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Marc Richir | Habitar

Habitar  
Marc  Richir  
Traducido  por  Susana  Velasco  (Escuela  T.S.  Arquitectura  Madrid  /  susanavelasco.net)  
 

“Pero el cuerpo como cuerpo desnudo no es la primera posesión: está todavía fuera del tener y del no tener.
Disponemos de nuestro cuerpo según hayamos suspendido el ser del elemento que nos baña, habitando. El cuerpo
es mi posesión según mi ser se encuentre en una casa en el límite de la interioridad y de la exterioridad. La
extraterritorialidad de una casa condiciona la posesión misma de mi cuerpo.”
E. Lévinas

En1 nuestra época de indiferenciación simbólica universal, donde todas las cosas humanas tienden a estar
niveladas por la máquina ciega de la “rentabilidad”, y por tanto a ser traídas a la abstracción del concepto, se hace
más que nunca necesario recordar que, como todas las lenguas, las herramientas, los mitos o las “representaciones”,
la casa y el habitar constituyen un inmenso enigma antropológico. Ya que nunca y en ninguna parte encontraremos
al hombre saliendo desnudo de los “brazos” de la naturaleza, o que por todas partes y desde siempre, el enigma del
hombre consiste en el hecho de que es, de un extremo al otro, desde antes del nacimiento y hasta la muerte, a través
de todos los episodios de su vida, un “animal simbólico”, un ser de cultura - la cultura estaba, como hoy lo está, en
vías de descomposición o hundimiento. Así, según una abstracción muy propia de nuestro tiempo, nos gustaría
“deducir” la casa y el hábitat de las “necesidades” elementales (protegerse de las intemperies, acomodar un espacio
privado, etc.), necesidades inventadas evidentemente ad hoc, a posteriori y de acuerdo con las necesidades mismas
de la “explicación”. Basta un mínimo de información antropológica para darse cuenta de que casa y hábitat son (o
han sido) de una extraordinaria diversidad, y que esto mismo no puede comprenderse a partir de la diversidad
geográfica y climática – a pesar de sí ser posible, con frecuencia, discernir los “condicionantes” locales (por
ejemplo la inclinación de las cubiertas o la amplitud de las aperturas, el acceso al agua, etc.) Casa y hábitat son ya
tipos de invariantes ideales en relación a la multitud de casos concretos. Esto sin contar con que es necesario
distinguir entre el campamento móvil de nómadas (como en los pueblos dedicados al pastoreo o aquellos de cultura
de quema en los bosques ecuatoriales) y la verdadera fundación del hábitat sedentario, remontándonos muy
probablemente a la época neolítica (domesticación del animal y del vegetal), y ligado, por regla general, al poblado
y después a la ciudad – aunque esto no excluye lo que los geógrafos denominan hábitat disperso. Es más, no se
debe perder de vista que la fundación de la casa y del hábitat no está ipso facto reservada a la abstracción
individualista de la pareja familiar que reina a día de hoy: el hábitat ha podido acoger a familias enteras, según los
reagrupamientos autorizados por las reglas de parentesco (Lévi-Strauss), incluso clanes enteros – hablamos ahora,

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NdT : La referencia del texto original reza : Marc Richir – « Habiter », La Maison - Dossier Argile n°9, Argile, Vière, La Rochegiron, Banon,
avril 2001, pp. 113-119. Debemos a la página de Sacha Carlson, www.laphenomenologierichirienne.org el haber tenido acceso a este
apasionante texto. Por lo demás, agradecemos a Pelayo Pérez García una última revisión de esta versión al castellano que aquí publicamos. El
rigor y la generosa atención de su lectura nos ha permitido detectar algunos errores que se nos habían escapado, y nos ha permitido también
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modificar algunas formulaciones que han mejorado ostensiblemente la versión final. Agradecemos también a Pablo Posada algunos consejos 2013
atinentes a problemas de traducción.
 
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a este respecto, por ejemplo, de casa “real” o principesca. Finalmente, last but not least, no sería menos ingenuo
limitar la casa o el hábitat a los humanos: además de haber estado a menudo vinculada, en el pasado, al culto de
dioses domésticos y de ancestros, ha estado también dedicada a los muertos y a las almas, y hasta a los dioses de la
ciudad (templos) o a Dios, incluso si a día de hoy nos es imposible concebir que la iglesia es la “casa de Dios”, o el
templo dedicado a tal dios, el lugar donde a los hombres les es posible “encontrarse” con él, a través de tal o cual
práctica de culto. A todo esto, que ya es suficiente para indicar la extraordinaria complejidad del asunto, cabría
añadir, para llegar a completar este cuadro, la distinción entre la construcción “dura”, hecha para atravesar las
épocas, con la misma forma inmutable que el mineral, y la construcción en materiales más efímeros con los que
sabemos que sin duda sufrirá los estragos del tiempo, precisando una vez más – la época actual lo demuestra – que
esta distinción está también ligada a la cultura, y no exclusivamente a, por no se sabe qué extraño deseo de
exhibirse mucho tiempo, los “progresos tecnológicos” – habría aquí materia para todo un comentario del episodio
bíblico de la Torre de Babel.
Por deprimentes que puedan parecer para un análisis filosófico de la casa – este tipo de análisis corren el
riesgo de derivar rápidamente en una suerte de ensoñación metafísica –, estos preliminares no nos dejan sin
recursos si por lo menos, al contrario que el estándar actual de la estructura de pabellones, o la estructura en torre de
la ciudad, nos interrogamos con más precisión por “ aquello que ocurre” en el habitar y en la fundación del hábitat,
dejando por otra parte al margen de la interrogación la difícil cuestión del campamento nómada. En aquello que
concierne al habitar, es también digno de reseñar que decimos de una casa que “está habitada” en un sentido que
evoca aquello que entendemos por la “habitación” de un cuerpo vivo por sus gestos, su mímica, sus palabras, y su
mirada. Hay entre ambos una extraña complicidad, aumentada por el hecho de que ambos, casa y cuerpo vivo,
delimitan, aunque no sea de modo claro (como por ejemplo una piedra), un adentro y un afuera, más aún, por el
hecho de que, de la misma manera que no podemos decir que el cuerpo vivo se limita a su envoltorio físico (de él
existe no solamente la mirada, sino la presencia, la palabra, etc.), tampoco podemos decir que la casa se limita “a
sus cuatro muros”, no porque suelte palabras o eche miradas, sino porque tendrá, también ella, una cierta presencia,
y será portadora de significados plurales, al menos para aquellos que sean capaces de captarlos, y esto, desde el
acercamiento por el exterior. De una manera análoga a ésta en la que veo, y hasta un determinado punto,
comprendo al otro en virtud de las múltiples percepciones, conscientes, subconscientes e inconscientes de su cuerpo
habitado por la vida – de esta vida que permanecerá siempre, al final, un enigma –, veo, y hasta cierto punto
comprendo (sin jamás llegar hasta el final) tal o cual casa como habitada desde dentro, como teniendo sentido ya
para mí. Aunque pudiera también tratarse de esto, no se trata únicamente, en esta aprehensión, de una “percepción”
estética, sino precisamente también de una “percepción” del habitar. La paradoja se agranda si nos fijamos en que,
por poco que la hospitalidad entre en juego, nosotros podemos (lo que es imposible en el caso del cuerpo vivo del
otro), y ello hasta un cierto punto, penetrar en la casa, comprobar que es hermosa y está habitada, o decepcionarnos

838 por el hecho de que todo está organizado de modo premeditado según tales o cuáles disposiciones prácticas y
estéticas socialmente en vigor, dejándonos la impresión de “frialdad” o de un “demasiado relamido”. Hemos
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hablado mucho, entre los filósofos, de la “unión” del alma y del cuerpo para lamentar, en ocasiones, haber hecho

 
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esta distinción. Con menor frecuencia hemos hablado de esta “unión” y de esta distinción a propósito de la casa,
cuando, sin embargo, la cuestión se plantea de igual manera, pero bajo la forma de la distinción entre la casa
realmente habitada y su representación, que resulta en una especie de decorado de teatro, un conjunto de signos
convencionales u ostentosos de aquello que se supone ser riqueza o refinamiento. No hay más que pensar en los
soberbios palacios principescos que visitamos hoy como museos para darse cuenta de que, en realidad, resultaban
perfectamente inhabitables.
¿Pero qué es habitar para el habitante mismo? Hay, aquí también, una resonancia paradójica entre el
habitar de su cuerpo vivo y el habitar de su casa, que es en cada caso habitación del interior. Sería absurdo, para
empezar, confundir el interior del cuerpo vivo con el interior físico del cuerpo físico, hecho de músculos y vísceras.
A ese interior que no es físico pero que sin embargo es concreto, lo denominamos intimidad; y más aún, y porque
decimos también del cuerpo vivo que está “animado”, lo llamamos “alma”. Pero este término está
sobredeterminado por la Historia. Aunque el vínculo de la intimidad y del alma – intimidad en el sentido que
entendemos hoy día, y por otra parte, el término alma, de psyché – no ha sido tratado más que tardíamente por la
filosofía, por San Agustín desde la perspectiva que conocemos: no es asunto, por ejemplo, en Platón o Aristóteles, y
esto no solamente por su anterioridad histórica en relación a todo contexto teológico ligado al cristianismo, sino
también, sin duda, porque la organización griega de la casa (oikos)2 apenas si deja un mínimo espacio a eso que
entendemos hoy por intimidad. Es lo que comenzará ya a pensarse con el cristianismo, y ello hasta en la concepción
del hábitat. Es decir, que hay también determinantes, que son culturales, para la definición de mi cuerpo vivo como
mi propio cuerpo, y que la aparición del posesivo en primera persona para el cuerpo y el alma manifiesta
indirectamente el cambio de estructura del habitar, de su correlación con el habitar de la casa tal y como la
comprendemos implícitamente en nuestra época. Esto no implica que los Griegos (u otros) no hayan tenido cuerpo
vivo o cuerpo propio, sino que las cuestiones que le están vinculadas no tenían razón o siquiera ocasión de
[n’avaient pas lieu de] ser planteadas en sus códigos culturales. A lo sumo, Platón toca el tema cuando, a propósito
de la superioridad de la palabra sobre la escritura, explica, en el Fedro que al menos la primera puede contar con la
vida, la vigilancia y la asistencia de aquel que habla, mientras que la segunda está extrañamente ligada a la muerte.
Ahora bien, para nosotros, la palabra viva no puede más que estar habitada por el cuerpo vivo de quien la
pronuncia. Para Platón, precisamente, ella es inmediatamente social, al menos en el ejercicio de la filosofía. Mas
por otra parte la palabra habla del cuerpo (soma) como de la “tumba” (sèma) del alma 3.
Emitidas estas reservas – y era necesario para tener en mente los convenientes preliminares –, ¿qué
significa más exactamente que yo habito mi cuerpo vivo desde el interior? Cuestión difícil ya que, con no
estrictamente ser físicos, por tanto, con ser inmateriales, ese interior o esa intimidad no dejan de ser concretas y no
un cierto vapor, espíritu (pneuma, spiritus que son materiales, recordemos) o ilusión (como algunos gustan de

2
Recordemos que del griego oikos deriva el griego oikonomía (dirección, administración de asuntos de una casa) del que el término “economía”
es calco morfológico, y que el cabeza de familia se dice en griego oikodespotés (señor de la casa) del que será fácil fabricar otro calco para
“justificar” la ideología (“políticamente correcta”) actualmente en vigor. En todo caso, hablando hoy día de economía, haríamos un abuso de
sentido asimilando una nación a una “casa”, incluso en el sentido más amplio. Recordemos también que el equivalente en latín de oikos es 839
domus (de donde se deriva domésticus, doméstico) y que este oikodespotés es dominus. Advertimos la intrincación entre la casa y toda una parte
de la organización social.
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Se trata de un juego de palabras célebre en la tradición filosófica. Recordemos que sèma quiere también decir: signo (cf “semáforo”: que 2013
transporta signos).
 
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proclamar en ocasiones a día de hoy): puedo sentir o experimentar ese interior, esa intimidad aunque no sea a través
de ninguno de mis órganos de sensación, e incluso a pesar de no poder entrar en ellas al punto de percibir, aunque
sólo fuera en imaginación, mi envoltorio corporal como la pared interna de una muralla 4 – cosa que precisamente sí
puedo hacer desde el interior de mi casa. La intimidad no puede entonces ser comprendida más que en una doble
correlación: por una parte, en el encuentro efectivo con los demás (y en la infancia es, antes que nada, el encuentro
con la madre) como encuentro con un cuerpo vivo y habitado, a su vez, desde el interior, y que, al hilo de una
Historia compleja (que no está simplemente hecha de acontecimientos), va fundando literalmente mi habitar propio
en base a lo que me sucede, y lo funda como la intimidad de mi cuerpo vivo; por otra parte, en la figuración más o
menos compleja de esta intimidad en el seno de la casa, sobre una Historia no menos compleja (y que tampoco está
hecha simplemente de acontecimientos) durante la cual el interior de la casa (interior no estrictamente delimitado,
una vez más, por sus cuatro muros) me llega a resultar familiar hasta el punto de no prestarle, a menuda, mayor
atención que la precisamente prestada a mi cuerpo vivo. Y es precisamente esta correlación la que, en muchas
culturas, provoca la asimilación de la casa a lo maternal o a lo femenino, hasta incluso en el corazón de las
instituciones patriarcales. Comprendemos con esto el error de principio que habría al considerar la casa como un
“instrumento” o una “herramienta” destinada a proteger de las posibles intrusiones del afuera: ella es más bien el
despliegue de lo propio figurado hacia afuera, entendido éste como el entorno sin límites espaciales precisos y, no
obstante, entorno limitado de una intimidad, la del interior, en sí misma infigurable, imposible de percibir y sin
embargo siempre susceptible de ser experimentada [ressentie]. Esta figuración está, a su vez, más o menos
codificada por la cultura, a la vez en la determinación de sus códigos y en los “juegos” que éstos dejan abiertos
merced a una elaboración más o menos pobre o rica en inventiva, y donde el campo simbólico está trabajado por sí
mismo, con sus propios medios, pudiendo hacer entrar, en ese trabajo, la dimensión estética. Es decir, que para ser
eficaz, y no “degenerar” en el anonimato o en lo ostentoso, esta figuración debe hasta cierto punto permanecer
imperceptible o, por lo menos, tender a borrarse en la evidencia inadvertida de lo familiar, donde los seres se
sienten “en su casa”: he ahí, en efecto, la condición por la que la intimidad de la casa, la familiaridad de sus seres y
de sus objetos, puede entrar en resonancia con la intimidad de la habitación del cuerpo vivo, para, por así decirlo,
devolvérsela o facilitar que el cuerpo vivo pueda, en todo momento, reintegrar su propia intimidad – aquella, en el
ejemplo más extremo, a que nos hace falta volver para “encontrar” la paz o el sueño.
Más que de una protección contra las intrusiones y miradas indiscretas del extraño, se trata por tanto, en
relación a la casa, de la fundación o mejor dicho de la institución de un lugar, si por esto entendemos algo diferente
al envoltorio abstracto de una cosa. Pero, claro está, no existe lugar aislado alguno que produzca una exclusión del
resto. De la misma manera que el hombre no vive nunca solo – si lo hiciera, dijo Aristóteles, sería un animal o un
dios –, de la misma manera la casa no está nunca aislada en medio de un desierto inmenso e inhabitado – incluso en
el caso donde el “poblamiento” es “disperso”. Lejos de encerrarse en el aislamiento autárquico de lo privado, la

840 casa se abre, porque pone en juego de modo más o menos implícito, a otras casas o habitaciones, es decir a un

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2013 El dolor o el placer extremos me sitúan, como sabemos, “fuera de mi”, es decir, fuera de mi intimidad. Constituyen aquello a que cabría
referirse como el cuerpo oscuro y rebelde.
 
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“país, tierra o región [pays]”, en el sentido en que todavía hoy se utiliza en nuestros pueblos5. Y en la
sedentarización, el “pays (la región o tierra)” es a su vez una especie de lugar de segundo grado, lugar donde estar
“entre sí”, y en ocasiones en oposición más o menos abierta con “lo extranjero”, con aquel que viene de no se sabe
dónde, de quien nada se sabe, y cuyas intenciones permanecen insondables. Es bueno recordar que en las culturas
denominadas arcaicas, el nombre genérico de “hombre” es el mismo por el que el grupo social se define a sí mismo,
y que el sueño (generoso) de humanidad universal es, históricamente, algo relativamente reciente, y que permanece
en calidad de puro sueño para la mayor parte del planeta; sueño que, por lo demás, comporta, a modo de parte
oscura y destructiva, una gigantesca aculturización (que es “desculturización”) donde, a la postre, todo es
equivalente a todo, donde las diferencias se nivelan en la abstracción ideológica del individuo, éste último, a su vez,
en ruptura tendencial con aquello que de intimidad aún pudiera asomar [paraître], es decir, y si somos coherentes
con nosotros mismos, en ruptura con aquello que de la casa se dejase aún apenas vislumbrar: es inútil que nos
extendamos aquí en la evocación de los desastres inducidos por las “megalópolis”, o por la extensión proliferante
de los “extrarradios [banlieues]”. Si toda cultura es eminentemente respetable – y apasionante de estudiar – en tanto
que fruto o “caso” único del genio humano, si las “hibridaciones” culturales se muestran en ocasiones
extremadamente fecundas en la Historia, ello no quiere decir que valgan todas lo mismo o sean intercambiables y
compatibles, mutuamente transmisibles y reductibles, como tampoco que vayan a re-fundarse en una “autenticidad”
que, en realidad, ya hubieran perdido desde que la máquina ciega del beneficio – generadora de entropía, es decir,
de desorden – pasó por allí.
No estamos por tanto ni cerca siquiera de resolver la inmensa dificultad que alberga el pensar la casa y la
habitación en una época como la nuestra en donde asistimos, como poco, a la caída universal de una civilización
(con todas sus variantes culturales, en cada caso singulares) que probablemente cuenta diez mil años de antigüedad:
la civilización neolítica. Ni tampoco estamos cerca de pensar estas cuestiones sin que nos traicione como un aire de
estar embebidos en cierta nostalgia, sobre todo porque eso que hemos denominado “máquina ciega” parece
empujarnos a una huída hacia adelante; huida que, tal y como nos lo han mostrado los horrores del siglo XX , lo es
de una máquina que marcha camino del abismo.
Quizá sea ya entonces demasiado tarde, quizá venimos, en palabras de Hegel a propósito de los filósofos,
como la lechuza de Minerva que emprende el vuelo una vez que ha caído la noche. O quizá no, ya que estas
cuestiones nadie puede dirimirlas. En todo caso, hemos tomado la casa y el hábitat en un cierto grado de su
evolución, quizá en ese crepúsculo que acaba revelando el sentido, el de aquello que hemos tratado brevemente de
analizar, haciéndolo en el mismo momento en el que, después de la segunda mitad del siglo XIX, nos hemos puesto
a pensar la cuestión del cuerpo por sí misma, más precisamente del cuerpo vivo – que algunos querrían siempre y
más ahora reducir a una máquina –, donde reencontramos además la correlación entre “pensamiento” del cuerpo y
automatismos que, en su anonimato, no tienen ya más que ver con una intimidad que tiende, a su vez, a desaparecer
como mera representación de lo privado, y que por tanto nada que ver con la casa ni con la habitación.
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NdT: Richir hace referencia a la voz francesa “pays” y a un uso muy especial, que es el que se da, por ejemplo, cuando se dice, en francés
“pays de la Loire” o como cuando alguien dice: “je retourne au pays”: “vuelvo al terruño, a mi tierra natal”. En todo caso, se trata de un uso que
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no corresponde al de “país” (como estado o nación). El “pays”, en ese sentido, es más bien como una suerte de unidad regional habitada, pero 2013
donde la “unidad” del “pays” nada tiene de reglamentado ni cabe ser trazada desde fuera.
 
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Comprendemos, en todo caso, contra toda lección de “pesimismo” (ligado a alguna forma de “nostalgia”), que
hemos tratado al menos de comprender, por un momento, la cuestión de la casa en un estado crucial de su
evolución, y donde ésta se revela en realidad como extremadamente compleja ya que se mezcla, a través de las
cuestiones del cuerpo vivo, de la intimidad, y del lugar, con la cuestión de saber quiénes somos, nosotros, humanos,
nosotros que no sólo edificamos casas por mor de nuestro habitar, sino también para el habitar de los muertos, de
los dioses y de Dios. Y ello aun cuando no pueda por menos de hacerse hasta lo imposible ya que nunca sabremos
cómo habitan los muertos su casa, de la misma manera que no podemos suponer cómo un dios o Dios habitan su
casa. Al menos pensemos que nuestra tentativa, por breve que sea, muestra que no se trata aquí de una simple
transferencia de sentido, es decir, de una metáfora “antropomórfica”, sino de otra cosa, que queda por analizar, y
que guarda todo su misterio, que tiene que ver, en todo caso, y como sugerimos, con la no limitación física o factual
del cuerpo vivo, y con lo que, de radical alteridad, despunta secretamente en éste. Sin llegar hasta las dificultades
inextricables suscitadas por el cristianismo, los dioses homéricos tenían ya un cuerpo vivo, parlante, intrigante e
incluso susceptible de ser herido, a pesar de su principio de infigurabilidad – la figuración plástica no vendrá hasta
mucho más tarde, y entonces los dioses lo serán por “convención” –, y los muertos, como lo muestra el viaje
“maravilloso” de Ulises por los lindes del Infierno (Hades: estancia de muertos), tenían también un cuerpo, aunque
fantasmático (eidôlon), pero susceptible de ser “reanimado” y de poder hablar, en ocasiones, mediante la absorción
de sangre animal.

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