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CONTENIDO
Prefacio
La esencia del arte
La tragedia y su origen
Filosofía de la risa
Artes vivas y artes muertas
La profanación del arte
El relativismo en el arte
El Hombre Común en el arte
El símbolo y la metáfora
La música .
Qué es la belleza
La catarsis
El esoterismo en el cine norteamericano
Epílogo
Anexo: qué entiendo hoy por arte
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imaginatio est hominis astrum
la imaginación es la dimensión
astral del ser humano
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Prólogo a la nueva edición
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Prefacio
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La esencia del arte
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como la creación de un dios perfecto y santo, no tendrá su arte la
misma finalidad que en aquella que contempla al universo como
increado, sin causa ni gobierno, sin principio ni fin. Así, para un
Pitágoras o un Platón, el arte tendrá por fin descubrirnos la belleza
y armonía del mundo inteligible, mientras que en una religión
pesimista la finalidad será develar la naturaleza efímera, ilusoria y
dolorosa del mundo y la existencia.
Sólo dentro de una coyuntura religiosa creacionista es posible
que el arte tuviera a la belleza por finalidad. Desde luego no se
trataría de la belleza en un sentido esteticista, sino más bien de una
esfera teofánica relativa a la armonía cósmica.
Las teorías esteticistas, o sea, la de quienes consideran que la
razón de ser del arte es el “goce estético” o la belleza, son
definitivamente superficiales. En cualquier templo antiguo o
catedral puede uno advertir que hay mucho más que simplemente
majestuosidad o belleza o proporción. Hay toda una significación
abstracta, simbólica, metafísica, que descalifica todas esas ideas que
no ven en el arte más que un nutriente estético. Solamente una
mirada trivial o ignorante contempla la complejidad de esas obras
como meros motivos decorativos y ornamentales. He ahí la madre
del culto al adorno y a lo pintoresco. Las más grandiosas obras
artísticas no fueron concebidas para satisfacer un hedonismo
estético ni nada que se le parezca. La arquitectura tiene por finalidad
situar al hombre en una realidad casi siempre no visible, y
generalmente oculta. Por supuesto que todo dependerá — como ya
he explicado— de la cosmovisión religiosa respectiva.
La armonía es el orden inmutable que subyace a todas las cosas.
Cada visión religiosa o filosófica tendrá de la armonía una
concepción diferente. Para un Pitágoras o un Platón, naturalmente
que ese orden será identificado al matemático y geométrico sistema
astral en el que una inteligencia divina gobernante se manifiesta. El
arte en este caso va a tener por fin la recreación de ese orden en la
dimensión temporal (por ej., la música) y en el orden espacial
(arquitectura, pintura, etc.), es decir: en esa esfera en la que el rigor
simétrico de la lógica divina permanece inmanifestado. Se trata de
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hacer visible lo no visible, de hacer presente lo que parece estar
ausente.
Pero la armonía no debe continuar siendo una idea interpretada
en sentido apolíneo. La armonía es un concepto ya antiguamente
expropiado y monopolizado por Apolo; armonía ha sido desde
entonces asociada exclusivamente a la simetría, a la racionalidad, a
la música y a las proporciones lógico-matemáticas. Pero hay una
concepción tanto o más antigua de la misma que está desprovista
por entero de evocaciones teológicas o metafísicas, estéticas o
morales. Ése es el orden al que aluden los antiguos físicos griegos:
el orden cíclico en el que no interviene ya ninguna inteligencia ni
lógica sino la necesidad, la unión y la oposición, la integración y la
discordia. Es lamentable que el arte haya sido restringido a pintura
y escultura. Es otra señal de una progresiva decadencia, y por encima
de todo, de una absoluta y definitiva pérdida de la esencia del arte.
Una y otra son aleatorias a un arte que es la arquitectura, que
desgraciadamente es considerada no más que como técnica para la
edificación, subordinada en el mejor de los casos a parámetros
estéticos.
El objeto de la arquitectura es la recreación en el espacio de otra
dimensión de lo real. Entrar antiguamente en un templo era entrar
en otra dimensión, o mejor dicho, desde la perspectiva adecuada,
era entrar en la realidad, acceder a ella. La pintura y la escultura
secundaban esa finalidad. Se ha notado en catedrales góticas la
recreación de un bosque, y en mezquitas la de un desierto.
En cualquier caso, se trata de la dimensión sensorial elevada a
otra realidad no visible. La interioridad se descubre en la
exterioridad, recreada en el espacio por la arquitectura. Lo que el
hombre no puede buscar adentro, lo encuentra de este modo afuera.
La música, el sahumerio, el acondicionamiento escénico y la
ambientación, también contribuyen a la apertura de esa dimensión
del espíritu. El templo, y la arquitectura en general, nunca se opuso
originariamente a la naturaleza: se sirve de sus formas y de su orden
para trascender esta dimensión de la realidad. Esto es: el símbolo y
la abstracción no se tragan a las formas ni las vacían de sus potencias
y poderes. Lo mismo a la hora de la edificación de centros
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iniciáticos: pasajes, túneles, laberintos, que reproducen el itinerario
existencial que atravesó el héroe o figura divina, y la experiencia
mistérica por la que ahora ha de pasar el neófito; claustro,
aislamiento, oscuridad, pavor, inducen al espíritu en las profun-
didades del abismo en el que deben entrar, allí donde ha de
enfrentarse con la muerte y la nada.
Dejando esto de lado, también es frecuente encontrarse con
teorías que sostienen que el arte tiene una finalidad mimética o
imitativa. Se afirma, más precisamente, que en esencia consiste en
una mimesis o imitación de la naturaleza. ¿Pero eso es el arte? ¿se
trata de una imitación por la imitación misma, o en todo caso, de
una imitación necesaria y funcional a un “algo más”?
Es un error considerar que el arte tiene por fin la imitación o
mimesis. Ahora bien: muy diferente sería si contemplásemos la
finalidad del arte como la recreación de la esencia de un objeto o de
una realidad, de una esencia que sólo es capaz de captar y recrear el
artista. Pero acá reaparece la cuestión anterior: ¿cuál es el fin de la
recreación? Imitar, recrear: ¿para qué?
Hasta aquí queda de manifiesto que es un despropósito relegar a
las artes a una misión imitativa o armonizadora. La imitación y la
armonía son sin lugar a dudas parámetros orgánicos a otra finalidad,
pero no constituyen la finalidad misma.
No es en la τέχνη sino en la ποίησις donde debe rastrearse la
esencia del arte.
Heidegger, quien merece ser tomado en cuenta en lo relativo a
esta cuestión, no tiene tampoco un claro conocimiento de lo que es
el arte: está atrapado en la idea tradicional y moderna, esa misma que
se limita a pintura, escultura y “utensilio”. “La palabra τέχνη nombra
más bien un modo de saber. Saber significa haber visto, en el sentido más amplio
de ver, que quiere decir captar lo presente como tal. Según el pensamiento griego,
la esencia del saber reside en la αλήθεια, es decir, en el descubrimiento de lo
ente. Ella es la que sostiene y guía toda relación con lo ente. Así pues, como
saber experimentado de los griegos, la τέχνη es una manera de traer delante lo
ente, en la medida en que saca a lo presente como tal fuera del ocultamiento y
lo conduce dentro del desocultamiento de su aspecto; τέχνη nunca significa
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actividad de un hacer.” 1 Pero esta manera de concebir el arte consiste
en el error de buscar en la τέχνη —y no en la ποίησις— la verdad
del arte, lo cual implica la restricción recién señalada de las artes a
pintura y escultura. Τέχνη es remisión al trato de las formas, al cómo,
mientras que ποίησις remite a la esencia, a la motivación y finalidad,
al qué, al ser de la obra. Ese divorcio, que con el tiempo termina en
el abandono de lo esencial y en la entronización de lo formal, es lo
que explica el culto a lo estético y, con el paso del tiempo, esa
proliferación de fenómenos degenerados como el naturalismo y el
simbolismo en las artes narrativas, así como todos los movimientos
y “vanguardias” que aparecieron en los últimos siglos, en particular
en lo que respecta a la pintura y la arquitectura. O sea: el culto a los
lenguajes, a las técnicas y a las formas. La poesía es el arte primordial.
Todo lo demás —teatro, pintura, escultura, arquitectura, literatura y
música— es posterior. Claro está que originalmente el poeta no era
esa figura sentimental que se dedica a expresar el aroma de las flores,
el color de la boca de su mujer deseada o su nostalgia por el patio
donde jugó de niño. De la misma manera, poesía no era tampoco
mera inscripción en versos. Ni siquiera era inscripción, porque la
escritura no es esencial a ningún arte excepto la novela —aunque
también esto último podría ponerse en duda.
Una gran hipocresía de nuestro tiempo es esa sugestión ridícula
de muchos “intelectuales” frente a lo que llaman “la cultura de la
imagen”, que es correlativo a esa absurda y necia promoción
totalizante de la lectura, como si el simple acto de leer hiciera sabios
o menos idiotas a los hombres, o como si el mero hecho de que una
cosa esté escrita implicase que es más importante, valiosa y profunda
que aquellas que vemos o escuchamos en un auditorio, por una radio
o por un televisor. La escritura no es más que un medio de
trasmisión de sonidos, porque las palabras no son para ser vistas
sino para ser oídas. Se descuida aparte que nadie puede saber escribir
si no sabe hablar, y que nadie que no sepa escuchar puede saber leer.
Cuadernos, bolígrafos, carpetas, pizarrones, manuales, “trabajos
1
Caminos de bosque, Martin Heidegger, Alianza Ed.
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prácticos” y una indigestión de fotocopias y libros, hacen que esa
maquinaria de atrofiamiento mental —a saber: la Educación— sea
aún más efectiva.
Decir poíesis era decir arte y mucho más que arte. Himnos y
escrituras sagradas, epopeyas y tragedias: eso era la poesía —la
poesía era sagrada matriz de todo eso. El poeta se eleva a un status
divino: creador y revelador, y portador asimismo de tesoros y de
accesos a realidades superiores u ocultas.
Poíesis es creación de lo increado: increado en el sentido de que
no contamos con experiencias o con lugares comunes para poder
expresarla, o sea, palabras o ideas o imágenes que remiten a su vez
a objetos o experiencias o realidades compartidas, y he ahí la
necesidad creadora: el creador no inventa palabras ni lenguajes ni
signos, ni nuevas figuras que sólo él entiende, sino que se sirve de
los códigos corrientes, sublimados por él como instrumentos y
referencias que surquen el camino, que abran paso a esa otra
realidad, que aproximen como peldaños a esa otra experiencia.
Poíesis es la creación, o recreación, que abre un umbral en el orbe de
lo sensible a realidades divinas, humanas o naturales, existenciales o
metafísicas, que permanecen invisibles y desconocidas, vedadas o
ignoradas.
La inspiración artística no depende del hombre. A lo sumo, lo
único que se puede hacer es propiciar su advenimiento. Es como el
sueño: uno no decide dormirse, sino que se predispone para que el
sueño lo invada (silencio, oscuridad, relajación, entrega). Pero, por
otro lado, todo será en vano si no hay cansancio. De igual modo
ocurre con el arte: no habrá inspiración sin necesidad.
Esto es determinante a la hora de comprender la pobreza artística
de la mayoría de las obras de nuestro tiempo. Poco o nada es lo que
tienen para contar, para expresar o para recrear. Si la realidad se
reduce a diarios y revistas, o a las cuestiones y desafíos que plantea
la cotidianeidad, o las problemáticas sociales de los últimos cien o
doscientos años, es inevitable que las artes queden atrapadas en la
asfixiante mediocridad que nos depara esa reducción.
Entonces, la alternativa a esta realidad tan estrechada será lo
irracional y lo surreal. O sea: artes provistas exclusivamente de
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sentido social, sentimental o costumbrista, y artes directamente
desprovistas de sentido.
Vivimos rodeados de misterios y cosas que desconocemos,
desconociendo desconocerlas; eso hace que nuestro mundo y
nuestra realidad sea incomparablemente más limitada de lo que era
para los hombres de ese tiempo en el que se creía que más allá del
mar y del otro lado de aquella montaña no había más nada y se
terminaba el mundo.
No hay nada tan contrario a la honda inspiración que las
pretensiones de originalidad. Porque todas las obras maestras son
un elaborado plagio de otras obras maestras, en las que el artista
descubrió su inspiración. La originación de la obra de arte es en un
principio la recreación de algo ya creado y la absorción de ese
espíritu creador inmanente en la obra. El artista se descubre y se
desarrolla como tal en la imitación, de forma similar a como aprende
a hablar un niño. Por eso hubo muchos grandes sabios y artistas,
como Dante, Shakespeare, Leonardo da Vinci, que nunca han
pasado por ninguna academia o universidad — y otros en los que
esa experiencia no les ha dejado nada demasiado importante—,
porque su única escuela fue la contemplación de las obras de otros
grandes sabios o artistas.
Lo que afirmo se encuentra en plena concordancia con la
opinión de Demócrito, quien asimismo, en lo concerniente a la
necesidad imprescindible para la creación artística, más preci-
samente poética, dijo que no es posible ser un gran poeta si no hay
algo que queme el alma y sin una ráfaga de locura.
Desde ya que esa locura nada tiene que ver con esas rebuscadas
manifestaciones extravagantes y excéntricas con las que suele
sustituirse la falta de audacia y la carencia de creatividad. También
dice que al ignorante le son inaccesibles el arte y la sabiduría, lo cual
debería ser interpretado a la luz de esa sentencia de Empédocles, en
la que declara que quien busca un sabio jamás lo podrá encontrar si
no es un sabio él mismo. Así solamente podría ser una gran obra
descubierta como tal y apreciada en plenitud: en presencia de lo
semejante: similis simili gaudet.
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Se suele decir que los héroes y los hombres de genio son
“incomprendidos de su tiempo” y que sólo se les reconocerá su
merecido valor mucho después.
Pero esto es falso: el tiempo no sensibiliza ni hace madurar a los
hombres ni a una sociedad; lo que hace el tiempo es enfriar y
erosionar todos los elementos y facetas incómodas, odiosas o
amenazantes que un personaje o una obra representa, hasta
suavizarlo, adulterarlo, de forma tal que a todo el mundo le resulte
inofensivo, valioso y agradable. Si Jesús reapareciera lo volverían a
matar; en otro orden de cosas, si Borges no hubiese sido reconocido
y premiado en Europa hubiera permanecido en la sombra de la
intrascendencia hasta su muerte; como el gran poeta Tirso de
Molina, olvidado antes que nadie por los propios españoles. No fue
más generosa la suerte de genios del arte como Melville que sólo
más de ochenta años después de su muerte fue en su país reconocido
o al menos descubierto, o la de Giovanni Papini, poco menos que
ignorado por todo el “mundo de las letras” hasta hoy.
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La tragedia y su origen
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Que en esencia la tragedia nada tenga que ver con lo dionisíaco tal como lo
conocemos, y que sin embargo los antiguos vieran en el culto a Dionisio el remoto
origen de la tragedia, se explica por el hecho de que muy antiguamente, previo al
proceso de profanación y subversión del culto, Dionisio no era otro que el
nombre que los griegos —herederos directos de Egipto— le dieron a Osiris. Hay
por lo tanto un Dionisio primitivo (Osiris) y un “Dionisio dionisíaco”, que es no
solamente el que conocieron Hölderlin y Nietzsche, sino también Aristóteles,
Eurípides y sus contemporáneos.
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divino o heroico. Recordemos que Jesucristo —que también es el
héroe de una tragedia, en este caso el Evangelio— es el Cordero
Inmolado —como Buda es la Liebre Inmolada.
Pero la recreación de este sacrificio, la tragedia, no posee
solamente el sentido de una consagración, sino además el de una
purificación o expiación, es decir: la catarsis.
Aquí, la catarsis se produce por el hecho de que, en primer lugar,
los sufrimientos del héroe son tan grandes, tan atroces, que es como
si cargara en su espalda con todos los sufrimientos del mundo (y no
con todos los “pecados” del mundo, como nos explica
antievangélicamente la espuria exégesis paulina), y desde luego,
como si el peso del posible sufrimiento personal del espectador
fuera compartido —o más todavía: absorbido—, y por lo tanto
alivianado o liberado. Es lo que nos ocurre cuando descubrimos que
un mal o una pérdida que sufrimos también la padece otro, y de ahí
esa sensación de sano desahogo o alivio que a veces experi-
mentamos, porque el peso de nuestro dolor ya no lo llevamos solos,
sino que ahora compartimos esa carga con alguien. En segundo
lugar, el héroe no solamente carga con el más profundo y
desgarrador de los sufrimientos, sino que lo sublima o sacraliza por
el hecho de estar consagrado a un destino heroico, santo o divino.
Ahora bien, el sentido “trágico” de la tragedia resulta no menos
de un proceso de teocentrización de la religiosidad griega, en la que
Zeus y compañía asumen el poder absoluto sobre la realidad, y el
hombre es desplazado y se convierte en una criatura errante y
desgraciada, insignificante e impotente frente a las disposiciones y
caprichos divinos. El sentido “trágico” de las tragedias teocentristas
y deshumanizantes se advierte en el empequeñecimiento del
hombre, que es castrado espiritualmente, despojado de un destino
superior y trascendental propio, y resignado a una condición
adversa, humillante y dolorosa, a la condición de animal torpe y
desobediente de Zeus y sus secuaces que siempre amerita castigos
terribles y sádicamente desproporcionados. Ya Prometeo, en la obra
de Esquilo, a sí mismo se contempla como la víctima de una tiranía
recientemente instaurada y que tarde o temprano caerá. La era del
teocentrismo deshumanizante la vemos también en Pablo y Agustín,
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en esa exégesis que despoja a Jesucristo y al hombre de todo su
poder para salvarse, porque solamente “la gracia” puede salvar a una
criatura mala, ínfima, insalvable por naturaleza. Para doblegar y
ejercer poder absoluto sobre la voluntad del hombre, y apoderarse
de su alma, es imperativo infacultarlo de atribuciones y despojarlo
de su poder, de su grandeza y de su divinidad. Eso es la doctrina de
la gracia. Son esas las potencias oscuras y tenebrosas que se ocultan
atrás de toda forma de teocentrismo.
En Sófocles se va consolidando ese sentido “trágico” que van
asumiendo las tragedias, mientras que, a su vez, correlativamente,
los motivos y los caracteres se van poco a poco vulgarizando, y
adquiriendo hasta rasgos “costumbristas”, síntomas de una
indeclinable decadencia total. Pero tales procesos paralelos no
tienen nada de fortuitos. El empequeñecimiento y castración del
hombre acabará por suprimir a los héroes, o bien —lo que en cierto
modo es lo mismo— a degenerarlos, envilecerlos. Los maestros del
oscurantismo en el teatro de la antigua Grecia son indiscutiblemente
Sófocles y Eurípides. En este último, vemos que en sus obras el
hombre es la víctima fatal de caprichosos conjuros divinos, contra
los cuales los previene al comienzo algún criado o anciano
oscurantista.
Así como existe un antihéroe, no menos existe una antitragedia.
Eso es lo sucedió en Grecia, exceptuando obras como la ya
mencionada de Esquilo. Una antitragedia por excelencia es la
Epopeya de Gigalmesh, en la que el hombre fracasa en todos sus
intentos por hallar la inmortalidad y la trascendencia, y termina
aceptando humillado su condición de criatura mortal, resignándose
a un miserable carpe diem. Algo muy similar a la moraleja que las obras
de Sófocles y Eurípides nos proponen. Grecia y Babilonia, y todo el
mundo antiguo en general, sufren el ascenso de la tiranía teocéntrica,
y las tragedias y epopeyas no hacen más que expresar este fenómeno.
Los judíos, por su parte, se apropiaron de los mitos y tragedias más
antiguas y falsificaron sus significados en función del teocentrismo,
como es el caso de Job y Jonás.
Indiscutiblemente hay una incompatibilidad entre los “dioses
cósmicos” y el hombre. A diferencia de Sófocles y todo lo que vino
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después, en Esquilo se manifiesta una consciencia anterior a la
tiranía de estos dioses. Aún sigue vivo en Prometeo encadenado el
recuerdo de una era previa al teocentrismo y la certeza de su
transitoriedad, certeza que en la India ha sido siempre más clara y
más fuerte que en ningún otro lado: el reinado de estos dioses
cósmicos es y siempre será temporal. También Empédocles (fr. 128)
evoca en unos versos el recuerdo de una era anterior a la de los
dioses antihumanos y holocáusticos. Aquí debe interpretarse al
gnosticismo, que es la última aparición en occidente de esta
consciencia.
El espíritu originario de la tragedia, que en Grecia fue pron-
tamente subvertido, degenerado y dispuesto en función del apetito
del vulgo y del oscurantismo teocéntrico, parece haber sobrevivido
en el Islam chiíta. Una vez pude leer una representación teatral de
El martirio de Alí; la belleza poética y la fuerza dramática de esa obra,
el impacto estremecedor que ejerce sobre el alma, la elevan al
pedestal de las más impresionantes y magistrales tragedias que se
hayan escrito jamás.
Es interesante observar que en Medio Oriente los sacrificios
suelen ser cruentos (Osiris, Tamúz, Jesús, Alí, Juséin, Jalásh),
mientras que en el extremo-Oriente más bien incruentos. Por eso el
ideal de santidad es el martirio, a diferencia de las tradiciones
extremo-orientales en las que el santo ideal es el asceta que habita
inmutable y solitario en el silencio, o más bien: en la nada.
Justamente, el calvario era, al parecer, un itinerario ascendente en
espiral que debía transitar el hombre consagrado y que culminaba
en la cima donde se inmolaba a sí mismo en sacrificio a un antiguo
Dios palestino. Es casi seguro que esto es lo que tuvo lugar en el
antiguo México, aunque lo que se conozca no sea más que residuos
de una etapa ya decadente degradada en ofrendas holocáusticas
alejadas del significado originario.
En la tragedia chiíta, el hombre es un condenado por la maldad
y la injusticia del mundo, y es sometido a la instancia crucial en la
que debe dirimir si rehúye la voluntad de Alá para conservar su vida
o si acepta beber del trago amargo que el cumplimiento del reto
supremo le impone y que precipitará sobre él una muerte sangrienta.
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El hombre es atormentado por un dolor desgarrador y por el llanto
y los lamentos de sus seres queridos que le imploran que no los
abandone, pero no obstante supera esta instancia crucial y se lanza
resuelto a la realización de su destino divino, que pagará con su vida,
pero que accederá glorioso a la morada de la paz eterna: al jardín de
la nada. Su sacrificio restaura la luz del Sol que alumbra la vía,
restaura el camino que conduce al hombre más allá del mundo, ese
puente trazado con las huellas de los santos que el tiempo persiste
una y otra vez en borrar y deshacer. Sólo quienes pasaron al otro
lado, quienes abandonaron para siempre este mundo de muerte y
crueldad, de infelicidad, locura y sufrimiento sin fin, son los que
restablecieron el puente con su huella, como un arco resplandeciente
en la interminable noche cósmica. Cada vez que el dolor hiere en el
fondo del alma acude la presencia del santo martirizado, para curar
hondas penas con su sangre y para aliviar el peso del tormento
exhibiendo la marca profunda de sus atroces y sangrientas heridas.
18
Filosofía de la risa
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habita en nosotros y nos condiciona, es lo que hace posible
comprender con mayor claridad las causas y efectos de la risa en los
seres humanos. Conforme al grado de cohibición será previsible el
objeto de risa de una persona. La cohibición también es dada por
nuestro miedo, complejos, incomodidad o vergüenza, íntimos e
inconfesos. Por ejemplo, sólo gozará de risa con un chiste machista
quien se sienta en inferioridad ante una determinada mujer; sólo se
ríe de un caracter cómico torpe y defectuoso aquel que se tiene por
tan poca cosa que solamente ahí deja de ser menos; sólo puede reírse
de algo grosero y asqueroso quien libera la vergüenza de su grosería
y asquerosidad propia frente al cuadro de algo semejante a lo que es
él o todavía peor, y así todo. Por otro lado, la “risa contagiosa” se
produce ante el hecho de que ese alguien que ríe lo que en verdad
contagia es la distensión: ver a alguien distendido en un determinado
lugar y circunstancia puede distendernos, así como ver a alguien
confiado y tranquilo a veces inspira a su alrededor confianza y
tranquilidad.
Ahora bien, con lo dicho hasta acá, se hace más evidente que la
comedia, en sus orígenes, no constituía en absoluto la contracara o
antítesis de la tragedia, sino, por el contrario, su complemento. Una
descubría al hombre en su dimensión heroica y sobrehumana, en
tanto que la otra presentaba al hombre en su faceta más mezquina,
ridícula y deplorable. Una y otra tenían por objeto desencadenar la
catarsis: la tragedia, a través de la revelación del dolor, el horror y las
injusticias de la existencia a través de los esfuerzos y padecimientos
del héroe que acaba sublimado en la aniquilación, tal como su
destino le exige, y la comedia, mediante la revelación del sinsentido
y la irrisoriedad de todos los asuntos humanos y de todas las
asignaturas que nos fija la vida.
Que el sentido originario de la comedia haya degenerado en una
satirización vulgar o en una divertida modalidad de costumbrismo
con un final feliz, es algo natural, y comparable al proceso dege-
nerativo que sufrió la tragedia.
Antiguamente, en muchas tradiciones, la risa constituía un
atributo reservado a los dioses o sabios, un atributo místico o divino
como lo es la videncia. Quien había conquistado esa atribución era
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el que hubo alcanzado el estallido catártico, como una iluminación
súbita en la que toda ilusión y apariencia eran difuminadas. De ahí
que Demócrito fuera llamado El que ríe: el que ríe frente a la ínfima
importancia de las preocupaciones que nos encadenan y ator-
mentan; el que ríe como el que despojó a la vida de su seriedad, el
que ríe ante la muerte tan respetada y temida por los mortales, el que
ríe de los asuntos y deseos que originan todos los pesares y angustias
humanos. También la risa es uno de los atributos místicos de Merlín,
quien rompió a reír cuando vio que un mendigo moribundo por el
hambre se lamentaba de su miseria ignorando que debajo de donde
estaba sentado se hallaba enterrado un tesoro, o cuando vio que un
hombre fue a comprarse unos zapatos que le duraran por los
próximos siete años desconociendo que se iba a morir al día
siguiente.
La risa expresa distensión, y por lo tanto es un símbolo perfecto
de la libertad del espíritu humano ante los monstruos y fantasmas
que hasta ese momento causaban miedo y pavura, libertad con
respecto a los deseos y búsquedas febriles, oprobiosas, que nos
mantienen cautivos de la angustia, la ansiedad y la desesperación.
Por último: así como había sacerdotes, adivinos, consejeros,
médicos, también había bufones. El objeto del bufón no es
meramente “hacer reír”, sino distender el ánimo y clarificar los
pensamientos, lejos de todas las perturbaciones y agitaciones que se
apoderan del alma humana, y a la vez burlar crudamente toda
pompa, solemnidad, formalidades y preceptos hipócritas o sin
ningún sentido. El bufón —de palabras agudas y cifradas, sabio
disfrazado de tonto, cuerdo que aparece como loco entre la locura
humana, en la gran quimera, supremo ridiculizador de ridículo
aspecto porque no sólo no toma en serio el lugar en el que se
encuentra sino porque él mismo no se toma en serio— lo que
procura, en realidad, es la serenidad y la distensión existencial, y es
al mismo tiempo estimado, para un rey medianamente sensato, el
consejero más íntimo. Que el bufón no tiene, en verdad, nada que
ver con un simple payaso encargado de aliviar largas horas de
aburrimiento, es constatable en la figura del bufón que hallamos en
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Shakespeare, en el Rey Lear. Ahora, es inevitable que esa figura se
desvirtúe, hasta terminar, con el tiempo, en el burdo payaso. Ya que
un rey bruto, lascivo, ególatra, no podría soportar la presencia de un
sabio consejero en su corte, señalándole sarcásticamente sus errores,
que encima tuviese el atrevimiento de burlarse de él y de sus
comportamientos y ocurrencias: optará de esta forma por conver-
tirlo o sustituirlo por el vil adulador. Entonces, sólo se explica la
presencia de bufones obsecuentes y deplorables ahí donde reinan la
brutalidad y la lujuria, la imbecilidad y la infamia.
Esta figura es universal, porque su necesidad lo es, y por eso han
adquirido tan altas posiciones de influencia, y su presencia y
acompañamiento en todos los asuntos humanos ha sido casi tan
grande y tan amplia como la del sacerdote. La asistencia del bufón
en todos los acontecimientos de la vida, hasta en nacimientos,
bodas, guerras, funerales, como el sacerdote, tiene por fin recordar
en cada momento que nada, en última instancia, debe ser tomado
muy en serio, que nuestra vida es un sueño, después de todo, que
todos nuestros cuidados, apreciaciones y deseos son ridículos y que
no somos nosotros sino los protagonistas de una triste comedia, los
objetos de risa y de burla del azar, del destino y de la muerte. No
obstante, ante la degradación, es lógico que también se degrade su
ministerio, y que el bufón no sea otra cosa ya que ese personaje
despreciable en el que uno piensa sin poder evitarlo.
Se me ocurre pensar que el primer bufón fue una especie de
“cínico domesticado”: un hombre solitario, consagrado a la
sabiduría, que no guardaba modales ni respeto alguno hacia la
sociedad, ni siquiera hacia el mismísimo emperador , del que
también se burlaba delante de su cara, sin miedo por su vida,
acostumbrado al desprecio del pueblo y a duras represalias y golpes
de las autoridades, que algún día fue llamado mediante inútiles
promesas e imploraciones por algún rey, profundamente interesado
en conocerlo y escucharlo, al precio de soportar en su propio palacio
el maltrato, la irreverencia y la ridiculización de él, de su vida y de
los suyos y de sus ambiciones y posesiones, hábitos y costumbres,
valoraciones y temores.
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Sea como fuera, lo que parece claro es que en esos tiempos, esa
función se tenía por indispensable, esto es: no se podía prescindir
de quien oficiara de procurador de esta realidad y su vigencia en la
consciencia humana, como no podía prescindirse del sacerdote, y en
algún caso del médico; que era indispensable para la salud interior,
y también exterior, ser en cada instante consciente de la naturaleza
última del mundo y de la existencia. Esto nos llama a un significado
más hondo, y es el hecho siguiente: que la vida humana no es posible
ni soportable, ni sobrellevable, sin al menos un poco de libertad —
y la libertad no es algo que tenga que ver con satisfacer apetitos o
“poder elegir”, como inculcan los educadores, los periodistas y los
psicólogos; la libertad es un estado existencial del que no sólo nos
hallamos inconmensurablemente alejados, sino además del que no
se tiene ninguna idea, ni siquiera aproximativa; de modo que, no
solamente un individuo: también una cultura, una civilización o una
sociedad puede ser conocida intrínsecamente y juzgada por lo que
es tan sólo viendo de qué se ríe —y de qué no se ríe.
23
Artes vivas y artes muertas
24
catarsis. ¡Cómo el teatro, con su oscura y acústica profundidad, con
hombres de carne y hueso, ahí, delante de los ojos, no va a tener la
capacidad de raptar la credulidad del espectador! Si el arte es incapaz
de generar esos estados en el alma, es porque la obra ya no tiene
pretensiones sobre la credulidad del espectador —o lo que es peor
todavía: desprecia esas pretensiones, puesto que para la mentalidad
“esteticista” estas funciones del arte son consideradas como algo
superfluo—, y sin credibilidad no hay lo que los antiguos llamaban
συμπάθεια, esto es: relación de identidad entre espectador y
personaje —cuyo objetivo, ya en un sentido mistérico, es para el
iniciado asumir esa realidad y esa identidad como propias.
Pero, ¡cómo puede uno lamentarse de un teatro no creíble en una
época en la que la construcción narrativa de las obras ya
prácticamente no existe y está en vías de desaparecer! A veces se
asiste tan sólo a una escena dilatada; no hay arco narrativo; no hay
historia y cuando la hay, no vale la pena ser contada. Esto se ha visto
sobre todo en el “cine independiente”. La mediocridad intelectual y
la esterilidad creativa se unen para engendrar obras teatrales o
cinematográficas que no muestran más que un puñado de secuencias
largas y narrativamente anémicas, centradas en personajes
desgarbados e insustanciales desde lo dramático. Para los
oscurantistas del arte, del cine en este caso, la película perfecta sería
una cámara cinematográfica oculta en la cerradura de la vida
cotidiana de un remisero o de la tataranieta de un desaparecido o en
la de un “pibe chorro” o en la de una jubilada.
El teatro y el cine son artes narrativas; otra prueba de su muerte
es el hecho de que ya casi nadie es capaz siquiera de elaborar una
historia, y mucho menos de una historia que merezca contarse.
Hay algo muy paradójico: el esteticismo —que es siempre una
forma de frivolidad— rara vez se entiende con lo verdaderamente
estético. Los esteticistas suelen tener bastante mal gusto. Como por
ejemplo el público esteticista del teatro se considera a sí mismo
“muy exigente” y son quienes se desangran las manos en aplausos
con una efusividad exacerbada al cierre de cualquier obra
horripilante, pobrísima, espantosa por donde se la quiera mirar.
25
La propuesta de la “convención consciente” en el teatro vendría
a ser el certificado de defunción de este arte. ¿Para qué servirse de
actores y de puesta en escena si lo único digno de importancia es el
mensaje o moraleja que trasmite la obra y el resto no tiene ningún
valor? Sería lo mismo que servirse de la pintura proclamando que lo
visual, las imágenes, “son lo de menos” y que sólo cobra sentido por
“el mensaje” en ella expresado. ¿Pero para qué, entonces, el teatro
o la pintura? ¿por qué no mejor escribir un ensayo, un manifiesto o
pegar un afiche en una pared con “el mensaje”?
El simbolismo y la “convención consciente” es el triunfo de la
vanidad —un teatro vaciado de todo lo constituye su sangre y su
alma, su fuerza y su vida, por intrusos y profanadores ajenos al
espíritu de este arte. No hay fuego, no hay fervor, no hay
cautivación, no hay rapto. Ya no hay nada más que una insípida
pantomima con toda su insoportable parafernalia de teatralidad,
ante la cual se encuentra un público no menos frívolo y vanidoso
hurgando irrelevancias entre la irrelevancia y concentrado en “captar
el mensaje”: como un crucigrama en el que se esconde alguna
obviedad o estupidez, que una vez descifrada excitará la admiración
y los aplausos alocados de los vendedores de fruta que llenarán
columnas enteras de revistas y diarios alabando y promocionando el
estreno. El esteticismo es uno de los grandes profanadores de las
artes, y a posteriori su asesino. Porque las artes tenían por naturaleza
una finalidad en el orden espiritual o religioso, y esto fue así inclusive
en la tan presuntamente secular antigua Grecia.
Esta consigna, junto con la aberración alienante-distanciadora
propuesta por B. Brecht y su absurdamente denominado “teatro
épico”, imprimen un sello de muerte definitivo sobre este arte, esta
vez como arte “para pensar” 3, descendente proceso que alcanza sus
niveles más deletéreos y destructivos con el llamado “teatro pobre”
de Jerzy Grotowski. Lo más lamentable es que hasta hacía pocas
décadas atrás —y no centenares de años— el teatro había revivido
plenamente como arte con la famosa compañía de los Meiningen. A
3
“La ténica de la ‘convención consciente’ lucha contra el procedimiento de la ilusión. El nuevo
teatro no necesita nada de la ilusión, este sueño apolíneo.” (Meyerhold, Teoría teatral, Ed.
Fundamentos).
26
pesar de su naturalismo y su escaso sentido de la esencia del arte, y
del teatro más exactamente, no se puede dejar de destacar su
espectacularidad, sus esfuerzos por apoderarse de la credulidad del
espectador mediante impresionantes técnicas de efectos especiales y
otros artificios orientados a efectuar ese rapto.
Nuevamente nos encontramos acá en una dimensión más allá de
Apolo y Dionisio. El genuino espíritu del arte no es moralista ni
sentimentalista, no es estético ni pasional, no es una fría
representación simbólica ni tampoco el detonador de un éxtasis
impulsivo u orgiástico.
Si yo fuera alguno de esos grandes y escasos poetas trágicos que
la humanidad ha tenido, bajo ningún punto de vista permitiría que
mis obras fueran representadas por el teatro actual. Las obras son
envilecidas, desalmadas, los personajes son ridículos, nada creíbles,
y las actuaciones deliberada, insoportablemente histriónicas. Todo
es demasiado teatral —y ése es un signo contundente de que el
teatro está muerto. Poco importa que se estrenen miles de obras
cada semana; de ningún modo puede esto ser indicio de que un arte
está viva; de igual manera, que tengan lugar peregrinaciones
multitudinarias para pedir pan, salud o trabajo a algún santo, no
presenta contradicción alguna con el hecho de que la religión esté
muerta.
Con la pintura se da algo semejante. Ante todo, si una pintura no
fuera un cadáver no habría que ir a verla a un museo ni a una
exposición4. Si una pintura es un umbral, una ventana capaz de
abrirnos a otra realidad, o si desencadenara alguna clase de rapto o
posesión sobre el alma, elevación o inspiración, o puramente la paz
del contemplador, entonces de ninguna manera podría estar
encerrada en esos espacios, sino que estaría en los lugares
propiciados para sus fines. ¿Aunque quién sabe qué papel cumplen
los museos, en especial los que guardan restos arqueológicos,
4
Debo aclarar que voy a los museos a ver algunas pinturas que no puedo ver en
otro lugar. ¿Es el museo, o la propiedad privada de algún millonario, el hábitat
natural de las obras de arte? La historia del desarrollo artístico nos muestra algo
muy diferente: la demolición y depredación de ese hábitat natural que llevó a que
las obras sólo subsistan en vitrinas como fósiles o como mercancías.
27
mientras el mundo duerme? Las obras no tienen más sentido que
para ser examinadas por una mirada fría y banal, y para ser objeto
de interminables análisis tediosos, juicios y apreciaciones sobre
aspectos de valor secundario o sin ninguna importancia en lo que
concierne a la esencia de lo que tienen ante los ojos. Esto no es ajeno
a lo que podríamos denominar “contextualismo”: esa dogmática
manía academicista por acudir a los contextos históricos, políticos,
sociales, culturales, etcétera, como único criterio de validez sobre el
cual podrá ser juzgada una obra, descuidando, por lo demás, que
una obra maestra, genial, extraordinaria, es un accidente o milagro
que trasciende el peso y la influencia de su época, de su cultura y de
su nación. Frithjof Schuon escribió al respecto:
“La crítica moderna cada vez tiende más a hacer entrar las obras
de arte en categorías ficticias: el arte ya no es más que un
movimiento; se ha llegado a no considerar una obra más que con
arreglo a otras obras y en ausencia de todo criterio objetivo y
estable. El artista de ‘vanguardia’ es aquel cuya vanidad y
cinismo aceleran el movimiento; no se buscan obras buenas —
algunos discutirán que eso exista—, sino obras ‘nuevas’ o
‘sinceras’, puntos de referencia en el movimiento que en realidad
es un deslizamiento hacia lo bajo y la disolución; la ‘calidad’ ya
no está más que en el movimiento y la relación, lo que equivale a
decir que ninguna obra tiene valor; todo se ha vuelto huidizo y
discontinuo. El relativismo artístico destruye la noción misma de
arte, exactamente como el relativismo filosófico destruye la noción
de verdad; el relativismo, sea cual sea, mata la inteligencia. Quien
menosprecia la verdad no puede, en buena lógica, presentar su
menosprecio como verdad.”5
5
Castas y Razas, Ed. Olañeta.
28
el espíritu del teatro, y del arte en general. Una representación
naturalista puede estar tan alejada de la credibilidad como una
representación teatralizada e histriónica. El naturalismo no es creíble
porque copie los aspectos exteriores y aparentes de una realidad.
El naturalista no recrea la esencia de una cosa a través de su
forma, sino que reproduce esa forma tal como ésta se presenta a
nuestros sentidos. Lo mismo con el trato que le da a las formas el
arte renacentista o barroco, que vendría a ser el extremo opuesto del
arte simbólico tanto como del “simbolista”: ambos son
unidimensionales —uno se queda en lo abstracto o conceptual, el otro
en la voluptuosidad de la forma.
Solamente la maestría del artista de genio, es la que logra elevar
a la forma a su dimensión esencial sin sacrificar la vida y la fuerza
que a la forma le es propia. En este punto nos hallamos, otra vez,
situados más allá de lo apolíneo y lo dionisíaco. Alma y cuerpo,
esencia y forma, intelecto e instinto, orden racional y desorden
pasional: el espíritu del arte se encuentra allende a esta falsa
dicotomía, muy por arriba de esos dos hemisferios.
29
La profanación del arte
30
Eso es absolutamente natural, siempre ha sido así y así será
siempre. ¿O acaso olvidamos que la primera edición de El mundo
como voluntad y representación fue tan estrepitoso fracaso editorial que
acabaron vendiéndose sus ejemplares como papel no por unidad
sino por kilogramo? ¿Olvidamos cómo fue tratado William Turner
por los ingleses de su época, o el desprecio y subvaloración que
padeció Shakespeare y su obra unos siglos antes por esa misma casta
de académicos, intelectuales, críticos y pseudo-artistas?
Pese a todo existe, como decía, una castración espiritual y una
sistemática estirilización creativa, que se ejecuta a través de
poderosos medios estatales y paraestatales. Bajo distintas
modalidades más o menos sutiles e hipócritas — pero siempre
efectivas—, se censura todo aquello que no responda a los
parámetros establecidos por esa casta o por el estado —según el país
y el régimen político sobre el que uno se encuentre. A eso hay que
agregar la acción devastadora del mercantilismo y el
democraticismo, que reduce todo valor a lo que otorga réditos
económicos y a lo que satisface a la mayoría.
Una gran profanación de las artes tuvo lugar en China con el
confucianismo.
Toda obra no tenía ya más razón de ser que como moraleja para
adoctrinar al pueblo en las leyes; toda el arte chino se convirtió en
un gran catecismo moral en servicio del estado.
La profanación no es exactamente la exposición de una verdad
o de una obra a la mirada de los ineptos, los incapaces para
comprenderla; la verdadera profanación consiste en alterar —o
subvertir— esencia y significado para que a los ineptos les resulte
accesible o agradable, o bien para satisfacer al oscurantismo
teocrático o estatal.
Los regímenes comunistas —no son el único ejemplo— reviven
el ímpetu profanador confuciano. Cuando se trata de servir al estado
estos procesos se repiten una y otra vez. La politización de la
realidad, junto con el sociomorfismo, representa una gran
profanación de las artes. Pero cuando algo se profana, lo profanado
31
no tarda mucho en perecer, como una flor se marchita cuando es
arrancada de la tierra, de su sustento vital.
Todas las dimensiones de la realidad son reducidas brutalmente
al plano político, y a la dialéctica ideológica respectiva. El hombre,
la existencia, el mundo, la muerte, el alma, el tiempo, el ser, la nada...
todas esas cuestiones perennes que sacuden el espíritu humano son
sofocadas y descalificadas como irrelevantes e inútiles o como
superadas y por tanto vetustas. El Estado, la Masa, la Sociedad, la
Historia, el Futuro, son los gigantes metafísicos que pisotean,
arrasan y devoran toda expresión del espíritu que no esté rendida y
consagrada a su antihumana y monstruosa hegemonía.
Ahora bien, es un error pensar que las representaciones artísticas,
en este caso la pintura y la tragedia, tienen la función de poner al
alcance del vulgo aquello a lo que de otro modo no podría acceder.
El “rol didáctico” o “pedagógico” corresponde a otra clase de artes,
y no al arte en sí misma. El alma del vulgo es tan insensible a esas
representaciones de la misma forma que le está vedado el acceso a
las verdades doctrinarias. El vulgo sólo es impresionable ante la
destreza de poderes sobrehumanos o hazañas no creíbles.
Solamente encuentra valor en los milagros; solamente reconoce la
majestuosidad de alguien si éste exhibe una corona de oro, joyas y
perlas; solamente acepta la naturaleza divina o santa de un ser si éste
aparece con una aureola radiante o suspendido en el cielo por dos
alas. Acá se demuestra además la bajeza moral de la inmensa mayoría
de los hombres, que sólo atiende a las apariencias, a lo que infunde
miedo, riqueza o poder, y a lo que concede favores —como se puede
apreciar, en ciertos aspectos, en esa hermosa película de Buñuel La
vía láctea. El arte y la esencia de la religión siempre ha sido profanada,
antes que nadie, por las castas sacerdotales, por muy paradójico que
esto resulte. Ya que sólo procuran sumar adeptos complaciendo el
apetito de la multitud, así como incrementar poder, seguridad y
riqueza deformando y traicionando la doctrina conforme al interés
de los reyes y de los ricos. Parafraseando al Evangelio, nada le
importa a las castas sacerdotales la oveja perdida: sólo les importa el
rebaño.
32
El historicismo y el moralismo social son grandes contribuyentes
en la depredación profanadora —y en general en todos los ámbitos,
como por ejemplo la filosofía. Puede uno ver pinturas y murales
donde es representado el Hombre Masa, un campesino tosco, duro
y grueso con un machete en la mano, un obrero fuerte, pesado,
gigante, elevando un martillo, como si fuera un tractor con
músculos, reivindicándose a sí mismo como la maquinaria de trabajo
suprema, como un templo consagrado en culto y honor al Trabajo,
ese gigante brutal y depredador, férreo y bestial adversario del
espíritu. La reverencia al Hombre Masa es una de las expresiones
más feas, más horrendas y desalmadas de la deshumanización de las
artes —y de la existencia misma.
No hay que descuidar que muchas veces, en estos procesos de
decadencia y degradación, incide también una perversa y oculta
dirección de intereses políticos. Ese culto al trabajo es funcional a
este sistema de esclavitud imperante en Latinoamérica. Martín
Fierro, y su mensaje de gaucho domesticado y resignado al trabajo
duro y a una condición servil, constituye el gran paradigma de este
fenómeno. Algo semejante puede decirse del llanto melancólico,
nostálgico y derrotista del tango, así como del folklore y la música
popular. Son como aullidos sentimentales que asfixian al espíritu,
que acabará de todas formas ahogado finalmente en la bebida, o en
la jornada laboral interminable que empezará a la madrugada.
Hay no menos una epidemia de felicidad artificial, generada
mediante ritmos tropicales y festivos, y a través del
desencadenamiento sistemático de estímulos psíquicos. Sexo,
festividad, droga, alcohol y una sobredosis de idiotez son
imprescindibles a la hora de consolidar y perpetuar esa condición
indigna, miserable, infrahumana a la que están sometidos millones
de hombres, muchos de ellos por propia voluntad.
Henry Thoreau —el hombre que se fue a vivir a un bosque para
demostrarle al mundo que la vida era posible sin el trabajo— ha
dicho: “Creo que no hay nada, ni siquiera el crimen, más adverso a la poesía,
a la filosofía...a la vida misma, que este trabajar sin parar”. Tampoco en
este caso se puede hacer responsable exclusivo a un grupo de
hombres o a un sistema, y convertir en víctimas inocentes al grueso
33
de la sociedad. La gran mayoría no parece muy sensible a esa forma
de vida atroz; ni siquiera frente a la superexplotación ni la injusticia
de la que ellos mismos son objeto. El trabajo es elogiado además
por curas, pastores y psicoanalistas, y elevado a un status moral
inaceptable. El trabajo ni es “independencia” —como dicen los
psicólogos— ni es una virtud; se enaltece al trabajo como si fuera
un servicio del hombre la humanidad, a la comunidad, a la vida o a
su nación: el trabajo no tiene nada de “altruista”; se trabaja para uno
mismo, o lo que es igual, para sí y para los suyos.
34
en particular en colegios y universidades, y más representados en
cine, sean los más “antiborgeanos”, los más aburridos y
costumbristas, como Emma Zunz o La intrusa, cuentos dignos más
bien de la habitual narrativa latinoamericana que de este lúcido y
brillante escritor.
Hay un factor muy importante que incide en este punto: Borges
poseía una sensibilidad poética y filosófica que no han tenido nunca
la mayoría de los escritores latinoamericanos, cuyo espíritu jamás
parece haber sido tocado por las cuestiones eternas inherentes al
hombre, como el misterio de lo real, del yo, el enigma del universo,
el tiempo, la muerte... Sus preocupaciones se limitan, en cambio, a
la historia, a la vanguardia o filosofía de moda, a la realidad
sociopolítica, a lo que está en boga en París, al sentimentalismo
romántico o nostálgico, o a la complejidad psicológica de algún
dictador. Nada puede excusar la pobreza creadora, nada puede
justificar la profanación de las artes, pero mucho menos aún bajo
pretextos tan inaceptables como los referentes a situaciones
histórico-político-sociales adversas. Alfonso Reyes dijo alguna vez
que el hombre americano no puede habitar en torres de marfil por
las razones mencionadas. Eso es falso, y es ridículo: en todo el
mundo y en todos los tiempos siempre ha habido dictadores,
tiranos, guerras, epidemias, desigualdades, catástrofes,
persecuciones... y no obstante todo hubo quienes fueron capaces de
trascender a su tiempo y a su mundo y elevarse a realidades más
profundas, del mismo modo que hubo también quienes lograron
abstraerse en una torre de marfil para legarle a los hombres de su
época o a las venideras generaciones algo más que la biografía de un
dictador irrelevante o que una crónica de costumbres. En razón del
moralismo social, muchas “eminencias” literarias han recriminado a
Borges su abstracción de los problemas sociopolíticos de su tiempo.
Como si las artes tuvieran el deber de consagrarse a asuntos que les
son ajenos y extraños. Me es inevitable volver sobre este punto: la
sociomorfización de la realidad es un fenómeno espiritualmente
depredador y por sí mismo aberrante, pero es por encima de todo
un desagradable rasgo de mediocridad, y de la misma forma, una
señal de vulgaridad es lo que trasmite un hombre o una sociedad
35
politizada. Por lo demás: a quienes bregan por “el compromiso”,
que dejen a un lado los autoexilios dorados y la costumbre de
estropear a las artes con consignas huecas e inofensivas, y
comprometan algo: que comprometan su vida o al menos su libertad.
También recaen sobre Borges acusaciones tales como que es poco
argentino, poco latinoamericano. En primer lugar, es
definitivamente una idiotez establecer como criterio para apreciar a
un artista la dosis de “autoctonicidad cultural” contenida en su obra.
Pero al mismo tiempo, esa acusación, es inadmisiblemente hipócrita
porque todos esos acusadores han tenido siempre la vista fija en
Europa y más exactamente en París. Además, no veo nada de malo
ni reprobable en el hecho de que pueblos relativamente jóvenes
importen elementos tradicionales, culturales, científicos y artísticos
de todo el mundo olvidando su propio pasado. En todo caso podría
ser algo malo despreciar a ese pasado o renegar de él, o bien limitar
esa búsqueda espiritual debido a complejos de inferioridad,
colonialismo mental o prejuicios. Una y otra cosa es lo que hacen,
justamente, esos recriminadores hipócritas a los que aludí. Si los
griegos se destacaron en algo por sobre los demás pueblos del
Mediterráneo y el cercano Oriente, no fue por otra razón que por
su fértil capacidad sin límites para incorporar y adoptar doctrinas,
religiones y conocimientos científicos de los egipcios, babilonios,
caldeos, frigios, fenicios, tracios, persas, hindúes... y esto a su vez se
debió al siguiente motivo: eran, a diferencia de casi todos los demás,
un pueblo muy joven, con una identidad bastante confusa, y con una
profunda insatisfacción para con lo propio.
36
El relativismo en el arte
37
es el surrealismo, que convierte en arte cualquier esperpento y en
artista a cualquier infradotado con la suficiente desfachatez como
para arrogarse ese título. Así lo describió Frithjof Schuon:
38
inclinación criminal, un error es bueno porque expresa una
carencia de conocimiento, y así con todo.6
6
Schuon, op. cit.
39
El Hombre Común en el arte
40
parámetro para la creación y apreciación de las artes, y dictando una
especie de catecismo de supersticiosa alabanza de autores y obras
y “movimientos” establecido por la casta “inteligente”.
El culto al Hombre Común emerge allí donde nadie posee la
inocente y sagrada locura de esperar lo inesperable e inesperado, allí
donde no existe espíritu épico ni aventurero, allí donde no hay
fertilidad creativa.
Y esto, el colmo: el costumbrismo ha invadido hasta las
historietas —por lo menos en nuestro país.
Así como hay una categoría denominada “antihéroe”, hay
también otra: la del héroe falso, su despreciable caricatura. Ésta
corresponde, por ejemplo, a esos individuos que sobresalen en el
orden de lo vulgar y lo insignificante, como los “compadritos” de
Borges, o como las “estrellas de rock”, o como el “duro” que exhibe
su destreza a los golpes o a los tiros, o también, se inscribe por
supuesto en esta categoría el joven marginal o despreciado que, a
fuerza de trabajo y perseverancia, “triunfa” en su vida, logrando un
reconocimiento social y “la realización” personal.
La cultura del Martín Fierro prefigura lo que más tarde
reaparecería con los tangos: acá se trata de un gaucho llorón,
moralista y resignado que le enseña a su hijo a portarse bien y honrar
el trabajo duro. Ese libro es, de alguna forma, el más idóneo manual
de indignidad y servilismo que un estanciero podría repartir entre la
peonada.
Tiempo después viene el tango, que es mucho más que un mero
género musical: el tango es una cultura. Es la cultura del billar, de
los cafés, de la noche, de la calle, donde se cultiva la melancolía, el
llanto y la resignación más mundana. El tango es el paradigma de
esa cultura del antihéroe, o peor todavía, de culto al Hombre
Común, a la mediocridad, al vicio, a la derrota. Una existencia
consagrada a la vida social, al cabaret, al juego, hundida en las
telúricas galerías de la nostalgia; una vida poseída por el lamento
infructuoso y cobarde, por la penumbra de los recuerdos, por los
anhelos y penas del hombre ordinario.
Así como muchos no pueden soportar la grandiosidad ni
tampoco una torre de marfil, y por eso cuando ven alguna la
41
apedrean y se conjuran para derribarla, de la misma forma, en una
sociedad donde impera la mezquindad y la resignación existencial,
todo arquetipo de superioridad humana es despreciado y combatido,
su presencia incomoda, y no se detendrán hasta destruirlo y hacerlo
desaparecer. Hay quienes hacen un héroe de un pirata o de un
conspirador; en una sociedad como la nuestra, hacen de un héroe
un conspirador o un pirata. Es en estas mismas sociedades donde se
ensucia y se envilece a todo el mundo de tal manera que la suciedad
y la vileza adquieran una condición de normalidad, y a posteriori, de
legitimidad. Entonces, para legitimizar las comodidades brindadas
por un estado de resignación y derrotismo nada mejor que eliminar
toda figura, todo icono que represente de manera viva e incisiva un
reto a la superación, una aguja clavada en la consciencia.
Pero aunque se trate de “torre de marfil”, o de escapismo...
¡cómo no asomar siquiera alguna vez la cabeza por encima de la
superficie de “la realidad” y recibir esa aliviante frescura; cómo no
involucrarse en episodios que nos trasladan a épocas y lugares
remotos o fuera de la historia; escaparse al menos una noche más
allá de los muros y explorar lo ignoto y desconocido para todos;
levantar, en fin, la mirada hacia esa inmensidad en la que titilan los
enigmas y los misterios!
42
la indiferencia, donde se disfruta de la pensión miserable que otorga
el conformismo. Es la sacralización, en fin, de la mediocridad.
43
El símbolo y la metáfora
7
El origen de la tragedia, Ediciones del Libertador.
44
La forma, en la metáfora tanto como en la poesía, nunca debe
ser abstracta; la forma debe ser intensamente viva y expresiva pero
de una forma que abra una dimensión a otra realidad que la trasciende.
Lo diré así: las formas, siempre, deben hablar el lenguaje de los
sentidos, aunque lo que se diga con ese lenguaje trascienda toda
dimensión sensorial. El símbolo, en cambio, suele hablar con formas
tan abstractas como aquello que expresa. El alma no siempre
comprende el lenguaje de la razón; una imagen puede ejercer más
fuerza sobre ella que un montón de conceptos. No se puede
amputar la dimensión sensorial, sino servirse de la misma para
superarla o desencubrirla. El arte, para el caso, consiste en acceder
a una dimensión que trasciende a las formas a través de las formas;
que abre el espíritu en el impacto sensible. Si se quiere encontrar en
la pintura un perfecto ejemplo de lo que quiero decir, remito a
genios como Turner o Goya: quizás en ninguna parte
encontraremos formas con tanta fuerza y realidad, tanta intensidad
y vigor, tan impresionantes y estremecedoras, y al mismo tiempo
altitudes metafísicas y horizontes abstractos de tanta vastedad y
profundidad; en ninguna parte, quizás, encontraremos nada más
alejado de lo apolíneo y lo dionisíaco.
Pensemos que san Antonio Abad necesitó que los demonios lo
destrozaran con dolores terribles para purificarse; recordemos que
el príncipe Gautama no llegó a ser el Iluminado y Despierto gracias
a la instrucción de un guru, o leyendo libros de religión o filosofía,
sino que precisó de la conjura de los Dioses, o de los espíritus —
según cuál sea la tradición, shramánica o brahmánica—, que
mediante tres episodios desgarradores emocionalmente que tuvo
que experimentar le fue revelada la naturaleza efímera y dolorosa de
la existencia y del mundo, y la imagen de un hombre sumido en una
inmutable y silenciosa paz le reveló su destino de Buda. Sólo así
pudo despertar del sueño de la vida.
En relación a lo anterior, trasladando la cuestión al plano
religioso, uno puede ver que Jesús, por ejemplo, se diferencia de
Krishna porque fue un hombre de carne y hueso, que comió y bebió,
amó y sufrió como hombre —y esta diferencia que yo marco no
45
tiene nada que ver con la historicidad, o pretendida historicidad, de
Jesucristo.
La singularidad, lo sorprendente del Evangelio radica
precisamente ahí: un Dios que se hace hombre para que el hombre
se haga Dios; un Dios que vive y sufre como hombre, que es
carpintero, que se alimenta de pan, de agua y de vino, que anda por
desiertos, que predica en una montaña o que se duerme en una
embarcación, que recibe azotes y muere crucificado —y que
finalmente retorna a las alturas en la ascensión. No es así la Bhagavad-
Gîta, donde un Dios no se hace hombre completamente —ni
siquiera en sus facetas más humanamente mundanas, ya que se
acuesta en una sola noche con miles de gopis—, y al mismo tiempo
pareciera que Krishna da sus sermones desde las altitudes de la
abstracción más espectral y solitaria, como si estuviera en el centro
del espacio. Esta observación puede parecer superflua, a simple
vista, pero no lo es; a veces el hombre se encuentra en un pantano
de miseria desoladora, sin que disponga de dos alas para subir hasta
la nube desde la cual su Dios imparte su sermón —es necesario que
ese Dios descienda hasta esa condición bajo alguna forma y le estire
su mano.
El extremo contrario lo presenta Mahoma: no es un Dios que no
desciende a la condición de hombre completamente, sino un
hombre que nunca supera —ni quiere superar, porque lo considera
blasfemo— su condición humana.
Pies en la tierra, ayuno, política, matrimonios, guerra, leyes,
oración, libro: la superación de su condición existencial, humana,
terrena, no existe. Por eso tuvo que aparecer el sufismo y mártires
como Alí, como Juséin o como Jalásh.
Esa diferencia señalada es asimilable a la que presenta la vida de
Mahawira y la vida del Buda. Ambos llegan a la perfección, sin
embargo el primero parecería como si ya hubiera nacido
sobrehumano y perfecto, mientras que Gautama parte de un estado
de embriaguez, desde el llano de las miserias y la ignorancia de
cualquier ser humano.
Algo parecido ocurre cuando algunos místicos o poetas hablan a
los hombres desde un festín celestial de felicidad, en otro planeta
46
desde el que la Tierra es vista como una esfera perfecta, radiante de
esplendor y simetría, tan lejos ya del mundo que la penuria, la
desgracia y la injusticia, y las infinitas lágrimas y tormentos de los
mortales, a esa distancia ya casi no se distinguen.
La deshumanización de la realidad —que es la otra cara de lo que
el teocentrismo presupone— se deja ver en ese proceso por el cual
los protagonistas divinos (o para que se entienda: “mitológicos”,
religiosos) se van despegando más y más de la Tierra hasta
convertirse en entidades amorfas, impolutas, eternas, abstractas...
inalcanzables. Esto es llevado a cabo por la casta sacerdotal. Vemos
así, cómo Buda se deshumaniza y acaba transformado en una esfera
hipostática, esto es, un Loto cósmico o un “Buda Amitaba”, y cómo
Jesús es amputado en su humanidad y convertido por obra de Saulo
el fariseo en un ente abstracto sin sangre ni cuerpo ni rostro (Cristo
Señor). Es interesante leer la obra Isis y Osiris, de Plutarco —ese
elegante vicario del oscurantismo teocéntrico—, donde proscribe
todo rasgo humano para las figuras divinas. Al igual que Platón y
Saulo de Tarso, también Plutarco es uno de los “demonizadores del
dáimon”, a través de una interpretación trivial y por supuesto
maliciosa. Es asombroso advertir en ese libro que la metodología de
adulteración y falseamiento es idéntica a la aplicada por los
oscurantistas y monoteizantes judíos, cristianos y musulmanes, de
ayer y de hoy, sin excluir a los anglobrahmines, esotéricos y eruditos
del siglo XX. Hay en Plutarco hasta una subversión filológica que
sorprende por su actualidad.
Para el teocentrismo, el hombre debe autorrelegarse a una
condición insignificante y criatúrica para dejar lugar a dios o a los
dioses en el centro de la realidad. En lo referente a nuestro tema, el
fatalismo es consecuente indispensable del teocentrismo, y eso está
en plena concordancia con el sentido degenerado de lo trágico. No
por casualidad, ahí donde el teocentrismo está instaurado, la
creencia en la fatalidad providencial o astrológica (o heimarménica) es
tan fuerte. Baste con pensar en el “paganismo” grecorromano, en el
judaísmo, en el islam, y en el cristianismo antievangélico de la gratia
y la justificatio ex fide (Pablo y Agustín). Sólo en el cristianismo no-
protestante (católico y ortodoxo) esto en cierta medida fue atenuado
47
por la doctrina de la Trinidad y la Encarnación. Es interesante
indagar esa gran mentira histórica del humanismo y la inauguración
de la modernidad, presentada ante el mundo y ante la historia como
una “revolución antropocéntrica” cuando en verdad no se trató más
que de una confabulación teológica para destronar al hombre del
centro de la realidad y retornarlo a su “originaria” condición de
criatura, de “animal entre los otros”. Tampoco es ajeno a este
proceso la aparición paralela del luteranismo (negador de la
Encarnación, en suma: un fenómeno esencialmente
“antropoclasta”) y todo lo que subsiguió a ese siglo que dio apertura
al mundo moderno.
La metáfora es creación poética, mientras que el símbolo es
creación racional. Con esto quiero decir que el símbolo no llega al
alma humana, y es ajeno a la imagen sensorial y a la forma, a las que
concibe no más que como herramientas a su disposición. Las formas
no cobran vida ni significado propio: se limitan solamente a operar
como señales dirigidas a la inteligibilidad. Sin embargo —y como
más adelante lo explicaré con detalles y ejemplo— el símbolo, la
metáfora y la expresión realista —la naturalidad, que nada tiene que
ver con el naturalismo— pueden coexistir de manera perfecta y
asombrosa.
Es oportuno referirme brevemente al simbolismo, ya que
después de todo es una manifestación banal y degradada de la
representación simbólica. Consiste en un código improvisado de
simbolizaciones que no tienen ni el rigor ni la universalidad ni el
significado metafísico de los símbolos, ni la viva e intensa
expresividad poética de la metáfora. Lo simbólico, en el simbolista,
es una burda y convencional explotación de los rasgos y caracteres
representativos de una cosa, mediante exageraciones que lo
aproximan al nivel de incomprensión y superficialidad de los
estereotipos. En el teatro y en la pintura los ejemplos son
inagotables. En el cine, el caso más emblemático es el de la película
El proceso, cuando el horrible Orson Welles —otro estúpido y
detestable objeto de culto al igual que los Kubrick o los Bergman—
pretende representar la esencia y atmósfera kafkiana con un recinto
gigantesco donde se encuentran cientos de mecanógrafos autómatas
48
o pasillos con puertas de cinco metros de altura. Vuelvo a insistir
sobre ese punto: las representaciones simbolistas y la representación
estereotípica se diferencian muy poco, o más bien nada.
49
La música
50
atrevo a decir que originariamente nunca existió un “arte música”,
lo que parecería ser ratificado por lo que acabo de señalar sobre de
la concepción de las distintas categorías de artes que tenían los
antiguos. Más todavía: Filodemo, quien junto con Sexto Empírico
han sido de los filósofos más severos contra la música, y por sobre
todo contra las atribuciones que se le adjudicaban ya por entonces,
recoge la opinión que al respecto tenía Demócrito: “...la música es
joven, más reciente (νεωτέραν), y esto es a causa de que no es un arte que
exista porque haya necesidad de ella, sino que surge consecuente a ese estado de
innecesidad que da aparición a los lujos.”
Que la música esté incapacitada para actuar sobre el espíritu, y
solamente sea capaz de producir efectos sobre el alma, es lo que,
desde un principio, la ha mantenido siempre relegada a la condición
inalterable de arte aleatoria. Ya que se consideraría que la música por
sí misma sólo podría liberar efectos psíquicos desordenadamente,
sin dirección alguna, desencadenando así sensaciones artificiales que
aturden la consciencia de lo real y que generan una acción
estupefaciente. Ésta es la razón por la que muchas religiones veían
a la música con cierta desconfianza, como ha sido el caso alguna vez
en el Islam, o también por la Iglesia excepto aquella que
acompañaba a las liturgias, mientras que en Oriente, el Buda
condena toda forma de música en modo terminante, a la que
contempla como un tóxico, que ofusca la claridad mental, y que
obstaculiza tanto el camino a la liberación como los vicios, los
placeres sensuales o las actividades y conversaciones triviales e
inútiles.
A su vez, es esto mismo lo que explica la presencia
indiscriminada de la música, a toda hora y en todo lugar: el objetivo
es anestesiar y aturdir psíquicamente a la sociedad produciendo en
el alma sensaciones artificiales y estimulando impulsos psicofísicos
que surten similar efecto. Los efectos de la música no se producen
por una estimulación o activación directa, sino por supresión. La
música, ante todo, suprime el pensamiento; en consecuencia, se
liberan los impulsos o imágenes que el pensamiento contenía como
una compuerta o cerrojo. Cuando uno escucha música no puede
51
pensar —y si piensa es porque ya no la está escuchando—, por tanto
se liberan movimientos físicos o imágenes, según la clase de música.
Ahora bien, el tipo de efectos que desata cada música en el hombre
también depende de la cualidad y la cantidad supresiva. Por ejemplo,
las músicas que desatan movimientos son aquellas cuya supresión
alcanza también a las imágenes, como las marchas militares, los
ritmos tropicales, batucadas, etcétera. Conforman lo podríamos
denominar provisionalmente “músicas rítmicas”, para distinguirlas
de las “músicas melódicas”. Estas últimas son las que suprimen —
como toda música— el pensamiento pero no las imágenes.
El proceso es el siguiente: al quedar suprimido el pensamiento,
la mente sólo opera con imágenes emergentes del alma, ya sean
recuerdos, ya sean cosas, personas o situaciones conocidas o bien
imaginadas; por su parte, las músicas rítmicas suprimen la fantasía
también, de manera tal que solamente queda el movimiento, la
activación de fuerzas físicas.
En relación a las músicas melódicas, cabe observar que la
supresión del pensamiento no significa una activación de la
imaginación. La creación imaginaria sólo es posible con la
intervención de la inteligencia, mas cuando ésta queda anulada, lo
único que hay es fantasía: aparición y sucesión de episodios
fragmentarios o de imágenes sin coherencia. A ello se debe que la
música nos invite a soñar y a ilusionarnos con una libertad casi total,
pero esas fantasías e ilusiones no tienen fundamento alguno, por lo
tanto se desvanecen en cuanto la música se acaba, como si
despertásemos de un sueño —ya que la inducción y el proceso de
los sueños es exactamente igual. En ausencia de la música no nos es
fácil contraer ilusiones y sueños tan pueriles, o bien imposibles, o
bien descabellados, como tampoco expectativas tan artificiales e
infundadas, por la sencilla razón de que la imaginación es
supervisada en todo momento por la inteligencia, no obstante al
quedar suprimida nuestra facultad de razonamiento, surgen todas
estas figuraciones ilusorias como fantasmas hiperquinéticos que
cuando se enciende la luz desaparecen como humo. En otras
palabras: a diferencia de la imaginación, la fantasía activada por las
músicas melódicas es estéril en creatividad y en ingenio, la fantasía
52
en general no es sino un despliegue imaginario desprovisto de
coherencia y de inteligencia. Por ejemplo, Las mil y una noches son
una obra de la imaginación (como la idea literaria o cinematográfica
de una máquina del tiempo), las sagas de un Tolkien, en cambio, son
obra de la fantasía (como lo es, en su respectivo ámbito, La guerra de
las galaxias).
En cuanto a música y melancolía: la dama-médium nos interna
de la mano en la oscuridad del crepúsculo hasta salir a un parque
abandonado; bajo las ramas de los árboles y la luz de la luna, invoca
y nos reencuentra con el espectro de lo amado y anhelado
intensamente; juntos a su lado, el tiempo ya no corre —se ha
cumplido— y no quisiéramos volvernos de la fantasmagórica velada
del instante revivido jamás.
Respecto al canto, digamos que éste puede sublimar o trascender
las dimensiones a las que está limitada la música, pero también tiene
la capacidad de potenciar su acción supresiva. En cuanto al primer
caso, baste con pensar en la poesía o himnos religiosos, trágicos,
épicos, y demás. En el segundo caso, la fusión entre el canto y la
música puede incrementar su poder desencadenante de modos
bastante complejos. Piense uno en una monotonía rítmica de tipo
tropical o tamboril acompañada de un canto que evoca imágenes
grotescas o sensuales; o en una melodía de tipo baladesco que incite
con su letra al recuerdo nostálgico o al anhelo febril; o en música
jovial y
dinámica que cante loas y alabanzas a la actitud de quien asume con
alegría y falsas esperanzas siempre nuevas la cotidianeidad. Sin
dudas el canto puede actuar como director de las fantasías o de los
impulsos. Ésa es la ventaja de la música cantada en otro idioma.
La música, en fin, con canto o sin canto, se ha convertido en
una entidad omnipresente, invasiva, que no respeta el derecho al
silencio y a la intimidad de nadie, causando desequilibrios psíquicos,
desconcentración, entusiasmo artificial, aturdimiento, melancolía, y
estupidización durante todo el día y toda la noche, y en cualquier
lugar donde uno esté.
Cualquier música, si es inoportuna, me resulta desagradable y
fastidiosa, pero para colmo parecería prevalecer un inconcebible mal
53
gusto, el triunfo de lo peor entre lo peor entre los peores géneros.
Al margen de cualquier confabulación presente detrás de todo esto,
hay que decir que sólo es posible a causa de la insensibilidad
espiritual y la necesidad evasiva de inmensa mayoría de la gente, que
acepta esa música, la mugre, los gases tóxicos, la pestilencia, la
fealdad y los ruidos con la misma naturalidad con la que tolera la
indignidad, el descaro y la injusticia, tal como escribió alguna vez
Schopenhauer sobre el tema: “Kant ha escrito un tratado ‘Sobre las
fuerzas vitales’; pero yo quisiera escribir sobre lo mismo una oda de llantos y
lamentaciones, porque sus tan reiterados ruidos por todas partes, en golpes,
martillazos y alaridos han colmado mi vida haciendo de ésta un tormento
cotidiano. Desde luego hay gente, y por cierto mucha, que se ríe al respecto, porque
son insensibles a las razones, a las ideas, a la poesía y a las obras de arte, en
suma, a la impresión espiritual en cualquiera de sus manifestaciones, y eso radica
en la rígida naturaleza y la gruesa textura de su masa cerebral. Por el contrario,
me encuentro con quejas sobre el tormento que los ruidos han causado a los
hombres de inteligencia más notable en las biografías o en alguna información de
confesiones personales de casi todos los grandes escritores, como por ejemplo Kant,
Goethe, Lichtemberg, Jean Paul, y si de alguno han de faltarnos esos testimonios,
es sencillamente porque el medio no lo ha llevado a padecer esas cosas.”8.
8
Parerga und Paralipomena II, §. 378.
54
Qué es la belleza
Se dice que algo es bello cuando nos gusta, nos complace, nos
deslumbra, nos agrada. De igual manera podría haber dicho también
que lo bello es lo placentero, no obstante no sería exacto. Pero de
cualquier modo puede advertirse una relación entre belleza y placer.
¿Mas cuál es el nexo de esta relación? El placer es siempre la
satisfacción de una necesidad, lo que quiere decir: sin necesidad el
placer no existiría. Comer y copular son placenteros porque cubren
una exigencia biológica: supervivencia y procreación. No hay placer
sin necesidad.
Ahora bien, el objeto de nuestra necesidad adquiere a su vez
categorías: comida rica, no tan rica, intragable; mujer bella, no tan
linda, fea. De lo que se trata es de la necesidad: ésta es la que
asimismo determina las categorías.
Sabido es que los alimentos más ricos tales son porque
superabundan en contenidos que necesita el organismo y el cuerpo;
análogamente se sabe que la mujer bella es una configuración de
cualidades genético-biológicas ideales: el gusto o preferencia por la
frescura de los labios, el color de los ojos, el tipo de cabello, los
rasgos faciales, la estatura, las dimensiones de la cadera y el tamaño
de los senos, en fin, todo esto, es un codificación impresa por la
naturaleza en los instintos; todo responde a las exigencias de esa
compleja entidad biológica que somos —eso es lo que determinará
la preferencia y la elección.
Así, puede uno ver que “lo rico” y “lo hermoso” son lo deseable,
y lo deseable es lo necesario. Con “lo agradable” sucede lo mismo:
es agradable el descanso, la bebida, los estupefacientes, las
diversiones y la compañía porque por algún u otro motivo nos son
necesarios y no por otra cosa (necesidad de reponer fuerzas, de
evadir una realidad, de darle un descanso a la actividad mental, de
huir del vacío o del miedo o de nuestra miseria interior, y todo más
o menos así).
Sólo partiendo de esta realidad recién analizada es cómo se podrá
acceder a la respuesta de la pregunta por la belleza. Se dará en llamar
“bello” todo cuanto represente la satisfacción de una necesidad.
55
Cuanto más satisfactorio sea, más se elevará en la categoría de
belleza en esa misma medida. Lo más bello, en consecuencia, será
aquello que representa algo tan satisfactorio para la necesidad como
ninguna otra cosa. La belleza máxima aparece ante el
descubrimiento del objeto que satisface nuestra necesidad de una
manera inigualable. A veces ocurre que ni siquiera sospechábamos
de la existencia de tal objeto, y de ahí esa sensación de perplejidad o
deslumbramiento que se produce ante la belleza más sublime.
Ésta es la trama del enamoramiento: la presencia de esa persona
que satisface de una forma única y sin igual todas nuestras
necesidades biológicas (lo que Darwin, después de mucho leer la
obra de Schopenhauer, llamó “selección natural”) y
psicológicamente ideales (en especial las concernientes a la
autoestima). Es la presencia de la perfección, y perfección significa
culminación y plenitud. He aquí la definición de “lo bello”: el objeto
o realidad que cubre nuestra necesidad de un modo pleno, total,
único.
Hasta acá la dimensión del alma: también hay un enamoramiento
en el plano del espíritu, como puede acontecer ante la
contemplación de obras de arte grandiosas, o de ciertos santos o
sabios o héroes. Por eso es que, en un orden trascendental, sea tan
difícil ya poder distinguir belleza y grandeza, verdad y plenitud,
perfección y gracia. En ese orden la belleza desaparece: fue
trascendida por una dimensión más allá de todo placer y de toda
estética.
Como la necesidad es distinta en cada persona, a eso se debe que
la subjetividad entorno a la belleza sea tan grande. La necesidad
también subyace en el espíritu del contemplador cuando descubre
increíble belleza en espectáculos naturales, en la vastedad, en la
inmensidad… en ese caso, ocurre que el espíritu descubre parte
esencial de sí mismo en la infinitud y en lo insondable, que es origen
y naturaleza de todas las cosas.
A menudo la necesidad nunca se entiende con la expectativa y
con el objetivo al que se dirigen nuestras búsquedas. Nos fijamos un
objeto que tenemos por satisfactorio de nuestras necesidades
intrínsecas hasta que en un momento dado descubrimos que
56
nuestras expectativas más pródigas se ven sobrepasadas ante la
presencia del objeto que cubre plenamente lo que en el fondo
necesitábamos. Entonces nos rendimos frente al hallazgo, como
diciendo: “¡esto es lo que yo necesitaba pero nunca me imaginé que existía, ni
siquiera fui capaz de concebirlo!”
Incluso en el plano de lo genial y lo sublime, no hay belleza sin
necesidad; no se puede reconocer —si no hay necesidad— nada
como bello y grandioso. De ahí la disparidad de gustos y
sensibilidades: la misma disparidad que existe entre las necesidades
del alma o espíritu de cada cual.
La necesidad puede hacer que un individuo varíe su sensibilidad
en una dirección ascendente y más refinada, o descendente y más
embrutecida —lo vemos en esos hombres alguna vez capaces de la
sublimidad, que luego de la fama (that last infirmity of noble minds) o la
sonrisa de la Fortuna se vuelven redundantes, infecundos y frívolos.
Olvidémonos por un instante del concepto de belleza; pensemos
más bien en elevación o en sublimidad o en plenitud. Sólo así será
posible establecer un sólido criterio de valor que desrelativice las
valoraciones de las obras y los conceptos de belleza y fealdad, de
grandiosidad y de miseria que se asignan a las cosas.
Hay una inquietud inherente al espíritu que no pertenece a la
religión, al arte ni a la filosofía. Lo más sublime y elevado ha de ser
aquello que responde de manera plena y absoluta a la necesidad
última del espíritu humano.
Este criterio de valor, que trasciende toda disciplina y todo orden
artístico, filosófico y religioso, es el que permite establecer justa
jerarquía entre las ciencias, doctrinas y creaciones del espíritu. Es
asimismo lo que demarca la veracidad y superioridad de, por
ejemplo, una religión o una filosofía por encima de otra. El mismo
criterio debe ser aplicado a la hora de juzgar una obra de arte. Dijo
Heráclito: “Si la felicidad residiera en los placeres del cuerpo, declararíamos
felices a los bueyes cuando encuentran arvejas para comer”. La felicitas —que
seguramente corresponde a una palabra griega que poco o nada
tiene que ver con la traducción latina o con nuestro concepto de
felicidad— es el fundamento del criterio de lo sublime y elevado,
frente al cual inexorablemente pierden su valor las breves alegrías y
57
los goces terrenales: a juicio de Heráclito, no tienen valor porque no
representan nada ni en nada contribuyen a lo más importante: cubrir
la necesidad suprema, esto es, la paz, impasibilidad y libertad interior
(αθαμβία). Así, si uno se basara en este criterio, una obra que sólo
brinda un goce estético ocuparía la misma categoría de valor que un
placer.
La necesidad última del hombre permanece casi siempre oculta.
Solamente se descubre cuando un acontecimiento devastador y
anormal nos revela el fraude y la ineficacia de esas cosas que hasta
el momento lograban distraer o mitigar o engañar nuestra necesidad
última y profunda. Rara vez alguien sufre un proceso de tal magnitud
que le revele el único objetivo alcanzable y necesario de la existencia.
Esta ignorancia o condición bruta y cruda del alma, esta embriaguez
o adormecimiento, se traduce en lo respectivo a la sensibilidad
espiritual: el espíritu insensible a la fealdad, a la injusticia, que
encuentra conformidad en lo mediocre y en lo intrascendente.
Cuanto más cruda y bruta es un alma —cuanto más “húmeda”, diría
Heráclito— tanto más bajas y limitadas serán nuestras necesidades
y aspiraciones y exigencias debido a la gordura y ofuscación interna.
A través de este análisis, podrá entenderse la causa de toda forma y
grado de mal gusto, y también, naturalmente, el porqué del
deslumbre y elevación frente a las obras maestras, así como de toda
revelación de la realidad existencial y de la finalidad última.
Por último me gustaría dejar en claro que tampoco estoy
proponiendo un relativismo estético. Mi intención es deshacer
entidades metafísicas irreales. Así como no existe ninguna Felicidad,
sino tan sólo un nombre que el ser humano le da a un estado ideal
inexistente que, en el fondo, no podría consistir más que en la
supresión de todas las necesidades y sufrimientos, tampoco existe
ninguna Belleza como “atributo divino” o entidad metafísica en un
sentido platónico o teológico.
58
La catarsis
59
enfermedades no tiene efectividad. La psicoterapia sólo puede ser
efectiva para conflictos personales o sociales como una crisis en la
relación de pareja, cansancios y fatigas laborales, problemas de
autoestima, complejos varios y algún traumatismo interno que
obstaculiza la “liberación” a una presunta “vida feliz”.
El psicoanálisis es una de las formas que asume en nuestros días
esa corriente oscurantista ancestral. El psicoanálisis es una prédica
en pro de la resignación a una condición de total conformismo e
impotencia frente a los designios de un dios que se oculta bajo
impulsos irracionales y fuerzas instintivas, y que considera a la
consciencia y la inteligencia humana como pecaminosa y demoníaca:
es otra etapa del proceso escatológico.
Regresando al tema, la catarsis en el arte tampoco es “para todo
público”.
Lo cual contradice la explicación trivial y oscurantista de
Aristóteles, cuya intención es —siguiendo a Platón y compañía—
profanar a las artes, en este caso, y rendirlas al servicio del estado y
la teocracia sacerdotal. Por eso concibe el efecto catártico no más
que como compasión y miedo, u horror.
Difícilmente podrá comprenderse el significado de la catarsis
prescindiendo de una clara interpretación del sentido del sacrificio.
Lo importante es reparar en el hecho de que los males y sufrimientos
no son tenidos por fortuitos, sino como maldiciones consecuencia
de un pecado, un desequilibrio, una culpa, o más bien: algo que
nunca debió haber existido u ocurrido. Este error o crimen es lo que
el sacrificio está llamado a expiar. De ahí, por ejemplo, la doctrina
de la negación de la voluntad de vivir: la existencia es contemplada
como un fenómeno que no debió ser nunca; la falta, entonces, debe
ser expiada sacrificando su causa, su esencia, lo que la hace posible,
a saber, según esta doctrina: la voluntad, esa sed, ese fuego insaciable
que subyace en nuestro interior (bhawatrishna).
En el sacrificio interviene el sacrificador y el sacrificado, excepto
cuando el sacrificado es el sacrificador mismo. Tanto para el
sacrificador como para el sacrificado, el sacrificio significa la
liberación de las desgracias, impurezas, maldiciones y sufrimientos.
60
No obstante la víctima sacrificial es la que se libera de una vez para
siempre.
La víctima carga sobre sí con todo el peso karmático de la materia
existencial que será inmolada en la incineración.
La aniquilación de nuestro ser, de nuestra voluntad de vivir, es y
ha sido siempre —de acuerdo con esta concepción— el sacrificio
supremo. Ya que, para esa doctrina, como he señalado, es la
voluntad de vivir la raíz de la existencia y del mundo, la causa del
nacimiento y lo que nos hace volver a nacer, así como el origen de
toda maldad, egoísmo, atropello, abuso, injusticia; la matriz del
deseo, y por lo tanto del dolor.
En lo que respecta a la tragedia, y más específicamente su
finalidad catártica, la víctima sacrificial no puede ser un simple
desgraciado padecedor de calamidades, sino alguien dispuesto a
asumir y llevar la carga inmensa y atroz de su dolor hasta su destino
final. Pero la catarsis no se limita a la función de una transferencia
de la carga del sufrimiento humano sobre las espaldas del hombre
en consagración. También consiste en una revelación de realidades
últimas, encubiertas por la consciencia distorsiva y obnubilada de la
naturaleza de las cosas. Lo primero ya fue analizado en el capítulo
respectivo a la tragedia, mientras que lo segundo en el referente a la
comedia y la risa. Sin embargo, es preciso no descuidar que la
catarsis no se limita al arte, es decir, no es su único medio; asimismo
es bueno saber que la catarsis, no ya en el arte sino como arte, ha
estado presente en diversas tradiciones iniciáticas a través de los
siglos.
En el budismo existe una ejercitación que consiste en recordar
vidas pasadas. De acuerdo a la doctrina budista eso sería imposible
porque esa cosa que somos es una composición transitoria que tras
la muerte se desintegra. Los estados de consciencia, nuestra
memoria, se deshacen con la muerte junto con el cuerpo, los huesos,
la carne. Por lo tanto, al volver a nacer, no es posible que
conservemos el menor rastro de ese ser que hemos sido, ningún
recuerdo, del mismo modo que no conservamos ningún vestigio
corporal ni fisonómico de ese cuerpo en el que habitamos. Pues
bien, siendo esto así: ¿cómo se encuadra dentro de la lógica budista
61
tal ejercitación? Indudablemente se trata de ejercicios purificativos,
para clarificar, desarrollar la consciencia del monje acerca de la
naturaleza última de todas las cosas de la vida y del mundo.
Fácil es pensar en una posible vida anterior, más que nada
teniendo en cuenta que para el budismo —al igual que el jainismo—
el mundo no fue creado por nada ni por nadie, no fue emanación
de nadie ni de nada, no ha tenido origen, ni causa, ni principio: ha
existido desde siempre, a través de una infinidad de ciclos de
destrucción y regeneración. En consecuencia, si al mirar hacia atrás
vemos la infinidad, infinitas han de ser igualmente las vidas vividas.
Cualquier animal, cualquier ave, cualquier insecto; cualquier
planta, cualquier árbol; cualquier persona, varón o mujer, anciana o
niño, rico o pobre, negro o blanco, chino o francés, prostituta o
príncipe, soldado o mendigo, mercader o madre, en fin, cualquier
ser que uno vea o imagine es digno de validez como objeto de
meditación: eso es lo que he sido, lo que he vivido y lo que he
padecido alguna vez. Es una honda e intrincada exploración por
cada existencia posible, principalmente existencias humanas. Es
nacer y morir una y otra vez en esa exploración; sufrir, anhelar,
querer, emborracharse de euforia, lamentarse, padecer el
insoportable peso del tedio, enfermar, desgastarse en esfuerzos
sobrehumanos inútilmente, cual un Sísifo, correr atrás de una
zanahoria atada persiguiendo lo próximo y sólo visible como un
espejismo pero siempre inalcanzable, cual un Tántalo, envejecer y
morir y volver nuevamente a nacer, corriendo en una rueda sin
avanzar nunca, girando perpetuamente en el mismo lugar, siempre,
cual un Ixión. La existencia acabaría revelándose así como un
infierno espantoso, como el reino de la ilusión, el dolor y el absurdo,
y el mundo como una complejísima trampa concebida y diseñada
no más que para el castigo sin fin. Ése, y no otro, es el objeto de
esas meditaciones, y es importante saber todo esto si uno pretende
estudiar con un poco de seriedad estas prácticas y tradiciones.
Esa ejercitación catártica existió también en el antiguo
cristianismo primitivo, que se fundaba en la doctrina de la
transmigración, y que constituye una de las meditaciones más
intensas de san Antonio Abad en la altura de una montaña, donde
62
se le descubre el transitar de las almas por diversas formas y existencias
—cosa que es adulterada, como tantas otras cosas en la vida de
Antonio, en la versión fraudulenta del oscuro obispo y falsificador
Atanasio.
Existe otra ejercitación más universal —aunque también
cultivada en el budismo— que consiste en la identificación del
neófito o del monje con un esqueleto. Esta práctica –que suele ser
más bien de carácter iniciático o ritual, antes que exclusivamente
complementaria a la ascesis— ha estado presente en muchas
tradiciones y en todos los tiempos, en especial en el mundo tibetano
y chamánico. Se trata del reconocimiento del hombre en ese puñado
de huesos. Ese ejercicio se propone la revelación de la naturaleza
efímera y pasajera de todos los seres. Los huesos, la calavera, el
esqueleto, revelan el destino final de todo cuanto haya sido creado
o engendrado en esta Tierra: patrias, castillos, imperios,
monumentos, hijos y nietos, fortalezas... —todo acabará convertido
por el tiempo y la muerte en polvo y cenizas. Es la consciencia de
que todo está condenado a deshacerse, a pasar, a envejecer, a morir.
Es la consciencia de Heráclito: todo fluye, todo pasa, todo está
atrapado en la dimensión cíclica de generación y disolución, de
nacimiento y muerte —nada es inmutable excepto la ley universal
de la impermanencia y del perpetuo cambio.
El monje, el chamán o el iniciado, se contempla a sí mismo en
esos huesos hasta obtener con el esqueleto una plena identidad. El
propósito es indicarle que eso es lo que en el fondo y en última
instancia somos. El hombre se transforma así en un esqueleto
viviente, en el conocimiento de lo que esencialmente es y de lo que
todo será tarde o temprano. Cargos, poder, belleza física, fama,
vitalidad, posesiones, honores... todo pasará como una espesa nube,
que cuando mantenemos la vista fija en ella se muestra eterna, pero
en cuanto cerramos los ojos por un instante vemos al abrirlos que
se desintegró o desapareció. La realidad que se busca establecer en
la consciencia —más allá de lo que pretendan hacer ver ciertos
antropólogos y algunos monoteizantes— es la siguiente: nada es lo
que quedará de todo eso; la nada, el vacío, es la naturaleza última de
todas las cosas.
63
Hay en esa ejercitación una relación evidente con aquel principio
que el antiguo adagio latino resume: mors omnia equat (“la muerte hace
igual a todo”).
El pobre y el rico, la hermosa y la fea, el chico y el grande, el
campesino y el rey, el amo y el esclavo, serán idénticamente lo
mismo cuando los arrase la muerte: serán polvo, huesos, nada. Hacia
el final de su obra El Criticón (cap. III,12), también Gracián recrea
esta idea entorno a la muerte. Esta tradición iniciática también ha
existido en Europa, aunque ha sufrido alteración y degeneración, en
especial en los primeros siglos de la era moderna, y ha pasado a
América del Norte a través de la famosa y no menos siniestra secta
Skull and Bones (La Calavera y los Huesos). En Europa, órdenes
secretas subvierten el significado de esa tradición, y este principio,
que se cifra en el adagio mencionado, pasa a ser objeto de una
interpretación mezquina y espuria por la que, dado que al fin y al
cabo todo se reducirá a polvo y ceniza, lo mismo da cualquier
conducta o actitud humana: el carpe diem será la única propuesta
consecuente con dicha interpretación.
Pero no obstante todo, hasta entonces esa tradición iniciática
había sobrevivido en Europa manteniendo su esencia originaria,
como se puede ver en la obra capital de Shakespeare cuando Hamlet
atraviesa en el sepelio de Ofelia un pasaje iniciático, en el que el
héroe muere a la vida al experimentar que hasta lo más precioso y
preciado y radiante de vida ya es propiedad de la muerte; todo ha
muerto por lo tanto; resuelto, no queda más para él que el
cumplimiento de su destino. En toda la obra subyace una atmósfera
de locura, una dimensión onírica, muy extraña, pero que en el fondo
no hace más que develar la intrínseca naturaleza de esta vida y de
este mundo: hasta lo más trágico pierde en algunos pasajes su
seriedad cuando por un instante todo es contemplado como un gran
absurdo, como una gran quimera, como una broma pesada de un
mal gusto espantoso. Ese instante de irrealidad que envuelve a esos
momentos, como los que anteceden o suceden a un crimen, sólo es
develado en las grandes creaciones del arte, como en Macbeth
también, o en la narración referida por Borges en El encuentro. Sin
embargo, es en la escena aludida anteriormente donde esa
64
percepción se hace más vívida y más poderosa. Es un episodio
propio de la comedia en el más hondo y antiguo significado:
muertos, huesos, calaveras, nada es tomado con seriedad, todos son
objetos de risa, de cruel ironía, de broma, de cantos jocosos y de una
impune y divertida insolencia.
En los ritos funerarios se cifra la cosmovisión y la esencia
doctrinal que subyace a una religión o que predomina en una
sociedad. Que en nuestra época se entierren a los muertos lo más
pronto posible, que los velatorios duren una noche y que los sepelios
no sean ya otra cosa que un indeseable trámite, es una manifestación
de la relación que el hombre moderno contemporáneo tiene con la
muerte: una relación de miedo, un horror y una inmensa angustia
sistemáticamente reprimida mediante una sofisticada construcción
cultural para negar al fenómeno crucial e ineludible de la existencia.
No es una señal de madurez frente al “primitivismo” de antaño —
como se hace creer a todo el mundo—: es la expresión de una
humanidad que huye del vacío y de la muerte aterrorizada, y que
edifica todo tipo de cortinas, mamparas y murallas para no enfrentar
esa realidad, para negarla, para desterrarla de la manera más pueril.
Tampoco hay que perder de vista que el terror ante la nada y ante la
muerte es ínsito al alma de todo ser humano, y no hay registros de
una época en la que haya podido erradicarse, porque nacemos con
ello. Reparo en esto porque es muy frecuente —y es un grave error,
de consecuencias bastante serias— idealizar el pasado, con edades de
oro también, y demás, como si alguna vez hubiera existido el paraíso
sobre la Tierra, y como si librándonos de “la técnica” o de “lo
profano” el hombre se fuese a reencontrar con un supuesto “estado
primordial” o summum bonum preexistente. En lo restante, la muerte
nunca dejará de ser el ignoto país del que jamás regresa ningún
viajero —the undiscover’d Country from whose Borne no Traviler returns.
Pero bien, ocurría algo distinto en otras sociedades, donde las
ceremonias fúnebres se extendían largos días, donde el muerto era
incinerado en presencia de todos o donde el cadáver era depositado
en un lugar público en el que era devorado por aves de rapiña y ahí
dejaban sus huesos, para que el hombre no pudiera esconder a la
65
muerte de su consciencia, para ponerle delante de los ojos la
permanencia efímera de todas las cosas y su irrevocable disolución,
como era costumbre en la Europa medieval colocar una calavera en
el escritorio. Como hacían los egipcios —según cuenta Heródoto y
Plutarco—, cuando de repente paseaban un féretro con un muerto
en el medio de las fiestas —aunque ya por entonces su función había
decaído también en un “imperativo carpediémico”.
Esta tradición, que contempla a la vida como un sueño y a la
nada en la que todo se convierte por obra de la muerte como la única
realidad, posiblemente en ningún otro lugar alcanzó semejante
grado de desarrollo como en las religiones mesoamericanas. Esa
relación de cariño, intimidad y adoración de los antiguos mexicanos
con la muerte sólo existe en las embotadas cabezas de los
antropólogos y en la superchería popular. A medida que uno
consigue, dificultosamente, adentrarse un poco, apenas, en el
mundo del antiguo México, uno se encuentra con una tradición
frente a la que la imagen que nos transmiten los arqueólogos,
antropólogos y folkloristas es una burda caricatura sin la menor
correspondencia con la realidad.
El arte de la catarsis también se ha servido para su fin de la
repugnancia y la obscenidad. Así como lo más serio, preocupante y
temible era vulnerado y derrotado cuando era develada su verdadera
naturaleza siempre oculta y convertido en objeto de risa, de igual
forma sucedía cuando lo más febrilmente deseado y anhelado
desnudaba su auténtica realidad y pasaba a transformarse en objeto
de impresión y decepción, asco y repulsa.
Volviendo a la tragedia, no caben dudas que las teorías de
Aristóteles y Nietzsche al respecto son decididamente insostenibles,
y en algún sentido ridículas. En sus orígenes, la tragedia es la
recreación de un sacrificio, que nada tiene que ver tampoco con la
“fecundidad” ni la “vegetación” ni con los astros.
Es el sacrificio del hombre consagrado a un llamado interior que
se eleva y se impone contra todo designio inescrutable y contra toda
fatalidad natural, astral y cósmica. Su finalidad es religiosa, más
específicamente catártica. Es la recreación de un mito, que no es
ninguna fábula poética ni alusión a ciclos vegetales ni solares, como
66
habitualmente se cree, o sea hace creer. Porque hay casos donde
también se esconde una perversa y oscura intencionalidad: la de
“troglodificar” por medio de esas interpretaciones triviales a todas
las religiones “no-abrahámicas” y reforzar así la supremacía ario-
judaica (occidental), lo que también puede verse en esas cronologías
fraudulentas que ubican a las grandes civilizaciones en un tiempo
mucho más reciente al que en verdad pertenecieron, como hacen
con las civilizaciones americanas, a las que sitúan —extraña
casualidad— nunca antes, aproximadamente, del siglo XV, o tal vez,
del siglo I.
Pero bien, más allá de todo: el mito se corresponde a una realidad
existencial de trascendencia y superación humana, y la tragedia
reproduce dramáticamente ese mito.
Antes que en Grecia, en Egipto ya se representaba el drama de
la pasión y martirio de Osiris, con la misma intensidad religiosa que
parece haber solamente sobrevivido en la tragedia chií. Según se
cree, la tragedia egipcia era representada en diversos y distantes
escenarios, con una dramaticidad todavía mayor que la sobreviviente
en el chiísmo, y que se prolongaba largos días. Lo más factible es
que, en un principio, antiguamente, la representación dramática se
desenvolviera en escenarios reales, luego en escenarios artificiales
exteriores y por supuesto interiores, y finalmente en anfiteatro.
Todo esto sin hacer mención al llamado por algunos “teatro
mistérico”.
67
El esoterismo en el cine norteamericano
68
Lloré y me lamenté viendo un lugar que me era extraño.
69
puede pasar inadvertida a mediocres obnubilados por el prejuicio.
El trasfondo de la película es el problema de la identidad, cuestión
ésta última que ocupa un lugar central en el budismo como en
ningún otro lado. ¿Qué fue la vida de Sean, el esposo difunto de la
protagonista, y qué es la vida de cada uno de nosotros, sino un
“breve episodio” (kurze Episode) en el que adoptamos una identidad
ilusoria? ¿qué es nuestra vida sino un incidente, un pequeño pasaje,
un efímero suceso en una serie infinita de nacimientos y muertes en
la que sólo nacemos y morimos en apariencia porque la llama de
nuestro ser, aquello que somos en el fondo, persiste y permanece
inalterable a lo largo de sucesivas existencias y transmutaciones?
Papillon es una de las más preciosas y magníficas creaciones
cinematográficas. Es en primer lugar una atrapante aventura, una
historia estremecedora, dramáticamente cargada de intensidad, que
cobra sentido y valor sin necesidad de ser “descifrada” por nadie. La
obra, de entrada ya, lanza una clara alegoría: los hombres como
reclusos de un gigantesco complejo penitenciario, donde expiarán
sus culpas y delitos cometidos en existencias anteriores con
tremendos castigos y trabajos forzosos tan desgastadores como
inútiles para el individuo.
Hay ahí una relación con esas doctrinas, universales y de
antigüedad inmemorial, que contemplan al nacimiento y la
existencia como un castigo donde las almas son enviadas para expiar
sus culpas y pecados contraídos a lo largo de sus vidas anteriores.
Tal es la doctrina profesada —con mayores o menores
divergencias— por el orfismo, el pitagorismo, Empédocles, Platón,
Virgilio y su Eneida (véase el libro VI), muchas religiones mistéricas
alrededor del Mediterráneo y desde luego por el antiguo esoterismo
cristiano. La homologación de la vida con una condena y del mundo
como una gran cárcel, es muy frecuente entre aquellos filósofos. Esa
misma idea subsiste en lo que pensaba Pascal cuando escribió:
“Imagínese una porción de hombres encadenados, y todos condenados a muerte,
siendo ahorcados cada día los unos a la vista de los otros, viendo los que quedan
su propia condición en la de sus semejantes, y mirándose los unos a los otros con
70
dolor y sin esperanza, aguardando su turno. Ésa es la imagen de la condición
de los hombres.”9
La mariposa es aquí el símbolo de la liberación o bien de la
trascendencia — según la religión. Los estados vegetales, animales
o humanos que sufre el alma a través de sus transmigraciones, son
homologados a la condición de gusano que se arrastra por la tierra
hasta que efectúa su transmutación y libera sus alas y se eleva hasta
alcanzar las alturas etéreas. La transmutación es posible porque en
el alma están contenidas tanto el gusano como la mariposa, tanto la
impulsividad como la inteligencia, tanto la más ciega voluntad de
vivir como el puro conocimiento, tanto la bestia como el dios, tanto
lo terreno como lo celeste —tanto la serpiente como el águila, y esta
condición la simboliza la Serpiente Emplumada en las religiones
aborígenes de América Central.
Papillon encarna su condición terrenal y a su vez un espíritu que
incansablemente aspira a la liberación total y definitiva, sin esperar
de la gracia interventora de nadie para que se revise su condena y
descreyendo de la imposibilidad de la huida.
Una de las instancias más tremendas, trascendentales de la
historia es cuando Papillon, como consecuencia de una acción
noble, es encerrado y recluido en la oscuridad, el aislamiento, la
incomunicación absoluta y el silencio, donde su espíritu es sometido
a prueba con tentaciones y extorsiones, resistiendo el hambre, la sed
y el apremio para no sucumbir a la traición de delatar a su amigo,
hasta que en un momento dado, en un sueño en el que es llevado
ante un tribunal, se le aparece el Diablo bajo la forma de un juez y
dicta su sentencia: “¡tu gran crimen es no haber sabido vivir!”. Pero ese
reclusorio representa asimismo la muerte interior.
La obra recrea el mito ancestral del descenso al infierno: Caronte,
Cerbero y finalmente el Hades, donde vence a la muerte frente al
Príncipe del Inframundo, allí donde recobran significado aquellas
palabras de los evangelios: sólo el que pierda su vida la salvará.
Luego Papillon arroja sus perlas a los cerdos, y se entrega a
dormir en un convento donde es traicionado y regresado
9
Pensamientos, Ediciones Orbis.
71
nuevamente a la colonia penitenciaria. Es evidente el significado de
este episodio: una descalificación del monasticismo cristiano y, por
sobre todo, de la doctrina de la gracia (Ave María Gratia Plena) como
vía para la liberación; Papillon se recuesta a dormir en la gracia a
esperar su salvación, entregado, pasivamente; la consecuencia es un
nuevo nacimiento en este mundo, en la misma penitenciería de la
pretendió escapar en vano siguiendo la vía equivocada.
Esa invencible y fatídica aspiración de Papillon por la libertad
absoluta, ese rechazo a toda comodidad y conformismo dentro y
fuera del orbe penitenciario, en prisiones más confortables y
apacibles tanto como en una isla paradisíaca sometido a un gran
jefe10 indio (personificación del Tiempo), deja ver una proclama por
aquella exhortación budista a la liberación total e incondicionada
que no acepta postergaciones para vidas futuras ni paraísos
celestiales en el más allá, porque —a criterio de Buda— toda forma
de existencia, terrena o celeste, como animal, como hombre o como
dios, siempre será —más, menos— absurda y dolorosa. Por el
contrario, esa liberación total trasciende todos esos estados y
sobrevive a todos esas moradas celestes y esos mundos de pena y de
castigo.
72
muerte. Hacia adelante y hacia atrás se extiende el
inconmensurable pasado, el recuerdo de todos los sufrimientos en
la sucesión infinita de existencias. Innumerables períodos del
mundo transcurren en miríadas de años. Tierras, cielos, infiernos,
sitios de tortura nacen y desaparecen en el fluir y refluir de la
eternidad. 11
73
pasatiempos de un grupo de soldados en la trinchera12. Todo parece
un sueño, el desenfreno juvenil de un fin de semana, y un cuadro de
locura satánica se va apoderando de la película desde su comienzo,
y finalmente, el reino de la bestialidad total, una aldea sometida
ciegamente, como poseída por un diabólico hipnotismo,
obedeciendo las órdenes sanguinarias de un déspota desquiciado,
todo lo cual se revela como una cruda metáfora de ese infame
genocidio, de esa gran carnicería perpetuada por esa unidad
indisociable entre ese gobierno y su población y sus comunicadores
sociales.
Ésta es la enorme diferencia que separa a la exploración por el
interior de una sociedad o de los hombres de la simple moraleja o
mensaje. Como en toda obra maestra, su dimensión críptica, en este
caso, no condiciona en lo más mínimo el sentido, el valor y el interés
que puede representar la obra si se le sustrae su significado oculto
debido a la ignorancia o la desatención de la mirada que la
contempla.
Como digo, esto no parece ser así, lamentablemente, fuera del
cine norteamericano.
La historia y los personajes, en toda obra narrativa, es lo
fundamental —todo lo restante es funcional a ello o
complementario. Ni más ni menos, constituyen el alma y esencia de
ese arte. Jamás los personajes y la historia pueden ser creados para
servir a ningún mensaje ni denuncia, ni símbolo metafísico ni
símbolo simbolista, así como tampoco a ningún hecho o fenómeno
en particular, como hacen los malos cineastas y escritores que
conciben un cuadro o episodio, en torno al cual inventan una trama
y caracteres para poder presentarlo. Los personajes y la historia no
son una excusa para contar otra cosa ni un mero envase portador de
“contenidos”. Hitchcock, por dar un ejemplo, pertenece a esa
categoría de precarios narradores y cineastas de su género. Sé que lo
que acabo de decir no será compartido por muchos, pero insisto en
que en su cine se deja ver la misma deficiencia que en esos escritores
de best-seller del género de terror, como Stephen King, en que los
12 Esa dimensión de horror, quimera y teluria que impregnaba toda la historia de
la primera versión, parece desvanecida, enrarecida en la versión extendida.
74
personajes carecen por sí mismos de interés y fuerza dramática,
porque no tienen en sí mismos otra razón de ser que como para
servir de cortejo a una historia que a su vez fue imaginada y
conformada no más que como excusa para presentar un hecho o un
trauma, un ser o un fenómeno monstruoso o escalofriante. Un
monstruo o un crimen psicópata constituyen la única motivación de
lo que se va a contar: todo lo demás — historia y personajes— son
tan sólo pretextos necesarios y decorativos. A eso se debe que no se
recuerde jamás un personaje de esas novelas o de esas películas, sino
solamente un hecho horrendo o un fenómeno monstruoso (o en
todo caso un actriz o actor, no un personaje). El elemento narrativo
y dramático sólo desempeña la debilitada función de una
construcción indispensable para presentar un hecho o imagen que
para ser contados no merece una novela ni una película.
La serie X-Files concentró, durante varias temporadas (las
primeras), abundancia de elementos constitutivos a la esencia del
arte presentes en esa obra, de la que podría decirse que se concentra
todo: la tragedia y la comedia, la naturalidad y la simbología, la
belleza y la catarsis, el más deslumbrante despliegue imaginativo y al
mismo tiempo la postulación de los más altos valores y principios
humanos. Jung, Mircea Eliade, Heidegger, Joseph Campell, se
vislumbran en toda la imaginería de la serie. La consagración del
personaje principal se resume, ya pasadas varias temporadas, en
aquellas palabras de Schopenhauer cuando escribió: “Una vida feliz
es imposible: lo máximo que el hombre puede alcanzar es una vida heroica.
Tal es la que transita aquel que, cualquiera sea su modo, cualquiera sea su
ámbito o su causa, lleva a cabo su propósito tras luchar contra dificultades
inmensas y adversidades sobrehumanas, y vence al fin, pero recibe a todo esto
una mísera o nula gratificación. Entonces al final, como el príncipe en Re corvo
de Gozzi, acabará petrificado, cual una estatua, aunque en una posición noble
impregnada de magnanimidad. Persiste su memoria, y es celebrada como la de
un héroe; su voluntad de vivir, mortificada por el desgaste y los sacrificios, el
cansancio y los esfuerzos, a lo largo de toda una vida, junto con el fracaso y la
ingratitud del mundo, se extingue y desparece en el nirvana.”13
13
Schopenhauer, op. cit., §. 172a.
75
El capítulo Requiem representa un antes y un después para toda
la serie. El protagonista ingresa en una crisis insalvable, que no es
capaz de reconocer como propia, y que la transfiere en principio a
su compañera; una crisis existencial que esta vez, a diferencia de
otras ocasiones, lo conducirá irreversiblemente a las profundidades
de la muerte. Su abducción, su rapto, y el proceso infernal y
devastador de inmisericordes torturas a las que es sometido por
fuerzas invisibles y agentes sobrenaturales, ya no tendrá fin, sino
hasta la muerte interior. En un escrito titulado El significado iniciático
del sufrimiento14, Mircea Eliade realizó algunas observaciones relativas
al tema: “Para toda sociedad tradicional, el sufrimiento tiene un valor ritual,
por cuanto la tortura está reputada de ser efectuada por seres sobrehumanos y
tiene como finalidad la trasmutación espiritual de la víctima. La tortura es,
también ella, una expresión de muerte iniciática. Ser torturado significa que uno
es despedazado por los demonios, maestros de la iniciación; en otros términos,
que uno está condenado a una muerte por desmembramiento. Recordamos cómo
San Antonio fue torturado por los demonios: lo habían levantado por los aires,
lo habían ahogado bajo tierra; los demonios le tajaron la carne, le dislocaron los
miembros, lo cortaron en trozos. La tradición cristiana llama a esas torturas ‘la
tentación de San Antonio’, y esto es verdad en la medida en que la tentación es
homologada a la prueba iniciática.[...] Esto quiere decir que ha ‘matado’ al
hombre profano que era y que resucitó como otro, como un hombre regenerado,
como un santo. Pero en la perspectiva no cristiana, esto también quiere decir que
los demonios han triunfado en su tarea: que era justamente la de ‘matar’ al
hombre profano que había en él para permitirle regenerarse. Identificando las
fuerzas del mal con los demonios, el cristianismo les ha retirado toda función
positiva en la economía de la salvación. Pero antes del cristianismo los demonios
eran, entre otros, los maestros de la iniciación. Atrapaban a los neófitos, los
torturaban, los sometían a un sinnúmero de pruebas y finalmente los mataban
para poder hacerlos renacer en un cuerpo y con un alma regenerada.” En
desacuerdo parcial con las palabras de Eliade, es absurdo que esas
torturas estén reproduciendo algún tipo de ritual para “matar al
hombre profano”; en todo caso, es el ritual el que, mediante torturas,
buscaría reproducir simbólicamente los efectos devastadores del
14
Mitos, sueños y misterios, Ed. Grupo Libro.
76
sufrimiento y su acción expiatoria. El verdadero significado de este
fenómeno, contrariamente a la interpretación renéguenoniana de
Eliade, debe interpretarse a la luz de lo que escribió Schopenhauer
alguna vez en una de sus más hondas reflexiones: “Pocos son los que
alcanzaron un estado donde prevalece el conocimiento puro, el cual, trascendiendo
el principium individuationis, hace posible la perfecta objetividad en los
razonamientos y el más incondicional amor al prójimo, hasta reconocer
finalmente como propios todos los sufrimientos del mundo, desatando así la
negación de la voluntad. Precisamente para aquellos que se encuentran próximos
a esta instancia, un gran obstáculo —que casi siempre se presenta— es esa
circunstancia personal relativamente soportable —propiciada por el guiño
favorable del momento, junto a la tentación de abrir lugar a nuevas esperanzas,
y eso que una y otra vez promete satisfacer nuestra voluntad, esto es: los deseos—
un permanente obstáculo, decía, para la negación de la voluntad y una continua
seducción para una renovada afirmación de la misma: eso es lo que explica que,
en este sentido, todas esas tentaciones hayan sido personificadas en el diablo. Pero
por este motivo, justamente, es necesario que un infinito dolor, un dolor tremendo,
desalmado, destruya la voluntad de vivir —antes que tener que esperar que esta
negación se alcance por medio de un largo proceso al final del cual ésta se produce
por convicción propia. Entonces vemos a aquel hombre, que tras haber sido
atormentado por las necesidades más apremiantes e intrínsecas, siempre negadas
por los más asfixiantes y encarnizados obstáculos e impedimentos hasta verse
arrastrado al borde de la desesperación, volverse sobre sí súbitamente, descubrirse
a sí mismo y al mundo, transformar enteramente su ser y elevarse por encima de
sí y de todo sufrimiento, obteniendo la pureza y la santidad sin ninguna
intervención externa; sumido en una paz y una dicha imperturbable, lo vemos
abandonar voluntariamente a aquello que quiso alguna vez con la más febril
tenacidad y obstinación, y aguardar la llegada de la muerte con júbilo. Y es ahí
cuando de pronto, surge tras la llama purificativa del dolor más devastador y
más terrible un resplandor, el de la negación de la voluntad de vivir, esto es, sin
más: la liberación.”15
No tendría sentido extenderme mucho más por incontables
películas y series con contenido esotérico; haré mención por último
a Hardcore (1979), donde se plasma la teología calvinista de la
15
Die Welt als Wille und Vorstellung, §. 68.
77
salvación por la gracia y la predestinación, donde un padre
(simbolizando a Dios) va buscar a su hija prostituida (el alma
predestinada por la gracia para salvarse) inmersa en la en el extravío
y la depravación, y deja abandonada a otra prostituta sin ayudarla
(símbolo de las almas no-elegidas para la salvación).16
78
Epílogo
79
habrá ya bastiones donde el ser humano pueda sentirse inatacable
y, por lo tanto, libre del miedo.
Frente a esto es importante saber que el ser humano es
inmortal y que hay en él una vida eterna, una tierra que aún está
por explorar, pero que se halla habitada, un país que acaso él
mismo niegue, pero que ningún poder terrenal es capaz de
arrebatarle. En muchos de los hombres y aun en los más de ellos
el acceso a esa vida, a esa tierra, a ese país, acaso sea parecido a
un pozo en el que desde hace siglos viene arrojándose escombros y
deshechos. Si se los retira, se encontrará en el fondo no solamente
el manantial, sino también las viejas imágenes. La riqueza del
ser humano es infinitamente mayor de lo que él presiente. Es una
riqueza de que nadie puede despojarle y que en el transcurso de
los tiempos aflora una y otra vez a la superficie y se hace visible,
sobre todo cuando el dolor ha removido las profundidades.17
17
Ernst Jünger, La emboscadura, Tusquets Ed..
80
Anexo: qué entiendo hoy por arte
81
eso, la esfera divina es la sapiencial y magnánima invención de esa
comunidad en la que todos tengan todo, a nadie le falta nada y nadie
sea más que nadie; donde hayan sido eliminadas hasta las ínfimas
diferencias entre bellas y feas, pobres y ricos, calvos y no calvos,
talentosos y esforzados, fuertes y débiles, y toda ocasión para la
discordia, el malestar o la envidia. En todas las tradiciones arcaicas
sobreviven resabios de ese orden: son todos esos rasgos que,
ignorando su secreto significado, su secreta utilidad, son rechazados
o hasta burlados por la mentalidad de nuestro tiempo como
costumbres absurdas o supersticiones; de ahí las tendencias al
ocultamiento y la uniformidad en la manera de vestir, la celosa
planificación de un matrimonio, la obsesión por el cumplimiento
minucioso de cada ritual o sacramento, y el estrictísimo orden
comunitario que se asemeja más bien a una gran familia comandada
por padres invasivos y omnipresentes. En el fondo no son más que
artificios: los sabios de antaño sabían que era la única forma de
superar la discordia, el desamparo y la calamidad es la invención, el
arte de crear un “nuevo orden zodiacal”, que se imponga o que
compense, o contrapese, al orden zodiacal inferior. A este Orden-
Artificio se lo llamó “reino divino” o “mundo divino” o
simplemente “regirse por el Cielo”. Créame, lector, que el arte, en
su esencia última, tiene que ver con eso.
82