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Capítulo

El periodo andalusí
(ss. viii-xv)
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El periodo andalusí
(ss. viii-xv)

Rafael G. Peinado Santaella


Universidad de Granada

L
os casi ocho siglos de que trata este capítulo están separados por una fecha di-
visoria, el 2 de febrero de 1246, a partir de la cual se reduce el marco territorial
contemplado con anterioridad. Hasta entonces hablaré del conjunto de la actual
comunidad autónoma andaluza; a partir de entonces, sólo del emirato nazarí, cuyo
territorio englobó grosso modo las provincias de Granada, Almería y Málaga, con algunas pe-
queñas porciones en determinados momentos de las de Cádiz y Jaén. En el primer periodo,
al-Andalus trascendió la geografía andaluza; en el segundo quedó limitado a ese reducido
ámbito hasta su conquista definitiva por la corona de Castilla en 1492. Con todo, es en tie-
rras andaluzas donde la civilización de al-Andalus dejó sus monumentos más emblemáticos:
la mezquita de Córdoba, huella del poder omeya; la Giralda de Sevilla, obra destacada del
dominio almohade; y la Alhambra de Granada, único ejemplo de ciudad palatina que ha lle-
gado hasta nosotros. Tres cumbres del arte andalusí cuya localización en suelo andaluz no es
ajena al hecho de que estas tres ciudades fueron sedes centrales del poder en los tres grandes
periodos de la historia de al-Andalus.

4.1. La conquista y el emirato (711-929)

Bien sea por el laconismo de las latinas (la Crónica mozárabe de 754 y más aún la Crónica
bizantina-arábiga de 741), por la tardanza de su redacción (las primeras escritas en árabe
son del siglo xi), por su apego al mero relato, por su inclinación a lo legendario o incluso
por sus intenciones ideológicas, las fuentes que hablan de la conquista de al-Andalus se
prestan mal a la interpretación y abren la puerta a debates interminables. Unos tienen que
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ver con los esencialismos nacionalistas y religiosos, no pocas veces entreverados. Otros
son más eruditos: ¿Cuántos fueron los conquistadores y quiénes los mandaban? ¿Cuántos
combates y bajas hubo? ¿Por dónde y cuándo penetraron? ¿Hasta dónde llegaron?

A una primera incursión (otoño de 709) de reconocimiento y saqueo en la bahía de Alge-


ciras protagonizada por el conde don Julián siguió otra de similares características en julio
de 710. Ésta estuvo apoyada también por tan enigmático personaje pero fue dirigida ya por
un musulmán, el bereber Taríf b. Malluk, que dejaría en la península una imborrable huella
toponímica al identificar el lugar del desembarco como «la isla (chazirat) de Taríf». El rico
botín obtenido movió al gobernador árabe de Ifríqiya, Músa b. Nusayr, a emprender la con-
quista de Spania, nombre que aparece en las leyendas bilingües de las primeras monedas de
oro acuñadas como equivalente de al-Andalus, cuyo origen no está aún aclarado del todo.
Entre los meses de abril y julio de 711, su lugarteniente Táriq b. Ziyád —quien asimismo
prestaría su nombre al peñón de Gibraltar («monte de Táriq», chabal Táriq)— desembarcó
en la bahía de Algeciras acompañado de unos 12.000 hombres, en su mayoría bereberes
como él. Durante cerca de tres meses los invasores anduvieron por el extremo occidental
de la comarca hasta que, en un lugar incierto (¿río Guadalete?, ¿río Barbate? ¿laguna de la
Janda?), se enfrentaron en batalla campal al rey don Rodrigo. El último monarca visigodo,
sobre quien la leyenda haría recaer la causa de la pérdida de España por sus amoríos con la
hija de un despechado don Julián, debió cruzar toda la península desde Pamplona, donde
se encontraba luchando contra los vascones. Dirigía, por tanto, un ejército cansado, mal
armado y desmoralizado, pero, al ser más numeroso (unos 30.000 hombres), la contienda
se prolongó durante un mes. La sangre derramada debió ser mucha: además de la del dis-
cutido monarca visigodo, las armas se cobraron tal vez la vida de una cuarta parte de los
invasores. Una cifra muy alta que debió retener a Táriq a la espera de refuerzos con los que
emprender el avance por el interior de la península, a resultas del cual obtuvo Écija, Córdo-
ba, Jaén, Málaga y Granada, aunque estas tres últimas ciudades y sus territorios, a decir de
algunas informaciones, pudieron permanecer más o menos autónomas hasta 713 o 714. En
la primavera-verano de 712 fue el propio gobernador Músa quien atravesó el Estrecho con
un ejército más numeroso de 18.000 árabes. Sus ganancias en Andalucía fueron Medina
Sidonia, Carmona, Alcalá del Río y Sevilla, ciudad que se sublevó durante el posterior asedio
de Mérida y hubo de ser tomada de nuevo por su hijo‘Abd al-Azíz, a quien algunas fuentes,
como acabo de decir, atribuyen también la conquista de Málaga, Granada y Jaén. En pocas
palabras, la matriz de al-Andalus se formó en uno o dos años, en tres como mucho, aunque
en 714 los nuevos invasores de la península también habían acabado su expansión por ella.
En el verano de aquel año Músa volvió al norte de África para viajar a Damasco, a donde
llegó en diciembre de 714 o enero de 715, dejando como gobernador del territorio recién
conquistado a su hijo ‘Abd al-Azíz b. Músa, que se instaló en Sevilla.
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La conquista de al-Andalus marcó los límites de la expansión occidental del imperio


árabe, cuyas fronteras orientales también se establecieron de manera definitiva por
aquellos años al este del delta del río Indo. Su culminación fue tan rápida como todas
las otras, salvo la del norte de África, donde los ejércitos árabes hubieron de emplearse
a fondo para doblegar la feroz resistencia bereber. Es probable incluso que el paso a
la península fuese contemplado por el gobernador Músa como una forma más de
integrar a las poblaciones recién sometidas ofreciéndoles un territorio en el que, no
obstante, volverían a reproducirse conflictos ligados a una realidad política y social en
la que los bereberes —barbar para los árabes, mauri para los romanos— ocuparon un
lugar secundario. La rapidez tuvo mucho que ver con la fortaleza de un imperio fuer-
temente centralizado y jerarquizado en el que el pasado tribal apenas servía ya para
justificar el dominio de la etnia árabe sobre las otras sometidas. En el caso de Hispania
se enfrentó a un reino, como era el visigodo, tan descompuesto que algunos de sus
integrantes no dudaron en colaborar —caso de los judíos, especialmente en Córdoba,
Sevilla y Granada— o pactar con los conquistadores ante la imposibilidad de oponer
una resistencia militar unitaria, aunque tampoco faltaron los enfrentamientos, bien en
forma de asedios largos (Écija, Córdoba) o de huida a las montañas como ocurrió en
Málaga. Una manifestación indirecta de las alianzas y los pactos fue la continuidad de
las sedes episcopales, la instalación de los gobernadores en las ciudades que reunían
tal condición y la participación de los prelados en la elaboración de los censos fiscales,
como todavía haría en el siglo ix el obispo de Málaga, Hostegesis. En todo caso, los
pactos mismos quedan muy bien ilustrados por el relato que un cronista del siglo x, Ibn
al-Qútiya («el hijo de la Goda»), hizo de la suerte que corrieron sus ancestros, los tres
hijos de Vitiza —entre los que se contaba su abuela Sara— que pactaron con Táriq para
mantener las 3.000 aldeas que poseían en el occidente de al-Andalus.

Por esa razón, y aunque escribió en tiempos del primer califa de Córdoba y fue protegido
de los Omeyas, Ibn al-Qútiya se separó de la tradición historiográfica que negaba los
pactos y afirmaba la reserva del quinto del botín correspondiente a la comunidad, es
decir, al poder político de turno. Frente a esta interpretación, y en concordancia con los
intereses de los emires, los primeros textos árabes del siglo ix, inspirados en la tradición
jurídica malikí, así como los más puramente cronísticos del siglo x insistieron en que
el territorio peninsular, salvo algunas zonas del Norte que capitularon, se ocupó por la
fuerza de las armas y en que se había cumplido el mandato coránico de la reserva del
quinto, lo que no había impedido que los conquistadores, con Músa a la cabeza, come-
tieran fraudes. Esta opinión, en época ya poscalifal, era compartida, entre otros autores,
por Ibn Hazm, para quien la conquista de al-Andalus se produjo de manera tan anárqui-
ca y contraria a la tradición que «jamás se reservó el quinto ni se repartió el botín» y que
la norma imperante fue «la de apropiarse cada cual aquello que con sus manos tomó».
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El polígrafo cordobés no andaba muy descaminado si aceptamos que lo que era bueno
para los conquistadores era malo para el fisco califal. El nuevo territorio del imperio
árabe estaba resultando tan poco rentable que el califa ‘Umar II (717-720) acarició
la idea de sacar al ejército conquistador de la península. La debilidad fiscal tuvo su
correlato en la escasas acuñaciones monetarias de oro y plata y fue una preocupación
tan constante durante los casi cuarenta años que duró el emirato dependiente que se
hicieron hasta tres censos fiscales. Este hecho refleja asimismo los cambios que hubie-
ron de producirse en la propiedad de la tierra en beneficio de los conquistadores —un
texto del siglo xi diría que los «árabes de España [eran] tan opulentos como reyes»— y
en detrimento de las arcas califales. Así asentados, los conquistadores pasaron a ser
pobladores de un territorio en el que sus descendientes permanecieron hasta que fue-
ron expulsados a finales del siglo xvi y comienzos del xvii.

El ya conocido Ibn al-Qútiya puso en boca de los primeros pobladores de al-Andalus


una frase de rechazo a los sirios llegados en 741 que traduce una sensación de pleni-
tud demográfica: «Nuestro país no basta ni aun para nosotros: marchaos y dejadnos».
Precisar, sin embargo, el número de los que llegaron es tarea vana. En fechas muy
recientes, Eduardo Manzano ha apuntado una cifra intermedia que se movería entre
los 80.000 y los 100.000, pero dejando claro que la cuestión de la cantidad es algo
irrelevante. No lo es tanto la calidad. Es decir, hacer hincapié en que las estructuras de
parentesco de los conquistadores (agnatismo patrilineal, endogamia, poligamia, men-
talidad proclive a la paternidad) les dotó de una fuerte cohesión interna, facilitaron el
crecimiento demográfico y les permitieron asimilar a la población indígena —los ma-
trimonios mixtos fueron muy numerosos— y no al revés, como pretende la lectura na-
cionalista de esta cuestión. Lo que tampoco parece admitir duda es que, en el conjunto
de al-Andalus, los bereberes fueron más numerosos que los árabes, aunque, según
se deduce de la toponimia, estos últimos prevalecieron en Andalucía. Los yemeníes o
árabes del Sur destacaron en el suroeste de la región, desde Málaga hasta el Algarve,
pero también en Pechina y la Vega de Granada; los qaysíes o árabes del Norte en la
Alpujarra, el Temple y Jaén; en tanto que unos y otros se entremezclaron en el Valle
del Guadalquivir, entre Sevilla y Córdoba. El poblamiento bereber, por su parte, sería
más intenso en las estribaciones de Sierra Morena, al norte de Córdoba, en las zonas
montañosas de Sidonia, Ronda, Málaga y Algeciras, así como en Morón, Marchena,
Osuna, Carmona y Écija.

Hablar de cohesión tribal en relación a las estructuras de parentesco o de geografía


tribal, por las huellas toponímicas que acabo de comentar, no significa que las tribus
fueran las formas de articulación en al-Andalus. La moderna historiografía sobre la
expansión árabe ha remarcado que la supuesta organización tribal de la Arabia preis-
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lámica desapareció en la práctica después de las grandes conquistas, pues el proceso


expansionista estuvo dirigido por un imperio centralizado. En la estela de esta in-
terpretación, Eduardo Manzano ha concluido su reciente y brillante análisis sobre la
sociedad que los conquistadores crearon en al-Andalus afirmando que, por encima de
realidades epidérmicas como el culto o la invención genealógicos, no fue una socie-
dad tribal, aunque sí distinta a la visigoda por sus nítidas señas de identidad árabes e
islámicas; lo cual le lleva a concluir también que los conflictos habidos en los primeros
y convulsos cuarenta y cinco años de al-Andalus —periodo que al que suele llamarse
emirato dependiente (711-756)— no fueron conflictos tribales.

El primer incidente serio fue el asesinato en una mezquita de Sevilla, por orden del
califa Sulaymán, del segundo gobernador ‘Abd al-Azíz b. Músa, ante la sospecha de
que pretendía proclamarse independiente aconsejado por su mujer Egilona, o Ailo,
viuda o hija de don Rodrigo. Fue sucedido de manera interina por un primo suyo hasta
que el valí de Kairuán designó a al-Hurr b. ‘Abd al-Rahmán al-Thaqafí, quien decidió
trasladar la capitalidad desde Sevilla a Córdoba, donde fijó su residencia en un palacio
distinto al alcázar donde luego se instalarían los emires omeyas. El cambio de capital
pudo deberse a que en Sevilla habría pocas propiedades vacantes, dado que en ella re-
sidían linajes que habían establecido fuertes alianzas con los conquistadores, mientras
que en Córdoba, por su vinculación a don Rodrigo, las propiedades de sus seguidores
estarían desocupadas. Después de al-Hurr se sucedieron dieciocho gobernadores has-
ta Yúsuf b. ‘Abd al-Rahmán al Fihrí, quien, de manera excepcional, logró mantenerse
más de cinco años en el poder, pues los otros disfrutaron de mandatos muy cortos y
apenas echaron raíces en al-Andalus. Ignorados por las fuentes orientales, lo poco que
alcanzamos a saber sobre ellos es que pertenecían a la aristocracia árabe y que fue-
ron nombrados nueve en al-Andalus, ocho en Kairuán y sólo cuatro por el califa. En
cuanto a su acción política, no cabe duda de que las principales preocupaciones fueron
el control fiscal del mismo y la acuñación monetaria, cuya escasez cabe relacionarla,
además de con la indefinición administrativa de la nueva entidad, con su principal
función: pagar al ejército.

A partir de 740 surgieron entre los conquistadores «guerras trágicas» (tragica bella)
o «luchas internas» (intestino furore), por utilizar los términos que emplea la Crónica
mozárabe. El primer conflicto opuso en aquel año a bereberes (mauri) y árabes (sarra-
ceni) cuando los primeros, siguiendo el ejemplo de la gran revuelta beréber iniciada
en el norte de África en 739, se rebelaron, sintiéndose discriminados en el reparto del
botín, al norte de la sierra de Guadarrama, aunque pronto amenazaron Córdoba y el
extremo occidental de Andalucía. La revuelta fue sofocada en 741 gracias a la inter-
vención de los contingentes sirios (unos 7.000 jinetes) que, comandados por Balch b.
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Bisr al-Qusayrí, llegaron del Magreb, a donde habían sido enviados por el califa His-
hám con similar misión. Tras derrotar a los rebeldes en las proximidades de Córdoba
y en los ríos Guadalete y Guazalete, Balch se hizo con el gobierno de al-Andalus
(septiembre de 741) tras desalojar del poder al gobernador ‘Abd al-Malik b. Qatan.
Encontraron la oposición de los árabes baladíes —nombre con el que eran conoci-
dos los primeros conquistadores—, pero entablaron estrechas relaciones y alianzas
matrimoniales con la aristocracia indígena, gracias a las cuales consiguieron acceder
a notables propiedades fundiarias. Más importante si cabe fue la decisión del nuevo
gobernador llegado de Damasco, Abú l-Jattár al-Kalbí, de alejar de Córdoba a los
diferentes aynad (pl. de chund = ejército) sirios e instalarlos en varias comarcas del
sur de al-Andalus: el de Damasco en Elvira (Granada), el de Jordán en Málaga; el de
Palestina en Medina Sidonia, el de Emesa en Sevilla y Niebla, y el de Quinnasrin en
Jaén. Dicho asentamiento fue tal vez el precedente de las futuras provincias o coras
y supuso un crecimiento espectacular de los ingresos fiscales, pues los sirios fueron
encargados también recaudar los impuestos en sus distritos a cambio de quedarse
con una cuota fija de los mismos.

Ésa fue la cara positiva de la instalación de los nuevos andalusíes. El reverso vino dado
por las luchas de facciones —grupos militares muy jerarquizados— que, bajo etiquetas
tribales, compitieron por el poder durante quince años, sobre todo en las proximida-
des de Córdoba y en el distrito de Sidonia. En ese contexto se produjo el desembarco
(Almuñécar, 14 de agosto de 755), del único príncipe que había conseguido escapar de
Damasco y librarse de la escabechina que los Abassíes perpetraron contra la familia
Omeya, por lo que fue también conocido por el apelativo al-Dajil («el Inmigrado»).
Contando con el apoyo de gran parte de los clientes omeyas —es decir, antiguos es-
clavos de la familia califal— que habían pasado a al-Andalus en los ejércitos sirios
instalados en Jaén y Elvira, venció al gobernador Yúsuf al-Fihrí —que se sintió traicio-
nado por aquéllos— en al-Musára, cerca de Córdoba y se proclamó emir (756-773),
rompiendo toda atadura con el califa abassí de Bagdad. El nuevo mandatario contaba
con 25 años de edad y durante los últimos cinco había vivido la difícil peripecia del exi-
lio en el norte de África, dado que su madre pertenecía a la tribu bereber de los Nafza.
La fortuna que no consiguió allí sí la alcanzaría con creces al otro lado del Estrecho:
sus prolíficos sucesores lograron mantenerse en el poder durante cerca de tres siglos,
primero como emires (hasta 929) y luego como califas (hasta 1031).

Eduardo Manzano ha sistematizado, mediante un sólido razonamiento historiográfi-


co, los cimientos del emirato omeya. En lo político, la estabilidad dinástica estuvo aso-
ciada a un gran conservadurismo en todas las manifestaciones del poder, cuya sede,
un alcázar de grandes dimensiones que albergaba también la necrópolis (rawda) de
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emires y califas se encontraba, siguiendo la costumbre, frente al edificio emblemático


de la dinastía: la mezquita de Córdoba. Emblemático y vivo, pues desde que el primer
emir, dos años antes de morir, iniciara su construcción todos los emires y califas hi-
cieron sucesivas ampliaciones, pasando de tener una superficie de 2.000 m2, capaces
de albergar a 5.000 creyentes, a los 12.189 m2 que, en los días de Almanzor, podían
congregar a 25.000 fieles. Entre ellos se encontraban los miembros que el mencionado
historiador ha llamado «la gente de la dinastía», esto es, el conjunto de agentes fisca-
les, militares, visires, gobernadores provinciales y de la ciudad de Córdoba que, leales
y bien recompensados, se reclutaban entre un puñado de familias descendientes de
antiguos clientes de la familia Omeya, pero también de origen bereber o indígena, que
atraían sobre ellos el desprecio de los árabes de pura cepa, o eunucos, cuya fidelidad
parecía más segura al no poder tener descendientes. El mantenimiento de esa red
política exigía disponer de abundantes recursos, lo que a su vez requería controlar el
territorio que podía suministrarlos.

Sevilla y Córdoba eran, junto a Mérida, Toledo y Zaragoza, las cinco grandes ciuda-
des que articulaban al-Andalus. Los Omeyas las controlaron confiando su gobierno
a parientes próximos, y las engrandecieron llevando a cabo una notable actividad
edilicia, sobre todo, como es natural, en la capital del emirato. Junto a las ciudades
y los castillos, las alquerías eran el tercer elemento que articulaba el territorio. Ele-
mento esencial por lo abultado de su número: un documento fiscal de la primera
mitad del siglo ix cuenta 773 alquerías en el territorio comandado por Córdoba, en
tanto que un texto narrativo del siglo xi cifra en 1.000 las de la cora de Niebla, en
más de 700 las de Sidonia y en 270 las de la Vega de Granada. Elemento también de
diversa tipología: algunas se convirtieron en propiedad de un linaje, pero la mayoría
podían llegar a las 200 o 300 casas, superando por tanto los 1.000 habitantes. Los
conquistadores se desperdigaron por ellas creando pocos enclaves nuevos y, cuando
su asentamiento no obedeció a los pactos suscritos con la aristocracia visigoda, se
convirtieron en agentes fiscales, como ocurrió en particular con los sirios, los cuales
prestaron además servicios militares.

Agentes bien retribuidos, garantizaron el mantenimiento de una fiscalidad muy


onerosa que la ortodoxia religiosa consideraba extracanónica porque muchos im-
puestos no encontraban justificación ni en la revelación ni en la tradición musul-
manas. Semejante presión fiscal justifica que el monto total de los ingresos se du-
plicara en el siglo transcurrido entre la fundación del emirato (600.000 dinares) y el
gobierno de ‘Abd al-Rahmán II (1.000.000). Pero, como parece obvio, esa evolución
positiva dependió del aumento de la producción agraria (ligado al crecimiento de la
superficie cultivada, a la introducción de nuevas especies y al perfeccionamiento de
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las técnicas de regadío) y del control de un territorio mayor. La acuñación de mone-


da estuvo muy unida al control fiscal del territorio y cumplía una función esencial-
mente política pues servía para sostener el aparato militar y cortesano, magnificar
el poder y pagar fidelidades más allá de los clientes tradicionales de los Omeyas. La
más característica fue el dirhem de plata, cuyo peso y calidad se mantuvo durante
más de un siglo.

La coyuntura política del emirato nunca estuvo exenta de conflictos dinásticos y


rebeliones, que fueron particularmente intensas en su última etapa. En tiempos del
segundo emir, Hishám I (788-796), sólo se produjo un alzamiento bereber en la
Serranía de Ronda y el de la tribu de los Banú ‘Udra en la baja Alpujarra. Pero su su-
cesor al-Hakam I (796-822) hubo de hacer frente al gran desafío que supuso en 818,
pues estuvo a punto de destronarlo, la revuelta del arrabal cordobés de Secunda. Por
esa razón fue destruido a sangre y fuego por el emir y mereció el desprecio de los
cronistas cortesanos, que definieron a los amotinados como «grey ínfima, un ganado
de ignorantes y groseros»: los que salvaron la vida fueron desterrados a Toledo, a la
entonces casi neonata ciudad norteafricana de Fez y a Alejandría. El gobierno de
‘Abd al-Rahmán III (822-852) conoció la ausencia casi total de levantamientos in-
ternos, salvo los protagonizados por los bereberes en Ronda (826) y Algeciras (850),
pero en 844 los normandos llegaron a saquear Sevilla durante tres días antes de
ser derrotados en Tejada. Fueron, por el contrario, tres décadas durante las cuales
se aceleró la orientalización de al-Andalus mediante la importación de pautas cor-
tesanas de los rivales Abassíes. La consolidación de la dinastía Omeya se reflejó en
otras realidades económicas tales como la institución del monopolio palatino para
la confección de tejidos de seda o la centralización de la acuñación monetaria en
la ceca de Córdoba; y políticas: ampliación de los mercenarios, creación de nuevos
cargos administrativos, aceifas contra los cristianos, intensificación de las relaciones
con el Magreb, contactos diplomáticos con Bizancio, rival de los Abassíes, cuyo califa
pensó tal vez invadir al-Andalus.

Las cosas empezaron a cambiar durante el gobierno de Muhammad I (852-886),


aunque ya en los últimos años de su padre comenzó el movimiento de los mártires
de Córdoba, liderado por Eulogio, un noble cordobés que, antes de subir a los alta-
res, había profesado en el monasterio cordobés de San Zoilo y animado a sus co-
rreligionarios a que se presentaran ante el cadí para insultar a Mahoma y la religión
musulmana y buscar así la recompensa del reino de los cielos, que, según decía, en
nada era comparable al lupanar del paraíso musulmán. El movimiento se cobró casi
medio centenar de víctimas entre 851-859 y tuvo escasa popularidad, ya que expresó
ante todo el rechazo de los cristianos más acomodados a los matrimonios mixtos y a
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la creciente islamización y arabización que impregnó a la mayoría de los mozárabes,


si hacemos caso al lamento de Álvaro de Córdoba, condiscípulo y biógrafo de Eulo-
gio, según el cual sólo uno entre mil de sus correligionarios era capaz de escribir una
carta en latín, pero a casi todos les gustaba leer poemas y relatos árabes, así como
estudiar teología y filosofía musulmanas; una degradación cultural que fue pareja a
un aumento de las conversiones que decantaría las creencias del lado del Corán. Los
escritos de Eulogio contienen otras consideraciones que apuntan a una disminución
de los recursos fiscales, algo en lo que algunos autores árabes parecen coincidir al
denunciar la falta de generosidad de Muhammad I, cuyos últimos años de gobier-
no estuvieron marcados por el conflicto. A la corrupción administrativa, o las pre-
siones de los gobernadores contra la gente del común y contra algunos conversos
cristianos, se añadió otro más decisivo: la consolidación de los poderes locales que
retuvieron para sí los recursos que afluían a Córdoba. Las luchas internas pusieron
en jaque, partir de 870, el centralismo cordobés hasta el punto de que el emir ‘Abd
Alláh (888-912) apenas pudo controlar el espacio más cercano a la ciudad, además
de sufrir, al igual que su hermano al-Mundhir (886-888), una clara deslegitimación
del poder omeya.

La rebeldía que infestó al-Andalus, y Andalucía en particular, no fue un conflicto


étnico. Los rebeldes, que de una u otra forma habían estado vinculados a la admi-
nistración emiral, eran miembros de linajes árabes, bereberes y muladíes herederos
de la antigua aristocracia visigoda. En su desafío a los emires, llegaron a establecer
alianzas entre ellos, se atrevieron a portar títulos como «rey», «emir», «señor su-
premo», distribuyeron los recursos obtenidos de las poblaciones que controlaban
siguiendo el modelo cortesano emiral y obligaron, en suma, a los emires a realizar
campañas anuales cuyo objetivo no era tanto el control efectivo de sus territorios
como asegurarse el cobro de los tributos que antes recibían sin necesidad de mover-
se de Córdoba. El más conocido de todos los rebeldes fue el muladí ‘Umar b. Hafsún,
quien, desde el castillo de Bobastro (Ardales), se alzó contra el poder cordobés entre
880-918, año en que, tras su muerte, la antorcha de la rebelión pasó a sus hijos hasta
928, cuando el ‘Abd al-Rahmán III consiguió tomar el mencionado castillo y someter
con él a las zonas montañosas de Málaga por donde se había extendido la rebeldía.
Cuando entró en Bobastro, ‘Abd al-Rahmán III mandó exhumar los restos de ‘Umar
b. Hafsún y de su hijo Cha‘far, descubriendo que habían sido enterrados según la
costumbre cristiana; los llevó a Córdoba y fueron clavados, junto a los cadáveres de
sus otros dos hijos, cerca del alcázar, en Bád al-Sudda (Puerta de la Corte), donde
estuvieron expuestos, hasta que fueron arrastrados en 943 por una crecida del río,
para que, como advierten los cronistas, sirvieran de advertencia a cuantos los vieran
y no sin «una enorme satisfacción para la población musulmana».
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4.2. El califato omeya (929-1031)

Aunque la pacificación total no se consiguió hasta 937 con la sumisión de los últimos
rebeldes en el Valle del Ebro, ‘Abd al-Rahmán III (912-961) decidió adoptar el título de
califa un año después de la toma de Bobastro y el laqab de al-Nasír lí-Din Alláh («el
que hace triunfar la fe de Dios»). El viernes, 16 de enero de 929, el predicador de Cór-
doba lo proclamó Príncipe de los Creyentes por vez primera y al día siguiente envió
una carta a los gobernadores provinciales para que ordenaran hacer lo mismo en sus
jurisdicciones y cuando se dirigieran a él. Esta misiva es un auténtico manifiesto políti-
co de quien estaba convencido de pertenecer a una dinastía defensora de la ortodoxia
religiosa, lo que en la práctica iba a traducirse en la creación de un complejo entra-
mado religioso dirigido por los ulemas. Dotados de una fuerte conciencia de grupo, la
alianza de aquellos sabios religiosos con el poder político permitió el triunfo del orden
islámico, es decir, un conjunto de prácticas, normas y expresiones que organizaron y
disciplinaron la experiencia humana (Eduardo Manzano). Además del fundamento
religioso, el poder se basaba en el trabajo de los súbditos, en el reconocimiento con
que éstos se sometían a cambio de la ayuda y protección que recibían de los especia-
listas en proporcionarlo, y en el temor que el poder trataba de inspirarles mediante la
escenificación de la violencia.

El lenguaje arquitectónico también contribuía a enaltecerlo. Al primer califa se le suele


atribuir una reflexión sobre este particular: «Los monarcas perpetúan el recuerdo de su
reinado mediante el lenguaje de bellas construcciones. Un edificio monumental refleja
la majestad del que lo mandó erigir». La ciudad-palacio de Madínat al-Zahrá’ cumplía
ese objetivo con creces durante las recepciones y audiencias que los califas acaso esce-
nificaron teniendo en cuenta las representaciones literarias que por entonces circulaban
del Paraíso. Construida al noroeste de la capital entre 936 y 945, para ser réplica tal vez
del palacio bagdadí de Samarra, ocupaba una superficie de 110 ha, de la que sólo se ha
excavado una décima parte. Extensión muy significativa, pues las mayores capitales pro-
vinciales no alcanzaban las 100 ha, y acorde con su coste, ya que consumió una tercera
parte de los ingresos fiscales a razón de 1.800.000 dinares anuales. Fue destruida en los
años de la fitna, lo que no impidió que un texto del siglo xi la catalogara, hablando ya en
pasado, como «una de las obras más notables, importantes y grandiosas que haya hecho
el hombre y una de las más prodigiosas y asombrosas construidas en el islam».

El poder califal se basaba de ordinario en el dominio de los súbditos a través de una


organización territorial perfeccionada a partir del modelo instaurado cuando los si-
rios se instalaron en el siglo viii. Comprendía tres escalones: la alquería; el iqlím (del
griego clima, «distrito») o unidad fiscal por excelencia; y la cora o provincia. Al frente
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 103

de esta última demarcación estaba un gobernador (sáhib al-kúra, amíl, e incluso caid)
dotado de funciones militares y fiscales; era nombrado por el califa, en nombre del
cual recibía el juramento de fidelidad, y su mandato no se extendía más de dos años.
En el reinado de ‘Abd al-Rahmán III más de la mitad de las coras se encontraban en
Andalucía: Cabra, de la que en 940 se separó Baena y el castillo de Poley (Aguilar de
la Frontera); Priego de Córdoba, separada de la de Elvira en 929; Elvira, la más extensa
con 62 distritos; Pechina-Almería, separada de la de Elvira a comienzos del califato;
Jaén; Baza; Firrísh y Fahs al-Ballút (Constantina del Hierro y Campo de las Bellotas o
Los Pedroches); Niebla; Sevilla, con 12 distritos; Carmona; Morón; Sidonia; Algeciras;
Málaga; Écija, de la que separaron el distrito de Tákurunna, con capital en Ronda, y la
ciudad de Osuna; mención aparte merece la ciudad de Córdoba, cuyas 90 alquerías se
repartían por 15 distritos. Por debajo de la cora aparecían en la costa granadina y en la
Alpujarra circunscripciones menores con el nombre de chuz (pl. achzá): centrados en
un castillo y bajo el mando de un gobernador, la explicación de estos excepcionales
distritos castrales habría que buscarla en la facilidad que un punto fortificado ofrece
para la articulación territorial. Pero, fuera de estos casos y de las regiones fronterizas,
los castillos (hisn, husun) dejaron de ser elementos ordenadores del espacio después
de la experiencia rebelde.

Una administración tan precisa y sistemática, unida a la corresponsabilidad fiscal de las


comunidades, aseguró a las arcas califales una recaudación tributaria que quintuplicó
los ingresos registrados en tiempos de ‘Abd al-Rahmán II. Por lo tanto, a las arcas del
primer califa podían entrar todos los años más de 5.500.000 de dinares que se suma-
ban a los más de 750.000 que generaban los dominios privados, aunque en la segunda
mitad del siglo x los ingresos bajaron a 4.000.000, de manera que con esas cantidades
las reservas del Tesoro podían llegar a los 20.000.000. La voracidad del poder afectaba
a cualquier tipo de actividad, aunque la parte del león procedía de la agricultura y la
ganadería como deducimos de la procedencia de los impuestos que, en el siglo xiii,
precisó Ibn Idhári: el gravamen sobre los mercados aportaba 765.000 dinares, en tanto
que los de las alquerías y las provincias ascendía a 5.000.480. Además de un insaciable
receptor de tributos, el califato se convirtió en un poderoso centro de demanda con la
ayuda de los gobernadores provinciales, a quienes incumbía, según recogía el Calenda-
rio de Córdoba dedicado a al-Hakam II, comprar caballos para el gobierno y recoger y
enviar tintes y seda para los talleres reales. Con la seda, la lana y el lino que, proceden-
tes sobre todo de Almería, Málaga o Baeza, llegaban a las manufacturas reales —al cé-
lebre taller llamado dar al-Tiraz, en el caso de la seda— se tejían telas preciosas, borda-
das con el marchamo real y otras bendiciones y alabanzas, dedicadas a la exportación
y a la ostentación, pues era muy habitual que los califas obsequiaran a los dignatarios
extranjeros y cortesanos regalos de alto valor, ya fuesen vestidos de lujo o moneda.
c. 2 millones de años atrás-
104 Breve historia de Andalucía c. 1000 a. C. ss. X a. C.-VII d. C. ss. VIII-XV

La madera de Jaén (para las atarazanas de Algeciras y Sevilla), el mármol de Almería


y el ónice veteado de Málaga eran otras materias demandadas por el poder. Y junto a
las materias primas, el califato movilizó, como es natural, toda una legión de obreros,
artesanos, campesinos, soldados, palafreneros, constructores de barcos, etc., además
de promover la difusión de la cerámica «verde y manganeso» o «verde y morado» a
través del trasiego de gobernadores. En relación con ese aumento de la demanda, el
uso de la moneda se hizo cada vez más necesario. ‘Abd al-Rahmán III, después de un
largo paréntesis de dos siglos, emitió dinares de oro coincidiendo con la asunción del
título califal; equivalente a 17 dirhemes de plata, que era la moneda más usual, el dinar
se reservaba para los regalos y la munificencia califal y no pocos terminaron en los
tesoros que los así agraciados ocultaban llevados por el miedo a perderlos. En suma, el
poder animó la vida económica y el califato fue una época de prosperidad.

El crecimiento urbano es una prueba de la expansión. El de Córdoba está testimoniado


por los arrabales occidentales que se construyeron en dirección a la ciudad palatina
de Madínat al-Zahrá’. En Almería, Málaga y Gibraltar la arqueología registra también
indicios claros del incremento de una vitalidad que pudo estar ligada, por su condición
de ciudades costeras, a la política norteafricana. El mundo rural no quedó rezagado:
la arqueología, incluso en zonas como la comarca de la Sierra de los Filabres, aporta
datos incontrovertibles de un crecimiento parecido: multiplicación de asentamientos,
útiles de metal, difusión de norias, construcción de acequias, introducción de nuevos
cultivos (arroz, naranjos, caña de azúcar, azafrán algodón). Lo que resulta de todo
punto imposible es medir la consecuencia demográfica del crecimiento económico.
En términos cuantitativos sólo podemos establecer algunas conjeturas entresacadas
de una información muy sesgada, pues procede de las familias califales y otros perso-
najes destacados de la administración y el conocimiento, que hablan de unos índices
muy elevados de natalidad —por la lógica de la poligamia— y mortalidad infantil; o
recordar que el número de neomusulmanes (muladíes) aumentó según todos los in-
dicios más a costa de los mozárabes que de los judíos, cuya presencia era muy notable
en Córdoba, Lucena y Granada. Más atrevidos fueron los viejos cálculos que, a partir
de la superficie cercada por las murallas, Leopoldo Torres Balbás hizo para establecer
la población de algunas ciudades en los siglos xi y xii: Córdoba llegaría a los 100.000
habitantes, Sevilla a los 83.000, Almería a los 27.000, Granada a los 26.000, Écija a los
18.000 y Jerez a los 16.000.

El consabido desierto informativo que se cierne sobre todo el Islam medieval hace muy
difícil también descubrir las claves que regulaban el funcionamiento y la reproducción
de la sociedad andalusí en el periodo clásico que fue el califato. Un texto salido de la
pluma de Ibn Jaldún apunta a una de las primordiales:
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 105

El soberano recoge el dinero de los contribuyentes y lo distribuye entre sus


íntimos y los grandes funcionarios del reino, quienes además deben su alta
consideración mucho menos a sus riquezas que al prestigio de sus dignida-
des. El dinero de los contribuyentes pasa a manos de los funcionarios del
gobierno, y de éstos a los habitantes de la ciudad por diversos conceptos,
y que forman, en realidad, la mayor parte de la población. De ese modo los
habitantes alcanzan considerables fortunas y llegan a la opulencia, lo cual
acrecienta los usos del lujo, multiplica los medios conducentes a él, establece
entre ellos, sobre una base sólida, la práctica de las artes en todas sus ramas.

Ateniéndose a esta reflexión del gran historiado tunecino, Pierre Guichard ha atribuido
al califato de Córdoba la etiqueta de «estado jalduniano». Dado que el Estado redistribuía
entre las clases dirigentes la riqueza sustraída por los impuestos, conseguir un cargo en la
administración resultaba tan atractivo y rentable que algunos no dudaban en invertir, me-
diante regalos deslumbrantes, parte de su riqueza personal para obtener el favor califal.

Tales dignatarios, junto con los parientes próximos y lejanos del Califa —que estaban pen-
sionados pero no tenían responsabilidades políticas—, formaban el grupo privilegiado por
excelencia de la sociedad urbana califal, aquél que los textos denominan jassa («los espe-
ciales») y que según algunas fuentes suponía casi una cuarta parte de la población capitali-
na. El resto estaba formado por la amma («el pueblo»), expresión muy genérica bajo la cual
Évariste Lévi-Provençal incluía a los artesanos y jornaleros bereberes, a los muladíes y a los
libertos, es decir, un numerosísimo y heterogéneo grupo social que ante el califa se haría
representar por un grupo intermedio, el de los comerciantes acomodados.

Los pequeños y medianos propietarios campesinos que habitaban las alquerías tuvieron en
la sociedad andalusí un mayor protagonismo del que antes se le suponía. Pero ni de ellos
ni de las grandes fincas de la aristocracia cordobesa sabemos gran cosa. Los formularios
notariales sí nos proporcionan alguna luz sobre los contratos agrarios: el más extendido era
el de la aparcería, por el que el arrendatario se comprometía a pagar y transportar a casa
del arrendador una tercera parte de la cosecha, además de contraer otras obligaciones más
onerosas como la de moler el trigo en determinados molinos (presumiblemente propiedad
también de los arrendadores) y hacerles obsequios en determinadas fechas del año. Las
grandes propiedades eran trabajadas también con mano de obra servil, pues los esclavos
no se utilizaban exclusivamente para las tareas domésticas.

La esclavitud, que conoció una gran demanda entre los siglos ix y x, se nutría de los
mercados internacionales y de las aceifas contra los reinos cristianos, pero la sociedad
andalusí no fue una sociedad esclavista como la del mundo antiguo, dado que los
c. 2 millones de años atrás-
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esclavos, salvo el impedimento de no poder testificar en un juicio, podían integrarse


en la comunidad (umma), alistarse en el ejército y casarse (de hecho muchos emires
y califas eran hijos de esclavas), aunque los manumitidos contraían fuertes lazos de
dependencia con sus dueños. Fuera del proceso productivo y de los intercambios po-
demos adivinar todavía a los pobres que aparecen en los Anales Palatinos de al-Hakam
II como recipiendarios de las limosnas que el califa repartía todos los años a la entrada
del mes de ramadán o de las que hacían aquéllos que eran animados a ello por los
cadíes mediante pregones que excitaban la religiosidad popular. Otra forma de hacer
caridad eran las mandas testamentarias que financiaban la costosa peregrinación a La
Meca (100 dinares como mínimo), aunque la práctica caritativa más habitual consis-
tía en destinar algunos bienes inalienables (habices) a una causa piadosa, ya fuese la
Guerra Santa, la atención a los pobres o el mantenimiento de una mezquita. Como
entre los agraciados podían entrar también los familiares del donante, a veces la cons-
titución del habiz no dejaba de ser una argucia para saltarse la rígida normativa sobre
las herencias, o una forma de salvar las propiedades amenazadas por las deudas o las
confiscaciones.

Durante los gobiernos de ‘Abd al-Rahmán III (912/929-961) y al-Hakam II (961-976)


la paz alcanzada en el interior permitió la prosecución de una política exterior den-
tro y fuera de la península. Además de las aceifas que dirigieron contra los Estados
cristianos, los califas participaron, desde una posición hegemónica, en sus conflictos
internos y recibieron embajadas de sus mandatarios. Córdoba conoció también la
presencia embajadores bizantinos (948) y germánicos (953) —que fueron devueltas
en 949 y 956 respectivamente— por motivos bien distintos: si Otón I perseguía po-
ner freno a la piratería sarracena que infestaba las costas del Mediterráneo occiden-
tal, Constantino VII Porfirogeneta compartía con ‘Abd al-Rahmán III la enemistad
con el heterodoxo —por chiíta— califato fatimí de Túnez, cuyo nombre expresaba
claramente su reivindicación de descender de Fátima, la hija del Profeta, aunque
detrás del conflicto religioso había otros motivos más terrenales relacionados con el
control de las rutas del oro transahariano.

Para que Hishám II, que apenas contaba 12 años de edad, sucediera sin sobresaltos a
su padre fueron precisos el asesinato de su tío al-Mugíra y la compra de voluntades
con el patrimonio de la madre del nuevo califa, Subh. En ambas intrigas destacó el
protagonismo de Muhammad b. Abí ‘Amír, un joven árabe de Torrox descendiente
de una familia yemení que se contó entre los primeros conquistadores. Como todo
estudioso de los saberes religiosos que se preciara de serlo llegó a Córdoba para
completar su formación y no dudó en aprovechar sus conocimientos para iniciar,
cuando contaba 30 años, una carrera ascendente en la administración califal. En 977
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 107

consiguió el cargo de háchib (chambelán), tras la caída en desgracia de Cha‘far al-


Mushafí, su antiguo aliado. Para atraerse a los alfaquíes, que recelaban de su ascenso,
Almanzor ordenó destruir todos los libros de la biblioteca de Hishám II que tratasen
de disciplinas no islámicas, como lógica, filosofía y astrología, salvando sólo los de
matemáticas y medicina. Temiendo por su vida, en 979 comenzó las obras —junto
al río, en la parte oriental de la capital— de una nueva ciudad palatina (Madínat al-
Záhira), a donde se trasladó con la burocracia estatal, dejando al califa recluido en
Madínat al-Zahrá’. La cima del poder la alcanzó tras vencer en el campo de batalla
(julio de 981) a su suegro, el gran caíd Gálib, con cuyos los despojos se ensañó hasta
el extremo de rellenar la piel de su cadáver con algodón para exponerlo en la Puerta
de la Corte, haciendo lo mismo con la cabeza cortada en la Puerta de la Victoria
de su nueva residencia. Tras lo cual adoptó el sobrenombre por el que es conocido
—al-Mansúr bi-lláh («El victorioso por Dios»)—, ordenó que su nombre fuese pro-
nunciado en las mezquitas después del de Hishám II y decidió que sus audiencias
se rigieran por el protocolo califal, es decir, que se le besara la mano y se le diera
tratamiento de «señor».

La Puerta de la Victoria fue uno de los espacios donde Almanzor escenificó su gran
apuesta política: la Guerra Santa. Apuesta continuada —fueron tal vez más de 50
campañas a razón de dos por año— y de un coste enorme, cuyas ganancias materia-
les (esclavos y botín sobre todo) eran acaso menores que el rédito político que le pro-
porcionaba, de manera tan repetida, un ritual pensado para despertar el entusiasmo
antes de la partida y al regreso, casi siempre triunfal. Un reconocimiento interno al
que también contribuyó la guerra en el norte de África, aunque en ésta Almanzor
no se comprometió tanto como en la de los cristianos —encontraría la muerte en la
frontera, pero por razones naturales— dado que se limitaba a acompañar a las tro-
pas hasta Algeciras. Las dos acciones más espectaculares fueron las que terminaron
con el saqueo de Barcelona (985) y Santiago de Compostela (997). Esta última, en la
que participaron algunos condes cristianos aliados de Almanzor, estuvo revestida de
un profundo significado ideológico, pues ya por entonces se veneraba en la ciudad
gallega el supuesto cuerpo del apóstol Santiago. Esta reliquia fue respetada por el
caudillo cordobés, el cual, sin embargo, además de una gran cantidad de cautivos
(ganancia suprema de la guerra), transportó a Córdoba las campanas de la destruida
basílica y las hojas de la puerta de la ciudad, cuya madera se utilizó para los techos de
las nuevas naves de la mezquita. Además de la ya referida finalidad propagandística
de índole general, el indudable simbolismo religioso de la campaña de Santiago per-
seguía una intención política más coyuntural: la de responder a la conspiración que
la madre del califa, antigua aliada y quizás amante de Almanzor, había urdido contra
él en la primavera de 996. Y es que el amirí ya no se contentaba sólo con ejercer y
c. 2 millones de años atrás-
108 Breve historia de Andalucía c. 1000 a. C. ss. X a. C.-VII d. C. ss. VIII-XV

detentar el poder real sino que se arrogó entonces títulos soberanos y perseguía la
investidura como califa como llegó a plantear abiertamente al consejo de los alfa-
quíes en 991. No consiguió su beneplácito, pero por entonces renunció a su título de
háchib en beneficio de su segundo hijo, ‘Abd al-Malik (al primogénito lo hizo ejecutar
acusado de traición con los castellanos), aunque en 996 se atribuiría los títulos sobe-
ranos de sayyid («señor») y malik karim («noble rey»).

El éxito de Almanzor se cimentó en el apoyo que recibió de una compleja red de rela-
ciones familiares y políticas en la que se agrupaban algunas de las grandes familias de
dignatarios ligados de manera casi patrimonial al ejercicio del poder y que al-Hakam
II había postergado en beneficio de advenedizos (esclavos eunucos y bereberes), los
cuales fueron apartados a su vez por Almanzor. El dictador en cambio sí continúo
con otra línea de actuación abierta por aquel califa: el recurso a tropas mercenarias de
origen bereber que terminaron con el antiguo sistema de los aynad sirios, aumentaron
de manera notable el gasto militar e incubaron la crisis del califato. Los cronistas, en
efecto, presentaron a los bereberes como «los jinetes del desorden, los héroes de la
desgracia, los notables de la oscuridad» por culpa de los cuales «al-Andalus se trans-
formó durante un tiempo en un desierto desolado repleto de fieras y lobos y falto de
toda seguridad».

Entre la muerte de Almanzor y el comienzo de la fitna transcurrió un corto periodo


de siete años en el que gobernaron sus hijos «Abd al-Malik al-Muzaffar (1002-
1008) y ‘Abd al-Rahmán b. Abí ‘Amír, conocido como Sanchuelo (1008-1009) por ser
nieto del monarca navarro Sancho Garcés II. El primero continuó la política de su
padre (respeto formal al califa, ortodoxia religiosa, militarismo) y acumuló el mismo
poder, siendo así que su temprana muerte pudo estar relacionada con las intrigas
de su hermano. Éste fue afeado por los cronistas con duros calificativos («necio»,
«sodomita», «borracho») y su nombramiento, por un decreto califal de 1 de noviem-
bre de 1008, como sucesor de Hishám II excitó a los legitimistas omeyas. Aunque
encontraron un terreno abonado en el descontento de una población esquilmada
por la presión fiscal y contraria a los mercenarios bereberes, hubieron de espe-
rar a comienzos del año siguiente para dar el golpe definitivo con un biznieto del
primer califa, Muhammad II, quien adoptó un epíteto mesiánico, al-Mahdí bi-lláh
(«el bien guiado por Dios»). La prueba infligida por el Altísimo a una comunidad
pecadora y dividida —ideas que encierra el término fitna más allá de la traducción
simple y acostumbrada de «guerra civil»— no pudo ser más dura a raíz de la llama-
da «Revolución de Córdoba» (15 de febrero de 1009): derrocamiento de Hishám II,
asalto del alcázar, saqueo de la residencia de los Amiríes, asesinato del prefecto de
la ciudad —quien no en vano era el encargado de recaudar los impuestos— y de
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 109

Sanchuelo —cuyo cadáver fue arrastrado por la ciudad—, cacería contra las familias
y los bienes de los soldados bereberes. Éstos, sin embargo, con el apoyo del conde
castellano Sancho García, dominaron la situación seis meses después tras derrotar a
al-Mahdí y sustituirlo, tratando de respetar el legitimismo omeya, por otro biznieto
de ‘Abd al-Rahmán III, Sulaymán b. al-Hakam b. Sulaymán, quien adoptó el título
honorífico de al-Musta‘ín bi-lláh («el que implora la ayuda de Dios»). Poco pudo
disfrutar del califato porque al-Mahdí lo desalojó del poder entre los meses de mayo
y julio de 1010, en que se produjo la vuelta de Hishám II, el cual hubo de soportar
el acoso de los bereberes de manera continuada durante más de dos años en una
situación tan apremiante como la que Ibn Hayyán puso en boca de un tal Ibn Mu-
náwin durante una entrevista con el califa:

no tenemos fuerzas contra esas gentes [bereberes]; el pueblo está dividido:


unos quieren la paz y otros no; no tenemos dinero, y ya hemos exprimido
a los súbditos con impuestos; los precios han subido exageradamente; los
soldados están empobrecidos; la frontera revuelta; los cristianos quieren
venir a ayudarnos, pero las cargas que nos imponen son inmensas.

Hishám II no tuvo más reacción que el llanto, traspasando a sus consejeros la respon-
sabilidad de decidir. Por fin, en mayo de 1013, los bereberes entraron en la capital y
la saquearon a sangre y fuego, cobrándose entre otras la vida del califa. Sulaymán al-
Musta‘ín, conocido también como «el califa de los bereberes», recuperó el poder hasta
1016, siendo lo más destacado de ese segundo mandato el asentamiento de los bere-
beres en diversas provincias (Jaén, Medina Sidonia, Carmona, Morón y Elvira), pues
sus jefes exigieron del califa cobrar su ayuda de ese manera. Con los norteafricanos
alejados de la capital, Córdoba fue a partir de entonces escenario de un auténtico ca-
rrusel de califas por el que desfilaron tres Hammudíes entre 1016-1023 y otros tantos
Omeyas entre 1023-1031, hasta que, a finales de este último año (30 de noviembre), la
población capitalina liderada por Abú l-Hazm Chahwar b. Muhammad b. Muhammad
depuso al último califa Hishám III al-Mutadd, expulsó a la familia Omeya e instauró
una república oligárquica, olvidando o descuidando, según Ibn Hayyán, la formalidad
prevista para un destronamiento oficial. La escena que recrea un texto que lo presenta
refugiado en la mezquita pidiendo pan para su hijita, aterida por el frío, y llorando su
suerte, significaba, como supo ver Évariste Lévi-Provençal, algo más que el final de
una dinastía: lo que había acabado era la hegemonía peninsular de al-Andalus. No
otro fue el argumento de los dos siglos largos comprendidos entre la deposición del
último califa (1031) y el reconocimiento (1246) por la corona de Castilla del emirato
nazarí; y lo seguiría siendo ciertamente durante los otros dos siglos y medio que duró
el último Estado andalusí.
c. 2 millones de años atrás-
110 Breve historia de Andalucía c. 1000 a. C. ss. X a. C.-VII d. C. ss. VIII-XV

4.3. Reinos de taifas, almorávides y almohades (siglos xi-xiii)

La crisis del califato hay que comprenderla en el contexto general de la profunda per-
turbación que a partir del siglo xi afectó al mundo musulmán y terminó beneficiando a
los Estados cristianos de Europa occidental. La fragmentación política fue la manifes-
tación más aparente de aquella perturbación, pero la raíz hay que buscarla en las pro-
fundidades de la organización social. Mientras que, en el caso concreto de la península
ibérica, la feudalización y la militarización fueron de la mano en los reinos cristianos,
conformando una clase guerrera por excelencia que dominaba una «sociedad organi-
zada para la guerra», en al-Andalus se produjo un divorcio entre la «sociedad civil» y
los elementos militares aportados por tropas mercenarias de origen bereber o cristiano
que resultaban además muy costosas y desleales. El dinero de al-Andalus se invirtió
también en la compra de paz, es decir, en las parias que, entre otros, pagaron en un
determinando momento los reinos de Sevilla y Granada al de Castilla, cuyo monarca,
Alfonso VI, supo ver, como de manera expresa escribió el tercer monarca zirí en sus
Memorias, que no cabía «otra línea de conducta que encizañar unos contra otros a los
príncipes musulmanes y sacarles continuamente dinero, para que queden sin recursos
y se debiliten». Las parias, que cada año eran cobradas por embajadas armadas, detu-
vieron el avance cristiano, pero elevaron la presión fiscal a unos límites insoportables.

Éste fue el flanco más débil de las taifas que durante más de medio siglo años confor-
maron el mosaico andalusí. Ibn Hazm tildó, ya en el siglo xi, a sus mandatarios de «sal-
teadores de caminos»; mientras que, tres siglos después, el conocido polígrafo nazarí
Ibn al-Jatib hizo de ellos un retrato igualmente negativo al presentar sus pretenciosos
títulos como algo parecido a «cuando el gato ruge imitando al león». La valoración ne-
gativa, aunque acertada, del escritor granadino se inscribía en una larga tradición que
arrancó en el mismo siglo xi y estaba fundada en la hostilidad que los reyes o emires
de taifas, auténticos «almanzores de provincia» (E. Manzano), despertaron por regla
general entre sus súbditos y algunos círculos religiosos que terminaron propiciando la
entrada de los almorávides. En el territorio actual de Andalucía surgieron 12 de las 26
taifas en que se dividió al-Andalus entre 1031 —año al fin y al cabo de la desaparición
formal del califato—, y 1091, cuando los almorávides terminaron la conquista del mis-
mo. Siete fueron iniciadas por distintas familias de los bereberes nuevos que pasaron
a la península en los últimos años del califato: los Hammudíes se establecieron en
Málaga y Algeciras; los Jizruníes en Arcos de la Frontera; los Birzalíes en Carmona; los
Ziríes en Granada; los Dammaríes en Morón de la Frontera; y los Yafraníes en Ronda.
Tres por otras familias árabes enraizadas en al-Andalus: los Chawaríes en Córdoba;
los Bakríes en Huelva; y los Abbadíes en Sevilla. Sólo la de Almería fue iniciada por un
eslavo palatino emigrado de Córdoba, aunque entre 1038-1043 aceptó la soberanía del
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 111

nieto de Almanzor establecido en Valencia para quedar después sometida a los Banú
Sumádih, una familia de rancio abolengo árabe. Almería fue también la única que
resistió el expansionismo de las taifas de Sevilla y Granada, facilitado sin duda por la
debilidad de las estructuras estatales de unas entidades políticas que Pierre Guichard
y Bruna Soravia han dudado en definir como Estados o simples poderes.

El reino abbadí de Sevilla consiguió dominar gran parte del territorio andaluz entre 1051
y 1070, pues en esos dieciséis años se anexionó sucesivamente las taifas de Huelva, Nie-
bla, Algeciras —desgajada de Málaga en 1035 o 1036—, Morón, Ronda, Carmona, Arcos,
Huelva y Córdoba —ocupada también por la de Toledo entre 1075-1078—; y consiguió
superar el actual marco geográfico de Andalucía con la incorporación de las taifas de
Mértola (1044-1045), Santa María del Algarve (1051-1052), Silves (1063) y Murcia (1079-
1080). El reino zirí de Granada, por su parte, tras la incorporación de Málaga en 1056,
consiguió controlar, además de esta última, otras ciudades importantes, como Castro del
Río, Estepa, Archidona, Antequera, Baza, Úbeda, Baeza, Cazorla, Lucena, Baena, Martos
y Jaén, aunque, a partir de 1073, los límites de la taifa granadina se fueron reduciendo
ante los embates de Alfonso VI de Castilla y León y la ofensiva de los reinos de Sevilla y
Almería. La enemistad entre los reinos de Granada y Sevilla alcanzó su punto de ebu-
llición en los años de los últimos y más conocidos reyes, al-Mu‘tamid de Sevilla (1069-
1091), el rey poeta, y ‘Abd Alláh de Granada (1073-1090), autor de un texto único y ex-
cepcional, sus Memorias. Ambos, sin embargo, sufrieron la política agresiva de Alfonso VI
y en 1082, cuando éste emprendió una devastadora campaña contra el reino de Sevilla,
no tuvieron otra opción que ponerse en manos de los almorávides.

Éstos eran una amplia confederación de tribus nómadas bereberes que, unida por el
cemento de una estricta adhesión a la ortodoxia malikí, cuajó en un imperio centrali-
zado en Marrakech. Debido al rigorismo de su mensaje, que comportaba también la
denuncia de los impuestos ilegales, en al-Andalus contaron desde el primer momento
con la simpatía de ulemas y alfaquíes, aunque en los círculos políticos no había una-
nimidad respecto a la conveniencia de solicitar su apoyo. Cuando se produjo, el emir
almorávide, Yúsuf b. Táshufín cruzó el Estrecho en 1086 y se impuso a Alfonso VI en la
batalla de Sagrajas, pero regresó tras la victoria rechazando intervenir en las querellas
andalusíes, lo que terminó haciendo tras desembarcar por tercera vez en Algeciras
(junio de 1090) pertrechado con dos fetuas de los alfaquíes magrebíes y andalusíes que
le allanaron el camino. Aunque la conquista de todo al-Andalus se prolongó durante
un cuarto de siglo, el sur pasó a manos almorávides en dos años: Granada y Málaga,
en septiembre y octubre de 1090; Tarifa y Carmona en diciembre de aquel mismo año;
Ronda y Córdoba en marzo de 1091; Sevilla, tras un asedio de seis meses, y Almería
antes de acabar este último año.
c. 2 millones de años atrás-
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Granada parece que llegó a ser la capital de al-Andalus durante el gobierno del hijo
de Yúsuf b. Táshufín, ‘Alí b. Yúsuf (1106-1143). La primera mitad de este largo man-
dato estuvo marcada por el éxito: victoria de Uclés (1108), toma de Talavera (1109) y
conquista de la taifa de Zaragoza (1110). La segunda, por las crecientes dificultades
que comenzaron con la pérdida de toda la Marca Superior a manos de Alfonso I El
Batallador (1118), continuaron con la revuelta del pueblo de Córdoba (1121) contra
los desmanes del gobernador de la ciudad y culminaron con la expedición que el
citado monarca aragonés realizó por tierras andaluzas durante quince meses (1125-
1126) contando con la ayuda de los cristianos andalusíes. El único resultado fue la
transferencia a Aragón de un importante número de aquellos mozárabes, los cuales
fueron utilizados en la repoblación del Valle del Ebro, mientras que el destino de los
que se quedaron fue más incierto. Por aquellos años (1126-1131) algunas milicias
castellanas se adentraron también por tierras de Córdoba y Jaén. Aunque no tuvie-
ron más objetivo que la consecución de botín advirtieron de la fragilidad defensiva
y despertaron el descontento de los andalusíes, hartos de pagar tropas perdedoras,
como ha subrayado María Jesús Viguera.

Sin embargo, la gran amenaza para los almorávides procedía entonces del seno
del Islam. En 1130, a la muerte de Muhammad b. Tumárt —el Mahdí o «Enviado
de Dios»—, el movimiento religioso que él había extendido en Marruecos entre
los beréberes Masmúda en defensa de la unidad religiosa y de la austeridad, se
transformó en movimiento político-militar con su sucesor ‘Abd al-Mu’min, el pri-
mer califa almohade (1130-1163). En el interior de al-Andalus también surgieron
brotes de rebeldía anti-almorávide en los medios místicos sufíes que seguían al
alfaquí beréber de Almería Abú al-Abbás Ahmad b. Al-Arif. La disidencia adquirió
muy pronto un contenido social y político, reproduciéndose un período de anar-
quía similar al de la fitna de 1031. El proceso de desintegración se aceleró cuando
Abú Muhammad Táshufín, hasta entonces gobernador de Granada y Almería, fue
nombrado sucesor en 1138 y hubo de marchar al Magreb. Allí le retuvo el cada vez
más amenazante peligro almohade y le impidió intervenir en un al-Andalus aban-
donado a la rebeldía, en las principales ciudades y en otras menos importantes,
de algunos poderosos locales que se apoyaban en el descontento generado por la
creciente presión fiscal. Se inició así el periodo conocido como segundos reinos
taifas, de manera impropia pues fueron más reducidos, duraron muy poco —entre
tres o cuatro años— y no tuvieron ni el aparato de poder ni el brillo cultural de los
que nacieron al final del califato. Alguno de los rebeldes contaron con la interesadas
ayudas de Alfonso I El Batallador y Alfonso VII de Castilla y León, quien, a partir de
1144 y durante un decenio, realizó algaradas en tierras andaluzas, obteniendo como
principal ganancia, a mediados del mes de octubre de 1147, la muy atractiva ciudad
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de Almería, que cayó bajo el ataque combinado de castellano-leoneses, catalano-


aragoneses y genoveses y estuvo en poder cristiano hasta que la conquistaron los
almohades diez años después.

Los primeros contingentes almohades entraron en la península en 1144 y la primera


conquista fue Jerez de la Frontera en mayo de 1146; Sevilla cayó en 1148, aunque
les retiró la obediencia hasta 1150, por los desmanes que cometieron los hermanos
del fundador del movimiento; Córdoba en 1148, Málaga en 1152; Granada en 1156;
Almería, como ya sabemos, fue recobrada al islam en 1157; Jaén, en fin, no se incor-
poró al imperio almohade hasta 1169 cuando se entregó Ibn Hamushk, que se había
hecho fuerte en Segura de la Sierra. Para entonces la capital se había establecido ya
en Sevilla, después de un breve paréntesis en que estuvo en Córdoba, de modo que
la ciudad hispalense iba a convertirse durante el califato de su antiguo gobernador
Abú Ya‘qúb (1163-1184) en una corte tan proclive a la etiqueta y al ceremonial como
lo había sido la corte de los Omeyas, y en la que no faltaron poetas a sueldo y fi-
lósofos, como Ibn Tufayl y Averroes. Abú Yúsuf b. Abú Ya‘qúb (1184-1199), que fue
proclamado tercer califa en Sevilla, se distinguió también como un califa constructor,
gracias sobre todo, entre otras muchas obras, al remate del gran alminar de la mez-
quita hispalense.

Pero el vencedor en la batalla de Alarcos (1195) contemplaba con pesimismo el fu-


turo de al-Andalus y de sus habitantes como expresó en el discurso- testamento que
dirigió en 1198 a los jeques almohades. No andaba descaminado. Su hijo y cuarto
califa almohade, Abú ‘Abd Alláh Muhammad al-Nasír (1199-1213), sufrió una derro-
ta decisiva en la batalla de Las Navas de Tolosa el 16 de julio de 1212, que no tuvo
consecuencias inmediatas. La verdadera cesura hay que situarla en 1224, año en que
murió envenenado el califa Abú Ya‘qúb II al-Mustansir (1213-1224), lo que originó
una lucha sucesoria entre los almohades y el repunte de las revueltas internas que
dieron lugar al nacimiento de las terceras taifas. La fragmentación casi generalizada
terminó aglutinándose en torno a tres régulos: Abú ‘Abd Alláh Muhammad b. Yúsuf
«Ibn Hud» (1228-1238), Zayyan b. Mardanísh (1228-1238) y Muhammad b. al-Ah-
mar, el fundador del emirato nazarí; mientras que, en el occidente, Ibn Mahfúz, el
«emir del Algarve», se mantuvo independiente en la taifa de Niebla desde 1234 hasta
1262, en que acabó rindiéndose a Alfonso X —de quien se había declarado vasallo en
1253— tras un asedio en el que participaron tropas nazaríes. En el norte de África, a
su vez, el desmoronamiento almohade propició la creación de tres reinos indepen-
dientes: los Hafsíes de Ifríqiya, desde 1229, los Zayyaníes en el Magreb central, desde
1236, y los Benimerines en Fez, desde 1248, los cuales intervendrían de manera muy
activa en la política nazarí hasta 1372.
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Los apuntes que podemos hilvanar sobre la sociedad y la economía del periodo cuya di-
námica política acabo de resumir han de ser necesariamente breves porque también para
esta época las fuentes conocidas son muy tacañas en la información que proporcionan
sobre tales aspectos. Los contornos generales de una formación social caracterizada por
la importancia de las cargas fiscales permanecieron con trazo más grueso si cabe que en
el califato. El esplendor cultural y la multiplicación de los tributos fueron las principales
señas de identidad de los reinos de taifas y hasta cierto punto estuvieron relacionados,
porque la multiplicación de los tributos, además de por el reclutamiento de soldados y
el pago de parias, vino exigida por las necesidades de la vida palatina y el mecenazgo
cortesano. Entre las muchas voces críticas que se alzaron sobre esa presión sobresale la
que alzó Ibn Hazm, para quien los abusos fiscales eran una especie de «homenaje que
ofrecía el vicio a la virtud». Los almorávides, como ya sabemos, se aprovecharon del des-
contento que provocaba tales excesos para hacerse con el poder en al-Andalus, aunque
a la postre los almohades se valieron del mismo argumento contra ellos.

Con todo, las mayores diferencias que almorávides y almohades presentaban con los an-
dalusíes radicaban en los modelos que articulaban sus respectivas sociedades. Frente al
modelo tribal de los norteafricanos y su muy epidérmica arabización, la sociedad de al-
Andalus era una sociedad destribalizada y arabizada, lo que —más allá del apoyo de los
alfaquíes— hacía muy difícil la fusión, como dejó traslucir en su conocido tratado de hisba
el sevillano Ibn Abdún. El tratadista sevillano era mucho más duro con cristianos y judíos
y participaba, por tanto, del mismo sectarismo social que rezumaba el niño ciego de Al-
mería que, según la anécdota incorporada a su relato por al-‘Udrí, era capaz de reconocer
a los infieles con sólo tocarlos. En la realidad, sin embargo, los mozárabes y los judíos
podían llegar a ser más ricos que los musulmanes y tuvieron un trato distinto por parte
del poder. Algunos judíos, sobre todo, destacaron por su capacidad como agentes fiscales,
médicos y diplomáticos y, en líneas generales, sufrieron menos que los mozárabes con los
almorávides, llegando a comprar incluso su tranquilidad. Con ellos se produjo la prospe-
ridad de las aljamas de Córdoba, Sevilla, Granada y, sobre todo, de Lucena, que también
mereció, como la anterior, el apelativo de «ciudad de los judíos», pero los almohades se
mostraron más intransigentes y cerraron el centro de enseñanza del Talmud que funcio-
naba en esta localidad cordobesa. Hablar, en suma, de la convivencia entre las tres cultu-
ras es un mito, aunque esta afirmación, referida al pasado, no debe utilizarse en nuestros
días para negar o entorpecer las políticas que promueven la interculturalidad.

Por lo que respecta a las realidades económicas son más las preguntas que podemos
hacernos que las certezas, las cuales siempre resultan muy vagas o generales. El flo-
recimiento de la literatura geopónica cabe interpretarlo como un dato positivo en la
medida que advierte del desarrollo de la agricultura. Entre los cultivos destacaban la
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uva —a pesar de la prohibición del vino— y el olivo, que se cultivaba sobre todo en
Jaén, Córdoba o Málaga. Pero los olivares más afamados eran los del Aljarafe sevillano,
cuyas alquerías eran descritas por los geógrafos árabes como «estrellas blancas en un
cielo de olivos». También hay que destacar el de los de productos destinados a la ma-
nufactura como el lino, el cáñamo y las moreras, localizadas sobre todo en Córdoba,
Almería y la Alpujarra, las cuales alimentaban una floreciente industria de la seda que
solía ser monopolio del poder central.

El mundo de los intercambios y la moneda está algo más iluminado. Muy devaluada
durante los reinos de taifas, la calidad de esta última fue restaurada gracias a la afluen-
cia de oro que el dominio almorávide y almohade facilitó en el caso de al-Andalus,
al tiempo que puso fin también al drenaje del metal precioso a los reinos cristianos,
donde las monedas acuñadas por almorávides y almohades tuvieron una gran acep-
tación. Por lo que se refiere al comercio la mejor fuente de información es la colección
de cartas de los mercaderes judíos que fueron almacenadas en la Geniza (armario o
depósito) de la sinagoga de El Cairo, pero también las estelas funerarias esculpidas en
mármol de Macael que se han encontrado en el África negra, a donde llegaron por el
comercio transhariano. Gracias a ambos tipos de fuentes sabemos que Alejandría y El
Cairo estaban comunicadas con Sevilla y Almería mediante barcos que llevaban allí
los productos andalusíes (aceite, lino, seda, algodón, metales, telas) y traían productos
orientales (tejidos de seda, vasijas, porcelanas). El comercio entre al-Andalus y los
reinos cristianos peninsulares se intensificó también a partir del siglo xi como conse-
cuencia positiva de las parias que aumentaron el poder adquisitivo del norte cristiano
para comprar materias primas y productos de lujo andalusíes, e incluso para vender los
bienes procedentes del botín obtenido en tierras musulmanas.

Córdoba siguió siendo un foco cultural de primer orden, pero sufrió un continuado
declive demográfico que contrastaba con el crecimiento de otras ciudades andaluzas.
El dinamismo de Málaga fue de tal calibre que pudo pasar de 10.000 a 20.000 habitan-
tes. Su condición de puerto mediterráneo, que la conectaba con las rutas que ligaban
Al-Andalus con el resto del Islam, y su creciente interés para las señorías italianas
otorgaron a su tráfico marítimo una creciente importancia. A principios del siglo xiii,
eran famosos los higos de Málaga y Vélez-Málaga que habían llegado hasta los mer-
cados de Bagdad y sus viñedos producían, además de pasas para la exportación, un
vino de cierta fama en el mundo musulmán, sin olvidar la industria del tejido y la
producción de objetos de vidrio de calidad así como de alfares cerámicos. El auge de
Málaga, sin embargo, no condujo a que la ciudad alcanzara la posición de Almería,
pues esta ciudad, que contaría con 27.000 habitantes, llegó a ser una de las ciudades
más importantes de al-Andalus hasta que fue conquistada por los cristianos. A partir
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de entonces, Sevilla, tercera capital política del imperio almohade junto a Marrakech
y Rabat, heredó también la capitalidad económica de al-Andalus. La expansión de
Isbiliya, iniciada ya durante el reinado de al-Mu‘tamid, culminó a finales del siglo xi
cuando alcanzó una superficie de más de 200 ha y una población cercana a los 100.000
habitantes. Pero en época almohade, en especial bajo los califatos de Abú Ya‘qúb y
Abú Yúsuf, conoció una actividad edilicia sin precedentes que haría posible que los
castellanos la tuvieran, cuando la conquistaron, como una de «las más ondradas e de
las meiores çipdades de Espanna».

4.4. El emirato nazarí de granada (1232-1492)

El 16 de julio de 1232 los habitantes de Arjona, a la salida de la oración del viernes,


proclamaron emir a Muhammad b. al-Ahmar, que entonces tenía 37 años. El nuevo
rebelde se jactaba de descender de Sa‘d b. ‘Ubáda, uno de los compañeros del Profeta,
pretensión que no cabe descartar si reparamos en que unos descendientes de dicho
personaje se habían instalado en Aragón durante el periodo omeya. Sin embargo, la
Primera Crónica General, en la estela de don Rodrigo Jiménez de Rada, lo pinta des-
pectivamente con tintes campesinos, acaso con la intención de proyectar sobre él una
imagen de villanía que tanta carga negativa tenía en la ideología feudal: «Et estonçes
se apoderó de la tierra vn alaraue que dizien Mahomad Auenalahmar, que poco an-
tes era quintero, que non auie otro mester sinon seguir los bueys et el aradro». En
cambio, Ibn al-Jatib, aun sin ocultar del todo esos humildes orígenes, y otros autores
musulmanes destacaron en Muhammad y en su familia el coraje militar de que hizo
gala en sus luchas contra los cristianos. Por su parte, Ibn Jaldún, también buen cono-
cedor del emirato, pues durante algunos años residió en la corte nazarí, ofreció una
interpretación más rica del éxito del primer sultán nazarí, basándola en la fuerza de la
parentela, en su habilidad diplomática y en su capacidad de generar consenso social
ante el enemigo cristiano.

Los catorce años transcurridos entre la proclamación y la firma del decisivo pacto de
Jaén (2 de febrero de 1246) fueron un periodo en el que la asfixia de la presión castella-
na se hacía sentir cada vez con más fuerza, aunque aquellos años constituyeron tam-
bién el periodo de formación del nuevo emirato, que se caracterizó por avances y retro-
cesos en el dominio territorial y por un juego político hasta cierto punto cambiante. La
progresión de su dominio en Andalucía oriental fue imparable gracias la propaganda
que a su favor hicieron algunos notables locales en Granada y Málaga, territorios que,
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 117

junto a Almería, consiguió controlar ya en 1238. El pacto de Jaén fue presentado por
Ibn al-Jatib como la «Gran Paz» o «la tregua perpetua»; el cronista norteafricano Ibn
Idhári lo consideró también una tregua cuya única contrapartida consistió en la entre-
ga por parte del emir granadino de la ciudad de Jaén y los castillos y fortalezas de su
alrededor, es decir, como una rendición de quien, según este mismo autor, había sido
rey de Jaén. Por su parte, el relato que de aquel acuerdo hace la Primera Crónica General
se atiene estrictamente al ritual del vasallaje tanto en lo que concierne a la actitud (el
besamanos) como a las obligaciones contraídas: el auxilium militar, el consilium («et le
veniese cada anno a cortes») y el pago de un tributo anual de 150.000 maravedís. Los
textos cronísticos castellanos dan a entender también que el emirato nazarí nació por
la magnanimidad de don Fernando, pues éste, de haber aceptado el primer impulso de
su vasallo, se habría enseñoreado de todas sus tierras. Pero la realidad fue muy distinta:
Muhammad, como ha resaltado Eduardo Manzano, se aprovechó del agotamiento de
la expansión castellana.

El último Estado andalusí, cuya superficie osciló entre los 25.000 y 30.000 km2, com-
prendía las actuales provincias de Granada, Almería y Málaga y una pequeña parte
de las de Cádiz y Jaén. En sus momentos de mayor esplendor pudo alcanzar una
población cercana a los 300.000 habitantes, la mitad de la cual vivía en las ciudades,
aunque hubo comarcas de una gran densidad demográfica, como la Alpujarra y el Valle
de Lecrín, que carecieron de medinas. Muy lejos de los 50.000 habitantes de Granada
quedaba Málaga con 20.000; después, y a mucha distancia, Almería con 9.000, ciudad
ésta cuyo declive acaso fue más acusado porque por ella entró la mortífera epidemia
de peste de 1348; Guadix, Baza, Loja, Alhama de Granada, Vélez Málaga y Ronda al-
bergaron cada una entre 5.000 a 10.000 habitantes; en tanto que Antequera, Marbella,
Coín, Vélez Blanco, Vélez Rubio y Vera tendrían entre 2.500 y 5.000. Los súbditos naza-
ríes repartían sus creencias religiosas entre el islam y el judaísmo, pues los mozárabes
desaparecieron por completo a mediados del siglo xii, de modo que los únicos cristia-
nos que vivieron en el emirato fueron los cautivos generados por la lucha fronteriza,
algunos de los cuales —conocidos como elches o renegados— abrazaron el islam. El
número de judíos no superaría las 3.000 personas, y ello después de la inmigración
habida tras las persecuciones a que fueron sometidos en los reinos cristianos a finales
del siglo xiv. La superioridad de la población musulmana era, por tanto, aplastante y
dentro de ella cabe pensar que se habría producido una disminución de la proporción
norteafricana tras la llegada de los refugiados procedentes del Valle del Guadalquivir,
Murcia y Valencia. Los datos conocidos para el siglo xv advierten de la mezcla de linajes
y de migraciones de corto radio, dos circunstancias que, unidas a la práctica de la exo-
gamia, determinaron la desaparición de los lazos tribales en una sociedad organizada
en suma según criterios económicos.
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118 Breve historia de Andalucía c. 1000 a. C. ss. X a. C.-VII d. C. ss. VIII-XV

El regadío tuvo una gran presencia en la agricultura nazarí y en algunas comarcas,


como la Alpujarra, fue exclusivo; la preservación de su delicada infraestructura, ade-
más de exigir la implicación colectiva en su mantenimiento y una precisa reglamen-
tación de su uso, no permitía la entrada de animales en los campos. La disociación
entre agricultura y ganadería fue menos grave para esta última actividad gracias a la
existencia de términos comunes y a la práctica de la trashumancia, aunque el emi-
rato no destacó precisamente por su dedicación ganadera. Fue asimismo deficitario
en cereales, a pesar de la existencia de zonas cerealistas como la Vega de Granada,
por lo que se vio obligado a importar trigo del norte de África o a cultivar cereales
viles, como el panizo y la escanda. Otro producto básico que debió importarse, en
este caso del Aljarafe sevillano, fue el aceite porque el olivar tampoco estuvo muy
extendido. El viñedo, en cambio, fue omnipresente, si bien la superficie dedicada
a su cultivo no se repartía de manera homogénea por todo el territorio, destacan-
do la gran reputación de que gozó el vino de Málaga, como ya he señalado antes.
También las pasas, que con los higos, las almendras y el azúcar —cuyo cultivo era
característico del litoral granadino— alimentaron un activo comercio exterior, aun-
que el cultivo especulativo por excelencia fue el moral. Introducido por los sirios
del chund de Damasco, fue el más común de los árboles de la Alpujarra, comarca
en la que solían cultivarse en los linderos de las parcelas pero también en huertas
(metud, metueles) dedicadas en exclusiva a su cultivo. Las madejas de seda cruda se
exportaban a Génova y se vendían en las alcaicerías de Granada, Málaga y Almería,
pero también se producían tejidos de diversas clases. Debido a su alto rendimiento
fiscal, se ha apuntado la posibilidad de que el cultivo del moral fuese impuesto por
el Estado, el cual, en todo caso, controló de manera minuciosa todo el proceso pro-
ductivo de la seda.

Málaga, a decir de Ibn al-Jatib, fue «lugar de peregrinación donde confluyen los
mercaderes para llenar sus sacos». En la segunda mitad del siglo xiv suplantó a
Almería en la función de gran puerta marítima del emirato y por su puerto —como
por otros de menor actividad, como Almuñécar y Vélez Málaga— salían los pro-
ductos básicos del comercio exterior granadino. La importancia del puerto mala-
gueño estuvo relacionada con el creciente intervencionismo de los comerciantes
genoveses a partir del reinado de Muhammad V, cuando nació la Ractio fructae
controlada por la familia de los Spinola, la cual manejó las exportaciones de frutos
secos y prestó servicios diplomáticos al emirato. En la actualidad se ha cuestionado
la supeditación colonial del emirato a la república ligur e incluso que los genoveses
monopolizaran el comercio exterior granadino, destacándose, en sentido contra-
rio, la presencia de los mercaderes catalano-aragoneses, sobre todo valencianos, a
partir del siglo xv.
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La frontera con Castilla fue permeable a los intercambios económicos, en particular a tra-
vés de los «puertos» cuya relación detallan algunos tratados de tregua: Zahara, Antequera,
Alcalá la Real, Huelma, Teba, Priego, Quesada, pero también Andújar, Úbeda, Baeza y Jaén.
Aunque por parte castellana estaba prohibido comerciar con productos relacionados direc-
ta o indirectamente con la guerra (armas, caballos, hierro y cereales), en algunas ocasiones
los acuerdos de tregua permitieron la exportación del grano castellano al emirato granadi-
no, a donde también llegaban, procedentes del otro lado de la raya, productos en los que
asimismo era deficitario: paños, aceite, ovejas y cabras. Ese tráfico comercial estaba gra-
vado por un impuesto aduanero que ingresaba a las arcas de la Hacienda castellana el 15
por ciento del importe del negocio (el llamado «diezmo y medio diezmo de los morisco»).
La frontera, por otra parte, era una zona dedicada por lo general al pasto ganadero, por
lo que eran normales los intercambios en ese sentido, sancionados a veces por acuerdos
locales o privados, aunque no hay que olvidar que el robo de ganado constituía uno de los
principales objetivos de las incursiones fronterizas, organizadas por ambos bandos, junto
a la captura de cautivos y la destrucción de las cosechas.

La frontera, desde luego, determinó que la sociedad nazarí fuese una sociedad mi-
litarizada. Sin dejar de ser imprecisa, esta etiqueta es menos engañosa que aquella
otra que la presenta como una sociedad sin señores, enunciado con el que se quie-
re subrayar que el excedente producido no era captado por ninguna clase señorial
sino directamente por el Estado a través de sus agentes en formas de tributos más
o menos legitimados por la tradición islámica. Pero es una definición engañosa no
sólo porque deja sin concretar qué entiende por Estado —concepto con el que he-
mos de suponer se refiere a algo más que al sultán— sino también porque induce
a pensar que el excedente se reducía sólo al impuesto, lo que naturalmente no fue
así. Conviene precisar, por tanto, que decir de la sociedad granadina que no fue
una sociedad señorial sólo significa que la jurisdicción —esto es, el poder sobre los
hombres— no estaba parcelada en diferentes instancias, por concesión emiral, como
ocurría en los reinos cristianos. Pero sí existía una poderosa aristocracia cuya fortuna
se basaba en la propiedad de la tierra y en los lazos que mantenía con el Estado,
concepto que así se ve engrandecido; una aristocracia, además, funcionaria, pues sus
miembros desempeñaban cargos militares y religiosos y disfrutaban de exenciones
diversas o pensiones situadas en las rentas fiscales. El prestigio que le proporcionaba
el servicio militar se observa en formulismos diplomáticos como «alcaide noble» o
en categorías sociales como «caballero principal» o «caballero y alcaide y caudillo»,
una de cuyas pautas de comportamiento social era, como también recogen algunos
testimonios testificales pronunciados tras la conquista, manifestarse «como caballe-
ro teniendo y manteniendo gente»; es decir, capaces de articular clientelas en las que
el componente esencial era el lazo militar.
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Las grandes propiedades que mejor podemos percibir a través de las fuentes de que
disponemos pertenecían al Patrimonio Real, a los miembros de la familia real nazarí y
a los linajes aristocráticos más encumbrados. Se encontraban sobre todo en el extremo
occidental de la Vega de Granada, un auténtico espacio aristocrático antes y después
de 1492, porque todas ellas pasaron después a manos de los «principales» castellanos
que se establecieron en la ciudad de Granada. Dado el casi monopolio aristocrático de
la propiedad de la tierra que existía en esta zona, los campesinos que, mediante una
variada panoplia contractual, cultivaban aquellas alquerías-cortijo eran en su mayor
parte vecinos o bien de la capital —donde también residían los propietarios— o bien
de las alquerías-lugares de la porción oriental de tan fértil comarca. Esos arrendata-
rios quizás formaban parte de la miríada de pequeños y medianos propietarios que
adivinamos en algunas realidades a veces bien documentadas. Ibn Jaldún, por ejem-
plo, escribió que «toda la gente de ellos, desde el sultán hasta el hombre del pueblo,
posee una finca rústica o una fanega que explotar». La micropropiedad podía llegar
al extremo de distinguir la propiedad del suelo y la del vuelo, en el caso de los árboles
cuyos dueños no eran propietarios de la tierra donde estaban enraizados, no siendo
raro tampoco que un árbol, o un molino, perteneciera a varios dueños. Minifundismo
y dispersión predial iban de la mano como nos enseñan algunos testimonios docu-
mentales que permiten incluso un análisis estadístico en el que no puedo detenerme.
Mención especial merecen los llamados bienes habices, pues su volumen pudo alcan-
zar proporciones notables (hasta un diez por ciento en la Vega de Granada). Este blo-
que estaba constituido por tierras y otros inmuebles rústicos y urbanos, adicionados
mediante limosnas, cuyas rentas eran administradas por los alfaquíes. La capitulación
que Boabdil firmó con los Reyes Católicos para sellar la rendición de Granada incluía
en él, entre otras no especificadas, las rentas de las mezquitas, cofradías y escuelas «de
avezar muchachos». Pero en él se incluían también los heredamientos dedicados al
mantenimiento de los «castillos fronteros», de la Madraza, y al de los aljibes, caminos,
puentes, alcantarillas, madres y pozos.

El emirato conoció, en los casi dos siglos y medio de existencia, 34 gobiernos, pero sólo
24 emires, dado que cinco de ellos tuvieron dos mandatos, uno repitió en tres ocasio-
nes y otro lo hizo cuatro veces. Esta circunstancia advierte de manera diáfana cómo
desde muy pronto las conspiraciones palaciegas ligadas a las ambiciones aristocráticas
y a la inexistencia de unas claras reglas sucesorias fueron caldo de cultivo de una debi-
lidad política que en algunos momentos —y de manera particular en los últimos años
de su andadura— se tradujo pura y simplemente en guerra civil. Pero el juego político
del emirato no sólo se limitó a las relaciones del emir con los linajes aristocráticos, sino
que también abarcó, desde un primer momento, las relaciones con los poderes musul-
manes del norte de África y con los reinos cristianos peninsulares. En este sentido hay
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 121

que subrayar la presión que la corona de Castilla ejerció sobre él desde el principio me-
diante la exigencia de un tributo a cambio de paz, circunstancia que elevaba la presión
fiscal a límites insoportables y alimentaba el rechazo popular del que se beneficiaba
el bando opuesto al sultán de turno. De la Hacienda nazarí conocemos relativamente
bien la larga nómina tributaria donde Miguel Á. Ladero encontró la razón para acuñar
la célebre expresión «duro fisco de los emires», pues, además de la propiedad y las
transmisiones hereditarias, gravaba cualquier actividad productiva y comercial e inclu-
so, mediante la alfitra o capitación, la propia existencia. El capítulo patrimonial resulta
peor conocido, aunque parece que estaba dividido en dos partes: el «Patrimonio Parti-
cular» y el «Patrimonio Real». En el primero entraban las propiedades que los sultanes
y sus familiares poseían sobre todo, pero no de manera exclusiva, en el interior de la
ciudad de Granada (el barrio del Realejo debe su nombre a las huertas que allí poseían
las llamadas «reinas moras») y en la Vega de Granada. El segundo se dividía en tres
bloques según uno de los encargados de aclarar la composición de la Hacienda nazarí
heredada por la corona de Castilla tras la conquista: la zultanía comprendía las tierras
próximas a la capital que los emires acensuaban o arrendaban para el manteni­miento
de sus caudillos, alcaides y otras personas; la tauquía estaba formada por las huertas,
alquerías y cortijos también cercanos a Granada, más las heredades situadas en las
comarcas de la Vega, el Temple y la Sierra; la hagüela era una regalía, pues comprendía
las rentas devengadas por inmuebles (molinos, tiendas, baños, etc.) que sólo podían
poseer los emires. Los cuales, en fin, podían aprovecharse también del trabajo gratuito
de sus súbditos, en virtud de un pacto de corresponsabilidad, para el mantenimiento
del sistema defensivo o la conservación del equipamiento hidráulico.

Muhammad I (1232-1274) hubo de centrarse en la organización del emirato respe-


tando la coalición de linajes sobre la que se había apoyado y se vio obligado a buscar
la ayuda de los benimerines tras el fracaso cosechado en el intento de conquistar
Ceuta (verano de 1262), empresa que acometió sin licencia del rey castellano. La
generosidad que el fundador del emirato mostró hacia ellos despertó el descontento
de los Banú Ashqílula, una de las familias que formaron parte de la mencionada coa-
lición de linajes. Alzados en rebeldía en 1266, el mismo año en que fue sofocada la
revuelta mudéjar que agitó Andalucía y Murcia durante dos años, se hicieron fuertes
en Málaga y Guadix y contaron con el apoyo interesado de Alfonso X. Esta simpatía
política se cruzó con la que, de manera simultánea, anudaron Muhammad I y el re-
belde castellano don Nuño González de Lara, cruce de intereses que desdecía en la
práctica el enfrentamiento religioso que daba soporte ideológico a la expansión cas-
tellana y que iba a repetirse después en ocasiones de similares contornos políticos.
Muhammad II (1273-1302), que había sido asociado al trono por su padre, heredó
el problema de la rebelión de los Banú Ashqílula, de modo que éstos llegaron a en-
c. 2 millones de años atrás-
122 Breve historia de Andalucía c. 1000 a. C. ss. X a. C.-VII d. C. ss. VIII-XV

tenderse también con los benimerines, hasta el punto de que le cedieron Málaga en
1278, aunque terminaron por emigrar a Marruecos en 1288, facilitando así al segun-
do emir el control del territorio, que fue total cuando consiguió entenderse con los
Banú al-Hakím de Ronda, en tanto que la presión castellana nunca fue demasiado
intensa debido a la obsesión política con que Alfonso X se condujo para conseguir
el trono del imperio germánico. Con Muhammad II comenzó asimismo el periodo
conocido como la «batalla del Estrecho», porque giró en torno al control de ese es-
pacio por las enormes perspectivas económicas que abría la unión que, a través de él,
podía hacerse entre los mercados mediterráneos y los del norte de Europa. La con-
quista de Tarifa por Sancho IV en 1292 no tuvo demasiadas consecuencias, porque
en 1295 el emir consiguió que los benimerines renunciaran al dominio de Algeciras y
Ronda, mientras que la muerte, en aquel mismo año, del monarca castellano abría la
minoridad de Fernando IV, que el emir nazarí aprovechó para conquistar las plazas
fronterizas de Quesada (1295), Alcaudete (1300), Bedmar, Arenas y Locubín, las tres
últimas en el año de su muerte.

Con el siglo xiv entraron en escena las revueltas palaciegas propiamente dichas. Mu-
hammad III (1302-1309) sucedió sin problemas a su padre, pero a los siete años de
gobierno se vio obligado a ceder el trono a su hermano Nasr tras el asesinato de su
visir Ibn al-Hakím. Este crimen político fue consecuencia de la revuelta causada por
el pánico que despertó el acuerdo alcanzado en 1308 por castellanos y aragoneses
para conquistar y repartirse el reino de Granada después de que el emir nazarí to-
mase Ceuta en 1306. El gobierno de Nasr duró cinco años (1309-1314), pues fue
víctima de una nueva revuelta originada por su costoso entendimiento con Castilla
(devolución de Quesada y Bedmar y pago de 11.000 doblas anuales) y encabezada
por su primo Ismá‘il, hijo del gobernador de Málaga y miembro de la rama colateral
de la dinastía que de esta manera se sentó en la silla real nazarí. La revuelta a punto
estuvo de generar la primera guerra civil —los habitantes del Albaicín abrieron la
puerta de Elvira a los rebeldes y el emir hubo de atrincherarse en la Alhambra— de
no mediar un pacto por el cual Ismá‘il (1314-1320) ocupó el trono y Nasr aceptó
retirarse a Guadix. Desde aquí, en connivencia con los castellanos, intrigó contra
su primo, cuya popularidad creció por las medidas que adoptó contra los judíos, a
los que obligó a llevar signos distintivos en sus ropas. Pero no le libró de ser víctima
de un nuevo magnicidio a manos de su primo el gobernador de Algeciras, alentado
por la ambición del caudillo ‘Uthmán b. Abí l-Ulá, jefe de la milicia norteafricana
—verdadero sostén del ejército nazarí— que deseaba contar con un emir que lo apo-
yara en sus pretensiones al trono benimerín. Sin embargo, la reacción del visir Ibn
al-Mahrúq permitió que el asesino fuese ejecutado y que la población de la capital
reconociera al primogénito del emir asesinado, todavía niño. El caudillo benimerín
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 123

se salvó también por la presión popular, de modo que consiguió que el nuevo emir,
una vez alcanzada la mayoría de edad, condenara a muerte al citado visir. Muham-
mad IV (1325-1333), que comenzó su mandato realizando exitosas incursiones en
territorio murciano, vio cómo Alfonso XI, alcanzada la mayoría de edad, le arrebató
algunas plazas fronterizas (Olvera, Pruna, Torre Alhaquín, Ayamonte, Teba) por sí
solo, y cómo intentó además, aunque sin éxito, una empresa de mayor calado con
los reinos de Aragón y Portugal y otros soberanos europeos. Esas ganancias fueron
contrarrestadas en 1333 con la recuperación de Gibraltar por el nuevo sultán meriní,
Abú l-Hasan ‘Alí, hecho que llevó a los descendientes de ‘Uthmán a promover la re-
vuelta de la milicia norteafricana, a resultas de la cual el emir fue asesinado, aunque
el visir Ridwán ‘Abd Alláh pudo controlar la situación y proclamar soberano a Yúsuf,
hermano del difunto, con cuyo gobierno y el de su hijo Muhammad el emirato nazarí
alcanzó su apogeo en el contexto de lo que se ha denominado una «paz insólita».

El reinado de Yúsuf I (1333-1354), sin embargo, no pudo empezar ni terminar peor,


aunque sus reformas imprimieron un nuevo impulso al centenario emirato. Si la pes-
te de 1348 azotó al emirato en una medida que no podemos precisar, la derrota ante
portugueses y castellanos en la batalla habida en el río Salado (1340) fue seguida de
la pérdida de importantes enclaves fronterizos al año siguiente, como Alcalá la Real,
Priego de Córdoba y Benamejí, mientras que en 1342 se iniciaba el cerco castellano
a Algeciras, cuya pérdida en 1344 cerraba el problema del Estrecho y dejaba redu-
cida a Gibraltar la presencia nazarí en tan estratégica zona. Las relaciones con Fez
se enfriaron y los benimerines, que combatieron junto a los granadinos en la citada
batalla del Salado, se retiraron del emirato. Yúsuf se acercó entonces a Egipto y, en
tanto que vasallo doblegado por esos fracasos, reanudó el pago de parias a Castilla.
Esos cambios no dejaron de tener consecuencias en la política interior: los hijos del
caudillo ‘Uthmán, asesinos de su hermano, fueron eliminados y el nuevo caudillo de
las milicias norteafricanas —cargo que recayó en otro príncipe benimerín— fue des-
pojado de los poderes omnímodos de sus predecesores, pues la jurisdicción de las
tropas capitalinas pasó a manos de un miembro del linaje de los Banú Kumásha, que
entraban así en la escena política granadina, al igual que los Banú ‘Abd al-Barr. Yúsuf
I acometió otras importantes reformas en la administración, en el ejército y en la vida
religiosa. Todas ellas reforzaron el carácter islámico del emirato siguiendo el modelo
ortodoxo del califato omeya, destacando la inauguración de la madraza (hacia 1349-
1350) que iba a convertirse en cantera de funcionarios. El emir quiso gobernar sobre
el terreno girando visitas de inspección por todo el territorio del emirato y recibiendo
a sus súbditos en audiencias periódicas, pero fue asesinado por un demente mientra
rezaba en la mezquita de la Alhambra, cuya edificación aumentó con la construcción
del palacio de Comares.
c. 2 millones de años atrás-
124 Breve historia de Andalucía c. 1000 a. C. ss. X a. C.-VII d. C. ss. VIII-XV

El otro gran artífice del apogeo nazarí, su hijo y sucesor Muhammad V (1354-1359 y
1362-1391), fue también el primero que inauguró el gobierno en dos periodos, separa-
dos en su caso por el brevísimo de Ismá‘il II (1359) y el de Muhammad VI el Bermejo
(1360-1362). Desde Fez, donde se había refugiado, recuperó el poder con la ayuda de
Pedro I y el apoyo de una parte de la aristocracia nazarí, incluido quien iba a ser su visir
y una de las figuras cumbres de la cultura nazarí, Lisán al-dín Ibn al-Jatib. Muhammad
V supo aprovechar la guerra civil castellana, que terminaría con la entronización de la
dinastía bastarda de los Trastámara, para intervenir al lado de su señor Pedro I, el gran
derrotado, y lanzar atrevidos ataques contra Castilla invocando la Guerra Santa. Fruto
de ello fue la fugaz recuperación de Algeciras, que abandonó tras arrasarla (1369), y la
formalización de una larga tregua (1370-1408) con Enrique II, el vencedor de la guerra
civil castellana. El citado Ibn al-Jatib se contó entre los artífices de una hábil política que
mantuvo la paz con los reinos de Castilla y Aragón, influyó en los asuntos internos de
los benimerines, inició las relaciones con Egipto, puso fin a la autonomía de los «volun-
tarios de la fe», concretó la alianza con Portugal, que no dejaría de tener repercusiones
comerciales como también ocurrió con el nacimiento y desarrollo de la Ractio fructae
controlada, como ya sabemos, por la familia genovesa de los Spinola. Con todo, Ibn al-
Jatib estaba tan dominado por lo que podríamos denominar pesimismo histórico que
recomendaba a sus familiares que no invirtieran en bienes inmuebles, pues pensaba
que tarde o temprano caerían en manos castellanas; consejo que se aplicó a sí mismo
en 1372, año en que se exilió a Marruecos, donde invirtió parte de su fortuna y donde a
los tres años fue asesinado como resultado de una conjura en la que estuvo implicado
su discípulo, el poeta y político Ibn Zamrak.A la muerte de Muhammad V —último emir
que, con el palacio de los Leones, hizo la postrera construcción digna de mención en la
ciudad palatina de la Alhambra— fue sucedido por su hijo Yúsuf II (1391-1392), quien
intentó implantar el derecho de primogenitura. En vano, pues la aristocracia consiguió
entronizar a su segundogénito Muhammad VII (1392-1408) tras recluir a su hermano, el
futuro Yúsuf II (1408-1417), en la fortaleza de Salobreña, que a partir de entonces iba a
convertirse en cárcel regia muy frecuentada. Bajo el gobierno de este último, el emirato
sufrió la pérdida de la ciudad de Antequera, en 1410, y no fue a más porque su conquis-
tador, el infante don Fernando, impulsor de una política agresiva contra Granada, llegó
al poco al trono de Aragón. Aquel revés no quedó sólo en una importante amputación
territorial, sino que puso fin al largo periodo de treguas con Castilla e inauguró otro en el
que volvieron las parias y sus inevitables consecuencias en la división interna del emira-
to, cada vez más aislado internacionalmente. El año de 1419 fue el comienzo de la larga
agonía nazarí. Entonces comenzó la anarquía política que traducía el enfrentamiento de
la aristocracia, dividida en dos bandos o bloques de linajes. De un lado, estaba el partido
que en aquel año sostuvo el golpe de Estado que entronizó a Muhammad IX: liderado
por los Banú al-Sharrach, de él formaban parte también los Banú Kumásha, los Banú
ss. xiii-xv ss. xvi-xviii s. XIX 1898-1936 1936-2000 125

‘Abd al-Barr y los Banú Mufarrich; del otro, el de los Banú al-Amín y los Banú Bannigash,
los cuales hicieron suya la bandera del legitimismo en el nombramiento y sucesión de
los emires. Una sucesión vertiginosa que conoció reinados muy efímeros de apenas me-
ses: Yúsuf IV Ibn al-Mawl, entre enero y abril de 1432; Muhammad X el Cojo, 1445-1446,
Ismá‘il III, 1446-1447, e Ismá‘il IV, 1462-1463; o repetición de gobiernos: Muhammad
VIII el Pequeño, dos veces, 1417-1419 y 1427-1430; Muhammad IX el Zurdo, cuatro,
1419-1427, 1430-1431, 1432-1445 y 1447-1453; Muhammad X el Chiquito, dos veces,
1453-1454 y 1455; y Sa‘d, tres veces, 1454-1455, 1455-1462 y 1463-1464.

Las luchas nobiliarias se explican en el contexto de una economía debilitada por múltiples
circunstancias que incitaba a la aristocracia a manejar los resortes del poder para mantener
sus niveles de ingresos a costa de la sensible disminución que el Patrimonio Real sufrió a
partir del primer tercio del siglo xv. Un contexto, en definitiva, de guerra civil larvada que
estallaría con todas sus formalidades —es decir, con la existencia simultánea de dos sulta-
nes— a raíz de la entronización de Muhammad XII, más conocido como Boabdil, que no
es sino la pronunciación abreviada y dialectal en árabe granadino de Abú ‘Abd Alláh. Su
reinado, que marcaría también el final de al-Andalus, se extendió a lo largo de dos etapas:
una primera, entre 1482 y 1483, en la que disputó el emirato a su padre, Abú l-Hasan ‘Alí
(el Muley Hacén de las crónicas castellanas); y la segunda, entre 1487-1492, durante la
cual rivalizó con su tío, El Zagal o Muhammad XIII, antes de resistir como único sultán la
ofensiva final del reino de Castilla contra el último emirato andalusí. Al entregarlo a los
Reyes Católicos, Boabdil se aseguró una elevada suma de dinero (30.000 castellanos de
oro), el reconocimiento de las propiedades que tanto él como su familia tenían antes de
llegar al trono, una licencia limitada para comerciar en Castilla y en el Magreb, un señorío
hereditario sobre casi toda la Alpujarra, así como la disposición gratuita de dos carracas si
finalmente decidía emprender el camino del destierro, como al final debió hacer.

En una fecha imprecisa de 1492, Boabdil abandonó la capital del fenecido emirato. Lo
hizo acompañado de una carga no exenta de simbolismo: con los restos mortales de
los sultanes que estaban enterrados en el cementerio real de la Alhambra y que depo-
sitó en un pueblo del valle de Lecrín (Mondújar), camino de Laujar de Andarax (hoy
en la provincia de Almería), donde vivió sus últimos días en la península. El destierro
se consumó en octubre de 1493, luego de que, durante el anterior mes de agosto, se
acordaran las últimas capitulaciones para poner precio al señorío alpujarreño y de
que muriera la ex-sultana Moraima, cuyo cuerpo el mismo Boabdil llevó a enterrar al
referido cementerio de Mondújar. Cuando Fernando de Zafra comunicó a los reyes la
noticia de la partida no disimuló su satisfacción: «Pasaron [desde Adra] con la carraca
del Rey 1.130 ánimas, todas suyas y de su madre y hermanos y alcaides y criados, de
Granada; que cierto yo me huelgo más de velles allende que no que estén aquende».
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Los autores

Manuel Peña Díaz es Profesor Titular de Historia Moderna en la Universidad de


Córdoba y director de la revista Andalucía en la Historia. Sus investigaciones se han
centrado en la historia de la vida cotidiana de los siglos XVI al XVIII, del libro, la
lectura y la censura inquisitorial. Entre sus publicaciones más recientes destacan La
vida cotidiana en la época moderna: disciplinas y rechazos (2010), Andalucía: Inquisición
y Varia Historia (2012) y la coordinación de las obras colectivas Las Españas que (no)
pudieron ser. Herejías, exilios y otras conciencias (siglos XVI-XX) (2009) y La vida coti-
diana en el Mundo Hispánico (siglos XVI-XVIII) (2012).

José Luis Sanchidrián Torti es Profesor Titular de Prehistoria en la Universi-


dad de Córdoba, se ha especializado en arqueología subterránea, arte prehistórico
y en el estudio de las sociedades del Pleistoceno Superior. Entre sus publicaciones
más recientes sobresalen Manual de arte prehistórico (2009, 4.ª ed.), The Upper Paleoli-
thic Rock Art of Iberia (2007), Nouvelles découvertes d’art paléolithique dans le sud et l’est
de l’Espagne (2006) y es director del Proyecto General de Investigación Interdiscipli-
nar Aplicada Cueva de Nerja (2008-2013).

José Fernández Ubiña es Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de


Granada. Visiting Scholar en las Universidades de Cambridge, Keele y Oxford (Reino
Unido) y de Harvard (Cambridge, Mass.). Especializado en Historiografía, Antigüedad
Tardía y Cristianismo Primitivo, entre sus últimas obras cabe recordar Cristianos y mi-
litares. La Iglesia antigua ante el ejército y la guerra (Editorial Universidad de Granada,
2000). Historia del Cristianismo I. El Mundo Antiguo (Editorial Trotta, Madrid 2011, 4ª
edición) y The Role of the Bishop. Conflict and Compromise in Late Antiquity (Blooms-
bury, Bristol, 2012). Es Investigador responsable del Grupo de Investigación Paganos,
Judíos y Cristianos en la Antigüedad (Junta de Andalucía, HUM 178) e Investigador
principal del Proyecto Diversidad cultural, paz y resolución de conflictos en el cristianis-
mo antiguo, patrocinado por el Ministerio de Economía y Competitividad y el FEDER
(Fondo Europeo de Desarrollo Regional).
350 Breve historia de Andalucía

Rafael G. Peinado Santaella, Catedrático de Historia Medieval en la Universidad


de Granada, ha centrado su investigación en las postrimerías del emirato nazarí y en
los inicios del dominio castellano en lo que fue el último espacio de al-Andalus. De su
extensa producción bibliográfica cabe destacar sus tres últimos libros: Aristócratas na-
zaríes y principales castellanos (2008); Los inicios de la resistencia musulmana en el reino
de Granada (1490-1515); y «Como disfrutan los vencedores cuando se reparten el botín»:
El reino de Granada tras la conquista castellana (1483-1526) (2011).

Manuel García Fernández es Catedrático de Historia Medieval y Director del


Departamento de Historia Medieval y Ciencias y Técnicas Historiográficas en la Fa-
cultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla. Sus líneas de investigación
preferente se centran en el estudio de la Andalucía cristiana del valle del Guadalquivir,
especialmente en el análisis de las sociedades y las instituciones de poder y gobierno
en la Frontera de Granada y el Estrecho de Gibraltar durante los siglos XIII, XIV y XV,
con especial interés en el reinado de Alfonso XI (1312-1350). Los últimos trabajos de
investigación publicados más relevantes son: La Campiña Sevillana y la Frontera de
Granada, siglos XIII-XV. Estudios sobre poblaciones de la Banda Morisca. (2005); Portu-
gal. Aragón. Castilla. Alianzas dinásticas y relaciones diplomáticas, 1297-1357 (2008).

María Antonia Peña Guerrero es Catedrática de Historia Contemporánea de la


Universidad de Huelva. Su trayectoria investigadora se inició con el análisis del siste-
ma político de la Restauración y sus fundamentos clientelares. Últimamente, su traba-
jo se ha orientado, entre otros temas, hacia el estudio de la legislación electoral y los
mecanismos de representación política en Europa y América durante el siglo XIX.

Cristóbal García García es Profesor Titular de Historia y Director del Departa-


mento de Historia II en la Universidad de Huelva. Ha centrado sus investigaciones en
los estudios sobre la II República en Andalucía y más concretamente en Huelva, tema
sobre el que trató su Tesis Doctoral que obtuvo el Premio Díaz Hierro del año 2000.
Más recientemente participa en proyectos de investigación sobre la represión econó-
mica, la masonería y el exilio republicano andaluz.

Encarnación Lemus López es Catedrática de Historia Contemporánea en la Uni-


versidad de Huelva (España). Ha publicado diversos trabajos sobre la transición espa-
ñola y su dimensión externa, como En Hamelín... la transición más allá de las fronteras
(Oviedo, Septem Ediciones, 2001).

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