
introspección, mirar demasiado dentro de uno mismo. Y el exceso de introspección, a su vez,
lleva a la desesperación: «¡Pobre de mí, qué injusto es esto!». En el duelo es necesario
mantener el equilibrio entre una auto-observación ponderada –mirar dentro de mí me permite
entender qué me pasa- y mirar hacia arriba donde está sentado Aquel que provee «la esperanza
puesta delante de nosotros, la cual tenemos como segura y firme ancla del alma». Los que son
capaces de asirse de esta esperanza, «tendrán un fortísimo consuelo» (He. 6:18-19).
La Biblia, no obstante, es muy realista. Después de la muerte de Esteban hay un hecho que
no debe pasarnos desapercibido: la reacción de luto de los discípulos. «Y hombres piadosos
llevaron a enterrar a Esteban, e hicieron gran llanto sobre él» (Hch. 8:2). ¿Por qué tenían que
llorar si su amado hermano estaba con el Señor? ¿Acaso la gloriosa visión del cielo que Esteban
acababa de tener no era una confirmación de su fe? ¿Acaso la reciente resurrección de Jesús,
con sus posteriores apariciones, no estaba fresca en su memoria? Entonces, ¿por qué lloraban?
La fe no excluye el duelo. La reacción de llanto de los discípulos era normal y necesaria. «Hay
un tiempo para todo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora» dijo el autor del
Eclesiastés. Ante la muerte hay un tiempo para la expresión robusta de la fe, como hizo Esteban;
pero también hay tiempo para llorar. Las lágrimas no son señal de una fe débil. Son la muestra
de que el lado más duro de la muerte –la separación- ha tocado la fibra más sensible del
corazón humano.
No podemos olvidar, al concluir, estas palabras del Señor, claras y rotundas, pronunciadas
como parte de las Bienaventuranzas del Sermón del Monte. En realidad, contiene la mejor
respuesta a aquellos creyentes que piensan, erróneamente, que llorar no es propio de un
cristiano maduro. En esta afirmación encontramos varias implicaciones prácticas muy
alentadoras en tiempos de aflicción. El Señor Jesús nos enseña que:
Por tanto, aun en medio del luto, el creyente se considera bienaventurado. Es verdad que
duele por un tiempo, y a veces duele mucho, porque el dolor de la muerte es universal. Pero el
duelo tiene fecha de caducidad. El creyente llora, sí, pero llora «feliz» –bienaventurado- porque
es capaz de contemplar la muerte desde una óptica totalmente distinta. Vislumbra el otro lado de
la muerte, aquella perspectiva luminosa de una vida con Cristo para siempre «quien enjugará
toda lágrima de los ojos y donde no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor ni dolor, porque las
primeras cosas pasaron» (Ap. 21:3-4). Llora con esperanza; vive consolado.
Levántate, resplandece...
«... porque ha venido tu luz y la gloria de Jehová ha amanecido sobre ti» (Is. 60:1).
Estas palabras son dirigidas a la hija de Sión, es decir, al pueblo de Israel, pero a un Israel
en estado de postración y oscuridad comparable al del desastre causado por la destrucción de
Jerusalén en el año 586 a. C. y el subsiguiente cautiverio de los supervivientes en Babilonia. No
podían darse circunstancias más dolorosas y humillantes. Y tanto se prolongaba aquella
situación que parecía no haber para los deportados la menor esperanza de restauración. Pero es
precisamente en la oscuridad más densa donde más resplandece la gloria del plan que Dios
tiene para su pueblo. Por eso las palabras proféticas que encabezan este artículo constituyen un
maravilloso mensaje de aliento. El capítulo 60 de Isaías, en su conjunto, presenta el cuadro de
un pueblo de Dios restaurado, convertido en luz de las naciones por su irradiación de la gloria
del Señor. La transformación del pasado no puede ser más sorprendente. A Sión le dice Dios:
«En vez de estar abandonada y aborrecida, tanto que nadie pasaba por ti, haré que tengas
renombre eterno...» (Is. 60:15). Los versículos finales tienen un marcado colorido escatológico, el
propio de «cielos nuevos y tierra nueva» en la nueva Jerusalén que desciende del cielo (Is.
60:19-20; compárese con Ap. 21:1-2, Ap. 21:23).
El mensaje dirigido a la «hija de Sión» bien puede aplicarse a la Iglesia cristiana si tenemos
en cuenta que el verdadero Israel, los auténticos descendientes de Abraham, somos los
justificados por la fe en Jesucristo (Ro. 4:16-18). ¡Cuán inspiradoras son las palabras del profeta
para nosotros hoy! ¡Y cuán necesarias! Salvo excepción de no pocos creyentes e iglesias locales
fieles, la Iglesia cristiana a ojos del mundo aparece en muchos lugares como caída y sin fuerzas
para erguirse, carente de la luminosa verdad de Dios y del poder renovador de su Espíritu. A
juzgar por lo que se ve en muchos países, puede decirse que la Iglesia realmente se encuentra
en un estado de postración y oscuridad, abatida por la debilidad espiritual, por la influencia de
corrientes de pensamiento demoledoras de la fe cristiana o por la conducta poco estimulante de
muchos llamados cristianos. Por eso urge que resuene cual eco potente el llamamiento profético:
«¡Levántate, resplandece!». En el texto bíblico se señala la razón de ese levantamiento
resplandeciente: «porque ha venido tu luz y la gloria del Señor ha amanecido sobre ti» (Is. 60:1).
Esa iluminación del pueblo creyente es una realidad desde el día en que Cristo, «luz del
mundo», se encarnó para llevar a efecto nuestra salvación. Desde entonces él es «la luz
verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo» (Jn. 1:9). Desgraciadamente
muchos seres humanos cierran sus ojos a esa luz. Les molesta porque hiere su conciencia.
(«amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas; porque todo aquel que obra
el mal aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas», Jn. 3:19-20).
Por el contrario, el creyente en Cristo puede decir: «El Señor es mi luz y mi salvación» (Sal.
27:1). En Cristo se convierte en luz para otros, y de él recibe el poder del Espíritu para vivir una
vida nueva y luchar fielmente en defensa de la causa del Evangelio (Fil. 1:7).
Sucede, sin embargo, que frecuentemente somos derrotados por las fuerzas del maligno, el
cual nos abate y nos envuelve en oscuridad espiritual. Las tribulaciones, las dudas, las flaquezas
de la carne, las corrientes de pensamiento imperantes en el mundo, la propia tendencia a la
tibieza espiritual, infinidad de causas pueden hundirnos en un estado de postración y penumbra.
Entonces nuestra experiencia espiritual es de aletargamiento, insensibilidad, impotencia, y en
vez de ser para nosotros fuente de gozo se convierte en carga pesada. El «primer amor» se
enfría (Ap. 2:4) y nos instalamos en la indiferencia, lo que equivale a grave deslealtad, a la par
que nos sume en un sopor mortífero.
funestas: el no haber perseverado con la debida fidelidad en el amor y el servicio a Cristo, o tal
vez el habernos permitido formas de conducta contrarias a los principios y normas de la Palabra
de Dios. En tal caso sólo cabe una decisión sensata: la del hijo pródigo cuando dijo: «Me
levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Lc. 15:18). Ésta
fue la actitud del salmista que también conoció la amargura del decaimiento: «Aunque caí, me
levantaré; aunque more en tinieblas, el Señor será mi luz...» (Mi. 7:8). Y a este primer paso debe
seguir la renovación de nuestra entrega a Cristo para vivir conforme a su voluntad y servirle de
algún modo en su obra.
Con esa restauración no tarda en verse una maravilla: «He aquí que tinieblas cubrirán la
tierra y oscuridad las naciones, mas sobre ti amanecerá el Señor y sobre ti será vista su obra»
(Is. 60:2). La primera parte del texto nunca se había hecho tan visible como en nuestros días.
Algunos historiadores han visto en la Edad Media la época más oscura de la era cristiana. Pero
aquella oscuridad (de carácter más bien intelectual) no tiene punto de comparación con la
tenebrosidad en que vive el mundo actual en todos los órdenes: político, económico, social,
moral e incluso religioso. La novedad de la globalización, lejos de resolver los problemas
económicos, más bien ha agudizado las tensiones con fuertes movimientos de oposición que
dan lugar a nuevas formas de conflicto entre el mundo empresarial y el de los trabajadores. En el
orden económico subsisten innumerables desigualdades entre ricos (cada vez más ricos) y
pobres (cada vez más pobres). En el plano político se observan fallos crecientes de las
democracias y en demasiados casos se pone de manifiestos que los gobiernos actúan, más que
por principios de justicia y fines de paz, por intereses económicos. Y cuando surgen crisis graves
entre dos o más países prevalece no la diplomacia, sino la violencia en sus formas más atroces.
¿Y qué diremos acerca de la esfera de la moral? Principios que secularmente se han
considerado inviolables hoy son rechazados sin más paliativos que una invocación de los
«derechos humanos» que abre las puertas a la permisividad y a formas de comportamiento que
no sólo violan las leyes de Dios, sino que vulneran los postulados del sentido común y violan el
orden establecido por la propia naturaleza. Nada digamos de lo que concierne a la religión,
concepto hoy difuso a causa del sincretismo y del relativismo. Todas las religiones -se dice-
tienen cosas buenas; al fin de cuentas, todas llevan a Dios. Resultado: una tremenda confusión
que aleja a muchos de toda inclinación religiosa. No es hipérbole afirmar que el mundo hoy está
viviendo una fase de eclipse total que lo deja completamente a oscuras.
José M. Martínez
«¿Puede un cristiano sentirse deprimido? ¿Es pecado la depresión? ¿Por qué esta
moderna plaga emocional afecta a tantas personas, incluidos creyentes consagrados y
maduros en la fe? ¿No es Cristo el mejor médico y la oración la mejor terapia?»
¿Qué nos enseña la Palabra de Dios al respecto? Un análisis detallado del texto
bíblico arroja mucha luz, y en especial mucho consuelo, a los que sufren una depresión.
Para empezar, es difícil encontrar en toda la Biblia un solo personaje que no haya
atravesado la angostura del valle o la oscuridad del túnel. Unas veces fue en forma de
depresión (Elías en 1 R. 19:1-18; Jeremías, ver Jer. 20). Otras veces en forma de duda
(Habacuc, Juan el Bautista); casi siempre con profundas experiencias de soledad y
frustración (David, Pablo).
Al descubrir esta larga lista de héroes de la fe pasando por duras pruebas
emocionales, nuestros ojos se abren a una conclusión realista: estos hombres y mujeres
fueron gigantes en la fe, sí, pero también hombres de carne y hueso «sujetos a pasiones
(sufrimientos) semejantes a las nuestras» (Stg. 5:17). Y ello es así porque Dios, en su
soberanía misteriosa, se vale de vasos de barro y no de oro, vasijas frágiles, por cuanto
«el poder de Dios se perfecciona en la debilidad... porque cuando soy débil, entonces
soy fuerte» (2 Co. 12:9-10). Dios permite sombras en sus mejores instrumentos para que
solo su nombre resplandezca. La depresión se presenta, por tanto, con mucha
naturalidad en la Biblia.
Vamos a analizar en detalle una de las crisis más destacadas de Moisés, el hombre
escogido por Dios para ser guía del pueblo de Israel. Este gran hombre de fe, un
verdadero modelo de quien se dice que «se sostuvo como viendo al Invisible»,
experimentó la depresión con gran intensidad hasta el punto de querer morir. Cansado
de la desobediencia y las quejas constantes del pueblo, abrumado por el peso de la
responsabilidad, sintiéndose muy solo y agotado, su espíritu desfallece:
«Y dijo Moisés a Dios: ¿Por qué tratas mal a tu siervo? y ¿por qué no he
hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre
mí? ...No puedo yo solo soportar a todo este pueblo que me es pesado en
demasía. Si vas a tratarme así, yo ruego que me des muerte, si he hallado
gracia a tus ojos; y que yo no vea mi desventura» (Nm. 11:11-15)
Síntomas de la depresión
salida que ve es la muerte. Puesto que no hay luz por ninguna parte, lo mejor es
desaparecer. Moisés no veía ninguna salida a su túnel.
Algunas personas con depresión grave pueden tener una experiencia similar a la de
Moisés en cuanto al deseo de morirse. No olvidemos, en estos casos, que las ideas de
suicidio en la depresión son la consecuencia de una mente que, enferma, es incapaz de
pensar nada positivo. En este punto empezamos a entender que la depresión es, muchas
veces, una verdadera enfermedad que afecta a la mente, los sentimientos e incluso la
voluntad de la persona.
La respuesta de Dios
Llegados a este punto debemos examinar un aspecto crucial del pasaje que es
también clave para un adecuado tratamiento del deprimido: ¿Cómo actúa Dios? Veamos
la respuesta que le da a Moisés:
«Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, que tú sabes que son
ancianos del pueblo y sus principales. Y tráelos a la puerta del Tabernáculo y
esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo y tomaré del
espíritu que está en ti y pondré en ellos. Y llevarán contigo la carga del pueblo,
y no la llevarás tú solo.» (Nm. 11:16-17)
En el momento más necesario, cuando Moisés no puede más y desea la muerte,
surge la palabra balsámica del médico supremo. Dios sabía bien la causa del estado de
Moisés y la respuesta viene de la manera más adecuada. En la forma de actuar del
Señor hay tres aspectos que queremos destacar. Dios le provee a Moisés de las tres
cosas que más necesitaba:
Comprensión
Dios no censura a Moisés por su depresión ni le trata ásperamente; ni una palabra de
reproche sale de la boca del Señor. La comprensión sustituye a la reprensión. Dios se
nos presenta como maestro de la simpatía hacia el atribulado. Lo que menos necesitaba
Moisés en aquel momento eran palabras de reproche. A nosotros, humanamente, nos
podría parecer que Moisés merecía algún tipo de corrección. Pero el «Señor es lento
para la ira y grande en misericordia» (Sal. 86:15). Esta respuesta de Dios constituye una
iluminadora advertencia para los que se apresuran a emitir juicios condenatorios o gestos
de desaprobación cuando ven a un hermano como «caña cascada o pábilo que humea»
(Is. 42:3). Si queremos parecernos a nuestro Maestro, haremos bien en imitarle: la
misericordia, la comprensión y la simpatía deben abundar mucho más que el juicio
severo, la reprensión o la condenación hacia el que sufre.
Ayuda práctica
Dios provee una salida. La respuesta de Dios no se limita a comprender a su siervo
deprimido, sino que es sumamente práctica. Le proporciona la ayuda más asequible para
que Moisés pueda salir de la depresión. El estado emocional de Moisés era muy parecido
a una ciudad asediada por el enemigo. Lo más urgente es encontrar una salida que alivie
este cerco. Observemos que Dios no le da una «solución» instantánea, de manera que el
problema desaparezca de forma mágica. No olvidemos que la palabra solución no
aparece en la Biblia ni una sola vez. En cambio sí se nos promete que «fiel es Dios que
no permitirá que seáis probados más allá de lo que podéis soportar, sino que juntamente
con la prueba dará también la salida» (1 Co. 10:13). Dios no cambió a Moisés por otro
líder ni siquiera le dió oportunidad para un tiempo de descanso. El pueblo siguió siendo
conflictivo; el peso de la dirección seguía estando allí. Pero algo muy importante sí
cambió: Dios le dio la salida precisa, le proporcionó los instrumentos adecuados para
afrontar la situación: «Setenta ancianos del pueblo llevarán la carga contigo y no la
llevarás tú solo». Dios provee la salida adecuada en el momento adecuado.
En la época en que vivimos, pocos conceptos han sido tan desfigurados y tan tenidos en
poco como el de pecado. Para muchos esto es una idea anticuada, cargada de reminiscencias
pueriles, impropia de personas maduras. No faltan quienes se burlan de él o lo ven como un
freno para privar al ser humano de sus goces más sabrosos. Para ellos, Dios, con su
condenación de todo lo pecaminoso, es un aguafiestas. Sin embargo, nada hay más real, más
serio y más grave que el pecado. Prescindamos por un momento de nombres y conceptos y
echemos una ojeada al mundo en que vivimos. Y ¿qué vemos? Ambiciones sin cuento, soberbia,
violencia, opresión, insolidaridad, injusticia... Como consecuencia, guerras, incremento de la
pobreza, violencia familiar en multitud de hogares, infidelidades, relajación sexual;
frecuentemente, en muchos lugares, vulneración de los derechos humanos más fundamentales.
Llámese a todo eso como se quiera: imperfección en el proceso evolutivo de la humanidad,
incultura, estructuras sociales ineficaces. La Biblia lo incluye todo bajo una sola palabra: pecado.
La Biblia es explícita cuando afirma que el pecado es «transgresión de la ley» (1 Jn. 3:4). Así
se ve en el primer pecado cometido en el mundo. Dios, al crear la primera pareja humana, la
había rodeado de todo lo necesario para su felicidad. Pero al disfrute de innumerables placeres
había impuesto un límite: no podrían comer del fruto prohibido (Gn. 2:16-17). Muchas personas
piensan que las prohibiciones de Dios cercenan la libertad plena del hombre. Pero ya se vio lo
que sucede cuando el hombre hace mal uso de su libertad. El desastre en el Edén no pudo ser
mayor. En realidad, los mandamientos divinos son comparables a los carriles de la vía férrea.
Lejos de limitar la velocidad del tren, la facilita; salirse de ellos equivale a una catástrofe. Y
catastrófico es el estado del mundo desde que el hombre decidió usar su libertad para
desobedecer a su Creador.
No debe pensarse, sin embargo, que el pecado fue el problema de un individuo que arrastró
en las consecuencias de su transgresión a toda su descendencia, pues, como dice el apóstol
Pablo, «todos pecaron» (Ro. 5:12). Y «por cuanto todos pecaron, todos están destituidos de la
gloria de Dios» (Ro. 3:23). No faltan quienes se resisten a aceptar estas afirmaciones bíblicas.
Muchos se consideran «buenas personas» que no han hecho nunca mal a nadie. ¿Cómo puede
Dios condenarlos? Pero si pensamos que pecado es no sólo el acto prohibido, sino también las
actitudes de enemistad (Mt. 5:23-24), la palabra hiriente (Mt. 5:22), la mirada lasciva (Mt. 5:27-
28), ¿quién puede considerarse justo y sin tacha? Penetrante como un dardo en la conciencia
fue lo dicho por el Señor a los hombres que acusaban a una mujer de adulterio manifiesto: «El
que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (Jn. 8:7).
El aguijón de la culpa
El hombre moderno también rehuye la asunción de culpa cuando peca. O bien niega que lo
que ha hecho sea una falta o atribuye su mala acción a causas ajenas a su voluntad: ignorancia,
circunstancias desfavorables, incitación de malos consejeros, fuertes propensiones implantadas
en su código genético, etc. Pero es inútil tratar de esconderse de Dios. De una manera u otra,
más tarde o más temprano, él pondrá al descubierto la falta cometida, y el infractor tendrá que
asumir la culpa y el juicio condenatorio de Dios (Gn. 2:17; Ro. 5:12; Ro. 6:23).
Porque Dios es santo y justo, ha de castigar el pecado. Pero, porque es misericordioso, hace
todo lo necesario para salvar al pecador. Es una admirable realidad el significado del nombre
JESÚS. Él «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). ¿Cómo? Mediante su muerte en la
cruz como sustituto de los pecadores (2 Co. 5:21). El resumen más precioso del Evangelio es un
texto conocidísimo del Evangelio de Juan: «De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su
Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida terna» (Jn.
3:16). Lo entregó a muerte en la cruz para efectuar la expiación del pecado y lograr así una
perfecta propiciación que satisface la justicia divina (Ro. 3:24-26). Por eso Juan el Bautista, con
aguda visión profética, al ver a Jesús, declaró: «He aquí el cordero de Dios que quita el pecado
del mundo» (Jn. 1:29). El apóstol Juan escribió acerca de quienes viven en la luz de Dios: «La
sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado» (1 Jn. 1:7). Y Pablo afirmó con acento triunfal:
«Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1). Esta
última frase es de importancia capital. Los que están en Cristo Jesús son aquellos que,
arrepentidos de sus pecados, los confiesan a Dios, imploran su perdón y, mediante la fe quedan
unidos a Cristo, Maestro, Redentor y Señor. La muerte de Cristo no aprovecha a quienes
desoyen las invitaciones del Evangelio y siguen instalados en el pecado, indiferentes -u hostiles-
a Dios. «El que cree en él no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque
no ha creído en el nombre del Unigénito Hijo de Dios» (Jn. 3:18)
Por Cristo, Dios nos salva de la culpa del pecado. Y también de sus consecuencias:
enemistad con Dios, exclusión de la comunión con él, pérdida del dominio propio, esclavitud
moral (Jn. 8:34), vida sin sentido, zarandeada por toda suerte de pasiones e infortunios (Ro.
6:19); finalmente: muerte eterna (Mt. 25:46).
Pero Dios no nos salva sólo de las consecuencias del pecado; nos salva también del pecado
mismo (Ro. 6:17-18). El creyente en Jesucristo, el verdadero discípulo suyo, experimenta un
cambio profundo a raíz de su conversión, equivalente a una nueva creación (2 Co. 5:17). El que
maldecía, bendice; el que era propenso a la ira, siente la influencia de la mansedumbre de Cristo
(Ef. 4:26); el que robaba, deja de robar (Ef. 4:28), el libertino abandona su vida desordenada
para vivir conforme a las normas de la Palabra de Dios (Ro. 6:19). Esa transformación tiene dos
manifestaciones. Una, instantánea; la otra, parcial y progresiva. Tan pronto como una persona
se convierte a Cristo deja sin demora y por completo de hacer cosas que antes hacía, sin
esperar a una experiencia espiritual más profunda. No puede, por ejemplo, dejar de blasfemar,
de robar, de estafar o de adulterar por etapas, paulatinamente, o disminuyendo la frecuencia con
que anteriormente practicaba esos pecados. La ruptura con ellos ha de ser radical e inmediata.
Pero esta fase inicial de la transformación del creyente no significa que éste deja de pecar en un
sentido absoluto. Hay aspectos de su personalidad y de su conducta que experimentan la
transformación de modo progresivo por la acción del Espíritu Santo y de la Palabra. Pretender en
un momento dado que ya hemos llegado a la meta de la santificación, a la perfección sin tacha,
sería un gran error. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y
la verdad no está en nosotros» (1 Jn. 1:8).
Podemos asegurar que el cambio que se opera en la persona convertida a Cristo es una
experiencia innegable. Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto, menciona a quienes en
otro tiempo se permitían perversiones sexuales, a idólatras, avaros, maldicientes, estafadores...
y a renglón seguido declara: «Y esto erais algunos, mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido
santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de
nuestro Dios» (1 Co. 6:9-11). Sin embargo, todavía quedan residuos pecaminosos en la vida de
todo creyente. Su vieja naturaleza subsiste, con sus instintos naturales y con los rasgos
temperamentales que tenía antes de su conversión. El hecho de que esos residuos tengan como
causa factores innatos en nosotros no nos exime de responsabilidad moral. No podemos
excusarnos diciendo: «Estoy hecho así; es mi naturaleza...». Es precisamente en este campo
donde el espíritu ha de librar una lucha sin tregua contra la carne (Gá. 5:19-24). En ese combate
frecuentemente somos derrotados, pero muchas veces salimos victoriosos. A la victoria debemos
aspirar siempre.
El hecho de que el pecado aún se manifieste de diversas formas en nosotros puede tener en
nuestra conciencia efectos dispares. Unas veces induce a la racionalización de nuestros
deslices, incluso a la justificación de lo que hemos hecho mal. Denotando una clara
insensibilidad espiritual, vivimos tranquilamente una vida cristiana gris, tibia, de muy pobre
testimonio. De este modo deshonramos al Espíritu Santo, enviado por Dios el Padre para la
regeneración y santificación del creyente. ¡Que no se canse el Espíritu Santo de nosotros!
Es verdad que el pecado todavía tiene raíces en el creyente. Es verdad que «si decimos que
no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su Palabra no está en nosotros» (1 Jn. 1:10).
Pero también es cierto que «si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Jn. 1:9).
Hay en la Escritura una metáfora en extremo sugerente: Dios arroja todos nuestros pecados
a lo profundo de la mar y nunca más se acuerda de ellos (Mi. 7:19; Is. 43:25). Cierto
comentarista, atinadamente y con cierto humor, añadió que además Dios puso un letrero en la
playa con la inscripción «Prohibido pescar». Cierto. Lo que Dios ha hecho desaparecer en las
profundidades del pasado ningún hombre puede sacarlo a la superficie del presente o del futuro.
Como pueblo redimido y perdonado, bien podemos unirnos para cantar juntos el corito
aprendido en los días de nuestra adolescencia:
José M. Martínez
El hecho de la muerte
¿Y qué es morir? ¿Una simple cesación de todas las funciones vitales que determina un
comienzo de descomposición de todo el cuerpo? Sí, pero la muerte es mucho más. Es un
abocamiento al misterio más inquietante. ¿Se acaba todo cuando expiramos? ¿Nos hundimos en
el no-ser, en cuyo caso es verdad que «la vida es sueño» y que no valía la pena haber nacido?
¿O hay algo más? Desde los tiempos más remotos, la mayoría de pueblos han tenido el
convencimiento de que tras la muerte sobrevivimos de algún modo: supervivencia del alma
separada del cuerpo (antiguos filósofos griegos), iniciación de un viaje del alma al destino final
(egipcios y griegos). Muy difundida ha estado también la idea de la reencarnación en sucesivas
vidas terrenas (budismo). El cristianismo, como veremos, ha introducido una concepción nueva
de la muerte presentándola como tránsito a una vida nueva en un estado de felicidad o en uno
de miseria, según se haya vivido antes. Frente a tal diversidad de opiniones, muchos optan por
el agnosticismo, por el «no sé». El humanista francés Rabelais, moribundo, hizo una declaración
tan concisa como reveladora: «Me voy en busca de un gran quizás». Pero, sea cual sea la idea
que se tenga, la muerte siempre intranquiliza.
Varían considerablemente. Hay quienes ni siquiera pueden oír hablar de ella; les causa
terror, y viven toda la vida atormentados por el temor a que les sobrevenga en cualquier
momento. Otros fingen indiferencia. No faltan los herederos del antiguo estoicismo clásico que
preconiza la serenidad de espíritu frente a toda clase de circunstancias, gratas o dolorosas,
incluida la experiencia de la muerte. Alguno de aquellos filósofos, al parecer, creyó haber
descubierto el secreto para desterrar el temor a la muerte: «La muerte -decía- es algo que no
debemos temer, porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros ya no
somos». Pura palabrería.
Probablemente la actitud más común hoy en los países occidentales es la inspirada por el
epicureísmo de antaño, equivalente al materialismo hedonista de hoy. Su doctrina pragmática se
resume en dos frases: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos». Sólo preocupa el
disfrutar, el pasárselo bien, teniendo el pensamiento tan ocupado en el presente que no queda
lugar para ideas lúgubres relativas al futuro, sobe todo, la de la muerte. Es verdad que no todos
los hedonistas son materialistas. Los hay que viven preocupados por -y ocupados en- cuestiones
intelectuales en las que centran todo su interés.
Antes de concluir nuestra reflexión sobre cómo reaccionar ante la muerte, un recuerdo: el del
rico necio de la parábola. Su único valor y su afán consistía exclusivamente en multiplicar sus
bienes para poder disfrutar del mayor bienestar posible una vez retirado de su vida laboral. Pero
cuando llegó este momento y manifestaba su ilusión «Ahora, alma mía, descansa, come, bebe,
diviértete», Dios le dijo: «Necio, esta noche vienen a pedir tu alma» (Lc. 12:20).
El meollo de la muerte
En el caso del hombre la definición del biólogo, aun admitiendo su validez, no expresa toda
la verdad. La Sagrada Escritura, testimonio de la revelación de Dios, pone al descubierto la faz
negra de la muerte: el pecado. La primera pareja humana fue advertida de que el día que
desobedeciera a Dios moriría (Gn. 2:17). El apóstol Pablo, divinamente inspirado, afirma que «la
paga del pecado es muerte» (Ro. 6:23); y en otro texto manifiesta que «el aguijón de la muerte
es el pecado» (1 Co. 15:56). No menos explícito es cuando presenta la clave del drama humano:
«... el pecado entró en el mundo por medio de un hombre, y por medio del pecado la muerte».
Asimismo «la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Ro. 5:12).
Esta relación entre pecado y muerte es lo que hace más temible la llegada de ésta; no sólo
porque a la muerte le sigue el juicio (He. 9:27), sino porque aun antes de la muerte física, el ser
humano, en su naturaleza caída, está «muerto en sus delitos y pecados» (Ef. 2:1), por lo que su
vida física en la tierra está sometida a las tendencias de una personalidad egocéntrica que
induce al mal. No es de extrañar que un hombre sensible clamara a Dios: «Señor, líbrame de
ese hombre malo que soy yo».
La liberación de la muerte
Afortunadamente hubo quien llevó a efecto esa liberación. El Señor Jesucristo salva del
pecado y sus consecuencias a cuantos confían en él y en su obra redentora. Por ese motivo se
le impuso el nombre de JESÚS, «porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). Esto
es así porque él anuló la malignidad del pecado expiándolo mediante su sacrificio en la cruz. «Su
sangre nos limpia de todo pecado» (1 Jn. 1:7); «él es la propiciación por nuestros pecados, y no
solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Jn. 2:2). El perdón divino
que él nos otorga nos abre las puertas a una nueva vida que pone fin a diferentes formas de
esclavitud moral, a un cúmulo de frustraciones y sufrimientos, a un vacío torturador. La vida
hallada en Cristo reporta paz, certidumbre, y da sentido a nuestra existencia. En él se encuentra
un nuevo «por qué» y un nuevo «para qué». Y algo más: Cristo nos libra del temor a la muerte
(He. 2:15), por cuanto nos hace herederos de una vida nueva, imperecedera , en su presencia
en los cielos. Enfáticamente el Señor Jesucristo asegura que «el que cree en él tiene vida
eterna» (Jn. 6:47).
¿Hay, pues, un más allá?
Si nos atenemos a la enseñanza bíblica, la respuesta es SÍ. No todo concluye con la muerte.
Los evangelistas nos indican que la cruz y el sepulcro no fueron el final de la vida de Jesús.
Atestiguan fehacientemente que «al tercer día resucitó», como resume el credo apostólico. La
aparente tragedia se convirtió en el mayor de los triunfos. Como Lutero, los cristianos podemos
exclamar alborozados: «Vivit, vivit!» (¡Vive, vive!), y recordamos con no menor gozo las palabras
de Jesús: «Porque yo vivo, vosotros también viviréis» (Jn. 14:19). Su poder vivificador se
manifestó durante su ministerio público en la resurrección de tres personas: la hija de Jairo, la
del hijo de la viuda de Naín y la de Lázaro. Igualmente se manifestará en su segunda venida,
cuando los muertos en Cristo resucitarán para unirse a él y permanecer con él para siempre (1
Ts. 4:14-16). Pero la esperanza cristiana no apunta sólo a un día escatológico más o menos
remoto. También ilumina lo que acontece inmediatamente después de la muerte. Al ladrón
arrepentido dijo Jesús: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc. 23:43). Y
a sus discípulos declaró poco antes de comenzar su pasión: «En la casa de mi Padre muchas
moradas hay... Si me voy y os preparo lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo para que
donde yo esté también estéis vosotros» (Jn. 14:2-3). Los apóstoles y los primeros cristianos en
general se gozaban en esta esperanza con absoluta certeza (2 Co. 5:1-4). Hoy, como entonces,
todo creyente puede decir con Pablo que «el morir es ganancia» (Fil. 1:21). Quien confía en
Cristo nada ha de temer: ni un purgatorio inexistente (Cristo hizo de modo perfecto la
«purgación» de nuestros pecados para siempre mediante su muerte expiatoria, - He. 1:3; He.
9:26-28 -), ni una larga espera en estado de «dormición» hasta la resurrección en el retorno de
Cristo. Morir, para el creyente, es «partir (de manera inmediata) para estar con el Señor» (Fil.
1:23). Cuando comparamos la gloria que espera al cristiano auténtico con los temores,
inquietudes y sufrimientos que se padecen ahora en la tierra, podemos afirmar con el apóstol
Pablo que morir es «muchísimo mejor».
Pero no todos los seres humanos comparten esa visión. No pueden. Para los incrédulos no
hay perspectiva de gloria más allá de la muerte. Sólo la hay de aniquilación o de juicio
condenatorio (He. 9:27; Jn. 3:18-19). Y ¿quién podrá justificarse delante de Dios? Ni buenas
obras, ni sufrimientos, ni ignorancia pueden salvar a nadie. Quien no se acoge al arca de
salvación, que es Cristo, sólo puede esperar la exclusión del Reino de Dios en «las tinieblas de
afuera» (Mt. 22:13; Mt. 25:30). Pero no es ésta la voluntad de Dios, sino que todos los hombres
se arrepientan, vengan al conocimiento de la verdad y sean salvos (1 Ti. 2:4)
La relación existe. Lo que se halla al otro lado de la muerte es en cierto modo una
prolongación de lo que ha sido la vida anterior. La persona que aquí ha vivido siempre en la
indiferencia espiritual, de espaldas a Dios, sorda al mensaje de Cristo, no podría jamás gozarse
en los deleites de la santidad, de la alabanza a Dios y del servicio a Cristo. Su condenación es
su alejamiento definitivo de Dios, la oscuridad moral sin esperanza de nueva luz, la cosecha
permanente de todas las consecuencias del pecado. La que en esta vida ha reconocido a Cristo
como su Salvador y Señor, le ha servido y ha vivido conforme a las demandas éticas del Reino
de Dios, verá su gozo incrementado al disfrutar de la presencia de su Salvador en la plenitud de
su gloria, sin velos ni limitaciones. No podemos precisar con detalle en qué consistirá la
condenación o cuáles serán los goces de la salvación, pero la Sagrada Escritura nos instruye
suficientemente para querer evitar la primera y desear lo segundo. La dualidad de los destinos
aparece bien ilustrada en la parábola del rico y Lázaro (Lc. 16:19-31). Su mensaje es
suficientemente solemne para que nos lo tomemos en serio.
Igualmente significativa es la parábola que ilustra el juicio final (Mt. 25:31-46). Las ovejas
representan a las personas que han vivido en esta vida haciendo bien a manos llenas,
ayudando, consolando, supliendo necesidades, prodigando por doquier amor (lo característico
del cristiano consecuente con su fe); lo que han hecho lo han hecho por amor a Cristo. Los
cabritos simbolizan a quienes han encerrado su existencia en una bolsa de negación («No me
disteis de comer», «no me disteis de beber», «no me recogisteis», «no me vestisteis», «no me
visitasteis»). A los primeros les dice que lo que han hecho en favor de los desvalidos ha
trascendido a su divina persona: «A mí lo hicisteis». Asimismo las negaciones de los insensibles
al sufrimiento de su prójimo son una proyección del trato negativo que han dispensado a
Jesucristo («tampoco a mí me lo hicisteis»).
Una observación final: la creencia en la otra vida, nos ayuda a determinar nuestros valores y
prioridades. Nos será útil para ello recordar al rico insensato al que ya nos hemos referido.
Que la muerte sea una penetración en el reino de las tinieblas o que sea la entrada a una
vida gloriosa depende de la actitud de cada uno ante Cristo. Quien cree en él y le sigue como
discípulo obediente, lejos de arredrarse ante la muerte, sentirá el gozo de renovar su
consagración a Aquel que es la resurrección y la vida, y dirá como el apóstol Pablo:
Una vez más el curso imparable del tiempo nos introduce en el mes de la Navidad. Por todas
partes se ven innumerables luces, ornamentos en las calles y, sobre todo, una actividad febril de
carácter comercial. Para muchos la fiesta de Navidad es la más entrañable por su fuerza
evocadora de hermosos recuerdos familiares. Con todo, es para la mayoría una fiesta vacía. Ha
perdido lo más importante: el recuerdo agradecido de Aquel que nació en un establo de Belén
para nuestra salvación. Por eso, más que una fiesta cristiana, la Navidad es una fiesta profana.
Y profanadora, pues trivializa lo esencial de su mensaje. Debiera ser la más espiritual y es la
más carnal. Debiera mover a la meditación y, por el contrario, incita a la diversión, a la
satisfacción de instintos tan primarios como comer y beber, frecuentemente sin freno. La
Navidad, tal como se celebra hoy, es una exhibición de folklore sensual y consumista que oculta
el significado del acontecimiento más maravilloso de la historia.
Pero ¿qué significa realmente la Navidad? ¿En qué consiste lo auténticamente maravilloso
de aquel nacimiento que iluminó gloriosamente al mundo? A la luz del texto bíblico de Lucas 2,
observamos tres grandes maravillas:
En todos los tiempos ha habido creyentes fieles que, sometidos a grandes sufrimientos, se
han hecho la pregunta que otros antes se han repetido mil veces: «Si Dios me ama tanto, ¿por
qué lo permite?» No siempre Dios da una respuesta a este interrogante. Pero a veces sí. Y
siempre se ve, al final, que su providencia en todos los casos se desarrolla conforme a
propósitos sabios y siempre henchidos de bondad. Tenía razón Pablo cuando escribía: «A los
que a Dios aman todas las cosas cooperan para bien» (Ro. 8:28).
En el caso de José y María, era de enorme importancia que Jesús naciera en Belén, la
ciudad de David. Sólo así se cumpliría la profecía de Miqueas (Mi. 5:2). Por su propia iniciativa,
José y María no habrían emprendido el viaje a Belén; pero el edicto imperial les obligó a ello.
Pero en último término tampoco fue el emperador el causante del viaje. Controlando todos los
acontecimientos estaba soberanamente Dios. A menudo su providencia aparece a nuestros ojos
como un misterio inquietante, torturador; pero el gobierno supremo de cuanto acontece
finalmente está en las manos de Dios. Es una realidad gloriosa que se manifiesta tanto en la
vida individual del creyente (así se ve en el caso de José, hijo de Jacob), como en la historia del
pueblo de Dios. Dirigiendo el curso de todo cuanto acontece, desde lo alto de su soberanía, el
Señor dice a los suyos atribulados en medio de la tempestad: «Soy yo, no tengáis miedo» (Mt.
14:27).
sumo sacerdote y presidente del Sanedrín. Pero Dios tiene pensamientos muy superiores y a
menudo del todo opuestos a los nuestros. Así es cuando de grandeza se trata. Él humilla al que
se ensalza y ensalza al que se humilla (Lc. 14:11). Algo de esto pudieron ver los creyentes de
Corinto, a quienes escribió Pablo: «Mirad, hermanos, vuestro llamamiento, que no sois muchos
sabios según la carne. Ni muchos poderosos, ni muchos nobles, sino que escogió Dios lo necio
del mundo para avergonzar a los sabios, y lo débil del mundo para avergonzar a lo fuerte, y lo
que no es para anular lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Co. 1:26-29).
Por eso la «buena nueva» del nacimiento de Cristo no fue comunicada a los «grandes» de
Jerusalén, sino a los desdeñados pastores de Belén. Algo semejante sucede hoy. Sabios y
filósofos, incluso algunos «teólogos»(!), se burlan de los relatos bíblicos, mientras que creyentes
sencillos, por la misericordia de Dios, se gozan porque un día glorioso nació su Salvador y
Señor. Aquel bebé era el «don inefable» de Dios al mundo (2 Co. 9:15). Pero lo más maravilloso
es que cada creyente en Cristo puede decir: «La gracia de Dios un día me alcanzó también a
mí», tan pobre, tan pecador. En esa realidad se goza y, jubiloso, canta:
Me gozo en Jesús,
que su trono de Luz
dejó por comprar
mi salud en la cruz.
El evangelista destaca las características más prominentes del mensaje del ángel:
Desvanece el temor (Lc. 2:10). En tiempos del Antiguo Testamento las teofanías
(manifestaciones visibles de Dios) y cualquier aparición de un ser superior a los humanos (ángel)
atemorizaban a quienes las presenciaban. No es de extrañar que los pastores quedaran
sobrecogidos y temerosos ante lo que veían y oían. El misterio de realidades normalmente
invisibles, superiores, divinas, asombran e infunden profundo respeto, temor reverencial. Fue la
experiencia de Jacob en Betel (Gn. 28:17). Cuando la presencia de Dios, manifestada de modo
insólito o sobrenatural, se percibe con realismo, el ser humano se intimida. Así ha sido desde
que el primer hombre cayó en el pecado (Gn. 3:19). Adán corrió a esconderse al oír la voz de
Dios. Era de temer un juicio severo. Y «tuvo miedo» (Gn. 3:10). Había motivos para tenerlo.
Anuncia salvación: «Os ha nacido un Salvador». ¿No era esta noticia motivo de gozo
inmenso? Muchos judíos anhelaban ser liberados del yugo romano y de las calamidades
temporales. En este aspecto tenían mucho en común con los seres humanos de todos los
tiempos. Infinidad de hombres y mujeres suspiran por verse salvados de enfermedades, de
estrecheces económicas, de amenazas graves, de situaciones de abandono, de soledad, de
incapacidad para afrontar el futuro. ¡Circunstancias realmente angustiosas! Y muchas veces -no
siempre- Dios, en su misericordia, salva de esas calamidades. Pero tal salvación no es lo más
importante si no somos salvos de algo peor: la justa condenación que merecemos a causa de
nuestra indiferencia o rebeldía frente a Dios.
Pero la salvación en Cristo nos libra precisamente de ese mal: «Él salvará a su pueblo de
sus pecados» (Mt. 1:21). Esta salvación no se ha logrado de modo fácil. Fue necesaria la muerte
de Cristo como sacrificio en expiación por nuestros pecados (Ro. 3:24-26).
Otro aspecto de la salvación es que nos proporciona «vida eterna» (Jn. 3:16).
Es un mensaje acreditado (Lc. 2:12). El anuncio del ángel no era una fantasía, expresaba
una realidad. Pronto los pastores podrían ver al recién nacido «envuelto en pañales y acostado
en un pesebre».
El evangelio de Lucas menciona una doble reacción: la de María, que fue un acto de
recogimiento para la meditación (Lc. 2:19); y la de los pastores, una reacción de testimonio y
alabanza: «Dieron a conocer todo lo que se les había dicho del niño» y «regresaron glorificando
y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc. 2:20).
Hoy todo cristiano, la Iglesia cristiana en su globalidad, habría de reaccionar ante la Navidad
del mismo modo: ahondando en la maravilla de la encarnación del Hijo de Dios, proclamando al
mundo que todo ser humano puede ser salvo, beneficiario de una nueva vida henchida de
bendición, pues «en el cumplimiento del tiempo nació un Salvador, que es Cristo el Señor», y
alabando a Dios vivamente agradecidos «por su don inefable» (2 Co. 9:15).
José M. Martínez
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Los cristianos en el mundo de hoy, Editorial CLIE y AEE, 1987, ISBN: 84-7645-244-6
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Creer o no creer, ésa es la cuestión, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2005)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
Actualmente es presidente de la Alianza Evangélica Española, y vicepresidente de la Comunidad
Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la mayoría de las librerías
cristianas. Para encontrar una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Arco Iris
Cristianas en internet en la dirección http://www.paginasarcoiriscristianas.com.
Índice
Enero 2005 – Tu Dios va delante.................................................................................................................3
Febrero 2005 – El horror del tsunami...........................................................................................................6
Marzo 2005 – Buscando la paz en las relaciones personales.......................................................................9
Abril 2005 – Perdonar y pedir perdón.........................................................................................................13
Mayo 2005 – ¿Réquiem por la fe cristiana?...............................................................................................16
Junio 2005 – «Si el mundo os aborrece...»................................................................................................21
Julio 2005 – Hay palabras... y palabras......................................................................................................25
Septiembre 2005 – ¡Tan importante... y tan difícil!.....................................................................................28
Octubre 2005 – ¡Juventud! ¿divino tesoro?...............................................................................................27
Noviembre 2005 – Bases para una familia sana (I)....................................................................................34
Diciembre 2005 – La Palabra se hizo carne...............................................................................................37
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
Tu Dios va delante
Atrás ha quedado un año, uno más en el curso de nuestra vida. De él sólo guardamos
recuerdos, gratos unos, amargos otros. En su curso hemos vivido experiencias
placenteras; también desengaños y frustraciones; días de luz y días de oscuridad, de paz
y de turbación. Yo veo ese año como una página de mi vida escrita con rasgos de
diverso estilo. Algunos renglones delatan debilidad; otros, energía, dinamismo, fe... En el
fondo todas las experiencias vividas contienen lecciones saludables por las que
deberíamos dar gracias a Dios.
Dios hoy sigue siendo el guía de sus redimidos. No nos indica lo que hemos de hacer
mediante un nube visible; pero lo hace mediante su Palabra, la dirección de su Espíritu y
circunstancias providenciales que no podemos cambiar, porque las ha determinado Dios.
Esas circunstancias con frecuencia son tan dolorosas como incomprensibles. Pero Dios
no se equivoca al trazar nuestro camino. Él es sabio. Y amoroso. Y poderoso. Lo es aun
cuando permite en nuestra vida oscuridad y sufrimientos incomprensibles. Como el
salmista podemos decir: «Me guía por sendas de justicia por amor de su nombre» (Sal.
23:3). Hoy los creyentes en Cristo, con más luz y suficiente experiencia, podemos decir a
Dios: «Me has guiado según tu consejo y después me recibirás en gloria» (Sal. 73:24).
Con toda seguridad, en la gloria celestial nos diremos: ¡Qué bien que el camino de mi
vida no lo tracé yo! ¡Qué gran favor que Dios pasara por encima de mi ignorancia, mis
torpezas y en ningún momento renunciara a ser mi Guía!
Porque Dios iba delante cuando Israel salió de Egipto y llegó a orillas del Mar Rojo, el
Salvador de Israel hizo que las aguas se separasen, abriendo así camino para que el
pueblo pasase a pie sin sufrir daño alguno. Pero una vez los israelitas hubieron pasado
al otro lado del mar el peligro subsistiría si tras ellos avanzaban las tropas del faraón
para darles alcance, cosa que no aconteció gracias a otra intervención de Dios. En el
relato bíblico se dice que «el Ángel de Dios (expresión que se usa para significar Dios
mismo) que iba delante del campamento de Israel se apartó e iba en pos de ellos; y
asimismo la columna de nube que iba delante de ellos se apartó y se puso a sus
espaldas e iba entre el campamento de los egipcios y el de Israel; y era nube y tinieblas
para aquéllos, y alumbraba a Israel de noche; y en toda aquella noche nunca se
acercaron los unos a los otros» (Éx. 14:19-20). Es que el Dios que va delante, cuando es
necesario, también se coloca detrás; pasa de la vanguardia a la retaguardia para evitar
sorpresas, aunque sin dejar de ir al frente de su pueblo peregrino. De hecho, Dios va
siempre delante y siempre detrás, siempre a la derecha y siempre a la izquierda. Su
omnipresencia es ilimitada, por lo que en todo lugar y momento asegura el amparo de los
suyos. De este modo, no hay nada que llegue a convertirse en desastre irreparable; por
el contrario, las situaciones más comprometidas son las que Dios suele escoger para
mostrar la magnificencia de su poder y su fidelidad. A cada uno de sus hijos le dice: «He
aquí, yo envío mi Ángel delante de ti para que te guarde en el camino y te introduzca en
el lugar que yo he preparado.» (Éx. 23:20). En ese camino, todas las contingencias están
previstas y controladas por él de modo que se truequen en bendición. ¡Bendito protector!
A Moisés le dijo Dios: «Mi presencia irá contigo y te haré descansar» (Éx. 33:14). No
le dijo: «Todo te será plácido; tu camino será suave y llano; los oasis se sucederán uno
tras otro. Tu vida será como un retorno al paraíso». Dios no inspira nunca falsas
esperanzas de constante prosperidad y felicidad. Más bien, a juzgar por lo que Moisés
hubo de experimentar, es muy probable que en el curso de nuestra vida se multipliquen
los contratiempos dolorosos, las enfermedades, los quebrantos y las fatigas. Moisés,
harto de la rebeldía de los israelitas, encontraba que su tarea como líder de Israel era
una misión imposible. No sólo se sentía cansado por los inconvenientes físicos de la
peregrinación. Lo que le abrumaba era el peso de su pueblo, desobediente a Dios y
hostil a él, su guía. ¡Si al menos Dios le diese un compañero que le ayudase a soportar la
carga de su misión! (Éx. 33:12), Fue entonces cuando Dios le dijo: «Mi presencia irá
De esa comunión con nuestro Dios y Salvador brotará a través de nuestros labios
una aclamación gozosa, una expresión de alabanza, una plegaria con acción de gracias,
una confesión: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo» (Jn. 21:17), o
simplemente un silencio reflexivo, apacible, sugeridor de los más dulces pensamientos...
¡Qué gran fiesta en el corazón!
José M. Martínez
La misma Biblia que nos habla de un Dios de amor nos presenta su reverso: un Dios
de justicia que juzga y retribuye (en este mundo y en este tiempo o en un juicio
escatológico al final de los tiempos) según el comportamiento de los humanos.
Numerosos textos de la Escritura nos enfrentan a la «ira» de Dios. He de confesar que
esta expresión más de una vez me ha producido desazón. Acostumbrado a ver las
reacciones iracundas de muchas personas y las mías propias, veía en la cólera un
defecto, una señal de debilidad más que de fuerza. Pero la ira de Dios no es como la
nuestra, sentimiento de furor desmesurado mezclado con aborrecimiento y ansias de
desquite hacia quien de algún modo me ha ofendido. En esa ira siempre hay un elemento
pecaminoso. No es así la cólera de Dios, quien aborrece el pecado, pero ama al pecador.
Su ira es una reacción justa contra toda forma de iniquidad o injusticia de los hombres,
reacción que ha de moverle a reprimir el mal. Esto incluye el juicio condenatorio de
quienes han cometido esos males. El Dios Creador, el Padre de misericordia, es también
el Gobernador del universo y el Juez de quienes han de obedecerle como seres
responsables. En la Biblia encontramos ejemplos de la acción judicial de Dios. Sirvan
como botones de muestra el diluvio, la destrucción de Sodoma y Gomorra, las plagas de
Egipto, la muerte de Coré, Datán y Abiram (Nm. 16), la deportación de los judíos a
Babilonia, la muerte de Ananías y Safira, la de Herodes Agripa (Hch. 12:20-23). Pero el
Nuevo Testamento pone ante nosotros otro ejemplo infinitamente más significativo: la
pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. También sobre él recayó el juicio
condenatorio de Dios, no porque el Hijo amado hubiese cometido pecado alguno, sino
porque -conforme a las Escrituras del Antiguo Testamento- había cargado sobre sí los
pecados del mundo (Is. 53:4-6; Jn. 1:29). Y por esos pecados hubo de sufrir el peso de la
indignación divina que el pecado produce. Ese es el significado de las palabras de Pablo
cuando se refiere a la muerte de Cristo como un sacrificio propiciatorio (Ro. 3:25). «Era
necesario» (Lc. 24:46) para vindicar la perfecta justicia de Dios, quien «ni aun a su propio
Hijo escatimó, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros» (Ro. 8:32). Si Cristo
asumía en la cruz nuestra culpa y pagaba nuestra deuda, sería impensable que Dios nos
castigara a nosotros por los mismos pecados que él expió. El apóstol Pablo expresó una
gran verdad cuando escribió: «Ahora ninguna condenación hay para los que están en
Cristo Jesús» (Ro. 8:1).
Téngase presente, sin embargo, que esa liberación sólo la otorga Dios a «los que
están en Cristo», es decir, creyentes que confían en él, le aman y le obedecen. No
significa esa salvación que el cristiano esté exento de sufrir calamidades e incluso
infortunios tan horripilantes como lo causados por el tsunami. Pero todo esto quiere Dios
transformarlo en bendición. Son casi conmovedoras las palabras de Dios a su pueblo a
través de Isaías; «En un arranque de ira escondí mi rostro de ti por un momento; pero
con misericordia eterna tendré compasión de ti... Porque los montes se apartarán y los
collados serán sacudidos, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz
se quebrantará, dijo Yahvéh, el que tiene compasión de ti.» (Is. 54:8-10). No obstante,
era necesario que el pueblo se arrepintiera de sus pecados y se volviera con fe viva a su
Creador y Señor. Dios quiere que «el impío se vuelva a él de su camino y viva» (Is. 55:7);
que el rico egoísta colabore en la eliminación de las diferencias escandalosas existentes
entre ricos y pobres; que el occidente opulento ayude al tercer mundo a salir de su atraso
y miseria; que los hombres y sus gobernantes no traten de resolver sus conflictos con las
armas, sino con equidad y justicia; que los jueces no prevariquen; que la violencia
doméstica cese para dar lugar a la armonía; que el libertino renuncie al prostíbulo y
controle sus instintos; que el ateo y el indiferente busquen a Dios hasta encontrarlo, pues
sólo en él y de él puede recibir el conocimiento que da sentido a la vida y el poder para la
práctica del bien. Con él aun la noche resplandece; la desesperación da lugar a
renovada esperanza; aun las aguas más turbulentas pueden ser calmadas y dejar sobre
la tierra un sedimento vivificador. Y el maremoto más aterrador puede producir frutos de
reflexión y conversión a Dios, principio de una vida nueva. La Biblia nos enseña que
Dios, de las ruinas de una creación devastada por el pecado, está sacando una creación
nueva (2 Co. 5:17; Ap. 21:1). Pese a todas las apariencias, a la larga, la inmensa ola de
la gracia de Dios será infinitamente más poderosa que todos los tsunamis que puedan
amenazar la seguridad de nuestro planeta.
Así afronta el cristiano la adversidad: «Si Dios con nosotros, ¿quién contra
nosotros?... Estoy cierto que ni la muerte, ni la vida... ni lo presente ni lo por venir, ni lo
alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que
es en Cristo Jesús» (Ro. 8:31, Ro. 8:37-39). Así lo han experimentado miles de creyentes
cuando olas imponentes de adversidad se han abatido sobre ellos. Puede ser la
experiencia de muchos más si se vuelven a Dios por el único camino que es Cristo (Jn.
14:6; 1 Ti. 2:5).
José M. Martínez
¿Cómo hacer las paces con un amigo, un hermano en la iglesia o con mi esposo/a después
de una discusión? ¿Por qué a veces nos cuesta tanto? ¿Qué consejos nos da la Biblia en este
tema?
El enojo no siempre es pecado. De hecho hay ocasiones en las que el no airarse puede
ser ofensivo para Dios. El silencio cómplice ante determinadas conductas desagrada
profundamente al Señor. Se nos dice de Pablo que mientras andaba por las calles de Atenas
«su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría» (Hch. 17:16). Y ¿qúe diremos
del mismo Señor Jesús cuando, indignado, «cogió un azote de cuerdas y volcó las mesas de los
mercaderes en el templo» (Jn. 2:13-16). Hay, pues, un tipo de ira que lejos de ser pecado
expresa el enfado del creyente al contemplar el mundo con los ojos de su Señor. Es lo que
podemos llamar una ira santa y justa.
¿Cuándo la ira se convierte en pecado? Pablo, por otro lado, nos da a entender que
también es posible airarse sin pecar: «Airaos, pero no pequéis» (Ef. 4:26). A la mayoría de
nosotros nos hubiera gustado tener una lista de situaciones en las que podemos enfadarnos sin
pecar, pero no se nos especifican. Es providencial que Pablo fuera muy inconcreto en este
punto. Al apóstol no parecen preocuparle los tipos y causas de conflicto que llevan al enojo. Sin
embargo, de manera inmediata puntualiza la condición para que el enojo no se convierta en
pecado:
«No se ponga el sol sobre vuestro enojo» (Ef. 4:26). En otras palabras, la ira llega a ser
pecado cuando no va seguida de una pronta reconciliación, «antes que se ponga el sol». Nadie
debe acostarse con el corazón dominado por la ira. Ello es así porque el enojo guardado es el
primer paso hacia el odio y ambos juntos crean un caldo de cultivo idóneo para la amargura. Y
esta tríada es instrumento favorito del diablo para destruir relaciones de todo tipo, desde un
matrimonio hasta la comunión fraternal en la iglesia. Tanto el odio como la amargura necesitan
de la «célula madre» que es el enojo prolongado. Por esta razón Pablo señala como vital que «el
sol no se ponga sobre nuestro enojo».
Tener, pero no retener la ira. Ningún creyente debe hacer «conserva» de resentimiento en
su corazón. ¡Qué triste es cuando dos personas se echan en cara agravios u ofensas después
de largo tiempo, incluso años!: «Tal día hace cinco años me dijiste o hiciste algo que me enojó
mucho». El hábito de hacer la paz, perdonarse y volverse a acercar con prontitud, si es posible
antes de que acabe el día, es la mejor manera de prevenir separaciones, divisiones y luchas en
todos los ámbitos, en especial la familia, el matrimonio y la iglesia, pero sin olvidar nuestras
relaciones laborales y sociales. Merece la pena invertir esfuerzos en esta exhortación del
apóstol, no sólo por sus efectos balsámicos en las relaciones, sino sobretodo porque ésta es la
voluntad de Dios para todo cristiano que quiere imitar a su Señor.
¿Cómo saber la salud de una relación? En esta línea, debemos afirmar que la salud de
una relación, vg. el matrimonio, no se mide tanto por lo mucho o lo poco que discuten o se
enojan las dos partes, sino por el tiempo que tardan en reconciliarse. Este es el termómetro más
fiable: ¿Cuánto tiempo tardan en resolver sus discusiones y enfados? Si son capaces de hacerlo
pronto, esta relación tiene un fundamento excelente aunque la frecuencia de sus «chispas»
haga pensar lo contrario. Si tardan días o semanas en hacer la paz, la relación se está
envenenando con la peor ponzoña: el enojo almacenado que lleva al desprecio del otro, a la
frialdad y, finalmente a la muerte de la relación. Conozco casos de matrimonios que han estado
dos años sin dirigirse la palabra. Esta forma de reaccionar nos lleva de forma natural a
considerar los pasos prácticos para lograr la reconciliación.
Vamos de nuevo a buscar la base bíblica, fuente de nuestra instrucción, para abordar este
punto crucial. Seguimos con Pablo, esta vez en Ro. 12, capítulo antológico en el que se nos
muestra cómo las nuevas relaciones de aquel que ha nacido de nuevo deben estar marcadas
también por actitudes nuevas, algunas de ellas verdaderamente revolucionarias:
«No paguéis a nadie mal por mal... Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en
paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la
ira de Dios. Así que si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber;
pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo
malo, sino vence con el bien el mal» (Ro. 12:17-21).
Un paso previo: evitar la venganza. «No os venguéis. Vence con el bien el mal».
El paso inicial para la reconciliación es el autocontrol que nos permite detener nuestro
impulso natural de devolver mal por mal. Esta actitud, tan arraigada en el corazón humano, es
venganza. No debemos limitar el concepto de venganza a sus formas más graves como la
violencia planificada o el homicidio. Estas formas extremas sólo se ven en casos excepcionales.
La venganza puede ser mucho más sutil. De hecho, es una reacción casi espontánea de
nuestra naturaleza caída. La observamos incluso en los niños: «¡Cuándo te coja!» o «me las
pagarás» son frases bastante habituales en el vocabulario infantil. En sus formas «menores»
todos hemos caído alguna vez en la venganza, que es -en esencia- devolver mal por mal.
Esta reacción es un obstáculo para restaurar una relación. Si quieres la paz, no te dejes
dominar por tu ego ofendido o tu dignidad herida. Ciertamente no es nada fácil. Nuestro primer
impulso es: «Sus palabras (actos) me han hecho mucho daño y esto no lo olvidaré nunca». Esta
reacción es comprensible en un primer momento porque expresa el dolor de una herida; pero
enseguida debe dar lugar al dominio propio, a evitar la «explosión». La palabra de Dios está
llena de consejos al respecto, en especial en el libro de Proverbios:
«El necio al punto da a conocer su ira; mas el que no hace caso de la injuria es prudente»
(Pr. 12:16); «El que fácilmente se enoja hará locuras» (Pr. 14:17); «La cordura del hombre
detiene su furor, y su honra es pasar por alto la ofensa» (Pr. 19:11).
Este dominio propio que no se deja arrastrar por la venganza y que auto controla las
explosiones de ira aun cuando tiene razón no es de origen humano sino divino. Para conseguirlo
no bastan nuestros esfuerzos o una férrea voluntad; es sobrenatural porque viene de Dios (2 Ti.
1:7) y es una parte del fruto del Espíritu. No se nos pide, por tanto, luchar con nuestras propias
fuerzas, sino con la ayuda poderosa del Señor Jesús, ejemplo supremo de persona «mansa y
humilde» quien fue ofendido y humillado mucho más de lo que puede serlo cualquiera de
nosotros (recordemos, por ejemplo Is. 53).
Evitar la venganza supone también renunciar a toda actitud o conducta destructiva, sobre
todo de formas aparentemente inocuas, como la indiferencia. Frases como: «Para mí esta
persona ha muerto» son formas de venganza impropias del cristiano. Del escritor irlandés G.
Bernard Shaw son estas palabras que podemos hacer nuestras: «El peor pecado contra el
prójimo no es odiarle, sino mostrarle indiferencia».
Una de las experiencias más tristes que recuerdo de mi vida profesional como psiquiatra es
un juicio al que tuve que asistir en calidad de perito. Una pareja cristiana se había separado y
luchaba por la custodia de sus hijos. Nunca olvidaré el día de la visita, cuando los ex esposos
tuvieron que verse las caras: las acusaciones, las calumnias y, sobre todo, el odio que podía leer
en sus ojos me produjeron una memorable impresión. ¿Cómo es posible que dos personas,
supuestamente cristianas, que un día se amaron y se prometieron fidelidad eterna, lleguen a
odiarse tanto? ¡Cuán cierto es que en todas las guerras sólo hay perdedores y derrotas!
Una vez ha surgido la discusión y estamos enfadados, ¿cómo podemos llevar a la práctica el
consejo de arreglarlo lo antes posible? A continuación doy siete sugerencias a modo de
orientación. La lista, por supuesto, puede ser mucho más larga, pero menciono estos pasos
concretos porque me ha sorprendido gratamente comprobar cómo su puesta en práctica ha
tenido unos efectos sorprendentemente positivos en centenares de personas con problemas de
relación. Muchas veces fallamos en lo más básico, pero es en lo básico -en la base- donde se
encuentra el fundamento que sostiene el edificio. De ahí la importancia de empezar por lo que
parece sencillo.
1.- Toma la iniciativa. No esperes que sea el otro quien lo haga, aunque creas que tienes tú
toda la razón y que es el otro quien te ha ofendido. No digas: «ya vendrá él/ella si quiere». Dar el
primer paso cuesta mucho, pero es una forma muy práctica de devolver bien por mal, una de las
marcas distintivas del cristiano. A veces el esfuerzo parece inútil, sin resultados, pero Pablo nos
dice que «haciendo esto, ascuas de fuego amontonas sobre su cabeza» (Ro. 12:20)
2.- Cuida las formas. Cuando dos personas están enojadas, los gestos y las detalles son
muy importantes porque influyen mucho en el resultado final. Ello es así porque permiten crear el
ambiente propicio para la paz. Por ejemplo:
*.- Procurad hablar siempre sentados. Se ha comprobado que estar de pie aumenta la
agresividad (por ello no hay actualmente localidades de pie en los campos de fútbol)
*.- Cercanía física. En la medida que la relación lo permita (vg. matrimonio, padres e hijos
etc.) acercaos físicamente. Cuanto más cerca, más probable es que puedas mirarle a los ojos y
descubrir en el otro un tú lleno de sentimientos y necesidades. La mayoría de peleas se
acabarían en el momento en que fuéramos capaces de ver en el tú a un ser humano por quien
Cristo murió y no un enemigo objeto de mi ira. En el caso de los matrimonios, el hablar cogidos
de la mano es la máxima expresión de lo que decimos.
3.- Preparación: oración y silencio. Antes de empezar a hablar para solucionar el conflicto,
orad juntos, en voz alta si es posible. La oración tiene un poder extraordinario para cambiar
nuestras actitudes y nuestros estados de ánimo (Fil. 4:6-7). De la misma manera, un breve
momento de silencio, dos-tres minutos, aquieta el espíritu para iniciar la conversación.
4.- «Prohibido» chillar e insultar. Hablad en el tono de voz más suave posible. El volumen
de la voz es inversamente proporcional a las posibilidades de reconciliación; cuanto más se
chilla, más difícil es llegar a acuerdos. El levantar la voz, aumenta la agresividad, y a la inversa:
«la blanda respuesta quita la ira, mas la palabra áspera hace subir el furor» (Pr. 15:1. Ver
también Pr. 25:11) igualmente, evita las palabras ofensivas, la descalificación personal. Ningún
desacuerdo, por grave que sea justifica insultar al otro o faltarle al respeto.
5.- Las palabras fruto de la ira apenas tienen valor. Este es un punto importante: cuando
uno está muy enojado, las palabras no expresan lo que de verdad hay en su corazón o en su
mente, sino sólo el sentimiento de ira del momento. Es un hecho conocido que la ira ofusca la
mente, obceca hasta la enajenación en casos extremos. Esta realidad es bien conocida por
jueces y psicólogos. Por consiguiente, la creencia popular de que «cuando uno está enfadado
dice lo que de verdad lleva dentro» es errónea y de consecuencias nefastas, porque se suele
hacer un «museo» con estas desdichadas palabras que se guardan durante años. Nunca
prestes demasiada atención a las palabras dichas en medio de una pelea.
6.- Busca la paz, no que te den la razón. Muchas personas se acercan al otro después de
una discusión con un enfoque judicial. Aun sin darse cuenta, lo que buscan es que se les dé la
razón o que se les desagravie. Si surge la disculpa o la petición de perdón, tanto mejor, pero ello
no siempre es posible porque en muchos motivos de discusión, más de los que imaginamos,
ambos tienen su parte de razón. Simplemente ven las cosas desde puntos de vista diferentes.
Una realidad universal es que no todos vemos la misma realidad de igual manera. En estos
casos es importante ponerse de acuerdo en que están en desacuerdo. De ahí nuestra última
sugerencia.
7.- Escucha de verdad y ponte en el lugar del otro. ¿Por qué digo escucha «de verdad»?
La inmensa mayoría de veces, en medio de un enfado, lo máximo que hacemos es oir al otro,
pero raras veces le escuchamos. Escuchar implica un esfuerzo por entender sus reacciones, por
qué habrá dicho o hecho tal cosa, qué razones o explicaciones puedo encontrar a su forma de
actuar. Cuando este esfuerzo es mutuo, la paz viene sola.
A pesar de todo ello, no siempre es posible «ventilar el tema» el mismo día, antes de
acostarse. A veces, incluso es preferible no hacerlo porque alguna de las dos partes está muy
encendida y el fuego puede volver a avivarse si retoman el asunto demasiado pronto. Ya sea por
razones de temperamento o por la naturaleza del problema en cuestión, en ocasiones es mejor
«dormir sobre el asunto», dejarlo enfriar. En este caso, lo ideal es intentar hablar de nuevo al
cabo de uno o dos días. Muchas veces descubrirán con sorpresa que ya no necesitan hacerlo
porque el problema no les afecta tanto. ¿Qué ha ocurrido? Al apagarse el enojo, el problema
motivo de la discusión ha quedado reducido a su tamaño real, mucho menor del que parecía
tener horas antes. Sí, los sentimientos negativos, en este caso la ira (ocurre también con la
ansiedad, la tristeza y otros sentimientos) siempre nos hacen ver los problemas mucho mayores
de lo que en realidad son.
Estas sugerencias son como semillas. Su siembra paciente, realizada con humildad y
espíritu de oración, es terreno bien abonado para que el Señor de nuestras relaciones las haga
fructificar. Puede llevar su tiempo, como toda siembra, pero no te desanimes porque hay alguien
aun más interesado que tú en derribar muros de separación: el Señor Jesús, cuyo ejemplo nos
inspira y cuya gracia nos fortalece en la debilidad.
«Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra
otro. De la misma manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros» (Col. 3:13)
¿Qué nos enseña la Palabra de Dios sobre este tema? Necesitamos entender bien qué es
perdonar y sus implicaciones prácticas.
El perdón va más allá de la paz. La paz no siempre es posible. A pesar de todos los pasos
y esfuerzos comentados en el anterior artículo, a pesar de la mejor disposición que uno pueda
tener, hay ocasiones cuando no se logra restaurar una relación rota. El apóstol Pablo ya lo deja
entrever en su clara exhortación a la paz: «Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad
en paz con todos los hombres» (Ro. 12:18). Pablo, hombre curtido en mil conflictos, inicia el
versículo con dos notas previas: «si es posible» y «en cuanto dependa de vosotros». Estas dos
pequeñas cláusulas le dan un toque de realismo imprescindible y nos liberan de expectativas
exageradas. La paz no siempre es posible sencillamente porque es cosa de dos, no depende de
una sola parte. Nuestra responsabilidad -lo que se espera de nosotros- es intentarlo, tomar la
iniciativa, hacer todo lo posible para llegar a «estar en paz con todos los hombres». Los
resultados ya no están en nuestras manos.
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc. 23:34). El ejemplo del Señor
Jesús es bien elocuente. En ningún momento él regateó esfuerzos para estar en paz con sus
contemporáneos, a los que amó hasta el momento mismo de su muerte. Sin embargo, a pesar
de su carácter santo, irreprochable, vivió rodeado de enemigos que, en último término, le
llevaron a la cruz. ¿Cómo se explica esta paradoja? No podemos acercarnos al tema de la
reconciliación olvidando la realidad del pecado. Vivimos en un mundo donde el diablo tiene como
una de sus metas dividir, separar, alzar muros entre las personas. Por esta razón, habrá
ocasiones en que todos nuestros esfuerzos por lograr la paz serán baldíos.
Aunque la reconciliación no sea posible, siempre hay algo que el cristiano puede y debe
hacer: perdonar.
Puedes hacerlo tú solo. El perdón puede ser unilateral: yo puedo, y debo, perdonar aunque
la otra persona se muestre reacia a perdonar o ser perdonada. Puedo perdonar en la intimidad
de mi corazón, en secreto, sin que la otra parte lo sepa. Este fue el caso de Esteban cuando, a
punto de morir exclamó: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hch. 7:60). Debemos
estar dispuestos a perdonar aunque no se nos pida, o incluso cuando siguen ofendiéndonos.
¿Amigos de nuevo? La meta primera del perdón no es que las partes enfrentadas vuelvan a
ser amigas, sino que eliminen el veneno de su corazón. Hay veces en que es imposible volver al
mismo tipo de relación después de una ofensa grave. Así ocurre, por ejemplo, en algunos casos
de divorcio. Dios no nos pide un ejercicio de masoquismo restaurando relaciones imposibles. La
reconciliación es un resultado deseable, pero no siempre posible. Pero sí que nos pide amar al
ofensor con el amor sobrenatural que es fruto del Espíritu, el agape de Cristo. Alguien dijo que el
perdón es la mejor manera de librarse de los enemigos. Esta es exactamente la idea de Ro.
12:20-21.
El problema con la frase «yo perdono, pero no olvido», frecuente en labios de algunas
personas, es que siguen albergando deseos de venganza y resentimiento en su corazón. No hay
un simple recuerdo; es el recuerdo más su correspondiente dosis de veneno. Esta actitud sí es
pecado.
Dios es el único que puede perdonar y al mismo tiempo olvidar porque Él está fuera del
tiempo «Yo, yo soy el que borro tus rebeliones... y no me acordaré de tus pecados» (Is. 43:25)
Aprendiendo a perdonar
Un antiguo proverbio latino dice: «Errar es humano, perdonar es divino». Si el perdón tiene
un origen divino, ¿cómo estimular esta práctica tan importante en las relaciones humanas? El
aprendizaje del perdón se fundamenta en dos grandes realidades cuya ausencia va a dificultar
mucho un perdón genuino.
Por tanto, perdonar requiere, primero, arrojar luz en los oscuros rincones de nuestra
conducta y descubrir la sutileza del pecado que «mora en mí»: el egoísmo en nuestras
motivaciones, la soberbia, el orgullo, el laberinto de nuestras pasiones, nuestro potencial
violento, la vanidad y una lista larga de «obras de la carne» se ponen al descubierto cuando nos
miramos en el espejo de la Palabra de Dios. Los seres humanos tenemos la vista muy fina para
ver la «paja» del ojo ajeno, pero sufrimos miopía a la hora de descubrir nuestras faltas.
La incapacidad para reconocer el pecado propio es un gran obstáculo para perdonar porque
lleva a la soberbia. Y una persona soberbia trata a los demás con tanta severidad como es
indulgente consigo misma. Este fue el problema de Simón en particular y de los fariseos en
general. Por ello Jesús, en otra ocasión tuvo que avergonzarles con aquel reto: «el que de
vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (Jn. 8:7). Por el
contrario, reconocer nuestras faltas nos pone en una situación de humildad, nos hace sentir
«pobres» delante de Dios y nos lleva a exclamar la petición del Padrenuestro «perdónanos
nuestras deudas (ofensas) como nosotros perdonamos a nuestros deudores (ofensores)». (Mt.
6:12)
Simón tenía dificultades para aceptar y amar a la mujer pecadora no sólo por su orgullo, sino
también porque él mismo no había experimentado el perdón: «aquel a quien se le perdona poco,
poco ama» le dijo Jesús (Lc. 7:47). En la medida en que yo me siento deudor de Dios
-conciencia de pecado- y perdonado por Él, seré capaz de perdonar al prójimo.
El título que encabeza el presente «tema del mes» puede suscitar juicios contradictorios.
Algunos posiblemente contestarán interiormente con un SÍ sin titubeos. La Iglesia cristiana
parece seriamente amenazada por las corrientes de pensamiento postmodernas. Da muestras
de debilitamiento, especialmente en el mundo occidental, donde no pocos templos están
prácticamente vacíos en las horas de culto. En algunos países de Europa templos hay que han
dejado de serlo; vendidos para aliviar la penuria económica de las iglesias locales propietarias,
se han convertido en centros de actividades culturales, comerciales o incluso lúdicas. En muchos
casos, los creyentes viven un cristianismo frío, desangelado, con escasas convicciones sólidas y
débil testimonio cristiano. ¿Sería una exageración decir que la fe de tales personas agoniza?
Pero ese cuadro tiene un reverso. El mensaje del Evangelio está ganando cientos de miles de
almas para Cristo en muchos países de Latinoamérica, África y Asia. Se ven iglesias llenas de
creyentes que gozosamente alaban a Dios y dan testimonio entusiasta de su fe. Su vida
espiritual, lejos de aparecer amortecida, en peligro de extinción, vibra vigorizada.
A la vista de ese doble panorama, ¿qué podemos decir? ¿Que la Iglesia cristiana está
viviendo su ocaso o, por el contrario, que está a las puertas de un gran avivamiento? La
respuesta no podemos darla guiados por lo poco que sabemos de lo que acontece en el mundo.
Tampoco podemos formularla por la dirección de nuestros anhelos e ilusiones y menos aún por
nuestras decepciones y nuestros temores, fruto por lo general de un pesimismo innato. La
realidad no es ni negra como el azabache ni luminosa como el amanecer de un día sin nubes. Y
la realidad en lo que concierne a la fe es variopinta y variable. Si nos atenemos a las
indicaciones de la Palabra de Dios, veremos que la experiencia del creyente y -por extensión- de
la Iglesia se vive en un campo de batalla. Hay fuerzas que combaten para destruir la fe y fuerzas
que pugnan para sostenerla y vigorizarla.
El relativismo
Los maestros de esta escuela enseñan que la verdad varía de una persona a otra, según
sea la cultura y la época en que se vive. No hay, por consiguiente, una verdad objetiva, sólida y
definitiva. No hay -dicen- verdades absolutas. Todos los conceptos están sometidos a variación
constante. Todo lo que expresan es relativo. Este principio puede ser «verdadero» y aconsejable
en el campo científico, pero no en el religioso y en la esfera moral. Obviamente el relativismo
elimina toda certidumbre; destruye los elementos más sólidos de la confianza cristiana. Si la
realidad de Dios hoy puede desfigurarse o desaparecer mañana, se desmorona la «Roca de los
siglos». ¿Dónde clavaremos el ancla de nuestra confianza?
El individualismo
Puede considerarse hijo natural del relativismo. Si no hay ideas y valores absolutos,
universales, si las corrientes de pensamiento van y vienen sin que quede nada estable, ¿a quién
o a qué nos asiremos para ordenar nuestras creencias y las pautas de nuestro comportamiento?
En la actualidad el mundo de las ideas es un galimatías, por lo que resulta difícil decidirse por
una opción determinada. Aun en el «mercado» religioso la oferta es tan diversa y tan poco
atractiva en opinión de muchos que va en aumento el número de quienes preparan su menú
espiritual «a la carta». Ellos deciden a qué confesión religiosa se van a adherir, que doctrinas
van a creer y de qué modo van a vivir. Pero esta decisión choca frontalmente con la enseñanza
bíblica que presenta a Dios como el Señor de nuestra vida. En su misericordia, de una creación
arruinada por el pecado, está sacando una nueva creación en Cristo; está formando un pueblo,
un cuerpo del que Cristo es cabeza. En el cristianismo no cabe el individualismo. Pero debemos
reconocer que éste tiene una fuerza poderosa y que aun el cristiano está expuesto a su
influencia.
El laicismo
Prevalece hoy en el mundo democrático el principio de laicidad del Estado, según el cual
éste debe mantenerse en absoluta independencia de toda confesión religiosa. Este principio en
sí es recomendable, pues la historia nos ha enseñado que la alianza trono-altar no es buena ni
para el Estado ni para la Iglesia. Sucede, sin embargo, que la laicidad ha dado lugar al laicismo,
término que nació en el siglo XIX en oposición al de clericalismo. Y en nuestro tiempo, de modo
creciente y pese al respeto teórico hacia todas las creencias, el laicismo, en el fondo, se
convierte en repudio despectivo de todo lo religioso. Más y más se piensa que la fe ha de vivirse
en un ámbito rigurosamente privado, el propio de la conciencia de cada individuo. Finalidad: que
la Iglesia no alce su voz fuera de sus templos y deje a las instituciones del Estado la regulación
de las normas políticas y morales. Amplios sectores de la sociedad ven en la fe religiosa un
residuo del pasado que conviene sustituir por ideas más racionales, más progresistas; y, aunque
no lo confiesan abiertamente, combaten en la medida de sus posibilidades toda idea de
trascendencia. Al servicio de su causa movilizan los modernos medios de comunicación para
influir en amplias masas de población. Característica de su modo de actuar es que no siempre
mantienen su discurso en un plano serio y respetuoso, sino que sutilmente introducen en él
elementos mordaces con lo que, al parecer, pretenden ridiculizar y desprestigiar los valores
religiosos, particularmente la fe cristiana.
Todavía hay países en los que los cristianos son perseguidos abiertamente; pero más
peligrosa que ese tipo de oposición es la de un laicismo intolerante. Contra estos ataques la
Iglesia cristiana ha de perseverar en su testimonio, con sabiduría, humildad y coraje.
El hedonismo
En todos los tiempos el ser humano ha tenido ansias de placer. Ya los antiguos romanos
tenían un lema cautivador: «Panem et circenses» (pan y circo). En el transcurso de los siglos las
fuentes de placer se han multiplicado, aunque en el fondo son las mismas, pues el mundo no
puede dar lo que no tiene. Sobresale la posesión de bienes materiales (materialismo), lo cual
lleva a la envidia, la ambición insaciable; finalmente al tedio. No menos cautivador es el goce
sexual, que frecuentemente carece de verdadero amor y degenera en mera animalidad.
Las redes del hedonismo han sido una trampa en la que se han enredado multitud de seres
humanos, incluidos no pocos creyentes.
Mundanalidad
Desde los primeros siglos del cristianismo ha sido constante el peligro de una infiltración del
mundo en la Iglesia con las corrientes de pensamiento de la época, sus estilos de vida, la
propensión a formas de diversión de moralidad pagana, la pasión por los bienes, honores y
poder, propia -por naturaleza- de todo ser humano. Juan, en su primera carta, expone este
peligro claramente «No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al
mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Jn. 2:15). En muchos momentos los cristianos
damos la impresión de que en vez de que le Iglesia penetre en el mundo es el mundo el que
penetra en la iglesia debilitándola en su espiritualidad y en su testimonio. Con excesiva
frecuencia apenas se ve diferencia entre el cristiano y el no creyente (a veces personas sin fe
superan en rectitud y bondad a muchos que se confiesan seguidores de Cristo), con lo que la
evangelización pierde toda eficacia. Es en este campo donde el pueblo cristiano está perdiendo
batallas decisivas.
Teología moderna
Es triste reconocerlo, pero uno de los peligros más sorprendentes es la influencia de algunos
profesores de Teología que, imbuidos de ideas filosóficas de corte racionalista y amantes de la
crítica histórico-literaria, han desvirtuado las enseñanzas bíblicas hasta el punto de que sus
interpretaciones de la Escritura y sus formulaciones teológicas son auténticas herejías. Este mal
se ve en muchos seminarios -afortunadamente no en todos-, lugares en los que no pocos
creyentes fieles han sufrido el naufragio de su fe. No es una exageración decir que a menudo las
ideas de algunos teólogos modernos, exhibidas como signo de erudición, han causado más
daño a las iglesias que los ateos más corrosivos. Estas personas han sido críticos más que
defensores de la fe. Y eso dentro de la comunidad creyente. ¿Nuevo «caballo de Troya»?
Pablo describe la lucha contra este enemigo con gran precisión: «El deseo de la carne es
contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí...» (Gá. 5:17).
La carne no son solamente los apetitos sensuales en la esfera corporal (Gá. 5:19); incluye
también los llamados «pecados del espíritu»: «enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas,
divisiones, sectarismos, envidias» (Gá. 5:20-21). En Corinto poco faltó para que estos pecados
arruinaran la iglesia (1 Co. 1:11-12, 1 Co. 3:3). Muchas comunidades cristianas han sido
desgarradas -algunas incluso destruidas- por la carnalidad en forma de rivalidades, ansias de
poder, dogmatismo, intolerancia, luchas intestinas. ¿Sería una hipérbole afirmar que la
carnalidad daña a la Iglesia cristiana más que las más fieras persecuciones?
El apóstol Pablo nos revela que la Iglesia cristiana no sólo tiene enemigos visibles. También
ha de enfrentarse a fuerzas invisibles, «huestes espirituales» diabólicas (Ef. 6:12), las cuales, en
alianza con los adversarios mencionados, tratan de destruir la obra de Dios.
Visto en su conjunto el campo de los enemigos que pugnan contra la fe del creyente, y
habida cuenta de nuestra debilidad humana, parecería justificado el desaliento e incluso el miedo
a que la Iglesia del Señor llegue a desaparecer. Pero es ya hora de que fijemos nuestra vista en
las fuerzas que actúan en favor del «ejército» cristiano.
Aliados en la defensa
Este factor es de índole natural, y común a las más variadas creencias. Lo ha sido en todos
los países y en todos los tiempos. Aun los pueblos más primitivos dedujeron de los fenómenos
naturales la creencia en una divinidad poderosa que, para bien o para mal, influía decisivamente
en los asuntos propios de la humanidad. Es que en el espíritu humano ha habido siempre un
anhelo de trascendencia tan profundo como intenso. Nada ni nadie puede extinguirlo. En el siglo
pasado el comunismo marxista intentó acabar con la religión, «opio del pueblo», pero tan pronto
como cayó el telón de acero levantado en sus fronteras, la religión resurgió con renovado vigor.
Curiosamente el colapso de la URSS comunista se debió en gran parte a la resistencia de
iglesias cristianas. En Rumanía el inicio de la revolución en 1989 tuvo lugar precisamente por la
acción de los creyentes de Timisoara, liderados por un pastor reformado. En la China la
represión antirreligiosa todavía subsiste en forma de controles y prohibiciones, complementados
con la difusión de una ideología atea; pero en el transcurso de las últimas décadas el número de
de cristianos evangélicos se ha multiplicado por cincuenta. En el momento actual esa cifra se
eleva a varios millones, en su mayoría miembros de la «Iglesia subterránea». La historia de
todos los tiempos apoya la idea de que, sin Dios, el alma humana queda inmersa en un vacío
desolador. Dios existe; pero, si no existiera, el hombre tendría que crearlo. Ha intentado hacerlo
cuando no ha tenido mayores luces y su religiosidad, fundamentalmente fenoménica, ha sido
dominada por la superstición.
Hoy el fenómeno religioso se distingue por la pluralidad, profusa en credos y formas de culto.
Algunos lo ven como una nueva Babel. Sin embargo, la persona que examina esa diversidad con
objetividad y discernimiento llegará a descubrir la superioridad del mensaje cristiano. En él se
encuentra la quintaesencia de la verdad religiosa. Y, dentro de la cristiandad, esa persona
configurará su credo a la luz de las enseñanzas bíblicas, centradas en la persona y la obra de
Jesucristo.
Sin embargo, hay fuerzas que superan con creces la del instinto y contribuyen
coordinadamente a la defensa de la fe y a su triunfo final:
El poder de Cristo
Fue él mismo quien dijo de su Iglesia: «Las puertas del Hades (el imperio de la muerte) no
prevalecerán contra ella» (Mt. 16:18). Y después del triunfo de su resurrección añadió: «Toda
potestad me es dada en el cielo y sobre la tierra» (Mt. 28:18). Pablo, por su parte, declara que
«es preciso que él (Cristo) reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus
pies» (1 Co. 15:25). Y el libro del Apocalipsis, que nos muestra con singular dramatismo el
conflicto de la Iglesia cristiana contra las fuerzas hostiles a la fe, no deja lugar a dudas: la victoria
será de Cristo, quien un día será proclamado «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap. 19:16). El
Salvador de la Iglesia ruega por sus redimidos para que su fe no falte (Lc. 22:32); restaura al
discípulo que en una hora de debilidad le niega (Jn. 21:15-19), y asegura que está con sus
discípulos «todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt. 28:20). Con él como Rey
supremo, su pueblo puede sufrir retrocesos y derrotas parciales; pero la victoria final está
asegurada.
El Espíritu Santo
El Señor Jesucristo, tras anunciar a sus discípulos que debía volver al Padre, les prometió la
venida del Espíritu Santo, que estaría con ellos -y en ellos- para guiarlos en el conocimiento de la
Verdad (Jn. 14:16, Jn. 15:26, Jn. 16:7) y para darles el consuelo y aliento que en todo momento
necesitarían. El término griego que Juan usa preferentemente para designar al Espíritu Santo es
Parákletos que significa «persona que está al lado de otra para ayudarla» (Jn. 14:16). La acción
de este Paracleto tiene mucho de misterioso. Comparable al viento, no se sabe de dónde viene
ni a dónde va. Deducimos su presencia y su auxilio por los efectos que produce en el creyente:
capacidad para superar las dudas, inspiración en la mente de pensamientos santos, valor para
testificar de Cristo, poder y fuerzas renovadas en las horas de bajamar espiritual, convicción y
sensación de que Cristo mismo, por medio de su Espíritu, está al lado para auxiliar en la lucha
de la fe.
La Palabra de Dios
La Biblia ha sido y sigue siendo el medio de que Dios se vale para la conversión y
transformación de innumerables seres humanos. Asimismo la usa para irradiar al mundo la luz
de su Verdad. Los enemigos pueden luchar contra la divina Palabra, pero, como cantamos en el
himno de la Reforma escrito por Lutero, «sin destruir la dejarán, aún mal de su grado, esta
Palabra del Señor. Él lucha a nuestro lado».
La providencia
Una de las doctrinas bíblicas más consoladoras, bien que también de las más insondables,
es la de la providencia divina, la reiterada afirmación de que todas las cosas, todos los
acontecimientos, están bajo el control de Dios; y que todo, incluida el libre actuación de los
hombres, de alguna manera contribuye a la realización de los soberanos propósitos de Dios. En
algunos casos él ha permitido que las fuerzas hostiles a su pueblo avanzaran peligrosamente
(los periodos oscuros en la historia de la Iglesia); pero siempre Dios ha sostenido a sus fieles y
los ha revigorizado mediante avivamientos maravillosos. Así ha sido siempre, y así será hasta
que Cristo vuelva. Al final de las edades, cuando todos los adversarios hayan sido derrotados y
«la gran Babilonia» haya caído, la multitud de los redimidos clamará: «¡Aleluya, porque el Señor
nuestro Dios Todopoderoso ha establecido su reinado!» (Ap. 19:6).
Si ese reinado ya ha comenzado en Cristo, ¿por qué no unir nuestras voces ya ahora al gran
coro celestial y seguir «firmes y adelante» en la lucha por la fe?
José M. Martínez
¿Se han reído alguna vez de tu fe? ¿Se burlan de tus principios morales, de tu conducta y te
tildan de «anticuado»? ¿Has llegado a tener problemas en el trabajo, incluso hasta el punto de
perder oportunidades de mejorar profesionalmente a causa de tu testimonio? ¿Se ha roto una
buena relación por ser coherente con tus principios cristianos? La respuesta afirmativa a estas
preguntas significa que has experimentado formas de oposición a tu fe, abiertas o sutiles.
Por ello necesitamos refrescar nuestras fuerzas cansadas de bregar en un mundo cada vez
más hostil al cristianismo. Con este propósito nada mejor que recurrir a la llamada Carta Magna
del Evangelio -el Sermón del Monte (Mt. 5:1-12)- y recordar el consuelo que el Señor da a todo al
que sufre algún tipo de oposición a causa de su fe.
Por tanto, el inicio de las Bienaventuranzas parece lógico porque nadie puede acercarse a
Dios si no es de rodillas, con la humildad del «pobre en espíritu». También los peldaños
siguientes de la escalera nos parecen naturales porque describen una serie de cualidades
esenciales del discípulo de Cristo, la mayoría de ellas relacionadas con el carácter moral del
creyente. En la vida cristiana las actitudes vienen antes que los actos, el ser antes que el hacer.
La ética del discípulo, su conducta, es siempre consecuencia de su nueva naturaleza espiritual.
Invertir este orden puede llevar al activismo o a un mero humanismo.
Según la enseñanza de Jesús en este texto, sufrir persecución forma parte del grupo de
ocho cualidades morales que definen el carácter del discípulo. No va aparte como algo
excepcional, sino que es algo normal en la vida cristiana. La oposición, la burla y el rechazo
serán una característica tan propia del discípulo como la de ser manso, pacificador o limpio de
corazón.
Una última referencia que nos muestra la normalidad de la oposición y el rechazo que sufre
el creyente nos la da el apóstol Pedro: «Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os
ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois
participantes de los sufrimientos de Cristo... Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois
bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros» (1 P. 4:12-14). ¡Qué
promesa más estimulante para todos aquellos que están viviendo este tipo de situación!
Por desgracia, son todavía muchos los países donde los creyentes sufren persecución física
y son encarcelados, torturados e incluso muertos por su fe. La Iglesia es perseguida hoy en
algunas zonas del mundo tanto como los primeros cristianos bajo el yugo del Imperio Romano.
Sabemos que ha habido más mártires cristianos en el siglo XX que a lo largo de todos los siglos
anteriores. No podemos olvidar esta triste página de la Historia en el siglo aparentemente más
«civilizado». La sangre de los mártires no es un una reliquia del pasado, sino una tremenda
realidad hoy.
Sin embargo, para nosotros en Occidente, la persecución adquiere formas mucho más
sutiles: el rechazo social como colectivo evangélico, la burla, el comentario cínico del compañero
de estudios por nuestra moralidad diferente, la ironía en el trabajo por nuestros principios éticos,
incluso la discriminación flagrante por parte de las autoridades. No digamos ya nada de la
reacción beligerante de algunos colectivos dispuestos a llevar a juicio y si procede a encarcelar a
todo aquel que no piense como él.
Se ha dado un caso reciente en Suecia donde un pastor evangélico fue encarcelado varios
meses por afirmar que la homosexualidad es un pecado. Es una de las paradojas más llamativas
de nuestra sociedad: es tolerante con todos menos con los cristianos; todo el mundo tiene
derecho a expresar sus opiniones menos los que creemos que Jesucristo es el «único camino al
Padre, la verdad y la vida» tal como él mismo expresó (Jn. 14:6). Como decía alguien, «el único
absoluto permitido hoy es la insistencia absoluta en que no hay absolutos». Por supuesto, el
creyente no está de acuerdo con esta intolerancia disfrazada de hipertolerancia y, al oponerse,
va a sufrir las consecuencias. «Nada nuevo bajo el sol», como diría, el autor del Eclesiastés,
«Gozaos y alegraos porque vuestro galardón es grande en los cielos» (Mt. 5:12).
Jesús, una vez más nos sorprende. Lo último que uno esperaría en momentos de tribulación
es una invitación al gozo y la alegría. Pero la enseñanza de Jesús en general y el Sermón del
Monte en particular tiene mucho de revolucionario o, como se diría hoy, de «contracultural».
Antes de observar la reacción correcta, veamos cómo no hay que reaccionar ante la
persecución. Estos errores a evitar son reacciones humanas, espontáneas y naturales, pero
impropias del discípulo de Cristo:
La venganza (ver Ro. 12:17, 19-20). La reacción más frecuente es la revancha, tomarnos la
justicia por nuestra mano. En la tercera Bienaventuranza –«los mansos»- ya se nos advierte de
cómo deben ser nuestras reacciones, incluso ante sufrimientos injustos o inmerecidos. La
mansedumbre consiste precisamente en el control de nuestros actos y palabras en situaciones
de injusticia, donde nosotros tenemos «toda la razón». (Para una ampliación de este tema ver el
«Tema del mes» de Marzo y Abril de 2005).
El estoicismo, en una línea más propia de las religiones orientales, por ejemplo el budismo,
donde uno logra «aguantar» porque ha aprendido a ser impasible, a estar por encima del bien y
del mal y ya nada le afecta. El concepto bíblico de paciencia y de contentamiento está muy lejos
del «nirvana» budista.
La rebeldía contra Dios o la amargura. Hay ciertamente lugar para preguntarle a Dios «por
qué». Pero la queja ante Dios siempre debe hacerse desde una postura de lealtad y sumisión. A
Dios no le ofende la perplejidad sincera de un hombre agobiado por la presión de una muerte
inminente, como fue el caso de Juan el Bautista; tampoco las dudas de Habacuc o las
lamentaciones de Jeremías. Muchos de los profetas vivieron persecución y hostilidad y, sin
embargo fueron «ejemplo de aflicción y de paciencia» (Stg. 5:10-11).
El gozo del creyente es mucho más que un sentimiento, no implica reír ni sonreír; va más allá
de las emociones. El gozo es un estado profundo, una actitud de serenidad y de confianza que
puede llorar sin sentirse desolado, que puede sufrir sin sentirse abandonado, que puede perder
una batalla, pero se sabe ganador del combate porque Cristo venció en la cruz. Pablo lo expresa
de manera inigualable en Ro. 8:28-39: «en todas estas cosas (tribulaciones) somos más que
vencedores por medio de Aquel que nos amó».
El mismo Pablo y Silas nos dan un ejemplo extraordinario de gozo en la persecución cuando
en la cárcel de Filipos no pueden dejar de cantar aun teniendo el cuerpo maltrecho y herido por
los severos azotes del día anterior. Ciertamente el gozo del discípulo no es una emoción
humana, es algo sobrenatural, es fruto del Espíritu.
¿Qué razones tenemos para gozarnos? El Señor menciona dos tipos de motivo por los que
el creyente experimenta gozo al sufrir oposición por causa de su nombre:
«Porque de ellos es el reino de los cielos... porque vuestro galardón es grande en los cielos»
(Mt. 5:10, 12).
La primera razón tiene que ver con el futuro, concretamente con nuestra herencia en el cielo.
Podemos perderlo todo aquí en la tierra, aun la vida física, pero hay algo que nadie puede
quitarnos: «la herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para
vosotros». «Por esto –sigue Pedro- vosotros os alegráis aunque ahora por un poco de tiempo si
es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas» (1 P. 1:4, 1 P. 1:6). Encontramos la
misma idea en 2 Co. 4:18-5:1 y Ap. 21:7. Es significativo que la promesa que se le da a esta
última Bienaventuranza es la misma que en la primera: «de ellos es el reino de los cielos».
¿Puede haber mejor promesa que estar en el cielo mismo para toda la eternidad? Sin duda, éste
es un «grande galardón».
«Porque así persiguieron también a los profetas que fueron antes que vosotros» (Mt. 5:12).
La segunda razón nos pone en la misma saga que los profetas. En este sentido, decíamos al
principio, que la burla o el rechazo a causa de la fe constituye algo así como «el certificado de
garantía», el control de calidad de nuestro compromiso con el Señor. Desde el simple comentario
burlón de tu fe hasta la propia muerte como mártir, todos los grados y formas de oposición que
puedas experimentar como creyente te hacen «bienaventurado», dichoso. Sufrir por Cristo es un
grandísimo honor. Por esto constituye el clímax de las Bienaventuranzas, porque nos acerca no
sólo a los profetas, sino sobre todo a nuestro modelo supremo, el Señor mismo.
Hacemos nuestra, a modo de oración, la conclusión que Jesús mismo dio a este memorable
fragmento del Sermón del Monte:
«Así alumbre vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras, y
glorifiquen a vuestro Padre que está e los cielos» (Mt. 5:16).
Es innegable que el habla, la palabra como medio de comunicación, es uno de los dones
más preciados que nos ha concedido el Creador. La Biblia nos confirma esa apreciación en gran
número de sus textos, y nuestra propia experiencia la corrobora.
Fue la palabra de Dios la que dio origen a la creación, pues Dios dijo y fue hecho (Gn. 1).
Por el poder de esa palabra el pueblo israelita fue liberado de la esclavitud en Egipto, guiado a
través del desierto e instalado en la tierra prometida. Fue palabra de Dios la ley que recibió
Moisés para mostrar al pueblo cómo debía vivir. La obediencia a sus preceptos sería el secreto
de su prosperidad; la desobediencia, la causa de su ruina. Palabra de Dios fue cada uno de los
mensajes de los profetas.
Palabra fue Cristo aun antes de su encarnación: «En el principio era el Verbo (la Palabra), y
el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1). Por medio de él Dios concluyó su
revelación (Jn. 1:8) y llevó a efecto la salvación de los seres humanos. Por la condición divina de
Cristo, su palabra tenía todo el poder de Dios; de ahí su capacidad para sanar, para expulsar
demonios, para resucitar muertos... y «para salvar eternamente a los que por él se acercan a
Dios» (He. 7:25).
Porque Cristo era la Palabra de Dios encarnada, todas sus palabras fueron admirables.
«Todos hablaban bien de él, maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc.
4:22). De él pudo decirse que «no hizo pecado ni se halló ningún engaño en su boca» (1 P.
2:22). Nunca de sus labios salieron palabras hirientes, excepción hecha de las proferidas contra
los escribas y fariseos a causa de su hipocresía o acusando a los mercaderes que traficaban en
el templo profanándolo (Jn. 2:13-16). Por el contrario, su boca era un manantial de enseñanza,
de consolación, de aliento, de perdón. ¡Ejemplo perfecto! Modelo insuperable para que sus
discípulos le imitemos...
Admitida esa triste posibilidad, puede ser saludable adentrarnos en el mundo verbal para
observar la naturaleza y los efectos que pueden producir las palabras. Para facilitar nuestra
labor, las dividiremos en dos grandes grupos y las analizaremos con la mayor concisión posible.
El lector podrá por sí mismo ampliar la lista. Y hará bien en intentarlo.
Palabras bienhechoras
Palabra sabia
El autor de Proverbios equipara sus palabras a la sabiduría (Pr. 2:1-2), y a lo largo de todo el
libro se ensalza el valor de ésta. En bella metáfora declara: «Manzana de oro con figuras de
plata es la palabra dicha como conviene» (Pr. 25:11). En el texto de la obra se destaca la
Palabra edificante
El apóstol Pablo contrapone a la «palabra torpe (corrompida)» «la que es buena para
edificación... a fin de dar gracia a los oyentes» (Ef. 4:29).
Su contenido puede ser muy variado y presentarse en diversas formas: «palabra
consoladora», «palabra apaciguadora», «palabra alentadora». De la primera de éstas tenemos
un ejemplo excelente en Bernabé, quien hizo honor a su nombre (heb. Barnabas, hijo de
consolación).
Palabra apaciguadora fue la de Abigail del Carmelo. Con su buen juicio calmó el justo enojo
de David provocado por la rudeza de su esposo Nabal, y evitó una tragedia.
La palabra alentadora, sumamente necesaria en multitud de situaciones, estuvo con
frecuencia en labios de Jesús. También en los de Pablo. Recordemos su magnífica intervención
en la tempestad que a punto estuvo de acabar con la vida del apóstol y la de sus acompañantes.
¡Cuán reconfortantes, y cuán poderosas sus palabras dirigidas a todos los que iban con él en la
nave (Hch. 27:33-36)!
Si algo sigue necesitando hoy la Iglesia -así como el mundo- es que se multipliquen las
palabras edificantes, consoladoras, apaciguadoras, alentadoras. Serán brisa fresca que
reanimará a muchas almas sumidas en el temor y el desánimo. ¿Serán mis labios fuente de la
que broten esos mensajes vivificantes?
Palabras reprobables
La palabra fingida
Es la que expresa lo que no se siente; distingue al hipócrita. Quienes recurren a ella son
acreedores a la denuncia que Jesús hizo refiriéndose a muchos de sus contemporáneos: «Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt. 15:8). Nada más
despreciable que la hipocresía, la obsesión por adornar la fachada mientras el interior es un
antro de miseria y fealdad. De los escribas y fariseos hipócritas dijo el Señor que son
comparables a sepulcros blanqueados que «por fuera se muestran hermosos, pero por dentro
están llenos de huesos y de inmundicia»; y añadió: «Vosotros por fuera os mostráis justos a los
hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad» (Mt. 23:27-28). Sin embargo,
por lo general, tarde o temprano se descubre la falsedad de las apariencias, razón por la que
debemos guardarnos de toda forma de simulación.
Palabra maligna
Unas veces se pronuncia casi inconscientemente, sin pensar que puede causar mucho mal.
Otras veces, de modo deliberado, con el propósito de hacer sufrir a alguien que no nos resulta
simpático. En este grupo de palabras sobresalen el engaño, la injuria, la difamación, la calumnia,
la falsa acusación, la protesta agria e injustificada. Este uso de la lengua, por lo general, es
exponente de un espíritu amargado, saturado de complejos y frustraciones, sobrado de
animosidad, falto de amor, insensible al mal que puede causar. Cuando no se pone freno a esos
sentimientos, fácilmente quien los abriga encuentra amigos que comparten sus reacciones y su
modo de obrar. De esa «amistad» surgen grupos de oposición que desatan rencillas amargas.
Mas de una iglesia ha sido arruinada por esos grupos, causantes de actitudes carnales, de
contiendas odiosas y escandalosas divisiones. Recuérdese la seria amonestación de Pablo a los
corintios (1 Co. 1:10-12, 1 Co. 3:3). No menos solemne es la reflexión de Santiago en su
exposición de los males que puede causar la lengua. Ésta es un pequeño fuego que fácilmente
incendia un gran bosque (¿No habré sido yo alguna vez un pirónamo espiritual en mi iglesia?).
La lengua es «un mundo de iniquidad» que «inflama el curso de la existencia, siendo ella misma
inflamada por el infierno» (Stg. 3:5-6). De muchas personas podría decirse lo que señalaba el
salmista: «aguzan su lengua como serpientes; veneno de áspid hay debajo de sus labios» (Sal.
140:3). La picadura de la víbora, aunque dolorosa en sí, de momento parece carente de
importancia, pero en muchos casos es mortal. Cada uno debería examinarse con objetividad y
preguntarse: «¿Que hay debajo de mis labios? ¿Un depósito de la gracia amorosa de Dios, del
que fluyen palabras bienhechoras, o ponzoña que destruye relaciones humanas e incluso
cristianas? Tenía razón J. Wolfgang von Goethe al afirmar que «una sola palabra basta para
destruir la dicha de los hombres». El problema es grave. No olvidemos las sentenciosas palabras
del Señor: «Por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado» (Mt. 12:37).
Hay palabras.. y palabras.
Un fenómeno sorprendente
¡He ahí un motivo de confesión y súplica! Que, como en el caso de Isaías, nuestros labios,
inmundos -a semejanza de los suyos- sean purificados con un carbón encendido tomado del
altar (Is. 6:5-7).
José M. Martínez
Tan importante que sin él pierde la vida su más dulce sabor; tan importante que hace
al ser humano capaz de realizar los más grandes esfuerzos y sacrificios. Tan vital que,
como decía Paul Velery, sería horrible una humanidad que careciera de el. Y, sin
embargo, nada más difícil que verlo o experimentarlo en su expresión más noble.
Frecuentemente es pasión descontrolada, locura... o mero instinto. A menudo suscita
inmensas y extrañas sensaciones en una mezcla de entrega y egoísmo, de generosidad
y ansias de posesión. Tan maravilloso. Y tan misterioso...
Pero, en contraste con esos ejemplos admirables, nos sentimos estremecidos ante
los cuadros horribles que los medios de comunicación ponen ante nosotros: crímenes
pasionales, violencia de género, violaciones. En estos casos el amor se trueca en locura,
con la consiguiente degradación del más bello de los sentimientos. Uno de los errores de
nuestro tiempo es que se confunde el amor con la sexualidad, con lo que en muchos
casos los amantes se convierten en simples instrumentos para satisfacer un fuerte deseo
de placer. Una vez satisfecho ese deseo, al cabo de un tiempo, el amor se desvanece.
Se observa que en muchos casos el amor no es ni tan noble ni tan estable como
suele prometerse. Fácilmente un cambio de circunstancias o de sentimientos es causa de
discrepancias, roces, tensiones. Lo que un día parecía indestructible empieza a
cuartearse. A medida que transcurre el tiempo, el amor deja de ir en aumento y se hace
verdad el símil de que «el amor es como la luna; cuando no crece es que mengua», a
menudo hasta extinguirse, dejando tras sí un poso de frustración cuando no de
resentimiento hacia la persona que se ha amado. Incluso puede el resentimiento afectar
a la vida y sus circunstancias. Consecuencias: amargura de ánimo, aborrecimiento de la
existencia misma, depresión. Los sentimientos aparecen revueltos, confusos, en pugna
unos con otros. Y surge la declaración que frecuentemente se escucha: «No entiendo lo
que me pasa. Odio a esa persona, pero aún la amo; su presencia me tortura, pero no
puedo pedirle que se aleje de mí». ¿Qué ha pasado con aquel amor que en un principio
se mostraba tan ardoroso, tan romántico. ¿Por qué la miel de la mejor calidad se ha
convertido en la más amarga hiel, en carga y tortura? Alguna respuesta a estos
interrogantes puede hallarse en la complejidad del ser humano, contradictorio,
inconstante; según sus circunstancias, capaz de entregarse a los más nobles ideales y a
los sentimientos más viles; a influencias celestiales y a impulsos demoníacos.
¿Es eso todo lo que podemos decir en respuesta a las muchas preguntas que
podemos hacernos sobre el amor y el desamor?
Pero el mensaje bíblico es un mensaje de esperanza para las personas que viven
piadosamente, anhelantes de una vida conformada por los principios éticos de la Palabra
de Dios. Es en esta Palabra donde hallamos las instrucciones más sabias sobre el amor.
El amor tiene su origen en Dios. La primera carta de Juan nos ha dejado la mejor
definición que de él tenemos: «Dios es amor» (1 Jn. 4:8). El amor no es un simple
atributo; es la esencia de la divinidad. En este hecho radica la inspiración y la fuerza para
que los humanos también podamos vivir adecuadamente la experiencia del amor en
todos sus planos (amistad, filantropía, matrimonio, relaciones paternofiliales, comunión
cristiana entre los creyentes, etc.).
maravilloso? Con razón Agustín de Hipona decía: «Ama y haz lo que quieras». ¿Simple
paradoja? No, pues donde reina el amor, todo lo que la voluntad decide es bueno. El
mismo Agustín explica la paradoja al añadir: «Si callas, callarás con amor; si gritas,
gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si
tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos.»
El amor, distintivo del discipulado cristiano. Poco más queda aquí por decir sobre el
tema; pero hay algo que debiéramos recordar y poner en práctica siempre, lo dicho por el
Señor Jesús a sus discípulos: «Este es mi mandamiento: "que os améis unos a otros
como yo os he amado".» (Jn. 15:12). Sólo así se cumplirá su deseo: «Que mi gozo esté
en vosotros y vuestro gozo sea completo» (Jn. 15:11).
José M. Martínez
Rubén Darío comenzó su famosa «Canción de otoño en primavera» con las palabras
que encabezan nuestro artículo, pero sin interrogante, como si no le cupiese la menor
duda de que la juventud es un don precioso, todo belleza, todo lirismo. Sin embargo, la
vida en el periodo de la juventud no es para el eximio poeta nicaragüense un paraíso
siempre plácido en el que «la historia sonríe como una flor». Con realismo se percata de
que su experiencia juvenil la ha vivido «en un mundo de duelo y de aflicción». El alba
pura de los años mozos tenía «cabellera oscura, hecha de noche y de dolor»; a la
ternura se ha unido «una pasión violenta». La conclusión de Darío no podía ser más
patética: «La vida es dura. Amarga, y pesa». ¿Es cierto esto en los días de la juventud?
¿Por qué?
Ese joven ideal no es, sin embargo, el más común. Por el contrario, son incontables
los que malogran su mocedad, víctimas de perniciosas influencias, de propensiones
innatas no deseadas, de experiencias traumáticas o simplemente de complacencia en
prácticas poco ejemplares que a menudo se convierten en hábitos destructivos.
Piénsese, por ejemplo, en el joven atraído por el «grupo» e introducido en ambientes tan
poco formativos como el de muchas discotecas u otros trampolines desde los que el
joven se precipita en la drogadicción, en la promiscuidad sexual, en formas diversas de
delincuencia. Todas estas prácticas muestran el deterioro moral a que puede llegar una
Por supuesto, las causas de esas formas de comportamiento no siempre se hallan -al
menos de modo absoluto- en el joven mismo, en sus criterios y en sus decisiones. En la
mayoría de los casos ha habido experiencias traumáticas en la infancia y en la
adolescencia: niño no deseado por sus padres, «patito feo» en el seno de la familia, en la
escuela, prácticamente en la totalidad de su entorno, hasta que encuentra los «amigos» ,
que le abren los ojos a un mundo nuevo, fascinador... pero engañoso. A ello debe
añadirse la influencia fortísima de una sociedad que no se distingue precisamente por
sólidos valores morales. Las peculiaridades del posmodernismo son determinantes en la
interpretación del sentido de la vida. Prevalecen el materialismo, el hedonismo y el
egocentrismo. Los valores éticos y religiosos se cotizan muy a la baja. El relativismo los
debilita hasta el punto de que pierden su consistencia y su vigencia. De ahí la flojedad de
muchos jóvenes en sus convicciones o la facilidad con que la gran mayoría de ellos se ve
impelida a seguir la corriente de las modas, tanto en el vestir como en el hablar, en las
aficiones deportivas o culturales (delirio de multitudes juveniles que aclaman enardecidas
a los cantantes de más renombre, por ejemplo). Algo parecido sucede en la aceptación o
rechazo de ideas políticas o religiosas.
El joven y el camino de la fe
En el fondo del ser humano, a menos que el materialismo lo haya degradado, palpitan
anhelos de rectitud moral y trascendencia que en un momento u otro, con mayor o menor
intensidad, afloran en forma de inquietudes religiosas. Esos anhelos y esas inquietudes
suscitan preguntas de capital importancia: ¿Existe Dios? ¿Es justo y bondadoso? ¿Se
preocupa de los seres humanos? ¿Es verdad que hay otra vida después de la muerte y
que habrá un juicio final? Los jóvenes en su mayoría, contrariamente a lo que muchos
piensan, no son ajenos a esas cuestiones, y alguna vez se las plantean con gran
seriedad. Es un hecho estadísticamente demostrado que la edad de la juventud es la más
favorable a la experiencia de la conversión, experiencia que se confirma en un proceso
posterior de maduración espiritual. De este modo la fe pronto se ve robustecida con
razones convincentes derivadas de la Palabra de Dios. En ella encuentra las lecciones
más saludables para enriquecer su vida.
De los textos bíblicos citados y de muchos más que podríamos mencionar, se deduce
el valor de la juventud a ojos de Dios, quien ha llamado a su servicio a jóvenes
destinados a ser faros de luz y fuentes de bendición para su pueblo y para el mundo.
Recordemos a Samuel, David, Jeremías, siervos de Yahveh desde su infancia o de su
mocedad. En el Nuevo Testamento sobresale Timoteo, conocedor de las Escrituras
«desde la niñez» (2 Ti. 3:15) y colaborador de Pablo con fidelidad y eficiencia ejemplares
(Fil. 2:19-23).
José M. Martínez
Como creyentes vivimos hoy atrapados entre dos polos extremos en relación con la
familia. Por un lado, el modelo del mundo occidental, para muchos un símbolo de
progreso y de modernidad. Los que propugnan este modelo «nuevo» desacreditan, o
incluso ridiculizan, a la familia tradicional, la constituida por un padre, una madre y los
hijos, incluyendo a veces también a los abuelos. La presentan como una realidad ya
pasada de moda y la llaman «patriarcal» porque así suena aún más obsoleta (el uso y
manipulación de las palabras es muy importante en el campo de la ética). Su postura es
que en pleno siglo XXI «la familia patriarcal» ha sido superada por conceptos mucho más
«progresistas». Son modelos en los que se glorifica la independencia de cada uno para
hacer «lo que bien le pareciere» en cada momento, guiados por una ética self made
hecha a gusto del consumidor.
Así, cada uno se organiza la familia a su manera como mejor le convenga: no importa
que haya sólo una madre, o dos padres o dos madres. Lo único que importa es la libertad
para «montármelo a mi manera porque tengo derecho a ser feliz» (declaraciones
textuales). Lo más importante es ser feliz, entendiendo por felicidad la ausencia de
problemas o una pérdida de tu independencia.
Ahí tenemos, por tanto, al creyente en lucha por encontrar la voluntad de Dios para la
familia en medio de fuertes presiones. Ello nos lleva a una pregunta capital: ¿Hay una
teología práctica de la familia que nos sirva a nosotros hoy? ¿Cuáles son las
características bíblicas de una familia sana?
Decíamos antes que no hay ninguna familia en la Biblia libre de problemas o luchas.
He escogido como modelo la familia de Noemí y Rut porque en ella aparecen los
elementos clave para una familia sana. Antes de considerarlos, sin embargo, observemos
que en la historia de la familia de Rut hay tres ingredientes que aparecen de forma
consecutiva:
A la luz del libro de Rut, una familia sana tiene tres características. En el presente
artículo consideraremos sólo la primera y dejaremos para la segunda parte los otros dos
aspectos.
En una familia sana sus miembros se esfuerzan por superar los problemas y
sobreponerse a las adversidades. Unas veces son conflictos internos producidos por las
tensiones propias de la convivencia. Nunca enfatizaremos lo suficiente que la salud de
un matrimonio no se mide por lo mucho o lo poco que discuten los cónyuges, sino por el
tiempo que tardan en reconciliarse (ver, al respecto, el Tema del mes de marzo de 2005 -
«Buscando la paz en las relaciones personales»). Su capacidad para afrontar estas
diferencias y resolverlas de forma madura es mucho más importante que una paz
aparente fruto de una convivencia superficial.
El libro de Rut ilustra muy bien este principio. En una primera etapa, Rt. 1,
encontramos a una familia destrozada por el dolor. Al trauma de la emigración a una
tierra extranjera por causa del hambre, se le añade la muerte inesperada de los tres
varones, el esposo y los dos hijos. Así, Noemí queda sola, viuda, con sus dos nueras en
una tierra extraña. Recordemos que una viuda en aquella sociedad quedaba en una
situación de grave marginación, indefensa y desamparada desde el punto de vista social.
Esta etapa inicial fue tan dura que llega a exclamar: «No me llaméis más Noemí, sino
Mara –que quiere decir "amarga"- «porque en grande amargura me ha puesto el
Todopoderoso. Yo me fui llena, pero el Señor me ha vuelto con las manos vacías» (Rt.
1:20-21). «Mayor amargura tengo yo que vosotras...» (Rt. 1:13). No es de extrañar que
esta mujer piadosa se lamente abiertamente ante Dios. Esta expresión de sentimientos
forma parte de la fe, no la contradice, y está en línea con muchos grandes siervos de
Dios que en momentos de tribulación abrieron su corazón ante aquel «cuyos ojos están
sobre los justos y sus oídos atentos al clamor de ellos» (Sal. 34:15). Dios en ningún
momento reprende a Noemí; por el contrario, estaba muy cerca de ella controlando y
guiando los acontecimientos para llevarlos a buen fin.
palabras: «El amor es sufrido». ¿Será casualidad que ponga este rasgo en primer lugar?
No, en absoluto. El amor maduro tiene como primera característica que sabe sufrir, es
capaz de luchar y afrontar los problemas que, de forma inevitable, afectarán la vida
familiar. Necesitamos, no obstante, puntualizar que el «ser sufrido» no es una invitación
al masoquismo. La idea no es que el cónyuge tiene que aguantar sin rechistar y de
manera indefinida todo lo que le venga; por ejemplo, los malos tratos y la violencia
repetida. Ésta sería una interpretación torcida, más propia del estoicismo que de la fe
cristiana.
Para entender el amor como «sufrido» necesitamos recurrir a otro concepto bíblico
esencial y que ocupa también un lugar central en la vida familiar: la paciencia. En el
sentido bíblico ser paciente está muy lejos del fatalismo y la pasividad ante el sufrimiento.
La paciencia es ante todo «grandeza de ánimo» (makrotimia). Éste es el sentido que
tiene en He. 12:1 cuando se nos exhorta a correr con paciencia la carrera de la fe. El
ejemplo supremo de paciencia nos lo dio el Señor Jesús «varón de dolores y
experimentado en quebrantos».
¿Por qué fracasan tantos matrimonios y se rompen tantas familias en nuestros días?
¿Por qué tantos hijos enfrentados con sus padres o los hermanos entre sí? No podemos
simplificar un tema difícil y delicado. Como profesional de la psiquiatría conozco la
complejidad de los conflictos conyugales y familiares. Pero tengo la convicción profunda
de que muchos de estos conflictos se resolverían, independientemente de sus causas, si
los cónyuges –ambos- tuvieran mayor disposición a «ser sufridos» en el sentido de
buscar activamente salidas a sus problemas. Ello requiere tener paciencia el uno para
con el otro, lo cual no abunda en nuestra sociedad hedonista que glorifica el bienestar
individual –«tengo derecho a ser feliz»- y desprecia la lucha y el sacrificio en las
relaciones personales. Muchos aplican hoy a las relaciones el principio del «mínimo
esfuerzo partido por dos». Esta forma de pensar y de vivir está en las antípodas de los
principios bíblicos. Los creyentes debemos revisar hasta qué punto estamos despojando
nuestras relaciones familiares de este requisito primero del amor, «ser sufrido». Quizás
bastaría con añadir pequeñas dosis de amor sufrido y paciencia para prevenir muchas
crisis de familia y de matrimonios. Ahí radica una de las claves para correr cualquier
carrera de fondo – y la vida familiar lo es- con perseverancia. Se consigue mucho más
con unas gotas de miel que con barriles de hiel. De ahí la importancia del segundo
requisito, saber expresar amor, que consideraremos en la segunda parte de este artículo
(en el mes de febrero próximo).
Una vez más nos hallamos a las puertas de la Navidad, la fiesta más celebrada en el
llamado mundo cristiano. En su sentido originario evoca el nacimiento de Cristo. Pero, en
el desarrollo de diversas tradiciones, se ha ido recargando de elementos folclóricos que
desfiguran el verdadero sentido de la festividad, bien que a algunos (el pesebre, el árbol
navideño, el intercambio de regalos, por ejemplo) se les atribuya un valor simbólico de
signo cristiano. Hoy en día, particularmente en el mundo occidental, lo que más distingue
a la Navidad es la fiebre consumista de muchas familias, el culto al derroche, puerta a
excesos en la comida y la bebida, que nada tiene que ver con la sobriedad que envolvió
lo acontecido en el pesebre de Belén. Es triste que lo que al principio fue una celebración
pletórica de espiritualidad cristiana en el correr del tiempo haya venido a ser una forma
de culto a Baco, el dios pagano de los excesos.
Llama la atención el hecho de que en el texto sagrado no se dice que la Palabra (el
Logos) se hizo hombre, sino «carne» (sarx), término correspondiente al hebreo basar,
que en el Antiguo Testamento suele usarse para destacar la fragilidad y la transitoriedad
del ser humano, sometido a mil y una flaquezas, a la enfermedad y la muerte.
Vívidamente destacó Isaías esa realidad: «... toda carne es hierba y toda su gloria como
flor del campo» (Is. 40; cf. Sal. 78:29). Esta peculiaridad de la carne también estuvo
presente en la vida de Cristo, experiencia de humillación. Pablo expresa esta faceta de la
vida del Señor de modo majestuoso en lo que probablemente fue un himno de la Iglesia
primitiva: Cristo, «aunque era de naturaleza divina, no se aferró al hecho de ser igual a
Dios, sino que renunció a lo que le era propio y tomó naturaleza de siervo. Nació como
un hombre, y al presentarse como hombre se humilló a sí mismo y se hizo obediente
hasta la muerte...» (Fil. 2:6-8 DHH). ¡Hasta tal punto llegó su sumisión a los designios
redentores del Padre! Tan admirable fue la maravilla y el misterio de su amor, pues su
muerte fue una «muerte de cruz», la más horrible en aquellos tiempos. ¿No nos
estremece pensar que el nacimiento de Jesús tuvo lugar bajo el signo de la humillación y
el sufrimiento en un infamante patíbulo? No podemos separar el Calvario del pesebre de
Belén.
El pasaje de Fil. 2:6-8 que acabamos de citar es un texto hondamente teológico, pero
el contexto precedente (Fil. 2:3-5) tiene un carácter eminentemente exhortatorio. La
exposición cristológica que le sigue (Fil. 2:6-11) constituye la base y la razón de la
amonestación, lo cual a su vez nos muestra la Palabra encarnada como ejemplo de
conducta: «Nada hagáis por rivalidad o por orgullo, sino con humildad... Que nadie
busque su propio bien, sino el bien de los otros. Haya entre vosotros el mismo sentir que
hubo en Cristo Jesús». ¿Acaso no son la humildad y el amor los fundamentos de la ética
cristiana? Nuestra celebración del nacimiento de Jesús sólo será efectiva si nos hace un
poco más semejantes a Aquel que, por amor a nosotros, se humilló hasta la sumo. A
semejanza de nuestro Salvador somos llamados a encarnar nuestro cristianismo; es
decir, a vivirlo con autenticidad, con espíritu de solidaridad hacia nuestros semejantes,
en particular los más afligidos y necesitados. Que Dios nos libre de que se nos pueda
aplicar una nueva versión de Jn. 1:14 y en vez de que se diga: «La Palabra se hizo
carne», quienes nos rodean, al vernos, hayan de decir: «La Palabra se hizo palabras,
palabras, palabras». Nada más que palabras, sin el menor fruto de amor y servicio.
La manifestación de la Palabra
Por otra parte, el relato de Lucas destaca lo maravilloso del nacimiento, mientras que
Juan penetra en su significación y en sus consecuencias. Cristo, en quien estaba la vida
y la luz de los hombres, vino a cumplir una misión redentora, pero su ministerio provocó
rechazo: «Vino a lo suyo, pero los suyos no le recibieron» (Jn. 1:11). Cerrada pero inútil
oposición de las tinieblas a la luz (Jn. 1:5). Pese a todo, muchos creerían en él y
vendrían a ser hechos hijos de Dios (Jn. 1:12-13). En la historia del mundo Jesucristo se
manifiesta como el gran triunfador sobre todos los poderes tenebrosos del mal.
En el prólogo del evangelio de Juan a la frase «La Palabra se hizo carne» (Jn. 1:14)
sigue otra no menos llamativa: «y habitó entre nosotros», literalmente: «acampó entre
nosotros» En los tiempos del Éxodo Dios se hizo presente de modo visible en la sagrada
tienda del tabernáculo, donde ocasionalmente resplandeció su shekinah (su gloria). De
modo parecido, pero infinitamente más maravilloso, Cristo habitó entre los hombres de
modo permanente en la tienda de su humanidad. A esta afirmación Juan añade un
testimonio personal: «... y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre». Esa
gloria se hizo patente en sus milagros y en su transfiguración (Lc. 9:28-36), pero de
modo más maravilloso en las características morales que distinguieron su ministerio:
«lleno de gracia y de verdad». A esa gracia se refería Pablo cuando en su carta a Tito
escribía: «la gracia de Dios se ha manifestado para ofrecer salvación a todos los
hombres» (Tit. 2:11). Esa salvación, según numerosos textos del Nuevo Testamento,
incluye perdón, reconciliación con Dios, liberación del poder esclavizante del pecado,
vida en el Espíritu, vida eterna. A la plenitud de gracia se une la verdad, no sólo en el
sentido de que todo cuanto Cristo enseñó era cierto, sino que era del todo fiable. Por eso
algunas de sus declaraciones más trascendentales las introduce precedidas de una frase
enfática: «De cierto de cierto os digo...». El evangelista, como subrayando lo que acaba
de decir, todavía agrega: «...de su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia,
porque... la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Jn. 1:16-17).
Todas estas verdades estaban implícitas en el nacimiento del unigénito Hijo de Dios.
Lo que ahora corresponde a los seres humanos es asumirlas. Como ya hemos indicado,
podemos aceptar y podemos rechazar lo que la gracia de Cristo nos ofrece. Pero sólo la
aceptación dará sentido a la celebración de la Navidad y hará posible que, a semejanza
de los pastores betlemitas, tributemos honor y gloria a Dios agradecidos por su don
inefable (2 Co. 9:15). Ya es hora de que nuestra celebración se distancie de la
parafernalia mundana, cada vez más materialista, más folclórica, más pagana. Y hora de
recogimiento interior para recordar y adorar al Cristo que un día nació y después murió y
resucitó para ser Salvador y Señor nuestro.
José M. Martínez
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Los cristianos en el mundo de hoy, Editorial CLIE y AEE, 1987, ISBN: 84-7645-244-6
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Creer o no creer, ésa es la cuestión, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2006)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
Actualmente es presidente de la Alianza Evangélica Española, y vicepresidente de la Comunidad
Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la mayoría de las librerías
cristianas. Para encontrar una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Arco Iris
Cristianas en internet en la dirección http://www.paginasarcoiriscristianas.com.
Índice
Enero 2006 – Gracia y paz a vosotros.........................................................................................................3
Febrero 2006 – Bases para una familia sana (II)..........................................................................................7
Marzo 2006 – Un ateo se descubre............................................................................................................10
Abril 2006 – Bases para una familia sana (III)............................................................................................13
Mayo 2006 – La ira, efluvio del infierno.....................................................................................................16
Junio 2006 – El Pastor y los pastores.........................................................................................................20
Julio 2006 – Aceptando los «aguijones» de la vida (I)................................................................................24
Septiembre 2006 – Los errores de un deprimido........................................................................................29
Octubre 2006 – ¿Yo también santo?..........................................................................................................32
Noviembre 2006 – Aceptando los «aguijones» de la vida (II).....................................................................35
Diciembre 2006 – La Navidad, fuente de gozo inefable..............................................................................39
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
«Gracia y paz a vosotros de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.» (2 Co. 1:2)
Con estas palabras de salutación solía Pablo empezar sus cartas. Y con ellas
saludamos a nuestros muchos amigos lectores al comienzo de un nuevo año. No
sabríamos encontrar un texto bíblico más adecuado al iniciar el 2006. Siempre que nos
enfrentamos a algo nuevo sabemos que nos hallamos ante una incógnita que sólo el
transcurso de días y meses va despejando. ¿Qué nos depararán éstos? Probablemente,
algunas alegrías, pero también dificultades y sinsabores que pondrán a prueba la
madurez de nuestro carácter y el temple de nuestra fe. Vivimos en un mundo demasiado
convulso para esperar que todo en nuestra vida sea apacible, fuente de permanente
bienestar. Posiblemente también temeremos nuestras debilidades y carencias y, como
consecuencia, nos invadirá la ansiedad. ¿Dónde hallar recursos emocionales adecuados
para hacer frente a cuanto de inquietante nos pueda traer el nuevo año? ¿Qué
deberíamos llevar en nuestro maletín de viaje para nuestra andadura de futuro inmediato
y a medio plazo? La respuesta la hallamos en las palabras de Pablo, que superan con
creces el valor de un saludo protocolario; son una síntesis admirable de la fe y la
experiencia cristiana y constituyen la clave de una vida victoriosa.
Gracia
La respuesta viene determinada por una doble realidad: por un lado Dios es el que
obra en nosotros con el poder de su gracia. Por otro, nosotros debemos llevar a cabo con
esfuerzo todo lo concerniente a nuestra salvación. «Puestos los ojos en Jesús, hemos de
correr con paciencia la carrera que nos es propuesta» (He. 12:1-2). A lograr ese objetivo
nos ayudará el uso de todos los medios que Dios nos concede para crecer en su gracia:
lectura y meditación de su Palabra, práctica de la oración, asistencia a los cultos de la
iglesia, colaboración en los trabajos de ésta o en algún otro aspecto de su obra. Esto no
a fin de justificarnos delante de Dios para nuestra salvación, sino porque es lo normal.
Somos salvados por la gracia de Dios mediante la fe, pero la finalidad es la práctica de
las «buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en
ellas» (Ef. 2:8-10). Con este programa de vida, el año nuevo, al igual que cualquier otro,
nos reportará abundantes bendiciones, entre ellas la del gozo de una salvación
asegurada por la gracia divina.
Capacidad para convivir con los aguijones. Una de las experiencias más
impresionantes en la vida de Pablo se nos relata en su segunda carta a a los Corintios (2
Co. 12:7-10). No sabemos a ciencia cierta en qué consistía el «aguijón» que le torturaba
y humillaba; pero por sus palabras deducimos que era sumamente doloroso y debilitante,
tanto que el apóstol lo había hecho objeto de súplica a Dios para que lo librara de él.
Dios no hace lo que el apóstol le pide, pero le muestra algo mucho más eficaz: «Bástate
mi gracia» (2 Co. 12:9); y le indica el porqué: «Porque mi poder se perfecciona en la
debilidad».
Paz
Henos aquí ante otra bendición alentadora. Es la que, al igual que el shalom de los
antiguos israelitas, podemos disfrutar cuando andamos en los caminos de la obediencia
a Dios. Incluye todo cuanto contribuye al bienestar del creyente, tanto en el orden
espiritual como en el temporal. Es también consecuencia de la gracia divina:
«Justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo» (Ro. 5:1). Y no sólo tenemos paz con Dios. También se nos concede la paz
de Dios, de la cual se dice que «guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos
en Cristo Jesús» (Fil. 4:7). No hay mejor antídoto para la ansiedad cuando dudas o
temores atenazan nuestra mente.
La paternidad del Dios de la Biblia nada tiene que ver con la de los falsos dioses
paganos, considerados por muchos pueblos como progenitores, por vía sexual, de todos
los seres, divinos y humanos. Esa creencia distaba años luz del Dios revelado en las
Sagradas Escrituras judeo-cristianas.
Al comenzar un nuevo año, ¿qué más podemos desear o pedir? No es necesario que
pidamos muchas cosas. Basta con que reverentemente, con corazones confiados y
agradecidos, elevemos nuestros ojos a lo alto y digamos: «PADRE nuestro que estás en
los cielos...». Que esté también en nuestro corazón y en nuestra vida. Esa mirada a los
cielos ilumina nuestros pasos en la tierra.
Asimismo Cristo es el Redentor, aquel por cuya gracia Dios nos ha reconciliado con
él (Ro. 3:24-25). Es «el pan que descendió del cielo» y «el agua de vida» que satisface
plenamente (Jn. 6:41; Jn. 4:14), el que «siendo rico se hizo pobre para que nosotros, con
su pobreza, fuésemos enriquecidos» (2 Co. 8:9). Es el buen Pastor que guarda
celosamente a sus ovejas. Es muchas otras cosas. Con todo, añadimos una más: Cristo
es aquel que dijo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra... y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28:18, Mt. 28:20).
Si Cristo está con nosotros a lo largo del año que comienza, ¿qué más podemos
pedir? ¿Qué puede hacernos temer? Hagamos nuestro el cántico de fe triunfal que nos
legó Pablo: «El que no eximió a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos dará juntamente con él todas las cosas? (...) En todas las cosas somos
más que vencedores por medio de Aquel que nos amó (...) Nada nos podrá separar del
amor de Dios en Cristo Jesús» (Ro. 8:32-39).
Con fe renovada y ánimo robustecido, sean cuales sean las circunstancias que el
2006 pone ante nosotros, día a día digamos con firme acento: AMÉN.
José M. Martínez
En el libro de Rut encontramos varios ejemplos de actitudes que son expresión de amor y
que, a su vez, alimentan el amor en un «feed-back» admirable. En realidad, estas actitudes
forman un todo inseparable, como un racimo. Son interdependientes y la una lleva a la otra.
Destacamos tres por su trascendencia sobre la estabilidad familiar y porque, a nuestro juicio, son
las más necesarias en las familias hoy.
¡Qué contraste más triste con la situación de muchas familias hoy! La confianza ha sido
sustituida por los celos, a veces tan fuertes que son una de las causas principales de violencia
doméstica. La desconfianza mutua es lo que lleva a muchos cónyuges a serios problemas en su
relación. En casos extremos se llega a contratar a un detective para espiar y controlar los
movimientos del cónyuge. Los celos no son expresión de amor, sino todo lo contrario: son
expresión de falta de confianza en el cónyuge y también en uno mismo.
La abnegación. Negarse a uno mismo implica pensar en el otro, preocuparse por él, por sus
necesidades, por su bienestar. El Señor Jesús nos enseñó muy bien esta idea con la conocida
«regla de oro»: «Y todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced
vosotros con ellos» (Mt. 7:12). En realidad la abnegación es algo tan sencillo como «amar a tu
prójimo como a ti mismo». El primer lugar, el más natural, para poner en práctica este
mandamiento es la familia. ¿Dónde queda mi autoridad moral para darme a los demás si tengo
descuidada a mi propia familia? La entrega generosa a mis seres queridos tiene un gran
obstáculo: el egoísmo. Éste es el peor enemigo de la abnegación. El matrimonio no es apto para
egoístas porque el egoísmo apaga poco a poco la llama del amor.
En segundo lugar, el amor se transmite con palabras. Es la expresión verbal del amor. No
basta con tener actitudes buenas como las descritas. Las palabras son el complemento
necesario que viene a aderezar la buena comida que es el amor. «La palabra dicha a su tiempo,
¡cuán buena es!» nos recuerda el autor del libro de Proverbios (Pr. 15:23). O también, «manzana
de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene» (Pr. 25:11).
Para mí, uno de los rasgos más aleccionadores del libro de Rut es la riqueza de los diálogos
entre sus personajes. Me fascina observar la dinámica de la comunicación dentro de aquella
familia. ¡Cuántas horas habrán pasado Noemí y Rut hablando, escuchándose, consolándose la
una a la otra o, simplemente, sufriendo juntas en silencio! La comunicación aparece allí de forma
constante y espontánea. ¡Cuán hermosa y aleccionadora la escena cuando Rut llega a casa de
Noemí después de espigar todo el día (Rt. 2:19-23) y le cuenta a su nuera con todo detalle sus
vivencias del día, con la espontaneidad casi propia de una niña!. Esto ocurría así porque en una
familia sana el diálogo surge de forma natural. La comunicación es expresión de salud en la
familia y, a su vez, le añade más salud.
Hablar, escuchar, dialogar constituye una de las formas más prácticas de amarnos unos a
otros. Por desgracia, el fenómeno inverso también es cierto: la falta de comunicación expresa
egoísmo y genera aislamiento y separación dentro de la familia. No es casualidad que una de las
causas más frecuentes de ruptura matrimonial sea la falta de diálogo. También ocurre entre
padres e hijos. Una familia donde no se habla, donde nadie escucha, donde no hay pequeños
espacios de tiempo para el compartir mutuo, es como una planta que poco a poco se va
secando. ¡Cuántas familias hoy son como plantas que languidecen por falta de agua, el agua
vital de la comunicación! Frases tales como «siempre estás en tu mundo», «cuando te hablo,
pareces ausente», «con mis padres no puedo hablar porque no tienen tiempo para escucharme»
son quejas frecuentes hoy.
¿Por qué es tan importante la expresión verbal del amor? La respuesta a esta pregunta nos
lleva a un aspecto singular de la comunicación humana que no encontramos en los animales.
Éstos ciertamente se comunican entre sí, sobre todo en ciertas especies; los delfines, por
ejemplo, tienen unas formas de comunicarse realmente sorprendentes. También en los pájaros
vemos cierto tipo de código acústico o de lenguaje. Pero no es la comunicación humana. ¿En
que se distingue la comunicación de un delfín o de un ruiseñor de la comunicación de una
esposa con su hijo o con su marido? La singularidad de la comunicación humana viene dada por
la capacidad de escuchar. Los animales pueden oír, pero el ser humano es el único capaz de
escuchar. El oír es un acto mecánico e involuntario; escuchar, por el contrario, es un acto
reflexivo que implica la voluntad, el deseo de hacerlo. Yo no puedo evitar oír, pero sí puedo
evitar escuchar. Por ello, en la medida en que escucho a mi prójimo –esposo, hijo, etc.- le estoy
expresando interés, dedicación, en una palabra, amor. Esta capacidad de reflexión y de escucha
–de escucha reflexiva- única en el ser humano es fruto de la imagen de Dios en nosotros y una
de las formas más sublimes de amar.
1.- En primer lugar, apagar la televisión a la hora de comer. El sencillo acto de tener la
televisión apagada durante toda la comida provee un marco precioso e insustituible para el
diálogo en familia. La mesa es casi el último reducto de comunicación entre esposos o con los
hijos. Los resultados sobre el bienestar familiar pueden ser de verdad sorprendentes.
2.- La segunda recomendación es más para los padres: buscar pequeños fragmentos de
tiempo para estar con y por los hijos. Los llamaremos tiempos de dedicación familiar. Son
momentos para estar con ellos, hablar, escucharles, averiguar sus necesidades, sus alegrías,
sus penas, ponerse en su mundo. Pueden ser suficientes períodos tan cortos como 20 ó 30
minutos tres veces por semana, pero han de ser momentos de dedicación exclusiva. No basta
«estar con», hay que «estar por». Esta proximidad emocional de los padres produce cambios
notables en el ambiente familiar y en la conducta de los hijos. Además es la mejor manera de
prevenir adolescencias tormentosas.
La misma sugerencia podemos aplicar a la relación entre los esposos: estos pequeños oasis
de dedicación mutua serán vitales para mantener viva la relación matrimonial. Quienes lo han
practicado reconocen, además, que es el mejor antídoto contra la rutina y el aburrimiento,
grandes enemigos de la relación conyugal.
Dr. Pablo Martínez Vila
Un ateo se descubre
Igualmente clara es la falta de objetividad de Onfray cuando sugiere que Dios bendijo
la esclavitud, pues lo que realmente hizo Dios fue mitigar con sus leyes los rigores de
ese estado. Esa lacra social no fue idea de Dios, sino fruto de la inhumanidad de los
hombres. Y para evitar una crueldad desmedida en el maltrato de los esclavos, Dios dictó
normas que ponían de relieve la dignidad de todo ser humano, incluido el esclavo, y el
respeto debido a sus derechos naturales (Éx. 21:1-11; Lv. 25:39-43; Ef. 6:5-9). Algo más:
¿en qué texto bíblico basa Onfray su afirmación de que «Dios nos obligó a odiar nuestro
cuerpo impuro»? El Dios de la Biblia no es un asceta, y si es verdad que condena el
cuerpo como instrumento de injusticia, también ve en él la posibilidad -y la necesidad- de
que se convierta en instrumento de moralidad y justicia (Ro. 6:12-13). Si prescindimos
del rigor hermenéutico, a la Biblia podemos hacerle decir lo que nos plazca. A sus textos
nos hemos de acercar no con tergiversaciones exegéticas, sino con el deseo sincero de
oír a través de sus páginas la voz de Dios.
«Dios ha muerto»
Sin el menor recato, recurre Onfray a tópicos tan manidos como el de la «muerte de
Dios»: «Dios no ha muerto, porque nadie puede matar a Dios, que como el unicornio o
las sirenas no morirá porque no existe». Dios sí ha muerto, pero sólo en la mente de
quienes le rechazan y se rebelan contra su autoridad asumiendo el grito de un ateísmo
milenario: «Rompamos sus ligaduras y echemos de nosotros su yugo» (Sal. 2:3). Pero
son millones las personas para las que Dios es una realidad que da sentido pleno a su
vida.
Ateísmo batallador
Pese a todo, el ateo militante lucha por extirpar la idea de Dios de toda mente
humana para implantar ¿qué? Veamos un ejemplo: el resultado del ateismo comunista en
la Unión Soviética del siglo pasado fue una represión aterradora de toda forma de
disidencia. Lo más destacado de sus triunfos fue el gulag, de tristísimo recuerdo. Algo
parecido se ha visto en otros países dominados por la ideología marxista, donde los
cristianos aún son perseguidos. Es verdad que muchos de los ateos de nuestros días
están en desacuerdo con los métodos soviéticos de combatir la idea de Dios; pero el
laicismo que propugnan está impregnado de intolerancia, y en la práctica recurren a
armas condenables para triunfar sobre los creyentes. Harto frecuente es el uso de
términos tan despectivos como hirientes: un cristiano comprometido, consecuente con su
profesión de fe, es un fanático, un fundamentalista, un intolerable freno al progreso. Por
tales «razones», hay que aislarlo y anular su influencia en la sociedad, ya que no es
posible exterminarlo. Se ha puesto de moda la idea de que la fe debe relegarse al ámbito
de lo privado, vedándole el acceso a toda forma de influir en la sociedad y orientar la
cultura.
Nadie puede probar que Dios no existe, pues nadie ha podido escrutar todo el
universo ni disponer de instrumentos adecuados para detectar la presencia del Ser
supremo. Era pueril el «no» del astronauta ruso, Gagarin, cuando a su regreso de su
vuelo orbital alrededor de la tierra alguien le preguntó si en algún momento había visto a
Dios. «Dios es Espíritu» (Jn. 4:24) y sólo llegamos a conocerle a través de la revelación
que en Cristo nos ha dejado él mismo (Jn. 11:25-27).
Tras el fogonazo ateo de Nietzsche que amenazaba al hombre con ser eliminado y
sustituido por el «super-hombre», filósofos existencialistas como Sartre y Camus han
descrito de modo estremecedor el horizonte de la vida del hombre sin Dios: el absurdo, la
nada. Y Karl Jaspers se vio impresionado por el tema del «naufragio» humano. No
menos impresionados nos sentimos nosotros cuando vemos que el progreso científico y
tecnológico, fuente de bienestar material, no va acompañado de progreso moral, sino
más bien todo lo contrario. Como un lúcido pensador cristiano ha señalado, «el hombre
moderno pensaba que librándose de Dios se había liberado de todo lo que le reprimía y
embarazaba. Pero ha descubierto que al matar a Dios se ha matado a sí mismo.» (W.L.
Craig)
La historia ha demostrado que, una vez eliminada la idea de Dios, el hombre carece
de freno para controlar instintos brutales. El pastor evangélico rumano Richard
Wurmbrand, cruelmente torturado en cárceles comunistas, dejó el siguiente testimonio:
«La crueldad del ateísmo es difícil de creer cuando no se cree en el premio del bien y el
castigo del mal. No hay limitación para el mal existente en las profundidades del alma
humana... Los torturadores comunistas a menudo decían: "No hay Dios; no hay un más
allá, ni un castigo del mal. Podemos hacer lo que nos plazca". He oído decir a uno de
ellos: "Doy gracias a Dios, en el que no creo, porque he vivido hasta este momento en
que puedo expresar todo el mal que hay en mi corazón"».
La gran liberación
Innumerables creyentes dan testimonio de los efectos de esa liberación. Han pasado
de las tinieblas a la luz, de la muerte espiritual a la vida, de la vanidad, del vacío y el
absurdo de una vida sin sentido a la plenitud de la vida en Cristo. En él culmina la
revelación de Dios, el Dios que existe, ama al mundo (los ateos incluidos) y salva.
José M. Martínez
Con este tercer y último artículo1 llegamos al final de una serie de reflexiones sobre la
familia. Hemos considerado hasta ahora cómo una familia sana no es la que no tiene nunca
problemas, sino la que sabe sobreponerse a las dificultades -capacidad de lucha- y sabe
expresar amor, ya sea con las actitudes (fidelidad, confianza, entrega) o con las palabras.
Analicemos seguidamente la tercera forma posible de expresar el amor en la vida familiar.
Las decisiones son el sello que rubrica nuestras actitudes y palabras. Por ello la toma de
decisiones es un elemento imprescindible del amor familiar. Podríamos parafrasear al apóstol
Pablo en su célebre cántico de 1 Co. 13 y decir: «Si muestro las mejores actitudes y no me faltan
palabras de amor, pero no lo demuestro con mis actos y mis decisiones vengo a ser como metal
que resuena o címbalo que retiñe». Las decisiones son la demostración del amor, en especial
aquéllas que implican «estar al lado de», acompañar.
Observemos de nuevo la familia de Rut que ha sido nuestro punto de referencia en este
estudio: «Orfa besó a su suegra, mas Rut se quedó con ella» (Rt. 1:14). Algunas versiones
traducen por «se colgó de Noemí» o «se aferró a Noemí», bellas expresiones que ilustran con
gran fuerza poética la intensidad del momento. Era la hora de la verdad. De muy poco habrían
servido las memorables palabras del Rt. 1:16 -anteriormente comentadas- si Rut hubiese tomado
el mismo camino que Orfa. Ésta se limitó a expresar sentimientos: «lloró», pero ahí terminó su
demostración de amor. Rut, en cambio, tomó la decisión de permanecer al lado de su suegra
hasta la muerte. Era el sello que rubricaba sus palabras de amor.
Otro ejemplo lo vemos en Noemí cuando toma la iniciativa para que Rut pueda casarse. No
se limita a darle un consejo vago, sino que ella misma da los pasos concretos para que su nuera
y Booz puedan conocerse y le instruye en todos los detalles a fin de que la relación acabe en
matrimonio (Rt. 3:1-4). Y ¿qué diremos de Booz? Primero hubo palabras de amor y de consuelo
que Rut misma reconoce: «Señor mío, halle ahora yo gracia en tus ojos; porque me has
consolado y has hablado al corazón de tu sierva...» (Rt. 2:13). Pero a las palabras le siguió la
decisión: «Booz, pues, tomó a Rut y ella fue su mujer» (Rt. 4:13).
Hay ciertos momentos en la vida cuando no son suficientes las actitudes o las palabras. Les
llamamos momentos decisivos precisamente porque requieren decidirse. En último término, el
amor se demuestra a través de las decisiones tomadas a largo de los años. En la vida de familia
estas decisiones vienen a formar un poso que se va sedimentando en el fondo del matrimonio.
Este poso acumulado puede ser para bien -cuando las decisiones fortalecen el amor- o para
tensión y conflicto cuando contradicen el amor.
Estas tres herramientas del amor -actitudes, palabras y decisiones- son el instrumento que
puede transformar una casa en hogar. Hay millones de casas en el mundo, pero ¿cuántas son
un hogar? El hogar se caracteriza por el calor -calor de hogar- que proviene de esta práctica del
amor y es una de las mayores bendiciones que puede experimentar una persona en esta vida.
Es la antesala del cielo. No es casualidad que David, en uno de sus salmos, afirme: «Dios hace
habitar en familia a los desamparados» (Sal. 68:6). Una familia sana es el mejor regalo que Dios
puede dar al «desamparado».
1 Los otros dos artículos fueron publicados como Tema del mes en Noviembre 2005 y Febrero 2006.
Pastor José M. Martínez y Dr. Pablo Martínez Vila Página 13 de 42
Pensamiento Cristiano Temas del Mes del año 2006
La puesta en práctica del amor familiar a través de los medios hasta aquí expuestos no es
una opción, es un deber. Y no lo es sólo para los creyentes. Lo que hay en juego es el futuro de
nuestra sociedad. Son muchos los problemas sociales hoy en cuyo origen aparece la ruptura de
la familia. La violencia es, quizás, el mejor ejemplo. En todas sus tristes variantes -violencia
doméstica, delincuencia juvenil o incluso las guerras- encontramos un embrión de crisis familiar
en su génesis.
Llegados a este punto, quizás nos preguntemos con cierto aire compungido: «Y para estas
cosas, ¿quién es capaz?» Nos invaden entonces la frustración, la impotencia o incluso los
sentimientos de culpa. Ello nos lleva necesariamente a la tercera clave, para los creyentes la
más trascendental porque viene a ser la clave de las claves.
Uno puede asistir a muchos cursos de terapia matrimonial o familiar, puede leer todos los
libros a su alcance sobre estos temas, puede esforzarse tanto que llegue a «comer pan de
dolores», como dice el salmista (Sal. 127:2). Todo ello es bueno en sí mismo y lo
recomendamos. Pero no es suficiente para nosotros como cristianos. Falta algo, lo más
importante: la fe y la confianza en Dios, el fundador y arquitecto de la familia. Él tiene los
«planos» del edificio porque fue él quien diseñó la familia. Nosotros somos simplemente los
albañiles. Por ello necesitamos recurrir constantemente a él para construir con sabiduría. A
ningún albañil se le ocurre edificar a su antojo y prescindir de la experta dirección del arquitecto.
Tampoco nosotros podemos cometer semejante insensatez en el delicado proceso de edificar
nuestro matrimonio y nuestra familia.
En otra palabras, la fe y el amor son como las dos alas de un pájaro, van juntas y no se
pueden separar. El amor se sostiene con los ojos de la fe y la fe se muestra activa en el amor.
Esta es la realidad que descubrimos también en el libro de Rut. Todos los miembros de aquella
familia tenían fe en un Dios personal. La frase de Booz referida a Dios -«bajo cuyas alas has
venido a refugiarte» (Rt. 2:12)- expresa un concepto casi maternal de Dios. Observemos cómo
se refieren a Dios con la palabra «Yahwéh», aludiendo así al Dios del Pacto, fiel y cercano.
Levantar los ojos al cielo en actitud de confianza y dependencia de Dios es lo que va a hacer
que la familia funcione.
Podríamos mencionar muchas maneras de cómo Dios «edifica la casa»; pero nos
limitaremos a dos de ellas que son muy evidentes en la familia de Noemí:
- Dios nos renueva las fuerzas. La vida familiar implica una brega diaria intensa, incluso
una lucha contra muy diversos problemas: materiales, emocionales, espirituales. Tal brega
desgasta y puede llevar al desánimo, al agotamiento o, a veces al deseo de «abandonar». Es en
estos momentos cuando la mirada al cielo refresca y renueva las fuerzas. Los ojos de la fe nos
acercan a Cristo, fuente de descanso de nuestros «trabajos y cargas», incluidas las cuitas
familiares (Mt. 11:28).
Es verdad que no todas las personas son igualmente propensas a la ira, y que no
todas las manifestaciones de irritación alcanzan el mismo grado de furor; pero todos
estamos más o menos expuestos a esa debilidad. ¿Quién no se ha airado jamás?¿Quién
no se ha encendido en una reacción furibunda, desproporcionada a la causa que la ha
provocado? Entonces, si la cólera puede producir en todos nosotros reacciones
malignas, es importante reflexionar sobre el tema que nos ocupa.
Por la misericordia de Dios ese momento nunca llegó, pero los efectos de aquella ira
fratricida afectaron inexorablemente a ambos hermanos: Esaú con el sentimiento de
pérdida irreparable y con el punzante malestar que su decisión de vengarse le producía,
y Jacob con el tormento de un miedo que perduraría hasta el día de su encuentro con el
hermano agraviado muchos años más tarde. Confirmada por muchos otras historias
parecidas, la de Jacob y Esaú nos muestra que cuando la ira clava sus aguijones, éstos
se reparten casi por igual entre el ofendido y el ofensor.
Esta experiencia de Jonás nos muestra lo fácil que es descargar en último término
nuestra ira contra Dios haciéndole responsable de lo que consideramos nuestras
desgracias. Actitud pueril. Lanzar piedras al cielo sólo puede tener como resultado que
las piedras caigan sobre nuestras cabezas.
Sin embargo, ante la posibilidad de que la ira justa degenere en ira pecaminosa, el
apóstol muestra especial tiento cuando exhorta: «Airaos, pero no pequéis» (Ef. 4:26), sin
duda porque las más de las veces nuestra ira es la descrita en lo que más arriba hemos
expuesto como sus causas; este tipo de enojo es lo más frecuente en el comportamiento
humano. Pablo añade en su exhortación a los Efesios una admonición que no deja lugar
a dudas: «Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia y toda
malicia. Antes bien sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a
otros, como también Dios os perdonó a vosotros en Cristo» (Ef. 4:31-32). Dejarse llevar
por la ira puede conducirnos a verdaderos desastres. Es muy sabio el consejo del
teólogo e historiador inglés Thomas Fuller: «No acometas obra alguna en la furia de la
pasión; equivale a hacerse a la mar en plena borrasca».
La cólera divina
Son casi incontables los textos de la Biblia en los que se menciona la ira de Dios. Y,
sin embargo, para muchos lectores esos textos son motivo de tropiezo. ¿Cómo podemos
explicarnos que un Dios que se revela de mil maneras como un Dios de amor,
infinitamente misericordioso, sea asimismo un Dios iracundo, semejante a las divinidades
del paganismo? La respuesta se encuentra en la perfección necesaria del Ser supremo.
¿Qué clase de Dios sería el que se mantuviera impasible ante las injusticias y la
impiedad de los hombres? Lo cabal de su carácter le obliga a reaccionar con
intervenciones correctivas cuando los seres humanos se entregan a la práctica del mal.
Esa reacción determinó sus actos retributivos, entre otros, el diluvio, la destrucción de
Sodoma y Gomorra, las plagas de Egipto, la ruina de Jerusalén y el cautiverio
subsiguiente de los judíos en Babilonia. Tan frecuentes son las referencias a la ira de
Dios en el Antiguo Testamento que algunos han llegado a pensar en una dualidad de
dioses: el del Antiguo Testamento, riguroso, justiciero, inmisericorde, juez implacable que
condena y destruye, y el del Nuevo, todo amor, conmiseración y perdón. Pero ese modo
de ver a Dios también es incorrecto. Es verdad que en el Nuevo Testamento adquiere un
relieve maravilloso la misericordia divina; pero es igualmente cierto que tan gloriosa
imagen no esconde la justicia de Dios, su santa «ira» contra el pecado (Jn. 3:36; Ro.
1:18; Ro. 2:5; Mt. 3:7; Col. 3:6).
Quienes tienen esa idea de un doble Dios se olvidan del modo como Dios se reveló a
Moisés: «¡Yahvéh! ¡Yahvéh! Dios fuerte, misericordioso y piadoso, lento para la ira y
grande en misericordia, que guarda su misericordia en millares, que perdona la iniquidad,
la rebelión y el pecado, pero que de ningún modo tendrá por inocente al malvado» (Éx.
34:6-7) y los muchos textos en los que se reitera esa presentación del Dios. justo, pero
también autor de toda gracia
También en el Nuevo Testamento hay casos en los que se hace evidente el enojo
santo de Dios ante conductas humanas a todas luces injustas o inmorales (anuncio de
las calamidades que sobrevendrían al pueblo judío a causa de su rechazamiento de
Jesús como el Mesías (Mt. 24)), la muerte de Ananías y Safira (Hch. 5:1-11), la muerte
repulsiva del cruel Herodes (Hch. 12:20-23), la ceguera del mago Elimas (Hch. 13:8-11).
Y en el Apocalipsis, libro eminentemente cristológico, la gracia y la salvación no eclipsan
el enojo divino frente a la rebeldía de los hombres. Curiosamente la «ira» de Dios es «la
ira del Cordero» (Ap. 6:16-17), la víctima propiciatoria que, mediante su sacrificio en la
cruz expió los pecados del mundo y abrió así para cuantos confían en él y le sirven la vía
de la reconciliación con Dios. Curioso: el Cordero, símbolo de mansedumbre, aparece en
el Apocalipsis como agente principal de la ira de Dios, de acuerdo con el propósito eterno
del Padre. ¡Y de qué modo! Al identificarse con los seres humanos, pecadores, asumía la
culpa de ellos. Consecuentemente, la reacción divina de enojo ante el pecado había de
recaer sobre él. Por un momento la comunión de Jesús con el Padre quedó interrumpida
y completamente a solas sufrió «como azotado por Dios» (Is. 53:4). En aquella hora
Jesús sufría el suplicio de una oscuridad infernal. De ahí su clamor angustioso: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt. 27:46). A la hora de manifestar su
indignación e intolerancia respecto al pecado con el que su Hijo había cargado, Dios no
podía eximirlo de la pasión y muerte que hubo de padecer. Llegado el momento supremo
en la obra de la redención, Dios «no escatimó ni aun a su propio Hijo, sino que lo entregó
por todos nosotros» (Ro. 8:32). ¡Tan seria y tan sublime es la ira de Dios!
Lo que acabamos de considerar sobre el enojo de Dios a causa del pecado debe
movernos a analizar nuestros propios sentimientos de ira. ¿Son justos? ¿Responden a
un móvil santo? ¿Honran nuestra profesión de fe cristiana? O, por el contrario, ¿es
nuestra ira un pecado, fruto de las debilidades de nuestro carácter? Habida cuenta de
nuestra responsabilidad, haremos bien en recordar la reflexión del autor de Proverbios:
«El que se deja arrebatar por la ira llevará el castigo, y si usa de violencias, añadirá
nuevos males» (Pr. 19:19), a la par que aceptamos la exhortación del salmista: «Deja la
ira y depón el enojo; no te excites en manera alguna a hacer lo malo» (Sal. 37:8), pues
«el que tarde se aira es grande de entendimiento; mas el de genio pronto está lleno de
necedad» (Pr. 14:29).
José M. Martínez
La historia bíblica viene a confirmar la realidad expresada por la figura del pastor
aplicada a Dios. En las más variadas circunstancias, Dios protegió y salvó a su pueblo
escogido; lo guió; proveyó lo necesario para suplir sus necesidades; lo instruyó con sus
santas leyes; lo corrigió cuando fue necesario, siempre amparándolo de sus enemigos,
controlando y dirigiendo todos los acontecimientos para que finalmente se cumpliesen los
gloriosos propósitos que Dios tenía para él. Bien podía Israel cantar: «Yahvéh es mi
pastor; nada me falta» (Sal. 23:1).
El hecho de que Dios -o el Señor Jesucristo- aparezca en las Escrituras como Pastor
de su pueblo no excluye que en sus funciones como tal delegue en sub-pastores
humanos su autoridad y la responsabilidad de proteger, alimentar y guiar a su rebaño. De
ahí que ya en tiempos antiguos se transfiriera la metáfora a reyes y otros dirigentes,
civiles o religiosos. Esta práctica, común en los pueblos del Próximo Oriente y del Oriente
Medio, se implantó también en Israel, a petición del propio pueblo, deseoso de tener un
rey «como tienen todas las demás naciones» (1 S. 8:4-22). El establecimiento de la
monarquía israelita en el fondo entrañaba una deslealtad a Dios pese a lo cual el Señor
la toleró con determinadas condiciones (1 S. 8:9-22). Con el tiempo, los reyes y demás
líderes políticos y militares fueron vistos como los pastores de la grey escogida de Dios.
Del modo como dirigían al pueblo dependía la suerte de éste. Si gobernaban conforme a
las prescripciones divinas, dejándose guiar por los grandes profetas que Dios les
enviaba, el reino prosperaba protegido y bendecido por Dios. Si se apartaban de la
voluntad revelada de Yahvéh, habrían de sufrir graves derrotas y calamidades, anticipo
de la más severa catástrofe nacional.
para los fieles; otros -la mayoría- son verdaderos siervos de Cristo. Respecto a éstos se
nos ha dicho: «Imitad su fe». (He. 13:7)
Discernimiento y responsabilidad
Malos pastores los ha habido en todos los tiempos, incluidos los de la época
apostólica. El pasto espiritual que han ofrecido a las congregaciones que dirigían era
nocivo. Tal fue el caso de los maestros judaizantes en días del apóstol Pablo o el de los
filognósticos contemporáneos de Juan. Dirigentes desleales eran los adversarios de
Pablo que le difamaban con objeto de arruinar su obra. No faltó un Alejandro («el
calderero»), causante de muchos males que afligieron al apóstol. Ni en el entorno de
Juan un Diótrefes ambicioso, ávido de poder despótico en la iglesia (3 Jn. 1:9-10).
Tampoco faltaron líderes en la iglesia de Corinto de espíritu sectario, permisivo y
acomodaticio. En el entorno apostólico igualmente hubo colaboradores inconsistentes e
inconstantes como Juan Marcos o como Demas, que abandonó a Pablo «amando este
mundo» (2 Ti. 4:9-11).
Estos y otros comportamientos análogos se han visto -es verdad- entre dirigentes de
las iglesias, lo que ha desprestigiado el testimonio cristiano en una sociedad laica o
beligerantemente anticristiana. Pero esto no es toda la verdad. Yo me atrevo a afirmar
que por cada pastor infiel que pueda hallarse en las Iglesias podríamos encontrar un
centenar de siervos de Cristo que han sido fieles a su llamamiento, han amado la grey
que les ha sido encomendada y se han desvivido en una entrega abnegada a su servicio,
a menudo con deterioro de su salud.
En la Iglesia del Señor hay -lo ha habido siempre- todo un ejército de «héroes y
mártires», de servidores de Cristo que han dado abnegadamente lo mejor de sí mismos
en beneficio de las iglesias y para gloria de Dios. El ejemplo del apóstol Pablo es
impresionante, sin duda el más próximo a la perfección total. Por eso es eminentemente
paradigmático. Casi nos conmueven las declaraciones autobiográficas que escribió en
algunas de sus cartas. Sírvannos de ejemplo el capítulo 2 de su primera carta a la iglesia
de Tesalónica, donde sobresalen prácticamente todas las virtudes pastorales: valor e
integridad (1 Ts. 2:2-3), afán de agradar no a los hombres, sino a Dios (1 Ts. 2:4-5),
desprecio de la gloria humana (1 Ts. 2:6), abnegación (1 Ts. 2:6-8), amabilidad
impregnada de espíritu paternal (1 Ts. 2:11) e incluso maternal (1 Ts. 2:7), disposición a
sacrificar la propia vida en aras del ministerio cristiano (1 Ts. 2:8), diligencia hasta el
agotamiento en el trabajo manual para no ser gravoso a sus hermanos en la fe (1 Ts.
2:9). Exento por completo de vanidad, recuerda a los tesalonicenses «cuán santa, justa e
irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes» (1 Ts. 2:10). ¿Podía
pedirse más del apóstol de los gentiles o de cualquier ministro del Evangelio con
funciones pastorales? Como figuras modélicas podemos mencionar a colaboradores de
Pablo: Bernabé, Timoteo, Tito, Onesíforo, entre otros.
cuántas oraciones intercediendo por sus hermanos según sus necesidades espirituales o
temporales, cuántas horas de estudio, cuántas en la preparación de sus sermones,
cuántas conversaciones íntimas con objeto de orientar, consolar, aconsejar según
convenga, incluso amonestar fraternalmente cuando haya motivo para ello...! Y todo eso
lo hace el pastor fiel con celo, con profunda simpatía, superando sus propios
desfallecimientos. Y sus decepciones, que no son pocas.
José M. Martínez
«Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar;
valentía para cambiar las que sí puedo cambiar;
y sabiduría para conocer la diferencia.» (Reinhold Niebuhr)
Las actitudes de las personas ante las circunstancias adversas, en el fondo, podemos
resumirlas en dos: por un lado, los que viven siempre insatisfechos, con la queja
permanente en la boca y que acaban «bañados» de amargura. Por el contrario, en el otro
polo encontramos a personas cuya reacción ante las tormentas de la vida, los aguijones,
es sorprendentemente positiva; azotadas por los más duros embates, luchan contra uno
o varias experiencias de aguijón, son capaces de disfrutar del más pequeño detalle y de
mantener un espíritu admirable de superación. Su ejemplo nos estimula y su ánimo es
contagioso. En esta línea me causaron especial impacto las palabras de un periodista
español después de quedar tetrapléjico por un accidente de tráfico: «Me siento como un
millonario que ha perdido mil pesetas». ¿Cómo se explica esta diferencia de reacciones?
¿Dónde está el secreto? ¿Se puede hacer algo para conseguir un mínimo de «felicidad»
en medio del dolor por el sufrimiento crónico?
Hay dos palabras que constituyen la clave para ayudar a una persona atribulada por
el aguijón: aceptación y gracia. De hecho, ambas están estrechamente relacionadas
porque la aceptación sólo se consigue, en último término, por la gracia de Dios. Es el
ingrediente sobrenatural de la aceptación. Depende de la fe y viene de Dios. Sin
embargo, hay también algunos aspectos que dependen de nosotros; son los recursos
naturales de la aceptación, de tipo biológico, psicológico o ambiental. Es lo que nosotros
ponemos de nuestra parte, pautas a desarrollar y aprender en el largo camino que lleva a
superar el trauma del aguijón.
erosionaba todas las defensas de mi ser; ahora descubro que el aliado me ayuda a
construir una vida diferente, pero igualmente plena y con sentido.
Volvamos a nuestra pregunta inicial. ¿Por qué la gente reacciona de forma tan
diferente e incluso paradójica ante el aguijón? La respuesta nos introduce a un principio
cardinal: el ser feliz o desdichado no depende tanto de las circunstancias, sino de nuestra
actitud ante estas circunstancias. Como decía el filósofo de la antigüedad Epicteto: «El
hombre no se ve distorsionado por los acontecimientos, sino por la visión que tiene de
ellos». Por supuesto que este principio requiere matizaciones: hay situaciones de
sufrimiento crónico, aguijones que martillean hasta horadar el alma y hacen difícil, a
veces muy difícil, avanzar en el camino de la aceptación. No podemos caer, como ya
hemos visto, en un triunfalismo fácil o en una versión moderna de estoicismo que acaba
irritando más que consolando. Pero, sin duda, la clave en cualquier acontecimiento
adverso radica más en el corazón que en el aguijón; nuestra actitud es mucho más
influyente y decisiva, a la larga, que la fuerza desmoralizante y devastadora del aguijón.
De antemano, nadie está derrotado ante el golpe del trauma; nadie está, a priori,
destinado a sucumbir ante las adversidades.
«parece como si todo fuera distinto». Pero igualmente cierto es que necesito descubrir
rayos de luz en la oscuridad de este nuevo paisaje. Son aspectos inéditos que se abren
ante mis ojos y que me ayudan a luchar mejor o hacen más llevadera la carga.
Vislumbrar a Dios más allá del aguijón. Otra de las realidades que descubro en el
contentamiento, a medida que voy logrando esta visión nueva, es la presencia de un Dios
que al principio parecía lejano, tan lejano que quizás le confundimos con un fantasma
como les ocurrió a los apóstoles. Cuando en aquella oscura noche de tormenta en el mar
de Galilea Jesús vino a ellos andando sobre las aguas, pensaron que era un fantasma.
Jesús estaba con ellos y por ellos, pero su ansiedad les impedía percibir la realidad de
forma adecuada. Tan grande era su angustia, tan prolongado su sufrimiento después de
remar toda la noche en medio de circunstancias adversas, que su capacidad de
percepción estaba embotada (shut down). Así ocurre muchas veces con las experiencias
de aguijón en las primeras etapas. Pero poco a poco aprendo a ver que Dios no está tan
lejos como yo sentía, ni es un fantasma desconocido, sino el Jesús sufriente que viene
andando, me da palabras de ánimo y me coge fuertemente de la mano para que no me
hunda.
No confundir a Dios con un fantasma y poder llegar a percibir su voz en medio del
aguijón constituye probablemente el aspecto más difícil de la aceptación. Lograr ver a
Dios más allá del aguijón genera una confianza serena, profunda. Si Dios no es un
fantasma lejano, sino el Cristo cercano que ha sufrido mucho más que yo, entonces
aprendo que nada ocurre en mi vida sin su conocimiento y su control. Si él ve y conoce
mi situación, entonces yo debo mirarla desde la óptica divina tanto como me sea posible.
Ello me permite desligarme de la estrechez de mi visión y amplía mi horizonte. Este
«paisaje» nuevo, desde la perspectiva de Dios, me libra de la amargura, del
resentimiento y de la sensación de injusticia y esterilidad de muchas situaciones. Pero
aun va más lejos; la aceptación implica creer que Dios puede sacar provecho de
cualquier situación para transformarla en un bien para su gloria o incluso para mi propia
vida.
En el mundo occidental se está viviendo un fenómeno que aparece con inusitada frecuencia:
la depresión, síndrome caracterizado por una tristeza profunda. La persona deprimida ve de
color oscuro todas las cosas. Nada la motiva. Todo le es indiferente. Lo mismo le da vivir que
morir. En los casos extremos, cuando la depresión adquiere un carácter marcadamente
patológico, incluso la idea del suicidio se presenta como una posibilidad no descartable. En estos
casos la ayuda del especialista es del todo aconsejable. Pero son muchos los casos en que, sin
llegar a tales extremos, se cae en la indiferencia hacia todo; todo le es igual al deprimido. Su
situación es comparable a la de alguien que cae en un pozo oscuro y profundo. ¿Hay alguna
posibilidad de salir de él?
El profeta Elías nos ayuda a encontrar la respuesta (léase el capítulo 19 del primer libro de
Reyes). El relato bíblico es sumamente aleccionador. Elías es uno de los más grandes profetas
en uno de los periodos más difíciles de la historia de Israel. Aparece súbitamente, como un rayo
en la oscuridad, como una flecha de Dios dirigida a la conciencia del rey Acab y de todo el
pueblo de Israel. La situación del reino es deplorable. El pueblo está siendo seducido por el
politeísmo; las divinidades paganas de Baal y Aserá, reguladoras de la fertilidad, atraen de modo
creciente la fe de los israelitas. Elías combate la apostasía con todo su coraje. En un reto
impresionante desafía a los sacerdotes de Baal a participar en una prueba decisiva en el monte
Carmelo. El profeta de Yahveh triunfa clamorosamente, y el pueblo exclama: «Yahveh es el
Dios! ¡Yahveh es el Dios!» (1 R. 18:20-40).
Lo acaecido desata las iras de la corte real (1 R. 19:1-2), y Elías, dominado por el temor,
decide huir. Su valentía de pronto se convierte en depresión irreprimible. Brillante en muchos
aspectos, Elías también tuvo sus puntos oscuros. Fue, como diría Santiago, «hombre de
pasiones semejantes a las nuestras» (Stg. 5:17). Y de semejantes errores.
Nuestra mayor preocupación debiera ser siempre la misma que tuvo el Señor Jesucristo:
«Me es necesario hacer las obras del que me envió, mientras dura el día» (Jn. 9:4). En ese
quehacer hemos de perseverar, sin huidas ni deserciones. Todos los acontecimientos de nuestra
vida están bajo el control del Todopoderoso. Y todos responden a una finalidad positiva, sabia y
buena. Así pudo comprobarlo Elías tras sus experiencias en el desierto.
«No soy yo mejor que mis padres» dijo Elías, amargamente decepcionado. Así, en su fuero
interno, anulaba los efectos de su espectacular victoria lograda en el monte Carmelo. Piensa que
no ha tenido más éxito que sus predecesores. Pese al triunfo sobre los sacerdotes de Baal, la
persecución desatada contra el profeta le hace pensar que el resultado final es un fracaso. ¿Qué
sentido tenía ya su vida? Suele ser frecuente en el deprimido un sentimiento de baja autoestima
injustificado.
Elías tenía durante su depresión una visión incompleta de su ministerio. Como consecuencia
de su amonestación no vio la «conversión» del pueblo en masa, pero su labor contribuyó a
robustecer la fe de una importante minoría que se mantendría fiel a Yahveh. También nosotros
caemos en el mismo error. Valoramos nuestra obra por los resultados visibles, no por nuestra
sumisión al propósito de Dios. Olvidamos que el Señor no nos pide éxito, sino fidelidad a él y a
su dirección. En realidad nuestra obra no es nuestra; es de Dios; y él la dirige conforme a los
dictados de su sabia voluntad.
Afortunadamente para Elías, mientras llamaba a la muerte, hizo acto de presencia el primo
de la muerte: el sueño. «Echándose debajo del enebro, se quedó dormido» (1 R. 19:5). El sueño
tiene excelentes efectos reparadores en el deprimido. Por eso Dios le hace dormir y le da de
comer. Una vez repuesto, le manda caminar hasta Horeb (Sinaí), lugar de resonancias sagradas
que evocaba el ministerio no siempre exitoso de Moisés. También él, Elías, allí encontró a Dios,
que no le abandonaba. Sus errores no movieron a Dios a desecharlo como instrumento ineficaz.
«Se metió en una cueva» (1 R. 19:9). ¿Seguía temiendo que los solados de Acab le dieran
alcance?
¿Y nosotros? ¿No pasamos gran parte de nuestra vida en alguna de nuestras «cuevas»,
inmersos en una sombría introspección, viendo fantasmas donde habríamos de ver ángeles,
desastres inminentes donde está a punto de manifestarse la soberanía y el poder de Dios?
Pero el aislamiento nunca puede ser total. Dios siempre puede revelar de modo
inconfundible su presencia alentadora. Tal fue la experiencia de Jacob en Betel. Y la de Moisés
en el desierto. Ahora el Señor penetra en la soledad del profeta y le interpela con una pregunta
que va a sacarlo de su ensimismamiento: «¿Qué haces aquí?» (1 R. 19:9). La pregunta ¿es una
reprensión o una incitación a la reflexión? Posiblemente ambas. Elías se había distinguido por
ser un hombre de acción valeroso e incansable; pero ahora ¿qué hacía? Hundir su cabeza en el
pecho, deplorando su fracaso en su acción profética. No obstante, Dios, con su pregunta, quiere
librarlo de su introspección. Quiere que su siervo vea su situación y su ministerio con nuevos
ojos, pese a que aún quedan errores que Elías ha de abandonar.
La declaración del versículo 10 («...los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus
altares y han matado a espada a tus profetas. Sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme
la vida») es una verdad a medias. Es cierto lo que Elías dice en las tres primeras frases, pero no
la siguiente: «Yo solo he quedado». Esta aseveración no sólo es falsa; es también injusta. ¿No
era nadie el intrépido Abdías que, arriesgando su vida, había escondido en cuevas a cien de los
profetas de Yahveh cuando eran perseguidos por el idólatra Acab? (1 R. 18:13).
Siempre será saludable orar como el salmista y pedir a Dios: «¿Quién puede discernir sus
propios errores? Líbrame de los que me son ocultos.» (Sal. 19:12).
Las palabras de Elías en 1 R. 19:10 suenan a reproche, como si Dios hubiese perdido el
control de la situación. ¿Por qué Dios no había destruido a Jezabel? ¿Por qué no había
inflamado el celo del pueblo de modo que se hubiese amotinado y destronado a Acab? Cuando
Israel, siglos antes, había estado en este lugar, tenía fresco en su mente el recuerdo de los
prodigios obrados por Yahveh. No menos sorprendente era lo que Elias había visto en el monte
Carmelo; pero él parece haberlo olvidado. Ve en él un Dios paralizado. El Dios de los ejércitos
parecía en aquel momento el Dios de los silencios. Y de la inacción.
En ese momento crítico Dios da a Elías una gran lección: Yahveh no es sólo el Dios del
poder y del juicio. Es también el Dios de gracia y de misericordia. Esta lección es
admirablemente ilustrada por el Señor. Un viento «grande y poderoso, que rompía los montes y
quebraba las peñas sopló sobre el monte Horeb, pero Yahveh no estaba en el viento. Tras el
viento hubo un terremoto, pero Yahveh no estaba en el terremoto. Tras el terremoto, un fuego,
pero Yahveh no estaba en el fuego. Y tras el fuego se oyó un silbo apacible y delicado.» (en el
original hebreo, literalmente, «un sonido de suave silencio») (1 R. 19:11-12).
Dios había actuado en otras ocasiones con la fuerza del ciclón o de temible tempestad. Pero
ahora lo que Elías necesitaba era «el silbo apacible», el susurro de una voz que calmara su
espíritu atormentado y pusiera fin a las voces tristes de su alma sumida en la depresión. Era lo
que muchos de nosotros necesitamos cuando la oscuridad nos envuelve y nuestro espíritu se
hunde en el desaliento. Dios sabe cuándo ha de actuar con el furor de su justicia y cuándo ha de
templar sus juicios con su misericordia (Éx. 34:6-7).
José M. Martínez
Hasta tal punto se destaca la santidad en el Nuevo Testamento que viene a ser un elemento
de identificación de todo verdadero cristiano. Quien tiene en poco vivir santamente tiene motivos
para empezar a dudar de la autenticidad de su fe. Es muy solemne la exhortación de la carta a
los Hebreos: «Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Mirad bien
para que nadie deje de alcanzar la gracia de Dios» (He. 12:14-15). Miradlo «bien», con seriedad,
sin caer en criterios y formas de cristianismo acomodadizos. No nos es concedida libertad para
escoger el grado de piedad que mejor nos parezca. Menos podemos acomodarnos a una ética
de permisividad, de manga ancha, en la que todo puede resultar aceptable. Al discípulo cristiano
se le impone la renuncia a toda forma de autonomía moral; se ha de mantener siempre a la
sombra de la cruz, atento a las palabras del Maestro, decidido a vivir en conformidad con ellas.
Un cristiano light, sin compromiso, temeroso de que se le tilde de fanático o beato, suele
asemejarse mucho a la sal que ha perdido su sabor peculiar; «no sirve más para nada, sino para
ser echada fuera y hollada por los hombres» (Mt. 5:13). Si invocamos a Cristo como SEÑOR, él -
no nosotros- es quien ha de fijar los parámetros determinantes de nuestro modo de seguirle. La
«gracia barata», a la que se refería el pastor alemán Bonhoeffer, acaba no siendo nada.
Son muchos los textos de la Escritura que arrojan luz sobre el significado de la santidad
cristiana; pero uno de ellos sintetiza magistralmente lo fundamental de la misma. Es el de Ro.
12:1-2: «Por lo tanto, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros
cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro verdadero culto. No os
conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro
entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.»
Debe notarse atentamente el comienzo de este pasaje: Las palabras «por lo tanto» son un
nexo de unión con todo lo que el apóstol ha enseñado en los capítulos precedentes de la carta
(Ro. 1-11). Todo es una manifestación de las «misericordias de Dios»: la revelación del
Evangelio, su rasgo de universalidad, la obra redentora de Cristo, la acción del Espíritu Santo, la
liberación de la tiranía de la carne y la transformación del creyente a semejanza de su Salvador -
con el que se ha identificado-, la seguridad de la salvación en el marco de la providencia,
seguridad que Dios nos da en Cristo sin distinción de etnias, conforme a la elección divina. Todo
ha sido planeado y realizado por el amor infinito de Dios. Esta gracia nos convierte en deudores.
Si Dios tanto nos ha dado, es lógico que correspondamos a su bondad con nuestra gratitud, a su
generosidad con nuestra consagración. Es lo que Pablo demanda de los creyentes con
admirable delicadeza pastoral. No usa un tono de autoridad, como en su carta a los Gálatas. Se
expresa en términos de apelación razonables, suaves, los más adecuados para que su ruego
tenga efecto positivo: «Os ruego por las misericordias de Dios...»
«...que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es
vuestro verdadero culto.» En el culto israelita el holocausto era el sacrificio más gráfico cuando
se quería expresar la plena dedicación del oferente a Dios. La víctima era totalmente consumida
por el fuego. Y aquí Pablo resalta el contraste entre el holocausto (animal muerto) y el «sacrificio
vivo» del creyente que se consagra plenamente a Dios para vivir conforme a su voluntad. Esa es
la mejor manera de adorarle.
La presentación del cuerpo se refiere a la totalidad del mismo y a cada una de sus partes. El
cuerpo en su conjunto debe ser considerado con mente abierta a la sensibilidad cristiana. La
concepción cristiana del cuerpo dista mucho de la filosofía griega, que veía en él una abominable
cárcel del alma. En sí el cuerpo no es ni bueno ni malo. Su naturaleza moral depende del uso
que de él se haga. Antes de la conversión, los miembros del cuerpo eran «instrumentos de
iniquidad» (Ro. 6:13), de impureza y desorden (Ro. 6:19); pero la conversión lo transforma todo.
Los mismos miembros que habían estado al servicio del pecado se convierten en «instrumentos
de justicia» (Ro. 6:13). «Ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios,
tenéis por fruto la santificación, y por fin la vida eterna» (Ro. 6:22). La boca que en otro tiempo
se había abierto para injuriar a Dios y para difamar o engañar, ahora se abre para alabarle y
proclamar la salvación en Cristo; las manos que habían ejecutado numerosas acciones malas
abundan en «buenas obras que de antemano dispuso Dios que las practicáramos» (Ef. 2:10); los
pies que habían corrido para unirse a los impíos en sus caminos de maldad, ahora se dirigen a la
casa de Dios y al encuentro de la persona necesitada de consuelo y ayuda. El «yo», que en el
pasado había sido centro de la vida se ha rendido al señorío de Cristo. Pero no sólo los
miembros en su particularidad deben ser santificados. La totalidad del cuerpo, como unidad
indivisible, ha de ser una ofrenda presentada a Dios diariamente.
Esa liberación es la clave de la santificación. Dios espera que ésta sea la experiencia de
todo hijo suyo. Ello es signo de la verdadera identidad cristiana. No es, pues, algo que podemos
aceptar o soslayar según nuestro humano criterio. No lo olvidemos: «Sed santos, porque yo soy
santo».
Pablo amplía su pensamiento cuando dice: «No os conforméis a este mundo, sino
transformaos por la renovación de vuestra mente para que comprobéis cuál es la buena voluntad
de Dios, agradable y perfecta» (Ro. 12:2). El verbo «con-formar-se» aquí significa adoptar la
forma -el modo de ser- del mundo, como si éste fuese un molde. Lo que Pablo quiso decir es:
«No adoptéis las ideas, los criterios, los valores, las prácticas, del mundo». La razón de esa
abstención es que el mundo equivale al «presente siglo malo», dominado por «el dios de este
siglo» (Gá. 1:4, 2 Co. 4:4). En el mundo occidental, pero también en otros lugares, de manera
abierta o solapada, el mundo vive en oposición a Dios. Los valores morales y religiosos se
subestiman o se diluyen en un laicismo inoperante. Están en auge el materialismo, el hedonismo,
el placer de las drogas, la obsesión sexual. Y todo agravado por la arrolladora influencia de los
medios de comunicación. Multitud de personas quedan atrapadas en el «molde» de esa
situación y reproducen en sus ideas y en su modo de vivir -y aun de vestir- lo que ven en los
«famosos» de turno. Resultado: una vida vacía, intrascendente, amargamente insatisfactoria.
Caer en los moldes del mundo es reconocer una pérdida de la propia identidad, de la capacidad
para discernir y decidir. El cristiano debe evitar a toda costa ese empobrecimiento de la propia
personalidad.
«Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo
la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, por la acción
del Espíritu del Señor» (2 Co. 3:18).
¿Yo también?
José M. Martínez
Una herramienta imprescindible para llegar a ver diferente radica en aprender a pensar
diferente. Como decíamos antes, estas facetas ocurren de forma simultánea, no consecutiva. El
principio esencial aquí es: lo que sentimos depende en gran manera de lo que pensamos. Lo
importante en nuestra vida no es lo que nos pasa sino cómo lo interpretamos, lo que pensamos
en cada momento. En otras palabras, no puedes controlar lo que te sucede, pero sí puedes
decidir cuánto te afecta. Si logramos entender y aceptar esta realidad, podremos empezar a
controlar nuestras emociones mucho mejor de lo que habíamos imaginado. Por ello vamos a
explicar con detalle por qué hacemos esta afirmación que es vital en el proceso de aceptación de
un aguijón.
Ante todo, veamos el mecanismo psicológico. El pensamiento viene antes que la emoción y
es lo que nos hace sentir bien o mal, afortunados o desdichados. Mis emociones vienen
determinadas por mi forma de pensar. Por esta razón ante un mismo acontecimiento, las
personas reaccionan de muy diversas formas, porque lo interpretan de manera distinta.
Observemos esta frase: «No puedo soportarlo más; me está amargando la vida y, además, esto
será para siempre». Estas palabras de un hombre de mediana edad con una diabetes que le
afectaba la vista y le impedía desarrollar su trabajo habitual reflejan sus sentimientos, muy
negativos, ante el aguijón. Sí, los pensamientos son los responsable de nuestras emociones.
Una ilustración nos ayudará entenderlo: mi personalidad es como un jardín en el que planto
constantemente semillas, los pensamientos. Según la semilla, así será la planta. Puede ser un
pensamiento de ánimo y entonces me hará sentir bien, o puedo sembrar ideas pesimistas,
desalentadoras y me causarán desazón. Aun sin darme cuenta, le estoy enviando a mi mente
mensajes todo el tiempo que influyen mucho en mi estado de ánimo, mi calidad de vida e incluso
en mi salud.
Este principio básico -lo que sentimos depende en gran manera de lo que pensamos- ha
dado lugar en psicología a la llamada terapia cognitiva. Consiste en sustituir los pensamientos
negativos o distorsionados –llamados creencias erróneas- por pensamientos positivos,
adecuados a la realidad y generadores de emociones positivas. Este proceso de «re-aprender a
pensar» se parece al aprendizaje de una lengua extranjera: hay que practicarlo, requiere
voluntad y no es instantáneo. Para nosotros, como creyentes, es muy interesante descubrir que
la terapia cognitiva no es un invento de la psicología moderna, sino que ¡ya el apóstol Pablo la
recomendaba a los lectores de sus cartas hace 20 siglos! Hay dos pasajes sobresalientes al
respecto en 2 Corintios y en Filipenses.
Requiere un esfuerzo. La idea de «llevar cautivo» implica una lucha previa. Uno debe
pelear contra los pensamientos negativos, desarmarlos y hacerlos prisioneros o cautivos. Todo
ello excluye una actitud pasiva, hay que esforzarse, y aquí la voluntad juega un papel clave. Uno
de los mejores aliados del pesimismo –el pensamiento negativo- es la indolencia, la falta de
esfuerzo que es caldo de cultivo para la autocompasión y la amargura.
El pasaje de Filipenses, un formidable resumen de terapia cognitiva, viene a ser una perla
inestimable para la paz del creyente. Es casi imposible llegar a una aceptación plena de
cualquier aguijón sin aprehender y practicar el mensaje contenido en este memorable pasaje.
«Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo
puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de
alabanza, en esto pensad.» (Fil. 4:8)
Los ocho elementos de la lista tienen una clara connotación moral. Afectan no sólo mi
ánimo o sentimientos, sino mi conducta. El beneficio no es sólo psicológico –relax mental, un
efecto ansiolítico-, sino ético. En la medida que yo cultive –«pensar en»- esta lista de virtudes,
estaré influyendo también en los demás, afectará no sólo mi mente, sino también mi conducta y
mis relaciones. De nuevo, aquí la terapia cognitiva bíblica se aleja del enfoque egocéntrico y
hedonista que ya hemos apuntado, tan propio de nuestra sociedad y de las populares modas de
autoayuda.
El verbo «pensar» (logizomai) no significa tanto tener en mente o recordar, sino sobre todo
reflexionar, ponderar el justo valor de algo para aplicarlo a la vida. De manera que su efecto
positivo no es fugaz, un breve rato de «meditación trascendental» que me ayuda a relajarme,
sino que afecta a mi vida de forma profunda y duradera. Es un hábito que moldea mi conducta.
Vamos a identificar, en primer lugar, cuáles son los hábitos de pensamiento negativo más
frecuentes en la persona afligida por un aguijón.. Ante la adversidad, la persona suele darse tres
explicaciones:
1.- La culpa es mía. Se busca una causa personal a la adversidad. Culpabilizarse es una
reacción propia del duelo que desaparece con el tiempo.
2.- No va a cambiar nunca. El aguijón será permanente. No se ve ninguna luz en el futuro;
todo parece negro. Es como si el mundo se acabara.
3.- Va a arruinar toda mi vida. Sus efectos son globales, afectan todas las áreas. Estoy
incapacitado para hacer nada.
Darse uno mismo estas explicaciones personales, permanentes y globales para las cosas
malas que le suceden en la vida constituye el mejor camino para destrozar la autoestima y
producir un sentimiento de derrota e impotencia. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo luchar contra
estos hábitos negativos de pensamiento?
¿Cómo podemos combatir estas pautas tan negativas? Recordemos la regla de oro de la
terapia cognitiva: tal como pensamos, así sentimos; no son las circunstancias, sino las actitudes
lo que nos hace felices o desdichados. Por ello necesitamos aprender preguntas estimulantes
que produzcan respuestas positivas y, finalmente, sentimientos de esperanza. En mi experiencia
de consejería con personas afligidas por aguijones hay cuatro preguntas sumamente útiles. Al
exponerlas pensamos no sólo en los propios afectados, sino también en las personas que
desean ayudarles.
1.- ¿Puedo hacer yo algo para cambiar o mejorar esta situación? ¿Hay algún remedio
con el que pueda contribuir a aliviarla? Si es así, por pequeño que sea el paso inicial, empieza
ya. A veces, pequeños cambios producen grandes modificaciones. No hay que ser demasiado
ambicioso ni maximalista –«o todo o nada»- a la hora de empezar a actuar.
2.- ¿Qué tiene –o podría tener- de bueno esta situación? No son pocas las circunstancias
de aguijón donde podemos descubrir aspectos positivos. Pero ten en cuenta que estos
«beneficios secundarios» hay que buscarlos activamente; raras veces uno los encuentra «por
casualidad». Recordaré siempre la ilustración de los buscadores de oro: las pepitas de oro se
encuentran en medio del fango; no hay oro sin fango. Uno tiene que hurgar en medio de la
suciedad del barro para hallarlas.
3.- ¿Qué puedo aprender? ¿En cuanto a mí mismo? ¿En cuanto a los demás? ¿Qué quiere
Dios enseñarme en cuanto a su voluntad para mi vida? El valor pedagógico del sufrimiento es
algo aceptado no sólo por los creyentes, sino también por todos aquellos que conocen bien los
entresijos del alma humana: pedagogos, psicoanalistas, escritores etc.
4.- ¿Hay algo o alguien por lo que puedas estar agradecido? Busca motivos de gratitud a
Dios o a los demás en medio de tu agujón. Normalmente las circunstancias de sufrimiento son
una oportunidad formidable para el amor y la solidaridad. Una de las peores catástrofes
naturales de la humanidad en los últimos siglos -el tsunami, maremoto que causó 250.000
víctimas– dio lugar a la mayor manifestación de solidaridad conocida en la Historia.
Todos tenemos en nuestra mente algo así como dos «habitaciones»: un sótano y un ático.
En el sótano, el piso más bajo de un edificio, sólo hay oscuridad, humedad y algún que otro
ratón. No es agradable estar en el sótano. El ático, por el contrario, es el lugar con más sol y luz
de toda la casa, bien ventilado, un sitio muy apreciado porque se está bien allí. En el sótano de
nuestra mente es donde encontramos todos los problemas, los pensamientos tristes y las
preocupaciones. Es la dimensión oscura de la vida; es real, existe, todos tenemos un sótano.
Pero, gracias a Dios, hay también un ático donde encontramos los motivos de alegría, de
gratitud, las cosas buenas de la vida, las grandes y pequeñas ilusiones. ¿Por qué muchas
personas se empeñan en bajar con tanta frecuencia al sótano, incluso se quedan allí mucho
tiempo? ¿Tanto cuesta subir al ático y llenar nuestra mente de luz, de aire fresco y de gratitud?
Cuánto necesitamos todos aprender de David, tanto los que viven afligidos por una
experiencia de aguijón como los que no. Subir al ático de nuestra mente y evitar en lo posible
instalarnos en el sótano es la mejor manera para poder exclamar «Bendice alma mía al Señor...
y no olvides ninguno de sus beneficios». En el camino de la aceptación éste es un paso
imprescindible.
La diferencia entre una vida plena y una vida amargada no radica tanto en las circunstancias
del entorno, sino en las actitudes del corazón.
Este mes, cuando el año presente agoniza, de nuevo la Navidad nos convoca a una
celebración gozosa. Y una vez más el mundo vivirá la festividad de modo que recuerde
más las antiguas bacanales paganas que el nacimiento de nuestro Salvador. Yo diría que
la manera de celebrar la Navidad marca la diferencia entre el verdadero cristiano y el que
no lo es. Éste cede sus impulsos hedonistas en busca de placer; distintivo de la
celebración son la comida y la bebida, las más de las veces en exceso. El no cristiano
espera y busca diversión; el cristiano, adoración, se toma en serio el significado de la
natividad de Jesús, atiende al mensaje que contiene. Al hacerlo, experimenta en grado
superlativo el «gozo inefable y glorioso» del que escribió el apóstol Pedro (1 P. 1:8).
Piensan muchos que el cristianismo, con sus exigencias morales, somete a quienes
lo profesan a una vida de privaciones. La imagen que tienen de un cristiano es la de un
asceta triste que mortifica su cuerpo y se priva incluso de placeres lícitos. Nada más lejos
de la realidad. El propósito de Dios es que sus hijos estén «siempre gozosos» (1 Ts.
5:16). También a nosotros, cristianos, se nos dice hoy lo que un día se dijo a los judíos
que habían regresado del cautiverio en Babilonia: «El gozo del Señor es vuestra fuerza».
(Neh. 8:10). Tan importante es esa característica que en el fruto del Espíritu Santo, el
gozo aparece en lugar preferente, inmediatamente después del amor y antes que los
restantes rasgos que distinguen al creyente (Gá. 5:22). El Señor Jesucristo, en su
enseñanza sobre el Reino de Dios, más de una vez la ilustró con la participación en una
fiesta (parábolas de la gran cena y de las diez vírgenes), y al final de su ministerio pide
en su oración intercesora algo que, sin duda, consideraba de importancia capital: «que
tengan mi gozo cumplido en sí mismos» (Jn. 17:13). No es de extrañar que el ángel,
aquella noche memorable, dijera: «os doy nuevas de gran gozo» (Lc. 2:10): el gozo de la
salvación que el Cristo recién nacido venía a realizar (Lc. 2:11).
Se dice, y con razón, que no hay dos sinónimos que signifiquen exactamente lo
mismo. Por eso es aconsejable no usar de manera indistinta los términos «gozo» y
«alegría». La alegría es un sentimiento causado por alguna experiencia placentera: una
buena noticia, un beneficio inesperado, la conclusión de una obra con éxito, la
celebración de una fiesta, una experiencia amorosa, etc. El gozo también proporciona
placer, pero es más estable y más profundo que la alegría. No olvidemos que, como
hemos indicado, es fruto del Espíritu Santo. No siempre se exterioriza de modo tan
visible como la alegría. Suele ser más sosegado, pero también más hondo. Al comparar
la alegría y el gozo, podemos usar la ilustración del agua. La alegría es comparable al
agua que brota del manantial, impetuosa y cantarina, pero también huidiza, mientras que
el gozo es semejante al agua subterránea de los acuíferos, menos poética, pero más útil,
como puede verse en el sistema de riego que la extrae de las entrañas de la tierra.
En la Escritura el gozo suele ir unido a la paz (Ro. 14:17; Ro. 15:13). En el fruto del
Espíritu, antes mencionado, así puede verse («amor, gozo, paz...»). Muchas veces el
gozo se hace visible por la quietud de espíritu que infunde. Debemos recordar un detalle
importante: la aclamación de los ángeles que atribuía gloria a Dios en las alturas también
anunciaba paz sobre la tierra (Lc. 2:14). Esta paz es una faceta radiante de la salvación.
La venida del Hijo de Dios al mundo significaba la irrupción de su Reino con la oferta de
salvación plena para todo aquel que en él cree. Eso constituye el meollo del Evangelio
(Ro. 1:16), y tiene una importancia incomparable: Por la fe somos salvos del juicio
condenatorio de Dios (Ro. 8:1), de la esclavitud del pecado (Ro. 6:17-18), del temor a la
muerte (He. 2:14-15), de una vida sin sentido, insatisfactoria, pues como decía el
predicador de antaño, «vanidad de vanidades; todo es vanidad» (Ec. 1:2), del temor y la
ansiedad (Fil. 4:6-7; Mt. 6:25-34). El apóstol sabía lo que se decía cuando exhortaba a
los creyentes de Tesalónica a: «estar siempre gozosos» (1 Ts. 5:16).
Son muchos y poderosos los motivos que tenemos para vivir inmersos en un estado
de gozo. Es el estado en que vive el creyente cuando está «en Cristo», en comunión
espiritual con él, ocupado en su servicio. El resultado de esto es mucho más que un
simple sentimiento de alegría fluctuante. Es una situación estable de la que nos
beneficiamos mediante la fe. Es tanto, y tan grandioso, lo que en Cristo poseemos que en
el fondo de nuestro ser se aloja un gozo indescriptible, independiente de las
circunstancias externas. Por supuesto, las circunstancias en muchos casos contribuyen a
robustecer el gozo. Pero cuando la alegría se desvanece el gozo perdura cual lecho que
acoge los sentimientos y los eleva a las alturas de los «lugares celestiales en Cristo» (Ef.
1:1-3). En último término lo que en definitiva cuenta no son los sentimientos, sino el
conocimiento; no lo que siento, sino lo que sé. Y yo sé que Dios me ama, que se
preocupa de mí, que me da lo que realmente necesito, me protege del mal, llena de
sentido mi vida y controla todas mis circunstancias de modo que todas las cosas
cooperen para bien (Ro. 8:28). Sabiendo todo esto, ¿cómo podré dejar de regocijarme
«siempre»? Pablo no exageraba al usar el adverbio de tiempo en 1 Ts. 5:16. La frase no
es hiperbólica. Cuando dice: «Estad siempre gozosos» quiere decir «estad gozosos en
todo tiempo o circunstancia». Ello es posible si somos conscientes de que estamos en
Cristo, en quien tenemos todos los elementos necesarios para regocijarnos. ¿De veras?
Pues sí. Aun en lo más agudo del padecimiento puede el cristiano experimentar gozo,
porque se goza «en el Señor» (Fil. 4:4). Cuando Jesús se hallaba a las puertas de su
pasión y muerte habló de su gozo y de su deseo de que sus discípulos pudieran
compartirlo (Jn. 15:11). Sin duda, su deseo se cumplió. Esteban testificó de Cristo con
valentía y con paz de espíritu. Ello le costó la vida, pero en su martirio expiró «lleno del
Espíritu Santo, y puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús, que estaba
de pie a la diestra de Dios». (Hch. 7:55). Pedro pudo dormir profundamente en la cárcel
cuando su vida corría peligro de muerte. Pablo y Silas, doloridos por los azotes que
habían recibido en Filipos y por la presión del cepo que sujetaba sus pies, contaban y
glorificaban a Dios. Su gozo «en Cristo» superaba su sufrimiento. Es impresionante el
testimonio de Pablo y sus compañeros relativo a su ministerio. ¡Qué contraste admirable
entre sus condición física y su fortaleza de ánimo en el ejercicio de su ministerio!:
«Estamos -decía- atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no
desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos,
llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la
vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (2 Co. 4:8-10). Según Pedro, es en un
contexto de prueba y aflicción donde se vive la experiencia de un «gozo inefable y
glorioso» (1 P. 1:6-8).
Conclusión:
José M. Martínez
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Los cristianos en el mundo de hoy, Editorial CLIE y AEE, 1987, ISBN: 84-7645-244-6
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2007)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
Actualmente es presidente de la Alianza Evangélica Española, y vicepresidente de la Comunidad
Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la mayoría de las librerías
cristianas. Para encontrar una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Arco Iris
Cristianas en internet en la dirección http://www.paginasarcoiriscristianas.com.
Índice
Enero 2007 – Dios, eternamente Dios..........................................................................................................3
Febrero 2007 – Aceptando los «aguijones» de la vida (III)...........................................................................6
Marzo 2007 – El rostro humano de Dios....................................................................................................11
Abril 2007 – Bebiendo la copa del Padre...................................................................................................14
Mayo 2007 – Problemas de la autoestima..................................................................................................17
Junio 2007 – Cómo conocer y hacer la voluntad de Dios...........................................................................21
Julio 2007 – Las «confesiones» de Jeremías.............................................................................................25
Septiembre 2007 – El predicador, instrumento de comunicación................................................................28
Octubre 2007 – La ansiedad a la luz de la Biblia........................................................................................33
Noviembre 2007 – El ministerio de la consolación en la vida de Job..........................................................36
Diciembre 2007 – Desfile de Navidad........................................................................................................40
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
A las reflexiones de signo negativo pueden añadirse otras. Todo año nuevo, por lo
general, suscita preguntas inquietantes, abre la puerta al mundo de lo desconocido.
Puede depararnos experiencias gratas, pero también decepciones, amargura,
enfermedad, pérdidas dolorosísimas, dificultades económicas, graves problemas
familiares, desengaños, todo tan inesperado como indeseado. Ante lo incierto del futuro
nos invade el desasosiego; con frecuencia, la ansiedad, el temor. No obstante, el
creyente, sean cuales sean las circunstancias de su vida, sabe que sus «tiempos» están
en las manos de Dios (Sal. 31:15) y que él es «nuestro amparo y fortaleza, nuestro
pronto auxilio en las tribulaciones» (Sal. 46:1-3). La confianza en medio de estos
problemas infunde esperanza, aunque -como en la experiencia de Abraham- sea
«esperanza contra esperanza» (Ro. 4:18). Y la esperanza da paz. Esta bendición es la
que Cristo prometió a sus discípulos en la hora oscura que precedió a su pasión y
muerte: «La paz os dejo, mi paz os doy; no se turbe vuestro corazón ni tenga miedo» (Jn.
14:27).
Los seres humanos, a través de los siglos han concebido a Dios de muy diversas
maneras, pero siempre de modo erróneo. La verdad es que Dios es humanamente
incognoscible. Dejados a las disquisiciones de nuestra razón o de nuestra imaginación,
Dios se nos hace un grandísimo misterio; como decía el famoso poeta Goethe, un ser
«insondable». De él afirmó Pablo que «habita en luz inaccesible» (1 Ti. 6:16). Y Juan
ratificó esa verdad: «A Dios nadie le vio jamás» (Jn. 1:18), para añadir seguidamente: «el
unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer». En Cristo se ha
consumado la revelación de Dios. Y esa revelación llega a nosotros a través del
testimonio profético-apostólico recogido en los escritos bíblicos. Mediante ese testimonio
conocemos los atributos que distinguen a Dios y todo lo concerniente a su relación con
nosotros. Así llegamos a saber no sólo que Dios es (existe), sino también cómo es: justo,
santo, sabio, bondadoso, todopoderoso, omnipresente, omnisciente, eternamente
soberano sobre todo cuanto existe. Asimismo las Sagradas Escrituras nos muestran las
grandes obras de Dios, y ensalzan los principales rasgos de su figura.
Por medio de su Hijo creó los cielos y la tierra (Jn. 1:3). «Todo fue creado por medio
de él y para él» (Col. 1:16). Porque nos creó, Dios nos conoce perfectamente (Sal.
139:13-16). Y nos ama, a pesar de que la humanidad se apartó de él para vivir en la
desobediencia. «Todos nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su
camino» (Is. 53:6). El salmista se sintió maravillado al considerar la intervención de Dios
en su concepción (Sal. 139:13-18). Tanta maravilla no podía ser irremisiblemente
destruida por la caída del ser humano. Y Dios inició una nueva obra, la de una nueva
creación, equivalente a la renovación de todas las cosas. Todavía está ocupado en ella:
Dios, renovador
Dios, en Cristo, lleva a efecto una nueva obra. De esta acción renovadora surgirán un
día «cielos nuevos y nueva tierra» (2 P. 3:13). Dios mismo dice: «He aquí, yo hago
nuevas todas las cosas» (Ap. 21:5). Esa nueva creación se ha iniciado ya en el orden
espiritual: «Si alguno está en Cristo es una nueva creación; las cosas viejas pasaron; he
aquí, todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Y en el futuro la renovación será total,
pues seremos transformados a semejanza de Cristo en el día de su segunda venida (1
Jn. 3:2).
Cuando Juan declaró «Dios es amor» estaba manifestando algo más que un atributo
de la divinidad. Estaba revelando la esencia misma de Dios: «ES amor». Muchas
pruebas de ese amor se hacen perceptibles en la creación: la belleza de ésta al igual que
su utilidad. Pero, sin duda alguna, la manifestación más sublime del amor de Dios la
hallamos en su obra de redención, «porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a
su Hijo unigénito para que todo aquel que en él crea no se pierda, sino que tenga vida
eterna» (Jn. 3:16). Dios «muestra su amor para con nosotros en que, siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8).
Nada reconforta más que la convicción de que Dios nos ama, pues ese amor
garantiza su presencia, su compasión, su protección, su ayuda todos los días de nuestra
vida. ¿También cuando nos golpea fuertemente el sufrimiento? ¡También! En algunos
momentos de la historia o de nuestra experiencia personal tenemos la impresión de que
Dios ha dimitido de su función regia como Señor soberano, que se ha ausentado del
universo, que se ha cubierto de un velo y se ha sumido en el más absoluto silencio.
Como si hubiese muerto. Y nosotros nos quedamos perplejos, sin saber qué pensar o
creer. Pero esa impresión dista mucho de la realidad. A cada uno de sus hijos dice Dios:
«Con amor eterno te he amado» (Jer. 31:3). Nos amó en el pasado. Nos ama en el
presente. Seguirá amándonos en el futuro, por más que permita circunstancias duras en
nuestra vida. Si del amor humano dijo Pablo que «nunca deja de ser» (1 Co. 13:8), ¿no
habremos de decir lo mismo, y con más motivo, del amor de nuestro Creador y Redentor?
Con un Dios tan maravilloso, bien podemos ponernos en sus manos al comienzo de
un nuevo año. No sabemos qué nos deparará, pero eso tampoco importa demasiado. «Si
Dios con nosotros, ¿quién (o qué) contra nosotros?» (Ro. 8:31). Como Creador, como
Renovador, como Dios amoroso y fiel, me guardará, me guiará, día tras día será mi
Pastor. «Su vara y su cayado me infundirán aliento, el bien y la misericordia me seguirán
todos los días de mi vida, y en la casa del Señor moraré por largos días» (Sal. 23).
José M. Martínez
«Sé vivir humildemente y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado...»
Ante el trauma del aguijón, las personas somos como los árboles: tenemos una
capacidad de adaptación que nos permite resistir y reorganizar la vida después del
impacto de la experiencia traumática. A esta capacidad elástica se la conoce hoy con el
nombre de resiliencia. Podríamos definir la resiliencia como la facultad de recuperarse
después del trauma. El término se emplea en dos grandes áreas: en la metalurgia se
aplica a la capacidad de un material de recuperar sus condiciones iniciales después de
haber sufrido un golpe fuerte. De manera parecida, en física alude a la resistencia de los
materiales a la presión y la recuperación de su estructura. El psiquiatra y etólogo francés
Boris Cyrulnik ha sido el pionero en introducir esta idea en el campo de la psicología y
aplicarla, en especial, a los niños víctimas de grandes traumas infantiles (por ejemplo,
haber sobrevivido a los campos de concentración nazis). Cyrulnik nos viene a decir que
una infancia infeliz no determina la vida. Sus conceptos nos sirven también para los
adultos, en especial su énfasis en el amor como fuerza terapéutica suprema.
Una persona resiliente viene a ser como los árboles de Menorca: ante el embate del
viento, se adapta. Instrumentos clave para ello son la reorganización y la adaptación.
Veamos ahora de qué maneras prácticas puede reorganizarse la persona afligida por el
aguijón.
Pablo también tuvo que aprender este aspecto. Unas veces era por su dolencia en
los ojos que le hacía depender de otras personas a la hora de escribir, tal como se nos
relata en Gá. 6:11. Otras veces por sus experiencias de encarcelamiento, la expresión
máxima de pérdida de autonomía y de libertad, como cuando escribe esta carta a los
filipenses desde la cárcel de Roma. Ello le hizo dependiente de algunos colaboradores
escogidos, personas de su confianza como Timoteo y Epafrodito entre otros, con los que
llegó a tener este tipo de relación tan singular que antes hemos descrito. Es admirable
comprobar los sentimientos de Pablo hacia Epafrodito en el pasaje de Fil. 2:25-30.
Intenta descubrir quiénes son tu Jonatán o tu Epafrodito en tu lucha contra el aguijón.
Ésta es una de las experiencias más enriquecedoras de una vida.
Alguien podría objetar que las aflicciones en la vida del apóstol fueron algo
voluntario, fruto de una decisión -la conversión- que él tomo libremente, mientras que los
aguijones de la vida, por lo general, nos vienen sin buscarlos ni desearlos. ¿Qué diremos
a ello? Si, es cierto que algunos -no todos- de los aguijones de Pablo fueron
consecuencia directa de su obediencia a Cristo. El «discípulo no es mayor que su señor»
y, por ello, la vida cristiana está llena de experiencias duras que uno se habría ahorrado
de no haber optado por el camino "estrecho". Como alguien ha dicho, la salvación es
gratuita, pero en el discipulado no hay rebajas. Ello nos introduce en un tema fecundo: el
aguijón por causa del nombre de Cristo, los sufrimientos y la persecución a causa de la
fe. Por ello debemos concluir esta serie de tres artículos con el ejemplo de Jesús quien
sufrió el mayor aguijón precisamente por su obediencia al Padre.
Hasta ahora hemos considerado la experiencia del apóstol Pablo. Hay, sin embargo,
otro ejemplo que para nosotros constituye el modelo supremo de aceptación: Cristo ante
el aguijón del pecado y de la muerte en la cruz. ¿Puede haber una experiencia más
traumática tanto física como moralmente? En la cruz, Cristo experimentó una de las
muertes más sádicas desde el punto de vista físico 1 y, sobre todo, la mayor injusticia y el
mayor dolor moral que jamás hombre alguno haya sufrido. No debe ser casualidad que
una de las escasas ocasiones en que aparece la palabra aguijón en el NT. se refiera
precisamente a la muerte y al pecado (1 Co. 15:55-56). Cristo tenía que pasar por el
mayor de los aguijones –experimentar la muerte y el peso del pecado- precisamente para
librarnos a nosotros de su veneno mortal.
Nuestras experiencias de dolor pueden ser muy duras y difíciles de sobrellevar, pero
quedan relativizadas ante el aguijón por excelencia que fue la cruz. Ningún aguijón
humano puede ser mayor que éste: «Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido
por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre él y por su llaga fuimos
nosotros curados». Este vívido pasaje profético de Is. 53 nos presenta a Jesús como un
experto en el sufrimiento, "doctorado en aguijones": «despreciado y desechado entre los
hombres, varón de dolores y experimentado en quebrantos...» (Is. 53:3). Todo ello
porque Dios «cargó en él el pecado de todos nosotros» (Is. 53:6). Una lectura detenida
de este capítulo nos ofrece una impresionante descripción del sufrimiento por amor. Es
ahí donde empezamos a vislumbrar los poderosos rayos de luz que el Evangelio arroja
sobre el misterio del sufrimiento injusto. Personalmente se me hace difícil leer este
pasaje sin emocionarme.
● «Padre, si es posible, pase esta copa de mí». Lucha por eliminar el aguijón. Como
hombre, Jesús tiene la misma reacción que cualquiera de nosotros: procura evitar
aquel trauma, busca cambiar las cosas. Es la fase legítima y natural de lucha.
● «Con gran clamor y lágrimas». Oración ferviente al Padre. El autor de hebreos
nos describe con gran realismo, casi de forma cruda, la intensidad emocional de la
lucha en oración de Jesús con el Padre: «Y Cristo, en los días de su carne,
ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la
muerte, fue oído a causa de su temor reverente.». (He. 5:7). Por el relato de los
Evangelios sabemos que «se angustió en gran manera» y «estando en agonía
oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían
hasta la tierra» (Lc. 22:44). Y en Mateo se lee: «mi alma está muy triste hasta la
muerte» (Mt. 26:38).
1 La muerte de un crucificado era lenta, duraba hasta 18-20 horas, y se consideraba la forma más atroz de ejecución
en el Imperio Romano.
Pastor José M. Martínez y Dr. Pablo Martínez Vila Página 9 de 44
Pensamiento Cristiano Temas del Mes del año 2007
La lucha por cambiar las cosas y la oración ferviente al respecto siempre deben venir
enmarcadas por la sumisión a la voluntad de Dios, aunque nos parezca misteriosa y
oscura. A primera vista nos sorprende la afirmación de que Jesús «fue oído a causa de
su temor reverente» (He. 5:7). ¿En qué sentido fue oído? Dios no le libró de la muerte.
Cristo tuvo que pasar por el trago amargo de la cruz. Desde nuestra perspectiva humana,
ser oído por el Padre debería implicar una respuesta afirmativa a su petición, es decir
librarle de la copa de la muerte. Pero sabemos que esto no fue así. Dios le oyó en el
sentido de que envió un ángel del cielo para fortalecerle. Es muy evidente en el texto de
Lucas la relación causa efecto entre la petición de Jesús «Padre, si quieres, pasa de mí
esta copa» (Lc. 22:42) y la respuesta inmediata del Padre: «Se le apareció un ángel del
cielo para fortalecerle» (Lc. 22:43). Gran lección para nosotros: Dios no siempre nos va a
librar del aguijón, pero siempre nos dará los recursos necesarios para luchar contra él.
Concluimos. Cristo sufrió y superó de forma admirable el más grande aguijón. Por ello
«no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
debilidades» (He. 4:15). Cristo nos ayuda en nuestros aguijones de dos grandes
maneras: por un lado, porque nos da un ejemplo supremo, es nuestro modelo a seguir.
Pero también, y sobre todo, porque su gracia sobrenatural nos fortalece en nuestra
debilidad. Cristo, a diferencia de un gran maestro humano, como podría ser Gandhi, nos
proporciona la fuerza que nos hace exclamar con Pablo «todo lo puedo en Cristo que me
fortalece». Dependemos de Cristo porque su gracia se hace perfecta en nuestra
debilidad.
En Cristo Dios se acerca a los hombres. El Hijo encarnado es Emanuel, «Dios con
nosotros». Y por nosotros. Dios está, por así decirlo, comprometido con nuestra
salvación y juntamente con su Hijo participa en la obra dolorosa de la expiación del
pecado para salvación de los seres humanos. En la cruz Dios «estaba en Cristo
reconciliando el mundo a sí» (2 Co. 5:19). ¡Misterio profundo! ¿Significa esto que Dios
puede sufrir? Algunos teólogos -más bien filósofos-, envueltos en especulaciones
metafísicas, han negado esa posibilidad alegando que la inmutabilidad de Dios implica
su impasibilidad (que no puede sufrir). Pero en la Biblia hay textos muy significativos que
presentan a Dios con sentimientos doloridos, como un gran sufriente: «En toda angustia
de ellos él fue angustiado» (Is. 63:9). «Así ha dicho Yahveh (hablando a su pueblo): "El
que os toca, toca la niña de mi ojo"» (Zac. 2:8). ¿Acaso no hay sufrimiento inaudito en las
palabras de Dios transmitidas por el profeta Oseas: «¿Cómo podré abandonarte, oh
Efraím? ¿Cómo podré entregarte, oh Israel?... Mi corazón se revuelve dentro de mí; se
inflama toda mi compasión» (Os. 11:8).
ha efectuado una total renovación: «Si alguno está en Cristo es una nueva creación; las
cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Al decir «todas» quiere
indicar la totalidad de la persona y de su vida: su carácter, sus aspiraciones, sus valores
y prioridades, su comportamiento, su relación con Dios y con sus semejantes. Asimismo
incluye la influencia del pueblo cristiano en el mundo como sal y luz. Cristo es la imagen
perfecta de Dios. El cristiano es llamado a ser imagen viva de Cristo.
Lo que llevamos dicho de Cristo es aplicable al Padre. El Señor Jesús afirmó: «Yo y el
Padre somos una sola cosa» (Jn. 10:30), «Todo lo que el Padre hace, también lo hace
igualmente el Hijo» (Jn. 5:19). De modo análogo podría decirse que todo lo que el Hijo
hace también lo hace el Padre juntamente. En la obra de la salvación Dios y su Hijo están
plenamente identificados.
José M. Martínez
Las Escrituras, Antiguo y Nuevo Testamento, nos muestran de modo inequívoco que
Dios es «el Juez de la tierra que da a los soberbios su merecido» (Sal. 75:8; Sal. 94:2; Is.
51:17; Jer. 25:15; Hab. 2:16). Esa copa se derrama sobre individuos y pueblos. De no ser
por la gracia de Dios, todos quedaríamos sometidos a su juicio condenatorio, «por cuanto
todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Ro. 3:23). No podían ser más
solemnes las palabras del Señor Jesucristo: «Si no os arrepentís, todos pereceréis
igualmente» (Lc. 13:3). Sobre todos se inclina el cáliz de la justa cólera divina, pues el
hombre, por su condición natural a raíz de la caída, propende a alejarse de Dios y a
transgredir sus leyes. De una u otra manera se convierte en un rebelde recalcitrante. De
modo irrefutable afirma el apóstol Pablo: «Vosotros erais antes... enemigos de Dios en
vuestro corazón por las cosas malas que hacíais» (Col. 1:21). ¿Acabará de inclinarse la
copa de modo que su contenido se vierta sobre nosotros? ¡No es ése el propósito de
nuestro Padre!
Tal prodigio nos conmueve, máxime cuando tenemos en cuenta que los sufrimientos
de Jesús en la cruz no eran solamente físicos, pese a que éstos habían de ser
horriblemente intensos, sino morales y espirituales. Ante Dios él aparecía como
representante del género humano. De modo inaudito, se «revestía» virtualmente de
nuestros pecados, con todo lo que de intolerable tienen éstos a ojos del Dios
perfectamente santo. Por eso el juicio que merecíamos nosotros recayó sobre él. «Dios
no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Ro. 8:32). En un
sentido misterioso, Cristo en la cruz, a ojos de Dios, aparecía como el gran «pecador de
pecadores», sustituto de los pecadores auténticos. ¿Podemos imaginarnos la agonía
moral que tal revestimiento conllevaba? Los evangelistas no nos dan muchos detalles
sobre los padecimientos de Jesús en su pasión y muerte, pero sí los suficientes para
hacernos una idea del horror de aquella experiencia. En Getsemaní el Señor «comienza
a entristecerse y a sentir gran angustia» (Mt. 26:37) y confiesa: «Mi alma está abrumada
de una tristeza mortal» (Mt. 26:38 y pasajes paralelos). Era la suya una tristeza sin
parangón. «Estando en agonía, oraba más intensamente, y era su sudor como grandes
gotas de sangre engrumecidas que caían sobre la tierra» (Lc. 22:44). No es de extrañar
que por tres veces consecutivas pidiera al Padre celestial ser liberado de su tormento. En
aquella hora de agonía indescriptible, sabía que, cargado con los pecados del mundo,
había de sufrir lo más doloroso: ser abandonado por el Padre. ¡Cuán patético su clamor
en la cruz!: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt. 27:46). Este era
el ingrediente más amargo en el cáliz que Jesús había de apurar.
Los apóstoles Juan y Santiago contestaron muy a la ligera cuando Jesús les
preguntó: «¿Podéis beber la copa que yo he de beber?» Ellos respondieron
precipitadamente: «Podemos» (Mt. 20:22). Ningún ser humano puede sufrir como Cristo.
Nadie puede entregarse a la muerte para librar a alguno de sus semejantes del juicio y la
condenación.
Nosotros hoy, con más luz espiritual, sabemos que no podemos. La pasión y muerte
de Jesús fue única. Nuestros sufrimientos y nuestra muerte son resultado de nuestro
pecado (Ro. 5:12). Los de Cristo son los propios del «buen Pastor que da su vida por las
ovejas» (Jn. 10:11). Pese a la infinita distancia existente entre el Redentor y los
redimidos, en cierta medida y de algún modo, los creyentes en él somos llamados a
compartir su cáliz. Así lo indicó Cristo a los dos hijos de Zebedeo: «A la verdad, mi copa
beberéis» (Mt. 20:22-23).
Menudean los textos bíblicos que usan la metáfora de la copa para expresar los
contenidos de gozo que tiene la experiencia del creyente. El salmista dio testimonio de
este hecho: «El Señor es la porción de mi herencia y de mi copa... Las cuerdas me
cayeron en lugares deleitosos y es hermosa la heredad que me ha tocado» (Sal. 16:5-6).
Señor, «me has preparado un banquete... has vertido perfume sobre mi cabeza y has
llenado mi copa a rebosar» (Sal. 23:5). También los profetas aludieron a esa bendición.
En Sión se hallan «alegría y gozo, alabanza y voces de canto» (Is. 51:3). Y el Nuevo
Testamento está repleto de referencias al gozo de la salvación que disfrutan los
redimidos (Jn. 15:11; Jn. 16:24; Hch. 13:52; Gá. 5:22).
mismo, tome su cruz y sígame» (Mt. 16:24); «el que no toma su cruz y viene en pos de mí
no puede ser mi discípulo» (Lc. 14:27).
Ante la copa que Dios ha preparado para mí, ¿cómo reacciono? ¿Con actitud de
resistencia? ¿Con resentimiento? ¿Con un deslizamiento a las honduras del desánimo?
¿Con enfado por el modo como Dios me trata?
Sólo cabe una reacción sensata: la de una sumisión confiada a la voluntad divina, sin
protestas, sin vacilación, asumiendo el ejemplo de Jesús y derramando en oración el
contenido de mi cáliz con todo mi dolor, mi turbación, mi resistencia: «Padre mío, si es
posible, pase de mí esta copa; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como
quieres tú... Si no es posible que pase de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu
voluntad» (Mt. 26:39, Mt. 26:42).
José M. Martínez
Problemas de la autoestima
Pocas cosas son tan difíciles como la valoración de un ser humano, pues nada hay
más complejo y contradictorio que la personalidad de cualquier hombre o mujer. En
cualquier caso pueden observarse cualidades positivas, valores indiscutibles, rasgos de
carácter admirables. No podemos perder de vista que toda persona tiene una dignidad
original, pues sigue conservando la imagen de Dios (Gn. 9:6), por más que en su
conducta sobresalgan las inclinaciones propias de un ser moralmente caído.
Nada más falso y repulsivo que los aires de superioridad con que se mueven los
arrogantes. Su modo de hablar, sus modales, su afán incontrolado de sobresalir entre
sus semejantes, su deseo de dominarlos. En su opinión, sus conceptos son siempre los
correctos; sus sugerencias, las más acertadas; quienes les contradicen no pasan de ser
pobretones ignorantes. La realidad, sin embargo, es muy otra. El verdadero sabio
entiende que «el temor del Señor es aborrecer el mal, la soberbia y la arrogancia» (Pr.
8:13).
El rey Uzías, «cuando ya era fuerte su corazón, se enalteció para su ruina (...)
entrando en el templo de Yahveh para quemar incienso en el altar». En su
ensoberbecimiento, parece no tener suficiente con la corona real, por lo que usurpa una
de las funciones reservadas exclusivamente a los sacerdotes. Y el juicio divino sobre él
se manifiesta súbitamente con una lepra que desfigura repulsivamente su rostro (2 Cr.
26:16-21).
Autoestima disminuida
«Soy un fracasado», «Cualquiera es más inteligente que yo»! La persona que hace ese
tipo de declaraciones no se conoce bien a sí misma. Y aun menos conoce a Dios. Desde
el principio, Dios quiso asociar al hombre a su obra de mantenimiento de la creación (Gn.
2:15), para lo cual le dio la capacidad necesaria. Y en la nueva creación los redimidos
son hechos miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia. ¿Piensa alguien que esos
miembros son puestos en la Iglesia como elementos decorativos? ¡En modo alguno! Su
finalidad es realizar la obra que Cristo le ha encomendado: la predicación del Evangelio
para la extensión de su Reino. No ha sido formada primordialmente para exhibición, sino
para la acción. A tal fin se ha dotado a la Iglesia con los dones del Espíritu Santo.
Es verdad que hay factores genéticos y ambientales que en gran parte determinan la
formación de nuestro carácter, de nuestras capacidades y de nuestras propensiones;
pero todo, en último término, está en las manos de Dios (véase el Salmo 139,
especialmente los versículos 13-18). Él lo controla y dirige todo por encima de cualquier
otra circunstancia. Él sabe coordinar sus propósitos con el curso de su Providencia y la
acción de su Espíritu, para la realización de sus planes, ello superando nuestras
debilidades, carencias y resistencias. El pueblo de Israel había sido un fiasco como
«siervo» de Dios; sin embargo, Dios le dice: «A mis ojos fuiste de gran estima; fuiste
honorable y yo te amé» (Is. 43:4). Ciertamente, mucho más importante que nuestra
autoestima es la estimación de Dios. Así lo vemos en los ejemplos de tres hombres de la
Biblia:
Moisés
Llamado por Dios para que pidiese al faraón la liberación de Israel, su primera
reacción es negativa. Se siente incapaz de llevar a cabo tan descomunal empresa. Sus
primeras palabras revelan lo pobre de su autoestima: «¿Quién soy yo para que vaya al
Faraón y saque a los hijos de Israel?» (Éx. 3:11). «Quien soy yo?» He aquí la gran
pregunta que ha inquietado a infinidad de seres humanos. Moisés se veía como lo que
era: un proscrito en el desierto de Madián. Dios le explica minuciosamente lo que va a
hacer por medio de él, pero nada le convence, y busca una excusa de mucho peso:
«Señor, nunca he sido hombre de fácil palabra (...) porque soy tardo en el habla y torpe
de lengua» (Éx. 4:10). ¿Qué podía esperarse de la gestión de un tartamudo en la corte
del faraón? Pero la paciencia y la perseverancia de Dios acaba con la actitud negativa
del escogido para ser el líder de su pueblo. Dios está por encima de nuestras
valoraciones y de nuestros criterios racionalistas.
Jeremías
También este gran profeta opuso resistencia al llamamiento de Dios. Ante lo difícil del
plan divino para su ministerio, sólo ve su inexperiencia y su debilidad. De ahí su negativa
inicial: «¡Ah!, ¡ah, Señor Jehová!, He aquí, no sé hablar porque soy niño» (Jer. 1:6).
¿Niño? Probablemente usaba esta palabra para indicar que no tenía aún edad suficiente
para asumir responsabilidades de carácter público. Por consiguiente, pensaría que
carecía de autoridad para comunicar al pueblo la palabra de Dios. El Señor ya le había
revelado su elección y su propósito de hacer de él su profeta; pero el joven Jeremías no
ve el poder de Dios que le sostendría en medio de sus muchas pruebas. Sólo ve su
insignificancia, su incapacidad para una obra propia de gigantes. Le faltaba mucho para
entender que el poder de Dios se perfecciona en la debilidad de sus siervos y que
«cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co. 12:9-10).
Timoteo
El libro de los Hechos y las cartas de Pablo nos permiten conocer mucho de Timoteo.
En ellas aparece un hombre convertido a Cristo en su juventud. Muy pronto después de
su conversión aparece acompañando a Pablo en su segundo viaje misionero, y cerca de
él se mantiene gozando de la estima del gran apóstol. Sin embargo, nunca se distingue
por hechos espectaculares. Por su carácter, retraído y tímido, y por su juventud, siempre
aparece en un segundo plano. No obstante, su vida y su ministerio fueron de un valor
extraordinario en la causa del Evangelio. Con todo, parece que siempre tuvo que
enfrentarse con problemas de autoestima. Pablo tuvo que animarle cuando se veía
demasiado joven («Nadie tenga en poco tu juventud» (1 Ti. 4:12)) o cuando el temor
dificultaba su ministerio (2 Ti. 1:6-9).
Conclusión
Como hemos podido ver, es difícil lograr una imagen equilibrada de nuestro yo.
Factores como la herencia transmitida por vía genética, la historia biográfica de cada
uno, las aspiraciones más valoradas, todo contribuye a la formación del carácter y a la
determinación de la conducta; pero el cristiano tiene recursos sobrenaturales que le
proporciona la gracia de Dios mediante la acción del Espíritu Santo. Por la fe en Cristo, el
creyente es hecho una nueva creación, una imagen renovada de Cristo (2 Co. 5:17). Ello
hace posible vivir conforme a «la mente de Cristo que nos ha sido dada» (1 Co. 2:16).
Que sea posible no significa que en nuestra conducta actuemos siempre como lo haría
Cristo en nuestro lugar. Siempre viviremos en tensión: lucha de la carne contra el
espíritu, y no siempre el conflicto se resolverá victoriosamente. Pero si de veras
queremos agradar al Señor buscaremos conocer su pensamiento a través de la Escritura;
oraremos pidiendo su ayuda para reproducirlo en nuestros criterios, en nuestros
sentimientos, en nuestras reacciones, buscando no nuestro bienestar o ensalzamiento,
sino su gloria. Cuando eso sea una realidad en nuestra vida veremos que lo
verdaderamente importante no es la propia imagen, sino la imagen de Cristo reproducida
en nosotros. Que el mundo pueda verla claramente en nuestro vivir diario.
José M. Martínez
Pero no siempre ese modo de buscar la voluntad de Dios tiene efectos tan positivos.
La experiencia de Agustín debería contrastarse con la de aquel creyente que, torturado
por un problema, trató de encontrar la voluntad de Dios abriendo -como Agustín- al azar
el Nuevo Testamento. El texto sobre el cual se fijaron sus ojos fue el referido al suicidio
de Judas (Mt. 27:5). Pensando que algo no había funcionado bien, aquel hombre piadoso
repitió la prueba. Esta vez le salió el texto «Ve y haz tú lo mismo» (Lc. 10:37).
Insatisfecho, y desechando esta respuesta por inapropiada, probó una vez más. El texto
que leyó en el tercer intento fue: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto» (Jn. 13:27).
La experiencia ha mostrado que en la mayoría de los casos el texto salido al azar nos
dirá muy poco o nada que pueda considerarse una respuesta fiable.
Abigail, esposa de Nabal, fue seguido por David, y lo que pudo haber sido un episodio
trágico se convirtió en un ejemplo de sensatez; y el dominio propio, principio de una
experiencia apacible y romántica (1 S. 25).
6. La voz interior. Muchos creyentes sostienen que Dios les habla de modo especial,
indicándoles lo que deben pensar y hacer. Frecuentemente se les oye decir: «El Señor
me ha dicho». Sin embargo, este elemento en la búsqueda de la voluntad divina es el
más dudable. Puede esa voz proceder del Espíritu de Dios, como en el caso del joven
Samuel (1 S. 3). Y no cabe duda que el Señor puede guiar nuestro pensamiento y
«hablarnos» de modo que lo que pensamos y después decidimos es conforme a los
planes que él tiene para nuestra vida. No obstante, en muchos otros casos la voz interior
no procede de Dios, sino del interior del propio creyente. Tal fue el caso de los falsos
profetas en Israel (Jer. 14:14). Por eso lo que atribuimos a Dios creyendo que es
revelación suya para guiarnos no pasa de ser una pretensión injustificada. De todos los
caminos para llegar a conocer la voluntad de Dios, éste es el menos garantizado, por ser
el más expuesto a error. Ello hace necesaria una gran sensibilidad espiritual y un
conocimiento sólido de las Escrituras. Lo que hemos dicho bajo el epígrafe anterior, es
válido para lo que aquí acabamos de señalar.
1. No debemos esperar una respuesta sobrenatural del Señor cuando le pedimos que
nos revele su voluntad. Es más lógico, y más bíblico, ejercitar las facultades intelectuales
que él nos ha dado para discernir lo mejor a la luz de su Palabra.
2. Por atinada que sea nuestra búsqueda de la voluntad de Dios, a menos que ésta la
hallemos muy claramente expuesta en la Biblia, siempre habremos de adoptar nuestras
conclusiones con reservas. Nunca podremos decir o pensar con carácter absoluto: «Ésto
es el plan de Dios para mi vida». Por lo general, siempre quedará la sombra de la duda.
Lo máximo que puedo decir es: «Creo que, a través de mis reflexiones, limitadas pero
honestas, Dios me guía a tomar tal o cual decisión. Si me equivoco, que él me perdone y
en su misericordia me haga conocer mejor lo que quiere de mí y para mí». De una cosa
podemos estar seguros: «Por el Señor son ordenados los pasos del hombre y él aprueba
su camino. Cuando el hombre caiga, no quedará postrado, porque el Señor sostiene su
mano» (Sal. 37:23-24).
José M. Martínez
Se da este nombre a aquellas partes del libro de Jeremías en que aparecen las
reflexiones más íntimas del profeta, sus perplejidades, sus quejas y lamentos, sus
protestas, todo ello con una apertura de espíritu total, como en la presencia ineludible de
Dios. A través de esas confesiones emerge Jeremías como hombre de Dios, en la
plenitud de su humanidad, con su ignorancia, sus dudas y sus sufrimientos, pero también
como el gran «seducido» por Dios, del que no puede separarse y al que no puede, ni
quiere, desobedecer.
El texto de sus palabras nos hace recordar algunos de los salmos de lamentación y,
en particular, las oraciones y soliloquios de Job. Todos ellos nos muestran que la
Sagrada Escritura no surgió como un texto dictado por Dios a un amanuense pasivo, sino
del encuentro del Dios que se revela con el hombre que escucha, piensa y se somete,
aunque a veces se rebele. Jeremías aceptó desde el principio el mensaje que Dios le
comunicó, pero este mensaje abrió en su mente serios interrogantes y reflexiones que le
causaban honda inquietud. No obstante, entendió que abrir su mente ante Dios con
absoluta franqueza era preferible a callar asfixiando sus dudas. Para él era una cuestión
de honestidad. ¿Con qué fuerza podría predicar la «palabra» de Dios si ésta quedaba
nublada y debilitada en la mente del mensajero? Pero si la predicación de Jeremías salió
de su boca con poder fue porque en sus luchas, con la ayuda del Todopoderoso, salió
iluminado y fortalecido.
Aunque la rebeldía de Judá contra Yahveh está cada vez más arraigada y la
apostasía crece, el destino que espera a la nación sólo empieza a apuntarse. Muchos
son ajenos a la tormenta que se está formando. Pero existe en Anatot, la ciudad
sacerdotal, un grupo de líderes religiosos (probablemente sacerdotes) que no pueden
sufrir la insistencia con que Jeremías denuncia los pecados de líderes y simples
ciudadanos anunciando grandes calamidades que tendrán lugar en Jerusalén y en todo
el país. Este grupo de enemigos conspira para matar al profeta. Entretanto, Jeremías vive
en una tranquila ignorancia. Pero de algún modo Dios le ha hecho saber que no sólo la
nación, sino la vida misma del profeta corre grave peligro.
Aunque el texto presenta dificultades que los exegetas han explicado de modo
diverso, parece que los versículos 12-14 son palabras de Dios. No son propiamente una
inserción (cf. Jer. 17:3-4), sino una declaración de Dios acerca de la imposibilidad de que
la débil Judá pueda enfrentarse al «hierro del norte», de excelente calidad y dureza. Era
ilustración de lo ilusorio de pensar –como pensaban los habitantes de Judá– que ellos,
débiles en extremo, podían hacer frente a las poderosas huestes caldeas provenientes
del norte (región del Mar Negro). De este modo Dios reafirma declaraciones anteriores
que prevén para el pueblo escogido despojamiento y servidumbre. Indirectamente Dios
está respaldando a su siervo. Su palabra se cumplirá indefectiblemente. De este modo
Dios da una respuesta anticipada al clamor de su mensajero (Jer. 15:14). A la súplica
sigue un valioso testimonio autobiográfico (Jer. 15:16). ¿Se refiere el profeta a las
palabras que oyó de Dios en el momento de su llamamiento, al libro deuteronómico
hallado en el templo en días de Josías o a alguna otra experiencia posterior de particular
relieve? No importan demasiado las circunstancias en que las «palabras» fueron
halladas. Lo más interesante es el efecto que produjeron en el receptor: «Me fueron por
gozo y por alegría de mi corazón». Era el gozo de saberse llamado y usado por Dios
como su portavoz.
Los versículos 16-18 en realidad son una nueva confesión. En ella prevalece el
lamento. Si Jeremías había recibido con gozo la Palabra de Dios, si su comportamiento
había sido ejemplar, si había hecho suya la indignación de Dios frente al pecado del
pueblo, «¿por qué –dice él– fue perpetuo mi dolor, y mi herida incurable, que no admitió
curación?». Su dolor proviene del hecho de que Judá, rechazando su mensaje, está
precipitándose en la perdición. Una segunda pregunta ahonda en la crisis espiritual a
que llegó el profeta: «¿Serás para mí como cosa ilusoria, como aguas que no son
estables?». Su vocación, su gozo al recibir las palabras de Dios ¿había sido todo un
simple espejismo? En tal caso, ¿qué sentido tenía seguir discurseando ante un pueblo
hipócrita y endurecido? ¿Y qué sentido, su propia vida? ¿No estaban justificadas sus
execraciones y su deseo de no haber nacido?
José M. Martínez
Pero este punto exige algunas matizaciones, ya que suscita cuestiones inquietantes.
Debe quedar muy claro que somos llamados a predicar a Cristo, no a nosotros
mismos (2 Co. 4:5). La Palabra, no nuestras experiencias, debe constituir la esencia del
sermón. Las experiencias del predicador, usadas moderadamente y con cordura, pueden
ser ilustraciones útiles, pero nunca deben ocupar lugar preponderante.
dar salvación a todo aquel que cree» y esperar que sus oyentes tomen sus palabras en
serio. Pero no es el testimonio oral que sobre sus experiencias puede dar el predicador
desde el púlpito lo que más vale, sino lo que de ellas se trasluzca a través de su vida.
En estos casos no sólo se puede seguir predicando, sino que, como vimos al
considerar los recurso del ministro, el hacerlo puede contribuir muy positivamente a la
superación de la crisis. En el púlpito, el predicador sincero tiene experiencias tan claras
como inefables de la presencia y el poder del Espíritu Santo, el cual le habla a él tanto o
más que a la congregación y convierte la Palabra en fuerza maravillosamente
renovadora. Sólo cuando la crisis se prolonga y debilita demasiado al predicador, puede
ser aconsejable que éste cese temporalmente en su responsabilidad en el púlpito a la par
que busca medios adecuados de recuperación.
¿Se puede predicar sobre puntos que el predicador no aplica en su propia vida?
Ante tal inconsecuencia, el predicador debe buscar toda la ayuda de Dios para
conformar su vida a las enseñanzas de la Palabra. Debiera estar en condiciones de
poder decir con Pablo: «Sed imitadores de mí, así como yo lo soy de Cristo» (1 Co. 11:1).
Si es consciente de que no ha alcanzado tal meta y si ha de predicar sobre un texto que
pone al descubierto algún punto débil de su vida cristiana, no ha de tener inconveniente
en reconocerlo públicamente e indicar de algún modo que él mismo también se incluye
entre aquellos a quienes se dirige el mensaje. Esto es doblemente positivo, pues no sólo
libra al predicador de dar una falsa impresión de sí mismo, sino que, ante la confesión de
Ante sí tiene hombres y mujeres con sus inquietudes, sus dudas, sus deseos nobles,
sus debilidades, sus luchas, sus avances espirituales, sus pecados, sus alegrías, sus
temores. De alguna manera, el predicador ha de penetrar en ese mundo interior de cada
oyente e iluminarlo, purificarlo y robustecerlo con la Palabra de Dios. No puede
conformarse con pronunciar palabras piadosas que se pierdan en el vacío porque su
contenido es de nulo interés para quienes escuchan. Cuando el gran predicador Henry
W. Beecher preparaba sus sermones, según su propio testimonio, jamás su
congregación estaba ausente de su mente.
Nada hay más estéril, ni más aburrido, que una predicación descarnada, insensible al
pensar y el sentir del auditorio. Por más que nos opongamos -y nos oponemos- a la
exégesis «desmitificadora» de Bultmann, hemos de apreciar su gran preocupación por
presentar un mensaje relevante para el hombre de hoy, que le diga y le dé algo
importante en el plano existencial.
Implícito en este punto hay otro que, por su importancia, hemos de considerar
separadamente.
La necesidad de un propósito
No es suficiente que el predicador, al subir al púlpito, tenga algo que decir a sus
oyentes. Es necesario que su sermón tenga un objetivo concreto. Ha de aspirar a unos
resultados.
Sólo cuando se han producido resultados de esta naturaleza en los oyentes puede
decirse que la semilla de la predicación ha germinado. Por supuesto, la nueva planta
debe cuidarse después mediante la acción pastoral de la iglesia; pero ya puede
considerarse un éxito inicial que la semilla no cayera «junto al camino» y fuera engullida
por las aves.
Es verdad que no en todos los casos la predicación, aunque esté presidida por un
propósito concreto, logra su finalidad. Siempre hay oídos y corazones invulnerables a los
dardos más directos de la Palabra. También es verdad que el Espíritu Santo puede
alcanzar fines que el predicador no se había propuesto. Pero nada de esto justifica que
cuando el predicador se embarca en su sermón no tenga idea del puerto al cual se dirige.
Sin una meta precisa para cada mensaje, todo el esmero en la exégesis, toda la habilidad
homilética y todos los recursos de la oratoria serán poco menos que inútiles. Un sermón
no debe ser jamás una mera obra de arte. No ha de llegar a oídos del auditorio como una
bella sinfonía, sino como lo que se espera que sea: voz de Dios que habla a los hombres
y los insta a las decisiones más trascendentales. En frase de Bohren, la predicación
«siempre es una cuestión de vida o muerte».
1 Evítese, no obstante, usar la predicación para «atacar» a una o varias personas -aunque sea de modo anónimo-
mediante recriminaciones hirientes. Los problemas personales del ministro en relación con algunos miembros de
su iglesia deben resolverse en privado. Trasladarlo al púlpito es generalmente complicarlos peligrosamente.
Pastor José M. Martínez y Dr. Pablo Martínez Vila Página 31 de 44
Pensamiento Cristiano Temas del Mes del año 2007
Los factores sociales, sin duda influyen. Sin embargo, a nuestro entender, la clave
no radica tanto en una sociedad mejor -a lo cual no renunciamos- como en prevenir
muchas de las situaciones generadoras de ansiedad. Para ello no basta con un «mundo
mejor», sino que es necesario un «hombre nuevo». La comprensión plena de la ansiedad
requiere ir más allá de lo social a lo personal. El problema de muchas personas hoy no
es sólo el miedo a perder algo o alguien, sino que ya lo han perdido. Un porcentaje alto
de trastornos de ansiedad está causado por relaciones rotas, divorcios, problemas
familiares, muros de separación entre personas que antes se amaban... La fragilidad de
las relaciones personales, la crisis descomunal de fidelidad y compromiso y el
individualismo actúan como una poderosa fuente de ansiedad. ¿Por qué? Eliminan de
raíz su antídoto por excelencia que es la seguridad personal y que se origina en el
sentido de pertenencia mutua, de arraigo comunitario y de significado en la vida. Su
ausencia pone en marcha un proceso de incertidumbre y de inseguridad en cuanto al
futuro que desemboca finalmente en estados de ansiedad patológica.
No obstante, la enseñanza bíblica nos lleva un paso más allá. A los factores sociales
y personales necesitamos añadir un tercer elemento generador de ansiedad. La
sensación de seguridad existencial y de una vida con sentido proviene, en último término,
de la relación personal con Dios. Cuando ésta se rompe, el ser humano experimenta
miedo. El relato de Génesis nos describe este hecho de forma bien elocuente. ¿Cuándo
aparece por primera vez el miedo en la Historia? Justo después de que Adán y Eva han
decidido independizarse de Dios: «...oí tu voz en el huerto y tuve miedo....y me
escondí» (Gn. 3:10). Antes de la Caída, cuando el hombre vivía en una relación armónica
y cercana con su Creador, no existía la noción de ansiedad. Ésta aparece tan pronto
como el Pecado aleja al ser humano de Dios. Por esta razón, una respuesta adecuada al
problema de la ansiedad implica restaurar la relación personal con el Dios creador,
fuente de seguridad porque «en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos» (Is.
26:4).
En su sentido positivo, la ansiedad es una fuerza que nos lleva a tomar decisiones y
dar pasos necesarios para afrontar mejor cualquier problema. Hasta aquí podemos
hablar del valor adaptativo de la ansiedad, la «ansiedad buena» que es una herramienta
necesaria para la vida misma.
Se trata de una forma de ser, un carácter, con una clara base genética. Suele
transmitirse de padres a hijos tanto por herencia como por aprendizaje («contagio»
emocional al observar las conductas ansiosas de los padres). Son personas que se
preocupan desmedidamente por todo. Anticipan los acontecimientos de forma pesimista y
exagerada. Siempre piensan lo peor. Su mente está llena de malos presagios; son
«Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante del
Dios y Padre en toda oración y ruego, con acción de gracias»
El tema del sufrimiento es una cuestión de perenne actualidad, pues constituye una
experiencia común a todos los seres humanos. Sus manifestaciones son muy diversas.
Pueden ser de carácter físico (hambre, penuria, enfermedad) o moral (soledad,
abandono, dolor causado por injurias o acusaciones injustas, entre muchas otras). De ahí
que filósofos, moralistas y maestros religiosos hayan disertado, con mayor o menor
acierto, sobre esta faceta oscura y punzante de la experiencia humana. Pocos han sido,
sin embargo, los pensadores y los investigadores que con sus ideas o descubrimientos
han contribuido a aliviar el dolor moral de quienes sufren. Posiblemente ello se debe a
que no se tiene en cuenta un hecho fundamental: es muy fácil hablar -o escribir- sobre el
sufrimiento; pero sólo puede esperar algo positivo quien habla desde el sufrimiento. Las
disquisiciones teóricas de poco o nada sirven.
Cuando nos situamos en el sufrimiento con realismo nos enfrentamos con un doble
dolor: el del padecimiento en sí y el del misterio que entraña. ¿Por qué el vivir siempre
implica sufrir? ¿Por qué? ¿Qué pensar? ¿Qué decir? Todas las vías de acercamiento al
problema plantean dificultades: la de una cosmovisión atea, que sólo ve en el sufrimiento
una desgracia fortuita, y la de una cosmovisión teísta, según la cual todo cuanto
acontece en el mundo está de algún modo relacionado con Dios.
Esta última nos conduce a la teodicea con sus complicados poblemas. ¿Resultará
que la causa de nuestros sufrimientos está en Dios mismo? Sólo con mucha cautela
podemos atrevernos a avanzar en busca de luz, siempre partiendo de una aseveración
fundamentral: «Las cosas secretas pertenecen a Yahveh, nuestro Dios, mas las
reveladas son para nosotros...» (Dt. 29:29). Sería el colmo de las pretensiones pensar
que podemos llegar a conocer a Dios sin velos o sombras. Él es infinitamente grande, y
nosotros, infinitamente pequeños. ¿Cómo llegar a conocer y entender todo cuanto
concierne a su naturaleza, su carácter, sus pensamientos, sus obras? La respuesta de
Dios es clara: «Las cosas reveladas son para nosotros». La Biblia es el depósito de su
revelación, a sus páginas debemos acudir para empezar a entender. Con humildad
debemos escudriñar su contenido, alabando al Señor por todo lo que nos va mostrando,
y aceptando lo que excede a nuestra comprensión. Como muy sabiamente indicó G. K.
Chesterton: «Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones de los
hombres».
Su texto no es una respuesta definitiva al misterio del sufrimiento, pero es una ayuda
valiosísima para alentar a los que sufren.
Pero Job yerra en sus conclusiones teológicas. El universo, el hombre, la vida, Dios,
la providencia, no pueden encajonarse en los estrechos límites de nuestro raciocinio.
Ante lo incomprensible de muchos misterios, lo más sabio es mantener nuestros juicios
en suspenso, en espera de que lo que ahora no entendemos lo entenderemos en el día
de Cristo en su venida (1 Co. 13:9-13).
Elifaz, Bildad y Zofar tenían buenas intenciones, pero estaban encajonados en sus
moldes dogmáticos. Algunas de sus afirmaciones eran correctas, pero globalmente
erraban los tres «amigos» al insistir en su interpretación de los males de Job: un hombre
que tanto sufre ha de haber cometido algún gran pecado que, humillado, debe confesar a
Dios. Pero esta conclusión es falsa. El patriarca ha sido siempre un hombre íntegro,
piadoso, compasivo, intachable.
destino adverso. Lo peor de todo: tras ese destino está la voluntad soberana de
Dios. Es Dios mismo quien le acosa. ¿Llegará a destruirle? A esos extremos
puede inducir un sufrimiento agudo, prolongado e incomprendido.
Depresión. La vida pierde su sentido; se desvanece toda ilusión. Con frecuencia
se llega incluso a desear la muerte, como señaló Job en su patético soliloquio del
capítulo 3. La vida se ve como una gran frustración sin sentido. Muchos seres
humanos han hecho suyo el testimonio de las dudas de Gustav Mahler:
manifestado en su segunda sinfonía «¿Por qué has vivido? ¿Por qué has sufrido?
¿Acaso no era todo una enorme y espantosa broma?»
¡Cuánto bien pudieron haber hecho Elifaz, Bildad y Zofar si, apeándose de su
arrogancia y su intolerancia, se hubiesen acercado a Job con humildad, comprensión y
amor! Pero entendían tan poco de psicología pastoral que fracasaron totalmente en su
plan inicial de consolar a su amigo. Les faltó lo que todo médico de almas debe tener:
Conclusión
Para alcanzar esa cota espiritual, nada nos ayudará tanto como la segunda
bienaventuranza expresada por el Señor Jesús en la segunda bienaventuranza del
Sermón del Monte: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán
consolación» (Mt. 5:4).
José M. Martínez
Desfile de Navidad
El curso implacable del tiempo nos sitúa una vez más ante el magno acontecimiento
del nacimiento de Jesús. ¿Qué decir sobre el mismo que no se haya dicho ya?
Renunciando a todo intento de originalidad por nuestra parte, nos limitamos a convocar a
seis personajes, los más destacados por su protagonismo en la encarnación del Hijo de
Dios. Los situaremos imaginariamente en un escenario virtual. Con tal carácter vendrán a
ser representantes de todo el pueblo cristiano en una marcha todavía inacabada. En él
estamos llamados a participar nosotros hoy, haciendo nuestra la bendición que entraña
el advenimiento de Cristo al mundo. Las seis figuras bíblicas que «desfilan» en los
primeros capítulos de los Evangelios de Mateo y Lucas, en experiencia singular,
destacan la gloria incomparable del Hijo de Dios que asume naturaleza humana. Y cada
uno de ellos muestra una faceta radiante de la experiencia cristiana.
El sacerdote Zacarías había sido favorecido con el anuncio milagroso de su hijo Juan
(el Bautista), quien sería precursor del Mesías. Por revelación divina, entiende que el
nacimiento de tal Mesías es el de un poderoso Salvador (Lc. 1:69). Este acontecimiento
es el cumplimiento de lo prometido por Dios a los «padres» del antiguo Israel y
oconfirmado mediante pacto (Lc. 1:72-74). La salvación que el Ungido divino traería al
mundo no se limitaría a una liberación física de inveterados enemigos (Lc. 1:74). Lo más
glorioso sería que «librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y
en justicia delante de él todos nuestros días». ¡Todo un sistema de vida acorde con los
principios del Reino de Dios!
Y Zacarías resume su mensaje profético con palabras dignas de ser inscritas en una
pancarta altamente significativa. El Cristo de Dios viene «para que brille su luz sobre
los que están en tinieblas y en sombra de muerte». Zacarías explica lo esencial de su
mensaje con palabas que revelan el contenido de la salvación: el perdón de los pecados
(Lc. 1:77), «la santidad de vida y rectitud de conducta» (Lc. 1:75), luz para los que están
en tinieblas. Y para nuestros pies, guía que nos conduzca por camino de paz» (Lc. 1:79).
Con razón el ángel declaró a los pastores de Belén: «Os doy noticias de gran gozo:
os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, Cristo el Señor» (Lc. 2:11). ¿Podía
haber motivo más justificado para regocijarse?
Para José no había lugar a dudas. La doncella con la que estaba desposado (María)
había concebido y esperaba el nacimiento de un hijo. ¡Mayúsculo problema! La única
explicación razonable era que María había tenido una relación ilícita con otro hombre.
José, que respetaba y amaba a la virgen de Nazaret, no queriendo denunciarla -esta
decisión la habría expuesto a muerte por lapidación-, «resolvió dejarla
secretamente» (Mt. 1:19). Según toda lógica, no había disyuntiva a la decisión de José.
Podemos imaginarnos la perplejidad, la angustia agónica de aquel justo varón. Pero Dios
estaba obrando de modo sobrenatural: la concepción del niño alojado en el seno de
María era fruto del Espíritu Santo (Mt. 1:20).
La experiencia de José nos enseña que la razón humana tiene unos límites. Quien no
tiene límites es Dios, infinito en recursos para cumplir sus propósitos, lo entiendan los
hombres o no.
En el Reino de Dios, todo lo concerniente a ensalzamiento por obra del Altísimo viene
precedido del anonadamiento de quienes han de ser sus siervos. El que se ensalza a sí
mismo carece de sabiduría espiritual; sólo el humilde es honrado por el Señor y
encumbrado al privilegio insuperable de estar a su servicio. Esto con frecuencia implica
renovada entrega y doloroso sacrificio, pero también entra en el plan divino. A María le
fue dicho: «Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan y muchos
se levanten. Será un signo de contradicción (...). Todo esto va a ser para ti como una
espada que te atraviese el alma» (Lc. 2:34-35). La crucifixión del amadísismo Hijo
revelaría lo acertado de aquella espada.
Plácidamente aquella noche habían estado guardando sus rebaños en las cercanías
de Belén cuando súbitamente hizo su aparición el ángel del Señor que les comunicó el
gran acontecimiento: el Salvador acababa de nacer. También habían visto la multitud de
ángeles que habían alabado a Dios con la exclamacción que resonaría en el mundo
entero a lo largo de los siglos: «¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz, buena
voluntad para con los hombres!». Maravillados por la experiencia que acababan de vivir,
deciden sin titubeos ir a Belén para comprobar la veracidad de lo que habían visto y oído
los pastores. Éstos «regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían
oído y visto» (Lc. 2:20). A partir de aquel momento, los pastores se convirtieron en
testigos del «Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria
como la del unigénito del Padre» (Jn. 1:14).
salvación. Infinitamente más importante que lo experimentado por los salvados es lo que
hizo y dijo el Salvador.
Es uno de los testigos a los que hemos aludido. El texto bíblico no nos da muchos
detalles de lo que hizo, pero hay en ella facetas de su vida realmente aleccionadoras.
Mujer viuda hondamente piadosa, a sus 84 años es un ejemplo admirable de
perseverancia: «Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con
ayunos y oraciones» (Lc. 2:37). Ejemplo admirable.
Sin duda, el momento más luminoso en la vida de Ana es el vivido en el templo con
motivo de la presentación del hijo de María, momento en que comenzo a dar gracias a
Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén (Lc. 2:38).
Hoy la celebración de la Navidad es una excelente ocasión para que todos los
creyentes testifiquemos de Cristo dando a conocer su naturaleza divino-humana, su
carácter, sus palabras pletóricas de sabiduría divina, sus obras de poder y bondad, su
muerte expiatoria en la cruz para limpiarnos de todo pecado, su resurrección gloriosa,
fundamento de nuestra esperanza eterna. Nadie a nuestro alrededor debería ignorar el
significado de la Navidad. Todo ser humano debería enfrentarse seriamente con
Jesucristo, con lo que Cristo ofrece y lo que demanda. En la decisión de seguirle radica
la suprema dignificación de toda persona.
Poco se sabe de este hombre aparte de lo que se indica en el texto de Lucas; pero la
parvedad biográfica respecto a él en nada empaña su lustre espiritual. Tres son los
rasgos principales que lo caracterizan: a) Era justo y piadoso, es decir, recto en su
conducta ante los hombres y fervoroso en su relación con Dios. b) El Espíritu Santo
estaba sobre él de modo especial. c) Vivía en la esperanza mesiánica que animaba a los
fieles de Israel. Fue por particular revelación del Espíiritu Santo que Simeón tuvo
conocimiento de su privilegio: «no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del
Señor» (Lc. 2:26). El anciano tiene la certidumbre de que ese momento precioso ha
llegado. Por eso, cuando el niño en brazos de su madre es introducido en el templo para
cumplir lo preceptuado en la ley mosaica, el anciano, con ternura y emoción inefable
toma en sus brazos al niño para invocar sobre él la bendición divina. Este acontecimiento
le inspira uno de los cánticos más bellos que se hallan en la Biblia. Conocido con el título
de Nunc dimitis, está cargado de lirismo y emotividad: Simeón ha estado esperando la
llegada del Mesías. Ahora el Mesías está ahí. Simeón ya puede morir en paz. Sus ojos
han visto la salvación que Dios ha empezado a realizar (Lc. 2:29-32).
Reflexión final
Por la calzada de la revelación bíblica (el testimonio de dos evangelistas) hemos visto
el «desfile de Navidad», es decir, la participación de hombres y mujeres temerosos de
Dios que dejaron su huella de fe. A ellos debemos unirnos incorporándonos al «desfile»
con gratitud y gozo en el corazón, un cántico en los labios y rectitud en nuestra conducta,
proclamando la buena nueva de salvación a cuantos de algún modo estén cerca de
nosotros, anunciando que «en el cumplimiento del tiempo Dios envió a su Hijo, nacido de
mujer, para que redimiese a los que están bajo la ley, a fin de que recibiésemos la
adopción de hijos» (Gá. 4:4-5).
José M. Martínez
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Los cristianos en el mundo de hoy, Editorial CLIE y AEE, 1987, ISBN: 84-7645-244-6
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2008)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
Actualmente es presidente de la Alianza Evangélica Española, y vicepresidente de la Comunidad
Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la Tienda Online de
Pensamiento Cristiano en la dirección http://tienda.pensamientocristiano.com.
Índice
Enero 2008 – ¡Volverá...!..................................................................................................................................3
Febrero 2008 – ¿Quién soy yo...?....................................................................................................................6
Marzo 2008 – La gran paradoja de la cruz.......................................................................................................7
Abril 2008 – ¡Resucitó...!................................................................................................................................10
Mayo, Junio, Julio 2008 – Proclamando la esperanza de Cristo al mundo....................................................12
Septiembre 2008 – Vanidad de vanidades... ¿todo vanidad?.........................................................................19
Octubre, Noviembre, Diciembre 2008 – La fuerza de la debilidad..................................................................22
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
¡Volverá...!
Todavía está fresca en nuestra memoria la celebración de la Navidad. Todavía nos gozamos
en el hecho inefable de que «de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para
que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:16) y que «en el
cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo al mundo, nacido de mujer (...) a fin de que
recibiésemos la adopción de hijos» (Gá. 4:4-5). Estas dos afirmaciones contienen lo esencial de
nuestra salvación: nuestra reconciliación con Dios y nuestra adopción como hijos en la familia
divina, el perdón de nuestros pecados, la dádiva del Espíritu Santo para nuestra santificación y
consolación, la confianza en que Dios escucha y tiene en cuenta nuestra oraciones, las promesas
de Cristo como fuente de gozo y paz. Cualquier creyente medianamente familiarizado con los
textos del Nuevo Testamento sabe cuán grande y cuán gloriosa es la salvación que Cristo vino a
efectuar.
Sin embargo, su obra sería incompleta si no tuviera una dimensión escatológica, una
proyección de futuro glorioso; muchas promesas de Cristo quedarían sin cumplimiento y nuestra
fe entraría en zonas de incertidumbre; algunas preguntas quedarían sin respuesta. Por ejemplo,
sabemos que, a la luz de muchos textos del Nuevo Testamento, la muerte física no agota la
experiencia del cristiano; es una liberación que nos permite ascender a la casa del Padre (Jn.
14:3) y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor (Fil. 1:20-23). Pero ¿es eso todo y lo más
importante?
Un hecho histórico puede ayudarnos a entender lo que Dios tiene reservado para el porvenir
eterno más allá de la muerte física: El General norteamericano Douglas McArthur, comandante en
jefe del ejército americano en las Islas Filipinas durante la segunda Guerra Muncial, recibió la
orden del Presidente Eisenhower de abandonar las Islas Filipinas, donde se encontraba, y
trasladarse a Australia como medida estratégica frente al empuje de las tropas japonesas. En el
momento de su partida tuvo sólo dos palabras: «Me voy, pero volveré», emocionante promesa de
que recuperaría las islas mencionados. Se cumplió su primera palabra, cuando los japoneses
seguían cosechando victorias y avances. Pero después se cumplió igualmente la segunda. ¡Y
McArthur volvió!
De modo análogo, el Señor Jesucristo se fue. Dejó la tierra para volver al Padre en las alturas
de la gloria y del poder sin límites. En su ausencia física los enemigos se han multiplicado; sus
discípulos también han sido humillados y maltratados. Pero «aún no es el fin» (Mt. 24:6). «Es
necesario que Cristo permanezca en el cielo hasta los tiempos de la restauración de todas las
cosas» (Hch. 3:21), lo que equivale a decir: hasta la victoria definitiva.
Los seres humanos somos dados a especular en torno al curso de la historia. ¿Es ésta
controlada y dirigida por los seres humanos? ¿Es fruto de ideologías más o menos determinantes
del curso de los acontecimientos? ¿Es previsible o es en gran medida fruto del azar o de una
conjunción de factores que escapan al pensamiento y la acción de quienes la dirigen?
En respuesta a esos interrogantes la revelación cristiana nos presenta unos límites. Hay
muchos hilos en el tejido de la historia que los hombres no pueden fabricar, ni romper o anular.
Están en las manos de Dios. Los discípulos que se habían reunido el día de la ascensión de
Jesús, le hicieron una pregunta llena de carga histórica: «Señor, ¿restituirás el reino a Israel en
este tiempo?», a lo que Jesús respondió: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o las
sazones que el Padre puso en su sola potestad» (Hch. 1:6-7). No es menos aleccionador el
diálogo de Jesús con Pilato. Ante el silencio del preso, el gobernador romano le pregunta: «¿A mí
no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte y poder para soltarte?»
Respuesta: «Ninguna autoridad tendrías contra mí si no se te hubiera dado de arriba» (Jn. 19:10-
11). ¡Concluyente! Los poderes de los hombres tienen unos acotamientos que nadie puede violar.
La historia misma aporta suficientes ejemplos de la verdad que entraña esa afirmación.
Napoleón creyó que se haría dueño absoluto de Europa. Se equivocó. Acabo sus días
desterrado y preso en la isla de Santa Elena. Carlos Marx pensó que el socialismo científico que
propugnaba transformaría el mundo; pero sus seguidores más distinguidos, Lenin y Stalin, durante
el siglo XX, convirtieron su doctrina en plataforma de una cruel dictadura; finalmente el comunismo
del siglo XX se desplomó como un castillo de naipes. Hitler tuvo el convencimiento de que el III
Reich alemán sería un imperio milenario; y a lograrlo dedicó todos sus esfuerzos. ¿Resultado? La
segunda Guerra Mundial con millones de muertos; y la destrucción de media Europa. Él mismo
acabó sus días suicidándose. Mala cosa es dejarse dominar por la arrogancia y el falso
endiosamiento sin respetar los linderos fijados por la soberanía de Dios.
Es obvio que en el tiempo presente la situación del mundo pone de relieve que esa visión está
lejos de cumplirse, cosa que no debe sorprendernos. La historia de la humanidad, desde la caída
de Adán, ha sido -y es- una historia de rebeliones. Pablo sintetiza las características del hombre
con dos palabras: «impiedad» e «injusticia» (Ro. 1:18). La impiedad distingue la deteriorada
relación del hombre con Dios. La injusticia pone al descubierto los males que se derivan de ella en
La situación de la humanidad, que desde el punto de vista material ha ido progresando, pone
al descubierto, a ojos vistas, el deterioro moral de la sociedad en prácticamente todo el mundo:
ambición, odios, violencia, desamor. Pese a todo, el rollo de la historia está en las manos de Cristo
y todo avanza hacia la consumación de la era presente. Con el nacimiento de Jesús se hizo
patente que, paso a paso, los planes de Dios se van cumpliendo, en la vida de los individuos y en
la de los pueblos. Muy pronto las palabras y las acciones de Jesús apuntaron a una obra de
reconciliación del hombre con Dios, obra de salvación en el sentido más amplio. El modo como
esa salvación se realizó no pudo ser más maravilloso; tampoco más enigmáticco. Fue el fruto de
una inaudita humillación: «Cristo, siendo en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como
cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante
a los hombres; y hallado en su porte exterior como hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose a
sí mismo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:6-8).
Esa humillación prosigue aún hoy en la vida de sus discípulos, muchos de ellos despreciados,
vejados, perseguidos hasta la muerte. Pero eso no es el fin de la historia. El fin está descrito en la
segunda parte del cántico de Fil. 2:6-11: Después de la humillación, la exaltación de Cristo «hasta
lo sumo», el otorgamiento del «nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de
Jesús se doble toda rodilla... y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios
Padre» (Fil. 2:9-11).
José M. Martínez
Viene a mi mente un poema del pastor alemán Dietrich Bonhoeffer escrito en la cárcel poco
tiempo antes de ser ejecutado en 1945 por su testimonio de cristiano comprometido. El título de
dicho poema es precisamente el mismo que encabeza erste artículo:
Podrían multiplicarse esas disquisiciones y otras parecidas; pero importa poco lo que yo, u
otros como yo, piense de mí. Lo importante es lo que piensa Dios. Como el salmista sé que Dios
me ha examinado y conocido aun en lo más recóndito de mi ser y en lo más escondido de mi
conducta (Sal. 139:1-2). Esta realidad tiene mucho de inquietante, pues veo cuánto hay en mí que
le ofende. Pese a todo, él me ama hasta el punto de entregar a su Hijo a la muerte para expiar mis
pecados y así asegurar mi salvación. Ahora ¿qué soy yo? Un hijo suyo, heredero de una gloria
eterna.
¿Quién y qué soy yo? - Un hijo de Dios rescatado del pecado y la condenación para servirle
en la expansión de su Reino. No puede haber mayor privilegio. Ni mayor bendición.
José M. Martínez
La cruz, en el correr de los siglos, se ha convertido en símbolo del cristianismo, signo honroso
que inspira respeto y reverencia. Pero no siempre es vista como símbolo del acontecimiento más
grandioso registrado en la historia humana. Con motivo de la Semana Santa, la cruz vuelve a ser
actualidad. Por ello nos parece conveniente recordar en estos días algunos de sus aspectos más
esenciales. En el mensaje de la cruz radica el corazón del Evangelio de tal manera que una buena
comprensión del mismo va a ser determinante en nuestra actitud hacia Cristo: cuanto mejor
comprendamos su significado e implicaciones, tanto mayor será nuestro amor por el Señor y
nuestro compromiso con Él. Y ésta es, a su vez, la mayor necesidad de muchos creyentes e
iglesias hoy. Si llegáramos a vibrar de nuevo como Charles Wesley al componer su conocido
himno «Cómo en su sangre pudo haber tanta ventura para mí...», no estaríamos lejos de un
avivamiento.
En los días de Cristo la cruz era sinónimo de patíbulo; para los judíos, símbolo de ignominia y
maldición (Gá. 3:13). Estaba reservada para los reos más abominables y era temida no sólo por
los intensos sufrimientos físicos que causaba, sino también por la degradación moral que
comportaba. Sin embargo, una cruz fue la meta de la carrera de Jesús.
«A otros salvó»
La obra de salvación realizada por el Señor Jesucristo estaba en consonancia con su nombre:
«JESÚS» (Salvador - Mt. 1:21). Con honda percepción espiritual y con absoluta transparencia
verbal explicó Juan el carácter salvífico de la venida de Cristo al mundo: No para condenarlo, sino
«para que el mundo sea salvo por él» (Jn. 3:17).
Gracias a Dios porque sus brazos paternales están siempre abiertos, como los del padre del
hijo pródigo, para recibir al hijo que vuelve a él confesando su locura de abandonar la casa
paterna para vivir «su vida». Asimismo Cristo es el buen pastor que, al echar en falta a una de sus
ovejas, dejando las noventa y nueve cobijadas en el redil, va en busca de la descarriada hasta
que la encuentra y la salva. «Porque el Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que se había
perdido (Mt. 18:11). Sin embargo,
¿Era posible? Todos los recursos del poder de Dios estaban a favor de su Hijo. Así se puso de
manifiesto desde el momento mismo del nacimiento de Jesús, cuando Herodes trató de acabar
cruelmente con él . En Nazaret, tras su predicación en la sinagoga, los líderes religiosos intentaron
en vano acabar con su vida por lapidación. En Jerusalén se intentó apresarlo y matarlo. Y en la
hora suprema de su vida podía haber movilizado doce legiones de ángeles para impedir su
apresamiento y su muerte. Pero Jesús no pidió a su Padre ser liberado de la malevolencia del
sanedrín judío, de la debilidad de Pilato, gobernador romano, y del fanatismo fiero del pueblo. En
la cruz está solo. Ningún ángel le acompaña; ningún discípulo le apoya.
Al parecer, en el Calvario, Jesús no encarna el poder del Dios Todopoderoso, sino la debilidad
humana más absoluta. Así, sumido en la soledad y la impotencia, muere el que era Rey de cielos
y tierra. Sólo tenía fuerzas para clamar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»
(Mt. 27:46). En aquel momento, Jesús no es visto como el Hijo amado, sino como el gran
desamparado. ¡Paradoja! ¡Misterio!
De las tenebrosidades del Gólgota ¿puede surgir alguna luz que ilumine el acontecimiento
más trascendental de la historia? ¿Es posible que una tragedia tremebunda -la crucifixión del Hijo
de Dios- se haya convertido en fundamento glorioso de la salvación?
La explicación de la paradoja
Esto era un acto gravísimo de rebeldía contra el Creador -el mayor de los pecados-. Y la
rebeldía había de ser castigada con la justa retribución que sufrieron Adán y Eva y su
descendencia. De este modo «el pecado entró en el mundo», y con el pecado la muerte. (Ro.
5:12-13). Pero la condenación no era el destino final de Adán. El Creador iba a ser también
Salvador de los pecadores. El pecado no quedaría borrado en virtud de la misericordia divina. Era
necesaria la expiación mediante un sacrificio que Dios pudiera aceptar como válido para que se
abrieran las puertas del perdón y la reconciliación. Pero el único sacrificio aceptable a ojos de Dios
era el de su Hijo amado, segundo Adán, «a quien Dios propuso como propiciación por medio de la
fe en su sangre (...) con la mira de mostrar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo y
el que justifica a los que creen en Jesús» (Ro. 3:25-26). «Así pues, como por la transgresión de
uno (Adán) vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno
(Cristo) vino a todos los hombres la justificación de vida.» (Ro. 5:18-19).
A la luz de estos textos bíblicos y de otros muchos, se aclara el misterio de nuestra redención.
«El que no conoció pecado fue hecho pecado por nosotros para que nosotros fuésemos hechos
justicia de Dios en él» (2 Co. 5:21). Ahora entendemos por qué Jesús no pudo salvarse a sí
mismo. La paradoja resplandece con luminosidad celestial. Nos maravilla tanto amor, tan
abnegada entrega. Lo hizo por mí. Y por muchos millones de seres humanos que hoy cantamos:
José M. Martínez
¡Resucitó...!
Si, como vimos en el Tema del Mes de marzo, la muerte de Jesús en la cruz es la base de
nuestra salvación, su resurrección es la garantía de la misma; constituye el punto de partida en la
historia del cristianismo y el sólido fundamento de nuestra fe. Refiriéndose a este magno suceso
declaró el apóstol Pablo: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación; vana es también
vuestra fe» (1 Co. 15:14). Toda la portentosa estructura de la teología cristiana se cuartea, incluso
se desmorona, y el testimonio apostólico se hunde en la categoría del mito. Pero, como añadió
Pablo, «lo cierto es que Cristo ha resucitado» (1 Co. 15:20). Todos los intentos de algunos
teólogos y de historiadores críticos han fracasado cuando han tratado de explicar científicamente
el milagro; no han podido aclarar de modo satisfactorio el mensaje del sepulcro vacío, la realidad
de que el Cristo de los Evangelios, después de haber muerto, volvió a la vida conforme a lo que él
mismo había anunciado a sus discípulos (Mt. 20:19).
Cada vez que invocamos a Cristo como «Señor» confesamos su autoridad. Esa confesión no
es la mera expresión verbal de un título glorioso; es el reconocimiento de que nuestra vida ha de
estar seria y gozosamente sometida a su soberanía. De no ser así, caemos en la inconsistencia
reprobada por Jesús mismo: «No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los
cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt. 7:21).
Esa vida, así consagrada al Señor, constituye el honor más sublime a que el creyente puede
aspirar. ¿Qué mayor honra que estar al servicio del Rey de reyes? Aguda visión espiritual han
demostrado los creyentes que, a semejanza de Moisés (He. 11:24-27), han rechazado riquezas,
gloria, poder para dedicarse a alguna forma de ministerio cristiano, aunque a simple vista parezca
Esta esperanza infunde gozo inefable y glorioso en el corazón del creyente, gozo que subsiste
aun en medio de las más difíciles pruebas (1 P. 1:6-8; Ro. 8:37; 2 Co. 4:14-18). El enriquecimiento
espiritual que proporciona la esperanza cristiana sería imposible si Cristo no hubiese resucitado.
Con gran realismo y vigor ardoroso describe Pablo -como hemos visto- la vacuidad de la fe
cristiana si Cristo no hubiese resucitado (1 Co. 15:13-19). «Mas ahora Cristo ha resucitado de los
muertos» (1 Co. 15:20). A partir de ese suceso todo cuanto acontece en la vida del creyente, de la
Iglesia o del mundo está iluminado con la gloria del poder que triunfa sobre el sepulcro. Nada ni
nadie podrá extinguir jamás el esplendor de esa gloria.
José M. Martínez
«Dejad toda esperanza». Así rezaba el letrero colgado a la entrada del infierno de Dante («La
Divina Comedia»). Ésta parece también la situación de muchas personas hoy para quienes la vida
se ha convertido en un infierno porque han perdido sus esperanzas. Y es que el ser humano vive
de esperanza; la esperanza constituye el motor de la vida, es lo que nos mueve-motiva. Todos,
cristianos y no creyentes, estamos de acuerdo en que la esperanza es indispensable para vivir.
Dos citas nos recuerdan esta realidad:
Sólo la esperanza puede dar sentido a la vida y arrojar luz a los rincones más oscuros de la
existencia. La falta de esperanza es un morir ya en vida. Pero la cuestión esencial es qué
esperamos –o mejor aún– en quién esperamos y si nuestra esperanza tiene alguna base. Por ello,
queremos en este artículo mirar más alto y más lejos, allá donde los ojos de la fe nos ayudan a
encontrarnos con el Dios de esperanza y proclamar esta realidad al mundo.
Sí, la situación del mundo hoy se caracteriza por el temor y el escepticismo ante un futuro con
muchos nubarrones y pocas señales de esperanza. ¿Es una afirmación exagerada, alarmista? No,
hay evidencias muy cercanas –quizás en nuestras familias o en nuestras ciudades– de que el
progreso moral del hombre no ha ido parejo a su avance material y científico. He aquí unos pocos
ejemplos que son la consecuencia práctica de esta crisis:
Unamuno tiene parte de razón: cuando el hombre toca fondo, de ahí puede surgir esperanza;
pero, esta «función esperanzadora de la desesperación», ¿es suficiente? ¿lleva a alguna parte?
Según el pensador francés Edgar Morin, no es así: «Nos sentimos perplejos y desorientados
desde que sabemos que no somos más que una bola de fuego que gira como una peonza en
medio del espacio celeste».
Veamos ahora en qué consiste la esperanza que queremos proclamar a esta sociedad en
crisis, ¿cuál es su contenido? El texto de Romanos 15:13 nos responde a tres preguntas básicas
sobre la esperanza:
Dios mismo es nuestra esperanza, Él en persona: «para que el Dios de nuestro Señor
Jesucristo... alumbre los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a
que él os ha llamado...» (Ef. 1:17-18).
Primero, a un hombre. El Dios personal busca al ser humano caído en el Edén para darle una
palabra de esperanza: la primera promesa mesiánica (Gn. 3:15). Dios busca al hombre: ahí
tenemos, por cierto, una diferencia singular entre el cristianismo y cualquier otra religión: una
religión humana es el conjunto de esfuerzos que el hombre hace por llegar a Dios; va de abajo
arriba. El cristianismo es exactamente lo contrario: el esfuerzo que Dios ha hecho por llegar al
hombre (He. 1:1), va de arriba abajo. Por tanto, no todas las religiones son iguales.
Finalmente, culmina en Cristo y se hace extensiva para toda la humanidad: «Dios nos hizo
renacer para una esperanza viva por la resurrección de Jesucristo... para una herencia
Por ello, esta doxología (Ro. 15:13) constituye a la vez un resumen y una conclusión lógica de
toda la epístola a los Romanos. Empezaba su argumento central con aquellas memorables
palabras: «El Evangelio es «poder de Dios para salvación a todo aquel que cree...» (Ro. 1:16) y
termina proclamando la esperanza inigualable de este mensaje.
Ahora bien, ¿qué esperanza proclamamos? ¿En qué consiste? Veamos el contenido, la
sustancia de nuestra esperanza en Cristo. El texto nos presenta dos grandes facetas,
inseparables como las dos alas de un pájaro:
La esperanza no es algo hueco, un mero misticismo, una ilusión futura. Tiene unas
consecuencias prácticas en la vida de cada día. En su sentido más literal de esperar, tiene una
aplicación presente. Podríamos decir que tiene la mirada puesta en el cielo, pero los dos pies en
suelo.
El gozo. Es mucho más que alegría. Tener gozo no es lo mismo que estar contento. Los
cristianos también lloran. El gozo fruto del Espíritu va más allá de un sentimiento. Es la actitud de
Pablo y Silas en la cárcel de Filipos cuando, a pesar de tener el cuerpo magullado y dolorido por
los azotes, «a medianoche, orando cantaban himnos a Dios» (Hch. 16:25). Pablo mismo resume
lo que es el gozo cristiano en el formidable pasaje de Romanos 8:28-39, himno de cabecera de
muchos creyentes a lo largo de los siglos: «Somos más que vencedores en Cristo».
Si la esperanza nos llena de gozo y de paz, ello tiene unas consecuencias visibles en la vida
diaria. Mencionamos sólo una por su actualidad, hoy que tanto se habla de «calidad de vida»:
«Los creyentes viven más años y tienen más calidad de vida» (conclusión de la tesis del
psiquiatra David Larson, autor de más de 130 artículos académicos, uno de los investigadores
más destacados en la investigación entre religión y salud mental, quien trabajó durante 10 años en
el Instituto Nacional Americano de Salud Mental).
Por lo demás, el cristiano no es sólo beneficiario de la paz, sino agente de paz, promueve la
paz, como veremos en la dimensión comunitaria de la esperanza.
La esperanza de Cristo es singular no sólo por su naturaleza o calidad, sino también por su
cantidad, es abundante. El apóstol habla de plenitud: «el Dios de esperanza os llene...». Estar
llenos de gozo y de paz nos recuerda la plenitud de vida a la que se refirió el mismo Señor Jesús
en una de sus declaraciones más trascendentes: «He venido para que tengan vida y vida en
abundancia» (Jn.10:10). El vocablo griego perisson es un comparativo cuya traducción literal sería
«más abundantemente», o también «extraordinario, magnífico, superior, distinguido».
El deseo de Cristo es darnos «calidad de vida» en su sentido más completo: espiritual, por
supuesto, pero también en todas las facetas de nuestra existencia la voluntad de Dios para
nosotros es una vida «magnífica, superior». De este modo, la esperanza de Cristo sustituye el
«vanidad de vanidades» de tantas personas hoy sumidas en la desesperanza por un gozoso
«plenitud de plenitudes».
Ello nos lleva a una reflexión: la imagen que a veces damos como cristianos se aleja
demasiado de esta abundancia de gozo y paz; en vez de estar pletóricos de esperanza,
parecemos contagiados por el pesimismo del mundo; enfatizamos tanto algunos aspectos del
discipulado como la renuncia, el sacrificio, que damos la impresión de que la vida cristiana es algo
triste, poco atractivo. La esperanza de Cristo es lo más opuesto a algo lúgubre o aburrido. Y ahí
precisamente radica uno de sus secretos para transformar vidas. Veamos un ejemplo:
«Conocí a dos personas que confesaban ser cristianos y, a pesar de ello, se distinguían por
su elevada intelectualidad y por lo rebosante de su vida. Esto me atrajo para estudiar con ellos la
persona de Jesús» (Theodor Bovet, destacado psicoanalista y consejero matrimonial).
Incluso Albert Einstein, quien no era cristiano, llegó a afirmar: «Soy judío, cierto, pero la figura
radiante de Jesús ha producido en mí una impresión fascinadora... en realidad solo hay un lugar
en el mundo donde no vemos ninguna oscuridad: es la persona de Cristo».
La esperanza cristiana no es una experiencia individual, una bendición para disfrutar a solas.
También aquí el cristianismo se diferencia de otras religiones, en especial de las llamadas
«nuevas espiritualidades». Éstas, bajo la influencia de la Nueva Era y de las religiones orientales,
se centran en el ego y promueven experiencias religiosas básicamente individuales, «que me
haga sentir bien a mi».
No es así con la esperanza de Cristo; Pablo lo deja bien claro: «...para que abundéis en
esperanza...» (Ro. 15:13). Es como un tesoro a compartir y está íntimamente relacionada con el
otro gran pilar del mensaje cristiano: el amor. La esperanza, el amor y la fe –las llamadas virtudes
teologales– forman un racimo inseparable entre sí e inseparable de la vida comunitaria. El
creyente que nace de nuevo, nace también a un mundo de relaciones nuevas, las relaciones de la
familia de la fe. Por esta razón, el Evangelio tiene poder para transformar no sólo vidas, sino
también comunidades y familias.
Dos ejemplos destacados nos ilustran esta realidad: en Argentina las cárceles que están
«gestionadas» por cristianos evangélicos –muchas veces por los mismos internos cuyas vidas han
sido transformadas por el Evangelio– tienen un índice de conflictividad muy bajo y han llegado a
ser un modelo muy positivamente elogiado por las autoridades y los medios de comunicación de
este país. Algo muy similar ocurre en una prisión de Sudáfrica considerada como muy «peligrosa»
antes del impacto del poder transformador de Cristo.
La vida cristiana nunca puede limitarse al ámbito de lo privado; ciertamente tiene una
dimensión personal e íntima, pero por su misma esencia –el Evangelio es una «buena nueva»– lo
natural es compartirla. Ésta es la explicación al llamado «proselitismo», tan mal visto por nuestra
sociedad que intenta encerrar y limitar el testimonio cristiano al ámbito de lo privado. Al
evangelizar el cristiano no busca hacer adeptos a su religión para ganar algún mérito personal,
sino «abundar en esperanza», es decir compartir la «perla de gran precio» que un día encontró y
que ha transformado su vida. El quedárselo para uno mismo sería la negación misma del
Evangelio. Ésta es la razón por la que proclamamos –«proclamar = gritar delante de»– esperanza
en Cristo.
Hasta aquí hemos considerado los resultados presentes de la esperanza, sus efectos aquí y
ahora. Sin embargo, en su dimensión más propia la esperanza mira al futuro. Como ya se ha
dicho, «la esperanza tiene los dos pies en el suelo, pero la mirada en el cielo». Ahí es donde entra
en acción la fe, el tercer «lado» de este incomparable triángulo de la vida cristiana: fe, esperanza y
amor (caridad). La fe es la base de este triángulo, el fundamento en el que se basa la esperanza:
«Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera» (He. 11:1, 26). Se trata de una vinculación lógica
pues «la esperanza que se ve no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero
si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos» (Ro. 8:24–25).
Pero, ¿puede surgir la esperanza de un simple esfuerzo humano, personal o colectivo? ¿Es la
esperanza una mera confianza en los demás o en que las cosas irán mejor en el futuro? «No hay
tarea más urgente que la de devolver un poco de esperanza a aquellos que ya no la tienen... Nos
falta esperanza porque nos falta fe». Las palabras de este periodista en el periódico francés Le
Figaro apuntan a la diana correcta: sin fe no hay esperanza. La cuestión es: ¿fe en qué o en
quién? Ello nos lleva al final de nuestras consideraciones y, al mismo tiempo, al meollo del
mensaje cristiano.
¿Qué esperamos en el futuro? Esperamos a una persona: Cristo. La segunda venida en gloria
del Señor Jesús es el ancla de la esperanza cristiana. Pablo nos lo deja claro en su carta a Tito:
«Porque la gracia de Dios se ha manifestado... aguardando la esperanza bienaventurada y la
manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo» (Tit. 2:11-13; ver también 1 P.
1:13 entre otros).
Ahí radica la gran diferencia entre la esperanza de las ideologías humanas –la utopía del
marxismo, por ejemplo– y también la de las religiones orientales cuya esperanza consiste en una
difusa supervivencia de algo llamado «espíritu», en un estado donde el ser humano pierde su
individualidad para perderse en una fusión cósmica con el Universo o para reencarnarse en otra
vida futura. El cristiano, por el contrario, aguarda una relación personal con Cristo –en el Cielo-
juntamente con todo el pueblo de Dios (Ap. 21). Según nos enseña Ro. 8:23, esta expectativa
tiene dos rasgos distintivos: «...y también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu,
gemimos dentro de nosotros mismos esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo».
Aguardamos:
La adopción como hijos. Uno de los privilegios esenciales del cristiano –Dios es mi
Padre- alcanza su clímax en el Cielo. Aquí en la tierra tenemos ya un anticipo; podemos
dirigirnos a Dios como «el Padre nuestro que estás en los cielos», el Abba. Pero esta
relación tan personal alcanzará su máximo esplendor cuando «Dios mismo estará con
ellos como su Dios, y enjugará toda lágrima...» (Ap. 21:4). ¡Incomparable privilegio el ser
llamado hijo adoptivo de Dios!
La redención de nuestro cuerpo. El cristiano no cree en la mera supervivencia del
alma, sino en la resurrección del cuerpo. Hay muchas cosas que no sabemos sobre la
vida futura en el cielo, pero una sí es segura: de forma tan misteriosa como cierta vamos a
conservar nuestra identidad personal. Yo seguiré siendo yo. Ello será así por cuanto la
imagen divina en nosotros hace que cada uno sea único e irrepetible a ojos de Dios. De
ahí deriva la santidad de la vida humana, es decir que nadie puede matar a otro ser
humano (Gn. 9:6). El Cristo resucitado tenía un cuerpo; era un cuerpo glorificado, pero
aun así conservaba las cicatrices del martirio en la cruz y Mará Magdalena fue capaz de
reconocerle por la voz.
Esta esperanza que se alimenta de la fe cambia por completo nuestra visión y nuestra
reacción ante:
Todo ello transforma nuestra actitud y nos trae consuelo. La visión de la esperanza es la visión
de la eternidad y abre ante nuestros ojos una perspectiva que deviene bálsamo para el corazón
herido y le da sentido a la vida.
El himno «Habita en mí», escrito por un sencillo creyente inglés en su lecho de muerte, nos
proporciona un excelente resumen del consuelo que reporta la esperanza en Cristo:
A modo de conclusión, y de forma muy breve, no podemos omitir una parte del versículo que
es esencial: «en el creer... por el poder del Espíritu Santo».
Todo lo dicho hasta aquí no es obra humana, es una obra realizada por el Espíritu Santo. La
esperanza alcanza su clímax en la cruz vacía –la resurrección de Cristo- pero se hace visible en
Pentecostés. La aplicación de la esperanza a la vida del creyente es una experiencia sobrenatural,
no un logro humano. De ahí la necesidad de depender de Dios para ir recibiendo por la acción del
Espíritu Santo la esperanza de Cristo. Toda la Trinidad está implicada.
En el pasaje profético de Is. 61:1-3 se dice de Cristo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, me
ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón... a
consolar a todos los enlutados... a ordenar que a los afligidos se les dé gloria en lugar de ceniza...
manto de alegría en lugar de espíritu angustiado...». Éste es el mensaje de esperanza que sigue
vigente y ésta es la esperanza que proclamamos hoy al mundo en el siglo XXI.
La fidelidad de Dios en el pasado es la base de nuestra esperanza para el futuro, por cuanto
en Él no hay «mudanza ni sombra de variación» (Stg. 1:17). Por todo ello, como David al
considerar el carácter transitorio de la vida (Sal. 39:7), nosotros también exclamamos:
Las palabras de este versículo no fueron escritas por un agnóstico o un filósofo existencialista.
Brotaron de la mente y los labios de un predicador (Ec. 1:1) que había ahondado en el sentido de
la vida «debajo del sol» con todas sus paradojas y contradicciones. Fruto de sus reflexiones es
una cadena de conclusiones deprimentes. Las ha elaborado con gran objetividad a la luz de sus
variadas experiencias personales, expuestas en los primeros diez capítulos del libro de
Eclesiastés. Y todas esas experiencias conducen a la misma conclusión: «Vanidad de vanidades,
todo es vanidad», lo que equivale a «vacuidad», es decir «vacío». Vacío y desilusión es el trabajo
con que se afana el hombre (Ec. 1:3). Vacío -o vanidad- la sucesión de generaciones humanas
(Ec. 1:4). Carencia de sentido en lo rutinario del vivir cotidiano (Ec. 1:5-7). «Todas las cosas dan
fastidio, más de lo que el hombre puede expresar» (Ec. 1:8). Y a partir del versículo 8, el texto de
Eclesiastés es una exposición de sucesivas frustraciones: la futilidad de la sabiduría humana (Ec.
1:17), el placer (Ec. 2:1), la abundancia de posesiones materiales (Ec. 2:10).
Ni aun la vida más favorecida por el bienestar está exenta de días oscuros y de duro
sufrimiento. Es aleccionador el testimonio del eminente poeta alemán Johan W. Goethe: «Me
llaman mimado de la fortuna, y no me quejo del curso de mi vida. Sin embargo, todo ha sido fatiga
y dolor. Puedo decir con verdad que en setenta y cinco años no he disfrutado ni cuatro semanas
de verdadera satisfacción». No es de extrañar que filósofos existencialistas como Sartre o Camus
hayan visto la vida humana envuelta en la más negra oscuridad y que algunos de ellos hayan visto
el suicidio como única salida coherente. No es de extrañar que tal visión de falta de sentido de la
vida mueva a un número creciente de personas a visitar la consulta de psiquiatras o psicológos.
Después de casi tres mil años, los problemas de la existencia humana siguen planteándose al
hombre de hoy con la misma inquietud, y con idéntica amargura, que para los contemporáneos del
Predicador salomónico. Si observamos nuestra existencia objetiva y friamente, a la luz de nuestra
deficiente sabiduría, nos resultará muy difícil escapar a su conclusión: «Todo es vanidad». Todo
vacío y tedio. Todo punzante insatisfacción.
Pero en el fondo la conclusión del libro es mucho más luminosa de lo que puede parecer a
primera vista. A pesar de todas las vanidades, no induce a la desesperación. Más bien aconseja
disfrutar con moderación y sensatez de los goces que todavía puede ofrecer la vida. Todo ello bajo
la soberanía de Dios y la autoridad de sus leyes. Así se deduce de la conclusión del libro: «El fin
de todo el discurso oído es este: Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es el todo
del hombre» (Ec. 12:13).
Jesús inspiraron al apóstol Juan a escribir: «De su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia»
(Jn. 1:16). ¿Plenitud de qué?
Plenitud de sabiduría
A los redimidos por la sangre de Cristo Dios se nos concede como don preciadísimo «toda
sabiduría e inteligencia» (Ef. 1:8). Obviamente no se refiere esta sabiduría a la posesión de
grandes conocimientos científicos o a capacidad para formular intrincados sistemas filosóficos. La
sabiduría, en su sentido bíblico, tiene un carácter moral y espiritual. La verdadera sabiduría es la
que se obtiene de la revelación de Dios en Cristo. Hondamente iluminadoras son las palabras de
Jesús en una de sus oraciones: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste
estas cosas de los sabios y de los entendidos y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te
agradó. Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre, y nadie conoce perfectamente al
Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo lo quiera revelar (...). Venid a mí...» (Mt. 11:25-28).
Plenitud de paz
Es la paz que mostró el Señor Jesucristo en los momentos más próximos a su pasión y
muerte. Aquella hora sombría de su vida era propicia al temor y el temblor; pero Jesús, con
serenidad insólita, dice a sus discípulos: «la paz os dejo; mi paz os doy» (Jn. 14:27). «Estas cosas
os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción, pero tened ánimo, yo
he vencido al mundo» (Jn. 16:33).
Es comprensible que los apóstoles predicaran «la paz por medio de Jesucristo» (Hch. 10:36) y
que uno de ellos -Pablo- recomendara la oración intensa para obtener sosiego en todo tipo de
circunstancias «y la paz de Dios, que sobrepasa a todo entendimiento, guardará vuestros
corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:6-7).
Plenitud de gozo
En la vida del creyente, la paz viene íntimamente relacionada con el gozo. Ambas realidades
aparecen de forma consecutiva en la descripción del fruto del Espíritu (Gá. 5:22). La paz de Cristo
genera gozo y éste, a su vez incrementa la paz. Palabras del Señor Jesús: «Estas cosas os he
hablado para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido» (Jn. 15:11). Este
ingrediente de la felicidad no podía faltar en la relación Maestro-discípulo, Señor-siervo. En la vida
de los seguidores de Cristo no faltan oposición y tribulaciones, pero al final «todo se torna en
gozo» (Jn. 16:20).
Abundancia de esperanza
En la vida del cristiano no todo acaba en desilusión, en «vanidad» y amarga frustración. Con
sabiduría excelente, el escritor sagrado escribe el final de su discurso: «Teme a Dios y guarda sus
mandamientos, porque esto es el todo del hombre» (Ec. 12:13), lo cual abre una avenida
amplísima de esperanzas. Así lo puede ver el lector si leyó los tres últimos temas del mes de
«Pensamiento Cristiano». Un resumen muy apretado del tema lo encontramos en el capítulo 8 de
la carta a los Romanos, considerado el himno más formidable de la esperanza cristiana.
dispuso;, pero le quedaba siempre la esperanza de que también la creación misma serrá liberada
de la servidumbre de la corrupción a la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Ro. 8:20-21, DHH).
José M. Martínez
La fuerza de la debilidad
El apóstol Pablo se vio afectado por un «aguijón», esto es, una forma de sufrimiento
prolongado, intenso y que limitaba su ministerio. No sabemos con exactitud qué era esta espina,
aunque todo apunta a una enfermedad crónica, posiblemente relacionada con la vista. En este
escrito no vamos a centrarnos en el qué del aguijón, sino en cómo lo afrontó el apóstol, en
especial cómo consiguió encontrar fuerzas en medio de su situación de sufrimiento.
La primera reacción de Pablo fue lógica y natural: le pide al Señor que le quite el aguijón. Ante
una situación de sufrimiento es legítimo pedir que Dios lo elimine si es su voluntad. Hasta el Señor
Jesús mismo pidió al Padre que «si es posible, pase esta copa de mi, pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya». Pablo oró «tres veces», expresión que no hay que tomar de forma literal
sino que más bien significa «numerosas veces» tal como apuntan muchos comentaristas. Sin
embargo, la respuesta a esta oración ferviente y prolongada no es la liberación, sino la provisión
de lo necesario para vivir con gozo su situación de sufrimiento crónico. ¡Dios no le quita, le da!
Esta idea es esencial para comprender cómo ve Dios nuestros aguijones. Para nosotros la
«solución» consiste en eliminar el problema. La visión de Dios, sin embargo, es muy distinta: para
él lo más importante no es la ausencia de sufrimiento, sino su presencia en medio de este
sufrimiento y los recursos que tal presencia conlleva. ¿Cuáles son estos recursos?
La respuesta viene en dos frases, cada una de las cuales alude a sendos recursos para
aceptar el aguijón: la gracia y el poder. De hecho, ambas están íntimamente relacionadas porque
el poder -o fortaleza- es una consecuencia de la gracia. Observemos, ante todo, el énfasis del
texto en el origen divino de ambos recursos. Lo que en español aparece como un simple adjetivo
posesivo «mi», en el original es un genitivo cuya traducción literal sería: «el poder de mí» y la
«gracia de mí», estructura gramatical que busca resaltar su procedencia. Este énfasis confirma
nuestro argumento: hay unos recursos que trascienden la capacidad del ser humano, van más allá
de cualquier técnica psicológica o de medidas sociales. Son los recursos que vienen de Dios y
que sólo se consiguen a través de una experiencia espiritual.
Estamos ante una de las frases más luminosas de toda la Biblia. Esta afirmación, tan breve
como poderosa, ha sido fuente de consuelo a miles de creyentes afligidos por debilidades y
pruebas. Ahí tenemos el meollo de la lucha contra el aguijón. Ésta era la lección fundamental que
Pablo necesitaba aprender. La palabra «gracia» se alza majestuosa en medio del pasaje cual
clímax insuperable. Estamos aquí tocando la cúspide de la montaña. El sufrimiento crónico es un
largo camino, tortuoso a veces, difícil. Pero ahora tenemos ante nuestros ojos el final del trayecto:
«mi gracia», esta gracia que no es un frío concepto teológico, sino el poder de Dios operando de
formas muy concretas en la persona y en sus circunstancias. La gracia nos lleva ante la majestad
misma de Dios porque, como escribió Tomás de Aquino en la Summa Theologica, «la gracia es, ni
más ni menos, que un cierto principio de gloria en nosotros».
Cabe preguntarse por qué Dios le responde a Pablo de forma tan escueta. ¿Qué pueden
hacer cinco palabras ante tantos años de lucha interior, de sufrimiento inexplicable? Parece
legítimo deducir que Dios, con su rotunda brevedad, quiere enfatizar que hay un solo camino para
la victoria final ante el aguijón. Podemos parafrasear la frase de Jesús a Marta y aplicarla a la
gracia: «afanado y turbado estás por el aguijón, pero una sola cosa es necesaria. Te basta mi
gracia».
¿Qué significa, entonces, esta expresión «mi gracia te es suficiente»? Y, sobre todo, ¿cómo
influye en la aceptación del aguijón? Tal como señalan algunos comentaristas, la palabra gracia
aquí alude a «la ayuda del Espíritu Santo que viene como parte del favor inmerecido de Dios». Así
pues, no estamos sólo ante el precioso don de Dios que un día nos salvó -la gracia salvífica- , sino
ante el inmenso caudal de ayuda práctica que Dios nos proporciona cada día. La gracia es el
conjunto de recursos sobrenaturales que vienen de Dios gratuitamente y que nos permiten luchar
contra el aguijón con un poder divino. Ahí radica la diferencia esencial entre la persona creyente y
la no creyente al afrontar el sufrimiento: en sus recursos. La situación de aguijón puede ser la
misma, pero el creyente tiene unos medios de los que carece la persona sin una fe personal en
Dios. Más adelante consideraremos estos valiosos instrumentos que la gracia contiene.
¿En qué sentido la gracia es suficiente? Pablo recibe justo lo necesario para que la
aceptación sea «de buena gana» (2 Co. 12:9) y «con gozo» (2 Co. 12:10). No se trata de soportar
el aguijón o de sobrevivir en medio de la prueba. Esta actitud no es suficiente. Mal asunto cuando
aceptamos las espinas a regañadientes, sólo porque no hay más remedio. Dios no quiere esta
aceptación forzada más cercana a la resignación estoica. El nivel de suficiencia que Dios pide es
mucho más alto: Él no quiere hijos «gruñones», sino «más que vencedores» en expresión
memorable de Pablo (Ro. 8:37).
La segunda frase viene introducida con un «porque». Se trata de una explicación que amplia
la afirmación anterior. Probablemente Pablo -hombre que ya antes había sido transformado por la
gracia divina en otras facetas de su vida- no necesitaba esta aclaración, ¡pero nosotros sí! El
Señor no se limita a decirle que se conforme con su gracia, como si fuera una orden. La frase no
está en imperativo: «te ordeno que...». Dios no es un déspota autoritario. Cual padre que busca no
sólo consolar, sino también convencer, le ofrece un argumento poderoso. La persona en lucha con
su aguijón necesita explicaciones que son imprescindibles para una aceptación genuina. Por ello
la exhortación va acompañada de una explicación convincente: «mi poder se perfecciona en la
debilidad». Aquí radica el secreto que nos ayuda a entender por qué la gracia de Dios nos basta.
No es sorprendente que este pasaje se haya convertido en escudero inseparable y fuente de
inspiración permanente para todos los que sufrimos a causa de un aguijón.
Por pura lógica, una debilidad es un obstáculo para cualquiera, una limitación. Así concebía
Pablo su aguijón al principio. La lección que el apóstol debe aprender ahora es que Dios piensa
exactamente al revés. No se trata sólo de que la espina no estorba al Todopoderoso, sino que
precisamente es ahí -en la debilidad- donde el Señor puede manifestar su poder. Y aún es más,
este poder divino se perfecciona, se hace «completo», en esta debilidad. Por ello Pablo afirma:
«...por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades para que repose sobre mí el
poder de Cristo» (2 Co. 12:9).
Nos ayuda a entender esta paradoja una ilustración que Jesús mismo utilizó. Él dijo de sí
mismo «yo soy la luz del mundo... la luz en las tinieblas resplandece» (Jn. 8:12; 1:5). La luz de
Cristo puede brillar con mucha más intensidad en mis momentos de oscuridad, en la penumbra
del dolor. Es en «la noche oscura del alma», expresión usada por Juan de la Cruz y otros místicos
españoles, que empezamos a comprender esta gran paradoja: en el túnel sombrío de mi aguijón -
cuando soy débil- la luz de Cristo alcanza su máximo fulgor porque nada la enmascara. Entonces
soy fuerte porque cuanto mayor es la oscuridad, tanto más brilla su luz.
En realidad, esta idea apunta a un tema trascendental que va mucho más allá del problema
del aguijón. Contiene un principio vital en la relación del ser humano con su Creador. Un gran
obstáculo para acercarse a Dios es sentirse fuerte, autosuficiente. Las fantasías de omnipotencia -
el deseo de ser como Dios- han sido una constante en la historia de la humanidad desde que
Adán y Eva fueron tentados y cayeron en este pecado de la autosuficiencia. La soberbia, una de
las causas principales de nuestra rebeldía contra Dios, es un gran estorbo para la fe. ¿Por qué?
Porque suele acentuarse cuando todo nos va bien en la vida, haciéndonos sentir «muy
importantes». Si uno cree que es un semi-dios, entonces no hay lugar para el Dios verdadero en
su corazón. Por el contrario, un sentimiento de debilidad, ya sea físico, moral o existencial suele
ser terreno abonado para la fe en Dios y para que su poder se manifieste.
Por supuesto, no siempre es así. Encontramos notables ateos que sufrieron mucho, como
Nietzsche, atormentado por el aguijón lacerante de una terrible enfermedad que le llevó a la
locura. No obstante, detrás de la frase «yo no necesito a Dios» se esconde muchas veces el
pecado de la iglesia de Laodicea: la soberbia. «Tú dices, Yo soy rico, y me he enriquecido, y de
ninguna cosa tengo necesidad; pero no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre,
ciego y desnudo» (Ap. 3:17).
¿Concluimos, entonces, que la fe es sólo para los débiles? O como decía el mismo Nietzsche,
¿«hay que estar suficientemente enfermo para hacerse cristiano»? Una respuesta completa a este
tema escapa al propósito de este artículo. Vamos a intentar resumirla brevemente. Si entendemos
por «débiles» a personas con poca capacidad intelectual, de inteligencia pobre, entonces la
respuesta es claramente no. Hay ejemplos rutilantes en la Palabra de Dios y en la Historia de
hombres y mujeres con un intelecto privilegiado, líderes destacados y brillantes en todas las áreas
del conocimiento humano que han tenido una profunda fe en Dios. Pero en otro sentido, sí, la fe
es para los débiles, para los que se sienten «pobres» -primera bienaventuranza- al contemplar su
pequeñez y su miseria delante de la grandeza y la santidad de Dios. Jesús mismo nos lo aclara de
forma rotunda cuando dice: «Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he
venido a llamar justos, sino pecadores al arrepentimiento» (Lc. 5:31-32). ¿Quiénes son los débiles
a los que va dirigido el Evangelio? Los que comprenden que son pecadores. Este tipo de debilidad
moral y existencial es el reverso del orgullo y la autosuficiencia; es la humildad que tuvo que
aprender Pablo precisamente a través de la experiencia del aguijón. El propósito de su espina era
prevenir la arrogancia, «para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase
desmedidamente» (2 Co. 12:7).
En la práctica, ¿cómo actúa la gracia? En los próximos dos temas vamos a considerar los
multiformes tesoros de la gracia en relación con la experiencia del aguijón:
Uno de los efectos más importantes de la gracia en la vivencia del aguijón es su capacidad
para producir cambios en la persona y en la situación. Esta idea la vemos en la frase «mi poder se
perfecciona en la debilidad» (2 Co. 12:9). El verbo «perfeccionar» (el mismo que encontramos en
Fil. 1:6) conlleva un sentido de maduración o crecimiento. Es importante observar la conjunción
«por tanto», tan pequeña como significativa. Es el vínculo que une la breve respuesta de Dios que
consideramos el mes anterior con la reacción de Pablo. Es decir, hay una clara relación de causa
a efecto entre esta respuesta y las consecuencias sobre el apóstol. Cuando Dios habla al corazón,
algo cambia.
Dios puede cambiar las circunstancias; y ello ciertamente ocurre a veces. Pero sobre todo
Dios cambia a las personas. Y cuando esto sucede, incluso estas mismas circunstancias nos
parecen distintas, como si de un paisaje nuevo se tratara. Esta fue la experiencia de Pablo. Su
aguijón siguió siendo el mismo: el mismo dolor, la misma humillación. Pero algo ha cambiado de
forma extraordinaria. En 2 Co. 12:10 el apóstol no parece ser la misma persona que escribe en
2 Co. 12:7. ¿Qué ha ocurrido? La gracia, este multiforme tesoro de recursos divinos, ha operado
en Pablo una de sus funciones más propias: la transformación de actitudes.
El Espíritu Santo opera tres grandes cambios que configuran una profunda experiencia
espiritual.
«Para que la fuerza y el poder de Cristo puedan montar una tienda de campaña sobre mí
y morar en mí»
Dios no le quita a Pablo el aguijón, pero sí le quita los pensamientos negativos en relación con
el mismo. Recordemos que el propósito de la terapia cognitiva es aprender a pensar
positivamente. Para ello, el primer paso consiste en identificar y eliminar los pensamientos
negativos. El siguiente paso, sembrar pensamientos positivos, aparece ahora en el texto con
claridad. De hecho bastó con un solo pensamiento: «Mi poder se perfecciona en la debilidad». El
Señor actuó con Pablo cual psicólogo perfecto.
Este pensamiento va creciendo, cual buena semilla, en la mente de Pablo. Con el tiempo llega
el momento de dar fruto; ha asimilado la idea y la hace suya con convicción. Es entonces cuando
ocurre un hecho decisivo para la aceptación del aguijón: cambia su óptica. Es como si el Señor le
diera unas gafas nuevas, o mejor aún, unos prismáticos. Pablo ve la misma realidad, pero desde
una óptica totalmente nueva, la lente le ha aumentado su campo de visión hasta límites
inaccesibles para él sin la ayuda de los prismáticos. Ahora ve lo que Dios ve; su visión del aguijón
se aproxima a la de Dios.
Y nos preguntamos, ¿qué ve Pablo ahora? Para ello, imaginemos el siguiente diálogo entre el
apóstol y el Señor:
El aguijón es una oportunidad para que mi poder repose sobre ti. Lo que tú ves como una
maldición, es en realidad una bendición. Yo puedo usar algo malo para bien.
En síntesis, la óptica egocéntrica es cambiada por una óptica cristocéntrica. Antes, cuando
Pablo miraba al aguijón, veía a un pobre hombre abrumado por el sufrimiento, una situación
injusta e inmerecida. Se sentía desgraciado y quizás olvidado por su Señor. Ésta es la visión que
nace de la introspección. Ahora, por el contrario, cada vez que sufre los azotes del aguijón, ve a
Cristo y su poder «reposando» sobre él. Una versión traduce la misma idea de una forma más
poética: «para que el poder de Cristo pueda montar su tienda de campaña sobre mí». Qué
refrescante panorama en medio de la aridez del aguijón. Es la diferencia entre mirar al «sótano»
de la vida «o alzar los ojos a las alturas donde está Dios».
De forma natural este cambio de óptica produce un cambio de actitudes. No olvidemos que
todo ello arranca de la base de unas fuerzas renovadas. Siguiendo con nuestro diálogo
imaginario, ahora Pablo dice:
Señor, esto es maravilloso; nunca había pensado que para ti todo era tan distinto. Ahora
descubro que en mi debilidad está tu oportunidad. Si es así, de buena gana llevaré este
problema. No sólo no me quejaré, sino que me gozaré porque sé que mis limitaciones
son la ventana por la que irrumpe la fuerza de tu poder.
Gozo en vez de queja: «por lo cual, por amor a Cristo, me gozo más bien en mis
debilidades...» (2 Co. 12:10). Recordemos que el gozo es mucho más profundo que un
sentimiento. Es la convicción serena de que «en todas estas cosas somos más que vencedores»
porque «nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios en Cristo Jesús» (Ro. 8:37-39).
Sumisión voluntaria en vez de desafío: «por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en
mis debilidades» (2 Co. 12:9). La lucha por deshacerse del aguijón deja paso a una sumisión
plena a la «copa» que el Señor permite en su vida.
Con estas actitudes nuevas, Pablo nos demuestra que el aguijón, aunque siga golpeándole de
vez en cuando, ha perdido todo su veneno. Porque el mayor peligro del aguijón no estriba en el
dolor físico que pueda causar, ni siquiera en sus alteraciones emocionales. Su efecto más
devastador consiste en envenenar las actitudes llevando a la persona a la autocompasión, la
rebeldía y la amargura. La persistencia de estas actitudes es la que acaba «matando» la ilusión de
vivir. Por esta razón, para Dios es mucho más importante eliminar estas actitudes que quitar el
aguijón. Pablo ha salido vencedor porque ha eliminado la ponzoña de su aguijón.
Hasta ahora hemos visto cómo la gracia transforma a las personas. Pero aun va más lejos
que esto; la gracia puede cambiar situaciones y circunstancias. No nos referimos aquí a la
adaptación normal que ocurre al final del proceso de ajuste, sino a cambios sobrenaturales
operados por el poder de Dios.
La metáfora del desierto y la tierra baldía que el Señor utiliza en Isaías para dar a su pueblo
esperanza de un futuro diferente se aplica muy bien a nuestro tema. El aguijón puede continuar
largos años, a veces toda la vida como en el caso de Pablo. Pero en medio de esta situación de
sequía y aridez, Dios provee oasis refrescantes -«camino en el desierto y ríos en la tierra estéril»-
que nos renuevan las fuerzas y nos permiten seguir adelante. En la primera parte del texto la
expresión «yo hago cosa nueva» significa literalmente «un renuevo», igual como el árbol en
primavera saca los brotes tiernos, llenos de vida, tras un invierno largo y penoso. Al duro invierno
le sigue la vida renovada de la primavera, con ilusión y fuerzas nuevas. Con esta doble metáfora,
Dios le transmite al pueblo una sólida esperanza de un futuro diferente. Así ocurre también con la
persona afligida por el aguijón cuando experimenta la gracia transformadora.
Descubrir esta otra cara del sufrimiento es experimentar que «en todas las cosas Dios obra
para el bien de los que le aman» (Ro. 8:28 - NVI). Estamos aquí ante uno de los aspectos más
singulares y misteriosos de la gracia, glorioso y difícil de entender al mismo tiempo. Al llegar a este
punto pisamos «lugar santo» al que nos acercamos con reverencia y perplejidad a la vez, sin
entender muy bien lo que estamos viendo como Moisés en Horeb (Éx. 3:1-5). Pero ahí está, de
forma rotunda, la promesa; Pablo no deja lugar para la duda y afirma categórico, «en todas las
cosas Dios obra para bien». Quedan, por tanto, incluidas aquí las vivencias de aguijón o cualquier
tipo de sufrimiento, tal como después él mismo explica en la exhaustiva lista de Ro. 8:35. De una
forma misteriosa y paradójica, el sufrimiento llega a ser un instrumento para que se cumplan
propósitos concretos de Dios para nuestra vida.
Llegar a descubrir este «camino en el desierto» - lo bueno en el mal- puede llevar tiempo, a
veces mucho tiempo. Pero cuando se consigue, produce un cambio revolucionario en la vivencia
del aguijón. En este sentido nunca olvidaré la frase de unos padres que habían tenido un hijo con
síndrome de Down: «Al principio se nos cayó el mundo encima, pero después ha sido como un
ángel para nosotros, un ángel que Dios nos ha enviado. Antes siempre había discusiones y
tensión en nuestro matrimonio. Desde que nació él, su dulzura y su cariño lo hacen imposible».
De la misma forma que nuestra reacción ante los problemas y dificultades estimulan la
maduración psicológica, también contribuyen a nuestro crecimiento espiritual. Esta fue la
experiencia de Job, resumida en sus memorables palabras: «De oídas te había oído, mas ahora
mis ojos te ven» (Job. 42:5). Las tribulaciones por las que pasó le permitieron llegar a conocer a
Dios de una forma más personal, distinta al conocimiento anterior. En nuestra situación hoy, las
pruebas nos ayudan a ser más como Cristo. No olvidemos que las palabras discípulo y disciplina
vienen de la misma raíz que significa instruir, enseñar. Debemos enfatizar, no obstante, que el
propósito de Dios al permitir la prueba no es castigarnos sino enseñarnos. Así como las piedras
brutas extraídas de la cantera necesitan ser talladas y pulidas, nosotros también debemos ser
moldeados con miras a parecernos cada día más a Cristo. La enseñanza bíblica al respecto es
abundante y muy clara: numerosos pasajes nos hablan del valor purificador y pedagógico del
sufrimiento, de las pruebas y de las tentaciones. Dos ejemplos:
«Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza;
pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados»
(He. 12:11)
«En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario,
tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe,
mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea
hallada en alabanza, gloria y honra...» (1 P. 1:6-7)
El apóstol Pablo había experimentado en su propia vida este efecto transformador de las
pruebas. Sus escritos y su propia vida nos recuerdan que la capacidad para afrontar el sufrimiento
sin huir de él es una virtud moral que abre las puertas de nuestra transformación personal interior.
¿Qué tenía que aprender Pablo de su aguijón? Una gran lección en particular: el peligro de la
jactancia y la necesidad de permanecer humilde.
Tan asumido tenía el apóstol el propósito del aguijón que empieza el pasaje con estas
palabras: «para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente... para que
no me enaltezca sobremanera» (2 Co. 12:7). Las revelaciones de las que ha hablado en los
versículos del 1 al 6 constituían un arma de doble filo: por un lado, eran un privilegio inmenso, algo
muy especial que sin duda le ponía por encima de otros creyentes; pero ahí radicaba también el
peligro: eran un motivo de orgullo y podían llevarle a la jactancia, un sentimiento de superioridad
espiritual muy contrario a la actitud deseada por el Señor. Dios no podía permitir que uno de los
pilares de la Iglesia, el apóstol de los gentiles, sucumbiera ante uno de los pecados más
arraigados en el corazón humano, el orgullo. Por esta razón, Dios se vale del enorme poder
pedagógico del aguijón para enseñarle su error y su potencial pecado.
Por supuesto que no podemos generalizar la situación particular de Pablo y afirmar que todo
aguijón siempre tiene como propósito el contener nuestra jactancia. He conocido innumerables
personas afligidas por un doloroso aguijón en cuyo origen no había la más mínima sombra de
actitudes incorrectas. Pero dicho esto, sí es cierto que el aguijón nos ayuda a ser más realistas en
cuanto a nuestras miserias y limitaciones, nos recuerda la enorme fragilidad de nuestra vida. En
síntesis, no todos los aguijones nacen de una actitud de jactancia, pero todo aguijón nos ayuda a
cultivar la humildad que tanto ama el Señor: «Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de
espíritu» (Is. 66:2). En Cristo, ciertamente cuando soy débil, entonces soy fuerte.
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2009)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años. También
fue presidente de la Alianza Evangélica Española durante 10 años (1999-2009), y actualmentes es
vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la Tienda Online de
Pensamiento Cristiano en la dirección http://tienda.pensamientocristiano.com.
Índice
Enero, Febrero 2009 – «Más que vencedores»................................................................................................3
Marzo 2009 – Las relaciones humanas. ¿Mayordomos o esclavos? (I)...........................................................7
Abril 2009 – Las demandas de la cruz...........................................................................................................10
Mayo 2009 – La relaciones humanas. ¿Mayordomos o esclavos? (II)...........................................................13
Junio, Julio 2009 – Jesucristo ante la frustración humana.............................................................................17
Septiembre 2009 – Al gozo por la obediencia................................................................................................22
Noviembre 2009 – ¿Por qué Dios...?.............................................................................................................25
Diciembre 2009 – El triunfo de la luz sobre las tinieblas................................................................................27
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
«Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los
que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los
predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el
primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a
los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.»
(Ro. 8:28-30)
Lo que precede y lo que sigue en este pasaje no es una doctrina esotérica. Es algo que
«sabemos», pese a que profundiza en temas doctrinales de singular trascendencia, en primer
lugar la cuestión de la providencia de Dios y el Dios de la providencia. En la afirmación del
versículo 28 infinidad de creyentes han hallado una mina de consuelo y aliento. Este versículo
podría ser interpretado en el sentido de que todas las cosas se mueven y actúan en favor de
quienes aman a Dios como si fuesen ángeles buenos que, con una personalidad bondadosa,
deciden proteger a los hijos de Dios. Probablemente pocos creyentes asumirían esta elucidación.
En realidad no son las «cosas» las que cooperan para el bien de los santos. Es Dios el que
dispone y usa las cosas para beneficiar a los que le aman. Nos gusta la versión de la Biblia de
Jerusalén cuando ofrece la siguiente traducción: «Sabemos que en todas las cosas interviene
Dios para bien de los que le aman». Resumimos: La providencia de Dios sólo podemos
comprenderla adecuadamente si la contemplamos a la luz del Dios de la providencia.
Detalle a destacar es que son todas las cosas las sometidas a los agentes providenciales. No
sólo las que alegran y estimulan, sino también las dolorosas o desalentadoras; no sólo las que
entendemos, sino igualmente las que no llegamos a comprender. «¡Todas...!»
El versículo que estamos comentando concluye con una aclaración importante: los que aman
a Dios y son por él asistidos son «llamados por Dios conforme a su propósito». Todo lo que
concierne a nuestra salvación, desde el principio hasta el fin, está ordenado de acuerdo con un
plan divino eterno. Nuestra salvación, desde el principio hasta el fin, es obra suya, fruto de su
gracia.
En ese proceso aparecen primeramente los beneficiarios de la salvación como aquellos a los
que Dios conoció. Ese «conocimiento» se remonta al pasado eterno, cuando se determinó y
configuró el «propósito» de Dios. No es un simple conocimiento previo de lo que ha de acontecer
como corresponde al Dios omnisciente; es una predisposición amorosa hacia seres que van a ser
hechos imagen de su Hijo amado, quien a su vez es imagen de Dios. Con su pre-conocimiento
Dios reconoce y acepta a quienes, por la fe, están en Cristo.
En segundo lugar: los conocidos son predestinados. Esta palabra, objeto de encendidas
controversias, no debería nunca ser estudiada aisladamente. En el Nuevo Testamento, por lo
general, aparece seguida de la preposición «a» o «para». La soberanía de Dios siempre aparece
en relación con él mismo, con su Hijo Jesucristo o con una finalidad determinada. En el texto de
Ro. 8:29 leemos: «A los que antes conoció los predestinó para que fuesen hechos conforme a la
imagen de su Hijo, para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos». La Biblia de
Jerusalén presenta una versión igualmente iluminadora: «...los predestinó a reproducir la imagen
de su Hijo». Difícilmente podríamos imaginar un destino más digno: ser hechos hermanos del
unigénito Hijo de Dios.
Seguidamente vemos que los predestinados son llamados. Se trata del llamamiento a la fe y
al servicio; otra faceta del honor que en Cristo nos es otorgado.
Finalmente, «a los que justificó, a éstos también glorificó». El proceso de la salvación llega a
su fin. El propósito de Dios, que tuvo su origen antes de la creación, ha ido cumpliéndose en el
transcurrir del tiempo para llegar a su fin. Se extiende de eternidad a eternidad.
Puede llamar la atención el hecho de que en el texto bíblico la afirmación («a éstos también
glorificó») aparece en futuro, mientras que las anteriores están en aoristo (pretérito). Quizá Pablo
está usando el «pasado profético» hebreo, mediante el cual se presenta como cumplido algo que
se hará real en el futuro. «Desde el punto de vista histórico, el pueblo de Dios no ha sido aún
glorificado; pero en la perspectiva del decreto divino su gloria ha sido determinada desde la
eternidad» (F. F. Bruce).
Por otro lado, se puede notar que en la cadena de afirmaciones parece observarse una
omisión importante: entre la justificación y la glorificación no se menciona la santificación, esencial
en el propósito divino. No obstante, la omisión quizás es más aparente que real. En su segunda
carta a los Corintios, Pablo indica que, «mirando a cara descubierta la gloria del Señor, vamos
siendo transformados de gloria en gloria a la misma imagen...» (2 Co. 3:18). Una declaración
semejante hace el apóstol en su carta a los Colosenses (Col. 3:10).
«¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que
justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también
resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o
hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito:
Por causa de ti somos muertos todo el tiempo;
Somos contados como ovejas de matadero.
Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos
amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni
potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa
creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.»
(Ro. 8:31-39)
Los sufrimientos del cristiano tienen como causa su propia debilidad, sus dudas, su
propensión a ceder a las inclinaciones de su vieja naturaleza. También tiene como adversario a la
sociedad en que vive, por lo general indiferente u hostil a la fe cristiana; en algunos casos la
oposición del mundo a la causa cristiana se traduce en una acción violenta, con lo que muchos
santos se han convertido en mártires. Y no podemos olvidar al archienemigo de Cristo y de su
Iglesia:, el diablo, unido a los «principados y potestades, los dominadores de este mundo de
tinieblas, huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef. 6:12), o sea, las fuerzas
del mal en el universo.
Ante adversarios tan poderosos, ¿qué puede hacer el creyente en Jesucristo? El cántico nos
da la respuesta: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:31). Dios, desde la
eternidad, se ha puesto al lado y a favor de una humanidad necesitada de redención. Ello a pesar
de que se trataba de un pueblo de pecadores. Su «estar por nosotros» le costó la entrega de su
Hijo unigénito para que efectuara la expiación del pecado en la cruz, con todo lo que de
sufrimiento entrañaría aquella entrega. Casi parece increíble, pero así es. «El que no escatimó ni
a su propio Hijo, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?» (v. 32). La respuesta,
positiva, es de pura lógica.
¿Quién acusará a los escogidos de Dios si es Dios mismo el que justifica? (v. 33). Este reto
nos recuerda el del Siervo del Señor en Isaías 50:8: «Cerca está de mí el que me salva; ¿quién
contenderá conmigo? Quién es el adversario de mi causa? Acérquese a mí». El único que podría
aceptar el desafío es el diablo –el gran acusador–; pero todo intento suyo de triunfar como
¿Quién es el que condenará, si Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el
que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros? (v. 34). Cristo, como
Mediador entre Dios y los hombres, movido por su amor infinito, pagó con su muerte nuestra
deuda y, con su resurrección, atestiguó la validez de su obra redentora ante Dios Padre, Juez
perfecto y soberano.
¿Quién nos separará del amor de Cristo? (v. 35). Ninguna adversidad, ningún sufrimiento,
ninguna humillación, ni la muerte misma podrán causar tal separación. Por el contrario, «en todas
estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (v. 37).
El luchador cristiano sería «vencedor» si resistiera imbatido los ataques del enemigo; pero es
más; en medio de todas las vicisitudes y padecimientos encuentra la gracia de Dios para convertir
los padecimientos pasivos en acción, los aguijones en armas espirituales. El propio apóstol Pablo
vivió esa experiencia encarcelado en Filipos durante su segundo viaje misionero, y también en
Troas cuando sufría atormentado por la ansiedad al pensar en los posibles problemas de la
naciente iglesia de Corinto. Temía que Satanás tuviese alguna ventaja en aquella situación, pero
pronto sus dudas y temores se desvanecieron de modo que pudo escribir: «A Dios gracias, el cual
nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el
olor de su conocimiento» (2 Co. 2:14).
José M. Martínez
En la vida hay tres relaciones esenciales de las que debemos ser buenos mayordomos por
igual, sin descuidar ninguna de ellas: la relación con Dios, la relación conmigo mismo y la relación
con los demás. Las tres son interdependientes y forman como un racimo inseparable. Mi relación
con lo demás irá bien en la medida que yo sea capaz de relacionarme bien conmigo mismo. La
psicología nos enseña el gran valor de nuestra identidad como base de las relaciones: quien no ha
aprendido a relacionarse consigo mismo, encuentra difícil relacionarse con los demás. Muchos
problemas de acercamiento, de intimidad, vienen de una identidad defectuosa. No debemos
descuidar, por tanto, la mayordomía de nuestra propia persona, el conocido consejo de Pablo a
Timoteo «ten cuidado de ti mismo».
Pero la clave radica en nuestra relación con Dios. Las relacines conmigo y con los demás irán
bien en la medida en que mi relación con Dios sea adecuada. Este es el orden bíblico y ahí está el
secreto de nuestra mayordomía. Cuando se rompe la relación con Dios, como ocurrió en la Caída,
arrastra en consecuencia la relación con uno mismo y con los demás.
¿Quién es mi prójimo?
Al hablar de la relación con los demás necesitamos delimitar nuestro campo de acción: ¿de
quién hemos de ser mayordomos? ¿A quién hemos de cuidar? Si no precisamos la parcela de
nuestra mayordomía, podemos perdernos en un campo difuso y enorme de relaciones en las que
no tenemos, de hecho, una responsabilidad esencial. En el presente artículo vamos a tratar de las
relaciones con el prójimo. El Señor, al resumir los mandamientos, nos delimitó perfectamente
nuestra tarea: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Entendemos por prójimo a aquellas
personas que están cerca de nosotros por razones afectivas o físicas; la palabra «prójimo»
literalmente significa el «próximo», el que está al lado. A veces el prójimo lo es de forma
circunstancial, no permanente, como nos enseña la parábola del buen samaritano. No olvidemos
que el Señor expuso esta parábola en respuesta justamente a la pregunta «¿quén es mi
prójimo?».
Este mandamiento (o resumen de mandamientos) tiene sobre nosotros dos efectos; por un
lado, nos libera porque nadie nos pedirá cuentas por «los millones de personas que sufren en el
mundo» o «las multitudes que pasan hambre». Pero, al mismo tiempo, tiene un efecto que nos
compromete porque sí soy responsable por el que sufre a mi lado o el que pasa hambre junto a mí
pues ellos son mi prójimo.
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn. 4:9). Con esta pregunta Dios confrontó a Caín tras su
espantoso fratricidio. Por su misma naturaleza, toda mayordomía contiene un elemento inevitable
de responsabilidad. Éste es el principio que encontramos en el texto de Génesis. Dios le pide
cuentas a Caín por su homicidio. «¿Qué has hecho con tu hermano Abel?» Caín no podía lavarse
las manos impunemente porque tenía que darle explicaciones a Dios del brutal trato dado a su
hermano. Igualmente Dios nos pedirá cuentas a cada uno de nosotros por cómo hemos tratado al
prójimo. Nadie puede responder con el cinismo de Caín: «¿Soy yo acaso guarda de mi
hermano?». Sí, todo creyente es guarda de su hermano.
¿Cómo podemos ser buenos mayordomos de nuestras relaciones? Ante todo, una buena
mayordomía no significa satisfacer todas las demandas y necesidades de mi prójimo. Si no
entiendo o no acepto este principio básico y quiero cubrir todas las necesidades que veo a mi
alrededor, voy a acabar frustrado y agotado, y dejaré descuidadas otras áreas importantes de la
vida.
Ello es así por dos razones: en primer lugar, porque en el campo de las relaciones humanas
las necesidades son casi infinitas, nunca se terminan. Aquellos que tienen responsabilidades
pastorales en la iglesia o los que trabajan en profesiones asistenciales (sanitarios, maestros,
obreros sociales etc.) conocen bien esta realidad: cuanto más haces, tanta más cuenta te das de
lo que queda por hacer, de modo que siempre hay algo más que puedes hacer. Nos hará bien
recordar que ni siquiera el Señor Jesús, como hombre, fue capaz de satisfacer todas las
expectativas de los demás. Con frecuencia le vemos poniendo límites a las demandas de la gente,
unas veces apartándose de las multitudes para ir a descansar, otras veces incluso rehusando
ayudar cuando ello no entraba dentro del propósito de su ministerio (Mt. 15:21-28).
La segunda razón es que algunas personas -afortunadamente no todas- cuanto más les das,
tanto más esperan -o incluso, exigen- de ti. Es un problema de expectativas que a veces puede
convertirse en una auténtica carga para quien desea ayudarles porque tales personas acaban
sintiéndose como víctimas y hacen sentir a los otros culpables. Por tanto, el primer paso es
aceptar nuestras limitaciones y poner límites a nuestra entrega. En este sentido nos ayudará tener
una motivación correcta a la hora de «guardar al hermano» y una visión clara de lo que Dios
espera del mayordomo. Éstas son nuestras próximas consideraciones.
El apóstol Pablo nos da un principio muy clarificador. «Así pues, téngannos los hombres por
servidores de Cristo y administradores (mayordomos) de ... Dios. Ahora bien, se requiere de los
administradores que cada uno sea hallado fiel» (1 Co. 4:1-2). El requisito principal, de hecho el
único mencionado, de un mayordomo de Dios es la fidelidad. La misma idea se encuentra en el
conocido pasaje de la parábola de los talentos cuando el elogio supremo que recibe el
mayordomo es: «Bien, buen siervo y fiel, sobre poco has sido fiel...» (Mt. 25:21). Llama la atención
que en el texto de 1ª Corintios 4 Pablo se refiere inmediatamente al escaso valor que la opinión de
los demás tiene para él: «Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros» (1 Co. 4:3). Es
significativo que tal afirmación se haga justamente en el contexto de una buena mayordomía. El
apóstol sabía bien que en el campo de las relaciones lo importante es la opinión de Dios, no la de
los hombres.
Ello nos hace volver de nuevo al problema de las expectativas de los demás. Si tenemos claro
que nadie nos exige satisfacer todas las demandas posibles y lo que el Señor espera es una
actitud fiel, ¿por qué algunos creyentes caen en un activismo frenético y, aún así, sienten que
nunca es suficiente lo que hacen en su servicio a los demás? En la mayoría de ocasiones surge
de la necesidad de agradar mucho y no decepcionar nunca. Algunas personas viven como un
fracaso el tener que decir «no» y temen perder el afecto del otro si no satisfacen todas sus
demandas, por excesivas que sean. Sin darse cuenta, enfocan sus relaciones con una motivación
equivocada: que tengan un buen concepto de mí. Es lo que llamaríamos la motivación narcisista.
Este problema -porque llega a ser un problema- suele darse en personas inseguras, con una
autoestima baja, que necesitan constantemente el afecto de los demás en forma de aprobación y
de aplauso. De lo contrario se sienten frustrados o culpables.
Como creyentes no cuidamos del prójimo para agradarle ni para que tenga un buen concepto
de nosotros. Cuando esto ocurre es agradable, pero es un «efecto colateral», no la meta de
nuestras relaciones. Se nos llama a ser mayordomos de Dios, pero no esclavos de los hombres.
La motivación central es el amor a Cristo porque es a El a quien servimos (Col. 3:23-24).
Son muchas las iglesias que al llegar a la llamada «Semana Santa» celebran la crucifixión del
Señor Jesucristo al final de su vida en la tierra. Por inaudita que parezca, esa celebración no es
una barbaridad; es la exaltación del Hijo de Dios, quien se entregó a sí mismo en propiciación por
nuestros pecados. Mediante la cruz se abre la puerta a la salvación de quienes por su
arrepentimiento y su fe, son incorporados al pueblo de Dios. Es comprensible la concentración
cristocéntrica en la obra divina de la salvación. De ahí que los escritores del Nuevo Testamento,
prácticamente en su totalidad, se refirieran explícitamente a la crucifixión de Jesús como
fundamento de nuestra salvación.
Como ejemplo, podemos citar al apóstol Pablo, quien escribió: «Con Cristo estoy juntamente
crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí, y lo que ahora vivo en la carne lo vivo en la
fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gá. 2:20). Y en otra de sus
cartas afirmó con vehemente radicalidad: «Yo resolví entre vosotros no saber cosa alguna que no
sea Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co. 2:2).
El propio Señor Jesucristo declaró a sus discípulos que «debía ir a Jerusalén y padecer
muchas cosas de sus adversarios y ser muerto» (Mt. 16:21, Mt. 20:17-18). Él había venido al
mundo «no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt. 20:28).
Esta afirmación tuvo confirmación solemne al compartir con sus discípulos el pan y el vino en la
cena que él mismo había instituido (1 Co. 11:23-25).
No puede ser más clara y enternecedora la parábola del hijo pródigo (Lc. 15:11-32). En ella
se relata el desvarío de un joven que abandona el hogar paterno y se hunde en una vida de
disipación y miseria, pero que reflexiona, confiesa su pecado y vuelve arrepentido a la casa
paterna con una confesión conmovedora. Dice a su padre: «He pecado contra el cielo y contra ti;
no soy digno de ser llamado tu hijo, pero hazme como uno de tus jornaleros» (Lc. 15:21). En la
emotiva respuesta de su progenitor, el hijo no oye ningún reproche, ningún sermón. Sólo palabras
de bienvenida y aceptación. Para padre e hijo el regreso de éste se ha tornado en fiesta. El hijo
perdido ha sido hallado; había estado muerto y ha revivido. Una gran fiesta ha marcado el
comienzo de la más grande de las experiencias: la salvación.
Parábola del fariseo y el publicano (Lc. 18:9-14). El primero era prototipo de una falsa
religiosidad. No buscaba la gloria de Dios,sino su propio ensalzamiento, la inflación de su vanidad.
Por el contrario, el publicano -odiado cobrador de impuestos para el erario de Roma- no se
sentía merecedor de nada. Consciente de sus faltas y del aborrecimiento de los judíos más
ortodoxos, «no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios,
sé propicio a mí, pecador».
Para Jesús, el juicio sobre aquellos dos hombres era claro: «Os digo que aquel hombre (el
publicano) descendió a su casa justificado más bien que aquél, porque cualquiera que se enaltece
será humillado y el que se humilla será enaltecido».
La cruz de Cristo implica una demanda de entrega plena por parte del creyente que decide
seguir a Jesús. Pablo fue consecuente también con este compromiso: «El amor de Cristo nos
constriñe, habiendo llegado a esta conclusión: que si uno murió por todos luego todos murieron. Y
por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó
por ellos» (2 Co. 5:14-15).
Esa entrega implica reconocimiento y aceptación plena del señorío de Cristo. Es hermoso
poder decir al Señor lo que le dijo Pablo el día de su conversión: «Señor, ¿qué quieres que
haga?» (Hch. 9:6). O hacer nuestras las palabras del distinguido líder moravo Conde de
Zinzendorf: «Sólo tengo una pasión, y ésta es él, únicamente él».
«Si alguno está en Cristo, es una nueva creación; las cosas viejas pasaron y todas son
hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Con Cristo morimos y con Cristo resucitamos. La comunión con él
exige una renuncia a toda forma de desobediencia. En Cristo y con él, el creyente está llamado a
vivir una vida de discipulado sin reservas. Son inadmisibles los términos medios en los que nos
gusta instalarnos. «Ningún siervo puede servir a dos señores» (Lc. 16:13).
En la portadilla del libro de C. S. Lewis The great divorce (El Gran Divorcio), escribió George
McDonald las siguientes inspiradas palabras: «No, no hay escapatoria. No existe cielo alguno con
un poco de infierno, no hay modo de retener algo del diablo en nuestros corazones o en nuestros
bolsillos. ¡Fuera Satanás con todos sus pelos y plumas!».
Aun los pecados mas sutiles -egoísmo, orgullo, vanagloria, envidia, rencor- acarrean el
desagrado del Señor. Contra ellos hemos de luchar sin desfallecimiento si realmente le tenemos a
él por Señor. Nuestra fidelidad al Cristo provocará la hostilidad del mundo, pues vivimos en una
sociedad abiertamente anticristiana, lo cual nos obliga a luchar contra nuestras propias tendencias
pecaminosas.
En nuestra pugna contra toda suerte de fuerzas enemigas más de una vez resbalaremos y
caeremos, pero en la cruz de Cristo encontraremos siempre el poder para ser «más que
vencedores» (Ro. 8:37).
Aun antes de asumir la cruz, Jesús fue consciente de que una parte esencial de su obra -la
formación de la Iglesia- no la iba a realizar solo. Llamó a doce de sus discípulos y los envió a
predicar el reino de Dios (Lc. 9:1-6). Después de su muerte y su resurrección, les encomendó la
«gran comisión» (Mt. 28:19). La iglesia apostólica pronto vino a ser testimonio vivo de Cristo, lo
que acarreó persecución e incluso muerte violenta. Impresiona el testimonio de Esteban, seguido
del de Pablo, al que pronto siguieron otros que tuvieron el mismo fin que estos primeros
discípulos.
Una vez convertido a Cristo, Pablo vino a ser uno de los paladines de la obra misionera. Con
lógica convincente razonó la necesidad de aceptar el reto misionero: «¿Cómo predicarán si no
han sido enviados?», para citar a continuación el bello y estimulante texto de Isaías: «Como está
escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas
nuevas!» (Ro. 10:15). Bajo la dirección del Espíritu Santo y en circunstancias sumamente
adversas tuvo lugar en aquel tiempo una gran expansión misionera en numerosos lugares del
imperio romano. No debe de ser casualidad que los periodos más florecientes en la historia de la
Iglesia cristiana han sido aquellos en que la obra misionera ha sido atendida con diligencia.
¡Dichosa la iglesia local que instruye a sus miembros en la gloriosa tarea de proclamar el
más glorioso de los mensajes! ¡Y bienaventurado el creyente que responde dignamente a
las demandas de la cruz!
José M. Martínez
La famosa frase del poeta John Donne «ningún hombre es una isla» refleja una realidad
profundamente arraigada en el ser humano. Todos tenemos necesidad de relacionarnos porque
Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Las relaciones humanas son una consecuencia del
sello divino en nosotros. Dios existe en forma plural, como bien observamos en el relato de la
creación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn. 1:26). Ello constituye una
característica distintiva del cristianismo, la única religión monoteísta donde Dios aparece en forma
plural. Es un argumento más para defender la singularidad de la fe cristiana ante la idea tan en
boga hoy de que «todas las religiones son iguales».
Desde un buen principio Dios se revela como el ser relacional por excelencia. Sus relaciones
tienen una doble dimensión y ello va a constituir el modelo de nuestras propias relaciones. Por un
lado, se relaciona con las otras personas de la Trinidad. En Juan 15, por ejemplo, hay una
preciosa descripción de la relación perfecta, armónica, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Pero, además, Dios entra en relación con el hombre. Esta segunda dimensión se hace evidente
en el nombre dado al Hijo, «la Palabra, el Verbo» (Jn. 1:1) que es el instrumento de relación y de
comunicación por excelencia. Cuando Dios crea al ser humano, pone en su corazón esta misma
necesidad de relación bidireccional. Por un lado, siente el anhelo de contacto con un Tú superior,
con la divinidad. De ahí el profundo y misterioso «impulso religioso» que reconocen todos los
estudiosos del comportamiento humano, hasta los más escépticos. Es la «sed de Dios» descrita
por el salmista (Sal. 42:1-2). Por otro lado, la necesidad de relacionarse con otro «tú» (en
minúscula), el prójimo: «No es bueno que el hombre esté solo, le daré pues ayuda idónea». Todos
los psicólogos y antropólogos reconocen la necesidad básica de amar y ser amado como uno de
los pilares de la felicidad humana.
Así pues, esta necesidad doble -de trascendencia, la sed de Dios, y de amor humano- nos
recuerda nuestro origen divino como criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Quizás
algún día la ciencia llegue a explicar con todo detalle la biología de nuestras relaciones, es decir
qué ocurre en nuestro cerebro cuando amamos y disfrutamos, por ejemplo, de una buena
amistad. La ciencia nos explicará el cómo, pero sólo la palabra de Dios nos responde al para qué
y el por qué ningún ser humano «puede ser una isla».
La practica de la mayordomía
En la primera parte del artículo decíamos que la fidelidad constituye el requisito básico del
mayordomo según el modelo bíblico. En la práctica, ¿qué significa esto? ¿Cómo puedo ser un
mayordomo fiel de sus relaciones? El modelo de la Trinidad, la forma cómo las tres personas
divinas se relacionan entre sí nos marca el camino. Por supuesto, ¡la comparación es imperfecta y
limitada porque nosotros no somos Dios! Pero este sello divino antes descrito y la presencia de
Cristo en cada creyente mediante el Espíritu Santo nos permiten trazar paralelos muy
enriquecedores. Al considerar el modelo de la Trinidad vemos tres ingredientes fundamentales que
definen una relación adecuada.
Una de las frases más usadas para resumir una relación es: «ha sido muy bueno conmigo», o
bien al revés, «me ha hecho mucho daño». La forma de ser del otro, su carácter, es lo que deja la
huella más profunda en nosotros, lo que más recordaremos.
Observemos cómo en la parábola de los talentos el Señor elogia, ante todo, virtudes y valores
del carácter: «bueno» y «fiel». Los resultados del trabajo de aquellos siervos, aun siendo
importantes, quedan relegados a un lugar secundario. A Dios le importa más el cómo somos y
vivimos que nuestros logros. El «hacer» tiene su lugar, pero no antes del ser y, como veremos
luego, del «estar con». Este orden de prioridades es esencial en cualquier mayordomía que
contenga un ingrediente de amor, ya sea con la esposa –amor conyugal- o con los hermanos en la
iglesia, -amor fraternal. Ello es un reflejo de lo que ocurre en nuestra relación con Dios: la meta
primera es la forja de un carácter, «que seamos hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Ro.
8:29). No debe ser casualidad que la descripción primera que se hace de Jesús es que «era el
Verbo» (Jn. 1:1). Alude a su esencia, el ser, para describir después lo que hizo (Jn. 1:9-18).
Este principio tiene una consecuencia práctica importante. El éxito o el fracaso en mis
relaciones no se debe medir, en primer lugar, por lo que hago por ellos –actividades- sino por mis
actitudes, cómo soy con ellos. Ser un buen mayordomo no es, ante todo, un asunto de tener más
o menos tiempo para dedicar a la esposa, los hijos, los amigos o los hermanos en la iglesia. La
calidad de nuestras relaciones no es un asunto de agenda o de reloj. Dos personas pueden estar
juntas y, sin embargo, sentirse muy lejos la una de la otra. Todo lo que hagamos por los demás
debe venir precedido y rubricado por un trato afable, un carácter lleno del fruto del Espíritu. Este
es el mejor regalo que podemos darle a una persona. De hecho, uno de los mayores elogios que
alguien nos puede hacer es: «Gracias por ser como eres».
Un personaje bíblico, Bernabé, nos ilustra muy bien este principio. Su mismo nombre apela a
un rasgo precioso de su forma de ser: «hijo de consolación». Su contribución mayor a la Iglesia
Primitiva no vino dada tanto por sus actividades -viajes misioneros, ministerio en la iglesia de
Jerusalén, etc.-, sino por su carácter conciliador y consolador. Estas virtudes fueron la clave que
facilitó el trascendental encuentro del recién convertido Saulo con los atemorizados discípulos que
recelaban de él. La aportación más importante de Bernabé a la Iglesia tuvo que ver, ante todo, con
su carácter lleno del fruto del Espíritu Santo.
Después del ser viene el estar. La segunda forma práctica de ser fiel como mayordomo de mis
relaciones consiste en estar con, estar al lado de mi prójimo. También esta faceta es un reflejo del
modelo de la Trinidad. Se corresponde con el ministerio del Espíritu Santo en el creyente; él es el
Paracleto, cuya función es confortar y guiar. La palabra aplicada a esta acción del Espíritu Santo
-parakaleo- es muy rica en matices; significa a la vez cuidar, estar al lado de, confortar, consolar,
preocuparse por. El vocablo equivalente en latín sería curar. De ahí surge el concepto de cura de
almas, tarea primordial en la vida de cualquier iglesia y meta del mayordomo fiel. Cuidar a mi
prójimo, a mi esposa, a mis hijos, a mis padres, a mi hermano en la iglesia, implica estar junto a,
estar presente (de ahí deriva la palabra «asistir»). Un ingrediente esencial del cuidar es la
cercanía. No se trata sólo de una cercanía física, sino sobre todo emocional. Se puede transmitir
aun estando físicamente lejos. Por ello una llamada por teléfono, una carta, un regalo, un
mensaje, una tarjeta postal nos hacen exclamar: «gracias por estar a mi lado, te he sentido
cerca».
de ser un mayordomo fiel en las relaciones. Nuestra sola presencia al lado de alguien que sufre,
del atribulado por una pérdida, del que tiene sed o hambre, está en la cárcel o está desnudo (Mt.
25:31-40) es un regalo precioso no sólo para la persona, sino para el Señor mismo: «Por cuanto lo
hicisteis a uno de estos mis hermanos, a mí lo hicisteis» (Mt. 25:40). ¡Impresionante privilegio!
Cuando el creyente practica esta forma de mayordomía está imitando y aplicando la labor del
Espíritu Santo. Y esta tarea, además, la realiza con Su poder. Ahí radica la diferencia entre una
preocupación meramente humanitaria o social por los demás, tarea que puede realizar cualquier
persona de buen corazón, y la labor de pastoreo mutuo dentro del cuerpo de Cristo, la Iglesia, que
sólo se puede realizar bajo la dirección y el poder del Consolador por excelencia. Cualquier ONG
puede cuidar al necesitado; sólo el creyente puede hacer «cura de almas» porque tiene al Espíritu
Santo, el cuidador divino.
El amor es la tercera característica de un mayordomo fiel. Pero, ¿qué significa amar? El amor
ágape tiene dos grandes dimensiones. (Para un estudio más amplio del tema recomendamos el
pasaje de Col. 3:1-17, excelente catálogo práctico del amor en la iglesia). Por un lado, tiene una
dimensión activa que implica dar, servir, entregarse. Después del ser y del estar al lado de
entramos ahora en el hacer. Ello supone tomar la iniciativa, dar el primer paso. El cántico del amor
por excelencia (1 Co. 13) no es tanto un poema romántico como un catálogo de actitudes que
retratan al amante maduro. Así, el segundo rasgo apela al servicio: «El amor es servicial» (1 Co.
13:4, versión Reina Valera 1977). El servicio supone estar dispuesto, si hace falta, a ceñirse la
toalla y lavar los pies de mi prójimo. ¿En qué te puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer por ti? El Señor
Jesús la resumió en la llamada regla de oro: «Y todo lo que queráis que los hombres hagan con
vosotros, así también haced vosotros con ellos» (Mt. 7:12). Esta demanda es mucho más difícil
que el refrán «no quieras para los demás lo que no quieras para ti». La frase popular se centra en
lo negativo y es pasiva –evitar algo. El ágape de Jesús, por el contrario implica dar el primer paso,
es activo.
El amor, sin embargo, tiene una segunda dimensión que –de nuevo- nos lleva al terreno de las
actitudes. Acabamos de ver su faceta activa –hacer por-, pero los actos de amor deben siempre ir
acompañados de actitudes de amor. He aquí algunos ejemplos:
Esta descripción del amor nos sorprende por su realismo. Decíamos al principio que las
relaciones humanas son muy complicadas y frágiles. Pablo lo sabía bien y por ello empieza el
mencionado cántico del amor de 1 Co. 13 con una paradoja sorprendente: «el amor es sufrido». El
amor maduro ha aprendido a soportar, a tener paciencia, a perdonar.
La vinculación entre amor y sufrimiento –«el amor es sufrido»- se hace muy evidente en la
relación de las diversas personas de la Trinidad con el ser humano. El Dios Padre «...se arrepintió
de haber hecho al hombre en la tierra y le dolió en su corazón» (Gn. 6:6). Asimismo son
innumerables los pasajes en que vemos cómo el corazón de Dios «se conmueve y se inflama toda
su compasión» (Os. 11:8). Del Espíritu Santo se dice que «intercede por nosotros con gemidos
indecibles» (Ro. 8:26). Y ¿qué diremos del Señor Jesús, «varón de dolores, experimentado en
quebranto» por amor a cada uno de nosotros? Sí, «el que ama llora y el que no llora es que no
ama», como bien señaló el teólogo japonés Kitamori, un destacado estudioso del tema del
sufrimiento de Dios.
Debemos concluir, volviendo al pensamiento inicial: las relaciones humanas son una fuente
inmensa de gozo, pero, a veces, también de decepción y de desaliento. El mayordomo fiel que
busca darse a los suyos experimentará en algún momento de su vida la frustración del apóstol
Pablo cuando afirmó de los corintios: «Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo
me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más sea amado menos» (2
Co. 12:15). El antídoto contra el desaliento radica en tener los «ojos puestos en Jesús» (He. 12:2)
quien nos ha prometido que «cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría
solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa» (Mt. 10:42).
Cada vez más personas en nuestra sociedad se identifican con este poema y con las palabras
iniciales del Eclesiastés: viven con una sensación de absurdidad, de estar en un viaje a ninguna
parte, de que la vida no tiene sentido. Pero, ¿es realmente un sentimiento moderno? El libro del
Eclesiastés, escrito hace más de tres mil años, ya nos hace un retrato descarnado de este
«síndrome» de frustración vital repitiendo como un estribillo la frase «vanidad de vanidades, todo
es vanidad». El vacío y la absurdidad de una vida sin Dios han sido compañeros inseparables del
ser humano desde siempre.
La palabra frustración viene de un término latino -frustra- que significa en vano, sin sentido,
inútil. Es significativo observar cómo en nuestra generación esta palabra ha llegado a convertirse
en una expresión popular, sobre todo entre los adolescentes: «¡qué frustre!» exclaman ante una
contrariedad. La mayoría probablemente no es consciente de la profundidad de lo que están
diciendo, pero es un reflejo muy significativo del vacío existencial de muchos de ellos. Sin saberlo,
están expresando toda una filosofía de vida.
El autor del Eclesiastés hace una descripción detallada de su frustración al contemplar la vida
tal cual es. Podríamos decir que se enfrenta cara a cara con la vida, ejercicio muy poco habitual
hoy en una sociedad que nos está distrayendo constantemente con válvulas de escape que nos
ayudan a olvidar y mitigan los sinsabores diarios. Acompañemos al Predicador en su reflexión
existencial. Repasa una a una las diversas ilusiones y metas a las que se había entregado
durante años empezando por el trabajo: «¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con
que se afana debajo del sol?» (Ec. 1:3). «Asimismo aborrecí todo mi trabajo que había hecho bajo
el sol, el cual, al fin y al cabo tendré que dejar a otro que vendrá después de mí; y quién sabe si
será capaz o incapaz, sabio o necio el que se aprovechará de todo mi trabajo en que yo me afané
y en que ocupé debajo del sol mi sabiduría. Esto también es vanidad.» (Ec. 2:8). ¿No es éste el
mismo sentimiento de muchas personas al llegar a la jubilación o en la crisis de la media vida a los
cuarenta-cincuenta años? Uno se pregunta: ¿ha valido la pena tanto sacrificio, tanto esfuerzo?
¿Para qué? El actor Marlon Brando, poco después de entrar en un proceso de enfermedad grave
afirmó: «Te acercas al final de la vida, ha pasado todo muy rápido y cuando llegan los últimos días
dices ¿qué demonios ha sido esto?».
Esta desazón no aparece sólo al considerar la vida laboral. La misma experiencia relata el
Predicador cuando se entrega al estudio: «Dediqué mi corazón a conocer la sabiduría y a
entender los desvaríos. Conocí que aun esto era aflicción de espíritu, porque en la mucha
sabiduría hay mucha molestia y quien añade ciencia añade dolor» (Ec. 1:17-18). El vivir sólo para
estudiar, para la ciencia, también le deja al Predicador un sentimiento de vacío. Goethe, un
hombre con una inteligencia privilegiada y dedicado por completo a las letras, el día que cumplió
75 años confesó: «En mi vida todo ha sido fatiga y dolor, puedo decir que en 75 años no he
disfrutado ni cuatro semanas de verdadera satisfacción».
Tampoco la prosperidad económica, las riquezas, llenaron al autor del Eclesiastés. «Dije yo
en mi corazón: ven ahora, te probaré con alegría y gozarás de bienes, mas he aquí esto era
también vanidad» (Ec. 2:1). «Engrandecí mis obras, edifiqué para mí casas, planté para mí viñas,
me hice huertos y jardines y planté en ellos árboles de todo fruto; me hice estanques de agua,
para regar de ellos el bosque en el que crecían los árboles; compré siervos y siervas y tuve
siervos nacidos en casa; tuve posesión grande de vacas y ovejas, más que todos los que fueron
antes de mí en Jerusalén. Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de
provincias... Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí en
Jerusalen.» (Ec. 2:4-9). Pero he aquí su conclusión en crudas palabras: «Miré yo después todas
las obras que habían hecho mis manos y el trabajo que tomé para hacerlas, y he aquí todo era
vanidad (frustración) y aflicción de espíritu y sin provecho debajo del sol» (Ec. 2:11). Los bienes
materiales no pueden dar un sentido a la existencia. ¿Es casualidad que algunos de los hombres
más ricos y célebres hayan acabado sus días quitándose la vida? Este fue el caso de George
Eastman, inventor de cámaras fotográficas y fundador de la famosa compañía Kodak.
Considerado uno de los filántropos más generosos de América, donó la mitad de su fortuna para
obras de caridad. Pero nada parecía llenar su vida hasta que, ya anciano, a los 78 años se
suicidó.
El Predicador buscó también la respuesta a su inquietud en los placeres. «No negué a mis
ojos ninguna cosa que no desearan ni aparté mi corazón de placer alguno» (Ec. 2:10).
Observemos, sin embargo, de nuevo la conclusión: «A la risa dije: enloqueces, y al placer, ¿de
qué sirve esto?» (Ec. 2:2). La satisfacción de todos los deseos y necesidades, el carpe diem (vive
el día) de los antiguos latinos acaba también produciendo un sentimiento de tedio. Los ejemplos
en nuestra sociedad -hedonista en grado máximo- son innumerables. El mundo más vacío es el
de la persona que vive sólo para divertirse.
Todos estos caminos -el trabajo, el estudio (el mundo académico), los bienes materiales, los
placeres- son buenos en sí mismos. La Palabra de Dios no los condena. Cometeríamos un grave
error si los presentáramos como algo negativo. Son facetas propias de la vida humana creadas
por Dios para nuestro bien y disfrute. El problema surge cuando dejan de ser medios,
instrumentos, y se convierten en un fin en sí mismas. Lo que frustra no es trabajar, sino vivir para
trabajar; lo negativo no es entregarse a la ciencia, sino buscar en ella el sentido de tu vida; el
vacío desesperante de las riquezas aparece cuando uno busca llenar con ellas el tedio vital.
Cuando consideramos estos medios como la razón de ser de nuestra vida, entonces se convierten
en agua que no sacia, en aspirina que no calma el dolor más que por un poco de tiempo. Ello es
así porque no llegan a la raíz del problema tal como nos muestra el autor del Eclesiastés al final
de su libro.
¿Cuáles son las causas de este tedio existencial? A simple vista, el problema parece radicar
en el entorno social, en este «mundo loco lleno de gente loca» según nuestro poema inicial. Y no
es una respuesta del todo errónea. La frustración es un fenómeno pluridimensional, algo así como
una casa con varios pisos donde la influencia de los problemas sociales es innegable. Un análisis
prolijo de estas causas sociales escapa al marco reducido de este artículo. Sin embargo, sí
queremos mencionar tres ejemplos que reflejan valores e ídolos que nacen de una sociedad
enferma y que, en un nefasto «feed-back» negativo, engendran frustración y más problemas
sociales.
Un primer ejemplo, el aumento de la agresividad contra uno mismo y contra los demás. Los
expertos en sociología y en salud mental nos alertan del incremento exponencial de los trastornos
psíquicos en los últimos quince años. En esta línea, los intentos de suicidio y los suicidios
consumados (agresividad dirigida contra uno mismo) son una de las principales causas de muerte
entre jóvenes e incluso entre niños de 10-14 años.
Un último ejemplo. Los grandes almacenes saben que cada cierto tiempo es necesario
cambiar los escaparates por completo. ¿Por qué? La gente busca en los cambios un remedio para
el aburrimiento, una de las manifestaciones más frecuentes de frustración. La persona necesita
sentirse permanentemente estimulada con novedades. El cambio se ha convertido en un ídolo
intocable porque se asocia con el «derecho a ser feliz». En nuestra sociedad todo parece estar en
necesidad de constante cambio. La filosofía del «nada a largo plazo» afecta a todas las áreas de
la vida, incluidas las más proclives a la perseverancia -la «fidelidad»- como son el matrimonio y las
relaciones personales. Ello explica fenómenos tan preocupantes como el deterioro de la vida
familiar y laboral. El no cambiar -la rutina- es vista como un mal y, por tanto, fuente de frustración.
Sí, el ser humano busca en la afirmación agresiva del yo, en la gratificación inmediata de los
deseos y en los cambios constantes la salida, -«la solución»- a su sentido de vacío en la vida.
Estas conductas -y otras parecidas- vienen a ser como aspirinas que calman el malestar
existencial. Pero, ¿por cuánto tiempo? El efecto analgésico de una aspirina es limitado. Luego, si
no se corrige la causa, reaparece el dolor. Éste es exactamente el mensaje del Eclesiastés.
Cuando uno reflexiona profundamente en el sentido de la vida, llega a la conclusión de que ni el
trabajo, ni el estudio, ni las riquezas, ni el placer pueden dar respuesta satisfactoria. Cuando uno
vive para estas cosas, descubre que la vida es «vanidad -frustración- y aflicción de espíritu, y sin
provecho debajo del sol» (Ec. 2:11). No sorprende, por tanto, la conclusión del autor: «aborrecí la
vida... porque la obra que se hace debajo del sol me era fastidiosa» (Ec. 2:17).
Esta falta de ilusión y de metas a largo plazo está relacionada con un problema más profundo
y más grave: la falta de esperanza. Vivimos fundamentalmente en un mundo sin esperanza. Con
frecuencia hago esta pregunta a los adolescentes: «imagina que puedo concederte un deseo,
¿qué te hace ilusión?, ¿qué quieres?» Una de las respuestas más frecuentes es «comprarme...».
No importa el qué: una moto, un vestido. La respuesta es bien significativa: la satisfacción a corto
plazo. ¿Por qué apenas hablan de tener unos estudios, una profesión o formar una familia como
respondía la generación de hace treinta años? La filosofía de vida de nuestra sociedad
posmoderna es un fiel espejo de su escepticismo vital: «no merece la pena pensar en el futuro
porque no sé cuál será este futuro». La ausencia de esperanza es un tóxico existencial que acaba
envenenando todas las áreas de la vida. Por ello es imprescindible aportar esperanza como
antídoto contra la frustración.
Así pues, concluimos este punto afirmando que no basta con una sociedad mejor, más justa y
menos violenta, para acabar con la frustración del ser humano. Las evidencias refuerzan nuestro
argumento: Suecia es el país donde las diferencias salariales son las más bajas de todo el
planeta, con una altísima renta per capita y, sin embargo, tiene un índice muy alto de violencia
entre padres e hijos. Es sorprendente la crisis de la familia en este país, considerado durante
muchos años un modelo social del que había que aprender; la agresividad de los hijos hacia los
padres y viceversa ha llegado a límites preocupantes para las autoridades. ¿Por qué se pelean si,
aparentemente, tienen un gran bienestar social? La respuesta a esta pregunta nos lleva al tercer y
último punto.
Pero ahí no acaba todo: una sociedad mejor no es la respuesta definitiva al vacío existencial
de cada ser humano. El meollo de la frustración no está en nuestra sociedad, sino en nuestra
suciedad, la suciedad moral que nace del corazón y se extiende cual mancha de aceite a nuestro
alrededor. El director de cine Stanley Kubrick, muy apreciado como cineasta y fino observador del
alma humana, afirmó en cierta ocasión: «La hipocresía del hombre le ciega acerca de su propia
naturaleza y origina la mayor parte de los problemas sociales... la idea de que la crisis de la
sociedad tiene como causa las estructuras sociales y no al hombre es una idea peligrosa». Estas
palabras cobran un valor añadido al venir de una persona a quien no se puede tildar de religiosa.
«tóxicos» que envenenan el mundo nacen de mi interior. El problema soy yo, no el mundo que me
rodea, como nos recuerda el Señor Jesús: «No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas
lo que sale de la boca, esto contamina al hombre» (Mt. 15:11).
C.S. Lewis, haciéndose eco de una cita célebre de Agustín de Hipona, dice en uno de sus
libros (Cristianismo y nada más): «Encuentro en mí un deseo que no puede llenar ninguna
experiencia de este mundo. La única explicación posible es que he sido hecho para otro mundo».
La Escritura nos da la explicación a este desasosiego profundo. En el antológico pasaje de
Romanos 8 –un canto de triunfo en Cristo- se nos recuerda el origen de esta anomalía existencial:
«Porque la creación fue sujeta a vanidad no por su propia voluntad, sino por causa del que la
sujetó en esperanza» (Ro. 8:20). Recordando que la palabra vanidad es la misma que
«frustración», podríamos traducir «la creación fue sujeta a frustración». La frustración es
resultado de la separación de Dios. Vivimos en un mundo frustrante porque se alejó de su Creador
en el momento de la Caída. El apóstol expresa la misma idea vinculándola con nuestra separación
de Cristo: «En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados... y ajenos a los pactos de la promesa,
sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef. 2:12).
El gran científico francés Pascal se refirió a esta causa última de la frustración con un
memorable pensamiento: «Hay un vacío en forma de Dios en el corazón de cada hombre que no
puede ser llenado por ninguna cosa creada, sino solamente por Dios el Creador, quien se dio a
conocer a través de Jesucristo».
Ante esta realidad gloriosa, el creyente ya no dice hastiado: «Vanidad de vanidades, todo es
vanidad», sino que prorrumpe con un gozoso «plenitud de plenitudes, todo es plenitud en Cristo».
La primera reacción al leer este encabezamiento quizás sea de sorpresa: «¿cómo puede la
obediencia ser una fuente de alegría?» se preguntará el lector. De siempre el ser humano ha
pensado exactamente lo contrario: la libertad sí que es una fuente de gozo, pero la obediencia
lleva a la opresión y a la frustración. Estamos, por tanto, ante una de aquellas gloriosas paradojas
del Evangelio que contradicen la mente natural para mostrarnos la profundidad del poder
transformador del amor de Cristo.
El amor de Cristo es la clave de nuestro tema y la explicación a esta paradoja. «El amor de
Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14-15). El motivo por el cual obedecemos va a determinar nuestras
actitudes y nuestros sentimientos. La obediencia del creyente nace como respuesta natural al
inmenso amor del Señor Jesús. No es, por tanto, una obediencia impuesta a la que uno se somete
porque no hay otro remedio, sino una obediencia voluntaria que emana del amor. Cuando uno
ama, busca agradar en todo a la persona amada; así lo vemos en la relación de matrimonio. El
apóstol Pablo se refirió a esta actitud precisamente como una obediencia de corazón: «...habéis
obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados» (Ro. 6:17). La
obediencia que sale del corazón es voluntaria y produce un gran gozo porque se basa en el amor.
Por el contrario, hay una obediencia que no sale del corazón porque no ama a su destinatario y
genera un pesado sentido de sumisión y hasta de amargura. Éste es el problema del legalismo en
el que puede caer el creyente cuando su fe es una religión pero no una relación de amor.
Aquí estamos ante uno de los aspectos más singulares del Evangelio: Dios no obliga a nadie
a creer. Siguiendo con la ilustración del amor conyugal, Cristo no nos fuerza, sino que nos seduce
con su amor. Tal fue la experiencia de Jeremías cuando obedeció al llamamiento divino y lo
describió con estas hermosas palabras: «Me sedujiste, oh Señor, y fui seducido; más fuerte fuiste
que yo y me venciste» (Jer. 20:7). Por esta razón, Pablo -y todo creyente puede hacer lo mismo-
se congratula de llamarse siervo -esclavo- de Jesucristo: es una obediencia que genera gozo
porque ama a su Señor.
El gozo es un sentimiento al que todos los seres humanos aspiramos, a la par que rehuimos
su antónimo: la tristeza. No es casualidad que el himno oficial de la Unión Europea sea el «Himno
a la alegría», fragmento de la novena sinfonía de Beethoven quien puso música a un hermoso
poema de Schiller (Oda a la alegría). Todos nacemos ya con la necesidad de gozarnos. ¿Por qué?
Ello es una consecuencia de la imagen de Dios en el hombre. Nuestro Creador es capaz de
experimentar tanto el gozo como la tristeza y fue su voluntad que los seres humanos disfrutaran
también de este sentimiento. La capacidad para sentir alegría es un recuerdo del sello divino
sobre nuestra personalidad. De hecho, los animales no pueden alegrarse de la misma forma que
el ser humano.
En numerosas ocasiones la Palabra de Dios nos exhorta al gozo y la alegría. Se nos invita a
«gozar de la vida, de la esposa», etc. Tanto los Salmos como los llamados libros sapienciales
(Proverbios, Eclesiastés) están repletos de alusiones a la alegría. Y también en el Nuevo
Testamento, como veremos, este sentimiento forma parte de la experiencia del cristiano hasta el
punto de que el gozo es un elemento esencial del fruto del Espíritu. Cristo vino para darnos no una
vida mediocre, vacía o triste sino una «vida en abundancia» (Jn. 10:10). De la misma forma el
Padre «nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos» (1 Ti. 6:17).
¿Dónde encontrar el gozo? Todos buscamos las fuentes de satisfacción en los más diversos
campos de la actividad humana: culturales, políticos, religiosos. Así procuramos llenar nuestro
tiempo de ocio con eventos a los que asistimos de modo activo o pasivo, como actores o como
meros espectadores.
Sucede, sin embargo, que estas fuentes de alegría con frecuencia están secas o proporcionan
una satisfacción muy efímera, por lo que se convierten en causa de desilusión, aburrimiento, y en
no pocos casos en tedio y tristeza. Por tal razón, muchas personas ven en este mundo tan sólo un
valle de lágrimas, en el que todo carece de sentido. ¡Todo es vanidad! como consideramos en los
meses anteriores. Ese es el motivo por el que multitud de personas caen en el más deprimente
pesimismo. Muchos hoy se preguntan: ¿hay motivos para la esperanza?. Un sí rotundo es la
respuesta de los cristianos que se toman en serio las enseñanzas del Señor Jesucristo. Su
certeza nace de creer y experimentar en su propia vida que Cristo es un manantial de donde fluye
un gozo supremo.
Uno de los rasgos más llamativos de la persona de Jesús es su humanidad. El apóstol Juan,
que compartió con el Maestro horas de honda amistad, recogió de él enseñanzas preciosas que
ponen al descubierto una de las facetas más radiantes de su carácter: su amor. «Nadie tiene
mayor amor que éste: que ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos...» (Jn. 15:13-
15). Y de este amor brota un gozo inaudito: «Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en
vosotros y vuestro gozo sea cumplido» (Jn. 15:11). El gozo de Jesús era el emanado del
conocimiento del Padre y del cumplimiento de su voluntad, es decir de la obediencia. De este
modo se anticipaba a la imitación de sus seguidores y con su ejemplo señalaba el camino de
forma diáfana.
La obra de Cristo en sus discípulos se llevaría a cabo no sólo por esta vía de la instrucción y
del ejemplo, sino ante todo por la acción del Espíritu Santo, como nos lo muestran los escritos del
Nuevo Testamento, especialmente el de los Hechos y los de las epístolas. El testimonio apostólico
se enlazaría con la enseñanza de Cristo y la experiencia de la Iglesia apostólica de todos los
tiempos. Su historia registra ejemplos de fe y dudas, padecimientos difícilmente soportables y
ejemplos de valentía de mártires innumerables que han sido blanco de las burlas de incrédulos y
perseguidores. Pero estos mártires, lejos de desfallecer bajo el peso de la tristeza y el temor, han
tenido experiencias de gozo triunfal, tal como les dijo su Maestro y Señor: «Vosotros ahora tenéis
tristeza, pero os volveré a ver y se gozará vuestro corazón y nadie os quitará vuestro gozo» (Jn.
16:22).
seguridad de nuestra salvación es una fuente perenne de gozo, un gozo espontáneo. Pero, en
otro sentido el gozo es algo a cultivar, como una planta que hay que regar, tal como ocurre con las
otras partes del fruto del Espíritu.
La paz, consecuencia del gozo
Es llamativa, y sintomática al mismo tiempo, la cercanía con la que el gozo y la paz aparecen
en el Nuevo Testamento. Tanto en el texto por excelencia sobre el gozo (Fil. 4:4-7) como en el
pasaje clave del fruto del Espíritu: «amor, gozo, paz...» (Gá. 5:22-24), ambos están íntimamente
vinculados. Una relación tan estrecha no nos debe sorprender por cuanto el gozo auténtico del
Espíritu es también fuente de una paz profunda. Cuando contemplamos nuestro estado actual en
Cristo y experimentamos que «nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios que es en
Cristo Jesús», la paz y el gozo fluyen de forma abundante. Todo creyente se identifica con la
reacción de los magos de Oriente quienes «al ver la estrella se regocijaron con muy grande gozo»
(Mt. 2:10). La estrella, señal inequívoca del nacimiento de Jesús, nos recuerda la gloriosa
esperanza, presente y futura, que tenemos en Cristo.
José M. Martínez
Dr. Pablo Martínez Vila
Muchos creyentes que se han extasiado ante las maravillas de la creación tropiezan con la
doctrina de la providencia, ante cuyos arcanos quedan sumidos en la perplejidad y la duda. Otros,
por el contrario, ven en la providencia una fuente de confianza y paz. Esta dualidad de
experiencias puede darse, y a menudo se da, en la misma persona: en un momento dado se
siente espiritualmente confortada por el modo de obrar de Dios en relación con sus hijos, mientras
que en otro momento se ve aturdida como si toda la potencia heridora de Dios actuase sin
misericordia sobre hijos suyos que le aman y le sirven. ¿Acaso Dios es voluble? En determinados
días parece actuar con nosotros como si todo él fuese amor. En otros, como si empuñase una
dura vara para disciplinarnos. ¿Cuál es nuestro Dios, el de la caricia amorosa o el del látigo?
El marco de la Providencia
No podemos limitar la Providencia a la relación de Dios con sus hijos, aunque tal relación es
de importancia vital. Todo cuanto concierne a nuestra experiencia de creyentes hemos de verlo
enmarcado en el cuadro de la creación, tanto en la preservación del mundo como en el gobierno
divino de lo creado. Todo está regido y dirigido en conformidad con sus planes. Todo tendrá su
manifestación gloriosa en la venida escatológica de Cristo y la consumación de su reino.
Entretanto esa esperanza se cumple, todo cuanto concierne a la vida del cristiano y la de la Iglesia
está bajo el control del Señor. Asimismo los avatares que turban y con frecuencia afligen a los
seres humanos no quedan fuera del conocimiento divino, no están por completo bajo la influencia
de fuerzas malignas. En último término, todo está sometido a la supremacía del Altísimo. A todos
llegan los favores de Dios. Son muy significativas las palabras de Jesús en el sermón de la
montaña cuando afirmó que nuestro Padre hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover
sobre justos e injustos (Mt. 5:45).
Esta soberanía de Dios se manifiesta también en su supremacía sobre los poderes humanos
sobrenaturales, malignos: «principados, potestades, dominadores de este mundo de tinieblas,
huestes espirituales de maldad...» (Ef. 6:12). Todas estas fuerzas carecen de poder para vencer
cuando se enfrentan con el poder de Dios que asiste a sus hijos. ¡Cuán inspirado estuvo Lutero al
componer la tercera estrofa de su famoso himno de la Reforma:
Recordemos un ejemplo más: el de José (Gn. 39-47), hijo de Jacob, en días del Antiguo
Testamento. Los hermanos de José odiaban a su hermano, por lo que hicieron todo lo imaginable
para acabar con el. Poco faltó para que su malévolo plan se realizara; pero Dios en su soberanía
no sólo impidió que los planes fratricidas de los hermanos se llevaran a cabo, sino que dirigió el
curso de los acontecimientos de modo que José fuera exaltado a la mas alta dignidad del país a
excepción de la del faraón. Estrernecedoras son las palabras de José al final de su drama:
«Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien para mantener en vida a mucho
pueblo» (Gn. 50:20).
Ahondando en el misterio
Son muchos los creyentes que confiesan su ignorancia ante el sufrimiento, propio o ajeno. En
muchos casos no ven que de él pueda derivarse alguna bendición. Más bien les nubla su mente la
idea del amor y el poder de Dios. A semejanza de ateos y agnósticos declarados se dicen: Si Dios
es perfecto, ¿por qué permite el sufrimiento humano? Si es bueno y no lo elimina es porque no
puede; y si es todopoderoso y no libra de todo dolor, no podemos admitir que sea un Dios de
amor.
Mucho más objetiva resulta una de las declaraciones del físico astrónomo inglés Stephen
Hawking, científico prestigioso y de agudos razonamientos. He aquí una de las frases contenidas
en su libro Breve Historia del Tiempo: «El triunfo definitivo de la razón humana sería llegar a
conocer el pensamiento de Dios».
Pero ese triunfo nos está temporalmente vedado. Como ha escrito Pablo Martínez Vila en El
Aguijón en la Carne, «el sufrimiento es como una pintura surrealista; deja siempre ventanas
abiertas al misterio, ventanas por donde entra la fe. Las respuestas al enigma del sufrimiento,
aunque sean parciales, no las hallaremos ni en la introspección ni en la filosofía, sino en Aquel
que dijo de sí mismo: "Yo soy la luz del mundo" (Jn. 8:12). Ahí se hace plena realidad la frase del
salmista: «En tu luz veremos la luz» (Sal. 36:9).
Sí, hay misterios de la providencia que nunca llegaremos a comprender. Por ello hemos de
pedirle a Dios que en su misericordia abra nuestros ojos espirituales para ver lo que nos es dado
poder ver y robustezca nuestra fe para creer cuando no podemos entender. También los que
dudan tienen promesa del Señor. Así lo aprendió Tomás cuando el Señor le dijo: «Porque me has
visto, Tomás, has creído, más bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn. 20:29).
José M. Martínez
¿De dónde viene esta oscuridad? ¿Cual es el origen último de las tinieblas?
El relato bíblico de la creación nos enseña el camino que llevó a la oscuridad. Comienza con
una declaración lapidaria: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn. 1:1). A continuación
se inició un proceso de desarrollo que culminó con la creación del ser humano, exponente de la
bondad del Creador. Según su propio testimonio, «vio Dios que todo lo que había hecho era
bueno en gran manera» (Gn. 1:31).
Pese a tanta bondad por parte del Creador, el hombre correspondió con un acto de abierta
rebeldía. Dando crédito a un espíritu maligno, quiso ser igual a Dios y, desobedeciéndole, acarreó
sobre sí el juicio condenatorio de Dios. No sólo perdió su favor, sino que empezó a vivir
perdidamente enredándose en relaciones de mentira (Gn. 3). A la mentira siguieron los celos, el
odio contra el hermano y finalmente la muerte violenta de éste. Como escribió el apóstol Pablo,
«El pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte: así la muerte pasó a
todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Ro. 5:12). Había ocurrido lo que con razón
escribió el poeta Nicolaus Lenau: «Suprimid a Dios y se habrá hecho la noche en el alma
humana».
Así pues, la esencia del pecado es el divorcio de Dios, el cual comporta desacato de su
autoridad y desobediencia de sus leyes. El hombre desvinculado de Dios se entrega a sí mismo y
a la influencia de poderes malignos, dándole la razón al pensador inglés Chesterton: «Cuando el
hombre deja de creer en Dios, no es que no crea nada, cree en cualquier cosa».
¿Hay una alternativa a este panorama de oscuridad? Las palabras de Isaías apuntan a la
solución: «El que anda a oscuras y carece de luz, confíe en el nombre del Señor y apóyese en su
Dios» (Is. 50:10).
¿Irradiamos nosotros esa luz o dejaremos que se desvanezca bajo la influencia de un mundo
ajeno al gozo de la verdadera Navidad?
José M. Martínez
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2010)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años. También
fue presidente de la Alianza Evangélica Española durante 10 años (1999-2009), y actualmentes es
vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez y Pablo Martínez Vila se pueden obtener en la Tienda Online de
Pensamiento Cristiano en la dirección http://tienda.pensamientocristiano.com.
Índice
Enero 2010 – Años contados, camino sin retorno.............................................................................................. 3
Febrero 2010 – Ser antes que hacer (I)............................................................................................................. 6
Marzo 2010 – Ser antes que hacer (II)............................................................................................................. 10
Abril 2010 – Desde el púlpito de la cruz........................................................................................................... 14
Mayo 2010 – Ser antes que hacer (III)............................................................................................................. 17
Junio 2010 – Jesucristo el buen pastor............................................................................................................ 21
Julio/Agosto 2010 - ¿Qué es el hombre?......................................................................................................... 24
Septiembre 2010 – Ser cristiano, ¿de qué me sirve? (I).................................................................................. 28
Octubre 2010 – Ser cristiano, ¿de qué me sirve? (II)....................................................................................... 33
Noviembre 2010 – Transformando el enojo en paz (I)..................................................................................... 37
Diciembre 2010 – La Navidad, un cántico de salvación................................................................................... 41
Copyright © 2010, Pastor José M. Martínez, Dr. Pablo Martínez Vila y Job 't Hart
Se autoriza la reproducción, íntegra y/o parcial,de los artículos que salen en este
documento, citando siempre el nombre del autor y la procedencia
(http://www.pensamientocristiano.com)
Agustín de Hipona decía acerca del tiempo: «Cuando no me peguntan qué es, lo sé;
cuando me lo preguntan, no lo sé». Probablemente tenía razón. Desde el punto de vista
objetivo, el tiempo es una sucesión de horas, días, meses, años... Subjetivamente es un
contenedor en el que se acumulan infinidad de recuerdos y experiencias, de anhelos y
esfuerzos. De ahí que la medición cronológica del tiempo no se corresponda con la
impresión que produce en nosotros. Una hora de placer intenso puede parecernos un
segundo, mientras que una hora de sufrimiento nos parece un año. De ahí la tremenda
importancia del modo como usamos uno de los más preciados dones de Dios. Es
incomprensible que algunas personas hablen de «matar» el tiempo.
Este concepto tiene una implicación hermosa para los creyentes que es a la vez un
privilegio y un deber: necesitamos estar alerta para reconocer lo que el tiempo-kairós
puede depararnos en cuanto a oportunidades de servicio cristiano, y de nuestra relación
con Dios. En este sentido hemos de tener en cuenta que el plan del Señor puede sernos
mostrado de dos modos muy diferenciados: como pasión y como acción. Es como si el
tiempo se nos presentara revestido de dos colores. Unas veces, el color de la pasión, es
decir, de la prueba. Otras veces, de la acción. Dicho de otro modo, en nuestra vida hay
tiempo para sufrir y tiempo para trabajar en el servicio del Señor; todo, en el fondo, fuente
de bendición.
Muchas personas perciben el paso del tiempo como algo tan veloz que lo comparan a
un caballo desbocado. A la luz de esta ilustración, podemos tener dos actitudes posibles
hacia el tiempo:
El tiempo cabalga sobre nosotros. Ello nos lleva a aguantar lo que nos traiga el paso
de los días y los años en una postura más propia del estoicismo que de la enseñanza
bíblica. Con esta actitud no somos nosotros quienes administramos y controlamos el
tiempo -ver Efesios 5:16- sino que devenimos simples caballos llevados por el caprichoso
jinete del tiempo.
Nosotros cabalgamos sobre el tiempo. El jinete que lleva las riendas soy yo, buscando
siempre el camino -el trayecto existencial- que Dios me va enseñando. De este modo
procuro que mi vida se haga productiva en todos los órdenes; que en cada periodo se
vaya cumpliendo lo planeado por Dios de acuerdo con Efesios 2:10: «...creados en Cristo
Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos
en ellas». En este sentido nos sirve de ejemplo lo dicho por Jesús en su oración
intercesoria: «He llevado a término la obra que me diste que hiciera» (Jn. 17:4).
¿Podremos decir lo mismo cada uno de nosotros? Que Dios nos ayude a ser buenos
jinetes de nuestro tiempo en este año nuevo.
«Los años contados vendrán...». Todos nuestros años en esta tierra están
determinados por Dios y nadie aparte de él puede alargar su curso. Asimismo nadie ni
nada puede acortarlo. Ninguna enfermedad, ningún accidente, ninguna agresión. El
creyente, confiando en la soberanía amorosa de Dios, alza sus ojos al cielo y dice: «En tu
mano están mis tiempos» (Sal. 31:15). Es cierto que nadie puede librarnos de la muerte
(He. 9:27); pero Dios puede regular -y regula- todas las circunstancias de la vida humana
y de su partida. Es de sabios reflexionar con serenidad en torno a las cuestiones de la
vida y del «más allá». Platón decía que «la filosofía es una meditación sobre la muerte»;
pero deberíamos añadir: «y sobre la vida».
Situémonos imaginariamente en esa hora final que nos espera y hagamos repaso de
nuestra vida en el pasado. Cada uno de nosotros debe autoexaminarse y peguntarse con
honestidad por su calidad como esposo o esposa, como padre o madre, como compañero
en el seno de las sociedad, como miembro de una iglesia. A nivel cristiano, ¿cómo he
vivido mi fe, con qué criterios morales? ¿A cuántos de mis hermanos he hecho bien, con
mis palabras o con mis actos? ¿En qué forma de servicio me he ocupado? ¿A cuántas
personas he guiado a Cristo? ¿He sido siervo bueno y fiel o malo y negligente?
lado de la muerte. Por eso son «bienaventurados los que mueren en el Señor porque sus
obras con ellos siguen» (Ap. 14:13).
En resumen, hay una sola pregunta decisiva: En este mundo ¿estoy viviendo para
Dios y haciendo bienes a quienes me rodean o vivo egoístamente para mí mismo, usando
lo mucho que Dios me ha dado para mi propio disfrute y ensalzamiento?
Para la persona materialista y para el nihilista este viaje termina en el nicho o en polvo
de ceniza. Tal era la idea del actor español Fernando Fernán Gómez en su libro Viaje a
ninguna parte cuando escribía con rotundidad que «la vida es un viaje a la nada». Otros
esperan alguna forma de supervivencia del alma en una reencarnación misteriosa tal
como enseñan algunas religiones orientales. El cristiano, sin embargo, no cree en una
mera inmortalidad del alma sino en la resurrección de toda la persona, incluido el cuerpo.
Tiene la fe -«certeza de lo que se espera» (He. 11:1)- de que este viaje le lleva a «la casa
del Padre» donde Cristo ha ido ya a preparar lugar (Jn. 14:1-3). Estaremos en el cielo
juntamente con Cristo porque Cristo ha resucitado y con el mismo poder de su
resurrección nos levantará a nosotros de entre los muertos (2 Co. 4:14).
«Los años contados vendrán, y iré por el camino de donde no volveré» (Job 16:22).
Y yo añado con gozo: «ni querré volver, porque estar con Cristo es mucho, muchísimo
mejor» (Fil. 1:23).
José M. Martínez
Esta frase, que alguien dijo del filósofo judío cristiano Emmanuel Levinas cuando
murió, me causó un notable impacto. Pensaba en mi propia vida. ¿Puede haber mejor
resumen y elogio? Me hizo reflexionar sobre un principio bíblico muy importante para el
creyente: lo más importante en esta vida no es hacer, sino ser.
Sí, el ser antecede al hacer. Para Dios es más importante el cómo somos que lo que
hacemos. El hacer tiene su valor, pero siempre que sea resultado de un corazón –un ser–
limpio. Esta idea queda clara en las palabras de Dios a Samuel cuando escogió a David
para ser rey: ¿Cuál fue la instrucción básica que le dio al profeta? «No mires a su parecer,
ni a lo grande de su estatura... porque Dios no mira lo que mira el hombre; pues el
hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Dios mira el corazón» (1 S. 16:7).
¿Qué era lo fundamental a la hora de buscar al hombre idóneo para dirigir al pueblo? La
respuesta no deja lugar a dudas: «no mires... mira...». Para Dios había algo que evitar y
algo que buscar: evitar lo externo, lo aparente porque es secundario, buscar lo que hay
dentro, el corazón, el ser, porque desde siempre «Dios escudriña la mente y el corazón»
(Jer. 11:20).
A simple vista parece que todos coincidimos, tanto creyentes como no creyentes, en
este principio: la valía de un ser humano no depende tanto del hacer como del ser. El
escritor Oscar Wilde, por ejemplo, dijo: «La obra de uno es uno mismo». Pero, ¿estamos
hablando de lo mismo? Cuáles son las ideas del mundo al hablar del ser. Ser, ¿qué? Al
ponerle «nombre y apellido» es donde las posturas divergen profundamente y
necesitamos entender lo que piensa la sociedad de nuestros días sobre este tema porque
se aleja claramente de la enseñanza bíblica.
No olvidemos cómo entró el pecado en el mundo; la promesa fue «seréis como Dios»
(Gn. 3:5). El diablo apela precisamente a la tentación del «llegar a ser» para seducir –
engañar– a Adán y Eva. No estamos por tanto ante un tema trivial, sino -nada más y nada
menos– que ante la misma tentación por la que entró el pecado en la tierra. Así pues,
cuidado con las ofertas del ser que provienen del mundo porque son instrumento favorito
del maligno para apartar al hombre de su Creador, para extraviar al creyente y a la Iglesia
del propósito esencial del Evangelio: la opción de «ser nuevas criaturas en Cristo» (2 Co.
5:17), como consideraremos en la última parte de esta serie.
¿Cuáles son estos caminos seductores que ofrece la sociedad hoy? Hemos escogido
los tres que nos han parecido más relevantes, aunque puede haber otros.
Esta opción, muy en boga en nuestros días, puede presentar diferentes formas, cada
una de las cuales refleja distintos énfasis. Veámoslas:
quieres ser grande, tienes que hacer algo grande. Por ello su oferta es un desafío a
desarrollar al máximo tu potencial porque este es el camino para ser feliz. Su
planteamiento resumido sería: «tú tienes una energía interior extraordinaria; piensa algo
grande, un sueño, y desarróllalo; tú puedes hacer todo lo que te propongas; no hay límites
para tu capacidad».
¿Acaso hay algo malo en esta ambición? Nos recuerda incluso un principio bíblico
pues, como dijo el salmista, «el hombre es poco menor que los ángeles y lo coronaste de
gloria y de honra; lo hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo
de sus pies» (Sal. 8:5-6). No olvidemos que el diablo reviste cada una de estas
tentaciones con una apariencia de licitud moral, hasta se apoya en textos de la Biblia –
citados fuera de contexto– tal como hizo al tentar al Señor. Por ello decíamos antes que
podían deslumbrar y seducir. En realidad, mucho del lenguaje de las filosofías más
populares hoy (Nueva Era, las nuevas espiritualidades, etc.) tiene ecos cristianos que
pueden inducir a confusión.
Cada uno de estos caminos tiene consecuencias. La opción humanista, en sus dos
formas, suele llevar a un activismo desenfrenado ¡Significativa paradoja! Cuando la
preocupación por el ser se centra en el «yo», lleva a un hacer frenético. Pero no es tan
sorprendente. Tiene su lógica. Si uno vive prioritariamente para construir su torre, para
hacerse un nombre y busca grandezas para sí, acaba viviendo de forma muy ajetreada.
¿Por qué? La respuesta bíblica es clara: porque nunca tiene suficiente, es devorado por
la codicia, la ambición aparece como una sed insaciable que no encuentra límites. Qué
interesante la correlación que el salmista traza en el Salmo 127 entre la casa edificada sin
Dios y el ritmo de vida enloquecido: «si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los
que la edifican... por demás es que os levantéis de madrugada, y vayáis tarde a reposar; y
que comáis pan de dolores...» (Sal. 127:1-2). Es un diagnóstico preciso de la enfermedad
de nuestro mundo occidental. Muchas personas hoy no viven, simplemente hacen, están
tan ocupadas que no tienen tiempo para vivir. Este estilo de vida, a la larga, les resultará
vacío y frustrante porque prescinde de Dios, el arquitecto del edificio.
Ello explica que asistamos hoy a una inversión diabólica del orden bíblico: muchas
personas no trabajan para vivir, sino que viven para trabajar. Cierto que en algunos casos
ello se hace por necesidad, para aliviar severas penurias económicas. Por desgracia, en
un mundo tan materialista y competitivo muchos tienen que mal vivir para sobrevivir. Pero
en no pocos casos, el activismo con sus consecuencias como el estrés, la ansiedad etc.
es la factura de una ambición desmesurada y centrada en el yo. Los biógrafos dicen del
escritor francés Marcel Proust que en los últimos años de su vida «no vivió, sólo escribió».
Nada más lejos de mi intención que juzgar las motivaciones o la ambición del gran escritor
francés. Pero nos sirve como recordatorio de que uno puede estar tan absorbido con lo
que hace, con la construcción de su torre, que acaba produciendo una metamorfosis
lamentable en la vida: sustituye el ser por el hacer.
Unas palabras de confesión y autocrítica aquí. Los creyentes no estamos del todo
libres de este pecado. ¿Cuántos de nuestros esfuerzos tienen por meta, aun sin darnos
cuenta, labrarse un nombre, mejorar la autoestima, conseguir el aplauso y el
reconocimiento de los demás? ¡Cuidado con las motivaciones! Las palabras del Señor en
Hageo «sembráis mucho, recogéis poco... meditad bien en vuestros caminos» (Hag. 1:6)
siguen teniendo actualidad para nosotros como pueblo de Dios.
Este camino también se nos aparece como muy atractivo. Su lema sería «sé libre, sé
tú mismo, sé feliz». ¿A quien no le gusta sentirse así? Su poder de seducción está
atrayendo –y arruinando– a miles de personas y familias. Nos presenta la independencia
como la fuente de suprema felicidad. «Descubre tu propio camino y no dependas de
nadie»; «mejor solo y tranquilo que acompañado con problemas». De nuevo, ¿no hay
aquí un grano de verdad? ¿Dónde está el problema moral de esta opción? La asociación
de la felicidad con la independencia es el argumento favorito del diablo. Así engañó a Eva
y Adán haciéndoles creer que separados de Dios estarían mejor, serían promovidos a un
estado de felicidad superior: «serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo
el bien y el mal» (Gn. 3:5).
Esta forma de ser también tiene una consecuencia: el rechazo del compromiso.
Existe hoy una especie de «alergia» a cualquier situación que requiera compromiso. De
ahí el aumento espectacular del número de personas que viven solas sin deseos de
formar una familia o una pareja estable. Recuerdo a un compañero de estudios decir
refiriéndose al matrimonio: «Mientras haya taxis libres, ¿por qué comprarse coche?».
Formidable resumen de los valores del hombre actual ebrio de individualismo, de
pragmatismo y de hedonismo. El compromiso requiere fidelidad, mantener pactos y ello
se vive como una merma de la libertad para hacer lo que a uno le viene en gana en
cualquier momento.
El sociólogo Lipovetsky en su excelente libro La Era del vacío ha descrito con lucidez
la realidad del individualismo contemporáneo. Entre otras ideas, destacamos por su
interés la siguiente. Lipovetsky habla de la reducción progresiva del interés del ser
humano por los demás en los últimos 50 años en forma de círculos concéntricos. El
proceso sería éste:
Entre los años 1950–1970, al hombre le preocupaba mejorar el mundo. Había una
inquietud social. Probablemente era una respuesta a la tragedia de la Segunda
Guerra Mundial. Es el momento cuando surge la ONU, aparecen los movimientos
de protesta juvenil (el Mayo francés, el movimiento hyppie, etc.), fenómenos
sociales que querían cambiar el mundo. Se anhelaba un mundo mejor.
En la década de los años 80 (1980–1990 aproximadamente) se estrecha el círculo
y uno se centra en la esfera de su trabajo. Lo importante es que la empresa vaya
bien, una estabilidad laboral. Se aspira a un trabajo de por vida, y a una buena
jubilación.
En los años 90 el hombre reduce aún más sus intereses, se repliega sobre sí
mismo y vive sobre todo para su familia: yo y los míos. Estos primeros síntomas
de individualismo dan lugar, primero en EEUU y después en Europa, a la filosofía
del «no en mi patio trasero», es decir, oponerse de forma sistemática e intensa a
cualquier proyecto que pueda afectar de forma real o supuesta mi bienestar. Así
nadie quiere proyectos sociales cerca de mi casa: ni iglesias, ni centros de
rehabilitación, ni siquiera hospitales.
En el año 2000 la reducción del interés por el prójimo ha hecho que la frase «yo y
los míos» haya quedado reducida a otra mucho más corta: «yo». El mundo parece
que se acaba conmigo, ya no importa nadie más que yo.
Las palabras del pueblo de Israel a Dios «Somos libres, nunca más vendremos a ti»
(Jer. 2:31) las repiten hoy millones de personas que escogen este camino del «ser libre».
La opción materialista: «soy rico y de ninguna cosa tengo necesidad...» (Ap. 3:17)
Estas palabras que el ángel atribuye a la iglesia de Laodicea nos muestran que
tampoco éste es un fenómeno moderno. El materialismo, la codicia por los bienes
materiales, ha sido una constante en el corazón humano. En este caso la prioridad no es
tanto ser como tener. Para las personas que se dejan llevar por este camino el ser viene
en función del tener: «tanto tienes, tanto vales». En especial, la posesión de ciertos
símbolos de status social que, supuestamente, confieren identidad e incluso superioridad.
Estos símbolos de status varían en función de la edad, del lugar y de la época. Así, para
un adolescente puede ser la ropa de marca o el teléfono móvil de última generación. Para
un adulto maduro será el vehículo de gran cilindrada o una segunda vivienda en un lugar
de «alto standing».
Cada generación tiene sus símbolos de status como nos recuerda la publicidad
constantemente con sus mensajes, subliminales o agresivos, destinados al consumo.
Ensalza la filosofía del triunfador en la línea que veíamos antes. Si es verdad que la
publicidad refleja los valores contemporáneos, entonces el triunfo se mide por el automóvil
que conduces, los hoteles donde te hospedas, el color de la tarjeta de crédito etc. Como
reacción a ello ha surgido en EEUU un movimiento –el downshifting– que promueve el
estilo de vida sencillo. No es más que poner en práctica la célebre frase de Francisco de
Asís: «Necesito muy pocas cosas y las pocas cosas que necesito, las necesito muy
poco».
Estas tres opciones son caminos sin salida, no llevan a ninguna parte. Expresándolo
en las palabras del autor del Eclesiastés, son «vanidad de vanidades», son vacíos y
fuente de vaciedad o frustración. Ello nos lleva de forma natural a considerar la respuesta
bíblica. ¿cuál es la forma de ser que refleja la voluntad de Dios para nuestras vidas?
En lenguaje teológico a este proceso de cambio para llegar a ser como nuestro
Maestro se le llama santificación. Y la santificación ha sido la prioridad y la marca
distintiva de los grandes avivamientos en la historia de la Iglesia. Desde el movimiento de
los Hermanos Moravos en el siglo XVIII con el Conde Zinzendorf hasta la eclosión del
avivamiento metodista con Juan Wesley que transformó la Inglaterra de su época, sin
olvidar la gran aportación de los puritanos, todos ellos han tenido un «proyecto» muy
claro: la santidad. Una pregunta de reflexión aquí: la superficialidad de la fe y del
compromiso que se observa hoy en muchos círculos evangélicos en Occidente, ¿no será
porque se ha dejado de lado esta prioridad de llegar a ser como Cristo? En demasiadas
ocasiones lo periférico ha venido a sustituir a lo central en la vida del creyente y de la
iglesia, de modo que se pone más énfasis en los actos que en las actitudes, en el hacer
que en el ser, en los programas que en EL programa. Si esto sucede en la vida de una
iglesia, puede ser el primer paso para su naufragio espiritual. Podrá ser un buen club
social, pero habrá fracasado como «templo santo en el Señor». La centralidad de la
santificación es requisito imprescindible para un discipulado sólido. Además, este anhelo
de «ser santos en toda nuestra manera de vivir» (1 P. 1:15) no es una opción para una
elite más o menos espiritual sino el deber de todo creyente y de toda iglesia, «porque
escrito está: sed santos , porque yo soy santo» (1 P. 1:16).
Los rasgos distintivos de este carácter moral de Cristo los encontramos ampliamente
descritos, entre otros, en dos pasajes: el Sermón del Monte (Mt. 5–7) donde Jesús mismo
explica con profusión de ejemplos y metáforas en qué consiste la nueva forma de ser. El
otro gran pasaje es Gálatas 5:22–23 donde Pablo enumera los diversos elementos del
fruto del Espíritu. Recomendamos al lector profundizar en estos dos pasajes a fin de tener
una visión mucho más amplia de este carácter al que aspiramos. Sí queremos dedicar, no
obstante, unas líneas al modelo que Cristo mismo nos marcó con su propia vida.
El ejemplo mismo de Jesús. La vida y las enseñanzas del Señor nos muestran
numerosos ejemplos de esta prioridad del ser. Al final del Sermón del Monte, y a modo de
resumen, Jesús exhorta a sus discípulos con una frase concluyente: «Así pues no os
hagáis semejantes a ellos» (Mt. 6:8). El verbo en griego «no os hagáis como» –gígnomai–
es el mismo que aparece en Romanos 8:29 antes considerado. Según J. Stott ésta es la
esencia de todo este sermón: «no lleguéis a ser como ellos».
En otra ocasión el Señor exhorta a sus seguidores a «aprender de mí que soy manso
y humilde» (Mt. 11:29). Lo fundamental de su enseñanza no radicaba en sus actos, por
milagrosos y fantásticos que éstos fueran; tampoco en sus palabras, sabias y sublimes. El
meollo de lo que tenían que aprender estaba en el carácter de Jesús: sus actitudes, sus
reacciones, su amor. Incluso en la parábola de los talentos, pasaje que a primera vista
nos habla de la importancia de una buena administración –el actuar bien– así como de los
resultados, al final lo que se resalta por encima de todo es una actitud: «Ven, buen siervo
y fiel, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré» (Mt. 25:23). Se elogia la fidelidad
del siervo, una virtud del ser. La productividad, los resultados quedan en segundo lugar;
no es que no tengan importancia, la tienen; pero en la vida cristiana es más importante el
cómo –las actitudes, el corazón– que el qué.
Por ahora, concluimos afirmando con convicción que la recuperación de este anhelo
de santidad y de consagración es la necesidad más urgente de la iglesia hoy.
Desde este púlpito los intervalos silenciosos de agonía, tan elocuentes como las
palabras, se ven interrumpidos por siete frases memorables conocidas como «las siete
palabras». Pese al laconismo del Maestro, estas palabras expusieron lo esencial de las
más grandes enseñanzas que han llegado a oídos humanos. Constituyen una síntesis de
lo enseñado por él en la tierra, un despliegue sublime de su obra. Veamos cómo cada una
de esas frases alude a distintos aspectos de nuestra redención.
La base de la salvación
La seguridad de la salvación
«De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc. 23:43)
La segunda «palabra» va dirigida al ladrón arrepentido. Con ella, Jesús enseña cómo
el perdón divino asegura la salvación en todas sus facetas. A destacar que es una
salvación inmediata -«hoy»- y gloriosa -«en el paraíso». Y aún más gloriosa es por cuanto
se manifiesta en la presencia de Cristo -«conmigo»- y de los redimidos glorificados, así
como en la «compañía de muchos millares de ángeles» (He. 12:22-23) que adoran y
sirven al Salvador, a la par que son «para servicio». No podría pensarse en compañía
más selecta. Ni más útil, pues los ángeles son «administradores de los santos redimidos a
favor de los que serán herederos de la salvación» (He. 1:14).
Pero esta salvación requiere dos actitudes de nuestra parte como así lo entendió el
malhechor crucificado:
Jesús no sólo hacía provisión espiritual para los que se iban con él a través de la
muerte, el malhechor. También se preocupó de las necesidades temporales de sus seres
queridos: su madre María y su discipulo amado, Juan, hermano de Jacobo. La
espiritualidad de Jesús no es un sentimiento místico que prescinde de las necesidades
físicas propias de seres con cuerpo y alma que se mueven en un mundo hostil. Cristo nos
muestra aquí cómo la verdadera espiritualidad nos hace más humanos. Nada como la
protección del Salvador hacia sus redimidos. Esta «palabra» de Jesús en la cruz nos lleva
a la conclusión de que el Señor cuida de los suyos en el sentido más pleno.
Como el pastor protege a sus ovejas, así Cristo protege a su pueblo. Como resultado,
la salvación no es sólo cosa del futuro, sino que tiene ya una parte importante aquí en la
manifestación de su cuidado, de su instrucción, de su providencia, de su gracia, todo bajo
el ministerio de su Santo Espíritu.
El precio de la salvación
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt. 27:46)
Los judíos estaban familiarizados con los sacrificios cruentos en que el sumo
sacerdote ofrecía sacrificios en expiación por sus propios pecados y por los del pueblo.
Pero, como bien afirma el autor de la carta a los Hebreos, estos sacrificios sólo tenían un
valor ritual, simbólico, ineficaz para una auténtica purificación y propiciación en espera de
la obra redentora de Cristo (He. 10:1-12).
Ahora la pregunta angustiosa de Jesús sólo tiene una respuesta: debe ser
abandonado porque en la cruz asumía la deuda moral de la humanidad cargando con sus
pecados. De este modo se efectuaba una obra de propiciación en virtud de la cual Dios
nos reviste de su justicia y nos otorga la salvación (Ro. 3:24-26). Con varios siglos de
La consumación de la salvación
Bendita frase... Bendita fuente de paz para el Salvador y para los salvados, nosotros.
Bendita cruz y, consumada en ella, la redención de millones de seres humanos.
Ciertamente, fue el más grande sermón predicado jamás.
José M. Martínez
En los dos temas anteriores (febrero y marzo) hemos considerado la meta del camino,
a dónde nos dirigimos. Ahora debemos ocuparnos del cómo hacer este «viaje hacia la
santidad»: ¿cómo se realiza esta labor de forja del ser que prevalece sobre el hacer?
En el versículo que encabeza este epígrafe (1 Co. 11:1) Pablo nos muestra la
importancia de los modelos. El apóstol anima a sus lectores a ser imitadores de Cristo,
pero antes les ha dicho de forma inequívoca «sed imitadores de mí». ¿Cómo se explica
tamaña osadía? El aprendizaje por imitación o identificación es capital en la vida cristiana.
Hay una relación muy estrecha entre el llegar a ser como y el estar con. Para ser hay
que aprender de modelos vivos. Nos demos cuenta o no, todos somos modelos para los
que están a nuestro alrededor, y de forma especial lo somos con los más jóvenes. El
mismo Pablo, en otra comparación, nos recuerda que «somos cartas vivas» en las cuales
los demás están constantemente leyendo: «Nuestras cartas sois vosotros, escritas en
nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres» (2 Co. 3:2).
En otro pasaje el Apóstol nos enseña este mismo principio en una dimensión más
comunitaria, como iglesia. «Y vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor...
de tal manera que habéis sido ejemplo a todos los de Macedonia y Acaya» (1 Ts. 1:6-7).
Precioso testimonio el que Pablo puede dar de los tesalonicenses, con un resultado final
admirable: «...en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido, de modo que nosotros no
tenemos necesidad de hablar nada» (1 Ts. 1:8). Queremos resaltar que la palabra
«ejemplo» usada por Pablo aquí en griego es tipos, significando «golpe, huella, impacto
que deja una persona o cosa sobre otra». Todos nosotros estamos dando «golpes»,
haciendo impacto, dejando huella sobre los demás. ¡Qué privilegio y qué responsabilidad!
Ahí tenemos otra gran necesidad de la iglesia hoy: el aprendizaje por modelos, el
discipulado a través de mentores vivos. Así es como los apóstoles aprendieron del Señor
y así es como el testigo de la fe -«el buen depósito»- se ha ido transmitiendo con fidelidad
a lo largo de la historia de la Iglesia. Debemos recuperar y fomentar este tipo de
formación si queremos que la siguiente generación esté preparada para coger nuestro
relevo. En las diferentes áreas de actividad en la iglesia (escuela dominical,
campamentos, clase de catecúmenos, grupos de jóvenes, etc.) así como en la familia
debemos facilitar y promover esta actitud de ser modelos o mentores. Nunca
enfatizaremos suficiente este aspecto del discipulado en estos días de postmodernismo
cuando las relaciones personales se han trivializado y apenas hay tiempo para estar
juntos, para convivir en la iglesia o incluso en la familia. Los jóvenes en la fe necesitan
conversar, escuchar, ver, en una palabra, convivir con creyentes más maduros. Esta es
una dimensión insustituible del discipulado.
El modelo supremo
Este versículo nos lleva al clímax de nuestro tema: ningún modelo humano, por
excelente que sea, puede sustituir la relación personal con Cristo. Los modelos nos
inspiran; Cristo nos cambia. Estar con Cristo es la fuente última de nuestro crecimiento
porque él es el único que posee el poder y la gracia que transforman. Esta metamorfosis
sobrenatural, un proceso continuo según el texto, es obrado por el Espíritu del Señor. En
otro pasaje es el mismo Dios Padre quien aparece como el autor: «el que comenzó la
buena obra en nosotros, la irá la perfeccionando -completando- hasta el día de
Jesucristo» (Fil. 1:6).
Pero el texto de 2 Corintios 3:18 apunta sobre todo a Cristo como la fuente de nuestro
cambio: «mirando la gloria del Señor somos transformados...» (Recomendamos al lector
interesado en este tema la lectura de «Contemplando la gloria de Cristo»). Como
enfatizamos antes con los modelos humanos, la relación personal constituye la clave. La
razón es obvia: si nuestra meta es parecernos cada día más al Señor, entonces hemos de
conocerle cada vez mejor y para conocer no hay otro camino más apropiado que estar
con. Veamos dos ejemplos.
El rey David, hombre de Estado y por tanto muy ocupado en múltiples quehaceres,
veía muy clara la prioridad número uno de su vida. En una memorable declaración que
constituye todo un programa de vida, afirma:
Estar con el Señor todos los días para «contemplar e inquirir», es decir, para adorar y
buscar su voluntad, depender de Dios para todo en una estrecha relación personal
constituía la prioridad de la vida del más grande rey de Israel. No es sorprendente,
entonces, que se dijera de él que «era un hombre según el corazón de Dios».
El mismo Señor Jesús nos muestra este principio en el conocido pasaje de Marta y
María. Marta, mujer muy trabajadora, estaba abrumada por el hacer: «Marta, Marta,
afanada y turbada estás con muchas cosas». ¿Cuál es el remedio más profundo contra el
estrés y la ansiedad de un activismo frenético? Jesús apunta de manera clara a la
prioridad del ser: «Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte».
Solemnes palabras que a mí nunca me han sonado a reproche agrio, sino a paciente
lección; imagino el tono de voz de Jesús como el del maestro amante que con dulzura
imparte una lección viva: «una sola cosa» ¿Cuál? Estar con, estar a los pies de Jesús en
una relación cercana que permite ser moldeados por su gracia.
Para finalizar, ¿cómo podemos cultivar esta relación personal con Cristo? ¿Qué
medios tenemos nosotros hoy para estar con él? Como el alfarero trabaja el barro, así se
vale el Señor de diversos medios para forjarnos a semejanza de él. Un análisis
pormenorizado escaparía al propósito de este escrito. Por ello vamos simplemente a
esbozar la respuesta:
Las Escrituras están llenas de Cristo: «Y comenzando desde Moisés y siguiendo por
todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lc. 24:27).
Procura imitar a los cristianos de Berea que «con toda solicitud escudriñaban cada día
las Escrituras» (Hch. 17:11) y te encontrarás con el Cristo vivo. El estudio de la Palabra te
permite no sólo el conocimiento de la verdad sino también encontrarte con el Verdadero,
aquel que dijo «Yo soy la verdad».
«Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos
filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu» (He. 4:12).
La oración
Es el instrumento más directo porque nos permite conversar con Dios como nuestro
Padre, con naturalidad e intimidad sabiendo que Él es el Abba -«papá»- del que nos habla
Pablo (Ro. 8:15).
medio para moldearnos, para hacernos crecer. La oración no sólo cambia las situaciones
o las circunstancias; también nos cambia a nosotros. Todos hemos experimentado alguna
vez cómo la ansiedad es sustituida por la paz que «sobrepasa todo entendimiento», el
odio o el resentimiento es cambiado en una actitud de perdón e incluso de amor; el miedo
es trocado en confianza; la duda en certeza cuando nos presentamos delante de Dios «en
toda oración y ruego, con acción de gracias» (Fil. 4:6).
Las pruebas
Alguien quizás se sorprenda de esta idea. ¿De veras Dios pueda usar la prueba como
un medio de transformación para llegar a ser como Cristo? La respuesta en la Palabra es
abrumadora. Numerosos pasajes nos hablan del valor transformador, purificador y
pedagógico del sufrimiento, los problemas y las tentaciones. Sólo mencionaremos dos a
modo de ejemplo:
«Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de
tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido
ejercitados» (He. 12:11).
«En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es
necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a
prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se
prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra...» (1 P. 1:7).
Hay muy pocas cosas realmente importantes en la vida. A la hora de fijar estas
prioridades, el llegar a ser como Cristo -que Cristo sea «formado en nosotros» (Gá. 4:19)
viene en primer lugar. Nuestro deseo y oración es que Jesús pueda decir de cada uno de
nosotros lo que dijo de María:
«Una sola cosa es necesaria. María ha escogido la buena parte y no le será quitada».
Juan 10:1-30
En esta porción del Evangelio de Juan hallamos una de las metáforas más hermosas
para describir la persona y la obra de Cristo. Habla por sí sola; pero sólo captaremos toda
la profundidad de su significado si nos situamos en el contexto del momento histórico en
que Jesús pronunció las palabras de su enseñanza.
La metáfora del pastor, en tiempos antiguos, se refería a una persona con autoridad
religiosa o política, un gobernante o un líder destacado. En el Antiguo Testamento Yahvéh
(nombre de Dios en Israel) era el pastor de su pueblo (Gn. 49:24; Sal. 23:1). El propósito
de Dios era pastorear a su pueblo por medio de sus gobernantes. Algunos de estos
líderes fueron modelos, dechados de fidelidad, dignos de ser imitados. Tal fue el caso de
Moisés, Josué, David, los profetas, etc.
Pero no todos los pastores fueron en Israel dignos de la confianza divina. Jeremías
(Jer. 2:8, Jer. 10:21) y Ezequiel (Ez. 34) entre muchos otros pasajes nos hablan del
peligro de los «malos pastores». Éstos, sin embargo, no prevalecerán; su ambición y su
maldad será contrarrestada por la justicia de Dios que ensalza al Pastor por excelencia:
su Hijo amado. Cuando Jesús repite: «Yo soy el buen Pastor» sus palabras están
cargadas de contenido en un contexto de dramatismo. De las autoridades religiosas de
Israel tuvo Jesús una opinión muy poco edificante; veía al pueblo, objeto de su solicitud,
víctima de la soberbia y la malevolencia de sus dirigentes. A ellos se refirió el Señor con
estas duras palabras: «Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores,
pero no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta, el que por mi entrare, será salvo» (Jn.
10:8-9). Esta salvación que Cristo ofrece a los seres humanos es hoy tan preciosa como
la de sus días en la tierra.
Aunque todas parezcan iguales, cada una posee sus rasgos característicos
inconfundibles, y a cada una la llama por su nombre (Jn. 10:3). Este detalle es tan
singular como inaudito: el cristianismo es la única religión en la que Dios es el
Todopoderoso, trascendente, y al mismo tiempo el Padre cercano, el Abba íntimo que nos
conoce por nombre. En la Biblia el verbo conocer tiene esta connotación afectiva y de
intimidad que alcanza su máxima expresión en el buen Pastor que nos conoce.
¡Qué gran consuelo que el Señor me ama a pesar de lo que soy en mi condición de
«oveja perdida»! Por este amor pude llegar a ser una oveja hallada y rescatada por el
amante Pastor.
2. Las conduce
¿Cómo lo hace?
Se trata de una acción hondamente significativa del pastor. Las ovejas han estado en
el aprisco para ser resguardadas de la intemperie. Pero sería un error quedarse
indefinidamente en el refugio. Se debilitarían peligrosamente. Han de salir para evitar su
anquilosamiento.
Esta metáfora es válida también para los seres humanos. Cuando estamos instalados
en situaciones más o menos agradables nos gustaría quedarnos, perpetuar estos
momentos. Recordamos a Pedro, Jacobo y Juan cuando querían permanecer en el monte
de la Transfiguración indefinidamente con el Señor. ¡Imposible! Por toda respuesta a su
petición, el Señor Jesús les mostró el cuadro de sus sufrimientos y su humillación (Mr.
9:6-12). Cada nueva situación, aunque de entrada nos parezca desagradable, nos abre la
puerta a nuevas oportunidades con renovadas bendiciones.
El Pastor no saca las ovejas para luego dejarlas solas. Está con ellas y va delante de
ellas. Según Mateo, las últimas palabras del Señor fueron precisamente para recordarnos
esta gloriosa realidad: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt.
28:20). Ésta es la inefable y constante experiencia del creyente en tanto que oveja del
buen Pastor: «De ningún modo te dejaré ni te desampararé» (He. 13:5).
Las ovejas están sujetas a múltiples peligros y adversarios. Peligros en nuestra vida
individual y peligros como pueblo de Dios. El mismo Señor Jesús dijo: «He aquí yo os
envío como corderos en medio de lobos» (Lc. 10:3). Igualmente, en la oración modelo, el
Padrenuestro, se nos enseña a pedir «líbranos del mal» (Mt. 6:13).
Pese a todo, las circunstancias de nuestra vida están bajo el control del Señor
Todopoderoso, siempre sabio y bondadoso. El Pastor no saca del aprisco a sus ovejas
para que caigan en un precipicio. A veces nos llevará por caminos ásperos y peligrosos.
Él sabe cuándo ha de probarnos y cuándo ha de consolarnos y confortarnos en «lugares
de delicados pastos y de reposo». (Sal. 23:2). Como ya apuntamos, este precioso salmo
atesora una riqueza espiritual inagotable y es un complemento ideal del texto que
estamos considerando. El creyente hará bien en retenerlo en su mente y en su corazón.
«Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas, y las mías me conocen. así como yo
conozco al Padre y pongo mi vida por las ovejas» (Jn. 10:15).
¡Qué gran privilegio ser oveja del buen Pastor! Él nos conoce por nombre, nos guía,
nos protege y con su muerte nos da la vida. Ante estas preciosas realidades nos unimos
al autor del conocido himno y exclamar:
«Dios mío, cuando pienso en las mercedes que tu bondad sin par me prodigó, mi
corazón se enciende en alabanzas, en gratitud y amor...»
José M. Martínez
¿Qué es el hombre?
Vamos a hacer un viaje por la Biblia, desde el principio hasta el final, como el vuelo de
un águila que lo observa todo desde lo alto. Y podemos encontrar tres momentos clave y
muy significativos que analizaremos seguidamente.
La creación
Al final del sexto día todo estaba preparado para el último paso: la creación del
hombre. El hombre no fue creado el primer día. Si hubiese sido creado el primer día, no
habría tenido luz para ver, no habría tenido tierra seca para caminar, no habría tenido
frutos de los árboles para comer y no habría tenido animales para hacerle compañía. Hoy
en día se llama animales de compañía solamente a algunos animales domésticos en
contraste con los animales salvajes. Pero en el principio no existía tal diferenciación, así
que todos los animales (elefantes, cocodrilos, tigres, leones e incluso serpientes, etc.)
eran animales de compañía para el primer hombre.
Dios preparó toda la creación para poder recibir al hombre. De esta manera cualquier
necesidad que pudiera tener el ser humano ya podía suplirse. Esto demuestra que todo
lo creado anteriormente fue creado para servir al hombre, para su bien y disfrute. El
hombre es la corona de la creación y todo aquello tan maravillosamente creado, que era
bueno en gran manera (Gn. 1:31), lo creó Dios para nosotros.
Y después Dios reposó el día séptimo (Gn. 2:2). ¿Por qué descansó Dios al acabar su
obra de creación? ¿Acaso estaba cansado? No, Dios no reposó porque estuviera
cansado, sino porque la obra era completa. No faltaba nada a la creación. Ya nunca más
Dios tuvo que crear cosa alguna, la creación era auto-sostenible.
Un ejemplo nos ayuda a entenderlo. El hombre podía comer del fruto de los árboles.
Dios no creó solamente un árbol para dar de comer al hombre. Si así hubiese sido, una
vez consumido el fruto de ese árbol, Dios hubiese tenido que crear un árbol nuevo. Pero
no fue así. Había muchos árboles, con muchos frutos diferentes, con sabores diferentes
para que el hombre pudiera disfrutarlos. Y además, Dios creó los árboles con la semilla
que estaba en ellos (Gn. 1:12), que les daba la capacidad para reproducirse. De esta
manera Dios proveyó comida continua. Es en este sentido que la creación era completa,
ya no era necesario crear nada nuevo, y por eso Dios pudo reposar.
¿Nosotros habríamos sido capaces de pensar en una creación tan maravillosa y auto-
sostenible? Esto nos debería llenar de admiración hacia la grandiosa sabiduría de Dios, y
de gratitud a Él por su inmenso amor hacia nosotros.
Pero el hombre pecó (Gn. 3) y estropeó lo bueno que Dios había creado. Por eso,
Jesús, en su conversación con el fariseo Nicodemo, dijo que «nos es necesario nacer de
nuevo» (Jn. 3:7). Nicodemo no lo entendía y le preguntó: «¿Cómo puede hacerse esto?»
(Jn. 3:9). No es un nuevo nacimiento literal, físico, no es una reencarnación o algo por el
estilo, sino que es un nuevo nacimiento espiritual. Nuestro ser consiste de espíritu, alma y
cuerpo (1 Ts. 5:23), y es nuestro espíritu el que tiene que nacer de nuevo.
Y así como la primera creación en Génesis fue completa, de tal modo que Dios pudo
reposar el séptimo día, también la nueva creación en Jesucristo es completa. Si nosotros
somos hechos una nueva creación, entonces también somos completos. No es que
seamos completos o perfectos en nuestro físico (cuerpo y alma). Sino que, al ser el nuevo
nacimiento en nuestro espíritu, es en el espíritu que somos «hechos perfectos»
(Heb. 12:23). «Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha
una vez para siempre» (Heb. 10:10), y «con una sola ofrenda hizo perfectos para
siempre a los santificados» (Heb. 10:14).
Tenemos que aprender que en nuestro espíritu somos perfectos y que Dios ya ha
suplido todas nuestras necesidades mediante el sacrificio de Jesucristo en la cruz.
«Todas las cosas que pertenecen a la vida y la piedad nos han sido dadas» (2 P. 1:3). Si
dice «todas las cosas», entonces quiere decir «todas las cosas», no falta nada. Además
dice que «nos han sido dadas» y no dice «nos serán dadas». En el siguiente versículo
añade que «nos ha dado preciosas y grandísimas promesas» (2 P. 1:4). ¡Qué palabras
tan hermosas y qué «salvación tan grande» (Heb. 2:3)! Es una lástima que muchas veces
no somos conscientes de lo que ya nos ha sido dado, y no hemos aprendido a aceptar y
recibir todas las bendiciones de tener a Dios como nuestro Padre celestial, y a Jesucristo
como nuestro Salvador.
El nuevo nacimiento nos capacita para vivir en «amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza», porque es «el fruto del Espíritu»
(Gá. 5:22-23). Si no tenemos amor, no sabemos «de qué manera amó Dios al mundo»
(Jn. 3:16). Si no tenemos gozo, no sabemos que nuestro espíritu «está siempre gozoso»
(1 Ts. 5:16). Si no tenemos paz, no conocemos «la paz de Dios, que sobrepasa todo
entendimiento» (Fil 4:7).
Todas estas cosas nos han sido dadas con el nuevo nacimiento y están en nuestro
espíritu. No están en nuestro cuerpo, ni en nuestra alma. ¿Cómo podemos entonces
conocer nuestro espíritu? No podemos ver, oír, tocar, oler o saborear nuestro espíritu. Con
nuestros cinco sentidos no podemos percibirlo, pero podemos conocerlo a través de la
Biblia. «Las palabras que Jesús nos ha hablado son espíritu y son vida» (Jn 6:63).
Debemos leer la Biblia para descubrir las preciosas y grandísimas promesas y
apropiárnoslas.
Jesús se fue a la casa de su Padre, donde hay muchas moradas, para preparar lugar
para nosotros. Y cuando venga otra vez nos tomará a sí mismo, para que estemos donde
Él está (Jn. 14:2-3). Tenemos una morada celestial esperándonos, y estaremos
eternamente con Él. ¡Qué privilegio!
Pero, ¿cómo será esta vida eterna en el cielo nuevo y en la tierra nueva? La Biblia nos
proporciona unas pinceladas básicas de este gran cuadro, pero los detalles quedan fuera
del alcance de nuestro saber. Ello es así, porque simplemente no podemos, con nuestra
mente humana y limitada, captar lo maravilloso y grandioso de nuestra vida futura. Estar
siempre en presencia de Dios será maravilloso, donde «Dios el Señor nos iluminará»
(Ap. 22:5), donde «la calle de la ciudad será de oro puro» (Ap. 21:21) y donde «Dios
mismo enjugará toda lágrima de los ojos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni
clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Ap. 21:4). Ni nos lo podemos
imaginar.
Cuando hayamos disfrutado un millón de años de la vida eterna, podremos mirar atrás
a la vida terrenal y nos daremos cuenta de que todas las dificultades y todos los
problemas de nuestra vida aquí fueron solamente una «leve tribulación momentánea»
(2 Co. 4:17).
Este futuro glorioso nos tiene que llenar de humildad y de adoración a Dios. Él nos
consideró de tanto valor que fuimos, y somos, objeto de su amor infinito. «Él no quiere
que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 P. 3:9) y que
estemos con Él eternamente.
Lo cierto es que nunca antes me habían planteado la validez del cristianismo en estos
términos. Mis esquemas de apologética se movían por unas coordenadas diferentes. Han
pasado ya varios años, pero la pregunta de aquella joven periodista no se me ha olvidado.
Fue mi primer contacto «en directo» con el pragmatismo. La mentalidad pragmática se
acerca a la realidad con esta idea: «¿Me sirve o no me sirve?», «¿me funciona o no me
funciona?». No se pregunta: «¿es bueno o malo?», «¿verdad o mentira?», «¿moral o
inmoral?». De esta forma lo ético queda supeditado a lo útil, los principios a los
resultados. El rasero para evaluar una situación, una relación, una persona o incluso una
idea es que funcione y que me sea útil. Los resultados prácticos, sobre todo en lo que a
mí concierne, son la norma suprema de «fe y conducta» de los seguidores de este nuevo
dios.
Es un sistema egoísta
En primer lugar, está centrado en mis necesidades. El «yo» es el eje alrededor del
cual giran mis decisiones. Es, por tanto, una filosofía profundamente egoísta. «Sólo quiero
lo que necesito» sería su resumen.
A primera vista esta actitud puede parecer inofensiva, sobre todo en el campo
material. Incluso podría favorecer un estilo de vida más sencillo, menos consumista. Pero
sus implicaciones son muy negativas cuando se aplican al campo de las relaciones
personales. Veamos dos ejemplos muy frecuentes en nuestros días. El primero en el
ámbito de la familia. Muchos jóvenes razonan así: «¿para qué necesito casarme cuando
es mucho más práctico, rápido y cómodo juntarse?» Ello explica el aumento espectacular
de la cohabitación en los países «pragmáticos», por ejemplo en Europa. «Si nos juntamos
y funciona, ¿qué más necesitamos?», «¿para qué nos sirven las iglesias, los juzgados,
los testigos o las firmas?» ¡Esta forma de pensar es ideología pragmática pura, aun
cuando la mayoría de estos jóvenes ni siquiera han oído esta palabra en su vida! Puesto
que los principios quedan supeditados a mi necesidad y mi comodidad, prescindo de todo
lo que a mí no me es útil.
Otro ejemplo en una línea parecida. Crece el número de mujeres que tienen un hijo
sin vivir -ni pretender vivir jamás- con el padre de este hijo. «¿Para qué aguantar a un
hombre toda la vida, si no lo necesito más que para darme el hijo?» Conmociona saber
que en Inglaterra el mayor crecimiento en el porcentaje de nacimientos se da en este tipo
de situación familiar, madres solteras que deciden tener un hijo prescindiendo por
completo de su futuro padre.
¿Y qué diremos del varón que después de unos pocos años de matrimonio decide
abandonar a su esposa porque «ahora ya no la necesito, la vida tiene etapas; mi mujer
me fue útil en una etapa de mi vida, pero ahora ya no». Me confesaba una joven esposa,
en medio de una situación así: «Me siento como una lata de Coca Cola: Deséchese
después de usada». Las consecuencias del pragmatismo en las relaciones personales
pueden ser devastadoras.
Es un sistema hedonista
Veamos dos ejemplos prácticos de esta filosofía. El primero, tomado del campo
económico: el sistema de venta a plazos. En el siglo XIX cada uno compraba lo que
necesitaba cuando había ahorrado el dinero necesario. La venta a plazos es un invento
del siglo XX. Hoy compramos lo que necesitamos -y lo que no necesitamos- a crédito,
incitados por una propaganda apetitosa y eficaz fundada en el imperio de los sentidos. El
producto nos entra por los ojos, por los oídos -músicas «pegajosas»-, hasta por el olfato y
por el tacto y se nos hace irresistible. No podemos esperar. Los expertos en marketing
conocen bien la importancia de los sentidos a la hora de provocar un impulso casi
irrefrenable a comprar. Y ahí surge la «maravilla» de la venta a plazos que permite la
compra inmediata del producto; uno no tiene que esperar a reunir todo el dinero, se lo
puede llevar ya. La otra parte de la historia, los créditos impagados, los embargos y los
subsiguientes dramas personales o familiares, todo esto se procura silenciar o minimizar.
Algo parecido -o peor- ocurre con las tarjetas de crédito. Para algunas personas el
llamado «dinero de plástico» puede llegar a ser una auténtica trampa. En su uso
desordenado e impulsivo han comenzado a gestar su ruina económica y, a veces,
también personal. La tarjeta de crédito es un símbolo por antonomasia del pragmatismo
porque permite la satisfacción inmediata del deseo sin pensar. «Es que no hay que pensar
a la hora de satisfacer el deseo. Pensar tiene que ver con el futuro, y lo que importa sólo
es el ahora» diría el pragmático.
Oto ejemplo que ilustra esta realidad: la publicidad que recibimos por correo suele
incluir esta conclusión: «si usted responde antes de x días (el plazo es siempre muy
corto), tendrá un premio extra». La idea del experto en marketing es que contestes sin
pensar. Una vez se ha generado el deseo, es importante no dar lugar a la reflexión. Con
ello se garantiza que funcionará el «reflejo pragmático», es decir, la satisfacción sin
demora del deseo.
Los jóvenes hoy, en general, no saben esperar. ¿Esperar?, ¿para qué?, ¿por qué? Es
el argumento de muchos de ellos. Aldous Huxley, en su célebre libro Un mundo feliz, dice:
«no dejes para mañana la diversión que puedas tener hoy». Son muchas las personas
que, sin saberlo, están aplicando en sus vidas la ideología «fantástica» de Huxley, antes
considerada una utopía y ahora hecha realidad. Es simplemente la aplicación del
pragmatismo a la vida diaria.
Es un sistema materialista
Un ejemplo nos lo ilustra. Los agentes comerciales de una empresa se ven sometidos
a una presión extraordinaria por parte de sus superiores. ¡Por supuesto que vender es su
trabajo! Su obligación es vender. Pero ya no parece tan lógico que, con demasiada
frecuencia, se les obligue a hacer «la cuadratura del círculo», exigiéndoles resultados casi
imposibles bajo amenaza de perder incentivos o incluso su lugar de trabajo. Lo único que
cuenta es que, a final de mes o a final de campaña, los números salgan. Hay que vender
y vender. No importa que el precio sea engañar al cliente o hipotecar la salud del
comercial, o su vida personal y familiar. Así muchos acaban en la consulta del médico con
un infarto de miocardio, con estrés severo, con depresión o con la familia rota. La reciente
epidemia de suicidios en una gran empresa estatal francesa es un buen ejemplo de las
trágicas consecuencias de esta filosofía. Cuando una empresa antepone la salud física y
emocional de sus obreros a los resultados económicos, se está dejando llevar por un
pragmatismo deshumanizante que, a la larga, será un boomerang negativo para la propia
empresa.
En la primera parte de este artículo (Tema del mes anterior) estuvimos considerando
los rasgos distintivos de este nuevo ídolo ante el que se arrodillan millones de personas
aun sin saberlo. Veamos ahora cómo afecta al creyente y cuál es la respuesta cristiana
adecuada.
El pragmatismo en la iglesia
Queremos destacar dos campos donde los criterios pragmáticos están influyendo en
la vida cristiana: la evangelización y la eclesiología. Veamos algunos ejemplos. No es
infrecuente medir el éxito o fracaso de una campaña evangelística ante todo por las cifras:
el número de decisiones, de contactos, etc. Este énfasis puede llevar a situaciones casi
grotescas; así leía en un reportaje que «en las campañas de estos años tuvimos 33,3
conversiones» (cita textual). Las cifras tienen su lugar y no queremos menospreciar su
importancia. Pero no es bíblico evaluar el éxito en la evangelización en términos
primeramente de resultados contables. La fidelidad al mensaje evangélico, el valor del
testimonio colectivo, el impacto espiritual sobre personas anónimas (que no tomaron una
decisión o no dieron sus nombres), la bendición sobre los creyentes que participaron en la
evangelización son sólo algunos de los parámetros que ninguna estadística puede medir.
Forman parte de realidades espirituales mucho más profundas que escapan a las
herramientas precisas, pero muy superficiales, del pragmático.
Toda filosofía tiene unas consecuencias prácticas. Como hemos visto a través de los
ejemplos anteriores, el pragmatismo afecta nuestra vida diaria. Un sistema que fomenta el
egoísmo, que obedece a patrones hedonistas y que es profundamente materialista tendrá
una influencia nefasta sobre la convivencia. No estamos ante una teoría inocua, sino ante
una peligrosa amenaza para el sensible tejido social que son nuestras relaciones diarias.
Los resultados del pragmatismo los podremos valorar mejor en aquellos países donde
esta ideología ha calado más hondo y España está entre ellos. Me gustaría mencionar
sucintamente algunas de estas consecuencias:
La crisis de la familia
La violencia
En EE.UU., país pragmático por excelencia, algo más de un millón de personas viven
en la cárcel. La población reclusa en este país es la más alta del mundo. ¿Será
casualidad?
ser muy larga. Mencionaré unos pocos ejemplos más: el sentimiento de frustración, de
vacío, reflejado en los rostros de la gente por la calle y sobre todo en la alta tasa de
trastornos de ansiedad y depresión. El suicidio se ha convertido en la causa número uno
de muerte en Cataluña entre las personas de 18 a 45 años (estadística de septiembre de
2010). Y qué diremos del drama de la soledad, en especial de las personas mayores, tal
como se evidencia de forma descarnada en Francia en el verano de 2003 cuando
numerosos ancianos fueron hallados muertos en sus domicilios, totalmente solos, a causa
de una fuerte ola de calor. Nadie había reclamado su cadáver. ¡Impresionante! Uno puede
morir y pasan meses sin que ningún familiar lo haya notado.
Este concepto utilitarista de la vida -servirse de los demás en vez de servir a los
demás- se palpa muy bien en el eco favorable que la eutanasia encuentra en buena parte
de la opinión pública. En Holanda, país donde la eutanasia está legalizada, muchos
pacientes mayores de 65 años, al ingresar en un hospital, se cuelgan un letrerito en el
pecho con una frase muy significativa: «por favor, no me maten». Para el hombre
pragmático de hoy los ancianos son un estorbo, sobran y además resultan caros para el
sistema sanitario y para la sociedad. Sólo esta mentalidad egoísta y materialista explica
que un político -el ex gobernador de Colorado Bernard Lamm- dijera en un acto público
hace unos pocos años: «lo que tienen que hacer los viejos es quitarse de en medio».
La alternativa cristiana
Dios y el prójimo son lo primero: «Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó por
tentarle: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley? Jesús le dijo: amarás al Señor
tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente; este es primero y
grande mandamiento y el segundo es semejante: amarás a tu prójimo como a tí mismo»
(Mateo 22:35-39). En vez de vivir para el yo, el cristiano aspira a vivir para dos grandes
«tú»: el que está a su lado, el prójimo, y el que está en los cielos, Dios.
Frente al valor prioritario del aquí y ahora el Evangelio nos abre una gran ventana al
futuro y nos invita a «poner la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col.
3:2), «en la herencia inmarcesible que tenemos guardada en los cielos» (1 P. 1:4). Ello no
significa un escapismo irresponsable de nuestros deberes cívicos y sociales. En todo
momento se nos exhorta a cumplir nuestra responsabilidad con el César. La ética social
forma parte integral del mensaje del Evangelio. Podríamos decir que el creyente tiene los
dos pies en el suelo, pero la mirada en el cielo. Un creyente que sólo tenga la mirada en
el cielo puede caer en un misticismo hueco. Pero, igualmente, la persona que tiene los
dos pies en la tierra y la mirada también en la tierra, acaba siendo un pragmático,
preocupado sólo por el aquí y el ahora. En sus epístolas Pablo nos remarca que la
consagración a Dios se expresa de forma natural en el servicio a los hermanos y al
prójimo.
El éxito o el fracaso no se miden por un criterio material, sino espiritual. Hay unos
resultados no mensurables en cifras que son más importantes que los resultados
materiales: el amor a Dios y al prójimo, la obediencia a la voluntad divina, la fidelidad en
las relaciones, la mayordomía sabia de nuestra vida son algunos de los baremos con los
que Dios va a medir la calidad de nuestra obra. Así nos lo enseña la parábola de los
talentos: «Bien, buen siervo y fiel, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré»
(Mt. 25:21, 23). Y, en especial, las luminosas palabras de Jesús en Mateo 25 donde se
nos exhorta a una vida de entrega plena al prójimo, pero por amor al Señor mismo. Este
móvil último nos libera de la tiranía de los resultados inmediatos y visibles: «Venid,
benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros... Porque tuve hambre y
me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber... De cierto os digo que en cuanto lo
hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mt. 25:34-40).
A modo de conclusión, en el pasaje que describe al rico insensato (Lc. 12:13-21), nos
impresiona el final de aquella vida gastada de forma muy similar a como lo haría el
pragmático de hoy: «Necio, esta noche vienen a pedir tu alma» (Lc. 12:20). Podríamos
parafrasear el texto y decir: «Has vivido como un egoísta toda tu vida, pensando sólo en
ti; ahora quieres vivir como un hedonista, y te dices: regocíjate: bebe, come. Consideras lo
mucho que has acumulado, los resultados de todo tu trabajo, y te sientes rico. Pero Dios
te dice: Necio, esta noche vienen a pedir tu alma». ¡Cuánta similitud entre el rico necio y
el hombre pragmático de hoy!
En el fondo hay sólo dos maneras de enfocar la vida, dos opciones opuestas y
excluyentes: como el rico necio -un pragmático- o como Cristo.
Humillados y ofendidos es el curioso título de una de las obras del gran escritor ruso
Dostoiewsky. Refleja una de las realidades más universales del ser humano. ¿Quién no
se ha sentido humillado y ofendido alguna vez? Todos hemos pasado experiencias de
este tipo. ¡Las relaciones humanas pueden ser complicadas! La diferencia está en que
unos son capaces de superar estas emociones de forma constructiva y saludable,
mientras que otros permanecen toda su vida «humillados y ofendidos». Han transformado
la ofensa inicial en resentimiento permanente. Y el resentimiento es como un veneno que
poco a poco, aun de manera inconsciente, va intoxicando su mente y su espíritu hasta
influir de manera decisiva en sus relaciones personales, su actitud ante la vida y su propia
salud.
El enfadarse es una respuesta tan natural como, a veces, necesaria. De alguien que
no se enfada nunca solemos decir que «no tiene sangre en las venas». Forma parte de
las defensas que Dios mismo nos ha dado para afrontar situaciones desagradables o
injustas. De hecho, la capacidad para airarse forma parte de la naturaleza divina. Dios
mismo se nos presenta como un Dios de ira ante el pecado y la injusticia. También vemos
a Cristo, «la imagen del Dios invisible», enojarse en momentos muy concretos de su
ministerio y expresar su enfado con mucha energía. De Pablo se nos dice que «su espíritu
se enardecía viendo la ciudad (Atenas) entregada a la idolatría» (Hch. 17:16). En realidad,
la ausencia de enojo en determinados momentos puede desagradar a Dios. Hay, por
tanto, una ira santa que refleja la imagen de Dios en nosotros y que, lejos de ser pecado,
puede reflejar madurez y discernimiento espiritual.
Nos surge, entonces, una pregunta: ¿cuándo el enojo es malo? El apóstol Pablo nos
da la clave: «airaos, pero no pequéis, no se ponga el sol sobre vuestro enojo ni deis lugar
al diablo» (Ef. 4:26-27). «Airaos si hace falta», viene a decir el apóstol; pero hay una
condición indispensable para que el enfado no se convierta en pecado: «no se ponga el
sol sobre vuestro enojo». El problema no está en airarse, sino en permanecer airado.
Cuando el enojo anida en el corazón de forma permanente deja de ser una reacción
natural, para convertirse en una actitud vital. Deja de ser un sentimiento espontáneo y
transitorio para convertirse en un estado crónico. Cuando esto sucede, el enojo pasa a
resentimiento y, de ahí, con el tiempo, engendra el odio y la amargura como eslabones de
una misma cadena. Son los efectos tóxicos del enojo. Lo que empieza siendo una
reacción necesaria y positiva, acaba sumiendo a la persona en una actitud de
autodestrucción. Por ello Pablo termina este versículo con la frase «ni deis lugar al
diablo».
El versículo original, por tanto, nos da la primera clave para atemperar el enojo: la
meditación y silencio. Estos momentos de quietud interior serán como gotas de agua que
refrescan la tierra ardiendo por el fuego. Será entonces cuando oiremos la voz suave del
Juez justo preguntándonos como a Jonás: «¿Haces tú bien en enojarte tanto?» (Jon. 4:4),
o susurrando a nuestro corazón: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino
dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré dice el
Señor... No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Ro. 12:19, 21). Estos
«descubrimientos», paso a paso, irán apaciguando la intensidad de nuestra ira y serán el
antídoto contra el resentimiento y el odio.
Plantando las semillas adecuadas: «todo lo puro, todo lo amable... en esto pensad»
En la mente humana los sentimientos están en gran parte determinados por los
pensamientos. La forma de pensar es lo que nos hace sentir bien o mal, amar u odiar,
resentidos o en paz. En este sentido, podríamos comparar la personalidad -el corazón- a
un jardín en el que estamos constantemente plantando semillas, los pensamientos. Las
semillas que yo siembre van a determinar qué plantas crecen. Si es un pensamiento de
ánimo, me hará sentir bien, si es un pensamiento de hostilidad producirá resentimiento,
etc. Aun sin darnos cuenta, estamos todo el tiempo enviándole al cerebro mensajes que
influirán mucho en nuestro estado de ánimo, en nuestras reacciones e incluso en nuestra
salud.
«Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo,
todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna,
si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Fil. 4:8).
¡Cuánta tendencia tenemos los humanos a invertir esta exhortación! Si hay algo
negativo, algún defecto, alguna ofensa, algún motivo de queja, algún agravio en esto
pensamos y nos obsesionamos! Y así, al cultivar estos pensamientos negativos, vamos
creando el caldo de cultivo idóneo para que crezcan el odio y el resentimiento. ¡Cómo
cambiarían nuestras actitudes y relaciones si aplicáramos este versículo a aquellas
personas que nos han ofendido! Si en vez de pensar «cuánto mal me ha hecho» logro
decirme «¿qué hay de bueno en él/ella,? ¿qué puedo encontrar de noble y de justo en
esta persona?», poco a poco crecerán en el jardín de mi mente las plantas que llevan al
sosiego y la paz.
Es importante observar cómo las ocho cualidades de la lista tienen una clara
connotación moral. Afectan no sólo mis sentimientos y emociones, sino también mi
Paz para mí y en paz con los demás: «Una paz que sobrepasa todo entendimiento»
Cuando mi mente se ocupa en pensar el bien -lo bueno- ello tiene unas
consecuencias en la vida diaria que se resumen en una sola: la paz. No es por casualidad
que, como majestuosa puerta de entrada a todo el pasaje sobre el contentamiento,
aparece esta áurea afirmación: «Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento,
guardará vuestros corazones en Cristo Jesús» (Fil. 4:7). No se trata sólo de una paz
subjetiva -«me hace sentir bien a mí»- sino también objetiva -se proyecta a mis relaciones
con los demás.
Nada mejor para celebrar la Navidad con un espíritu verdaderamente cristiano que
acudir al testimonio de los que vivieron de cerca el gran acontecimiento del nacimiento de
Jesús. En este sentido, el himno de Zacarías (Lc. 1:67-80) es no sólo una de las profecías
más hermosas del Nuevo Testamento, sino también una síntesis formidable del auténtico
sentido de la Navidad. Tras recuperar su capacidad de hablar, Zacarías entona un cántico
majestuoso que rezuma el gozo de la salvación que Dios trae a su pueblo.
Posiblemente Zacarías, como buen judío, pensaba en una salvación social, patriótica,
la liberación de los enemigos de su pueblo, el final de una etapa de esclavitud con los
males e injusticias que ello acarreaba. Es el concepto humano de salvación que muchas
personas tienen también hoy. Hacen una lectura humanista de la Navidad donde Jesús es
recordado, sí, pero sólo como un ejemplo a seguir, un modelo de compromiso social; para
ellos la salvación consiste en erradicar los grandes males que nos afligen: hambre,
pobreza, injusticia social, etc.
Sin embargo, la salvación de Jesús era mucho más profunda que una liberación
social: era una liberación personal antes que colectiva, tenía un sentido moral antes que
humanista, buscaba cambiar el corazón antes que cambiar el mundo. La esencia de la
encarnación de Jesús no fue mostrarnos el camino a una sociedad más justa, la manera
cómo hacer de este mundo un lugar mejor para vivir. Todo esto, como veremos después,
es la consecuencia pero no la finalidad de la salvación. No es posible erradicar los males
de la sociedad si antes no eliminamos la suciedad de nuestro corazón. Como el Señor
Jesús mismo señaló, el problema del hombre -lo que le contamina- no está en su entorno,
sino dentro de su corazón (Mr. 7:18-20). El Evangelio es un poderoso mensaje de
transformación social, pero solo en la medida en que antes nos transforma a cada uno de
nosotros. No podemos transformar si antes no somos transformados.
Este carácter primariamente personal e íntimo de la salvación nos viene indicado por
la palabra conocimiento. Zacarías habla de «conocimiento de salvación». Para los
hebreos, conocer no era tanto estar informado, saber -un conocimiento puramente
cognitivo o mental-, sino experimentar; es un conocimiento vivencial que requiere
apropiación, hacerlo mío. Así es exactamente con el «conocimiento de salvación»:
requiere conocer a Jesús de forma personal. Es un encuentro con profundas
implicaciones existenciales. Va a afectar mi vida en tres aspectos que constituyen las
otras grandes bendiciones de la Navidad mencionadas en el cántico.
En este ambiente de anestesia moral conviene recordar que el pecado principal del
ser humano no está tanto en el mal que le causa al prójimo, sino en el bien que no le hace
a Dios (glorificarle, darle gracias, reconocerle). No son nuestros actos de ofensa al
prójimo sino nuestras actitudes de omisión hacia Dios lo que origina el catálogo de faltas y
pecados tal como nos enseña Romanos 1:18-32. La patología moral de nuestro carácter
-el egoísmo, la vanidad, el orgullo, la agresividad, la envidia, etc.- nacen de nuestro
alejamiento de Dios. De ahí la necesidad de la Navidad: Jesús abre el camino para
acercarse de nuevo al Padre. El perdón no conlleva sólo la remisión de una culpa, sino el
restablecimiento de una relación, una relación rota que es restaurada. El mensaje del
Evangelio y de la Navidad es el mensaje de la reconciliación del hijo pródigo que vuelve a
la casa de su padre después de vivir su vida. Este reencuentro es fuente inefable de
alegría y de paz.
El cántico es muy enfático al afirmar que esta luz va dirigida a los que «están
sentados en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc. 1:79). Son las tinieblas de una vida
vacía, vidas rotas, hundidas en la frustración y la desesperanza, vidas golpeadas por el
dolor y el sufrimiento; o vidas llenas de actividad, pero vacuas de sentido, que son como
«cisternas rotas que no retienen el agua» (Jer. 2:13). La luz de Cristo es el faro potente
que ilumina no sólo con su mensaje de liberación y esperanza, sino con su misma
presencia a nuestro lado, el Emmanuel, el Dios encarnado que ha prometido estar con
nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Es la luz que irradia «vida
abundante» como prometió el Señor mismo (Jn. 10:10).
Paz: «para encaminar nuestros pies por caminos de paz» (Lc. 1:79)
Necesitamos recordar que la paz de Jesús -»mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jn.
14:27)- no consiste en la ausencia de problemas sino en la capacitación divina para
afrontar y superar estos problemas. Por ello Jesús les aclara a sus discípulos: «yo no os
la doy como el mundo la da». Poco después les recuerda que en Cristo tenemos la
victoria porque él ha vencido al mundo y ahí radica la fuente de nuestra paz más
profunda: «Estas cosas os he hablado para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis
aflicción, pero no temáis, yo he vencido al mundo». La paz del creyente no es la ausencia
de aflicción, sino la presencia de Cristo en medio de esta aflicción.
Todas estas bendiciones -el gran regalo de la Navidad- nos llegan «por medio de la
entrañables misericordias de nuestro Dios, por las cuales nos visitó un amanecer del sol
desde lo alto» (Lc. 1:78). Sí, la Navidad es un grandioso cántico de salvación, la salvación
que viene de conocer a Jesús de forma personal y que nos proporciona perdón, luz y paz.
¿No es éste el mejor regalo de Navidad para nuestro mundo doliente?
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2011)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años. También
fue presidente de la Alianza Evangélica Española durante 10 años (1999-2009), y actualmentes es
vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez se pueden obtener en la mayoría de las librerías cristianas. Para encontrar
una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Amarillas Cristianas en internet en la
dirección http://www.paginasamarillascristianas.com.
Índice
Tenemos dos grandes recursos para controlar las reacciones de enojo y evitar que se
transformen en resentimiento y amargura. En la primera parte de este artículo (noviembre 2010)
consideramos el primero de ellos, la meditación, que nos lleva al control de los pensamientos y,
en último término, de nuestras emociones y reacciones. Piensa bien y acertarás... piensa mal y te
amargarás sería la conclusión de Filipenses 4:8, una verdadera vacuna contra el resentimiento.
En este formidable pasaje de Filipenses encontramos también el otro gran recurso, la oración.
«Por nada estéis afanosos (os inquietéis), sino sean conocidas vuestras peticiones
delante de Dios en toda oración... y la paz de Dios... guardará vuestros corazones y
vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:6-7).
Todo creyente sabe que la oración es un poderosos instrumento para cambiar las
circunstancias. Numerosos ejemplos bíblicos avalan este principio esencial de la vida cristiana:
«pedid y se os dará... si permanecéis en mí, pedid todo lo que queréis y os será hecho» (Jn.
15:7). Pero la oración no sólo cambia las circunstancias, también nos cambia a nosotros
mismos. Dios usa la oración para moldearnos progresivamente, para hacernos crecer y madurar.
Como el alfarero trabaja de manera artesanal el barro, el Señor se vale de la plegaria para
forjarnos a semejanza de Cristo. El teólogo Richard Foster afirma en su conocido libro
Celebración de la discliplina: «Orar es cambiar. La oración es el cauce principal que Dios utiliza
para transformarnos».
En lo que se refiere a nuestro tema del enojo y el resentimiento, ¿cómo se produce este
cambio? En la oración Dios actúa de tres maneras:
¿Cómo puedo llegar a cumplir la demanda de pensar siempre lo bueno sobre todas las
personas y en todas las situaciones, como apuntábamos en el tema anterior? «¡Esto es
imposible!», exclamará el lector con no poca razón. Ciertamente es imposible por nuestras propias
fuerzas porque no estamos ante una reacción natural sino sobrenatural. Precisamente por ello,
necesitamos un recurso sobrenatural: la oración.
La oración nos cambia a nosotros mismos, en primer lugar, porque nos capacita con los
recursos de la gracia a fin de pensar siempre «todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro». El
orden de los versículos en el texto de Filipenses 4 es de gran importancia porque contiene la clave
práctica para controlar pensamientos y emociones, nuestro objetivo principal en la lucha contra el
enojo y el resentimiento. La oración precede a la meditación. No puede haber un auténtico control
del pensamiento fuera del recurso sobrenatural de la oración. Así, la «súplica delante de Dios»
viene a ser la puerta de entrada al pensamiento positivo del que se nos habla inmediatamente
después (Fil. 4:8). Uno no puede por sí mismo salir airoso de tan grande desafío -pensar lo bueno
del ofensor- si antes no recibe en oración los recursos divinos: el amor sobrenatural, la fuerza y la
gracia del Espíritu Santo. Sólo cuando de rodillas se ha recibido esta capacitación divina, uno está
en condiciones de bendecir en vez de maldecir, de perdonar en vez de odiar.
En segundo lugar, la oración nos cambia porque nos hace ver la realidad de nuestras propias
carencias y miserias. La plegaria sincera es como un espejo que nos lleva a una visión clara sobre
nuestra persona y nuestras faltas. En términos psicológicos diríamos que nos facilita el insight.
Nos abre los ojos para «darnos cuenta de».
La oración, junto con la meditación, es uno de los instrumentos más poderosos para
proporcionamos un autoconocimiento espiritual adecuado. Nos libra de nuestra fuerte tendencia al
autoengaño, tendencia aun más acusada en el complejo campo de las relaciones interpersonales.
Atinada es, al respecto, la oración de David en el Salmo 19: «¿Quién podrá entender sus propios
errores? Líbrame de los que me son ocultos... entonces seré íntegro» (Sal. 19:12-13).
En este sentido es muy iluminador observar la estructura de algunos salmos, por ejemplo el
32. Después de unas palabras de confesión del salmista (Sal. 32:5-7), encontramos un versículo
aparentemente inesperado: «Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar»
(Sal. 32:8). No debería sorprendernos porque la guía de Dios es consecuencia natural de hablar
con él y estar en su presencia. Cuán profunda es la plegaria de David en otro salmo: «Bendeciré a
Yahveh que me aconseja; aun en las noches me enseña mi conciencia» (Sal. 16:7). La Nueva
Biblia Española traduce la última frase con gran belleza: «...hasta de noche me instruye
internamente». David tenía una certeza plena del poder de Dios para iluminar su vida: «Tú
encenderás mi lámpara; el Señor mi Dios alumbrará mis tinieblas» (Sal. 18:28). Estas palabras
cobran especial valor porque vienen de alguien que sufrió durante largos años la persecución
injusta y la difamación, primero de parte de Saúl y después de su propio hijo Absalón. Si alguien
conoció la ofensa y la humillación inmerecidas, éste fue David. De hecho, muchos de sus salmos
reflejan el sufrimiento moral y espiritual que estos conflictos le acarrearon. Recomendamos al
lector una lectura detenida del Salmo 37, un auténtico manual de cómo reaccionar ante la
injusticia y la ofensa. No es casualidad que en el versículo más conocido de este salmo David
mencione la oración como el recurso más importante: «Encomienda al Señor tu camino, espera
en Él y Él hará» (Sal. 37:5).
En la oración se nos abre una ventana luminosa que nos permite contemplar la santidad y el
carácter de Dios; la luz de su perfección deja al descubierto nuestra realidad espiritual y nos pone
en el lugar debido, borra cualquier vestigio de autocomplacencia, promueve la humildad y nos
ayuda a tener un concepto adecuado del prójimo. Este paisaje moral que nace de la comunión
con Dios nos estimula a practicar las exhortaciones de Pablo en las relaciones de conflicto:
«Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis... Procurad lo bueno delante de todos
los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres»
(Ro. 12:14-21).
Como nos recuerda el médico suizo Paul Tournier, «en el diálogo con Dios lo fecundo son las
preguntas que él nos plantea, y no las que nosotros le formulamos». Sí, en la oración Dios pone al
descubierto aquellas áreas de nuestra vida que necesitan reparación o incluso cirugía radical.
Dice Teresa de Ávila: «Las palabras divinas interiores se producen en el alma en momentos en
que ésta es incapaz de comprenderlas, y no responden a ningún deseo de oírlas». Pero poco a
poco nuestra comprensión crece y experimentamos que Dios cambia la oscuridad en luz: «Porque
contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz» (Sal. 36:9). Esta es precisamente la
idea en Job 34:32: «Enséñame tú lo que yo no veo; si hice mal, no lo haré más». ¡Cuánto valor
tiene estas oraciones aplicadas a una relación difícil, a un conflicto en la convivencia con mi
prójimo!
Así pues, la oración es colirio que aclara nuestra vista y nos permite percibir la realidad de
nosotros mismos. Nos da clarividencia sobre faltas y errores. La oración es instrumento de Dios
para evitar diagnósticos tan equivocados como el de los creyentes de Laodicea en Apocalipsis 3:
se creían ricos y eran pobres, autosuficientes, pero eran «miserables». Por ello el Señor tiene que
decirles: «Yo te aconsejo... que unjas tus ojos con colirio, para que veas» (Ap. 3:18).
El tercer cambio que la oración produce en nosotros es consecuencia de los dos anteriores:
moldea y transforma nuestros sentimientos y reacciones. El texto de Filipenses nos pone un
ejemplo práctico muy frecuente en la vida diaria: cuando estoy ansioso -«afanado»- por alguna
situación, mi privilegio y mi deber es presentar tal preocupación delante de Dios «en toda
oración». Cuando esta inquietud pasa por el «filtro» de la plegaria, ocurre dentro de mí como una
metamorfosis de tal manera que la ansiedad es cambiada en paz profunda (Fil. 4:6-7).
El mismo Señor Jesús en el Sermón del Monte aludió a la oración como un factor clave en la
relación con nuestros ofensores. Así exhortó a sus discípulos: «Amad a vuestros enemigos,
bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan
y persiguen» (Mt. 5:44). Vemos de nuevo la estrecha relación entre la conducta moral requerida
(expresada en tres verbos: amar, bendecir y hacer el bien) y la oración. No será posible cumplir
con la triple expresión práctica del amor al ofensor sin la oración.
Por último, unas consideraciones prácticas sobre un pecado muy sutil: el maldecir al prójimo.
Reparemos en el significado de la palabra maldecir. A veces pensamos que se trata de algo muy
«fuerte», una ofensa muy grave; por ello creemos que nunca hemos maldecido a nadie. Pero en
su significado original mal-decir es simplemente hablar mal de otro. En este sentido, ¡cuán fácil es
maldecir a nuestro prójimo! Tantas veces hablamos lo malo del otro. Por el contrario, en la oración
Dios pone en mí la fuerza moral y los recursos de la gracia para hablar bien del otro: ben-decir.
¡Cuánto necesitamos en nuestras relaciones poder exclamar con sinceridad: «te bendigo,
hermano mío», es decir, «quiero hablar lo bueno, lo puro, lo honesto de ti».
¿Te has sentido humillado y ofendido por alguien? Recuerda el ejemplo del Señor Jesús en la
hora de la ofensa suprema, la hora de la humillación y la calumnia más inmerecidas: «...cuando le
maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la
causa al que juzga justamente» (1 P. 2:23).
P.D. Recomendamos como complemento a este artículo la lectura de los temas «Perdonar y pedir
perdón» (abril 2005) y «Buscando la paz en las relaciones personales» (marzo 2005).
Estas palabras, que recibí de mí padre siendo muy joven, siempre me han acompañado y me
han fortalecido en momentos de prueba. ¿Por qué es tan importante saber afrontar las dudas de
forma adecuada?
La prueba, por lo general, purifica y fortalece nuestra fe como se nos enseña reiteradamente
en las epístolas de Pablo y de Pedro; pero en ocasiones puede debilitarnos. Ya el mismo Señor
Jesús nos advierte de ello en la parábola del sembrador: «los que fueron sembrados en
pedregales... cuando viene la tribulación o la persecución a causa de la palabra, luego
tropiezan...» (Mr. 4:17). No siempre el sufrimiento nos acerca a Dios, por lo menos en un primer
momento. A veces produce el efecto contrario: el golpe nos deja tan perplejos que nos lleva a
«dudar de todo», incluidas nuestras creencias más firmes. Nos preguntamos «¿dónde está la
bondad de Dios?, ¿No será la fe una ilusión?, ¿Por qué Dios parece tan lejano?» Si te sientes así,
estás en sintonía con algunos de los gigantes de la fe. David, por ejemplo, con frecuencia
exclamaba «¿Hasta cuando, Señor? ¿Me olvidarás para siempre?» (Sal. 13:1); «Oye mi oración,
oh Señor, y escucha mi clamor. No calles ante mis lágrimas» (Sal. 39:12). Incluso Juan el
Bautista, de quien el Señor dijo »entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que
él» (Mt. 11:11), agobiado por su situación de cárcel y muerte inminente llegó a dudar de la
identidad de Jesús: «¿Eres tú el que había de venir o esperaremos a otro?» (Lc. 7:19). Sí, en
momentos de crisis, Dios parece lejano, sus silencios se hacen largos, todo parece derrumbarse.
Es el terreno fértil para las dudas que empiezan a crecer como espinos en el campo de las
creencias.
¿Cómo evitar que estas dudas incipientes lleven a un naufragio de la fe? La clave está en
saber afrontarlas de forma adecuada. La ilustración de la picadura de una serpiente nos ayuda a
entenderlo: hay que hacer todo lo posible para que el veneno no quede dentro. De la misma
manera, lo peor cuando la duda nos invade es encerrarse cada vez más dentro de uno mismo,
ignorando las preguntas que surgen de la perplejidad. El reprimir las dudas equivale a guardar el
veneno tras la picadura: tarde o temprano, acabará haciendo daño. Os Guiness, escritor y
pensador británico cristiano, en su excelente libro sobre la duda tiene un capítulo titulado «Yo creo
en la duda». Parece una contradicción, pero contiene una gran verdad: en la medida en que
logremos entender el significado y la naturaleza de las dudas, incluso su valor saludable como
acicate de la fe, les vamos a perder el miedo y las podremos afrontar de forma correcta.
Por esta razón hemos escogido el ejemplo de Jeremías. Nos sentimos muy identificados con
el llamado «profeta llorón» y sus aparentes «peleas» con Dios. Sus altibajos constituyen un
espejo de la vida espiritual de muchos creyentes.
Un aspecto clave de la vida del profeta fue su relación con Dios, una relación íntima y
fecunda, pero salpicada de protestas y lamentos. En ocasiones su fe entraba en crisis porque no
entendía ciertos aspectos de la voluntad divina. Sin embargo, la fe de Jeremías no era una fe
débil, todo lo contrario: Era la fortaleza de su fe lo que le capacitó para ser –en palabras de Dios
mismo- «como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muro de bronce contra toda
esta tierra» (Jer. 1:18). Una fe fuerte, sin embargo, no excluye altibajos, momentos de perplejidad
ante los misterios de la providencia. Las preguntas de Jeremías encuentran eco en muchos
creyentes hoy: «¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Dónde está Dios cuando permite que ocurran estas
cosas?». Sus oraciones se convertían a veces en protestas encendidas. Volcaba todo el peso de
su corazón sobre el Señor. En sus lamentos vehementes usaba incluso un lenguaje judicial:
«alegaré mi causa ante ti» (Jer. 12:1). ¿Hay algo de malo en ello? ¿No es pecado el dudar?
¿Cómo afrontó Jeremías sus dudas y luchas espirituales? ¿Qué aprendemos de sus sinceras
oraciones en las que vierte todas sus preguntas al Todopoderoso?
Entre otras, cinco lecciones que nos ayudan a enfocar nuestras propias dudas.
Sin embargo, hay algo más profundo: yo no discuto o peleo con alguien que me es
indiferente. Si así fuera, simplemente no le haría ningún caso, le ignoraría. Un conflicto contiene
un mensaje no verbal: «me importas, necesito que me digas algo». En realidad, lo que se está
buscando con la confrontación es acercarse al otro, sentirle cerca. Así ocurre con muchas
discusiones matrimoniales: no surgen del rechazo, sino del amor; no buscan alejarse, sino
acercarse. Igualmente un padre no se preocupa por reprender a su hijo si no le ama. Lo peor en
una relación de amor es el silencio que nace de la indiferencia, no el conflicto que surge del
anhelo de acercarse al otro.
El gran secreto de la vida de Jeremías es que luchó siempre abrazado a Dios. Aun en medio
de la perplejidad y la duda -que le lleva a maldecir el día en que nació- es capaz de remontar su
mirada de fe al cielo e irrumpe en alabanza con una declaración de confianza memorable: « mas
Jehová está conmigo como poderoso gigante... Cantad a Jehová...» (Jer. 20:11,13)
A él -y también a nosotros- el Señor nos promete: «Pelearán contra ti, pero no te vencerán;
porque yo estoy contigo» (Jer. 1:19).
«El cristianismo es la más sublime de las religiones, sobre todo porque es la religión de la
resurrección». Estas palabras del escritor ruso Nicolás Berdiaev en su libro El sentido de la
Historia enmarcan el hecho de la resurrección como el rasgo más singular de la fe cristiana.
Si los Evangelios se hubieren cerrado con sus relatos sobre la persona y el ministerio de
Jesús, hoy tendríamos una colección maravillosa de escritos religiosos; el más precioso, el de
Jesús con su vida, sus milagros y sus enseñanzas. Pero su biografía tendría el más oscuro y
deprimente de los desenlaces posibles: Jesús se convirtió en víctima inocente por parte del
pueblo judío y sus autoridades.
Rechazado y denostado por haberse hecho Rey en el Reino de Dios, fue apresado sin culpa
en la colina de Getsemaní y conducido al pretorio para ser juzgado. El gobernador romano, Pilato,
el único que podía condenar a muerte, confesó la inocencia del preso. «No veo en él delito
alguno»; pero la multitud exacerbada no cesaba de clamar: «¡Crucifícale, crucifícale!». Y Pilato les
autorizó la cruel ejecución. Seis horas duró la tortura, al final de las cuales Jesús ya muerto fue
depositado en el sepulcro nuevo de José de Arimatea (Mt. 27:57-61).
Así, del modo más desconsolador, tuvieron fin todas las ilusiones de los seguidores de Jesús.
¿Ilusiones? Sí, las esperanzas abrigadas por los apóstoles y sus seguidores estaban fuertemente
teñidas de aspiraciones mundanas, de ambiciones inconfesadas de poder temporal. La
experiencia de ver a Jesús agonizando en el Gólgota con el más horrible sufrimiento había de
afectar la fe en el Maestro procedente de Galilea, iba a originar un desmoronamiento espiritual tan
profundo como desgarrador. Así lo confesaron los dos discípulos de Emaus: «Nosotros
esperábamos que él era el que había de redimir a Israel». Pero esa esperanza debía ser
corregida. Lo que se veía con ojos ofuscados debía ser depurado por la presencia y la palabra del
Cristo resucitado. Esa visión totalmente nueva está vinculada a uno de los grandes textos
cristológicos del apóstol Pablo que relaciona la muerte de Cristo con su encarnación: Él, Cristo,
era el Señor de la gloria, pero «se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, ...y estando en la
condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo
nombre, ...para que todo hombre confiese que Jesucristo es el Señor» (Fil. 2:6-11).
De este modo, lo que aparentemente era una derrota sin paliativos vino a ser la más grande
de las victorias. Daba la razón a Pablo en otra de sus osadas declaraciones: «Sorbida es la
muerte con victoria» (1 Co. 15:54).
En el lenguaje casi hermético de algunos teólogos, vedado a los no iniciados, se observa una
predilección innecesaria por conceptos y expresiones oscuras. Pero lo más llamativo y
preocupante es que la mayoría de veces desvirtúan la historicidad de las narraciones relativas a la
crucifixión, la resurrección y la ascensión. Esta tendencia teológica puede hallarse profusamente
en los escritos de nuestro tiempo. He aquí un ejemplo de lo que señalamos: «...la muerte y la
resurrección de Cristo son sucesos cósmicos, no incidentes que han tenido lugar en una ocasión y
que pertenecen al pasado. Por medio de ellos han sido fundamentalmente desposeídos de su
poder, el viejo eón y sus potestades» (R. Bultmann).
Por lo general, las doctrinas contenidas en la Biblia son mucho más nítidas que los conceptos
de los teólogos modernos. Al creyente sencillo le resulta mucho más comprensible el lenguaje de
la prosa llana que el sofisticado del mito. No es de extrañar, por tanto, que la historicidad de la
resurrección se diera como un hecho incuestionable en los primeros tiempos del cristianismo; no
sólo los testigos de los días apostólicos, sino incluso los de días sub-apostólicos en los primeros
siglos de la era cristiana y subsiguiente nos confirman esta realidad. Ciertamente, una cosa es
mirar la resurrección con ojos críticos, otra muy distinta es hacerlo con una mirada agnóstica -casi
incrédula- a cualquier fenómeno sobrenatural y milagroso. ¿No es limitar a Dios negar que en su
poder y soberanía Él puede actuar de formas sobrenaturales?
Todas estas doctrinas vinculadas a la resurrección no son algo teórico, frío. Tienen una
consecuencia gloriosa para nosotros: si Cristo vive, Él vive también en mí. El poder del Cristo
resucitado puede operar en cada ser humano una transformación interior semejante a la vivida por
los discípulos de Emaús y por los apóstoles. Es una transformación que nos proporciona gozo,
nuevas fuerzas y esperanza, la esperanza del Reino eterno de Cristo y la Parusía -el regreso en
gloria de nuestro Señor. De tal manera que exclamamos exultantes «ya no vivo yo, mas vive
Cristo en mí» (Gá. 2:20).
¿Oración o autosugestión?
«La oración no es algo real. Es un fenómeno puramente psíquico». «Tú te lo imaginas, en
realidad estás hablando en el vacío, con la pared». O como dirían los jóvenes de hoy: «Te
lo montas todo tú». «Si yo viera a Dios aquí al lado, entonces oraría; pero esto no es más
que una forma de autosugestión».
Esta forma de pensar refleja la opinión de no pocas personas en nuestros días. Todavía hoy,
en pleno auge del postmodernismo, sólo lo que la ciencia prueba y aprueba parece fuera de toda
discusión. El sello de «científico» es como un certificado de infalibilidad. Vivimos en una
generación que sufre lo que se ha venido en llamar «el síndrome de Tomás»: «Si no veo con mis
propios ojos y toco con mis propias manos, no creeré».
Desde hace muchos siglos la religión, en sus diversas manifestaciones, ha estado asociada
con la sugestión. Bastantes personas ven en la religión, incluida su actividad cardinal -la oración-,
una forma de autoconvencimiento. «Te crees que Dios está ahí y te lo imaginas, te convences a ti
mismo de que es así». Observemos la definición de sugestión: «Influencia psíquica del propio
sujeto por la que experimenta estados de ánimo sin causa objetiva. Convencerse por un esfuerzo
de voluntad de que se tiene cierto estado o cualidad». En otras palabras, cuando la mente acepta
una idea como verdadera, si esta idea es razonable, tiende a hacerse real por medio de procesos
inconscientes. Sería el equivalente del efecto placebo en medicina: si tomo un medicamento que
no contiene más que agua destilada, pero creo que es un tranquilizante, ejercerá, efectivamente,
las funciones de sedante. En esta línea, la fe cristiana es presentada como una forma de
sugestión.
¿Qué podemos responder a este argumento? Vamos a considerar tres aspectos que nos
ayudan a diferenciar la sugestión de la fe bíblica:
1. El propósito de la sugestión
Ello nos pone ante dos opciones: o bien los cristianos son todos masoquistas por naturaleza,
o bien la fe cristiana no cumple un propósito de huída. Hay formas mucho más agradables de
escapar en nuestros días. Si la fe cristiana fuera falsa, estaríamos ante una gran estafa, pero no
ante una evasión. ¿No es cierto que bastantes creyentes vivirían con menos preocupaciones si no
fueran cristianos? Tendrían mucha más tranquilidad, desde el punto de vista humano, sin los
problemas derivados de una fe comprometida. «Cristo no me ha hecho la vida fácil. Al contrario,
habría sido más cómodo estar sin él que vivir con él», afirmaba atinadamente el obispo luterano
Dibelius.
La fe puede proporcionar, y proporciona, una paz profunda; es la paz que surge del
conocimiento de unas realidades gloriosas. Pero nunca ha sido camino de comodidad o de
evasión. Hace unos años el francés Emile Coué dio una definición popular de autosugestión en
forma de slogan: «Cada día, en todas las cosas, estoy cada vez mejor». ¡Qué contraste con la
experiencia del creyente! Recordemos una declaración del apóstol Pablo: «Estamos atribulados
en todo, mas no estrechados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no
desamparados; derribados, pero no destruidos» (2 Co. 4:8-9). Francamente, explicar la existencia
del cristianismo en términos de autosugestión requiere un esfuerzo mental superior a la propia fe.
William James en su clásico libro The varieties of religious experience profundiza en el tema
de la experiencia espiritual humana y afirma, entre otras cosas: «La influencia sugestiva del medio
ambiente juega un papel muy importante en toda educación espiritual. Pero la palabra sugestión
ya está empezando a tener, por desgracia, la función de una manta mojada que cubre la
investigación y se usa para rechazar el análisis cuidadoso». No se puede caer en el
reduccionismo de encajonar todo lo religioso en el baúl de la autosugestión.
2. El objeto de la sugestión
De nuevo estamos ante una disyuntiva. Hemos de escoger entre dos opciones: si para ser
sugestionado se requiere un tipo de personalidad histérica, entonces o todos los cristianos son
histéricos o bien las manifestaciones de fe no son, necesariamente, un ejercicio de sugestión. La
argumentación lógica es contundente. Creo que nadie se atrevería a afirmar que todos los
cristianos son histéricos. Por ello debemos concluir que la fe, incluida la oración, no siempre es
resultado de una autosugestión.
Dicho esto, hemos de reconocer que las formas y manifestaciones de vida cristiana de
algunos creyentes se parecen a veces a un ejercicio de sugestión que no podemos aceptar. La
autocrítica es siempre saludable. Y éste es el momento de mostrar nuestra preocupación por
algunas formas de culto, de adoración, de oración y de evangelización que llegan a terrenos
fronterizos con la sugestión. Ello puede ocurrir a nivel individual o de grupo y debe obligarnos a
revisar nuestra espiritualidad. La oración verdadera, como las otras manifestaciones de la fe, es lo
que más se aleja de la sugestión porque mantiene a toda la personalidad -mente, voluntad, y
emociones- en acción. No puede convertirse en la repetición rutinaria de frases o canciones hasta
que uno logra cierto estado emocional. Esta manera de practicar la fe sí puede bordear la
autosugestión.
El apóstol Pablo menciona un tipo de reunión donde alguien que entre por primera vez puede
pensar que «estáis locos» (1 Co. 14:23). Pablo no está censurando el hecho en sí de hablar en
lenguas, sino la forma de hacerlo, sin orden, porque ello creaba confusión. Dentro de la libertad
preciosa del cuerpo de Cristo deberíamos intentar «hacerlo todo decentemente y con orden...
pues Dios no es Dios de confusión, sino Dios de paz» (1 Co. 14:33,39). La fuerza de nuestro
testimonio tiene mucho que ver con la genuinidad de nuestra fe, pero la pasión y el celo no
excluyen el equilibrio, el orden o la reverencia. Si nuestras formas de culto bordean el ritual
mágico, el testimonio se debilita. Los no creyentes nos acusarán, con razón, de practicar una fe
que no es más que autosugestión. Por el contrario, cuando la oración y la adoración reflejan la
esencia misma de Dios -paz, celo, compromiso, amor, orden-, la gente del mundo se verá mucho
más atraída porque tiene sed de trascendencia y de valores espirituales.
Por el contrario, los efectos de la fe no son transitorios. Tienen carácter permanente. Cierto
que puede desaparecer el primer amor, cierto que hay crisis o retrocesos. Pero los cambios
radicales y profundos que opera el Espíritu Santo en la vida del creyente no se llegan a perder del
todo, ni siquiera en épocas de crisis; lejos de ello, se acrecientan con el tiempo (ver Fil. 1:6). En
términos médicos, diríamos que la fe actúa como un tratamiento etiológico, llega a la causa, no es
puramente sintomático. A diferencia de la sugestión, la fe produce cambios, no solamente alivia
síntomas. Los éxitos de la sugestión pueden ser espectaculares y brillantes, pero efímeros. Los
éxitos de la fe son, con frecuencia, más lentos, pueden carecer de sensacionalismo, pero son
profundos. Penetran en el meollo del alma humana. La sugestión desaparece con cualquier
influencia que produzca un efecto opuesto, como una desprogramación. El creyente no es llevado
por cualquier «viento de doctrina», sino que permanece «fiel hasta la muerte». Así podríamos
seguir con las diferencias. Probablemente ésta es la razón por la que Weatherhead escribía: «la
verdadera fe me parece tener poca relación con la sugestión».
P.D. El presente artículo es una adaptación realizada por el propio autor de su libro Psicología de
la oración, capítulo 5.
La espiritualidad Cristiana
Pocos conceptos son tan ricos como el de espiritualidad. Y tan expuestos a confusión. Si
formulásemos una pregunta acerca de su significado, podrían darse las respuestas más diversas,
algunas de ellas generadoras de problemas en la fe de determinados creyentes e incluso en la
vida comunitaria de más de una iglesia. Conviene, pues, aclarar ideas, sin renunciar a los grandes
beneficios que una auténtica espiritualidad cristiana comporta.
Quizás, en primer lugar, conviene hacer notar que la preocupación por la dimensión espiritual
de la vida no es exclusiva del cristianismo. Distingue a las religiones e ideologías orientales que,
en su concepción y práctica de la espiritualidad, habrían de hacer sonrojar al mundo occidental,
dominado por el más crudo materialismo. Para los hindúes, por ejemplo, la oración es la actividad
más importante de la vida. Y para las otras grandes religiones de Oriente (budismo, zoroastrismo
y otras de la China y el Japón), el ascetismo y la vida contemplativa son esenciales. Pero al
mismo tiempo podemos afirmar que en ninguna religión humana se hallan fuentes de
espiritualidad tan ricas como en la fe y la experiencia cristianas.
La espiritualidad bíblica
Dicho esto, volvamos a lo antes expuesto, la necesidad de que la espiritualidad sea completa,
en adecuado equilibrio de entendimiento, sentimientos y acción. Cuando alguno de estos
elementos desaparece o se debilita, la espiritualidad queda empobrecida, por lo que para muchos
creyentes resulta insatisfactoria. Ello explica las sanas reacciones que a lo largo de la historia se
han producido cuando la espiritualidad se ha vaciado de contenido vital y sólo ha conservado
formas (dogmáticas, litúrgicas, legalistas o de cualquier otro tipo). Puede servirnos de ejemplo el
movimiento pietista en Alemania (siglo XVII) con su denuncia de la esterilidad espiritual a que
había llegado la fría ortodoxia del protestantismo luterano. O el movimiento metodista en la iglesia
anglicana del siglo XVIII.
Ha sucedido, sin embargo, que muchos cristianos han parecido no tener suficiente con una
espiritualidad «normal», bíblica, equilibrada. No conformándose con ser espirituales, han
pretendido ser «superespirituales» y se han empeñado en ser más puros que los demás, más
fervorosos, más fieles a la Palabra, De estos movimientos de superespirítualidad también
hallamos ejemplos en la historia. Conoció alguno de ellos el judaismo postexílico. Los jasideos
(heb. Hasidim = santos o piadosos), empeñados en luchar contra la helenización del judaismo y
mantener la observancia de la ley judaica, cayeron en una religiosidad meramente externa, con
escasa o nula piedad interior. De ese grupo surgió la secta de los fariseos. En la iglesia cristiana
de los primeros siglos también hubo quienes reaccionaron contra errores o debilidades bastante
extendidos, pero, en movimiento pendular, cayeron en otros errores no menos deplorables.
Recuérdense el donatismo y el montanismo. En la Edad Media, el movimiento de los cátaros (del
griego = puros, perfectos) tuvo mucho de positivo, pero, al parecer, cayeron en errores gnósticos y
maniqueos. En su afán de pureza, llegaron a condenar la posesión de bienes terrenales y las
relaciones sexuales incluso dentro del matrimonio; sólo mediante una renuncia al mundo se podía
ingresar en su iglesia, fuera de la cual no había salvación. En días de la Reforma, los movimientos
radicales tuvieron muchos aspectos loables, pero también asumieron en algunos puntos posturas
extremas que desacreditaron el testimonio cristiano. En tiempos más recientes, algunos
movimientos de «renovación», pese a lo noble de sus propósitos y de algunos de sus énfasis, han
sido causa de problemas en muchos lugares al tratar de imponer su teología y formas de culto
como superiores en espiritualidad a las de las iglesias más tradicionales.
La falsa espiritualidad puede aparecer bajo formas diversas, pero casi todas pueden
englobarse en cuatro: ascetismo, legalismo, antinomianismo y sentimentalismo. El ascetismo es
tan antiguo como la Iglesia misma. Ya en los orígenes del cristianismo prevenía la enseñanza
apostólica contra los extravíos de quienes intentarían someter a los fieles a privaciones
injustificadas y a estilos de vida que nada tienen que ver con la verdadera piedad (Col. 2:16-23; 1
Ti. 4:1-3). De la inclinación al ascetismo nació el monasticismo en los primeros siglos de la Iglesia
cristiana. En nuestros días no faltan quienes evalúan la espiritualidad de acuerdo con la capacidad
de renuncia a bienes o placeres legítimos, ya sean materiales (posesión y uso de un televisor, por
ejemplo) o culturales (asistencia a la representación de una obra de teatro o a una sala de
conciertos, lectura de libros que no sean la Biblia, etc.).
Cualesquiera que sean las formas de superespiritualidad, existe un rasgo común a todas: el
anhelo obsesivo, casi neurótico, de perfección, tanto en la vida personal como en la de la
comunidad eclesial. Ignorando la totalidad de la enseñanza bíblica sobre la santificación, con su
tensión entre el ya y el todavía no, se sueña con una utopía espiritual que sólo se hará realidad
cuando Cristo glorifique a su Iglesia en su parusía. Ante la imposibilidad de alcanzar la perfección
en su sentido profundo, pleno, a menudo se recurre al subterfugio de incrementar los ejercicios de
una piedad externa, legalista, con la misma escrupulosidad de aquel campesino ruso que,
tomando al pie de la letra lo de «Orad sin cesar», repetía la oración del publicano («Dios, sé
propicio a mí, pecador») siete mil veces al día. Al final, la experiencia del perfeccionista suele ser
la desilusión y la consiguiente postración espiritual.
No menos grave es otro de los rasgos que por lo general se observa en los «campeones» de
la espiritualidad: el orgullo, aunque éste sea inconsciente. Por encima del hombro miran
despectivamente a los pobres cristianos de segunda que no han alcanzado las alturas espirituales
a que ellos han llegado. Piensan que seguramente ellos están destinados a ser pocos, pero ven
en su corto número un signo de calidad espiritual: «Cuantos menos, mejores». Posiblemente
incluso algunos pastores, partícipes de esas ideas, se alegrarían de que un gran número de
miembros abandonara la iglesia, pues serían los poco espirituales, rémora del «resto fiel».
Perdiendo de vista su responsabilidad para con todo el rebaño, incluidas las ovejas débiles y las
perniquebradas, se han erigido en jueces de sus hermanos y los han condenado sin compasión.
Parecen haber olvidado textos como «No quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo que
humea» (Mt. 12:20) o «La misericordia triunfa sobre el juicio» (Stg. 2:13). Añádase a esto la
posibilidad de que los creyentes etiquetados como «pocos espirituales» vivan en un plano de
espiritualidad más sano que el de los pretendidos líderes de la piedad y nos percataremos de lo
ridículo que puede llegar a ser una espiritualidad mal entendida. Por otro lado, las actitudes de
superioridad espiritual contribuyen no poco a la división de iglesias y hunden a muchos de sus
miembros en el desaliento y la frustración.
En cierta ocasión, Lutero, con motivo de los problemas que le causaban algunos defensores
de la Reforma, elevó a Dios una singular oración: «Guárdame, Señor, de mis amigos, que de mis
enemigos ya me guardo yo.» Es de desear, y cabe esperar, que no llegue el día en que hayamos
de parafrasear esa súplica diciendo: «De los espirituales, ¡guárdanos, oh Dios!» La verdadera
espiritualidad nace del Espíritu Santo, cuyo fruto es «amor, gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio» (Gá. 5:22-23). Es el fruto que acredita la
autenticidad de nuestro cristianismo en el seno de la Iglesia y a ojos de la sociedad.
El poder de la oración
«Nada hay más poderoso que la oración; nada puede compararse con ella». Con esta cita de
Juan Crisóstomo da comienzo Olive Wyon a su libro Prayer (Oración). Y no cabe la menor duda
de que todo cristiano reconoce la verdad expresada por el distinguido obispo de Constantinopla.
Es obvio que la oración ejerce una acción poderosa en el espíritu de quien la practica.
Descargar ante el trono de Dios nuestras congojas, temores e inquietudes nos reporta «la paz de
Dios que excede a todo conocimiento» (Fil. 4:6-7). La confesión de nuestros pecados libera
nuestra conciencia del sentimiento de culpa y, sobre la base de las promesas de Dios, nos infunde
el gozo del perdón (Sal. 32:5; 1 Jn. 1:9). La acción de gracias nos hace más conscientes de la
bondad de Dios manifestada en las experiencias de nuestra vida (Sal. 103). La adoración hace
más nítida nuestra visión espiritual de la gloria de Dios, de sus atributos y de sus obras (Sal. 95-
100). La intercesión ensancha los horizontes de nuestros intereses y nos hace más solidarios en
relación con las personas por las cuales oramos; nos hace más «humanos». Todo esto equivale a
un enriquecimiento espiritual preciadísimo. Pero ¿es eso todo lo que de la oración podemos
esperar? Según algunos teólogos liberales, sí. Pero tanto la Escritura como la experiencia nos
muestran que la expectativa del creyente puede incluir resultados objetivos, además de los
meramente subjetivos, pues «en respuesta a la oración tienen lugar hechos en el mundo exterior
que no se producirían de no haber sido precedidos por la oración».1 Abundantes ejemplos bíblicos
corroboran la aseveración precedente. Por la oración íntercesora de Abraham, Abimelec y su
familia fueron sanados (Gn. 20:17). Las fervorosas súplicas de Ana obtuvieron como respuesta el
nacimiento del hijo insistentemente pedido (1 S. 1:10-18). En contestación al clamor de Elias, Dios
le concedió una resonante victoria sobre el baalismo (1 R. 18:36-40), y fueron las oraciones del
mismo profeta las que influyeron decisivamente en la sequía y en la lluvia (Stg. 5:17-18). Por la
oración de Elíseo fue resucitado el hijo de la sunamita (2 R. 4:33). Las súplicas del rey Ezequías
le libraron de la invasión de Sennaquerib (2 R. 19:15-37) y de la enfermedad (2 R. 20:2-11). El
arrepentido Manases, exiliado y cautivo en Babilonia, oró a Dios «y habiendo orado a él, fue
atendido, pues Dios oyó su oración y lo restauró a Jerusalén, a su reino» (2 Cr. 33:12-13). Daniel
oró y Dios le reveló el sueño de Nabucodonosor (Dn. 2:17-19). Atendiendo a las oraciones de
Nehemías, Dios inclinó el corazón del rey persa Artajerjes para autorizar y favorecer la
reconstrucción de Jerusalén (Neh. 1:4-11; Neh. 2:4), Y no son menos impresionantes algunas de
las respuestas a la oración mencionadas en el Nuevo Testamento. Recuérdese la liberación
milagrosa de Pedro, encarcelado y condenado a muerte (Hch. 12), o lo acontecido en la cárcel de
Fílipos mientras Pablo y Silas «oraban y cantaban himnos a Dios» (Hch. 16:25-40).
Lutero, orante de gran fe, visitó a Melanchton en una ocasión en que éste se encontraba en
estado agonizante. Su muerte parecía tan próxima como inevitable. Entre sollozos, oró Lutero
pidiendo a Dios la recuperación física de su más íntimo colaborador. Una exclamación vehemente
al final de la oración hizo salir a Melanchton de su estupor. Sólo pronunció unas palabras: «Martín,
¿por qué no me dejas partir en paz?» «No podemos prescindir de ti, Felipe», fue la respuesta.
Lutero, de rodillas junto al lecho del moribundo, continuó orando por espacio de una hora.
Después persuadió a su amigo para que comiera una sopa. Melanchton empezó a mejorar y
pronto se restableció totalmente. La explicación la daba Lutero con estas palabras: «Dios me ha
devuelto a mi hermano Melanchton en respuesta directa a mis oraciones».2
Por supuesto, no todas las peticiones en favor de enfermos han sido contestadas del mismo
modo. En muchos casos la curación no se ha producido. Como vimos al considerar los requisitos
de la oración, debemos someternos a la soberanía de nuestro Padre, tan sabio como
misericordioso. La diversidad de respuestas, positivas o negativas (a nuestro juicio), no invalida el
poder de la oración. La fe que nos mueve a ella tiene en sus resultados una doble vertiente: la de
los prodigios, a veces milagrosos, y la del poder espiritual para resistir las mayores adversidades.
Éste es el gran mensaje de Hebreos 11:32-40.
Obras filantrópicas admirables, como la de Jorge Müller en Bristol, en el siglo XIX, han puesto
de relieve la efectividad de las peticiones hechas a Dios en demanda de la ayuda necesaria. La
experiencia de Müller es especialmente significativa. Al emprender su obra, aquel hombre de gran
fe se propuso firmemente no pedir nada a nadie sino sólo a Dios. Pese a los muchos momentos
de prueba extrema que hubo de pasar, se mantuvo en su propósito y siempre en el momento
oportuno llegó providencialmente la provisión solicitada al Señor.
A estos ejemplos, citados a modo de botones de muestra, podríamos añadir muchos más,
todos demostrativos de que la oración no es un simple ejercicio de gimnasia espiritual, sino una
causa de efectos dentro y fuera de nosotros mismos. Ésta era la convicción de C.S. Lewis cuando
en una de sus famosas «Cartas a Malcolm» escribía: «Si lo que en tu última carta querías decir es
que debemos desechar la oración peticionaria-oración que, como tú señalas, pide a Dios que
actúe a modo de "ingeniero" disponiendo acontecimientos particulares en el mundo objetivo- y
limitarnos a actos de penitencia y adoración, discrepo de ti. Puede ser cierto que el cristianismo
sería, intelectualmente, una religión mucho más fácil si nos dijera que es eso lo que debemos
hacer. Y puedo entender a quienes piensan que esa religión sería más noble. Pero recuerda el
salmo: "Señor, no soy persona de nobles pensamientos". O, mejor aún, recuerda el Nuevo
Testamento. En él las oraciones peticionarias más osadas nos son recomendadas tanto por vía de
precepto como por medio del ejemplo».3
Con razón escribió Santiago; «La oración eficaz del justo puede mucho» (Stg. 5:16).
2 Dictionary of illustrations for pulpit and platform, Moody Press, 1949, p. 442 (4253).
3 C.S. Lewis, Letters to Malcom, chiefly on Prayer, Fontana, 1966, p. 38
Esta luz simboliza, por tanto, esperanza, una esperanza resumida en el mensaje navideño por
excelencia: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz...». Adviento es tiempo de esperanza,
pero no es una mera esperanza humanista en que las cosas irán mejor en el mundo y en mi vida
el año próximo, una esperanza que no va más allá del horizonte humano. Cristo, Aquel en quien
no hay oscuridad alguna, nos ofrece vida abundante aquí y ahora (Jn. 10:10), pero la esperanza
de la Navidad apunta sobre todo al futuro, tiene una dimensión que se remonta por encima de las
circunstancias presentes y con los ojos de la fe contempla un paisaje pletórico de gozo y de
consuelo.
Veamos algunos aspectos de este paisaje que constituyen las razones de nuestra
esperanza. ¿Qué esperamos? El apóstol Pedro lo describe como una «herencia incorruptible,
incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1 P. 1:4). A la luz de la
enseñanza de Pablo (2 Co. 4:14-5:8) esta herencia contiene, entre otras, tres grandes realidades:
Por la gran riqueza del tema, dejaremos para otro artículo la consideración sobre la
recompensa y nos centraremos en las dos primeras promesas, cada una de ellas introducida por
Pablo con una afirmación llena de convicción y seguridad: «sabemos». El apóstol no está
hablando de especulaciones o meras intuiciones personales, sino de certezas.
«...sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con
Jesús y nos presentará juntamente con vosotros» (2 Co. 4:14).
«Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas
naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del
Cordero» (Ap. 7:9).
La esencia del cielo estriba en una relación bidimensional: con Dios y con Cristo primero, pero
también con nuestros hermanos y hermanas que componen la gran familia de Cristo. Nuestra vida
en el cielo no será una experiencia individual. El contemplar esta dimensión comunitaria es uno de
los ingredientes más preciosos de nuestra esperanza. En el Nuevo Testamento el cielo se
describe como la gran reunión de todos los santos, todos los que creyeron en Jesucristo. Esa gran
reunión será tan feliz y gozosa que se compara a un banquete de bodas. Sí, el banquete de bodas
del Cordero: «Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las
bodas del Cordero» (Ap. 19:9).
Esta reunión incluye el re-encuentro con aquellos seres queridos que nos han precedido,
nuestros padres, hermanos, amigos. Ahí tenemos uno de los aspectos más consoladores de la
esperanza cristiana: vamos a vernos otra vez, por ello los creyentes no dicen nunca «adiós», un
adiós para siempre, sino «hasta luego». La separación causada por la muerte es «por un poco de
tiempo». Hay un día de gran dolor -el día de la muerte, día de separación- pero hay también un
día de gozo inefable, el día de la gran reunión. En aquel día se demostrará, y nosotros lo
comprobaremos, la exultante afirmación de Pablo: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde,
oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado» (1 Co. 15:55).
Ahí es donde empezamos a entender por qué la Navidad es luz, por qué Cristo alumbra
nuestra oscuridad. Jesús nació para vencer a la muerte. Cristo, al borrar nuestros pecados en la
cruz «quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad» (2 Ti. 1:10). Dado que la muerte ha
perdido su poder de dañar, ya no nos aterroriza. La muerte sigue siendo un enemigo, pero es un
enemigo derrotado. En palabras del autor de Hebreos desaparece el "terror": «para... por medio
de su muerte... librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida
sujetos a servidumbre» (Heb. 2:14).
El día en que Jesús resucitó de los muertos fue «el día en que la muerte murió». Gracias a
este acontecimiento, el vacío doloroso por la ausencia de la persona querida -vacío que se hace
más intenso en estas fechas navideñas- queda mitigado por el bálsamo que supone la esperanza
de volver a vernos. Esta Navidad la reunión en familia puede ser incompleta porque faltan
aquellos a los que hemos amado; pero nuestro gozo es completo porque esperamos el gran
banquete, otra magna celebración con Cristo como centro. En aquel día, sin embargo, no
celebraremos un nacimiento que lleva inevitablemente a la muerte, sino la victoria suprema de
Aquel «ante cuyo nombre se doblará toda rodilla de los que están en los cielos... y toda lengua
confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:10-11).
Por tanto, la Navidad es un recuerdo, un memorial, pero es sobre todo un anticipo de gloria, la
aurora de una luz que alcanzará su cenit esplendoroso en el día del banquete de las Bodas del
Cordero, el Hijo amado cuyo nacimiento recordamos estos días.
Pablo compara la vida en la tierra a una tienda de campaña; es frágil, puede deshacerse
fácilmente. Sin embargo, muchas personas hoy viven de espaldas a esta realidad: pensamos que
la muerte no nos ha de llegar nunca. ¡Cuán a menudo la muerte viene de forma inesperada,
«como ladrón en la noche»! Ciertamente, nuestra vida en esta tierra es muy frágil, y nos pueden
llamar a abandonar la «tienda» inesperadamente, en cualquier momento.
«Pero...», dice Pablo, introduciendo uno de sus llamativos contrastes, cuando esta tienda
terrenal se destruya, tenemos otro hogar que es mucho mejor. Compara deliberadamente ambas
moradas y nos describe cómo será nuestra nueva casa en el cielo:
Esta morada sólida, eterna e incorruptible contrasta con la precariedad de nuestro frágil
cuerpo que se «va desgastando de día en día». ¡Ciertamente es mejor vivir en una casa así que
en una tienda de campaña! Por ello Pablo expresa su preferencia: «mas quisiéramos estar
ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» (2 Co. 5:8).
El propio Señor Jesús nos prometió esta morada futura en los cielos: «En la casa de mi Padre
muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para
vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que
donde yo estoy, vosotros también estéis» (Jn. 14:1-3). ¡Resulta difícil leer estas palabras sin
emocionarse! Recordemos el contexto de tribulación en el que se pronunciaron: la muerte de
Jesús estaba muy cerca. Nuestro Señor tenía en mente un propósito claro: consolar a sus
discípulos y prepararlos para los tristes acontecimientos que se avecinaban. Jesús anticipa el
duelo de sus amigos y fortalece su esperanza con la maravillosa promesa de las «moradas» o
«mansiones» celestiales en la casa del Padre. Por ello les dice «no se turbe vuestro corazón;
creéis en Dios, creed también en mí» (Jn. 14:1). Un gran consuelo nos embarga cuando
contemplamos esa nueva casa.
«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo
aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Jn. 11:25-26).
Ésta es una de las frases más trascendentales que Jesús pronunció. Él se convierte en la
garantía de nuestra propia resurrección porque él mismo resucitó de los muertos. Notemos que la
doble promesa de esta frase, «vivirá... no morirá», implica no sólo que sobreviviremos, sino que
resucitaremos; no se trata de una mera inmortalidad del alma, sino de la resurrección del cuerpo.
Por todo ello nos unimos a Händel y cantamos con gozo y confianza:
NOTA: Este texto es una adaptación del mensaje dado por el propio autor en el culto de
despedida por la partida de su madre Julia Vila el 20 de octubre del 2011. Sirva como recuerdo y
reconocimiento a una vida entregada por completo a la gloria de Cristo y al servicio de los demás.
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Creer o no creer, ésa es la cuestión, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2012)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años. También
fue presidente de la Alianza Evangélica Española durante 10 años (1999-2009), y actualmentes es
vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez se pueden obtener en la mayoría de las librerías cristianas. Para encontrar
una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Amarillas Cristianas en internet en la
dirección http://www.paginasamarillascristianas.com.
Índice
«Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo» (Gá. 6:2).
«Este es tu problema, no el mío»; «¿Y a mí qué? Yo paso». Estas frases, tan populares hoy
en una sociedad individualista en grado sumo, reflejan la tendencia natural del ser humano desde
que Caín hizo la cínica pregunta que aparece como título de este artículo refiriéndose a su
hermano Abel, a quien acababa de matar. Por naturaleza, todos llevamos algo de «cainismo» en
el corazón: indiferencia y egoísmo en las relaciones con el prójimo. Incluso muchas personas
creen y hacen suyo de buena fe aquel refrán que dice: «Cada uno en su casa y Dios en la de
todos». Es una versión «espiritualizada» que pretende justificar la comodidad del individualismo.
No se trata, pues, de un problema moderno ni exclusivo de egoístas empedernidos. Nos afecta a
todos y ha sido así desde siempre.
Es cierto que la actual crisis económica en Europa está estimulando formas de solidaridad
alentadoras, ya sean en anónimos actos de amor o mediante organismos -las ONG- donde
podemos encontrar a personas que de manera voluntaria y sacrificada, a veces casi de forma
heroica, se desviven por ayudar al prójimo. Como decía Pascal, el ser humano no es ni ángel ni
bestia y, en el fondo, es las dos cosas a la vez. Todos llevamos «un ángel» dentro porque
conservamos la imagen de Dios, este sello imborrable que persiste aunque esté profundamente
alterado por el Pecado. Esta impronta del carácter divino nos lleva a luchar contra el «demonio»
que también anida en nuestro corazón y que convierte al hombre con frecuencia en esclavo de su
codicia, su egoísmo, su ambición sin límites, su amor por el dinero fácil etc. Precisamente todas
estas conductas -la Biblia las llama pecados- están en la raíz de la actual debacle económica. El
problema de Europa hoy no es en primer lugar un problema de mercados financieros sino de
ambiciones sin límite y de egos desbordados. Ahí empieza todo.
Surge entonces una pregunta natural: ¿cómo podemos promover estas actitudes y conductas
de solidaridad y de preocupación mutua? ¿Es una asunto sólo de sensibilidad social? ¿Qué
aporta el cristianismo a la cura -el cuidado- del prójimo? No es este el lugar para hacer un repaso
detallado, pero la Historia nos muestra cómo el cristianismo, y en particular su énfasis distintivo en
el amor al prójimo, ha sido una de las columnas de la civilización occidental. Frente al innato
egoísmo humano la ética del Evangelio se ha alzado -y sigue alzándose hoy- como una poderosa
fuente de sanidad en las relaciones humanas. Ha transformado personas, familias y países
enteros. Esto ha sido así porque el seguidor de Cristo no puede lavarse las manos indiferente
ante las necesidades de otros y es llamado a preocuparse activamente por su hermano.
El sobrellevar los unos las cargas de los otros constituye uno de los mayores privilegios -y
deberes- del discípulo de Jesús que afirmó con rotundidad en la frase conocida como «regla de
oro»: «Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también
haced vosotros con ellos» (Mt. 7:12). De esta manera, la exhortación del apóstol Pablo a
sobrellevar los unos las cargas de los otros deviene un examen clave de la vida cristiana. Viene a
ser como una reválida de nuestra fe que evalúa tres aspectos esenciales de la madurez cristiana:
por un lado mide nuestro egoísmo; en segundo lugar, nuestro amor al prójimo y, finalmente,
nuestro compromiso con el pueblo de Dios, con la iglesia.
Tener las motivaciones correctas es el paso inicial que nos abre la puerta a una práctica
correcta. La motivación es como el motor que nos «mueve» y genera la fuerza para avanzar. El
creyente, en la tarea de cuidar del hermano, necesita tener una buena motivación por dos
razones: primero porque su vieja naturaleza -«la carne»- le impele al egoísmo y al individualismo.
La conversión no garantiza un cambio automático de nuestros impulsos egocéntricos. La lucha
espiritual entre las obras de la carne y el fruto del Espíritu persistirá hasta que estemos en la
presencia de Cristo. Ello explica las deficiencias -«manchas y arrugas»- de nuestra vida de fe y,
en consecuencia, de nuestras iglesias. En el tema que nos ocupa, ya Pablo expresaba su
preocupación por esta conducta en la carta a los filipenses: «No mirando cada uno por lo suyo
propio, sino cada cual también por lo que es de los otros» (Fil. 2:4). Y más adelante, en el
versículo 21, reitera esta triste realidad: «Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de
Cristo Jesús». Así pues, una buena motivación le ayudará a luchar mejor contra su «ego» carnal.
La segunda razón para una buena motivación radica en la influencia constante del mundo,
que nos «contagia» de sus valores y nos obliga a navegar contracorriente. Hoy, la presión de la
sociedad en esta línea es muy fuerte. Incluso pensadores no creyentes, como el sociólogo
Lipovetsky, nos advierten de los peligros sociales del individualismo exacerbado de principios del
siglo XXI. Por todo ello, una buena motivación es imprescindible en la tarea -noble, pero
agotadora- de sobrellevar las cargas.
¿Cuáles son entonces los motivos para cuidar al prójimo en general y a mis hermanos en
Cristo en particular?
El amor a Cristo
Para el creyente, el cuidado del hermano y del prójimo surge del amor a su Señor y Salvador.
Si él ha hecho tanto por mí, ¿qué no haré yo por él? Esta fue la experiencia del conde Von
Zinzendorf cuando contemplaba un cuadro de la crucifixión. En la parte inferior del cuadro, un
escrito interpelaba al espectador: «Esto hice yo por ti, ¿qué has hecho tú por mí?». Von
Zinzendorf se sintió tan desafiado por este reto que le llevó a una transformación espiritual de
consecuencias históricas: Se convirtió en el fundador de los Hermanos Moravos, uno de los
movimientos misioneros más destacados del siglo XVIII.
Ya Pablo decía con gran fuerza: «El amor de Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14). Su ejemplo
es el móvil que nos impele en la preocupación por el hermano. La exhortación de Gálatas 6:2
precisamente apela a esta realidad: «Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así
la ley de Cristo». La palabra «ley» aquí no significa tanto precepto como modelo. Se refiere al
espíritu, el talante, la forma de ser de Cristo, quien «ungido con el Espíritu santo y con poder,
anduvo haciendo bienes y sanando a todos...» (Hch. 10:38). Los cristianos deberíamos cambiar el
refrán de «haz bien y no mires a quién» por «haz bien y mira a Cristo». Al hacer el bien, ten la
mirada puesta en aquel que dio su vida por ti. Esta visión cristocéntrica nos librará, de paso, de
las decepciones causadas por la ingratitud. A veces, el hermano por el que más te has
preocupado es tan desagradecido como aquellos leprosos sanados por Jesús: de diez, solo uno
volvió para dar las gracias. ¡Qué reconfortante el pasaje de Mateo 25:31-46: «Por cuanto lo
hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis». Cristo está presente en
mi hermano, está ahí, en su alma, de tal manera que cuidar de mi hermano es como cuidar de
Cristo mismo. ¡Insondable misterio, pero precioso privilegio!
Ahora bien, lo singular de la vida cristiana es que el amor de Cristo nos estimula no solo por
vía de ejemplo -alguien a imitar-, sino que nos da su amor real, vivo, a través de su Espíritu en
nosotros. Esta realidad no la encontramos en ninguna otra religión. Gandhi es un ejemplo para
muchos. Su memoria histórica estimula, pero nada más. El cristiano, en su servicio a los demás,
tiene dos grandes herramientas: el ejemplo extraordinario de Cristo y su propio amor que me es
transmitido por la acción del Espíritu Santo.
Así pues, la gran diferencia entre un humanista y el seguidor de Cristo radica precisamente en
la motivación: Al cristiano no le mueve, en primer lugar, mejorar la sociedad, sino amar a su Señor
y, en consecuencia, a su prójimo. Por supuesto que el cristiano quiere un mundo mejor, más justo,
más solidario, pero ésta no es la meta, es el resultado, el efecto final de un compromiso
perfectamente resumido por Jesús mismo: «amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo
como a ti mismo».
Observemos con detalle el texto de Gálatas. Su traducción literal sería: «De los otros,
sobrellevad las cargas». Pablo pone el genitivo «de los otros» al comienzo de la frase para marcar
un énfasis. Con esta construcción gramatical, el Apóstol nos quiere recordar un principio
importante: la vida cristiana no es un asunto de «Dios y yo solos»; el cristiano solitario es
incompatible con la enseñanza del Nuevo Testamento. Por supuesto que la fe tiene una
dimensión íntima, personal, que debe ser respetada. Pero la fe cristiana va mucho más allá de lo
privado: tiene unas implicaciones comunitarias inevitables. Nos guste o no, al nacer de nuevo -la
conversión- entramos a formar parte de una familia en la que -como sucede en toda familia- no
nos es dado escoger a nuestros hermanos. ¡No conozco a nadie que haya tenido la oportunidad
de escoger a sus hermanos de sangre!
La enseñanza bíblica es clara: somos un cuerpo y nos pertenecemos los unos a los otros:
«Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular... Que los miembros
se preocupen los unos por los otros... De manera que si un miembro padece, todos los miembros
se duelen con él, y si un hermano recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (1 Co.
12:25-27).
Nuestro celo en la práctica de este mandamiento -cuidar del hermano- no debe apagarse por
las «manchas y arrugas» de mi iglesia o de mi hermano. La iglesia no es una comunidad de justos
donde escasea el pecado, sino una comunidad de pecadores donde abunda la gracia. Esta debe
ser nuestra visión. Así, nuestras expectativas serán realistas y evitaremos caer en el desánimo al
descubrir que la perfección solo la alcanzaremos en el cielo. Mientras tanto, todos estamos en la
«tintorería», siendo «lavados» -transformados- por el Espíritu Santo en el proceso de la
santificación. Si alguien va a la iglesia esperando ver solo ropas blancas, encontrarla acabada ya
de lavar, no ha entendido ni la naturaleza de la iglesia ni el proceso de transformación que se está
realizando desde el nuevo nacimiento.
En el anterior artículo consideramos las motivaciones correctas para sobrellevar las cargas los
unos de los otros. En esta segunda parte nos centraremos en la puesta en práctica del cuidado
mutuo -¿cómo hacerlo?- y en sus resultados, ¿qué efectos produce?
Una vez tenemos la motivación correcta, ¿cómo poner en práctica esta exhortación? De
nuevo, el análisis del texto nos ayuda a entender su aplicación. El verbo «sobrellevar» es el
mismo que «cargar», como aparece en Juan 19:27, cuando Jesús carga con la cruz y empieza a
andar hacia el Gólgota. La idea en el original es la de coger «algo que pesa». De la misma raíz
viene la palabra «carga» -barós- en Mateo 20:12: «Porque mi yugo es fácil y ligera mi carga». Se
refiere tanto a un peso físico, literal, como a un peso simbólico o moral, algo que agobia u oprime:
una preocupación, un problema, una dificultad, una enfermedad.
Una ilustración nos ayudará a entenderlo: todos viajamos por la vida con una mochila que
puede estar más o menos cargada (la de unos más cargada que la de otros). La idea de
«sobrellevar mutuamente las cargas» es la de coger la mochila del prójimo y llevársela un rato.
Exactamente esto es lo que hizo Simón cuando los soldados romanos le cargaron con la cruz que
llevaba el Señor, posiblemente agotado por el peso de la misma: «Tomaron a Simón de Cirene,
que venía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús» (Lc. 23:26).
¡Qué privilegio, sin saberlo, el de Simón! Pero mucho mayor es el privilegio de todo creyente,
porque en el acto mismo de llevar esta cruz y morir en ella, Jesús estaba cargando con todos
nuestros pecados. Emociona descubrir que la palabra usada en Isaías 53:4 -«Ciertamente Él llevó
(cargó) nuestras enfermedades...»- es la misma de Gálatas 6:2: «Sobrellevad las cargas los unos
de los otros».
Una vez más, el ejemplo de Jesús nos impele a hacer lo mismo. Es obvio que, en un sentido,
nosotros no podemos llevar las cargas del prójimo como lo hizo Jesús: hay un elemento de
sustitución, vicario, en la muerte del Señor. Pero en un sentido más amplio, el de compartir la
carga, podemos y debemos imitar a Cristo. Todo creyente debería anhelar este corazón pastoral
que nos lleva a acercarnos al hermano con esta actitud: «¿Qué te pasa, puedo hacer algo por ti?.
¿Te puedo llevar la mochila un rato?». Y no olvidemos que una de las maneras más eficaces de
hacerlo es escuchando al otro. Saber escuchar al hermano es una excelente manera de
sobrellevar su carga.
Hay un pasaje en el Nuevo Testamento que describe con precisión algunas formas prácticas
de sobrellevar las cargas: «Y considerémonos unos a otros, para estimularnos al amor y a las
buenas obras, no dejando de reunimos corno algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos,
tanto más cuando veis que este día se acerca» (Heb. 10:24-25). Veamos estas cuatro formas
prácticas de cuidar al hermano.
ayudar? Estoy a tu lado si me necesitas». Una carta o postal en momentos especiales, una simple
llamada telefónica al hermano enfermo o atribulado, una visita en su casa o en el hospital son
otras formas prácticas de «considerarnos unos a otros» y que enriquecen mucho la vida de la
congregación.
Todos conocemos personas cuya presencia nos contagia de un buen ánimo y nos enriquece.
Su vida es una inspiración que nos estimula de forma positiva. Transmiten el amor y la paz de
Cristo. En una palabra, nos son modelos. La conversación con ellos o la simple convivencia un
rato a su lado nos motiva a imitarles porque, en realidad, ellos son imitadores de Cristo. Esta es
una forma excelente de «guardar» y cuidar de mi hermano: siendo un estímulo en su vida
cristiana. Lo opuesto, ser un motivo de tropiezo, es un grave pecado que el Señor condenó con
dureza (Mt. 18:6-7).
A primera vista puede sorprender esta frase en un contexto de cuidado pastoral y estímulo
mutuo. Pero su inclusión aquí es muy significativa. ¿Por qué y para qué vamos a los cultos en la
iglesia? ¿Solo para recibir? ¿La meta es sentirme bien yo? Por supuesto, recibimos bendición del
culto, pero no podemos ir a la iglesia solo para recibir. Vamos para dar tanto como para recibir. De
ahí que la asistencia al culto en sí misma sea muy importante, porque con ella expreso no solo mi
compromiso con Dios, sino también mi amor hacia el hermano. Mi presencia en la iglesia es un
gran estímulo para mis hermanos, de la misma manera que mi ausencia duele, entristece. No hay
sentimiento más desolador que ver bancos vacíos, los huecos dejados por hermanos que «han
dejado de reunirse». Esta es la razón por que no podemos aceptar la expresión peyorativa de
calientabancos. ¡Bienvenidos sean los calientabancos! Su presencia en la iglesia es muy
importante, porque con su sola asistencia nos transmiten amor fraternal y nos estimulan.
«Exhortándonos»
El verbo «exhortar» en el original tiene una gran riqueza de matices. Puede significar animar,
estimular, consolar, fortalecer, interesarse por. Transmite una idea básica: preocuparse por el otro
y darle un trato afable. Se trata más de una actitud que de una actividad; no tanto algo que se
hace, sino una forma de ser. Es muy interesante observar cómo el nombre dado al Espíritu Santo
-Parakletos- deriva justamente de este mismo verbo «exhortar» -parakaleo-, de tal manera que la
tarea que realizamos al «exhortarnos unos a otros» es, ni más ni menos, un eco -imperfecto- de la
preciosa obra que el Espíritu Santo realiza en el creyente. Él es el Consolador por excelencia, y
nuestro objetivo al «exhortarnos unos a otros» es proporcionar también consolación.
No es casualidad que de este versículo, y de otros parecidos, haya derivado la antigua y bella
expresión cura de almas, tan común en la Iglesia primitiva; curar es interesarse por, animar,
fortalecer, dar. Puesto que la cura de almas, como hemos visto, no es tanto una actividad como
una actitud, la falta de tiempo no puede ser excusa para darles a mis hermanos este trato afable.
Para concluir este punto, quisiera compartir un poema anónimo que siempre ha ocupado un
lugar especial en mi corazón. Desde la adolescencia me ha parecido un formidable resumen para
toda una vida:
La edificación de la iglesia
El cuidado fraternal mutuo es fruto del amor, pero al mismo tiempo transmite amor. Por ello
atrae, tiene un poderoso efecto magnético a su alrededor. Este fue uno de los «secretos» del
crecimiento de la iglesia primitiva. La iglesia de Jerusalén fue un modelo en esta noble tarea de
cuidar al hermano. No es de extrañar que «el pueblo los alababa grandemente y los que creían en
el Señor aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres» (Hch. 5:13-14).
Este corazón pastoral de todos los miembros produce un crecimiento de la iglesia en número
porque es un testimonio poderoso. Hoy hablaríamos de un fuerte impacto evangelístico. Ello es
especialmente cierto en nuestra sociedad llena de gente sola que busca con ahínco «calor de
hogar», una mano que apoya, una sonrisa que simpatiza, un gesto de entrega. ¡Cuántas personas
se quedaron en la iglesia y llegaron a la conversión «porque el primer día se interesaron por mí,
me vinieron a decir algo, me dieron calor de hogar»!
Una iglesia donde los unos sobrellevan las cargas de los otros viene a ser un hogar, una
familia de familias que «da cobijo al desamparado» (cf. Sal. 68:6). Es en este aspecto, entre otros,
que la iglesia puede ser comunidad terapéutica, instrumento de sanidad para un mundo
doliente. Hoy son muchas las personas abatidas por la angustia, la depresión o la soledad,
heridas por relaciones rotas o familias infernales que deambulan por la vida como «débiles y
perniquebradas» (Ez. 34:16). Son estas personas las que se acercarán a la iglesia buscando que
alguien las ayude a llevar su carga. Debemos estar alerta para preocuparnos por su situación,
dispuestos a llevarles «la mochila» un tiempo, es decir, escucharlas, comprenderlas y, sobre todo,
amarlas con el amor de Cristo, quien mostró profundo interés por todos aquellos que «tenían
necesidad de médico».
Por otro lado, esta actitud de «cura de almas» es uno de los instrumentos más poderosos de
la Iglesia para lograr un crecimiento adecuado no solo en número, sino también en madurez. El
cuidado mutuo no solo es fuente de crecimiento cuantitativo, sino también de edificación espiritual.
Lo veíamos antes, al considerar el efecto modelo de aquellos que nos estimulan al amor y a las
buenas obras. Esta es la enseñanza clara de Pablo. «Siguiendo la verdad en amor crezcamos en
todo en Aquel que es la cabeza, esto es, Cristo... todo el cuerpo recibe su crecimiento para ir
edificándose en amor» (Ef. 4:15-16). Cuando me preocupo por mi hermano, le escucho y me
intereso por sus problemas y necesidades estoy contribuyendo al crecimiento espiritual de toda la
iglesia y al mío propio.
Esta es la promesa firme del Apóstol en nuestro texto de Gálatas. ¿En qué consistirá la siega
y cuándo será? Ante todo conviene observar que la siega no ocurrirá cuando a nosotros nos guste
o cuando queramos. A veces tenemos prisa por ver los resultados de nuestro trabajo. La siega
será a su tiempo. La expresión original significa en el momento maduro, en la estación idónea. El
tiempo de la siega no lo marcamos nosotros, sino el Señor.
Sin embargo, todos estos aspectos positivos y agradables quedan relegados a un lugar
secundario cuando los comparamos con la más grande de las recompensas: el galardón que
Cristo mismo nos dará cuando entremos en su presencia. «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco
has sido fiel, sobre mucho te pondré» (Mt. 25:21). ¡Este es el diploma por excelencia! Jesús
mismo les dijo a sus discípulos que «cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de
agua fría solamente... no quedará sin recompensa» (Mt. 10:42). Por ello, Pablo nos exhorta: «Y
todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo
que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís» (Col.
3:23-24). Por tanto, no debemos esperar el reconocimiento y la aprobación aquí y ahora de
nuestros hermanos, sino de Cristo y en el futuro. Ello nos evitará decepciones innecesarias.
Este pasaje donde se nos exhorta a sobrellevar los unos las cargas de los otros termina con
un sano toque de realismo: «No nos cansemos, pues, de hacer el bien, porque a su tiempo
segaremos si no desmayamos» (Gá. 6:9). Pablo tiene una gran experiencia de entrega a los
hermanos y tiene los pies en el suelo. ¡Cuidado! Sobrellevar las cargas de otros desgasta mucho.
Es un ministerio esforzado del que uno se cansa con facilidad. Por ello nos avisa, porque lo
natural es el cansancio. De ahí la gran necesidad de tener los ojos de la fe que remontan la
mirada por encima de lo visible -un panorama no siempre halagüeño- y nos dan «la certeza de lo
que esperamos y la convicción de lo que no se ve». Este fue el caso de Moisés, un hombre que
pudo sobrellevar las cargas de los otros -de todo un pueblo- porque «se sostuvo como viendo al
Invisible» (Heb. 11:27).
«Así que, según tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de
la familia de la fe» (Gá. 6:10).
La gloria de la resurrección
En el Credo Apostólico aparecen dos impresionantes frases relativas a Jesucristo: «Padeció
bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado». Así se expresa,
condensadamente, toda la crudeza de la humillación de Cristo. Si tales frases fuesen las últimas
del credo, la confesión de fe cristiana sería un enigma nebuloso. El final del ministerio de Jesús
podría interpretarse como una tragedia desconsoladora, como el derrumbe de un cúmulo de
esperanzas gloriosas. Y como un misterio torturador. La carrera del Maestro admirado, santo,
obrador de milagros, compasivo, revelador del Padre, dominador de las fuerzas demoníacas,
anunciador y promotor del Reino de Dios ¿había de morir como un vulgar malhechor? Su
grandeza indiscutible ¿había de concluir en la oscuridad fría de un sepulcro? El que había salvado
a otros de la muerte ¿no podía salvarse a sí mismo? Las fuerzas del Reino ¿no podían acabar
con todos los poderes enemigos? La fe y las esperanzas de los discípulos ¿habían de concluir en
el más cruel de los desengaños? ¡Cuánta amargura rezuman las palabras de los discípulos de
Emaús cuando regresaban de Jerusalén a su aldea: «Nosotros esperábamos que él sería el que
redimiera a Israel» (Lc. 24:21)! Pero después de lo acontecido ¿qué podían esperar?
De igual modo, ¿qué esperanza podría tener hoy un cristiano si hubiese de creer en un Cristo
«muerto y sepultado»? ¿Quién ensalzaría su gloria? Sólo podría pensarse en lo patético de su
tragedia. Y quienes todavía mantuviesen su adhesión al Crucificado serían, en palabras del
apóstol Pablo, «los más dignos de conmiseración de todos los hombres» (1 Co. 15:19). Pero el
Credo no se cierra con la palabra «sepultado». Añade: «Resucitó de entre los muertos,
ascendió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios...». Con estas frases destaca lo más
trascendental en la historia de la salvación. Inseparable del mensaje de la cruz, y juntamente con
él, la proclamación de la exaltación de Jesús constituye el eje del Evangelio. En esa proclamación
sobresalen cuatro puntos esplendorosos: la resurrección de Jesús, su ascensión a los cielos, su
sesión a la diestra de Dios y su futura venida en gloria. De estas cuatro realidades gloriosas nos
centraremos en la primera: la resurrección de Cristo.
Obviamente nos hallamos ante un milagro, el más grande en la experiencia de Jesús. Como
el resto de sus milagros, ha sido blanco de la crítica histórica, radicalmente positivista. Asumiendo
la negación de todo milagro propugnada por D. Strauss, se han ido sucediendo las más
inverosímiles teorías: que Jesús no llegó a morir realmente, sino que sufrió un desmayo del que
se recuperó en la quietud silenciosa del sepulcro; que los discípulos habían robado el cuerpo; que
habían sufrido una alucinación a causa de su excitación emocional, etc., etc. Cualquier inciso
apologético nos parece aquí innecesario. Basta decir que cualquiera de las objeciones que suelen
oponerse a la veracidad histórica de la resurrección de Cristo, si se examina sin prejuicios, es
mucho menos creíble que lo narrado por los evangelistas. Frente a todas ellas se alza un hecho
innegable: cuando el cuerpo de Jesús fue sepultado los discípulos estaban moralmente
destrozados. Sus creencias sobre el carácter mesiánico de Jesús se conmovían. ¿Era
verdaderamente el «Ungido» o habrían de esperar a otro, como un día pensó Juan el Bautista? A
la incomprensión y la duda se unía en ellos el temor. El grupo de los más fieles se reuniría en una
casa para llorar su dolor y su frustración; pero con las puertas cerradas (Jn. 20:19). Sus mentes y
sus corazones estaban literalmente asolados. Se había secado su esperanza. ¿Y este puñado de
seguidores habría sido capaz de enfrentarse a la hostilidad del Sanedrín si Jesús hubiera seguido
muerto? ¿Arriesgarían su vida por defender una mentira? ¿Quién puede creerlo?
De no haber mediado la resurrección de Jesús, la Iglesia cristiana jamás habría existido. Pero
las apariciones del Cristo resucitado cambiaron radicalmente la situación. Con la resurrección de
su Señor resucitó la fe de ellos. Ahora veían sin ningún género de dudas que no se habían
equivocado en su esperanza, que era verdad lo que el Señor les había dicho acerca de su muerte
y resurrección (Mt. 16:21; Mt. 17:22-23; Mr. 8:31; Mr. 9:31). Alborozados, con gozo incontenible,
se dirían unos a otros: «Ha resucitado el Señor verdaderamente» (Lc. 24:34). A partir de ese
momento serían testigos activos del gran milagro y lo anunciarían a los cuatro vientos
proclamando el Evangelio.
Este hecho vino a ser el fundamento sobre el cual descansa y se consolida la fe cristiana. Fue
lo más destacado en la primera predicación el día de Pentecostés (Hch. 2:24, 29-33). Siguió
siéndolo a partir de aquel momento (Hch. 3:15; Hch. 4:10; Hch. 5:30; Hch. 10:40; Hch. 13:30, 33,
37) y mantuvo su prominencia en las cartas apostólicas. Para Pablo la fe sólo tenía sentido
cuando se apoyaba en «Aquel que levantó de los muertos a Jesús, nuestro Señor» (Ro. 4:24). En
su primera carta a los Corintios resume el Evangelio de modo magistral: «Que Cristo murió por
nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día,
conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:3-4). Y tal importancia da a la resurrección que, de no haber
tenido lugar, la fe cristiana sería un fiasco: «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra
predicación, y vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14). Tanto es así que en los primeros
tiempos del cristianismo, según atinada observación de C.S. Lewis, «predicar el cristianismo
significaba principalmente predicar la resurrección». De modo que quienes habían oído sólo
fragmentos de la enseñanza de Pablo en Atenas tuvieron la impresión de que hablaba de dos
nuevos dioses: Jesús y Anástasis («resurrección» en griego). Si el mensaje de la cruz había sido
para los griegos «locura» (1 Co. 1:18), el de la resurrección había de parecerles el mayor de los
absurdos. Pese a todo, el gran evento había tenido lugar y vino a ser la roca sobre la que se alzó
toda la estructura de la fe cristiana. La base de esta estructura no fue -no es- una simple doctrina,
una inferencia intelectual o un anhelo vital. Fue un evento glorioso, del que muchos hombres y
mujeres fueron testigos, demostrativo de que «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt.
22:32 y par.).
William Barclay recuerda que la fiesta de la pascua (cuando Jesús resucitó) era también la
fiesta de las primicias, la cual coincidía con la época en que la cebada era segada (Lv. 23:10-11).
Aquel primer fruto era el principio de la cosecha que había de seguir, es decir, la resurrección de
sus santos que ya habían fallecido. Para reforzar esta afirmación Pablo introduce un paralelo
antitético entre Adán y Cristo: «Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán
vivificados» (1 Co. 15:22). Lo uno es tan cierto como lo otro. Todos los que están «en Adán», es
decir, todos cuantos viven en su naturaleza caída, alejados de Dios, mueren. Todos los que están
«en Cristo» serán resucitados para vida eterna o transformados (1 Ts. 4:16-17). Esta perspectiva
ha sido siempre motivo de consuelo y estímulo para el pueblo cristiano (1 Ts. 4:18). Y ha dado
mayor brillo a la gloria del Resucitado. Así parece haberlo entendido Pablo cuando escribía:
«Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con
él en gloria» (Col. 3:4). Un eco maravilloso de lo dicho por el Señor Jesucristo mismo: «Porque yo
vivo, vosotros también viviréis.» (Jn. 14:19).
Magdalena y la otra María al descubrir la tumba vacía y escuchar la voz del ángel afirmar rotunda:
«No está aquí pues ha resucitado» (Mt. 28:6, 8).
En nuestros días asistimos a una extraña paradoja en los países occidentales: gozamos de
una calidad de vida muy alta, nunca antes se había disfrutado de tanto bienestar material. Sin
embargo, al mismo tiempo hay muchos más casos de depresión, ansiedad, estrés y soledad que
nunca. La gente vive mucho mejor, pero se siente mucho peor. La prosperidad material no ha
proporcionado bienestar emocional ni existencial. Y el panorama futuro no parece más halagüeño:
la OMS (Organización Mundial de la Salud) ha pronosticado que para el año 2020 la depresión
será la segunda enfermedad en importancia después del cáncer.
Un ejemplo nos ilustra esta sorprendente paradoja. En el ranking de ciudades del mundo con
mayor calidad de vida (año 2009) Viena, Zurich y Ginebra encabezaban la clasificación. A primera
vista, son lugares privilegiados para vivir; sin embargo, detrás se esconde una realidad muy
distinta: Viena ha sido durante muchos años -y aún hoy lo es- una de las ciudades con un mayor
índice de suicidios del mundo. Por otro lado Zurich y Ginebra están en Suiza, país con un alto
índice de toxicomanías. La conclusión no parece difícil de deducir: allí donde hay un mayor nivel
de prosperidad material, abundan los conflictos personales, familiares y de relaciones. El cuerpo
está mejor cuidado que nunca, pero la mente y el espíritu están quizás peor que nunca.
Podríamos comparar las relaciones en nuestros días a las setas: crecen rápidamente bajo el
influjo de las primeras lluvias, pero se desvanecen tan rápido como crecen porque carecen de
raíces y son muy frágiles. Asistimos a una eclosión de «relaciones seta» en todos los ámbitos: en
el trabajo, entre amigos, incluso en la vida de iglesia. Esto afecta con fuerza a la familia donde van
creciendo relaciones frágiles y superficiales que se desgajan ante cualquier presión externa al
modo como uno arranca una seta sin apenas resistencia. La contraposición a las «relaciones
seta» son las «relaciones roble». El roble tiene dos características que lo hacen poco vulnerable
a las agresiones externas: por un lado, es un árbol ignífugo, resiste muy bien el fuego; por otro
lado, tiene raíces fuertes porque tanto como crece en superficie lo hace también en profundidad;
así, las raíces de un roble tienen la misma dimensión que su crecimiento en superficie.
Nuestra propuesta como seguidores de Cristo es que debemos evitar las «relaciones seta» y
promover las «relaciones roble» donde la fidelidad y el compromiso son la marca distintiva. El
propósito de estos dos artículos no es un análisis exhaustivo de la infidelidad conyugal desde el
punto de vista pastoral y psicológico, tema amplio y muy necesario. Ello queda para otra ocasión.
Nuestra intención aquí es reflexionar sobre los motivos que han llevado a nuestra sociedad a unas
relaciones superficiales, individualistas y frágiles.
Para ello vamos a considerar, en primer lugar, qué es la fidelidad y por qué es tan importante.
Entendemos por fidelidad el cumplimiento de las promesas y pactos por encima de los
sentimientos y de las circunstancias. La persona fiel no cambia aquello que ha prometido, ocurra
lo que ocurra, «en salud o en enfermedad». El ejemplo por excelencia es el Señor Jesús quien
«es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb. 13:8). La fidelidad es una actitud profunda que
nace del corazón y piensa más en mis deberes que en mis derechos, piensa antes en el «tú» que
en el «yo». La gravedad en cualquier tipo de infidelidad radica precisamente en la ruptura de la
promesa o la dejadez en el compromiso.
La fidelidad no suele ser una conducta aislada, limitada a una esfera de la vida (la sexual),
sino un rasgo más de un carácter moral y de una estructura de personalidad. Así, el cortejo
inseparable de la fidelidad son valores como el esfuerzo, la perseverancia, la paciencia y
expresan, en último término, una buena mayordomía en todos los ámbitos. De la misma manera,
la infidelidad suele ir acompañada de indolencia, búsqueda del beneficio inmediato y personal,
una baja tolerancia a las contrariedades o frustraciones, mentiras y engaño, etc. La persona fiel en
sus relaciones suele ser fiel en todas las áreas de su vida, «porque el que es fiel en lo muy poco,
también en lo más es fiel» (Lc. 16:10). Recordemos cómo la enseñanza principal de Jesús sobre
la fidelidad se basó en la parábola de los talentos, es decir en una buena administración de todo lo
que Dios ha puesto en nuestras manos (Mt. 25:14-30).
Un ejemplo admirable lo tenemos en José, el patriarca del Antiguo Testamento quien desde
muy joven fue fiel en todo lo que se le encomendó. La fidelidad a su amo egipcio se evidenció no
sólo en la esfera sexual –rechazando el acoso repetido de la mujer de Potifar- sino en todas las
áreas de su vida. Ello explica el éxito de José en las diferentes esferas donde tuvo
responsabilidad: con Potifar (Gn. 39:3-4), en la cárcel (Gn. 39:21-23) y como gobernador de
Egipto (Gn. 41-42). La fidelidad expresa, por tanto, una actitud vital profunda y global de lealtad y
compromiso.
Para el cristiano la fidelidad es importante por una razón aún más poderosa: la fidelidad forma
parte de la esencia misma del carácter divino: «fiel es el Señor» (2 Ts. 3:3), en Él «no hay
mudanza ni sombra de variación». (Stg. 1:17), «porque todas las promesas de Dios son en Él Sí,
y en Él Amén» (2 Co. 1:20). Las referencias a la fidelidad de Dios son constantes en las
Escrituras. Es por completo inconcebible que el Dios de la Biblia esté sujeto a cambios
caprichosos de humor, de sentimientos o de ideas como los dioses paganos. Hasta tal punto es
así que desde el principio Dios quiso rubricar sus promesas con pactos. Estos pactos eran la
expresión de un compromiso inquebrantable. El pacto ha sido el marco que ha estructurado
siempre la relación de Dios con el hombre en general y con su pueblo en particular. Un ejemplo de
ello lo tenemos en la historia del arco iris, símbolo del primer gran pacto de Dios con el hombre al
prometer que no volvería a destruir nunca más al ser humano de la faz de la tierra: «Esta es la
señal del pacto que yo establezco entre mí y vosotros por siglos perpetuos: mi arco he puesto en
las nubes» (Gn. 9:9-13).
La fidelidad, sin embargo, no es sólo un atributo esencial del carácter divino sin más. Ello
tiene consecuencias para nosotros. Es también su voluntad para las relaciones humanas. Ello es
lógico si recordamos que fuimos creados a imagen de Dios y, por tanto, somos llamados a reflejar
en lo posible Su carácter. La fidelidad sella las relaciones entre Dios y los hombres, pero también
debe sellar las relaciones de los hombres entre sí. Porque Dios es fiel, nosotros debemos serlo
también. La infidelidad rompe el corazón de Dios: «...Haréis cubrir el altar de Jehová de lágrimas,
de llanto y de clamor... porque has sido desleal contra la mujer de tu juventud, siendo ella tu
compañera y la mujer de tu pacto» (Mal. 2:13-14). La fidelidad, por el contrario, le agrada tanto
que Dios promete la «corona de la vida» al que es fiel hasta la muerte (Ap. 2:10).
El autor del Eclesiastés, con su sabiduría, resume de forma certera en una sola frase el
meollo de la fidelidad. ¿Cuáles son estos tres nudos? La fidelidad implica responsabilidad con
uno mismo, con el prójimo y con Dios.
Esta metáfora trae a nuestra mente la idea de un triple vínculo con tres rasgos distintivos:
Su fortaleza: el lazo triple es resistente y no se rompe pronto con las presiones ni se afloja
con el tiempo.
Su carácter indivisible: ninguna de las partes se puede desgajar de las otras porque forman
un todo inseparable. Así, cuando soy infiel a mi prójimo, también lo soy en mi compromiso con
Dios y conmigo mismo.
Otro ejemplo de fidelidad en la Biblia lo tenemos en Daniel: «...buscaban ocasión para acusar
a Daniel... mas no podían hallar ocasión alguna o falta, porque él era fiel» (Dn. 6:4). A pesar de la
enorme presión sobre sus creencias y su conducta por las circunstancias del exilio, Daniel no
cambió, fue constante y coherente con su fe y ello le convirtió en una persona confiable a ojos de
sus superiores, en especial del rey quien le promovió a lugares de gran responsabilidad. Daniel se
mantuvo firme allí donde lo más fácil era el mimetismo, dejarse arrastrar por la corriente. ¿Su
secreto? El «triple nudo» -su fidelidad a Dios, al prójimo y consigo mismo- fue el ancla que le
mantuvo firme y Dios le bendijo en gran manera porque el Dios fiel se complace en la fidelidad de
sus hijos.
Algunos dirán que para ser fiel con uno mismo, a veces tienes que ser infiel con los demás.
Este era el argumento central de una serie de televisión en Catalunya titulada «Infidèls» (Infieles).
¿Es cierta esta idea? La respuesta nos obliga a recordar el concepto de fidelidad antes esbozado.
La fidelidad siempre tiene un contenido objetivo al que se es fiel, normalmente expresado en
forma de promesas o pactos. Los esponsales en la boda o un contrato de trabajo son ejemplo de
este elemento explicito y objetivo que recuerda un acuerdo (valga el juego de palabras). La
ruptura unilateral de este acuerdo es una infidelidad, una deslealtad, ya sea en el trabajo, en el
matrimonio o en cualquier ámbito de las relaciones.
Hoy en día se rechaza este elemento objetivo con el fin de no sentirse atado. Asistimos a una
erosión profunda del valor compromiso en todos los niveles (como analizaremos en el próximo
artículo). Un ejemplo lo vemos en la tendencia tan generalizada hoy a vivir en pareja sin casarse.
¿Es por motivos puramente prácticos o económicos? No, la ausencia del vínculo explícito que
aporta la ceremonia civil o religiosa hace que el compromiso objetivo sea mucho más light o
incluso inexistente. La frase «yo no necesito papeles para amar» refleja el sutil rechazo de nuestra
generación al compromiso objetivo lo cual lleva inevitablemente a la trivialización de la fidelidad y
a las relaciones «seta» antes mencionadas.
P.D: Como complemento a esta serie de dos artículos recomendamos la lectura del Tema del
mes de enero 2004, «Fiel es Dios... ¿Lo somos nosotros?» por Dn. José M Martínez.
El sentido de la Navidad:
Dios ha bajado a sufrir con nosotros
La Navidad es un tiempo de luces, pero también de sombras. Este año más que otras veces
predominan las sombras: hay más preocupación que alegría, más incertidumbre que gozo. La
ansiedad planea sobre muchos hogares creando una atmósfera que puede difuminar el espíritu
festivo de la Navidad. Se respira crisis en la calle y muchas personas no están para celebrar nada.
¿Nada? ¿Pueden las sombras de la crisis apagar el verdadero gozo de la Navidad? El cristiano
responde con un rotundo «no». Siempre habrá más gozo que preocupación, más esperanza que
ansiedad si se entiende y recuerda el verdadero sentido de estas fechas navideñas.
La razón está en el origen de este gozo que no es un mero sentimiento de alegría sujeto a los
vaivenes de las circunstancias, sino que surge de Aquel que tiene y es «la promesa de la vida,
Cristo Jesús» (2 Ti. 1:1). El creyente en Cristo Jesús sabe que nada ni nadie puede apagar el
sentimiento inefable que tuvieron los pastores quienes al «ver la estrella se regocijaron con muy
grande gozo» (Mt. 2:10).
En estos días muchas personas se preguntan «¿Qué hace Dios por remediar tanto
sufrimiento?» La respuesta nos abre la puerta de par en par para entender el significado de la
Navidad y ver la Luz poderosa del Evangelio en medio de tantas luces tenues. Es una respuesta
con tres realidades tan sublimes como consoladoras; cada una de estas realidades está
relacionada con sendos nombres del Cristo, centro de la Navidad:
1.- EMMANUEL: La Navidad nos recuerda la identificación de Dios con nuestro sufrimiento
La Navidad es una fiesta para el creyente, pero su verdadero significado tiene una profunda
relevancia para todos y en especial para los que están pasando por tiempos de sufrimiento y de
crisis. Recordamos y celebramos que Dios se ha acercado al ser humano y ha bajado a este
mundo para sufrir con nosotros. Esta es la esencia de la Navidad y uno de los rasgos más
distintivos de la fe cristiana: Dios no está lejos ni está callado, Dios está con nosotros. Éste es
exactamente el significado de la palabra Emmanuel, uno de los nombres dados a Jesús: Dios
con nosotros.
En el drama del sufrimiento humano Dios no se limita a ser un espectador, sino que ha
actuado como un actor comprometido. Ya en el libro del Éxodo en el Antiguo Testamento. Dios
nos muestra cómo ha dado pasos muy concretos para aliviar y liberar a todos los oprimidos por
crisis de cualquier tipo: «Bien he visto la aflicción de mi pueblo... y he oído su clamor a causa
de sus extractores; pues he conocido su angustia y he descendido para librarlos» (Éx. 3:7-8).
Este compromiso de Dios encuentra su manifestación máxima en Filipenses 2:5-11, cántico
glorioso donde se nos describen los pasos que llevaron a la Navidad: «Cristo Jesús, siendo en
forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a si
mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; ...y se humilló a sí mismo
haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz...».
2.- EL SIERVO SUFRIENTE: La Navidad nos recuerda el poder de Cristo para ayudarnos en
nuestro sufrimiento
Con estas palabras se inicia El Mesías de Händel, una de las composiciones más celebradas
de todos los tiempos. Y esta es la frase que abre otra sinfonía aún más importante: Los Cánticos
del Siervo, el conjunto de profecías que anuncian con siglos de antelación todos los detalles de la
Navidad (Isaías capítulos 40 a 55). No es casualidad que las primeras palabras proféticas sobre el
nacimiento de Jesús sean de ánimo: «Consolaos, consolaos». Una de las mayores necesidades
de la persona en medio de una crisis es sentirse comprendida y consolada. Y ¿quién mejor
para ello que alguien que ha pasado ya por una experiencia similar? Como vimos antes, nadie
puede acusar a Dios de no saber lo que es sufrir. Durante su vida, y de forma suprema en la cruz,
Cristo experimentó el sufrimiento humano en su máxima expresión, tanto física como moral. Nadie
ha sufrido más que él. Los sufrimientos de Cristo le confieren una autoridad moral incuestionable
para entendernos y consolarnos.
Por todas estas razones, porque él fue un experto –«experimentado» (Is. 53:3)– en el
sufrimiento, «no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Heb.
4:15). También aquí el autor concluye con una estimulante exhortación: «Acerquémonos, pues,
confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno
socorro» (Heb. 4:16). De la misma manera que Dios se ha acercado, nosotros hemos de
acercarnos a Él; hay un elemento de reciprocidad imprescindible: Cristo me acompaña y me
comprende plenamente en mi prueba, pero para experimentar su ayuda -«el oportuno socorro»-
yo he de acercarme «al trono de su gracia». «Venid a mí todos los trabajados y cargados y yo os
haré descansar» dijo Jesús. La promesa del descanso es inseparable del acudir a él.
Esta confianza es la que me lleva a decir: «Señor, en esta Navidad hay muchos por qué que
no entiendo; pero tú sí lo sabes, tú lo sabes todo, y si estás a mi lado; esto es lo que de verdad
me importa».
3.- JESÚS: La Navidad nos recuerda que Dios ha bajado también a sufrir por nosotros
En tercer y último lugar, en la Navidad celebramos que Dios se ha acercado al ser humano y
ha bajado a este mundo para sufrir por nosotros. La frase inicial del cántico de Isaías 40 va
seguida de una mención a la necesidad de perdón por el pecado. Cristo vino a este mundo no
sólo para consolar, sino para salvar. Ahí es donde vemos el sentido más profundo de la Navidad y
también el más trascendental: Cristo vino a morir por mis pecados. Y es en este aspecto que el
nombre Emmanuel es inseparable del nombre Jesús, Dios se ha acercado para ser Salvador. La
razón más importante que Dios tenía para bajar a la tierra era «salvar a su pueblo de sus
pecados» porque «hay un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1 Ti. 2:5).
Así pues, los sufrimientos de Cristo, aparte de darle una autoridad moral incuestionable para
consolarnos, tienen un valor expiatorio de nuestros pecados. La venida de Jesús a este mundo no
tenía una intención sólo pedagógica –enseñarnos un estilo de vida modélico- sino vicaria,
sustitutiva. No podemos quedarnos sólo con el Jesús empático que entiende mi sufrimiento, ni
siquiera podemos quedarnos con el Emmanuel que simpatiza –sufre conmigo. Todo ello es
importante, pero el centro de la Navidad está en la vida nueva que Jesús ofrece a todos sin
excepción. Ahí radica el motivo principal del gozo de la Navidad que ninguna crisis puede apagar:
«Si alguno está en Cristo, nueva criatura es, las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas
nuevas» (2 Co. 5:17).
En cierta ocasión alguien me dijo: «Si estás mal, Dios te hace sentir peor». ¿Cómo se puede
llegar a pensar así? No podemos simplificar el complejo tema del ateísmo, pero en muchas
ocasiones el ateo rechaza a Dios sin haberle conocido realmente. Lo que rechaza es una
caricatura de Dios que él mismo se ha hecho. Entre los ateos más convencidos encontramos con
frecuencia experiencias de un Dios severo, inmisericorde. Ello lleva a un Evangelio legalista y
aplastante que se acaba rechazando de forma más o menos virulenta. Nada más lejos del Dios
Emmanuel que se acerca para sufrir conmigo, el Siervo Sufriente que se humilló y murió por mí, el
Jesús ahora vivo que sigue intercediendo por mí y mis necesidades desde el cielo. Este es mi
Dios. Por todo ello celebro la Navidad sin dejarme abatir por las sombras de la crisis, porque es un
mensaje de amor, de consuelo y de esperanza. ¡Cuánto necesita nuestro mundo hoy del bálsamo
terapéutico del mensaje de la Navidad!
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Creer o no creer, ésa es la cuestión, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Cristiano
(Año 2013)
Pensamiento Cristiano
José M. Martínez, reconocido líder evangélico español, ha servido al Señor durante treinta años como
pastor de una gran iglesia en Barcelona (España). Ha desarrollado también una amplia actividad como
profesor y escritor de materias bíblico-teológicas. En la actualidad, es presidente emérito de varias
entidades evangélicas y prosigue activamente su labor literaria, altamente valorada, tanto en España como
en Hispanoamérica. También a través de Internet está ampliando su ministerio con el website titulado
«Pensamiento Cristiano».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con el
mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años. También
fue presidente de la Alianza Evangélica Española durante 10 años (1999-2009), y actualmentes es
vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos.
Los libros de José M. Martínez se pueden obtener en la mayoría de las librerías cristianas. Para encontrar
una librería cristiana cerca de su lugar, puede consultar las Páginas Amarillas Cristianas en internet en la
dirección http://www.paginasamarillascristianas.com.
Índice
Esta forma de pensar tiene una consecuencia inevitable: si no hay una sola verdad,
sino muchas verdades, entonces mi verdad es tan válida y correcta como la tuya. De esta
manera, el concepto de verdad queda reducido a una opinión personal y, por tanto,
discutible. La conclusión es clara: no hay una verdad absoluta -la Verdad-, sino
muchas verdades relativas. Este fenómeno se puede comprobar hoy perfectamente en
las tertulias de radio o televisión donde todos hablan a la vez y nadie escucha a nadie. Es
un desorden calculado, deliberado; el galimatías de voces no ocurre por incompetencia
del presentador, sino por la filosofía de fondo que predomina en todos los debates, sean
públicos o privados: no importa la verdad del tema en cuestión, lo importante son las
opiniones personales que son elevadas de forma automática a la categoría de verdad, mi
verdad.
Éste, sin embargo, no es el final del camino porque no estamos ante un asunto sólo
de ideas, sino de conductas. Como decíamos al principio, el qué creo influye en el cómo
vivo. La verdad tiene unas consecuencias éticas: es la guía para discernir entre lo recto y
lo incorrecto, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Si la verdad está dentro de mí,
entonces no hay una moral objetiva, sino que cada uno se construye su propia guía de
conducta. Esta «ética a la carta», a gusto del consumidor, es la consecuencia más
dramática de la bancarrota de la verdad. Nadie tiene que enseñarme lo que está bien y lo
que está mal porque esto lo sé sólo yo. Además, lo que es bueno para ti puede ser malo
para mí o viceversa. Y así vivimos en una época en la que se repite como un calco la
descripción del tiempo de los jueces cuando «cada uno hacía lo que bien le parecía»
(Jue. 17:6). La confusión ética y una crisis de valores sin precedentes son la
consecuencia natural de eliminar el valor absoluto de la verdad.
Por esta razón los cristianos debemos recuperar y proclamar con vigor la Verdad de
Dios revelada en la Biblia y encarnada en Cristo. Necesitamos coraje para ser heraldos
de esta Verdad y coherencia para encarnarla en nuestra propia vida. Sólo así lograremos
ser «sal y luz» en un mundo de corrupción y oscuridad. Aquel que dijo «Yo soy la luz del
mundo» (Jn. 8:12) también afirmó de sí mismo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres» (Jn. 8:32).
La Verdad sigue viva en Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida...» (Jn. 14:6)
último término sólo se puede acceder a ella desde la fe. Son los ojos de la fe los que
alumbran nuestro entendimiento (Ef. 1:18) y nos permiten aprehender toda la riqueza de
la Verdad de Dios.
Hasta aquí hemos considerado los aspectos más directamente relacionados con
nuestra responsabilidad, lo que nosotros ponemos de nuestra parte: buscamos entender y
aprehender la verdad revelada de Dios y anhelamos obedecerla. Conseguir esto por
nosotros mismos no sólo es difícil, es imposible; entender y vivir la Verdad de Dios
requiere la capacitación divina. Como dijo alguien: «¡ser cristiano no es difícil, es
imposible!». Es imposible si no tenemos los recursos sobrenaturales que vienen de Dios.
La capacitación divina es imprescindible para estar a la altura de las demandas éticas de
Cristo, entre ellas vivir en la verdad. La verdad es también algo a discernir y, en este
sentido, nos referimos a la tercera faceta del diamante como la verdad iluminada. Por
esta razón, Dios nos ha provisto de un recurso sobrenatural: la ayuda del Espíritu Santo
quien es el que desde el principio «nos convence de pecado de justicia y de juicio» (Jn.
16:8) y nos sigue «guiando a toda la verdad» (Jn. 16:13) en nuestro caminar diario.
Dependemos del Espíritu Santo para que nuestras creencias -la verdad revelada- no se
queden en algo frío u oxidado por el tiempo, sino que sean regadas con la unción del
Espíritu Santo que nos renueva cada día.
Uno de los mayores peligros del creyente es hablar o vivir la verdad sin amor. Ya el
gran teólogo Agustín de Hipona decía: «No se puede acceder a la verdad sino es por el
amor (Non intratur ad veritatem nisi caritatem)». Es una tentación tan sutil como frecuente
el caer en la arrogancia o la dureza cuando uno está convencido de que tiene la Verdad
(con mayúscula). Éste ha sido el error -y el pecado- de muchos llamados cristianos a lo
largo de los siglos. La historia de la Iglesia está llena de páginas tristes en las que se
intentó imponer la verdad del Evangelio por la fuerza. Ello puede ocurrir tanto a nivel
colectivo (iglesia) como en nuestras relaciones personales. Como un pájaro necesita las
dos alas para volar, así también la verdad y el amor son inseparables. El amor sin la
verdad puede ser una sensación agradable, pero sólo lleva al sentimentalismo y al
sincretismo («todo el mundo es bueno», «todos los caminos llevan a Dios»); y la verdad
sin amor es áspera y ruda, una conducta desprovista de la mansedumbre que siempre
debe caracterizar la defensa de la verdad (1 P. 3:15). El apóstol Pablo dice con énfasis:
«Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es,
Cristo» (Ef. 4:15). Ello nos lleva al último y más preciado aspecto de este tesoro: Cristo.
La Verdad es más que una doctrina o una vivencia espiritual-religiosa; es, ante todo,
una persona: Cristo. Dios, después de darnos la verdad revelada, «...en estos postreros
días, nos ha hablado por el Hijo» (Heb. 1:2). En Cristo culmina la revelación de la verdad
hasta el punto que él pronunció las palabras más osadas que nadie haya dicho jamás:
«Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn. 14:6). Cristo viene a ser la verdad
encarnada: «Aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros... lleno de gracia y de
verdad. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por
medio de Jesucristo» (Jn. 1:14, 17). Siguiendo con el símil del diamante, Cristo es la parte
más preciosa de la verdad divina porque él «es la imagen del Dios invisible» (Col. 1:15) y
en él «habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9).
El escritor ruso Dostoiewsky dijo con gran lucidez: «Si alguien me demostrara alguna
vez que Cristo está fuera de la verdad... entonces yo preferiría quedarme con Cristo antes
que con la verdad». La luz que irradia la Verdad no sólo alumbra nuestras tinieblas, sino
que nos seduce y nos atrae para compartir toda nuestra vida con Él (Ap. 3:20). Como
alguien ha dicho, «un cristiano es una persona que ha quedado prendada y prendida de
Jesucristo». Ahí radica el rasgo más distintivo del cristianismo: no es tanto una religión,
sino una relación. Por ello, en último término, la verdad no es sólo algo a creer, algo a
vivir y algo a discernir, sino sobre todo alguien a quien amar: el Cristo vivo, la
Verdad encarnada.
Uno de los pasajes bíblicos más leídos en la Semana Santa es, obviamente, el relato
de la crucifixión. Recordamos los sufrimientos de Jesús -su pasión-, celebramos su
victoria sobre el pecado -nuestra salvación-, y todo ello nos mueve a la adoración. Así
cantamos, emocionados y llenos de gratitud, «La cruz sangrienta al contemplar»,
«Cabeza ensangrentada» y otro himnos de gran riqueza espiritual y teológica.
Durante las horas que estuvo clavado en la cruz, el Señor exclamó siete frases
memorables que se han venido en llamar «Las Siete Palabras». Fueron sus últimas
palabras. Con estas breves frases Jesús pronuncia el mensaje más profundo que se haya
predicado jamás, una verdadera síntesis del Evangelio. Allí encontramos resumido lo más
extraordinario del carácter de nuestro Señor y del plan divino para con el ser humano. El
«Sermón de las Siete Palabras» ha inspirado innumerables predicaciones y escritos a lo
largo de los siglos. J.S. Bach recoge en su emocionante Pasión según San Mateo el
espíritu inigualable de este texto bíblico. También J. Haydn en el siglo XVIII compuso, por
encargo, una obra muy apreciada sobre Las Siete Palabras en la que pone música a este
memorable pasaje.
En esta reflexión al filo de la Semana Santa quiero compartir sólo un aspecto de «Las
Siete Palabras» que, cuando lo descubrí, me impresionó y dejó en mí una huella
indeleble. Se trata por supuesto de su contenido, pero en especial del orden en que Jesús
pronuncia estas frases; a simple vista parece algo casual, pero un análisis detallado nos
muestra cómo este orden es profundamente significativo porque refleja las prioridades del
Señor y es un reflejo formidable de su carácter y de su corazón pastoral. Para mí, es en la
cruz donde la belleza del carácter de Cristo alcanza su máximo esplendor. En la hora de
la mayor oscuridad, sus palabras brillan como oro refulgente. Profundizar en estas
«Siete Palabras» de Jesús me ha ayudado a amarle más a él y ha moldeado mi
acercamiento hacia las personas, en especial las que sufren, a lo largo de mi vida.
Nunca nadie ha tenido una demostración tan grande de amor en la hora de la muerte,
un corazón pastoral tan genuino. Pero el Buen Pastor (Jn. 10:7-21), el Príncipe de los
Pastores (1 P. 5:4) murió pastoreando. Las palabras de Jesús en la cruz contienen
como un tesoro comprimido la esencia del carácter divino y del Evangelio: su profundo
amor hacia todos sin excepción, su sensibilidad exquisita hacia los que sufren, su
sabiduría para hablar a cada uno según su necesidad. En las tres primeras frases
-«palabras»- Jesús muestra una preocupación intensa por los que estaban cerca de él,
todos aquellos que en aquella hora de angustia y dolor supremo eran su prójimo. A cada
uno de ellos le da la palabra que más necesitaba:
En la cruz, Jesús nos enseña que el perdón puede ser unilateral, no requiere dos
partes a diferencia de la reconciliación. Yo puedo -y debo- perdonar aunque mi ofensor no
me haya pedido perdón. Esteban, bajo la furia de las piedras que lo estaban matando, fue
el primero en imitar de forma modélica a su Maestro y Señor (Hch. 7:60). Nosotros somos
llamados a hacer lo mismo.
«De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc. 23:43).
Por cierto, la actitud de Jesús, llena de misericordia, nos recuerda que es posible ser
salvo in extremis si de veras se invoca al Señor de todo corazón, desde lo profundo del
alma y con humildad, tal como hizo el ladrón en la cruz.
Es bien significativo que las últimas palabras de preocupación y cuidado por un ser
humano que Jesús pronuncia en esta tierra sean para su madre. Es la rúbrica final a una
vida pensando siempre en los demás y en cómo servirles. Jesús no podía olvidar a su
madre en esta hora de dolor lacerante para ella; el corazón de María estaba destrozado
por la agonía de su hijo, desolada por un final tan trágico. Además, María casi con toda
seguridad era viuda ahora, por lo que quedaba en una situación de desamparo. Pero el
El más grande sermón que se haya predicado nunca termina con una frase llena de
serenidad, de confianza y de esperanza:
Los que amamos a este precioso Jesús, modelo supremo de corazón pastoral, nos
unimos al gran coro de los redimidos en el cielo y exclamamos: «¡Aleluya, porque el
Señor nuestro Dios Todopoderoso reina» (Ap. 19:6). Este es el verdadero gozo de la
Semana Santa.
«No tengo nunca ganas de orar, no me apetece». «Yo quisiera orar, pero no puedo».
«Siento una pereza intensa, es un sentimiento de reticencia, casi como de rebeldía.
Cuando pienso que he de orar se me hace una montaña y lo voy posponiendo. Encuentro
tiempo para todo, para leer el periódico, para ver la televisión, para trabajar, incluso para
leer la Biblia o para hacer estudios bíblicos, pero orar se me hace cuesta arriba».
Hay también causas psicológicas que nos ayudan a entender este problema. Ciertos
tipos de temperamento, por ejemplo los extravertidos, tienen una dificultad especial para
ponerse a orar porque para ellos la oración supone un cambio total de atmósfera. Han de
conseguir un ambiente que no les es natural: el recogimiento interior, una relación íntima,
el expresar sentimientos. Todo ello hace que estas personas necesiten estímulos
externos adecuados para la oración formal.
A veces la dificultad para iniciar la oración tiene raíces muy profundas. Además de la
tendencia a posponer ya descrita, el creyente siente algo más intenso, casi como una
rebeldía inexplicable. Es una resistencia para la que no encuentra causa lógica. La
persona, por lo demás viva espiritualmente, quiere orar, tiene el deseo. La palabra
«profunda» nos ayuda a entender este fenómeno que está arraigado en su biografía. Se
trata de una reacción contra el deber, contra cualquier tarea que él sienta como una
obligación. Un repaso cuidadoso de su infancia suele mostrar una educación rígida,
severa, con obligaciones constantes y niveles de expectativa muy altos por parte de los
padres. Luego, en la edad adulta, se produce el efecto contrario. Necesita sentirse libre,
sin obligaciones, el extremo opuesto de lo que había vivido de niño. Es lo que Paul
Tournier llama «la venganza de la naturaleza». Hay una verdadera alergia a cualquier tipo
de obligación. Sólo pensar que «he de..., tengo que hacer algo», ya le produce una
reacción negativa. Una forma de aliviar este problema es ayudarle a descubrir la oración
como un placer y no tanto como un deber.
Incidentalmente podemos decir que ahí radica una explicación, por lo menos en parte,
de algunos casos de ateísmo. Cuanto más visceral y furibundo sea el ateísmo, tantas más
posibilidades de que tenga raíces psicológicas, entroncadas en la biografía de la persona.
Desde luego, estos condicionantes emocionales no le eximen de responsabilidad en su
rechazo de Dios, pero a nosotros nos ayudan a entender su problemática y, por
consiguiente, a encontrar puertas de entrada para una evangelización eficaz y personal.
en mente, al planear tu tiempo de oración no te pongas metas altas: empieza por lo poco
y lo sencillo. Es mejor orar cinco minutos cada día que una hora cada tres meses. Cuanto
más altas sean las metas que te pongas, tantas más posibilidades de fracasar. Para el
Señor es más importante «ser fiel en lo poco» (Mt. 25:21) que teorizar sobre grandes
proyectos.
A veces podemos recurrir a las oraciones de otras personas, oraciones escritas por
grandes siervos de Dios. El diario devocional de hombres como Lutero, Wesley, Bunyan,
Tozer, y otros contiene oraciones que podemos hacer nuestras y de las que obtenemos la
inspiración necesaria para entrar en la presencia de Dios. Obviamente, no debemos
olvidar la más importante de las ayudas: la meditación en la Palabra de Dios.
Otra sugerencia: intenta escribir tus oraciones. Un ejercicio práctico que recomiendo
porque a mí mismo me ha hecho mucho bien es el siguiente: anota dos cosas buenas que
te hayan ocurrido durante el día; puede ser una conversación, una noticia, un encuentro
con alguien, alguna experiencia agradable, cualquier aspecto que tú hayas vivido como
una bendición y que te ha hecho bien. Luego, haz lo mismo con dos motivos de
preocupación o ansiedad: un problema, una carga, un disgusto etc. Ahora estás en
condiciones de ponerte a orar brevemente. Primero, dale gracias a Dios y gózate por las
dos bendiciones del día. Después, preséntale tus preocupaciones, descargando sobre él
la ansiedad que te causan: «echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene
cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). Este ejercicio puede durar desde cinco minutos hasta
todo el tiempo que tú quieras, es muy flexible. Lo importante es tener una base sobre la
cual dirigirse a Dios porque ello te estimula a iniciar la oración. Si lo haces con
regularidad, descubrirás que en un año has alabado al Señor por cientos de bendiciones y
habrás desarrollado el hábito vital de descansar en el Todopoderoso en multitud de
problemas.
2 Citado por José M. Martínez, Abba Padre, Editorial CLIE / Publicaciones Andamio, 1990, p.15
Nota introductoria: Este artículo viene a ser la continuación del Tema del mes de
diciembre del año pasado: El sentido de la Navidad: Dios ha bajado a sufrir con
nosotros. Puede parecerle sorprendente al lector que ahondemos en la temática del
sufrimiento en estas fechas justo cuando la gente busca lo contrario: distraerse y olvidar
sus penas por unos días. Nos mueve a ello una doble razón: Por un lado, para muchas
personas la Navidad es un tiempo triste, un tiempo de dolor vivido en silencio. La otra
razón es aún más vital: es tiempo de consuelo, una oportunidad de encontrar el sentido
de la vida en medio de tanto sinsentido porque el mensaje de la Navidad es, en esencia
éste: Dios se hace hombre para bajar a sufrir con nosotros.
Muchas son las preguntas de la persona que sufre, pero hay una de capital
importancia: ¿dónde está Dios ahora? De su respuesta va a depender que salgamos del
horno de fuego fortalecidos o destruidos. Nuestra fe puede ser «purificada» por la prueba
(1 P. 1:7), pero también «chamuscada» (Mt. 13:21). Especial relevancia tienen en este
sentido las palabras del Señor Jesús a Pedro poco antes de Getsemaní, avisándole de
horas difíciles: «Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado
por ti que tu fe no falte» (Lc. 22:31-32). ¡Formidable oración! Ante la inminencia del
sufrimiento, el Señor podía haber pedido muchas cosas para sus apóstoles, por ejemplo,
que el Padre les evitara la prueba, que proveyera una salida adecuada, o que fuera lo
más breve posible; todo ello entraría dentro de las peticiones legítimas de un creyente
abrumado por el dolor. Tampoco Jesús se entretiene en darle explicaciones sobre las
aflicciones que se avecinaban: el cómo, el por qué, cuánto tiempo, etc. Se limita a una
frase tan breve como elocuente; su ruego encarecido es «que tu fe no falte». Estamos
aquí ante una auténtica oración modelo en la prueba. Ésta es la súplica que todo creyente
puede y debe hacer. Tenemos, además, el inmenso privilegio de saber que el mismo
Señor que rogó por Pedro sigue intercediendo por nosotros desde la diestra del Padre
(Ro. 8:34; Heb. 7:25). La oración de Jesús por Pedro sigue vigente hoy para todos los que
son zarandeados por Satanás.
3 Sermón de Año Nuevo, 1920
¿Por qué el Señor ora así? Jesús quería enseñarle a Pedro una «lección» esencial:
en la hora del sufrimiento lo más importante no es entender enigmas, sino
encontrar a Dios; la pregunta clave no es «¿por qué Dios...?», sino «¿dónde está Dios
ahora?». Cuando la tormenta arrecia, la fe es el bien supremo a preservar y a cultivar.
Ello es así por muchas razones: en la prueba la fe es la columna que nos sostiene, es el
alimento que nos fortalece, es la luz que alumbra nuestra oscuridad, es el vínculo
inquebrantable que nos mantiene unidos a Cristo (Ro. 8:38-39). Pero hay una razón que
viene primero: la fe es el mayor tesoro que puede tener el creyente, es el bien más
preciado a guardar. En palabras del mismo Pedro (¡lo había aprendido bien!) la fe es
«mucho más preciosa que el oro». Por ello, cuando atravesamos «el valle de sombra» lo
primordial es cuidar tu fe, «que tu fe no falte».
Teresa de Avila, la gran autora mística española, lo describe con este sentido verso:
Nosotros no podemos evitar la prueba, pero sí que la prueba nos destruya. ¿En qué
sentido? Está en nuestras manos impedir que dañe nuestra fe, que nos aleje de Dios, que
haga menguar nuestra confianza en el Todopoderoso. Para ello contamos con la promesa
firme de que Dios camina a nuestro lado: «Cuando pases por las aguas... no te anegarán.
Cuando pases por el fuego, no te quemarás ni la llama arderá en ti... No temas porque
yo estoy contigo» (Is. 43:2,5). La promesa no es que saldrás «seco, sin mojarte», sino
que no te ahogarás porque Él está contigo. Dios no promete librarnos siempre de la
prueba (muchas veces lo hace, aún sin nosotros saberlo), pero sí de sus efectos
destructivos. En consecuencia, nuestra mayor preocupación debe ser que el fuego no nos
destruya, pasar por las aguas sin ahogarnos, es decir que nuestra fe no falte. Como el
Señor mismo advirtió «no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden
matar» (Mt. 10:28). Si en la prueba «tu fe no falta», estarás preservando tu mayor
patrimonio personal, la herencia que perdura para siempre (Sal. 23:4).
Hay una segunda razón por la que la fe es tan vital en la hora de la prueba: ilumina la
mente y abre el corazón. Es la lámpara que nos guía en la noche oscura de la tormenta.
Nos ayuda a responder a otra pregunta esencial: «¿cómo puedo entender lo que me
pasa?». El sufrimiento es un camino lleno de recodos de sombra y de penumbra, pero
también con rayos de nítida luz que nos ayudan a ver más allá de la realidad aparente
que es el dolor del momento. El sufrimiento es como una pintura surrealista: deja siempre
ventanas abiertas al misterio, ventanas por donde entra la fe. Ahora bien, estos recodos
de sombra sólo desaparecen en la presencia de Dios cuando su luz disipa toda
penumbra. Es imposible encontrar luz en la oscuridad. Las repuestas al enigma del
sufrimiento, aunque sean parciales, no las hallaremos en la introspección ni en la filosofía,
sino en Aquel que dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn. 8:12). Ahí se hace
plena realidad la frase del salmista: «En tu luz veremos la luz» (Sal. 36:9). Ello acontecerá
de forma absoluta, perfecta, cuando estemos en su presencia, como describe Isaías de
forma muy bella: «No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque Jehová te será
por luz perpetua, y los días de tu luto serán acabados» (Is. 60:20). Pero aún ahora, de
manera incompleta, penetran rayos de luz que nos ayudan a comprender aspectos vitales
en la hora de la prueba.
Por tanto, la fe, por sencilla que sea, es un requisito imprescindible para empezar a
comprender los misterios del sufrimiento. No nos referimos a una «fe tapa-agujeros», una
fe opuesta a la razón; nos referimos más bien a la fe de Pascal quien afirmó: «El corazón
tiene razones que la razón no comprende».
La fe, en tercer lugar, me permite descubrir que Dios está a mi lado y sufre conmigo.
«¿Dónde está Dios ahora?». Decíamos al principio que esta pregunta es la clave para
salir fortalecidos de la prueba y no destruidos. Dios nos puede parecer lejano y mudo,
pero su lejanía y su silencio son sólo aparentes. Dios está ahí, ahí mismo, porque Él llora
con nosotros. Hay suficiente evidencia en la Biblia para afirmar que Dios no sólo sufrió en
Cristo, sino que sigue sufriendo con su pueblo hoy. En mi sufrimiento, Dios no es
impasible como una piedra, sino sensible como un sismógrafo. El más leve suspiro, el
más tenue gemido queda registrado en su corazón. Ninguna lágrima que corra por mi
mejilla le pasa inadvertida al Dios que ha dicho: «En toda angustia de ellos él fue
angustiado» (Is. 63:9). Y a través del profeta Oseas nos consuela con estas emotivas
palabras: «¿Cómo podré abandonarte...? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se
inflama toda mi compasión» (Os. 11:8). Es difícil encontrar una expresión más intensa de
simpatía, comprensión e identificación.
Como alguien ha dicho, «un Dios impasible sería un iceberg infinito de metafísica». La
idea del Dios sufriente es exclusiva del cristianismo, no se encuentra en ninguna otra
religión. Buda, por ejemplo, se nos aparece como alguien con una mirada fría, hierática;
cruzado de brazos, transmite una inmensa sensación de lejanía y de impasibilidad. ¡Qué
contraste con el Cristo de la cruz, «el varón de dolores, experimentado en quebranto...
herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados» (Is. 53:3,5)!
Llegar a descubrir el propio dolor de Dios en mi dolor es un paso decisivo para que
«tu fe no falte». Si el sufrimiento en el mundo hace la fe en Dios difícil, el sufrimiento de
Dios conmigo convierte la fe en algo revolucionario. Pero esto no es algo que se pueda
entender sólo con la cabeza, una mera idea; es una experiencia personal e intransferible
que transforma el corazón y a la que sólo se puede acceder desde la fe. La respuesta
última al enigma del sufrimiento no se encuentra en el debate intelectual, sino en el
encuentro personal con el Cristo sufriente de la cruz.
«¿Qué hace Dios por remediar tanto sufrimiento?» La respuesta a esta última
pregunta nos abre la puerta de par en par para ver la luz del Evangelio antes apuntada.
En el drama del sufrimiento humano Dios no se limita a una empatía intensa, sino que ha
dado pasos muy concretos. No se comporta sólo como un espectador sensible, sino como
un actor comprometido. Volvamos al texto de Éxodo: «Bien he visto la aflicción de mi
pueblo... y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustia y
he descendido para librarlos». Dios ha bajado a la tierra encarnado en Cristo.
Esta confianza es la que me lleva a decir: «Señor, yo no sé ni entiendo por qué; pero
tú sí lo sabes, tú lo sabes todo, y esto es lo que de verdad me importa». Don Carson en
su libro «Hasta cuando, Señor» repite varias veces esta pregunta: «Cuando sufrimos,
algunas veces habrá misterio. ¿Habrá también fe?» Y al final da la respuesta: «Sí, habrá
fe si nuestra atención se centra más en la cruz que en el sufrimiento mismo». 6
La España evangélica, ayer y hoy, Editorial CLIE y Andamio, 1994, ISBN: 84-7645-771-5
Por qué aún soy cristiano, Editorial CLIE, 1985, ISBN: 84-7645-178-4
Creer o no creer, ésa es la cuestión, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
¡Tanto sufrimiento! ¿Por qué?, disponible a través del website Pensamiento Cristiano
Con creciente frecuencia me piden responder a estas preguntas que surgen del
corazón de muchos matrimonios como necesidad vital para sobrevivir en medio de una
epidemia de relaciones rotas. Sí, se viven malos tiempos para la fidelidad y «el amor para
toda la vida». Hoy las relaciones de pareja suelen ser efímeras; la idea del amor aparece
cada vez más diluida en una atmósfera de hedonismo donde la prioridad es «sentirme yo
bien y ser feliz». El divorcio -o la ruptura de una relación- se conciben como algo natural,
casi tan natural como cambiar de domicilio o de trabajo cuando a uno le conviene. El
pensador Z. Baumann, lúcido analista de nuestro tiempo, habla de una «sociedad líquida»
donde nada permanece de forma sólida y todo cambia a capricho. Con esta idea en
mente me gustaría hablar también de un «amor líquido» que va cambiando con facilidad
para adaptarse al recipiente que lo contiene. Es un amor leve, frágil, superficial, tan
pasajero como una emoción, tan adaptable como un líquido.
En este contexto social y moral el título de este artículo puede parecer paradójico. El
énfasis hoy se pone mucho más en el amor apagado que en el amor que apaga.
Ciertamente la falta de amor apaga una relación de pareja, pero también existe un amor
que extingue los fuegos que surgen en toda relación. De ahí nuestro planteamiento
positivo: hay un tipo de amor que actúa como antídoto contra el enfriamiento, un amor que
«nunca deja de ser» (en expresión del apóstol Pablo), un amor que no caduca, el amor
sólido opuesto al «amor líquido». Examinar, aunque sea someramente, la naturaleza de
este amor que soporta bien las tormentas propias de una relación y los vaivenes de los
sentimientos es el propósito de esta reflexión.
Ante todo, necesitamos aclarar un mito muy extendido y que se esgrime como
argumento que legitima la separación. Entenderlo bien es el primer paso para recuperar el
amor sólido.
«Ya no estoy enamorado. No siento nada por ella/él. Es para mí como un hermano/a o
un amigo/a».
Detrás de esta forma de pensar se esconde un doble error conceptual, muchas veces
inconsciente, que proviene del contagio de los valores fuertemente pragmáticos y
hedonistas de nuestra sociedad.
¿Nos legitima esta ausencia del sentimiento original para decir «ya no estoy
enamorado?» Ciertamente no, por cuanto estar enamorado es mucho más que sentir la
«química» de los primeros tiempos. La frase exacta y justa debería ser: «ya no siento
como al principio». El enamoramiento de verdad es mucho más profundo y duradero que
la emoción inicial. El amor romántico puede seguir muchos años, pero varía en su forma
de sentirse y de manifestarse igual como el cauce de un río va variando según su curso,
pero sigue siendo el mismo río. Conozco muchos matrimonios que siguen enamorados
después de 30 años juntos. Lo que se les ha acabado no es el amor romántico ni su
capacidad para seguir enamorándose de su pareja, sino la excitante sensación de
novedad y de aventura que caracteriza los primeros tiempos de una relación de amor. Es
la etapa juvenil de la relación, tan agradable como pasajera. Pretender mantener esta
etapa juvenil es tan ilusorio como intentar detener el paso del tiempo y sus efectos.
Por ello no podemos reducir el amor a enamoramiento. Cuando alguien dice «se me
ha acabado el amor porque ya no siento nada» está limitando el campo de visión y de
acción del amor de una forma insostenible. ¿Por qué decimos insostenible? Un amor
amputado de sus rasgos más sustanciales es un amor que no puede durar porque no
tiene soportes. En su sentido más literal es un amor «insoportable». Parafraseando al
escritor Milan Kundera, podríamos hablar de la insoportable levedad del amor solo
sentimiento. El amor es ciertamente una emoción a disfrutar, pero también un trabajo a
desarrollar. Veámoslo.
Hay una roca inconmovible sobre la que se construye el edificio del amor sólido: el
compromiso que nace de un pacto. Amar es mucho más que sentir. Amar es permanecer
fiel a las promesas hechas. El amor se aferra a -y se sostiene sobre- una decisión; su
estabilidad no puede depender de las emociones y sentimientos por naturaleza
fluctuantes. El compromiso que arranca del pacto es el ancla que impide el naufragio del
barco en la hora de la tormenta, la garantía de estabilidad en el conflicto y la crisis.
El cumplimiento del pacto -la fidelidad- es uno de los valores más caros-queridos
porque es un reflejo precioso del carácter divino. Dios es fiel. El pacto barato, por el
contrario, lleva a un compromiso pobre, a una relación frágil y, eventualmente, a una
ruptura fácil de la relación.
Una vez puesto el cimiento, el edificio debe crecer. La construcción del amor sólido
requiere un material muy sensible: la intimidad. La intimidad le es a la pareja lo que el
oxígeno a los pulmones. La intimidad es cercanía en todos los aspectos, es global. Busca
acercarse y entrar dentro del otro en el sentido emocional tanto como en el físico. «Ser
una sola carne» no es un asunto sólo de la sexualidad, sino de la empatía, es el deseo de
penetrar en el interior del alma del amado y conseguir un verdadero encuentro entre dos
personas, no sólo entre dos cuerpos. De hecho, la intimidad física funciona mucho mejor
cuando se acompaña de esta «penetración» emocional.
La intimidad excluye las vidas paralelas –el vivir juntos, pero aparte-, la intimidad
busca conocer y comprender al tú, no pretende cambiar al otro sino aceptar, entiende la
diferencia como un tesoro que enriquece, no como un obstáculo que separa. La intimidad
disfruta con la comunicación y la cultiva en sus diferentes facetas. La ausencia de esta
intimidad global es una de las causas más frecuentes de enfriamiento del amor y puede
llevar a la ruptura de la relación.
Esta cercanía, sin embargo, no viene sola, de forma automática; requiere trabajo. Sí,
el amor sólido es trabajo. No debe sorprender esta idea cuando estamos describiendo
el amor en términos de construcción. Hay que trabajar cada día en este camino a la
cercanía porque nuestra tendencia natural es a encerrarnos en el «yo» y descuidar al
«tú». La dejadez en el cultivo de la intimidad genera una sensación de rutina y de
aburrimiento en la relación que suele ser el primer paso para enfriar el amor. Por el
contrario, la búsqueda activa de nuevas formas de intimidad global es una aventura
apasionante que mantiene a la pareja con una ilusión viva.
Los conflictos son normales en toda relación. De hecho, lejos de ser una señal de
alarma, el conflicto puede expresar vida. Cuando dos personas no discuten nunca, quizás
están tan lejos la una de la otra que no pueden chocar. Lo malo no es enfadarse, sino
permanecer enfadados. De hecho, la salud de un matrimonio no se mide por lo mucho o
lo poco que se pelean los cónyuges, sino por el tiempo que tardan en hacer las paces. La
prontitud en la reconciliación es un síntoma de madurez en la relación. «No se ponga el
sol sobre vuestro enojo» (Ef. 4:26) advertía sabiamente el apóstol, es decir, no os acostéis
sin haber hecho la paz.
¿Por qué es tan importante reconciliarse pronto? El enojo tiene unos efectos tóxicos
que se agravan con el tiempo. Primero, se transforma en rencor; y mientras el enojo es
un simple sentimiento, una reacción, el rencor es ya un resentimiento, se ha convertido
en una actitud. A su vez, el rencor prolongado dará lugar a la amargura que es un estado
de ánimo, es decir afecta el alma y tiene un potencial destructor enorme tanto sobre la
relación como sobre la propia persona amargada. Por esta razón es tan importante
apagar el conflicto cuanto antes.
El perdón es el bálsamo que nos permite transformar una herida en cicatriz. Como dijo
alguien, «perdonar es la mejor manera de librarte de tus enemigos». No es fácil perdonar,
pero es imprescindible para el mantenimiento de la relación. Hay que perdonar tantas
veces como haga falta. Al perdonar le estamos imprimiendo al matrimonio un sello de
calidad superior, el sello divino, porque «errar es humano, perdonar es divino» como
decían los antiguos romanos.
Hasta aquí nos hemos referido a los aspectos que aportan salud y sanidad al
matrimonio. ¿Es suficiente con ello? No, no lo es porque la sanidad debe ir acompañada
de santidad. Sanidad y santidad van juntas y se potencian, tal como nos enseña repetidas
veces la Palabra de Dios. La paz es inseparable de la verdad: «He aquí yo les traeré
sanidad y medicina; y los curaré y les revelaré abundancia de paz y de verdad» (Jer.
33:6). En último término, la fuente del amor sólido sólo se encuentra en Dios. Por ello, el
salmista nos recuerda: «Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los
constructores» (Sal. 127:1).
Hay una dimensión en el edificio del amor que no puede aportar ni la psicología, ni la
medicina, ni ninguna ciencia humana por cuanto es sobrenatural. Nos referimos a la
gracia del arquitecto supremo, Dios. Esta gracia nos hace fuertes en la debilidad y nos da
la esperanza cierta de que no estamos luchando sólo con nuestras fuerzas, sino con los
recursos divinos.
Sí, hay un amor que apaga cualquier amago de divorcio o ruptura. Es el amor maduro
que cumple el pacto con fidelidad, que cultiva la intimidad global y que está dispuesto a
perdonar siempre que haga falta. Es un amor tan sólido que «nunca deja de ser».
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con
el mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
También fue presidente de la Alianza Evangélica Española durante 10 años (1999-2009), y
actualmentes es vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos.
«El justo por la fe vivirá»: una frase, seis palabras, lo que hoy llamaríamos un «tweet»,
constituyen el resumen por excelencia de la Reforma y una síntesis del Evangelio. De ahí
el título de esta reflexión: «El tweet más importante de tu vida». Este texto se repite cuatro
veces en la Biblia (Hab. 2:4; Ro. 1:17; Gá. 3:11; Heb. 10:38) lo cual ya nos da a entender
que estamos ante un principio realmente importante: la fe es esencial para la vida.
«Al fin por la misericordia de Dios, meditando dia y noche en este versículo ("El
justo por la fe vivirá") sentí que nací completamente de nuevo y que había entrado
al Paraíso mismo atravesando sus puertas abiertas. En este momento se abrió
delante de mí un nuevo rostro de las Escrituras».
Con esta frase estamos a la vez ante un compendio formidable del Evangelio y la
semilla bíblica que dio lugar al gran avivamiento de la Reforma con todas sus
consecuencias espirituales y sociales. No es exagerado afirmar, por tanto, que estamos
ante el mensaje corto -el tweet- más importante de la vida.
Para entender bien este mensaje vamos a compararlo con un árbol: tiene un tronco
-«por la fe»- el meollo del árbol, y dos grandes ramas, las consecuencias vitales: «el
justo» - «vivirá».
POR LA FE
¿Qué es la fe?
¿En qué consiste en la práctica esta fe? La fe implica tres pasos. Son exactamente los
pasos de toda relación de amor y se corresponden, a grandes rasgos, con la
experiencia espiritual de Lutero y las conclusiones que cimentaron la Reforma: Sola fide
(Sola fe); Sola Sciptura (Sola Escritura), Sola gratia (Sola gracia).
La fe es conocer
La fe es confiar
La fe es comprometerse
Estos tres pasos progresivos, propios de una relación de amor, los encontramos
también en la fe cristiana:
EL JUSTO
Además, muy importante, la justificación ante de Dios nos capacita para vivir
justamente- con justicia-ante los hombres. Al elemento moral y personal le sigue la
dimensión social y comunitaria de la fe. El orden es importante: la auténtica justicia
empieza por la justificación ante Dios. La ética cristiana arranca, nace de la fe, no es
un mero humanismo que busca construir al hombre a partir del hombre. La justicia entre
los hombres sólo es posible a partir de la justificación ante Dios.
VIVIRÁ
La fe es esencial para la vida aquí y ahora, pero también en el más allá, después de la
muerte. Veamos en más detalle cuán fecunda es esta rama.
Dijo Jesús en una de sus citas más memorables: «He venido para que tengan vida y
vida en abundancia» (Jn. 10:10). La palabra «abundancia» en el original significa superior,
óptima, una vida de calidad.
La fe en Cristo ilumina.
«Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas...» (Jn. 8:12).
Su luz proporciona un profundo sentido de la vida y da significado a la persona
(identidad). Sustituye el desesperanzado grito «vanidad de vanidades, todo es
vanidad» (Ec. 1:2) por un exultante «plenitud de plenitudes, todo es plenitud», en
acertada expresión de Unamuno.
La fe en Cristo transforma.
«Si alguno está en Cristo nueva criatura es, las cosas viejas pasaron, he aquí
todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17).
Su poder ha cambiado y sigue cambiando las vidas de millones de hombres y
mujeres. En frase del conocido cantante Bono de U2, «no me cabe en la cabeza
que un hombre ordinario, o un enfermo, haya transformado la vida de tantas
personas».
La fe en Cristo restaura.
«Mi gracia te es suficiente pues mi poder se hace perfecto (completo) en la
debilidad» (2 Co. 12:9).
Su gracia da fuerzas y restaura a los más débiles, a los pobres en su sentido más
amplio. Jesús ha sacado del pozo de la miseria existencial a miles de marginados
de la sociedad porque Él nunca «quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo
que humea» (Is. 42:3)
Jesús dijo: «El que oye mi palabra, y cree al que me envió (Dios), tiene vida eterna; y
no vendrá a condenación pues ha pasado de muerte a vida» (Jn. 5:24). Trascendentales
palabras, una promesa de vida eterna. Mi destino eterno después de la muerte depende
de este tweet: la fe es esencial para la vida aquí, pero sobre todo para la vida en el más
allá. De ahí nuestro título: El tweet más importante de tu vida. Préstale atención, medita
en él.
No quiero concluir con mis propias palabras, sino con las de Jesús mismo, con una
cálida metáfora, una invitación a cenar juntos:
«He aquí yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré a él, y cenaré con él y él conmigo» (Ap. 3:20).
Jesús no fuerza la puerta; espera a que yo la abra. Si así lo hago, comienza esta
relación de amor, esa fe que nos hace justos y que nos da vida para siempre.
El Dr. Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con
el mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
También fue presidente de la Alianza Evangélica Española durante 10 años (1999-2009), y
actualmente es vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos.
Mateo 1:18-25
Tres frases que se corresponden con tres nombres nos muestran la esencia de la
Navidad. Son la clave para entender esta fiesta y la razón de su verdadera alegría:
«He aquí una virgen concebirá y dará a luz un hijo»: María (v. 23)
«Y llamarás su nombre Jesús» (v. 21)
«Y llamarás su nombre Emanuel» (v. 23)
«He aquí una virgen concebirá y dará a luz un hijo» (Mt. 1:23)
Aparentemente increíble. El relato de una virgen que concibe un hijo suscita una
fácil reacción de parodia por parte de la gente. ¿Cómo puede una virgen quedar
embarazada? Nos reímos y rechazamos como "no creíble" todo lo que escapa a nuestra
comprensión. Necesitamos racionalizar el misterio. Ciertamente el relato nos crea
preguntas, pero son secundarias e innecesarias para entender el texto. El énfasis del
pasaje no está en lo misterioso –una virgen que concibe- sino en lo glorioso, Jesús
nace por obra directa del Espíritu divino, frase repetida dos veces (v. 18 y v. 20). El meollo
del relato radica en la acción directa del Espíritu Santo, no en la virginidad de María.
El asunto de fondo. Así pues, lo que está en juego al creer o rechazar el nacimiento
virginal de Jesús es la omnipotencia y la soberanía divinas. Dios da la vida dónde, cuándo
y cómo Él quiere. Por esta razón la concepción sobrenatural de Jesús es importante, tan
importante que forma parte de las doctrinas del Credo Apostólico. La pregunta clave no
es: "¿Cómo es esto posible?", sino «¿Hay algo imposible para Dios?» (Lc. 1:37).
Una fe sin misterios ya no es fe. Sí, en el texto hay misterio, pero hay mucha más
luz que misterio. Las personas encuentran en el misterio de lo sobrenatural una excusa
para no creer, pero el misterio también puede ser un estímulo de la fe. Una fe sin
misterios, dejaría de ser fe. La fe contiene elementos velados y elementos revelados.
Centrarnos en los "velados" -"los secretos" de Dios- nos impedirá comprender los
aspectos "revelados", la gran luz del Evangelio.
La Navidad empieza con un test que pone a prueba nuestra fe. ¿Estoy dispuesto a
creer que para Dios no hay nada imposible? Entonces creeremos en el milagro de la
concepción virginal de Jesús. Si aquí fallamos, tampoco creeremos en el resto de hechos
sobrenaturales de la vida de Cristo, resurrección incluida. La vida de Jesús se mueve
constantemente en el milagro. Una fe sin milagros nos lleva a un Jesús humano que nos
deja un Evangelio humanista, sin ningún poder.
La salvación es el eje alrededor del cual gira toda la vida de Jesús hasta tal punto
que el nombre Jesús significa Salvador. ¿De qué nos ha de salvar Jesús? En el evangelio
de Lucas se nos amplía en qué consiste esta salvación. Zacarías, «lleno del Espíritu
Santo, profetizó diciendo: ...Y tú, niño, profeta del Altísimo, serás llamado para
conocimiento de salvación a su pueblo... para perdón de sus pecados». (Lc. 1:77).
La Navidad es alegría y celebración, pero su mensaje esencial nos recuerda que hay
un asunto trascendental por arreglar: mi salvación eterna. De todos los regalos que
podamos recibir en estas fechas, uno sobresale por su importancia: el perdón de mis
pecados. Lo que hay en juego es la reconciliación con Dios y, en consecuencia, mi
destino eterno.
Los tres peldaños de la escalera al Cielo. Podemos resumir lo dicho hasta aquí con
una ilustración. El camino que nos lleva a Dios, la escalera al Cielo tiene tres peldaños:
Si los dos primeros peldaños implican una mirada arrepentida a nuestro corazón, el
tercero requiere una mirada de fe a Cristo y su sacrificio redentor. El último de estos
peldaños es el que vino a poner Jesús con su venida a este mundo. La historia de la
¡Qué impresionante la diferencia entre Jesús y Buda! El Dios que está por nosotros
proveyendo una salvación tan grande está también con nosotros haciéndose hombre.
Jesús y Emanuel son inseparables y nos revelan lo más esencial del carácter de Dios, su
amor. Sí, Dios siempre ha querido que su relación con el hombre sea una relación
voluntaria de amor y no una imposición. Y en una relación de amor el mayor y mejor
regalo es la presencia del ser amado a nuestro lado. Por ello, la Navidad es, como
profetizó Zacarías, el amanecer, la aurora de un día luminoso que culminará cuando «el
Sol de justicia» (Mal. 4:2), Jesucristo, reinará por siempre. No es extraño que uno de los
textos más conocidos de la Biblia empiece así: «De tal manera amó Dios a este mundo,
que envió a su Hijo...» (Jn. 3:16).
El Emanuel, el Dios que "se hizo carne y vino a morar con nosotros" cambia nuestra
perspectiva de la vida en todos los sentidos. Nos abre los ojos a un paisaje totalmente
nuevo aquí en esta tierra y allá en el más allá. Por ello, aún en momentos de tribulación,
cuando nos preguntamos perplejos: "¿Dónde está Dios?", alzamos los ojos de la fe al
cielo y afirmamos llenos de confianza: Él está aquí a mi lado e intercede por mí (Ro. 8:34;
Heb. 4:16). Sí, el mismo Dios que estuvo en esta tierra y sufrió todo lo que nosotros
podamos sufrir (Heb. 2:17-18; Heb. 4:15), está por mí y conmigo ahora.
Dios está por nosotros y con nosotros. ¿Puede haber un mensaje de aliento mayor?
Ahí está la verdadera alegría de la Navidad, el motivo central de nuestra celebración. Por
esta razón cuando los magos de oriente vieron la estrella en el cielo, señal del nacimiento
de Jesús, «se regocijaron con muy grande gozo» (Mt. 2:10).
Pablo Martínez Vila ejerce como médico-psiquiatra desde 1979. Realiza, además, un amplio
ministerio como consejero y conferenciante en España y muchos países de Europa. Muy vinculado con
el mundo universitario, ha sido presidente de los Grupos Bíblicos Universitarios durante ocho años.
También fue presidente de la Alianza Evangélica Española durante 10 años (1999-2009), y
actualmente es vicepresidente de la Comunidad Internacional de Médicos Cristianos.
Pensamiento Cristiano es una web de testimonio evangélico. En él se informa de la obra literaria del
pastor José M. Martínez y de su hijo, el doctor Pablo Martínez Vila. A través de esta obra fluye el
pensamiento evangélico de los autores sobre cuestiones teológicas, psicológicas, éticas y de estudio
bíblico con aplicaciones prácticas a problemas actuales.