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LAS M UJERES DE LA BATEA:

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JUAN CARLOS Z ULUAGA

Este artículo analiza las identidades y las relaciones de género en el


corregimiento de El Valle (Chocó) y el papel que juega el lenguaje en la dinámica
de su construcción y remodelación. El estudio que sirve de base al artículo se centró
en el grupo de personas que componen el grueso de esta población afrocolombiana1.
Es decir, en quienes se desempeñan en los oficios tradicionales de la región (pesca,
agricultura, corte de madera, cacería y labores domésticas), dejando de lado a una
minoría representada por comerciantes, maestros, hoteleros y terratenientes, en su
mayor parte originarios de fuera de El Valle.
Por motivos de espacio, aquí nos ocupamos específicamente de la
exploración de un espacio exclusivamente femenino: el caso de la quebrada La
Batea. A él acuden diariamente muchas mujeres para ocuparse de uno de los oficios
que tradicionalmente han sido designados como de competencia femenina: el lavado
de la ropa. Los motivos específicos del estudio sobre La Batea se resumen en la
posibilidad de presentar algunas dinámicas socioculturales que acaecen en un
espacio de correspondencia femenina y de la pertinencia de observar la forma en que
allí se articulan, modelan y reproducen las imágenes de género y las identidades
individuales y colectivas por medio de la interacción del lenguaje y la conversación
entre un grupo de mujeres.
En un intento por cubrir la mayor cantidad de experiencias de socialización
de género entre las mujeres lavanderas se realizaron 19 visitas por espacio de trece

1
Investigación desarrollada como trabajo de grado en sociología (Oralidad y género. Relatos de El
Valle, Chocó, Universidad del Valle, 2000). El trabajo de campo se realizó entre septiembre y
diciembre de 1999, participando activamente en eventos, tanto públicos (fiestas, celebraciones,
ceremonias y encuentros cotidianos), como privados (la hora de los alimentos, las reuniones
familiares después de la jornada laboral, las pequeñas discusiones alrededor de una taza de café, etc),
en los que se manifiesta el sentido colectivo del grupo, las relaciones de género y las formas
aceptadas de ser hombre o mujer. Mis observaciones se focalizaron en dos grupos familiares, así
como en la exploración de las imágenes y las representaciones de género en el poblado. Agradezco la
colaboración prestada por todos los habitantes de El Valle.

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semanas participando activamente de una labor casi exclusivamente asignada a la
mujer. La información se recogió de forma discreta: en ningún momento las mujeres
supieron de mis intenciones de investigación en el lugar, pues para ellas se trataba
simplemente de la presencia de un paisa que lavaba su ropa en la quebrada. Esto
facilitaba el acercamiento al grupo de mujeres y alejaba un poco los temores que
conlleva el saberse objeto de estudio, a la vez que permitía tejer unas relaciones
personales menos jerarquizadas y mucho más abiertas.
No obstante, mi condición de varón y extraño al lugar implicaban de por sí
un obstáculo que de alguna forma marcaba limites que deben tenerse en cuenta al
momento del análisis de la información. Pero esta misma condición, a su vez,
aportaba elementos claves en la exploración de dicho espacio: el saberlo foráneo y
con pocos conocidos en el pueblo ponía a las mujeres en una situación particular que
facilitaba la exploración de temas que difícilmente ellas tocarían en presencia de los
hombres del lugar. Inmediatamente después de cada visita a La Batea anotaba en el
diario de campo las observaciones, los eventos y las inquietudes creadas en el lugar.
Así, se fue teniendo una base de datos suficientes para la interpretación y posterior
elaboración de un texto definitivo.

Elementos conceptuales de partida

Al hablar de oralidad estamos haciendo referencia explícita al carácter verbal


del lenguaje y al conjunto de expresiones que lo acompañan (los gestos, los
silencios, las maneras, etc.). En este sentido pensamos en aquellas culturas o grupos
que, en grados variables, conservan gran parte del molde mental de la oralidad
primaria, aún cuando hayan sido permeadas por los efectos de la escritura (Ong,
1994: 20).
Es evidente que en las culturas más textualizadas la imagen se superpone al
sonido pero nunca de una manera tal que lo anule o intente prescribirlo. Seguimos
siendo en mayor medida orales y guardamos cierta predisposición a la expresión
verbal antes que al lenguaje escrito. Más aún, existen subculturas con un pasado
reciente construido, en gran medida, a partir del conocimiento legado de una a otra
generación a través de la lengua, lo que en palabras de F. de Saussure (1984: 40)
constituye un tesoro depositado por la práctica del habla en los sujetos que
pertenecen a una misma comunidad.
Si nos referimos al molde mental de la oralidad, no estamos pensando en
atribuir de manera absoluta este tipo de estructura a la realidad actual del Pacífico
colombiano. Pero sí intentamos llamar la atención sobre el indudable valor que tiene
el elemento oral para esta subcultura, aunque no sólo lo tenga para ella. Esto se
percibe en cada una de las manifestaciones artísticas de la región: danza, música,
coplas y cantares, en la tradición oral y en una de las características de las gentes del
Litoral, su verbosidad.
De otra parte, en la construcción de la realidad los seres humanos nos
valemos de los elementos del lenguaje para señalar de alguna forma las cosas que
nombramos, dándoles existencia, o al menos la apariencia de un sentido que se

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convierte en un deber ser (Bourdieu, 1985). Es cierto que vivimos en el mundo del
sentido común, como también lo es que estamos equipados con cuerpos específicos
de conocimiento para interpretarlo, lo que en palabras de E. Cassirer corresponde a
la pregnancia simbólica, refiriéndose a la incapacidad que condena al pensamiento
al no poder intuir algo sin dejar de relacionarlo con uno o muchos sentidos. Por
tanto, el pensamiento estará condicionado por un tráfico de símbolos que permiten al
individuo y a los grupos orientarse en un mundo que de otra forma correspondería a
un oscuro laberinto. El lenguaje construye enormes edificios de representación
simbólica que parecen dominar la realidad de la vida cotidiana como gigantescas
presencias de otro mundo (Berger y Luckman, 1978: 59).
Lo que se expresa en el habla deriva de una estructura previa, construida en
forma acumulativa de experiencia y significados, a la que recurrimos cada vez que
nos relacionamos con nuestro entorno. Cuando se hace un enunciado, se hace una
declaración universal de cómo es o cómo funciona el mundo. Esta declaración es
tanto subjetiva, en la medida en que es elaborada por el individuo interiormente,
como objetiva, en el sentido de compartir con otros vastas estructuras mentales. Este
universo simbólico puede ser concebido como la matriz de todos los significados
objetivados socialmente y subjetivamente reales; se aprende como verdad objetiva y
se internaliza como verdad subjetiva. Es este el proceso de cristalización de los
universos simbólicos que proponen algunos teóricos.
El papel del lenguaje en los procesos de socialización y en las dinámicas
socioculturales ocupa singular importancia cuando proyecta a los individuos, a lo
largo de su ciclo de vida, a definir y consolidar su papel en el ámbito social (Juliano,
1992). Los patrones culturales que rigen las conductas y comportamientos se
expresan en los sentidos simbólicos del lenguaje, que a su vez promueven una
identificación con aquellas representaciones compartidas por el grupo. La condición
de género, definida de la manera más simple como la forma aceptada de ser hombre
o mujer en un grupo o sociedad cualquiera, hace parte de la forma objetiva de
nuestra percepción de lo social e involucra una serie de juicios categóricos que le
dan el sentido y la apariencia real. Estos juicios categóricos se manifiestan a título
de intercambios entre los individuos ligados por el lenguaje proponiendo, así, un
deber ser de género.
Nuestra pretensión de certeza apunta a creer que el orden social debe en parte
su permanencia a la imposición de esquemas de clasificación que, junto a las
clasificaciones objetivas, producen una forma de reconocimiento de ese orden y son
elaborados al interior de los grupos conforme a la distribución de los recursos y al
acceso a los mismos por parte de los individuos, en este caso de hombres y mujeres.

El Valle, Chocó

De acuerdo a algunos ensayos de subregionalización (Jimeno et al., 1995:


119) en los que se advierten cuatro unidades sociogeográficas diferenciadas en el Chocó

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(Urabá, Zona Centro, San Juan y Subregión del Pacífico), el corregimiento
de El Valle, con su cabecera municipal (Bahía Solano), se encuentra ubicado dentro
de la Subregión del Pacífico que, a su vez, está separada del resto del Departamento
por la Serranía del Baudó. De ésta Subregión hacen parte, además, los municipios de
Juradó, Nuquí, Alto Baudó y Bajo Baudó.
El Valle se encuentra ubicado en la zona centro-norte del litoral chocoano, a
diecisiete kilómetros por vía terrestre de la cabecera municipal, justo en la
desembocadura del río Valle. Es un territorio de selva tropical con lluvias durante la
mayor parte del año ±con precipitaciones de unos 5000 ml. anuales±; esta
característica depende del régimen climático que le impone la cuenca del Pacífico a
todo el Andén y que es más riguroso hacia la parte norte del Litoral. Su superficie
corresponde a tierras bajas y planas que facilitan la formación de grandes
extensiones de playa: de la desembocadura del río Valle hacia el sur se encuentra la
Playa Cuevitas, con una extensión aproximada de 8 kilómetros; hacia el norte está la
Playa de El Almejal, zona exclusivamente hotelera.
J. Aprile-Gniset (1992) distingue tres corrientes históricas de poblamiento de
la zona: una primera aborigen; una segunda, a comienzos del siglo XX, embera-
negra; y una tercera impulsada por el Estado entre los años veinte y cuarenta, por
medio de la llamada Colonia Agrícola de Ciudad Mutis.
Según el censo de Salud de 1999, la población de El Valle asciende a 3097,
teniendo en cuenta a los habitantes del pueblo, del río y de la comunidad embera.
Otro censo de población realizado por la división de Enfermedades Vectoriales del
Chocó, estima su población en 2450 los residentes en el casco urbano. La mayoría
corresponde a habitantes negros y tan sólo un 5% a blancos o mestizos, en su
mayoría provenientes de Antioquia y del Viejo Caldas.
Predomina la economía primaria en la región: son importantes la pesca, el
cultivo de arroz, plátano, coco, borojó y achín. La pesca se realiza de manera
artesanal, básicamente de peces de carne blanca, jaibas y churulejas; junto a unos
pocos cultivos de pancoger, sirven como base de subsistencia de las unidades
domésticas. Se salen de este patrón los comerciantes, hoteleros y maestros.
El mercado está ligado principalmente al municipio de Buenaventura y, en
menor medida, al puerto de Jaqué y a algunas zonas del interior. Por otra parte, el
turismo se constituye en una actividad que podría producir mayores excedentes
financieros a la población, pero que tan sólo ofrece unos pocos puestos laborales
temporales y mal pagos.
La calidad de vida de los habitantes puede tener como mejor expresión el
índice de necesidades básicas insatisfechas: aunque no existe medida precisa para El
Valle, se sitúa en Bahía Solano, la cabecera municipal, alrededor de un 70%. El
pueblo en general presenta precarias condiciones a nivel de servicios básicos. Si
bien la situación educativa en el pueblo presenta índices favorables en cuanto a
planteles y posibilidades de acceso, la infraestructura locativa y de dotación es
deficiente, pues el Municipio carece de recursos financieros para el funcionamiento
de este sector.

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Los espacios femeninos: el caso de La Batea

Mucha lástima le tengo


a la mujer que se casa,
porque el marido la quiere
como escoba de la casa

Este verso muy difundido en El Valle identifica una concepción ideológica


dominante que propone la caracterización del ámbito doméstico como centro de las
actividades femeninas y la asunción plena por parte de las mujeres de los roles que
les han sido asignados. En términos gramscianos, esto significaría un
condicionamiento impuesto por los sectores dominantes sobre los grupos
subalternos que no sólo opera en el sentido de las clases sociales, sino también de
grupos minoritarios, en términos de poder, como pueden ser las mujeres.
Por otra parte, la discriminación de género y la dominación masculina hacen
parte de una práctica cultural que, aunque no es perentorio discutir en éstas páginas,
se presenta mucho más acuciosa en el litoral Pacífico, donde la división sexual del
trabajo, la asunción de roles determinados y la asignación de espacios propios para
hombres y mujeres hacen parte de un saber-hacer que se mantiene en situaciones
contradictorias frente a los nuevos modelos que, vía múltiples formas, llegan a la
comunidad. Estos nuevos elementos toman forma a través de la interacción de los
agentes, que son los directamente encargados de implementarlos o adecuarlos en
correspondencia con sus propias representaciones colectivas.
No siendo un secreto el papel que los medios masivos, la Iglesia y las
instituciones del Estado juegan en la construcción de imágenes y en la generación de
modelos y valores culturales, éstas transformaciones son sólo posibles en la medida
en que sean aprehendidas por los miembros de la comunidad a partir de sus propias
vivencias y de sus interacciones.
Ahora bien, estas vivencias cotidianas se realizan en diferentes espacios del
ámbito social, los cuales parecen condicionados para hombres o mujeres y para
ambos. Mientras los hombres en El Valle asumen el espacio público como el
pertinente a su condición de varón y hacen se lo apropian, las mujeres, en su
mayoría, asumen los espacios domésticos como naturales y propios para el sexo
femenino. Es evidente que los nuevos procesos educativos, implementados de
manera más sólida hacia finales de los años 60 con la formación académica en
secundaria, han marcado un punto de inflexión en el transcurrir histórico de los
habitantes del pueblo. De igual forma la cobertura del servicio de energía eléctrica,
de reciente instalación, ha traído consigo nuevas imágenes del afuera que, los
jóvenes principalmente, adecuan de manera rápida a sus formas de relacionarse con
el sexo opuesto. No obstante, los referentes tradicionales de dominación masculina,
que tienen como soporte fundamental la división sexual del trabajo, sostiene una
fuerte inclinación por mantener sujetas a las mujeres no sólo en determinadas
labores sino también en determinados espacios.

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Cuando a las mujeres se les indica como su lugar natural el hogar y se les
induce en el aprendizaje de las labores domésticas como su fin, se les trata de excluir
del debate público. Así, las mujeres se ven compelidas por presiones formales e
informales a interiorizar estas pautas y ajustar sus elecciones y conductas a estas
expectativas, que se tiende a considerar que forman parte de su vocación natural.
Pero aún cuando las mujeres aparentan asumir sus responsabilidades bajo el modelo
impuesto o aceptado, de manera subrepticia en ocasiones, o abiertamente en otras, se
establecen canales de comunicación que escapan en alguna medida al control
masculino y que proponen una reelaboración de modelos y una construcción de
redes que intentan afrontar la desvalorización de la mujer como grupo, al igual que a
aumentar los niveles de autoestima, autonomía y solidaridad entre pares (Juliano,
1992: 21-22).
Cuando hablamos de espacios femeninos nos referimos a todos esos lugares
asignados y constituidos para o por las mujeres. Si bien es cierto que el hogar es
considerado el principal lugar de asignación femenina, existen otros espacios que, ya
sea por motivos prácticos o tradicionales, terminan siendo también propios de las
mujeres. Es el caso de La Batea, una quebrada a escasos metros del poblado donde
las mujeres acuden para lavar, ya sea las prendas de su familia o las de otras
personas por encargo. El lavar en quebradas no es un hecho exclusivo de El Valle,
de ahí parte el interés por escudriñar de alguna forma dicho entorno.
El nombre mismo puede dar para un primer intento de análisis, en tanto que
el significado de dicha palabra es posible vincularlo a las formas artesanales de
H[WUDHUHORURGHORVUtRVGHO3DFtILFRHQORTXHVHOODPyHOµPD]DPRUUHR¶ 0RVTXHUD
 HQHOTXHODPXMHUKDMXJDGRXQSDSHOSUHSRQGHUDQWH3RURWUDSDUWHµEDWHD¶
en su acepción más amplia, tiene en América latina el significadR GH µDUWHVD SDUD
ODYDU¶\HOODYDUHVXQDFXHVWLyQTXHVHLQGXFHFRPRSUHGRPLQDQWHPHQWHIHPHQLQD
Estamos hablando entonces de un espacio de connotaciones femeninas tanto en su
entorno simbólico como en la apropiación material. La Batea es sinónimo de
mujeres reunidas ejecutando la labor para la que han sido educadas. Muy pocas son
las mujeres en El Valle que nunca han ido a lavar a ella. La verdad, no supe de
alguna.
Todos los días se ven pasar mujeres con baldes sobre sus cabezas rumbo a la
quebrada. La mayoría de las veces van acompañadas por sus hijas o, las menores,
por sus hermanas o hermanos. El lugar hasta donde deben llegar queda sobre la
carretera que lleva a Bahía Solano, en un sitio donde se cruza con la quebrada,
distante unos quinientos metros de la última vivienda del pueblo y en zona de ladera.
Desde ese lugar se aprecian los techos de las casas del poblado, además de una
perfecta panorámica del río Valle y de la Serranía del Baudó en el horizonte.
La Batea se convirtió, desde mis primeras incursiones en el pueblo, en un
espacio-dilema por resolver. Más aun cuando era consciente de las limitaciones del
estudio etnográfico en el lugar. Mi condición de extraño en el pueblo y
principalmente mi condición de hombre marcaban demasiadas distancias y, de
cualquier forma, los datos allí obtenidos deberían ser evaluados bajo el contexto en que se
lograran.Talvez el resultado de lo que se presentará en las páginas siguientes no sea más que

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las conclusiones extraídas de un pequeño laboratorio o de las vivencias de un paisa
en La Batea. Debo confesar que mis primeras incursiones a la quebrada no colmaron
las expectativas. Poco faltó para que abandonara el intento, pero después de la cuarta
visita empecé a notar cierta distensión entre el grupo de mujeres. Mis visitas se
realizaban generalmente dos veces por semana cuando el tiempo era favorable. En
El Valle, como en casi todo el litoral, las lluvias son generalizadas y en época de
invierno pueden pasar semanas enteras sin que dejen de caer. Las lavanderas
aprovechan los días soleados para asistir en masa a la quebrada e, igualmente, yo
alistaba mis útiles de lavar y salía rumbo a ella. Las primeras ocasiones cuando
pasaba por las calles del pueblo con la tabla de lavar, que se convertía a la vez en
señal inequívoca de mis intenciones, sentía las miradas del pueblo sobre mis
espaldas. Algo así como el loco que camina desnudo por nuestros centros urbanos
bajo la mirada atónita de unos moradores que lo señalan como uno más de los
desadaptados sociales o se ríen de la capacidad de ese individuo para evadir las
normas de comportamiento y para asumir un papel que no es compatible con los
modelos establecidos. En gran parte el recelo venía de los ojos de los hombres. Estos
se mostraban pávidos frente a mi comportamiento. Una vez un hombre, con el cual
tenía cierta confianza, me sugirió que mandara a lavar la ropa con alguna mujer:
Ellas cobran barato, me dijo. Al expresarle el deseo de realizar por mis propios
medios dicha labor, me ofreció a una de sus hijas para realizarla sin ningún costo.
Después de mucho insistir y ante mi negativa, el hombre desistió de su propuesta
pero sin llegar al convencimiento de mi posición: no le dé pena. Yo no espero nada
a cambio por eso, me repetía. De igual forma, no fueron pocas las ocasiones en la
quebrada en que las mujeres se ofrecían voluntariamente a lavar mis prendas. Mi
respuesta siempre fue la misma.
Después de algunas visitas y luego de romper el hielo con algunas de las
lavanderas, las cosas se daban de una manera aparentemente mucho más natural y
espontánea. Aunque sería difícil imaginar lo que conversaban en mi ausencia, cada
vez más mi presencia se manifestaba como natural y las mujeres comenzaban a
comunicarse entre ellas y conmigo de una manera, al parecer, mucho más
espontánea. No cabe duda que si quien escribe estas líneas hubiese sido mujer,
tendría una mayor cantidad y, tal vez, una mejor calidad en las observaciones. No
obstante, mi condición de hombre y extraño a la comunidad me proporcionaba datos
que igualmente no se hubieran dado en otras condiciones. El saberse ajeno al grupo
puede significar un vínculo, extraño por demás, que facilite la conversación sobre
temas que sería difícil tocar frente a otros miembros de la comunidad. De algún
modo se está hablando con o frente a una persona que conoce poco a los habitantes
del pueblo y tiene allí pocos amigos.
Así, en una de mis primeras visitas a la quebrada, mientras lavaba en
compañía de tres mujeres, intenté compartir mi preocupación por la forma en que
me miraba la gente:

I nvestigador: A mí me da pena cuando vengo para La Batea y algunas


personas me miran como raro.

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A: No le de pena, que esos ni siquiera son capaces de lavarse un cagado.
B: ¡No señor! Usted les está es dando ejemplo a ellos.
A: Es que ellos creen que tienen es esclavas. ¡No...!

Cabe anotar que en ningún momento hice referencia exclusivamente a los


hombres aunque, como señalé anteriormente, fueran en ellos en quienes más recelo
sentía. Las mujeres habían asumido que eran precisamente ellos los que me hacían
sentir mal.
Por otra parte, fueron muchas las situaciones en las que intuí que las
lavanderas intentaban desahogarse de alguna forma conmigo, mostrarme la situación
desfavorable del medio en que se encontraban y que las mantenía sujetas, esclavas
de los hombres y condicionadas a unas labores que, de algún modo, podían ser
compartidas por ellos. Las mujeres lavanderas poco a poco fueron viendo en mí una
imagen de lo que debería hacer un hombre en contraposición a lo que encontraban
entre los suyos:

A: Es que aquí los hombres no se lavan ni las güevas.


B: La raza negra tiene muy desprestigiada a la mujer. Los paisas le
colaboran a sus mujeres. Pero aquí, sale uno de lavar y le toca ir a cocinar y a
arreglar la casa.

La autoafirmación de género puede considerarse como elemento


revitalizador de la posición de las mujeres en la quebrada. Es común que los
referentes en los que se basan dichas posiciones vengan de afuera, ya sea desde la
mirada de los paisas o de imágenes de Panamá. Igualmente, y por consiguiente, se
hace referencia a la condición étnica como factor de naturalización de conductas
establecidas. Es decir, se deposita en las características biológicas de la
pigmentación de la piel la razón del ser social: es que la raza negra tiene muy
desprestigiada a la mujer, dice una lavandera. Esto equivale a comprenderse dentro
de una identidad étnica frente a los otros grupos, a distinguirse de los paisas, de los
advenedizos y, a la vez, darse cuenta de comportamientos propios de su cultura, de
su forma de adecuar los espacios y las labores y responsabilidades de cada cual. Lo
anterior no significa que se acepten las condiciones dadas como algo ineludible o
estático. Por el contrario, se pregona un cambio, se instituyen nuevas formas de
reconocerse como grupo y se intenta una valoración de la mujer en la medida en que
los nuevos modelos alcancen el consenso.
Las mujeres que van a La Batea no tienen limites de edad. En mayor medida
se encuentran mujeres adultas entre los veinte y cuarenta años, pero igualmente se
puede apreciar a jóvenes adolescentes y a menores, así como a algunas ad portas de
la vejez. Muchas llevan su prole y, mientras lavan, los niños juegan en el agua o
colaboran extendiendo la ropa sobre el césped o van y vienen al pueblo cumpliendo
alguna encomienda de sus madres. A los hijos mayores se les encarga de vez en
cuando llevar los baldes cargados con la ropa limpia hasta sus casas.
La forma de expresión entre ellas y con los demás es desenvuelta, con un
lenguaje despojado de adornos o rodeos. Se nombran las cosas por su nombre, sin

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tapujos; el volumen de las voces es, por lo general, superlativo y animado. Creo que
la mujer negra de El Valle no corresponde a un grupo mudo, castrado en su
verbosidad o inducidas al silencio, diferencia crasa con lo observado entre la mujer
Embera (indígenas que habitan la zona alta del río Valle y sus afluentes y que
mantienen contactos estrechos con El Valle).
Aunque puede asumirse un papel subordinado de la mujer, La Batea, como
espacio de apropiación de las mujeres, genera formas de hacerle frente. A
continuación tenemos la conversación de dos mujeres, una joven (20 años) y otra en
plena madurez (42 años):
A: El día que me meta aunque sea un puño, se las tiene que ver. Porque yo sí
le doy.
B: Es que aVt WLHQH TXH VHU <R Vt OHV GLJR D PLV KLMDV µVL OHV SHJDQ
£SHJXHQ¶

Ésta conversación pasó luego a convertirse en una discusión sobre el papel


de la mujer frente a los hombres que pegan. En ella tomaba forma la rebeldía de la
mujer frente al uso de la fuerza por parte de los hombres, la que ha sido utilizada allí
como estrategia de dominación: como complementa una mujer de 30 años, antes los
hombres eran mucho más malos. Les daban rejo como si fueran las hijas. Mi
abuelo, una vez le metió la cabeza a mi abuela al fogón prendido.
Las relaciones de género han cambiado sustancialmente. Las ancianas aún
recuerdan las palizas de las que fueron testigos o víctimas en algún momento de su
vida y las jóvenes llevan consigo imágenes de un pasado mucho más difícil para su
condición de mujer. Ello no quiere decir que actualmente no opere como una forma
de control masculino, sino que se han dado transformaciones de uno y otro lado.
Aunque los hombres aún utilicen la agresión como medio de imposición y
subordinación, las respuestas femeninas no se dan ya sólo en el plano de la sumisión
y el acatamiento. Surge la rebeldía como defensa y la agresión física es respondida:
A: Una amiga me dijo que, si me seguía dejando pegar, se me iba a montar
hasta el cuello y ahí me mataba.
B: Y si no la mata, de pronto la deja tonta.
A: Ella me dijo que le diera. Que no me dejara.

El grupo de mujeres se protege mutuamente, se despierta del letargo a


aquellas que permanecen inmóviles ante la agresión de algunos hombres, se le
siembra el germen de la insubordinación y se les proporciona la fuerza del grupo
para soliviantarse.
No se trata aquí de mostrar un pequeño fortín que intenta la insubordinación
e independencia de la mujer frente a las formas ideológicas dominantes. Se
pretenden mostrar de alguna forma las adecuaciones que las mujeres hacen
conforme a las vivencias cotidianas que se comparten en el seno de un espacio
exclusivamente femenino. Aquí no solamente se promueve la autonomía femenina
sino que se hace apropiación de formas legales que, muchas veces, son desconocidas
por la comunidad en general. Veamos un ejemplo en la conversación de un grupo de
cinco mujeres:

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A: Mi marido me pegaba mucho hasta que hace como cuatro años lo
denuncié cuando me pegó un puño en una teta.
B: ¡Eso como duele!
A: Eso me la puso morada. Entonces lo llevé a la Comisaría y al Juzgado
FRQ HO )LVFDO \ KDVWD SD¶O SXWDV < OH GLMHURQ TXH OD SUy[LPD YH] TXH PH KLFLHUD
aunque [fuera] un moradito, lo iban a condenar. Desde ahí, se emberraca y jode y
corcovea pero no me toca un pelo.
B: Eso a veces no les vale y antes le dan más duro por aventarlos.
A: Es que yo ya le he dicho que el día que me pegue, aunque [sea] su
garrotazo se lo pego.
El recurso legal empieza a tomar forma en la medida en que éste opere de
manera real y se articule en el grupo a partir de su conocimiento, no solamente para
las mujeres sino para toda la comunidad. Muchas mujeres se mantienen reacias a
denunciar los atropellos de los que son víctimas por temor a represalias de sus
cónyuges. Éste temor no es infundado. Son muchas las ocasiones en que esto sucede
como forma de acallar los reclamos femeninos.
Los temas de conversación en La Batea no se reducen a los hombres ni a la
posición como grupo subalterno en búsqueda de reivindicaciones. Como dije, no se
trata de un fortín insurgente ni de un grupo de mujeres con una posición política
decididamente marcada. Se trata de la reconstrucción del mundo individual y
colectivo a partir de la confrontación de imágenes a través del lenguaje y la
convivencia. Igual se puede hablar de la vecina como de la novela que se transmite a
las ocho; se puede ir de temas vacuos a los asuntos de interés nacional o
simplemente se cumplen los oficios en silencio: a menudo todo se circunscribe al
sordo silencio del correr de las aguas y a la fricción de los cepillos sobre las prendas.
Las lavanderas de la quebrada redefinen los modelos de mujer a partir de sus
múltiples experiencias e ideales. La intimidad se hace explícita y se edifica desde lo
colectivo. Las mujeres conversan de la moda, las tallas del calzón, de sus
preferencias sexuales, de sus sueños, de sus hijos y de sus preocupaciones. Son los
hijos una gran preocupación para las madres. Mostraremos algunos ejemplos que
identifican de algún modo las imágenes femeninas con respecto a la reproducción y
a la educación de los hijos. La siguiente conversación se da entre la madre (de 43
años), la hija (14 años) y tres mujeres más:
M adre: Esta muchacha es tan encabildada que no le lava la ropa a su
hermano.
Hija: A Gustavo yo no le lavo la ropa, así esté entre cuatro velas. A mi papá
porque me mantiene.
M ujer A: Es que a ellos [a los hijos] también hay que enseñarlos a lavar sus
chiros.
M adre: Yo no sé, pero ésta muchacha va a sufrir.

La muchacha guarda silencio y luego la conversación cambia de rumbo.


Amén de las relaciones que pueda tener la muchacha con su hermano, es de resaltar el

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temor que puede sentir la madre al considerar que su hija no desea cumplir
con lo que ella considera sus responsabilidades, lo cual le podría acarrear futuros
problemas. Pero el futuro que ella concibe se limita a las funciones como ama de
casa. Es posible que la madre esperara otra respuesta de las mujeres a las que
comentaba la conducta de su hija. Quizás una reprimenda colectiva o cuando menos
un consejo que intentara disuadirla de su rebeldía. Pero lo que encontró fue apoyo al
comportamiento de la muchacha por parte de la vecina y, además, una puya sobre la
forma en que debe educar a sus hijos varones. Al final, el silencio de la muchacha
tras la última sentencia de su madre pone de manifiesto la contradicción entre su
deber ser y los posibles futuros de su destino.
Algunos estudios han identificado el papel de la mujer del Pacífico como
sinónimo de reproducción y se ha vinculado su estatus a la maternidad (Tenorio
1993: 72). Sin embargo, leamos la conversación de tres mujeres en La Batea: una de
ellas, de 36 años y con seis hijos (A), cuenta su experiencia cuando fue operada por
una brigada de salud, junto con otras 34 mujeres, para que no tuviera más hijos; una
mujer joven con dos hijos (B) y otra mujer (C):

A: Eso estábamos todas en filita sobre unos colchones. Ya en la madrugada


nos fueron pasando de a cuatro. Me durmieron y ya cuando desperté me dijeron que
podía irme y que me cuidara unos días.
B: ¿Y le dolió mucho?
A: ¡Qué va!. Eso es puro misterio. A mí no me dolió nada.
C: 8VWHGGHEHUtDKDFHUVHRSHUDU¢3D¶TXpVHTXLHUHOOHQDUGHKLMRV"
B: Yo he pensado. Pero a veces creo...
A: ¡No! Usted está muy joven todavía. Espere siquiera tener unos cuatro
[hijos].
C: ¿Y por qué? Si ella quiere, puede hacerlo.

Tomemos otra observación en el mismo sentido:

A: /DVPXMHUHVVRPRVEREDV1RVGHMDPRVOOHQDUGHKLMRVSD¶WHQHUQRVDKt
B: Yo por mí hubiera tenido medio. Con estos dos estoy que no puedo.

Si en cierto grado el tener hijos es algo importante estas mujeres, el tenerlos


en abundancia no se muestra ya como un requisito cultural y tampoco como una
condición inquebrantable. Si los hijos han tenido valor como fuerza de trabajo
familiar entre los mayores, algo generalizado en las economías de subsistencia,
habría que considerar el hecho que igualmente éstas áreas poco tecnificadas
adolecen de métodos anticonceptivos que conviertan la maternidad en un exclusivo
asunto de elección. Allí las relaciones sexuales traerán como consecuencia el
embarazo. En general los hijos nacen por accidente, como resultado de las primeras
experiencias sexuales. Puedo decir que en mis indagaciones no encontré madre
alguna cuyo primer estado de embarazo hubiera sido premeditado. Al final se describe
como el camino de toda mujer. Evidentemente éste camino se convierte en el único posible.

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Por otra parte, si algunas mujeres se resisten al uso de métodos que eviten la
concepción, esto obedece tanto a un temor ante lo desconocido, producto de una
desinformación, como a la tradicional forma de ver los hijos como a un soporte de la
vejez y como fuerza de trabajo para la familia, además de convertirse en el medio
mediante el cual se alcanzan estados de adultez.
Actualmente, el tener muchos hijos en El Valle significa una carga antes que
una ayuda, dadas las nuevas necesidades creadas al interior de la población, que
conllevan gastos de manutención en el campo de la salud, la educación, el vestuario
y el aseo personal, y otros como el servicio de energía eléctrica. Todos ellos eran
asuntos que antes no preocupaban y para lo cual se requiere hoy de excedentes
monetarios bastante escaso por demás en la zona.
Las contraposiciones culturales se mantienen en constante pugna por la
legitimidad en todos los ámbitos sociales. Así como sucede en La Batea, es de
esperarse también en otros espacios, tengan estos alguna asignación de género
específica o sean compartidos. Los bares, las cantinas, los billares para los hombres,
y el espacio doméstico, la tienda, la quebrada o la Iglesia para las mujeres, se
convierten en lugares donde a partir de la interacción se adecuan conductas y
comportamientos.
Como pudimos observar en las historias de vida recogidas en el trabajo, las
responsabilidades de una madre con su hija no terminan con la educación y la
crianza. Estas se complementan con la vigilancia y control de su sexualidad. Por lo
general, las mujeres con hijas adolescentes se hacen acompañar por ellas a La Batea.
Allí no solamente se encargan de adiestrarlas en un oficio básico, sino que tienen la
oportunidad de mantenerlas bajo constante control. Por ejemplo, cuando la hija de
una de las lavanderas se alejaba por entre la maleza la mamá le da un primer aviso:

M adre: ¡Vení negra!, que lo que vos andás buscando es que te preñen. Vos
sabés cómo está la situación.
Otra mujer: ¿Qué se va a ir a hacer por allá? A buscar lo que no se le ha
perdido.

La madre, al ver que la muchacha no hace caso, le lanza una sentencia y una
orden:

M adre: £1HJUD $FRUGDWH GH 3HGUR $QLPDO ¢6DEpV TXp" $QGDWH SD¶ OD
casa y no me ayudés a lavar. ¡Andate, andate!

La muchacha no se va para la casa pero regresa al lado de su madre a seguir


lavando. Quizás por temor a represalias. Imágenes como la anterior se repiten. Las
madres procuran mantener en permanente vigilancia a sus hijas, a la vez que les
recuerdan los peligros que engendra el estar sola en el lugar no indicado. Algunas
hacen referencia Dµ3HGUR$QLPDO¶FRPRXQµSHQHIDQWDVPD¶TXHSUHxDDODVPXMHUHV
y que se encuentra en las piedras, los maderos o la tierra donde la muchacha ha de
sentarse a descansar en sitios alejados y solitarios. No conociendo los
pormenores de dicha historia, sería irresponsable lanzar alguna opinión sobre la

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procedencia de la misma. Es posible que se trate de alguna estrategia de las
madres para sembrar el temor en sus hijas, así como puede ser que se trate de alguna
versión masculina para explicar los estados de preñez espontanea, algo así como el
espíritu santo del monte.
Las circunstancias a las que se ven sometidas las adolescentes se ve reflejada
en el siguiente par de observaciones. En la primera, un par de jóvenes (12 y 14 años)
conversan con una mujer:

A: ¡Ojalá yo nunca creciera! Me gustaría quedarme pequeña. Yo no quiero


ser grande.
B: $PtPHJXVWDUtDTXHGDUPHGHXQDxRSD¶QRKDFHUQDGD
M ujer: ¡Ve, ve!. Si así fuera sería maravilloso, pero la verdad es otra.

Otro par de adolescentes (12 y 15 años) hablan en voz baja mientras lavan a
pocos metros de mi posición:

A: Ojalá a mí me tocara un hombre así. Que me lavara la ropa y todo.


B: Que le ponga a uno una empleada que le lave hasta los calzones.
A: ¡Eh, mija! Usted quiere estar es como reina.
Amén de lo que significaba mi presencia en el lugar y las intenciones de las
pequeñas, lo que se puede percibir es la posibilidad de encontrarse con una situación
que las separe de aquellas responsabilidades que les son asignadas. En la primera
observación se trata de una probabilidad mágica que les impida crecer, lo que
equivale a pregonar un rechazo a las responsabilidades que cuando lleguen a la edad
adulta deben asumir. En la segunda, se trata igualmente de un rechazo a sus deberes
que se podría consumar en el momento de establecer una relación con un hombre
diferente a los ya conocidos del lugar.
Luego de diecinueve visitas a La Batea, terminé por convencerme de la
compleja red que se mantiene en su interior y con respecto al pueblo. Porque al final
de cuentas todo gira alrededor de la construcción de imágenes pertinentes de la
comunidad. Es un lugar de debate y reconocimiento del pueblo y de sus habitantes.
La mayor parte de los sucesos de alguna manera relevantes que ocurren en el
poblado son allí evaluados por las mujeres a partir del conocimiento que se tiene de
los otros y de sus antecedentes. Todo esto es posible gracias al poder de la palabra y
a la necesidad de conocerse (García 1997: 18). Detengámonos un momento en la
siguiente observación que lo ejemplifica: una mujer comenta que ha visto a un
hombre que hace algún tiempo había partido del pueblo; las otras no parecen
identificarlo, la mujer hace la siguiente explicación:
A: Jaimito, el hijo de Doroteo con Melisa. El que vivía en la casa de la
señora Bertha, la que fue mujer del profesor Hebert.
B: ¢(QODFDVDDPDULOOD\HQGRSD¶7HOHFRP"

A: Sí. Él vivió allá cuando se junto con la negra María. Ésta que estuvo un
tiempo en Cali donde la hermana del viejo Pacho, el de la tienda... ésta muchacha
María, sobrina de mi compadre Estanislao.

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B: ¡Ah, ya! Yo estaba creyendo que era Roberto. Que también se fue hace un
WLHPSRSD¶&DOL[Nombres modificados]

Lo que puede quedar en claro de ésta conversación es que la actualización de


los integrantes del grupo se hace de manera permanente en el pueblo, pues no es un
hecho exclusivo de La Batea. Se conocen las personas y sus antecedentes a partir del
conocimiento de unas redes familiares que en muy pocas ocasiones escapan de la
evaluación. Para alguien ajeno al grupo es demasiado complicado entender la
anterior conversación o identificar al personaje en cuestión, pero después de
escudriñar sus antecedentes todas las mujeres se dieron por enteradas del regreso de
uno de sus vecinos.
Con el ánimo de ilustrar la forma y velocidad en que operan las redes de
comunicación en el pueblo, traeré a colación un suceso por demás intrascendente.
En cierta ocasión llevé a la quebrada una bolsa con pan que compartí con las
lavanderas. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al siguiente día, al otro extremo del
pueblo, una señora se detuvo frente a mí y me preguntó si yo era el mismo que
estaba repartiendo panes en La Batea. Al preguntar quién se lo había dicho, me
respondió que lo había escuchado de una vecina cuando se lo comentaba a otra, en la
tienda. Esto no me pareció de alguna manera inaudito. Era muy posible que la otra
mujer hubiese estado en la quebrada el día anterior y simplemente se tratara de un
simple comentario. Ya en la noche, cuando estuve en casa de una de las personas
con la que había establecido una relación más estrecha, mi sorpresa fue doble
cuando su mujer me dio a entender que no veía con buenos ojos que yo anduviera
repartiendo pan en la quebrada cuando ellos en su casa también tenían necesidades.
En ese momento comprendí que, en el pueblo, es poco lo que se puede hacer o decir
sin que se enteren casi todos sus habitantes.

Consideraciones finales

El presente texto intentó dar cuenta de algunas formas como se percibe la


masculinidad y la feminidad para las gentes de una población afrocolombiana del
Litoral Pacífico, así como las dinámicas socioculturales, las relaciones de género y
el singular valor que tiene el lenguaje en la construcción de las identidades
individuales y colectivas.
La propuesta de trabajo en La Batea corresponde a su consideración como un
laboratorio, donde los resultados se presentan a manera de respuesta tentativa de lo
que puede ser un espacio de correspondencia femenina en El Valle. Igualmente,
puede servir para ilustrar los procesos, en cierta medida anónimos, que se dan al
interior de los grupos en espacios definidos por la condición de género.
Estos espacios cumplen un papel importante en la construcción y
reconstrucción de las imágenes particulares de los agentes sociales y de las formas
colectivas consideradas como legítimas. Estas formas colectivas o modelos
culturales se mantienen en permanente estado de confrontación a partir de los intercambios
que realizan los individuos en comunidad. Si algo pretende quedar claro en el estudio es

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la dinámica cultural que opera al interior de un grupo de mujeres lavanderas,
así como la singular importancia del lenguaje en dichos procesos.
Si en primera instancia habíamos definido La Batea como sinónimo de
mujeres reunidas ejecutando la labor para la que han sido educadas, no estábamos
faltando a la verdad. Pero sí nos encontrábamos aún distantes de todo su complejo
significado. Efectivamente, allí se cumple con un oficio tradicionalmente asignado a
la mujer, pero además se presenta como una oportunidad para compartir, en
términos materiales y simbólicos, con otros individuos afines. Las mujeres que lavan
en la quebrada establecen redes solidarias de comunicación no sólo cuando se
comparte un jabón, un balde o cuando se lava la ropa de la vecina enferma, sino
también cuando se reconstruyen las imágenes de ellas como grupo y de su
colectividad.
Además, en La Batea las mujeres tienen la oportunidad de reunirse sin temor
a ser tachadas de corrincheras o desocupadas, como se les designa cuando se
detienen a conversar un momento en alguna esquina. Es pues el lugar perfecto para
cumplir sus obligaciones al tiempo que se hace vida social. Siempre que pregunté
por qué gustaban de ir a lavar a la quebrada, las respuestas estuvieron inclinadas a
apreciaciones lúdicas y de solidaridad: porque me siento acompañada, aquí me
distraigo, se charla mientras uno va lavando o, simplemente, porque se tiene otro
ambiente.
Finalmente, en La Batea se redefinen los modelos socialmente asignados en
lo que corresponde al deber ser de la mujer, se hace una apropiación de las formas
legales que cobijan las relaciones de género a partir de su conocimiento y
divulgación, se estimula la autoestima individual y del grupo, se construye un
espacio y se instituye como propio de la mujer, a la vez que se deposita el germen de
la insubordinación. Todo lo anterior se presenta bajo la forma de un permanente
debate que, sin establecer rupturas, propicia nuevas formas de mirarse y de
reconocerse.

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