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El audiovisual en Medellín

Entre el regionalismo, la realidad y el realismo

Oswaldo Osorio

Pareciera que el único cine que se ha hecho en Medellín y en Antioquia es el de Víctor


Gaviria. Esto en algunos sentidos es cierto: en la construcción de una obra sin igual, en la
relevancia de unos títulos que han trascendido fronteras y en la universalización de una
idiosincrasia local y casi excluyente que parte del mismo uso del lenguaje. No obstante,
esta figura tutelar del cine de la región es solo el pico más visible de una compleja y cada
vez más rica geografía de imágenes en movimiento, la cual se extiende desde las búsquedas
de la ficción y el video en sus distintas manifestaciones, hasta la enorme importancia del
documental; y desde el nombre de este reconocido director hasta el de decenas de
realizadores que siguen o contradicen su escuela.

Es claro que el de Colombia es un cine de regiones, pero el cine bogotano está viciado por
los arquetipos y realizadores nacionales, mientras el caleño se ha decantado más por el cine
de género. Ahora, Medellín (al igual que el cine de la Costa Atlántica), sí es un caso más
claro de esa expresión regional. De nuevo el cine de Víctor Gaviria y su influencia tienen
mucho que ver con esto. Los primeros trabajos de este director muestran un especial interés
en retratar la cultura e idiosincrasia paisas, y muchos de ellos, incluso, se ocupan de la
provincia (La vieja guardia (1984), Que pase el aserrador (1985), Los músicos (1986),
Simón el mago (1994). Por eso, tal visión de lo regional en este autor empezó siendo una
mirada a lo rural y al pasado, como si fuera esto condición para afrontar luego sus grandes
relatos sobre la sociedad urbana y del presente.

Para evidenciar lo que esta coincidencia significa, solo hay que darle una rápida mirada a lo
que se podría llamar la prehistoria del audiovisual en la ciudad. Tan solo un puñado de
películas conforma ese relato y todas ellas signadas por el fracaso económico o
cinematográfico. Desde Bajo el cielo antioqueño (Arturo Acevedo, 1924) se presagia los
equívocos rumbos que tomaría el cine en la ciudad, pues fue una película hecha solo por
satisfacer el capricho de la clase alta de Medellín y, aunque tuvo un relativo éxito en
taquilla debido a la novedad (fue uno de los primeros largometrajes nacionales y el pionero
de la región), como expresión cinematográfica estaba atrasada más de una década.

Igual ocurrió con la fallida La Canción de mi Tierra (Federico Katz, 1945), la única
película del sonoro que se acaso alcanzó a ser estrenada para terminar en el olvido por su
deficiente factura que intentaba remendar una colcha de retazos de canciones populares.
Una década más tarde, la iniciativa la tomó quien primero fue visto como un Quijote y
finalmente como un vividor, el otrora crítico de cine Camilo Correa (Olimac), quien creó la
Productora Procinal. Su única película, Colombia linda (1955), poco tuvo que ver con la
ciudad y sí mucho con el escándalo de malos manejos que lo envió a él a la cárcel y a su
película a la física desaparición.

Por último, en esta prehistoria, a la que le queda grande ese apelativo, está la figura de Enoc
Roldán, un apasionado habitante del municipio de Bello que, con recursos mínimos, tanto
técnicos como de formación cinematográfica, realizó varios largometrajes, entre ellos Luz
en la selva (1960) y El Hijo de la Choza (1961), pero pasó a la historia del cine nacional
por su particular forma de autogestionar su distribución. Por esta época también estaban Ivo
Romani primero, y luego Guillermo Isaza, montando laboratorios y consiguiendo los
equipos donde muchos de los futuros cineastas pudieron conocer y aprender algo del oficio.

El súper 8, Focine y la tv regional

Para finales de la década del setenta se empiezan a dar unas condiciones en el contexto
cultural de la ciudad para que el cine y el audiovisual germinen finalmente. Estas
condiciones fueron dadas desde el cine clubismo (como el Cine Club Medellín, el Nacional
y el Ukamau), la crítica de cine (la revista Cuadro y la página de cine de El Colombiano,
escrita primero por Álvaro Ramírez y Luis Fernando Calderón, luego por Luis Alberto
Álvarez) y la literatura (escritores que se mezclaban con prospectos de cineastas en la
revista de poesía Acuarimántima y en los talleres de Manuel Mejía Vallejo en la Biblioteca
Pública Piloto).

La exhibición alternativa, por su parte, también estaba formando públicos, en especial el


Instituto Goethe y la Cinemateca El subterráneo. Esta última fue la encargada de presionar
el botón de arranque definitivo de la movida cinematográfica de la ciudad con su Festival
de cine en súper 8, que en sus dos versiones (1979 y 1980) ganó Víctor Gaviria, pero que
alentó a muchos a empezar a hacer cine desde este formato, para luego pasar a competir por
los recursos que daba Focine para los cortos del sobreprecio, que no fueron muchos.

Los que sí sobresalieron más fueron los mediometrajes realizados para esta entidad en su
programa Cine en televisión, entre los que se destacan Lunes de feria (1986), realizado por
Juan Escobar y Regina Pérez, la pareja de cineastas más activa de los inicios de este
periodo; La baja (Gonzalo Mejía, 1986) y las películas de Víctor Gaviria: Los habitantes de
la noche (1985), La vieja guardia y Los músicos. También son producidos por Focine los
largometrajes El tren de los pioneros (Leonel Gallego, 1986) y Rodrigo D: No futuro
(Gaviria, 1990), el primero afincado la idea de la tradicional pujanza de la región y el
segundo produciendo una histórica ruptura tanto en el cine nacional como en la imagen que
propios y extraños tenían de Medellín.

Otros animadores de esta movida audiovisual, que empezó haciendo cine y se resignó (pero
luego le cogió el gusto) haciendo video, fueron los canales regionales y locales de
televisión. Teleantioquia se inauguró en 1985 con Que pase el aserrador y permitió que
una serie de productoras pequeñas prosperaran y en ellas se formaran los técnicos y
creadores que luego se empeñarían en continuar con la realización audiovisual y
cinematográfica. Así mismo, de allí salieron series emblemáticas de la región que también
formaron muchos realizadores y capitalizaron el talento de otros: Muchachos a lo bien
(1995), Actas del 2000 (2000), Ideas en acción (2004), Antioquia letra a letra (2007).
Guardadas las proporciones, cuando llegan Telemedellín en 1997 y Canal U en 1999
desempeñan una labor similar.

Los colectivos y la búsqueda del largo

La lánguida década de los noventa en el cine nacional lo fue aún más en Antioquia. Solo al
final del decenio se hicieron la vendedora de rosas (Gaviria, 1998) y La virgen de los
sicarios (Barbet Scrhoeder, 1999). Pero la movida del video y el trabajo en colectivos como
Nickel Producciones, Madera Salvaje o Pasolini en Medellín (este último aún activo),
fueron condiciones que impulsaron un nuevo paisaje audiovisual que no necesariamente
soñaba con el celuloide. Este paisaje hacía sus búsquedas en la ficción, pero seguía muy
arraigado en el documental, y lo hacía recorriendo y confrontando la ciudad, así como
testimoniando y cuestionando los problemas propios de la década más violenta de su
historia.

Con el nuevo milenio las posibilidades empiezan a ampliarse para el gremio y la


producción. El surgimiento, ya no de facultades de comunicación social, sino de programas
de audiovisuales en las universidades, igualmente los estímulos tanto de la recién creada
Dirección de cinematografía y el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico como las becas
de la Alcaldía, y junto a esto, la mayor accesibilidad al video en alta definición, permitió un
incremento de la producción de cortometrajes, en distintos formatos y géneros, así como la
multiplicación de realizadores, principalmente salidos ya de la academia. Y con estas
nuevas condiciones se elevó la calidad de las producciones y la diversidad de las
propuestas, sin dejar atrás el buen camino recorrido en el documental y la necesidad de
seguir siendo incisivos con la problemática realidad de la ciudad.

En el nuevo milenio el largometraje seguía siendo un sueño arisco, que solo se dejó
acariciar un puñado de veces en los primeros tres lustros y siempre con una preocupación
por el contexto adverso de la región. El de siempre, Víctor Gaviria, regresa con Sumas y
restas (2005), otra mirada inteligente, descarnada y sensible a la configuración de la ciudad,
esta vez sobre la perniciosa penetración del narcotráfico en la sociedad antioqueña. Por una
línea similar está Apocalípsur (Javier Mejía, 2007), pero esta vez desde el punto de vista de
un grupo de jóvenes de clase media de cara a la violencia de los noventa. En coma (Juan
David Restrepo, 2011), propone su vidión sobre esta misma difícil realidad, aunque ya
cruzada por los códigos del melodrama y el cine de género. Y algo similar hizo Juan Uribe
con Lo azul del cielo (2013). Mambo Cool (2015), del estadounidense Chris Gude, también
mira la ciudad marginal con una suerte de melancólica poesía; mientras que la única que se
sale de la urbe, pero sin olvidar el conflicto que acecha la región, es la celebrada Los
colores de la montaña, (Carlos César Arbeláez, 2011).

En 2016 el panorama es el mejor de toda esta historia, en principio, porque se estrenaron


cuatro películas de Medellín: Los nadie (Juan Sebastián Mesa), Pasos de héroe (Henry
Rincón), Eso que llaman amor (Carlos César Arbeláez) y La mujer del animal (Víctor
Gaviria); pero especialmente, por todo ese ecosistema audiovisual y cinematográfico que
está vivo y con un gran dinamismo en distintos frentes: cada vez salen mejores trabajos de
los programas de audiovisuales; la participación por los estímulos nacionales, locales y
regionales aumenta año tras año; hay nuevos y prometedores realizadores y colectivos
(como Rara o K-minantes); institucionalmente existe una Política pública audiovisual, una
Comisión Fílmica y la voluntad de crear por fin una cinemateca; también hay casi una
veintena de muestras y festivales que animan la producción y forman públicos.

Esto quiere decir que aparentemente el largometraje dejó de ser tan esquivo, también que
hay formación, un marco de apoyo y fomento, realizadores con conocimientos y talento, y
espacios para la difusión y el debate de los trabajos, es decir, todas las condiciones están
dadas para que esta historia, que empezó tan precariamente, tome la fuerza y el vuelo que
nunca ha tenido.

Publicado en diciembre de 2016 en la edición No. 116 de la Revista Kinetoscopio.

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