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Luis Ernesto Arocha

Al calor del experimental

Oswaldo Osorio

Existe la idea generalizada de que La langosta azul (Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda
Samudio, Luis Vicens, Enrique Grau, 1954) es una película experimental, la primera del país,
por demás. El gran reconocimiento de los artistas que la firman parece legitimar esa creencia,
así como algunas pocas imágenes con cierto tono surreal. Pero lo cierto es que se trata de un
relato de ficción con todos sus elementos (personajes, acción, conflicto, argumento), aunque
sin sonido. No obstante, hay que reconocerle que es un cortometraje muy distinto a ese escaso
cine que se hacía por la época en Colombia y con unas significativas e inéditas intenciones
estéticas y expresivas.

Este precedente en muchos sentidos es cercano a Luis Ernesto Arocha, el personaje central
del panorama del que se ocupa este texto. Fue un arquitecto barranquillero que estuvo en
contacto con el célebre Grupo de Barranquilla, y en especial con el pintor Enrique Grau, con
quien realizó la que realmente sí puede ser la primera cinta experimental del país: La pasión
y muerte de Marguerite Gautier (1964). Cuenta el mismo Arocha que en el verano de ese
año fue a visitar a Nueva York a su amigo Enrique y allí tuvieron la oportunidad de entrar en
contacto con el cine experimental que por aquel entonces efervescía en la ciudad con
personajes como Andy Warhol, Stan Brakhage y Keneth Anger.

El entusiasmo por ver aquellas fascinantes y revulsivas obras fue tal, que Arocha compra una
cámara de 8mm. y de inmediato realiza esa primera cinta, en la que el mismo Grau, disfrazado
de Greta Garbo, se instala ante el lente como la célebre protagonista de La dama de las
camelias. Se hicieron dos versiones de esta película, pero la de Arocha, como muchos de sus
primeros experimentos con el cine, se perdió con el tiempo y el descuido del cineasta. El
montaje de Grau sobrevivió, y tal vez por eso su segmento travestido se alarga más de lo que
la película necesitaba, y la cual, además, contiene imágenes de alegres y liberadas fiestas, así
como otras de diversa naturaleza (escenas de ciudad, el interior de una gran casa, objetos y
hasta obras del pintor), solo unidas por la vocación aleatoria del montaje y la errática soltura
de la cámara en mano.
Estos dos antecedentes ponen en evidencia la paradoja de una región que, salvo por los
tempranos documentales de Floro Manco, no tenía tradición cinematográfica, pero desde los
años cincuenta se pone al frente de la vanguardia en la creación cinematográfica, y en general
artística, porque también estaban un García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio en literatura
o un Enrique Obregón en pintura, por solo mencionar los más conocidos ejemplos. De
manera que de la Costa Caribe (léase Cartagena y Barranquilla), salen no solo estos dos
títulos y sus autores sino muchos más y otros realizadores como Luis Mogollón, Tolin de la
Vega, Gastón Lemaitre y Hernando Lemaitre.

La siguiente película de Arocha fue Motherlove (1965), una insólita y divertida pieza en la
que cuenta la historia de un Drácula vegetariano que come flores de cementerio y lidia con
la logística de llevarle víctimas a su madre. Los personajes son interpretados por un solo actor
disfrazado de tres conocidas actrices de la época. Y casi medio siglo después, el mismo
Arocha, acompañado en la codirección por David Covo, vuelve a recrear esta idea, aunque
ya convertida en un cortometraje de ficción de media hora. Luis Ernesto Arocha alcanzó a
editar El extraño caso del vampiro vegetariano (2015) antes de su muerte en noviembre de
2016, a la edad de 84 años.

Después de Motherlove regresa a Colombia, se establece en Bogotá y realiza dos obras más
con ese talante experimental: Las ventanas de Salcedo (1966) y Azilef (1971), las cuales son
producto de su habitual cercanía a los círculos de artistas e intelectuales del país. Empezó
como asiduo al célebre grupo de La cueva en Barranquilla, luego se asoció creativamente
con Grau y después basa estas películas en dos de los más reconocidos artistas de la época:
Bernardo Salcedo y Feliza Bursztyn. La primera es puro juego de metáfora y montaje con
los objetos e imágenes sugeridos por la obra del artista; mientras que la segunda es una
transformación, a partir de las formas, la luz y el no espacio, de las esculturas de Bursztyn en
objetos que parecen flotar en el cosmos.

También por este tiempo se asocia al escritor y periodista Álvaro Cepeda Samudio y al
cineasta Diego León Giraldo. Con ellos, por separado, realiza trabajos en diversos formatos,
entre los cuales se destacan dos documentales: La subienda del Magdalena (1972) y La ópera
del mondongo (1974). El primero, es una oda escrita por Cepeda Samudio a las comunidades
pesqueras, sus prácticas y la idiosincrasia construida en torno al río y a este oficio; la segunda,
es sobre el carnaval de Barranquilla, con un fuerte tono crítico frente a los manejos
gubernamentales, la situación de la ciudad y su más importante evento, pero es un discurso
al que tiende a sobreponerse la belleza y vitalidad de las coloridas y expresivas imágenes.

Sin dejar por completo el audiovisual, que continuó desarrollando en el periodo del
sobreprecio, luego en video y en asocio con realizadoras como Sara Harb o Marta Yances,
Arocha se dedicó en las décadas siguientes a diseñar casas, así como a hacer algunas
incursiones en el arte, entre las que se destacan sus “objetos de luz”, unas lámparas que
estaban a mitad de camino entre el diseño y el arte conceptual.

Ahora, retomando la participación de Enrique Grau en esta historia de vanguardia


cinematográfica, una participación que tiende a pasar a un segundo plano debido a su mayor
relevancia y constancia como pintor, su obra fílmica tiene en solitario dos títulos más: George
Sand o la contradicción (1964) y María (1965), esta última en realidad es una ficción, basada
en la novela de Jorge Isaacs. No obstante, su valor diferencial, el que la acerca a la
experimentación, es que la narró como un relato silente, en color y con entre títulos, pero
dándole un giro realmente audaz a esta respetada obra decimonónica y sus idealizados
personajes, pues el galante y melancólico Efraín es aquí un ser vengativo y violento, que
termina asesinando a su familia.

Esta singular actividad del experimental costeño de mediados de los años sesenta tiene en
Cartagena otro par de reconocidas películas, Faustino (Luis Mogollón, Gastón Lemaitre,
1964) y Comiendo Flores (Luis Mogollón, Hernando Lemaitre, 1966). Prácticamente no
existen más datos de estas obras y sus autores que la existencia de las películas mismas. La
más interesante es Faustino, un divertimento visual evidentemente inspirado en las técnicas
de animación y manipulación del tiempo y el movimiento de Norman McLaren. En ella su
protagonista, luego de ingerir una mezcla de bebidas, entra en un frenético delirio donde él y
los objetos revolotean con gracia por un patio interior, acompasados por una recursiva banda
sonora de efectos sonoros y músicas diversas. Comiendo Flores, por su parte, es una suerte
de apéndice con similares características que ilustra la acción del título.

Finalmente, cabe mencionar la constante y prolongada actividad de Daniel y Javier


Hernández, padre e hijo, respectivamente, quienes entre las décadas de los cincuenta y los
setenta, primero en cine y luego en video, registraron parte de la vida, social, cultural y
cotidiana de Cartagena. Un material de naturaleza documental que prácticamente da por
terminada esta movida cinematográfica en el Caribe, para dar inicio a una sequía de casi dos
décadas que, con excepción de la obra de Pacho Bottía y la producción de Telecaribe, apenas
se empieza a reactivar en el nuevo milenio.

Publicado en la Revista Kinetoscopio # 123 de julio – septiembre de 2018.

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