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9.

El Antiguo Testamento

Los relatos de los orígenes y toda la literatura histórica recogen, de formas


diversas, el compromiso entre Dios y su pueblo, expresado en las
categorías de elección, promesa y alianza. La Ley supone un modo
específico de concretar esa relación. La literatura profética interpreta
constantemente la historia desde el proyecto de Dios, mientras que la
literatura sapiencial ofrece una visión creyente del mundo y una
orientación ante los grandes problemas de la existencia humana.

1. Introducción

La clasificación del Antiguo Testamento se puede establecer de diversas


maneras. La Biblia judía presenta tres partes claramente diferenciadas: la Ley
(Torá), los Profetas (Nebiim) y los (otros) Escritos (Ketubim). La Ley contiene
cinco libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio (se
denomina también Pentateuco, un término griego que significa “cinco libros
[o ‘estuches’ donde se guardan los libros]”). El apartado de los Profetas se
divide en dos secciones: los Profetas anteriores o primeros (Josué, Jueces, 1-
2 Samuel y 1-2 Reyes; se supone que están escritos por figuras proféticas o
atribuidos a ellas) y los posteriores o segundos (Isaías, Jeremías, Ezequiel y
los doce profetas menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas,
Nahún, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías). Finalmente, los
Escritos incluyen un conjunto variado de libros: Salmos, Lamentaciones,
Cantar de los Cantares, Job, Proverbios, Eclesiastés (o Qohélet), Daniel, 1-2
Crónicas, Esdras, Nehemías, Rut y Ester.

Como se puede apreciar, ya en los Profetas se observa una clara distinción


entre los anteriores (de tenor narrativo) y los posteriores (puramente
proféticos). En los Escritos encontramos libros de género muy diverso:
nítidamente poéticos (Sal, Lam, Cant), sapienciales (Job, Prov, Ecle),
apocalípticos (Dn), historiográficos (1-2 Cr, Esd, Neh) y narrativos (Rut, Est).
En realidad, los Escritos es una especie de cajón de sastre que sirve para
recoger los libros santos que no entran ni en la Ley ni en los Profetas.

La estructuración cristiana (y en especial católica) del Antiguo Testamento se


diferencia de la judía. Así encontramos: Pentateuco [Gn, Ex, Lv, Nm, Dt],
Libros históricos (Historia deuteronomista [Jos, Jue, 1-2 Sam, 1-2 Re], Historia
cronista [1-2 Cr, Esd, Neh] y libros de los Macabeos), Libros proféticos (Is, Jr,
Ez, Dn y los doce profetas menores, más Baruc), Libros sapienciales (Prov,
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Job, Ecle, más Eclesiástico [o Sirácida] y Sabiduría), Libros poéticos (Sal, Lam,
Cant) y Libros narrativos (Rut, Est, más Judit y Tobías). Como se ve, en esta
relación ya están incluidos los libros que quedaron fuera del canon judío y
protestante, pero no del católico (que siguió la antigua lista de la Biblia griega
de los LXX).

Partimos de la base, de que las grandes composiciones bíblicas, tal como las
conocemos hoy (Pentateuco, Historia deuteronomista, corpus profético,
etc.), surgen fundamentalmente en la época del exilio o en fecha posterior,
precisamente como respuesta a esa enorme crisis y a la situación de
precariedad en la que quedó la comunidad judía postexílica. Es en este
momento cuando la comunidad o sus dirigentes echan mano de tradiciones
antiguas o recientes, las adaptan a su momento y las ofrecen como
respuesta que se da desde una fe probada a una situación difícil.

2. Los relatos de los orígenes y toda la literatura histórica recogen, de formas


diversas, el compromiso entre Dios y su pueblo, expresado en las categorías de
elección, promesa y alianza.

Entre los grandes temas veterotestamentarios sin duda se encuentra la


Alianza. La alianza es un concepto tomado del mundo jurídico,
especialmente del de los tratados internacionales en los que un rey vasallo
prestaba juramento de lealtad a un rey soberano, que a su vez se
comprometía a ayudar a aquél. Conocemos algunos de esos tratados del
siglo VIII, en época asiria (y algunos anteriores, del ámbito hitita, siglo XIV),
estructurados en las siguientes partes: títulos del rey soberano, prólogo
histórico (en donde se recuerda la historia pasada entre los firmantes del
pacto, en especial los beneficios que el vasallo recibió del soberano),
declaración básica (la fórmula de la alianza), consecuencias legales (las
cláusulas del pacto), apelación a testigos (normalmente los respectivos
dioses de ambas partes) y bendiciones y maldiciones (las primeras si se
cumple el pacto, las segundas si se viola).

Muchos autores han puesto de relieve que el libro del Deuteronomio estaría
estructurado a modo de un tratado de vasallaje entre Dios y el pueblo,
observando casi rigurosamente esas diversas partes del tratado que
acabamos de describir. Incluso se puede decir que todo el Pentateuco, en su
forma actual, está marcado fuertemente por la Alianza del Sinaí, una alianza
entre dos partes desiguales: Dios y el pueblo. En todo caso, lo cierto es que
la idea de que Dios ofrece un pacto a Israel (“Yo seré vuestro Dios y vosotros

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seréis mi pueblo”) constituye una línea de fuerza en el Antiguo Testamento.
Incluso podría dar razón de esa relación aún no completamente aclarada
entre ley y relato que mencionábamos más arriba. Así, las leyes bíblicas en
su conjunto (independientemente de su diversa procedencia y época)
podrían ser interpretadas como las cláusulas de ese pacto que Dios ofrece a
su pueblo; unas leyes que, según el esquema del Decálogo (Ex 20), se
repartirían en dos “tablas”, es decir, las leyes que regulan las relaciones de
los hombres con Dios y las que regulan las relaciones de los seres humanos
entre sí. La predicación profética se hará eco justamente de estas exigencias:
la fidelidad a la Alianza incluye el respeto por las relaciones con Dios
(prohibición de la idolatría, de hacerse imágenes de Dios y mandato de
guardar el sábado como día consagrado a Yahvé) y el respeto por las
relaciones humanas para poder constituir así cabalmente pueblo de Dios (no
robar, no matar, no cometer adulterio, no mentir, etc.).

Un caso singular de Alianza, arraigado históricamente en la monarquía del


reino de Judá, lo constituye la convicción de un pacto eterno entre Dios y el
soberano judaíta. El texto en el que se basa esta convicción se encuentra en
el oráculo de Natán de 2 Sam 7, donde Dios anuncia por boca del profeta:
“Yo seré para él padre y él será para mí hijo” (obsérvese el parecido con la
fórmula clásica de la Alianza). Esta alianza con David y su descendencia (el
“hijo de David”) es la base sobre la que se erigirá en el Antiguo Testamento
una tradición que luego conocerá grandes desarrollos (en la propia Biblia y
en otros libros del judaísmo que quedaron fuera del canon). Nos referimos
a la espera mesiánica.

Pero en el Antiguo Testamento también existen ejemplos de otro tipo de


alianzas algo diferentes de las que tienen como modelo los tratados de
vasallaje (como es la del Sinaí), por ejemplo, la que Dios establece con Noé
(Gn 9) o con Abrahán (Gn 15 y 17). La principal diferencia radica en el hecho
de que en estas alianzas no figura contrapartida alguna por parte del ser
humano, es decir, sólo hay un compromiso unilateral de Dios. Por eso se
suele hablar más bien de promesa. Dios se compromete con su pueblo,
especialmente en la figura de Abrahán, a hacer de él una nación numerosa
y a darle una tierra en la que poder habitar. Así, tierra y descendencia, junto
con la prosperidad, serán las expresiones fundamentales de la bendición
divina. Pero hay que notar que, literariamente, el Pentateuco termina su
relato sin ver cumplida la promesa de la tierra, es decir, antes de entrar en
Canaán y conquistar la tierra. También el carácter de pueblo es limitado: sin
una tierra, sin templo, sin monarquía. Esta peculiaridad narrativa causó

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mucha confusión entre los intérpretes, de ahí que se planteara la existencia
de un Hexateuco para incorporar la conquista de la tierra. Pero esta
propuesta demuestra que no se ha entendido el mensaje del Pentateuco.
Literariamente, si el relato finalizara con la posesión de la tierra la
experiencia histórica de las generaciones sucesivas (especialmente la
generación que dio origen al relato) no hubiera podido identificar su
situación social con el texto. Al quedar en el horizonte la expectativa del
cumplimiento de la promesa de la tierra se alienta la fe y la esperanza de
cada generación por ver cumplida la promesa. Pero, además,
teológicamente, nos está hablando de que la promesa divina va más allá de
la posesión material de la tierra y que la promesa es un don inatrapable (Gn
22).

Evidentemente, tanto en el tema de la alianza como en el de la promesa


subyace la idea de elección, según la cual Dios habría escogido a Israel (para
hacer un pacto con él o para hacer de él una nación numerosa) entre todos
los pueblos del mundo: “Cuando el Altísimo repartió las naciones, cuando
distribuyó a los hijos de Adán, fijó las fronteras de los pueblos según el
número de los hijos de Dios; más la porción de Yahvé fue su pueblo, Jacob
su parte de heredad” (Dt 32,8-9). La tentación permanente de Israel será la
de utilizar esta elección divina en su propio beneficio y en confrontación con
los otros pueblos, sin considerar que esta elección se produce por puro
amor, es decir, sin mérito alguno por parte de Israel, y con vistas a ser “luz
de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra”
(como se le dice al Siervo de Isaías [49,6], figura de Israel).

3. La Ley supone un modo específico de concretar esa relación.

La respuesta a la acción liberadora de Yahvé que ha quedado sellada por la


alianza se describe en las leyes, que son presentadas como don. Se
reconocen cuatro cuerpos legales: el Código de la Alianza (Ex 20,22-23,19),
el Código Deuteronómico (Dt 12-26), el Código de Santidad (Lv 17-26) y el
Código Sacerdotal (Ex 12-13; 25-37; Lev 1-7; 27; y Números). A estos habría
que añadir las dos versiones del Decálogo (Ex 20,1-17; Dt 5,1-22).

Debido a su importancia y centralidad en el Pentateuco y en la vida de Israel,


se comprende fácilmente que la ley sea el punto de referencia obligado a lo
largo del Antiguo Testamento. En la literatura profética la opresión y la
ausencia de libertad es consecuencia de olvidar o no abrazar la ley. Se
reclama justicia y se denuncia la violencia porque “desecharon la Ley de

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Yahvé” (Is 5,24). La teología del Antiguo Testamento asumirá que el
cumplimiento de las normativas que surgen de los textos legales es la mejor
manera de honrar a Dios y de responder a sus bendiciones.

4. La literatura profética interpreta constantemente la historia desde el


proyecto de Dios…

La profecía en Israel data de la época monárquica. Los primeros profetas


empiezan siendo una especie de consejeros de los reyes, como Natán,
intermediarios con el mundo divino. En este sentido, los primeros profetas
bíblicos (de los que conocemos sus nombres, pero no tienen libros proféticos
homónimos: Elías, Eliseo, Samuel, etc.) se parecen a otras figuras que
conocemos por la literatura del mundo circundante, especialmente
Mesopotamia, Siria y Egipto.

La época dorada de la profecía bíblica, la de los “profetas escritores” (es


decir, con libro que lleva su nombre y que ciertamente recoge sus oráculos),
comienza con los profetas del siglo VIII (Amós, Oseas, Miqueas e Isaías), se
prolonga en el VII (Nahún, Sofonías, Habacuc, Jeremías y Ezequiel; estos dos
últimos entran ya en el siglo VI), y acaba en el VI y V (Ageo, Zacarías,
Malaquías, Abdías y Joel; el libro de Jonás, en realidad una narración, puede
datar del siglo III). Los oráculos de los profetas fueron conservados por sus
seguidores y “editados” en algún caso muchos años más tarde (dando la
posibilidad de “actualizarlos” según las nuevas circunstancias).

En general, la característica más destacada de los profetas es su relación


personal con Dios, lo cual les hace ser especialmente sensibles a las
exigencias de la Alianza. De ahí su insistencia en la denuncia de los aspectos
negativos (idolatría, injusticia, culto vacío) y el anuncio de juicio (si las cosas
no cambian) o de un futuro de salvación (si se produce el cambio de
conducta, la conversión). La caricaturización del profeta como mero adivino
o vidente procede de una mala comprensión de la preposición que incluye
el nombre “pro-feta”, entendida exclusivamente en sentido temporal:
hablar “antes de” que ocurra algo, adivinar. En realidad, en la Biblia tienen
mucho más peso las otras acepciones de la preposición “pro”: hablar “en
lugar de [Dios]” (los profetas nunca se presentan con una palabra propia,
sino que introducen sus oráculos con fórmulas estereotipadas: “Así dice el
Señor”, “oráculo del Señor”) y “ante [el rey o el pueblo]”, es decir, proclamar.

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5… mientras que la literatura sapiencial ofrece una visión creyente del mundo
y una orientación ante los grandes problemas de la existencia humana.

Los Libros sapienciales (tres en el canon judío: Prov, Job, Ecle; cinco en el
católico: éstos mismos más Eclo y Sab) son relativamente homogéneos en
cuanto a su género literario, pero muy diversos en cuanto a su fecha de
composición. Así, Job puede datar del siglo V; Proverbios está compuesto por
materiales que van desde el siglo VIII al III; Eclesiastés suele fecharse en el
siglo III; Eclesiástico es del siglo II (en torno al 132 a. C.), y Sabiduría quizá del
año 50 a. C.

La literatura sapiencial se caracteriza por partir de la experiencia y de la


reflexión humana. La sabiduría ha sido definida como “oferta de sensatez”
(L. Alonso Schökel): unas enseñanzas que se ofrecen para caminar por la vida
de forma prudente y tener éxito, basándose en las experiencias de los que
nos han precedido por ese mismo camino (lo contrario de la sabiduría es la
necedad o la locura). En contexto bíblico (y semita en general), ser sabio no
es tanto conocer muchas cosas cuanto saber por experiencia. (Por eso, por
una parte, son los ancianos los que son considerados como sabios, y, por
otra, el verbo “conocer” en hebreo es yadá, el mismo que se emplea para
designar las relaciones sexuales.) No es una casualidad que “saber” y “sabor”
sean términos emparentados.

En cuanto a su forma literaria, la literatura sapiencial destaca por el empleo


del masal, una forma literaria diversa que incluye desde el refrán o el
proverbio hasta el poema didáctico o el numérico, el acertijo, etc. Por lo que
respecta a sus temas, son universales: el mal, el sufrimiento, la felicidad, el
sentido de la vida, etc. ¿Y Dios? Para la sabiduría, Dios está más acá y más
allá de la sabiduría humana, es su principio y su límite.

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