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INTRODUCCIÓN:
La modernidad, como devenir esencialmente europeo, se impuso con nuevos paradigmas en
la construcción del conocimiento, a saber, compartimentado, hermético y racional. El
carácter holístico del saber cedió ante formas de entendimiento lineales y jerárquicas: lo
causal, lo medible, lo comprobable, entre otros. No es difícil evidenciar esta actitud
positivista en los grandes escenarios cotidianos y pedagógicos. Enunciados de uso común
como “ver para creer” no solo refuerzan y perpetúan una actitud puramente utilitaria, sino
que sustentan un marco visual-céntrico en donde la principal fuente de conocimiento y
comprobación está supeditada por lo que se ve. En ese sentido, la percepción visual parece
consolidarse como la percepción filológica por excelencia y determina tanto el conocimiento
científico, como otras formas de experiencia socio-culturales, artísticas y estéticas. No por
nada se acuñan conceptos como “de-colonizar la mirada” y demás. El hecho de poner la
mirada por encima de todas las demás cosas ha servido también para sustentar y ejercer
históricamente una hegemonía puramente eurocéntrica que oculta otras formas de lectura del
mundo circundante, a la vez que avasallan prácticas, cosmovisiones y culturas enteras.
Una vez establecidas estas reglas de juego en la historia de la ciencia y la filosofía, las
demás formas perceptivas han sido más bien sistemáticamente relegadas a un papel
secundario en donde apenas logran reafirmar lo que ya ha sido validado previamente por lo
óptico. Sin embargo, en un intento por reivindicar a la percepción sonora de ese histórico
papel secundario o de “hermana menor” (Heider, 2017) de la mirada, aparece la
acustemología. Como una suerte de hibridación que deambula entre los estudios acústicos,
epistemológicos y antropológicos, esta disciplina entiende a los fenómenos sonoros no tanto
como productos que reflejan identidades y dan cuanta de dinámicas socio-culturales sino más
bien como espacios activos y orgánicos en donde se construyen esas identidades. Entonces
el ruido, la música, la necesidad de lenguaje oral, incluso el silencio, se proyectan como
posibles escenarios que constituyen una sólida y compleja dimensión sonora de la cultura.
Con lo anterior, parece pertinente la intención de establecer puentes que relacionen esta
“reciente” disciplina con contextos que se destacan precisamente por tener una alta
dimensión sonora. Con ese curso de acción en mente, el presente artículo propone un vínculo
entre la leyenda del Yuruparí, traducido por el conde Ermanno Stradelli, y disciplinas que de
manera independiente estudian las distintas dimensiones sonoras. El propósito de enmarcar
esta obra en un contexto acustemológico se justifica gracias a dos consideraciones. En primer
lugar, la lectura de la leyenda del Yuruparí resulta ser una ventana desde la que se pueden
vislumbrar comportamientos indígenas que dan cuenta de una vasta “consciencia acústica”
presente en las formas en que se tejen las relaciones colectivas indígenas y que son inherentes
a manifestaciones y prácticas comunitarias que se nutren precisamente de varias dimensiones
sonoras. Aparece entonces la forma estética de la oralitura, por ejemplo, cuyo
funcionamiento medular se sustenta en el plano de palabra y la escucha. La percepción del
mundo y la construcción de saberes están necesariamente inmersas en ese marco sonoro.
Luego se desprenden otras dinámicas que también convocan a la palabra y a la festividad.
La segunda consideración tiene que ver más bien con una búsqueda de alternativas en los
modos de producción de conocimiento que disten de la necesaria causalidad en el
pensamiento racional. En relación con eso, la aprehensión de la información y la posterior
construcción de conocimiento indígena son ajenas a esos paradigmas lineales y unilaterales,
nutriéndose más bien de otras formas perceptivas que se abren paso por entre los espacios
indeterminados y lugares que se le escapan a la mirada.
A continuación, se proponen tres ejes de estudio que funcionan, cada uno, como
receptáculos de diversas manifestaciones y modos de organización indígenas en el marco de
la percepción sonora.
I. PRÁCTICAS SOCIO-CULTURALES
Este primer eje de análisis va dirigido a entender cómo los individuos se integran a la
colectividad a partir de actividades rituales y festivas. Aparecen entonces diversos escenarios
de una gran consciencia acústica que convocan a la palabra y, dentro de ese marco de hábitos
orales1, entra en juego la oralitura. Fredy Chikangana, oralitor colombiano del pueblo
Yacaguna, ofrece la siguiente definición: “Lograr pulir la palabra para transmitir esos gestos,
imágenes, la música, la sonoridad de una lengua indígena y la poesía que se encierra en el
momento, es lo que se podría llamar como oralitura indígena” (Dominguez, 2019, pág. 1).
Ésta aparece entonces como una forma estética distinta, no menor a la literatura, que se
sustenta no solo en la transmisión de la palabra sino más bien en un acto de carácter
performativo en donde -trascendiendo la hoja de papel- música, poesía y narración convergen
orgánica e interdependientemente.
Por fuera de la obra, es decir, los espacios y las voces por donde el relato del Yuruparí
circula y es transmitido, pertenecen a lo que el antropólogo Jan Vansina define en Oral
Tradition as History como tradición oral. Según Vansina, el rumor (hearsay) aparece como
un género propio en la tradición indígena y que funciona como un agente que moldea la
forma de las epopeyas, los mitos, los cuentos o las leyendas (Dominguez, 2019). Es cuando
se suman la función poética, musical y/o chamánica a estas formas narrativas que la oralitura
germina como forma estética. Bajo esa noción, el mito del Yuruparí, antes de encontrar el
1Propongo el término “hábitos orales” porque surgen frecuentemente interpretaciones equivocas sobre
distintas aristas en esta dimensión; la tradición oral, la historia oral y la oralitura suelen entenderse como una
misma práctica cuando en el ejercicio teórico son distintas.
soporte escrito, es el resultado de una suma de rumores que devienen en ese llamado “mito
fundacional del Vaupés”.
Al interior del relato también se evidencian momentos en donde son representados estos
actos colectivos. Encontramos en el etnotexto traducido de Stradelli (2004) algunos pasajes
que nos permiten dar cuenta de eso: “Al día siguiente, cuando el sol marcaba el mediodía, el
tatué (especie de tambor enorme) sonó para llamar a los hombres a una reunión. Estos
llegaron y cuando estuvieron todos juntos, dijo Yuruparí […]” (pág. 91). Aquí está presente
una eminente consciencia acústica en donde objeto sonoro (el tatué) es el agente que incita
a la reunión, o mejor, a la actividad sonora; es un primer momento en donde se convocan las
grandes discusiones y donde tiene lugar la exposición del relato. Es en este escenario en
donde se oficia, por decirlo así, la función del oralitor. “Antes de continuar dándoles las leyes
[…] quiero contarles una historia que nos atañe” (pág. 99). En este primer relato se da a
conocer el origen del mundo, donde se presenta una ruptura en ese primer orden social.
Finalizada esta primera comunión, inmediatamente es introducido un segundo relato: “Ahora
les contaré como se pobló la Tierra […]” (pág. 124). Esta narración introduce el arquetipo de
un primer héroe que reestablece el desorden descrito en el primer relato. Estos ejemplos son
importantes para entender que, previo al acto de pronunciación de las leyes, es necesario un
relato que las justifique; un relato que necesita de una disposición colectiva. Esta importancia
en la función tanto del oralitor como del acto performático mismo, se enmarca dentro de lo
que Walter Ong denomina como oralidad primaria (Ong, 1982), esto es, el carácter
enteramente oral (y sonoro, por supuesto) de las comunidades que no disponen de un sistema
alfabético.
Retomando los objetos sonoros, aparecen a la par las festividades, que no ajenas al acto
mismo de la narración, también pueden entenderse como una actitud estética
intradependiente. Dice uno de los viejos de la tribu de Yuruparí, como excusa para visitar
una tribu vecina: “Estamos seguros de que no nos considerarán sus enemigos y llegaremos
en una buena ocasión: la música nos dice que están en tiempo de fiesta” (pág. 68). Más
adelante, dice también un Tuxáua (jefe de una comunidad o maloca) al llegar a las tierras de
Yuruparí: “En mi maloca escuché tu música y me apresuré a venir para bailar contigo, aunque
no esté invitado” (141-142). La música ejecutada, el sonido proyectado, aparte de denotar un
estado anímico (festivo en este caso) aparece también como una carta de invitación que se
extiende ubicuamente y convida a la interacción, al diálogo; en últimas, es un escenario en
donde se entretejen las relaciones humanas.
Ahora cito este último fragmento como enlace y preludio al siguiente eje de análisis. Dice
Yuruparí una vez finalizado el relato que pronuncia las leyes: “Vayan por toda la Tierra a
enseñar la ley, la música y el canto de Yuruparí” (pág. 164).
Aparece una primera distinción entre una masculinidad prematura que, para efectos prácticos
y de integración social, no está preparada para poseer el secreto de Yuruparí, y otra
masculinidad madura capaz de ejecutar los instrumentos en las fiestas y, por lo tanto, de tener
el privilegio de diseminar las leyes otorgadas.
La segunda apreciación pone el foco en esas dinámicas más bien disonantes y conflictivas
en donde también aparece la censura sonora, es decir, una prohibición hacia a un sujeto u
objeto sonoro de su respectiva manifestación y el respectivo castigo ante una eventual
desobediencia:
Comenzó declarando que la constitución que él les daba bajo el nombre de Yuruparí
duraría mientras el Sol iluminara la Tierra, y prohibió a las mujeres, […] que participaran
en las fiestas de los hombres cuando estuvieran presentes los instrumentos especiales que
serían distribuidos en la próxima reunión inaugural […] Igualmente, el hombre que
mostrara los instrumentos o revelara los secretos vigentes a una mujer, sería obligado a
envenenarse y, si no lo hiciera, el primero en encontrarlo debería darle muerte, bajo pena
de recibir el mismo castigo (pág. 63-64).
Aquí aparece una mayúscula distinción jerárquica dada de lo masculino sobre lo femenino,
pues se determina quiénes (los hombres) pueden participar de las actividades
festivas/políticas y de qué manera pueden participar. Es decir, hay palabras, sonidos,
manifestaciones musicales a los que solo el oído masculino tiene acceso y por lo tanto
control. Esto se sustenta incluso desde los primeros relatos que narra Yuruparí, puesto que la
mujer es quien rompe con ese primer equilibrio: “[…] quiero que todos se encuentren en el
lugar de nuestra primera reunión. Pero deben salir de la casa sin que las mujeres los oigan
“(pág. 91); “Si las mujeres de nuestra tierra son impacientes, curiosas y chismosas, éstas son
peores y más peligrosas porque conocen parte de nuestro secreto” (pág. 95). No solo se
señalan los roles dentro de la tribu, sino que se delimita el deber ser de los distintos sujetos.
En ese orden de ideas, y haciendo un intuitivo ejercicio de analogía, parece que el rol
masculino ocupa el lugar de la enunciación sonora mientras lo femenino, en las antípodas de
ese esquema, ocupa el lugar del silencio: no debe percibir ciertos acontecimientos acústicos
y mucho menos le es permitido emitirlos.
(Curán) Desde la cima de una piedra cercana, al llegar la noche, vio todo lo que pasaba,
escuchó la ley y aprendió la música y el canto del Yuruparí (pág. 158).
Un día Curán agrupó a todas las mujeres en un lugar apartado de la maloca y les contó
el secreto de Yuruparí. Les dijo cómo eran los instrumentos e, igualmente, interpretó la
música y el canto de Yuruparí. “Por esto”, concluyó, “los hombres dejaron de hacer
nuestra voluntad” (pág. 165).
[…] los arianda escucharon la música y el canto del Yuruparí. Corrieron todos para
ver quién tocaba y vieron que las mujeres venían desde el puerto, las unas tocando, las
otras cantando […]. Todos estaban estupefactos frente a la gran profanación […] (pág.
170).
En la primera y tercera cita tenemos una apreciación donde se sugiere que el hecho de que
la mujer acceda a esos espacios sonoros, generalmente motivada por una actitud curiosa o
contestataria, deviene nuevamente en un desbalance social. Curán (hija del líder de una
maloca aledaña a la de Yuruparí) es entonces un sujeto que, no solo invade un espacio sonoro
exclusivamente masculino, sino que también accede a la palabra e instrumentos que sirven
para ejecutar esas sonoridades. No son solo instrumentos de ejecución sonora sino también
instrumentos de poder. Según Ong, las culturas puramente orales poseen varias
características, entre ellas la volatilidad o dispersión, y por eso mismo son homeostáticas, es
decir, que su funcionamiento y sus agentes emisores están regulándose constantemente. Ante
la ausencia de un soporte escrito “los hechos recogidos por la tradición oral solo lo son en
cuanto son memorables, lo que se refleja en los relatos heroicos y fantásticos y la cercanía de
la palabra con la religiosidad” (Ong, 1982). Entonces, si el relato es una cosa tan
meticulosamente depurada, el control de la palabra supone también el poder discursivo sobre
la historia misma.
La segunda cita ofrece sobre todo una revelación: la inversión de roles en la ejecución de
un poder que alguna vez tuvieron las mujeres. Entonces, no solo se representa una jerarquía
social aparentemente estática o natural, sino una lucha de poderes que también sufre un
tránsito que busca su propia regulación, casi de la misma forma homeostática en que los
relatos orales se depuran.
Finalmente, para dar paso al eje final de análisis refiero el siguiente apartado: “«Ahora
terminaré de decirles las últimas cosas sobre nuestra ley, pero primero quiero que conozcan
el nombre de cada instrumento y porqué se llama así. Siéntense a mi alrededor y oigan»”
(pág. 134).
La primera categoría que propongo la denomino como sonido animal. Este tipo de sonidos
tienen dos niveles, uno en donde la fabricación del instrumento procede animales y otro nivel
en donde su connotación sonora emula una presencia animal: “La noche siguiente a su
llegada (de Yuruparí), con los sonidos de nembé, maraiá, iauty, los tenuianos fueron hasta la
casa de Yuruparí a presentarle las insignias de jefe” (pág. 61). Las distinciones de los
instrumentos mencionados son las siguientes. El nembé, que es un pífano (especie de flauta),
está hecha a partir de restos óseos de venado; la maraiá, que presenta una similitud fonética
con la maracá, es un instrumento que varía su función social, siendo a veces usado por el
payé en actos chamánicos o curativos, y otras veces como instrumento percusivo; y el iauty
se refiere tanto a la tortuga como a un instrumento musical, seguramente también procedente
de dicho animal (2004, pág. 224, 227). En este último instrumento, sobre todo, se presenta la
fusión de ambas escuchas, causal y semántica, pues primero se parte de la referenciación de
un sonido (de procedencia animal) para luego introducirlo en las prácticas rituales.
Desde la cita que concluyó el apartado anterior, Yuruparí comienza a revelar el origen y
procedencia de cada uno de los instrumentos cuando los distribuye entre los hombres:
“Este, del largo de mi muslo, se llama mocino (grillo, en arapazo) y representa la
sombra de un hombre-mujer, que, por no aspirar a amar a nadie, vivió siempre escondido,
cantando solo en la noche y fue convertido en grillo por la misma madre de la noche”
(pág. 134).
Se presenta entonces un evento de transmutación de lo humano hacia lo animal y que
finalmente deviene en una manifestación sonora, que, si bien está en el terreno del mito, se
manifiesta y hace presente en un sonido concreto, referenciable y semántico dentro de la
cosmogonía indígena. Esto no solo plantea la imposición de la manifestación sonora, sino
que comienza la desintegración de la manifestación visual, pues la sombra es una reducción
de las dimensiones corporales.
Surge entonces la segunda categoría como resultado de esa desintegración visual parcial,
denominada como sonido cuasi-omnisciente. Esta es más bien una etapa de tránsito donde,
una vez las cosas que se ven empiezan a difuminarse, el sonido empieza a perder su referencia
visual más no su emisión, mucho menos sus repercusiones sonoras físicas. En la leyenda del
Yuruparí, siendo éste proclamado payé desde bebé, desaparece misteriosamente de la tribu:
En la tercera noche, (los hombres de la tribu) acecharon el árbol del pihycan, pero
cuál sería su sorpresa al escuchar los gemidos en medio de ellos sin poder descubrir de
donde surgían. Los gemidos eran tan tristes que hacían daño. No por ello cesaron los
gemidos y, si los habitantes del pueblo no se preocupaban más, la infeliz Seucy, retirada
en la cima más alta de la montaña, lloraba por su criatura (Yuruparí) […] (pág. 58-59).
La entidad que emite sonidos cede sus dimensiones tangibles para ganar una presencia
etérea y ubicua. Así se establecen las relaciones entre lo mundano y lo divino. Esto no es más
que una forma de reafirmar a Yuruparí como héroe que reestablece el orden dentro de una
narrativa fundacional.
En la tercera categoría, llamada sonido anestésico, culmina el tránsito y la dimensión
visual cede totalmente. Aparecen entonces apreciaciones sobre lo sonoro, lo musical y lo oral
en estrecho diálogo. Tenemos entonces las apreciaciones de Ong sobre las culturas orales:
dispersas y volátiles; aparece también una apreciación sobre lo musical de Marshall
McLuhan, en donde su comportamiento es simultaneo (ubicuo), disperso e inestable (García,
2016). Estas consideraciones, que bien pueden entenderse paralelamente e interrelacionadas,
señalan que la dimensión sonora dista de sentidos unilineales, sino que son más bien multi-
lineales. En ese orden de ideas, el sentido semántico de la palabra se desintegra
completamente puesto que ésta procura un sentido inequívoco. Pero lo musical no solo evoca
múltiples sentidos, sino que también los puede atomizar. Aquí es donde aparece la anestesia.
Si la palabra exige un grado de atención, la música permite estados dispersos: “[…] (Seucy)
oyendo los gemidos del hijo, se adormecía hasta los primeros albores del día. […] pero
cuando comenzaban los gemidos de Yuruparí se sumía en un sopor invencible y caía dormida
en un profundo sueño” (pág. 58-59).
Para culminar este apartado, refiero una última cita que, bien entendida, puede remitirnos
nuevamente al primer apartado de prácticas socio-culturales: “Y ahora que conocen el
nombre de todos los instrumentos, paso a dar a cada uno la voz respectiva” (pág. 137).
CONCLUSIONES
Me parece correcto afirmar que, si bien en el anterior artículo se ofrece un análisis distintivo
y compartimentado sobre varios ejes y dimensiones sonoras, así como definiciones
específicas que intentar evitar posibles confusiones terminológicas, todas estas dimensiones
están relacionadas entre sí y permiten una lectura libre que transite de un apartado a otro.
Sería también equivoco determinar una forma única y vertical de lectura puesto que se ha
insistido en el carácter no lineal de la percepción respaldado por unas cualidades sonoras en
las dimensiones sociales y culturales.
También se desmiente el paradigma de lo visual como única forma de construcción y
validación del conocimiento. Tal vez sí es la mejor fuente bajo estructuras lineales y obedece
a unas necesidades perfectamente positivistas dentro de la modernidad, pero también se pone
de manifiesto que las demás formas perceptivas, en este caso la sonora, ofrecen otras
coordenadas para el entendimiento de nuestro lugar en el mundo.
Finalmente, se demuestra que el carácter holístico del conocimiento es importante y nutre
bastante bien a las disciplinas cuando estas permanecen receptivas y dispuestas a construir
puentes que las cuestionen y entablen un constante diálogo con saberes “periféricos”
provenientes de otras latitudes.
BIBLIOGRAFÍA