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Témpano

Mario Benedetti (Uruguay)

No sabía de dónde venía el frío. No estamos en invierno, pensó. Sin embargo, las manos
se le habían vuelto rígidas, las rodillas le temblaban, el alma no era alma sino témpano.
Se recostó en el muro, que le pareció excesivamente rugoso. Quería reflexionar,
refugiarse por un rato en la cordura, sacar cuentas, imaginar con serenidad.
Aún no estaba en condiciones de asimilar ni de borrar la imagen de su Viejo muerto.
Durante el último mes que el enfermo pasó en el sanatorio, Fermín fue a verlo, pero
sobre todo a escucharlo. Nunca el Viejo le había dedicado tanto tiempo ni le había
hablado con tanta franqueza.
-A tu madre la quise de veras pero no siempre le fui fiel. Esa doblez me provocaba
amargura y hasta pesadillas. ¿Qué me pasaba? Que yo a veces me aburría de mi propio
estilo de amar. Por otra parte, me parecía que ella, de tan ingenua, no era capaz de
albergar celos o meras sospechas. Precisamente esa calma no me gustaba. ¿Por qué?
Porque en el fondo quizá significara (al menos, eso creía) que no me juzgaba lo
suficientemente atractivo como para provocar la atracción de otras mujeres. De mis
varias relaciones clandestinas, la más prolongada fue la que mantuve con Amelia. ¿Te
acordás de ella?
Fermín se acordaba, pero le dijo que no. No quería darle ese gusto. No quería que
Amelia fuera el nombre de una triste deslealtad a su madre, cuando ella aún vivía,
rozagante y vital. Que después, en su etapa de viudo alegre, tuviera sus amoríos,
devaneos y chifladuras, no le afectaba. Allá él con su frivolidad.
En esta última visita, Fermín encontró al Viejo especialmente desmejorado. Balbuceaba,
tartamudeaba, tenía dificultad para respirar. No obstante, llegó un momento en que se
sobrepuso a sus señales de agonizante y retomó el hilo de sus testimonios.
-Bueno, después de todo no era tan ingenua. Me consta que en verdad yo me lo merecía,
pero nunca imaginé que ella, nada menos que ella, me fuera infiel, me hiciera cornudo
con no sé qué cretino. Quizá vos ignores que en sus relaciones conmigo nunca
consiguió quedar encinta, que era una de las metas de su vida. Pero con el cretino, sí
quedó.
Ante esa revelación de última hora, Fermín quedó anonadado, vacío de toda piedad. Y
entonces fue él quien balbuceó:
-O sea que yo...
-O sea que vos (ya era hora de que te enteraras) no sos mi hijo.
El Viejo ya casi no podía hablar y Fermín se había arrollado en sí mismo.
-¿Me podrías decir, como último favor, quién es entonces mi padre verdadero?
-Puedo y quiero decírtelo. Es mi póstumo desquite. Pero acércate un poco más. Ya casi
no tengo voz. Tu padre, o sea el cretino que preñó a tu madre, es... o fue...
Fermín no podía creerlo, pero la revelación quedó poco menos que arrugada, en un
hueco del último estertor.
Y fue allí que Fermín empezó su invierno, fue allí que supo que su alma no era alma
sino témpano.

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