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Realismo cotidiano en el cine colombiano

Las coordenadas de una narrativa alternativa

Oswaldo Osorio

Uno de los más importantes preceptos de la crítica de cine es tener presentes los diferentes
cánones a los que se ajustan las películas, es decir, no juzgar un filme desde un canon o
modelo al que no pertenece. A buena parte del cine, sobre todo el de entretenimiento y de
género, se le aplica como canon la narrativa clásica o el paradigma aristotélico de los tres
actos y el conflicto central, por ejemplo. Otro canon puede ser el realismo social, conocido
también como realismo crítico, al cual pertenece una significativa tendencia del cine
latinoamericano de los años sesenta y setenta, un cine comprometido con su contexto socio-
político.

El cine colombiano ha sido eminentemente clásico en su narrativa y, cuando ha tratado de


dar cuenta de la problemática realidad del país y sus conflictos, el realismo social ha estado
presente desde la época de José María Arzuaga y Julio Luzardo. No obstante, para el siglo
XXI, en esta cinematografía han surgido algunas alternativas a estos dos cánones, sin que
tampoco quiera decir que sean predominantes. Este surgimiento se ha dado por varias causas,
como el aumento exponencial de la producción nacional, una nueva generación formada en
las escuelas de cine y la influencia de diversas tendencias y autores ahora más accesibles por
vía de los festivales, la formación de los cineastas en el exterior o las distintas plataformas
de distribución del cine mundial.

Uno de estos cánones alternativos, el más visible sin duda, es el de un tipo de realismo que
está un poco en las antípodas del social: el realismo cotidiano. No es nada nuevo ni exclusivo
del cine colombiano, por supuesto, ya el Nuevo Cine Argentino desde finales de la década
del noventa lo tiene como su impronta, así como buena parte del cine de autor de sus vecinos
Chile y Uruguay o del cine internacional en la obra de cineastas como Abbas Kiarostami,
Hou Hsiao-Hsien, Richard Linklater, Mike Leight, Aki Kaurismaki o los hermanos
Dardenne.
Se han referido a él como un “nuevo realismo”, pero esto será solo en relación con el social,
porque lo cierto es que un realismo con estas características ya se encontraba en muchos de
los títulos de la Nueva Ola Francesa o en el cine de un John Cassavettes. Las principales
señales de este cine, entonces, son la desaparición de un conflicto central o fuerte, una
narración de tiempos muertos o que no hace avanzar la historia, el protagonismo del espacio
en el relato y el héroe clásico desdibujado en favor de un personaje ordinario que muchas
veces es interpretado por un actor natural, por lo que se pueden hacer difusos lo linderos con
el documental.

La primera película colombiano con estas características fue El vuelco del cangrejo (Óscar
Ruiz Navia, 2010), y luego de ella, se ha producido alrededor de una veintena de títulos que
contienen, en mayor o menor medida, los mencionados elementos que definen al realismo
cotidiano, además de otros, como el carácter elusivo de las posibles connotaciones y
significados del relato, el frecuente uso del plano secuencia o las largas tomas, la disminución
de los diálogos al punto de casi suprimirlos en algunos casos, el distanciamiento tanto en la
actuación como de la subjetividad del punto de vista y la predilección por finales no
conclusivos.

Héroes, no actores y personas

De todos estos factores, el que se presenta con más consistencia en estas películas es el de la
ausencia del héroe clásico, o dicho de otra manera, su protagonista es una persona ordinaria,
quien, además, en la mayoría de los casos afronta situaciones ordinarias, y esa ecuación del
“doble ordinario” es lo más alejado que hay de la narrativa clásica y, especialmente, del cine
de entretenimiento. También este elemento es lo que propicia muchas de las características
de este tipo de realismo, por eso está en todas las películas, sin excepción.

En la película de Ruiz Navia un hombre llega a La Barra, un poblado costero del Pacífico
colombiano y, luego de instalarse, solo deambula por la playa, mientras la mayor parte del
tiempo el espectador no sabe bien cuál es su motivación e intención, apenas en algún
momento del relato tal vez se puede intuir su huida por una pérdida amorosa y lo que parece
ser una búsqueda interior. No se sabe mucho de él y en aquel lugar, salvo por las distintas
relaciones que entabla con algunos lugareños, no le ocurre nada más que el habitar aquel
espacio pasajeramente. La cámara observa su errancia y su mutismo, pero guarda distancia.
Incluso pueden resultar más cercanos los personajes secundarios, la niña y Cerebro,
principalmente, porque el protagonista es un enigma con ruido de olas, un hombre común
que no busca ser el héroe de nada.

Como igualmente no lo buscan los protagonistas de todas estas películas, que por no
mencionarlas en su totalidad, se referenciarán solo tres: La Sirga (William Vega, 2012),
Cazando luciérnagas (Roberto Flores Prieto, 2012) y Nacimiento (Martín Mejía Rugeles,
2015), tres obras que son en las que más se evidencia este tipo de personaje. En la primera,
una joven llega huyendo de la violencia y se instala en casa de su tío, instaurando rápidamente
una rutina doméstica hasta el final de la película cuando se va de allí; en la de Flores Prieto,
el personaje interpretado por Marlon Moreno casi que dormita su existencia mientras cuida
unas salinas al lado del mar; y en Nacimiento, una mujer tramita el día a día de su embarazo
en el sopor del calor, la espesura y el incesante sonido de fondo del río y el monte.

Los tres son personajes condicionados por su entorno y circunstancias. Están aislados del
mundo y su bullicio, y aunque tengan personas cerca, los caracteriza su parquedad y
ensimismamiento. No tienen un conflicto inmediato (bueno, al celador le aparece una hija a
mitad del relato), aunque sí tal vez un malestar de fondo, sobre todo la joven de La Sirga,
que se mantiene a distancia del conflicto armado. Pero estos filmes se ocupan es de esa
situación inmediata, en la cual prima su condición de personas ordinarias sumidas en una
cotidianidad sin giros ni sobresaltos, incluso cuando el celador se acopla a su hija, retoma
una nueva y llana rutina. Mucho menos están presentes las “hazañas dignas de elogio” que
reclama el héroe clásico, a lo sumo una colección de gestos y acciones solo admirables dentro
de los paradigmas de una vida modesta y austera; igualmente, la “fuerza o valentía” propias
de aquel tipo de héroe también están ausentes de estos personajes, quienes incluso suelen
antojarse más bien vulnerables y timoratos frente a sucesos externos a su propio ser y
cotidianidad, aunque lo más probable es que las historias que protagonizan nunca los
someterán este tipo de pruebas.

Incluso a algunos de estos personajes podría ubicárseles dentro de la figura del anti héroe,
aunque solo en una de las posibles acepciones que tiene este término, que puede ser visto,
por un lado, como alguien que protagoniza actos heroicos pero por motivos y con métodos
distintos a los del héroe clásico, aun con conductas cuestionables o reprochables; y por otro
lado, está el anti héroe definido por no tener las características del héroe, esto es, sin belleza,
nobleza, habilidades o atributos extraordinarios. Este último es el que corresponde a muchos
de los personajes del realismo cotidiano, como se puede ver en películas como Crónica del
fin del mundo (Mauricio Cuervo, 2012) o La defensa del dragón (Natalia Santa, 2017). En la
primera, un jubilado medio amargado y su hijo desempleado transitan sus vidas como seres
ordinarios y casi grises, el uno mirando con desencanto el pasado y el otro con ansiedad el
futuro; mientras en la segunda, un ex ajedrecista arrastra su tedio y escaso quehacer diario
entre las penurias económicas y sus variados defectos personales.

De personajes como ellos está lleno el mundo entero, de hecho, podría decirse que son
mayoría, pero estos se ganan el apelativo de anti héroes, porque protagonizan unas películas,
mientras no, por ejemplo, el tendero de la esquina. Y es en esta combinación, que es del todo
improcedente para la narrativa clásica y el cine de entretenimiento, donde se encuentra parte
de la esencia de este realismo cotidiano. Por otro lado, aunque son personajes que
hipotéticamente representarían a la mayoría, o al menos a una colectividad, no están
concebidos de tal forma por estos relatos -como sí ocurre en el realismo social- pues están
imbuidos en su individualidad y universo particular, sin querer representar ni ser modelo de
ningún otro ser humano.

Ahora, una característica que suele estar muy unida a este tipo de personaje y que, de hecho,
en muchas ocasiones lo determina, es la frecuente presencia en esta narrativa de actores no
profesionales y actores naturales, los cuales se diferencian en que los primeros son personas
sin ninguna formación que actúan porque tienen cierta habilidad natural para hacerlo,
mientras que los segundos, que tampoco tienen formación, se interpretan a sí mismos,
ayudados por el debido direccionamiento y ensayos con los cineastas. Estas figuras se pueden
ver con claridad en toda la obra de Iván D. Gaona o en la película Los nadie (Juan Sebastián
Mesa, 2016). Además, existe un concepto que va más allá de los actores naturales, y es el
personaje – persona, que es un actor natural que no solo se interpreta a sí mismo y a otros
como él: los campesinos de Los retratos (Gaona, 2012), por ejemplo, sino que la persona es
el personaje mismo, como ocurre en Porfirio (Alejandro Landes, 2011), en la que Porfirio
Ramírez, un hombre a quien una bala de la policía lo dejó paralizado, protagoniza su propia
historia en este filme de Landes.

Tanto los unos como los otros son parte fundamental de buena aparte de estas películas,
aunque tampoco son condición, ya sea porque los actores son profesionales, como en La
defensa del dragón, o porque se combinan ambos tipos, con formación y sin formación, como
ocurre en Gente de bien (Franco Lolli, 2014). El caso es que estos actores no profesionales y
naturales hacen parte de una tradición que viene desde el realismo social y que se remonta al
neorrealismo italiano y hasta el realismo socialista de los formalistas soviéticos. Su presencia
suele dar una mayor autenticidad a los personajes y una filiación más directa con el universo
representado. Por eso en Los nadie se entiende de forma tan contundente las ansias y
pulsiones de esa generación que dibuja y a ese tipo de joven urbano que vive a Medellín con
tanta voracidad como fastidio. Sin estos actores, su presencia, sus modos y su jerga, ese
universo que recrea esta película, tan vívido como marginal, se habría visto artificial o menos
eficaz en su representación. Igual ocurre con Porfirio, para ese hombre y ese actor atrapados
en una silla de ruedas, la cotidianidad del uno es la del otro, y el esfuerzo para cada acción y
sus gestos son los mismos para ambos, por lo que casi se pierde la posibilidad de identificar
qué es real y qué puesta en escena.

La imagen-acción y la imagen-tiempo

El otro gran aspecto que determina al realismo cotidiano y que es la mayor ruptura con la
narrativa clásica, es la desaparición, o cuando menos el debilitamiento, del conflicto central.
El conflicto es la oposición de fuerzas o de voluntades en la narración. La tensión entre estas
o el intento del protagonista por resolverlo es lo que desencadena las acciones, crea la
intensidad dramática y hace avanzar la historia. Esto es la base del principio de causalidad,
que representa la lógica suprema del clasicismo cinematográfico. Pero si el conflicto no
existe o está en la periferia de la trama, si es centrífugo, como propone Carolina Urrutia,
entonces cambia por completo la naturaleza del relato. La mayoría de las películas del cine
aquí referido tienen esta característica de forma plena, como Señoritas (Lina Rodríguez,
2014), o parcialmente, como ocurre en la segunda película de esta misma directora, Mañana
a esta hora (2017), en la que el conflicto fuerte aparece, pero muy avanzado el metraje.
En Señoritas el espectador es testigo de la vida cotidiana y social de su protagonista, sus
hábitos domésticos, las frecuentes salidas de rumba o las conversaciones triviales con sus
amigos. “Nada sucede” durante casi toda la película, o sea que no hay historia en su
concepción clásica, porque en estos casos poco se puede hablar de un argumento. Es más un
encadenamiento de situaciones, la vida sucediendo, además narrada sin tomar solo los picos
dramáticos o argumentales, como lo hace habitualmente el cine. Y eso que en esta cinta
siempre están pasando cosas, aunque sean banales, porque hay otras, como El vuelco del
cangrejo, Porfirio o Cazando luciérnagas, que están colmadas de tiempos muertos, pues la
ausencia de ese conflicto central o fuerte deviene en el privilegio de ese presente continuo
del que habla Sandra Cuesta, desatendiendo la síntesis temporal propia de la narrativa clásica.
Por eso Porfirio mira largamente el techo, así como el celador de las salinas y aquel hombre
en La Barra pierden su vista en lo ancho del mar. Entonces la presencia de estos personajes
en el relato pasa de la imagen – acción a la imagen – tiempo, porque no tienen un problema
inminente qué resolver, de ahí que el discurrir de acontecimientos en el relato cede el paso a
una suerte de lento transcurrir contemplativo.

De manera que la experiencia del espectador es, por fuerza, diferente. Ya la conexión no es
con lo que les pasa o sienten estos personajes, sino con la forma como están percibiendo su
entorno y cada momento, es a lo que Bettendorff y Pérez llaman realismo sinestésico. De
acuerdo con esta idea, se puede sentir el bochorno en la casa de Porfirio, quien se mantiene
en bermudas y sin camisa; o el aislamiento y soledad del celador en esas salinas; o el viento
en la cara del otro hombre frente al mar. El cine se experimenta de una manera distinta, lo
cual requiere otra disposición, más cerebral si se quiere, para captar el posible sentido de ese
tipo de experiencia; o también sensorial, pero por la línea de la sinestesia, no de los estímulos
inmediatos y constantes con que suele marcar sus ritmos la narrativa clásica con todos sus
giros y golpes de efecto sonoros, visuales y de montaje.

Esta experiencia pasa necesariamente por la concepción visual y cinemática que se desprende
de esta propuesta narrativa, donde la cámara fija, las tomas largas, la contemplación y el
plano secuencia asumen la identidad estética de las películas. Esto quiere decir, por un lado,
que el tempo que tiene esta narrativa es determinante para definirla, y por otro, que el
espectador se debe ajustar a esta nueva temporalidad y asumir sus dinámicas. Así por
ejemplo, debe estar dispuesto a experimentar y entender los extensos planos, la más de las
veces fijos, de la mujer embarazada de Nacimiento solo yaciendo en medio del sopor de la
ruidosa naturaleza que la rodea. Unos planos necesarios para establecer ese vínculo entre esa
madre y su entorno lleno de vida. Igualmente, el plano secuencia es un recurso que alarga
aún más la duración de las imágenes, incluso llegando a casos extremos, como cuando en
Señoritas la cámara sigue durante casi ocho minutos a su protagonista mientras camina una
noche por las calles vacías. Son ocho largos minutos, apenas viendo a una mujer de espaldas
y escuchando su taconear, que definitivamente cambian los paradigmas de lo que puede ser
el cine, o también, que hace cuestionar la relevancia o necesidad de tales decisiones estéticas
y narrativas.

Lejos del personaje, cerca del espacio

Esta forma de narrar suele estar unida a una mirada a esos personajes y universos que también
marca sus diferencias frente a los cánones hegemónicos. Es una mirada definida por una
suerte de distanciamiento, un abordaje más objetivo que subjetivo de esas emociones y
sentimientos que el relato pone en juego. Ese distanciamiento es pautado por la pasividad y
estatismo de la cámara, así como por una marcada parquedad de los personajes. Películas
como La Sirga y Sal (2018) de William Vega, o El vuelco del cangrejo y Nacimiento son
protagonizadas por personajes abstraídos y de pocas palabras, a quienes la cámara casi que
espía o persigue a distancia. Lo que piensan y sienten ellos no podría describirse con
precisión. Se conocen sus circunstancias generales, así como algunas motivaciones básicas,
pero toda esa filigrana o expresividad emocional que se puede captar en el otro cine no es
posible aquí, al menos no de forma certera. Al espectador le toca suponer o tratar de
conectarlos con los elementos insinuados por el entorno.

De este aspecto deviene otra de las características de esta narrativa, y es la naturaleza elusiva
y sugerente del sentido o significado de la historia. No se trata del didactismo propio de la
narrativa clásica, en la que al final queda clara la idea, el tema y la moraleja de las películas,
en las que leer entre líneas es posible con cierta facilidad, solo conectando imágenes, ideas y
elementos. A estas películas no les interesa tanto ser explícitas con su premisa: No se sabe a
ciencia cierta de qué escapa o qué busca el hombre de El vuelco del cangrejo; tampoco lo
que expresamente quiere decir Lina Rodríguez con su personaje de Señoritas, quien se parece
en mucho a la protagonista de Segunda estrella a la derecha (Ruth Caudeli, 2019); así como
esa cotidianidad de padre e hijo en Crónica del fin del mundo parece hablar de un malestar
con la vida y el país, pero difícilmente habrá consenso en cuál pueda ser la mejor o más
precisa lectura. En las películas con narrativa clásica sí suele haber consenso, pero en estas
hay muchas posibilidades en sus posibles sentidos, así como diversos niveles de
interpretación.

Un último y definitivo aspecto del realismo cotidiano es el protagonismo que gana el espacio
como sujeto mismo del relato, elemento expresivo y que determina el significado de la
historia. Y no se está hablando aquí en el sentido que se presenta en el cine de género, donde
las películas que pertenecen al western, las court room movies o la ciencia ficción, por
ejemplo, sus tramas y personajes son demarcados de antemano por el Viejo Oeste, los
estrados judiciales o un planeta lejano, respectivamente. En este caso se trata de unos
espacios y lugares que son casi abordados como una entidad por el relato, tanto en su
conexión con los personajes como en su presencia y preeminencia ante la cámara.

De todos estos filmes en lo que mejor se puede ver esto es en Nacimiento, El vuelco del
cangrejo, en los de William Vega y en los de Flores Prieto, Cazando luciérnagas y Ruido
rosa (2014). En este último, un hotel de tercera y una inédita Barranquilla, nocturna y
lluviosa, envuelven la historia de amor de sus protagonistas, dos viejos cuya apariencia está
sintonizada con los desvencijados y raídos espacios que se roban el atractivo visual de la
película. El contraste, entonces, se hace evidente: el distanciamiento del relato ante los
personajes y su mutismo, frente a la rica estética de las paredes derruidas, las habitaciones
atiborradas de objetos, el derroche de color y hasta el neón. Igualmente, Nacimiento es más
la historia de un hábitat denso en vegetación que una improbable trama de quienes lo habitan,
en El vuelco del cangrejo La Barra tiene un conflicto más fuerte y visible que ese supuesto
protagonista que la recorre, La Sirga tiene el título del espacio mismo en que se desarrolla el
relato, y en Cazando luciérnagas los escasos personajes siempre aparecen diminutos ante la
vastedad de las salinas y el mar.

Una consideración final que se debe anotar en relación con el realismo cotidiano, es que en
algunos casos surgió en reacción al realismo social, como ocurrió con el Nuevo Cine
Argentino, que ya no quería contar más historias de la dictadura; pero también ese
distanciamiento del que se habló antes, suele alejarlo del interés por asuntos políticos,
ideológicos o contextuales. Estos tópicos no suelen caber dentro de estas historias intimistas
y cotidianas o sus personajes ordinarios con conflictos periféricos. No obstante, en Colombia,
por su conflictiva y problemática realidad, es más difícil abstraerse de ese contexto, por lo
que en algunas de estas películas es posible encontrar la combinación de los dos tipos de
realismo en una unión orgánica y elocuente. Eso que llaman amor (Carlos César Arbeláez,
2015) y X500 (Juan Andrés Arango, 2016), tienen en común esta combinación y el hecho de
estar compuesta cada una por tres historias que se entrelazan en el relato.

En la película de Arango, la línea argumental que se desarrolla en Colombia tiene que ver
con las bandas criminales al servicio del narcotráfico y las temidas casas de pique en
Buenaventura, al tiempo que cuenta la historia de sus tres jóvenes personajes con algunas de
las características del realismo cotidiano. En el caso de la película hecha en Medellín, sus
historias están definidas por la marginalidad y la violencia, por lo que prima el tono del
realismo social que es tradición en esta ciudad, pero parte del talante de su puesta en escena
y concepción de los personajes están alineados con esa narrativa de la que se ocupa este texto.

Para terminar, hay que decir que este no es, por supuesto, el cine que más ve el público
colombiano, todo lo contrario, al grueso del público, ese que está acostumbrado y disfruta de
lo entretenidos e impactantes que pueden ser los recursos y esquemas de la narrativa clásica,
le causa mucha dificultad, cuando no aversión, ver este tipo de películas aquí trabajadas. Es
por eso que este cine está más cerca de los cinéfilos y del público de festivales, e
indefectiblemente pertenece al territorio del cine de autor. Es por eso también que entre este
puñado de filmes hay algunos de los mejores títulos que ha producido el cine nacional
recientemente, así como unos tantos nombres de cineastas sobresalientes y aun prometedores,
la mayoría de ellos jóvenes.

Osorio, Oswaldo (Compilador). Lecturas sobre la luz: Ensayos críticos sobre cine
colombiano. Vásquez Editores, Medellín, 2021.

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