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IES Nro.1 Dra.

Alicia Moreau de Justo

Profesorado superior en historia

Catedra: Historia Argentina I

Profesor/a:

Alumno: Nuñez Nahuel

Año: 2019

Halperín Donghi, Tulio. Proyecto y construcción de una nación (1846-1880),


Biblioteca del pensamiento argentino II, Buenos aires, Ariel Historia, 1995.

En el presente estudio preliminar, Tulio Halperín Donghi se dispone a tratar lo que él


mismo denomina un complicado contrapunto entre dos temas dominantes: la construcción
de una nueva nación y la construcción de un Estado. Para dicho propósito, Halperín tomará
dos premisas o hipótesis desde las cuales construirá su estudio. Por un lado, discutiendo la
convicción muy largamente compartida (desde Sarmiento en 1883, a Pedro Hernández
Ureña en 1938) de que la excepcionalidad Argentina en el marco hispanoamericano estaba
dada por una etapa de progreso muy rápido en la segunda mitad del siglo XIX, pero
Halperin postula que en realidad dicha excepcionalidad argentina radica es la encarnación
en el cuerpo de la nación de lo que comenzó siendo un proyecto de algunos argentinos,
cuya arma política era “su superior clarividencia.” En segundo lugar, Halperín marcara que
el problema de este proyecto se encuentra en la distancia entre el legado político rosista y el
inventario que de él hicieron sus adversarios, ansiosos por convertirse en sus herederos,
resulto demasiado optimista. En consecuencia estos adversarios del orden rosista, quienes
creyeron recibir por herencia un Estado central el cual podía ser usado para construir una
nueva nación, debieron aprender que antes que la propia nación, o junto a ella, era precisa
la construcción del Estado.

Este proceso solo estará concluido, propone Halperín, en 1880 con la culminación de
la instauración del Estado nacional, que se suponía preexistente, cerrando un periodo de
treinta años de discordias, marcados por la violencia política y la guerra civil.

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En el comienzo del desarrollo de su estudio Halperín remarca que la concepción del
progreso nacional, enmarcada como la realización de un proyecto previamente definido por
un grupo de mentes esclarecidas, ha surgido como el deseo de las elites letradas
hispanoamericanas que se encuentran sometidas al clima inhóspito de la etapa posterior a la
independencia. En Argentina esta concepción será para Halperín, el punto de llegada del
largo examen de conciencia sobre la posición de la elite letrada postrevolucionaria que
emprendió la generación de 1837, compuesta por un grupo de jóvenes de las elites letradas
de Buenos Aires y del interior que se proclaman destinados a tomar el relevo de la clase
política que dirigió el país desde la independencia hasta la fallida tentativa de organización
unitaria de 1824-27.

Este grupo, autodenominado “la Nueva Generación”, se veía a sí mismo como el


único con la hegemonía para dictar el rumbo del país, justificado en la posesión de un
acervo de ideas que les permitiría orientar eficazmente a una sociedad esencialmente
pasiva, por lo cual es la responsabilidad de esta nueva generación encarnar esas ideas, cuya
posesión, les da todo el derecho a gobernarla. Pero esta nueva generación de 1837 vera de
manera más evidente, en perspectiva de Halperín, a medida que avanza la década del
cuarenta que la Argentina ha cambiado ya lo suficiente para saber que el político ilustrado
debía buscar un modelo alternativo al ya destruido con el derrumbe del unitarismo. De esta
manera al modelo del “legislador de la sociedad”, le sucede el del “político” que debe
insertarse en un campo de fuerzas, no pasivas, sino, con las que debe formar alianzas. Por
otro lado, Halperín concluye que, no solo es el aparente cambio motono de la Argentina en
el ocaso del rosismo lo que estimula el cambio entre de una actitud a otra, también se ve la
influencia de la Argentina y los avances cada vez más rápidos de un capitalismo, que a los
ojos de estos observadores, ofrece promesas de cambios más radicales que en el pasado.

Para el análisis de la década siguiente, la de 1840, Halperín comienza con el retrato


que Alberdi realiza de un país que le está vedado. En la República Argentina 37 años
después de su revolución, Alberdi exhibe una imagen del país demasiado favorable, a juicio
del mismo Alberdi la estabilidad alcanzada gracias a la victoria de Rosas no solo hicieron
posible una época prosperidad, sino que finalmente puso las bases para institucionalización
del orden político. Por otro lado, dos años antes que Alberdi, Sarmiento también proyecta

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un futo de la Argentina, que al contrario que el de Alberdi, excluye la posibilidad de que
Rosas tome a su cargo la instauración de un orden institucional, basado en los cambios que
el país ha sufrido y que será imposible borrar luego de la etapa de predominio de Rosas. A
su parecer, Halperín afirma que la diferencia entre el Sarmiento de 1845 y el Alberdi de
1847, debe buscarse en la imagen que uno y otro se han formado de la etapa postrosista;
para Sarmiento esta debe aportar algo más que la sola institucionalización del orden
existente y que lo más urgente debe ser acelerar el ritmo de esos progresos, el legado más
importante del rosismo consiste, para Sarmiento, en la creación de una red de intereses
consolidados por la moderada prosperidad que la dura paz impuesta por Rosas le ha dado al
país: así la imagen de Rosas que Sarmiento propuso en el pasado se ha modificado con el
paso del tiempo, el que antes fuera el “monstruo” aparece cada vez más como una
supervivencia y un estorbo.

Esta imagen de Rosas, guiado por su propio capricho personalista, es la misma que se
advierte, por ejemplo, en Hilario Ascasubi. Resalta, al igual que Sarmiento, la presencia de
grupos cada vez más amplios con ansias de consolidar lo alcanzado durante la etapa rosista,
mediante una rápida superación de esta misma, pero en contra partida, para Halperín
Donghi, falla en la tentativa de definir de que grupos se trata. Será en cambio, para
Halperín, un veterano unitario, Florencio Varela, quien sugiera una estrategia política
basada en la utilización de la más grande contradicción del orden rosista: esa fisura la
encuentra en la oposición entre Buenos Aires y las provincias del litoral, estas últimas
aliadas naturales del Paraguay y Brasil; el futuro conflicto se desarrollará en torno a los
intereses, y las consecuencias que traen aparejados, sobre la hegemonía de Buenos Aires
sobre las provincias Federales.

De esta forma, Halperín Donghi, se dispone a analizar las transformaciones de la


Argentina durante esta época, ligadas a los cambios de la economía mundial, los cuales no
sólo ofrecían oportunidades nuevas al país, sino también riesgos. Descubre, de forma no
sorprendente, la misma visión en el colaborador de Rosas, José María Rojas y Patrón, quien
manifiesta que la presión de ese mundo exterior ha de manifestarse en la forma de una
incontenible inmigración europea. Halperín descubre que Rojas y Patrón teme que esa
marea humana arrase con las instituciones de la Republica, obligándola a oscilar entre la

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anarquía y el despotismo; por otro lado, le es igual o más sorprendente las análogas
referencias de Sarmiento sobre el tema, para el cual las zonas templadas de Hispanoamérica
tienen razones de sobre para temer al rápido desarrollo de Europa y de los Estados Unidos.
En su perspectiva, Halperín afirma que, tanto en Rojas y Patrón, como en Sarmiento, se
encuentras los ecos de la tradición borbónica que asignaba al Estado el papel decisivo en la
definición de los objetivos de cambio económico-social y también el control sobre los
procesos para orientar la consecución de dichos objetivos.

Seguido Halperín se dispone a analizar los proyectos de nación tras la caída del
régimen rosista. Estos proyectos provienen de los miembros de los mismos hombres de la
generación del 1837, pero ahora convertidos en clase política. Los proyectos que más
atención recibe de parte de Halperín son los de Juan Bautista Alberdi y Domingo
Sarmiento, aunque recorre los demás proyectos, en total cinco, que caracterizan al periodo.

Estos cinco proyectos comienzan con la alternativa reaccionaria de Feliz Frías, que
toma de referencia a la Europa convulsionada por los eventos de 1848 y promulga un
modelo de republica apoyada en los códigos morales de la religión. Por otro lado, se
encuentra la alternativa revolucionaria de Esteban Echeverría, que señalaba como legado
de la revolución el fin del proletarismo, forma de esclavitud del hombre por la tierra. El
tercer modelo, es el de una sociedad ordenada conforme a razón de Mariano Fragueiro,
para el que las ventajas para cualquier orden futuro derivaran del esfuerzo de Rosas por dar
uno estable a las provincias rioplatenses primero, la concentración del poder político es lo
que para Fragueiro debe ser atesorado, ya que tomara a su cargo tareas como, por ejemplo,
la de monopolizar el crédito publico. Luego de exponer estos modelos, Halperín se dispone
a presentar los dos modelos a los que más importancia adjudica en este apartado de su
trabajo: El autoritarismo progresista de Alberdi, y el progreso socio-cultural de Sarmiento.

Alberdi considera que la creación de una sociedad más compleja que la moldeada por
siglos de atraso colonial, debe ser el punto de llegada de un proceso de creación de una
nueva economía. Esta misma, forjada bajo la férrea dirección de una edite política y
económica consolidada por la paz de Rosas y heredera de los medios de coerción que orden
rosista ha perfeccionado. Esta nueva elite dirigencias, contará con la guía de una elite
letrada dispuesta a aceptar su nuevo papel de definidora y formuladora de programas

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capaces de asegurar la permanente hegemonía y creciente prosperidad de quienes tienen ya
el poder, en consecuencia, para Alberdi, crecimiento económico significa crecimiento
acelerado de la producción, sin ningún elemento redistributivo. Halperín continua
evidenciando que, para Alberdi, el país necesita población, ya que su vida económica
necesita también protagonistas dispuestos de antemano a guiar su conducta en los modos
que la nueva economía exige; Alberdi no separa del todo a la inmigración de trabajo de la
de capital, a la que ve fundamentalmente como la de capitalistas, sino que, para esa
inmigración, destinada a traer al país todos los factores de producción se prepara sobre todo
el aparato político que urgirá al nuevo régimen a hacer de su apertura al extranjero tema de
compromisos internacionales.

No es necesaria, asegura Alberdi, una instrucción formal muy completa para poder
participar como fuerza de trabajo en la nueva economía, la mejor instrucción la ofrece el
ejemplo de destreza y diligencia que aportarán los inmigrantes europeos. Además, una
difusión excesiva de la instrucción corre el riesgo de propagar en los pobres nuevas
aspiraciones, al darles a conocer la existencia de un horizonte de bienes y comodidades que
su experiencia inmediata no podría haberles revelado.

Por el lado del proyecto elaborado por Sarmiento, Halperín afirma que,  aunque París
no le proporciona a Sarmiento una experiencia directa del orden industrial, le permitió
percibir la presencia de tensiones demasiado patentes. Así proclamará, ante la crisis
político-social del 48, la insuficiencia del modelo francés y la necesidad de un modelo
alternativo, que creyó encontrar en los Estados Unidos. Halperín destaca, además, la
importancia, para Sarmiento, de la palabra escrita en una sociedad que se organiza en torno
a un mercado nacional, ya que ese mercado sólo podría estructurarse mediante la
comunicación escrita con un público potencial muy vasto y disperso, el aviso comercial
aparece ahora no solo como indispensable en esa articulación, sino como confirmación de
su énfasis en la educación popular. El ejemplo de EEUU persuadió a Sarmiento de que la
pobreza del pobre no tenía nada de necesario, y también de algo más: que la capacidad de
distribuir bienestar a sectores cada vez más amplios no era tan solo una consecuencia
socialmente positiva del orden económico que surgía en los EEUU, sino una condición
necesaria para la viabilidad económica. Al contrario que Alberdi, Sarmiento no descubre

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ningún sector habilitado para sumir la tarea política, y se resigna a que su carrera política se
transforme en una aventura estrictamente individual; sólo puede contar sobre sí mismo para
realizar cierta idea de la Argentina, y puede aproximarse a realizarla a través de una
disposición constante a explorar todas las opciones para él abiertas en un panorama de
fuerzas sociales y políticas cuyo complejo abigarramiento contrasta con ese orden de líneas
simples y austeras que había postulado Alberdi. Por otro lado, la alfabetización le enseñará
a las clases populares a desempeñar un nuevo papel es esa Argentina, papel preestablecido
por quienes hayan tomado a su cargo la tarea de dirigir el complejo esfuerzo de
transformación a la vez económica, social y cultural, de la realidad nacional.

Para el análisis de los treinta años de discordia, que Halperín postula al comienzo del
libro, él mismo comienza con el vaticinio que Alberdi daba al poder rosista de sobrevivir a
su caída para dar una sólida base a su orden. Pero luego de 1852, Halperín plante que el
problema ya no es el de cómo utilizar el poder enorme legado por Rosas a sus enemigos,
sino como erigir un sistema de poder en reemplazo del que en Caseros había sido barrido
junto con su creador. Tanto Alberdi como Sarmiento pronto descubren que Urquiza, en un
análisis de la realidad del momento, no ha sabido hacerse heredero de Rosas, y que no hay
en la Argentina una autoridad irrecusable, por el contrario la realidad es la de bandos
rivales que se encuentran en un combate que se ha reabierto.

Las facciones insurrectas: como Caseros no ha creado el sólido centro de autoridad


puesto al servicio del progreso, para Alberdi, las cosas han quedado como estaban, dando
lugar a la proliferación de toda un aliteratura facciosa, impulsada por la prensa diaria. La
causa no es para Halperín el influjo de unas cuantas plumas mal inspiradas, sino que las
lealtades heredadas de la etapa, que Caseros cerró, cumple una función en tanto ofrecen
solidaridades ya hechas a las que los nuevos protagonistas de las luchas no están dispuestos
a renunciar. Es evidente, para nuestro autor, que Caseros ha puesto en entredicho la
hegemonía de Buenos Aires, y ha impuesto la búsqueda de un nuevo modo de articulación
de esta provincia con el resto del país y con sus vecinos. A su vez Caseros ha derrumbado
el poder que Rosas habían creado en su provincia, dejando a Buenos Aires con un vacío
que es mal llenado por supervivientes de la política prerosista y rosista.

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Nace el partido de la libertad: a fines de junio de 1852, la legislatura de Buenos Aires
rechaza los acuerdos de San Nicolás, que le otorgan a Urquiza la dirección de los asuntos
nacionales durante la etapa constituyente. En esa jornada, muestra Halperín, surge un
portavoz, en la figura de un joven militar, Bartolomé Mitre, que se presenta a sí mismo
como el héroe porteño. De esta manera, para el autor, la causa de la provincia de Buenos
Aires ha encontrado su nuevo paladín, aunque Urquiza no pretenda rendir el sometimiento
de la provincia tan fácilmente, Mitre y Buenos Aires superan la prueba de la ocupación
militar y bloqueo naval en dos ocasiones. Pero la empresa política Mitre pretende llevar a
cabo se encuentra con sus propios límites: por un lado, el hecho de la importancia en el
partido, más que en el estado, o jefe, como depositario de la lealtad política de la entera
colectividad; y por otro la creación de un pasado para su partido.

El partido de la libertad a la conquista del país: luego de que Buenos Aires


mantuviera dos conflictos armados con la confederación, derrotada en 1859, y vencedora en
1861, en la que este último provoca el derrumbe del gobierno de la confederación, Mitre se
ve en la posición de reconstruir y consolidar el gobierno federal. Pero esa empresa no será
nada sencilla y verá su oposición el partido autonomista como una facción antimitrista. Así,
Halperín plantea que, la división del liberalismo porteño va a gravitar en la ampliación de la
crisis política, que Mitre había buscado apaciguar mediante un acercamiento a Urquiza.
Pero sobre todo se verá agravada por su externalización; la victoria liberal de 1861 solo
podía ser consolidad mediante un conflicto exterior, y el marco del conflicto entre blancos
y colorados en Uruguay, con la intervención de Brasil y Paraguay, le dan la oportunidad de
realizar esa consolidación cuando estalle la guerra de la Triple Alianza. Pero para Halperín,
si el proceso que conduce a la guerra marca el triunfo más alto del estilo político de Mitre
como jefe de la nación, la guerra misma va a poner fin a su eficacia. El esfuerzo exorbitante
que la guerra impone, acelera la agonía del partido de la libertad, solo la cautela con la que
Mitre se ha acercado al conflicto ha evitado la quiebra de la unidad nacional en el momento
mismo de emprender la lucha. De esta manera la guerra ofrece un arsenal de nuevos
argumentos para la eterna disputa facciosa, un ítem más, para Halperín, en la lista de
agravios escrupulosamente contabilizados por el rencor de los bandos rivales.

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Sobre el final de este estudio preliminar, Halperín Donghi se propone realizar un
balance de la época, así titula al apartado mismo. En 1879 se conquistaba el territorio indio,
esa presencia que había acompañado la entera historia española e independiente de las
comarcas platenses se desvanecía por fin. Al año siguiente el que fuera conquistador del
desierto se convertía en presidente de la nación, tras doblegar la suprema resistencia armada
de Buenos Aires, que veía así perdido el último resto de su pasada primacía entre las
provincias argentinas. La victoria de las armas nacionales hizo posible separar de la
provincia a su capital, cuyo territorio era federalizado; el triunfo de Roca era el del Estado
Central mismo, que desde tan pronto se había revelado difícilmente controlable, sea por las
facciones políticas que lo habían fortificado para mejor utilizarlo, sea por quienes
dominaban la sociedad civil (la Argentina es al fin una, porque ese Estado nacional,
lanzado desde Buenos Aires a la conquista del país, en diecinueve años, ha coronado esa
conquista con la de Buenos Aires).

No obstante Sarmiento observa que ciertos progresos alcanzan también a África e


India, reconociendo, de alguna manera, que Alberdi tenía razón: los cambios vividos en la
Argentina no son más que el resultado de las sabias decisiones de sus gobernantes post-
rosistas, el del avance ciego y avasallador de un orden capitalista que se apresta a dominar
todo el planeta. Es así que, para Halperín, la Argentina de 1880 no se parece a ninguna de
las naciones que debían construirse, nuevas desde sus cimientos, pero tampoco se parece a
la que asistió a la derrota y fuga de Rosas, es a su modo una nación moderna.

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