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LAS ACLAMACIONES EN LA EUCARISTÍA 89

2. El Aleluya y su espiritualidad

El Aleluya es la aclamación pascual por excelencia.


Después del silencio cuaresmal, oímos resonar, con el cora-
zón henchido de alegría, el Aleluya en la Noche pascual.
«El sacerdote, terminada la epístola, entona por tres
veces el Aleluya, elevando gradualmente la voz y repi-
tiéndolo la asamblea» (CE, 352).

Una vez entonado el Aleluya en tan solemne noche, ya


no se volverá a omitir durante todo el tiempo pascual. Su
canto será uno de los distintivos de las celebraciones pas-
cuales. ¡Qué buenas catequesis podemos hacer a nuestro
pueblo explicándole el significado, el sentido y la impor-
tancia de cantar Aleluyal
Relata el Midrás que, cuando los egipcios se ahogaban
en el Mar Rojo, los ángeles entonaron el Aleluya, pero Dios
les reprendió: «¿Cómo podéis cantar el Aleluya cuando mis
hijos se están ahogando?» 1 .
Un himno litúrgico griego reza así, poniendo por inter-
cesora a la Virgen:

1. Meguilá 10 b. Véase V. SERRANO, La Pascua de Jesús, San Pablo,


Madrid 1994, p. 143.
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«Digna de toda loa; Madre santa del Verbo...


Nuestra ofrenda recibe en el canto.
Salva al mundo de todo peligro.
Del castigo inminente libera
a quien canta: ¡Aleluya!»
(Súplica final del himno bizantino Akazistos, estrofa 24).
El Antifonario de León tiene hermosas antífonas sobre
el Aleluya. Una de ellas, usando la figura literaria de la pro-
sopopeya, personifica el Aleluya pidiéndole que se quede
con nosotros y que ya partirá mañana de viaje... Los discí-
pulos de Emaús también le piden a Jesús: «Quédate con
nosotros, pues se hace tarde y el día va de caída».
«Aleluya, quédate con nosotros hoy,
y mañana ya partirás de viaje, Aleluya...
Te marcharás y tendrás un buen viaje, Aleluya,
y volverás de nuevo a nosotros, Aleluya...
Así dice el Señor:
ha quedado encerrado en mi tesoro el Aleluya:
y tal día os lo devolveré, Aleluya, Aleluya»
{Antifonario de León, p. 154, Vísperas). -

El Oracional visigótico le atribuye una serie de cualida-


des y virtudes al Aleluya que se canta en la tierra y que se
perpetúa en el cielo:
«Aleluya en el cielo y en la tierra,
se perpetúa en el cielo, se canta en la tierra,
allí suena siempre, aquí también fielmente;
allí perennemente, aquí con suavidad;
allí con felicidad, aquí con concordia;
allí inefablemente, aquí insistentemente;
allí sin defecto, aquí con afecto;
allí por los ángeles, aquí por todos los pueblos...»2
{Oracional Visigótico, n. 507).

Véase J. ALDAZÁBAL, La Comunidad celebrante, Dosiers CPL, n. 39,


Barcelona 1993, pp.40-43.
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San Agustín tiene unas hermosas reflexiones sobre el


Aleluya en sus sermones:
«En este tiempo de nuestra peregrinación decimos el
Aleluya a modo de viático de consuelo. De momento, el
Aleluya es canto de caminantes. Pero a través de un cami-
no laborioso estamos acercándonos a una patria llena de
paz, donde, superadas todas nuestras acciones, sólo nos
quedará el Aleluya» (Sermón 255).

«Dios quiere que le cantemos el Aleluya de forma que no


haya discordia en quien lo alaba. Comiencen, pues, por ir
de acuerdo nuestra lengua y nuestra vida, nuestra boca y
nuestra conciencia. Vayan de acuerdo, repito, las palabras
y las costumbres, no sea que las buenas palabras sean un
testimonio contra las malas costumbres» (Sermón 256).

«En el cielo, toda nuestra actividad será Amén y Aleluya.


No lo diremos con sonidos que pasan, sino con afecto del
alma» (Sermón 262).

El Aleluya, palabra hebrea que significa «Alabad a


Dios», tenía ya una memorable historia en las solemnidades
de los judíos. Los cristianos la emplearon muy pronto y
conservaron su sentido de regocijo. Al entonarla, de simple
exclamación se convirtió muy pronto en verdadero canto,
pues cargaban algunas vocales con acentos musicales y
prolongaban la «a» final con largas vocalizaciones melódi-
cas, con los auténticos «melismas» gregorianos, compues-
tos por «neumas»; no tienen cuerpo ni palabras estos «me-
lismas», pero, cuando llegan muy dentro, lo dicen todo.
Los cristianos solían cantar su Aleluya aun fuera de los
templos. Del mismo modo que los remeros alentaban su
esfuerzo y daban compás al movimiento de su nave con
aquella canción de ritmo especial que los antiguos llamaron
en griego «celeusma», los cristianos, en sus casas, en el mar
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y en los campos, entonaban su Aleluya, cumpliendo aque-


lla máxima de san Agustín: «Pues que remamos en la vida,
cantemos el Aleluya, nuestra dulce canción de remeros».

2.1. El Aleluya antes del Evangelio

Aleluya es el grito de victoria de los redimidos (Ap 19,1-3).


Esta aclamación no podemos dejar de cantarla en Pascua ni
los domingos, que son la pascua semanal, así como en las
solemnidades y fiestas de los Santos.
La comunidad, puesta en pie, aclama el Evangelio que
llega, es decir, al Señor que se hace presente en la comuni-
dad a través de su Palabra. A diferencia del resto de las lec-
turas, el Evangelio lo acompañamos con muestras especia-
les de respeto y veneración: en pie, acompañado de cirios,
se le inciensa, se le besa, se muestra a la comunidad y, sobre
todo, se le aclama. En cierto sentido, este Aleluya antes del
Evangelio es un canto procesional; canto procesional para
la procesión solemne del evangelio, de acuerdo con la regla
de que una procesión va siempre acompañada de un canto
que revela su sentido espiritual y la convierte en acción de
toda la asamblea. Existe el movimiento procesional desde
que el diácono pide la bendición y se dirige al «ambón»
para la proclamación del Evangelio. Esta procesión con el
evangeliario ha tenido mucha importancia en otros tiempos
de la liturgia y aun hoy día entre los orientales.
Es una aclamación breve y gozosa, entusiasta y jubilo-
sa. El cantor o el coro lo pueden entonar, y repetirlo toda la
asamblea; pero es mucho mejor si lo inician, y la asamblea
lo continúa. El versículo puede recitarse o proclamarse,
incluso con fondo musical, para volver a repetir la asamblea
la aclamación Aleluya. Las orientaciones del Leccionario
son muy concretas:
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«El Aleluya y el versículo antes del Evangelio deben ser


cantados... unánimemente por todo el pueblo, y no sólo
por el cantor o coro que lo empiezan. [...] El Aleluya (o
el versículo antes del Evangelio) tienen por sí mismos el
valor de rito o de acto con el que la asamblea de los fie-
les recibe y saluda al Señor que va a hablarles, y profesa
su fe con el canto» (OGLM, 23)

Una vez proclamado el Evangelio, se puede repetir la


aclamación como respuesta y agradecimiento al Señor que
nos ha hablado con su Palabra.
En la liturgia hispana esta aclamación se canta después
de proclamar el Evangelio, o bien después de la homilía, no
antes del Evangelio.
Esta aclamación, dado su carácter comunitario y entu-
siasta, requiere ser cantada; si no es posible cantar el
Aleluya propio de cada Misa, podemos adaptar una misma
fórmula musical a diversos textos, de modo que, si no se
cantara, es mejor suprimirla.

2.2. La aclamación-respuesta a la Palabra de Dios

Por la proclamación de las lecturas, Dios habla a su pueblo,


y éste le responde con la aclamación. Después de la procla-
mación del Evangelio, la aclamación del pueblo tendría que
ser cantada: «Gloria a ti, Señor Jesús», especialmente los
domingos y solemnidades, mientras el diácono o sacerdote
mantiene el libro alzado
La conclusión de las lecturas -Palabra de Dios- puede
ser entonada por un cantor distinto del que ha proclamado
las lecturas, al que todos responden con la aclamación: Te
alabamos, Señor
En algunos ambientes se dan ciertos cambios en la fór-
mula de la aclamación. Por ejemplo, oímos a los lectores
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decir: «Es Palabra de Dios». Incluso hay quienes, para ser


más explícitos, dicen: «Hermanos, esto es la Palabra del
Señor». Estas fórmulas no invitan a la aclamación, ya que
se sitúan en el nivel de la información o aclaración, es decir,
en el nivel catequético. Sin embargo, en la Eucaristía esta-
mos en el nivel litúrgico, en la expresión comunitaria de la
fe. No necesitamos que nadie nos aclare que hemos leído la
Palabra de Dios y no otra, ni que el Evangelio es la Palabra
del Señor. Ya lo sabe la asamblea. A la asamblea hay que
incitarla a que aclame la Palabra proclamada con su admi-
ración y respeto.
No deberíamos consentir ni introducir adiciones a la
aclamación, ni mucho menos, como se hace en ciertos am-
bientes, introducir nuevos textos como: ¡Viva la Palabra de
Dios!
Como respuesta al Evangelio, tenemos la aclamación
Gloria a Ti, Señor Jesús, seguramente de origen oriental,
donde se proclama el Evangelio con tanta solemnidad.
Otras respuestas parecidas pueden ser: Gloria y honor a Ti,
Señor Jesús, con la música de L. Deiss, C. Gabaráin u otras.
También puede responderse con el mismo Aleluya anterior
al Evangelio.
El objetivo de estas aclamaciones-respuesta es que «la
asamblea reunida honre la Palabra de Dios recibida con fe
y con espíritu de acción de gracias» (OGLM, 18).
«Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro» (Sal 89,16).

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