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Maite Alvarado / Alicia Yeannoteguy

Silvestri, Adriana, En otras palabras. Las habilidades de reformula­


ción en la producción del texto escrito, Buenos Aires, Cántaro, 1998.
3. La narración

Narración y experiencia

La palabra “narración” viene del latín “gnarus”, que a su vez vie­


ne de una raíz sánscrita, “gná”, que significa “conocer”; “gnarus”, en
latín, es “conocedor, experto”. O sea que, desde la etimología, “na­
rración” tiene que ver con conocimiento y experiencia. Podemos
ensayar las maneras de vincular los términos: podríamos decir que
la narración se relaciona con el conocimiento que se adquiere a tra­
vés de la experiencia, o bien que la narración tiene que ver con el
conocimiento que se transmite a través de la experiencia. Ambas
relaciones son válidas para pensar la narración, ya que no se trata
solamente de un tipo de discurso o de una determinada configura­
ción de los textos, sino de un modo particular de organizar el pensa­
miento y el conocimiento.
Para Hayden White, que analiza el discurso de la Historia, la moda­
lidad narrativa es, por una parte, universal (en todas las culturas hay
narración) y, por otra, es la forma más antigua de organizar el conoci­
miento, anterior a la ciencia, que depende de la escritura. La narración
se remonta al pasado oral. No hay cultura que no organice el conoci­
miento en forma narrativa y no lo transmita a través de relatos.
En Actos de significado, el psicólogo Jerome Bruner plantea que
los seres humanos interpretamos las acciones, los comportamientos,
de manera narrativa. Esto es parte del sentido común o de lo que él
denomina “psicología intuitiva”. ¿Qué quiere decir? Los seres huma­
nos pensamos nuestra propia vida de manera narrativa, la pensamos
como un relato que va cambiando con el tiempo, y también pensamos
narrativamente las vidas de los demás. Todos creemos que las perso­
nas se mueven impulsadas por deseos y por creencias que las llevan a
actuar de determinada manera y que están relacionadas con el medio
im que se mueven. Si se da algún tipo de desfasaje entre los deseos,

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las creencias que manejan las personas y el medio, se tiende a inter­


pretarlo como locura o, en todo caso, se tiende a elaborar un relato
que explique o dé razones de ese comportamiento. Según Bruner,
pensamos que los deseos que tienen las personas guardan coherencia
entre sí, es decir, que no deseamos o creemos cosas contradictorias, y
cuando surge algún tipo de contradicción que rompe esa coherencia,
se hace necesario, nuevamente, un relato que dé razones de ella.
Dentro de esa psicología intuitiva de la que habla Bruner, las perso­
nas son pensadas como actores o sujetos que actúan movidos por metas
u objetivos, que se valen de instrumentos para alcanzar esos objeti­
vos y que, en su trayecto, deben vencer obstáculos que les presenta el
medio. Se trata de una representación narrativa de las acciones hu­
manas. Los actores, las acciones, los objetivos, los instrumentos, el
medio en el cual se mueven, son componentes básicos de la estructu­
ra narrativa.

La narración oral

Vladimir Propp, en su estudio de los cuentos tradicionales rusos,


encuentra que en todos ellos se repite la misma estructura. Esa es­
tructura está compuesta por treinta y nueve funciones que constitu­
yen el esqueleto básico del cuento. Siempre hay un protagonista que
parte de su aldea, de su hogar, con una misión o una meta; en el
trayecto, tiene que superar una serie de pruebas, para lo cual recibe
la ayuda de un instrumento mágico; se enfrenta con un oponente, es
decir, un personaje que persigue objetivos opuestos a los suyos, y sale
victorioso; finalmente, regresa a su hogar o a su aldea convertido en
héroe y, por lo general, contrae matrimonio. Esa estructura básica se
repite en todos los cuentos rusos de tradición oral, facilitando la me­
morización de las historias. Según Propp, esa estructura es la huella,
el recuerdo de un antiguo ritual, el rito de iniciación de los jóvenes
que entraban en la vida adulta. Cuando el niño llegaba a la pubertad,
era alejado de la casa paterna y de la aldea y llevado al bosque, donde
debía permanecer solo durante varias jornadas, sometido a una serie
de pruebas muy duras; para ayudarlo a superar esas pruebas, se le
entregaban algunas armas. Si el joven salía victorioso, se transforma­

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La escritura y sus formas discursivas

ba en hombre y podía portar armas, regresar a su aldea y contraer


matrimonio. Se puede ver con claridad la vinculación entre este ri­
tual y algunas de las funciones que Propp identifica en el cuento de
tradición oral: la partida del héroe, las pruebas y la donación del auxi;
liar mágico, la vuelta y el casamiento. Según Propp, una vez que el
ritual de iniciación fue abandonado, permaneció su recuerdo en la
estructura del cuento.
La estructura esquemática de los cuentos tradicionales favoreció
su conservación y su transmisión, convirtiéndolos en la literatura pri-
v ilegiada para los niños. Durante mucho tiempo, la literatura infantil
recurrió muy frecuentemente a esos cuentos maravillosos, cuentos
de hadas que contaban las madres y abuelas; hasta que, en la década
de 1960, se empezó a cuestionar la conveniencia de esas historias
para los chicos. El motivo era la alta dosis de crueldad y de violencia
que tenían. Se inició, entonces, una polémica, con argumentos a fa­
vor y en contra de hadas, ogros y princesas. Sin embargo, las versio­
nes de los cuentos tradicionales que llegaron a los niños -las de los
hermanos Grimm y Charles Perrault-ya estaban expurgadas de una
buena cuota de morbosidad y violencia. El historiador Robert Darnton,
en “Los campesinos cuentan cuentos”, compara versiones de los cuen-
los de hadas, entre ellas las versiones orales de los campesinos fran­
ceses de los siglos XVII y XVIII. Darnton destaca el nivel de violencia,
crueldad y sexo que aparece en esas versiones campesinas, a diferen­
cia de las que han llegado hasta nosotros. Esta es la “Caperucita roja”
que se narraba en la campiña francesa en el siglo XVII:

Había una vez una niñita a la que su madre le dijo que llevara pan y
leche a su abuela. Mientras la niña cantaba por el bosque, un lobo se le
acercó y le preguntó a dónde se dirigía.
—A la casa de mi abuela -le contestó.
—¿Qué camino vas a tomar, el camino de las agujas o el camino de los
alfileres?
—El camino de las agujas.
El lobo tomó el camino de los alfileres y llegó primero a la casa, mató a
la abuela, puso su sangre en una botella y partió su carne en rebanadas
sobre un platón. Después se vistió con el camisón de su abuela y se
quedó acostado en la cama. La niña tocó a la puerta.

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—Entra, niñita.
—¿Cómo estás, abuelita? Te traje pan y leche.
—Come tú también, hijita, hay carne y vino en la alacena.
La pequeña niña comió así lo que se le ofrecía; y, mientras lo hacía, un
gatito dijo:
—Cochina, has comido la carne y has bebido la sangre de tu abuela.
Después el lobo le dijo:
—Desvístete y métete en la cama conmigo.
—¿Dónde pongo mi delantal?
—Tíralo al fuego, nunca más lo necesitarás.
Cada vez que se quitaba una prenda, el corpiño, las faldas, las enaguas
y las medias, la niña hacía la misma pregunta y cada vez el lobo le
contestaba:
—Tírala al fuego, nunca más la necesitarás.
Cuando la niña se metió en la cama, preguntó:
—Abuela, ¿por qué estás tan peluda?
-—Para calentarme mejor, hijita.
—Abuela, ¿por qué tienes esos hombros tan grandes?
—Para poder cargar mejor la leña, hijita.
—Abuela, ¿por qué tienes esas uñas tan grandes?
—Para rascarme mejor, hijita.
—Abuela, ¿por qué tienes esos dientes tan grandes?
—Para comerte mejor, hijita.
Y el lobo se la comió.
(pp. 15-16)

Y terminó el cuento. No hay ningún cazador que pase por allí, que
le abra la panza al lobo. Como es evidente, esta versión dista mucho
de la que ha llegado a los niños.
Darnton establece una relación bastante estrecha entre los moti­
vos que se repiten en los cuentos de hadas y la realidad social en la
cual esos cuentos eran contados. Es cierto que existían lobos en Euro­
pa en esa época, pero el lobo también puede representar a los malhe­
chores que estaban agazapados en los bosques esperando para asaltar
a los jóvenes que se lanzaban a los caminos a buscar fortuna, o puede
representar a los soldados que merodeaban y violaban a las mujeres.
El cuento de “Hansel y Gretel”, al igual que el de “Pulgarcito”, co-
La escritura y sus formas discursivas

mienza con los padres que quieren deshacerse de sus hijos y los aban
donan en el bosque. Esta situación, para Darnton, expresa la dura
realidad social de una época de crecimiento demográfico y escasez de
alimento. Otro motivo recurrente es el del hijo menor, que se con­
vierte en héroe, logra superar difíciles pruebas y cumplir con la mi­
sión que se le ha encomendado y en la que otros (sus hermanos mayo­
res, por lo general) han fracasado. ¿Por qué el hijo menor? Porque en
la época, la herencia correspondía al hijo mayor; muerto el mayor,
venía el segundo. Era muy común que fuera el hijo menor quien se
largara a los caminos a buscar fortuna; por eso, debía valerse de su
astucia para sobrevivir. Desde luego que, según de dónde provengan,
las versiones tienen matices diferentes, en relación con la idiosincra­
sia de cada pueblo. Las versiones alemanas son más moralistas y más
siniestras, con abundantes elementos sobrenaturales; en cambio, las
francesas son menos moralistas y se caracterizan por cierto humor
negro. En las versiones alemanas, el hijo menor triunfa por sus virtu­
des morales y en las versiones francesas, por su astucia. No es cierto,
dice Darnton, que todos los cuentos de tradición oral tengan morale­
ja; los cuentos franceses o italianos funcionan más bien como adver­
tencia: parecen decir “la calle está dura, así que más vale viveza que
buena conducta”.
Habíamos partido de la idea de que la narración se relaciona con el
conocimiento que deriva de la experiencia o con el conocimiento que
se transmite a través de la experiencia. La relación entre conocimiento
y narración puede interpretarse, según Darnton, como enseñanza
moral o como advertencia. En un ensayo titulado “El narrador”, Walter
Benjamin afirma, refiriéndose a las narraciones orales, que siempre
dejan una enseñanza, ya sea moral o práctica; pero lo que caracteriza
las buenas narraciones es que esa enseñanza aparece entreverada en
la trama de la experiencia vivida. Para Benjamin, las buenas narracio­
nes, sean orales o escritas, no interpretan los hechos que narran; se
I i mitán a contar y dejan que el que escucha o lee extraiga su enseñan­
za. Por eso, las buenas narraciones sobreviven en el tiempo y pueden
ser escuchadas una y otra vez, pueden ser leídas en distintos momen­
tos, y cada vez el lector o el oyente les encuentra un sentido diferente.
Y como la narración tiene que ver con la experiencia, cuanta más expe­
riencia acumulada, más autoridad tendrá el narrador. Los dos prototi­

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pos de narrador oral, para Benjamin, son el campesino sedentario, que


conoce las tradiciones de su tierra, y el viajero, el marino, que trae
historias de otros lugares.

La trama narrativa

No existe Historia si no hay narración, sostiene el historiador


Hayden White en El contenido de la forma. Según White, lo que hace
que una sucesión de hechos se transforme en Historia es la trama
narrativa, que torna la sucesión cronológica de los hechos en un enca­
denamiento de causas y consecuencias. Pero para poder vincular los
hechos de manera causal, es necesaria una perspectiva, una distancia
que permita evaluarlos e interpretarlos a partir de sus consecuen­
cias. Toda narración histórica se hace desde un centro, desde un lu­
gar, que puede ser un orden político, una legalidad, un orden religio­
so, en el que se ubica el historiador para jerarquizar los hechos y
armar una trama narrativa con ellos. Por eso, en los momentos de
disolución política, cuando ese centro se desdibuja, la Historia tiende
a borrarse y, en su lugar, aparecen otras formas discursivas. White
analiza un documento del siglo X, de la Galia, los “Anales de Saint
Gall”, que corresponden a un momento de disgregación. Los anales
son registros de hechos que tienen algunas características de la na­
rración, pero no son narrativos. Veamos un fragmento:

709. Duro invierno. Murió el duque Godofredo.


710. Un año duro y con mala cosecha.
711........................................
712. Inundaciones por doquier.
713.........................................
714. Murió Pipino, mayor de palacio.
715,716,717..................................
718. Carlos devastó a los sajones causando gran destrucción.
719.........................................
720. Carlos luchó contra los sajones.
721. Carlos expulsó de Aquitania a los sarracenos.
722. Gran cosecha.
La escritura y sus formas discursivas

723, 724......................................
725. Llegaron por primera vez los sarracenos.
726,727,728,729,730...............................
731. Murió Beda el Venerable, presbítero.
732. Carlos luchó contra los sarracenos en Poitiers, en sábado.
733,734..........................................
(pp. 22-23)

¿Qué tiene de narrativo este texto? Básicamente, la sucesión


cronológica de los hechos, representada por los años; esa sucesión
cronológica de fechas muestra un ordenamiento temporal que es pro­
pio de la narración. ¿Pero por qué afirma White que no es un texto
narrativo? Porque los hechos están desconectados entre sí, no se es­
tablece ninguna relación entre los distintos registros. Tampoco hay
una jerarquización: las catástrofes naturales están igualadas a las ba­
ladas. Parecería no haber, dice White, un centro desde el cual se
evalúen los acontecimientos y se les dé una organización, una trama
narrativa. En el registro correspondiente al año 732, se concede la
misma importancia al hecho de que haya sido en sábado que a la
batalla misma, y más importancia que al resultado de la batalla, ya
que no se dice quién ganó ni quién perdió. Lo que permite dar a los
hechos una trama causal o narrativa es la evaluación que hace aquel
que está escribiendo la Historia y que deriva de las consecuencias que
esos hechos tuvieron para la cultura a la que pertenece.
A través de la secuencia, la narración impone coherencia a los he-
chos. Según Bruner, la organización narrativa mediante la cual las
I u 'i sonas interpretan las cosas que les suceden tiene dos rasgos impor-
I untes. El primero es la secuencialización, la relación causal. En segun­
do lugar, la narración surge cuando hay algún tipo de desfasaje que
lince que un hecho no concuerde con lo previsible, es decir, que rompa
ion el esquema de comportamiento esperado; entonces, se hace nece-
u io un relato que reencauce ese hecho y lo asimile a los esquemas,
que lo haga entrar en el guión. Es así cómo la organización narrativa,
II < tiencial, causal, permite dar cuenta de lo imprevisto, lo inexplicable
o lo anormal e interpretar la realidad y las conductas humanas.
l iste rasgo parece propio también de la Historia. Para Hayden White,
I i narración histórica se ocupa de aquellos sucesos que amenazan o

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quiebran el orden (sea el orden que sea, el moral, el social, el políti­


co). La Historia se ocupa de narrar esa amenaza, ese quiebre y la
restitución del orden. Esta idea del orden o equilibrio alterado por un
hecho, es decir, de una crisis que tiene un desarrollo y concluye con la
recuperación del equilibrio, sería la base de la estructura narrativa,
no sólo de la Historia sino también de la ficción. Toda narración habla­
ría de la ruptura de un orden o de un equilibrio (en este sentido, de una
crisis) y de la resolución de esa crisis y la reinstalación del orden o del
equilibrio (que va a ser de una naturaleza distinta a la del orden inicial,
porque media la crisis entre uno y otro). Es obvio que los relatos no
necesariamente respetan ese orden; hay relatos que se inician en ple­
na crisis y relatos que empiezan con la restitución final del orden.

El narrador

La presencia de un narrador es el primer rasgo que caracteriza a la


ficción, cualquiera sea el género (cuento o novela). El narrador no es
el autor. El autor es la persona de carne y hueso que escribe; pero
cuando ese texto es leído, el autor se borra, se desdibuja, y el lector se
encuentra frente a una fuente de enunciación que el mismo texto
construye. Esa fuente de enunciación que es parte del texto, parte de
la ficción, es el narrador. El narrador es una “voz” que narra, es quien
enuncia, desde la ficción misma, ese relato. Es muy fácil distinguir el
autor del narrador en los casos en que el narrador es un personaje de
la ficción. Es más difícil, en cambio, en los casos en que el narrador no
coincide con un personaje, en los casos en que la narración está en
tercera persona y el narrador no está representado como personaje,
porque entonces se tiende a atribuir la narración al autor. El mismo
escritor crea narradores distintos en los distintos textos que escribe.
Incluso, el narrador puede estar expresando una ideología o una ma­
nera de interpretar el mundo que no coincide con la del autor.
La figura del narrador, tal como la acabamos de definir, correspon­
de a los textos escritos, porque los cuentos de tradición oral, justa­
mente por eso, son anónimos, no tienen autor identificado; por lo
tanto, la división entre narrador y autor no es válida en los cuentos
tradicionales. Lo que existe en las tradiciones orales es un narrador

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de carne y hueso, es decir, alguien que cuenta oralmente los cuentos


frente a un auditorio. Este, antiguamente, era un oficio, que exigía
un entrenamiento muy riguroso y se heredaba de padres a hijos, como
ocurre con los artistas de circo. El narrador oral hacía sus propias
versiones de las historias y, al narrar, ponía enjuego diversos recur­
sos para atraer la atención del público. Interrumpía muchas veces la
narración para hacer algún chiste o algún juego de palabras, o bien
para plantear alguna pregunta e implicar y comprometer de alguna
manera al auditorio. Cuando empieza a haber versiones escritas de
esos relatos, desaparece el contexto que caracterizaba a la comunica­
ción oral y aparece un narrador que es parte del texto. En la Edad
Media, un famoso trovador, Chrétien de Trois, toma las historias del
Rey Arturo, del Santo Grial, de los caballeros de la mesa redonda, y
hace versiones escritas; el narrador de sus textos tiene todavía las
marcas de la narración oral, todavía está muy cerca del modo cómo se
narraba oralmente. Con el tiempo, la figura del narrador se irá conso-
I idando cada vez más, hasta llegar a lo que es hoy.
Las narraciones orales estaban en tercera persona. El narrador en
tercera está fuera de los hechos que narra; las cosas que cuenta les
suceden a otros. Con la aparición de la novela, hace irrupción la pri­
mera persona, es decir, un narrador que participa de los hechos, que
cuenta su historia o interviene de alguna manera en ella. Uno de los
ejemplos más antiguos en español es ¿[Lazarillo de Tormes, que está
narrada por el protagonista, Lázaro. Son una serie de episodios enca­
denados por la presencia de ese personaje, que es el que cuenta su
vida y que evoluciona a lo largo de los distintos episodios.
La elección de la voz que narra, de las modulaciones, del estilo con
que narra y la distancia que guarda respecto de los hechos, es funda­
mental cuando se escribe ficción.

La subjetivización de la narración

Toda narración implica una trama causal. Se trata de una causali­


dad externa, que une los hechos que se narran, pero tiene también
inm dimensión interna, relacionada con la intencionalidad de los per­
son ajes. Esto aparece desde las narraciones más antiguas. En los cuen­

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tos orales, que se reducen, básicamente, a una secuencia de acciones,


las acciones remiten a las intenciones o motivaciones de los persona­
jes. De todos modos, en los cuentos tradicionales no existe el persona­
je en el sentido en que hoy lo entendemos. Lo que hay en el cuento de
tradición oral son ociantes, personajes que encarnan las acciones; no
se los describe ni se cuenta demasiado acerca de su vida, a excepción
de lo que interesa directamente a la trama narrativa. En general,
tampoco hay lugar para los pensamientos de los personajes, para su
interioridad. Esta característica se modifica en la ficción escrita, fun­
damentalmente en la novela. Los personajes adquieren cuerpo y vo­
lumen y la subjetividad ocupa un lugar creciente, hasta tal punto que
los conflictos, más que conflictos externos, se plantean como conflic­
tos internos, o como conflictos que surgen del contraste entre el mun­
do exterior y la interioridad de los personajes; ese es el caso de Don
Quijote, por dar un ejemplo famoso.
En la literatura del siglo XX, se ensayaron distintos procedimien­
tos o técnicas para representar la subjetividad. Uno de ellos es el
llamado monólogo interior, que representa el fluir de la conciencia y
de los pensamientos del personaje. El ejemplo culminante de esa téc­
nica está en Ulises, de James Joyce, que contiene un capítulo entero
escrito como monólogo interior de un personaje, Molly Bloom; este
capítulo es famoso en la historia de la literatura, entre otras cosas,
porque está escrito sin ningún signo de puntuación, ya que intenta
reproducir o representar los mecanismos asociativos que caracteri­
zan el pensamiento espontáneo.
La aparición del narrador en primera persona es importante en
relación con la subjetivización de la ficción, porque un narrador que
cuenta las cosas que a él le pasaron permite el acceso a su mundo
interior. Esto no significa que sólo el narrador en primera persona lo
permita; hay otros recursos para lograrlo. El más importante es el
procedimiento de la visión o del punto de vista', a través del juego con
el punto de vista de los personajes, se puede acceder a su perspectiva,
a su modo de ver el mundo. Una ficción puede estar narrada en terce­
ra persona, pero desde la perspectiva de un personaje, lo que permite
al lector ingresar a su visión y a su interpretación de los hechos.
En resumen, la presencia del narrador caracteriza a la ficción. A su
vez, la ficción tiende a subjetivizarse cada vez más, a dar un peso cada

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La escritura y sus formas discursivas

vez mayor a la interioridad de los personajes, a medida que nos acer­


camos a la narrativa contemporánea. Una forma de acceder a la pers­
pectiva o la visión de los hechos de un personaje es a través del punto
de vista. Otra es el narrador en primera persona.

La funcionalidad del relato

En “El arte narrativo y la magia”, Borges dice que la causalidad


propia del cuento es una causalidad “frenética”, parecida a la de la
magia o la superstición. Para la mente supersticiosa, nada es azaroso.
Si a alguien lo pisa un auto cuando cruza la calle, la mente supersti­
ciosa atribuirá ese hecho a que es martes 13, por ejemplo; un hecho
desgraciado puede estar motivado por la ruptura de un espejo o por­
que fueron trece comensales a la mesa. En el cuento, dice Borges,
actúa este tipo de lógica: no hay nada que no tenga una razón de ser
en la trama narrativa, nada que esté allí por azar. Esto es lo que
Borges llama “causalidad frenética”.
En “Introducción al análisis estructural del relato”, Roland Barthes
sostiene algo similar, desde una perspectiva estructuralista. Para
Barthes, en un relato todo es funcional, todo tiene una función. La
función es una relación entre dos términos: todo elemento que apare­
ce en el relato tiene un correlato. Hay distintos tipos de función, y los
mismos elementos pueden cumplir funciones distintas. Las funciones
cardinales, o núcleos, son las acciones que se vinculan en la trama
causal, que conforman el esqueleto, la estructura básica del relato;
todas ellas son causa o consecuencia de otras acciones, y ninguna
puede ser eliminada sin transformar la historia. Esos núcleos son los
que permanecen cuando se resume una historia. La serie de acciones
a las que hace referencia Propp en su análisis son funciones cardina­
les de los cuentos tradicionales. Los núcleos hacen avanzar el relato,
abren una expectativa y la cierran, forman secuencia. A su vez, entre
los núcleos, se suelen insertar otras acciones menores, secundarias,
o bien descripciones, que ya no tienen la misma importancia que las
funciones cardinales para el desarrollo de la historia, a las que Barthes
llama catálisis. Las catálisis -sean descriptivas o acciones secunda­
rias- demoran, dilatan la consecución causal del relato y pueden crear

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suspenso. Evidentemente, esas descripciones o esas acciones secun­


darias también pueden tener otro tipo de función. Por ejemplo, lo que
Barthes denomina indicios. Muchas descripciones ayudan a caracteri­
zar indirectamente a los personajes, o bien su relación con la situa­
ción. Si suena el teléfono y el personaje lo atiende, se abre un núcleo
narrativo; esa conversación telefónica inaugura una función cardinal.
Luego de la conversación telefónica y antes de ejecutar la acción co­
rrelativa -el correlato de esa conversación telefónica-, el personaje
prende un cigarrillo, empieza a caminar de un extremo al otro de la
habitación, se sirve un trago; estas serían todas acciones secundarias,
catálisis, pero que a su vez sirven como indicios para caracterizar el
efecto de la situación sobre el personaje, los sentimientos que pueden
provenir de esa conversación telefónica, o bien para caracterizar al
propio personaje. Es decir, esta acción que, desde el punto de vista del
desarrollo del relato, es una catálisis, que se podría omitir sin tergi­
versar fundamentalmente el hilo narrativo, sin modificar la historia
en lo fundamental, aporta información necesaria para la construcción
de la ficción. Entonces, un mismo elemento puede tener dos funciones
distintas en un relato. Barthes da el ejemplo de una novela de James
Bond, en la que se dice: “James Bond levantó uno de los cuatro teléfo­
nos que había sobre su escritorio”. Este “levantar uno de los cuatro
teléfonos” inaugura una función cardinal, pero, a su vez, el dato de que
sean “cuatro” teléfonos es un indicio del despliegue tecnológico (para la
época) de la agencia para la que trabaja James Bond. Un mismo ele­
mento puede tener dos funciones diferentes: puede ser parte de un
núcleo narrativo o de una catálisis, y a su vez actuar como indicio.
En relación con esta idea de la doble función, Ricardo Piglia publicó
hace algunos años, en Clarín, un artículo que se titula “El jugador de
Chéjov”,1 que comienza con una anécdota. Dice Piglia que, entre los
papeles que se encontraron después de la muerte de Chéjov, apare­
ció, en uno de sus cuadernos de notas, el siguiente guión: “En
Montecarlo. Un hombre va al casino. Juega. Gana un millón. Vuelve
a su casa. Se suicida”. En la secuencia que se plantea en ese guión

1. Con el título “Tesis sobre el cuento”, el mismo texto está en Crítica y ficción, de
Ricardo Piglia, publicado en Bs. As. por Siglo XX, en 1990.

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La escritura y sus formas discursivas

mínimo, tenemos algo paradojal, una contradicción entre ganar un


millón y suicidarse. Desde el punto de vista de los esquemas
socioculturales, el suicidio no es compatible con ganar un millón en el
casino; haría falta una explicitación de causas que allí no están para
vincular los dos hechos. Entonces, en principio, lo que aparece son
dos historias desenganchadas: la historia del juego y la historia del
suicidio. Cada una de esas dos historias responde a una lógica diferen­
te, a una causalidad diferente. Piglia propone, como primera tesis,
que todo cuento cuenta dos historias, una historia visible yunahisto­
ria secreta. El aclara que la historia secreta no es una historia oculta
que hay que descubrir a través de la interpretación, sino simplemen­
te una historia que se cuenta de manera enigmática. Cada una de
esas dos historias responde a una lógica, a una causalidad diferente, y
los mismos elementos participan de ambas; cada elemento deun cuento
tiene doble función. Según Piglia, el cuento ha ido variando histórica­
mente la forma de contar la historia secreta. En el cuento clásico, a la
manera de Poe, permanece tapada y aflora a la superficie al final,
provocando sensación de sorpresa. En el cuento moderno, como el de
Hemingway, la historia secreta no se cuenta nunca, no aparece munca
en la superficie, está siempre debajo de la historia visible, presionan­
do; el cuento se narra como si el lector supiera cuál es la historia
secreta, pero nunca se la revela; y esto es lo que genera la tensión.
Según Piglia, el cuento del jugador de Chéjov habría sido contado por
Hemingway con todo lujo de detalles en la partida, la descripción del
casino, las bebidas que toma el jugador, y en ningún momento habría
aparecido ningún indicio que refiriera al suicidio; pero se lo habría
contado como si el lector supiera qué es lo que le está pasando a ese
personaje. Y, finalmente, Piglia menciona a Borges. Engorges,la
historia secreta siempre es la misma; lo que va variando esel género.
Según Piglia, Borges cuenta siempre la misma historia perorecuriendo
a los estereotipos de distintos géneros. Dice Piglia: “Para Borges,la
historia uno es un género, la historia dos es siempre la misma”. Para
atenuar la monotonía de esa historia secreta, Borges recurre alas
variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Según Piglia, todos
los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento:

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Mciite Alvarado I Alicia Yeannoteguy

La historia visible, el juego en la anécdota de Chéjov, sería contada por


Borges según los estereotipos levemente parodiados de una tradición o
de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos, digamos,
en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contado por un
viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi.
El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y
la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que
define su destino.

En resumen, todos los elementos que forman parte del relato tie­
nen alguna función. En algunos casos, esa función está directamente
vinculada con la trama narrativa; en otros, en cambio, descansa más
en la capacidad del lector para realizar inferencias que apelan a sus
esquemas socioculturales y a su enciclopedia. Ambos tipos de funcio­
nes se complementan, e incluso se superponen. Desde un cierto pun­
to de vista, se podría hablar de dos lógicas distintas que rigen el relato
y de las que participan los mismos elementos: la historia visible, la de
los acontecimientos; y la historia que se infiere, la secreta.

El pacto ficcional

Umberto Eco postula la existencia de un pacto ficcional, que autor


y lector de ficción suscriben, en virtud del cual el lector acepta que lo
que se cuenta en el texto son hechos imaginarios, pero no son menti­
ras. El lector suspende la incredulidad, su juicio acerca de la verdad o
la falsedad de lo que está leyendo; así como el autor finge que los
hechos que cuenta ocurrieron, el lector finge lo mismo acerca de esos
hechos. Pero ambos son conscientes de que se trata de hechos imagi­
narios. El lector que lee un cuento de hadas, sostiene Eco en “Los
bosques narrativos”, está dispuesto a aceptar que los lobos hablen;
pero, como lector de ficción, también exige que los lobos que aparez­
can en ese cuento de hadas actúen como lobos. En “Caperucita Roja”,
si bien el lobo se comporta como un humano en muchas cosas —habla
y urde un engaño típicamente humano-, también es un lobo, porque
se come a las personas; tiene conductas de lobo. Esta es una caracte­
rística de la ficción: aunque se esté en un mundo maravilloso, donde
La escritura y sus formas discursivas

ocurren cosas que no ocurren en el mundo real, se mantienen ciertos


elementos del mundo real. Si esto no sucediera, no habría comunica­
ción (recordemos que la comunicación descansa sobre los códigos co­
munes o compartidos por emisor y receptor, y que el código
sociocultural -y los esquemas que lo componen- es parte de esa com­
petencia). Eco afirma que los mundos de ficción son parásitos del mundo
real: todo aquello que en un texto de ficción no se explícita, no se
describe como diferente del mundo real, se presupone que es equiva­
lente a lo que ocurre en el mundo real. Da el siguiente ejemplo: en
una novela de Nerval, Sylvie, hay un momento en el que el protago­
nista sale de una fiesta a la noche, se sube a un carruaje para volver
a su casa, recorre un trayecto, en el que se va adormeciendo y empie­
za a tener una ensoñación. En ningún momento, a lo largo de ese
trayecto, el texto dice que el carruaje está tirado por caballos y, sin
embargo, el lector, cuando lo lee, imagina el trotecito, el movimiento
rítmico del carruaje que va adormeciendo al personaje. Es parte de la
competencia de cualquier lector -por lo menos, de la época de Nerval-
el conocimiento de que los carruajes están tirados por caballos, por lo
tanto se lo presupone. Ahora, ¿qué hubiera pasado, pregunta Eco, si
cuando llega a destino, este hombre baja del carruaje y descubre que
no hay caballo? Ese descubrimiento habría desconcertado al lector,
no entra dentro de los esquemas a los que el texto apeló hasta el
momento, que son los esquemas del mundo real. Si no hubiera caba­
llo, el lector se vería obligado a volver atrás, a releer todo lo anterior,
porque sentiría que las hipótesis que formuló están equivocadas, que
en algún momento el texto debió haberle dado alguna señal, alguna
clave, que le permitiera derivar hacia una historia fantástica o de
terror. Su hipótesis de género falló. Entonces, o hay alguna indica­
ción que él pasó por alto o el texto no cooperó; es decir, no hubo
ninguna indicación en el texto ni en el paratexto que le permitiera
formular la hipótesis correcta.
Cada género incluye cláusulas en el pacto ficcional que suscribe el
lector. Por ejemplo, en un relato policial no hay lobos que hablen. Las
cláusulas que corresponden a un relato policial dicen: 1- Se deben
proporcionar al lector todos los datos necesarios para que pueda re­
solver el enigma por sí solo. Esta es la primera convención del género
policial clásico, de enigma: hay que ofrecer al lector los elementos

5/ ■
Maite Alvarado I Alicia Yeannoteguy

para que pueda arribar a la misma solución que el investigador. 2- El


asesino no puede ser el narrador. Hay un famoso ejemplo en el que
esa convención fue violada: un cuento de Agatha Christie, “El asesi­
nato de Roger Ackroyd”, donde el asesino es el narrador. Para un
lector de género, que esta convención no se cumpla implica que el
autor le está restando cooperación. 3- La tercera convención del gé­
nero policial es que la solución no puede ser mágica ni sobrenatural;
el relato policial se inscribe dentro del realismo. Claro que puede ser
una solución extraña o extravagante. En el relato que inaugura el
género policial, el que inaugura el género, que es “Los crímenes de la
calle Morgue”, de Poe, la solución no es sobrenatural pero es muy
rara, ya que el asesino es un gorila.
En síntesis, el pacto ficcional supone que el lector suspende sus
juicios de verdad frente a los hechos que se le narran; es decir, no es
válido preguntarse si es cierto, si pasó o no pasó lo que se cuenta. En
cambio, es posible interrogarse sobre la verosimilitud de lo narrado, y
la idea de “verosimilitud” remite al género, a lo admitido por las con­
venciones del género.

Verosimilitud

La noción de “verosímil” se aplica, por una parte, a los géneros que


pertenecen al campo de la argumentación, y éste es el origen del
término; y por otro, a los géneros Acciónales. Entonces, la noción de
“verosímil” es pertinente tanto para la argumentación como para la
ficción.
En la introducción a Lo verosímil, Tzvetan Todorov cuenta una
anécdota: en el siglo V a.C., hubo, en Grecia, una disputa entre dos
ciudadanos que terminó en un accidente. Al día siguiente, los ciuda­
danos en disputa se dirigieron a las autoridades para pedirles que
intervinieran y decidieran cuál de los dos era culpable del accidente.
La decisión no era fácil porque no había testigos, sólo se contaba con
el relato de los participantes. Se decidió, entonces, dar la razón a
aquel cuyo relato resultara más creíble. Así, el relato más “verosí­
mil”, el que parecía más verdadero, fue el que triunfó. En la Grecia
antigua, se tenía conciencia clara del poder del discurso para persua­
La escritura y sus formas discursivas

dir, aun cuando lo que se estuviera diciendo no fuera verdadero. Éste


es el campo de investigación de la retórica, y el campo en el que se
desarrolla la argumentación. Los sofistas enseñaban a utilizar el dis­
curso para convencer, para persuadir, enseñaban a elaborar un dis­
curso verosímil. Lo verosímil es lo que parece verdadero porque se
ajusta o se adecúa a la opinión más generalizada, es decir, a lo que la
mayoría cree que es la verdad. Se entra, así, en el campo del sentido
común, la doxa, que es parte de lo que llamamos “código ideológico”.
En cuanto a lo verosímil aplicado a la ficción, el mismo Todorov, en
el libro mencionado, dice que es un concepto relativo al género: cada
género ficcional elabora su propio criterio de verosimilitud. Y toma el
caso del género policial clásico, donde la verdad, la resolución del enig­
ma, no coincide con lo más creíble desde el punto de vista del sentido
común, es decir, con lo verosímil tal como acabamos de caracterizarlo.
La verdad que el detective saca a la luz en el relato policial clásico, en
general, va en contra de las expectativas del sentido común, que son
las que tendría el lector. El culpable nunca es aquel hacia quien se
orientan las sospechas del lector y de los personajes en general. En­
tonces, lo que es verosímil en el relato policial de enigma es esta
jnversión, que suele aparecer encarnada en parejas de personajes com­
plementarios: uno que encarna el sentido común y el otro, la inteli­
gencia especulativa. Hay duplas famosas, como la de Sherlock Holmes
y Watson, o el Padre Brown y Flambeau en los cuentos de Chesterton
(el Padre Brown es el investigador y su compañero Flambeau es un
antiguo ladrón que el curita ha redimido y que lo acompaña después
en sus investigaciones). En el policial, entonces, lo verosímil está ar­
mado en base a esta inversión de verdad y sentido común; esto es
parte del pacto ficcional correspondiente al género.
Ahora bien, si se piensa la ficción desde una perspectiva pragmáti­
ca, se puede ensayar una definición de “verosímil” apta para cualquier
género ficcional. La ficción ha sido definida como un “acto de habla
lúdico”, de la naturaleza del juego. Los chicos, cuando juegan, entran
en un mundo que no es real, suspenden las leyes del mundo real para
entrar en otro mundo que tiene leyes propias. Participan de ese mun­
do, aun sabiendo que lo que está ocurriendo no es la realidad. Una
característica de la ficción es ese “como si”. Cuando se lee un texto de
ficción, se suspende, mientras dura la lectura, la incredulidad o la

531
Maite Alvarado I Alicia Yeannoteguy

duda respecto de eso que se está leyendo, y se lo cree, no como verda­


dero sino como ficción. No hay posibilidad de sentir placer en la lectu­
ra de un texto ficcional si no existe esta operación. La eficacia de la
ficción, desde un punto de vista pragmático, descansa en su “credibili­
dad”, o, en otras palabras, en su verosimilitud.
Un procedimiento para crear verosimilitud es introducir nombres
propios que remiten a lugares o a personajes que tienen existencia
fuera de la ficción. Y también, inventar nombres que parezcan reales.
En la literatura, muchas veces se inventan nombres teniendo en cuen­
ta cómo se componen los nombres en la vida real, de manera de
verosimilizar a los personajes o los lugares que llevan esos nombres,
de volverlos creíbles. Se trabaja de un modo similar a como lo hacen
los publicistas cuando inventan nombres de productos: en general,
cuando se lanza un producto al mercado, la decisión del nombre que
se le da es bastante estudiada. Hay un famoso artículo de Roland
Barthes, enLa semiología, donde él plantea que las pastas tienen que
tener un nombre italiano o que suene a italiano, porque Italia es la
cuna de las pastas y la calidad de las pastas está relacionada con lo
italiano; una marca de fideos, dice Barthes, tiene que evocar la
“italianidad” del producto. El nombre propio connota nacionalidad, pero
también otras cosas, como nivel social, edad o época. En distintas
épocas, se ponen de moda diferentes nombres y, por lo tanto, el nom­
bre está fechando, de alguna manera, al personaje o la acción. Por otra
parte, muchos nombres, en su origen, tienen un significado; y también
los apellidos. Hoy, en general, se ha perdido el significado original de los
nombres. Pero en las historias de ficción suele haber nombres que des­
criben a los personajes o dicen algo relativo a su historia. En £7 Señor de
los anillos, Tolkien le hace decir a Bárbol, un personaje que pertenece a
una raza muy antigua, la raza de los ents: “En nuestro idioma, en el viejo
éntico, los nombres cuentan la historia de las personas”; es decir, en la
lengua de los ents, el nombre condensa la biografía.
El recurso de verosimilización más importante del que, histórica­
mente, se ha valido la ficción es la descripción. En el siguiente aparta­
do se revisarán algunos de sus rasgos.

■ 54
La escritura y sus formas discursivas

La descripción

A diferencia de la narración, la descripción implica una interrup­


ción del devenir temporal; el tiempo se detiene. Otra diferencia es
que la descripción no tiene un orden prefijado; el orden en el que se
presentan los elementos es elección del que describe. La narración
tiene una cierta restricción de orden; se lo puede invertir, pero hay
un orden natural, que es aquel en el que sucedieron los hechos. En el
caso de la descripción, esto no ocurre.
La descripción, en general, procede por análisis, por descomposi­
ción del objeto en elementos, en partes, en aspectos, a los que se
atribuyen cualidades, rasgos, propiedades; pero el orden en el que se
presentan esos componentes puede variar. La denominación del obje­
to que se describe puede aparecer o no en el interior de la descripción.
Por su parte, la expansión de esa denominación a través del listado de
las partes o aspectos viene acompañada de una nomenclatura (las
palabras o términos específicos que designan las partes) y de una se­
rie de predicados (lo que se predica o se dice acerca del objeto y de sus
partes: cómo son). Esta estructura básica de la descripción —que es la
que postula Philippe Hamon enlntroducción al análisis de lo descrip­
tivo- puede manifestarse de distintas maneras. Si la denominación del
objeto no aparece, es decir, si se describe algo sin nombrarlo, estamos
en presencia de una descripción con rasgos de adivinanza, que plantea
alguna forma de acertijo; lo mismo ocurre si la denominación aparece
al final. En cuanto a la expansión a través de las partes y lo que se
predica, puede haber descripciones donde solamente se haga mención
a las partes, sin ningún tipo de predicación (como en el caso de los
avisos clasificados, que sólo enumeran ambientes e instalaciones de
un inmueble), o, a la inversa, sólo predicación, sin mención de las
partes. Veamos un ejemplo de descripción tomado de una poesía:

Mi mujer de cabellera de fuego de leña


De pensamientos de relámpagos de calor
De talle de reloj de arena
Mi mujer de talle de nutria entre los ojos del tigre
Mi mujer de boca de escarapela
De dientes de huellas de rata blanca sobre la tierra blanca
Maite Alvarado I Alicia Yeannoteguy

De lengua de ámbar y vidrio acavernados


Mi mujer de lengua de hostia apuñalada
De lengua de muñeca que abre y cierra los ojos
De lengua de piedra increíble
Mi mujer de pestañas de palotes de escritura de niño
De cejas de borde de nido de golondrinas
Mi mujer de sienes de pizarra de techo de invernadero
Mi mujer de hombros de champán
Y de fuente con cabezas de delfines bajo el hielo

Este es un fragmento del poema “La unión libre”, de André Breton,


en el que se desarrolla una descripción del cuerpo de una mujer. La
denominación del objeto o tema de la descripción está presente y se
reitera (“Mi mujer”). Esa reiteración a comienzo de verso es uno de
los recursos de la poesía, lo que se llama anáfora. El poema se presen­
ta como una enumeración, una lista de las partes del cuerpo, cada
una de ellas seguida de una predicación metafórica, que contiene lo
más específicamente descriptivo: lo que se dice acerca de ese cuerpo.
Otra característica de la descripción es la recursividad, es decir, la
posibilidad de repetir hasta el infinito la misma estructura: se descri­
be un objeto, se lo descompone en partes y, a su vez, cada una de esas
partes puede transformarse en objeto de una nueva descripción, o
sea, descomponerse en partes; y así sucesivamente. El objeto rara
vez pone un límite a la recursividad de la descripción; el límite lo da el
que escribe (sus intenciones comunicativas) o el género (en los textos
didácticos o en los informativos, es raro que la descripción prolifere o
se ramifique como lo hace en algunos textos literarios). Esta tenden­
cia a proliferar, según Philippe Hamon, fue lo que llevó a los maes­
tros de retórica a exigir un control estricto sobre la descripción. La
descripción representaba un peligro, ya que, si se extendía mucho,
amenazaba la unidad y la inteligibilidad del discurso. Una descripción
demasiado larga desconcentra, distrae, y por eso los rétores aconseja­
ban acotarla. Durante mucho tiempo, la descripción, en literatura y
también en la argumentación, fue considerada un adorno, era la pieza
del discurso en la que el orador lucía su manejo de las figuras retóri­
cas. Una de las formas de controlarla era la exigencia de que apare­
ciera motivada, justificada de alguna manera. El ejemplo clásico es el

■ J>ó
La escritura y sus formas discursivas

de Homero: cuando aparece una descripción, siempre está justificada


por la acción. Es famosa su descripción del escudo de Aquiles, en la
Ilíada, una extensa descripción de las imágenes que aparecen en el
escudo del héroe y que viene a cuento porque Aquiles se está vistien­
do para ir a la guerra (las armas son parte del atuendo). La misma
exigencia de justificación hace que muchas descripciones estén moti­
vadas por viajes: el personaje es un viajero y es el recorrido que hace
el que motiva la descripción de los distintos escenarios.
Recién en el siglo pasado, con el Romanticismo, la descripción em­
pieza a adquirir estatuto literario. Los románticos se valen de ella
para representar los estados de ánimo; por ejemplo, la descripción de
un paisaje, de un lugar, expresa, a través de los adjetivos calificativos,
el estado de ánimo de un personaje. En el comienzo de “La caída de la
casa Usher”, de Edgar Allan Poe, dice: “Durante todo un día de otoño,
triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesa­
das en el cielo, crucé solo, a caballo, una región sumamente lúgubre
del país; y al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a
la vista de la melancólica casa Usher”. La melancolía de la casa Usher
y del paisaje que la rodea provienen del personaje que la habita. Esta
es una descripción metonímica. La metonimia es una figura retórica
frecuente en el lenguaje corriente, una figura de desplazamiento por
contigüidad: para referirnos a un objeto, mencionamos otro que está
en contacto con él. Por ejemplo, cuando decimos “Me tomé unas copi­
tas” (para referirnos al contenido, mencionamos el continente, el en­
vase). Los escritores hacen un uso elaborado de la metonimia. Una
forma de la metonimia es la que consiste en desplazar las cualidades
de un objeto hacia otro con el que está en contacto, o en desplazar las
cualidades de un personaje hacia un objeto de su pertenencia o hacia
su entorno; por ejemplo, “la melancólica casa Usher”.
El realismo utiliza la descripción para producir impresión de reali­
dad. Por eso, en las grandes novelas del siglo pasado (las novelas de
Stendhal, Flaubert, Balzac, Tolstoi) abundan las descripciones exten­
sas, plenas de detalles. Muchos de esos detalles descriptivos, aparen­
temente inútiles, están allí para crear en el lector una ilusión de rea­
lidad, para hacer verosímil lo que se cuenta. Por otra parte, esos tex­
tos prevén un lector capaz de detenerse en las descripciones, un lec­
tor curioso como el lector do enciclopedias. Philippe Hamon diferen-
MalteAlvarado I AliciaYeannoteguy

cia el lector que construye la narración del lector que construye la


descripción. El primero está movido por la intriga, es un lector que
quiere avanzar en la acción, al que interesa lo que viene después. El
de la descripción, en cambio, es un lector que se toma su tiempo y que
está impulsado por el deseo de acrecentar su conocimiento respecto
de un sector de la realidad y por una cierta curiosidad léxica, una
preocupación por el vocabulario.
En una época en la que no había tantas imágenes como hoy, la
representación del mundo provenía casi exclusivamente de los tex­
tos. Hoy podemos ver imágenes en video, fotos, televisión, cine, lo
que hace que los textos se detengan menos en descripciones y el lec­
tor se interese menos por ellas. Por eso, frente a un texto como Moby
Dick, de Melville, es frecuente que los lectores contemporáneos, más
interesados en la acción, se salteen los largos capítulos donde se des­
cribe minuciosamente a las ballenas, su pesca y su faenamiento. Los
textos como el de Melville fueron escritos pensando en un lector que
hoy probablemente sea una especie en extinción.

Resumen

Todas las culturas conocidas se valen del relato para transmitir la


experiencia. La trama narrativa da cuenta de lo imprevisto y de lo
“anormal”, reduciendo su singularidad a un esquema canónico, cau­
sal. De esta manera, permite interpretar ciertos comportamientos
como desviaciones respecto de una norma, que ponen en riesgo la
estabilidad o las certezas sobre las cuales se funda nuestra compren­
sión del mundo y también la convivencia y la subsistencia de un orden
social dado. La trama narrativa, al reducir la incertidumbre y conju­
rar el riesgo, encierra en sí misma una moraleja.
La narración de ficción, en sus distintos géneros, exige del lector la
suspensión temporaria de su incredulidad y la aceptación de la reali­
dad de un mundo cuyas leyes son sólo parcialmente las del mundo
real. La credibilidad de ese mundo de ficción descansa, en buena me­
dida, en una serie de recursos destinados a sostener la “ilusión”; el
juego de las perspectivas, el encadenamiento riguroso de los hechos,
la representación de espacios y personajes, son algunos de ellos

■ 58
La escritura y sus formas discursivas

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4. La argumentación

La perspectiva discursiva

Así como el eje que vertebra el discurso narrativo es la necesidad


de poner orden en el mundo, de dar sentido a los sucesos de nuestra
vida, el discurso argumentativo se basa en la necesidad de los seres
humanos de persuadir a sus interlocutores o de llegar a un acuerdo
con ellos respecto de cómo es el mundo. Cuando argumentamos, pre­
tendemos convencer a nuestro interlocutor de que nuestras tesis, nues­
tras propuestas, son válidas y certeras.
Ahora bien, siempre que hablamos de “discurso”, estamos enfocan­
do la relación que establece el lenguaje con determinadas prácticas
sociales. Estamos hablando de una combinación de enunciados en una
situación o contexto de enunciación concreto. El discurso no es el
dominio del lingüista, ni es el dominio de la gramática, sino de las
relaciones entre el lenguaje y el contexto; por lo tanto, el discurso se
constituye como tal en la práctica social.
En La verdad y las formas jurídicas, Michel Foucault propone “con­
siderar los hechos del discurso no sólo por su aspecto lingüístico sino
como games, juegos estratégicos de acción y reacción, de pregunta y
respuesta, de dominación y retracción, y también de lucha”. Tendre­
mos que describir, entonces, los ámbitos, las circunstancias, en los
que estos “games” se juegan, es decir, en el caso que nos ocupa, en
qué contextos precisos se utiliza la argumentación.
Una primera y no exhaustiva enumeración de los campos de apli­
cación de la argumentación, que incluye el periodismo, la política, la
publicidad, la justicia, nos acerca a una de las características funda­
mentales de este discurso: el dominio de la argumentación es el de lo
plausible, lo verosímil, lo probable. Su paradigma de racionalidad es
el de los razonamientos cotidianos y el de las ciencias humanas, dis­
tinto del paradigma de las ciencias lógico-formales y de la demostra­
ción di' las ciencias experimentales y exactas.

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