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El arte de cada época refleja sus ideas básicas, también sus ideas éticas. La Edad
Media es una época de arte religioso. Muchas de las representaciones son de Cristo, la
Virgen, los santos, el infierno, el cielo… También se reflexiona sobre el fin del hombre,
el camino para salvarse etc. De ahí que abunden las representaciones de las virtudes1, o
escenas moralizantes, igual que en el Renacimiento.
Si nos vamos a principios del siglo XX, el arte está centrado en representar la
fuerza de la voluntad humana, el superhombre (el soldado alemán o el campesino
soviético), el hombre nuevo, joven, fuerte, decidido que va a cambiar el mundo.
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Las virtudes son siete:
• Tres teologales (hacen referencia a Dios): fe, esperanza y caridad
• Cuatro cardinales: enunciadas por Platón, son las virtudes principales y fundamentales de las que
se derivan todas las demás: prudencia, justicia, fortaleza, templanza .
concibe la acción que representará en su obra, lo hace con el fin de manifestar la belleza
de esa acción y, por analogía, de todas las acciones humanas semejantes. Por eso
puede afirmarse que el Arte revela el ser (el ser del hombre y del mundo, aunque
indirectamente también el ser de Dios) en cuanto que es bello, es decir, capaz de
producir un intenso placer en todas las potencias contemplativas del hombre.
Desde esta perspectiva, no hay duda de que los principios morales, aquellos en
virtud de los cuales una sociedad determina lo que es bueno o malo, juegan un papel
fundamental a la hora de explicar su arte y, por tanto, puede decirse con pleno acierto
que el arte es el reflejo de los valores morales de una sociedad.
Por tanto, de las ideas que tengamos sobre lo verdadero y lo bueno, dependerán
también las ideas que tengamos sobre lo bello y, por tanto, el arte que hagamos. Pero
entonces, ¿puede una verdadera obra de arte inducir al mal? ¿Puede una novela alabar o
justificar una infidelidad amorosa, o un comportamiento rencoroso o un desprecio de
Dios y de la fe? ¿Hasta qué punto esa novela puede seguir siendo artística?
En principio, la inmoralidad de algunos contenidos inteligibles en una obra de
arte no anula definitivamente su valor artístico, pues si bien es cierto que la Belleza y el
Bien, como la Verdad, se identifican en el orden del Ser, el sujeto humano los conoce
como nociones diferentes, como formalidades distintas. Es decir, en el orden del
conocer humano, que no capta simultáneamente todas las propiedades del ser, Belleza y
Bien se distinguen suficientemente. De esta manera, un escritor puede escribir una
novela sobre un amor indecente (p. ej. dos personas casadas) pero puede reflejar al
hacerlo la belleza del amor entre un hombre y una mujer y, por tanto, está reflejando
parte de la verdad y el bien, aunque no todo lo que sería posible y deseable. Del mismo
modo, una obra de arte que refleje el mal, no hace más que reflejar, por contraste, el
bien; es decir, en la medida que consigo hacer entender lo que no es bueno o bello (el
mal o la fealdad), puedo hacer entender que la gente comprenda por contraste lo que es
bueno y bello.
El artista puede experimentar el placer de lo bello sin ser del todo consciente de
la verdad y la bondad de esa realidad finita, puede reflejar la belleza de las cosas “sin
querer” e incluso observando él mismo comportamientos inmorales.
Si aceptamos que el arte tiene como objeto la belleza y que esta emana de la
verdad y el bien, podemos entender fácilmente la labor del artista como una función
social.
De manera que por muy certeras que sean sus afirmaciones de índole
antropológica, moral, religiosa o política, si no produce una intensa experiencia vital, la
obra de arte será un auténtico fracaso estético. ¡Cuántas obras literarias, pictóricas o
escultóricas han nacido comprometidas con una nobilísima causa y, sin embargo, no
provocan una emoción particular en ningún receptor, por favorable que sea a tal idea o
doctrina! Esto sucede porque la obra artística no se justifica por sus ideas, sino por la
intensidad con que refleja y proyecta una experiencia vital en un individuo (el receptor)
que nada ha tenido que ver con la experiencia vital de su autor.
Paul Claudel señalaba a Arthur Fontaine: «Será dulce para mí, cuando esté en el
lecho de muerte, pensar que mis libros no han contribuido a aumentar la espantosa
suma de tinieblas, de duda, de impurezas, que aflige a la humanidad, sino que aquellos
que los han leído no han encontrado en ellos más que motivos para creer, para
alegrarse, para esperar»."
Por último y puesto que la obra de arte cumple una función social, aquel que por
tener la vocación artística —de poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico,
actor, etc.— es capaz de realizarla, tiene al mismo tiempo la obligación de no malgastar
ese talento. Según Freud, los poetas “perciben entre el cielo y la tierra muchas cosas que
nuestra sabiduría erudita no nos permite siquiera imaginar
imaginar”,
”, y esta capacidad, como en
general todas las capacidades que se nos dan, debe ser aprovechada.