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La circulación mundial del cine colombiano

O de las imágenes que no tienen la culpa

Oswaldo Osorio

Un país sin cine es como una casa sin espejos, afirmó el director italiano Gillo Pontecorvo.
Es por eso que toda reflexión que se haga sobre el cine colombiano debe pasar por lo que
este refleja. Y con una realidad tan problemática e imperativa como la nacional, es
inevitable que esa realidad sea lo que más se ve reflejado en las pantallas. De ahí que al
pensar nuestra cinematografía en relación con el resto del mundo, es un ejercicio que
necesariamente está cruzado por sus temas y la forma de abordarlos, así como por las
consideraciones en torno a cómo nos vemos y cómo nos ven a través de las imágenes del
celuloide.

No obstante, a despecho del título de este texto y de lo enunciado anteriormente, lo primero


que habría que hacer para desarrollar este tema, es refutar con cifras y hechos concretos una
serie de ideas preconcebidas que se tienen al respecto. La primera de ellas es creer que el
cine colombiano es monotemático con el tópico del narcotráfico, principalmente, pero
también con otros como el conflicto interno, el sicariato y la marginalidad.

Sin embargo, lo cierto es que de las 92 películas colombianas que se han estrenado en los
últimos veinte años, apenas 35 están relacionadas con esos temas de la problemática
realidad del país. Entre esas producciones, solo siete tienen al narcotráfico como tema
central o importante, diez a la guerrilla o paramilitares y únicamente hay dos de sicarios.
Los títulos restantes están repartidos entre marginalidad, delincuencia común y películas de
género que hablan del conflicto pero mediado por los esquemas del cine.

Aún así, poco más de un tercio (38%) de las películas se ocupan de estos temas con los que
muchos siempre relacionan al cine nacional. La razón de esto es muy simple, es porque
nuestra realidad no solo le suministra a los cineastas una rica veta para sus relatos, sino que,
además, parecen obligar moral e intelectualmente a un gran porcentaje de ellos a referirse a
esa violencia que ya casi nos define como cultura y como nación.
Los directores, en su calidad de artistas y humanistas, hablan de lo que los afecta y de los
temas fundamentales que rodean su vida, y en el caso de Colombia esos temas siempre van
a estar relacionados con la violencia. Porque la mayoría de directores en el país hacen cine
para decir algo (aunque no siempre lo logran) y el tema de la violencia, sus causas y
consecuencias, aquí es un imperativo: social, político, ideológico y artístico. Incluso podría
decirse que todavía faltan más películas que aborden seria y reflexivamente los distintos
temas. El paramilitarismo, por ejemplo, es uno de esos asuntos con los que el cine nacional
aún tiene una gran deuda.

La contraparte de estas cifras tiene que ver con que ese público que acusa al cine nacional
por sus temas, lo dice por unas cuantas películas que ha visto o de las que ha oído hablar,
no porque conozca realmente la filmografía nacional. Si la conociera, se daría cuenta de
que, en ese mismo periodo, hay 26 historias de amor (o desamor, que a veces es lo mismo),
así como una docena de películas de género (principalmente thrillers y algunas de horror) y
alrededor de una veintena de comedias. Muchos de estos filmes tienen el mismo nivel y
significación que algunos de los títulos más reconocidos, como por ejemplo, Los Niños
Invisibles (Lisandro Duque, 2001), Malamor (Jorge Echeverri, 2004), Violeta de mil
colores (Harold Trompetero, 2005), García (José Luis Rugeles, 2010) o Karen llora en un
bus (Gabriel Rojas, 2011).

Otro error generalizado es desconocer estas razones por las que los directores se inclinan
por tales temas y creer que lo hacen porque “es lo que más vende”. Pero lo cierto es que los
colombianos no ven cine nacional. Si bien muchas de estas cintas relacionadas con el
conflicto son las que más suenan, las que más comentarios de la opinión público desatan,
no necesariamente son las más taquilleras, pues siempre tienen mayor éxito las comedias
populistas de Dago garcía (Muertos de susto, In fraganti, El paseo) que el cine de Víctor
Gaviria o Felipe Aljure.

Es por eso que ese diez por ciento que, en promedio, representa la taquilla de las películas
colombianas del recaudo total anual de la exhibición en el país, en su mayoría es logrado
por dos o tres cintas de consumo, como las de Dago García. Así, por ejemplo, para el 2011,
los extremos de recaudación en el cine colombiano están representados por dos filmes que
se encuentran en las antípodas de su propuesta temática y cinematográfica. De un lado, está
la comedia familiar El paseo (Harold Trompetero), que tiene el récord histórico para una
película nacional con más de un millón y medio de espectadores; mientras que una
reflexiva y estéticamente audaz propuesta como es la de Pequeñas voces (Jairo Carrillo,
Óscar Andrade), escasamente superó las cinco mil boletas vendidas. Con este contrastado
ejemplo queda clara la vigencia de la dicotomía entre arte e industria que siempre ha estado
en la naturaleza del cine.

¿Productos de exportación?

De otro lado, uno de los argumentos más manidos de los detractores del cine colombiano y
sus temáticas, es que representan una mala imagen para el país. Y la impugnación de esta
equivocada idea será lo que dé pie a desarrollar el asunto central de esta reflexión, esto es,
la circulación mundial del cine colombiano. En este sentido, existen dos formas en que se
presenta el proceso de la salida del cine nacional hacia otras latitudes. Una tiene que ver
con la participación de cintas colombianas en festivales de cine internacionales, y la otra, es
la posibilidad de que sean estrenadas en circuitos comerciales o de salas de arte y ensayo en
el exterior.

En el primer caso, la participación del cine nacional en eventos internacionales hasta hace
poco había sido tímida y un poco estéril en sus resultados. Desde la emblemática Raíces de
piedra (José María Arzuaga, 1963), que fuera la primera película en ser galardonada en
festivales (Pésaro, Locarno y Moscú); pasando por algunas cintas multi premiadas en
certámenes –menores- alrededor de mundo, como Gamín (Ciro Durán, 1977), Cóndores no
entierran todos los días (Francisco Norden 1983) o La estrategia del caracol (Sergio
Cabrera, 1993); hasta las dos películas de Víctor Gaviria, Rodrigo D (1990) y La vendedora
de Rosas (1998), que han sido las únicas películas colombianas que han estado en la
selección oficial de uno de los principales festivales de cine del mundo, en este caso el de
Cannes.1

1
Son cuatro los Festivales de Clase A: Venecia, Cannes, Berlin y San Sebastían. Hay otro más, el de Toronto,
que sin tener el esta clasificación ni el mismo peso histórico, tiene casi la misma importancia, al punto de
recibir hoy por hoy el apelativo de “Festival de festivales”.
Es decir, a la hora de los balances, la presencia del cine colombiano en festivales
internacionales representa una presencia y figuración ínfima al momento en que el cine
estaba por cumplir cien años. Pero, además, cabe anotar que todas estas películas citadas
tienen que ver con el tema de la marginalidad social, excepto una de ellas, Cóndores no
entierran todos los días, que es sobre la violencia partidista de los años cincuenta. Es por
eso que, ya con estas tempranas participaciones, se puede inferir que las mejores películas
colombianas suelen ser producto de esa mirada reflexiva que nuestro cine hace de la
problemática realidad nacional.

Aunque esto también podría leerse como que en el exterior, en especial en Europa y
Estados Unidos, las imágenes colombianas –y latinoamericanas- que quieren consumir y
con las que nos definen, son las relacionadas con la marginalidad y la violencia. Ya lo decía
Glauber Rocha en su célebre manifiesto La estética del hambre, con unas palabras que, casi
medio siglo después, aún conservan su vigencia y contundencia:

Nosotros comprendemos esta hambre que el europeo y el brasilero en


su mayoría no entienden. Para el europeo es un extraño surrealismo
tropical. Para el brasilero es una vergüenza nacional, y no sabe de
dónde viene. Nosotros sabemos que el hambre no será curada por los
planes de gabinete y que los arreglos del Technicolor no esconden sino
que agravan sus tumores. Así sólo una cultura del hambre, minando sus
propias estructuras, puede superarse cualitativamente: y la más noble
manifestación del hambre es la violencia.2

El cine más exportado

Luego de una crítica sequía en el sector cinematográfico durante la década del noventa (un
periodo en el que se estrenaban dos películas anuales en promedio o, incluso, hubo años en
que no se produjo ninguna película), sobrevino un dinamismo en la producción, esto
gracias a la llamada Ley de cine, puesta en vigencia en 2004. Con los fondos recaudados
por vía de esta ley, el número de películas ha aumentado en los últimos años a una docena
anual en promedio.

2
ROCHA, Glauber. Catálogo Ciclo Glauber Rocha. La estética del hambre. Cinemateca Distrital, Bogotá, 2004.
P. 20.
Así mismo, se ha tratado de corregir el más grande error de los anteriores sistemas de
apoyo al cine, los cuales no contemplaban dentro del proceso de producción de una película
todo el plan de divulgación y distribución. Por eso ahora existen estímulos del Fondo para
el Desarrollo Cinematográfico (FDC) para estas instancias, lo que incluye la financiación
parcial del paso de las películas por festivales internacionales.

Por todo esto, y desde una perspectiva histórica, el cine colombiano se encuentra en su
mejor momento, tanto en cantidad y calidad como en reconocimiento en el exterior.
Durante los últimos años, son cada vez más frecuentes los anuncios de participación del
cine criollo en los festivales. Y aquí es necesario aclarar que, aunque no consigan ningún
galardón, la participación de una película ya es, de alguna manera, un triunfo, porque esto
implica que fue seleccionada entre decenas de títulos, o entre cientos cuando se trata de
certámenes importantes (por eso es tan significativo lo conseguido por las dos películas de
Gaviria en Cannes).

Producciones como Apocalípsur (Javier Mejía, 2007), Los viajes del viento (Ciro Guerra,
2009), El vuelco del Cangrejo (Óscar Ruiz Navia, 2010), Retratos en un mar de mentiras
(Carlos Gaviria, 2010) o Los colores de la montaña (Carlos César Arbeláez, 2011), son los
más destacados ejemplos de ese cine colombiano, perteneciente a la era de la Ley de cine,
que han tenido una importante presencia y reconocimiento en un número considerable de
festivales.

Sin embargo, esta participación, en términos reales, no implica el brillo e importancia que
parece, al menos no a nivel del cine mundial, aunque sí del nacional. La razón es porque
han estado o ganado en festivales de segunda línea, de resonancia regional o en los
festivales de peso pero en alguna de las tantas secciones, no en la selección oficial. Es así
como Los viajes del viento y El vuelco del Cangrejo se dieron vitrina por Cannes, Los
colores de la montaña en San Sebastián, y Retratos en un mar de mentiras participó y ganó
en Guadalajara.

No son pírricas estas victorias tampoco, porque, como se verá más adelante, estas
participaciones tienen unas importantes consecuencias en el futuro comercial de las
películas. Pero antes, es necesario retomar el punto por el que empezó este
acompañamiento del cine colombiano por los festivales. Y es el asunto de la mala imagen
del país a causa del cine. Porque quienes sostienen esta posición, no tienen en cuenta lo
aquí expuesto, esto es, que esa presencia del cine en el exterior, en gran medida, está dada
es por la participación de las películas en este tipo de eventos, donde suelen ser exhibidas,
por lo general, en una sola ocasión. Además, estas exhibiciones son para un público
iniciado y con un criterio más formado para ver cine, por lo que es más factible que, o
conozca mejor el contexto colombiano, o al menos le haga una lectura no tan esquemática a
los temas e historias que cuenta su cine.

La otra posibilidad de que las películas nacionales se vean en el exterior, es que sean
estrenadas comercialmente, ya en circuitos convencionales o en las llamadas salas de arte y
ensayo. Para que esto ocurra, normalmente es condición, precisamente, ese paso por
festivales. Entre más cantidad de participaciones, más importantes sean los certámenes y
más reconocimientos obtenga una película, mejor se revertirá esto en ofertas de distribución
en los circuitos mundiales.

El caso que mejor ilustra este proceso es Los viajes del viento, una cinta que estuvo
seleccionada en casi cuarenta festivales alrededor del mundo y, consecuentemente, fueron
comprados los derechos de exhibición en una docena de países, desde Nueva Zelanda hasta
Estados Unidos, pasando por algunos de Europa y Latinoamérica. No obstante, en
Colombia la vieron menos de doscientos mil espectadores. Algo parecido ocurrió con Los
colores de la montaña, una producción que, luego de pasar con cierto éxito por muchos
festivales, fue estrenada en Francia con la misma fuerza (que se mide en cantidad de salas)
que cualquier película comercial.

Aunque, la verdad, estos son casos excepcionales, los cuales solo tienen como antecedente,
a una menor escala, las dos películas de Víctor Gaviria y coproducciones dirigidas por
extranjeros y con distribuidores internacionales como La Virgen de los sicarios (Barbet
Schroeder, 1999) y María llena eres de gracia (Joshua Marston, 2004).

Por otro lado, llama la atención el hecho de que en esas películas de los últimos años, sus
temas no sean tan centrados en la marginalidad y la violencia. Empezando por la que mayor
acogida ha tenido, Los viajes del viento, una evocativa cinta que retoma el mito del artista
que hace un pacto con el diablo, pero adaptada al folclor y colorido de la cultura vallenata.
Igual ocurre con El vuelco del cangrejo, que se muestra contemplativa con un paisaje y con
la introspección de un hombre; o con Apocalípsur y Los colores de la montaña, que si bien
se enmarcan dentro de un contexto de conflicto y violencia, el énfasis está puesto en una
historia de amigos de clase alta, en el primer caso, y en el universo infantil, en el segundo.

Es por eso que la Colombia que conoce el mundo, con todos sus clichés, arquetipos y
reduccionismos culturales, no la ha conocido por medio de las pantallas de cine. Estas
construcciones llegan masivamente a la opinión pública mundial, creándole esas imágenes
entre reales y deformadas del país, principalmente por medio de la televisión, y en especial
por vía de las redes informativas, las cuales, como se sabe, se concentran en los
acontecimientos de mayor interés noticioso, entre los que la violencia y la ilegalidad, ya sea
del narcotráfico o de los grupos armados, tienen prioridad sobre todo lo demás.

Entonces el espectador fuera de Colombia está constantemente bombardeado, en lo que a la


realidad de este país se refiere, por imágenes televisivas de tomas guerrilleras, secuestros y
cargamentos de coca. Pero son imágenes que no sobrepasan los dos minutos de duración o
las cifras y datos escuetos. En cambio, cuando se ve una película sobre alguno de estos
tópicos, normalmente hay una compresión y exposición más orgánica e integral de los
personajes y sus circunstancias, de manera que el universo que se le construye al espectador
está casi siempre alejado de esos esquematismos.

Incluso con el mismo público del país ocurre un efecto parecido. Ya este texto ha sostenido
con cifras que el público colombiano no es muy asiduo a ver su propio cine. Pero aún así,
habla con insistencia de un hartazgo de la violencia y el narcotráfico en el cine. También
parece ser que no puede establecer la diferencia entre cine y televisión. Esta última, desde
la continua programación noticiosa y los seriados realizados en los últimos años, los cuales
se dieron a la tarea de explotar esos temas de los que, supuestamente, estaba cansada la
gente. El resultado: series como El cartel de los sapos, El Capo o Las muñecas de la mafia
fueron premiadas con el más alto raiting por un público que no se da cuenta de que esos
seriados, por la naturaleza misma del medio televisivo y por las características del discurso
propio de este género, solo pueden mostrar esa realidad, justamente, a partir de arquetipos,
reduccionismos y el espectáculo.
Colombia en Hollywood

Aunque existe otra versión cinematográfica de la imagen que de Colombia se le ofrece al


mundo. Y es la que proporcionan las películas de Hollywood, las cuales se fundamentan en
esos imaginarios genéricos (provenientes principalmente de la indiscriminada información
noticiosa), donde los esquemas que imperan son el del narcotraficante sanguinario, el
paisaje urbano tipo villorrio subdesarrollado y el paisaje rural como escenario infestado de
guerrilleros (últimamente terroristas). Las películas Caracortada (Brian De Palma, 1984),
Sr. y Sra. Smith (Doug Liman, 2005) y Daño colateral (Andrew Davies, 2002),
respectivamente, se ajustan a estas representaciones.

En este mismo sentido, el estreno de la película titulada Colombiana (Antoine Megatón,


2011), protagonizada por una asesina a sueldo -colombiana, claro-, despertó una airada
protesta de la Cámara por los Colombianos en el Exterior en Estados Unidos, quienes le
solicitaban a la Ministra de Relaciones Exteriores de Colombia que se quejara oficialmente
porque “Nuevamente, se observa cómo la imagen de Colombia y la de sus ciudadanos es
usada indebidamente para caracterizar al país en términos de drogas y violencia. (…) De
igual forma, el uso del nombre ‘Colombiana’ como título es una forma de difamar el buen
nombre de la mujer colombiana, especialmente de las que residen en el exterior y luchan
día a día por vencer este tipo de estereotipos”.3

La cuestión es que el código de las películas de Hollywood es mucho más fuerte de cara al
público, tanto por su alienante omnipresencia, como por ser su discurso visual y narrativo
mucho más atractivo, gracias al efectismo y el espectáculo que lo define. Frente a esto, las
pocas películas colombianas que trascienden las fronteras, que en su mayoría son un cine
de autor que hace pocas concesiones al público, tienen una incidencia ínfima en las
opiniones o imágenes que pueda crear en un posible imaginario colectivo internacional.

Así mismo, se debe tener en cuenta la importante presencia de la figura del gánster en el
cine de género de Hollywood y en la cultura popular de Estados Unidos. Y, en este sentido,
también es necesario tener presente la paradoja inherente al cine de gánsters: el espectador

3
----- Protestan contra la película ‘Colombiana’. La Opinión. 21 de agosto de 2011. http://www.impre.com
encuentra una cierta fascinación en este personaje y su universo, a pesar de que representan
conductas reprochables y valores en contravía de la más básica moral humanista. Esto
sucede por la mitificación y estilización que el cine, justamente, a hecho de ellos.

Es por eso que la figura de Pablo Escobar le resulta tan atractiva al público extranjero.
Porque no solo era ese tipo de mafioso inédito desde los tiempos de Al Capone, sino que,
además, en algún momento estuvo asociado al mito de Robin Hood y, para ajustar, en sus
últimos días se le vio como el “renegado” –otro personaje épico de la cultura popular- que
desafió a todo un país. Por eso los incontables reportajes televisivos y los documentales que
le han dado la vuelta al mundo, como es el caso de Los pecados de mi padre (Nicolás Entel,
2009), una coproducción colombo argentina que ha gozado de un significativo éxito en
festivales y circuitos de exhibición.

Por estas razones, el narcotraficante colombiano es el gánster que Hollywood siempre


tendrá presente por distintos motivos: porque es un personaje que propicia la acción, es
conocido por el público, funciona como una variante siempre útil de villano y sirve para
contrastarlo con el clásico mafioso del cine de gánsters, para que este último realce su
estilización y se refuerce la ambigua identificación que el público siente por él.

La sicaresca va a la U

Es importante mencionar otra significativa variante de la presencia del cine colombiano en


el exterior y de las lecturas que se hacen de sus contenidos. En este caso es una mirada más
consecuente y rigurosa, porque se trata de los acercamientos que la academia en Estados
Unidos ha hecho sobre temas, películas y autores. Lo paradójico es que los artículos,
conferencias, muestras o investigaciones que se han producido al interior de las
universidades, se originaron en los departamentos de literatura y no en las facultades de
cine, esto porque se han dado al amparo de los estudios culturales, “pues ha sido la
elasticidad temática y metódica de este campo la que ha permitido ampliar el espectro para
incluir el cine y otras artes visuales como tema de discusión y como objeto pedagógico.”4

De nuevo es Víctor Gaviria, su universo y, especialmente, su metodología de trabajo lo que


ha abierto el camino en este particular espacio. Su película Rodrigo D inicia un interés por
lo que se ha dado por llamar la “sicaresca”, así mismo, los conceptos de sujeto y
marginalidad son trabajados tanto a partir de esta película como de La vendedora de rosas.
Posteriormente, la amplia circulación que tuvieron las películas María llena eres de gracia
y La virgen de los sicarios renovaron este interés por las temáticas y universos plasmados
por el cine nacional.

En un mundo ideal sería la argumentada visión del cine nacional que propone la academia
la que se debería imponer, y con ella crear los imaginarios colectivos de un país que, por
sus imágenes, es víctima de la estigmatización. Pero, como se ha visto, esas imágenes no
necesariamente provienen del cine colombiano, el cual no es tan monotemático como se
cree, ni circula tanto en el exterior como los comunicados de prensa de las películas
recientes lo hacen parecer, y tampoco tiene nada que ver con las construcciones que hace el
cine de Hollywood.

Si dependiera del cine colombiano, todo el mundo vería al país como lo que es, tan diverso
como sus regiones, una tierra de extremos donde la crueldad y la belleza –no solo la del
paisaje- conviven a diario, y la complejidad de una realidad que está definida por bandos y
fuegos cruzados, pero también por una dinámica de víctimas y victimarios que no se reduce
al eterno conflicto del cine de consumo entre buenos y malos.

4
SUÁREZ, Juana. La academia estadounidense y el cine colombiano: Miradas desde el norte. Cuadernos de
cine colombiano, Cinemateca Distrital, Bogotá, 2009. P. 42.

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