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Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro

en Camilo José Cela: dos poetas y toda la soledad

Noemí Montetes-Mairal y Laburta


Universitat de Barcelona

Para Gonzalo Sobejano, siempre

Camilo José Cela, como de hecho casi todos los creadores, casi todos los artis-
tas, fue un escritor de costumbres, de obsesiones que iban y venían por sus libros
porque formaban parte de su andamiaje vital, de la médula de su pensamiento,
que se repetían porque estructuraban su existencia y su obra, algunas de manera
persistente, contumaz, incluso enfermiza. Cela podría haber hecho suya aquella
frase tan conocida de Miguel de Unamuno que aparece en la “Advertencia pre-
liminar” que encabeza su edición de 1916 de En torno al casticismo: “En rigor,
desde que empecé a escribir he venido desarrollando unos pocos y mismos pen-
samientos cardinales” (Unamuno, 1991: 31).
Uno de ellos fue la soledad, pensamiento cardinal que recorre la literatura de
Cela de arriba abajo, de principio a fin, y que el escritor de Padrón suele vincular
con la añoranza, la memoria, la conciencia, la muerte, el dolor. Todos ellos as-
pectos que advertimos, asimismo, en los momentos más significativos de su vida
y de su obra, ideas que se repiten tozudamente en todo tipo de textos: artículos,
novelas, memorias, poemas, libros de viajes, apuntes carpetovetónicos, conferen-
cias, cartas… Los ejemplos, como habremos de ver seguidamente, son innume-
rables.
Así, “Un libro y toda la soledad” fue la leyenda de su exlibris, frase con la
que se identificaba él e identificaba a sus libros. El dibujo del mismo se lo regaló
Picasso,1 mientras que la letra que lo acompaña es del propio Cela, tal y como lo
explica el narrador interpuesto en la mónada 1048 de Oficio de tinieblas 5: “En

1.  El exlibris de Cela consistía en una mujer desnuda, medio estirada, leyendo, dibujada por Picasso. Es-
taba circundada por dos frases escritas del puño y letra de Cela: “Un libro y toda la soledad” y “soy de C. J. C.”.
La imagen del exlibris es accesible fácilmente en la web. Una de las páginas donde se puede consultar es la
de la Cidade da Cultura, Fundación cultural creada por la Xunta de Galicia que propició la exposición celia-
na en Santiago de Compostela: https://www.cidadedacultura.gal/es/blog/cela-un-libro-y-toda-la-soledad [últi-
ma consulta 27-5-2019].
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el exlibris que te dibujó picasso se lee escrito con tu letra un libro y toda la sole-
dad” (Cela, 1973: 199).
Esta máxima, tan celiana, sería la que tomaría Adolfo Sotelo Vázquez (co-
misario y responsable de la muestra) como lema para la exposición que conme-
moraría el centenario del nacimiento del nobel, y que se expondría en Madrid y
Santiago de Compostela: “Cela, un libro y toda la soledad” (VV. AA, 2016).
Otro ejemplo fundamental de la importancia de la soledad en Cela lo encon-
tramos en el discurso que este pronunciaría en Estocolmo el 10 de diciembre de
1989, al recibir el Premio Nobel de Literatura, titulado “Elogio de la fábula”. En
su tercer párrafo (nótese que en él Cela repite hasta en siete ocasiones la palabra
“soledad”) leemos:

Escribo desde la soledad y hablo también desde la soledad. Mateo Alemán, en su


Guzmán de Alfarache, y Francis Bacon, en su ensayo Of Solitude, dijeron —y más o
menos por el mismo tiempo— que el hombre que busca la soledad tiene mucho de
dios o de bestia. Me reconforta la idea de que no he buscado, sino encontrado, la sole-
dad, y que desde ella pienso y trabajo y vivo —y escribo y hablo—, creo que con sosie-
go y una resignación casi infinita. Y me acompaña siempre en mi soledad el supuesto
de Picasso, mi también viejo amigo y maestro, de que sin una gran soledad no puede
hacerse una obra duradera. Porque voy por la vida disfrazado de beligerante, puedo
hablar de la soledad sin empacho e incluso con cierta agradecida y dolorosa ilusión
(Cela, 1995: 134).2

La soledad vertebra tanto la obra del joven Cela como la del escritor adulto.
Constantes referencias a la soledad aparecen, repetida y tenazmente, en todo ti-
po de escritos publicados a lo largo de su vida. Si consultamos las páginas de su
Poesía completa (en cuyo volumen se recogen poemas de 1934 a 1996, el año de
publicación del volumen) advertiremos que las referencias a la soledad aparecen
muy pronto, como es el caso de la composición “Oración del solitario”, incluida
en su primerizo Pisando la dudosa luz del día, poemario fechado en 1945 pero es-
crito antes del estallido de la guerra. En ella leemos:

Y es en la noche —cuando duele el viento


Y la constante lluvia me desnuda,
Cuando mis manos y el helarse el tiempo
Rompen los muertos en tan tenues pedazos
Que el morirse es un gozo
Y el despertar un sin igual destrozo—
Cuando de nuevo dormimos esta soledad (Cela, 1996: 82)

2.  Este texto —entero o fragmentado— apareció en numerosos medios de comunicación en el momento
en el que Camilo José Cela recibió el Premio Nobel, y actualmente —además de su publicación en El Extra-
mundi— también se puede consultar fácilmente online.
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La soledad en la literatura celiana se imbrica en el dolor, en la desolación de


un tiempo y un medio profundamente hostiles a modo de brazos que aprietan, que
ahogan, mientras dibujan con dedos sabios el perfil de una época: la de esa España
negra —dicho en Solana, al que Cela quería tan bien— animalizada, monstruosa,
pero también, en ocasiones, piadosamente humanizada, y, sobre todo, hondamen-
te lírica. Una España devastada que planea por toda su obra mostrando la bruta-
lidad, la crueldad de unos seres marcados por la desdicha y los instintos, inmersos
en un medio salvaje y despiadado que los aboca a la soledad.
Así, en Pabellón de reposo, publicado en 1943, dos años antes de Pisando la
dudosa luz del día, una novela, por tanto, escrita también por un Cela joven, un
Cela que no ha cumplido aún los treinta, leemos:

[La señorita del 37] Lo que más teme es la soledad. Quedarse a solas la desazona,
porque le saltan a la memoria, una a una, todas las muchachas que ya murieron, sol-
teras como ella, en el pabellón. La vida es triste, profundamente triste, y la humani-
dad, cruel [...].
¡Qué desesperada estaba la otra tarde! ¿Qué dirían mis amigos si leyeran las lí-
neas que tracé? ¡Ah! La soledad es mala consejera, se divierte en barajar nuestros
más negros pensamientos para presentárnoslos bien a la vista.
No quiero estar sola ni un momento más (Cela, 1973: 221 y 245).

Y también, unas páginas más adelante:

Es doloroso tener que ahogar este cariño inmenso que ha echado raíces en mi cora-
zón. Es doloroso, pero inevitable, como inevitable también y doloroso es tener que
ahogarlo en la tristeza y en la soledad, donde flotan todos los sentimientos que no
se dejan ahogar con resignación, todos los sentimientos que se rebelan, impotentes,
contra su destino, como esos gatitos recién nacidos que tardan en ser tragados por
el agua donde la molinera cruel los arrojó y en la que se debaten con sus torpes bra-
citos mientras el almendro que da sombra a la escena y el alacrán que escarba bajo
la piedra conservan su rítmico respirar, sin inmutárseles ni una sola fibra (Cela,
1973: 260).

La dolorida soledad que impregna las páginas de Cela está profundamente


influenciada por la idea de soledad vinculada al ideario romántico que adverti-
mos en las poéticas de Bécquer y de Rosalía de Castro, dos autores fuertemente
determinados por esta, como tan acertada y rigurosamente subrayó Rafael La-
pesa (Lapesa, 1987),3 quien también apuntaría que en el caso de Rosalía la sole-

3.  No solo cabe citar un ensayo tan importante como es “Tres poetas ante la soledad: Bécquer, Rosalía y
Machado”, sino que es importante añadir que Lapesa leyó este texto en un congreso sobre Rosalía de Castro
organizado por la Universidad Menéndez y Pelayo, que tuvo lugar en septiembre de 1981 y en el que también
intervino Camilo José Cela. Este último optó por disertar, precisamente, sobre la morriña en los escritores ga-
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dad fue “el eje de su poesía”, una soledad adoptada por y ante el destino, que
le producía una pérdida de esperanza y de fe, que la llevaba a una situación de
de­samparo, de angustia ante el dolor, el vacío y la nada, de culpabilidad, de temor
ante la muerte, y que la hacía temer el “¡fantasma pavoroso dos meus remorde-
mentos!” (Castro, 1943: 93).
Cela escribió en numerosas ocasiones a lo largo de su vida sobre Rosalía de
Castro. La primera de ellas fue en julio de 1946, con treinta años, en un artículo,
“Recuerdo de Rosalía”, en el que habría de vincular la obra de la poeta gallega
a la soledad, el dolor, la tristeza —la saudade– y el recuerdo de Bécquer y Heine:

Rosalía de Castro, muerta de saudade y de sentimiento, vive y pasea su ánima por los
campos familiares [...]. Los gallegos [...] hemos dado con la fórmula de llorar para
adentro [...]. A los sesenta y un años de su desaparición, cuando las voces hermanas
de Heine y de Gustavo Adolfo llenan tantas horas solteras y desgraciadas de soledad
y desamor, vuelven los cortos versos de la poetisa de mi aldea —para alguien el más
grande poeta español del xix— a sonar como el oro que no se mueve: con el sonar
cierto y exacto de lo que siempre, pase lo que pase, sigue siendo el oro.4

Los años y los textos se suceden. La sombra de Rosalía —su obra, su figura,
su influencia— planean sobre la obra del escritor gallego, así como la imagen del
cementerio de Padrón al que Rosalía cantó, y que Cela suele citar a menudo
cuando la menciona, como ocurre en su extenso artículo “Sobre el alma gallega
y sus facetas (y algunas muestras de la morriña en su poesía)”, donde señala:

Desde Padrón [...] allá donde Rosalía, aquella voz doliente, se despidió [...] allá don-
de tuve la suerte de venir al mundo y donde quisiera, también, despedirme del mun-
do para quedarme entre los míos en el viejo cementerio de Adina, a la sombra del ve-
tusto olivo, el árbol funerario de los celtas, que crece en el paisaje que pintó nuestra
gran mujer con aquellos sus delicados y amargos versos:

O simiterio d’Adina,
n’hay duda que’é encantador
co’s seus olivos escuros
máis vellos qu’ós méus abós (Cela, 2003: 14-15).

El cementerio de Adina rodea la iglesia de Iria Flavia. En él estuvo enterrada


Rosalía de Castro de 1885 a 1891, desde donde fue llevada al Panteón de Gale-

llegos, centrándose fundamentalmente en la obra de Rosalía: “En torno a la morriña y otras vaguedades” (Ce-
la, 1982).
4.  Este texto fue publicado por Cela con pocos días de diferencia en dos periódicos del Régimen (Cela,
1946a, 1946b). Actualmente puede consultarse —entero o fragmentado—­en fuentes mucho más fáciles de lo-
calizar (Cela, 1990: 45-47), (Pociña y López, 1997: 14), (Cela, 2016a: 12-13).
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gos Ilustres, en el antiguo convento de Santo Domingo de Bonaval (actual Mu-


seo do Povo Galego).
No obstante, en él una placa con una cruz aún recuerda el lugar donde estu-
vo colocada su lápida. En ella puede leerse lo siguiente: “Deus a teña a descan-
sar / Neste cimiterio / de Adina / estivo enterrada / de 1885 a 1891 / Rosalía Cas-
tro de Murguía / Moito te quixen un tempo / cimiterio encantador / moito te
quixen e quérote / eso ben o sabe Dios”.5
Para evitar que le ocurriera lo mismo que a su compatriota, Cela dejó escrito
en su testamento —así como en numerosos artículos y todo tipo de textos— que
deseaba ser enterrado en el cementerio de Adina, junto al resto de su familia, a
la sombra de sus olivos centenarios. La voluntad del novelista fue respetada, y
tanto, que su tumba reposa a los pies de uno de ellos.6
En el artículo citado, unos párrafos más adelante del fragmento en el que
Cela recordaba el cementerio de Adina, este prosigue evocando la obra de la
poeta gallega. En esta ocasión lo hace para vincular la obra de Rosalía de Castro
y de Gustavo Adolfo Bécquer, de nuevo ligándolos la poética del dolor, tan hon-
damente romántica:

Rosalía de Castro, mujer, como puro poeta romántico —piénsese en un Heine o en un


Gustavo Adolfo Bécquer, tan emparentado con nuestra genial compostelana—, siem-
pre dispuesta al definitivo adiós, dejaba en sus versos —y en su amarga sonrisa— to-
do el dolor que le producía, entre otros firmes dolores, el mero paso del tiempo [...].
Rosalía de Castro, en sus Vaguedás,7 tan paralelas a las Rimas del poeta sevillano, dis-
fraza la morriña con mil ropajes diferentes, con mil variados disfraces [...]. Rosalía
era un temperamento atormentado y su dolor —el dolor de los poetas románticos—
no le venía de fuera a dentro, sino al revés: de dentro a fuera, como una extraña y
mortal enfermedad de la sangre del alma (Cela, 2003: 26-27).8

5.  La imagen de su primera lápida también puede encontrarse fácilmente en la web. Entre otras páginas,
en esta, por ejemplo: https://www.mujeresnotables.com/2018/05/16/biografia-de-rosalia-de-castro/ [última
consulta 27-5-2019].
6.  La imagen del olivo centenario que custodia los restos de Cela en el cementerio de Adina es de una
gran belleza. Cuando se conmemoró el centenario del nacimiento del nobel se organizaron diversos actos jun-
to a su tumba para honrar su memoria, y los medios de comunicación se hicieron eco de los mismos. En algu-
nos de ellos podemos observar imágenes de la lápida, a los pies del árbol: https://www.efe.com/efe/espana/
cultura/una-ofrenda-floral-a-los-pies-de-la-tumba-cela-lo-honra-en-su-centenario/10005-2922629 [última
consulta 27-5-2019].
7.  Nótese, como subrayan Andrés Pociña y Aurora López, que la poesía de De Castro que más interesa
a Cela, y que más a menudo cita de esta, es la gallega: “Más llamativo es el hecho de que siempre cite versos
gallegos de Rosalía, y estos casi siempre de Follas novas, colección que sin duda consideraba superior a la de
Cantares gallegos” (Pociña y López, 1997:19).
8.  Al final de este texto se indica en nota al pie que es la reproducción textual de un ensayo recogido jun-
to a otros por el novelista y publicado en volumen (Cela, 1961b: 279-285).
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La soledad que a Cela le interesa plasmar, que le influye y sobre la que ahon-
da en su obra, está fuertemente marcada por la tristeza, el dolor y la muerte. Los
motivos emocionales, anímicos, sensitivos, acaban convirtiéndose en principios
estructurales a la hora de forjar sus textos, y no varían: sean estos de los años cua-
renta —del comienzo, por tanto, de su andadura como poeta y novelista, como
hemos advertido en las páginas anteriores— o de las décadas siguientes, como ve-
remos seguidamente. Fijémonos en los términos con los que Cela perfila la no-
ción de soledad en un artículo publicado en 1952:

A veces los hombres marchan, tratando de destruir a hachazos el recuerdo, en busca


de una inmensa soledad. Suelen ser los momentos en que el cúmulo de emociones al-
macenadas, por el paso del tiempo, en el trasfondo del alma o de la conciencia, ame-
nazan con hacer estallar, como un astro maldito, el corazón donde ya no cabe ni una
sola sensación más [...]. No es igual la resistencia a la emoción de cada hombre, co-
mo no es la misma tampoco la cantidad e incluso la calidad del tiempo en el que pue-
da ensayarse la elasticidad de nuestro normal aguante a la emoción: la elasticidad
que de quebrarse, de dejar de ser realmente elástica, nos conduciría a la muerte, a la
locura o a la enfermiza busca de esa inmensa soledad (Cela, 1952: 9).9

En pasajes como este la influencia en Cela de la poética becqueriana se vuel-


ve diáfana, hasta el punto de que, leyendo textos tan fundamentales del poeta
sevillano como su “Introducción sinfónica” o la conocida “Carta segunda” de
las Cartas literarias a una mujer, las intertextualidades con los motivos expues-
tos por Cela en el fragmento anteriormente citado evidencian la sintonía entre
ambos autores. Y tanto, que quizá citando un breve párrafo de la “Carta segun-
da” sea suficiente para constatarlo:

[…] cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro
misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ar-
dientes hijas de la sensación, duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria,
hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno, y revestido, por decirlo así, de un
poder sobrenatural, mi espíritu las evoca [...] las sensaciones producidas por la pa-
sión y los afectos (Bécquer, 2004: 460).

La soledad, el dolor y la muerte se vuelven estructurales en la poética de la


narrativa celiana, aparecen en todas y cada una de sus obras, del principio al fin
de su trayectoria literaria, independientemente de la estética que Cela decida
abrazar en cada momento. Lo vimos en Pabellón de reposo (1943), donde la muer-
te, el dolor, la tristeza, y sobre todo la soledad, amarga y constante, lo dominan

9.  Artículo recogido también entre los seleccionados por Adolfo Sotelo en el volumen misceláneo de es-
critos celianos La forja de un escritor (Cela, 2016b).
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todo. Otro tanto ocurre en La colmena (1951), novela del hambre, del miedo, de
la necesidad, donde rige la ley del más fuerte en una sociedad de seres animaliza-
dos, radicalmente solos: “Las gentes se cruzan, presuro­sas. Nadie piensa en el de
al lado, en ese hombre que a lo mejor va mirando para el suelo; con el estómago
deshecho o un quiste en un pulmón o la cabeza destornillada...” (Cela, 1951,
239).
También lo advertimos en una obra que él mismo dio en calificar como “la
purga de mi corazón” (Cela, 1973: 7), Oficio de tinieblas, 5: “Se prohíbe hablar
se prohíbe mirar para los lados se prohíbe fumar se prohíbe pensar sólo se per-
miten la soledad la tristeza y el vacío” (Cela, 1973: 74); aunque quizá el ejemplo
más evidente en esta misma novela lo tengamos algo más adelante, en la móna-
da 1149, donde se repite hasta 86 veces la palabra soledad: “[…] su libertad su
soledad funcionan en torno al trance de tu muerte [...] (la soledad la soledad) no,
tú no quieres morir tienes hambre ya lo dijiste tu casa es grande (la soledad la
soledad) […]” (Cela, 1973: 250).
Sin embargo, es en otra de sus novelas donde resulta especialmente significa-
tiva su manera de plasmar la soledad, al vincularla no solo con el dolor y la
muerte, sino que también los liga al miedo, la lujuria, la tuberculosis y la poesía.
Especialmente a la de Bécquer:

[…] la tuberculosis sirve para dar interés a la muerte pero sobre todo para componer
poesías y para ver el lado bueno de las cosas, podrá nublarse el sol eternamente, po-
drá secarse en un instante el mar, podrá romperse el eje de la tierra como un débil
cristal, ¡todo sucederá!, podrá la muerte cubrirme con su fúnebre crespón, pero ja-
más en mí podrá apagarse la llama de tu amor, la tarde que le recitaste esta poesía a
Toisha estuvo más sabia, más amorosa, más disciplinada y más golfa que nunca,
hasta llegó a oler mal como los muertos (Cela, 1969: 304).10

Se trata de San Camilo, 1936 (1969), novela donde, pese a que el sexo se hace
presente en ella de una manera extrema, amplificada hasta caer en un exceso
desmedido, los personajes viven atormentados, acorralados por la soledad que
todo lo puede, donde la lujuria apenas es un paliativo en su carrera loca y ciega
para no pensar demasiado, para no sentir demasiado:

Tú no te apartes jamás de Tránsito y llámala siempre Toisha, no tienes mejor forma


de defenderte de la soledad, al final los solitarios suelen morir amargamente y sin lu-
cha, llámale siempre Toisha, vestida o desnuda, hoy es martes, hoy te toca desnudar-
la en el meublé de la Merceditas, tú llámale siempre Toisha para no sentirte jamás
demasiado solitario (Cela, 1969: 162).

10.  La rima que le recita el narrador (alter ego de Cela) a su novia, Tránsito/ Toisha, es la número lxxxi,
“Amor eterno”, la cual forma parte de las no incluidas en el Libro de los gorriones (Bécquer, 2014: 103).
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San Camilo, 1936, como tantas otras de Cela, es una novela coral. Sin em-
bargo, tras el ruido formado por sus cientos de personajes, reales o ficticios, ma-
tándose en las calles de Madrid o solazándose en las camas de sus centenares de
meublés, únicamente hallamos el eco de un enorme vacío. Y al otro lado del es-
pejo en el que el tú autorreflexivo del narrador protagonista se refleja para cues-
tionarse su propia identidad, solo se puede percibir el rastro del miedo, de la des-
humanización, de la violencia, del frío de vivir:

La lujuria no tiene la cara alegre porque es secuela de la soledad y de la tristeza, la


tuberculosis es el corolario de la soledad y de la tristeza y no al revés, no es cierto que
la lujuria y la tuberculosis engendren soledad y tristeza, son la soledad y la tristeza
los sentimientos que dan pábulo a la lujuria y a la tuberculosis, a ver si te entiendes,
el solitario y triste acaba lujurioso, tísico y poeta (Cela, 1969: 183).

No importa que el hombre esté acompañado: soledad y tristeza son más po-
derosas, y la lujuria no es sino un alivio momentáneo, un eco amargo, la estela
del dolor, como hemos advertido repetidamente en San Camilo, o como nos re-
cuerda Cela en un artículo publicado el mismo año en el que se publica esta no-
vela, 1969: “la tristeza es la soledad, aun en compañía [...] la tristeza engendra
soledad y la soledad receba la tristeza” (Cela, 1969b: 119).
El dolor sobrevuela, como la soledad, toda la obra de Cela, se imbrica a ella,
y lo hace bebiendo de la estética romántica. En esta línea, el editorial “Sobre
unas palabras del pintor Rouault” nos ofrece muchas pistas sobre lo que signi-
fica el dolor para Cela, ligado, como no podía ser de otra manera, a la poética
becqueriana:

Rouault, como Leopardi, cree en el dolor [...]. Aciertan ambos a pensar que el dolor
—aquel dolor “comme un tambour voilé”,11 de Baudelaire— es [...] la evidencia mis-
ma. Por eso Bécquer que, como buen romántico, temía la evidencia, pudo exclamar:

¡Tengo miedo de quedarme


con mi dolor a solas!

Nada más evidente que el dolor. Ni aun la muerte [...]. Se vive, se sabe que se vi-
ve, porque se sufre y se llora [...], se escribe en trance de amargura; [...] se escribe, se
sabe que se escribe, porque se sufre y se llora (Cela, 1957a: 3-7).

11.  Este verso es el tercero de la segunda estrofa del soneto “La mala suerte” (“Le guignon”), de Las flo-
res del mal. Esta estrofa, muy centrada en la muerte, reza como sigue: “Lejos de célebres sepulcros, / hacia un
aislado cementerio, / mi corazón, tambor sin temple, / fúnebres marchas va marcando” (Baudelaire, 1993:
117).
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Y ese poeta que temía la evidencia aparece de nuevo en otro artículo de Cela
(elegíaco, escrito tras la muerte de George Bernard Shaw), vinculado, cómo no,
a la muerte, así como al peso y el poso de la memoria:

Recordar es un lujo, quizás incluso un lujo caro, y los tiempos no están para perderlos,
ni aún para ganarlos, con el recuerdo de lo que, por lo visto, tanto cuesta recordar.
Pero allí donde habita el olvido —en la pura y vaga fórmula de Bécquer—, allí
en donde esté una piedra solitaria, sin inscripción alguna, allí estará la tumba del
mundo revuelto y genial de Shaw [...]. Porque el recuerdo muere con el objeto —esta
flor, ese corazón, aquel amor— que se quiere recordar. Pero los que quedamos vivos
y sin memoria llevamos, en el pecado, la penitencia. Y moriremos al mismo hierro de
olvido con el que nos entretenemos en matar los recuerdos, igual que niños alborota-
dos y enloquecidos (Cela, 1951b: 3).

Nada es más evidente que el dolor, ni aun la muerte. Por eso Cela contradice
a Unamuno cuando recuerda la afirmación del escritor bilbaíno en la que este
sostenía “que la literatura no era más que muerte”, ya que desde su punto de vis-
ta “es sólo vida en agonía permanente” (Cela, 2000: 5). Se escribe, así, porque se
sufre y se llora, pero cuidado: no cuando se está sufriendo y llorando.
Cela conoce muy bien la obra de Bécquer. Sabe que es un poeta exigente, que
no escribe a vuelapluma, sino que, al igual que Wordsworth, quien dejó escrito
que la poesía es la emoción recordada en la tranquilidad, el poeta sevillano tam-
bién habría de afirmar, como leímos en su “Carta segunda”, que cuando sentía
no escribía. La de Bécquer es una poesía emotiva, instintiva, marcada por el do-
lor, la memoria y las sensaciones, pero es, también, una poesía con peso y poso,
escrita a conciencia, reflexiva, con técnica y método, con orden: “Procedamos
con orden. ¡El orden! ¡Lo detesto, y, sin embargo es tan preciso para todo!...”
(Bécquer, 2004: 462). La poesía becqueriana consiste en la idea de la superación
de la emoción a través de la evocación, de la memoria del dolor. Solo de este mo-
do el poeta logra que brote la palabra justa.
Y Cela, que cuenta con la emoción, la sensación, el dolor, la soledad y la tris-
teza como principios elementales, sabe también, siguiendo a Bécquer, que la poe-
sía no se basa en la expresión sentimental, sino en la palabra que queda. En los dos
textos que prologan su Poesía completa, Cela así lo constata: la poesía, indica en
su primer escrito, “Poética”, datado en 1962, es cosa de “muy ordenadas voces de
poeta”, ya que “no nace sino en el poema” (Cela, 1996: 19-20). Y prosigue en
1996, en un segundo texto de título revelador, “Permanente y renovada poética”,
que “La poesía es la misma palabra [...], una realidad y jamás una intuición”12 (Ce-
la, 1996: 23).

12.  En su artículo “Pascual Duarte, de limpio”, Cela matizaba este punto, afirmando lo siguiente: “Pero
si a veces pienso que escribir y ordenar son una misma cosa, otras veces sospecho lo contrario y hasta llego a
creer en la inspiración de que nos hablan los poetas románticos —esos grandes mixtificadores— y los críticos
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La poesía es la raíz, el germen y el principio original de la prosa celiana, co-


mo señala José Ángel Valente en su introducción a la Poesía completa del escri-
tor de Iria Flavia, un texto soberbio (con un título más soberbio aún: “Camilo
José Cela o la poesía como matriz”) que da comienzo con las siguientes pala-
bras: “Detrás de todo narrador, de todo novelista verdadero [...] hay siempre un
poeta” (Valente, 1996: 7). Y es que la poética de la narrativa en Cela muestra la
exigencia estilística, el ritmo interno, la música secreta, la voz queda propia de
la poesía. Así lo afirma Adolfo Sotelo Vázquez, profesor y crítico que, en pala-
bras del propio Cela, sabía más de su obra que él mismo: “La poesía de Cela es
el acarreo más escondido de su alma.13 Su realización, el poema, se convierte en
vínculo entre los abismos interiores del poeta y el mundo circundante. Tal es el
meollo de su permanente y renovada poética a lo largo de más de sesenta años”
(Sotelo, 2014: 24).
Pero la soledad, para Cela, no solo se vincula a la tristeza y el dolor. También
habrá de ligarla estrechamente con la lealtad, la conciencia y la honestidad. Y es
en este sentido en el que Cela de nuevo se vincula a Bécquer, pero en este caso lo
hace utilizando el espejo del autor sevillano como puente hacia la figura y el
ejemplo de Albert Camus, a través de varias editoriales cuyo hilo conductor será
la soledad asociada a la idea del intelectual como referente moral.
En el primero de ellos, significativamente titulado “La soledad del escritor”,
Cela subraya:

La vocación es fruto que sólo grana en la soledad, en la alegre soledad, compañía de


los tristes [...]. Y el escritor, a fuerza de serlo y de sentirse escritor, a trancas y barran-
cas, si es preciso, de estrujar su propia conciencia de escritor [...] ha de volver, al bor-
de de la madurez, a aquella santa soledad [...]. Para el doliente Gustavo Adolfo, la
soledad es el imperio de la conciencia (Cela, 1956: 262).

Un año más tarde, añade: “El intelectual [...] es, por principio y aun quizás,
por solitario [...] un disconforme; un paciente crítico de la sociedad en que vive”
(Cela, 1957b: 118).
En un editorial publicado apenas tres meses después, “Se premia la honra-
dez”, la soledad y la honestidad ya van a aparecer ligadas a la figura del escritor
francés: “Camus es uno de los símbolos de la honradez. Camus es un solitario,
un hombre que huye del grupo y del clan para poder repartir el bien sin mirar a
quién” (Cela, 1957c: 119-120). Unos números más tarde, recordando el discurso
de aceptación del Nobel de Camus, Cela lo dibuja como una figura romántica,
vinculándolo a los que sufren:

románticos [...]. Lo digo a cuenta de que tampoco me extrañaría poder llegar a incluir a la inspiración en la
órbita del orden” (Cela, 1961a: 230-231).
13.  También Sergio Vilar habría de señalar (en un fragmento fechado el 21-11-1962) que “la vena poética
late todavía en CJC, late con fuerza” (Vilar, 1962: 92).
361

Albert Camus, en su ejemplar discurso de Estocolmo, proclama que el escritor no


puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al de quienes la sufren. Si
no lo hiciera así —concluye— quedaría privado hasta de su arte [...]. De la desobe-
diencia de la historia surge la novela [“Brújula de las servidumbres del escritor” (Ce-
la, 1958: 116-7]).

Cela también precisa de la soledad para poder escribir. Si la memoria es para


Cela la fuente del dolor, la soledad lo es de la calma que propicia la inspiración
y posibilita el trabajo. Insiste en ello en diversas ocasiones, y con él también ami-
gos y conocidos, como Sergio Vilar, quien fuera secretario de redacción de Pape-
les de Son Armadans, y quien manifestara, en este caso refiriéndose no solo a Ce-
la, sino también a Picasso, que:

[…] tanto al pintor como al novelista les gusta la soledad, sin la cual hubiese sido im-
posible que realizaran su obra, los miles de cuadros, dibujos, esculturas…, artículos,
cuentos, ensayos, novelas, páginas y páginas. Dice CJC que le ha dicho Picasso:
—Nada puede hacerse sin soledad (Vilar, 1962: 93).

Resulta inevitable, tras leer este testimonio de Sergio Vilar, recuperar el frag-
mento de su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura que citamos
al inicio de este artículo, “Elogio de la fábula”, en el que Cela afirmaba: “Y me
acompaña siempre en mi soledad el supuesto de Picasso, mi también viejo amigo
y maestro, de que sin una gran soledad no puede hacerse una obra duradera”
(Cela, 1995: 134). Francisco Umbral, que se consideraba discípulo suyo, tam-
bién habría de señalarlo de manera paralela:

CJC ha tenido varias veces en su vida este tirón de la soledad y el retiro, del trabajo
constante y monacal […].
Uno ha pensado siempre que el destino del escritor es la soledad. Que la compa-
ñía del escritor es la soledad. Todo estorba al escritor, al pensador, incluso la cómo-
da cuando cruje. Asimismo, el escritor huele mal, huele a soledad y literatura. La
gente tiende a dejarle solo, con secreto alivio: “Para que escriba a gusto”, dicen. El
escritor sólo se encuentra plenamente cuando se pierde en sus soledades, que son las
del clásico. No sé si Cela estaba haciendo ahora algún libro, pero la nueva soledad
—enfermedades, ausencias— le habrá invitado a ello. El escritor siempre quiere es-
tar solo, y, cuando por fin lo está, no sabe qué hacer, salvo escribir (Umbral, 2003:
39, 106-107).

La soledad es una de las señas de identidad más señeras, más significativas


del escritor gallego. Por eso Cela busca reflejarse en la huella de autores que tam-
bién se reconocieron en soledad, a los que admiró y quiso. Autores entre cuyo
rastro —literario, pero también vital— espera refugiarse, mirarse en su espejo.
Así Albert Camus, “en un ejercicio paralelo de soledad e independencia” (Sote-
362

lo, 2014: 210); o su estimada Rosalía, con quien mantuvo una relación que iba
más allá de la admiración poética: “Los billetes, naturalmente. Ahora hay uno
de quinientas, con Rosalía. Yo, siempre que me toca, lo rompo. No me gusta que
anden manoseando a la gente que quiero” (Umbral, 1984); y finalmente Béc-
quer, a quien considera “la única voz del xix, un laúd de una sola cuerda” (Um-
bral, 1984), y sobre quien, en otra ocasión, apuntaría: “El gran poeta español
del xix fue un escritor menor: Gustavo Adolfo Bécquer, un laúd de una sola
cuerda, pero que sonaba maravillosamente” (Vila, 1983: 50).
¿Quién fue el gran poeta del siglo xix para Cela? En algunas ocasiones afir-
maría que Rosalía de Castro. En otras, que Bécquer. Lo más probable es que pa-
ra él ambos lo fueran indistintamente, o quizá que, como tantas otras veces, ju-
gase a la confusión con sus lectores. En realidad tampoco importa demasiado.
Porque el gran poeta del siglo xix fueron ambos, y él lo sabía.

***

Y para terminar, añadiré unos últimos párrafos a modo de post scriptum. Y es


que no quisiera dar por terminado este trabajo sin mencionar un par de citas en
relación con nuestros dos grandes poetas del xix en las que Cela opta por desta-
car su vena irónica. En la primera, este alude con bastante socarronería a los po-
sibles amoríos entre Rosalía de Castro y Bécquer:

[…] Rosalino Carril Baullosa, natural de La Matanza, aldea en la que finó la célebre
poetisa Rosalía de Castro, que dicen que tuvo amores con Gustavo Adolfo Bécquer,
el de las Rimas, esto dicen los demás que lo dijo antes de morir, vamos, que lo decía
en vida doña Generosa la de la fonda (Cela, 1997: 21).

En la segunda de ellas carga aún más las tintas en el aspecto humorístico. Se


trata de un fragmento de la correspondencia que mantuvieron Cela y Antonio
Vilanova. En una de las cartas que el escritor gallego le hizo llegar al catedrático
catalán, el novelista le comenta lo siguiente:

Palma de Mallorca, 31 de mayo de 1954


Sr. Don Antonio Vilanova
Barcelona

Querido Antonio,

[...] Gracias por tu cariño; tú sabes que se te corresponde. Yo sigo clasificando a la


humanidad —para mi uso, que es el que me importa, y que Dios me perdone— en
amigos e hijos de puta. Lo demás son monsergas y pejigueras, tortas y pan pintao.
Ya han pasado para mí aquellos días tibiamente adolescentes en que tenía obsesio-
nes persecutorias y en que arreglé, para mi gobierno y manejo de todos, una rima de
363

Bécquer, timorata y cumplida como una dama que solo espera la menopausia —y la
bendición de Su Santidad— para liarse a vestir santos:

Mi vida es un erial
que se va a tomar por culo;
y en mi camino fatal,
alguien va sembrando el mal
con bastante disimulo (Cela y Vilanova, 2012: 33).

Como es más que evidente, Cela caricaturiza la famosa rima xli (Bécquer,
2014: 77). El humor es, desde tiempo inmemorial, uno de los instrumentos más
efectivos para paliar el dolor, y Bécquer uno de los poetas que mejor logró expre-
sar las tinieblas del alma abismada en soledad —“¡Por piedad! ¡Tengo miedo de
quedarme / con mi dolor a solas!” (Bécquer, 2014: 74)—. De ahí que sea Bécquer,
el poeta español más leído, uno de los que mejor permita el juego de la parodia.

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